Esteban Escudero Torresa

1. Introducción

Las llamadas pruebas de la existencia de Dios son tentativas, pistas o señales para acceder a él racionalmente. El valor de las pruebas es de orden lógico, por lo que no es ni experiencial ni religioso. En el plano de la lógica no se puede pretender alcanzar al Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, ni al Dios Padre, manifestado en Jesucristo. Mas, para los que ya poseen un conocimiento religioso de Dios, y por lo tanto también para nosotros, los cristianos, es de un gran consuelo constatar que nuestra experiencia de Dios tiene igualmente el apoyo de la racionalidad.

Mientras que para las personas religiosas estos caminos tienen el valor de confirmar las propias convicciones, para los no creyentes son como flechas indicativas, pistas que merecen ser tomadas en consideración para quien quiere ser honesto con la realidad de las cosas. Y en ello le va mucho al hombre que busca la verdad, ya que solo en Dios el hombre encuentra su plena realización y su verdadera salvación.

En este artículo vamos a exponer la llamada prueba de la existencia de Dios a partir de la realidad del mundo. Esta forma de razonar parte del análisis de las propiedades de los entes mundanos, es decir, de toda la realidad de la que tenemos experiencia en este mundo, y concluye que, para su completa explicación, se precisa admitir otra realidad distinta, trascendente al mundo, que sea capaz de dar cuenta de sí misma y, al mismo tiempo, que explique el porqué del mundo  y de sus propiedades.

Esta forma de razonar cuenta ya con una larga historia. Comienza en la filosofía griega, con Platón y Aristóteles, fue ampliada por los grandes filósofos medievales judíos y cristianos, entre los que destaca la figura de Santo Tomás de Aquino y, ya en la edad moderna, fue retomada por Leibniz y por toda la gran corriente filosófica de la neo-escolástica, entre otros autores contemporáneos.

Este camino hacia la realidad trascendente se ha revestido a lo largo de la historia del pensamiento de distintas formas, según la propiedad de la realidad mundana de la que se parta: el movimiento, las relaciones causa-efecto de los cambios, la finitud de las cosas, la evolución cósmica, etc. Aquí vamos a desarrollar el razonamiento a partir de la “contingencia” o ausencia de fundamento del propio ser, a fin de llegar a un fundamento último de toda la realidad mundana. Quizás sea esta la forma más concluyente del “argumento cosmológico”.

Aunque los no iniciados en filosofía pueden encontrar en ocasiones complicada esta manera de argumentar, inevitable por estar aquí en juego las cuestiones últimas de toda la realidad, los puntos culminantes del razonamiento serán, sin embargo, accesibles a todos, ya que en el fondo se trata de formular de un modo preciso la intuición del hombre religioso de que el mundo necesita de un Creador.

2. La pregunta decisiva

El deseo de saber ha impulsado al ser humano a investigar los enigmas de la realidad que le circunda. La aparición de algo nuevo en el mundo ha despertado siempre la curiosidad por saber las razones que lo han producido. Bien sean fenómenos naturales, como el arco iris o la erupción del volcán, bien sean fenómenos biológicos, como la transmisión de caracteres hereditarios o los motivos de una enfermedad, o bien se trate de la conducta del propio ser humano, siempre ha provocado la pregunta por las causas que pueden explicarlo.

La aplicación rigurosa del principio de causalidad científica ha permitido conseguir avances espectaculares en el conocimiento de la realidad en todos los ámbitos del saber empírico. La ciencia busca la explicación del estado actual del mundo en un estado anterior, del cual se deriva según unas leyes que ella misma trata de precisar. Y por este método, no solo hemos podido establecer conexiones entre fenómenos actuales, sino que hemos podido remontarnos hasta los estadios iniciales de la evolución cósmica.

Pero si queremos conocer el mundo en toda su misteriosa problematicidad, hemos de orientar nuestra investigación en una dirección radicalmente nueva. Las ciencias de la naturaleza nos van explicando cada vez con mayor precisión cómo es el mundo, dando por supuesto el hecho familiar de que “el mundo es”. Mas esto constituye también un problema, el mayor de los problemas: ¿por qué el mundo es?

Evidentemente nadie está obligado a hacerse este tipo de preguntas, e incluso no es fácil hacérselas, estando como estamos abocados a la realidad cotidiana, con sus mil preocupaciones y distracciones. Pero es posible plantearla ya que responde a una necesidad de orientarse en el mundo, por apuntar a cuestiones cruciales para todo ser humano, como saber de dónde venimos, qué somos y adónde vamos.

Desde el propio campo de la ciencia se escuchan llamadas a plantear este tipo de preguntas, a pesar de sobrepasar el ámbito de aplicación del método científico. Por ejemplo, el físico español Fernández-Rañada termina así su libro Los científicos y Dios:

La ciencia amplía inmensamente nuestro conocimiento del mundo y nos acerca a la belleza sublime de las leyes de la naturaleza. Pero, como actividad colectiva o sistema social, se mantiene al margen de las grandes preguntas que sus resultados sugieren. Esa es una tarea personal, como todo lo que atañe a la libertad, porque mantenernos abiertos a esas preguntas es lo que nos define como personas libres, al nivel más profundo, confiriéndonos una enorme grandeza, a pesar de nuestra pequeñez ante el universo (Fernández-Rañada, 2008: 288).

Es interesante constatar cómo el avance de los descubrimientos en el terreno de las ciencias naturales impulsa al espíritu humano a plantearse las preguntas decisivas en torno al Universo y al misterio de su existencia y organización. El premio Nobel de Física, descubridor de la hipótesis cuántica, base del conocimiento del mundo de los átomos, el alemán Max Planck (1858-1947), afirmaba en su libro ¿A dónde va la ciencia?: “El progreso de la ciencia consiste en el des- cubrimiento de un nuevo misterio cada vez que se cree haber descubierto una cuestión fundamental [...] La ciencia es incapaz de resolver el misterio último de la naturaleza” (Planck, 1941)

Ahora bien, lo que la ciencia es incapaz en virtud de su método puede y debe planteárselo la filosofía y también el científico como persona. Uno de los más grandes filósofos del siglo XX, Martín Heidegger (1889-1976), formuló así la decisiva cuestión acerca del mundo, como conclusión de su libro ¿Qué es Metafísica?:

La filosofía solo se pone en movimiento por una peculiar manera de poner en juego la propia existencia en medio de las posibilidades radicales de la existencia en total. Para esta postura es decisivo [...] por último quedar suspensos para que resuene constantemente la cuestión fundamental de la metafísica, a que nos impele la nada misma: ¿Por qué hay ente y no más bien nada? (Heidegger, 1976: 553).

La pregunta de por qué hay algo y no más bien nada se dirige al hecho fundamental de que existe el “ente”, es decir, el mundo. Si nunca hubiera habido nada, ni mundo, ni hombres, ¡nada!, no habría que preguntarse ningún porqué, no solo por el hecho elemental de que tampoco nosotros existiríamos, sino, sobre todo, porque no habría nada que explicar. Pero el caso es que hay mundo y un mundo muy complejo y ordenado, con unos procesos que no pueden menos que causar admiración a quien los estudia... ¿Por qué hay mundo y no más bien la nada? ¿Qué razón puede darse de que yo mismo, todo lo que me rodea, el planeta tierra, el sistema solar, las galaxias..., el universo entero exista y no, más bien, jamás haya existido nada, nunca nada?

Ciertamente, la experiencia de la problematicidad radical de todo lo que existe no es una experiencia ordinaria. Vivimos habituados al hecho de que el mundo existe y es tal como nos lo explican las ciencias. Partimos de este hecho y no solemos cuestionarnos su porqué. Solo haciendo un esfuerzo intelectual y en condiciones psicológicas favorables, podemos tener la experiencia del misterio profundo que rodea la afirmación fundamental: “el mundo es”. Pero esta experiencia es posible y auténtica.

La pregunta decisiva expresa la problematicidad del ser de todo lo que existe. Las cosas del mundo, los entes, evidentemente existen, están ahí, y podemos conocerlos y estudiar su origen y evolución. Ahora bien, el porqué de su ser, la razón de que existan, es lo que resulta últimamente problemático para aquel que quiera llegar hasta el fondo en la explicación de las cosas. Todo queda entonces cuestionado. Todo queda afectado por la pregunta fundamental. Las cuestiones del origen, de la evolución, de los cambios, de la aparición de nuevos estados..., todo queda abarcado por la gran pregunta que está en la base de las demás. Si esta se responde, las demás cuestiones de la ciencia y de la vida ordinaria podrán plantearse tras ella, ya que esta pregunta es previa y como el sustrato de todas las demás.

3. La necesidad de un absoluto

La pregunta decisiva no trata de hallar un estado original, a partir del cual comience la historia cósmica. En ese sentido se diferencia radicalmente de las ciencias. El porqué buscado ha de dar razón de la existencia de todos los entes, en un primer momento, actualmente y en el futuro. Es decir, no se trata del comienzo, sino de la razón de ser.

Igualmente debe darse una razón de ser en el supuesto de un universo eterno. El problema del fundamento de la existencia del mundo es distinto del de su finitud o infinitud temporal. Ya Santo Tomás, en el siglo XIII, disputando con los averroístas latinos, que defendían la eternidad del mundo, hacía ver que un universo eterno –si es que efectivamente lo es– tendría que tener una causa eterna de su ser.

Si no estamos dispuestos a admitir que la realidad es absurda, cosa muy difícil de sostener consecuentemente, a la pregunta sobre cómo es posible el ente ha de responderse admitiendo la necesidad de una realidad última que se fundamenta a sí misma. Esta realidad responde por sí misma de su propia existencia y, por lo tanto, puede justificar por qué existen los demás entes. Es decir, ha de existir un ser absoluto, algo o alguien, dentro o fuera del mundo, que tiene en sí mismo la razón de su propio ser.

Para comprender esta idea, es preciso tener claro dos importantes conceptos filosóficos: ser contingente y ser necesario. Se llama “ser contingente” a aquella realidad que, aunque existe, puede no existir, porque no tiene en sí misma el fundamento de su ser. El “ser necesario” es aquella realidad que tiene en sí misma la razón y fundamentación de su ser.

El análisis filosófico muestra que, si todo es contingente, nada habría podido llegar a la existencia y nada se sostendría actualmente en el ser. Si todo tiene su razón en otro, no puede explicarse la existencia de ninguna realidad. Por lo tanto, algo tiene que ser necesario, tener en sí mismo el fundamento de su ser y poder de esta manera dar razón de la realidad entera.

La experiencia de la contingencia es algo habitual para nosotros, aunque en el lenguaje ordinario no la denominemos así. Cada uno de nosotros nos damos cuenta de que existimos, pero también de que nuestra vida “pende de un hilo”. Vinimos al mundo sin haberlo pedido y en cualquier momento podemos dejar de existir, a causa de una enfermedad repentina o de un desgraciado accidente.

Sentimos, así, que nuestro ser se nos ha dado, que no disponemos de él y que el porqué de nuestra existencia ha de buscarse en algo distinto a nosotros mismos. Pero tampoco las personas que nos rodean están en mejor situación. También ellas son contingentes y la experiencia de todos los días se encarga de mostrar- nos hasta qué punto es esto verdad. Aparecen nuevos seres humanos que antes no existían y otros desaparecen, con el dramatismo que ello reviste, sobre todo cuando se trata de seres queridos. Tampoco ellos pueden disponer por completo de sus vidas y la razón de su existencia está en algo distinto a su propia voluntad.

Los demás entes del mundo son igualmente contingentes. Son limitados en el tiempo, aparecen y desaparecen, aunque sus períodos de existencia escapen muchas veces a nuestra experiencia vital. Los animales, las plantas, las montañas o los propios astros, que nos parecen estar ahí desde siempre, han surgido en algún momento, que las ciencias actuales son capaces de datar con mucha apro- ximación, y algún día se descompondrán. Sus propios componentes elementales se han formado en el tiempo y en el tiempo desaparecerán. La ley física de la entropía no parece excluir a nada en este mundo.

Pero no es solo la finitud en el tiempo el único exponente de que nada en este mundo tiene en sí mismo la razón de su propio ser. Las cosas son limitadas en su perfección, son mutables, precisan de otros, etc. No se ve, por mucho que las es- tudiemos, dónde residiría la razón de su propia existencia y perfección ontológi- ca. Hoy la ciencia ha descubierto muchos secretos de la composición de la mate- ria, hasta sus niveles más ínfimos y elementales y estamos a punto de descubrir la energía básica, a la que podrán reducirse los demás tipos de energía conocidos... La realidad de este mundo está dejando de tener el carácter misterioso que podía tener en la época de los griegos o en el Renacimiento.

Si, por lo tanto, las cosas de este mundo existen, desde los seres humanos hasta los átomos de hidrógeno perdidos en los inmensos espacios interestelares, pero nada en sí mismo puede justificar el porqué de su existencia, la razón humana se ve obligada a admitir un ser absoluto, sea lo que este sea, que pueda justificar su propia existencia y la de todo lo demás. De lo contrario no se podría explicar racionalmente por qué existe el ente y no más bien la nada. Algo tiene que tener en sí el fundamento de su propio ser, la razón de su propia existencia. Este algo existe como el hecho último, sin que pueda reducirse o explicarse por ninguna otra cosa. A partir de él, todo lo demás puede ya tener una explicación. Ha de haber, pues, un absoluto.

Esta manera de razonar se nos impone por la fuerza de los hechos. Salvando las distancias entre esta cuestión última del conocimiento del mundo y un ejemplo trivial de nuestra experiencia cotidiana, podemos intentar ilustrar la lógica de esta forma de argumentar con la siguiente comparación: supongamos que, al conectar nuestro aparato de televisión, aparecen unas molestas rayas que impiden la correcta visión del programa. Decididos a encontrar la razón de estas interferencias, vamos cambiando de canal, por ver si es la emisora quien las produce. Las rayas aparecen en todos los programas sintonizados. Buscamos entonces la razón de la anomalía dentro del aparato y, creyendo que está averiado, llamamos a un técnico. Si el aparato está en perfectas condiciones, no por ello descansamos en nuestra búsqueda: algo tiene que justificar la existencia de este fenómeno extraño. Por sí mismas estas rayas no han aparecido. En algo tiene que estar su razón de ser... Sustituimos el aparato en color por el viejo televisor en blanco y negro que teníamos retirado y de nuevo vuelven a aparecer las interferencias.  Si no son las emisoras, ni el aparato nuevo, tendrá que ser la antena o el cable de conexión... ¡Tampoco! En este momento se impone ya una investigación en toda regla. Es preciso encontrar el fundamento de estas anomalías, para saber a qué atenernos en el futuro... Si también los vecinos consultados tienen el mismo problema, parece que ya no cabe ninguna duda: en algún sitio debe haber una fuente de radiación que justifique las interferencias de todos los televisores del vecindario. No sabemos su naturaleza, ni su procedencia, pero tiene que haberla. De no admitirlo, nos resultaría absurda e incomprensible esta realidad. El encontrar cuál es este fundamento “absoluto” de los molestos “entes” de los televisores es ya cuestión de paciencia y de ganas de profundizar en el tema. ¡Y no haríamos mal en atender a los que afirman haber tenido la experiencia de ver a un radioaficionado montando su emisora en una casa del barrio!

4. El panteísmo materialista

De la admisión de un ser necesario o realidad absoluta, que tenga en sí misma la razón de su propia existencia, no se sigue, sin más, que estemos hablando de Dios o de alguna realidad trascendente al mundo. Hasta aquí también pueden asentir los ateos, así como los que defienden un monismo panteísta o los partidarios del materialismo dialéctico.

El problema que se nos plantea ahora es saber si ese ser absoluto es algo de este mundo o el mundo en su totalidad, o, por el contrario, es algo distinto de la realidad mundana, es decir, una realidad trascendente.

Dados los conocimientos científicos actuales y su investigación sistemática sobre cada uno de los ámbitos de realidad, no es probable que nadie se atreva a identificar el ser necesario con alguna de las realidades concretas del mundo. Recordemos que el ser necesario es aquel que es fundamento de su ser y razón de la existencia de todo lo demás. Ningún ser vivo, ni los minerales, ni nada de lo que tenemos experiencia sobre la tierra puede ser el absoluto que buscamos. Tampoco los astros lo pueden ser. Hoy conocemos bien su composición y su origen en el tiempo. El ser absoluto no es ningún “ente” en concreto.

Pero, si bien ninguna cosa de este mundo es considerada hoy el fundamento de todo lo demás, se ha dado en la historia del pensamiento toda una tradición que identifica el ser absoluto con la realidad toda del mundo, es decir, con el mundo como totalidad. El universo como un todo es el ser necesario. Se da aquí una absolutización del mundo, considerándolo como la realidad primordial y necesaria. Esta corriente arranca de la metafísica griega de Parménides, de Heráclito y de los estoicos y continúa por la tradición panteísta medieval y renacentista, hasta culminar en Hegel y en el materialismo dialéctico.

El universo, en esta perspectiva, ha de considerarse necesariamente eterno, ya que si tuviera un comienzo necesitaría claramente de una causa distinta de él para poder llegar a la existencia. Por eso se crearán hipótesis y modelos de uni- verso, sin apoyo suficiente en los datos científicos, que eviten las implicaciones teológicas de un universo finito en el tiempo. Cuando todavía esta cuestión se considera científicamente “abierta”, el intento de hacer del mundo la realidad absoluta necesita afirmar infinitos ciclos de expansión y regresión cósmicas y una regeneración de la energía, que desmiente el principio físico de la entropía creciente del universo.

Pero, además, este universo, la materia-energía de la que habla la ciencia, ha de tener en sí mismo la razón de su propio ser: debe ser ontológicamente autosuficiente. No solo es que existe eternamente, sino que debe existir necesariamente, por tener en sí mismo el fundamento de su propia existencia.

Estando en evolución, al menos en este planeta del que podemos tener ex- periencia, y siendo por definición la materia-energía que conocemos la única realidad existente, ella ha de ser capaz de explicar por sí misma la extraordinaria aventura de la aparición de la vida, con el orden prodigioso que implican las estructuras de los organismos vivientes. La materia posee unas leyes muy “inteligentes”, si se me permite la expresión, que la hace progresar constantemente hacia formas de vida cada vez más centralizadas, más complejas y con un mayor psiquismo. La materia-energía de los primeros instantes, los electrones y protones de los primitivos átomos de hidrógeno y de helio, han sido capaces por sí solos, por puro azar o por unas virtualidades desconocidas, de producir las moléculas de ADN, las células, los complejos organismos vivientes pluricelulares y toda la prodigiosa serie de “inventos” que suponen los pulmones, el corazón o el cerebro de los mamíferos.

Pero si el universo es el ser absoluto, este ha de dar razón igualmente de la aparición sobre la tierra de la conciencia refleja y de la libertad humana, fenómenos ambos que no son materiales. O bien se reduce la novedad del espíritu humano o bien se tiene que explicar por puros procesos de la materia.

Todo esto evidentemente supone una doctrina metafísica que escapa a los límites de la objetividad científica de la que hacen gala tantos materialistas de nuestro tiempo. En este sentido, identificar el mundo con el absoluto que necesariamente tiene que existir supone una opción muy comprometida, racional- mente hablando.

En primer lugar, nada permite descubrir en la estructura de las partículas elementales que forman la materia-energía primordial la admirable propiedad de tener que existir necesariamente, la suficiencia ontológica. ¿En dónde radicaría la razón de existir necesariamente de las cargas eléctricas, positivas o negativas, que forman los átomos de hidrógeno, el elemento más simple del universo, a partir del cual se han ido formando todos los compuestos materiales más complejos?

Además, si la evolución cósmica ha sido obra solamente de un azar ciego, ¿no ha sido mucha suerte, a fin de cuentas? Son muchos los científicos y filósofos que se han opuesto a una explicación del proceso evolutivo de fondo en meros términos de azar:

E. Kahane, siguiendo las huellas de su maestro A. T. Oparin, encuentra la explicación por el azar completamente absurda e imposible, y en esto tiene toda la razón. El azar no explica la génesis del menor de los cuerpos monocelulares, y mucho menos la génesis de los millones de especies cada vez más complejas, más perfeccionadas y provistas de un sistema nervioso progresivamente desarrollado.

Haría falta que el azar se renovara continuamente en la invención de cada especie, cosa que Émile Borel llamaba el milagro de los monos dactilógrafos. Pero, aun así y todo, la existencia del psiquismo no soportaría tal explicación (Tresmontant, 1974: 276).

En efecto, refiriéndonos al psiquismo humano, podemos plantearnos si, sien- do la conciencia refleja, por la que yo me siento ser y desde la que planeo mi propia vida, algo exclusivamente “interior”, ¿puede ser la materia, por sí sola,  el origen último de la conciencia?, ¿se puede explicar la conciencia, en última instancia, como resultado del proceso de la sola materia? El padre Juan Alfaro, estudiando detenidamente el tema, afirma:

La materia es, esencialmente, realidad sensible y tales son también sus procesos: sensible y material son idénticos. El carácter fundamental de la conciencia, su inaccesibilidad a la verificación empírica (sensible), no permite explicar su origen con los procesos de la sola materia (Alfaro, 1988: 211).

Y poco más adelante añade:

La reflexión sobre la imposibilidad del salto, desde los procesos materiales-sensi- bles de la naturaleza a la interioridad de la conciencia, gana en claridad cuando se trata del salto de los procesos naturales a los actos libres. La decisión de la libertad rompe todos los esquemas pensables de un proceso meramente natural, es decir, controlable mediante la experiencia empírica. El devenir cósmico no puede ser el origen de la libertad humana (Alfaro, 1988: 212 en nota).

Queda como último recurso explicar la razón del ser y de la evolución cósmica en “virtualidades” insospechadas de la realidad mundana, que ya pre-contenía potencialmente toda la perfección ontológica que después irá apareciendo con el tiempo. Estamos en la vieja corriente de lo que, sin demasiados matices, podemos denominar globalmente panteísmo materialista, para diferenciarlo del panteísmo místico o religioso.

Este panteísmo, sobre todo cuando pierde el halo místico de la compleja filosofía hegeliana y se transforma en monismo materialista con K. Marx y el positivismo cientificista de los siglos XIX y XX, afirma, explícita o implícitamente, que el mundo es el ser necesario y absoluto; es la única realidad, y en ella está pre-contenida todo lo que irá apareciendo en el despliegue de sus virtualidades a lo largo de la historia. El mundo es autosuficiente, eterno, increado, imperecedero, capaz de producir por sí solo la vida y el pensamiento. Es capaz de dar razón del ser de toda la realidad y de todos los procesos que ocurren en ella desde toda la eternidad.

Esta solapada divinización del universo es una actitud intelectual ampliamente extendida en nuestro mundo contemporáneo. Se intenta negar una realidad trascendente atribuyendo a la realidad mundana propiedades semejantes a las que los teólogos atribuyen al Dios de las religiones monoteístas. Y así puede explicarse la existencia del mundo y la complejidad de la realidad existente. Es, en realidad, una doctrina metafísica, que cuenta ciertamente con una larga tradición en las filosofías y teosofías de la historia del pensamiento humano, occidental y oriental.

Pero, cada vez más, a medida que progresan nuestros conocimientos científicos acerca del universo, no se ve cómo poder divinizar los átomos de hidrógeno y de helio. Antiguamente se podía atribuir al mundo propiedades tan extraordinarias porque no se le conocía bien. Actualmente, y cuanto más lo conocemos a través de las ciencias naturales, menos se advierte cómo podríamos prestarle los atributos de ser absoluto, necesario, eterno, autosuficiente, capaz de crear por sí solo vida y pensamiento.

Resumiendo: además de no poder dar una explicación adecuada a la cuestión de por qué existe el ente y no más bien la nada,

para mantener que el universo es el único Ser, es necesario, subrepticia y fraudulentamente, o bien cargar las realidades antiguas, la materia en este caso, de poderes exorbitantes, de poderes divinos, o bien reducir en la medida de lo posible la novedad de los órdenes de realidades que aparecen históricamente. Ambas tentativas no respetan la realidad, el dato (Tresmontant, 1969: 118).

Admitir esta metafísica es una opción intelectual posible, pero lleva consigo la aceptación de postulados no avalados seriamente por ningún tipo de razones, ni científicas ni filosóficas. Se trata de una fe filosófica últimamente infundada.

Así pues, si es necesario un ser absoluto y este no parece ser nada de este mundo, ni el mundo en su totalidad, estamos obligados a buscarlo más allá de las realidades mundanas, en el ámbito de la trascendencia.

5. La realidad trascendente

La gran tradición metafísica teísta ha visto siempre las huellas de la contingencia del mundo en su finitud. Ni el mundo en su totalidad, ni mucho menos ninguno de los entes mundanos, pueden ser el absoluto, ya que este ha de ser infinito y el mundo es con seguridad finito en el espacio, muy probablemente finito también en el tiempo y limitado constitutivamente en cuanto a su perfección ontológica.

Por fundamentarse a sí mismo, el absoluto ha de poseer la plenitud absoluta del ser, es decir, la plena realización de toda perfección posible. En la formulación de la metafísica de Santo Tomás, él es el puro Ser, la fuente de toda perfección ontológica, de la que las cosas reciben una participación finita.

Por todo ello, lo absoluto es la infinitud como realidad, es eterno, no se le puede agregar nada, es la plenitud insuperable y la más íntima unidad de todas las perfecciones. En efecto, lo que existe de tal manera que su fundamento se identifica de lleno con ello, que es la completa identidad consigo mismo, no puede ser finito ni mudable (al menos debe excluirse la mutabilidad en el sentido del paso de un estado de imperfección inicial a otro estado con mayor perfección), tampoco puede estar referido a otra cosa, no es divisible, ni caduco, ni nada similar (Weissmahr, 1986: 82).

Evidentemente, estas propiedades del absoluto difieren totalmente de las propiedades de los entes intramundanos, e incluso del mundo tomado como un todo. De ahí la necesidad de concebir lo absoluto como trascendente al mundo. Él es quien confiere el ser a las realidades contingentes del mundo, lo que las fundamenta íntimamente y por ello constituye la razón de su existencia real.

Pero su trascendencia no debería imaginarse como un estar fuera del mundo. Lo absoluto no es un ente más, opuesto al mundo, y solo mucho mayor que él. Su trascendencia significa más bien que lo absoluto existe de un modo totalmente distinto e incomparablemente más perfecto que el mundo; lo cual, sin embargo, lejos de excluir su presencia y, por ende, su cognoscibilidad a través del mundo, la hace posible (Weissmahr, 1986: 85).

El paso de las realidades mundanas al absoluto trascendente ya no puede hacerse mediante la aplicación del principio de causalidad científica o empírica.

Hay que repetir de nuevo que no estamos buscando un “antes” o un principio de la serie. El absoluto no forma parte de la cadena de los entes. El absoluto debe fundamentar el ser de lo primero, pero también de lo presente y de lo futuro; la serie entera de los entes mundanos reciben de él su ser y él está como equidistante de todos ellos, en cuanto que desde dentro los hace ser.

Se aplica aquí el principio de causalidad trascendente o uso metafísico del principio de causalidad. Nadie puede negar a la razón humana el derecho de intentar llegar hasta el final buscando los presupuestos ineludibles de la realidad de la que tenemos experiencia. Por ello, nos vemos obligados a rebasar el ámbito de lo empírico, para afirmar, en la oscuridad de lo que está más allá del ente mundano, la razón suficiente de su existencia y de su perfección ontológica.

El filósofo Leibniz formulaba así esta exigencia lógica de buscar la razón suficiente última de toda la realidad contingente:

Il faut que la raison suffisante, qui n’ait plus besoin d’une autre raison, soit hors de cette suite des choses contingentes, et se trouve dans une substance, qui en soit la cause, et qui soit un Être nécessaire, portant la raison de son existence avec soi. Autrement on n’aurait pas encore une raison suffisante, où l’on puisse finir. Et cette dernière raison des choses est appelée Dieu (Leibniz, 1976: 332).

Nos vemos, pues, invitados a una decisión razonable, pero libre. No tenemos experiencia directa de ese Ser necesario trascendente que, por estar más allá de los entes mundanos, se nos presenta como imposible de verificar empíricamente y, lo que es más, como lo radicalmente desconocido. Sin embargo, la contingencia de los entes mundanos es un signo de su necesaria acción fundamentadora. Sin él nada podría ser. Todo ha de existir por él. Podemos negarnos a admitirlo, pero entonces todo queda sumido en el absurdo y en la falta de razón.

En el propio corazón de toda la realidad late el fundamento del ser. Lo radicalmente otro del ente se anuncia aquí invitando al asentimiento.

En el más allá de todo algo, del abismo sin fondo, se anuncia el misterio: aquello que soporta y decide todo ser, el porqué oculto, el origen callado, el fundamento incondicional. Se anuncia en la decisión incondicional del ser, cuando la consideramos a la luz de la pregunta: ¿Por qué existe algo en general y no, más bien, nada?; tenemos razones más que sobradas para creer en el fundamento abismal e infinito (Welte, 1982: 98).

En su importante libro El hombre y Dios, Xavier Zubiri llega a una conclusión semejante. Con el rigor que caracteriza su pensamiento, concluye así su profundo análisis de la realidad:

Dios no es una realidad que está ahí además de las cosas reales y oculta tras ellas, sino que está en las cosas reales mismas de un modo formal. Por tanto, la realidad absolutamente absoluta es ciertamente distinta de cada cosa real, pero está cons- tituyentemente presente en esta de un modo formal. Por esto es por lo que toda cosa real es intrínsecamente ambivalente. Cada cosa, por un lado, es concreta- mente su irreductible realidad; pero, por otro lado, está formalmente constituida en la realidad absolutamente absoluta, en Dios. Sin Dios en la cosa, esta no sería real, no sería su propia realidad... Así pues, Dios existe, y está constituyendo formal y preciosamente la realidad de cada cosa. Es por esto el fundamento de la realidad de toda cosa y del poder de lo real en ella (Zubiri, 1984: 148-149).

6. La epifanía del misterio absoluto

Después del análisis que venimos realizando, debemos preguntarnos: ese Misterio absoluto que nos vemos razonablemente invitados a reconocer ¿es realmente el Dios de las religiones históricas? Más todavía, ¿es el Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, objeto de nuestra fe y de nuestra esperanza?

El Misterio Absoluto ha de tener un carácter personal, es decir, debe tener al menos las cualidades de la inteligencia y voluntad propias de sus criaturas, aunque en un grado muy superior, ya que, siendo el fundamento y la razón de ser de los seres personales, no puede tener menos que lo que él mismo ha originado. Debido a ese carácter personal, no puede excluirse que el Misterio pueda y quiera manifestarse positivamente a la experiencia humana. Ese encuentro, ciertamente posible, entre la realidad absoluta y el ser humano, debería tener entonces el carácter de una “epifanía” o manifestación en unos acontecimientos de revelación de su propio ser y de su designio sobre la realidad que él fundamenta. A modo de ejemplo, y para comprender mejor lo que estamos diciendo, podríamos traducir este razonamiento filosófico al lenguaje religioso cristiano, diciendo que el Dios Creador, Persona infinita, podría manifestarse a sus criaturas mediante la revelación de su nombre y su ser divino y descubrirnos su designio de salvación de la humanidad. Como posibilidad, nada puede impedírselo.

Ahora bien, a través del mero pensamiento no puede demostrarse que eso haya sucedido, pero tampoco puede excluirse racionalmente. Ante los relatos positivos de esta revelación, tomada en sentido amplio, tal como lo afirman las religiones de la historia de la humanidad, cabe contar con su oportunidad y pensar sobre las condiciones de su posibilidad. Hemos, pues, de distinguir una doble cuestión: la epifanía divina como eventualidad y la epifanía divina como realidad acaecida en la historia.

La más importante de las condiciones de posibilidad de la revelación en la historia es que el Misterio Absoluto, infinito y eterno, solo lo podremos conocer si en su aparición se somete a las condiciones de la limitación de nuestro conoci- miento, necesariamente ligado al espacio y al tiempo. De ahí se desprende que el Misterio, radicalmente desconocido, tendrá que recibir un nombre, por el que se distinguirá de todos los demás objetos de este mundo. Poniendo de nuevo como ejemplo la revelación bíblica, el Misterio Absoluto recibirá el nombre de Yahveh o bien el de Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Por otra parte, lo eterno deberá aparecer en un tiempo, el kairos, es decir, en el momento concreto en el que se produjo esta revelación al hombre: en el tiempo de la liberación del pueblo hebreo de Egipto o reinando el emperador Augusto, siendo Cirino gobernador en Siria. Finalmente, lo infinito se ha de manifestar en un lugar determinado, que podremos señalar diciendo: ahí sucedió. Será el caso de Ur de Caldea para Abrahán, la zarza ardiendo del Sinaí para Moisés o la ciudad de David, que se llama Belén, para el nacimiento de Jesús.

En estas experiencias de epifanía, caso de que se den, el Misterio Infinito ad- quiere una fisonomía clara. En este abrirse por su manifestación en el espacio y en el tiempo, el Misterio Absoluto se hace realmente Dios para los hombres: el Dios de la historia de la religión.

Ahora bien, en cualquier caso, si se revela el Misterio Absoluto, se llega a la paradoja de que él se manifiesta en la cercanía de su forma finita, pero dejando notar simultáneamente la lejanía de su trascendencia. Esto es debido a que, si en la revelación no se manifestase al mismo tiempo la trascendencia de lo divino en la cercanía de lo mundano, lo que aparecería entonces ya no sería Dios, sino una cosa o una persona como las otras de este mundo, y entonces no habría nada especial en ello; no habría religión. Es por ello por lo que, en los acontecimientos de la revelación se experimenta tanto la cercanía como la lejanía de lo divino.

Dios habla en su aparición mundana y el hombre experimenta lo que es más que la manifestación concreta de lo divino.

Si ahora atendemos a la segunda cuestión de la que hablábamos anteriormente, es decir, a la epifanía divina como realidad acaecida en la historia, habremos de admitir que de la posibilidad de la epifanía del Misterio no se puede pasar, sin más, a la afirmación de su realidad. Si ha existido de hecho algo así, no puede establecerse por la mera razón. Pero aquí el pensamiento racional tiene razones bien fundadas para escuchar los testimonios positivos de la historia de las religiones. Por lo tanto, los relatos religiosos pueden confirmar lo que habíamos formulado previamente en forma de hipótesis: que, de hecho, Dios se ha manifestado al hombre.

En el caso de la fe cristiana, haremos bien en atender lo que se dice al comienzo de la carta a los Hebreos (y las pruebas empírico-históricas del paso por la tierra de Jesús de Nazaret):

En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha realizado los siglos. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa. Y habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de la Majestad en las alturas (Hb 1, 1-3).

Para el cristiano, todas las representaciones de Dios que se han dado en la historia de las religiones no son sino una preparación para el gran acontecimiento de la revelación definitiva de Dios al mundo en su Hijo Jesucristo. El Misterio Absoluto se ha hecho en Cristo definitivamente Epifanía. Como afirmó el gran historiador de las religiones, Mircea Eliade: “La vida religiosa entera de la humanidad no sería sino una expectación de Cristo” (Eliade, 1981: 52 en nota).

Pero en estos momentos hemos abandonado ya el campo de la razón para penetrar en el terreno de la fe; hemos dejado la filosofía de la religión para penetrar en el ámbito de la teología fundamental. Lo cual debería ser el objeto de otro artículo.

Esteban Escudero Torresa, en https://dialnet.unirioja.es/

Charles Haddon Spurgeon

Una prueba de la grandiosa ternura de Dios es que se haya dignado pensar en Su criatura pecadora, el hombre. Cuando el ser creado se estableció deliberadamente en oposición a su Creador, ese Creador pudo haberlo destruido, o haberlo abandonado a su propia suerte para que se fraguara su destrucción. Fue la ternura divina la que se fijó en una criatura tan insignificante, comprometida insolentemente en una grave rebelión. Fue también la infinita ternura la que había considerado tan cuidadosamente al hombre, mucho tiempo antes de todo eso, que elaboró un plan para que el hombre caído pudiera ser restaurado.

Ha sido una maravilla de la misericordia que la sabiduría infalible se uniera con el poder todopoderoso para preparar un método mediante el cual el hombre rebelde pudiera ser reconciliado con su Hacedor. Fue el máximo grado posible de ternura que Dios entregara a Su propio Hijo, a Su Unigénito, para que derramara Su sangre y muriera para completar la grandiosa obra de nuestra redención. Ha sido también ternura indescriptible que Dios, además del don de Su Hijo, se compadeciera de tal manera de nuestra debilidad y de nuestra impiedad, que nos envió al Espíritu Santo para conducirnos a aceptar ese "don inefable." Es la ternura divina la que soporta nuestra obstinación cuando rechazamos a Cristo, la divina ternura la que insiste repetidamente mediante reconvenciones e invitaciones encaminadas todas ellas a inducirnos a que tengamos misericordia de nosotros mismos, y aceptemos esa bendición inmensurable que la entrañable misericordia de Dios nos presenta gratuitamente.

Ha sido una maravillosa ternura de parte de Dios, que, cuando pensó en salvar al hombre, no se contentó con restituirlo al lugar que había ocupado antes de haber caído, sino que quiso elevarlo mucho más arriba de su posición original; pues, antes de la Caída, no había ningún hombre que se pudiera llamar en verdad el igual del Eterno; pero ahora, en la persona de Cristo Jesús, la naturaleza humana está unida con la Deidad; y de todas las criaturas que Dios ha hecho, el hombre es el único que ha sido tomado en unión con Él, poniéndolo por encima de todas las obras de Sus manos. Hubo infinita ternura en los primeros pensamientos de amor de Dios hacia nosotros, y ha habido ternura divina en todo momento hasta ahora, y esa misma ternura llevará a nuestras almas al cielo, donde diremos conjuntamente con David, "Tu benignidad me ha engrandecido."

Voy a hablar de la ternura de la misericordia de Dios hacia los pecadores, con la plena esperanza que, tal vez, algunos de ustedes que todavía no han amado nunca a nuestro Dios, puedan ver cuán grande ha sido Su amor hacia ustedes, y así se enamoren de Él y confíen en Su amado Hijo Jesucristo, y confiando sean salvos.

I.       Primero, voy a tratar de mostrarles que, en la misericordia de Dios, hay una gran ternura en sus grandiosas provisiones.

Vemos allí a un soldado herido que se está desangrando hasta la muerte en el campo de batalla. Se le acerca un amigo, misericordioso y tierno, y le trae agua fresca y refrescante que le ayudará a recuperar su conciencia, y podrá abrir otra vez sus ojos semi-apagados. Está cubierto de sudor, pero allí tiene agua fría para refrescar su enfebrecido rostro. Sus heridas están muy abiertas, y su vida se escapa de su cuerpo, pero su amigo ha traído consigo el aceite y las vendas con los que restañará sus heridas. ¿Es esto todo lo que ha provisto para el guerrero herido? No, pues allí vemos una camilla, llevada por hombres que caminan con sumo cuidado para evitar que el pobre inválido sea sacudido. ¿Adónde lo van a llevar? El hospital está preparado; la cama, tan suave, perfectamente adecuada para soportar tal cantidad de debilidad y dolor, está lista; y la enfermera lo espera diligentemente para prestarle los servicios que se requieran. El hombre muy pronto duerme un sueño que lo restaurará; y cuando abre sus ojos, ¿qué es lo que ve? Contempla la comida adecuada para sus circunstancias y necesidades; cerca de él se ha colocado un ramo de flores, para que con su belleza y fragancia le sirva de aliento y lo alegre; y un amigo se acerca con suaves pisadas, y le pregunta si tiene una esposa, o una madre, o algún amigo a quienes se les pueda escribir una carta. Antes de pensar en lo que necesita, ya lo tiene allí a su lado; y casi antes de que pueda expresar un deseo, le es concedido. Este es un ejemplo de la ternura del compañerismo humano, pero infinitamente mayor es la ternura de Dios hacia los pecadores culpables. Él ha pensado en todo lo que un pecador necesita, y ha provisto en abundancia todo lo que el alma culpable requiere para conducirla a salvo al propio cielo.

Para cada caso individual, Dios, en el pacto de Su gracia, ha preparado una cosa buena diferente. Para grandes pecadores, cuyas iniquidades son muchas y graves, hay palabras llenas de gracia como éstas: "Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana." Si el hombre no ha caído en las grandes profundidades del pecado deliberado, el Señor le dice, como el Salvador de corazón misericordioso le dijo a uno que estaba en esa condición: "Una cosa te falta;" y la gracia de Dios está preparada para suministrar esa cosa precisa.

Hay tantas cosas en la Palabra de Dios para alentar la necesidad de venir a Cristo como las hay para invitar al hombre inmoral a que abandone sus pecados, y acepte "la entrañable misericordia de nuestro Dios." Si hay niños o jóvenes que deseen encontrar al Señor, esta promesa es especial para ellos, "Me hallan los que temprano me buscan." Sí, inclusive para los pequeñitos hay tiernas palabras como estas: "Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos."

Luego, si el pecador es un anciano, se le recuerda que algunos fueron enviados a trabajar en la viña aun en la hora undécima; y si ya se estuviera muriendo, hay aliento para él en la narración del ladrón moribundo que confió en el Salvador agonizante, quien, al cerrar sus ojos en la tierra, los abrió con Cristo en el paraíso.

Así que repito que, en el pacto de Su gracia, Dios ha respondido al caso peculiar de cada pecador que realmente desea ser salvado. Si estás muy triste y deprimido, decaído y a punto de desmayar, hay promesas y declaraciones divinas que se adecuan exactamente a tu caso. He aquí algunas de ellas: "El sana a los quebrantados de corazón, y venda sus heridas." "Se complace Jehová en los que le temen, y en los que esperan en su misericordia." "No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare."

Todo parece estar establecido con el propósito de que, independientemente de la condición en la que pueda haber caído un hombre por el terrible mal del pecado, Dios venga a él, no con rudeza sino con la mayor ternura, para darle precisamente lo que necesita. Yo me gozo de poder decir que todo lo que el pecador necesita, entre el tiempo y la eternidad, es suministrado por el Evangelio de Cristo; todo lo necesario para el perdón, para la nueva naturaleza, para la preservación, para el perfeccionamiento, y para la glorificación, está atesorado en Cristo Jesús, en Quien agradó al Padre que habitase toda plenitud.

Entonces, antes de proseguir, bendigamos la tierna consideración de Dios, que, previendo lo graves que serían nuestros pecados y nuestras aflicciones, nuestras necesidades y nuestras debilidades, ha dispuesto para nuestras grandes necesidades, una provisión ilimitada de gracia y misericordia.

II.      Pero, en segundo lugar, la ternura de Dios es vista en los métodos que él utiliza para atraer a los pecadores.

Las antiguas prácticas de cirugía podrían haber sido útiles en su tiempo, pero en verdad no eran nada tiernas. A bordo de un buque de guerra después de entrar en acción, ¡qué métodos tan ásperos eran adoptados por quienes intentaban salvar las vidas de los heridos! Algunos de los remedios que leemos en los antiguos manuales de medicina, deben haber sido mucho más terribles que las propias enfermedades que pretendían curar, y yo no dudo que muchos de los pacientes murieran precisamente por el uso de esos ásperos remedios. Pero el método de Dios de mostrar misericordia al hombre es siempre divinamente tierno. Es siempre poderoso; pero, aunque es masculino en su fuerza, es femenino en su ternura.

Mi querido lector, considera entonces que Dios te ha enviado el Evangelio; pero ¿cómo te lo ha enviado? Lo pudo haber enviado por medio de un ángel; un serafín luminoso podría haberse parado aquí para comentarte en inflamadas frases acerca de la misericordia de Dios. Pero tú te habrías alarmado si lo hubieras podido ver, y habrías huido de su presencia; habrías estado completamente fuera de condición para la recepción del mensaje angélico. En lugar de haberte enviado un ángel, el Señor te ha enviado el Evangelio por medio de un hombre sujeto a pasiones semejantes a las tuyas; alguien que se puede identificar contigo en tu rebeldía, que afectuosamente tratará de entregarte su mensaje de manera tal que satisfaga tu necesidad.

Algunos de ustedes oyeron por primera vez el Evangelio de labios de su querida madre; ¿quién más podría contar esa historia tan bien como ella lo hacía? O tal vez lo has escuchado de una amiga, que con ojos inundados de lágrimas y pecho jadeante irradiaba la intensidad con que amaba tu alma. Da gracias que Dios no haya proclamado el Evangelio desde el Sinaí en medio de truenos, con sonido de bocina fortísimo y prolongado, haciéndote recordar la pavorosa convocación del último día tremendo; sino que el bendito mensaje de salvación, "Cree y vivirás," llega a ti brotando de la lengua de algún compañero, en tonos enternecedores que imploran ser bien recibidos.

