I. Presupuestos fundamentales
1. Santificación del mundo y misión de la Iglesia
La misión de la Iglesia es la misma que Jesucristo vino a cumplir y le confió para realizarla en su nombre a lo largo de los siglos: la salvación de las almas (AA 6a; cf. LG 5). Misión que incluye, como aspecto esencial e inseparable, la restauración del orden temporal. «La obra redentora de Cristo, aunque de suyo se refiere a la salvación de los hombres, se propone también la restauración de todo el orden temporal. Por ello, la misión de la Iglesia no es sólo ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, sino también impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico» (AA 5). Esta instauración de todas las cosas en Cristo que constituye un aspecto esencial de la única misión de la iglesia [1], tiene como centro y fuente de irradiación al hombre, que es el culmen de la creación visible y principal beneficiario de la redención. De ahí que la propagación del reino de Cristo en la tierra consiste en «hacer a todos los hombres partícipes de la redención salvadora y, por medio de ellos, ordenar realmente hacia Cristo todo el universo» (AA 2a; cf. GE proemio).
2. La autonomía de lo temporal y su ordenación a Dios
Iluminar las realidades temporales con la luz del Evangelio, para ordenarlas al Creador y liberarlas del desorden introducido por el pecado, no significa sin embargo que la Iglesia, como sociedad jurídica de orden espiritual, adquiera un poder sobre esas realidades, ni se proponga la construcción de un modelo concreto de orden temporal (GS 43c). La misión de la Iglesia es exclusivamente religiosa, sobrenatural; no protende un dominio de carácter político, económico o social (GS 11 y 42), ni «quiere mezclarse de modo alguno en el gobierno de la ciudad terrena» (AG 12c) [2].
El orden temporal goza de una autonomía natural respecto al orden religioso que no significa independencia del Creador. El recto orden de lo creado exige, en primer término, el respeto de sus leyes y principios peculiares, impresos por Dios en él. La restauración cristiana del orden temporal no consiste en sustituir esas leyes por otras de carácter sobrenatural, sino, conociéndolas lo mejor posible, conseguir que el dominio del hombre sobre esas realidades le sirva de me dio y camino para alcanzar su propia perfección y no lo aparte de ella (GS 35, 36).
Al igual que la gracia no destruye la naturaleza, sino que la sana y eleva, la santificación de las realidades creadas requiere el respeto de su legítima autonomía, de su verdad y bien propios, que el hombre va conociendo progresivamente, y el uso adecuado de esas realidades según el designio de su Autor.
Además, las cosas temporales adquieren también una dimensión moral en cuanto se relacionan con el hombre, con su fin temporal y eterno. En esta dimensión encuentran ellas a su vez su más alta dignidad (AA 7b). Precisamente sobre estos aspectos morales de lo temporal se proyecta la acción de la Iglesia para elevarlo al plano sobrenatural: «las Bienaventuranzas permiten situar el orden temporal en función de su orden trascendente que, sin quitarle su propia consistencia, le confiere su verdadera medida» [3].
3. Unidad de misión y diversidad de funciones
La acción de la Iglesia en relación a las cosas terrenas participa, en el modo de llevarse a cabo, de la estructuración fundamental de la Iglesia, que resume el n. 2 del Decreto Apostolicam actuositatem: «hay en la Iglesia diversidad de ministerios pero unidad de misión»; todos los miembros cooperan igualmente, en cuanto fieles, a su consecución, pero cada uno según su propia condición [4].
Esta participación constituye el aspecto dinámico de la común vocación cristiana a la santidad y al apostolado (AA 2a y 7d). En efecto, como enseña la Constitución dogmática Lumen gentium (40 b): «perspicuum est, omnes fideles cuiuscumque status vel ordinis ad vitae christianae plenitudinem et caritatis perfectionem vocari, qua sanctitate, in societate quoque terrena, humanior vivendi modus promovetur».
Pero la unidad de misión y diversidad de funciones que caracterizan la constitución social del Pueblo de Dios, tienen respecto de las relaciones Iglesia-mundo una proyección peculiar. Las raíces teológicas son ciertamente las mismas, la fe y los sacramentos (LG 11), pero las consecuencias jurídicas son distintas.
En el ámbito de la Iglesia como sociedad jurídicamente organizada, el sacramento del orden, al configurar a quienes lo reciben con Cristo Cabeza, constituye la jerarquía, a la que corresponde junto a la dispensación de los misterios divinos (cf. 1Co 4, 1) la potestad de régimen, en virtud de la cual gobierna con poder jurídico a los demás fieles, en todo lo que concierne a la vida y a la misión de la Iglesia (los negotia ecclesiastica).
En esta perspectiva, a los fieles -laicos o no- les corresponde también la posición fundamental de súbditos, posición que no se identifica ni se agota en el hecho de ser meros sujetos pasivos de la actividad ministerial de la jerarquía. La participación en el sacerdocio común que todos han recibido por el bautismo, les confiere derechos, facultades, funciones activas, peculiares y propias en la vida litúrgica, sacramental y apostólica de la Iglesia (LG 10-12) [5]; pero la ordenación de esas materias corresponde a los pastores (LG 27) [6].
