II. La dialéctica de la alegría como camino hacia la bienaventuranza
En el itinerario que siguió Lewis hasta su conversión jugó un importante papel lo que denominó Alegría (Joy). ¿Qué es lo que Lewis entiende por Alegría? No es fácil definirla, pero a continuación vamos a intentar desentrañar el contenido de esta categoría fundamental del pensamiento de Lewis.
a) Naturaleza de la Alegría
Hay una experiencia común a casi todos los hombres, aunque de modo más o menos explícito, que se puede explicar como un deseo de eternidad, de felicidad, de belleza, de verdad, que nada en el mundo puede calmar. Este deseo se puede describir, por otra parte, como nostalgia, anhelo, pues nunca resulta satisfecho adecuadamente en esta tierra. Lewis se dio cuenta de que se experimentaba no sólo como tristeza, sino también como una cierta clase de alegría.
El concepto de Alegría surge tanto en sus libros de ficción como en artículos y ensayos, pero es en las obras que se pueden considerar directamente autobiográficas donde aparece más claramente. Este deseo de felicidad es el que pone en camino y guía durante todo su viaje al joven John en The Pilgrim; Regress; es el «antiguo deseo de los dioses» que mantiene serena y esperanzada a Psique, en Till We Have Faces [24]: «Ese anhelo ha sido lo más dulce de mi vida: alcanzar la Montaña, encontrar el lugar de donde vino todo cuanto es bello (...) mi patria, el lugar donde debí nacer» (TWHF, 85). Por su parte, Surprised by Joy puede ser descrita como la historia de la Alegría en cuanto guía de Lewis hasta su retorno a Dios.
El deseo del que estamos hablando se despierta cuando el hombre alcanza un intenso gozo; la causa de ese gozo puede ser diferente en cada hombre. A Lewis se lo evocaban particularmente la naturaleza y la literatura fantástica, por eso con frecuencia aparece denominado en sus obras con el término experiencia romántica [25].
Se experimenta como una emoción aguda, porque produce una honda insatisfacción. Es un sentimiento especialmente intenso, que se percibe como algo en sí mismo más deseable que cualquier placer y de una importancia incalculable. Por estas características se distingue de la felicidad y del placer. La Alegría tiene sólo un elemento común con esas otras dos experiencias: el hecho de que quien las haya experimentado deseará volver a vivirlas.
Como indica el título de su autobiografía, se podría decir que Lewis fue sorprendido por la Alegría. Descubrió esa experiencia romántica en su infancia, y desde entonces la buscó como un fin, pensando que era un estado de su mente especialmente valioso. Más tarde, superando el inicial subjetivismo, descubrió que la Alegría era un deseo de algo, de forma que lo realmente importante era el objeto del deseo. Por último llegó a vislumbrar con certeza que dicho objeto era la unión con Dios.
Este deseo —según vio entonces Lewis— es uno de los caminos que Dios utiliza para dirigir a los hombres hacia Él. Es una de las formas que tiene Dios de advertirnos que nuestro fin no está en este mundo y que el cielo es nuestra verdadera patria. Como afirma uno de sus personajes, Screwtape, Dios «tras haber extrañamente destinado a estos meros animales a la vida en Su propio mundo eterno, les ha protegido bastante eficazmente del peligro de sentirse a gusto en cualquier otro sitio» (ScrL, 149).
La Alegría se distingue de otros deseos no trascendentes por dos cosas. En primer lugar, porque aunque se sienta como algo agudo e incluso doloroso, se experimenta a la vez como un placer [26]. Otros deseos se experimentan como placer si la satisfacción futura está cercana: así el hambre es algo placentero sólo si sabemos —o creemos—que pronto vamos a comer. Pero este deseo, incluso cuando no hay esperanza de posible satisfacción, continúa apreciándose e incluso, los que lo han sentido alguna vez, lo prefieren a cualquier cosa de este mundo: «Dudo que cualquiera que la haya probado —afirmaba de la Alegría— la cambiase, si ambas cosas estuvieran en su poder, por todos los placeres del mundo. Pero la Alegría nunca está en nuestras manos y el placer a menudo sí» (SJ, 26).
En segundo lugar, porque un cierto misterio rodea siempre al objeto de este peculiar deseo, lo cual hace ardua la tarea de identificarlo: «Un niño lo experimenta mientras mira desde lejos una colina y piensa si estuviera allí; o cuando, recordando algo del pasado, piensa si pudiera volver a esos días. Más adelante, si aparece mientras lee un cuento o un poema romántico sobre «mares peligrosos y tierras fantásticas abandonadas», piensa que está deseando que esos lugares existan de verdad y poder alcanzarlos. Si, más tarde aún, llega en un contexto de sugerencias eróticas, cree que está deseando la amada perfecta. Si cae en la literatura que trata de espíritus —como Maeterlinck o el primer Yeats—, puede pensar que se trata de algo mágico o de ocultismo. Si surge de sus estudios de historia o ciencia, lo puede confundir con la sed intelectual de conocimiento. Pero todas estas impresiones están equivocadas» (PR, 13).
Si una persona persigue con diligencia este deseo, aunque sea orientándose hacia objetos que sólo falsamente parecen satisfacerlo, al alcanzarlos saldrá de su error, y acabará abandonándolos cuando se dé cuenta de su falsedad. A través de este tanteo Lewis piensa que el hombre honrado llegará finalmente a reconocer que nada en el mundo puede calmar ese deseo y llegará a la conclusión de que, por lo tanto, si la naturaleza no hace nada en vano, el alma humana debe estar hecha para disfrutar un objeto trascendente que no se le da en nuestro modo de experiencia subjetiva espacio-temporal.