Vean también la ternura de la misericordia de Dios en otro sentido, y es que el Evangelio no es enviado a ustedes en lengua desconocida. No tienen que ir a la escuela para aprender griego, o hebreo, o latín, para poder leer acerca del camino de salvación. Es enviado a ustedes en su sencilla lengua materna. Puedo decir honestamente que no he pretendido las bellezas de la elocuencia ni los refinamientos de la retórica; pero si ha habido una palabra, más tosca y apropiada que pudiera ser usada en lugar de otra, que yo haya considerado que favorecería mi propósito de presentar un claro mensaje del Evangelio, he elegido invariablemente esa palabra. Aunque pudiera haber hablado de otra manera si así me lo hubiera propuesto, he decidido que lo correcto y lo mejor, es, como lo hizo el apóstol Pablo, "usar de mucha franqueza," para que nadie que me escuche pueda decir honestamente, "no pude entender el plan de salvación como fue explicado por mi ministro." Bien, entonces, como has oído el Evangelio predicado tan claramente que no necesitas de un diccionario para entenderlo, considera en esto la entrañable misericordia de Dios, y Su deseo de ganar tu alma para Sí.

Recuerden, también, que el Evangelio llega a los hombres, no solamente por medio de la vía más adecuada de ministerio, y en el más simple estilo de lenguaje, sino que también viene a los hombres tal como son. No importa cuál sea su condición, el Evangelio es adecuado para ustedes. Si han llevado una vida de vicios, el Evangelio viene y les dice: "Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados."

Por otra parte, ustedes pueden haber vivido una vida de justicia propia; si es así, el Evangelio les ordena hacer a un lado esa justicia propia, que no tiene ningún valor, que no es sino un montón de harapos inmundos, y les ordena que se pongan el vestido sin mancha de la justicia de Cristo. Ustedes pueden ser de corazón tierno, o ser todo lo contrario; sus lágrimas pueden fluir con facilidad, o pueden ser tan duros como una solera de un molino; pero, en cualquier caso, el Evangelio de Dios es exactamente el que ustedes necesitan. Sí, bendito sea el nombre del Señor, porque aunque un pecador esté exactamente a las puertas del infierno, el Evangelio se adapta a su desesperada condición, e inclusive puede levantarlo desde las profundidades de la desesperación.

Quiero que observen en especial otra cosa más, y es que la misericordia de Dios es muy tierna porque viene a ustedes ahora. Si ustedes pudieran remediar de inmediato el dolor de una persona que sufre, y sin embargo, lo hicieran esperar, su tratamiento sería a la vez, cruel y tardío. Pero el Evangelio de Dios dice: "He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación." Si un pecador está parado fuera de la puerta de la misericordia, aunque sea por sólo media hora, debe culparse únicamente a sí mismo por esa exclusión; pues, si solamente obedeciera el mensaje del Evangelio, y confiara en la obra consumada de Cristo, la puerta se abriría de inmediato. Las demoras no son demoras de Dios, sino nuestras; y si nosotros posponemos nuestra aceptación de Su misericordia, somos los únicos culpables.

III.    Ahora paso a observar, en tercer lugar, la ternura de la misericordia de dios en los requerimientos del evangelio.

¿Qué es lo que nos pide el Evangelio? Ciertamente no nos pide nada sino únicamente lo que nos da. No pide nunca de ningún hombre una suma de dinero para que pueda redimir su alma con oro. Los más pobres son bienvenidos de todo corazón de la misma manera que los más ricos; y el mendigo que podría contar todo su dinero con los dedos de su mano, es recibido con la misma alegría que el millonario que posee inversiones y acciones y tierras y barcos. Los pobres son invitados a venir a Jesús "sin dinero y sin precio."

Tampoco nos pide el Señor que hagamos severas penitencias o que nos castiguemos para hacernos aceptables a Él. Él no requiere que sometan sus cuerpos a la tortura, o que sufran una larga serie de mortificaciones externas y visibles de la carne. Ustedes pueden confiar en Cristo estando sentados aquí, en su banca de la iglesia; y si así lo hacen, serán perdonados y aceptados de inmediato.

No se pide profundidad de conocimientos como una condición de salvación. Para ser cristiano, uno no necesita ser un filósofo. ¿Te reconoces como un pecador: culpable, perdido, condenado, y reconoces que Cristo es un Salvador? ¿Confías en que Cristo es tu Salvador? Entonces eres salvo, sin importar cuán ignorante puedas ser acerca de otros asuntos.

Tampoco se pide una grandiosa medida de depresión espiritual como requisito para venir a Cristo. Yo sé que algunos predicadores enseñan que no debes venir a Cristo hasta que no hayas ido primero con el diablo; quiero decir, que no debes creer que Cristo puede y quiere salvarte hasta tanto no hayas llegado, por decirlo así, hasta las meras puertas del infierno, en terror de conciencia y horrorosa depresión de espíritu. Jesucristo no les pide nada parecido a eso; pero si ustedes verdaderamente se arrepienten y abandonan sus pecados, renuncian a los males que los están destruyendo, y ponen su confianza en las aflicciones y en los dolores que Él soportó en la cruz, ustedes son salvos.

El Evangelio ni siquiera les exige una gran cantidad de fe. Para ser salvos, no se requiere la fe de Abraham, ni la fe de Pablo ni de Pedro. Se requiere una fe igualmente preciosa; una fe similar en sustancia y en esencia, pero no en grado. Con sólo que Él te deje tocar el borde de Su manto, quedarás sano. Aunque tu mirada sea una pobre contemplación tan temblorosa que tengas la impresión que escasamente lo has visto, sin embargo, esa mirada será el medio de salvación para ti. Si tan sólo puedes creer, todas las cosas son posibles para el que cree; y aunque tu fe sea sólo como un grano de mostaza, asegurará tu entrada al cielo.

¡Cuán precioso Salvador es Cristo! Si tú tienes una sincera confianza en Él, aunque sea débil y lánguida, serás aceptado. Si de corazón le puedes decir a Cristo: "Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino," pronto tendrás Su confirmación llena de gracia: "De cierto te digo que estarás conmigo en el paraíso." No te engañes a ti mismo con la idea que tienes que hacer mucho y sentir mucho para poder estar preparado para venir a Cristo. Toda esa aptitud no es sino ineptitud. Todo lo que debes hacer para estar listo para que Cristo te salve es hacerte más inepto. La condición adecuada para lavarse es estar sucio; la condición adecuada para recibir ayuda es ser pobre y necesitado; la condición adecuada para ser sanado es estar enfermo; y la condición adecuada para ser perdonado es ser un pecador.

Si tú eres un pecador, y yo te aseguro que lo eres, contamos con la inspirada declaración apostólica: "Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores;" y podemos agregar a esa declaración, las propias palabras de nuestro Señor: "El que en él cree, no es condenado;" "El que creyere y fuere bautizado, será salvo." ¡Oh, que el Señor les conceda a todos ustedes la gracia de recibir este Evangelio inmerecido, cuyos requerimientos son tan entrañable y misericordiosamente llevados hasta su condición de abatimiento!

IV.     El cuarto punto que ilustra la entrañable misericordia es este: hay gran ternura en todos los argumentos del evangelio.

¿Qué les dice el Evangelio a los hombres? Les habla, primero que nada, acerca del amor del Padre. Nunca podrán olvidar, si la han leído alguna vez, la historia del hijo pródigo, que desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Ustedes recordarán lo que dijo cuando estaba alimentando a los cerdos: "Me levantaré e iré a mi padre." Ese fue un toque divino, y manifestó la mano maestra del Salvador cuando insertó ese comentario, y también cuando agregó esta conmovedora descripción: "Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó."

Pecador, esa es la manera en la que Dios sale a tu encuentro. Si quieres encontrarlo, Él conoce ese vibrante deseo y ese tembloroso anhelo que hay en ti, y saldrá y correrá más de la mitad del camino para encontrarte; ay, es porque Él recorre todo el camino que tú puedes avanzar en algún tramo de ese camino.

¿De qué otra cosa les habla el Evangelio a los hombres? Bien, les habla del grandioso amor del Pastor. Él perdió una oveja de su rebaño, y dejó a las noventa y nueve en el desierto mientras fue en busca de la que se había perdido; y cuando la hubo encontrado, la puso sobre sus hombros, gozándose, y cuando llegó a casa, reunió a sus amigos y vecinos, diciéndoles: "Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido." Esa oveja perdida es el tipo de un pecador inconverso, y ese Pastor es el Salvador sangrante que vino a buscar y salvar lo que se había perdido.

¿Acaso no deberían convencerlos estos argumentos? Cuando el Evangelio busca ganar el corazón de un pecador, su argumento dominante brota del corazón, de la sangre, de las heridas y de la muerte del Dios encarnado, Jesucristo, el Salvador compasivo. Los truenos del Sinaí podrían alejarte de Dios, pero los gemidos del Calvario deberían acercarte a Él. La entrañable misericordia de Dios apela inclusive al propio interés del hombre, diciéndole: "¿Por qué habrías de morir? Tus pecados te matarán, ¿por qué te aferras a ellos?" Le dice: "Las penas del infierno son terribles;" y únicamente las menciona en amor, para que el pecador no tenga que experimentarlas nunca, sino que más bien escape de ellas.

La misericordia también agrega: "la gracia de Dios es sin límites, para que tu pecado pueda ser perdonado; el cielo de Dios es ancho y largo, así que allí hay lugar para ti." La misericordia argumenta así con el pecador: "Dios será glorificado en tu salvación, porque se deleita en misericordia, y Él dijo que, vive Él, no quiere la muerte del impío, sino que se vuelva el impío de su camino, y que viva."

No puedo extenderme sobre este punto. Debo contentarme con decir que toda la Escritura comprueba el amor de Dios a los pecadores. Casi cada página de la Escritura te habla, pecador, con un mensaje de amor; y aun cuando Dios habla a veces con un terrible lenguaje, advirtiendo a los hombres que huyan de la ira venidera, siempre hay en ello este propósito lleno de gracia, que los hombres sean persuadidos para que no vayan a su ruina, sino que acepten, por medio de la abundante misericordia de Dios, el don inmerecido de la vida eterna, en vez de elegir deliberadamente la paga del pecado que con toda certeza será la muerte.

¡Oh, mis queridos lectores, cuando pienso en algunos de ustedes, que son inconversos, difícilmente puedo decirles cuán triste me siento cuando veo contra qué ternura han pecado ustedes! Dios ha sido muy bueno con muchos de ustedes. Han sido protegidos de las profundidades de la pobreza, e inclusive algunos han sido mecidos sobre las rodillas de la prosperidad; sin embargo, ustedes han olvidado a Dios. Otros han recibido muchas ayudas providenciales al pelear la batalla de la vida; a menudo han sido divinamente atendidos cuando estaban enfermos, o cuando su pobre esposa y sus hijos tenían verdadera necesidad.

Dios intervino con Su gracia para suplir sus necesidades, mas ahora ustedes comentan con sus amigos acerca de cuán "afortunados" han sido, cuando la verdad es que Dios ha sido entrañablemente misericordioso con ustedes. Sin embargo, ni siquiera han reconocido Su mano en su prosperidad, y, en lugar de dar a Dios la gloria por ello, la han atribuido a esa diosa pagana, "la Suerte." Dios ha sido paciente y tierno con ustedes como una niñera podría serlo con un niño rebelde; sin embargo, lo ignoran por completo, o se alejan de Él.

Ustedes estuvieron enfermos hace muy poco tiempo; y Dios les restauró nuevamente su salud y su fortaleza; ¿por qué no vuelven sus corazones hacia Dios? Yo pido a Dios que Su gracia obre en ustedes el cambio que ningún argumento mío podría producir jamás, y que puedan decir: "Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado." Si hacen esa confesión honestamente a su Padre Celestial, Él los perdonará, y les dará la bienvenida, tan inmerecidamente, como el padre de la parábola recibió al hijo pródigo que retornaba.

V.       El último punto de la entrañable misericordia de Dios del que puedo hablar ahora es este: la ternura de sus aplicaciones y de sus logros.

¿Qué hace Dios por los pecadores? Pues, cuando ellos confían en Jesús, Él perdona todos sus pecados, sin reproches ni limitaciones. He pensado algunas veces que si yo hubiera sido el padre de ese hijo pródigo, podría haberlo perdonado al regresar a casa, y creo que lo hubiera hecho sin mediar merecimientos; pero no creo que lo hubiera vuelto a tratar exactamente de la misma manera que hubiera tratado a su hermano mayor. Quiero decir esto, que los habría sentado a la misma mesa, y les habría dado el mismo alimento; pero pienso que al llegar el día de hacer las compras, le habría dicho a mi hijo menor: "no te confiaré mi dinero; debo enviar a tu hermano mayor al mercado con ese dinero, pues tú podrías desparecer con él." Tal vez no iría tan lejos como para decir eso, pero creo que lo sentiría, pues de un hijo como ése, uno tendría sospechas durante mucho tiempo.

Sin embargo, vean de qué manera tan diferente Dios trata con nosotros. A pesar de que algunos hemos sido grandes pecadores, y Él nos ha perdonado, nos confía el Evangelio, y nos ordena que vayamos y lo prediquemos a nuestros compañeros pecadores. Miren a Juan Bunyan, un individuo que era un blasfemo, un borracho libertino, dedicado al juego los domingos; sin embargo, cuando el Señor lo hubo perdonado, no le dijo: "Ahora, amigo Juan, tú tendrás que ocupar una posición inferior durante el resto de tu vida. Irás al cielo y yo te daré un lugar allí; pero no puedo usarte como podría usar a alguien que no haya cometido esos pecados que tú has cometido." ¡Oh, no!, él es colocado en la primera fila de los siervos del Señor; le fue dada la pluma de un ángel para que pudiera escribir El Progreso del Peregrino, y se le concedió el alto honor de permanecer en prisión durante casi trece años por causa de la verdad; y entre todos los santos, escasamente hay uno que sea más grande que Juan Bunyan. Miren también al apóstol Pablo. Él se llamaba a sí mismo el primero de los pecadores, y sin embargo, su Dios y Señor lo volvió, después de su conversión, un siervo de Cristo tan eminente, que pudo escribir con toda verdad: "en nada he sido menos que aquellos grandes apóstoles, aunque nada soy."

Es una prueba de gran ternura, de parte de Dios, que Él dé con liberalidad y no lo eche en cara. No solamente perdona, sino que también olvida. Él dice: "Nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones;" y aunque hayamos sido lo más vil de lo vil, Él no hace rebajas por eso. Yo conozco a un padre que le ha dicho a su hijo, declarado en banca rota: "ahora, tú, joven irresponsable, te restableceré en el mundo de los negocios otra vez, pero he perdido ya tanto dinero por tu culpa, que tendré que establecer una diferencia en mi testamento, pues no puedo darte todo esto, y luego tratarte como trato a tu hermano." Pero, bendito sea Dios, no estableció ninguna diferencia en su testamento. Él no ha dicho que dará los primeros asientos del cielo a quienes han pecado menos que otros, y que pondrá a los peores pecadores al fondo. ¡Oh, no! Todos ellos estarán con Jesús donde Él está, y contemplarán y participarán de Su gloria. No hay un cielo para los peores pecadores, y otro cielo para los que han pecado menos; sino que es un mismo cielo para quienes han sido los peores pecadores, pero que se han arrepentido y han confiado en Jesús, como para quienes han sido preservados de caer en los excesos del desenfreno.

Admiremos la maravillosa ternura de la gracia divina en sus tratos con los peores pecadores. Cuando Dios comienza a limpiar a un pecador, no lo lava parcialmente, sino que lo llena de misericordia y le da todo lo que ese corazón pueda desear. ¡Oh, que los pecadores sean persuadidos de venir a Él para obtener su total perdón inmerecido!

Posiblemente algún lector diga: "si Dios es tan tierno en misericordia hacia quienes vienen a Él a través de Cristo, me gustaría poder explicar por qué Su misericordia no se ha extendido a mí. He estado buscando al Señor durante meses; voy a Su casa cuantas veces puedo; me deleito cuando se predica el Evangelio, y anhelo que ese Evangelio sea bendecido para mí; he estado leyendo las Escrituras, y he estado investigando para encontrar promesas preciosas que se apliquen a mi caso, pero no puedo encontrarlas. He estado orando durante mucho tiempo, pero mis oraciones permanecen todavía sin ninguna respuesta. No puedo obtener la paz; quisiera encontrarla. He estado tratando de creer, pero no puedo hacerlo."

Bien, amigo mío, déjame contarte una historia que escuché el otro día; no puedo garantizar que sea verdadera, pero en este momento me servirá de ejemplo: se trata de dos marineros borrachos, que querían atravesar un estrecho estero escocés. Se subieron a un bote y comenzaron a remar, completamente borrachos, pero no podían avanzar. La otra orilla no se encontraba lejos, de tal forma que debían alcanzarla en quince minutos, pero ya había pasado una hora y no llegaban, y ni siquiera lo hicieron en varias horas. Uno de ellos dijo: "yo creo que el bote está embrujado;" el otro comentó que él creía que los embrujados eran ellos, y yo supongo que en efecto lo estaban por todo el licor que habían ingerido. Al fin, apareció la luz de la mañana; y uno de ellos, que había recuperado la sobriedad para ese momento, miró por sobre un costado del bote, y le gritó a su amigo: "¡caramba, Sandy, nunca levaste el ancla!" Ellos habían estado remando durante toda la noche, pero no habían levado el ancla.

Ustedes se ríen por su insensatez, y no lamento que lo hagan, pues ahora pueden captar el significado de lo que estoy diciendo. Hay muchas personas que, por decirlo así, están remando con sus oraciones, y con su lectura de la Biblia, y con su asistencia a la capilla, y con sus intentos de creer; pero, como esos marineros borrachos, no han levado el ancla. Es decir, están aferrados ya sea a su supuesta justicia propia, o se están colgando del algún viejo pecado que no pueden renunciar. ¡Ah, mi querido amigo! Debes levar el ancla que te liga a tus pecados o a tu justicia propia. El ancla, todavía hundida en el fondo y fuera de tu vista, es la única responsable de todo tu trabajo perdido y de tu ansiedad infructuosa. Levanta el ancla, y pronto habrá una solución feliz para todos tus problemas, y encontrarás que Dios está lleno de entrañable misericordia y abundante gracia inclusive para ti.

¡Que así sea por nuestro Señor Jesucristo! Amén.

Charles Haddon Spurgeon en dialnet.unirioja.es/

Fernando Ocariz

II.       Obrar como hijos de Dios

1.       En todo, hijos de Dios

La filiación divina no es un aspecto más entre otros de nuestro ser cristianos. De algún modo abarca todos los demás.  Es una determinada formalidad o modo de ser: una relación concreta que, entitativamente, se distingue de las demás formalidades sobrenaturales: gracia santificante, virtudes, dones del Espíritu Santo. Pero si atendemos al designio divino, podemos afirmar que todas esas otras formas nos son dadas para constituirnos en hijos de Dios: la elevación sobrenatural es, tomada en su totalidad, una adopción.

Por tanto, si ser hijos de Dios es como el resumen de la condición de la nueva criatura, la síntesis del obrar cristiano puede enunciarse como el obrar de los hijos de Dios. Y esto, hasta el punto que la Voluntad divina se resume, para cada uno, así: «Lo que os pide el Señor es que, en todo momento, obréis como hijos y servidores suyos» [78].

La filiación divina no es una virtud particular, que tenga sus propios actos, sino la condición permanente del sujeto de las virtudes. Por eso,  no se obra  como  hijo  de Dios  con  unas acciones determinadas: toda nuestra actividad, el ejercicio de todas las virtudes, puede y debe ser ejercicio de la filiación divina. Por eso, «no podemos ser hijos de Dios sólo a ratos, aunque haya algunos momentos especialmente dedicados a considerarlo, a penetrarnos de ese sentido de nuestra filiación divina, que es la médula de la piedad» [79].

La piedad es la virtud propia de los hijos que, sobrenaturalmente, es perfeccionada por el correspondiente don del Espíritu Santo que nos facilita reconocernos como hijos de Dios y obrar en consecuencia en todo momento. Por eso, «la piedad que nace de la filiación divina es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos» [80]. Y no sólo como una simple referencia intencional a Dios, sino como certeza d nuestro endiosamiento actual, de nuestro vivir en Cristo por el Espíritu Santo, y así de nuestra presencia —unión— al Padre [81].

En consecuencia, «todo el panorama de nuestra vocación cristiana, esa unidad de vida que tiene como nervio la presencia de Dios, Padre Nuestro, puede y debe ser una realidad diaria» [82].

Resulta patente que nuestro obrar como hijos de Dios es nuestro obrar en toda su amplitud. Al informar la entera existencia cristiana, la filiación divina caracteriza —como decíamos ya al principio de estas páginas— radicalmente todos los aspectos y el ejercicio de todas las virtudes de nuestro caminar cristiano en este mundo, y también caracterizará —con la gracia de Dios— nuestro ser ciudadanos del Cielo. Repitámoslo: nuestra fe, es la fe de los hijos de Dios; nuestra alegría, es la alegría de los hijos de Dios; nuestra fortaleza,  es la fortaleza  de los hijos de Dios...

Es, por tanto, imposible en los límites de estas páginas, tratar de ver la influencia radical y concreta de la filiación divina en todos esos aspectos y virtudes de la vida cristiana. A continuación  se tratará sólo de algunas de las dimensiones que —igual que la filiación divina— abarcan todo el existir cristiano, y que precisamente son consecuencias directas de nuestro ser y sabernos hijos de Dios  y hermanos  de todos los hombres.

2.       La libertad de los hijos de Dios

El obrar humano está esencialmente caracterizado por la libertad, que presupone el ejercicio del conocimiento. En los actos humanos —actos libres—, la voluntad del hombre se determina a sí misma —presupuesta naturalmente la causalidad divina sustentadora del ser—, de modo que la persona obra, por encima de cualquier condicionamiento, porque le da la gana.

Este gran don natural de Dios a las criaturas espirituales, nos hace responsables de nuestros propios actos, nos permite elegir y amar el bien. Pero esta libertad nuestra no es, ni podría serlo en ningún caso, una libertad absoluta. Mientras el libre querer de Dios produce el bien, es creador, el nuestro debe orientarse hacia el bien, que es independiente de ese querer nuestro. De ahí la posibilidad del pecado, del torcido ejercicio de la libertad. No es posible una libertad creada absoluta: una criatura libre, mientras por su definitiva unión con Dios no estuviese confirmada en gracia, podía siempre emplear mal su libertad. Sin embargo, la infinita bondad de Dios, como quería destinar a algunas de sus criaturas a participar de su intimidad, a ser hijos  suyos,  quiso correr el riesgo de nuestra libertad [83].

Saber que «Dios no quiere esclavos, sino hijos, y respeta nuestra libertad» [84], nos debe llevar a preguntarnos, a preguntarle a Él: «¿qué esperas de mí, Señor, para que yo voluntariamente lo cumpla?

«Nos responde el mismo Cristo: veritas liberabit vos (Jn 8, 32); la verdad os hará libres. Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad. Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mí Señor —nos confía san Josemaría Escrivá de Balaguer— que nos decidamos a damos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más intima, y carece en su actuación del dominio y señorío propios de los que aman al Señor por encima  de todas  las  cosas» [85].

Esta  es la  verdad que nos  hace libres: ¡somos hijos de Dios!  Pero, ¿qué libertad es ésta? Es la libertad propia de la naturaleza humana, pero sanada y elevada por la gracia, las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo. Es la libertad expedita, sobrenaturalmente potenciada para el bien, exenta de las cadenas que el pecado pone a la voluntad dificultando el bien natural e imposibilitando el bien sobrenatural. La libertad de los hijos de Dios —la libertad cristiana— es, pues, fruto del Amor de Dios, por el que somos sus hijos y nos conduce a ese Amor. «La libertad, nos enseña el Padre, adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres. ¡Cada día aumentan mis ansias de anunciar a grandes voces esta insondable riqueza del cristiano: la libertad de la gloria de los  hijos  de  Dios!  (Rm  8, 21)» [86].

La verdad nos libera porque facilita elegir y amar el bien, en lo que consiste la libertad. Por eso, «esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse» [87]. No hay una pura y simple libertad humana, por lo mismo que no hay una naturaleza pura; o hay naturaleza con gracia, o naturaleza con pecado; o hay libertad de los hijos de Dios, o hay esclavitud interior a la propia miseria.

Sin embargo, buscar en todo el cumplimiento de la Voluntad de Dios, elegir en toda circunstancia el bien, es una atadura: la condición del cristiano es también la del siervo de Dios. Pero «esclavitud por esclavitud —si, de todos modos, hemos de servir, pues, admitiéndolo o no, ésa es la condición humana—, nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento —nos explica san Josemaría Escrivá de Balaguer— perdemos la situación de esclavos, para convertimos en amigos, en hijos. Y aquí se manifiesta la diferencia: afrontamos las honestas ocupaciones del mundo con la misma pasión, con el mismo afán que los demás, pero con paz en el fondo del alma; con alegría y serenidad, también en las contradicciones: que no depositamos nuestra confianza en lo que pasa, sino en lo que permanece para siempre, no somos hijos de la esclava, sino de la libre (Ga 4, 31).

«¿De dónde nos viene esta libertad? De  Cristo,  Señor  Nuestro. Esta es la libertad con la que El nos ha redimido (cfr. Ga 4, 31). Por eso enseña: si el Hijo os alcanza la libertad, seréis verdaderamente libres (Jn 8, 36). Los cristianos no tenemos que pedir prestado a nadie el verdadero sentido de este don, porque la única libertad que sal­ va al hombre es cristiana.

Me gusta hablar de la aventura de la libertad, porque así se desenvuelve vuestra vida y la mía. Libremente —como hijos, insisto, no como esclavos—, seguimos el sendero que el Señor  ha  señalado  para  cada uno de nosotros. Saboreamos esta soltura de movimientos, como un regalo de Dios» [88].

Cumplir la Voluntad de Dios; someter la propia inteligencia a la verdad y dirigir la libertad hacia el bien —en el fondo, hacia Dios siempre—, no es esclavitud, es libertad: una libertad superior que se nos manifiesta unida —en  aparente paradoja— a la obediencia, al servicio,  a la entrega generosa. Paradoja sólo aparente, porque «el Amor de Dios marca el camino de la verdad, de la justicia, del bien. Cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas» [89].

Como a veces resulta difícil comportarse según esa libertad, acudamos a Santa María, «tratemos de aprender, siguiendo su ejemplo en la obediencia a Dios, en esa delicada combinación de esclavitud y de señorío. En María no hay nada de aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios (cfr. Rm 8, 21)» [90].

3.       El trabajo de los hijos de Dios

«Sueño —y el sueño se ha hecho realidad, decía el Padre en 1963— , con muchedumbres de hijos de Dios, santificándose en su vida de ciudadanos corrientes, compartiendo afanes, ilusiones y esfuerzos con las demás criaturas. Necesito gritarles esta verdad divina: si permanecéis en medio del mundo, no es porque Dios se haya olvidado de vosotros, no es porque el Señor no os haya llamado. Os ha invitado a que continuéis en las actividades y en las ansiedades de la tierra, porque os ha hecho saber que vuestra vocación humana, vuestra profesión, vuestras cualidades, no sólo no son ajenas a sus designios divinos, sino que Él las ha santificado como ofrenda gratísima al Padre» [91].

Todos los hijos de Dios, sea la que sea su situación en el mundo y en la Iglesia, están llamados a santificarse, a ser cada día más ipse Christus, y han de ver en todas las circunstancias de su vida ordinaria, de su trabajo y de su descanso, de sus relaciones familiares y sociales en general, una realidad que debe ser vida de Cristo: non vivo ego, vivit vero in me Christus [92].

Durante mucho tiempo se ha considerado el trabajo como algo que esclaviza, como un castigo, como algo que dificulta la vida espiritual...

En realidad, ni es castigo —puesto que el hombre ha sido creado ut operaretur [93] — , ni tiene por qué dificultar el trato con Dios: es más, el cristiano puede y debe, con la gracia de Dios, «santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar con el trabajo» [94], como ha venido predicando san Josemaría Escrivá de Balaguer desde 1928. Y trabajo, en el fondo, es toda la actividad humana. Pero no podemos detenernos aquí en este aspecto capital. Fijémonos, en cambio, en que la realidad de la filiación divina es la que impide la esclavitud en el trabajo, pues «en medio de las limitaciones inseparables de nuestra situación presente, porque el pecado habita todavía de algún modo en nosotros, el cristiano percibe con claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina, cuando se reconoce plenamente libre porque trabaja en las cosas de su Padre» [95]. Si contemplamos la vida nuestra con realismo —con ese realismo superior que nos proporciona la fe sobrenatural—, percibimos que nada hay ajeno al designio divino; que, sea la que sea nuestra actividad, trabajamos en cosa propia, porque todo es de Dios  y nosotros  somos hijos, no asalariados: todas las cosas son vuestras, pero vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios [96].

Esta libertad de quien trabaja en cosa propia comporta, a la vez, bajo el impulso radical de sabernos hijos de Dios, el esfuerzo generoso, que no se limita nunca a la búsqueda de una contrapartida meramente humana, por lo demás necesaria y justa de ordinario para quien ha de vivir de su trabajo, porque —además— el premio verdadero nos lo asegura el Señor. «Está bien que sirvas a Dios como un hijo, sin paga, generosamente... Pero no te preocupes si alguna vez piensas en el premio» [97].

El hijo de Dios ansía, sí, ese premio que es la unión definitiva con Cristo y, en El, con el Padre y el Espíritu Santo. Sin embargo, precisa­ mente porque es hijo, «acepta gustosamente la necesidad de trabajar en este mundo, durante muchos años, porque Jesús tiene pocos amigos aquí abajo. No rehusemos la obligación de vivir, de gastarnos —bien exprimidos— al servicio de Dios y de la Iglesia. De esta manera, en libertad: in libertatem gloriaefiliorum Dei (Rm 8,2 1), qua libertate Christus nos liberavit (Ga 4, 31); con la libertad de los hijos de Dios, que Jesucristo nos ha ganado muriendo sobre el madero de la Cruz» [98].

Esta libertad se funde y compenetra con la obediencia —en el trabajo, como en cualquier aspecto de la vida humana—, precisamente por su  común raíz en la filiación divina. Al ocuparse en su quehacer, el hijo de Dios busca libremente cumplir la Voluntad del Padre, y así vive  libre, con un señorío interior que le permite amar la obediencia, las necesarias vinculaciones que su vivir en el mundo lleva de un modo u otro consigo. Por encima de ellas, descubrirá siempre el querer de su Padre, Dios mismo que sale a su encuentro.

«Soy muy amigo de la libertad, y precisamente por eso quiero tanto esa virtud cristiana (la obediencia). Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro  Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón  más  sobrenatural» [99].

Este deseo, esta ilusión del buen hijo de Dios, por cumplir la Voluntad divina, empuja al cristiano no sólo a cumplir lo mejor posible sus propios deberes, sino también a considerar el quehacer de los demás como cosa propia, porque es, debe ser, cosa de Dios. De ahí aquel consejo: «Cuando hayas terminado tu trabajo, haz el de tu hermano, ayudándole, por Cristo, con tal delicadeza y naturalidad que ni el favorecido se dé cuenta de que estás haciendo más de lo que en justicia debes.

—¡Esto sí que es fina virtud de hijo de Dios!» [100].

Para que nuestro trabajo, todo nuestro quehacer, sea verdaderamente, y cada vez más, el trabajo de los hijos de Dios, es necesario que sea cada vez más trabajo de Cristo, por nuestra identificación con El mientras desempeñamos toda esa actividad. Por eso, «estando plenamente metido en su trabajo ordinario, entre los demás hombres, sus iguales, atareado, ocupado, en tensión, el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios» [101]. El trabajo es, así, oración y apostolado [102].

4.       La oración de los hijos de Dios

Por la filiación divina, el cristiano ha de vivir constantemente metido en Dios, endiosado. No sólo pasivamente —porque con la gracia Dios nos mete dentro de su Vida divina—, sino activamente, participando también con su inteligencia y su voluntad en esa eterna actividad de Conocimiento y Amor que es el misterio de Dios Uno y Trino. Toda nuestra vida ha de ser oración.

Pero, «recomendar esa unión continua con  Dios, ¿no es presentar un ideal, tan sublime, que se revela inasequible para la mayoría de los cristianos? Verdaderamente es alta la meta, pero no inasequible. El sendero, que conduce a la santidad, es sendero de oración; y la oración debe prender poco a poco en el alma, como la pequeña semilla que se convertirá más tarde en árbol frondoso» [103].

Para saber cuál es el inicio, el punto de partida, de ese sendero de oración, los Apóstoles preguntaron a Cristo, y nosotros ahora, guiados por la palabra de san Josemaría Escrivá de Balaguer, «revivimos esa escena en la que Jesús se ha retirado en oración, y los discípulos están cerca, probablemente contemplándole. Cuando terminó, uno se decidió a suplicarle: Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos. Y Jesús les respondió: cuando os pongáis a orar, habéis de decir: Padre, sea santificado tu nombre (Lc 11, 1-2).

«Notad lo sorprendente de la respuesta: los  discípulos  conviven con Jesucristo y, en medio de sus charlas, el Señor les indica cómo han de rezar; les revela el gran secreto de la misericordia divina: que somos hijos de Dios, y que podemos entretenernos confiadamente con El, como un hijo charla con su padre» [104].

De tal modo la filiación divina caracteriza la oración cristiana, que ésta no es otra cosa que el trato del hijo con su Padre. Un diálogo que comienza de ordinario con oraciones vocales, para continuarse  más tarde en una contemplación sin ruido de palabras. Un hablar con Dios que es confiado desde el primer momento, si nos sabemos y sentimos hijos suyos [105]; que nos conduce a la audacia en la petición a  Dios, que es nuestro Padre y Omnipotente [106]; que tiene por tema toda  nuestra vida: «todo lo que palpita en nuestra cabeza y en nuestro corazón: alegrías, tristezas, esperanzas, sinsabores, éxitos, fracasos, y hasta los detalles más pequeños de nuestra jornada. Porque habremos comprobado que todo lo nuestro interesa a nuestro Padre Celestial» [107].

Con esta consoladora seguridad —todo lo nuestro interesa a Dios, y El es verdaderamente Padre—, «nuestro trato con Dios no es el de un ciego que ansía la luz pero que gime entre las angustias de la obscuridad, sino el de un hijo que se sabe amado por su Padre» [108]. Sin embargo, en ocasiones —y a veces de modo habitual— esa luz apenas se percibe, y el alma se encuentra como a oscuras; parece que Dios esté lejos. En esas circunstancias, será también el sentido de la filiación divina la raíz poderosa que evitará que muera el tallo de nuestra oración, destinada a ser árbol frondoso.

«No me importa contaros —decía  el  Padre  en 1964— que el Señor, en ocasiones, me ha concedido muchas gracias; pero de ordinario yo voy a contrapelo. Sigo mi plan no porque me guste, sino porque debo hacerlo, por Amor. Pero, Padre, ¿se  puede  interpretar  una  comedia con Dios?, ¿no es acaso una hipocresía? Quédate tranquilo: para ti ha llegado el instante de participar en una comedia humana con un espectador divino. Persevera, que el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo, contemplan esa comedia tuya; realiza todo por amor a Dios, por agradarte, aunque a ti te cueste.

¡Qué bonito es ser juglar de Dios! ¡Qué hermoso recitar esa comedia por Amor, con sacrificio, sin ninguna satisfacción personal, por agradar a nuestro Padre Dios, que juega con nosotros! Encárate con el Señor, y confíale: no tengo ningunas ganas de ocuparme  de esto, pero lo ofreceré por Ti. Y ocúpate de verdad de esa labor, aunque pienses  que es una comedia. ¡Bendita comedia! Te lo aseguro: no se trata de hipocresía, porque los hipócritas necesitan público para sus pantomimas. En cambio, los espectadores de esa comedia  nuestra —déjame que te lo repita— son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; la Virgen Santísima, San José y todos los Ángeles y Santos del Cielo» [109].

Esta actitud reciamente cristiana —filial— ante los momentos de oscuridad y desgana, se extiende al trabajo y a la oración, al cumplimiento de todo deber. No hay hipocresía, porque somos hijos de Dios, y si nos parece que El está lejos, sabemos que juega con nosotros... ¡al escondite!: ludens in orbe terrarum [110].

La sinceridad de esta oración nuestra, en los momentos de oscuridad, como en cualquier otra circunstancia, está garantizada precisamente si es oración de hijos de Dios, que se esfuerzan en que esa oración no sea simple palabrería, sino que sea siempre operativa, orientada al cumplimiento de la voluntad del Padre. «Me atrevo  a  asegurar, sin temor a equivocarme, que hay muchas, infinitas maneras de orar, podría decir. Pero yo quisiera  para todos nosotros la auténtica oración de los hijos de Dios, no la palabrería de los hipócritas, que han de escuchar de Jesús: no todo el que repite: ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el reino de los cielos (Mt 7, 21). Los que se mueven por la hipocresía, pueden quizá lograr  el  ruido  de  la  oración  —escribía  San  Agustín—,  pero no su voz, porque allí falta la vida (Enarrationes in Psalmos, CXXXIX, 10: PL 37, 1809), y está ausente el afán de cumplir la Voluntad del Padre. Que nuestro clamar ¡Señor! vaya unido al deseo eficaz de convertir en realidad esas mociones interiores, que el Espíritu Santo despierta en nuestra alma» [111].

Alimentada por la filiación divina, la senda de la oración cristiana va recorriendo —de modo intencional, por conocimiento y amor explícitos— el itinerario de nuestra introducción ontológica —por la adopción en el Hijo— en la vida divina  de la Trinidad  Beatísima: el trato con la Santísima Humanidad de Cristo, y de Cristo en la Cruz, lleva a reconocer en Él al Hijo de Dios, que nos abre las puertas de la intimidad intratrinitaria. Y, con esta oración, no sólo se conoce esa intimidad en la que, por la gracia, nos encontramos, sino que además esa familiaridad divina crece.

«Habíamos empezado con plegarias vocales, sencillas, encantadoras, que aprendimos en nuestra niñez, y que no nos gustaría abandonar nunca. La oración, que comenzó con esa ingenuidad pueril, se desarrolla ahora en cauce ancho, manso y seguro, porque sigue el paso de la amistad con Aquel que afirmó: Yo soy el camino (Jn 14, 6). Si amamos a Cristo así, si con divino atrevimiento nos refugiamos en la abertura que la lanza dejó en su Costado, se cumplirá la promesa del Maestro: cualquiera que me ama, observará mi doctrina, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él (Jn 14, 23).

El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada  una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad  del  Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!

Hemos corrido como el ciervo, que ansía las fuentes de las aguas (Sal 41, 2); con sed, rota la boca, con sequedad. Queremos  beber en  ese manantial de agua viva. Sin rarezas, a lo largo del día nos movemos en ese abundante y claro venero de frescas linfas que saltan  hasta la vida eterna (cfr. Jn 4, 14). Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios a todas horas.

No me refiero a situaciones extraordinarias. Son, pueden muy bien ser, fenómenos ordinarios de nuestra alma: una locura de amor que, sin espectáculo, sin extravagancias, nos enseña a sufrir y a vivir, porque Dios nos concede la Sabiduría. ¡Qué serenidad, qué paz entonces, metidos en la senda estrecha que conduce a la vida! (Mt 7, 14).

¿Ascética? ¿Mística? No me preocupa. Sea lo que fuere, ascética  o mística, ¿qué importa?: es merced de Dios. Si tú procuras meditar, el Señor no te negará su asistencia. Fe y hechos de fe: hechos, porque el Señor —lo has comprobado desde el principio, y te lo subrayé a su tiempo— es cada día más exigente. Eso es ya contemplación y es unión; ésta ha de ser la vida de muchos cristianos, cada uno yendo adelante  por su propia vía espiritual —son infinitas—, en medio de los afanes del mundo, aunque ni siquiera hayan caído en la cuenta.

Una oración y una conducta que no nos apartan de nuestras actividades ordinarias, que en medio de ese afán noblemente terreno nos conducen al Señor. Al elevar todo ese quehacer a Dios, la criatura diviniza  el  mundo» [112].

5.         El apostolado de los hijos de Dios

Divinizar el mundo, reconducir todas las cosas a Dios, como consecuencia de nuestro propio endiosamiento, de nuestra propia divinización: éste es el término del apostolado cristiano, que se fundamenta en la filiación divina, porque es consecuencia necesaria de nuestro ser ipse Christus; y en Cristo —único Mediador— somos corredentores y mediadores.

«Cada uno de nosotros ha de ser ipse Christus. El es el único mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1Tm 2, 5); y nosotros nos unimos a Él para ofrecer, con El, todas las cosas al Padre. Nuestra vocación de hijos de Dios, en medio del mundo, nos exige que no busquemos solamente nuestra santidad personal, sino que vayamos por los senderos de la tierra, para convertirlos en trochas que, a través de los obstáculos, lleven las almas al Señor; que tomemos parte como ciudadanos corrientes en todas las actividades temporales, para ser levadura (cfr. Mt 13, 33) que  ha  de  informar  la  masa  entera  (cfr.  1Co 5, 6)» [113].

El apostolado de los hijos de Dios no es una actividad particular entre otras, no es algo añadido a su vida ordinaria, ni superpuesto a su vida interior, a su esfuerzo constante por identificarse con Cristo. Mucho menos aún ese apostolado es una tarea sólo de algunos cristianos. Del mismo modo que toda la vida, el trabajo y todas las realidades humanas, pueden y deben ser oración —vida de Cristo en nosotros—, también «el apostolado es como la respiración del cristiano: no puede vivir un hijo de Dios, sin ese latir espiritual» [114].

Porque somos ipse Christus, participamos del Sacerdocio de Cris­ to, poseemos el sacerdocio común de los fieles, que es un modo en que se hace presente en el mundo el Sacerdocio eterno de Jesús, su mediación entre Dios y los hombres. «Mons. Escrivá de Balaguer —nos dice el beato Álvaro del Portillo—, al exponer desde los comienzos del Opus Dei esta doctrina sobre el sacerdocio común de los fieles, recordaba a los socios de la Obra —seglares dedicados profesionalmente a las más diversas tareas y ocupaciones seculares— que, en forma perfectamente compatible con  su  mentalidad  laical, la  suya  era  un  alma  sacerdotal» [115].

Por tanto, el apostolado no es algo propio solamente de quienes participan del Sacerdocio de Cristo por el sacerdocio ministerial —que es esencialmente diverso del común de todos los fieles—, sino que es una realidad cristiana universal. Esta universalidad es exigencia directa de nuestra identificación con Cristo, es decir, de nuestra filiación divina No puede separarse la vocación a participar personalmente en la intimidad divina en Cristo, de la misión apostólica —corredención en y con Cristo—, de modo estrictamente análogo a como «no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvifiant (cfr. 1Tm 2, 4), para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres» [116].

Cualquier aspecto de la labor apostólica de los cristianos se ilumina extraordinariamente a la luz de la filiación divina: ésta es, como se ha visto, el fundamento, la raíz... y es además el término, pues puede resumirse la finalidad apostólica de nuestra vida así: «dar testimonio de Cristo y llevar a quienes nos rodean la alegría de saberse hijos de Dios» [117]; es decir, llevar a todos «la nueva alegre de que El es un Padre que ama sin medida» [118].

El apostolado cristiano se manifiesta  también  —precisamente  a la luz de la filiación divina— ajeno a toda simple táctica de humana persuasión —menos aún de coacción—, pues es una tarea informada completamente por el Amor; ese mismo amor sobrenatural, caridad, que el Espíritu Santo difunde en nuestra alma haciéndonos  ipse  Christus, hijos de Dios. «El cristiano se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por  Cristo,  por la Confirmación; llamado  a  obrar en el mundo la participación en la función  real, profética  y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía,  sacramento de la unidad y del amor. Por eso, como Cristo, ha de vivir de cara a los demás hombres, mirando con amor a todos y a cada  uno de los que le rodean, y a la humanidad entera» [119].

Y el verdadero amor a los demás —único motor del auténtico apostolado cristiano— es un amor en Cristo, porque es en Cristo y sólo en Cristo como ese apostolado puede ser eficaz, pues sólo El es Redentor y Mediador. «Cuando amamos en el Corazón de Cristo a los que somos hijos de un mismo Padre, estamos asociados en una misma fe y somos herederos de una misma esperanza (Minucio Félix, Octavius, 31), nuestra alma se engrandece y arde con el afán de que todos se acerquen a Nuestro Señor» [120]. Sólo este amor es el que permite al hijo de Dios «decidirse en Cristo a buscar el bien de todas las almas sin discriminación de ningún género, logrando para ellas, antes que nada, lo mejor: que conozcan a Cristo, que se enamoren de Él» [121]; es decir, que lleguen todos a la gloria de los hijos de Dios.

Para reconducir todas las cosas a Dios, el cristiano —sin ser ni sentirse enemigo de nadie [122]— está, sin embargo, empeñado en una batalla, con dificultades, en ocasiones con aparentes y aun reales retrocesos. En esa dureza, en esa dificultad —sea la que sea su situación en el mundo y en la Iglesia—, el hijo de Dios, el apóstol, encuentra siempre la Cruz, signo y realidad necesaria de su identificación con Cristo.