En la edificación de la ciudad terrena las posiciones jurídicas que derivan de la mutua ordenación sacerdocio común-sacerdocio ministerial son diferentes [7]. La misión de la jerarquía no comporta una competencia jurídica para dirigir o coordinar la actividad de los laicos, sino que se extiende a «manifestar claramente los principios sobre el fin de la creación y el uso del mundo y prestar los auxilios morales y espirituales para instaurar en Cristo el orden de las realidades temporales». Mientras que a los laicos «les incumbe tamquam proprius munus instaurar el orden temporal y actuar de forma concreta y directa en dicho orden, guiados por la luz del Evangelio y la mente de la Iglesia y movidos por la caridad» (AA 7d y e).
A lo largo de este trabajo nos hemos de detener sobre estas diversas funciones de la jerarquía y de los laicos respecto al mundo. De la relación que se da entre ambas surgen derechos y deberes relativos, entre los que se encuentra la libertad en asuntos temporales: derecho que resume la posición del laico -en cuanto tal- en la sociedad eclesiástica, señala la línea de frontera entre los ordenamientos -canónico y civil- y es punto clave para una renovada visión canónica de la misión de la Iglesia en el mundo.
4. La vocación específica de los laicos y la santificación del mundo
Al hablar de la vocación específica de los laicos se ha puesto repetidamente de relieve la necesidad de entenderla sobre la base común de su previa condición de fieles cristianos. Esta capital observación, desde un plano puramente teórico, puede hacerse con igual validez respecto de los clérigos y de los religiosos [8], pero tiene mayor significado respecto de los laicos por el hecho de que esta condición no se adquiere por un acto específico concreto distinto del bautismo, que constituye en fieles cristianos a quienes lo reciben. Tiene, a la vez, la intención de resaltar que la condición laical es un modo específico de encarnar y cumplir la común dignidad y vocación cristiana, con un contenido propio, dentro de la única e igual condición de fiel. Es decir, la vocación laical se construye, sobre la base de la unidad de vocación y misión cristianas, en virtud del principio de variedad de ministerios, que vige en la Iglesia (LG 18).
Concretamente, la vocación de los laicos se determina por dos coordenadas fundamentales: a) su condición de fieles iguales a los demás en la dignidad y responsabilidad de miembros del Pueblo de Dios; b) su secularidad; es decir, el hecho de vivir y desenvolverse en las circunstancias y situaciones que derivan de su presencia en el mundo, de su condición de ciudadanos.
Son estos los parámetros que conjuga el Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen gentium (n. 31), al dar la conocida descripción funcional de laico [9]. En un primer momento los define comparativamente, como fieles (con todas las características de esta condición) que no han recibido el orden sagrado ni asumido el estado religioso, para añadir luego lo que constituye su característica específica positiva, de la que deriva su vocación: «los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde.
«Laicis índoles saecularis propria et peculiaris est (...) A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento». A ellos -los laicos «peculiari modo spectat iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen conforme a Cristo» (ibíd.), les incumbe «como función propia el instaurar el orden temporal y el actuar directamente y de forma concreta en dicho orden» (AA 7d) [10].
De esta definición conciliar de la condición y misión de los laicos se deducen variadas consecuencias, algunas de las cuales hacen referencia a nuestro tema y le sirven de fundamento.
En primer lugar es importante observar que la misión eclesial específica de los laicos no consiste en ocupaFSe0 de las realidades temporales, sino en santificarlas ordenándolas según la voluntad divina [11] La secularidad es una característica extra-eclesial, no se adquiere canónicamente. El título por el que un cristiano actúa en el orden temporal no es el bautismo, sino su condición de hombre, miembro de la sociedad [12].
El laico es el fiel que vive dedicado a los asuntos temporales, en relación a los cuales debe ejercitar la participación en el sacerdocio de Cristo recibida por el bautismo. Como ciudadano debe gestionar las cosas de la ciudad terrena, como fiel cristiano está llamado -por vocación propia, sin que necesite otro título- a realizar esa gestión según el querer de Dios, que incluye desde luego el respeto de los va lores y leyes propios del orden temporal, como medio necesario para su elevación sobrenatural (GS 43b, AA 7e).
De aquí se deduce que la misión de los laicos en el orden temporal es la parte que a ellos toca en la misión única de la Iglesia, pero no es una misión jerárquica, ni de representación de la Iglesia, ni da origen a un estado de vida canónico [13].
Sería un error traducir canónicamente la doctrina del Vaticano II sobre los laicos en el sentido de constituirlos en un estamento eclesiástico [14]. No puede extrañar por tanto que las normas codíciales relativas a los laicos continúen siendo pocas en comparación con los clérigos y religiosos, y muchas veces contengan sólo preceptos morales o exhortaciones, porque los laicos no son personas eclesiásticas. Su vida no es canónica, ni su misión es eclesiástica sino eclesial.
Estas características de la condición laical determinan las bases de su específico estatuto jurídico-canónico, que, como dice Viladrich, «constituye una modalidad jurídica de la condición común de fiel; ... sus concretos derechos y deberes, que constituyen el estatuto laical, más que fruto de una consideración autónoma del laicado, son matizaciones que la nota de secularidad y el principio de autonomía de lo temporal producen en los derechos fundamentales del fiel» [15].