Lewis, quizá de un modo demasiado optimista, estaba convencido de que este deseo, si bien puede llevar al hombre por caminos oscuros, «contiene en sí la corrección de todos los errores» (PR, 15). Las experiencias vividas van demostrando que las cosas atrayentes que podían satisfacerlo, una vez poseídas y disfrutadas, son incapaces de saciarlo [27]: «Ningún alma que constante y seriamente busque la alegría, puede perderla. Los que la buscan, la encuentran. A los que llaman, se les abrirá» (GrD, 72). De esta forma «la dialéctica del deseo, fielmente seguida, puede superar todos los errores, sacar de todos los falsos caminos y forzarte a vivir —no sólo a considerar— un cierto argumento ontológico» (PR, 15) acerca de la existencia de Dios.
El único error fatal para el hombre sería pretender que ha satisfecho plenamente el deseo en la fruición de algún bien finito cuando, en realidad, se está engañando a sí mismo, ya que no ha encontrado lo que en el fondo deseaba. En este momento Lewis subraya la importancia que tiene en todo este proceso la introspección del lector, porque la Alegría «es una experiencia común, aunque a veces malentendida, y de una importancia inmensa» (PR, 12). La falta de atención puede llevar a muchas personas a no experimentar esa hondura en toda su vida. Igual que no podemos discutir con un ciego acerca del color, no podemos hablar de este argumento con alguien que no pueda identificar este deseo, que se niegue a reconocerlo, o que no quiera admitir su presencia una vez que lo ha encontrado.
El argumento para llegar a Dios a través de la experiencia romántica podría ser resumido así: el deseo al que nos referimos es natural. Cada deseo natural o innato tiene un objeto real correspondiente que puede satisfacer ese deseo. Por experiencia, nos damos cuenta de que existe en nosotros un deseo que no puede satisfacer nada en el tiempo, en la tierra, ninguna criatura; luego, existe algo fuera del tiempo, de la tierra y de las criaturas que puede satisfacer ese deseo. Esto es algo a lo que la gente llama Dios o cielo.
Lewis distingue implícitamente entre dos clases de deseos: el innato o natural y el condicionado o artificial. De una forma natural deseamos cosas como comida, bebida, sexo, conocimiento, amistad y belleza; y también naturalmente rechazamos cosas como ignorancia, soledad y fealdad. Pero también deseamos poseer cosas, tener honores o fantasías que forjamos con nuestra imaginación. Hay dos diferencias entre estos deseos: en estos últimos no siempre reconocemos los estados correspondientes de privación de la misma forma que nos pasa con los primeros; y, por otra parte, son deseos que provienen de la sociedad, de la ficción, etc., mientras que los primeros provienen más directamente de nuestra naturaleza.
Lo que Lewis llama Joy es algo que no se puede identificar con ningún objeto de los sentidos, ni con nada de lo que tuviéramos necesidad biológica o social, ni nada imaginado, ni es un estado de nuestras propias mentes: se proclama algo objetivo.
En Mere Christianity. Lewis utiliza otra táctica al respecto y emplea el argumento del deseo de una forma esencialmente práctica, para sacar al lector de dos errores muy comunes. Primero llama nuestra atención acerca del deseo: «Muchas personas, si aprendieran a buscar dentro de su corazón, sabrían que desean, y desean agudamente, algo que no puede estar en este mundo. En este mundo hay toda clase de cosas que nos prometen satisfacernos totalmente, pero nunca cumplen su promesa... Para tratar de esto hay dos caminos equivocados y uno recto» (MChr, 104).
Por una parte se halla el camino del loco, que echa la culpa de su infelicidad a las cosas. Se pasa la vida pensando que si tuviera otra mujer, o vacaciones, o cualquier otra cosa, alcanzaría ese algo misterioso. Otro modo de vida equivocado es el camino del desilusionado, que enseguida decide que todos sus ideales eran reflejos de luna, y reprime esa parte de él que clamaba por «la luna».
Por fin, encontramos el camino cristiano. El cristiano —y aquí plantea Lewis el argumento ontológico— dice que las criaturas no nacen con un deseo a menos que exista un objeto que dé satisfacción a ese deseo: «Un niño siente hambre; bien, hay una cosa que se llama comida. Un pato desea nadar; bien, hay algo que se llama agua. Un hombre siente un deseo sexual; bien, hay algo que se llama sexo. Si encuentro en mí un deseo que ninguna experiencia en este mundo puede satisfacer, la explicación más probable es que es[1]toy hecho para otro mundo» (MChr, 105) [28].
Lewis insiste en la necesidad de cultivar este deseo seriamente: «Debo guardar vivo en mí el deseo de mi verdadero país» (MChr, 105). Como hizo Pascal, muestra que el hombre que da la espalda a esta clave, a esta posibilidad de que exista una infinita felicidad y de que esté destinado a disfrutarla, está espiritualmente loco, fuera de sí o alienado. El encuentro con Dios puede ser evitado, pero es una locura cambiar así el todo por nada.
El hombre se puede engañar pensando que no es feliz, pero que lo sería si tuviera un millón de dólares; pero la experiencia le demostrará que no es éste el camino. Peor es el estado del que afirma soy feliz, porque es una mentira. Pero el principal obstáculo para comprender el argumento del deseo sería la mentalidad positivista, que parte de que sólo es verdad lo que es demostrable.