«¿La Cruz sobre tu pecho?... —Bien. Pero... la Cruz sobre tus hombros, la Cruz en tu carne, la Cruz en tu inteligencia. —Así vivirás por Cristo, con Cristo y en Cristo: solamente así serás apóstol» [123].

Esta Cruz no resta  alegría  ni optimismo al trabajo —a   la vida  entera— hecho  medio,  sustancia,  de apostolado, porque el cristiano sabe —debe saber— la inefable verdad de estas palabras de san Josemaría Escrivá de Balaguer, que se dirigen a él: «En la Cruz serás Cristo, y te sentirás hijo de Dios, y exclamarás: Abba, Pater!, ¡qué alegría encontrarte, Señor!».

6.       La alegría, el dolor y la muerte de los hijos de Dios

La posesión del bien —también la esperanza de gozarlo—  produce  ese estado de alma que llamamos alegría. Un gozo que puede estar enraizado en bienes efímeros o en bienes eternos; que puede afectar a la superficie del alma o a toda su profundidad. Hay muchas alegrías circunstanciales, necesariamente pasajeras; hay también risas que esconden tristeza y lágrimas de alegría...

«¿Por qué nos entristecemos los hombres? Porque la vida en la tierra no se desarrolla como nosotros personalmente esperábamos, porque surgen obstáculos que impiden o dificultan seguir adelante en la satisfacción de lo que pretendemos.

Nada de esto ocurre —nos asegura san Josemaría Escrivá de Balaguer—, cuando el alma vive esa realidad sobrenatural de su filiación divina. Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? (Rm 8, 31). Que estén tristes los que se empeñan en no reconocerse hijos de Dios, vengo repitiendo desde siempre» [124].

No puede haber en esta vida una alegría más profunda que la del hijo de Dios, porque ningún bien puede compararse a la infinita riqueza de ser familiares de Dios, hijos de Dios; nada de este mundo debería robarle su alegría. Un gozo, una segura esperanza, una serenidad, un buen humor, que no es la alegría del animal sano [125], sino —como explicaba el Padre hace años— la «de sabernos queridos por nuestro Padre Dios, que nos acoge, nos ayuda y nos perdona siempre».

Esta incomparable alegría radicada en la filiación divina, no se apoya pues en nuestras propias virtudes: no es vana satisfacción personal, sino que se edifica sobre la misma flaqueza y debilidad humana.

«No te turbe conocerte como eres: así, de barro. No te preocupe. Por­ que tú y yo somos hijos de Dios —y éste es endiosamiento bueno—, escogidos por llamada divina desde toda la eternidad: nos eligió el Padre, por Jesucristo, antes de la creación del mundo para que seamos santos en su presencia (Ef 1, 4)» [126].

Conocer la propia debilidad, experimentar la presencia de la adversidad dentro de nosotros mismos, no sólo no nos preocupa, no es motivo para perder o disminuir nuestro gozo, sino que eso mismo debe ser motivo de alegría: «Sentirse barro, recompuesto con lañas, es fuente continua de alegría; significa reconocerse poca cosa delante de Dios: niño, hijo. ¿Y hay mayor alegría de la del que, sabiéndose pobre y débil, se sabe también hijo de Dios?» [127].

Tampoco las adversidades externas, obstáculos, dolor, incomprensión, injusticia, traición..., son capaces de disminuir en nada la verdadera alegría de los hijos de Dios. Y esto, no por falta de realismo o por superficialidad, pues «sería ingenuo negar la reiterada presencia del dolor y del desánimo, de la tristeza y de la soledad, durante la peregrinación nuestra en este suelo. Por la fe hemos aprendido con seguridad que todo eso no es producto del acaso, que el destino de la criatura  no es caminar hacia la aniquilación de sus deseos de felicidad. La fe nos enseña que todo tiene un sentido divino, porque es propio de la entraña misma de la llamada que nos lleva a la casa del Padre. No simplifica, este entendimiento sobrenatural de la existencia terrena del cristiano, la complejidad humana; pero asegura al hombre que esa complejidad puede estar atravesada por el nervio del amor de Dios, por el cable, fuerte e indestructible, que enlaza la vida en la tierra con la vida definitiva en la Patria» [128].

El sentido divino de todo lo que sucede o puede suceder en nuestra vida es éste: forma parte de la llamada a la casa del Padre. La filiación divina tiene una dimensión escatológica precisa: nos hace comprender con luz nueva que lo definitivo vendrá después de la muerte; que lo de ahora, siendo ya una realidad, todavía no ha alcanzado su plenitud, la plenitud de la gloria de los hijos de Dios. Todo en esta vida, también el sufrimiento, nos está diciendo que «Cristo nos espera. Vivimos ya como ciudadanos del cielo (Flp 3, 20), siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad que da saberse hijo amado de Dios» [129].

«Precisamente, esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo  en la Cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida. La actitud de un hijo  de Dios no es la de quien se resigna a su trágica desventura, es la satisfacción de quien pregusta ya la victoria» [130].

Pero, además, la alegría cristiana no sólo no viene a menos por el dolor y las dificultades, sino que ese dolor puede ser raíz de una creciente alegría, porque para el cristiano encontrar el  sufrimiento  es hallar la Cruz, y en Ella es ipse Christus, hijo de Dios. Y, así, «si obedecemos a la voluntad de Dios, la Cruz será también Resurrección, exaltación. Se cumplirá en nosotros,  paso  por  paso, la vida de Cristo: se podrá asegurar que hemos vivido procurando ser buenos hijos de Dios, que hemos pasado haciendo el bien, a pesar de nuestra flaqueza y de nuestros errores personales, por numerosos que sean» [131].

Y esto —como todo lo demás—, antes que doctrina ha sido vida en el Fundador del Opus Dei; una vida que Dios quiso marcar profunda­ mente con el signo de la Cruz. Aun en las situaciones más duras —nos narra el testigo más directo y fiel de la vida santa de san Josemaría Escrivá de Balaguer—, «siempre mantuvo el Padre su buen humor. Los que estábamos a su alrededor en aquellos momentos, no le vimos nunca triste. Por el contrario, se mostraba siempre alegre y optimista. El origen de aquella serenidad era el hondo sentimiento de la filiación divina, que Dios quiso poner como fundamento del espíritu del Opus Dei» [132].

¿Y la muerte? Tampoco este trance decisivo puede atemorizar al cristiano, ni nublar su luminosa alegría, porque «para los hijos de Dios, la muerte es vida» [133]: es el paso a la plenitud.

¿Y el juicio de Dios? Impulsa a la conversión constante, a la rectificación..., pero al hijo de Dios se dirige esa sencilla pero impresionante pregunta: «¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar?» [134].

«Sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte». ¿Quién puede afirmar esto, con palabras de san Josemaría Escrivá de Balaguer ante millares de personas?: sólo los hijos de Dios.

«Así, casi sin enterarnos, avanzaremos con  pisadas divinas, recias  y vigorosas; en las que se saborea el intimo convencimiento de que junto al Señor también son gustosos el dolor, la abnegación, los sufrimientos. ¡Qué fortaleza, para un hijo de Dios, saberse tan cerca  de  su  Padre! Por eso, suceda lo que suceda, estoy firme, seguro  contigo, Señor y Padre mío, que eres la roca y la  fortaleza  (cfr.  2R  22, 2)» [135].

7.       La conversión de los hijos de Dios

La vida cristiana en esta tierra, que se inicia con la primera infusión de la gracia divina que borra el pecado original, y que termina con la muerte del hijo de Dios, que es tránsito a la verdadera Vida, no es un sendero siempre ascendente. «Nos engañaríamos, si supusiéramos que el ansia de buscar a Cristo, la realidad de su encuentro y de su trato, y la dulzura de su amor nos transforman en personas impecables» [136]. Sabemos bien que somos —y seremos siempre en este mundo— pecadores. Por eso, «advertir en el cuerpo y en el alma el aguijón de la soberbia, de la sensualidad, de la envidia, de la pereza, del deseo de sojuzgar a los demás, no debería significar un descubrimiento. Es un mal antiguo, sistemáticamente confirmado por nuestra personal experiencia; es el punto de partida y el ambiente habitual para ganar en nuestra carrera hacia la casa del Padre, en este íntimo deporte» [137].

Nuestra debilidad es nada menos que el ambiente habitual de nuestro caminar hacia el Padre, de nuestro dirigirnos a la plenitud de la gloria de los hijos de Dios. Y esto sólo puede entenderse a la luz de la misericordia divina, de saber que «Dios, al ocuparse de nosotros como Padre amoroso, nos considera en su misericordia (Sal 24, 7): una misericordia suave (Sal 108, 21), hermosa como nube de lluvia (Si 35, 26)» [138]. Ese ambiente de nuestro vivir —ambiente de flaqueza personal, de pecado— resulta ser el clima de la misericordia de nuestro Padre Dios, que nos mueve y atrae constantemente hacia sí: es el ambiente de nuestro ir y volver al Padre; el ámbito de nuestra conversión.

Conversión, penitencia, por tanto, no son realidades que ocupen sólo de vez en cuando la vida cristiana: ésta ha de ser una permanente conversión, pero iluminada, caracterizada en su misma esencia, por la filiación divina, que nos confirma constantemente en la consoladora verdad de que «Dios no se escandaliza de los hombres. Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del Cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente y pide perdón. Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia.

Mirad que no estoy inventando nada, nos advierte san Josemaría Escrivá de Balaguer. Recordad aquella parábola que el Hijo de Dios nos contó para que entendiéramos el amor del Padre que está en los cielos: la parábola del hijo pródigo (cfr. Lc 15, 11 ss).

Cuando aún estaba lejos, dice la Escritura, lo vio su padre, y enterneciéronsele las entrañas y corriendo a su encuentro, le echó los brazos al cuello y le dio mil besos (Lc 15, 20). Estas  son  las  palabras del libro sagrado: le dio mil besos, se lo  comía  a  besos.  ¿Se  puede hablar más humanamente? ¿Se  puede  describir  de  manera  más  gráfica el amor paternal de Dios por los hombres?

Ante un Dios que corre  hacia nosotros, no podemos callarnos, y  le diremos con San Pablo, Abba, Pater! (Rm 8, 15), Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de su señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos  el  alma  de  gozo» [139].

También aquí es la palabra y el ejemplo de san Josemaría Escrivá de Balaguer lo que nos guía, porque «verdaderamente, amor y humildad eran dos constantes en la vida santa de nuestro Padre, que infundían a su oración y a su acción apostólica una audacia filial. La consecuencia práctica —sigue diciéndonos el beato Álvaro del Portillo— era ese continuo comenzar y recomenzar en la vida interior. Una vida, pues, que recorre como itinerario el del hijo pródigo, siempre volviendo y volviendo —con rendida confianza— a la misericordia de Dios Padre» [140].

Hemos de vivir como un constante hijo pródigo, no sólo si nos hemos apartado mucho de Dios, sino con un recomenzar diario, con un habitual espíritu de penitencia, que no resta alegría a nuestras jornadas, porque  la  nuestra  es  una  conversión  gozosa: la de  los hijos de Dios.

Con frecuencia nos olvidamos de estas realidades, y se hace necesario que dediquemos algunos tiempos del año —por ejemplo, la Cuaresma— a intensificar y renovar nuestros deseos y obras de conversión.

«La liturgia de la Cuaresma cobra a veces acentos trágicos, consecuencia de la meditación de lo que significa para el hombre apartarse de Dios. Pero esta conclusión no es la última palabra. La última palabra la dice Dios, y es la palabra de su amor salvador y misericordioso y, por tanto, la palabra de nuestra filiación divina» [141].

Sólo nosotros mismos podemos impedir —con nuestra soberbia— esta maravilla divina y humana de nuestra conversión alegre. Es la soberbia lo que impide la primera condición del arrepentimiento: reconocer el propio pecado; y lo que, si reconocido, puede llevar a que el hombre piense —en contra de toda evidencia sobrenatural— que ya no hay remedio. Por eso, el hijo de Dios, si es buen hijo, es humilde, lucha por serlo, con una humildad que nada tiene que ver con el encogimiento de ánimo. Una humildad que también está informada en su raíz por la filiación divina, y que conduce a una oración confiada.

«Ante nuestras miserias y nuestros pecados, ante nuestros errores —aunque, por la gracia divina, sean de poca monta—, vayamos a la oración y digamos a nuestro Padre: ¡Señor, en mi pobreza, en mi fragilidad, en este  barro mío de vasija rota, Señor, colócame unas lañas y —con mi dolor y con tu perdón— seré más fuerte y más gracioso que antes! Una oración consoladora, para que la repitamos cuando se destroce este pobre barro nuestro.

Que no nos llame la atención si somos deleznables, que no nos choque comprobar que nuestra conducta se quebranta por menos de nada; confiad en el Señor, que siempre tiene preparado el auxilio: el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? (Sal 26, 1). A nadie: tratando de este modo a nuestro Padre del Cielo, no admitamos miedo de nadie ni de nada» [142].

¡Cómo impresionaba oír a san Josemaría Escrivá de Balaguer, cuando afirmaba: «no tengo miedo a nada ni a nadie; ni a Dios, que es mi Padre»! Esto mismo debemos exclamar todos, porque sabiéndonos hijos de Dios —por el don de piedad que el Espíritu Santo nos concede— se afianza también en nosotros el don de temor de Dios en su sentido sobrenatural más pleno. «"Timor Domini sanctus". —Santo es el temor de Dios. —Temor que es veneración del hijo para su Padre, nunca temor servil, porque tu Padre-Dios no es un tirano» [143]. Y cuando hemos faltado a esa veneración, cuando hemos abusado del amor de Dios, «la conciencia de nuestra filiación divina da alegría a nuestra conversión: nos dice que estamos volviendo hacia la  casa  del Padre» [144].

Conclusión: Hijos pequeños del Padre

«... quasimodo geniti inifantes (1P 2, 2): como niños recién nacidos... Pensaba que esa invitación de la Iglesia nos viene muy bien a todos los que sentimos la realidad de la filiación divina. Porque nos conviene ser muy recios, muy sólidos, con un temple capaz de influir en el ambiente donde nos encontremos; y, sin embargo, delante de Dios, ¡es tan bueno que nos consideremos hijos pequeños!» [145].

Bastaría considerar —en la pobre medida  que nos es posible— quién es Dios, para que el sabernos sus hijos nos condujese por caminos de infancia espiritual. Hijos pequeños de Dios; eso somos, y como tales hemos de procurar vivir, evitando la necedad de aparentar en nuestra conducta una mayoría de edad que, ante Dios, es simplemente un absurdo. Cabe, sí, una mayoría de edad del hijo de Dios, pero en otro sentido: la plena identificación con Cristo —la plenitud de la edad perfecta de Cristo [146]— , que sólo en el Cielo alcanzaremos si somos fieles. Estamos destinados a esa grandeza incomparable, y para alcanzarla el mismo Jesucristo nos ha enseñado que es condición indispensable hacernos como niños [147]. Pero, «ser pequeño exige creer como creen los niños, amar como aman los niños, abandonarse  como  se  abandonan los niños..., rezar como rezan los niños» [148].

Hay sin duda mil modos diferentes de vivir esta infancia espiritual, pero en todo caso esa vida de hijos pequeños de Dios «no es memez espiritual, ni "blandenguería": es camino cuerdo y recio que, por su difícil facilidad, el alma ha de comenzar y seguir llevada de la mano de Dios» [149].

Para poner toda nuestra confianza en Dios, necesitamos sentirnos hijos pequeños del Omnipotente. Y, de manera muy especial, esta actitud es fundamental para ese aspecto permanente de nuestra existencia que es la conversión. «En la vida interior, nos conviene a todos ser quasi modo geniti infantes, como esos pequeñines; que parecen de goma, que disfrutan hasta con sus trastazos  porque enseguida se ponen de pie y continúan sus correteos; y porque tampoco les falta —cuando resulta preciso— el consuelo de sus padres» [150].

«Si  procuramos  portarnos  como  ellos, los trompicones  y fracasos —por lo demás inevitables— en la vida interior no desembocarán nunca en amargura Reaccionaremos con dolor pero sin desánimo, y con una sonrisa que brota, como agua limpia, de la alegría de nuestra condición de hijos  de ese Amor, de esa grandeza, de esa sabiduría infinita, de esa misericordia, que es nuestro Padre» [151].

«Hay que aprender a ser como niños, hay que aprender  a ser  hijo de Dios. Y, de paso, transmitir a los demás esa mentalidad que, en medio de las naturales flaquezas, nos hará fuertes en faje (1P 5, 9), fecundos en las obras, y seguros en el camino, de forma que cualquiera que sea la especie del error que podamos cometer, aun el más desagradable, no vacilaremos nunca en reaccionar, y en retornar a esa senda maestra de la filiación divina que acaba en los brazos abiertos y expectantes de nuestro Padre Dios» [152].

La filiación divina es la senda maestra que nos conduce a la plenitud verdadera, a la de la gloria de los hijos de Dios. Viviendo así, como hijos pequeños del Padre, «lograremos acabar en el  Amor  nuestros días, habiendo santificado nuestro trabajo, y buscando ahí la felicidad escondida en las cosas de Dios. Nos conduciremos con la santa desvergüenza de los niños, y rechazaremos  la vergüenza  —la  hipocresía— de los mayores, que se atemorizan de volver a su Padre, cuando han pasado por el fracaso de una caída.

Termino con el saludo del Señor, que recoge hoy el Santo Evangelio: ¡pax vobis! La paz sea con vosotros... Y llenáronse de gozo los discípulos a la vista del Señor (Jn 20, 19-20), de ese Señor que nos acompaña al Padre» [153]

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Llegado al final de esta aproximación al estudio de la filiación divina en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, me invade la certeza de no haber sabido expresar toda la riqueza teológica  —dogmática, moral, ascética, mística— que contienen  sus  palabras.  Sin  embargo, esto mismo sirve para resaltar —como por contraste— la altura excepcional de la contemplación del Padre, y su vigorosísima aportación a la ciencia y a la vida teológica.

Por otra parte, la lectura inmediata de los textos con que se han tejido estas páginas, pone por sí sola de relieve la importancia capital de la visión unitaria —y hecha vida en san Josemaría Escrivá de Balaguer— de la existencia cristiana enraizada en la filiación divina. Esta, efectivamente, nos ha sido mostrada por el Padre en toda su inefable hondura: como inmediata conexión del orden sobrenatural con la vida divina de la Santísima Trinidad; como identificación con Cristo; como raíz de la auténtica libertad; como fundamento efectivo de toda la vida cristiana, hasta en sus aspectos más ordinarios.

Esta radicalidad sobrenatural da su sentido más profundo a todos los otros grandes temas —santificación del trabajo profesional y de la vida familiar, social, etc.— , en los que la aportación teológica de san Josemaría Escrivá de Balaguer ha sido totalmente decisiva.

Son también estas páginas un testimonio de agradecimiento filial, a quien no sólo ha sido maestro para la comprensión  teológica  de los más altos misterios, sino antes que nada Padre que ha marcado  —yendo siempre delante— esa senda maestra que Dios nos ha dado la consideración de nuestra filiación divina.

Fernando Ocariz, en unav.edu

Notas:

78.     ibídem, n. 60.

79.     Conversaciones, n. 102.

80.     El trato con Dios, p. 20.

81.     Cfr. Camino, n. 267.

82.     Es Cristo que pasa, n. 11.

83.     Ibídem,  n. 113.

84.     Ibídem,  n. 129.

85.     La libertad, don de Dios (Homilía pronunciada el 10-IV-1956), Madrid 1976, pp. 16-17.

86.     Ibídem, pp. 18-19.

87.     Ibídem, p. 36.

88.     Ibídem, pp. 31-33.

89.     ibídem, pp. 36-37.

90.     Es Cristo que pasa, n. 173.

91.     ibídem, n. 20.

92.     Ga 2, 20.

93.     Gn 2, 15: cfr. Virtudes humanas, p. 25.

94.     Es Cristo que pasa, n. 45.

95.     Ibídem, n. 138. 96.

96.     1Co 3, 22-23.

97.     Camino, n. 669.

98.     Hacia la santidad, p. 14.

99.     Es Cristo que pasa, n. 17.

100.      Camino, n. 440.

101.      Es Cristo que pasa, n. 65.

102.      Cfr. Ibídem, n. 49.

103.      Hacia la santidad, p. 11.

104.      El trato con Dios, pp. 17-18. Cfr. Conversaciones, n. 102.

105.      Cfr. Es Cristo que pasa, n. 64.

106.      Cfr. Camino, nn. 892, 893, 896.

107.      Vida  de oración,  pp. 22-23.

108.      Es Cristo  que  pasa, n. 142.

109.      El trato con Dios, pp. 32-33.

110.      Pr 8, 31: cfr. El trato con Dios, p. 31.

111.      Vida de oración, pp. 17-18.

112.      Hacia la santidad, pp. 31-35.

113.      Es Cristo que pasa, n. 120; cfr. n. 183.

114.      Ibídem, n. 122. Cfr. Camino, n. 919.

115.      A. DEL PORTILLO, Mons. Escrivá de Balaguer, testigo de amor a la Iglesia, p. 6.

116.      Es Cristo que pasa, n. 106. Cfr. Para que todos se salven, p. 21.

117.      Es Cristo que pasa, n. 30.

118.      Ibídem, n. 100.

119.      Ibídem, n. 106. Cfr. Conversaciones, n. 1.

120.      Con la fuerza del amor, p. 19.

121.      ibídem, p. 26.

122.      Cfr. Es Cristo que pasa, n. 124.

123.      Camino, n. 929.

124.      Humildad, pp. 17-18.

125.      Cfr. Camino, n. 659.

126.      Es Cristo que pasa, n. 160.

127.      Humildad, p. 17.

128.      Es Cristo que pasa, n. 177.

129.      Ibídem, n. 126. Cfr. Camino, nn. 692, 864.

130.      Ibídem, n. 168.

131.      Ibídem, n. 21.

132.      A. DEL PORTILLO, Mons. Escrivá de Balaguer, instrumento de Dios, p. 39.

133.      Virtudes humanas, p. 24. Cfr. Camino, n. 739.

134.      Camino; n. 746.

135.      Vida de oración, pp. 24-25.

136.      Hacia la santidad, p. 25.

137.      Es Cristo que pasa, n. 75.

138.      Ibídem, n. 7.

139.      Ibídem, n. 64. Cfr. Hacia la santidad, pp. 35-36.

140.      A. DEL PORTILLO, Mons. Escrivá de Balaguer, instrumento de Dios. p. 22.

141.      Es Cristo que pasa, n. 66.

142.      Humildad, pp. 6-7.

143.      Camino, n. 435.

144.      Es Cristo que pasa, n. 64.

145.      El trato con Dios, p. 12. Cfr. Camino, n. 860.

146.      Ef 4, 13.

147.      Cfr. Mt 18, 3.

148.      Santo Rosario, p. 14.

149.      Camino, n. 855; cfr. n. 853; Es Cristo que pasa, n. 10.

150.      El trato con Dios, p. 21. Cfr. Camino, n. 887.

151.      El trato con Dios, pp. 21-22.

152.      Ibídem, pp. 24-25. Cfr. Camino, n. 93.

153.      El trato con Dios, p. 35.

Fernando Ocariz

Introducción

Desde el 26 de junio de 1975, innumerables personas de países y condiciones diversas han venido expresando la profunda e indeleble huella que ha dejado en sus almas la vida y la enseñanza de san Josemaría Escrivá de Balaguer. Entre estas personas, están también quienes se dedican al cultivo de la ciencia teológica, testimoniando que las aportaciones del Padre —como le llamamos muchos miles de personas en todo el mundo— a la Teología,  en  su sentido  más pleno, hacen de sus enseñanzas un punto de referencia de primera magnitud para el quehacer teológico.

Con palabras de quien mejor puede orientarnos en la tarea de estudiar, bajo cualquier aspecto, la obra de san Josemaría Escrivá de Balaguer —su sucesor como Presidente General del Opus Dei, el beato Álvaro del Portillo—, entre las características de la predicación del Padre hay que destacar, «en primer lugar, la profundidad teológica. Las homilías no constituyen un tratado teológico, en el  sentido corriente de la expresión. No han sido concebidas como un estudio o una investigación sobre temas concretos; están pronunciadas a viva voz, ante personas de las más diversas condiciones culturales y sociales, con ese don de lenguas que las hace asequibles a todos. Pero esos pensamientos y consideraciones están tejidos en el conocimiento asiduo, amoroso de la Palabra divina.

«Nótese, por ejemplo, cómo el autor comenta el Evangelio. No es nunca un texto para la erudición, ni un lugar común para la cita. Cada versículo ha sido meditado muchas veces y, en esa contemplación, se han descubierto luces nuevas, aspectos que durante siglos habían permanecido velados» [1].

Sin duda,  una  de esas luces  nuevas, de esos aspectos  que habían permanecido velados durante siglos, es el sentido de la filiación divina, entendida no como una simple verdad teórica entre otras muchas, sino contemplada y vívida como capital punto de apoyo, como fundamento, de toda la existencia cristiana.

Un eco del impacto vital de la novedad de esta enseñanza del Padre —vieja como el Evangelio y como el Evangelio nueva, diría—, lo encontramos, por ejemplo, en aquel punto de Camino: «"Padre —me decía aquel muchachote (¿qué habrá sido de él?), buen estudiante de la Central—, pensaba en lo que usted me dijo... ¡que soy hijo de Dios!, y me sorprendí por la calle, 'engallado' el cuerpo y soberbio por dentro... ¡hijo de Dios!"

»Le aconsejé, con segura conciencia, fomentar la 'soberbia'» [2].

Somos hijos de Dios: una luz nueva que, con ímpetu divino y altura contemplativa, san Josemaría Escrivá de Balaguer hizo —antes que doctrina teológica, y no sin particular providencia de Dios—alma de su misma alma.

«Por motivos que no son del  caso  —pero que bien  conoce Jesús, que nos preside desde el Sagrario—, la vida mía me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios, he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre, para rectificar, para purificarme, para servirle, para comprender y disculpar a todos, a base del amor suyo  y  de la humillación mía.

«Por eso, ahora deseo insistir en la necesidad de que vosotros y yo nos rehagamos, nos despertemos de ese sueño de debilidad que tan fácilmente nos amodorra, y volvamos a percibir, de una manera más honda y a la vez más inmediata, nuestra condición de hijos de Dios.

El ejemplo de Jesús, todo el paso de Cristo por aquellos lugares de oriente, nos ayudan a penetrarnos de esa verdad. Si admitimos el testimonio de los hombres —leemos en la Epístola—, de mayor autoridad  es  el testimonio de Dios (1Jn 5, 9). Y, ¿en qué consiste el testimonio de Dios? De nuevo habla San Juan: mirad qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos... Carísimos, nosotros somos ya ahora hijos de Dios (1Jn 3, 1-2)» [3].

Ese vivir como hijo de Dios siempre, ha informado también todo su hablar de Dios, de manera que en su enseñanza «el nervio central es el sentido de la filiación divina, constante en la predicación del Fundador el Opus Dei. El autor se hace continuamente eco de la enseñanza de San Pablo: "Los que se rigen por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Porque no habéis recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre! Porque el mismo Espíritu está dando testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y siendo hijos, somos también herederos; herederos de Dios, y coherederos con Jesucristo, con tal de que padezcamos con El, a fin de que seamos con El glorificados" (Rm 8, 14-17).

«En ese texto trinitario —la Trinidad Beatísima es otro de los temas frecuentes en estas Homilías—, se nos indica el camino que lleva, en el Espíritu Santo, al Padre. El Camino es Jesucristo, que es Hermano, amigo —el Amigo—, Señor, Rey, Maestro. La vida cristiana estriba entonces en tratar continuamente a Cristo; y ese trato tiene lugar en la vida diaria, sin apartar a nadie de su sitio» [4].

La existencia cristiana tiene así una característica radical, que la cualifica en todos sus aspectos: es la vida de los hijos de Dios. «La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo» [5].

Precisamente, afirma el beato Álvaro del Portillo, «ésta es la idea central del mensaje de Monseñor Escrivá de Balaguer: que la santidad —la plenitud de la vida cristiana— es accesible para todo hombre, cualquiera que sea su estado y condición, y que la vida ordinaria, en todas sus situaciones, ofrece la ocasión para una entrega sin límites al amor de Dios, y para un ejercicio activo del apostolado en todos los  ambientes» [6]. Y la Obra que Dios encomendó al Padre —el Opus Dei— puede resumirse como «camino de santificación en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano» [7], es decir, en medio del mundo. Pero, en cualquier circunstancia, «la santidad, tanto en el  sacerdote  como  en el laico —escribía san Josemaría Escrivá de Balaguer en 1945—, no es otra cosa que la perfección de la vida cristiana, que la plenitud de la filiación divina» [8].

Se entiende, pues, que desde el principio el Padre  haya afirmado que «la filiación divina es el fundamento del espíritu del Opus Dei» [9]. Un fundamento que, siendo el mismo que el de la vida cristiana en toda su riqueza, confiere a ese espíritu una universalidad por la que en él pueden encontrar su camino —y de hecho lo han encontrado—  multitudes de personas de toda raza y condición.

Este espíritu, que tiende a manifestarse primariamente en la vida interior de cada uno, informa consecuentemente la misma organización de los apostolados que el Opus Dei lleva a cabo corporativamente. En una de las entrevistas de prensa, recogidas en el volumen Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, el Padre señalaba, entre las características fundamentales de los apostolados del Opus Dei, «la primacía que en la organización de nuestras labores concedemos a la persona, a la acción del Espíritu en las almas, al respeto de la dignidad y de la libertad que provienen de la filiación divina del cristiano» [10].

En estas páginas, se ofrece un primer esbozo de análisis y sistematización, que ayude a la comprensión de la riqueza teológica —verdaderamente impresionante— que contienen  las  enseñanzas  del  Fundador del Opus Dei sobre la filiación divina. Semejante  tarea es a la vez fácil y difícil. Fácil, porque los textos del Padre, junto a su profundidad, poseen una extraordinaria claridad y fuerza de  penetración  espiritual: no es necesario interpretarlos, y menos aún someterlos a vivisecciones que quizá les privarían de vida. Difícil, en cambio, porque de hecho la filiación divina lo informa todo en su espíritu y en su palabra, y no está circunscrita a unos cuantos pasajes de sus escritos, por numerosos que fuesen. En este sentido, no basta buscar y estudiar los párrafos o páginas en que figura la expresión filiación divina, o sus equivalentes y derivados. Si el Padre habla o escribe sobre la fe, se trata  de la fe de los hijos de Dios, así como  al predicar sobre fortaleza trata de la fortaleza de los hijos de Dios, y al contemplar la realidad de la conversión y la penitencia, su palabra versa sobre la conversión de los hijos de Dios... Toda virtud, todo aspecto del existir cristiano —y aun humano en general— está caracterizado desde dentro, en su vida, en su voz y en su pluma, por ser de los hijos de Dios. Además, toda esta doctrina en sí misma —y  más cuando  se expresa  como fruto de  una  alta contemplación, y no de una simple especulación— escapa a cualquier sistematización entendida al modo racionalista.

No es éste el lugar  y momento  de intentar  siquiera  una aproximación a lo que podríamos llamar biografía espiritual de san Josemaría Escrivá  de Balaguer. Ciertamente seria una luz más poderosa que el simple análisis teológico objetivo, más académico, que nos ocupa en estas páginas. Sin embargo, la  excepcional  riqueza  —humana  y sobrenatural— de su alma enamorada de Dios, se  trasluce  constantemente en  todas sus palabras.

En cualquier caso, para disponernos a contemplar el misterio de nuestra filiación divina sobrenatural, guiados por san Josemaría Escrivá de Balaguer, sí parece muy conveniente narrar, aunque sea muy brevemente, un episodio concreto de su vida, de aquello que podríamos llamar su biografía espiritual.

El Padre desde el principio, desde niño, había vivido su trato con Dios con la confianza de quien ve en Él a un Padre amoroso y omnipotente. Pero fue en 1931 —en Madrid, mientras viajaba en un tranvía— cuando Dios quiso grabar a fuego en su alma y con una nueva luz, el conocimiento y el sentimiento de la filiación divina. Hacía apenas tres años desde que el Señor le había confiado la fundación del Opus Dei; una labor universal, de tal envergadura y novedad que las dificultades y la incomprensión formaban una barrera humanamente insuperable. Muchos años después, comentaría: «Cuando el Señor me daba aquellos golpes, allá por el año treinta y uno, yo no lo entendía. Y de pronto, en medio de aquella amargura tan grande, esas palabras: Tú eres mi hijo (Sal II, 7), tú eres Cristo. Y yo sólo sabía repetir: Abba, Pater!; Abba, Pater!, Abba!, Abba!, Abba! Y ahora lo veo con una luz nueva, como un nuevo descubrimiento: como se ve, al pasar los años, la mano del Señor, de la Sabiduría divina, del Todopoderoso. Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón —lo veo con más claridad que nunca— es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios».

Todas las páginas que seguirán son, en el fondo, un comentario —hecho en su mayor parte con palabras del mismo san Josemaría Escrivá de Balaguer— de este texto impresionante, en el que ya se adivina una inigualable riqueza no sólo ascética y mística, sino también teológico­ dogmática, a la vez que no puede dejarse de vislumbrar el don de Dios a un alma singularmente privilegiada y fidelísima en su correspondencia al Amor.

l.          Ser hijos de Dios

1.       El designio divino

Si buscamos una comprensión honda, radical y realista, de nuestra vida, antes que nada hemos de levantar nuestra vista hacia el Cielo, porque sólo en Dios, en su designio global sobre la historia nuestra, podemos encontrar el porqué y el para qué de la existencia. No sólo porque somos criaturas, sino que, además, «hemos sido establecidos en la Tierra para entrar en comunión con Dios mismo» [11].

La naturaleza humana posee, en sí misma, una consistencia y una dignidad creatural. Sin embargo, el último porqué de su efectiva creación por parte de Dios está más allá de ella misma: Dios nos ha creado, porque ha querido, para darnos gratuitamente una dignidad superior, estrictamente sobrenatural: ser hijos suyos, alcanzar la felicidad de ser domestici Dei, de su familia [12].

Es decir, «no estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer  y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres.

«Esa es la gran osadía de la fe cristiana —nos enseña san Josemaría Escrivá de Balaguer—: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo» [13].

Creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios..., para penetrar en la intimidad divina: he aquí la conexión inmediata en que se nos revela el designio de Dios sobre los hombres con el misterio supremo de la Santísima Trinidad. Por su infinita Bondad, Dios ha creado todas las cosas, y entre ellas algunas —las espirituales— las ha hecho de tal modo que pudieran ser introducidas en su intimidad familiar, en la Vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, sin destruir, sin forzar, su propia naturaleza de criaturas. El modo de esa introducción, de esa adopción, es la filiación divina: entramos en comunión con Dios por la vía de la filiación, que en Dios es el mismo Hijo Unigénito del Padre.

Sabemos que, en los inicios mismos de la historia, «Adán no quiso ser un buen hijo de Dios, y se rebeló. Pero se oye también, continuamente, el eco de ese felix culpa —culpa feliz, dichosa— que la Iglesia entera cantará, llena de alegría, en la vigilia del Domingo de Resurrección (Pregón Pascual).

«Dios Padre, llegada la plenitud de los tiempos, envió al  mundo a su Hijo Unigénito, para que restableciera la  paz; para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem flliorum reciperemus (Ga 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, liberados del yugo del pecado, hechos capaces de participar en la intimidad divina de la Trinidad.  Y así se. ha hecho posible a este hombre nuevo, a este nuevo injerto de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar a la creación entera del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 5-10), que los ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1,20)» [14].

Esta es la historia real: por designio divino, nuestro ser hijos de Dios, o es efectivo  y actual  por la gracia, o  es rechazo —abandono  de la casa del Padre— por el pecado [15]. Un abandono de la intimidad familiar divina que supone una trágica desnaturalización —¡hijos desnaturalizados! —, porque la naturaleza del hijo de Dios es la naturaleza humana sanada y elevada por la gracia, que nos hace divinae consortes naturae [16].

Desde esa desnaturalización, en la que todos nacemos por el pecado original, sólo podemos ser regenerados, volver a ser aptos para participar en la intimidad divina de la Trinidad, si somos injertados en Cristo, que «nos ha elevado a su nivel, al nivel de los hijos de Dios, bajando a nuestro terreno: al terreno de los hijos de los hombres» [17].

2.       Hijos de Dios, partícipes de la Vida divina de la Santísima Trinidad

El modo en que Dios nos constituye miembros de su familia [18], es pues uno concreto: la filiación. Esta familiaridad divina no es, en nosotros, una simple cuestión moral, un simple comportamiento, sino que se fundamenta en una real transformación —elevación, adopción—, pues «la fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado» [19], es decir metido verdaderamente en Dios, introducido a participar de la vida divina; de esa Vida que son las Procesiones eternas de la Santísima Trinidad: ésta es la esencia y la radical novedad de la nueva creación, del orden sobrenatural.

Al conocer —y, de algún modo, experimentar— esta realidad divina de nuestro endiosamiento, destaca siempre con fuerza su carácter de don gratuito, que se edifica sobre nuestra debilidad. Ser familiares de Dios no es una conquista nuestra, no es un humano progreso, de tal modo que «la conciencia de la magnitud de la dignidad humana —de modo eminente, inefable, al ser constituidos por la gracia en hijos de Dios— junto con la humildad, forma en el cristiano una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la vida, sino el favor divino. Es ésta una verdad que no puede olvidarse nunca, porque entonces el endiosamiento se pervertirla y se convertirla en presunción, en soberbia y, más pronto o más tarde, en derrumbamiento espiritual ante la experiencia de la propia flaqueza y miseria» [20].

Por tanto, «aun en los momentos en los que percibamos más profundamente nuestra limitación, podemos y debemos mirar a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, sabiéndonos participes de la vida divina» [21].

Este participar, este tomar parte, posee el dinamismo eterno de las divinas Procesiones intra-trinitarias, al realizarse el prodigio sobrenatural de «la acción de un mismo Espíritu, que haciéndonos hermanos de Cristo nos conduce hacia Dios Padre» [22]; es la maravilla inefable de nuestra filiación divina, que se nos manifiesta como nuestro modo de «participar en esa corriente de amor, que es el misterio del Dios Uno y Trino» [23]. Esta es la sustancia del orden sobrenatural: el misterio Trinitario proyectado en nosotros o, mejor aún, nosotros adoptados, introducidos, a vivir en El, a través de la Filiación, a través del Hijo. «Hemos sido constituidos hijos de Dios. Con esta libre decisión divina —escribía san Josemaría Escrivá de Balaguer en 1967—, la dignidad natural del hombre se ha elevado incomparablemente: y si el pecado destruyó ese prodigio, la Redención lo reconstruyó de modo aún más admirable, llevándonos a participar todavía más estrechamente de la filiación divina del Verbo».

No sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos; no sólo Dios, en un derroche de bondad, quiere que le tratemos como a un padre, sino que en un derroche incomparablemente mayor de su amor, nos adopta como hijos suyos en sentido estricto, aunque limitado, parcial; por participación de la Única  Filiación  divina en sentido estricto: la que constituye la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo Unigénito del Padre: «ved qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos en efecto (1Jn 3, 1). Hijos de Dios, hermanos del Verbo hecho carne, de Aquel de quien fue dicho: en él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres (Jn 1, 4). Hijos de la luz, hermanos de la luz: eso somos» [24].

Hermanos del Verbo hecho carne, de Cristo Señor Nuestro, no sólo porque El haya querido participar de nuestra humanidad, sino —sobre todo— porque, por don inefable de Dios, hemos sido hechos partícipes de su Filiación, de El mismo.

Aquí la razón no llega, no puede llegar, porque en fe caminamos y no en visión [25]. La teología necesita —especialmente en estas alturas del misterio— ser vida teologal, contemplación, y en su discurso racional iluminado por esa fe y esa contemplación, el  camino  de  la  analogía con el orden natural puede también ayudarnos.

Participar de la Filiación de quien es Unigénito —Hijo Único del Padre— nos habla de poseer parcialmente, limitadamente, lo que en El subsiste en Totalidad e infinitud, de modo que esa participación no multiplica ni menoscaba esa Unidad-Totalidad. Nos situamos así ante una donación  de Dios a nosotros análoga semejante y desemejante a la donación  del ser en que consiste la creación. Dios Es; El es el  Ser, en Totalidad intensiva y Unicidad. Nosotros somos por participación: tenemos ser, pero no somos el Ser; y la multiplicidad  de las criaturas  no multiplica ni menoscaba la Unidad-Totalidad de la Plenitud de Ser divina. Esta realidad de la creación comporta —lo conocemos por  la razón y nos lo confirma la fe— una íntima presencia divina en todas las cosas, un ser en Dios: in ipso enim vivimus, et movemur et sumus [26]. Análogamente, ser hijos de Dios en sentido estricto, pero parcial —es decir, participar de la Filiación del Verbo—, nos descubre que somos hijos de Dios en el Hijo, porque sin dejar de ser Unigénito es Primogénito entre muchos hermanos, pues Dios quos praescivit, et praedestinavit conformes fleri imaginis Filii sui, ut sit ipse primogenitus in multis fratribus [27].

Al intentar avanzar en esta contemplación teológica, no podemos nunca olvidar que «tratando a cualquiera  de las tres Personas,  tratamos a un solo Dios; y tratando a las tres, a la Trinidad, tratamos igual­ mente a un solo Dios único y verdadero» [28].  Este misterio  de nuestro ser hijos de Dios, se ilumina todavía más al considerar la realidad cristiana fundamental: el cristiano es, debe ser cada vez más, no sólo imitador de Cristo, sino, de modo misterioso pero real, el mismo Cristo: ipse Christus.

3.       Hijos de Dios en Cristo: ser «ipse Christus»

«Yo he sido por El constituido Rey sobre Sión, su monte  santo, para predicar su Ley. A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy (Sal 2, 6-7). La misericordia de Dios Padre nos ha dado  como Rey a su Hijo. Cuando amenaza, se enternece; anuncia su ira y nos entrega su amor. Tú eres mi hijo: se dirige a Cristo y  se dirige a ti y a mí, si  nos decidimos  a  ser  alter Christus, ipse Christus» [29]. La filiación divina es única: el Verbo, el Unigénito del Padre; y participando en Ella somos nosotros constituidos hijos de Dios. Misterio ciertamente insondable, meta inasequible y aun incomprensible para nuestra capacidad humana. Pero Dios, en su providencia amorosa, nos ha dado a Cristo —el Verbo encarnado— como  «el Camino, el Mediador; en El, todo; fuera de Él, nada» [30]. Toda la intimidad divina se nos abre en El, y sin El ninguna participación en la Filiación nos es dada, porque El, Cristo  —Dios  y Hombre—, es esa  Filiación  en cuanto  Dios y la  posee plenamente  —por la unión  in Persona— en cuanto Hombre.

Cristo es el Unigénito del Padre, y nosotros somos hijos de Dios en la medida en que somos el mismo Cristo, ipse Christus. Nunca podremos alcanzar una completa comprensión de esta realidad. Sin embargo, saber que «el cristiano está obligado a ser alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo» [31], como ha enseñado constantemente san Josemaría Escrivá de Balaguer, orienta decisivamente  nuestra  vida, nuestro modo de corresponder a la acción divina, que es la única capaz de hacemos más y más el mismo Cristo, y en  El, más  y más  hijos de Dios.

«Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con El, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con El nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de  Nuestro Señor Jesucristo» [32].

El camino de nuestra entrada en la intimidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es seguir a Cristo, pero de tal modo que no sólo le imitemos, sino que lleguemos a identificarnos con Él. Sólo así Nuestro Señor es Primogénito entre muchos hermanos sin dejar de ser el Unigénito del Padre: nosotros no somos hijos del Padre cada uno por  su cuenta —por decirlo de algún modo—, sino que somos hijos del Padre porque somos Cristo, sin dejar de ser nosotros mismos.

Por la gracia y la filiación divina, «la vida de Cristo es vida nuestra, según lo que prometiera a sus Apóstoles, el día de la Ultima Cena: Cualquiera que me ama, observará mis mandamientos, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él (Jn 14, 23). El cristiano debe —por tanto— vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, non vivo ego, vivit vero in me Christus (Ga 2, 20), no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí» [33].

Ser ipse Christus, teniendo los mismos sentimientos de Cristo. Esto nos habla de nuestro esfuerzo por imitar a Jesús, pero no como la consecución de un simple parecido exterior, sino como la consecuencia de que sea Él el que vive en nosotros, en su unidad-distinción con el Padre, como Hijo Unigénito. Y en esa espiritual unión de nosotros con El, por la que participamos de su Filiación, somos en El hijos del Padre.

Toda esta realidad es primaria y esencialmente don gratuito de Dios, pero que requiere nuestra cooperación, nuestra correspondencia: nuestro amor, nuestro cumplimiento de su Voluntad, de sus mandamientos.