Articulados en tomo a estas bases se deducen los derechos y deberes propios de los laicos, entre ellos el de libertad en asuntos temporales, que está relacionado con los demás, cuyos perfiles jurídicos pueden deducirse a partir de la definición de laico estudiada.
Al ocuparse de las cosas temporales para elevarlas a Dios, los fieles laicos ejercitan la participación en los munera Christi que han recibido. No es esta una ocupación secundaria, que haya de subordinarse a las funciones y ministerios que los laicos pueden desempeñar en y para la Iglesia, sino su propia misión en la Iglesia y en el mundo (cf. AA 5a), pues en su condición de fieles y de ciudadanos están llamados a armonizar -sin confundirlos- el orden espiritual y el temporal. La promoción del laicado consiste principalmente en fomentar el pleno cumplimiento de su misión eclesial, no en buscar para los laicos un quehacer eclesiástico que les vincule a la organización de la Iglesia asimilándolos a los clérigos [16].
En la correcta inteligencia de los distintos aspectos de la vocación de los laicos, se sitúa el punto de partida de una adecuada atención pastoral, que les impulse a asumirla con plenitud. El problema está claramente planteado en los lineamenta preparatorios del próximo Sínodo de Obispos, cuando se detecta que «in determinate situazioni presenti in alcune chiese locali si registra una tendenza a ridurre l'attivita apostolica (de los laicos) ai soli 'ministeri ecclesiali' e ad interpretarli secondo una 'imagine clericale'. E cio puo comportare il pericolo di una qualche confusione nei giusti rapporti, che devono intercorrere tra il clero e il laicato nella Chiesa, e di un impoverimento della misione salvifica della Chiesa stessa, chiamata com'e -in modo specifico attraverso i laici- ad attuarsi 'nel' e 'per' il mondo delle realta tem porali e terrene». Y continúa citando la Exhortación Apostólica de Pablo VI Evangelii nuntiandi (n. 70): «Il loro (dei laici) compito pri mario e inmediato non e l'istituzione e lo sviluppo della comunita ecclesiale -che e ruolo specifico dei Pastori- ma e la messa in atto di tutte le possibilita cristiane ed evangeliche nascoste, ma gia presenti e operanti nelle realta del mondo» [17].
De estas consideraciones arranca el derecho a la libertad en lo terreno. Siendo la instauración cristiana del orden creado misión pro pia de los laicos -no recibida de la jerarquía-, el ministerio concreto en el que deben realizar su vocación cristiana, y gozando las realidades temporales de una legítima autonomía de principios, valores, leyes y métodos, es lógico que quienes viven esas realidades tengan, de una parte el deber de conocerlas y respetar su orden propio y, a la vez, el correspondiente derecho de libertad para orientarse en ese campo según sus propias opiniones y experiencias, con el criterio de su conciencia cristiana (GS 43b, AA 5), libertad que han de respetar los pastores (LG 37c, PO 9b, c 275 § 2).
Las consecuencias de cuanto llevamos dicho, fundándonos sobre todo en los textos del Concilio, son de muy diversa naturaleza: teológicas, pastorales, ascéticas, etc. Nosotros hemos de ceñirnos sobre todo al propósito de desarrollar la autonomía temporal de los laicos en el derecho canónico (c. 227), que aunque tiene, por así decir, carácter instrumental respecto a otros derechos y deberes de mayor calado sustantivo [18], adquiere cualidad de principio ordenador en relación a la recta realización de éstos.
Sólo un cabal entendimiento de la autonomía de los laicos en la vida secular, permitirá orientar adecuadamente los esfuerzos pastorales para impulsarlos a cumplir su misión y sostenerles en ella. Lo contrario podría tal vez presentar el atractivo aparente de la actuación social unitaria, compacta y dirigida, pero sería injusto para la Iglesia y para los fieles y, además, ineficaz.
II. La libertad de los laicos en lo temporal como derecho fundamental
A la hora de analizar los elementos que configuran la libertad en asuntos temporales como derecho integrante del estatuto canónico de los laicos, nos parece asaz sugestiva la síntesis que hace Hervada: «La posición jurídica del laico ante la sociedad eclesiástica y la sociedad civil está configurada por dos derechos fundamentales: el derecho de libertad religiosa ante la sociedad civil, y el derecho de libertad en materias temporales ante la sociedad eclesiástica. En materias religiosas el Estado es incompetente, y en materias temporales lo es la Iglesia» [19].
Esta simetría entre libertad religiosa y libertad temporal señala los trazos maestros de unas relaciones entre orden espiritual y orden temporal que tienen su centro en la persona. Al mismo tiempo nos puede ser muy útil metodológicamente para construir la figura jurídica de la libertad en lo temporal. En efecto, el c. 227 ofrece los elementos fundamentales, en una síntesis de magisterio conciliar [20], pero el desarrollo y consecuencias de este derecho lo podremos tomar, en buena medida, del tratamiento -no exento de precisas referencias jurídicas- que hace la Declaración Dignitatis humanae de la libertad religiosa civil.