El argumento del deseo no es original en Lewis [29], pero sí lo es su formulación. Opera en el hombre un deseo natural de felicidad. Corno este deseo está fundado en la misma naturaleza, no en la imaginación, ni en un error de la razón, no puede ser vano, no puede tender a un bien irreal o inasequible. Todo hombre natural[1]mente quiere ser feliz, y la verdadera felicidad no se halla en los bienes finitos o limitados, porque la inteligencia aviva en nosotros el deseo natural del bien universal e ilimitado que concibe. Es, pues, necesario que exista un Bien sin límites, Bien puro, sin mezcla de imperfección; sin lo cual sería un absurdo psicológico, un contrasentido absoluto, la amplitud universal de nuestra voluntad. Debe ser posible la verdadera felicidad, naturalmente deseada, la cual sólo puede consistir en el conocimiento y en el amor del Soberano Bien.
Dios, pues, existe [30]. Lewis, sólo después de su conversión comprendió plenamente el significado que tenía este deseo que Dios puso en su alma: «Ahora sé que la experiencia, considerada corno uno de mis estados menta[1]les, nunca había tenido la importancia que yo le concedía. Sólo tenía valor corno indicio de algo distinto y externo» (SJ, 243). La Alegría le sirvió de «poste indicación», le señaló el camino cuando estaba perdido, fue algo que la Providencia de Dios utilizó para acercarle a la verdad.
Pero también afirma que no cree que la semejanza entre la experiencia cristiana y la meramente imaginativa sea accidental: «Creo que todo, a su manera, refleja la verdad celestial, y la imaginación no es menos. Refleja, esa es la palabra clave. Esta vida inferior de la imaginación no es el principio de ningún paso hacia la vida superior del espíritu, solamente es una imagen» (SJ, 173). Es decir, no lo es necesariamente y por su propia naturaleza, pero Dios puede hacer que la imaginación sea un principio eficaz de este proceso.
El argumento de Lewis es muy eficaz en la práctica y ayuda al hombre a prepararse para escuchar con interés otras pruebas acerca de la existencia de Dios. Lewis en su argumentación apela a todo el hombre, no a la razón estrictamente. Lleva al conocimiento de que el alma está hecha para algo más y es, a la vez, una advertencia a no poner el fin en este mundo. En este aspecto la Alegría tiene en la vida de cada persona, como veremos más adelante, la misma misión que el dolor.
b) La relación entre la Alegría y el placer
Decíamos que la Alegría es algo distinto del placer, pero Lewis precisa: «A veces me pregunto si no serán todos los placeres sucedáneos de la Alegría» (SJ, 176). Es decir, los placeres nos atraen por ser, en cierto sentido, un recuerdo de Dios, del Bien para el que estamos hechos.
Dios es quien ha creado los placeres. Como afirma e! diablo Screwtape en las Cartas del diablo a su sobrino: «el placer es un invento Suyo, no nuestro» (ScrL, 60). Los placeres, en su forma sana y normal, acercan al hombre a Dios porque le ayudan a captar algo de la felicidad a la que está llamado [31]. Es bueno y honesto saber disfrutar de las cosas bellas y buenas de la vida: «Estas cosas, te lo aseguro —continúa Screwtape con su peculiar lógica «diabólica»—, de virtudes no tienen nada; pero hay en ellas una especie de inocencia, de humildad, de olvido de uno mismo, que me hacen desconfiar de ellas; el hombre que verdadera y desinteresadamente disfruta de algo, por ello mismo, y sin importarle un comino lo que digan los demás, está protegido, por eso mismo, contra algunos de nuestros métodos de ataque más sutiles» (ScrL, 77).
Y es que las penas y los placeres son inequívocamente reales y, en consecuencia, mientras duran, le proporcionan al hombre un patrón de la realidad: «Cinco minutos de auténtico dolor de muelas le revelarían la tontería que eran sus sufrimientos románticos, y desenmascararían toda tu estratagema» (ScrL, 76). Un placer real arranca al hombre de sí mismo, del mundo que tiende a forjarse con la imaginación, y le hace sentir «que está regresando a su hogar, recobrándose a sí mismo» (ScrL, 76).
En el prólogo de ese mismo libro, Cartas del diablo a su sobrino, Lewis recoge una conocida frase de Chesterton: «Satán cayó por la fuerza de gravedad» (ScrL, 13); el humor no se puede atribuir a los demonios, a unos seres que pecaron de orgullo. Se debe representar el infierno —afirma Lewis— como un estado en el que todo el mundo está perpetuamente pendiente de su propia dignidad, en el que todos se sienten agraviados, y en el que todos viven las pasiones mortalmente serias que son la envidia, la presunción y el resentimiento.
Por el contrario, Dios no se puede separar nunca de la alegría y la felicidad: «En el fondo es un hedonista —escribe Screwtape a su sobrino—. Todos esos ayunos, y vigilias, y hogueras, y cruces, son tan solo una fachada. O sólo como espuma a la orilla del mar. En alta mar, en su alta mar, hay placer y más placer. No hace de ello ningún secreto: a su derecha hay placeres eternos. ¡Ay! No creo que tenga la más remota idea del elevado y austero misterio al que descendemos en la Visión Miserífica; Él es vulgar, Orugario; Él tiene mentalidad burguesa: ha llenado Su mundo de placeres. Hay cosas que los humanos pueden hacer todo el día, sin que a Él le importe lo más mínimo: dormir, lavarse, comer, beber, hacer el amor, jugar, rezar, trabajar. Todo ha de ser retorcido para que nos sirva de algo a nosotros. Luchamos en cruel desventaja: nada está naturalmente de nuestra parte» (ScrL, 116).