La  acción  divina salvadora  pasa por la  Humanidad  Santísima de Jesús, se proyecta en nosotros desde la Cruz de Cristo. Podemos quizá entender mejor ahora a san Josemaría Escrivá de Balaguer, cuando nos comunicaba aquella luz de Dios: «tener la  Cruz es identificarse con Cristo,  es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios». Seguir al Señor para identificarnos con El, es en primer lugar acudir a la Cruz, que se hace presente en misterio, pero en eficacia, por los sacramentos, de modo  particular en el Bautismo, en la Eucaristía y en la Penitencia. Precisamente, «en el Bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo  y nos ha  enviado  el Espíritu  Santo» [34].   Y,  sobre  todo,  la  Eucaristía,  que es  la  renovación  del mismo Sacrificio de la Cruz, «introduce en los hijos de Dios la novedad divina, y debemos responder in novitate sensus (Rm 12, 2), con una renovación de todo nuestro sentir y de todo nuestro obrar. Se nos ha dado un principio nuevo de energía, una raíz poderosa, injertada en el Señor» [35]. Ser cristiano es ser ipse Christus, hijo de Dios, y esta identificación  nos viene de la fuerza salvadora de la Cruz; se entiende entonces que la Santa Misa —renovación sacramental de la Cruz— sea «el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano» [36].

Todo nuestro crecimiento en la identificación con Cristo —en nuestro ser hijos de Dios— supone el encuentro con la Humanidad de Cristo en la Cruz, y a este encuentro se dirige otra realidad —por designio divino, esencial— de la vida del cristiano: el ejemplo y la mediación de la Madre de Cristo, Madre de Dios y Madre Nuestra. «María, a quienes se acercan a Ella y contemplan su vida —nos confía san Josemaría Escrivá de Balaguer—, les hace siempre el inmenso favor de llevarlos a la Cruz, de ponerlos frente a frente al ejemplo del Hijo de Dios. Y en ese enfrentamiento, donde se decide la vida cristiana, María intercede para que nuestra conducta culmine con una reconciliación del hermano menor —tú y yo— con el Hijo primogénito del Padre» [37].  Reconciliación que lleva a la identificación.

«En este esfuerzo por identificarse con Cristo, he distinguido como cuatro escalones: buscarle, encontrarle, tratarle, amarle. Quizá comprendéis que estáis como en la primera etapa. Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas. Si obráis con este empeño, me atrevo a garantizar que  ya lo habéis  encontrado,  y que habéis comenzado a tratarlo y a amarlo, y a tener vuestra conversación en los cielos (cfr. Flp 3, 20)» [38].

Es, pues, el amor a Cristo —que presupone la fe: omnes enim filii Dei estis per fidem, quae est in Christo Iesu [39]— lo que va formando en nosotros a Jesús mismo, lo que nos conforma con Cristo. Pero es un amor —caridad sobrenatural— que Dios mismo pone en nosotros; es nuestra participación en el Amor, en el Espíritu Santo, quia caritas Dei diffusa est in cordibus nostris per Spiritum Sanctum, qui datus est nobis [40].

Podemos concluir estas consideraciones, afirmando que  somos hijos de Dios en Cristo, en el Hijo, y por tanto hijos del Padre. Sin embargo, el misterio sobrenatural presenta ulteriores riquezas y facetas, que —y es bien lógico— nos conducen a contemplar la función del Espíritu Santo en nuestra adopción sobrenatural; lógico, porque la filiación es nuestro modo de entrar a participar de la infinita plenitud de la vida trinitaria; participación que alcanzamos por la misión del Espíritu Santo —el Amor, el primer Don—, que el Padre y el Hijo  nos envían.

4.       Hijos de Dios por el Espíritu Santo

El primer fruto, el Don por excelencia, que nos proviene de la Cruz, Resurrección y Ascensión de Jesucristo, es el Espíritu Santo. Por eso, «cuando participamos de la Eucaristía, escribe San Cirilo de Jerusalén, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús (Catecheses, 22, 3).

«La efusión del Espíritu Santo, al cristificarnos, nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios. El Paráclito, que es caridad, nos enseña a fundir con esa virtud toda nuestra vida; y consummati in unum (Jn 17, 23), hechos una sola cosa con Cristo, podemos ser entre los hombres lo que San Agustín afirma de la Eucaristía: signo de unidad, vínculo del Amor (In Ioannis Evangelium tractatus, Jn 26, 13; Sal 35, 16-13)» [41].

Hechos una sola cosa con Cristo por la caridad —cristificados— es ser hijos del Padre. Pero esa caridad es consecuencia de la efusión del Espíritu Santo. «Al actuar el Paráclito en nosotros, confirma lo que Cristo nos anunciaba: que somos hijos de Dios; que no hemos recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre! (Rm  8, 15)» [42].

El Espíritu Santo nos hace hijos de Dios —del Padre en el Hijo— al cristificarnos, al hacemos ipse Christus. Y, además, el Paráclito nos enseña esta realidad, haciendo que reconozcamos a Jesús  como Hijo  de Dios y que, al estar identificados con El, también nos reconozcamos a nosotros mismos, no como extraños, sino como hijos. El mismo Espíritu Paráclito nos reafirma, nos consolida en esa gozosa certeza, por medio  del  don  de  piedad [43].

Pero si hemos de afirmar que «el Espíritu Santo es el Espíritu enviado por Cristo, para obrar en nosotros la santificación que El nos mereció en la tierra» [44], a la vez sabemos que toda acción divina en nosotros —por ser ad extra— es común a las tres Personas divinas, a ese «Dios Uno y Trino: tres Personas divinas en la unidad de su substancia, de su amor, de su acción eficazmente santificadora» [45].

En consecuencia, si contemplamos el misterio desde el punto de vista de la causalidad eficiente, hemos de asegurar sin ninguna duda que es todo Dios —Padre, Hijo y Espíritu Santo— quien nos constituye en hijos suyos. Podremos atribuir o apropiar a alguna de las Personas divinas esa eficiencia, como —por ejemplo— se atribuye al Padre la acción eficiente creadora. Concretamente, «la santificación, que imploramos, es atribuida al Paráclito, que el Padre y el Hijo nos envían» [46]. Pero, con estas breves palabras, san Josemaría Escrivá de Balaguer nos conduce a ver que esta apropiación o atribución de la eficiencia es precisamente el recurso que tenemos —por nuestra limitación, y que la misma Sagrada Escritura utiliza—, para expresar una realidad misteriosa: la de las misiones de las Personas divinas; atribuimos la santificación al Paráclito, que el Padre y el Hijo nos envían...

Además de las misiones visibles del Hijo —Encarnación— y del Espíritu Santo —Pentecostés—, la gracia lleva consigo las misiones invisibles del Hijo y del Espíritu Santo a las almas. Estas misiones invisibles son la participación real —no  simples apropiaciones o atribuciones— de la criatura espiritual en las Procesiones eternas del Hijo y del Espíritu Santo [47].

A la luz de esta verdad de nuestro endiosamiento —nuestra participación en el Hijo y en el Espíritu Santo— por las misiones invisibles, llegamos a contemplar el hondo realismo sobrenatural de nuestro ser ipse Christus —por tanto, hijos del Padre— por el Espíritu Santo.

Podemos, pues, afirmar que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en la Unidad de su acción ad extra, nos santifican, nos adoptan como hijos de Dios. Pero el término —por tanto, en nosotros— de esa única acción divina eficiente es precisamente nuestro endiosamiento, nuestra verdadera introducción en la Vida divina, nuestra unión con el Espíritu Santo y con el Hijo —enviados a nuestra alma, por tanto en cuanto Personas realmente distintas— en lo que son. El Espíritu Santo, Amor, nexo común del Padre y el Hijo, por la caridad —nuestra participación en Él— nos identifica con el Hijo, nos hace ipse Christus, y en Cristo, en el Verbo, nos constituye hijos del Padre. Porque, «hemos sido hechos hijos (...) de ese Padre que no dudó en entregarnos a su Hijo muy amado» [48].

Qué luminosa certeza sobrenatural, saber que, «por Cristo y en el Espíritu Santo, el cristiano tiene acceso a la intimidad de Dios Padre, y recorre su camino buscando ese reino, que no es de este mundo, pero que en este mundo se incoa y prepara» [49].

Hijos, pues, del Padre, por el Hijo y en el Espíritu Santo. O bien: hijos del Padre, en el Hijo —siendo  ipse Christus— por el Espíritu San­to. Con las dos expresiones se indica lo mismo: las palabras humanas resultan irremediablemente pobres.

Pero, a la vez, por la unidad de la acción divina que nos adopta como hijos de Dios, que nos hace domestici Dei [50] , podemos y debemos considerarnos —bajo este otro aspecto— hijos de la Trinidad: del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Así, por ejemplo,  san Josemaría  Escrivá de Balaguer nos anima a tratar a Jesucristo, nuestro Hermano, como hijos suyos [51]. Porque en su Humanidad es el Mediador, desde su Corazón de Hombre —perfectus Deus, perfectus Horno— nos alcanza a nosotros la efusión del Amor Subsistente —del Espíritu Santo— que nos hace alter Christus, ipse Christus.

No debemos pretender eliminar racionalmente  —sería  falsamente, en este caso— ninguno de los aspectos aparentemente paradójicos con que, por nuestra limitación, se nos manifiesta el misterio de lo sobrenatural, contemplado en su realidad más honda y luminosa: nuestra filiación divina.

«No es posible hablar de estas realidades centrales de nuestra fe, sin advertir la limitación de nuestra inteligencia y las grandezas de la Revelación. Pero, aunque no podamos abarcar esas verdades —nos dice también el Padre—, aunque nuestra razón se pasme ante ellas, humilde y firmemente las creemos: sabemos, apoyados en el testimonio de Cristo, que son así. Que el Amor, en el seno de la Trinidad, se derrama sobre todos los hombres por el Amor del Corazón de Jesús» [52].

5.       Hijos  de  Dios, hijos  de Santa  María  (y  de San José)

«Una gran señal apareció en el cielo: una mujer con  corona  de doce estrellas sobre su cabeza —Vestido de sol—. La luna a sus pies (Ap 12, 1). María, Virgen sin mancilla, reparó la caída de Eva: y ha pisado, con su planta inmaculada, la cabeza del dragón  infernal. Hija  de Dios, Madre de Dios, Esposa de Dios» [53].

Bastaría considerar la función de Santa María en nuestra Redención, y su inigualable endiosamiento, para procurar aprender de Ella a corresponder a la acción divina que nos constituye también a nosotros en domestici Dei, en familiares del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Pero aún san Josemaría Escrivá de Balaguer nos enseña más: «Nuestra Señora, Santa María, hará que seas alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, ¡el mismo Cristo!» [54]. La Virgen Santísima nos consigue ser hijos de Dios, porque es siendo ipse Christus como lo somos. Santa María es, pues, verdaderamente Nuestra Madre precisamente en cuanto que somos hijos de Dios, hermanos de Cristo: nuestra filiación divina es a la vez filiación a Nuestra Señora. Y esto es así porque Dios lo ha querido: «Cristo, su Hijo santísimo, nuestro hermano, nos la dio por Madre en el Calvario, cuando dijo a San Juan: he aquí a tu Madre (Jn 19, 27)» [55], de modo que «así como María tuvo un papel de primer plano en la Encarnación del Verbo, de una manera análoga estuvo presente también en los orígenes de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo» [56].

Dios es la única causa de nuestra gracia y de nuestra adopción sobrenatural, pero ha querido disponer que ninguna gracia nos venga si no es a través de María. De Ella recibimos —como Medianera, en íntima unión con su Hijo, único Mediador— el ser hijos de Dios; verdaderamente de Ella nacemos místicamente como hijos de Dios. Ser hijo de Dios es ser ipse Christus; ser ipse Christus es ser hijo de María.

Pero «no basta saber que Ella es Madre, considerarla de este modo, hablar así de Ella. Es tu Madre y tú eres su hijo; te quiere como si fueras el hijo único suyo en este mundo. Trátala en consecuencia: cuéntale todo lo que te pasa, hónrala, quiérela. Nadie lo hará por ti, tan bien como tú, si tú no lo haces.

»Te aseguro que, si emprendes este camino, encontrarás enseguida todo el amor de Cristo: y te verás metido en esa vida inefable de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo» [57].

Y, junto a María, está —también por querer  de  Dios—  San  José, pues «la vida interior no es otra cosa que el trato asiduo e íntimo con Cristo, para identificarnos con Él. Y José sabrá decimos muchas cosas sobre Jesús. Por eso, nos aconseja el Padre, no dejéis nunca su devoción, ite ad Ioseph, como ha dicho la tradición cristiana con una frase tomada del Antiguo Testamento (Gn 41, 55)» [58].

Por su peculiar intercesión, San José —que hizo las veces de Padre de Jesús— hace también de Padre para los que quieren identificarse con Cristo, para los hijos de Dios. Por tanto, «San José es realmente Padre y Señor, que protege y acompaña en su camino terreno a quienes le veneran, como protegió y acompañó a Jesús mientras crecía y se hacía hombre. Tratándole se descubre que el Santo Patriarca es, además, Maestro de vida interior: porque nos enseña a conocer a Jesús, a convivir con El, a sabemos parte de la familia de Dios» [59].

El trato filial con María y José nos conduce a Jesús, a vivir su vida, a identificarnos con El. Y en Jesús —Hijo Unigénito del  Padre— tenemos acceso a la intimidad divina de la Santísima Trinidad. Es el camino que san Josemaría Escrivá de Balaguer denominaba de la «trinidad» de la tierra, a  la  Trinidad  del Cielo. «Así irán transcurriendo nuestros  años —días de trabajo y de oración—, en la presencia del Padre. Si flaqueamos, acudiremos al amor de Santa María, Maestra de oración; y a San José, Padre y Señor Nuestro, a quien  veneramos  tanto, que es quien más íntimamente  ha  tratado  en este mundo a la Madre de Dios y —después de Santa María— a su Hijo Divino. Y ellos presentarán nuestra debilidad a Jesús, para que El la convierta en fortaleza» [60].

6.       Hijos de Dios, hijos de la Iglesia (y del Romano Pontífice)

San Cipriano había declarado brevemente: «no puede tener a Dios como Padre, quien no tiene a la Iglesia como Madre»  (De catholicae Ecclesiae unitate, 6: PL 4,502)» [61].

A la Iglesia, en efecto, confesamos como Santa Madre Iglesia. «Tú eres Santa, Iglesia, Madre mía —exclamaba san Josemaría Escrivá de Balaguer—, porque te fundó el Hijo de  Dios,  Santo; eres Santa,  porque  así lo dispuso el Padre, fuente de toda santidad; eres Santa, porque te asiste el Espíritu Santo, que mora en el alma dé los fieles, para ir reuniendo a los hijos del Padre, que habitarán en la Iglesia del Cielo, la Jerusalén eterna» [62].

Y de esa santidad se deriva la maternidad de la Iglesia respecto a todos los cristianos. De Ella y en Ella nacemos a  la vida de la gracia, por el Bautismo, y nuestra vida sobrenatural crece siempre in Ecclesia. Por eso, nuestro nacer como hijos de Dios es ex Deo, pero también ex Ecclesia. Así, somos hijos de Dios en cuanto que somos hijos de la Iglesia, y viceversa: una cosa supone y lleva consigo la otra. La maternidad de la Iglesia es, en cierto modo, una expresión o manifestación de la paternidad divina respecto a sus hijos adoptivos.

Esta filiación nuestra hacia la Iglesia tiene —también por designio divino— una continuación o manifestación  en la necesaria filiación de los cristianos con el Romano Pontífice. «San Ambrosio escribió unas palabras breves, que componen como un canto de gozo: donde está Pedro, allí está la Iglesia, y donde está la Iglesia no reina la muerte, sino la vida eterna (In XII Ps Enarratio, 40,30). Porque donde están Pedro y la Iglesia está Cristo: y El es la salvación, el único camino» [63]. Podemos y debemos decir, pues, que el Romano Pontífice es verdaderamente padre y maestro de todos los cristianos [64].

7.       Hijos de Dios, hermanos de todos los hombres

«Consumada la Redención, ya no hay judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra —no existe discriminación de ningún tipo—, porque todos sois uno en Cristo Jesús (Ga 3, 28)» [65].

La común filiación de muchos a un mismo Padre establece necesariamente una correspondiente fraternidad. Si somos hijos de Dios, somos hermanos entre nosotros; y el realismo de esa filiación comporta un paralelo realismo para esa fraternidad, que entonces «ni se reduce a un tópico, ni resulta un ideal ilusorio» [66].

Nuestro ser hijos de Dios en Cristo confiere a la fraternidad cristiana unas características sobrenaturales precisas. Esa fraternidad es unidad: todos somos uno en Cristo. A la luz del misterio de ser ipse Christus, de la realidad de la Comunión de los Santos, del Cuerpo Místico, la fraternidad entre los cristianos se manifiesta, no como una horizontalidad, sino como una verticalidad en Cristo. Nuestro real ser hermanos de todos los cristianos es, por tanto, algo mucho más estrecho, una ligazón mucho más fuerte que la simple hermandad derivada de la posesión de una misma naturaleza específica; supera incomparablemente a esa genérica fraternidad humana universal. De alguna manera —mística, pero real: con contenido metafísico—, los cristianos más que ser muchos hermanos, somos uno: ipse Christus.

Y así como el amor, la caridad que el Espíritu Santo difunde en nuestras almas, es lo que nos constituye en ipse Christus, «la característica que distinguirá a los apóstoles, a los cristianos auténticos  de todos los tiempos, la hemos oído: en esto —precisamente en esto— conocerán todos que sois mis discípulos, en que os tenéis amor unos a otros  (Jn  13, 35)» [67].

Las manifestaciones que esta fraternidad —unidad  en  Cristo  y amor— debe tener en la  vida ordinaria, son innumerables.  Pero la  raíz de la que nacen no es otra que la filiación divina. «Piensa en los demás —antes que nada, en los que están a tu lado— como en lo que son: hijos de Dios, con toda la dignidad de ese título maravilloso.

«Hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios: el nuestro ha de ser un amor sacrificado, diario, hecho de mil detalles de comprensión, de sacrificio silencioso, de entrega que no se nota. Este es el bonus odor Christi, el que hacía decir a los que vivían entre nuestros primeros hermanos en la fe: ¡Mirad cómo se aman! (Tertuliano, Apologeticum, 39: PL 1, 471)» [68].

Portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios: impresionante resumen, que nos da san Josemaría Escrivá de Balaguer, de las exigencias de la caridad fraterna, radicada en la filiación divina. Este fundamento sobrenatural confiere a las manifestaciones de la fraternidad entre los cristianos unas exigencias también de respeto —que no es frialdad, ni oficiosidad—, que le han de dar un tono de delicadeza humana: amor y respeto a los demás, que sea amor y respeto a la imagen de Cristo, a Cristo mismo, en ellos. Entendemos así el profundo contenido sobrenatural de aquel consejo del Padre: «Tú, hijo predilecto de Dios, siente y vive la fraternidad, pero sin familiaridades» [69].

Pero además, no sólo a los hombres que de modo actual están en gracia de Dios, sino a todos los hombres se extiende la fraternidad, por­ que todos en cierto modo son hijos de Dios —criaturas suyas— y, también todos, están llamados a la intimidad de la casa del Padre. De ahí que «hombres todos, y todos hijos de Dios, no podemos concebir nuestra vida como la afanosa preparación de un brillante  curriculum, de una lucida carrera. Todos hemos de sentimos solidarios» [70]. Y, en sentido inverso, «el hambre de justicia debe conducimos a la fuente originaria de la concordia entre los hombres: el ser y saberse  hijos  del Padre, hermanos» [71].

Por encima de cualquier distinción, los cristianos debemos tener siempre presente que «Nuestro Señor ha venido a traer la paz, la buena nueva, la vida, a todos los hombres. No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres. No sólo a los sabios, ni sólo a los ingenuos. A todos. A los hermanos, que hermanos somos, pues somos hijos de un mismo Padre Dios. No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: ésa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros» [72].

8. Un «enemigo imponente»

Hijos de Dios; hijos de Santa María y de San José; hijos de la Iglesia y del Romano Pontífice; hermanos de todos los cristianos; hermanos de todos los hombres... La vida cristiana ha de desarrollarse en un clima preciso: el de la filiación y la fraternidad. La fe debe llevamos a sentimos siempre en familia, a pesar de que desgraciadamente el ambiente humano esté tantas veces lejos de ser informado por la caridad de Cristo.

La paternidad de Dios —de quien procede toda paternidad en los cielos y en la tierra [73]— se difunde y manifiesta en la Maternidad de Santa María, de la Iglesia, en la paternidad del Papa, y en la de todos aquellos que, de un modo u otro, pueden decir con San Pablo: in Christo Iesu per Evangelium vos genui [74]. No sin emoción viene al pensamiento, en este instante con más fuerza, la fecundísima paternidad espiritual  de  san Josemaría  Escrivá  de Balaguer,  a  quien  bien  se  pueden  aplicar aquellas palabras dedicadas a los Patriarcas: genuit filios et filias [75]. Todos los niveles de la existencia cristiana, individual y social, de  una manera o de otra, crecen y se desarrollan en familia. Por eso, en el fondo, «en tu empresa de apostolado no temas a los enemigos de fuera, por grande que sea su poder. Este es el enemigo imponente: tu falta de "filiación" y tu falta de "fraternidad"» [76].

Es indudable que las dificultades para que en el mundo impere la concordia, más aún la caridad auténtica, son grandes: «paz, verdad, unidad, justicia. ¡Qué difícil parece a veces la tarea de superar las barreras, que impiden la convivencia humana! Y, sin embargo, los cristianos estamos llamados a realizar ese gran milagro de la fraternidad: conseguir, con la gracia de Dios, que los hombres se traten cristianamente, llevando los unos las cargas de los otros (Ga 6, 2), viviendo el mandamiento del Amor, que es vínculo de la perfección y resumen  de la ley (cfr. Col 3, 14 y Rm 13, 10)» [77].

Fernando Ocariz, en unav.edu

Notas:

1.    Álvaro DEL PORTILLO, Presentación a Es Cristo que pasa, Ed. Rialp, Madrid, 12.ª ed. 1976, pp. 10-11. Salvo los textos de la Sagrada Escritura, todas las citas en que no se mencione el autor son de san Josemaría Escrivá de Balaguer.

2.    Camino, Ed. Rialp, Madrid, 25.ª ed. 1965, n. 274.

3.    El trato con Dios (Homilía pronunciada el 5-IV-1964), Madrid  1976,  pp. 13-14.

4.    A. DEL PORTILLO, Presentación a Es Cristo que pasa,  p. 13.

5.    Es Cristo que pasa, n. 65.

6.    A. DEL PORTILLO, Monseñor Escrivá de Balaguer, instrumento de Dios, discurso en la Universidad de Navarra, 12-VI-1976, recogido en el volumen «En memoria de san Josemaría Escrivá de Balaguer», Eunsa, Pamplona 1976, p. 45.

7.    Del texto de la oración para la devoción privada a san Josemaría Escrivá de Balaguer.

8.    Citado en A. DEL PORTILLO, Mons. Escrivá de Balaguer, testigo del amor a la Iglesia, en «Palabra» n.0 130, junio 1976, p. 9.

9.    Es Cristo que pasa, n. 64.

10.     Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Ed. Rialp, Madrid, 11.ª ed. 1976, n. 22.

11.     Es Cristo que pasa, n. 100.

12.     Ef 2, 19.

13.     Es Cristo que pasa, n. 133.

14.     Ibídem, n. 65.

15.     Cfr. Ibídem, n. 64.

16.     2P 1 ,4.

17.     Es Cristo que pasa, n. 21.

18.     Ibídem, n. 48.

19.     Ibídem, n. 103. Cfr. Humildad (Hornilla pronunciada el 6-IV-1965), Madrid 1973, p. 9.

20.     Es Cristo que pasa, n. 133.

21.     Ibídem, n. 160.

22.     Conversaciones, n. 67.

23.     Vida de oración (Homilía pronunciada el 4-IV-1955), Madrid 1973, p. 38.

24.     Es Cristo que pasa, n. 66.

25.     2Co 5, 7.

26.     Hch 17, 28.

27.     Rm 8, 29.

28.     Es Cristo que pasa, n. 91.

29.     Ibídem, n. 185.

30.     Ibídem, n. 91.

31.     Ibídem, n. 96. Cfr. Conversaciones, n. 58; Sacerdote para la eternidad (Homilía pronunciada el 13-IV-1973), Madrid 1973, p. 10.

32.     Hacia la santidad (Homilía pronunciada el 26-XI-1967), Madrid, 3.ª  ed.  1973, p. 18.

33.     Es Cristo que pasa, n. 103.

34.     Ibídem,  n. 128.

35.     Ibídem, n. 155.

36.     Ibídem, n. 87.

37.     ibídem, n. 149.

38.     Hacia la santidad, pp. 18-19.

39.     Ga 3, 26.

40.     Rm 5, 5.

41.     Es Cristo que pasa, n. 87.

42.     Ibídem, n. 118.

43.     Cfr. Virtudes humanas (Homilía pronunciada el 6-IX-1941), Madrid, 3.ª ed. 1974, p. 34.

44.     Es Cristo que pasa, n. 130.

45.     Ibídem,  n. 86.

46.     Ibídem,  n. 85.

47.     Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 43.

48.     Con la fuerza del amor (Homilía pronunciada el 6-IV-1967), Madrid 1976, p. 22.

49.     Es Cristo que pasa, n. 116. Cfr. El fin sobrenatural de la Iglesia (Homilía pronunciada el 28-V-1972), Madrid 1973, p. 24.

50.     Ef 2, 19.

51.     Es Cristo que pasa, n. 165. Cfr. Para que todos se salven (Homilía pronunciada el 16-IV-1954), Madrid 1973, p. 30.

52.     Es Cristo que pasa, n. 169.

53.     Santo Rosario, Ed. Rialp, Madrid, 11.ª ed. 1971, p. 140.

54.     Es Cristo que pasa, n. 11.

55.     Ibídem, n. 171.

56.     Ibídem, n. 141.

57.     Madre de Dios, Madre nuestra (Homilía pronunciada el l l-X-1964), Madrid 1973, p. 39.

58.     Es Cristo que pasa, n. 56.

59.     Ibídem, n. 39. Cfr. Camino, n. 559.

60.     Vida de oración, pp. 44-45.

61.     El fin sobrenatural de la Iglesia, p. 20.

62.     Lealtad a la Iglesia  (Homilía  pronunciada  el 4-VI-1972),  Madrid  1973, p. 29.

63.     Ibídem, p. 33.

64.     Ibídem, p. 35.

65.     Es Cristo que pasa, n. 38.

66.     Con la fuerza del amor, p. 31.

67.     Ibídem, p. 16.

68.     Es Cristo que pasa, n. 36.

69.     Camino, n. 948.

70.     Virtudes humanas, p. 22.

71.     Es Cristo que pasa, n. 157.

72.     Ibídem, n. 106.

73.     Ef 3, 15-16.

74.     1Co 4, 15.

75.     Gn 5, 4 ss.

76.     Camino, n. 955.

77.     Es Cristo que pasa, n. 157.

Joseph Ratzinger

En 1921 Romano Guardini acuñó esta frase: «Un proceso de incalculable importancia ha comenzado: la Iglesia despierta en las almas». Tras el gran colapso de 1918, en Alemania había despertado un ambiente de nostalgia del mundo intacto y bien ensamblado de la Edad Media, un sentimiento romántico de comunidad, ya fuera en la sociedad o en la Iglesia. Se levantó así a favor de la Iglesia, anclada en el liberalismo del cambio de siglo y puesta a un lado como obsoleta, una oleada de un nuevo sentimiento, una oleada de nostalgia, de esperanza, de alegría, que nadie acertó a expresar de forma más excelsa que Gertrud von Le Fort en sus Himnos a la Iglesia.

Tras el colapso de 1945 la situación era totalmente distinta. El Reich que se hundió entonces había sabido utilizar en provecho propio el nuevo sentido de la autoridad y la comunidad, el romanticismo de lo perdido que iba a volver y el resentimiento antiliberal. En la cruel desilusión de 1945 se hundió también el romanticismo de la comunidad, que había sido defraudado de manera tan vergonzosa. El hombre comparecía también ante la Iglesia con una nueva actitud: ya no se cantaban himnos a la Iglesia; el nuevo tono, el tono del hombre que se había vuelto precavido y desilusionado, lo dio Ida Friederike Görres en la revista Franfkfurter Hefte con su «Carta a la Iglesia», que terminó poniendo en marcha todo un género literario: la crítica a la Iglesia.

Por lo tanto, en el tema «crítica a la Iglesia» se refleja sencillamente el espíritu de los tiempos, la peculiar actitud espiritual de una generación probada por dos hecatombes. Pero al igual que en aquel entonces, entre las guerras mundiales, no habría estado de más hacer unas cuantas preguntas de fondo al espíritu de los propios tiempos, recapacitar sobre la verdadera índole de esa nueva actitud romántica para ver si solo despertaba esperanza, o si contenía también elementos de un peligroso romanticismo que ponía el sentimiento por encima de la verdad, así también ahora lo que encontramos como espíritu de los tiempos nos llama a hacernos la pregunta autocrítica sobre qué debemos pensar de esta nueva actitud espiritual.

I.         Consideraciones de fondo

Ante la pregunta por la posibilidad y el derecho de una crítica a la Iglesia los espíritus se dividen hoy en dos direcciones distintas: el hombre típico de hoy no ve por qué no va a haber crítica a la Iglesia en la misma medida y del mismo modo que a las formas e instituciones del Estado, las cuales, ciertamente, parecen no menos fundamentales para las posibilidades efectivas de vida de los hombres. Si esas formas e instituciones tienen que demostrar su valía una y otra vez ante el foro de una crítica responsable y democrática, no se ve por qué las cosas deberían ser distintas en la Iglesia: parecería una cierta manifestación de comportamiento totalitario que rehúye la responsabilidad crítica.

Ahora bien, los eclesiásticos de la vieja escuela tienen una percepción muy distinta de este mismo asunto. No entienden cómo alguien que sea un cristiano creyente puede tener la desmesura de aplicar a la Iglesia, que debería serle profundísimamente sagrada, los modos profanos de la crítica, cómo frente a la Iglesia –«columna y fundamento de la verdad» (1Tm 3, 15) puesta por Dios mismo, «signo de Dios en el mundo» (Concilio Vaticano [I]), «esposa de Cristo» (Ap 21,9), a la que «le están confiadas las llaves del reino de los cielos» y que tiene «el poder de atar y desatar» (Mt 16, 19; Mt 18,18)– alguien que se diga creyente puede adoptar otra actitud que la veneración y la obediencia reverente, cómo puede posicionarse frente a ella con la actitud de la crítica, que no en vano cierra de antemano el acceso a la esencia de la Iglesia. Pues en ella precisamente no se barajan opiniones dispares para ver cuál prevalece, sino que, más bien, es el lugar en el que al hombre, en medio del caos de opiniones del mundo, le sale al encuentro la roca de la verdad, el lugar en el que, por tanto, en vez de opiniones humanas se hace visible la verdad divina, frente a la cual la actitud correcta es la aceptación obediente y el agradecimiento, no la crítica. Realmente reside ahí una preocupación auténtica: hoy nos amenaza una confusión de los límites que puede llevar a malentender lo distintivo de la Iglesia y, en consecuencia, a falsear los órdenes.

Por ello, efectivamente, es necesario empezar trazando con nitidez el límite de toda crítica, antes de que su sentido positivo y su verdadera posibilidad puedan salir a escena. El límite de la crítica, por un lado, y su justificación, por otro, ya han quedado expresados de suyo al enunciar el tema de esta intervención: la crítica está aquí decisivamente limitada de antemano por cuanto la Iglesia es la santa Iglesia; siempre será posible por cuanto esa misma Iglesia, la Iglesia santa, es y será siempre, no obstante, Iglesia de los pecadores.

1.El sentido de estos enunciados se clarifica si partimos de la comparación con el Antiguo Testamento. El Antiguo Testamento está caracterizado sustancialmente por la duplicidad de sacerdocio y profetismo, de institución y acontecimiento. A los sacerdotes les incumbía conservar; a los profetas, la crítica profética, una crítica frecuentemente demoledora, que penetraba hasta el núcleo de las cosas, que no se detenía ante lo aparentemente más sagrado y último, que no se arredraba a la hora de tildar de idolatría el culto entero o de anunciar la reprobación de la institución entera. Cabe decir, incluso, que el sentido del profetismo no reside en unas predicciones cualesquiera, sino en la protesta profética, en la protesta contra la autosuficiencia de las instituciones, y Cristo es el cumplimiento de los profetas precisamente porque cumplió la protesta profética y llevó a término la reprobación definitiva de la institución vetero-testamentaria.

Pues bien, hay una serie de teólogos protestantes que sostienen que esa función de la protesta profética sigue existiendo en el Nuevo Testamento exactamente igual que en el Antiguo y que el cristianismo evangélico es el que ha de administrar esa función profética: «protestar» –dicen– es, dando continuidad a la protesta profética, la permanente tarea de la cristiandad «protestante». Llegados a este punto se separan en todo caso los caminos. Es nuestra convicción que la esencia del Nuevo Testamento como tal consiste precisamente en que el profetismo, en el sentido específico del Antiguo Testamento como cuestionamiento de fondo de la institución, ha llegado a su fin; consiste en que ya no puede haber crítica con esa radicalidad última. ¿Cómo que ya no? Porque en la encarnación de su Hijo Dios ha decidido definitivamente el drama, hasta entonces abierto, de la historia humana.

La alianza con Israel es condicional, y ahí radica su naturaleza esencial de «antigua» alianza; la nueva alianza es absoluta, incondicional, y ahí radica su naturaleza esencial de nueva alianza. Esto significa que a Israel se le acepta con la condición «de que cumpláis la ley», «de que hagáis cuanto está escrito en las obras de Moisés» (cf. por ejemplo Dt 28). La alianza expresamente y de antemano es una alianza meramente condicional. Ambas partes contraen una obligación: Yahvé está dispuesto a dar la salvación a Israel, si Israel por su parte cumple la ley. La alianza está ligada, pues, a la condición de la moralidad humana. De ahí procede la función de los profetas: tienen que martillear una y otra vez esas condiciones y señalar que toda la gloria cúltica no sirve de nada si no se cumple la condición entera, es decir, si no se cumple la ley entera. Eso no ha sucedido nunca y no sucederá nunca, porque ningún hombre es enteramente bueno. Si la salvación depende de la moralidad humana solamente como condición estricta, no hay salvación para los hombres (Rm 4, 14). En esa medida, en el Antiguo Testamento el drama de la humanidad está abierto de momento: está por ver si no terminará sencillamente como tragedia, con una estridente disonancia, con la reprobación de todos los hombres.

En cambio, el Nuevo Testamento significa que Dios mismo se hace hombre y que, por mor del hombre Jesucristo, Dios acepta a la humanidad que cree en Jesucristo. De ese modo el drama de la historia universal queda decidido definitivamente en sentido afirmativo. Dios concierta una alianza nueva, y esta vez incondicional: la Iglesia, en calidad de nuevo pueblo de Dios, no ha sido aceptada por Dios condicionalmente, como el antiguo Israel, sino absolutamente; su aceptación y no rechazo ya no se apoya en la siempre tambaleante condición de la moralidad humana, sino en el absoluto de la obra salvífica y de gracia de Jesucristo (Rm 4, 16). La Iglesia ya no se apoya (como Israel) en la moralidad de los hombres, sino en la gracia dispensada contra la amoralidad de los hombres, en la encarnación de Dios. Descansa en un «incondicionamiento», en el «incondicionamiento» de la gracia divina, la cual ya no se ata a condición alguna, sino que se ha decidido definitivamente a salvar a los hombres. Por esa razón tenemos que, a diferencia de lo que sucedía con la comunidad de la antigua alianza, la Iglesia ya no es condicional, sino absoluta, pues descansa en la índole absoluta de Dios. Por ello es –desde su raíz, que es Jesucristo– definitiva, irreprobable, «santa» Iglesia para siempre: santa por el ya insuprimible «incondicionamiento» de la gracia divina.

Por eso la crítica profética en el sentido antiguo ha llegado a su fin, se ha quedado sin función, dado que ya no existe como tal el modo condicional en el que se engarzaba. En su núcleo la Iglesia representa el «incondicionamiento» de la gracia divina y, por tanto, un absolutum, la definitiva voluntad salvífica de Dios. Por ello, en su calidad de presencia concreta de ese «incondicionamiento» divino en el mundo, ella misma es absoluta, santa e insuprimible en su núcleo, no necesitada ni susceptible de crítica. ¿No debería ser la gran tarea del hombre de hoy volver a aprender realmente a oír y recibir en este punto, alegrarse de que aquí salga a su encuentro el absolutum de Dios, un absolutum que no necesita su sagaz crítica, sino que sencillamente le regala certidumbre que le es lícito recibir agradecidamente sin más?

2.De esa forma queda de manifiesto el límite de la crítica a la Iglesia, pero en el fondo ya se ve también por qué, con todo, puede seguir habiendo crítica, aunque con una función totalmente distinta, muchísimo más modesta que en el Antiguo Testamento. En la medida en que el «incondicionamiento» de la gracia divina es fijado y custodiado por hombres que son y nunca dejarán de ser pecadores, en esa misma medida, la santa Iglesia sigue siendo con todo, en el plano de lo concreto, Iglesia de los pecadores y, en esa medida, es susceptible de crítica y está necesitada de ella. Por ello, el elemento de lo profético puede y debe existir de una nueva forma, también ahora en el orden del Nuevo Testamento: el cristianismo primitivo no conoce solamente los ministerios, en los que se realiza el orden regular de la Iglesia; conoce junto a ellos y con ellos los carismas, en los que el Espíritu preserva su libertad de actuar, y desde el principio conoce, también entre los carismas necesarios para la Iglesia, el carisma del «profeta». El antiguo profetismo está tan muerto como el Antiguo Testamento mismo; el nuevo profetismo tiene que vivir como carisma, como don del Espíritu en la Iglesia. ¿En qué consiste? Ya hemos encontrado un criterio negativo: ya no puede significar la impugnación de la institución misma. Con otras palabras: ahora (a diferencia de lo que pasaba en el Antiguo Testamento) la crítica, hablando con exactitud, ya no es crítica a la Iglesia misma, sino a los hombres de la Iglesia. La Iglesia como Iglesia, en el auténtico núcleo de su ser Iglesia, está, de conformidad con lo que llevamos dicho, más allá de la crítica. En cambio hay y debe haber crítica a los hombres de la Iglesia (y también a las instituciones secundarias de la Iglesia, a las instituciones de Derecho eclesiástico): rechazar esa crítica sería igual de erróneo que afirmar la persistencia del profetismo y reivindicaría para la Iglesia lo que solo puede valer para el reino de Dios ya consumado.

Reflexionemos a ese respecto: la santidad de la Iglesia y, así, la superación de la época de la protesta profética se basan en el hacerse carne, en la encarnación del Verbo divino, la cual es la realización concreta del «incondicionamiento» de la gracia divina. Acabamos de intentar aclarar precisamente eso. Es de lamentar, no obstante, que también haya una exageración de la teología de la Encarnación que oscurece el claro núcleo del asunto al emplearla para todo tipo de propósitos paralelos. Estamos ante un abuso del principio encarnatorio cuando se quiere hacer definitivo y sustraer a la crítica todo canon, toda disposición que alguna vez haya sido útil y toda costumbre, haciendo pasar todo eso por parte de la encarnación del Verbo.

Prescindiendo ahora de todo lo demás que se puede objetar contra esa forma de proceder, hay que constatar cuando menos, desde lo más íntimo de la fe, que en el cristianismo la Encarnación no es, en modo alguno, lo último. El misterio de Cristo no termina con la Encarnación, sino que empieza con ella. Y es que el misterio de Cristo es un misterio de cruz; la Encarnación solo da comienzo al camino que en la cruz llega a su verdadero punto culminante. De la teología de la Encarnación forma parte tan necesaria la teología de la cruz que la una se tornaría falsa sin la otra. Es decir, para llegar a su verdadero cumplimiento, todas las instituciones terrenas tienen que pasar por la cruz, toda figura terrena es provisional. Expresado de otro modo: es sin duda erróneo poner a la Iglesia en el mismo nivel que el Antiguo Testamento haciéndola objeto de una crítica profética en el sentido total vetero-testamentario, porque descansa en el absolutum de la gracia divina y ahí tiene ella misma la índole de absoluta que la hace estar en su núcleo más allá de toda crítica. Pero no es menos erróneo presentar a la Encarnación como el todo y, en consecuencia, como el final, haciendo pasar a la Iglesia por el reino de Dios ya consumado y negando así, en la práctica, su gran futuro escatológico, la transformación que tendrá lugar en el juicio y al final del mundo, solamente para mantenerla al margen de cualquier crítica. No, su núcleo divino es administrado por hombres, y esos hombres están y estarán siempre sujetos a la crítica.

El «incondicionamiento» de la gracia divina, el cual lleva en sí el misterio precioso del carácter de definitivo, todavía no ha encontrado su figura definitiva, sino que está ligado al signo de la cruz, ligado a hombres que necesitan la cruz para así llegar a la gloria. Ya no sería un «incondicionamiento» si los hombres a los que va destinado y entre los que está presente no fuesen pecadores que necesitan la crítica, la crisis de la cruz. Precisamente el carácter absoluto de la gracia incluye la insuficiencia y la criticabilidad de los hombres a los que está referida. La Santa Iglesia es y será siempre en esta época del mundo una Iglesia de los pecadores, es mas, también los santos son pecadores...

3.Antes de tratar de extraer conclusiones prácticas de lo que llevamos dicho será útil, finalmente, observar algo más de cerca la expresión «crítica a la Iglesia» sencillamente como expresión: también esto nos llevará de nuevo a un conocimiento muy de fondo que después permitirá entrar directamente en las conclusiones prácticas. Si no se rehúye ese esfuerzo, se puede constatar que ahí el concepto «Iglesia» se emplea de un modo sumamente inexacto, es más, errado. En la práctica se está identificando a la Iglesia con las autoridades eclesiásticas. Se cae en el error de concebir a la Iglesia, pues, por analogía con el Estado: una confusión esta que, en verdad subyace en buena medida a toda la moda actual de la crítica a la Iglesia. Y es que ya es erróneo designar a la jerarquía eclesiástica (el Papa y los obispos) sencillamente como «la Iglesia»; pero es todavía más erróneo presentar bajo cuerda a la burocracia eclesiástica –que, sin duda, también tiene que existir en esta época del mundo– como «la Iglesia». Es este un grave abuso, que conduce a resultados tan cómodos como fraudulentos, y, sobre todo, a resultados que nunca nos conciernen a nosotros mismos, sino siempre solamente a los demás, lo cual es la característica básica de toda mala crítica, cuya condena atraviesa el Nuevo Testamento entero en diversas variaciones: «No juzguéis para que no seáis juzgados» (Mt 7, 1).

¿Qué es, entonces, la Iglesia realmente? Atengámonos a la regula fidei, al Credo. En él se profesa la fe en la Iglesia como communio sanctorum. En el lenguaje de los antiguos esto significa dos cosas distintas: por un lado, communio sanctorum equivale a communio sacramentorum, participación común en los santos sacramentos, y, por tanto, la previa donación divina, el absolutum de la gracia divina; pero después también significa communio sanctorum hominum (= fidelium), y, por tanto, la comunidad de los creyentes, de todos los hombres que son santificados por la participación común en la palabra y la realidad de Cristo y, así, por la fe y el bautismo son miembros de la Iglesia de Dios. Como es natural, no todos los miembros de la communio sanctorum tienen la misma posición ni la misma misión: se trata de una pluralidad orgánica, y unos representan su misterio esencial de forma más inmediata y directa que otros, por lo cual a unos se les puede atribuir el título «Iglesia» en sentido más fuerte y preferente que a otros. Sin embargo, las autoridades y los jerarcas nunca son sencillamente «la Iglesia», sino que, a lo sumo, representan de conformidad con su misión en mayor o menor medida la esencia de la Iglesia y están en mayor o menor medida a la altura de esa misión de representación. Así pues quien quiera criticar debe tener claro primero qué critica en realidad y que no puede criticar en modo alguno a «la Iglesia» sin criticarse a sí mismo. No existe la crítica a la Iglesia como tal, sino solamente la crítica a personas o instituciones de la Iglesia y esa crítica caerá en el peligro de resultar poco seria siempre que no incluya una autocrítica despierta, dado que nosotros mismos, cada uno a su modo, somos un trozo de la «debilidad» de la Iglesia.