1. Naturaleza jurídica
La libertad en los asuntos temporales es un derecho fundamental de los llamados derechos de libertad, cuyo contenido jurídico se expresa radicalmente en términos negativos, como inmunidad de coacción. Una esfera de actuación dentro de la que no puede ser impuesta al fiel un conducta determinada, porque pertenece a su condición de ciudadano [21].
Esta libertad fundamental es configurada en el c. 227 como un derecho subjetivo erga omnes, lo que implica primariamente el correspondiente deber de la jerarquía y de los demás fieles de respetarla. Se trata de un derecho originario, nativo, que no está fundado en una concesión de la ley por causas coyunturales o de conveniencia táctica, sino que protege un bien que está por encima de consideraciones de ese tipo, por eso, como bien expresa el tenor del canon, ha de ser reconocido [22].
Como hemos visto, el fundamento de este derecho está en la legítima autonomía de las cosas terrenas, respecto de la sociedad eclesiástica, que responde al querer divino. Y en la nota de secularidad que caracteriza a los laicos, que significa tanto como el reconocimiento de que su condición ciudadana constituye la base y como la materia de su peculiar modo de vivir la común vocación de cristianos [23].
Por eso el c. 227, al señalar la extensión de esta libertad, determina con precisión que es ea quae omnibus civibus competit, ya que los laicos son ciudadanos iguales a los demás y su condición de fieles católicos no mediatiza ni restringe en absoluto aquella ciudadanía, al contrario, les obliga a asumirla plenamente. Y, para esto, la Iglesia les proporciona la asistencia pastoral adecuada.
Con esas palabras quae omnibus civibus competit, se está poniendo de manifiesto: a) que esta libertad tiene como titular la persona -el cives-, sea o no fiel; b) que este derecho de la persona no viene a menos porque ésta sea, además, fiel -miembro de la Iglesia-. Es decir: se trata de un derecho de la persona, que ha de ser reconocido en la sociedad eclesiástica [24].
Nos encontramos ante un derecho de libertad que surge en el ámbito canónico, del que los fieles gozan en el fuero eclesiástico, cuyo ejercicio debe ser regulado y garantizado por la autoridad de la Iglesia dentro del bien común (c. 223 § 2).
2. Sujetos
La autonomía temporal, al constituirse como derecho público fundamental engendra situaciones jurídicas subjetivas, activas y pasivas, que afectan de alguna manera a cuantos forman parte de la Iglesia como sociedad organizada, puesto que define la situación característica del laico entre los demás fieles y ante quienes ejercen funciones públicas. Se hace necesario pues, al estudiar los sujetos, distinguir las diversas situaciones.
2.a) Titulares del derecho de libertad en lo temporal
El c. 227 está incluido sistemáticamente en el conjunto de cánones que constituyen el estatuto jurídico de los laicos, su mismo texto se refiere explícitamente a esta clase de fieles. Esta delimitación subjetiva del derecho corresponde directamente a la situación normal de los distintos grupos de fieles, tal como se describe en el n. 31 de la Const. Lumen gentium [25].
En efecto, todos los cristianos participan en la misión apostólica de la Iglesia en el inundo y, dentro de esa misión, a los laicos les incumbe «como función propia el instaurar el orden temporal y el actuar directamente y de forma concreta en dicho orden» (AA 7d).
Precisamente porque esa instauración del orden terreno debe llevarse a cabo «de tal forma que, salvando íntegramente sus propias leyes, se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana y se mantenga adaptado a las variadas circunstancias de lugar, tiempo y nación» (ibíd.), es por lo que les corresponde específicamente el uso de la legítima autonomía de los asuntos terrenos, que incluye el deber de guiarse por su conciencia cristiana (AA 5). Hay que advertir que los laicos gozan de esta libertad por su condición secular, no porque sean portadores de una misión pública eclesiástica -ya hemos visto que no lo es-, sino como personas privadas, cuyo actuación no puede nunca atribuirse a la Iglesia, sino a ellos.
Los laicos gozan de esta libertad tanto individualmente como cuando unidos a otros, tratan de afrontar conjuntamente los problemas de la sociedad civil (profesionales, familiares, económicos, culturales, políticos, etc.) y darles una respuesta conforme al espíritu cristiano (GS 43b). El ejercicio colectivo de la libertad temporal engendra consecuencias interesantes, de que habremos de ocuparnos de propósito más adelante, al hablar del derecho de iniciativa [26].
2.b) Sujetos pasivos: la jerarquía y los demás fieles
El derecho a la libertad en lo temporal es un derecho público subjetivo erga omnes, cualquier otro sujeto de la sociedad eclesiástica está obligado a respetarlo.
Este respeto implica, primariamente, abstención de todo aquello que pudiera lesionado o menoscabarlo. Pero en un momento posterior la obligación de respetarlo exige además actuaciones positivas, que son diferentes según se trate de los poderes públicos -la jerarquía- o de los demás fieles.