Es Dios quien ha querido que disfrutemos de muchos tipos de placeres en la tierra, lo único que no puede querer es que pongamos en ellos nuestro corazón de tal manera que los consideremos como algo absoluto. Por eso pone también en nosotros el deseo de felicidad, que no se puede saciar aquí: «Nuestro Padre nos renueva y refresca durante el viaje proveyéndonos albergue en acogedoras posadas, pero no hará que las confundamos con el hogar» (PP, 114).
La tentación del hombre consiste en alejarse de la condición natural de un placer hacia lo que en él es menos natural; y por este camino lo único que se consigue es «un ansia siempre creciente de un placer siempre decreciente» (ScrL, 60). El placer se convierte así paradójicamente en una droga, que en lugar de estimular, embota el espíritu.
c) El cielo
Hemos visto cómo el objeto de la Alegría es la unión con Dios, es decir, aquello que llamamos el cielo. El hombre está hecho para un fin y lo único que puede llenar la infinita capacidad del hombre, lo único que le puede hacer feliz, es Dios: «El alma no es sino un hueco que Dios llena» (PP, 148).
Si actualmente al cristiano le cuesta trabajo hacerse entender cuando habla de Dios, mucho más dificultoso le resulta conseguirlo al hablar del cielo, e incluso al mencionarlo. Las dificultades que encontramos son varias. Según Lewis, puede ser que tengamos un cierto temor de que se burlen de nosotros hablándonos de pasar el tiempo tocando el arpa en el cielo y cosas parecidas, porque no sepamos explicar bien qué es el cielo. También se nos puede acusar de querer eludir nuestra obligación de colaborar con la formación de un mundo feliz aquí y ahora, y en lugar de eso dedicarnos a soñar con un mundo feliz en alguna otra parte. O se nos puede objetar que la esperanza en el cielo hace del amor a Dios y a los demás aquí, en la tierra, algo interesado y egoísta, por lo que es mejor no plantearlo.
Pero o bien hay bienaventuranza en el cielo o bien no la hay. Si no la hay, el cristianismo será falso, porque la doctrina cristiana está Íntimamente entretejida con él. Y si la hay, entonces esta verdad, como cualquier otra, tiene que ser encarada, «fuere o no fuere útil en las reuniones políticas» (PP, 142).
Todo el esfuerzo de Lewis al hablar del cielo se concentra en llevar al hombre corriente a intuir de alguna forma la alegría y felicidad que nos espera en el cielo y, como siempre, librarle de algunos prejuicios y argumentos falsos que son casi parte de la mentalidad actual. Vamos a ver cómo responde Lewis a estas tres dificultades que puede encontrar el hombre actualmente para hablar del cielo. La primera objeción la estudiaremos detenidamente en el análisis del concepto de trasposición al cual dedicaremos el siguiente epígrafe.
Con respecto a la segunda objeción —que pensar en el cielo nos impide trabajar por el bien ahora en la tierra—, Lewis responde que el cristiano: «No puede creer a ninguno de aquellos que prometen que, con sólo introducir algunas reformas en nuestro sistema económico, político o higiénico, el resultado sería un cielo en la tierra. Esto puede que aparezca como desalentador para el agente ocupado en una obra social, pero en la práctica no tiene por qué desanimarlo. Por el contrario, un vigoroso sentido de nuestras comunes miserias —simplemente como seres humanos— es, por lo menos, un buen acicate para eliminar todas las miserias que podamos, así como también todas aquellas alocadas esperanzas que tientan a los hombres a alcanzarlas mediante el quebrantamiento de la ley moral y que al final muestran ser únicamente polvo y cenizas una vez que se llega a su realización» (PP, 113).
Como hemos visto al comienzo de este artículo, Lewis muestra que es más alienante decir que sólo existe la naturaleza que admitir que existe un Creador. Si sólo existiera la naturaleza, nada tendría sentido. En cambio —afirma Lewis—, aquellos que desean el cielo, sirven mejor a la tierra. Aquellos que aman más a Dios que al hombre, hacen más por el hombre.
La tercera dificultad, que hace sospechar de la esperanza cristiana como una forma sutil de egoísmo, la resuelve Lewis en The Weigh of Glory, uno de sus sermones más conocidos, publicado en 1941. Comienza explicando cómo en la mentalidad moderna aparece la idea de que desear nuestro bien y esperar la felicidad de poseer ese bien, es una cosa mala. Esta noción ha sido ampliamente difundida por la ética kantiana, aunque tiene precedentes en la de los estoicos, pero contradice de plano la de la fe cristiana.
En primer lugar hay que considerar que existen distintas clases de recompensas. El dinero no es la recompensa natural del amor, por eso se llama a un hombre mercenario si se casa con una mujer por dinero; pero el matrimonio es la recompensa propia de un enamorado, y por eso el enamorado no es un mercenario por desear casarse con la mujer que ama: «Hay recompensas que no mancillan los motivos» (PP, 142). Y eso mismo pasa con el cielo. La vida del cristiano es un camino hacia su cumplimiento, que será la realización del fin para el que ha sido creado, la unión con Dios, y eso es el cielo [32]. «Si amas verdaderamente —afirma San Agustín—, tu recompensa debe ser aquel a quien tu amas» [33].
En este punto podemos plantearnos con realismo una pregunta: ¿deseamos realmente el cielo? Lewis hace una afirmación al comienzo del capítulo sobre el cielo en El Problema del dolor, que resume lo que quiere decir al respecto: «Ha habido momentos en que he pensado que no deseamos el cielo, pero más a menudo me encuentro dudando si en lo más profundo de nuestro corazón alguna vez hemos deseado alguna otra cosa» (PP, 142).