II.       Consecuencias prácticas

1. La crítica (por principio y de forma totalmente general) nunca debe hacerse a la ligera. Tanto menos cuanto mayores sean el peso y la significación de la realidad contra la que se dirija. Aplicado a la Iglesia: la crítica en la Iglesia (como preferiría decir ahora, en vez de crítica a la Iglesia) tiene que ser examinada tanto más concienzudamente cuanto más central sea el lugar que ocupe la realidad criticada en la vida de la Iglesia. De otro modo, pero esto es lo mismo que había dicho siempre la propedéutica a la teología, que en la práctica siempre contaba con la crítica a la Iglesia, y al mismo tiempo le daba normas al crear una doctrina de los grados del asentimiento exigido en la Iglesia. La vieja doctrina de los grados de asentimiento en el fondo no es otra cosa que la versión positiva de una doctrina de los posibles niveles de crítica en la Iglesia, una doctrina que se puede obtener sin especiales dificultades, como huella en negativo, a partir de la estructura positiva de la teología escolástica.

Puede que al mismo tiempo nos dé que pensar que nosotros atribuyamos tanto valor a la posibilidad negativa, mientras que a generaciones anteriores les importaba ante todo el conocimiento de la tarea positiva. Con todo, si tratamos de aplicar la mencionada doctrina de los grados de asentimiento, cabe decir abreviadamente: la homilía de un coadjutor exige un tipo de asentimiento distinto que la carta pastoral de un obispo y esta, a su vez, un asentimiento diferente que un decreto de una congregación pontificia, el cual exige un asentimiento distinto que un syllabus papal, que por su parte requiere otro asentimiento que el dogma: únicamente este último es posible en el fondo, solo que ha de ser sometido a un examen de conciencia de tanto más peso cuanto más alto esté el objeto de la crítica. Si se critican por principio las homilías de un coadjutor y siempre se cree saberlo todo mejor que él, estamos ante un atentado más bien contra el tacto y la formación que contra la veneración y la fe. En cambio, cuando se condenan de antemano las encíclicas papales existe, sin duda, un atentado muy central contra la veneración creyente. Solo un examen muy a fondo, que esté dispuesto de entrada a someterse él mismo a la crítica a fondo y con dureza, podrá permitirse pasar a la crítica, y siempre habrá que preguntar si ya se ha admitido realmente la suficiente autocrítica y si no sería mejor dejarse corregir por la encíclica que corregir la encíclica. Con lo dicho queda acotado el campo de la crítica posible y su orden gradual. En lo que sigue vamos a intentar una tesis sobre el derecho a la crítica y otra sobre su límite. Comencemos por la última.

2. Cuando, tras un cuidadoso examen de conciencia, se ha llegado a la decisión de que está justificada y es necesaria la crítica de un asunto, se deben tener en cuenta al pasar al ejercicio concreto de la crítica, en el tipo y forma de su publicidad, los puntos de vista que san Pablo formuló en sus cartas a Roma y a Corinto con la mirada puesta en situaciones parecidas. Su aplicación podría permitir aproximadamente las siguientes afirmaciones:

a)Se debe tener especial consideración con los hermanos que sean débiles en la fe y estén más expuestos a los peligros para ella. Se debe preguntar siempre si la crítica no dañará considerablemente la actitud de fe de quienes se hallen en una posición relativamente periférica o tengan una menor capacidad de discernimiento (o cualquier otra debilidad) y así, al cabo, producirá más daño que beneficio.

b)Se debe tener especial consideración con los no creyentes. Si esa crítica les proporciona una legitimación aparente para su falta de fe, si quizá los refuerza de hecho en su rechazo, si los aleja más de la Iglesia, es necesario volver a preguntarse si en esas circunstancias se debe ejercer crítica.

c) Se debe tener especial consideración con la debilidad de la propia fe. Toda persona tiene razones para desconfiar de sí misma. La crítica puede empujar fácilmente a la amargura, llevar al aislamiento y, así, amenazar la propia capacidad de creer. Sobre todo, la Iglesia debe ser para cada uno el lugar en el que, más allá de los enfrentamientos de opiniones y del intrincado entrelazamiento de la crítica, encuentre las actitudes espirituales de fondo de la veneración y de la obediencia receptiva, el lugar en el que, más allá del hablar, aprenda a escuchar y aprenda a confiarse a lo que él no ha hecho, sino que le ha sido dado. Un exceso de crítica puede poner en peligro inadvertidamente y terminar por destruir esa decisiva actitud de fondo –que es la actitud de la fe– y, así, el núcleo de la existencia cristiana misma. Hay que procurar siempre que el hablar no pase tan a primer plano en nosotros que nos olvidemos de cómo se escucha. Por ello, precisamente quien ya haya criticado una vez no debe pensar que ha de hacerlo de continuo y erigirse en profeta. Precisamente deberá ejercitarse una y otra vez en el gran valor fundamental cristiano del escuchar y el recibir. Es imposible exagerar la decisiva importancia que posee en nuestra época esa tarea, una tarea a la que realmente nunca deberíamos hurtarnos a la ligera.

3. Frente a esas limitaciones hay que tener en cuenta ahora, no obstante y a la inversa, que existe un derecho propio de la verdad frente al amor y que existe una subordinación de la utilidad a la verdad, una subordinación de la cual fluye la auténtica necesidad del carisma profético en la Iglesia y de la cual, en correspondencia con ello, puede que en ocasiones surja también la obligación de criticar por mor de la verdad. Si en todos los casos hubiese que esperar para decir la verdad a que ya nadie la usase indebidamente o la malentendiese, nunca resonaría su voz. Por ello, las limitaciones mencionadas no pueden ni deben llevar a que al final el elemento profético sencillamente sea amordazado en la Iglesia. El sentido de las mismas estriba solamente en ordenar ese elemento en el conjunto orgánico del cuerpo de Jesucristo, en el que la ley de la verdad está tan vigente como la del amor. No cabe dar aquí una regla matemática absoluta: hay que hacer una ponderación nueva en cada caso. Karl Rahner ha señalado, en relación con este asunto, y con toda razón, que la Iglesia necesita algo así como una opinión pública y que siempre debe haber también «libertad de palabra en la Iglesia». La Iglesia también vive precisamente del clima del espíritu de la libertad al que Cristo nos ha llevado. Y necesita de continuo la aportación del pensamiento responsable de quienes son sus miembros, que no critican para hacer valer su sagacidad, que no critican porque han puesto a un lado el espíritu de aceptación, sino que critican porque quieren construir. Al mismo tiempo debería estar claro, sin embargo, que aquí hay que saber también dónde están los límites de la propia tarea. La tarea del laico será no tanto criticar en los campos propiamente teológicos cuanto aportar su pensamiento responsable, libre y crítico en los diversos planos de la referencia de la Iglesia al mundo. Ahí puede y debe ayudar a completar la información de los organismos eclesiásticos, a menudo insuficiente, aportando su pensamiento y su crítica en los campos que le competan, y así desempeñar con la crítica una tarea positiva real en la Iglesia, también cuando al principio no sea entendida sin más por sus ministros.

4. Una doble observación, antes de terminar, acerca del ethos de la crítica en la Iglesia: el ethos del crítico, primero, y después el ethos del criticado.

a) De la crítica también forma parte la valentía necesaria para arriesgarse a que a uno no le entiendan. Quien no tenga esa valentía, no debe atreverse a desempeñar esa tarea. Rectamente entendida, ninguna tarea exige más desprendimiento de sí, más fe, humildad y disciplina que la crítica. Puede suceder que en esta o aquella situación a alguien se le imponga la tarea de la crítica como su misión específica. Quien la asuma, deberá saber que, a su modo, está tomando la cruz sobre sus hombros. La crítica por afán de publicidad es indigna. La verdadera crítica demuestra que lo es en el ethos de la capacidad de soportar, en la actitud de quien está dispuesto a ser malentendido. Demuestra su legitimidad en la medida en que viva del propósito de servir al verdadero crecimiento del cuerpo de Cristo.

b) El ethos del criticado: resulta fácil concretar algo más quiénes son esos «criticados»: en el caso de la crítica en la Iglesia los criticados han sido hasta ahora, en especial medida, los clérigos, en su calidad de auto-representación de la Iglesia especialmente destacada. Para ellos, como ya dijimos al principio, la aparición de una crítica a la Iglesia que en la práctica era a ellos a quienes afectaba fue en buena medida un fenómeno enteramente nuevo, del que tomaron conocimiento con desconfianza y disgusto y que trataron de desenmascarar como parte de una actitud impía.

Si no queremos ser injustos, debemos tener muy en cuenta a ese respecto lo que sigue: en su calidad de guardianes de la palabra de Dios, que permanece pura aun cuando llegue a nuestras impuras manos, tienen, sin duda, un derecho específico a que se les proteja de una crítica precipitada, para que no suceda que a fuerza de hablar en voz demasiado alta de su debilidad humana se deje de prestar oído a su misión divina. Por otra parte, sin embargo, esto no debe llevar a esconderse tras una cómoda auto-identificación con la «Iglesia», que promete una protección demasiado fácil, la cual a su vez, según habría que admitir entonces, permitiría a los otros huir de la autocrítica y pasar a la crítica a la Iglesia, malentendida en el sentido de un aparato jerárquico-burocrático. En este punto se debe exigir a los clérigos verdaderamente, en mayor medida que hasta ahora, la modestia de negar una falsa equiparación con «la Iglesia». Esa modestia incluye luego, necesariamente, una disposición siempre despierta a criticarse a sí mismo, y por tanto también la disposición a examinar serenamente toda crítica proveniente de fuera para determinar si es seria y cuál es su peso.

Cabe preguntarse, por ello, si la reacción que se produjo en su momento ante la crítica «Carta a la Iglesia» fue realmente adecuada. ¿No sería más eficaz en un caso como ese no encargarse uno mismo de la defensa, sino (en la medida en que fuese necesaria) dejarla mejor a los laicos, a fin de no responder con la condena en lo que a uno mismo respecta, sino con el examen de conciencia? Hemos aprendido a posteriori a hacer examen de conciencia en representación de la «Iglesia» de la época de la Reforma; ¿por qué nos negamos a hacerlo sobre nosotros mismos? ¿No debería servirnos aquí de provechoso ejemplo el primer gran representante del ministerio eclesial, san Pedro, quien no tuvo empacho en aceptar la dura crítica de san Pablo –que había sido llamado más tarde que él– y cambiar de conducta en respuesta a la misma? (Ga 2, 11-14)?

En esa grandiosa escena, que en siglos posteriores probablemente ya solo rara vez habría sido posible, reside una enseñanza permanente para la Iglesia, de la que hemos vuelto a cobrar muy viva conciencia movidos por la situación espiritual de nuestro siglo. El encuentro de los dos grandes apóstoles en Antioquía será siempre un signo que debe hacernos meditar. En última instancia, todos juntos –clérigos y laicos– no deberíamos olvidar nunca que somos una comunidad de hermanos proveniente de Cristo, en la que siempre existirá también el derecho y el deber de la corrección fraterna (Mt 8, 15-17), pero que ha de demostrar su condición de cristiana dejándose atravesar por el espíritu de la verdadera fraternidad, «realizando la verdad en el amor» (Ef 4, 15).

Joseph Ratzinger, obras completas  en bac-editorial.es

Christian Schaller

«Había una extraordinaria expectación» [1]

El pensamiento y la obra de Joseph Ratzinger se unen de una forma muy estrecha con el Concilio Vaticano II. Con sólo 36 años fue nombrado asesor teológico personal del entonces cardenal arzobispo de Colonia, Joseph Frings, y desde noviembre de 1962 aceptado como perito conciliar en el exclusivo e internacional gremio de peritos. Textos decisivos del Concilio como por ejemplo Lumen gentium, Dei Verbum y Ad Gentes fueron perfilados por Joseph Ratzinger, entonces catedrático de Dogmática en la Universidad de Bonn [2]. Diseñó y escribió el borrador de once alocuciones, que el cardenal Frings, prácticamente ciego, dirigió al Sínodo sobre el tema de la Revelación, la misión de la Iglesia y el ecumenismo, y en total participó en cuatro debates sobre el esquema «De Ecclesia».

El trabajo para el cardenal Frings y su labor en las comisiones individuales como perito constituyen los dos ejes sobre los que se puede describir la labor concreta de Joseph Ratzinger durante el Concilio. En cuanto al modo de trabajo y al complicado proceso que se seguía para la elaboración de documentos y su redacción final, además de sobre el trabajo en común en los borradores, el mismo Joseph Ratzinger proporciona información en su prólogo al estudio de Thomas Weiler «Die Ekklesiologie Joseph Ratzingers und ihr Einfluss auf das Zweite Vatikanische Konzil», del año 1996. Ahí habla de la «contribución de muchas personas individuales» y del «encuentro de las personas» con el resultado de que en semejante «cooperación maduró una afirmación en la que el todo es esencialmente más que las partes individuales y en que lo especial de cada uno está inserto en una dinámica de ese todo que lo trasciende, que transforma también lo suyo propio y que lo ha incluido en la conformación de una síntesis que no proviene de él» [3].

Si bien estas palabras manifiestan la noble modestia del Papa emérito, no se debe infravalorar el trabajo y la influencia teológica del perito conciliar Joseph Ratzinger, documentada eficazmente por sus observaciones, sus borradores y sus opiniones, que hoy, 50 años después del comienzo del Concilio, lo presentan como asesor influyente de los padres conciliares. No hay duda de que J. Ratzinger, con su comentario y elucidación de las decisiones del Concilio, ha realizado una contribución importante en favor de la recepción e interpretación del Concilio; de igual modo, resulta patente su compromiso en la cuestión del Concilio como Concilio, esto es, en el gran tema de la hermenéutica del Concilio. Tanto en su conocido discurso de Navidad a la Curia Romana en 2005, como en su ya mencionado discurso al clero de la diócesis de Roma, lo que ha primado siempre es el orden histórico de las enseñanzas del Concilio en el conjunto de la doctrina de la Iglesia. No se trataba de «crear una nueva Iglesia, u otra iglesia distinta. Para eso ellos (los padres conciliares) no tenían ni poder ni mandato. [...] Por eso una hermenéutica de la ruptura, contra el espíritu y contra la voluntad de los padres del Concilio, es absurda» [4].

El año 2013, los editores españoles y el equipo de traducción de la BAC pudieron presentar al mundo hispánico, tan rápida como competentemente, estos tesoros sacados de la historia de la Iglesia y la teología: un signo de unión con el espíritu de Joseph Ratzinger y el auténtico espíritu del Concilio.

Joseph Ratzinger no sería Joseph Ratzinger –cuya vocación como maestro de la fe se refleja tan singularmente en sus escritos, sus conferencias, sus reflexiones y meditaciones y, finalmente, en su magisterio como obispo y Papa–, si él no hubiera acompañado al Concilio y a su enseñanza comentándola y acercándola a un amplio público. Así, por ejemplo, redactó cuatro retrospecciones a los periodos de sesiones [5] y permitió con ello echar una mirada al desarrollo del esquema «De Ecclesia» [6]. A su participación en la redacción de los documentos conciliares y del comentario que los acompaña, le siguió, una vez terminado el Concilio, un intenso análisis y un comentario extenso [7]. Todavía hoy su exhaustivo comentario a la constitución Lumen gentium, en el «Lexikon für Theologie und Kirche» de 1965, constituye, dentro del inventario de interpretaciones de este documento conciliar con un singular significado histórico, un modelo inigualable de exégesis profunda y centrada en el texto y en su intención [8].

De igual manera son iluminadoras sus intervenciones dedicadas a cuestiones singulares como: la colegialidad episcopal [9], la relación entre Iglesia local e Iglesia universal [10], la constitución Dei Verbum sobre la revelación [11], la constitución pastoral Gaudium et spes [12], el decreto Presbyterorum ordinis acerca del servicio y la vida de los sacerdotes [13], las declaraciones acerca de la misión [14] y de la libertad religiosa [15], etc. Hasta el final, como ya hemos mencionado, se interesará por la hermenéutica en conflicto entre ruptura y continuidad, como topos fundamental en la recepción del Concilio.

No deben quedar sin mencionar, sus intervenciones conmemorativas en los aniversarios del Concilio, en las que la actualidad del Concilio y de su enseñanza son puestas en primer plano. En ellas se expresa la creciente decepción por la no aceptación de los resultados que, por su contenido, tenían mucho que ver con la esperanza que se había depositado en el Concilio; y son siempre un intento de explicar por qué la doctrina del Concilio, tal y como se puede encontrar en los decretos y constituciones, no encontró adhesión en una Iglesia de posguerra, una Iglesia que, al fin y al cabo, era la única que podría responder a las preguntas que agitaban al hombre situado en una mezcla de prosperidad material y pérdida de transcendencia espiritual [16].

Para concluir esta primera parte introductoria que quiere mostrar las referencias personales de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI con respecto al Concilio, se puede decir, tomando palabras de Gerhard Ludwig Müller, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y editor de las «Obras completas de Joseph Ratzinger»: «El Concilio tiene el sello de Benedicto XVI» [17]. En efecto, considerando los trabajos aquí brevemente presentados y sus enfoques en cuanto al contenido, tanto en el campo teológico como en el temporal del Concilio, se puede considerar a J. Ratzinger como un gran teólogo y un Papa, que ocupó un lugar relevante en la historia del Concilio Vaticano II, pues él entendió y dio forma a su pontificado desde este contexto. A partir del volumen de las obras de J. Ratzinger que venimos citando, «Sobre la Enseñanza del Concilio Vaticano II», este terreno se abre como una tarea pendiente para futuras investigaciones sobre el 21º Concilio Ecuménico y sobre la personalidad de Joseph Ratzinger.

El núcleo de la eclesiología de Joseph Ratzinger. El redescubrimiento de la esencia de la iglesia

A la hora de examinar la penetración de la eclesiología del Concilio Vaticano II en la obra de Joseph Ratzinger, se debe pensar también, que él mismo fue quien modeló de manera decisiva esta enseñanza del Concilio tal y como se formula en Lumen gentium, y que incluso se anticipó a ella parcialmente en su artículo «Iglesia» del «Lexikon für Theologie und Kirche» del año 1961, donde se encuentra la declaración programática: «En este sentido se podría dar una definición diciendo que la Iglesia es el pueblo que vive del Cuerpo de Cristo y que se convierte en Cuerpo de Cristo en la Eucaristía» [18]. Dos años más tarde formuló aún de manera más compacta en un estudio sobre la esencia y las limitaciones de la Iglesia: «La Iglesia es el pueblo de Dios que proviene del cuerpo de Cristo» [19].

El Concilio, que a menudo se ha tomado como un concilio sobre la Iglesia, de hecho fue percibido en sus orientaciones como una lucha por el lugar correcto de la Iglesia en el mundo. A juicio del papa Benedicto XVI: «Fue un momento de extraordinaria expectación. Algo grande tenía que suceder. Los concilios del pasado habían sido convocados casi siempre por una pregunta concreta a la que debían dar respuesta. Esta vez no había ningún problema determinado que resolver y por eso había en el ambiente una expectación general: el cristianismo, que había edificado y conformado el mundo occidental, parecía perder cada vez más su fuerza plasmadora. Parecía haberse cansado, y el futuro parecía estar dirigido por otros poderes espirituales» [20]. Se trataba del esfuerzo general de oponer resistencia al predominio de nuevas filosofías, a la irrupción de ideologías y de revolucionarias interpretaciones de la historia, y todo ello en un momento en el que todavía había que quitar los escombros de la segunda guerra mundial; era un momento debilitado, pero lleno de ímpetu al mismo tiempo, que quería dar forma al futuro. En este contexto se trataba de la Iglesia, de su existencia y de su esencia. Y precisamente sobre esto dirigía su atención Joseph Ratzinger en su exposición sintética: una exposición que siempre contempla todo el conjunto, para ver el vínculo interno, el nexus mysteriorum, el elemento conjuntivo frente a lo aislado y especializado.

El tema de la Iglesia y su esencia no sólo fueron señalados como puntos del orden del día junto a otros aspectos a tratar. Enseguida estuvo claro, también en la opinión de Ratzinger en el primer año de las sesiones en Roma, que «según todas las previsiones, el esquema De Ecclesia constituiría el núcleo del trabajo conciliar» [21].

La historia de la imagen de la Iglesia, que se transmitió hasta los años 50, comienza ya en el siglo cuarto, antes, por tanto, de las diferencias entre las distintas tradiciones de las órdenes religiosas, las corrientes regionales o temporales, o acontecimientos históricos como pueden ser la reforma y la contrarreforma.

En el s. IV se pasa de una Iglesia perseguida, a una Iglesia a la que no se persigue, y que después incluso es privilegiada, cuya interconexión con la autoridad del estado y la acción política terminó desembocando en las disputas de la edad media entre el imperio y el papado. Una disputa de vasto alcance que giraba en torno a la cuestión de los derechos dentro de la variada comunidad de pueblos del occidente cristiano y que, desde dentro de la Iglesia, representaba una lucha legítima e ineludible por la libertad, la independencia y la autonomía. La cuestión de la «lucha por las investiduras» no basta para describir toda la dimensión de esta disputa secular, pero tomada como pars pro toto resulta fácilmente comprensible.

Con la dolorosa y letal experiencia de la primera guerra mundial, vuelven a primer plano acontecimientos que conmocionan al mundo y por tanto resultan de importancia vital para la Iglesia. Dentro de la teología y de la Iglesia influyen en múltiples movimientos de reforma:

–          el Movimiento Litúrgico –en el que influye Romano Guardini–;

–          el Movimiento Bíblico;

–          la nueva sensibilidad por el ecumenismo;

–          la relectura y la orientación interna de la Patrística;

–          el redescubrimiento que comenzó en el siglo XIX de la Iglesia del primer milenio, que estuvo eclipsada durante mucho tiempo por la neo-escolástica hasta el siglo XX.

En estos movimientos se puede situar también a Joseph Ratzinger –no por el deseo de constituir una reforma en el sentido de abolir los dogmas aprobados–, sino en el sentido de subrayar lo esencial, más allá de las construcciones de la Iglesia determinadas temporalmente, dirigidas ideológicamente o subjetivas en su conjunto. Su deseo era poner de relieve la esencia de la Iglesia que nos ha sido ofrecida desde su instauración por Jesús hasta nuestros días.

De aquí que las palabras de Romano Guardini «la Iglesia despierta en las almas» suenen como programáticas para una generación de teólogos que habían asistido a la disolución de una visión cerrada del mundo y que habían experimentado la angustia de las dos guerras mundiales; ellos experimentaban con profundo dolor la fragmentación confesional de la Iglesia y eran conscientes de la necesidad de superarla conforme a la voluntad de Jesús. Todo esto podía llegar a ser vencido con las aguas que se nutren de las fuentes y confluyen hacia la gran corriente de la tradición. Además eran conscientes de que los instrumentos teológicos de la primera mitad del siglo XX estaban todavía –con pocas excepciones– comprometidos con el estilo característico de la neo-escolástica y resultaban insuficientes para progresar en el retorno a lo originario y a lo auténtico.

El cuerpo de Cristo que es la Iglesia

Para «servir a una renovación de la eclesiología de comunión de la iglesia primitiva» [22], Joseph Ratzinger aporta ya en 1961 el pensamiento del Cuerpo de Cristo como eslabón entre lo visible y lo invisible, entre lo exterior y lo interior, como solución a la contraposición de las imágenes de la Iglesia [23]. Para Ratzinger el «Cuerpo de Cristo» es la denominación de «la particular visibilidad de la Iglesia, que se da de esta forma en el compartir la mesa de la celebración del banquete del Señor». Esto es lo especial de la Iglesia y de su naturaleza: «no es ni parte de los órdenes visibles de este mundo, ni civitas platónica de mera comunidad de espíritu, sino sacramentum, esto es, sacrum signum, visible y sin embargo no acabándose en la visibilidad, sino según su completo ser como otra cosa que no es sino una referencia a lo invisible y al camino que allí conduce» [24].

La tesis de la notable influencia de Ratzinger en la eclesiología del Concilio Vaticano II se ve apoyada por un borrador del discurso que el joven asesor conciliar preparó para el cardenal Frings y que se presentó el 30 de septiembre de 1963 en la 37ª reunión general del esquema «De Ecclesia». En ese documento Ratzinger alaba que en el esquema «De Ecclesia» se explique «positivamente el misterio de la Iglesia a partir de la plenitud de la revelación y, por tanto, de la Sagrada Escritura y de la Tradición de todos los siglos» [25]. Es bueno, prosigue Ratzinger, «que se hable en medida suficiente tanto del “Pueblo de Dios”, como del “Cuerpo de Cristo”, como también de otras imágenes que indican el misterio de la Iglesia. En primer lugar hay que alabar el hecho de que no se trata del pueblo de forma meramente jurídica ni tampoco del cuerpo en un sentido meramente místico, sino que ambos se explican en su sentido sacramental, que abarca tanto el elemento visible jurídico como el invisible [...] este pueblo se convierte verdaderamente en Pueblo de Dios en la mesa del Señor al comer el Cuerpo de Cristo y entrar así en la unidad del Señor» [26].

Se favorece aquí que surjan puntos decisivos a través del atractivo camino de la adoración: el misterio de la Iglesia y de su sacramentalidad; la Sagrada Escritura y la Tradición, como fuentes y punto de partida de toda reflexión sobre la Iglesia; las nociones de Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo, como referencia al misterio de la Iglesia y a su esencia; y la Eucaristía y la Comunión, como admisión del hombre en la unidad del Señor.

En ese mismo año 1963, como ya se ha dicho, Ratzinger vio el corazón del trabajo conciliar en una intervención comentada en el preludio del segundo periodo de sesiones sobre el esquema «De Ecclesia». Allí, al mismo tiempo, da noticia de las cuestiones que se estaban planteando en Roma. En principio anticipa ahí los resultados de Lumen gentium: el Pueblo de Dios y el Cuerpo de Cristo no están uno junto al otro, no presentan por tanto oposición alguna, o incluso dos eclesiologías diferenciadas.

Sólo un acercamiento al Nuevo Testamento permite una forma auténtica de entender la esencia de la Iglesia. La eucaristía no es una memoria ritualizada, sino un «compartir la mesa con el Altísimo» sobre la que se crea el pueblo de Dios. Por tanto, «se puede decir –resume Ratzinger–, que la Iglesia, según la comprensión neo-testamentaria, es Pueblo de Dios desde el Cuerpo de Cristo, de manera que ambos conceptos no constituyen oposición alguna, sino que más bien expresan juntos –y sólo juntos– la esencia de la única Iglesia» [27].

A partir de aquí deben interpretarse las reflexiones de Ratzinger sobre la colegialidad episcopal, y también, por ejemplo, sobre el ecumenismo, cuestiones que sobrepasan el objetivo del presente trabajo [28]. Baste señalar que el ecumenismo no significa una fusión, sino más bien una orientación común a Jesucristo y a la confesión de fe de que en la Eucaristía Él se ofrece a sí mismo, reúne a su iglesia y constituye su propio cuerpo. Si la Iglesia es el Pueblo de Dios que vive del Cuerpo de Cristo y que se hace el mismo Cuerpo de Cristo en la Eucaristía, entonces se puede explicar a partir de la communio sanctorum el doble sentido de la Iglesia como participación en Cristo y como comunidad de creyentes. Y al mismo tiempo queda claro que en la historia la Iglesia sólo puede darse como una única y la misma realidad histórica.

Hay que señalar por último que Ratzinger ya describe en su tesis doctoral sobre san Agustín lo entrelazados que se encuentran ambos conceptos, quedando así claramente como precursor de Lumen gentium: «La Iglesia es en Cristo, en cierto modo, el sacramento, es decir, símbolo e instrumento tanto para la unión más profunda con Dios como para la unidad de toda la humanidad».

La eclesiología del Concilio Vaticano II en la recepción de Joseph Ratzinger

Un largo capítulo del volumen 7 de las «Opera omnia» de J. Ratzinger está titulado con la palabra clave «recepción». Lo expuesto hasta ahora no ha pretendido ser una descripción exhaustiva del trabajo de Ratzinger en los textos del Concilio, y en especial en Lumen gentium. Por un lado, se ha de tener presente que cada texto del Concilio es obra de un sinnúmero de laboriosos colaboradores; sin embargo, por otro lado, se puede leer claramente que las tesis de Ratzinger aparecen en la redacción final del Concilio, como lo muestran tanto los temas que Ratzinger descubre por sí mismo y entrega a los padres conciliares a través del Cardenal Frings, como sus propios escritos, que preparan y acompañan al Concilio. Por eso se puede asegurar con buena conciencia, que la teología de Ratzinger ha impregnado la eclesiología del Concilio Vaticano II, tal y como fue formulada en Lumen gentium. Incluso algunas formulaciones parecen ser citas de Ratzinger; pero afirmarlo con seguridad excedería los límites de lo documentado.

«Aggiornamento»-Concilium-Communio

Tras el Concilio comenzó una recepción intensa. En un momento inicial esta recepción elogió eufóricamente los logros de una Iglesia que por fin miraba al mundo y, rechazando el carácter pastoral de la asamblea de Roma, malinterpretaba el «aggiornamento» como abandono de la tradición. Así se comprendía el futuro de la Iglesia como una reacción ante retos puramente contingentes. En la discusión teológica se trata de los conceptos «concilium» y «communio», esto es, de la pregunta eclesiológica fundamental: ¿es la Iglesia un concilio permanente, que sólo en la deliberación muestra la esencia?, o más bien –yendo más en profundidad–, ¿es ella comunidad eucarística, esto es, communio, comunidad de hombres en la comunidad con Dios? Ya en 1962 Ratzinger llegó a tratar esta pregunta fundamental en el análisis de la teoría de Hans Küng de una Iglesia como concilio permanente [29]. Si se debe exponer la contribución de Ratzinger a la eclesiología posconciliar, entonces es válido colocar en primera línea esta postura fundamental. Ratzinger reaccionó respecto a Küng haciendo referencia a una falsa etimología: «ecclesia» y «concilium» no tienen la misma raíz. ¿Es por eso la Iglesia sólo Iglesia, cuando se abre en la reunión del consejo episcopal, o es más bien comunidad eucarística en la que se le conceden al Concilio sólo unas funciones y competencias limitadas?

Como consecuencia de este debate, los seguidores de la «teoría concilium» se arremolinaron en torno a la recién fundada revista «Concilium», para dar una resolución previa ya a través del título. Igualmente consecuente fue Ratzinger cuando fundó en 1972 con Hans Urs von Balthasar y Henri De Lubac la «Revista teológica internacional» con el también pragmático subtítulo «Communio».

Autoridad de los concilios

En los años posteriores al Concilio –hasta los últimos días de su ministerio petrino– Ratzinger salió al paso una y otra vez de los desarrollos fallidos en la recepción del Concilio: por una parte se le reprocha al Concilio que hubiese extendido herejías y, por otra, se consideran las decisiones del Concilio como todavía no recibidas o pensadas en toda su profundidad.

Ratzinger se esfuerza por realizar una interpretación del Concilio, no sobre la base de las ciencias de la historia, sino como topos teológico leído en la tradición de la Iglesia. Los concilios se insertan en la Tradición. Son llevados adelante cada vez por la misma autoridad. Se fundan unos sobre otros. Con sus propias palabras: «Es imposible decidirse por el Vaticano II y contra Trento y el Vaticano I. [...] Resulta de igual forma imposible decantarse por Trento y el Vaticano I, pero contra el Vaticano II. Quien reniega del Vaticano II niega la autoridad que los otros dos concilios traen consigo, y con ello les despoja de su principio. Cada elección destruye el todo, que sólo se puede tener como unidad indivisible» [30].

Continuidad frente a discontinuidad

Junto a esto surge de forma vehemente el deseo de una «hermenéutica de la continuidad» en claro contraste con una «hermenéutica de la ruptura y de la discontinuidad» [31], que desearía, no se sabe muy bien por qué motivos, destruir los puentes con su propio pasado. Ratzinger demanda una continuidad con lo original, no sólo un seguir escribiendo del ayer, sino un movimiento de vuelta a las fuentes, a la Escritura, a la teología de los Padres, al Evangelio, a Jesucristo. La continuidad en la Iglesia es la mencionada gran corriente, que parte de estas fuentes y que debe seguir expresándose siempre en la actualidad del mundo: eso significa «aggiornamento». Es algo semejante a un río que baña las orillas de muchos países y siempre debe encontrar la distinta lengua de las personas que viven en sus orillas y, a pesar de eso, sigue siendo siempre agua que viene de la misma fuente.

De lo dicho hasta ahora se puede extraer lo siguiente:

– Que la pregunta sobre Ratzinger y el Concilio Vaticano II abarca un periodo de tiempo que comprende más de 50 años.

– Que su influencia es claramente perceptible y documentable.

– Que conceptos centrales y puntos teológicos fuertes de la eclesiología de Ratzinger estaban presentes en la discusión teológica mucho tiempo antes del Concilio y, sobre esta base, sus tesis se discutieron y dieron a conocer durante el Concilio.

– Que, en cuanto al contenido, hay coincidencias manifiestas entre los textos de Ratzinger y numerosos pasajes del Concilio. Particularmente esclarecedor resulta a este respecto –aun cuando no se trate de un tema estrictamente eclesiológico– su borrador para un nuevo esquema de la Revelación que se incluyó casi sin cambios en la Dei Verbum [32].

La Iglesia, receptora de la Revelación

En este contexto resultaría también importante referirse a la unión de los elementos dentro del esquema Revelación-Tradición-Escritura-Iglesia. Para Ratzinger la Revelación no es una dimensión material tangible, que pueda ser analizada como si fuese el objeto de nuestra curiosidad científica. La palabra se refiere al acto en el que Dios se muestra, no al objeto como resultado del acto. Por tanto la revelación le pertenece siempre a un receptor, que recibe esa palabra, porque «donde nadie percibe la “Revelación”, ahí no se da entonces ninguna Revelación, porque ahí nada se ha abierto»; y como consecuencia: «a la revelación le pertenece por el mismo concepto un alguien que la perciba» [33] –y ese alguien es la Iglesia–. La Escritura precede a la Revelación y se plasma en ella. Esto significa que la Revelación es siempre mayor que lo meramente escrito, y que tiene que haber una instancia que sea el sujeto del receptor que entienda: la Iglesia.

La Escritura es testigo de la Revelación, pero ésta es sin embargo algo dinámico, vivo, que va más allá del poder de expresión humano; pertenecen a su ser tanto el receptor como la recepción. Necesita de hombres a los que Dios quiere revelarse; reúne y agrupa a los hombres y, por tanto, la Iglesia y la Revelación no pueden separarse la una de la otra.

Perspectiva

En el desarrollo de nuestro tema las líneas principales son más importantes que los detalles que no podrían presentarse de modo breve. Decisivas resultan en cambio las coordenadas básicas de la eclesiología de Ratzinger que en parte han encontrado una continuación en el Concilio, y que al mismo tiempo han intentado una pertinente interpretación y recepción de la eclesiología del Concilio en los momentos posteriores a éste. Es manifiesta también la continuidad en el pensamiento de Ratzinger que sostiene, desde hace más de 60 años, la tesis fundamental de la sacramentalidad de la Iglesia y de un Pueblo de Dios sustentado en su sentido cristológico; y de que, a partir del nexo global de Revelación e Iglesia, se evidencia la necesidad de la Iglesia como depositaria e intérprete magisterial de la fe. La profundidad de su pensamiento descansa en la teología patrística y bebe de la revelación del Dios vivo atestiguada en la Escritura.

El momento decisivo de la eclesiología de Ratzinger se funda en el hecho de que encuentra la propia identidad de su ser en su orientación a Jesucristo.

Así se explica su forma de entender la liturgia (búsqueda del ser interior), su posición ecuménica fundamental (unidad en Cristo a través de la común confesión de fe en él), su coordinación de las nociones de «Pueblo de Dios» y «Cuerpo de Cristo» (orientados fundamentalmente en clave trinitaria); en última instancia todo es pensable en el momento en que se sale de los confines del pensamiento autosuficiente y se entra en la verdad que encontramos en Dios y que recibimos de él [34].

Para concluir recogemos una cita de Joseph Ratzinger, escrita diez años después del Concilio, y que es una especie de auto-descripción, que puede ofrecer una explicación de lo que sostiene el Concilio y de lo que lo hace perdurar en la historia, y puede mostrar a la Iglesia un camino para el futuro: «Se trata de una teología y una religiosidad que se edifica fundamentalmente a partir de la Sagrada Escritura, de los Padres de la Iglesia y del gran patrimonio litúrgico de la Iglesia universal. Del Concilio surge esta teología para hacer que la fe sea más rica y viva, a la vez que más sencilla y abierta, no sólo a partir del pensamiento de los últimos cien años, sino a través del acercarse a la gran corriente que marca toda la Tradición» [35].

Christian Schaller, revistas.unav.edu/

Notas:

1      BENEDIKT XVI., «Das Konzil der Väterdas wahre Konzil. Ansprache bei der Begegnung mit dem Klerus der Diözese Rom am 14. Februar 2013 in der Audienzhalle des Vatikans “Paolo VI”», en VODERHOLZER, R., SCHALLER, Ch. y HEIBL, F.-X. (Hg.), Mitteilungen. Institut Papst Benedikt XVI 6 (2013) 13-22, nt. 14. Para la interpretación del pontificado tiene una extraordinaria significación el hecho de que Benedicto XVI haya elegido el Concilio Vaticano II como tema para su última alocución ante el clero de la diócesis de Roma. Si se toma su prólogo al volumen 7 de los «Joseph Ratzinger Gesammelte Schriften» (abreviado aquí como JRGS 7), se puede ver una presentación e interpretación integral de los textos conciliares, así como un intento de dar respuesta a las preguntas fundamentales según la hermenéutica del concilio.

2      Cfr. Sobre los borradores de J. Ratzinger y su posición, véanse los textos publicados en parte por vez primera en JRGS 7, 125-238.

3      RATZINGER, J., Geleitwort [zu Thomas Weiler, Volk GottesLeib Christi, Mainz 1996], en JRGS 7, 640.

4      Para el debate sobre la hermenéutica del Concilio véase BENEDIKT XVI. UND SEIN SCHÜLERKREIS-KOCH, K., Das Zweite Vatikanische Konzil. Die Hermeneutik der Reform, Augsburg: St. Ulrich, 2012, especialmente 22-51.

5      Han sido entre tanto recogidas en JRGS 7: Die erste Sitzungsperiode des Zweiten Vatikanischen Konzils (296-322), Das Konzil auf dem Weg. Rückblick auf die zweite Sitzungsperiode des Zweiten Vatikanischen Konzils (359-410), Ergebnisse und Probleme der dritten Konzilsperiode (417-472), Die letzte Sitzungsperiode des Konzils (527-577).

6      RATZINGER, J., Die Entwicklung des Schemas «De Ecclesia» [1964], en JRGS 7, 411-416.

7      Cfr. RATZINGER, J., Teil E Kommentar und Teil F Rezeption, en JRGS 7, 645-1134.

8      JRGS 7, 645-659.

9      RATZINGER, J., Konkrete Formen bischöflicher Kollegialität, en JRGS 7, 348-358.

10      RATZINGER, J., Ortskirche und Universalkirche. Kommentar zu «Lumen gentium», Artikel 26, en JRGS 7, 696-698.

11      RATZINGER, J., Einleitung und Kommentar zum Prooemium, zu Kapitel I, II und IV der Offenbarungskonstitution «Dei Verbum», en JRGS 7, 715-793.

12      El capítulo sobre Pastoralkonstitution über die Kirche in der Welt von heute «Gaudium et spes», en JRGS 7, 795-896.

13      RATZINGER, J., Dienst und Leben der Priester, en JRGS 7, 897-918.

14      RATZINGER, J., Konzilsaussagen über die Mission außerhalb des Missionsdekrets, en JRGS 7, 919-954.

15      Ibíd., especialmente 941-954.

16      Véase RATZINGER, J., Zehn Jahre nach Konzilsbeginn-wo stehen wir?, en JRGS 7, 1032-1039; ID., Entrevista para Redención, en JRGS 7, 1026-1031; ID., Bilanz der Nachkonzilszeit-Misserfolge, Aufgaben, Hoffnungen, en JRGS 7, 1064-1078.

17      MÜLLER, G. L., Den Horizont der Vernunft erweitern. Zur Theologie von Benedikt XVI., Freiburg: Herder, 2013, 112 (la cursiva es del original).

18      RATZINGER, J., Art. Kirche, en JRGS 8, 205-219; nt. 210.

19      RATZINGER, J., Der Kirchenbegriff und die Frage nach der Gliedschaft der in der Kirche, en JRGS 8, 290-307; nt. 299.

20      BENEDIKT XVI., Vorwort, en JRGS 7, 5.

21      RATZINGER, J., Theologische Fragen auf dem II. Vatikanischen Konzil, en JRGS 7, 338.

22      RATZINGER, J., Die bischöfliche Kollegialität, 194.

23      RATZINGER, J., Art. Leib Christi, en JRGS 8, 286-289.

24      Ibíd., 289.

25      RATZINGER, J., Das verbesserte Schema-eine Arbeitsgrundlage, en JRGS 7, 250-256.

26      Ibíd.

27      RATZINGER, J., Theologische Fragen auf dem Zweiten Vatikanischen Konzil, en JRGS 7, 339.

28      Véanse a este respecto los artículos sobre el ecumenismo en Joseph Ratzinger en: SCHALLER, Ch. (ed.), Kirche-Sakrament und Gemeinschaft. Zu Ekklesiologie und Ökumene bei Joseph Ratzinger, Regensburg: Pustet («Ratzinger Studien» 4), 2011, 222-415.

29      Véanse, entre otros, KÜNG, H., «Das theologische Verständnis des ökumenischen Konzils», Theologische Quartalschrift 141 (1961) 50-77.

30      RATZINGER, J., Thesen zum Thema «Zehn Jahre Vaticanum II», en JRGS 7, 1060s.

31      BENEDICTO XVI, Discurso a la Curia Romana, 22-XII-2005.

32      RATZINGER, J., De voluntate Dei erga hominem. Gottes heilschaffender Wille für den Menschen [Entwurf eines neuen Offenabrungsschemas, Oktober 1962], en JRGS 7, 177-183.

33      RATZINGER, J., Aus meinem Leben. Erinnerungen (1927-1977), Stuttgart: DVA, 1998, 84.

34      Cfr. RATZINGER, J., Wendezeit für Europa?, Freiburg: Johannes, 2005, 125ss.

35      RATZINGER, J., Zehn Jahre nach Konzilsbeginn-wo stehen wir?, en JRGS 7, 1037.

Juan Pegueroles

Apuntes de Teología de la Historia

Hay en el hombre un hondo anhelo de unidad. El conocimiento analítico no le contenta plenamente. Ansía el todo, la síntesis. Contemplar en paz y en gozo un panorama  cósmico ordenado  y  armónico. Con un centro unificador y radiante. Contemplar en el mundo un Universo.

Nosotros, los cristianos, poseemos para  la  contemplación  y  para la poesía la síntesis más grandiosa y bella.

Todo se reduce a  Uno  en  Jesucristo.  Jesucristo  es  el  centro  de todas  las  cosas. Es  la  Unidad, la  Síntesis,  la  Armonía  suprema.  Es la Obra Bien Hecha de Dios.

Pimpollo es Jesucristo, escribió Fr. Luis de León glosando con exquisita poesía el pensamiento de San Pablo. Flor y Fruto de la Creación. «Cristo es llamado  Fruto,  porque es el fruto del mundo. Cristo es el fin de las cosas y Aquél para cuyo  nacimiento  feliz  fueron todas criadas y enderezadas». Porque así como en el árbol todo (raíz, tronco,  ramas  y  hojas)  se  endereza  y  ordena  para  el fruto,  así «estos cielos extendidos que vemos, y las estrellas que en ellos dan resplandor, y entre todas ellas esta fuente de claridad y de luz que todo lo alumbra, redonda  y  bellísima; la tierra pintada con flores  y las aguas pobladas de peces; los animales y los  hombres, y este universo todo, cuan grande y cuan hermoso es, lo  hizo  Dios  para fin  de hacer Hombre a su Hijo, y para producir a luz este único y divino fruto que es Cristo, que con verdad le podemos llamar el parto  común y general de todas las cosas» [1].

La flor y el fruto, además  de ser  fin  de la actividad  orgánica del árbol, son resumen y síntesis  del  mismo  árbol: «el  fruto el árbol todo contiene». «Así  también  Cristo... lo contiene todo en Sí y lo abarca y se resume en Él, y como  dice  San  Pablo,  en Él se recapitula todo lo no criado y criado, lo humano y lo divino, lo natural y lo sobrenatural» [2].

Jesucristo es el resumen y el fin de todas las cosas. Pero no acaba aquí la armonía. San Pablo ha hablado de un Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. En ese Cristo total, que forman Cristo y los cristianos, la Creación y la Historia encuentran su centro y su fin, su unidad y plena armonía.

El «Cristo total», centro de la creación

Para San Pablo, el alma del Evangelio, la flor de esa Buena Nueva es el Misterio de Cristo. Misterio de gozo, del cual es él heraldo iluminado e incansable.  