Como portadora de las funciones públicas de la Iglesia, la jerarquía encuentra en el respeto a la libertad temporal de los laicos un límite preciso a su propia competencia jurídica: la necesidad de abstenerse de intervenir directamente en esa esfera de libertad que delimita el derecho. La inmunidad de coacción en que consiste determina, en primer lugar, un ámbito de incompetencia de la jerarquía, un espacio al que no alcanza el ministerio pastoral, dentro del cual no caben mandatos ni magisterio.
Como ha escrito Lombardía «Esto lleva consigo unos deberes negativos, de omisión, que pesan sobre la jerarquía y sobre cuantos con ella cooperan -incluidos los laicos que actúen con mandato jerárquico-, de no incluir en el ejercicio de la misión de regir o enseñar a los fieles cuestiones de índole temporal; es decir, decisiones políticas, sociales, económicas o técnicas u opiniones o conclusiones que sean fruto del cultivo de saberes o de aplicación de métodos que deban considerarse profanos» [27].
En varios lugares de los documentos conciliares aparecen expresados claramente estos límites a la función de los Pastores, quizá el más expresivo sean estas palabras de la Constitución Gaudium et spes (43b): «De los sacerdotes, los laicos pueden esperar orientación e impulso espiritual. Pero no piensen que sus pastores están siempre en condiciones de poder dar inmediatamente solución concreta a todas las cuestiones, aun graves, que surjan. No es esta su misión: asuman más bien los laicos su propia función ilustrados con la sabiduría cristiana y con la observancia atenta de la doctrina del Magisterio».
Este límite no es sino consecuencia de una adecuada comprensión de la misión exclusivamente religiosa de la Iglesia, y de su misma independencia respecto de las concretas formas de afrontar y resolver los problemas de la ciudad terrena, que exige que la Iglesia se presente ante esos problemas sólo como Iglesia, portadora de un mensaje trascendente del que derivan luz y fuerza para la recta construcción de la vida social, pero que no incluye un modelo social específico ni unas respuestas concretas a aquellos problemas (GS 42).
La Iglesia, como dice Viladrich, «no es el nuevo orden temporal, ni siquiera el nuevo orden moral de lo temporal» [28], porque la dimensión moral es intrínseca a las cosas creadas y su respeto obliga a todo hombre. La Iglesia conoce y enseña con certeza esas exigencias morales, a la luz de la Revelación, pero no las constituye.
Esta incompetencia postula en primer término el deber de abstenerse de toda acción que coarte la libertad de los fieles en sus opciones temporales. Concretamente, y sin ánimo exhaustivo, pueden señalarse las siguientes exigencias:
a) No tratar de imponer opciones temporales concretas (ideológicas, económicas, políticas, profesionales, etc.);
b) ni siquiera emitir opiniones sobre esas materias libres, pues los fieles podrían confundir esos pronunciamientos con actos de magisterio y sentirse vinculados por ellos: la iglesia no posee un programa o proyecto propio en esas materias [29].
c) que la jerarquía no se presente como representante de los ciudadanos católicos en asuntos temporales, ni trate de utilizar el peso social de éstos para influir en el gobierno de la comunidad política;
d) no hacer acepción de personas en la Iglesia en razón de sus ideas en asuntos terrenos, que sería discriminatorio.
Pero junto a este deber primario de abstención, como consecuencia, aparecen también exigencias de actuación positiva, que pueden resumirse diciendo que a la jerarquía corresponde promover y garantizar la verdadera libertad temporal de los fieles, y esto tanto en el ámbito interno de la sociedad eclesiástica como en las relaciones institucionales que, como sociedad jurídica, mantiene la Iglesia con la comunidad civil.
Internamente corresponde a la autoridad eclesiástica delimitar el contenido material y alcance de este derecho, promoverlo y otorgarle la protección jurídica conveniente de modo que sea efectivo. Lo cual, en definitiva, corresponde a la misión esencial de los pastores: formar con sus enseñanzas las conciencias de los fieles y sostener su acción apostólica con los auxilios espirituales; y también tutelar jurídicamente, en el seno de la comunidad eclesial, la libertad de los cristianos. Externamente hemos afirmado que la Iglesia no representa a los ciudadanos católicos en asuntos temporales, pero sí los representa (y esta representación compete a la jerarquía) en cuanto sujeto colectivo del derecho civil de libertad religiosa [30].
Desde esta perspectiva la afirmación inicial del c. 227 de que los «laicos tienen derecho a que se les reconozca, en los asuntos de la ciudad terrena, la misma libertad que a todos los demás ciudadanos», adquiere también un significado de Derecho Público Externo, en cuanto la condición de católico no puede ser origen de restricciones o discriminación, -tampoco de privilegios- en la sociedad civil [31]. Los católicos tienen el mismo derecho que los demás ciudadanos a que no se les impongan obligaciones civiles contra su conciencia ni se les impida actuar conforme a ella, dentro del respeto al orden público.