Ciertamente podemos llegar a considerar los bienes naturales y los placeres sensibles como bienes absolutos, y pretender o intentar que llenen nuestro corazón en vez de apreciarlos como lo que son: indicios de algo más grande para lo que estamos hechos. Lewis explica que, en ese caso, Nuestro Señor no encuentra nuestros deseos demasiado ambiciosos, sino demasiado pequeños. Y es que, en el fondo, somos criaturas pusilánimes. Nos volvemos locos con la bebida, el sexo o la ambición, pero olvidamos que Dios nos ofrece una alegría infinita; nos parecemos a «un niño ignorante que quiere ir a hacer un pastel de barro en un barrio bajo, porque no puede ni imaginar lo que quiere decir que le ofrecen unas vacaciones en el mar» (Weight, 4).
Cada alma tiene una «firma secreta»: a lo largo de la vida va buscando algo de lo que sólo encuentra indicios, «intuiciones tentadoras, promesas jamás cabalmente cumplidas» (PP, 143). Partiendo de su experiencia literaria, Lewis observa que esta expresión se refiere también al «cordón invisible» que une los libros que realmente nos gustan: «Usted sabe muy bien cuál es la característica común que hace que a usted le gusten, aunque no pueda expresarlo con palabras. Sin embargo, la mayoría de sus amigos no lo entiende en absoluto y a menudo se preguntan por qué gustándole a usted esto también le gusta aquello otro» (PP, 142); y, sobre todo, a «aquello que deseábamos antes de encontrarnos con nuestras respectivas esposas o antes de haber conocido a nuestros amigos o de haber elegido nuestra ocupación profesional» (PP, 143). Si ese algo se manifestara, lo reconoceríamos. Sin ninguna duda diríamos: Aquí, por fin, está aquello para lo que he sido hecho. Y eso, plenamente manifestado, será el cielo para cada persona.
Esta firma que hay en cada alma —continúa Lewis— puede ser producto de la herencia y del ambiente, porque Dios quiere que así sea. Pero lo que Lewis quiere dejar de manifiesto es que Dios hace que cada alma sea única. También por eso todos somos, en cierto modo, insustituibles. No es la humanidad abstracta la que se salva, sino cada persona concreta, con su individualidad: «Su alma tiene una curiosa forma porque es un hueco hecho para que se adapte a una particular protuberancia de los infinitos contornos de la sustancia divina (...). El lugar de usted en el cielo le parecerá haber sido hecho para usted y solamente para usted, porque también usted fue hecho para ese lugar, hecho para él puntada a puntada como un guante de medida es hecho para la mano» (PP, 144). Por eso dirá Lewis que el cielo es nuestro hogar, el lugar para el que hemos sido hechos [34].
Al hablar del cielo, Lewis insiste en que no se refiere a una experiencia [35]. Aquí en la tierra experimentamos la necesidad de ese algo del que hemos hablado, tenemos cosas que nos lo hacen recordar: «El oscurecimiento no es del todo completo, hay rendijas» (PP, 145), y esto nos ayuda a salir de nosotros mismos; pero «la cosa propiamente dicha en realidad nunca ha sido incorporada en ningún pensamiento ni imagen ni emoción» (PP, 145).
¿En qué consiste entonces el cielo? Más fundamental que nuestra idea de Dios, infinitamente más importante que eso, es lo que piensa Dios de nosotros: «La promesa de la gloria es la promesa, casi increíble y sólo posible por obra de Cristo, de que algunos de nosotros (...) seremos aprobados, complaceremos a Dios. Agradar a Dios... ser un ingrediente real de la felicidad divina... ser amados por Dios» (Weight, 13).
Dios nos creó para que pudiéramos aprender a amarle y alcanzar la comunión con Él en vez de la mera semejanza. Dios es en parte extraño a los ojos mortales y, sin embargo, no lo es en el fondo. Así lo explica Screwtape: «¡Qué degradación!: que esta cosa de tierra y barro pueda mantenerse erguida y conversar con unos espíritus ante los cuales tú, un espíritu, sólo podrías encogerte de miedo» (ScrL, 166). Hasta después de su muerte el hombre tiene sólo una idea borrosa de cómo es Dios [36], pero al ver a Dios sabrá que siempre lo había conocido y se dará cuenta del papel que ha desempeñado en cada uno de los momentos de su vida en los que se creía solo. No le dirá a Dios «¿Quién eres Tú?, sino Así que fuiste Tú todo el tiempo» (ScrL, 166).
Cuando Lewis habla del cielo siempre dice que la Alegría es la verdadera ocupación del cielo (]oy is the serious business of Heaven): «Todos los deleites de los sentidos, o del corazón, o del intelecto con que una vez pudiste haberle tentado —afirma Screwtape—, incluso los deleites de la virtud misma, ahora le parecen, en comparación, casi como los atractivos semi-nauseabundos de una prostituta pintarrajeada le parecerían a un hombre a quien le anuncian que su verdadera amada, a la que ha amado durante toda la vida y a la que había creído muerta, está viva y sana ahora a su puerta» (ScrL, 167). Es a la verdadera alegría, no a lo que aquí en la tierra confundimos tantas veces con la felicidad, a la que hemos sido llamados.
d) Transposición
Vamos a estudiar ahora lo que Lewis llama «trasposición» (transposition). Nos dará luz sobre la experiencia de lo sobrenatural aquí en la tierra y sobre las dificultades que experimentamos de ha cernos una idea adecuada del cielo.