Este «mysterium», «sacramentum», el Misterio por antonomasia es «el gran secreto de Dios relativo a la incorporación de los hombres a Cristo en la unidad del Cuerpo Místico» [3].

Por la fe y el bautismo, los hombres no son sólo cristianos, son Cristo: «non solum christiani facti sumus, sed Christus» [4]. Un mismo Espíritu es el principio de una misma Vida sobrenatural en Jesucristo y en los cristianos. Ahora bien, todo lo que vive de un mismo y único Espíritu una misma y única Vida es un solo y único Ser vivo.

La Iglesia es el Cuerpo místico de Cristo. Jesucristo es la Cabeza de este Cuerpo. Jesucristo y los cristianos forman el misterioso Cristo total, «Christus totus» [5].

Este Cristo total, que ha de ir creciendo a través del tiempo, hasta alcanzar la madurez del varón perfecto, la plenitud de Cristo [6], es la síntesis del Universo. Es la Flor maravillosa de esa Planta inmensa.

Léanse las palabras ungidas de Jesús a los suyos, la noche en que era entregado. Todo allí es unidad y amor: unidad por amor. Habla Jesús de una Vid y unos sarmientos, una savia y una vida. Formula Jesús la ecuación maravillosa: «Yo en ellos y Tú en Mi» [7]. Dios y los hombres se unen, es decir, se hacen Uno en Jesucristo. «Como Tú, Padre, en Mi y Yo en Ti, que también ellos en nosotros sean uno» [8].

El Cristo místico es «nova creatura» [9], una nueva creación, nacida como la primera de las aguas y del Espíritu Santo.

Platón llamó al hombre «un microcosmos en el macrocosmos», es decir, «un mundo menor o un mundo abreviado... por causa de ser el hombre como un medio entre lo espiritual y lo corporal, que contiene y abraza en si lo uno y lo otro» [10]. El hombre, es una síntesis parcial: síntesis del mundo natural.

El Cristo místico es la síntesis total: síntesis de lo natural y lo sobrenatural, de lo humano y lo divino, del hombre y de Dios.

«Si para San Pablo el objeto predominante y en cierta manera único del mensaje evangélico era Jesucristo, para el mismo Jesús es el Padre: su paternidad divina acerca del Hijo y su paternidad humana acerca de los hombres» [11]. La misión de Jesús es manifestar a los hombres el Nombre del Padre [12]. El Hijo de Dios se hizo Hombre para hacer a los hombres hijos de Dios [13]. «Mirad qué gran amor nos ha mostrado el Padre -escribe San Juan-, que nos llamemos y seamos hijos de Dios» [14]. Somos hijos de Dios porque participamos de la filiación del Unigénito, porque somos uno con Él.  «El Padre ama al Hijo» [15] y su amor nos abraza también a nosotros [16], porque también nosotros somos sus hijos, somos su HIJO.

He aquí finalmente el panorama cristiano:

Un solo Padre, Dios. Un Hijo único, el Cristo místico. «Porque los hijos de Dios son el Cuerpo del único Hijo de Dios. Y siendo, Él la Cabeza y nosotros los miembros, uno solo es el Hijo de Dios» [17].

El «Cristo total», fin de la historia

Escribió Balmes: «La Religión es la verdadera filosofía de la historia» [18]. Y con ello nos enseñaba que sólo una Teología de ¡a Historia puede desvelar el Misterio de la Historia [19].

¿Tiene la Historia un sentido? ¿Cuál es el sentido de la Historia? He aquí dos preguntas de verdades actuales y apasionantes. El tema de nuestro tiempo.

En esta materia, como en tantas otras, el maestro es San Agustín. San Agustín, al escribir La Ciudad de Dios, fundados nuevas ciencias: la Filosofía de la Historia y la Teología de la Historia.

La Historia es el resultado de dos fuerzas combinadas y jerarquizadas: la libertad humana y la Providencia divina. El hombre no es el dueño de los destinos de la Historia, pero tampoco es el juguete de un «fatum» inexorable e irracional. Bossuet, tras las huellas de San Agustín, dio con la fórmula exacta: «El hombre se mueve y Dios le guía».

La Historia tiene un sentido, pero este sentido no se lo da el hombre Es la Providencia de Dios quien ha señalado a la Historia su fin, su sentido. El hombre con toda su libertad no puede hacer fracasar la Historia. Este barco llegará a puerto. Tocamos aquí un misterio (como tantas veces al llegar al fondo de un problema humano), el misterio de la coordinación de la libertad del hombre con la  omnipotencia de Dios. No conocemos el cómo, pero el hecho es innegable: Dios, Creador, es Señor universal y el hombre, dotado de razones, por liberalidad del Creador, señor de sí mismo.

Ahora bien, puesto que la Historia tiene un sentido, toca preguntarnos: ¿cuál es este sentido de la Historia? Responde San Agustín: la Ciudad de Dios.

«Dos amores hicieron dos ciudades. El amor de Dios hasta el desprecio de si mismo hizo la ciudad celeste; el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios hizo la ciudad terrena» [20]. La Ciudad de Dios, sociedad de todos los servidores de Dios de todos los tiempos y en todos los países del mundo, la Ciudad terrena o del demonio, sociedad de todos los enemigos de Dios, esas dos Ciudades morales edificadas por dos amores contrarios he aquí el verdadero objetivo de la Providencia. El triunfo de la Ciudad de Dios es el centro del plan divino [21].

Todo sucede en la Historia para bien de la Ciudad de Dios. Y la Ciudad terrena es, en manos de Dios, un instrumento de ese bien.

Aquí tenemos que hacer alto y exponer brevemente la solución del problema del mal en San Agustín.

San Agustín vivió con angustia el problema del mal moral. Si Dios es el origen de todas las cosas, lo será también del mal, y entonces Dios no es bueno. Y si el mal no viene de Dios, sino de un Principio malo adversario de Dios, entonces Dios ya no es el principio de todas las cosas y el Omnipotente, Dios ya no es Dios.

San Agustín formula la solución en dos principios luminosos. Primero el mal no viene de Dios, viene del hombre, de la libertad del hombre. Con esto sólo no queda resuelto todavía el problema: ¿por qué Creó Dios libre al hombre? ¿por qué Dios no impidió que existiera el mal? Contesta San Agustín con su segundo principio, profundo consolador: «Melius est de malis bene facere, quam mala esse sinere» [22]. Y en otra ocasión: «Siendo Dios sumamente bueno, de ningún modo podía permitir la existencia del mal en sus obras, si no fuese tan omnipotente, que pudiese sacar bienes aun de los males» [23].

Y ¿cómo realiza Dios esta portentosa alquimia: bene facere de malo? Ordenando el mal. Es como el color negro de la paleta de un pintor la comparación es de San Agustín). Es un color «malo», es la ausencia de color. Pero en las manos del artista, puesto en su lugar en el lienzo, ordenado, resalta la luz, sirve a la belleza total. Igual hace Dios con el mal: lo ordena poniéndolo al servicio del bien.

La Ciudad de Dios es el fin de la Historia. Es el fruto que Dios va madurando en el tiempo. Es el centro luminoso del acontecer humano, el por qué y el para qué de los planes de Dios. Para su bien lo ordena todo la Providencia divina. Y el principal instrumento de ese bien es, en manos de Dios, la Ciudad terrena. Los triunfos de los hijos del diablo contra los hijos de Dios son efímeros e incompletos. La Ciudad de Dios resulta al fin vencedora y purificada. La Ciudad terrena (el símil es también agustiniano) es la vara con que el Padre castiga las faltas de su hijo; la vara al fin es arrojada al fuego, y el hijo se sienta a la mesa del Padre (a).

Dios permitió el mal en la Historia, para cosechar más bien y más belleza en la Historia. Escribe San Agustín: «Dios no hubiera creado un solo ángel u hombre, que previese había de ser malo, si al mismo tiempo no conociese a qué servicios de los buenos los había de enderezar; para de esta manera aumentar, con el contraste del bien y el mal; el ornato de ese hermosísimo poema («pulcherrimum carmen»), que el curso de los tiempos» [24].

El Cristianismo nos da la clave del plan divino en la Historia al descubrir en el mundo una Ciudad de Dios que, mezclada con la Ciudad terrena y frecuentemente combatida por ella, marcha segura hacia sus eternos destinos [25].

Y la Ciudad de Dios es la Iglesia.

«Después de Sí mismo, Jesucristo es el fin principal a quien Dios mira en todo cuanto produce». [26].

Jesucristo es el fin de la Historia.

Pero Cristo y los cristianos son uno, el Cristo místico total.

Luego el sentido de la Historia, el fin de la Historia es ese Christus totus.

Y la Ciudad de Dios y Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia, es también fin y fruto de la Historia.

Será esta seguramente para muchos una proposición sorprendente y enojosa. La persuasión de que «NPWv lVIOXOC MXVTOC xal npiv OUAEÚElV TÉTOCXTAI» («todo ha sido hecho por nosotros y para nuestro servicio»: Orígenes), ha sido escándalo para todos los no creyentes desde Celso hasta nuestros días» [27]. Los cristianos la creemos sencillamente verdadera, consecuencia lógica de otras verdades ciertas, respaldadas por las palabras de Dios. Y armónica y bella.

Hemos dicho que la glorificación de Jesucristo es el fin ineludible que la Providencia ha señalado a la Historia. Todo el acontecer humano ha de finalizar en la honra de Jesucristo.

Ahora bien, Jesucristo queda honrado y glorificado por el honor y la gloria de la Iglesia, que es su Obra y su Cuerpo, su Complemento [28].

Por esto decíamos que la Iglesia es el fin de la Historia. Todo acontece para ella.

Pero ¿cómo se logra este bien de la Iglesia a través de la Historia?

Hemos de citar aquí unas líneas densas y luminosas del P. Daniélou: «La Historia no está constituida por un progreso continuo, como quiere el evolucionismo, ni por una sucesión de civilizaciones discontinuas y heterogéneas, como quiere Spengler, sino por una sucesión de Kairoi, de crisis decisivas que son cada vez la explosión y el juicio de una civilización que ha pecado por exceso de hybris, y la renovación de la Iglesia a través de esta purificación» [29].

Es sabido que la concepción pagana de la Historia es cíclica «Concebir el tiempo y la Historia como serie unilineal e irrevertible, en la que los hechos vienen realmente unos tras otros, nunca se repiten e influyen una sola vez en el desenvolvimiento, nos parece hoy la cosa más obvia ... pero de hecho es una conquista cristiana. Para la filosofía helenista el rodaje del tiempo era cíclico... En la duración cósmica, que es perpetuo retorno, ningún punto significa principio ni fin, pues desde la eternidad y por toda la eternidad se repiten todos: sólo vale esa repetición, reflejo del absoluto» [30]. La Historia no tiene un fin, no marcha a una meta. Simplemente acontece.  Una vez más el pensamiento griego rehúye el concepto de infinitud.

En cambio el neo-paganismo moderno concibe la Historia como avance lineal indefinido. Flecha lanzada a un blanco inexistente. Teoría del progreso continuo y fatal de la humanidad, muy victoriana y decimonónica, arrinconada y fracasada en nuestros tiempos de guerras y ruinas. Es notable señalar que esta concepción en el

fondo es cristiana, pero laicizada. «Hegel, Burckhart y Marx están ciertamente bien lejos de San Agustín, pero también ellos hunden sus raíces profundamente en la tradición del pensamiento cristiano» [31].

* * *

La concepción cristiana de la Historia sigue un camino intermedio. Hay sucesión de civilizaciones y permanencia de la Iglesia. Es ingenuo hoy día hablar de progreso indefinido. El progreso técnico es seguramente indefinido y sobre todo fatal. Pero ya hoy se distingue bien el progreso técnico del progreso total, del progreso moral, del progreso humano. Vivimos una época de progreso técnico y de fracaso del hombre. El hombre fuera de la Iglesia no progresa. Empieza tiene un cenit y cae. Se desmoraliza.

Pero en la tierra hay una institución humana que progresa siempre. Avanza siempre hacia la meta. Porque no es sólo humana, marcha alentada por el Espíritu Santo. Es la Iglesia.

La Iglesia crece en la Historia. El Cristo total crece con nuevos miembros. Nuevas piedras edifican la Ciudad de Dios.

La Iglesia se santifica en la Historia. La Pasión de Cristo se renueva en ella casi constantemente. La Iglesia sale de las persecuciones más santa y más gloriosa con la santidad de la sangre derramada y la gloria de los mártires que triunfaron.

La Iglesia aprende en la Historia. La Iglesia se conoce más la sí misma a través de la Historia. Las circunstancias, la cultura ambiental, por contraste o por simpatía, es ocasión de que ella desarrolle, explicite en sí una doctrina o una norma de acción.

La Iglesia, finalmente, es evangelizada por la Historia. La Historia enseña a los hombres de buena voluntad que sólo salva la Iglesia. Que sólo en ella se da el verdadero humanismo, el progreso humano integral. La solución de los problemas que la humanidad va topando en su marcha por los espacios y por los siglos sólo se halla en ella. En épocas nuevas y ante  problemas nuevos ella descubre en sí virtualidades inexplotadas, aplicaciones nuevas y salvadoras de doctrinas antiguas. La Iglesia posee la solución del problema social, el remedio del espíritu técnico.

Nosotros, los hombres del siglo XX, tenemos ante los ojos un paradigma histórico elocuente para quien quiera ver y aprender. Acaba un proceso histórico que echó a andar el 1400 ó 1500. Yo confesaré que siempre me ha parecido este drama del humanismo ateo una gigantesca y escalofriante experiencia que Dios ha permitido a los hombres para que llegaran a una conclusión limpia y definitiva: los hombres necesitan de Dios. Hasta el siglo XIV es un hecho que se vivía bien con Dios. Vino el tentador: ¿no se vivirá mejor sin Él? se ensayó. ¿Resultado? «Cuando no hay Dios, no hay hombre tal es el descubrimiento experimental de nuestro tiempo» [32].

Según P. Wust la cultura occidental pasa hoy su Adviento. Debe renovarse, convertirse, pnatvoEio0cn y recibir a Jesús [33]. Es la consigna salvadora: Vuelta a Dios, vuelta a Jesucristo, vuelta a la Iglesia. El Cristianismo es el verdadero humanismo.

* * *

Antes de terminar, una nota.

Son los nuestros, tiempos de hipertrofia del Estado y atrofia del individuo. Depreciación de la persona.

Al teorizar sobre el fin de la humanidad a través de la Historia, se ha cometido frecuentemente el pecado de olvidar al individuo. Este queda escamoteado en la evolución ascendente del Espíritu en Hegel, en el marxismo dialéctico, en el totalitarismo de cualquier signo.

Bien está elucubrar sobre los fines del Universo. Pero no hay que olvidar al individuo. El individuo es insustituible. El bien del individuo es intransferible. El bien de la humanidad no es más que un nombre vacío, si no es el bien de cada uno de los hombres.

La concepción cristiana del fin de la Historia no cae en esta trampa. La Iglesia es un Cuerpo. La salud de un cuerpo está en función de la salud de cada miembro. La salvación de cada cristiano es la condición de la salvación del Cristo total. Cada cristiano al salvarse salva un poco a la Historia. Todos, las manos en el gobernable, pilotamos la gran Nave.

Conclusión

El «Cristo total», Cristo y los cristianos, es la clave de bóveda del Universo. Centro de la Creación y fin de la Historia.

La concepción cristiana del mundo y de la vida es orden, armonía y unidad.

Y gozo. Porque al hombre, incorporado a Cristo, le ha sido dada una dignidad inefable. «Admiraos, gozaos: hemos sido hechos Cristo» [34].

Juan Pegueroles en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1     Los nombres de Cristo. En Obras completas castellanas (BAC Madrid 1944), p. 413.

2     Ibíd.,

3     F. PRAT, S, l., La teología de San Pablo, Primera parte (México 1947) pág. 109.

4     San Agustín, In loan. XXI 8 PL 35,1568.

5     San Agustín, in Ps XXX enarr PL 3 231,

6     Eph 4, 13. 

7     lo, 17, 23  

8     Ibíd. 21.

9     Ga 6, 15.

10      FR. LUIS DE LEON, O. c., p. 412.

11      J. M. BOVER, S. l., Comentario al .Sermón de la Cena (BAC, Madrid 1951), pág. 165.

12      Io, 6.

13      Io1, 12

14      IIo 3, 1  

15      Io 3,35

16      «lpse pater amat vos». Io 16, 27

17      SAN AGUSTIN, In Epist, loan. ad Farthos X 3 PL 35 2055.

18      Obras completas, tomo V (BAC Madrid, 1949) p, 562.

19      J PIEPER, en su obra La fin des temps. a la pregunta «¿cuál será el fin de la evolución histórica». contesta: Es imposible dar una solución satisfactoria prescindiendo de la Teología. Una filosofía de la historia al margen de la Teología no llegará jamás a descubrir su verdadero objeto y señalar su finalidad

20      De civitate Dei XIV 28 PL 41 436.

21      E. PORTALIÉ, Saint Agustín, DTC 1290.

22      De Civitate Dei XXIII PL 41 752

23      Enchiridion II PL 40 236.

24      De Civitate Dei XI 18 PL 41 332.

25      E. PORTALIÉ, Saint Augustin, DTC 2290

26      FR. LUIS DE LEON, O. c., p. 445.

(a) SAN AGUSTIN, Enarr. in Ps. LXXIII 8 PL 36 935,

27      M. FLICK y Z. ALSZEGHY, S. l., Teologia della Storia, en Gregorianum 35 (1954) 293. ÓRÍGENES, Contra Celsum IV, 23 PG 11 1059.

28      Eph 1, 23.

29      J. DANIELOU, El Misterio de la Historia (San Sebastián 1957, p. 51.

30      H. Ch. PUECH, citado por P. LETURIA, S. l., Las coordenadas de la historia universal en la historiología de San Agustín. en Misiones Extranjeras (1954), II p. 31

31      M. FLICK, l. c. p. 256.

32      N. BERDIAEF, Una nueva Edad Media (Barcelona 1938), p. 62

33      Testimonios de la fe. Relatos de conversiones (Patmos Madrid, 1953), páginas 193-198

34      SAN AGUSTIN, In loan. XXI 8 PL 35 1568. Seguramente serán oportunas dos observaciones: Primera: al exponer la doctrina del Cuerpo místico, no nos hemos detenido a explicar cómo esa unión y misteriosa. pero real, identificación de los cristianos con Cristo salva desde luego el escollo del panteísmo. Ese es, según Ch. Moeller, el tropieza de todas las tradiciones religiosas no cristianas: el monismo. Pero la personalidad del cristiano no queda suprimida, anegada en Cristo Dios. Remitimos al curioso lector a las obras de PRAT, MERSCH, etc.

Segunda: la Iglesia es la privilegiada y la elegida de Dios. Es verdad. Pero hay que añadir enseguida que este privilegio no es exclusión. Al contrario, es ofrecimiento y puertas abiertas a todos. Y hay que recordar todavía el pensamiento de San Agustín: «Muchos que parecen estar dentro (de la Iglesia) están fuera, y muchos que parecen estar fuera están dentro»

José Ramón Villar

I.         Introducción

La idea de autoridad se presenta problemática en nuestra época. No se trata de la dificultad práctica para aceptar el ejercicio de la autoridad con la correlativa obediencia. Esto no sería, en cuanto tal, algo verdaderamente nuevo. La novedad afecta  más bien a la articulación teórica de autoridad, obediencia y libertad. El discurso que ha llevado a esa problematicidad ha sido ya analizado en sus raíces filosóficas y culturales [1]. No volveremos aquí sobre el tema.

Interesa, en cambio, prolongar la reflexión desde la perspectiva teológica. Los conceptos de autoridad y obediencia son susceptibles de un análisis filosófico-jurídico, y aun político y sociológico. Sin embargo, hablar de autoridad y obediencia cristianas supone continuidad y discontinuidad con esas reflexiones. El adjetivo “cristianas” transforma a los sustantivos. En la Iglesia la articulación de autoridad, obediencia y libertad no puede reducirse sin más a combinar criterios puramente antropológicos, válidos — sin duda— en su ámbito. Ciertamente, en la Iglesia se ejerce la autoridad y se obedece en continuidad con lo que esto significa en la experiencia humana. De manera que una obediencia, por ejemplo, que no sea libre, no es cristiana por no ser humana. Pero el motivo, contenido y finalidad de la autoridad y obediencia cristianas transforma la experiencia humana con la misma discontinuidad que introduce en la historia la encarnación del Verbo. La teología dirá que la gracia de Cristo asume (continuidad), sana y eleva (discontinuidad) la naturaleza.

En consecuencia, las nociones cristianas poseen un aspecto propio a partir de la plenitud de la revelación de Dios en Jesucristo. Por esto, suele insistirse en que la Iglesia, siendo una comunidad de hombres y mujeres no es, sin embargo, una sociedad humana como otra cualquiera. Ahora bien, lo que hace distinta a la Iglesia de cualquier otra comunidad humana no es sólo una específica organización externa —con finalidad religiosa— constitucionalmente dada por su Fundador. Su “formalidad” consiste ante todo en que esa comunidad, así constituida, es portadora del despliegue en la historia de la acción salvífica de Dios, es decir, la comunión de los hombres con el Padre por Cristo en el Espíritu Santo, incoada en la tierra y llevada a plenitud en la Patria.

Esta formalidad salvífica de lo cristiano no significa ignorar otras perspectivas sobre autoridad y libertad, por ejemplo las relativas a la dignidad humana, o a la necesidad de dotar de un marco jurídico a la vida en la Iglesia. Por el contrario, la fe representa un nuevo título para atenderlas. Hay que saludar, en este sentido, que el CIC 1983 recoja en el primer título del Libro II dedicado al “Pueblo de Dios”, un epígrafe bien significativo: “De los deberes y derechos de todos los fieles cristianos”. Es esta una expresión que evoca el marco de garantías y libertades habitual en las constituciones políticas de los pueblos modernos. Con todo, esta formulación de derechos y deberes, o más ampliamente de libertades y obligaciones, condiciones de ejercicio de la autoridad, etc., habría resultado algo extraña a las primeras generaciones cristianas, si se entendiera al modo de una pura regulación legal de una comunidad humana, o una mera distribución de poderes.

No se insinúa con esto que el proceso de formalización técnico-jurídica (que dota de un marco legal a la autoridad y a la obediencia) suponga un alejamiento de la fraternitas evangélica, como han interpretado, de un modo u otro, las corrientes anti-nomistas que se han dado a lo largo del tiempo, bien sea oponiendo “carisma” y “derecho” (R. Sohm), o bien enfrentando “jerarquía” y “pueblo” (en versiones “liberacionistas” al uso), etc. Estas oposiciones desconocen —desde presupuestos diversos— la verdadera naturaleza de la Iglesia. La autoridad y la obediencia pertenecen a la experiencia originaria de la vita christiana in Ecclesia, y reclaman su institucionalización en marcos jurídicos oportunos. Pero tras esas exageraciones, que deprecian como no-cristiano lo jurídico o lo jerárquico, hay una percepción inconsciente y oscura de algo verdadero, a saber: que la autoridad y la obediencia, la jerarquía o las normas jurídicas, tienen un carácter instrumental al servicio de la finalidad salvífica de la Iglesia, que posee el primado ontológico. La autoridad y la obediencia en la Iglesia —con sus aspectos morales y jurídicos— sólo se comprenden considerando su función en la economía de la salvación. Aún más, la tradición canónica —locus paradigmático de la autoridad y la obediencia en la Iglesia— ha visto acertadamente su lex suprema en la salus animarum, como hermenéutica salvífico-escatológica que dota de significado a unas determinaciones jurídicas que podrían parecer solo extrínsecas y que, sin embargo, son expresiones externas —históricas, sin duda, y por ello mudables en su concreción— del momento interior teológico (trinitario) y salvífico de la autoridad y obediencia cristianas.

Los problemas y debates actuales en relación con la autoridad y la obediencia en la Iglesia provienen, según parece, de no dar suficiente relevancia al sentido evangélico de estas realidades, para reducirlas a la cuestión de distribución de poderes o funciones, derechos y deberes, etc. Pero resulta incompleta toda reflexión sobre autoridad y libertad cristianas desarraigada de la nueva existencia del bautizado en Cristo y en el Espíritu. La autoridad y la obediencia en la Iglesia —como cualquier otro elemento de la vida cristiana— no pueden tener otro horizonte de comprensión que el de su función salvífica en el designio de Dios. Y es que la sola reflexión filosófica, jurídica, antropológica o cultural sobre la autoridad y libertad humanas —siendo tan importante—, no da razón total de la experiencia cristiana, solo explicable a la luz de la fe en Quien ha hablado “con autoridad” y “ha obedecido” libremente al Padre entregando su vida en la Cruz, haciéndose así salvación para la humanidad. Una autoridad y una obediencia que no salvan, no son las de Cristo, y carecerían de todo interés en la Iglesia.

II.       Libertad y obediencia en la revelación bíblica [2]

La Revelación habla de la “obediencia de la fe”, que entraña la libertad. La autoridad y la obediencia, en cuanto religiosas, sólo pueden ser vividas en libertad. Es una consecuencia de la naturaleza del acto de fe, que es un acto voluntario: significa adherirse a Cristo atraído por el Padre (Jn 6, 44), y así rendir a Dios el homenaje racional de la fe (Rm 12, 1). Aquí presuponemos este dato elemental, y haremos nuestras reflexiones dentro del dinamismo de una fe aceptada y vivida libremente.

Significado bíblico de la obediencia. Como es sabido, la Biblia hebrea ignora propiamente los términos “obedecer” y “obediencia”. En su lugar aparecen, significativamente, los términos “oír”, “escuchar” (latín, ob-audio). Esta asociación de ideas resulta coherente con la revelación de Dios por medio de su Palabra en la Ley y los Profetas. Yahvé no es un dios mudo y ciego, sino el Dios vivo, que ve y habla; “Oíd, cielos; escucha, tierra, porque habla el Señor” (Is 1, 2; Is 1, 10; Jr 2, 4; Jr 7, 21-28). La vida entera del hombre consiste en “escuchar” a Dios, acoger su palabra, y ponerse “debajo” de ella (sumisión) para ejecutarla fielmente. “Oír” y “obrar” están vinculados, de tal modo que es impensable oír a Dios y no ejecutar su voluntad. La prontitud para escuchar a Dios y seguir su voluntad debe ser total. Lo contrario es cerrar los oídos a Dios: “Yo os he hablado incesantemente y no me habéis oído; os he llamado y no me habéis respondido” (Jr 7, 13; Os 9, 17). El culto a Dios consiste primariamente en esta obediencia, preferible a los sacrificios externos; en la obediencia se resume todo deber religioso y, fuera de ella, el culto resulta vacío (1S 15, 22; Sal 40, 7-9; Sal 50).

Correlativamente, el pecado es apartarse de la voluntad divina (Sal 51, 6), marchar fuera del camino señalado por Dios (Sal 1, 1; 1S 15, 22s.26; Jr 6, 16-18; Jr 7, 24). El apóstol Pablo —especialmente en la carta a los Romanos— interpreta la historia de la humanidad bajo esta tensión de obediencia y desobediencia a Dios. El drama del pecado original estriba en que Adán desobedece a Dios, y arrastra en su rebelión a sus descendientes (Rm 5, 19). La “carne” rechaza aquella sumisión a Dios que pide el orden de las cosas (cfr. Rm 8, 7), y de este modo somete la creación a la vanidad (Rm 8, 20) y rechaza el designio de Dios sobre el universo que Dios quiere edificar, que reclama la colaboración del hombre, la adhesión en la fe (en la Ley y la Alianza).

Pero Dios saca misericordiosamente al hombre de la “desobediencia” en la que ha sido encerrado (cfr. Rm 11, 32), y de la que él mismo —y esto es decisivo— es incapaz de salir (cfr. Rm 7, 14s). Sólo la obediencia de Jesús “libera” nuestra libertad. El hombre vuelve, por medio de la liberación del pecado, a la obediencia a Dios: obediencia de la fe y de la verdad (cfr. Rm 1, 5; 1P 1, 22).

Obediencia de Jesús y salvación. Dios revela por su “Palabra encarnada” en la plenitud de los tiempos el misterio salvífico de la obediencia —y, por tanto, de la libertad—, que arranca de la misteriosa kénosis de Cristo, de su entrega hasta la muerte (1). Por el camino de la la obediencia, Cristo alcanza el señorío universal, como cabeza gloriosa de la humanidad redimida (2).

(1)     Jesús pone su vida totalmente bajo la obediencia a Dios y sus designios (cfr. Mt 5, 17; Mt 17, 24ss; 2Mt 6, 39.42; Lc 2, 49). La encarnación misma es obediencia, sometimiento a la ley para liberar a los que están bajo la ley mosaica (Ga 4, 4; Hb 10, 5-10). El viene a cumplir la voluntad del que le envió (cfr. Jn 4, 34; Jn 6, 38; Jn 9, 4; Jn 10, 18; Jn 12, 49; Jn 15, 10; Jn 17, 4); cumple en todo la ley (Mt 5, 17). Las tentaciones de Satanás de distorsionar su misión mesiánica, terminan con la reafirmación de Jesús de su obediencia al Padre (Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-13). Debe seguir la palabra de Dios, no la de los hombres que, como Pedro, le quieren apartar de su misión (Mc 8, 33).

La perfecta obediencia de Jesús (cfr. Hb 10, 5; Flp 2, 8), nuevo Adán, repara la desobediencia del antiguo Adán: “Así como por la desobediencia de uno solo la multitud fue constituida pecadora, así por la obediencia de uno solo la multitud será constituida justa” (Rm 5, 19). Su obediencia al Padre celestial es causa de salvación, particularmente en su pasión y muerte “haciendo a través de todos estos sufrimientos la experiencia de la obediencia” (Hb 5, 8). Esta dinámica de la obediencia de Jesús/salvación del hombre frente a la desobediencia de Adán/pecado y condenación, se constituye en clave de la obra salvífica de Jesucristo. La vida y muerte de Jesús es “obediencia”, y constituye objetivamente la salvación misma (cfr. Flp 2, 6-11).

(2)     Por su obediencia, Jesús, el “Siervo” es constituido en “Señor” (Flp 2, 5-11), y recibe “todo el poder (exousia) en el  cielo y en la tierra” (Mt 28, 18), ante toda criatura. Él, “hecho perfecto, llegó a ser para todos los que le obedecen causa de salvación eterna” (Hb 5, 9). Con su ofrenda perfecciona a los santificados por la fe en Él (Hb 10, 14), e inaugura un nuevo culto incorporando a toda la humanidad en su sacrificio grato a Dios, esto es, el de su obediencia amorosa al Padre (Hb 10, 5-10). Por su acto de obediencia se hace garante de la nueva alianza y consigue la salvación para aquellos que le obedecen (Hb 5, 9). A partir del momento de su tránsito pascual, la obediencia de Cristo al Padre, que causa la redención objetiva para la humanidad, se hace salvífica en cada hombre por medio de la obediencia subjetiva a Cristo, que ha recibido “todo el poder”.

Autoridad salvífica de Jesús y obediencia de fe. La obediencia-autoridad de Jesucristo (1) se torna salvífica para el hombre por la “obediencia de la fe” (2).

(1)     Jesús explica la Ley de Dios para los hombres como quien tiene autoridad (Mt 5, 21-48; Mt 7, 21; Mc 3, 31ss). Él dispone sobre todo igual que Dios (Jn 3, 35; Jn 10, 28; Jn 13, 3; Jn 17, 2s.). Tiene autoridad sobre los demonios, la enfermedad, la naturaleza y la muerte (Mc 1, 23ss; Mc 5, 12; Mc 5, 41; Mt 8, 27). La obediencia a Dios se torna, en la predicación del Reino, en obediencia a Jesús, en quien viene el Reino de Dios. La autoridad de Jesús reclama la adhesión a Él (1P, 1-2); el discípulo debe ajustar su voluntad a la de Cristo (Mc 8, 34-38). Los verdaderos discípulos de Cristo cumplen la voluntad del Padre (Mt 7, 21; Mc 3, 31-35; Jn 15, 10), y alcanzan la salvación mediante la obediencia (Jn 14, 15.23).

(2)     El hombre recibe la salvación mediante esta obediencia de la fe (cfr. Rm 1, 5), la obediencia al Evangelio (Rm 10, 6; 2Co 7, 15; 2 Ts 1, 8). El hombre se abre al misterio de la salvación, por medio de la obediencia al Evangelio y a la Palabra en la Iglesia (2 Ts 3, 14; Mt 10, 40). El fin de la predicación apostólica es la obediencia de los paganos (Rm 15, 18). Cristiano es, de este modo, quien obedece a la verdad (Rm 2, 8; Ga 5, 7); el que glorifica a Dios en la obediencia (2Co 9, 13); los cristianos están sustentados y definidos por la obediencia (Flp 2, 12); son hombres de obediencia (cfr. Rm 2, 7; 2Co 9, 13; 2Co 10, 5), una obediencia “en el Señor” (Ef 5, 22); Ef 6, 1; Ef 6, 5; Col 3, 18ss). Obedecer a Dios conduce a la vida; obedecer al pecado, es esclavitud para la muerte (Rm 6, 21-23). La autoridad de Jesucristo y la consiguiente obediencia del cristiano abarca la misma amplitud con que afecta al hombre la desobediencia, el pecado (cfr. Rm 6, 16-19), esto es, la radical oposición que hay entre vida y muerte. El cristiano es liberto de Cristo (1Co 7, 22-23), y fundamenta toda obediencia en el reconocimiento del señorío vivificador de Cristo. Él es la “ley” (1Co 9, 21).

La libertad cristiana en el Espíritu Santo. Pero el hombre no puede obedecer, pues está “encerrado” en la desobediencia, de la que es incapaz de salir. Para que la nueva “ley”, que es Cristo, pueda ser cumplida, Dios ha proyectado para los tiempos mesiánicos el pueblo nuevo que se adhiere a Él con obediencia total e interior. Para que la “ley” (Cristo) se encuentre grabada en el fondo del ser (Jr 31, 33), Dios concede la plena disposición interna para la obediencia, en imitación de Jesús. La obediencia procede de la libre determinación que es guiada por el Espíritu divino (Rm 6, 16-17). La obediencia en el Espíritu se basa en la condición filial, ajena a toda servidumbre (Rm 8, 14-17), como la entrega del Hijo encarnado también sucedió “en el Espíritu eterno”, que provoca, en el amor, la libre obediencia (Hb 9, 14). “Donde está el Espíritu del Señor allí hay libertad” (2Co 3, 17). La libertad es la ley interior del Espíritu, que hace posible la obediencia a la justicia, y libera nuestra voluntad para el bien y la vida. Así es “liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8, 21). “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rm 8, 14).

III.     Consideración teológica

Este patrimonio bíblico sobre “obediencia” y “libertad” nos ofrece, en última instancia, el fundamento de la antropología y moral cristianas. Como es sabido, este fundamento se ha desarrollado en torno a la tradicional reflexión sobre la “nueva criatura” y la “ley nueva”, que resulta de interés para nuestras consideraciones.

En efecto, la tradición teológica habitualmente ha puesto de relieve en la “nueva ley” dos dimensiones: interior y exterior. santo Tomás de Aquino expuso de manera magistral estos dos aspectos de la vida cristiana en el régimen de la “nueva Alianza”, es decir, la lex nova. Recordémoslo brevemente [3].

De una parte, la “ley nueva” inaugurada por el Evangelio, la “ley de Cristo”, es principalmente la gracia del Espíritu Santo, que concede al cristiano el señorío y la libertad, la liberación de la ley mosaica y el despliegue de la fe que obra por la caridad. Es ésta una lex libertatis, un don del Espíritu infundido en el interior como principio ontológico que transforma y capacita operativamente a la voluntad para moverse libremente a la entrega a Jesucristo, al amor de Dios.

De otra parte, la “ley nueva”, la “ley de Cristo” también posee secundariamente una dimensión externa: unos preceptos y consejos, el Evangelio predicado por Jesús, su propia vida enseñada, transmitida y vivida en la Iglesia. Esta dimensión externa de la lex nova constituye objetivamente el contenido hacia el que se dirige la voluntad movida por la gracia del Espíritu Santo. De manera que la “nueva ley” indica lo que hay que hacer pero, sobre todo — y esto es lo formalmente “nuevo” de ley evangélica—, da la fuerza para cumplirlo.

Es conocida esta reflexión sobre la lex nova, y es innecesario desarrollarla aquí en toda su amplitud. En cambio, vale la pena observar que la articulación de los aspectos interior y exterior de la “ley nueva” esclarece igualmente las relaciones entre libertad y autoridad-obediencia, y más radicalmente permite comprender la asociación de la “obediencia” de Cristo y la “libertad” del Espíritu Santo para la realización de salvación en la Iglesia y en el cristiano. Esto resulta especialmente necesario cuando, en ocasiones, se contrapone dialécticamente la libertad del Espíritu y el carácter normativo de la ley evangélica, que reclama obediencia en actos externos determinados.

El contenido bíblico antes analizado supone que la “ley” evangélica es, ante todo, Cristo mismo: su predicación, vida, muerte y resurrección, como acto de obediencia al Padre en favor de los hombres. Ante la “Palabra” encarnada, cuya autoridad (todo poder en los cielos y en la tierra) se basa en la obediencia al Padre, surge el “oír-respuesta” humano, es decir, la “obediencia de la fe”. Esta obediencia del hombre se hace posible por la acción del Espíritu Santo que capacita para que, en la libertad de los hijos de Dios, el hombre rinda a Dios el homenaje racional de su inteligencia y voluntad. La “libertad del Espíritu”, no es la anarquía de la “carne”, sino el instinto interior de la gracia que configura la nueva criatura a Cristo en su obediencia, amor y ofrenda al Padre, en movimiento espontáneo provocado por el amor, la caritas. “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn 14, 15, y 21).

Fe-obediencia a Cristo —y en Cristo al Padre—, y libertad- amor en el Espíritu están implicadas una en la otra. La obediencia al mandato externo no es posible sin el movimiento interior del Espíritu Santo. Este conduce al cristiano a obedecer libre y espontáneamente, como desde dentro y movido por el amor, las prescripciones externas, que son el modo histórico —mientras peregrinamos hacia la casa del Padre— de la economía salvífica inaugurada con la encarnación del Hijo (en el régimen de la fe y de los medios salvíficos de la lex incarnationis).

De este modo, la “obediencia” y la “libertad” no resultan antitéticas e irreconciliables, sino que —por el contrario— la obediencia cristiana incluye, como un momento interno constitutivo, la libertad del Espíritu, que es su “perfección”: la voluntad espontánea. Y esto de modo análogo a como la obediencia de Jesús es perfecta porque perfectas son su libertad y amor al Padre en el Espíritu eterno. El Espíritu Santo actualiza en el cristiano “desde dentro” la obediencia salvífica de Cristo al Padre, cuya voluntad se manifiesta históricamente, para los hombres, en la autoridad de la nueva “ley” que es Cristo mismo.

IV.      Conclusión

La herencia ilustrada ha legado la idea de que la libertad es auténtica en la medida en que se apoya sobre el juicio individual. La libertad del individuo viene así enfrentada a una tradición recibida en una comunidad que se testifica y transmite por medio de unas Escrituras, instituciones y personas dotadas de autoridad. Esta autoridad resultaría, según esa idea, una intromisión en la autonomía individual, y la obediencia sería una abdicación de la conciencia.

Esta interpretación constituye, sin duda, un riesgo para una correcta idea de libertad. Pero también ofrece una ocasión para redescubrir el significado de la autoridad y obediencia cristianas. Obediencia no significa renunciar a la autodeterminación personal. La tradición teológica ha afirmado constantemente que la libertad supone obrar a partir de sí mismo, ex seipso agere, spontanea voluntate, según Tomás de Aquino. En el cristiano esto sucede como despliegue y autorrealización de la “nueva criatura” en Cristo y en el Espíritu Santo. No implica, pues, una renuncia negativa, sino una afirmación de libertad eminentemente positiva: la asunción voluntaria del proyecto de Dios sobre la propia vida. Nunca es sumisión pasiva, sino libre adhesión al diseño de Dios propuesto por la palabra de la fe. La obediencia es la manifestación de la libertad de los hijos de Dios. No es un “límite” a la libertad (como lo entiende un individualismo reductivo), sino una libertad sostenida por el amor y puesta al servicio del amor a Dios y a los hermanos; enriquece y plenifica la persona para el servicio y la donación.

La obediencia y la autoridad en la Iglesia están al servicio de esta economía de la salvación. No se resuelven en la simple autoridad y obediencia de un hombre frente a otro. Toda obediencia sólo tiene sentido cuando se inserta en la obediencia salvífica de Cristo, y se identifica con la adhesión a Él. Sólo así puede entenderse una obediencia en la Iglesia realizada en la libertad del Espíritu, “no entre lamentos sino con alegría” (Hb 13, 17; 1Ts 5, 12; 1P 5, 5).

La afirmación de la responsabilidad personal y del carácter irrenunciable de la conciencia individual no supondrá un riesgo — muy al contrario— para quien advierte lúcidamente el carácter liberador de la obediencia al único Señor que puede merecer el don de la libertad humana, en lugar de los ídolos de este mundo. La libre obediencia es misterio de gracia y salvación. Ciertamente, esta percepción salvífica presupone madurez en esa fe por la que “el hombre se abandona totalmente a Dios, prestándole libremente el pleno obsequio del intelecto y de la voluntad” (DV 5).

José Ramón Villar en unav.edu/

Notas:

1     Vid. J. RATZINGER, Freiheit und Bindung in der Kirche, en E. CORECCO, N. HERZOG, A. SCOLA (ed.), Les droits fondamentaux du chrétien dans l'Église et dans la société, Friburgo 1980, pp. 37-52.

2     W. MUNDLE, Oír, en L. COENEN-E. BEYREUTHER-H. BIETENHARD, Diccionario teológico del Nuevo Testamento, Salamanca 1993, vol. III, pp. 203-209; A. STÖGER, Obediencia, en J. B. BAUER, Diccionario de Teología Bíblica, Barcelona 1967, col. 715-721; G.  GATTI, Obediencia, en L.  ROSSI- A. VALSECCHI (dir.), Diccionario Enciclopédico de  Teología  Moral,  Madrid 1974; H. RONDET, L’obéissance, problème de vie, mystère de foi, Lyon 1966.

3     Nos inspiramos en P. RODRÍGUEZ, Espontaneidad y legalidad en la ley nueva, en “Scripta  Theologica” 19 (1987) 375-385. El lector encontrará   en este denso trabajo —que incluye más perspectivas de las que aquí traemos— una bibliografía básica sobre la “ley nueva” y el fundamento de la moral cristiana. Los textos relevantes de santo Tomás sobre el tema se hallan en la S. Th., 1-2, qq. 106 y 108.

Martín Gelabert Ballester

El cristianismo (y el judaísmo) tienen su origen en una Palabra que Dios dirige al ser humano. Por eso, al contrario de lo que ocurre en otras religiones en las que importan los visionarios, en el cristianismo (y el judaísmo) importan los oyentes. Según el Nuevo Testamento la fe, o sea, la respuesta a la Palabra de Dios, nace de la escucha: fides ex auditu (Rm 10, 17). De ahí la permanente exhortación que se le hace al pueblo creyente: «Escucha Israel» (Dt 6, 4; Dt 9,1); exhortación que también encontramos en boca de Jesús: «escuchad» (Mc 4, 3, Mt 13, 18). Pero, además de invitar a la escucha, Jesús añadía: «quien tenga oídos para oír que oiga» (Mc 4, 9). La escucha requiere una cierta calidad del oído. De ahí que con frecuencia haya quienes «por mucho que oigan no entiendan» (Mc 4, 12). Según Jesús ese es el pecado de los judíos: «vosotros no podéis escuchar mi palabra» (Jn 8, 43). No podían porque se hallaban bajo la obediencia del diablo. Y la escucha de la Palabra de Dios requiere «la obediencia de la fe» (Rm 1, 5; Rm 16, 26).

Así, pues, la escucha es la condición ineludible de la acogida de la Palabra de Dios. Pero la escucha no es un movimiento espontáneo, algo que acontece quieras que no cuando se emite un sonido. Requiere una serie de condiciones, ambientales y personales. Más aún, si de lo que se trata es de escuchar una Palabra que procede de Dios, además de las condiciones inherentes a toda escucha, habrá que preguntarse si el ser humano está en condiciones de acoger y comprender esta palabra. En efecto, una palabra, para poder ser escuchada, debe adaptarse a las condiciones del oyente. Pero si la palabra de Dios se hace humana, ¿estamos escuchando de verdad la palabra de Dios? Además convendrá plantear si el ser humano desea escucharla. En efecto, hoy el ser humano pretende bastarse solo. No necesita de nadie. Quiere ser señor de su vida. ¿No será alienante pedirle que escuche una palabra que viene de más allá? Son muchos los problemas que a propósito de la escucha se plantean. En esta reflexión que aquí les ofrezco voy a referirme a alguno de esos problemas. Comienzo haciendo una reflexión sobre el hombre moderno y las características que lo hacen diferente al de otras épocas. Pues él es el que hoy está llamado a escuchar desde su cultura, sus valores, sus anhelos y sus dificultades.