En resumen: toca también a la jerarquía eclesiástica procurar que sea respetada la libertad religiosa de los cristianos, como parte muy principal de la libertas Ecclesiae. Lo cual implica que al tratar de establecer el estatuto jurídico civil de la Iglesia ante un determinado Estado o comunidad política, se entienda por Iglesia (y por misión de la Iglesia) no sólo la jerarquía, ni sólo las entidades jurídicas canónicas (públicas o privadas), sino también todos los fieles laicos, en cuanto su actuación como ciudadanos constituye, al mismo tiempo, inseparablemente, su modo propio de realizar su vocación de cristianos y de cooperar en la misión de la Iglesia. Cualquier traba, discrimen o restricción a su condición civil, que tenga por causa la fe que profesan o la finalidad de impedir que la practiquen, es –además de una lesión a un derecho de la persona- un obstáculo a la misión de la Iglesia [32]. Libertas Ecclesiae es un concepto más amplio que el de libertas hierarchiae.
Estos nuevos horizontes en las relaciones Iglesia-Estado, que aporta la comprensión de la común participación de todos los fieles en la misión de la Iglesia, de la principal función que en esas relaciones corresponde a los laicos, de la libertad religiosa, tendrá sin duda manifestaciones jurídicas en el Derecho Público Externo. De hecho los más modernos concordatos -en el sentido amplio del término- [33] reflejan ya esta apertura cuando no se limitan a asegurar en sus cláusulas la autonomía jurisdiccional de la Iglesia sino, ante todo, el ejercicio libre de las actividades que exige su misión apostólica, entre las que, desde luego, se encuentra el ministerio jerárquico, pero también las iniciativas de los católicos en el uso de sus derechos civiles [34] a través del cual tratarán de construir una sociedad cristiana [35].
Un ejemplo de esta sensibilidad constituyen también los ce. 793 y 796-799, qua concretan un aspecto eclesial del derecho natural de los padres sobre la educación de sus hijos (c. 226 § 2). En efecto, el CIC de 1917 solamente reivindicaba los derechos de la Iglesia-institución (CIC 17 c. 1375); ahora estos mismos derechos se reclaman también, en primer lugar, para los padres, como un derecho civil suyo.
Mas el deber de respetar la libertad temporal de los laicos no incumbe sólo a los Pastores, sino a todos los fieles individualmente o en grupo. El Concilio ha sido claro al respecto [36] y la insistencia del magisterio se ha reflejado en el derecho canónico positivo: el c. 227 termina, en efecto, advirtiendo que nadie puede «proponer como doctrina de la Iglesia su propia opción en materias opinables» [37].
En efecto, si antes hemos visto que los Pastores no representan en lo temporal a los ciudadanos católicos, más motivo hay para que ningún otro fiel trate de aprovechar la unidad de la Iglesia en materias de fe y moral o de régimen, para extenderla a las cosas opinables, pretendiendo presentar sus propias opiniones terrenas como las soluciones católicas [38].
De aquí deriva que tampoco puede ningún fiel o grupo de fieles monopolizar determinadas actividades temporales (políticas, familiares, culturales, etc.) pretendiendo que la jerarquía le atribuya la exclusiva sobre ellas. Ni siquiera es lícito al católico pretender que la jerarquía «bendiga» sus posiciones particulares, en los aspectos técnicos o prudenciales, puede sí -y deberá en algunos casos- pedir consejo o juicio a los pastores sobre la moralidad de dichas posturas, para poder decidir personal y responsablemente con mayor certeza de conciencia.
José Tomás Martín de Agar en https://dadun.unav.edu/
Notas:
1. Sobre la unidad de misión de la Iglesia y sus diversos aspectos, vid. A DEL PORTILLO; Fielesy laicos en la Iglesia, 2." ed., Pamplona 1981, p. 35; P. RO DRÍGUEZ, Iglesia y ecumenismo, Madrid 1979, pp. 173-220.
2. «Las energías que la Iglesia puede infundir a la sociedad humana actual consisten en esa fe y en esa caridad, aplicadas a la vida práctica; no en un dominio exterior ejercido con medios meramente humanos (...) en virtud de su misión y de su naturaleza (la Iglesia) no está ligada a ninguna forma particular de cultura ni sistema político, económico o social» (GS 42cd).
Esta doctrina significa la superación de cualquier planteamiento que traduzca en términos de potestad jurídica o supremacía política, la indudable excelencia de las dimensiones espiritual, eterna y sobrenatural sobre lo meramente terreno, temporal o humano, en sus respectivas manifestaciones institucionales.
3. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 22.III.1986, n. 62.
4. Cf. LG 13, 32, 46b. Sobre este tema, vid. A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos, cit., pp. 33-45.
5. Y la capacidad de colaborar en el ejercicio del munus hierarchicum.Cf. L. PORTERO SÁNCHEZ, El papel del laicado en la Iglesia, en AA. VV., «Temas fundamentales en el nuevo Código», Salamanca 1984, pp. 169-185.
6. Cf. J. I. ARRIETA, Jerarquía y laicado, en «lus Canonicum» (1986), p. 123.
7. «Que los laicos no pertenezcan a la sagrada jerarquía no quiere decir, que su misión eclesial específica consista en ejecutar en la ordenación de lo temporal los proyectos de la "Ecclesia regens". La razón es mucho más profunda: los laicos no tienen en la Iglesia una misión de poder, porque su tarea específica no tiene un sentido jerárquico, ya que la Iglesia no gobierna las estructuras temporales». (P. ·LOMBARDÍA, Los laicos en el Derecho de la Iglesia, en «Escritos de Derecho canónico» II, Pamplona 1973, pp. 170-171).