Dios ha hablado a los hombres y lo ha hecho con lenguaje humano. La revelación de lo sobrenatural se hace con el lenguaje humano, de ahí que en el hombre que por la fe acoge la revelación haya a la vez luz y oscuridad. El Apocalipsis, en concreto, nos habla del cielo por medio de experiencias terrenas: coronas, tronos, música; con este lenguaje se intenta expresar con palabras e imágenes lo que realmente es inexpresable: la vida futura (cfr. Transposition, 56). Lo sobrenatural no se comprende perfectamente, pues Dios es inefable e incomprehensible, pero a través de su Palabra sí llegamos a saber algo de su intimidad.
Cuando lo sobrenatural es conocido e incorporado a la vida del hombre, produce sentimientos, emociones, afectos, análogos a los que también son producidos por otras cosas naturales. Es importante, sin embargo, saber que lo sobrenatural no se identifica con esa experiencia que produce en el sujeto. Esos sentimientos experimentados por el creyente son sólo una trasposición de lo sobrenatural.
Por experiencia comprobamos que una misma sensación física puede acompañar a distintas emociones. «No hay diferencia entre mi respuesta neuronal ante malas noticias y ante La flauta mágica, si sólo juzgara las sensaciones podría llegar a la absurda conclusión de que la alegría y la angustia son lo mismo, que lo más temible es lo mismo que lo más deseable» (Transposition, 58). La introspección no descubre diferencia entre una y otra. Esas sensaciones no acompañan simplemente a las distintas experiencias como una adición irrelevante o neutral, no son un mero signo de alegría o angustia, sino que se transforman en lo que significan. Cuando la sensación es producida por la alegría es consumación y cuando es producida por la angustia es horror.
A este fenómeno se refiere Lewis con el término trasposición.
Si tomamos nuestra vida emocional como más alta que la vida de nuestras sensaciones —no, por supuesto, moralmente más alta, si no más rica, más variada—, comprobaremos lo siguiente:
(1) Que en un sentido, las fibras nerviosas hacen responder a las emociones más adecuadamente.
(2) Que los recursos de las sensaciones son más limitados: las posibles variaciones del sentir son menos que las de la emoción.
(3) Que las sensaciones compensan esto utilizando la misma sensación para expresar más de una emoción. Incluso, como hemos visto, expresan emociones opuestas.
El sistema más rico —emoción— es, pues, representado por el más pobre —sensación—. Por esta razón tendemos a equivocarnos al pensar que si hay una correspondencia entre dos sistemas, tienen que ser iguales.
Lewis ilustra esta situac1on con ejemplos muy gráficos. Si tuviéramos que traducir de un lenguaje con un gran vocabulario a otro con poco vocabulario, se nos tendría que permitir utilizar varias palabras en más de un sentido. Si hay que traducir un escrito de un idioma con 22 sonidos de vocales a un alfabeto que sólo tiene cinco, se debe permitir dar a cada uno de los cinco sonidos más de un valor. Si hay que hacer una versión para piano de una pieza escrita originalmente para orquesta, las mismas notas de piano que representan flautas en un pasaje, también representarán violines en otro.
Como vemos, nos es bastante familiar esta clase de trasposición o adaptación de un medio rico a otro más pobre. Quizá el ejemplo más claro sea el arte de dibujar. En el dibujo se desea representar un mundo tridimensional sobre un papel. La solución es la perspectiva, pero ver la perspectiva de un paisaje significa que debemos dar más de un valor a la forma bidimensional. Dibujando un cubo, utilizamos un ángulo agudo para representar lo que es un ángulo recto en el mundo real; pero también un ángulo agudo en el papel puede representar lo que es un ángulo agudo en el mundo real.
Es evidente, pero tal vez especialmente en este último ejemplo, que el medio más bajo sólo puede ser entendido si se conoce el medio más alto. La versión del piano significa una cosa para el que conoce la versión orquestal y otra —mucho más simple— para el que la escucha simplemente como una pieza de piano. Pero este último estaría en una desventaja aún mayor si nunca hubiera oído otro instrumento que el piano e incluso dudara de la existencia de otros instrumentos. Del mismo modo, entendemos una pintura por que conocemos un mundo tridimensional. Una criatura que sólo percibiera dos dimensiones no la entendería. Tal vez aceptaría por autoridad la afirmación de que hay un mundo de tres dimensiones, pero podría preguntarse si ese mundo no es un arquetipo, una sublimación de lo que él considera verdaderamente real.
En la relación entre el mundo espiritual y la naturaleza, entre Dios y el hombre, nuestro problema radica en que, en lo que llamamos nuestra vida espiritual, se repiten todos los elementos de nuestra vida natural y, lo que es peor, a primera vista parece que no están presentes otros elementos. Pero si lo espiritual es más rico que lo natural —y nadie que crea en su existencia puede negarlo—, esa repetición de emociones es exactamente lo que deberíamos esperar. Y la conclusión escéptica de que lo llamado espiritual deriva de lo natural —que es una proyección o extensión imaginaria de lo natural—, es también el error que debemos esperar de un observador que sólo conoce el medio más bajo.
El error de quien se aproxima a un fenómeno de trasposición desde abajo es que ve los actos, pero no su significado —del mismo modo que entienden los animales, que sólo ven hechos, no significados—. «En una época como la nuestra, en que domina lo fáctico, nos encontramos con gente que deliberadamente nos induce a esa mentalidad de perro. Pero un hombre que ha experimentado el amor no mirará los resultados de ese análisis como más verdaderos que su experiencia» (Transposition, 71). Si se ignora el verdadero significado de los hechos, se puede llegar a admitir que la religión es sólo un fenómeno psicológico, la justicia sólo protección de uno mismo, la política sólo economía, el amor sólo lujuria y el pensamiento sólo bioquímica cerebral.