1.       Una soledad poblada de aullidos

Una imagen bíblica podría servir para describir la situación en la que se encuentran muchos de nuestros contemporáneos: la «soledad poblada de aullidos» (Dt 32, 10), con la que el libro del Deuteronomio recuerda la travesía del pueblo de Dios por el desierto del Sinaí. Ya sé que una buena descripción de la persona actual no puede limitarse a unas cuantas frases o imágenes. Entre otras cosas porque lo que existen son individuos concretos, complejos y distintos. Hablar de hombre moderno (o postmoderno) es una abstracción, que no existe en ninguna parte. Pero sí que es posible evocar algún rasgo en el que, de una u otra manera, podamos reconocer aspectos, sentimientos, preocupaciones o problemas que caracterizan y marcan a bastantes de las mujeres y varones que hoy vivimos en esta sociedad occidental. Uno de ellos es la soledad, que va estrechamente unida a la autosuficiencia.

En cierto modo, la soledad es consustancial a la condición  humana. El fondo último de cada persona es único e irrepetible y escapa a toda comprensión exhaustiva. Somos, como decía Unamuno,  «especies únicas». Nacemos solos y morimos solos. Hay lugares donde nadie puede acompañarnos. Pero cuando digo que la soledad es característica del hombre moderno occidental me refiero a otra cosa, a las dificultades que tiene este ser humano para convivir con los demás, a su proclividad a la depresión, a su egoísmo, a su ensimismamiento, a la superficialidad con la que maneja las relaciones humanas, a su falta de compromisos estables y, sobre todo, al profundo vacío existencial que le embarga. No se trata únicamente de que seamos únicos, se trata de que nos sentimos solos. Y ese sentimiento, por una parte es resultado de nuestro deseo de libertad egoísta, de que no soportamos ningún tipo de dependencia (ideológica, económica, jerárquica, afectiva); y, por otra, es un sentimiento que no nos satisface, que nos produce dolor. El tipo de ser que ha forjado la mentalidad moderna es el de un yo solo y solitario.

Sin embargo, el ser humano no puede vivir en soledad. Está hecho para la comunión. Los cristianos sabemos el motivo: la persona humana es imagen de un Dios que es Amor Trinitario y Comunión de Vida. Un Dios único, pero no solitario; un Dios que no es soledad, sino compañía. Creado a su imagen, incluso aunque no lo sepa, «el ser humano no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra  con el amor,  si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente» [1]. De estas palabras quedémonos con esta idea: para comprenderse a sí mismo, el ser humano necesita que se le revele el amor. ¿Estará el ser humano en disposición de escucharle, caso de que esto acontezca?

El remedio de la soledad es el amor. Pero el hombre moderno no sabe amar. Y, por tanto, no está capacitado para escuchar las palabras del amor: oblación, desinterés, entrega, don de sí, perdón incondicional, esas palabras de las que habla el capítulo 13 de la primera carta a los Corintios. Las personas modernas tienen una gran incapacidad para amar. Son muy egoístas. No piensan en el otro. En ellas no hay rastro del «nosotros». Las relaciones amorosas son en muchas ocasiones efímeras y neuróticas. El ser humano no está dispuesto a dar y en lugar de buscar el bien del otro, termina por utilizarlo. No se le ha enseñado a amar. De joven cree que ama, pero más bien son las hormonas las que le confunden. La libido es más fuerte mientras más grande sea el vacío existencial. No sabe lo que es amor verdadero y las relaciones que establece, sin ninguna trascendencia, lo van dejando cada vez más vacío, más solo. No conoce la palabra compromiso. No está dispuesto a jugársela por el otro. Sólo busca el placer y la aventura. Se trata de relaciones superficiales, fácilmente sustituibles.

Para remediar su dolencia, a falta de amor, se buscan sucedáneos del amor, tales como el sexo (en ocasiones incluso sexo virtual, u orgías con desconocidos a los que nunca más se volverá a encontrar); alcohol y drogas (que producen una sensación de euforia, hacen olvidar la soledad y hasta parece que facilitan la relación). Y también sucedáneos menos fuertes, pero no menos aditivos, como el Chat (se trata de una compañía virtual, de una relación sin más realidad que la pantalla), o el pasarse el día pegado al teléfono móvil, sin establecer una verdadera comunicación personal, conversando de superficialidades. Más aún, se da la paradoja de que el intercambio que se establece con una persona conocida a través del teléfono móvil o incluso del correo electrónico, a veces no se es capaz de mantenerla en el cara a cara.

¿No estamos ante relaciones falsas? Si es así, no pueden llenar el vacío que reaparece en cuanto se apagan los aparatos electrónicos.

Otro modo de sentirse acompañado estando sólo, es huir del silencio. Nada mejor, pues, que buscar la estridencia, el ruido y el furor. Mucha gente tiene la televisión puesta sin prestarle atención. Esa televisión que se ha convertido en un concurso de gritos, de voces sin contenido. O se pasa el día con los auriculares puestos. Cualquier cosa antes que estar en silencio. El ser humano postmoderno no sabe estar consigo mismo. No sabe dialogar con su interior. Le teme a la soledad. Quizá en el fondo le da miedo enfrentarse a preguntas como estas: ¿quién soy?, ¿a dónde voy?, ¿qué estoy haciendo con mi vida? En estas condiciones es difícil, cuando no imposible, escuchar otra cosa que el vacío del propio yo. Es difícil encontrar un verdadero otro que no sea virtual, otro realmente distinto, que me interpele y me saque de mi mismo. En una soledad poblada de aullidos es difícil escuchar la voz de Dios, caso de que se dé.

2.       Si hoy escucháis su voz

          2.1.    La escucha como arte

La escucha no es algo espontáneo. Es un arte. Y bíblicamente hablando, es también obediencia [2], es fe. Como arte, la escucha requiere ejercicio, aprendizaje, tiempo, paciencia y, sobre todo, una serie de condiciones. Me detengo en estas tres: estar interesado, hacer silencio y reconocer la propia limitación.

1.       Mientras oír es, en primera instancia, percibir sonidos (cosa que puede hacerse aunque uno no quiera), escuchar es prestar atención a lo que se oye. Y solo se presta atención a quien dice algo que me interesa, algo que me resulta bueno, que está en sintonía con mis anhelos, con mis pensamientos, con mi vida. Mientras se oye sin atender, no se escucha sin atender. Se comprende ahora porque la Palabra de Dios se presenta como una buena noticia. Si no fuera así, no podría interesar ni ser escuchada [3]. El interés despierta el oído. De ahí que el orante pide al Señor que despierte su oído, para poder escuchar, como un buen discípulo (Is 50, 4). Cuando está limitado el interés, también lo está el conocimiento. Hay conocimientos que sólo llegan cuando se los desea: «el deseo capacita y prepara al que desea para conseguir lo deseado», dice Tomás de Aquino [4]. El cuarto evangelio dice que Dios se da a conocer al que le ama (Jn 14, 21), pues hay una sabiduría que sólo es hallada por los que la buscan y la desean (Sb  6, 12-13) Escuchar requiere percibir lo que se me dice como interesante y bueno para mí.

2.       Nótese el matiz: interesante para mí. Pues para interesar a alguien  no basta con darle buenas noticias. Es necesario que las perciba como tales. En ocasiones algunas buenas noticias se perciben como malas. Bien explica Tomás de Aquino que «el bien espiritual les parece a algunos malo, en cuanto es contrario al deleite carnal, en cuya concupiscencia están asentados» [5]. Hay posturas, situaciones, lugares, que impiden o, al menos dificultan, determinadas escuchas. Ni todos los lugares están preparados, ni todas las personas están capacitadas para escuchar determinadas noticias, por muy buenas e interesantes que sean. Además del interés se necesitan unas circunstancias favorables que posibiliten la audición. Cuando las circunstancias que dificultan son personales, se necesita una conversión. El apóstol Pablo advertía que cuando se está instalado en los «dioses de este mundo» el entendimiento se ciega y no le resulta posible percibir «el resplandor glorioso del Evangelio de Cristo» (2Co 4, 4). De ahí la necesidad del silencio exterior, pero sobre todo del silencio interior, para poder escuchar. No hay que interrumpir al que habla antes de que concluya. Hay que dejar a un lado el ruido de tantas preocupaciones para concentrarse en lo que de veras vale la pena.

3.       Una tercera condición para la escucha es el reconocimiento de la propia limitación. No somos poseedores de la verdad, no lo sabemos todo, no tenemos siempre toda la razón. Hay mucho que aprender, mucho que recibir de los otros. Siempre nos falta algo. Quien piensa que todo lo sabe, que los demás son incapaces de aportarle nada, no está en disposición de escuchar nada. La paciencia, el deseo de aprender y, sobre todo, la humildad, la capacidad de autocrítica, son condiciones esenciales de toda escucha. Dicho de otro modo: para escuchar es necesario ser bien consciente de que uno no es Dios. Relacionado con esta actitud está el dejar que el otro sea otro, no seleccionar sólo aquellas opiniones que coinciden con las nuestras, no evaluar lo que el otro dice desde nuestros propios esquemas. Escuchar es también dejarse sorprender, ponerse en lugar de los demás, dejar a un lado los propios paradigmas y asumir que otros pueden ver las cosas de manera diferente. Escuchar, en definitiva, es estar dispuesto a convertirse, a cambiar.

          2.2.    La escucha como obediencia

Que escuchar sea estar dispuesto a cambiar, enlaza con la dimensión creyente de la escucha. Pues para el creyente, además de un arte, la escucha es obediencia. De hecho, la palabra latina obedio (de ob = por, a causa de, y audio = oír) significa dar oídos a alguno, escucharlo, seguir sus consejos. También el alemán gehorchen (= obedecer, responder) es un derivado de horchen (= escuchar). Escuchar es obedecer. No se trata de una obediencia opresora y temerosa, como la del esclavo con su amo, sino de una obediencia que brota de la confianza que me provoca el que habla. Si escuchar es obedecer, obedecer es creer, fiarse, como muy bien indica la palabra catalana creure (que significa, a la vez, obedecer y creer). El creyente está siempre buscando la voz de Dios, que se manifiesta de muchas maneras, porque está convencido de que Dios es de fiar, no puede engañar, «es imposible que mienta» (Hb 6, 18), y es fiel a lo que promete (Hb 10, 23). Y si sabe más, este saber está siempre orientado al bien de la persona. El saber de Dios me pone en el buen camino.

A la luz de lo dicho se comprende la exhortación del salmista: «si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestro corazón». Bíblicamente hablando el corazón es la intimidad de la persona, el centro del que brota lo que la define como buena o como mala: del corazón «salen las intenciones malas» (Mc 7, 21), pero también las buenas; del corazón brota la sensatez y la insensatez, la cordura y la locura. La persona que se resiste a convertirse, a escuchar con atención y amor la voz del Señor, que se empecina en su mal camino, tiene un corazón endurecido. Para escuchar a Dios se necesita un mínimo de apertura, disponibilidad y acogida de su gracia. Para encontrarle y oír su voz hace falta «abrirle las puertas» de nuestra casa. En este espacio de silencio que hay en mí, donde nadie puede entrar sino yo, no estoy yo solo, «me acompaña, en vela, la pura eternidad de cuanto amo» [6]. Invito a Dios a entrar, y estar conmigo, y conducir mi vida. Me dispongo a obedecerle porque me fío de Él.

La escucha de la voz del Señor no va en dirección única. Es dialogal. De ahí que la libertad es condición de la escucha. No hay peor sordo que el que no quiere oír. Hay una sordera cuya causa es la libertad del que se niega a oír. A esta sordera se refiere la Escritura cuando habla de sordos que no quieren oír (Mt 13, 13). De esta sordera vino a curarnos Cristo. La Iglesia es bien consciente de ello cuando, en el bautismo, recordando la palabra effetá (= abrete) que pronunció Jesús en la curación de un sordo (cfr. Mc 7, 34), dice tocando los oídos del recién bautizado: «el Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda, a su tiempo, escucha su Palabra y proclamar la fe, para alabanza y gloria de Dios Padre».

El libro de los Hechos describe a los que apedreaban a Esteban como gritando fuertemente y además tapándose sus oídos (Hch 7, 57). Esta posibilidad de no oír porque uno no quiere muestra que la libertad es condición esencial de la escucha. Y por tanto que la obediencia del que se decide a escuchar es libre. Se trata de una obediencia que no oprime, que no menoscaba la autonomía del que escucha, una obediencia que mueve a través de la libertad: «con correas de amor los atraía» (Os 11, 4).

3.       El deseo de la escucha

Tenemos que plantearnos ahora algunos de los problemas que surgen cuando hablamos de escuchar la Palabra de Dios.

La persona contemporánea parece solamente interesada en escucharse a sí misma. Toda su vida está centrada en el propio yo: yo escojo a mis amigos, yo decido mis estudios, yo busco mi pareja, yo construyo mi futuro, yo soy bueno, yo reivindico mi autonomía. Se resiste a que nadie le diga lo que tiene que hacer. Aspira a ser señor de sí mismo y a convertirse en norma de todas las cosas. A la teología actual se la plantea el problema de cómo hacer desear al ser humano el deseo de escuchar una palabra divina, una palabra que viene de más allá de uno mismo y me saca de mí mismo. Pues sólo si esta palabra responde a un deseo tendrá sentido para el ser humano.

¿Cómo interesar al hombre, cómo hacerle desear la Palabra de Dios? ¿Por qué debería interesarme escuchar una palabra proveniente de más allá de lo humano? Sólo sería digna de ser escuchada esta palabra si respondiera a los más profundos deseos de mi corazón, si me dijera quién soy, iluminándome a mí mismo, si me orientara hacia una vida feliz y eternamente dichosa.

Precisamente la gran tragedia del ser humano radica en que ni él mismo sabe para qué ha nacido. Apenas es consciente de que existe cuando ya se percata de que su vida termina con la muerte. La perspectiva de haber nacido para morir no le satisface, y por eso protesta en todos los tonos: «Con razón, sin razón o contra ella no me da la gana de morirme… Como no llegue a perder la cabeza, o mejor aún que la cabeza el corazón, yo no dimito de la vida; se me destituirá de ella» [7]. «La no existencia no es apetecible», afirma Tomás de Aquino [8]. No puede el hombre aceptar que su vida sea un rayo de luz entre dos eternidades de tinieblas. De ahí que sueñe con un destino más halagüeño para su vida.

El ser humano busca  imperiosamente  una  salida  al  problema  que le plantea la muerte. Las soluciones parciales, búsqueda de una vida más longeva, dejar huella en hijos, obra o fama, no acaban de satisfacerle. Por eso, ante la muerte la inteligencia no descansa. Miguel de Unamuno dice que «en el punto de partida de toda filosofía hay un para qué», provocado por el hecho de que el filósofo «necesita vivir», «no quiere morirse del todo y quiere saber si ha de morirse o no definitivamente» [9]. Puesto que el filósofo, todo ser humano en realidad, quiere saber, la muerte da que pensar y provoca la búsqueda de respuestas de todo tipo: racionales, religiosas e incluso imaginativas (calificadas normalmente de científicas, en realidad pseudo-racionales y pseudo-religiosas). Como dice Fernando Savater, desde posiciones agnósticas, «la evidencia de la muerte no sólo le deja a uno pensativo, sino que le vuelve a uno pensador» [10]. Pensador, buscador, porque la muerte plantea una pregunta inevitable (pues, de un modo u otro, en algún momento de su existencia, todo ser humano se la hace), y decisiva (puesto que en ella se trata de lo más propio de cada uno), a saber: ¿tiene sentido la vida?

Hay dos tipos de respuestas a la cuestión del sentido de la vida, las racionales y las religiosas. Desde la razón empírica, materialista y autosuficiente, la respuesta es tajante: la vida no tiene sentido, salida o finalidad alguna, acaba definitivamente con la muerte. La razón, segura de sí misma, llega al punto de pretender probar la mortalidad del alma [11]. Una razón más crítica y cauta ofrece una respuesta más matizada: la muerte no es lo que parece, es un no saber, es lo desconocido. Con la muerte no sabemos a dónde vamos. La muerte es el «sin respuesta» [12]. La razón bien responde negativamente; bien, en el mejor de los casos, no responde. Así puede conducir a la desesperación, a la resignación, a la protesta, en todo caso a la inconformidad.

Detengámonos en la respuesta religiosa. A veces, de forma precipitada, muchos consideran que la aceptación de la existencia de Dios lleva por sí misma a una respuesta satisfactoria ante la muerte. Examinado el asunto más de cerca, resulta que no es así. De hecho, la Escritura judeo-cristiana, en sus primeros libros, muestra a unos hombres justos, temerosos de Dios, convencidos de su existencia y de su amor, y, sin embargo, convencidos también de que la vida terminaba definitivamente con la muerte. El Nuevo Testamento recuerda como los saduceos, buenos intérpretes de la tradición bíblica y creyentes en Yahveh, negaban que hubiera resurrección de los muertos (cfr. Mt 22, 23).

En parte de la revelación bíblica, la muerte es el fin total del hombre (Pr, Job, Qo 9, 2-6.10; Sal 39; Sal 49; Sal 88; Sal 90; Si 16, 27-Si 17,1; Si 38, 16-Si 33; Si 41, 1-4), el camino de toda la tierra (Jos 23, 14), la cita de todos los vivientes (Jb 30,23). Para los patriarcas, la muerte pertenece a la condición normal, natural del hombre. Esto es lo sensato, lo sabio, lo racional. Ninguna revelación ha desvelado aún el misterio. Todo lo que se desea es que la muerte llegue al cabo de una larga y dichosa vida. De ahí el escándalo de los justos del Antiguo Testamento cuando ven prosperar a los malos y morir precozmente a los buenos: ellos sabían de Dios y de su amor, se esforzaban en agradarle, pero esperaban la recompensa para esta vida, puesto que no conocían otra.

El proceder de la Escritura nos confirma que de la creencia en Dios no se deduce, sin más, la fe en una vida post-mortal. ¿Dónde encontrar, pues, una respuesta a este problema? El número 18 de la Gaudium et Spes nos indica una dirección. Comienza constatando la exigencia vital y la protesta ante la muerte de la que antes hablábamos: por una inspiración justa de su corazón, el hombre rechaza la ruina total y el definitivo fracaso de su persona. Pues bien: a esta inspiración justa del corazón del hombre, el Concilio responde con la revelación divina. Hay un lazo entre la pregunta por el destino y la pregunta por la revelación, por la Palabra de Dios, por el deseo de escucharle [13]. La línea del Concilio nos está indicando que la pregunta por el para qué de la existencia sólo tiene respuesta adecuada un paso más allá de la afirmación de la existencia de Dios. La respuesta viene de la palabra (o del silencio) de Dios, de la posibilidad de una revelación divina.

Fue precisamente el deseo profundo de tener una respuesta clara y tranquilizadora al ansia de trascendencia humana lo que constituyó la fuente y el motor de todas las religiones. Pues «siempre deseará el hombre saber, al menos confusamente, el sentido de su vida, de su acción y de su muerte» [14]. Esta fue la razón por la que los hombres desearon que la divinidad se revelara. Si el hombre no podía resolver su propio enigma, los dioses le ayudarían a resolverlo, pues eran conocedores del futuro y de los secretos más ocultos: «los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana, que hoy como ayer conmueven íntimamente su corazón» [15].

El origen vital del preguntarse por la posibilidad de una revelación divina radica en que el ser humano no acepta la muerte como algo definitivo ni quiere dar de lado al problema que su trascendencia deseada plantea, sino que busca desesperadamente una solución. El ansia de responder a este problema de acuerdo con sus aspiraciones más profundas es lo que hace que la persona se pregunte por la posibilidad de escuchar una revelación que, al menos, le saque de la duda en que vive.

4.       La sacramentalidad de toda revelación

Otro problema que surge a propósito de la escucha de la Palabra de Dios es el de la posibilidad de que esta Palabra pueda llegar hasta nosotros. ¿Es posible la escucha? ¿Qué es en realidad lo que escuchamos cuando oímos la llamada «palabra» de Dios?

La revelación, si se da, tiene que acomodarse necesariamente al modo de ser del hombre, pues toda comunicación está condicionada por el receptor. Yo sólo puedo hacerme entender si me adapto a las condiciones de quién me escucha. Sin esta adaptación no hay comunicación posible. Más aún: la comunicación no sólo está condicionada por la capacidad del receptor, sino también por los medios de expresión de que dispongo para hacerle llegar mi pensamiento y por la manera como el receptor comprende estos medios de expresión. Ya Tomás de Aquino notaba que todo conocimiento se ajusta a la naturaleza del que conoce [16].

Dada la finitud del ser humano, Dios debe revelarse en estructuras finitas, lo que, desde nuestro punto de vista, implica la coexistencia de la revelación (puesto que Dios se manifiesta) y el ocultamiento de Dios (puesto que se manifiesta en formas limitadas, incapaces de contener totalmente al Infinito). O dicho de otro modo: el Dios que se desvela se vela al mismo tiempo,  al estar condicionado, en primer lugar, por unos medios de expresión que siempre son inadecuados para expresar su grandeza; y, en segundo lugar, por la limitada capacidad de comprensión de la persona humana.

El modo como Dios se revela deberá respetar tanto su trascendencia inabarcable como la finitud humana y su captación necesariamente limitada.

Por una parte, Dios es infinito, inabarcable, nada finito puede contenerlo. Por otra, el ser humano conoce por medio de los sentidos y de la experiencia sensible. De ahí que Tomás de Aquino notase que «en las divinas Escrituras lo divino es descrito metafóricamente con realidades sensibles» [17]. El problema que entonces se plantea podría formularse así: Si Dios se da a conocer tal cual es, ¿cómo puede el ser humano entenderle? Si se adapta a nuestro modo de conocer, ¿conocemos en realidad a Dios? Y la respuesta sonaría así: cuando Dios se manifiesta, el hombre le entiende como entiende todas las cosas, a saber, al modo humano. Y si Dios se adapta a nuestro modo de entender, nos encontramos ante una manifestación de su inmenso amor y de su infinita sabiduría. Para resguardar su trascendencia, garantizar su intimidad y moderar su fuerza, Dios se expresa a nuestra manera. En este sentido, que el misterio sea accesible por medio de adaptaciones, resulta expresión de amor y plenitud más que de defecto.

Dios, para adaptarse y hacerse entender, utiliza mediaciones. En realidad, todo encuentro con Dios desde nuestra condición humana, se da a través de mediaciones. Jesús es el modo humano de ser y de actuar de Dios, es la mediación de Dios por excelencia en las condiciones de nuestra humanidad. Quien le ve a él, ve a Dios, quien a Jesús oye, oye a Dios. El es el que pronuncia las palabras de Dios: «la gente se agolpaba a su alrededor para oír la palabra de Dios» (Lc 5, 1). Ahora bien, Jesús ya no está entre nosotros, está resucitado, a la derecha de Dios. Sigue presente entre nosotros, pero de un modo nuevo, distinto. Está presente por medio del Espíritu. El encuentro con Jesús resucitado se realiza también a través de mediaciones, fundamentalmente la mediación de la Iglesia. En el Nuevo Testamento encontramos algunos textos muy significativos que se refieren a nuestro encuentro con Dios a través de la mediación de Jesús y de nuestro encuentro con Jesús a través de una mediación humana: «quien acoja al que yo envíe, me acoge a mí, y quien me acoja a mí, acoge a aquel que me ha enviado» (Jn 13, 20); «el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí sino a Aquel que me ha enviado» (Mc 9, 37). De mediación en mediación nos encontramos con Dios. Así ocurre también en la escucha de su palabra. Para nosotros, la Escritura es la mediación humana que permite escuchar la palabra de Dios.

Esta mediación, teológicamente hay que calificarla de sacramental. El sacramento es una realidad creada, finita. Pero es también realidad simbólica, que remite más allá de sí misma; es transparencia hacia Dios. Puesto que lo finito a quién pone límites es al hombre y no a Dios, Dios puede hacerse presente en lo finito. Pero cuando Dios se hace presente en lo finito, el ser humano le capta «en espejo, en enigma» (1Co 13, 12; cfr. St 1, 23 en donde se compara la Palabra de Dios con un espejo). Podría entonces entenderse el sacramento como un espejo en el que Dios se refleja, y en el que el hombre ve un enigma; por ver un enigma necesita para entenderlo cabalmente una palabra que lo interprete. El que tiene las claves de acceso al espejo –el que posee el Espíritu de Cristo, el que lee la Escritura en Iglesia– escucha la palabra de Dios en forma humana.

Debemos descartar la falsa ilusión de conocer divinamente. Conocemos humanamente, pero conocemos de verdad a Dios. El conocimiento de Dios, por muy absoluto y divino que sea, toma la forma de un enunciado humano y, por tanto, está sometido a la debilidad, complejidad, lentitud, perfectibilidad y desarrollo del conocimiento humano. Nuestro conocimiento de Dios está sometido a las mismas condiciones que cualquier otro conocimiento. Cuando Dios se revela en formas humanas nos encontramos ante la mayor aproximación a lo divino que permite nuestro estado actual: se trata de la verdad en la medida en que nuestra mente puede recibirla; la verdad hasta cierto punto y bajo las condiciones impuestas por la debilidad humana [18].

El Dios infinito toma proporciones humanas cuando decide intervenir en el mundo de los hombres. Su Palabra debe abreviarse sin que por eso disminuya. Los escritores judíos y de la antigüedad cristiana se complacen en destacar la condescendencia de Dios, su pedagogía, la manera cómo se adapta a nuestra naturaleza. Un comentario judío a Ex 25, 22, dice así:

«Un samaritano dijo a R. Méir: ¿Cómo es posible que Aquel del que está escrito: ‘¿los cielos y la tierra no los lleno yo?’ (Jr 23, 24) haya hablado a Moisés entre las dos barras del arca? – Tráeme un gran espejo, le dijo. Lo trajo. – Mira tu retrato. Era grande. – Tráeme ahora un espejo pequeño. Lo trajo. – Mira tu retrato. Era pequeño. Entonces R. Méir replico: Si tú, que eres carne y sangre, puedes cambiarte como quieres, con cuánta más razón podrá Aquel que por su Palabra ha creado el mundo. Así, cuando El lo desea, llena el cielo y la tierra y, cuando lo desea, habla a Moisés entre las dos barras del arca» [19].

La condescendencia de Dios culmina en la Encarnación de Jesús: «En los últimos tiempos, cuando todo lo recapituló en él, nuestro Señor vino a nosotros, no tal como el podía venir, sino tal como nosotros éramos capaces de verlo… Fue su venida como hombre» [20]. Si Dios envió su Verbo fue para que los seres humanos escucharan su palabra. Cuando Dios habla quiere un interlocutor que comprenda su mensaje. Para  que esto fuera posible su Palabra se hizo carne (Jn 1, 14). Jesús es el sacramento, el necesario sacramento de Dios. El es el que permite en nuestra circunstancia humana lo que humanamente resulta imposible: escuchar esa voz que en sí misma resulta ininteligible y sólo mediada por Jesús puede entenderse (cfr. Ex 20, 19).

5.       Escuchar el silencio de Dios

Acabamos nuestra reflexión fijándonos en un problema al que es muy sensible el hombre contemporáneo, incluso muchos creyentes: en realidad, más que la Palabra de Dios, lo que muchos escuchan hoy es el silencio de Dios. Creyentes y no creyentes se quejan de este silencio y preguntan, a la vista de situaciones intolerables e indignas del ser humano, dónde está Dios. Si hay Dios y si se interesa de verdad por nosotros, sobre todo por las víctimas y los desheredados, ¿cómo es posible que no reaccione? No podemos tocar ahora el espinoso problema del mal, porque eso nos desviaría de nuestro tema [21]. Pero sí queremos ofrecer una interpretación del silencio de Dios.

El tema del silencio de Dios tiene muchas vertientes. Fundamentalmente está relacionado con la pregunta de si resulta coherente y con sentido un «mundo sin Dios». Entiéndase bien: desde el punto de vista creyente no se trata de sostener que Dios no existe o que no resulta razonable su afirmación, sino de no ignorar la posibilidad de comprender racionalmente la realidad de un mundo sin Dios. No podemos considerar esta posibilidad como absurda. Tiene una coherencia racional suficiente y puede tener su sentido. En esta perspectiva, la experiencia del silencio de Dios puede ser reconocida como la inevitable consecuencia de la renuncia de Dios a imponer su presencia. De hecho, no se perciben signos evidentes de su completo dominio sobre las cosas. Es preciso caer en la cuenta que si estuviera presente en el mundo como Dios, su presencia se impondría de modo ineludible. El hombre no tendría más alternativa que someterse. La afirmación de la existencia de Dios no sería libre, sino impuesta. La sumisión a Dios sería la condición inevitable de la existencia humana.

Pero la situación no es esta, porque Dios ha querido abrir un espacio de libertad para el hombre. Ha dejado en el mundo signos suficientes de su existencia. Pero ha renunciado a imponer su presencia, al precio de dejar abierta la posibilidad racional de negar su existencia y vivir como si no existiera. La existencia de un verdadero espacio de libertad para el hombre, es inseparable de la posibilidad racional de comprender la realidad como mundo sin Dios. Por todo ello la experiencia del silencio de Dios adquiere un profundo sentido. Es la consecuencia de una acción de Dios a favor del ser humano, la acción que otorga al hombre una verdadera libertad [22].

Ahora bien, en la perspectiva de nuestra reflexión este silencio tiene otro sentido. Pues, al menos para el creyente, puede ser un silencio elocuente. Es un silencio hablante, que el creyente está invitado a escuchar e interpretar adecuadamente. No es sólo resultado del hecho de que Dios no quiere imponerse. Es también el modo como Dios escucha con atención vigilante nuestra palabra y nos deja decirla con acierto, después de haberla reflexionado. Pues él, como dice 1P 5, 7, se interesa por nosotros. El silencio no es simplemente callar. Es también atender al otro, escucharle, comprender su problema.

El silencio de Dios es expresión de su gran respeto por el ser humano. El respeta lo que tenemos que decirle y deja que nos expliquemos hasta el final: nuestra vida, toda entera, eso es lo que tenemos que decirle y él escucha con atención, sin interrumpir, de modo que su silencio facilita nuestra explicación y nuestra palabra. Nuestra vida es el momento de nuestro hablar en este coloquio de amor que desde siempre Él establece con nosotros. Por eso, el silencio de Dios es el silencio del que deja hablar. Se trata de un silencio hablante, cargado de sentido, «pues el que calla para examinar al discípulo también habla; y el que se calla para probar al amado también habla; y el que se calla para facilitar una comprensión más profunda cuando llegue el momento, también habla». El silencio de Dios no es un silencio vacío, «sólo es el momento del silencio en la profundidad misma del coloquio». Por eso, Dios «ya calle o ya hable, siempre es el mismo padre; el mismo corazón paterno, cuando nos guía con su voz o nos eleva con su silencio» [23].

Con su silencio, Dios nos pregunta personalmente: ¿qué haces por mí, qué haces por los hermanos?, ¿qué dices de mí, qué dices de tus hermanos? Y él escucha con mucha atención. ¿Sabremos nosotros escuchar este silencio?

6.       Palabras finales

En resumen, la escucha es una actitud fundamental de todo ser humano y de todo cristiano. El cristiano está llamado a escuchar la voz de Dios. Pero las mujeres y varones de hoy no parecen estar preparados para esta escucha. El mundo está lleno de ruido y de furor y el hombre contemporáneo es fundamentalmente egoísta. Nada de esto facilita la escucha. Hay que aprender a escuchar, ejercitarse en el arte de escuchar. Y, para el cristiano, hay que abrirse a Dios con confianza, pues sin fe no es posible escuchar la posible Palabra de Dios.

Plantear a la mentalidad actual la escucha de una Palabra que provenga de Dios requiere resolver una serie de problemas, precisamente para mostrar que esta escucha no es alienante y no es un absurdo racional. Es lo que hemos buscado hacer en nuestros epígrafes sobre el deseo de la escucha y la sacramentalidad de la revelación.

Nuestra reflexión termina preguntándose si además de la Palabra no deberá también el ser humano estar en disposición de escuchar el silencio de Dios y sobre el sentido que ese silencio tiene para el creyente.

Martín Gelabert Ballester, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1      JUAN PABLO II: Redemptor Hominis, 10.

2      Cabría hacer un paralelismo con el amor, que también es arte y mandamiento. Cfr. M. GELABERT: Vivir en el amor. Amar y ser amado. San Pablo, Madrid 2005, 26- 63.

3      Hay ahí una seria advertencia para la Iglesia y los encargados de transmitir esta Palabra: si no la presentan como buena noticia, dejará de interesar. Y el hecho de que hoy parezca no interesar a mucha gente tiene que llevar a la Iglesia a preguntarse por su propia credibilidad y por los motivos por los que su predicación no es percibida como buena. Con todo, este es un problema complejo que no puede resolverse apelando únicamente a la culpabilidad de los mensajeros. No podemos desarrollarlo aquí. Lo hemos hecho en M. GELABERT: “Actitudes del evangelizador en una sociedad post-cristiana”, en Teología Espiritual (2005), 265-280.

4      Suma de Teología, I, 12, 6.

5      De caritate, 12.

6      Himno de la liturgia de Vísperas del jueves de la semana II.

7      M. DE UNAMUNO: Obras completas (ed. preparada por Manuel García Blanco), Escélicer, Madrid, 1966 ss., t. VII, 186.

8      Suma de Teología I, 5, 2, ad 3; cfr. De malo 5, 5: «La muerte y la corrupción es para nosotros contra naturaleza».

9      O. c. en nota 7, págs. 126 y 129.

10      F. SAVATER: Las preguntas de la vida. Ariel, Barcelona 1999, 31.

11      «No hay manera alguna de probar racionalmente la inmortalidad del alma. Hay, en cambio, modos de probar racionalmente su mortalidad», M. DE UNAMUNO: o. c. en nota 7, 156.

12      Cfr. E. LEVINAS: Dios, la muerte y el tiempo. Ediciones Cátedra, Madrid 1993, 19 y 25.

13      También el Vaticano I relaciona la necesidad de la revelación con la cuestión del destino del hombre a la felicidad eterna (DS 3005).

14      Y por esa razón el ser humano «nunca jamás es del todo indiferente ante el problema religioso» (Gaudium et Spes, 41).

15      Nostra aetate, 1.

16      Suma de Teología, I, 12, 4

17      Suma de Teología, I, 12, 3, ad 3.

18      Cfr. J. H. NEWMAN: Teoría del desarrollo doctrinal (traducción de Aureli Boix, introducción de Josep Vives, Cuadernos “Institut de Teologia Fonamental”, nº 16), nn. 32-35 y 43 b.

19      Cfr. F. MANNS: L’Israël de Dieu. Essais sur le christianisme primitif. Franciscan Printing Press, Jerusalem, 1996, 43-44

20      SAN IRENEO, Adv. Haer. 4, 38, 1.

21      Sobre el problema del mal, puede verse M. GELABERT: “El mal como estigma teológico”, en Moralia (1999), 191-222.

22      A este respecto resulta muy útil leer a JOSÉ M. MILLÁS: La fe cristiana en un mundo secular. Cuadernos “Institut de Teologia Fonamental”, San Cugat del Vallès, nº 43.

23      S. KIERKEGAARD: Diario, VII A 131.

Rafael Lazcano

“Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo, a favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24).

I.         Introducción

La beatificación de Ana Catalina Emmerick, el domingo 3 de octubre de 2004, por Juan Pablo II, ha puesto de manifiesto una vez más la importancia del sufrimiento humano y el significado redentor de la pasión de Cristo. Ana Catalina protagonizó insólitos fenómenos, muy llamativos, tanto en su época como en la nuestra, inexplicables a la luz de la razón y en los que se mueve con desconcertante facilidad, como de ello testifican sus coetáneos. La santidad de vida ha sido reconocida oficialmente por la Iglesia 180 años después su muerte [1].

Desde la adolescencia Ana Catalina tuvo especiales conocimientos de la verdad de la fe, a través de constantes y sobrenaturales visiones de la vida y pasión de Jesucristo, de la Santísima Virgen y de los santos. Ella misma nos lo explica: “Las muchas y admirables visiones concernientes al Antiguo y al Nuevo Testamento y las innumerables imágenes de la vida de los santos me fueron otorgadas por la misericordia de Dios, no sólo para mi instrucción, sino también para que las publicara, para que declarara muchas cosas ignoradas y escondidas. Siempre me fue inculcado este mandado…. Él ha escrito todo [Clemente Brentano]: a mí me toca únicamente el anunciar mis visiones. Y cuando el Peregrino lo haya ordenado todo, y todo esté acabado, luego morirá también él” [2].

Ana Catalina era consciente de haber adquirido esta responsabilidad delante de Dios, la de “referir todo lo que vea, aunque se burlen de mí y no pueda comprender el provecho que se siga de esto. También he conocido que nunca ha visto nadie estas cosas con el grado y medida en que las he visto yo, y que no son cosas mías, sino de la Iglesia” [3]. El instrumento para transmitir las visiones, lo sobrenatural, de un modo sensible por medio de los sentidos y la luz profética de Ana Catalina fue “el Peregrino”, nombre con que designaba al poeta Clemente Brentano [4].

Desde los últimos días de julio de 1820 empezó Ana Catalina a referirle a Brentano las visiones y revelaciones, que él anota, redacta y trascribe en sus puntos principales, en un cuaderno, a modo de secretario docto y fiel [5]. Las visiones y revelaciones que Ana Catalina veía se las contaba luego en conversación mantenida en el dialecto de Westfalia. Además de la vida interior de visiones que consigue trasmitir con todo lujo de detalles, no se olvida del mundo propiamente en el que vive, una realidad turbada y profundamente dolorosa. Los escritos de Brentano llevan su estilo y sello literario propio de la lengua alemana; las visiones, la fuerza y la verdad de la sabiduría, por así decir, corresponden a Ana Catalina Emmerick [6].

Diez años después de la muerte de Ana Catalina publicó Brentano una parte de sus escritos bajo el título: La dolorosa pasión de Nuestro Señor Jesucristo [7]. Esta obra alcanzó de inmediato una gran difusión. El resto de revelaciones quedaron manuscritas a la muerte de Brentano (+ 1842). Los manuscritos llegaron a manos del provincial de los Padres Redentoristas, Carlos Erardo Schmöger, quien comenzó en 1858 la publicación de la Vida de Nuestro Señor Jesucristo. A este autor se debe también una biografía completa en tres tomos de Ana Catalina Emmerick [8], pronto traducida al francés [9] e italiano [10]. La obra principal que ahora utilizo en esta primera aproximación a Ana Catalina es mayormente un resumen de la biografía extensa de Schmöger, organizada con los escritos de Brentano, y cuya edición abreviada también se encuentra traducida al inglés [11]. Los textos de Brentano nos ayudarán a descubrir el verdadero rostro de una mujer enteramente entregada a Dios y al servicio del prójimo.

II.       Nacimiento e infancia (1774-1786)

Ana Catalina nació el 8 de septiembre de 1774 en Flamschen, aldea situada a media legua de la ciudad de Coesfeld, diócesis de Münster (Alemania). Fue el quinto hijo, de los nueve que tuvo el matrimonio formado por Bernando Emmerick, de profesión labrador, y de Ana Hillers. El mismo día de su nacimiento la llevaron a la iglesia parroquial de Santiago de Coesfeld para ser bautizada. La niñez de Ana Catalina trascurrió con sencillez e inocencia, ayudando en casa, en el trabajo del campo y guardando vacas. La asistencia a la escuela de Falmschen, que regía un anciano labrador, fue escasa y más bien corta [12]. Ya por entonces sus padres y hermanos mayores apreciaron en Ana Catalina una clara inclinación a las cosas religiosas y hacia la vida de oración, mostrando conocimientos de diferentes pasajes de la Sagrada Escritura que no acaban de explicase quienes la escuchaban.

Aquella niña que se juzgaba con severidad y que nunca se enfadaba con sus padres [13], de tez pálida, cabellos oscuros, voz delicada y ágil expresión hablaba de cosas que nadie la había enseñando y que parecían secretas y misteriosas. Dios la había agraciado con un don sobrenatural, no aprendido por boca de maestros ni de lecturas de libros. Las visiones y revelaciones no abandonarán nunca a Emmerick, primero relativas al Antiguo Testamento, luego completadas con la vida de Jesucristo. Con igual familiaridad habla de Roma que de Tierra Santa, el Vaticano, el palacio de David, el Templo de Jerusalén, el Cenáculo y los santos lugares de Jerusalén. De modo claro y penetrante, incluso en los más leves detalles, instruye y enriquece las visiones que de continuo acompañaron a Ana Catalina sobre los misterios de la fe. Visiones y contemplaciones, como veremos, siempre seguidas de padecimientos físicos y espirituales, que vividos con diversa intensidad según las miserias y necesidades del mundo, nos dan a entender el carácter y significado de cada uno de ellos.

III.     Vaquera y costurera con aspiración a la vida religiosa (1786-1794)

Con doce años de edad, una vez hecha la primera comunión, se fue a servir a casa de un labrador de la familia Emmerick, residente también en la aldea de Flamschen, donde permaneció durante tres años. Un primo suyo dio el siguiente testimonio delante de la autoridad eclesiástica el 8 de abril de 1813: “Cuando Ana Catalina tuvo doce o trece años estuvo en mi casa y guardaba las vacas [14]. Se mostró afable y complaciente hacia todos, y nunca tuve nada que reprenderla... era muy devota, aplicada, fiel y callada. De todos hablaba bien, y decía que no quería que ella le fuera bien en el mundo... Tenía muy buen corazón; ayunaba con mucha frecuencia, y lo disimulaba diciendo que no tenía apetito. Cuando yo la disuadía de su propósito de ser monja, porque era preciso que renunciara a todo su haber, me respondía: “No me habléis de esto si queréis ser amigo mío; yo debo y quiero ser religiosa” [15].

Una vez finalizada la estancia en casa de los Emmerick permaneció con sus padres y hermanos, ocupada en faenas del campo durante algunos meses. Quizá llegase a ocuparse del cuidado de los sarmientos para protegerlos del hielo [16]. Con frecuencia caía enferma y estaba triste. Su mayor deseo era llevar una vida penitente y contemplativa. Este propósito iba creciendo en ella hasta tal punto que se conmovía con el sólo hecho de ver un hábito de alguna congregación religiosa. Así lo recuerda una amiga de juventud. Ana Catalina proyectaba ser religiosa. Esta misma amiga la acompañó al monasterio de clarisas en la ciudad de Münster [17]. Más familiar le resultaba el convento de la Anunciación de Coesfeld, donde solía ir con su padre todos los años cuando éste llevaba a las monjas un ternero cebado [18], e incluso una religiosa de la Anunciación, de nombre Juana, habló con ella en una visión cuando todavía era adolescente y guardaba el ganado. Cuando volvió de la visión dice Ana Catalina: “hice por vez primera voto de ser religiosa, en el convento de la Anunciación” [19].

Pero la vida religiosa según sus padres no era la apropiada para su hija Ana Catalina, e intentaron disuadirla de su propósito con dos razones: tenía una delicada salud y carecía de bienes para poder entrar en el convento [20]. En esta situación, su madre la llevó a Coesfeld, con el fin de que aprendiera el oficio de costurera y se relacionase con jóvenes de su edad [21]. Dos años no completos permaneció aprendiendo este oficio con una maestra de cortar y coser, para irse luego a casa de otra costurera en calidad de oficial de costura. Aquí permaneció tres años, de los diecisiete a los veinte años. Por entonces sintió una gran sequedad espiritual, atribuido por Ana Catalina a su propia tibieza espiritual. A los dieciocho años recibió el sacramento de la confirmación, administrado por el obispo auxiliar de Münster, Gaspar Maximiliano de Droste-Virchering. “Cuando fui ungida sentí fuego que penetraba por mi frente y me llegaba al corazón, y me sentí fortalecida” [22]. Sin embargo, las fuerzas corporales disminuían a causa de sus continuas enfermedades, y su deseo de ser religiosa se hacía más difícil de cumplir. Los días los pasará trabajando como costurera y las noches dedicada a la oración, aplicando a su cuerpo penitencias voluntarias, esto es, azotes, cilicios y cuerdas. En esta situación, apenas podía desempeñar los trabajos ordinarios de costurera.

Ana Catalina seguía aspirando a la vida consagrada. Por entonces contactó con el convento de agustinas de Borken; también se interesó en las trapenses de Darfeld, idea que desechó por consejo de su confesor, al no compaginarse bien su delicada salud con el estilo de vida trapense. En su lugar, el mismo confesor de Ana Catalina le indicó que si era su deseo ser religiosa era preferible el convento de las clarisas de Münster. Allí se presento la candidata para expresar su deseo, pero como el convento era pobre y ella no tenía dote, la admitiría con la condición de que aprendiera a tocar el órgano de la comunidad [23].