8. Así p. e., J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones, 14. ed., Madrid 1985, n. 9; A. DEL PORTILLO, voz Laicos (l. Teología), en Gran Enciclopedia Rialp, Madrid 1973, tomo 13, p. 849; P. LOMBARDÍA, Los laicos..., loe. cit., pp. 153-158, 162-166; J. HERRANZ, The juridical Status of the Laity: The Contribution of the Conciliar Documents and the 1983 Code of Canon Law, en «Communicationes» (1985), p. 294.
9. El concepto de laico que maneja el Concilio no pretende ser tanto una definición teológica cuanto una descripción tipológica. De todas formas, la riqueza de aspectos y consecuencias que ese concepto contiene, constituyen la base para construir una definición esencial. Vid. p. e. la valoración de esta tipificación que se hace en los lineamenta del próximo Sínodo de Obispos; (Vocaizane e missione dei laici nella Chiesa e nel mondo a vent'anni dal Concilio Vaticano JI. Lineamenta, n. 22, Libreria Editrice Vaticana 1985, pp. 20-21. En adelante Lineamenta). Cf. «Communicationes» (1985), pp. 168-174; A. DEL PORTILLO, El Obispo diocesano y la vocación de los laicos, en AA.·vv., «Episcopale Munus», Assen 1982, p. 190; G. DALLA TORRE, Il laicato; en <ill Dirittb nel mistero della Chiesa» II, Roma 1981, pp. 183-186.
10. Por ser esta la condición propia de los laicos, el Concilio establece en ese mismo punto el contraste con los clérigos y religiosos, cuya situación canónica, de ordinario, no les permite ocuparse -por distintas razones- en los saecularia negotia (cf. LG 46b). Es claro pues que la secularidad de la que habla aquí el Concilio, distingue a los laicos, tanto de los clérigos como de los religiosos. Cf. AA 2b, 9G 21.
11. Cf. A. DEL PORTILLO, voz Laicos, loc. cit., p. 850.
12. Cf. P. J. VILADRICH, Compromiso político, mesianismo y cristiandad medieval, Pamplona 1973, p. 29.
13. La mayor parte de los aspectos de la vida de los laicos corresponde a su condición de ciudadanos, por tanto las relaciones de justicia que derivan de ellos se rigen por el derecho civil, no por el derecho canónico. El derecho canónico incide en la vida de los laicos en razón de su condición de fieles (recepción de los medios de santificación: sobre todo munus docendi y munus sactificandi), y también cuando legítima y voluntariamente intervienen en los negotia ecclesiastisca (cf. A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos..., cit., pp. 176-177).
14. Que conduciría, dice GONZÁLEZ DEL VALLE, a «identificar la elevación de las actividades terrenas al orden sobrenatural con la clericalización del orden temporal» (La autonomía en lo temporal, en «lus Canonicum» n.º 24, XII (1972), p. 41). LOMBARDÍA observa que «no deja de ser significativo que sean precisa mente los laicos, es decir aquellos miembros del Pueblo de Dios privados de poder eclesiástico, quienes tengan confiada -por el mismo Cristo, no por misión o mandato de la jerarquía eclesiástica- la tarea de dar un sentido cristiano al orden temporal. Es necesario, por tanto, dejar sentado que la edificación de la ciudad terrena no es una labor eclesiástica -propia de la jerarquía-, aunque sea una misión eclesial, relacionada con la participación en el "munus regale" de Cristo del sacerdocio común de los simples fieles. Consideración esta que me parece fundamental para comprender el sentido de la posición del laico en la Iglesia» (El Derecho público eclesiástico según el Vaticano JI, en «Escritos de Derecho canónico» II, Pamplona 1973, p. 396).
15. Voz Laicos (III. Derecho Canónico), GER, Madrid 1973, tomo 13, p. 857.
16. La Constitución Gaudium et spes (GS 43b), afirma la preeminencia de esta misión peculiar de los laicos sobre cualquier otro tipo de cooperación que puedan asumir en la Iglesia, porque es la suya, la que les impone su condición secular: «a los laicos corresponde propiamente, aunque no exclusivamente, saecularia officia et navitates». También la Constitución Lumen gentium (35d) advierte que «si algunos de ellos, cuando faltan los sagrados ministros o cuando éstos se ven impedidos por un régimen de persecución, les suplen en ciertas funciones sagradas, según sus posibilidades, y si otros muchos agotan todas sus energías en la acción apostólica, es necesario, sin embargo, que todos contribuyan a la dilatación y al crecimiento del reino de Dios en el mundo».
17. Lineamenta, n. 8, p. 9.
18. Vid. p.c., los de los ce. 225 y 226.
19. Comentario al c. 227, en AA. VV., Código de Derecho Canónico. Edición anotada, EUNSA, Pamplona 1984.
20. Cf. G. FELICIANI, Le basi del diritto canonico, Bologna 1984, pp. 132-133.
21. Pero tanto la libertad religiosa como la autonomía en asuntos temporales tienen, a nivel ontológico, un significado radicalmente positivo, que les sirve de fundamento: el del respeto a la persona en el último e infranqueable ámbito de la conciencia y en los compromisos que -por ser persona- adquiere en relación a la verdad y a su realización.