Es distinto si nos aproximamos a la trasposición desde arriba, como hacemos en el caso de la emoción y la sensación, o del mundo tridimensional y los cuadros. Y así es como debe ser considerado el hombre espiritual. Como afirma San Pablo, el hombre espiritual puede juzgar todas las cosas y no puede ser juzgado por nadie [37].
En sentido pleno nadie es un hombre espiritual, pero debemos afirmar que conocemos un poco del sistema más alto que está siendo traspuesto. Quizá no entendemos bien a lo que se refiere San Pablo cuando describe la vida espiritual, pero sabemos, aunque de una forma oscura y confusa, que estamos tratando de utilizar actos e imágenes naturales y lenguaje con un nuevo valor. Tenemos al menos el deseo de un arrepentimiento que no es simplemente prudencia y de un amor que no es egoísmo, que no está centrado en nosotros mismos. En el peor de los casos, sabemos bastante del mundo espiritual como para saber que nos hemos quedado cortos, «como si el cuadro supiera bastante del mundo tridimensional para darse cuenta de que es plano» (Transposition, 65).
Del mismo modo que no debemos confundir lo sobrenatural con los sentimientos o emociones que produce, tampoco debemos intentar descubrir por análisis introspectivo nuestra condición espiritual. Esto revelaría «en el mejor de los casos, no los secretos del espíritu de Dios y del nuestro, sino su trasposición al intelecto y a la imaginación; y en el peor de los casos puede llevar rápidamente a la presunción o a la desesperación» (Transposition, 66).
Vamos a ver como se puede aplicar esto a nuestra noción del cielo. La dificultad que encontramos es que nuestra noción del cielo parece que no se corresponde con nuestros deseos naturales. Esto no sucede en la fe ingenua de un niño o de un salvaje; ambos aceptan las arpas, las calles doradas y la reunión familiar descrita en los himnos, aprehendiendo el cielo como lo que es: alegría, plenitud y amor. Pero esto es imposible para muchos de nosotros, y no debemos ser artificialmente más ingenuos que lo que somos: «Un hombre no debe volverse como un niño imitando la niñez» (Transposition, 66).
Nuestra noción del cielo contiene perpetuas negaciones: ni alimento, ni bebida, ni sexo, ni movimiento, ni sucesos, ni tiempo, ni arte. Contra todo esto colocamos una cosa positiva: la visión y disfrute de Dios. Y como esto es un bien infinito, mantenemos correctamente, que pesará más que todo lo demás: la realidad de la visión beatífica compensará infinitamente la realidad de las negaciones. Pero para el hombre corriente —aunque seguramente no es así para los santos—, el concebir lo que será la visión beatífica es difícil, «una extrapolación fugitiva de unos pocos y ambiguos momentos de nuestra experiencia terrena» (Transposition, 67), mientras que nuestra idea de los bienes naturales es viva y persistente.
Por lo tanto, se puede decir que en nosotros tiene ventaja lo negativo sobre lo positivo. Incluso podemos empezar a pensar que la exclusión de los bienes más bajos es una característica esencial del bien más alto: «Sentimos, aunque no lo digamos, que la visión de Dios no nos llevará a plenitud, sino que destruirá nuestra naturaleza. Esta triste fantasía a menudo desdibuja nuestro uso de las palabras santo, puro y espiritual» (Transposition, 67).
Teniendo esto en cuenta, debemos intentar presentar el cielo de tal forma que podamos llegar a creer —y por lo tanto imaginar en algún grado— que cada negación será sólo el reverso de un cumplimiento, de una plenitud. Y una plenitud de nuestra humanidad, no una transformación en ángeles ni una absorción en la deidad: «Aunque seremos como ángeles, pienso que esto quiere decir que seremos como ángeles con lo propio de los hombres: como diferentes instrumentos pueden tocar el mismo aire, pero cada uno a su manera» (Transposition, 67).
No sabemos como será la vida sensorial del hombre resucitado, pero —apunta Lewis— pienso que diferirá de la vida sensorial que conocemos aquí, «no como el vacío difiere del agua o el agua del vino, sino como una flor difiere de un bulbo o una catedral del dibujo de un arquitecto» (Transposition, 68). Y es aquí donde puede ayudarnos el concepto de trasposición. No sabemos lo que seremos en el cielo, pero podemos estar seguros de que seremos más, no menos, que lo que somos en la tierra. Nuestras experiencias naturales —sensaciones, emociones, imaginación— son sólo como el dibujo, como unas líneas de lápiz en un papel plano. Si desaparecen en la vida futura, desaparecerán sólo como las líneas desaparecen en un campo real, como la luz de una lámpara desaparece ante la luz del sol [38].
«En tu dibujo sólo tienes un papel blanco y plano en el que se representa el sol, las nubes, la nieve, el agua y el cuerpo humano. En un sentido ¡qué miserablemente inadecuado! pero en otro qué perfecto. Podemos sentir frío mirando la nieve del papel y casi calentar nuestras manos en el fuego dibujado» (Transposition, 72). No podemos alcanzar aquí la visión de Dios, pero podemos acercarnos a lo que será por las imágenes y emociones. Gracias a esas sensaciones podemos darle un significado a lo que de otro modo no habríamos adivinado.
Mª Dolores Odero, en revistas.unav.edu
Notas:
24. En una carta a Clyde S. Kilby el 10-ll-57, Lewis explica que Psique es un ejemplo de anima naturaliter christiana, que tiene lo mejor de la religión pagana y va siendo guiada, siempre de una forma oscura -under the cloud- hacia el verdadero Dios (cfr. Letters, 462).