IV.      Aprendiz de órgano y coronada de espinas (1794-1802)

A la edad de 20 años Ana Catalina regresó a la casa de sus padres. No estuvo mucho tiempo ocupada en las labores del campo. Pronto resolvió ir de nuevo a Coesfeld a aprender a tocar el órgano. Fue a casa de un piadoso organista y cantor de nombre Söntgen, y cuya hija Clara había conocido durante los años anteriores. “Yo era la criada, dice Ana Catania, y nunca aprendí, porque apenas paraba en la casa, pues buscaba la manera de ayudar a los que padecían trabajos y miserias; servía como criada, hacía todas las cosas, y daba todo lo mío. A tocar el órgano nunca llegué” [24]. El dinero ahorrado de costurera y el trabajo de ahora no fueron suficientes para procurarse la subsistencia. “Todo lo que había ganado cosiendo voló, y llegué a pasar hambre” [25].

En 1799, encontrándose una tarde arrodillada delante de un crucifijo en la iglesia de los jesuitas de Coesfeld, “vi salir –dice Ana Catalina– del altar y del tabernáculo donde estaba el Santísimo Sacramento, y llegarse a mí, a mi celestial Esposo bajo la forma de un mancebo resplandeciente. En la mano izquierda tenía una guirnalda de flores, y una corona de espinas en la derecha: me ofreció una y otra para que yo eligiera. Yo tomé la corona de espinas, y Él me la puso en la cabeza, contra la cual me la oprimió con ambas manos. Jesús desapareció, y yo comencé a sentir vivo dolor alrededor de la cabeza... Una amiga mía que estaba arrodillada junto a mí, debió haber notado alguna cosa de mi estado. Cuando llegamos a casa le pregunté si había alguna herida en mi frente, y le referí en general la visión que había tenido y el dolor que sentía desde entonces. Ella no vio nada... Al día siguiente tenía la cabeza hinchada por encima de los ojos y por las sienes hasta las mejillas, y sentía vivísimos dolores...” [26]. Desde aquel año de 1799 sentirá permanentemente Ana Catalina los dolores de la corona de espinas de Jesucristo.

V.        Religiosa del convento de Agustinas en Dülmen (1802-1812)

Como era tanto el interés y afán que mostraba Ana Catalina por ingresar en un convento, que el famoso organista Söntgen quiso favorecer su entrada en la vida religiosa. En este sentido, “determinó el no permitir que entrara su hija en ningún convento si con ella no fuera Ana Catalina” [27]. Clara y Ana Catalina tenían la misma edad; ambas llamaron a las puertas de varios monasterios para ser admitidas. En unos le parecía exigua la dote; en otro sólo querían a Clara Söntgen. Finalmente, el convento de agustinas de Dülmen necesitaba una organista, y las dos fueron aceptadas.

5.1.    Noviciado y profesión religiosa

En septiembre de 1802, Ana Catalina Emmerick, hija de un labriego y sin dote, ingresó en el convento de religiosas agustinas de Agnetenberg, fundado por las religiosas agustinas de Marienthal (Münster), en 1547 en Dülmen [28]. Los días anteriores los pasó en Flamschen, despidiéndose de sus padres [29]. El convento atravesaba por circunstancias muy difíciles de pobreza. Cada religiosa tenía que atender a su propia subsistencia con su dote o con el trabajo de sus manos. Las religiosas vivían en el convento como huéspedes; sólo el hábito diferenciaba a las religiosas del resto de personas que vivían fuera del claustro. El convento de Dülmen era igual de pobre que los otros de la comarca de Münster. La decadencia espiritual y la relajación de costumbres también eran lo usual en las comunidades religiosas de este tiempo, lo que había provocado la supresión de muchos conventos.

Vestida de seglar pasó los primeros meses Ana Catalina en el convento. Ella y su amiga Clara ocupaban la misma celda. Ana Catalina trabajó de costurera para atender a sus cortas necesidades y los gastos de la toma de hábito. El 13 de noviembre de 1802 recibió el hábito de la orden agustiniana y fue admitida al noviciado [30]. En el convento de Dülmen residía un grupo de religiosas francesas que habían huido de su nación. Por diferentes motivos, en más de una ocasión la convivencia no resultó fácil para Ana Catalina, pagando la inocencia de su comportamiento caritativo con inculpaciones injustificadas [31]. En la Navidad de 1802 experimentó agudos dolores en el corazón y cerca del estómago que la atormentaban e impedían realizar los trabajos ordinarios, teniendo que guardar algunos días de reposo. El médico del convento, el doctor Krauthausen, la visitó por vez primera. De ella dijo que padecía convulsiones. La salud la recobró, como en casa de sus padres, con la ayuda de plantas medicinales, pero la comunidad religiosa la creía débil y decaída, incapaz de asumir los trabajos del convento, por lo que a las monjas les parecía mejor despedirla ahora, antes de la emisión de los votos. Estos pensamientos leía Ana Catalina en los corazones de las religiosas de comunidad, y la penetraban y herían sobremanera su corazón [32]. Ciertamente, la causa de su mal era espiritual, y tan solo los medios espirituales podían aliviarle los dolores. Con penitencia y oración, humildad y amor quería Ana Catalina vencer los obstáculos que las religiosas le oponían a la emisión de los votos religiosos [33].

El informe de la maestra de novicias, cuando se acercaba el fin del año de prueba, fue el siguiente: “Ana Catalina siempre está contenta con la voluntad de Dios; con frecuencia llora, pero no quiere decir la causa de su llanto porque no se atreve. Nada particular veo en ella digno de censura” [34]. Las religiosas opuestas a que profesase alegaban que en breve no le sería posible trabajar, lo que significaba una carga para el convento. La superiora sentenció que esa no era razón suficiente para despedir a Ana Catalina, pues además de ser muy discreta se mostraba hábil e ingeniosa, y por lo tanto podría ser útil para la comunidad. Así, una vez terminados los preparativos, no sin dificultad hasta que consiguió la cantidad económica requerida, emitió la profesión religiosa el 13 de noviembre de 1803 como religiosa agustina en el convento de Agnetenberg en Dülmen [35]. El día de la profesión estuvo radiante y feliz, derramando lágrimas de alegría, por haber celebrado su unión espiritual con Jesucristo, el Esposo celestial. Los padres de Ana Catalina, que asistieron a la misa solemne, profesión y convite, se conmovieron de tal manera que ahora sí les era evidente que su hija había sido llamada por Dios a la vida religiosa.

5.2.    Labores conventuales: orar, trabajar, sufrir

Las oraciones en común las hacía según lo prescrito en la Regla de San Agustín, lo mismo que otros rezos de la comunidad, si bien prefería la meditación o conversación con Dios, al modo que lo hace un hijo con su padre. También acudía a tratar con Jesucristo y con su madre, la Santísima Virgen, causándole en su espíritu gracia y alegría. A menudo participaba en la misa y recibía la comunión los jueves en honor del Santo Sacramento, intensificando la frecuencia durante algún tiempo respecto al resto de sus hermanas religiosas [36].

En octubre de 1805 sufrió un accidente cuando ayudaba a otra religiosa a subir una canasta de ropa recién lavada al lugar donde había de secarse. Ana Catalina se cayó al suelo de espaldas y la canasta de ropa dio contra su cadera izquierda, produciéndole lesiones de cierta gravedad y fuertes dolores físicos. Hasta enero de 1806 permaneció en cama como consecuencia de esta caída. Por entonces le aumentaron los dolores en la boca del estómago, aliviándose a veces para repetirse luego cuando trabajaba con mayor violencia, vomitando sangre. En esta situación ayudaba a la sacristana del convento, y también a tocar la campana, e igualmente prestaba su colaboración en trabajos de jardinería, lavandería, planchado y costura de ropa [37].

Fue hasta Coesfeld en 1807 para visitar a sus padres. En la iglesia de Lambert, detrás del altar y delante de la cruz permaneció en oración durante un par de horas, suplicando a Dios la conservación del convento de Dülmen, y que en él reinara la paz, al tiempo que pedía a Jesús su disponibilidad para participar de todos sus sufrimientos. Desde entonces comenzó a sentir dolores que procedían de ella misma, tanto en las manos como en los pies [38].

Dada su delicada salud, las continuas enfermedades y dolores corporales que padecía, que aliviaba en lo posible con infusiones de flores y tallos, no le fue confiado cargo de especial relevancia en la comunidad. Su deber era ayudar a otras religiosas del convento, mostrándose en todo servicial, amable y prudente. Ana Catalina tenía clara conciencia de que su consagración era para servir a Dios a través de sus propios dolores, penas expiatorias que sufría amorosamente por su Salvador [39].

VI.      Moradas de Ana Catalina Emmerick

6.1.    En casa de la viuda de Roters, Dülmen (1812-1813)

El 3 de diciembre de 1811 fue suprimido el convento y cerrada la iglesia de Agnetenberg. Ana Catalina enfermó gravemente, temiendo algunas religiosas por su vida, pero entonces tuvo una aparición de la Madre de Dios, que le dijo: “Todavía no morirás. Aún se ha de hablar mucho de ti; no te aflijas, suceda lo que suceda, siempre serás socorrida” [40]. Como estaba tan enferma y débil no pudo abandonar su celda hasta la primavera de 1812. El abate Juan Martín Lambert, capellán del convento agustino, permaneció al lado de Ana Catalina, y cuando ya no podía residir por más tiempo en el convento, la llevó consigo todavía enferma, en calidad de ama de llaves, a casa de la viuda de Roters, en Dülmen [41].

6.1.1.  Heridas sangrantes

Dispuso en casa de la viuda de Roters de una habitación pequeña, en la planta baja, situada junta a la calle, con una ventana y una puerta de entrada. Su deseo era vivir escondida e ignorada de la gente [42]. En la cuaresma de 1812 Ana Catalina empeoró rápidamente, creyendo inevitable su muerte. El dominico Joseph Aloys Limberg la confesó, pues el confesor ordinario, el agustino P. Crisanto, acababa de morir. El religioso Limberg conocía a la sacristana Ana Catalina de cuando iba a celebrar misa al convento agustino. Sin embargo, será a partir de este momento el confesor y director espiritual de Ana Catalina hasta su muerte. Por de pronto, descubre que lleva un cilicio de alambre y un escapulario de penitencia hecho con cerdas de caballo, que le manda se quite cuanto antes. En Pascua tuvo una pequeña mejoría, lo que le permitió levantarse e ir a la iglesia parroquial para comulgar. La situación cambió, y el 2 de noviembre de 1812 ya no pudo levantarse [43].

La hija de la dueña de la casa cuando entró en la habitación de Ana Catalina, a eso de las tres de la tarde del día 29 de diciembre de 1812, observó que de la palma de las manos le brotaba sangre. En principio creyó que era debido a un accidente casual, y Ana Catalina le dijo que no comentara a nadie lo que había visto [44]. Dos días después cuando Joseph Aloys Limberg le dio la comunión observó las heridas sangrantes en la parte exterior de las manos. Este hecho extraordinario, inexplicable a los ojos humanos, también lo conoció por aquellos días el abate Lambert; ambos sacerdotes guardaron silencio acerca de las llagas de Ana Catalina [45].

6.1.2.  Contemplación de la pasión de Cristo

Cuando el jueves 8 de febrero de 1813 se encontraba en oración, a eso de las once y media de la mañana, dice Ana Catalina: “Fui arrebatada en éxtasis y trasportada a la contemplación de la pasión de Cristo, y he visto con mis propios ojos el curso de ella con tanta exactitud, como si realmente hubiera sucedido en mi presencia... Este espectáculo conmovió mi alma; sentí tristeza y al mismo tiempo alegría. Vi a la Madre de Dios y a muchos de los suyos. Seguí adorando al Señor, mi Salvador, y pidiéndole gracia para mí y para mis prójimos. Entonces me dijo Él: “¡Eh aquí mi amor, mi amor sin límites¡ ¡Venid, pues todos a mis brazos, y a todos os haré dichosos!” [46].

El 28 de febrero de 1813 Clara Söntgen conocía el fenómeno de las llagas de Ana Catalina, cuya noticia comunicará a otras personas de la ciudad de Dülmen [47]. Ahora, el hecho ya no podía ser ocultado ni negado. De las llagas que padecía Ana Catalina comenzó a hablarse en la parroquia, regida por el deán Rensing, a quien comunicó una visión [48]. El asunto de las llagas fue investigado y registrado por el confesor Joseph Aloys Limberg, el médico Krauthausen, y habiendo llegado a oídos del doctor Guillermo Wesener los fenómenos extraordinarios, también éste decidió visitar a Ana Catalina en calidad de médico el 21 de marzo de 1813. Estaba en la cama, sin conocimiento, y cuando volvió en sí le saludó con afabilidad [49]. Al día siguiente quedó levantado el expediente de lo observado en el cuerpo de Ana Catalina: “En el lado exterior de ambas manos hemos observado costras de sangre coagulada; debajo de esta costra estaba rota la piel... Las mismas costras se observaban en la parte superior y en el centro de la palma de los pies. Estas costras eran sensibles al tacto y por la del pie derecho había salido sangre hacía poco tiempo... En el hueso del pecho vimos unos rasgos circulares que formaban una cruz aspada [50]; y algo más adentro una cruz ordinaria formada de rayas como de media pulgada... En el paño con que ella se ciñe la frente, se veían muchos puntos de sangre” [51].

El vicario general de Münster, luego arzobispo de Münster, Clemente Augusto Freiherr Droste zu Vischering (+1845), en compañía del deán Overberg y del consejero de medicina Drufel, sabio y afamado profesor, llegaron a Dülmen el 28 de marzo de 1813 para examinar con rigor y detalladamente los fenómenos observados en Ana Catalina. El desarrollo del procedimiento duró más de tres meses. Con este examen impedirían la propagación de falsas noticias que podían perjudicar a la fe cristiana y a la autoridad espiritual de la Iglesia. Todas estas personas coincidieron en que aquellas llagas no eran ficticias ni tampoco que habían sido causadas externamente por su aspecto y porque de ellas salía sangre [52].

6.1.3.  Inedia o ayuno sobrenatural

Según atestigua Overber el 12 de mayo de 1813 estuvo durante cinco meses aproximadamente sin comer ni siquiera la cantidad equivalente a medio guisante. Ni sopa, ni café, ni chocolate soportaba su estómago, y como mucho tomaba media cucharada de caldo [53]. Este fenómeno recibe el nombre de inedia, o lo que es lo mismo: ayuno sobrenatural o abstinencia de cualquier alimento.

Una vez pasado el verano de 1813, el sacerdote Lambert y el dominico Limberg están decididos a buscar otro alojamiento para Ana Catalina. La actual morada, además del ruido de la calle presentaba el inconveniente de la accesibilidad de los visitantes, cuando no la mirada al interior desde la ventana. En casa de la viuda de Roterss permaneció hasta el 23 de octubre de 1813.

6.2.    En casa de la viuda Wenning, Dülmen (1813-1821)

Desde que el dominico Joseph Aloys Limberg se fijara en Ana Catalina se mostró interesado en atenderla lo mejor posible. En principio quiso que resida en casa de su hermano, el panadero y cervecero Clemente Limberg, pero luego cambió de idea, e irá a la vivienda de su hermana, la viuda de Wenning. En la segunda planta de la espaciosa casa encontrará Ana Catalina un apartamento. Aquí llegó el 23 de octubre de 1813 para permanecer ocho años, hasta el mes de agosto de 1821. La nueva habitación da al jardín de su antiguo convento.

En esta casa vivió sujeta a las palabras de su confesor en asuntos de vida espiritual. Quienes con ella habitaban se acostumbraron a considerarla como a una enferma que no necesitaba cuidados especiales ni particular asistencia. Esto comentó a Brentano: “Por la noche tuve mucho que padecer, pero si puedo sufrirlo en paz, todo me parece muy suave. Es muy dulce pensar entonces en Dios. Un solo pensamiento dirigido a Dios tiene a mis ojos más valor que el mundo entero. Las medicinas no me aprovechan, y yo no podía tolerarlas” [54].

6.2.1.  Visiones y revelaciones en medio de amargas penas

En estas circunstancias Ana Catalina fue favorecida con visiones, y con vivos y continuos dolores, sin que ello fuese motivo para perder la alegría y afabilidad, la sencillez y la paciencia. Por espacio de seis años llevó sobre sí el peso y el dolor que le causaba la forma rebelde y punzante de comportarse su hermana menor, Gertrudis, a quien había llamado para que la atendiese y cuidase también del anciano y enfermo sacerdote Lambert, el más fiel amigo de Ana Catalina, que vivió también en la misma casa hasta su fallecimiento a primeros de noviembre de 1823 [55].

Los momentos que de día o de noche se encontraba mejor los empleaba en trabajos de modista, de cuyas hábiles manos salían camisas, vestidos y otras prendas para pobres, enfermos y niños [56]. Por Brentano sabemos que el 13 de diciembre de 1819 Ana Catalina “estaba extraordinariamente alegre. Trabajaba con mucha diligencia en hacer gorritos y vendas para la cabeza, para dárselas a los niños y a las mujeres pobres el día de Navidad. Estaba contenta con su obra; sonreía y la alegría irradiaba su semblante. En su rostro claro y sereno se veía la expresión bondadosa y complacida de aquel que quiere sorprender a otros descubriéndole de repente a uno de sus mejores amigos, a quien tenía escondido” [57]. Durante este mes de diciembre consiguió un aumento de dinero para hacer frente a los gastos de mantenimiento. Cosió y preparó ropa para niños pobres de vestidos viejos que le habían traído de Coesfeld [58].

Vivos dolores y padecimientos soportó durante el mes de abril de 1820. “Lástima causa verla”, escribe Brentanto sobre el día 18. “El confesor ha rogado al párroco de Haltern que venga a orar por la enferma y a bendecirla, pues con esto siente alivio”. Al día siguiente señala: “Toda la noche la ha pasado con violentísima fiebre sin querer beber nada. Hoy ha venido el pastor de Halttern y le ha causado alivio orando por ella y bendiciéndola. El Peregrino la halló en el hecho enteramente mudada, después del mediodía... No cesaba de dar gracias a Dios por aquellos dolores, pues se sentía entre las ánimas benditas” [59]. Su hermana, que no conocía la ternura, al verla padecer aquellos dolores insufribles no pudo menos de romper a llorar.

6.2.2.  Labores de viñador

Los padecimientos de Ana Catalina continuarán sin descanso. El 20 de junio de 1820 los ofrecerá en forma de verdaderas labores de viñador. “Fui conducida por mi guía a una viña situada al occidente de la casa nupcial. Se hallaba esta viña en lamentable estado... Las vides se hallaban entre ortigas, algunas muy altas y otras pequeñas. Allí donde la cepa era buena, las ortigas crecían altas y recias, pero no punzaban tanto como las muy pequeñas que en gran número cercaban y consumían vides más endebles... Lástima causaba ver la viña, mas se me dijo que yo tenía que trabajar en ella. Había allí un cuchillo en forma de hoz, con dos filos, para podar las parras, una azada para cavar y un cesto donde llevar los abonos. Me señalaron el trabajo que yo había de hacer. Esta labor era al principio muy penosa, pero al fin más llevadera... Desde que empecé a trabajar en la viña, los dolores que siento son de otra manera” [60].

El trabajo en la viña continuó durante los días siguientes. El 2 de julio dijo: “El trabajo de la viña ha terminado. Las ortigas de la viña significan las pasiones de la carne. Mi guía me dijo: ‘Has trabajado bien; ahora tendrás algún descanso’. Pero ese descanso nunca me llega”. Sin embargo, el 10 de agosto refiere Ana Catalina: “Esta noche tuve que trabajar mucho en las viñas a causa de la falta de caridad en el clero. Mi trabajo era semejante a los padecimientos que vinieron sobre mí en el jardín de Clara de Montefalco, la cual también aquí me acompañó y me mostró un cuadro cubierto de maleza... Como no sabía yo la manera de arrancarlas, Clara me dijo que me arrojara sobre ellas, y que en premio de este trabajo obtendría las hierbas buenas que crecían en medio de las malas... Me arrojé sobre la maleza y fui desgarrada por las espinas. Los dolores que sentí fueron tan agudos que no pude menos de gritar” [61].

El 22 de mayo de 1820 se le aparecieron San Agustín, y también las religiosas Santa Rita de Casia y Santa Clara de Montefalco [62]. Éstas la prepararon a padecer dolores semejantes a los que ellas habían sufrido en su tiempo por el Santísimo Sacramento. Una vez concluida la visión acerca del Santísimo Sacramento, Ana Catalina se levantó de la cama con el rostro radiante de alegría. Manteniéndose de pie, firme y segura, levantó las manos y recitó con voz tranquila todo el Te Deum. Nadie recuerda haberla visto en pie desde hacía cuatro años. Al día siguiente comentó que “San Agustín estaba a mi lado... Estaba conmovida y muy contenta en su presencia, y me acusaba de no haberle honrado especialmente. Pero él me dijo: ‘Te conozco y eres mi hija’. Le pedí que me concediera algún alivio en mi enfermedad, y él me dio un ramillete en que había una flor azul... Luego añadió: ‘Nunca sanarás por completo porque tu camino es camino de dolor; pero si me pides consuelo y auxilio, me acordaré de ti y te ayudaré siempre” [63].

6.2.3.  En el jardín espiritual de Santa Clara de Montefalco

Los trabajos en el jardín espiritual, que le había anunciado Clara de Montefalco, los empezó a padecer la víspera de la fiesta de la Santísima Trinidad y duraron hasta el miércoles 7 de junio de 1820. Así refiere el comienzo: “Cuando supe que muchos reciben el sacramento de la penitencia sin la debida preparación, renové mis súplicas, pidiendo a Dios que se dignara darme algo que padecer para bien de ellos. Entonces empezaron a venir exteriormente sobre mí estos padecimientos. Aprecié que me herían agudas flechas de dolor. Finalmente, por la noche sentí en mi interior una pena tan viva como nunca la había sentido... Hacia las doce ya no podía soportar aquel tormento. En aquel trance con filial confianza acudí a mi padre San Agustín... El Santo no dejó de oírme: se mostró muy amorosamente, y me dijo por qué padecía yo aquellos dolores, y que no podía librarme de ellos, pues debía padecerlos en los dolores de Jesús... Yo padecí entonces sin intermisión, pero con gran consuelo interior, considerando que padecía por amor en los padecimientos de Jesús, y que satisfacía por otros a la divina justicia. Conocí que con mis dolores prestaba auxilio a otros... con sincera confianza en la misericordia del Padre celestial” [64].

Tras el último trabajo en el jardín todos los miembros de Ana Catalina fueron martirizados con dolores insoportables y desfallecimiento. La misma Clara de Montefalto se le apareció y le dijo: “Has cultivado y ordenado el jardín del Santísimo Sacramento, y tu trabajo ya ha terminado. Pero estás muy abatida y quiero darte algún consuelo. Vi entonces, manifestó Ana Catalina, en aquel mismo instante a la Santa descender resplandeciente del cielo, trayéndome un bocado triangular, en dos de cuyas caras había impresa una imagen. Luego, en aquel punto desapareció. Comí aquel bocado con gran consuelo. Me pareció muy suave y me confortó mucho. Me fue mostrado todo cuanto había trabajado en aquellos días, las deudas que había satisfecho, los castigos que había expiado. Todo esto lo vi en una procesión con el Santísimo Sacramento” [65].

6.3.    En casa de Clemente Limberg, Dülmen (1821-1824)

El consejero Diepenbrock invitó a Ana Catalina y a Joseph Aloys Limberg para que se instalasen en la propiedad que él tenía en Horst, cercana de Bocholt. El ofrecimiento le hacía con el fin de limitar las visitas inoportunas y beneficiarse de la ayuda de su confesor, que también sería capellán de la familia. Luego, el P. Limbert propuso a Ana Catalina la casa de su hermano Clemente, panadero y cervecero, viendo en ello la voluntad de Dios. Durante la noche del 6 al 7 de agosto de 1821, el doctor Wesener trasladó a Ana Catalina a la casa de Limberg, situada en las proximidades de donde había vivido hasta entonces. Aquí pasará el resto de sus días [66].

6.3.1.  Llagas y dolores, tormentos y crucifixión

En abril de 1822 la maltrecha salud de Ana Catalina empeoró. Además de la tos, los vómitos y dolores en el bajo vientre, padece agudos dolores en el rostro. Los labios los tiene hinchados. No puede hablar ni beber. El médico le receta alguna medicina pero que no alivian a Ana Catalina. En esta situación permanecerá durará siete días [67]. En agosto de 1822 padecerá agudos dolores de cabeza que la hacían delirar, indicando varias veces haber sido herida de un tiro en el cráneo porque le parecía que se le hacía pedazos. Un día de agosto de este mismo año refirió: “Por la tarde había yo ofrecido mis dolores por los que están en peligro, para que éste se les convierta en bien... Entre tanto gemía fuertemente, sintiendo mi cabeza destrozada” [68]. Los arduos, violentos y sufridos trabajos de Ana Catalina, a modo de crucifixión, continuaron dando su fruto en los meses siguientes [69].

6.3.2.  Expiación por enfermos y moribundos

Llena de paz y en un estado de postración mortal transcurrieron los últimos meses de vida de Ana Catalina. Además de referir los misterios de la vida de Jesús, continúa relatando las visiones que tenía al tiempo que expiaba con sus padecimientos a enfermos y moribundos. “He visto, decía, por qué he padecido tantas enfermedades. He visto la imagen de Cristo, grande, gigantesca, entre el cielo y la tierra... Vi rayos de varios colores, pero todos significaban dolor, llanto y ayes que descendían sobre muchos hombres de todo género de estados y condiciones. Cuando yo me compadecía de alguna desdicha y hacía oración, aquellos rayos de dolor venían a herirme, afligiéndome con toda suerte de penas; la mayor parte de ellas las recibí de mis conocidos. Aquella imagen era de Jesús; estaban también allí la Santísima Trinidad, que aunque no la vi, sentí su presencia” [70].

Antes de la fiesta del Corpus de 1823 padeció duros y violentos dolores que creyó encontrarse al final de la vida. El día del Corpus temía que los vómitos le impidieran comulgar, pero pidió esta gracia a Dios, y sus ruegos fueron escuchados. Súbitamente sintió mejoría y pudo recibir la comunión [71]. Cada día que pasaba los padecimientos aumentaban. Así lo describe Brentano: “Entra en un martirio espantoso a favor de la Iglesia. Es atormentada, crucificada. Se le hinchan el cuello y la lengua; los dolores desfiguran sus miembros: padece por los que no quieren hacer penitencia. Bárbara y Catalina están a su lado. No pierde el ánimo: ha tomado sobre sí estas penas y ha de soportarlas hasta el fin... Cuando ora, obtiene algún consuelo, pero luego le vuelven los dolores. Está muy enferma; a los dolores en los ojos se añaden los vómitos. Padece hasta perder el conocimiento; ya no ve ni puede hablar” [72]. El 6 de enero de 1824 padece fiebre, dolores reumáticos y convulsiones. Su espíritu ora por las necesidades de la Iglesia y los moribundos. Sobre el 12 de enero escribió Brentano: “¿Quién podrá describir su espantoso estado de dolor? Sólo puede concebirse alguna idea de él, oyendo sus constantes ayes, sus roncos gemidos con que clama a Dios en busca de auxilio, sus entrecortadas plegarias pidiéndole consuelo, ella que ordinariamente no despegaba los labios en medio de los más violentos dolores. El médico decía que la muerte era de esperar de un momento a otro” [73].

6.3.3.  “Mil gracias te doy, oh Señor, por todo el tiempo de mi vida”

La situación de Ana Catalina empeoraba y sus dolores se acrecentaban cada día que pasaba, con mayor severidad. Gime de día y de noche. La espalda la tiene completamente llagada a causa de la inmovilidad en que se halla. No puede dormir; permanece medio sentada, medio acostada; los ojos constantemente cerrados. A finales de enero de 1824 recibe la visita de sus hermanos y sobrinos, con quienes sólo puede hablar unas pocas palabras. El día 27 de enero la fiebre colorea sus mejillas; las manos las tiene muy blancas y los estigmas brillantes como plata. Este mismo día recibió con pleno conocimiento el sacramento de la extremaunción. Respiraba con mucha dificultad. El 7 de febrero, en medio de los dolores, oró diciendo: “Mil gracias te doy, oh Señor, por todo el tiempo de mi vida. No como yo quiero, oh Señor, sino como quieras Tú” [74].

El último día de su vida, 9 de febrero de 1824, Ana Catalina consintió diciendo: “Pronto habrá concluido todo; entretanto permaneceré en la cruz”. El mismo Brentano asentó en su diario: “A eso de las cinco y media llegó el Peregrino a la habitación de la moribunda, en el momento en que el confesor decía: ‘Esto toca a su fin’. Se hallaban en la estancia la hermana, el hermano y la sobrina de la moribunda, el vicario Hilgenberg, la hermana del confesor y la dueña de la casa anterior, la señora de Clemente Limberg. Todos estaban de rodillas en oración... Ya habían encendido el cirio de la agonía. Estaba la enferma reclinada en su cama, respirando con respiración muy corta. Su rostro tenía una expresión muy grave y profunda. Sus ojos elevados miraban al crucifijo... El confesor la consolaba dándole a menudo a besar la cruz. Ella buscaba siempre con los labios los pies del crucifijo, muy humildemente, sin tocar la cabeza ni el pecho, y los retenía entre los labios... Aquélla fue la última vez que la vio con vida el Peregrino. Cuando volvió a la habitación inmediata donde los otros se hallaban sentados o de rodillas en oración, estaban dando las ocho... El confesor rezó las preces de los agonizantes. Ella suspiraba diciendo muchas veces: “Ayúdame, Señor; ayúdame, Señor! Le puso el confesor en la derecha la vela de la agonía y tocó una campanilla de Loreto, según era antigua costumbre en el convento de Agnetenberg siempre que expiraba alguna religiosa, y dijo: ‘Ya se muere’. Eran las ocho y media [de la tarde].” [75].

El cuerpo de Ana Catalina fue sepultado cuatro días más tarde, el 13 de febrero. Numerosas personas asistieron al entierro en Dülmen. Todas estaban emocionadas y lamentaron la muerte de su intercesora ante Dios, Ana Catalina Emmerick [76].

VII.     Ana Catalina, o el sello del amor crucificado

La siguiente confesión de Ana Catalina desvela el secreto de toda su vida: “Me había entregado enteramente a mi celestial Esposo, y Él hizo de mí lo que fue su voluntad. Poder sufrir tranquilamente me ha parecido siempre el estado más digno de ser deseado en esta vida, pero a este punto nunca llegué” [77]. Las enfermedades, dolores y aflicciones nunca le faltaron, y las recibió siempre con gratitud y amor a Jesucristo, su divino Esposo, y a la Iglesia. Todos los dolores, penas y sufrimientos tenían una significación espiritual [78].

“Esta mujer, escribió su primer biógrafo, fue marcada con el sello del amor crucificado para dar testimonio de este amor en el desierto de una época sin fe.

¡Qué difícil misión, llevar ante los ojos del mundo y de los siervos del príncipe del mundo, el sello del Hijo de Dios vivo, de Jesús de Nazaret... Ser pobre; padecer sin auxilio alguno una enfermedad misteriosa, sufrir verdadero martirio; no ser comprendida de los que inmediatamente la rodeaban, los cuales por esto mismo, muchas veces involuntariamente, se habían con ella mal; estar poseída del sentimiento de su soledad, tanto mayor cuanto eran mayores las continuas exigencias de los curiosos; experimentar todo género de contradicciones y sospechas; y en medio de tantos y tales trabajos no perder la paciencia ni siquiera un momento, permaneciendo siempre afable, humilde, benigna, prudente y edificante: es empresa verdaderamente gigantesca” [79].

Dijo Jesús a Tomás: “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado” (Jn 20, 27). Este fenómeno muestra la eficacia de la salvación de Jesucristo en la cruz, y continúa repitiéndose de manera particular en el signo de los estigmas. Ana Catalina Emmerick, en su pequeñez, aceptó llevar en su cuerpo la cruz de Cristo, cuyo sentimiento de crucifixión experimentó a través de dolores punzantes e incisivos, y cuyo centro estaba en las llagas o estigmas. Desde la fe, el amor y la esperanza en su divino Esposo vivió con entereza y fortaleza aquella aflicción. Sus llagas no curaron nunca, como tampoco cesaron sus múltiples dolores, que los ofrecía en expiación por los demás. Los casos que recoge Clemente Brentano son numerosísimos. De todos ellos se desprende idéntica idea y consecuencia: aceptación de los males, penas y sufrimientos ajenos, y la caridad emprendida para que los males, odios y enemistades se conviertan en bienes y gracia ante Dios. La vida de Ana Catalina fue una Cruz con mayúsculas, un icono vivo de Jesús crucificado [80].

Rafael Lazcano, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1.   En 2004 el nombre de Ana Catalina Emmerick también apareció en los medios de comunicación con ocasión del estrenó de la película “La Pasión de Cristo”, dirigida por Mel Gibson. Para rodarla, además de los Evangelios, el afamado director de cine tuvo presentes las páginas de La amarga pasión de Cristo, de Ana Catalina Emmerick, testigo visual de la misma. La Pasión de Cristo fue estrenada, a pesar de la polémica suscitada por algunos miembros de la comunidad judía, en la primavera de 2004.

2.   Cf. SCHMÖGER, Carlos E., Vida y visiones de la venerable Ana Catalina Emmerich. Ed. Sol de Fátima. Madrid 1999, p. 200.

3.   Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 200-201.

4.   Clemente Brentano nació el 8 de septiembre de 1778 en Frankfurt. Su padre era un rico comerciante que pretendió educar a su hijo para los negocios. Fue un hombre culto, amigo de las letras más que de los negocios, novelista y poeta romántico, además de escritor de obras de teatro. En 1817 visitó a Ana Catalina, en Dülmen, Cristiano Brentano, hermano de Clemente, quien hubo de aumentar el interés por conocerla. Era inquieto y apasionado, al estilo de San Agustín, y famoso en toda Europa cuando el jueves 24 de septiembre de 1818 llegó a Dülmen. Este hecho cambiará su modo de vida. Tras el primer encuentro, en el que Ana Catalina le reconoció de inmediato puesto que le había visto en visión y esperaba la visita de “El Peregrino”, no se alejará de Dülmen hasta 1824, año del fallecimiento de Emmerick. Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 202-203.

5.   Desde el primer momento se constata que hubo una verdadera empatía entre Ana Catalina y Clemente Brentano. “Todo lo que dice es breve, sencillo y llano, pero profundo y henchido de amor y vida. Yo estaba en aquella misma disposición y por esto lo entendía y recogía cuanto pasaba en torno mío”, escribió Brentano tras el primer encuentro con Ana Catalina. Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 203.

6.   6. Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 221-222.

7.   Das bittere Leiden unsers Herrn Jesu Christus. nach den Betrachtungen der gottseligen Anna Katharina Emmerick [verf. von Clemens Brentano] nebst dem Lebensumriss dieser Begnadigten. J. E. von Siedel. Sulzbach 1834, VII – 408 pp.

8.   SCHMÖGER, Karl Erhard, Das Leben der gottseligen Anna Katharina Emmerick. Herder Verlag. Freiburg 1867-1870, 2 vols. en 3 tomos.

9.   SCHMÖGER, K. E., Vie d’Anne Catherine Emmerick. Traduite de l’allemand par Edmond de Cazalès. Lib. Ed. Pierrre Téqui. Paris 1923, 3 vols.

10.    SCHMÖGER, K. E., Vita della serva di Dio Anna Caterina Emmerick. Tradotta dall’originale dal marchese Cesare Boccella. Ed. Marietti. Torino 1869-1871, 3 vols.

11.    SCHMÖGER, K. E., Life of Anne Catherine Emmerick. Fresno, California 1956, 2 vols. xxxiii, 599 pp.; x, 698 pp.

12.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 96.

13.    “En mi juventud, dice Emmerick, era yo vehemente y caprichosa, por lo cual mis padres me castigaban con frecuencia... Como mis padres me reprendían tantas veces y nunca me alababan, y por otra parte oía yo a otros padres alabar a sus hijos, me tenía por la hija más desgraciada del mundo... Pero cuando veía que otros niños disgustaban a sus padres, me afligía; mas luego cobrara ánimo considerando que podía esperar en Dios, pues eso no era yo capaz de hacerlo”, SCHMÖGER, o.c., p.58.

14.    “En cierta ocasión estaba yo guardando una manada de vacas a las dos de la tarde; era un día muy caluroso del verano... Yo me hallaba muy apurada porque no sabía qué hacer con aquella manada de cerca de cuarenta vacas, que a mí, débil niña, me daban no poco cuidado, cuando corrían a las zarzas... Siempre que yo las guardaba estaba en oración o en contemplación, caminando a Jerusalén o a Belén, donde en verdad era más conocida que en mi propia casa”. Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 101.

15.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 86.

16.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 309.

17.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 93.

18.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 100.

19.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 102.

20.    “La negativa de mis padres me llegó tan a lo vivo, que mi enfermedad se agravó y hube de quedarme en cama”. Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 103.

21.    “Mis padres, declaró Ana Catalina a Overberg, me hablaron también de matrimonio, hacia el cual sentía yo grande aversión”. SCHMÖGER, o.c., p. 109.

22.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 89.

23.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 110.

24.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 110-111.

25.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 111.

26.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 92-93. Sobre este punto testimonió Clemente Brentano. “Por espacio de cuatro años, durante los cuales conversé diariamente con Ana Catalina, he presenciado muchas veces la efusión de sangre y los dolores de cabeza que padecía; pero como nunca la tenía descubierta en mi presencia, no pude ver salir directamente de su frente las gotas de sangre. Pero vi por bajo de la venda las gotas que corrían en abundancia por su rostro...”. Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 191.

27.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 111.

28.    El convento de Dülmen, después de un periodo ’ad experimentum’ por la instauración en 1471 de la clausura monástica, fue anexionado oficialmente y de pleno derecho a la Orden de San Agustín en 1514.

29.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 112-113.

30.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 116.

31.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 117-118.

32.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 121.

33.    En febrero de 1803, tras una visión de la cruz de Cristo ensangrentada le fue concedido el don de lágrimas para que las derramase por las ofensas cometidas contra el Señor. Ana Catalina quiso revelar que su pesadumbre era la compasión. “Era muy sensible, dice Overberg, a lo que le hacían padecer sus hermanas, porque veía y oía en espíritu los sentimientos de sus corazones, y lo que hablaban entre sí de ella y lo que deliberaban con el fin de humillarla y curarla de lo que tenían por capricho y pereza”, SCHMÖGER, o.c., p. 124. Llegó un momento en que cada vez que lloraba era corregida, y como seguía el llanto y el derramamiento de lágrimas en la misa, a la novicia Ana Catalina le fueron impuestos diferentes castigos y humillaciones por parte de la superiora y maestra de novicias, dando muestras de paciencia y caridad. Cf. Idem, pp. 120, 122-123.

34.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 127.

35.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 129.

36.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 142, 146.

37.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 133-136.

38.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 187.

39.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 141.

40.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 151.

41.    El sacerdote Lambert tuvo que huir de Francia por no jurar la Constitución. A la diócesis de Münster llegó en 1794, siendo destinado para el ejercicio de su ministerio al palacio del duque de Croy, en Dülmen. En esta misma ciudad estuvo encargado de celebrar la misa en el convento agustino de Agnetenberg. Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 129, 151-152.

42.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 152, 185.

43.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 154-155.

44.    El 4 de octubre de 1820 tuvo Ana Catalina una visión sobre sus llagas, y vio cómo las había recibido. “Antes no lo sabía. Hallábame sola en mi habitación en casa de Roters, tres días antes de año nuevo [1812], próximamente a las tres de la tarde. Había meditado en la pasión de Cristo, y le había pedido que me concediera participar de sus dolores, rezando cinco Padrenuestros en honor de sus cinco llagas... Vi descender sobre mí una luz, que venía de arriba oblicuamente. Era un cuerpo crucificado, vivo y transparente, pero sin cruz; sus heridas brillaban más que aquel cuerpo; eran cinco aureolas, las cuales salían de la gloria... luego descendieron, primero de las manos y después del costado y de los pies de la imagen, tres rayos rojos y brillantes, acabados en flechas, sobre mis manos, sobre mi costado y sobre mis pies...”. Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 190.

45.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 179-180.

46.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 252.

47.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 180.

48.    La visión tuvo lugar en la Pascua de 1813. Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 250-251.

49.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 166.

50.    “La cruz del pecho, reveló Ana Catalina en la visión que tuvo el 4 de octubre de 1820, hace largo tiempo que la tengo. la he recibido alrededor de la festividad de San Agustín”, SCHMÖGER, o.c., p. 190. Una profunda impresión recibió Brentano cuando por vez primera vio las llagas de Ana Catalina. “Es cosa que traspasa el alma ver tales señales en el miserable cuerpo demacrado de esta paciente”, Idem, pp. 206-207.

51.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 181-182.

52.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 183-184. La misma conclusión obtuvo el segundo examen ordenado seis años más tarde por la autoridad civil. El conde Federico Leopoldo Stolberg y su esposa, acompañados por Overberg, visitaron a Ana Catalina el 22 de julio de 1813. “Era viernes, y de las llagas de las espinas le había salido mucha sangre...”. Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 185.

53.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 192.

54.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 210.

55.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 160-162, 192-193, 205-206. Por error Schmöger fija la muerte el 7 de febrero de 1821. Ídem, p. 565

56.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 176-177.

57.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 345-346.

58.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 368.

59.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 364.

60.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 439.

61.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 441-442.

62.    Dice así Ana Catalina. “Después me acompañó mi guía a la Jerusalén celestial. Subí a una gran montaña, y llegué a un jardín, del cual cuidaba Clara de Montefalco. En las manos tenía esta Santa llagas resplandecientes, y en la cabeza una brillante corona de espinas... Me refirió las gracias que había recibido el día de la Santísima Trinidad, y me dijo que con ocasión de esta fiesta debía yo prepararme a un nuevo trabajo...”. Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 405-406; además, las páginas 414, 416 y 419. Sobre los estigmas del corazón de Santa Clara véase la reciente obra de TRINIDAD, G. DE LA [= Anglés Monroig], Clara de Montefalco. Vida y reto. (Col. Historia y Vida, 30). Ed. Revista Agustiniana, Guadarrama 2008, pp. 193-198.

63.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 403-404.

64.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 407-408.

65.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 420-421.

66.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 369.

67.    Cf. SCHMÖGER, o.c. pp. 505-506.

68.    Cf. SCHMÖGER, o.c. p. 513.

69.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 516.

70.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 568.

71.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 568.

72.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 569.

73.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 570.

74.    Cf. SCHMÖGER, o.c., p. 573.

75.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 577-576.

76.    Este mismo día un extranjero, en representación de un médico holandés, se presentó al deán Rensing, ofreciéndole dinero a cambio del cuerpo de Ana Catalina, siendo rechazado. Por el lugar corrió una voz de que se había robado el cadáver. Se abrió la tumba la noche del 21 al 22 de marzo de 1824; el cadáver estaba enteramente incorrupto y las llagas de los pies eran todavía visibles. Cf. BOUFLET, J., Ana Catalina Emmerick. Vivió la Pasión de Cristo, Ed. Palabra. Madrid 2005, p. 345. Posteriormente los restos fueron depositados en el Hospital de las Hermanas de la Caridad, y definitivamente al cementerio. Sobre ella colocaron la misma losa y encima una cruz, con esta inscripción. ANNA CATHARINA EMMERICK Ordinis St. Augustini. Nata 8. Septemb. 1774 – Obiit 9. Februar. 1824.

77.    Cf. SCHMÖGER, o.c. p. 131.

78.    “O los había pedido a Dios para librar de ellos a otros y padecerlos del todo o en parte por los demás, o los había recibido de Él en expiación de culpas ajenas..., viniendo sobre ella las enfermedades del cuerpo de la Iglesia, esto es, los pecados y las faltas de estados enteros y de personas influyentes, para llevarlos sobre sí en forma de enfermedades y dolores varios y satisfacer por ellos...”, SCHMÖGER, o.c., pp. 132-133.

79.    Cf. SCHMÖGER, o.c., pp. 196-197.

80.    “Este es el sentido y el significado último de los estigmatizados: presentar a los hombres de buena fe hechos tan admirables como incomprensibles, convirtiéndose así en predicadores mudos, pero elocuentísimos, de la verdad. La razón se resiste a creer, y para que los ojos del alma se abran a la luz necesitamos de la ayuda sobrenatural. Y uno de los muchos medios que el Señor emplea es el de los estigmatizados, que les permite a los hombre de hoy la misma comprobación que Cristo facilitó a los de ayer: la realidad tangible de sus llagas abiertas donde, como Santo Tomás, podamos palpar y meter los dedos”, SÁNCHEZ VENTURA Y PASCUAL, V., Estigmatizados y apariciones. Zaragoza 1966, pp. 135-136.