Ambas libertades señalan el derecho de la persona (que es un deber moral) a conformar su conducta a la ley de Dios, según los dictados de la propia conciencia, sin que pueda ser suplantada por ninguna potestad. Es, en definitiva, el problema de la libertad, que no excluye la ley pero tampoco puede ser suplida por ella.
Los nn. 16 y 17 de la Constitución Gaudium et spes son una síntesis muy expresiva de lo que aquí consideramos. Especialmente tienen interés las palabras siguientes: «La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en él éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley, cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad» (n. 16).
22. Cf. A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos..., cit., pp. 66-67.
23. LOMBARDÍA ha expresado eficazmente esta relación afirmando que «el reconocimiento de la dignidad y responsabilidad de los laicos en la Iglesia y el de la libertad en el orden temporal son, sustancialmente, dos únicos aspectos de la cuestión» (Los laicos . en ... , loe. cit., pp. 166-167).
24. Vid. «Communicationes» (1985), pp. 175-176.
25 Vid. sup. nota 9. Como explica GONZÁLEZ DEL VALLE, esta sistemática responde a un planteamiento tipológico de los derechos fundamentales, ligado a la misión eclesial propia de cada tipo de fiel; (La autonomía en lo temporal, cit., pp. 45-48).
Esto no impide que, en ocasiones, los clérigos y los religiosos puedan ocuparse también de tareas seculares, con licencia de la autoridad. Entonces deberá también reconocérseles la misma autonomía que a los laicos, para desempeñarlas según su carácter propio y bajo su responsabilidad. Pero esa autonomía no constituye un componente característico del estatuto canónico de clérigo o de religioso, por el contrario, esas personas, por su vocación, están llamadas a apartarse -bien que por razones teológicas diversas- de los negocios seculares (cf. entre otros los ce. 278 § 3, 285, 286, 287, 289, 573, 607 § 3 Y 671). Vid. et. P. J. VILADRICH, La declaración de derechos y deberes de los fieles, en AA.VV., «El proyecto de Ley Fundamental de la Iglesia», Pamplona 1971, p. 157.
26. Cf. infra, 3.c).
27. Los laicos en..., loe. cit., pp. 167-168.
28. Compromiso político..., cit., p. 14.
29. No nos referimos aquí al derecho-deber de la jerarquía eclesiástica de emitir juicios morales sobre situaciones o instituciones temporales concretas , valorando su conformidad con el Evangelio, que es parte de la misión de orientar y formar la conciencia de los fieles (cf. infra 5.a), sino a la toma de postura en cuestiones opinables.
30. También los laicos, individualmente o unidos a otros, pueden y deben reivindicar, como ciudadanos, su libertad religiosa ante el Estado.
31. En este sentido L. SPINELLI-G. DALLA TORRE, Il Diritto Pubblico Ecclesiastico dopo il Concilio Vaticano II, 2ª ed. Milano 1985, p. 60.
32. Cf. O. FUMAGALLI-CARULLI, Liberta di scelta religiosa: principio fondamentale dello «ius publicum ecclesiasticum» e della revzswne concordataria italiana, en AA.VV., «Les Droits Fondamentaux du Chrétien dans l'Eglise et dans la Société»; Fribourg (Suise) 1981, pp. 883-884.
33. Que se entienden como convenciones, no ya entre «dos Poderes», sino entre los representantes de dos órdenes sociales distintos pero inseparables, que se encuentran en el común empeño -deber- de servir al hombre (GS 16c).
34. En este sentido los Acuerdos con España (1976-1979) y con Italia (1984). Es interesante contrastar p. e. el Art. 11.1. Del Concordato español de 1953, con el Art. I.1 del Acuerdo sobre asuntos jurídicos de 1979; y el Art. 1 del Concordato italiano de 1929, con el Art. 2 del Acuerdo de 1984.
35. Estas precisiones son importantes pues persisten ideologías y grupos que, mientras proclaman la libertad religiosa, quisieran reducirla a una mera libertad de cultos y de conciencia; y consideran fanatismo el legítimo empeño de los católicos por imbuir en las instituciones y en el ordenamiento civil su visión cristiana.
36. «Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienden fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que, en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia» (GS 43c).
37. A esto se añade la gran cautela y sentido restrictivo con que se regula en el Codex el uso del título «católicos» para llamar a determinadas iniciativas (cf. ce. 216, 300, 803, 808). La autoridad, al permitir u otorgar esta calificación canónica, deberá dejar a salvo la libertad temporal de los fieles, en el sentido de que esas iniciativas que surgen en el campo canónico, no excluyen otras que, sin ese título, pueden promover los cristianos en la sociedad civil, bajo su responsabilidad, sin involucrar a la Iglesia
38. Sería un doble error: vincular a la Iglesia con determinadas soluciones o sistemas y tratar de representarla en esas inexistentes opciones temporales. Cf. GS 42d.
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