25. Lewis describe así esta experiencia en labios de Psique: «No es esta clase de anhelo. Cuanto más feliz era, más lo sentía. Eran aquellos días tan felices, cuando subíamos los tres a las colinas, con el viento y la luz del sol... (...) Y de tanta belleza, precisamente, me venía el anhelo. Más allá, en alguna parte, tiene que haber más belleza aún. Las cosas parecían llamarme: ¡Psique, ven! Pero yo no podía (toda vía no), no podía ir, y no sabía adónde; casi me hacía daño. Me sentía como un pájaro enjaulado viendo a los demás pájaros de su especie volando libres al nido» (TWHF, 84).
26. Más adelante estudiaremos el concepto de trasposición, elaborado por Lewis, que nos ayudará a entender mejor esta afirmación
27. En el prefacio a la tercera edición de The Pilgrim's Regress, Lewis hace notar que el único mérito del libro es que está escrito por alguien que por experiencia ha comprobado que cada uno de estos supuestos objetos del deseo están equivocados: «No hay vanidad en ese clamor: sé lo que está equivocado no por inteligencia sino por experiencia. Esa experiencia podía no haber sido mi camino si en mi juventud hubiera sido más inteligente, más virtuoso y menos centrado en mí mismo de lo que estaba» (PR, 13).
28. Afirma Garrigou-Lagrange que este argumento no se funda sólo en la analogía del apetito natural humano con el de los demás seres: «El argumento tiene mayor alcance; es metafísico y se funda en la certeza del valor absoluto del principio de finalidad» (R. GARRIGOU-LAGRANGE, La Providencia y la confianza en Dios, Madrid 1978, p. 50).
29. Santo Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles y a San Agustín, afirma la existencia del apetito natural de felicidad. Es imposible que el hombre halle en ningún bien limitado la verdadera felicidad que naturalmente apetece; porque apenas su inteligencia repara en el límite, concibe un bien superior, al cual se inclina la voluntad por deseo natural: cfr. S. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologica, 1-II, q. 2, aa. 7 s. En este sentido afirma Garrigou-Lagrange: «Subsiste siempre el vacíe, de corazón, manifestado en el hastío; y la inteligencia nos dice que la reunión, aún simultánea, de todos los bienes finitos e imperfectos no puede en modo alguno constituir el Bien absoluto concebido y deseado por nosotros; como un conjunto innumerable de idiotas no vale por un hombre genial» (R. GARRIGOU-LAGRANGE, La Providencia y la confianza en Dios, Madrid 1978, p. 52).
30. Estamos hablando aquí del conocimiento natural de Dios, Autor de la naturaleza, donde se incoa ese deseo trascendental, aunque sólo con la fe sea rectamente entendido.
31. Es interesante la distinción que hace Lewis sobre las cuatro causas de la risa humana: la alegría, la diversión, el chiste y la ligereza (cfr. ScrL, 67).
32. Lewis argumenta a continuación: «Yo no creo que mi deseo del paraíso pruebe que yo mismo lo vaya a disfrutar, pero sí es un buen indicio de que el cielo existe y que algún hombre lo disfrutará (...). Un hombre puede amar a una mujer y no lograr casarse con ella, pero sería muy raro que el fenómeno llamado enamorarse se diera en un mundo sin sexos» (Weight, 9).
33. SAN AGUSTÍN, Serm. 165, 4; PL, 38, 905.
34. Comentando la llegada al cielo de una persona, dice Screwtape: «¿Notaste con qué naturalidad -como si hubiese nacido para ella- el gusano nacido de la Tierra entró en su nueva vida?» (ScrL, 165). Partiendo de este punto de vista, podemos entender el infierno en su estado de privación y de no cumplimiento del proyecto creador de Dios en el que consistía la felicidad de la criatura.
35. La Alegría siempre nos convoca a salir de nosotros mismos y buscar el objeto del deseo, «y si usted no sale de sí mismo para seguirla, si se sienta a acariciar su deseo e intenta alimentarlo, el propio deseo lo eludirá a usted». Según Lewis la fórmula correcta es la siguiente: «Haga un fuego lento de dogma y ética, aunque no parezca el combustible adecuado. Vuelva las espaldas y atienda sus deberes, y entonces aquello se encenderá» (PP, 145). Con esta frase Lewis se refiere a que no hay que buscar la Alegría directamente, como si fuera un fin, porque además en ese caso no la encontraremos.
36. Cfr. 1Co 13, 12.
37. Cfr. 1Co 2, 14-16.
38. Del mismo modo, afirma Knox: «No podemos imaginar el cielo, pero podemos encontrar en nuestra experiencia de la felicidad una oscura pero real sombra de la futura alegría» (R. KNOX, The Layman and his Conscience, London 1962, p. 209).
La «experiencia» como lugar antropológico en C. S. Lewis II |
La «experiencia» como lugar antropológico en C. S. Lewis I |
En torno a la ideología de género |
El matrimonio, una vocación a la santidad |
¿De dónde venimos, qué somos, a dónde vamos? |
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
La Justicia Restaurativa en España y en otros ordenamientos jurídicos |
Justicia Restaurativa: una respuesta democrática a la realidad en Méxicoxico |
Tengo derecho a no perdonar. Testimonios italianos de víctimas del terrorismo |
Construyendo perdón y reconciliación |
El perdón. La importancia de la memoria y el sentido de justicia |
Amor, perdón y liberación |
San Josemaría, maestro de perdón (2ª parte) |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |