José Carlos Martín de la Hoz
Desde que el papa san Juan Pablo II publicara aquella inolvidable Encíclica Ut unum sint, el 25 de mayo de 1995 sobre el ecumenismo, no se ha dejado ni un solo día de rezar en toda la Iglesia Católica por esa importantísima intención, de modo que todos los cristianos nos hemos sentido impulsados a avanzar en la anhelada unión de toda la Iglesia bajo un solo pastor.
Precisamente, uno de los elementos clave de ese documento trataba del estudio del ejercicio del Primado del Santo Padre a lo largo de la historia, pues se deseaba subrayar el primado del papa como un camino ecuménico hacia la mejor y más profunda comprensión de ese primado, no solo de honor, sino de verdadero y auténtico servicio a todas las Iglesias.
La investigación del ejercicio del Primado en el primer milenio que propiciaba el documento recordaba aquellos difíciles tiempos en los que la Iglesia hubo de afrontar grandes penalidades tanto del interior de la misma esposa de Cristo, como del enemigo exterior. Es decir, las muchas y complejas herejías, cismas, incomprensiones internas entre las diversas comunidades que constituyeron la Iglesia de Jesucristo y las propias dificultades suscitadas durante la implantación de la Iglesia dentro de la civilización occidental alrededor del Mediterráneo.
Asimismo, sucedieron dificultades desde fuera de la Iglesia, como las graves persecuciones de judíos y cristianos, las terribles invasiones de los pueblos germanos y tártaros, la decadencia del imperio y, finalmente, la irrupción del Islam que provocaron gravísimas penalidades a los cristianos del primer milenio.
Ambas dificultades, de dentro y de fuera, fueron sin embargo ocasión de fortalecimiento en el interior de la Iglesia, cuando se respiraba con los dos pulmones y cada parte del imperio aportaba sus sensibilidades y acentos, pues ambas miraban a Roma. En efecto, desde los lejanos Patriarcados o desde las Islas Británicas, se pedía la última palabra a Roma, no como a un simple Patriarca de Occidente, sino como al sucesor de Pedro, para buscar en su fundamento la unidad en la fe, de las tradiciones, de la Escritura y, en definitiva, la identificación del Evangelio.
Uno de los frutos de aquella inolvidable Encíclica fue un extenso documento [1] donde se aportaban muchas luces teológicas acerca del ejercicio del Primado de Pedro. Vale la pena leer las palabras de la Congregación firmadas por su Prefecto y por el Secretario de la misma, asimismo, por los autores que se añadieron para comentar los textos.
1. Construir el ecumenismo
Precisamente, en el ejercicio reciente del Primado como motor del Ecumenismo hemos de resaltar, la visita del papa Francisco a Suecia (del 31 de octubre al 1 de noviembre 2016) con motivo de la conmemoración común luterano-católica de los Quinientos años de la Reforma Luterana (1517), pues ha servido para recordar a todos la importancia de rezar y trabajar juntos por el ecumenismo [2].
El ecumenismo es la relación de los creyentes católicos respecto a los demás cristianos y, en general, con los demás creyentes. Las ideas más importantes que nuestra madre la Iglesia Católica desea que recordemos para facilitar esa tarea y para que, algún día, seamos un solo pueblo con un solo pastor, podemos leerlas en uno de los documentos más importantes del Concilio Vaticano II: Unitatis redintegratio.
Ese importante documento resaltaba, como hizo el santo Padre en su discurso de Upsala, que la “División abiertamente repugna a la voluntad de Cristo y es piedra de escándalo para el mundo y obstáculo para la causa de la difusión del Evangelio por todo el mundo” (nº 1). Por tanto, los verdaderos creyentes católicos: “suspiran por una Iglesia de Dios única y visible, que sea verdaderamente universal y enviada a todo el mundo, para que el mundo se convierta al Evangelio y se salve para gloria de Dios” (nº 1).
Es más, recuerda el Santo Padre en Upsala que Cristo, antes de ofrecerse a sí mismo en el ara de la cruz, como víctima inmaculada, oró al Padre por los creyentes, diciendo: “Que todos sean uno, como Tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros, y el mundo crea que Tú me has enviado”, e instituyó en su Iglesia el admirable sacramento de la Eucaristía, por medio del cual se significa y se realiza la unidad de la Iglesia. “Impuso a sus discípulos el mandato nuevo del amor mutuo y les prometió el Espíritu Paráclito, que permanecería eternamente con ellos como Señor y vivificador” (nº 2).
Así pues el Documento Conciliar recordaba que “movimiento ecuménico” significa: “el conjunto de actividades y de empresas que, conforme a las distintas necesidades de la Iglesia y a las circunstancias de los tiempos, se suscitan y se ordenan a favorecer la unidad de los cristianos” (nº 4).
Asimismo el Concilio recuerda que el ecumenismo afecta a todos y que todos podemos llevar las siguientes tareas adelante: perdonarse, dialogar, rezar juntos (aunque no celebrar la misa), ejercitar juntos la caridad. Quererse, superar desconfianzas, orar juntos por la paz. Ejercitarse en la coherencia de fe y vida. Valorar las semillas de verdad que hay en otras religiones (cf. nº 4).
De entre los puntos subrayados, hay uno que es resaltado de un modo especial: la conversión personal del corazón y la reforma interior. La denominada unidad de vida (nº 5), que favorecerá la existencia de matrimonios mixtos (nº 6), donde de manera natural Dios puede hacer alcanzar al otro cónyuge la gracia de convertirle el corazón (nº 7), como fruto de la oración común (nº 8).
Es importante, recuerda el Concilio, aprender a tratarse y a conocerse (nº 9), como parte de una verdadera formación ecuménica (nº 10). También se anima a hacer esfuerzos para superar distancias y animadversiones de otros tiempos (nº 11) y trabajar junto como cooperantes en diversas ONG (nº 12).
Precisamente, una de las tareas que marcaba el Santo Padre en Upsala a las Iglesias reformadas allí representadas, era dar gracias a Dios por el nuevo clima de concordia, pues, después de quinientos años, se puede preguntar qué aporta hoy Lutero a la Iglesia de nuestro tiempo y lo que la Iglesia Católica ha recordado a sus fieles a través, por ejemplo, del Catecismo de la Iglesia Católica [3].
Finalmente, hemos de subrayar las palabras del Santo Padre Francisco en Upsala en la gran ceremonia ecuménica cuando llamaba a estar unidos en la oración al verdadero Dios, en la caridad mutua y en la colaboración sincera en las obras de caridad con los más necesitados en el mundo entero.
Existe en efecto, una tarea urgente de la caridad y de la solidaridad y más en estos tiempos de dura crisis económica y social derivada de la pandemia que hemos padecido y de sus sucesivas recidivas. Asimismo, el ecumenismo como tarea común nos impulsa al trabajo por la paz.
2. Cristo. Príncipe de la paz
El siglo XXI comenzó con el atentado de las Torres Gemelas de Nueva York y, periódicamente, esas acciones se han venido reproduciendo en diversos lugares de Europa y, en general, del mundo occidental con todo su dramático realismo, lleno de muerte, de pánico y de brutalidad.
Por otra parte, es verdaderamente sorprendente que todavía existan autores que sigan identificando, en términos absolutos, violencia y religión, después de todo lo que se ha escrito y estudiado, desde entonces, acerca del terrorismo islámico y de todos los sólidos y extensos argumentos que se han aportado en este debate.
Se puede decir que ya es un lugar común, afirmar que no son verdaderos musulmanes quienes llevan a cabo esas acciones terroristas, es más esos hechos son realmente patologías de esa religión y de un tipo de Islam denominado, sin ambages, puro fundamentalismo.
Así pues, cuando se identifica violencia con religión, se está manipulando la verdad, es más, se está injuriando el nombre de Dios, pues usar a Dios como motivación para derramar sangre y llevar a cabo actos terroristas contra intereses de Occidente, es sencillamente mentir usando el nombre de Dios en vano.
“¿Es el Islam una religión de paz?”. Con este título provocador introducía el profesor Charles Morerod, su reseña del libro de Adrien Candiard, La comprensión del Islam [4], publicada en la Revista Nova et Vetera de la Facultad de Teología de Friburgo.
Recodemos que el profesor Candiard, es docente e investigador desde hace más de treinta años en la Universidad de El Cairo en Egipto y que ha publicado numerosas obras y organizado abundantes encuentros nacionales e internacionales sobre el famoso tema de las relaciones entre violencia y religión.
Naturalmente, esta pregunta ya se había realizado muchas veces a lo largo de la historia, pero últimamente, hemos de responderla con más convicción y con más radicalidad: toda religión es siempre una religión de paz aunque existan algunos desquiciados que manipulen el nombre de Dios.
Parece importante recordar en este Simposio dedicado al ecumenismo, que el elemento común por el que la religión está siendo atacada, en una campaña orquestada en el mundo entero, es la cuestión de la violencia y el hecho religioso.
De una manera más amplia y haciendo referencia a las guerras de religión que asolaron Europa en el siglo XVI-XVII, se ha planteado si dentro de las religiones llamadas reveladas hay una semilla de discordia, al presentarse cada una de ellas de modo excluyente, como el único y verdadero camino para la salvación.
Además, esta polémica apunta focalmente al Antiguo Testamento, común a los judíos y cristianos y, en cierto modo, al Islam: donde hay un uso expreso de la violencia por parte de Mahoma a la hora de conquistar las tierras, castigar la idolatría de otros pueblos, etc.
Así pues, merece la pena responder a esas objeciones lo más pronto posible, pues para poder construir un verdadero ecumenismo hace falta indudablemente convertirse en agentes de la paz en el mundo y en las almas.
Respecto a los argumentos, conviene releer las investigaciones recientes del teólogo Tanzella-Nitti, de la Universidad Pontifica Romana de la Santa Cruz, quien ha clarificado recientemente la cuestión: “hablando el mismo Dios en su Verbo encarnado, revela en primera persona y en su única Palabra, el sentido de muchas palabras” [5].
Seguidamente, al hablar de la pasión y muerte del Hijo de Dios, añadirá: “toda la historia bíblica de la violencia que ha tenido por protagonista a Dios se convierte en una gran metáfora de su justicia y de su amor”.
De hecho, señalemos que la Comisión Teológica Internacional publicó en el 2013 un documento sobre el monoteísmo frente a la violencia en donde se subrayaba la dimensión de amor y de caridad de la tradición hebreo-cristiana y se insistía en el ejemplo nítido y expreso contra la violencia tanto de Jesús como de sus discípulos.
Además, los exégetas han resaltado siempre que la violencia en el contexto bíblico ha de entenderse como una lección de castigo de Dios al pecador, como una medicina que ha de enmarcarse en el contexto cultural e histórico de la antigüedad.
Ahora bien, la respuesta, de si existe una violencia en sí, debe encontrarse en una explicación más profunda, que tenga en cuenta que el Nuevo Testamento explica el Antiguo y lo lleva a cumplimiento, no en la línea maniquea ni gnóstica, de eliminar el Antiguo Testamento, sino en la de los Padres Apostólicos de interpretar el Antiguo Testamento a la luz del Nuevo. Desde las primeras páginas de los escritos de la primitiva comunidad cristiana, se dan abundantes citas de la Sagrada Escritura que muestran la conexión del Antiguo con el Nuevo Testamento. Esta es una muestra de su autenticidad y de su seguimiento de Cristo que dio cumplimiento a las Escrituras y abrió el nuevo Pueblo de Israel. Como expresa san Ignacio de Antioquia, al comparar el Antiguo y el Nuevo Testamento: “Mas el Evangelio tiene algo especial: la presencia del Salvador, nuestro Señor Jesucristo, su pasión y resurrección. Los amados profetas le habían anunciado, pero el evangelio es la consumación de la incorrupción. Todas las cosas son igualmente buenas, si creéis en la caridad” [6].
También vale la pena recordar que la Biblia no es un libro sino un conjunto de libros, y, por tanto, en ella se contienen diversos modos de hablar de Dios y de su obrar. Existe una historia de la salvación de Dios a su pueblo que se muestra a través del perdón al pueblo, intervenciones que lo sostienen y defienden. También aparece la condena de los sacrificios humanos, sustituidos vicariamente por los sacrificios animales, hasta llegar al sacrificio de la Santa Misa, el único y verdadero sacrificio de la nueva ley.
Los padres de la Iglesia muestran claramente cómo el Nuevo Testamento subraya el clima de caridad, perdón y misericordia instaurado por Cristo y vivido por los primeros cristianos. Además, suelen insistir en la interpretación de modo alegórico de los textos referentes a la violencia, como lo expresaba san Agustín [7].
De hecho, recordemos cómo santo Tomás afirmaba: “A Dios le corresponde más por su infinita bondad, usar la misericordia y el perdón, que castigar. De hecho, el perdón conviene a Dios por su naturaleza mientras el castigo es debido a nuestros pecados” [8].
Asimismo, conviene volver a las palabras del teólogo Tanzella-Nitti:
El misterio de la ausencia de Dios donde aparecería como el vencedor o justiciero como en el Calvario o en Auschwitz, es el misterio de su justicia no violenta. Una ausencia y un silencio que han escandalizado a los hombres modernos quizás más que la violencia bélica a cargo de Israel. [...]. Sobre la cruz no hay otros que hablen en nombre de Dios o pongan por escrito aquello que su experiencia religiosa o sus categorías de interpretación de la historia –una historia hecha de guerra y de violencia– podría sugerir. Aquel es Dios mismo que habla (cfr. Hb 1, 2) que cuando él habla no hay mediación que pueda ofuscar o camuflar el mensaje que trasmite [9].
Evidentemente, Cristo es el Príncipe de la paz. Por tanto, cual sea la religión verdadera se demuestra en la santidad y felicidad que produce en las almas que la viven y en cómo repercute en sus vidas y en relación con los demás, lo que contribuye a la felicidad de los demás. Las guerras de religión no tienen sentido, pues como afirmaba san Josemaría: “No comprendo la violencia: no me parece apta ni para convencer ni para vencer; el error se supera con la oración, con la gracia de Dios, con el estudio; nunca con la fuerza, siempre con la caridad” [10].
Como san Juan Pablo II explicó en la Exhortación apostólica Salvifici doloris (1984), el sufrimiento y el dolor, muchas veces son una invitación al cristiano, una vocación a cooperar con Cristo en la obra de la redención [11].
En esa línea son interesante las apreciaciones sobre la violencia y el dolor de un autor moderno:
la fe cristiana dice que la violencia, después de que Cristo la cargase sobre sí, no se alza ya como un absurdo desgarrador, sino que fue trasformada interiormente por el sentido que Él le dio a su pasión y muerte. La cruz no es a la postre una manifestación de violencia, sufrimiento y muerte, sino, por el contrario, un anuncio del amor que es más fuerte que la muerte, es un sermón sobre la fuerza de la esperanza que relativiza e ironiza a la misma muerte: ¿Dónde está muerte tu aguijón, donde está tu victoria? [12].
Terminaremos recordando las palabras del papa Benedicto XVI, en su Exhortación pastoral post sinodal sobre la Sagrada Escritura, que resume magníficamente la cuestión:
se ha de tener presente ante todo que la revelación bíblica está arraigada profundamente en la historia. El plan de Dios se manifiesta progresivamente en ella y se realiza lentamente por etapas sucesivas, no obstante, la resistencia de los hombres. Dios elige un pueblo y lo va educando pacientemente. [...] En el Antiguo Testamento, la predicación de los profetas se alza vigorosamente contra todo tipo de injusticia y violencia, colectiva o individual y, de este modo, es el instrumento de la educación que Dios da a su pueblo como preparación al Evangelio. Por tanto, sería equivocado no considerar aquellos pasajes de la Escritura que nos parecen problemáticos. Más bien, hay que ser conscientes de que la lectura de estas páginas exige tener una adecuada competencia, adquirida a través de una formación que enseñe a leer los textos en su contexto histórico-literario y en la perspectiva cristiana, que tiene como clave hermenéutica completa “el Evangelio y el mandamiento nuevo de Jesucristo, cumplido en el misterio pascual” (Propositio n. 29). Por eso, exhorto a los estudiosos y a los pastores, a que ayuden a todos los fieles a acercarse también a estas páginas mediante una lectura que les haga descubrir su significado a la luz del misterio de Cristo [13].
3. Nicolás de Cusa. Defensor Pacis
Un ejemplo concreto de la defensa de la paz en el mundo y del ecumenismo es la ingente tarea llevada a cabo por el Cardenal de Nicolás de Cusa (1401-1464) a lo largo de su vida, primero como estrecho colaborador de los Romanos Pontífices, los papas Pío II y Eugenio IV, en la construcción del ecumenismo del siglo XV y en la aplicación de los Decretos de unión de las Iglesias Orientales después del Concilio de Basi- lea-Ferrara-Florencia, como de sus esfuerzos de mediador para impedir la caída de Constantinopla en manos del Islam.
Vale la pena en este simposio dedicado al Ecumenismo centrarse ejemplarmente, aunque sea con brevedad, en el ejemplo de la figura diplomática del Cusano como constructor de la paz y del ecumenismo.
Es muy interesante que en el final de su obra Sobre la mente escrita en 1450, nuestro autor haga una referencia vibrante al año santo convocado en Roma para esa fecha: “ha traído este año a Roma a esta innumerable multitud y ha producido una extrema admiración” [14].
Efectivamente, la figura de Nicolás de Cusa, está a caballo entre dos épocas, por lo que reúne a la vez las características del final del medievo y el comienzo del hombre renacentista. Cardenal y obispo, sabio y erudito, canonista, filósofo y teólogo, legado pontificio para aplicar las actas del concilio de Basilea (1432), que en 1437 viajó a Constantinopla para propiciar la unión de los griegos ortodoxos con la Iglesia de Roma en lo que sería el Concilio de Ferrara-Florencia. El fin de su vida lo explicita él mismo en una de sus obras más importantes, la de la búsqueda de Dios: “El hombre ha venido al mundo para que busque a Dios y, una vez lo haya encontrado, arraigue en él y arraigado en él, alcance la paz” [15].
Precisamente, esa rectitud de intención hace que sea tan importante la paz interior del que busca hacer las cosas por amor a Dios. Es bien conocida la frase que el papa Pío II (Eneas Silva Picolomini) le espetó cuando le consultó irse de la Curia romana y buscar refugio en un monasterio: “Si buscas la paz debes separarte ante todo de la insaciabilidad de tu espíritu”. Precisamente, fue en el espacio interior, donde finalmente se retiró el cusano: una elipse con dos puntos focales: la fe y la contemplación.
Como intelectual, escribió muchos e importantes tratados. Su primera gran obra fue la titulada De concordantia catholica (1433), donde todavía era conciliarista por lo que situaba junto al Papa, cabeza de la Iglesia, al colegio episcopal. De ahí que el concilio universal sea, para él, la más perfecta representación de la unidad de la Iglesia.
De su conversión a la filosofía brotan sus obras De docta ignorantia y De coniecturis (1439-1440). En ellas estudia las relaciones entre Dios, el mundo y el hombre: “el conocimiento humano es un camino infinito hacia una verdad a la que nos acercamos más o menos sin llegar jamás a adecuarla en absoluto”. En el segundo desarrolla una metafísica de matiz neoplatónico en torno a la idea de la unidad.
Para su tiempo, invadido del nominalismo ockhamista y, por tanto, del pragmatismo jurídico impulsado por él, lo que pretende fundamentalmente el cusano es solucionar el problema de la unión de la Iglesia, después la unidad de los cristianos y finalmente la conversión y reforma caput et membris.
En ese sentido, la originalidad de Nicolás de Cusa no está en las doctrinas mantenidas sino en el enfoque de las mismas. Por ejemplo, al estudiar la teoría del conocimiento, verdaderamente inmersa en la philosophia perennis de la escolástica parisina del siglo XIII, nos sorprenderá: “La verdadera sabiduría nos hace humildes” [16].
La caída de Constantinopla impresionó al cusano y le llevó a escribir un tratado De pace fidei (1453), en el que buscaba la unidad de las religiones. De manera dialogada, como se escribía en la época, reunía ante Cristo a los representantes de todos los credos, razas y naciones para que dialoguen. Así, va mostrando que la verdad completa está en el cristianismo y que todos deberían llegar a creer en la Trinidad y en la plenitud de la revelación traída por Jesucristo, aunque hubiera variedad de ritos en la liturgia.
En efecto, unos años antes, al hablar en su tratado De la mente (1450) sobre la religión natural que ha permanecido en el género humano desde su creación hasta la actualidad, no había dejado de recordar que solo la Iglesia católica posee el tesoro completo de la revelación divina que ha venido a traer Jesucristo y que depositó en la Iglesia [17].
En ese sentido hemos de recibir la afirmación que hace el Cusano en su obra posterior, De pace fidei, donde afirmará: “en todos los dotados de inteligencia hay, pues, una única religión y un solo culto, que se presupone bajo la diversidad de ritos” [18].
Recientemente, hemos leído esa misma afirmación del Cusano en la extensa obra de filosofía de la religión del profesor Duch: “Ut sicut tu [Deus] unus es, una sit religio et usus latriae cultus” [19]. Inmediatamente, Duch, distinguirá: “una religio in ritum varietate”, sin terminar de aclarar el sentido del Cusano de la Revelación.
Para nosotros, de acuerdo con el resto de sus obras, debe interpretarse que el cardenal solo ve en la Iglesia Romana la plenitud de la revelación, aunque en otras religiones pueda haber parte de la verdad, tal y como ha recordado el concilio Vaticano II.
De hecho, Duch, poco después se refiere, de modo sorprendentemente elogioso a las obras del egiptólogo Jan Assmann, al que él mismo ha traducido e introducido, sin terminar de aclarar las duras acusaciones que este autor vierte sobre la violencia en el cristianismo, que la realidad del Magisterio del siglo XXI, la vida de los cristianos y la predicación del papa Francisco ha demostrado suficientemente: el cristianismo es verdaderamente una religión de paz, pues Cristo es el Príncipe dela Paz Precisamente, la teología Fundamental católica actual se desarrolla de modo positivo acerca de la realidad de la completa Revelación que hemos recibido en la Iglesia como un tesoro de luz [20].
Poco después, en 1461, escribirá el Cusano su Cribatio Alchorani donde muestra que quitada la paja, el Corán contiene mucho grano, es decir, que contiene la esencia del cristianismo, puesto que contiene a Jesucristo, aunque debido a la tergiversación nestoriana que Mahoma recibió, se requiera que reconozcan a Jesucristo como Dios verdadero y su muerte redentora en la cruz. Muestra una gran confianza en fuerza de convicción de la verdad cristiana. Así escribía, al respecto, en aquella época a su amigo Juan de Segovia:
Si escogemos atacar con la espada de la invasión, tenemos motivos para temer que, por herir con la espada, muramos también con la espada (Mt 26,52). En cambio, con estas conversaciones amansaremos su fanatismo y la verdad se mostrará por si misma para acrecentar nuestra fe.
Para elaborar su trabajo dedicó muchos años al estudio del Corán y de toda la literatura existente sobre la materia que pudo consultar: los trabajos de san Juan Damasceno en el siglo VIII, la traducción latina publicada por Pedro el Venerable (1194-1156), el trabajo de Dionisio el Cartujano (1402-1471), la obra de Ricoldo de Monte Crucis (1243-1320), y las de santo Tomás de Aquino y Juan de Torquemada (1348-1468).
La cribatio alcorani comenzaba señalando que sólo Jesús, el Hijo de Dios podía mostrar el verdadero camino, puesto que era Dios: “Pues si ese hombre no fuera la misma sabiduría divina omnisciente por la que Dios crea todo, ciertamente no podría revelar lo que le resulta desconocido” [21]. Poco después, señalaba los objetivos:
Nuestra intención, presupuesto el Evangelio de Cristo, es cribar el libro de Mahoma y mostrar que también en ese libro se contienen aquellas cosas por las que se confirmaría plenamente el Evangelio, si estuviera necesitado de confirmación, y que, en las cosas en las que disiente, se debe a la ignorancia y, por consiguiente, a la malicia de intención de Mahoma, ya que Cristo ha venido no para su gloria sino para la de Dios Padre y la salvación de los hombres, mientras que Mahoma no ha buscado la gloria de Dios y la salvación de los hombres sino su propia gloria [22].
Y añadía:
No será difícil, por tanto, encontrar en el Corán la verdad del Evangelio, aunque el mismo Mahoma está muy alejado de una verdadera comprensión del Evangelio [23].
El cusano explicaba que la caída de la ciudad de Constantinopla no significaba la victoria del Dios del islam sobre el Dios del cristianismo [24], puesto que, como ya había dejado escrito en su Cribatio alcoranis, lo musulmanes estaban llamados a la conversión al cristianismo, como intenta mostrar al desgranar detenidamente los rasgos claves de la figura de Cristo contenidos en el Corán.
José Carlos Martín de la Hoz en dialnet.unirioja.es
Notas:
1 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, El primado del sucesor de Pedro...
2 En un libro reciente, sus autores relacionaban su incorporación a la Iglesia católica a la pregunta que el Espíritu Santo había suscitado en sus almas, acerca de la figura del papa san Juan Pablo II: “¿Acaso no es el pastor de toda la Iglesia, su pastor universal?”. U. EKMAN – B. EKMAN, El gran descubrimiento, 50 y 83.
3 Cf. S. MADRIGAL TERRAZAS, Lutero y la Reforma, 36.
4 A. CANDIARD, Comprendre l’islam.
5 G. TANZELLA-NITTI, “Una imagine credibile di Dio”, 113.
6 IGNACIO DE ANTIOQUÍA, “Carta a los de Filadelfia”, IX, 2. La unión de los dos Testamentos era muy importante para la primitiva comunidad cristiana. Les daba el abolengo de familia y les da- ba pruebas históricas de la fe que vivían, por ejemplo, ante los misterios de la muerte y Resurrección de Cristo: “Los cristianos, sin embargo, tenían una respuesta. Podían afirmar que todo lo que había hecho y sufrido Cristo, había sido anunciado mucho antes por los profetas inspirados, y que Jesús, verificando los antiguos oráculos, había demostrado la realidad de la misión divina”. G. BARDY, Conversión al cristianismo..., 164.
7 AGUSTÍN DE HIPONA, De doctrina cristiana, III, cap. 16, n.4. (PL 34, 72).
8 TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica II-II, q.21, a.2.
9 G. TANZELLA-NITTI, “Una imagine credibile di Dio”, 117.
10 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones, n. 44.
11 JUAN PABLO II, Salvifici doloris, nº 30.
12 T. HALÍK, Paradojas de la fe..., 183.
13 BENEDICTO XVI, Verbum Domini, n. 42.
14 NICOLÁS DE CUSA, Sobre la mente, 239.
15 E. COLOMER, De la Edad Media al Renacimiento, 56.
16 NICOLÁS DE CUSA, Sobre la mente. 51.
17 Cf. NICOLÁS DE CUSA, Sobre la mente, 242.
18 NICOLÁS DE CUSA, De pace fidei, n. 16.
19 L. DUCH, Salida del laberinto, 148.
20 Cf. papa FRANCISCO, Lumen fidei, nº 1.
21 NICOLÁS DE CUSA, Examen del Corán..., n. 8.
22 NICOLÁS DE CUSA, Examen del Corán..., n. 10.
23 NICOLÁS DE CUSA, Examen del Corán..., n. 16.
24 NICOLÁS DE CUSA, Examen del Corán..., 150-151.
Eudaldo Forment
1. La dignidad personal
Es frecuente que, en la actualidad, se utilice, en el lenguaje corriente, la expresión "calidad de vida" para referirse a la dignidad del hombre. Con ello, parece que la dignidad de la vida humana dependa de los modos de vivir. Aunque sea un deber para todos intentar la mejora de la calidad de la vida humana, o el progreso humano y espiritual del hombre, sin embargo, la dignidad básica del hombre no está en su modo de vivir, sino en su propia persona, que tiene siempre la misma dignidad. Desde su inicio hasta su fin. De ahí que los derechos humanos, el primero de ellos es el de la vida, son independientes del modo de vivir, tanto en el aspecto biológico, cultural –se es igualmente persona con o sin salud, con cultura o sin ella– y ético –hay buenas y malas personas, pero todas son personas–, y en cualquier otro. La vida humana tiene que estar de acuerdo con la dignidad del hombre, pero el modo de ser esta vida no constituye su dignidad.
Se puede dar una profunda explicación metafísica de este hecho. Siguiendo la definición clásica del pensador romano Boecio y a las reflexiones de San Agustín, Santo Tomás descubrió que el constitutivo personificador, lo que hace que el hombre, o mejor, un individuo de esta naturaleza sea una persona, es su "ser" propio. Según su metafísica del ser, todas las perfecciones de las cosas son expresadas por su esencia, y se resuelvan en último término en el acto del ser. La persona, a diferencia de todo lo demás, sin la mediación de algo esencial, directamente se refiere al ser.
El ser propio de cada persona es el que le da a su dignidad el carácter de permanencia, actualidad y de idéntico grado. En cambio, si el constitutivo formal de la persona fuese alguna propiedad o característica, aunque fuese esencial, el hombre no sería siempre persona. Todos los atributos de la esencia individual humana cambian en sí mismos o en diferentes aspectos, en el transcurso de cada vida humana. Pueden incluso considerarse en algún momento en potencia, o en hábito, pero no siempre en acto. Además, como son poseídos en distintos grados, según los individuos y las diferentes circunstancias individuales, habría entonces distintas categorías de personas.
Precisamente, por significar directamente el ser propio, se infiere, por una parte, que la realidad personal se encuentra en todos los hombres. Ser persona es lo más común. Está en cada hombre, lo que no ocurre con cualquiera de los atributos humanos, que se explican por la naturaleza. Todos los hombres y en cualquier situación de su vida, independientemente de toda cualidad, relación, o determinación accidental y de toda circunstancia biológica, psicológica, cultural, social, etc., son siempre personas en acto.
Por otra, que todo hombre es persona en el mismo grado. En cuanto personas todos los hombres son iguales entre sí, aún con las mayores diferencias en su naturaleza individual, y, por ello, tienen idénticos derechos inviolables. Nunca son ni pueden convertirse en "cosas". Como hombres somos distintos en perfecciones, como personas, absolutamente iguales en perfección y dignidad.
En la noción de persona, en la que se expresa directamente el ser, se alude igualmente de modo inmediato al ser participado en un grado máximo, en el del espíritu. Persona nombra rectamente al máximo nivel de perfección, dignidad, nobleza y perfectividad, muy superior a la de su naturaleza. Tanto por esta última como por su persona, el hombre posee perfecciones, pero su mayor perfección y la más básica es la que le confiere su ser personal. En nuestra época, es conveniente recordar que la dignidad de la persona no se valora por su capacidad de hacer y producir, sino por su mismo ser.
La persona indica, por consiguiente, lo más digno y lo más perfecto del mundo. "La persona significa lo más perfecto que hay en toda la naturaleza" [1], o como dice también Santo Tomás: "Es lo más digno de toda la naturaleza" [2]. De este modo, expresa también lo que posee "más" ser, y, por lo mismo, lo más unitario, lo más verdadero, lo más bueno y lo más bello.
Su mayor posesión de estas realidades trascendentales explica que sea "un ente capaz de ser un fin en sí mismo", y, consecuentemente, "un ser capaz de amar y ser amado con amor de donación" [3]. Siguiendo a Aristóteles, Santo Tomás sostenía que amar es querer el bien para alguien [4]. También que hay dos
especies de amor humano: el amor de posesión y el amor de benevolencia o de donación. El amor de posesión, que se tiene a los seres irracionales, y que por aberración puede tenerse a las personas, no es desinteresado, porque en el fondo es amor de sí. Aunque hay un objeto amado, el amor no se detiene en él, sino que vuelve al sujeto del que parte. En cambio, el amor de donación, que merecen las personas, no es interesado, porque sólo se busca el bien de lo amado, que aparece como un fin del mismo sujeto.
Con la tesis de que la persona es el máximo bien y, por tanto, un fin en sí misma, Santo Tomás inicia una de sus obras, el Comentario a la Metafísica de Aristóteles, afirmando que: "Todas las ciencias y las artes se ordenan a una sola cosa, a la perfección del hombre, que es su felicidad" [5].
La persona designa siempre lo singular o lo individual, al hombre concreto existente, que es el único que puede ser feliz. Las cosas no personales, son estimables por la esencia que poseen. En ellas, todo se ordena, incluida su singularidad, a las propiedades y operaciones específicas de sus naturalezas. De ahí que los individuos solamente interesan en cuanto son portadores de ellas. Todos los de una misma especie son, por ello, intercambiables. No ocurre así con las personas, porque interesa en su misma individualidad, en su personalidad. A diferencia de todos los demás entes singulares, la persona humana es un individuo único, irrepetible e insustituible. Merece, por ello, ser nombrado no con un nombre que diga relación algo genérico o específico, sino con un nombre propio, que se refiera a él mismo [6].
A cada una de las personas, en su concreción y singularidad, tal como significa el término persona [7], se subordinan únicamente todas las ciencias, teóricas y prácticas, las técnicas, las bellas artes, toda la cultura y todas sus realizaciones. Siempre y todas están al servicio de la persona humana. A la felicidad de las personas, a su plenitud de bien o la perfección –especulativa, moral, estética, biológica, o de otra dimensión–, es aquello a lo que deben estar dirigidos todos los conocimientos científicos, sean del orden que sean, e igualmente la misma tecnología, y todo lo que hace el hombre [8].
Todo lo natural y cultural es siempre relativo a la persona. No hay nada, en este mundo, que sea un absoluto, todo está siempre referido a la felicidad de las personas, el único absoluto en el orden creado. Todo se ordena o está al servicio de las personas humanas, porque tienen la primacía en todo orden natural o humano. Todo es un medio para la persona, todo está a su servicio. Cada persona, en su singularidad, es lo sumo y lo supremo.
Los derecho humanos primordiales, como el de la vida, derivan directamente de la dignidad de la persona. Todo ser humano posee derechos por el mero hecho de ser persona. La universalidad e indivisibilidad de los derechos humanos, así como su carácter indisponible e inalienable se fundamentan en la "dignidad intrínseca" del hombre, tal como se indica en el preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, que es la del ser personal.
2. El derecho a la verdad
El respeto a la dignidad de la persona humana exige también el de su derecho a la verdad. El hombre tiene derecho a la verdad, basado en el correspondiente deber de afirmar absolutamente la verdad [9]. El derecho a la verdad se específica en el derecho a los bienes de la cultura, que incluye el de la educación, el derecho a la información y el derecho a la expresión. El derecho a la información, que tanto interés despierta en la actualidad, se puede definir como: "el derecho que tienen los ciudadanos a conocer los hechos públicos que atañen al bien común, sea para favorecerlo, sea para dañarlo" [10]. Sobre este último, pero también sobre la manifestación de las verdades culturales, se da un tipo de vulneración, que se denomina "manipulación".
La expresión "manipulación" significa la acción de realizar operaciones con las manos en o con un objeto para conseguir un resultado o un producto. Se refiere así al uso de las cosas. Este es el aspecto que se toma cuando se emplea el término en sentido metafórico, para expresar la conducción de los hombres como si fuesen cosas, tratándoles como si no tuviesen el derecho a la verdad ni el derecho de la libertad para conseguir el bien, que les corresponde por el hecho de ser personas.
En una reciente obra sobre la manipulación, explica su autor, el profesor Alfonso López Quintás: "La manipulación significa un modo de manejo fácil, cómodo y arbitrario de personas y grupos. Este manejo no es, obviamente, de orden físico sino espiritual: afecta a la inteligencia, la voluntad y el sentimiento de las gentes. El demagogo manipulador intenta modelar la mente de las personas, impulsar su voluntad, configurar su sensibilidad y su sentimiento, orientar su capacidad creadora... Esta múltiple forma de vasallaje constituye el medio más radical y eficaz para dominar a personas y pueblos por vía de asedio interior, no desde fuera, mediante la violencia, sino desde dentro" [11].
El asedio interior de la manipulación es mucho más efectivo que el exterior. "Cuando una persona ve agredida desde fuera sus convicciones íntimas, sus sentimientos más entrañables, sus ideales más elevados, suele tomar distancia respecto al agresor, atrincherarse en sí misma y disponerse a la resistencia. La conciencia de hallarse en peligro suscita una mayor unión entre quienes comparten ideas, sentimientos e ideales. Este acrecentamiento de la unidad realizado por razones nobles refuerza los vínculos y aviva el espíritu comunitario" [12].
Podría decirse que el primer intento de manipulación del hombre se narra en el Génesis. Se da en el ámbito de lo que hoy diríamos de la información. El espíritu maligno comienza con una pregunta, con una entrevista o Interviú: "¿Conque os ha mandado Dios que no comáis de los árboles todos del paraíso? " [13].
Después de la respuesta afirmativa y la ampliación de detalles del hecho, o noticia, tal como se diría en la actualidad -"Del fruto de los árboles del paraíso comemos, pero del fruto del que está en medio del paraíso nos ha dicho Dios: 'No comáis de él, ni lo toquéis siquiera, no vayáis a morir" [14]-, corrige la respuesta: "No, no moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal" [15].
Como comenta Karol Wojtyla, en Signo de contradicción: "El hombre queda asombrado ante estas palabras. El espíritu maligno se deja reconocer e individualizar no a través de una definición cualquiera de su ser, sino exclusivamente por el contenido de sus palabras" [16].
En primer lugar, por la negación. En Fausto, de Goethe, Mefistófeles a la pregunta del sabio doctor: "Quién eres", responde: "Soy un espíritu que continuamente estoy negando la evidencia de las cosas" [17]. Actitud que se da en muchas manipulaciones actuales.
En segundo lugar, por la mentira. El "padre de la mentira" [18], como indica Wojtyla: "Empieza con la primera mentira: mentira que podría definirse como un simple error de información; incluso podría reconocerse en aquella una cierta apariencia de búsqueda de la información correcta" [19].
Procura persuadir al hombre que no es lo que ya es, y que así realmente deje de serlo, en aquel caso "dioses", cuando ya lo eran por la gracia –que comunica al hombre la misma naturaleza divina, en una cierta medida o proporción, originando una verdadera filiación, aunque no natural sino adoptiva, pero intrínseca– y que por seguir esta manipulación perdieron. En muchas de las manipulaciones actuales, para que el hombre pueda alcanzar la verdad y bien, al que se siente llamado, se le hace creer que no posee ninguna, y de este modo la pierda definitivamente y quede instalado en el error y el mal.
3. El mal en la verdad práctica
La manipulación es más eficiente en las verdades de orden práctico. Es más fácil influir con graves errores prácticos que con teóricos. Como consecuencia del éxito de la primera manipulación, indica Santo Tomás que: "La naturaleza humana quedó más corrompida por el pecado en cuanto al apetito del bien que en cuanto al conocimiento de la verdad" [20]. La razón que aporta es la siguiente: "La infección del pecado original (...) mira primariamente a las potencias del alma. Luego, debe fijarse, ante todo, en aquella que nos da la primera inclinación al pecado. Como ésta es la voluntad, síguese que el pecado original se fija, ante todo, en la voluntad" [21].
Además, los hombres en general, por su inteligencia natural o espontánea, por el llamado "sentido común", no se dejan engañar fácilmente por el error en la forma filosófica y racional, pero, en cambio, por su generosidad natural, que les impide ser más analíticos, se dejan dominar en el orden práctico, en las cuestiones éticas.
Como explica el Aquinate, al sucumbir a la tentación, el hombre cayó en el pecado de soberbia, o "un apetito desordenado de bienes espirituales" [22]. Concretamente su pecado de soberbia consistió en desear ser semejante a Dios. No deseó la semejanza como "igualdad absoluta", porque comprendía que ello es imposible, sino como de "imitación" de algún bien espiritual, pero excediendo a lo propio de su naturaleza, y, por tanto, desordenadamente.
Hay que tener en cuenta: "El bien espiritual, conforme al cual la criatura puede imitar al Creador, es triple: Primero, imitación en el ser y naturaleza, y esta semejanza con Dios la poseemos desde el momento de la creación, pues fuimos hechos 'a su imagen y semejanza' (Gn 1, 26-27), lo mismo que los ángeles. El segundo modo de imitación se encuentra en el pensamiento. Este modo le fue concedido al ángel desde su creación, por ser 'sello de la divina imagen, lleno de sabiduría' (Ez 28, 12), el hombre la recibió solamente en potencia, como capacidad de adquisición". Todo su saber intelectual lo tiene que adquirir a partir de sus facultades sensibles, sobre las que actúa el mismo entendimiento, que es así intelectual en potencia. "El tercer modo se halla en la actividad, y éste no lo tienen ni el ángel ni el hombre desde el momento de la creación, pues a ambos les falta un intermedio de laboriosidad para conseguir la bienaventuranza", o la felicidad plena.
Puede inferirse de ello que: "El ángel y el hombre desearon ser semejantes a Dios; pero ninguno de ellos pecó por buscar esa semejanza en cuanto a la naturaleza. El hombre la buscó en el orden del conocimiento, de acuerdo con la sugerencia de la serpiente; quiso determinar con las fuerzas naturales qué era bueno y qué era malo y qué cosas buenas o malas habían de acontecer". La soberbia, o deseo desordenado de excelencia, en el hombre tuvo por objeto la facultad intelectual humana de orden práctico, por querer que fuese totalmente creativa. Quiso que poseyera el poder de determinar de modo autónomo los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia. La razón práctica establecería así su verdad o su ley, y desde ella hombre guiaría sus actos concretos.
En realidad, el hombre quiso incrementar la creatividad, o sustituir función de juzgar y dictaminar de la conciencia por la de únicamente crear. Juan Pablo II, en la encíclica Veritatis splendor, la define como: "El acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora" [23]. Su función primaria es la del conocimiento de sí de los propios actos en su bondad o maldad. Juzga al acto que se va a realizar aquí y ahora. En este sentido la conciencia supone una actividad propia de la persona, un acto del entendimiento que aplica la ley natural general a una conducta concreta. Esta conciencia, que puede llamarse antecedente, por ser anterior a la realización del acto, en cuanto juzga: "exige la creatividad y la ingeniosidad propias de la persona". Sin embargo, tales operaciones no son absolutas, porque: "La razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna" [24].
El hombre está obligado a seguir el dictamen de su conciencia, pero no entendida sin esta referencia a la verdad. Sin embargo: "Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha añadido indebidamente la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el hecho mismo de que proviene de la conciencia". La verdad entonces ya no es trascendente, sino que surge de la voluntad humana
Al igual que, en la actualidad, se ignora esta función de juzgar y dictaminar de la conciencia, se sustituye por la de únicamente crear. La conciencia tendría así: "El privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia". Cada conciencia en un momento determinado establecería su verdad, y, desde ella, guiaría sus actos concretos. El hombre daría así: "a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal".
Al realizar esta sustitución, sin embargo: "Ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de autenticidad, de 'acuerdo con uno mismo', de tal forma que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral".
Ciertamente existe subjetividad en el juicio moral, porque es necesario que cada persona determine la línea divisoria entre el bien y el mal en una situación concreta, pero haciéndolo con la virtud de la prudencia, que ha procurado adquirir, y con un criterio recto o de acuerdo con la verdad general o principio moral, que ella no crea, sino que descubre como algo objetivo que se le impone. No hay una subjetividad total, sino que la objetividad de la verdad regula la subjetividad de la conciencia.
En esta visión subjetivista de la moralidad, que se encuentra implícita en la primera mentira, y a la que se orientan muchas doctrinas actuales, y algunas explicitan: "Coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás. El individualismo llevado a las extremas consecuencias desemboca en la negación de la idea misma de naturaleza humana" [25]. Se encubre no solo la conciencia personal, en cuanto que deja de ser guía para seguir el camino de la verdad, sino también la verdad del hombre.
Secundariamente, la conciencia recae también sobre el acto ya realizado, aprobándolo si fue bueno o reprobándolo en caso contrario. Esta conciencia, que puede denominarse consiguiente, ya que es posterior al acto, no sólo es juez sino también testigo. "La conciencia, en cierto modo, pone al hombre ante la ley, siendo ella misma 'testigo' para el hombre; testigo de su fidelidad o infidelidad a la ley, o sea, de su esencial rectitud o maldad moral. La conciencia es el único testigo. Lo que sucede en la intimidad de la persona está oculto a la vista de los demás desde fuera. La conciencia dirige su testimonio solamente hacia la persona misma. Y a su vez, sólo la persona conoce la propia respuesta a la voz de la conciencia" [26].
Esta segunda función, que no influye ya en la moralidad del acto como la conciencia antecedente, es importante, porque si declara culpable, la persona pierde la paz y se llena de remordimientos. En la manipulación actual del concepto de conciencia tampoco se tiene en cuenta, y se intenta negar la culpabilidad y la intranquilidad que le acompaña, y, en definitiva, el sufrimiento. No se exige ni el arrepentimiento ni la reparación de la mala acción, cuando sea posible.
La difusión de esta concepción de la ley natural y de la conciencia no sólo afecta a la moral, sino también impide la compresión del mensaje cristiano. Como advertía Lewis: "El cristianismo le dice a la gente que se arrepienta y les promete perdón. Por lo tanto, no tiene, que yo sepa, nada que decir a aquellos que no saben que han hecho algo por lo que deban arrepentirse y que no piensan que necesitan perdón" [27]. La manipulación siempre es deshumanizadora y descristianizadora e impide, por ello, la cristianización.
4. El mal en la actividad práctica
El hombre, en esta primera tentación, indica también Santo Tomás: "Secundariamente, pecó también deseando ser como Dios en su actividad, tratando de conseguir la bienaventuranza por sus propias energías". Rechazó la ayuda sobrenatural de Dios para conseguir la plenitud de bien, o felicidad, que desea por naturaleza y quiso conseguirla por sí mismo.
Este mismo pecado de soberbia del hombre se parece en este aspecto al de las puras criaturas espirituales. "El diablo pecó buscando una semejanza con Dios directamente en cuanto a su poder" [28].
Tampoco quiso la semejanza como "igualdad absoluta", sino como de "imitación" de algún bien espiritual, pero que excedía a lo propio de su naturaleza, y, por tanto, desordenadamente. No persiguió la primera, porque: "Sabía por conocimiento natural que esto es imposible (...) Y aun cuando esto fuera posible, apetece elevarse a un grado superior en cuanto a sus condiciones accidentales, que pueden crecer sin que se destruya el sujeto imaginamos que puede apetecer un grado superior de naturaleza al cual no podría llegar a menos de dejar de ser lo que es".
Apeteció ser como Dios por semejanza de imitación, en cuanto a la actividad. Quiso imitar a Dios, en cuanto a su poder. Lo que es posible de dos modos. El primero si se desea: "En cuanto a aquello en que es capaz una criatura de asemejarse a Dios, y el que de este modo apetece ser semejante a Dios no peca, con tal que aspire a la semejanza con Dios según el orden debido, esto es, a recibirla de Dios". Para alcanzar el fin sobrenatural a que Dios les ha destinado y que es trascendente a toda capacidad de su naturaleza, que es la felicidad sobrenatural, se requiere el don de la gracia de Dios. Nada puede conducir a fin sobrenatural de amistad con Dios que no sea sobrenatural, ya que los medios para un fin deben guardar proporción o consonancia con él. Los medios y el fin tienen que pertenecer al mismo orden.
Sin embargo, añade Santo Tomás, la persona creada: "Peca si aspira a ella por fuero de justicia, como si fuese debido a su esfuerzo y no a la acción divina". Este pudo ser el modo desordenado de imitar la actividad divina de las criaturas espirituales. Pudo desear el fin sobrenatural, pero conseguido por su propio esfuerzo. Si se dio esta posibilidad: "Deseó como último fin la semejanza con Dios que tiene por causa de la gracia, quiso alcanzarla por la virtud de su naturaleza y no con el auxilio divino, según la disposición de Dios y esto concuerda con la opinión de San Anselmo, cuando dice que apeteció aquello mismo a que habría llegado si hubiese perseverado".
Es posible un segundo modo de imitar la actividad divina. "Otra cosa es si alguno apeteciese ser semejante a Dios en lo que no es apto para semejarse a Él, como, por ejemplo, el que apeteciese crear el cielo y la tierra, cosa que sólo pertenece a Dios, pues en este apetito hay pecado". Este otro modo distinto de apetecer ser como Dios de la criatura no supuso el deseo de: "Ser semejante a Dios en cuanto a no estar sometido absolutamente a nadie, porque de este modo hubiera querido su propio no ser, ya que ninguna criatura puede existir sino en cuanto participa del ser que Dios le comunica, sino que su deseo de ser semejante a Dios consistió en apetecer como fin último de la bienaventuranza las cosas que podía conseguir por la virtud de su naturaleza, desviando por ello su apetito de la bienaventuranza sobrenatural, que proviene de la gracia de Dios". Implica por tanto un rechazó del fin sobrenatural, concedido por la gracia de Dios, e incluso una modificación de la misma inclinación sobrenatural a la visión de Dios en su intimidad. Quiso únicamente su fin último natural, la felicidad natural o conocimiento contemplativo de Dios como creador y providente, porque podía alcanzarlo plenamente sin la concesión de medios sobrenaturales, sino sólo con su entendimiento y amor naturales.
Sin embargo, advierte el Aquinate que: "Estas dos explicaciones vienen a coincidir, porque, en realidad, lo que una y otra dicen es que apeteció obtener la bienaventuranza final por su virtud, lo que es propio de Dios". Tanto si la soberbia angélica consistió en buscar su bienaventuranza en el orden de lo sobrenatural o en el de su naturaleza, quiso conseguir la felicidad por su esfuerzo.
Asimismo, como consecuencia de la soberbia, de querer ser semejantes a Dios en tener por sí la felicidad eterna, quiso también poseer el poder de Dios sobre las cosas. La razón es la siguiente: "Como lo que es de por sí es principio y causa de lo que es por otro, de aquella apetencia se siguió que quisiera tener dominio sobre las demás cosas, llevando su perversidad a querer también asemejarse en esto a Dios" [29].
Este primer pecado de los ángeles caídos fue principalmente de soberbia [30], pero secundariamente pudo ser de envidia, vicio, también de tipo espiritual, que consiste en: "entristecerse de los bienes de los otros en cuanto exceden de los propios". El motivo es el siguiente: "La misma razón que el apetito tiene para inclinarse a una cosa, la tiene para rechazar la contraria, y por esto ocurre que el envidioso se duele del bien de otro, por cuanto estima que el bien ajeno, es un obstáculo para el propio. Pero el bien de otro no pudo ser estimado como impedimento del bien a que se aficionó el ángel malo, sino en cuanto apeteció una excelencia singular que quedaba eclipsada por la excelencia de otro. De aquí que, tras el pecado de soberbia, apareciese en el ángel prevaricador el mal de la envidia, porque se dolió del bien del hombre y también de la excelencia divina, por cuanto Dios se sirve del hombre para su gloria en contra de la voluntad del demonio" [31].
Eudaldo Forment en dialnet.unirioja.es
Notas:
1. SANTO TOMAS, Summa Theologiae, I, q. 29, a. 3, in c.
2. IDEM, De Potentia, I, q. 9, a. 3, in c.
3. JAIME BOFILL, Obra filosófica, Barcelona, Ariel, 1967, pp. 18-19.
4. Cf. SANTO TOMAS, Summa Theologiae, I-II, q. 26, a. 4, in c.
5. SANTO TOMAS, In Metaphys, proem.
6. Las personas tienen nombre propio y si éste se da también a objetos, como lugares geográficos, casas, barcos, etc., o a otros seres vivos, como los animales domésticos, es porque tienen una relación directa con personas. Se les ha nombrado con un nombre propio no por sí mismos sino por estar en el contorno persona.
7. Esta especial singularidad se advierte en el mismo nombre "persona", ya que tiene un estatuto lógico-gramatical único. La persona, a diferencia de los demás nombres, tanto comunes como propios, no significa primeramente la naturaleza humana, el concepto de hombre, predicable de cada uno de los hombres, porque lo son realmente, ya que realizan esta naturaleza universal en su individualidad. El término persona nombra directamente lo individual, lo propio y singular de cada hombre, y al ser propio o proporcionado a esta individualidad, y que es el último fundamento de la individuación.
8. Si las más geniales creaciones culturales, científico-técnicas, artísticas, o de cualquier otro tipo, no tendiesen al bien de las personas en su singularidad, que son solamente las que pueden ser felices, carecerían de todo sentido y, por tanto, de interés alguno.
9. Debe precisarse, sin embargo, que este derecho se refiere a verdades científicas, que son bienes culturales, y también a verdades sobre hechos singulares y concretos, que sean bienes comunes, y, por tanto, que pertenezcan al bien común. No, en cambio, a las verdades que expresan hechos de la intimidad, que son bienes privados. Éstos no hay obligación de expresarlos, sino que se tiene el derecho a su respeto. Véase: JESÚS GARCÍA LÓPEZ, Los derechos humanos en Santo Tomás de Aquino, Pamplona, EUNSA, 1979, pp. 206-213.
10. JESÚS GARCÍA LÓPEZ, Los derechos humanos en Santo Tomás de Aquino, op. cit., p. 212.
11. ALFONSO LÓPEZ QUINTÁS, La revolución oculta. Manipulación del lenguaje y subversión de valores, Madrid, PPC, 1998, p. 25.
12. Ibid., p. 26.
13. Gn 3, 1.
14. Gn 3, 2-3.
15. Gn 3, 4-5
16. KAROL WOJTYLA, Signo de contradicción, Madrid, BAC, 1979, p. 39.
17. GOETHE, Fausto, III.
18. Jn 8, 44.
19. KAROL WOJTYLA, Signo de contradicción, op. cit., p. 39.
20. SANTO TOMAS, Summa Theologiae, I-II, q. 109, a. 3, ad-3.
21. Ibid., I-II, q. 83, a. 3, in c.
22. Ibid., II-II, q. 163, a. 1, in c. La soberbia es "el apetito desordenado de la propia excelencia".
23. JUAN PABLO II, Veritatis splendor, 2, 32.
24. Ibid., 2, 40.
25. Ibid., 2, 32.
26. Ibid., 2, 57.
27. CLIVE STAPLES LEWIS, Mero cristianismo, Madrid, Rialp, 1998, 2ª ed., p. 48.
28. SANTO TOMAS, Summa Theologiae, II-II, 163, a. 2, in c.
29. Ibid., I, q. 63, a. 3, in c.
30. Como explica el Aquinate: "Solamente puede haber en los ángeles malos aquellos pecados a que puede inclinarse la naturaleza espiritual. Pero la naturaleza espiritual no se inclina a los bienes propios del cuerpo, sino a los que pueden hallarse en las cosas espirituales, ya que nada se inclina si no es a lo que de algún modo puede convenir a su naturaleza. Ahora bien, en los bienes espirituales, cuando alguien se aficiona a ellos, no puede haber pecado, a menos que en tal afecto no se observe la regla del superior. Pero no someterse a la regla del superior en lo debido es precisamente lo que constituye el pecado de soberbia. Luego, el primer pecado del ángel no pudo ser más que el de soberbia" (Ibid., I, q. 63, a. 2, in c.).
31. Ibid., I, q. 63, a. 2, in c.
Benigno Blanco
Cientificismo, ideología evolucionista, ideología de género, cultura woke, animalismo y transhumanismo: la mayor parte de las tendencias de pensamiento vigentes parten de la desconfianza hacia la razón, que ha sido el motor de la civilización occidental. Las nuevas modas tienen en común la renuncia apriorística a mirar con aprecio al ser humano, según
defiende el autor de este artículo. Desisten ante el esfuerzo de entender la naturaleza humana y su valor como fuente de seguridades éticas.
El siglo XXI es una época de pensamiento débil. Se rechaza cualquier pretensión de verdad objetiva, más allá de las aseveraciones basadas en el método científico experimental, que reduce el campo de observación a lo cuantitativo y matematizable. Las grandes certezas sobre Dios, el hombre y el mundo que han definido a todas las civilizaciones, han sido sustituidas por convicciones subjetivas, suaves y adaptables, como escribe Russell Ronald Reno en El retorno de los dioses fuertes.
Reno ha defendido, no sin fundamento, que esta situación no es casual sino el fruto de un miedo colectivo y consciente a las verdades fuertes, como si estas implicasen necesariamente violencia e imposición. El siglo XX ha sido testigo de modas ideológicas que han destruido la fe en la razón y su capacidad de generar convicciones compartidas mediante un diálogo racional sobre el hombre y el bien y el mal. Pero el fruto de este ataque a la razón no ha sido un paraíso de tolerancia, como algunos soñaron, sino un mundo de inseguridades personales y colectivas generador de nuevas violencias y crisis.
El reto de nuestra época es reconstruir la confianza en nuestra capacidad de llegar racionalmente a seguridades intelectuales sobre la dignidad humana, el valor de la libertad, la igualdad en dignidad de todos los seres humanos, nuestra capacidad de identificar lo valioso; y de compartir con razones fundadas estas seguridades con nuestros conciudadanos para construir así sociedades humanistas por convicción y no solo sistemas de coexistencia precaria.
La calidad humanista de nuestras sociedades –la democracia, el estado de derecho, el compromiso colectivo con la libertad y los derechos humanos– es herencia de lo mejor de la tradición occidental, basada en el aprecio a la razón de nuestros ancestros griegos, el compromiso romano con la justicia como medio de respetar lo suyo de cada cual, y la convicción cristiana de que todo lo que existe es bueno y digno y que el mundo y el tiempo son tareas y oportunidades para construir el mejor mundo posible.
No hay que abandonar estas raíces de nuestra identidad colectiva para construir un futuro ilusionante. Al revés: el abandono de estas raíces es el gran peligro de nuestros días. Toca hoy aprender de los riesgos de los totalitarismos ideológicos y políticos del siglo XX para no recaer en los mismos errores; pero no al precio de rechazar las claves humanistas de nuestra civilización, pues el riesgo es sumergirse en un escepticismo general que impida compartir valores y construir comunidades.
Diagnóstico intelectual de nuestra época
Nuestra época vive de los restos de los grandes sistemas filosóficos de los siglos XVII, XVIII y XIX; es decir, los restos del racionalismo cartesiano, el idealismo, el liberalismo, el marxismo, el nihilismo de Nietzsche; y también de los intentos bienintencionados pero fallidos de superar las experiencias totalitarias del siglo XX mediante el rechazo a la posibilidad de verdades fuertes y sólidas: vive condicionada por la destrucción del concepto de naturaleza humana realizada por el estructuralismo, el existencialismo, el deconstruccionismo y tantos otros ismos que han marcado el tono intelectual de las universidades francesas y americanas (y de forma refleja, de otras muchas de todo Occidente) en la segunda mitad del siglo XX.
En ese humus cultural han surgido algunas de las tendencias o modas de pensamiento dominantes hoy, como la ideología de género, la doctrina o cultura woke, el animalismo y el transhumanismo. Todas ellas tienen en común la renuncia apriorística a observar e intentar comprender la singularidad del ser humano y la renuncia –también apriorística– al esfuerzo racional de entender la naturaleza humana y su valor como fuente de seguridades éticas, algo que había sido admitido desde Sócrates y Aristóteles como evidente y ratificado por el cristianismo como coherente con la visión de un mundo preñado de sentido.
Es un reto de nuestra época repensar Occidente para intentar entender cómo hemos construido una civilización humanista, cómo la llevamos casi al colapso en el siglo XX y cómo hoy podríamos reiniciar un camino ascendente en vez de enfangarnos en la autodestrucción de lo mejor de que hemos sido capaces.
Los antecedentes
La cultura occidental se ha caracterizado desde el siglo V a.C. por una clara apuesta por fiarse de la razón. Occidente se funda en la idea de que el hombre, razonando, se puede aclarar; de que, mirando la realidad, puede discernir, con razonable certeza, lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo. Este fue el planteamiento de Sócrates, Platón y Aristóteles. Cuando Roma se deja conquistar por la cultura griega, la razón se aplica también al uso del poder y así surge el sentido romano de la justicia: dar a cada uno lo suyo, reconociendo que hay algo suyo de cada cual que nos hace justos si lo respetamos. El cristianismo reforzó y justificó esas intuiciones: podemos fiarnos de la razón porque el mundo es razonable dado que fue pensado por Alguien muy inteligente; lo existente es bueno y digno de respeto porque fue querido por el Amor creador; nosotros podemos conocer el bien porque somos racionales y todo lo que existe es razonable.
Estos presupuestos le han permitido a Occidente descubrir la dignidad de la persona humana y la radical igualdad entre hombre y mujer; teorizar los derechos humanos; construir el Estado de derecho, precisamente para defender la libertad; y someter los últimos poderes del Estado a criterios éticos, aboliendo la pena de muerte, regulando con detalle la posibilidad de hacer la guerra, etc. Por eso en Occidente ha surgido el humanismo y la ciencia. La ciencia moderna presupone la creencia en que el mundo es razonable, y por eso puede ser racionalizado. Solo en el seno de la cultura occidental nos hemos planteado que podíamos conocer con certeza cómo es el mundo y cómo funciona la realidad física.
Pero entramos en crisis. La característica más importante de los últimos siglos es la paulatina desconfianza en la razón. Descartes nos hizo dudar de que con ella pudiésemos conocer con certeza la realidad de las cosas; y Kant nos convenció de que con la razón no podemos conocer la realidad de las cosas, tan solo su apariencia fenoménica –pero no el ser en sí–.
Consecuencias del voluntarismo
En los siglos XX y XXI, al quedar la razón bajo sospecha, han ocupado su lugar bien las emociones y los sentimientos, bien la voluntad. ¿Qué nos queda, si no hay capacidad de hacer juicios ciertos sobre la realidad o sobre las personas? Solo queda el «yo quiero». C.S. Lewis escribía en su ensayo La abolición del hombre (1943): «Cuando todos se ríen de quienes afirman «eso es cierto» o «eso es bueno», solo queda quien dice «yo quiero»». Si nos reímos de la capacidad de definir lo bueno y lo malo, objetivamente, con seguridad y con carácter universal, solo queda una voluntad subjetiva que no se puede medir con ningún criterio objetivo o racional, trátese de la voluntad personal en las relaciones privadas; la del que encarna el poder en cada caso o la del grupo identitario en las relaciones sociales.
Ese voluntarismo se traduce, en la vida colectiva, en el positivismo de las leyes: lo bueno es lo que decide el Parlamento o el gobernante de turno; lo justo es lo que dicen las leyes, y lo injusto lo que prohíben. Y en la vida privada, en el deseo individual, como fuente última de la moral: es bueno lo que yo quiero; es malo lo que yo no quiero. Y si no hay un criterio objetivo y universal de lo bueno y lo malo, el diálogo deviene imposible.
Esto último representa una amenaza para la democracia, que se basa en el diálogo. Si solo queda el voluntarismo del poder y falta la capacidad de crear el sustrato dialogado y compartido, las democracias se vuelven más débiles. De ahí vienen las pulsiones totalitarias que se perciben ya en nuestra época en forma de populismos, políticas de identidad, pretensiones de exclusión de la libertad de pensamiento o de creencias en materia de sexualidad, ataques a la objeción de conciencia, etc.
Otra consecuencia de la desconfianza en la razón es el cientificismo, una corriente ideológica que no es de ahora pero que tiene gran vigencia como tendencia de pensamiento actual. Es importante distinguir entre ciencia y cientificismo. La ciencia es un conocimiento sobre la base de la experimentación y la matematización del estudio de la realidad; en tanto que el cientifismo es una ideología que presupone que solo lo que se conoce por el sistema del método experimental y matematizado es cierto y seguro; y que todo lo que no es susceptible de cuantificación es subjetivo y arbitrario. Fuera de las certezas que son cuantificables el cientificismo no reconoce ninguna verdad. De manera que todo lo que se refiere al mundo del espíritu, del alma, de la inteligencia, de Dios, de la filosofía, de los valores, carecería de objetividad y certeza.
La dignidad humana, los derechos humanos, el valor de la libertad…, por ejemplo, no son cognoscibles por los métodos propios de las ciencias experimentales, como no lo son el bien y el mal, la justicia y la injusticia. Así el cientificismo, casi sin querer, degrada lo más valioso de nuestra civilización. La cultura en general y los medios de comunicación están profundamente imbuidos de cientificismo, de manera que, frecuentemente, se nos transmite como ciencia lo que no deja de ser una postura ideológica reduccionista.
La ideología evolucionista (que es algo distinto del hecho de la evolución y añadido a este dato de hecho) ha introducido en nuestras mentes una minusvaloración del hombre: si todo procede de una evolución material, desde la química a la vida, hasta llegar a la especie humana, el ser humano no tiene más valor que el resto de las formas de vida que existen en el planeta, ni hay en él nada singular digno de aprecio particular. Esa fue la interpretación popular de la obra de Darwin El origen de las especies (1859). Conviene precisar que Darwin no fue un ideólogo evolucionista, sino un científico que teorizó la evolución, que no es lo mismo. Fue después de Darwin, y sobre todo con Herbert Spencer y Julian Huxley cuando, sobre la base de esa teoría, surge la ideología evolucionista como intento de explicación de la vida y del hombre como mera consecuencia de fuerzas materiales comunes a todo el ecosistema, algo ni evidente ni demostrado.
El cientificismo y la ideología evolucionista han dado una apariencia de solvencia científica al ateísmo contemporáneo, cuando lo cierto es que la cosmología que se deriva de las ciencias empíricas actuales es absolutamente compatible con un mundo en que la hipótesis de Dios es más que plausible. Los mitos ateístas de una deficiente ciencia decimonónica siguen pesando mucho hoy en la conciencia colectiva, aunque han sido arrumbados ya por la ciencia contemporánea que nos da una imagen del mundo y la vida claramente abierta a la hipótesis teísta.
Consecuencia de todo ello es lo que el mencionado
C.S. Lewis llamó la abolición del hombre. Durante el siglo XX muchas corrientes de pensamiento han pretendido suprimir a Dios y abolir la singularidad humana; numerosas teorías científicas y filosóficas han querido presentar al ser humano como un conjunto de estructuras, fruto del devenir de la evolución, que no tienen más contenido ni más valor que el resto de cosas materiales de la Tierra. Con el evolucionismo materialista se da por supuesto que no hay nada específico, espiritual en la persona –una evidencia para toda la civilización antes del siglo XX–.
Esto lo llegan a teorizar filosóficamente los estructuralismos y los posmodernismos de los años 60, 70 y 80, con autores como Foucault, Derrida, Lacan, Vattimo, etc. Cuestionan la consistencia de todo lo real y también al hombre. Como apunta García Gibert en su ensayo «Sobre el viejo humanismo»: El deconstruccionismo busca socavar todo cimiento y toda metafísica que permitan sostener, por abajo o por arriba, cualquier relato legitimador de sentido». El resultado es que el hombre no existe… es una palabra que decimos, pero no expresa nada cierto ni consistente, es un significante sin significado.
Los anti-humanismos actuales
Así se explican los anti-humanismos actuales, como la teoría o ideología de género surgida en las décadas finales del siglo XX, a partir del momento en que el sexo se separa de la reproducción gracias a la píldora anticonceptiva y el aborto, y pasa a ser sin más un hecho cultural manipulable y moldeable ideológicamente.
El siguiente paso, relacionado con el anterior, es la teoría queer, muy presente en la cultura actual. Como no hay un sexo que defina a la persona, la sexualidad se convierte en algo fluido: todos podemos tener hoy una identidad y mañana otra distinta… construyendo continuamente la identidad sexual y la forma de expresarla en la sociedad. Esta teoría inspira hoy las leyes de los llamados derechos LGTBI, tan contestados desde el humanismo tradicional y desde el feminismo reivindicativo de los derechos de la mujer, pues la ideología queer niega al hombre… y a la mujer, dejando así al feminismo sin objeto.
La cultura woke
Algunas de estas corrientes anti humanistas han cristalizado en un movimiento social, la llamada cultura woke, de fuerte implantación en Estados Unidos, pero cuya influencia se deja notar en todo Occidente. Se trata de una amalgama de planteamientos ideológicos modernos convertidos en activismo político. El detonante fueron el #MeToo de las feministas y el Black Lives Matter de los negros ante agresiones sexuales contra mujeres y de la policía contra personas de color, respectivamente, en EE.UU. Pero no se trata solo de una reacción puntual –y no sin justificación– ante hechos luctuosos, sino que ha llegado a englobar un movimiento más amplio y de más calado: el de los discriminados por razón de sexo (mujeres), género (LGTBI), raza (negros, latinos) que despiertan (de ahí viene el término inglés woke, del verbo to wake) y exigen a la sociedad que se reconozca su carácter identitario particular y su condición de víctimas, que los culpables sean castigados y que se reparen injusticias estructurales e históricas.
El instrumento de su guerra política es la llamada cultura de la cancelación. Hay que cancelar –sostienen– y suprimir del lenguaje, de las redes sociales, de la escenografía de las ciudades –calles, estatuas, etc.– todas aquellas circunstancias, personas, expresiones que identifican como agresivas para su identidad. Eso explica la censura a autores, el castigo a docentes, el derribo de estatuas, o las campañas en las redes sociales contra quienes no consideran políticamente correctos. Y todo ello con carácter retroactivo, revisando la historia. En esto se demuestra cómo no solo estamos ante movimientos que reivindican una causa política o social, sino también ante una revolución cultural que no se para ante el ataque a derechos fundamentales como la libertad de pensamiento y expresión.
Animalismo
Otra expresión ideológica del anti-humanismo actual es el animalismo, reflejado en la obra de autores como Peter Singer y en iniciativas legislativas como el Proyecto Gran Simio y con tentáculos políticos cada vez más presentes, aunque aún minoritarios. Sus defensores señalan que como el ser humano es solo una especie más de la escala evolutiva, hay que reconocer a los animales parte de los derechos hasta ahora considerados como humanos. Es una ideología de moda en el mundo anglosajón, pero ya con ecos legislativos en Francia e incluso en España. Es significativo de lo absurdo de estos planteamientos que a los que quieren otorgar derechos a los animales no se les ocurre exigirles a los animales obligaciones como las que se exigen al ser humano, porque son conscientes de que al hombre podemos exigirle obligaciones porque es libre y responsable mientras que al resto de los animales no podemos exigirles lo mismo.
El reto transhumanista
Y finalmente, el transhumanismo. Es una propuesta ideológica basada en los avances de las ciencias y la nanotecnología en los campos de la genética, la cibernética, la inteligencia artificial y las neurociencias, que propugna una «mejora» del ser humano. Llega a proponer la promoción programada de un nuevo salto en la evolución del hombre que nos llevaría a crear una nueva especie, los post-humanos, que incluso podrían liberarse –dicen algunos autores– del soporte biológico de nuestra personalidad para integrarse en una red cibernética que, supuestamente, nos daría la inmortalidad. No se trata de curar –como hacía la medicina–, sino de transformar la naturaleza humana para mejorar la especie. Según el pensamiento transhumanista, nuestra especie es fruto de una evolución ciega guiada por el azar –postulado propio de la ideología evolucionista, como hemos visto antes–; pero los humanos estamos ya en condiciones de hacernos cargo de nuestra propia evolución como especie; y programar y diseñar el siguiente paso evolutivo. Las nuevas tecnologías permitirían este programa de mejora del hombre y de creación del nuevo post-humano. Las técnicas de reprogramación genética, la producción de órganos de sustitución en un medio animal o totalmente artificial y las posibilidades de hibridación entre hombre y máquina abren horizontes deseables, según esta ideología, para mejorar o sustituir a la actual especie humana por una nueva especie posthumana.
Algunas de estas propuestas pueden parecer de ciencia ficción y otras pueden ser razonables avances en la lucha noble contra la enfermedad y el dolor, pero lo cierto es que ya existen programas de investigación, con cuantiosos recursos económicos, que piensan en los nuevos mercados que se pueden abrir al socaire de las nuevas tecnologías y servicios a ofrecer. Estamos, por tanto, ante una ideología al servicio de un negocio; o quizá de un negocio que se viste de ideología presuntamente humanitaria.
El fruto final de todos estos ismos es el nihilismo. La desconfianza en la razón ha supuesto un retorno al viejo nihilismo. Es la afirmación de que nada tiene sentido y de que las verdades no son objetivables, la idea de que el hombre es un ser abocado a un mundo caótico y sin propósito. Fue teorizado en el siglo XIX por Nietzsche, al que se puede considerar el pensador decimonónico más moderno hoy en día; de hecho, se sigue editando y leyendo. Su literatura es metafórica, apela al corazón y a los sentimientos, lo cual encandila a muchos. Esta apuesta por la nada como sentido y objetivo de la vida, este quitar valor a todo lo que existe, este rechazo a la razón clásica, a la ética, a las raíces cristianas de Occidente, va convirtiéndose en el humus cultural que impregna las tendencias de pensamiento del siglo XXI.
Lo que está en juego es lo mejor de la civilización humanista. Por ello conviene pensar en todo esto y no dejarse arrastrar sin más por la moda intelectual.
Benigno Blanco en nuevarevista.net
Mª Dolores Odero
IV. El sufrimiento como «altavoz» de Dios
Como es sabido, el sufrimiento humano ha sido una de las armas esgrimidas por ateos y agnósticos para negar la existencia de un Dios que es Bondad infinita y que es Providente, es decir, que tiene un especial cuidado de que todo lo que suceda se dirija al bien de los hombres.
Lewis asumió este reto planteado una y otra vez al pensamiento cristiano; por eso dedicó al tema del dolor dos de sus obras más importantes: El problema del dolor y Una pena observada. En ambos libros, el planteamiento que hace Lewis del tema del sufrimiento humano es genuinamente teológico: cita a menudo como inspiración de su pensamiento la Sagrada Escritura y argumenta desde la fe, como luz para resolver las distintas cuestiones. Pero el modo de plantear el problema es fenomenológico; para hacer más cercana la doctrina cristiana, parte de lo que el hombre corriente experimenta y de lo que se pregunta al entrar en contacto con la realidad del dolor.
a) La experiencia del dolor
Vamos a ver en primer lugar a qué llamamos sufrimiento humano y cómo lo experimenta el hombre. La palabra dolor —explica Lewis— implica dos sentidos. En su sentido más obvio se llama dolor a una particular clase de sensación transmitida por fibras nerviosas especializadas y reconocible por el paciente como tal tipo de sensación (cfr. PP, 90).
La inteligencia humana percibe el dolor como algo natural a la actual situaci6n del hombre, incluso muchas veces se da cuenta de que es algo conveniente, en cuanto señal de alerta y defensa de la misma naturaleza: el dolor nos avisa de que algo va mal en el organismo y que tenemos que poner el remedio oportuno. Lo descubre en sí mismo y en los demás desde el principio de su existencia: el dolor es algo universal, se da en todos los hombres de todos los tiempos y es inevitable de una forma radical.
Pero lo que propiamente llamamos sufrimiento humano es en general toda experiencia, ya sea física o mental, que desagrada al paciente. Todas las sensaciones dolorosas si sobrepasan un determinado bajo nivel de intensidad se vuelven sufrimiento, pero no todos los sufrimientos son sensaciones dolorosas. El dolor en el segundo sentido es sinónimo de sufrimiento, angustia, tribulación, adversidad o dificultad; es ante estas vivencias donde al hombre se le plantea el problema del dolor. A partir de ahora, siempre que hablemos de dolor o de sufrimiento nos referiremos en principio a este segundo sentido.
El hombre es consciente de que sufre y, lleno de desconcierto y de inquietud, a diferencia del animal, se pregunta por la causa y la finalidad del sufrimiento. Pero a la vez el hombre percibe en su interior que en el dolor hay algo que desentona en el concierto de la creación, algo que no debería darse. En todo sufrimiento hay una experiencia del mal. Incluso en el dolor sensible, el hombre encuentra la experiencia del propio límite, de cierta hostilidad del mundo, que le hace sentirse limitado y, a la vez, llamado a superarse y realizarse como hombre, integrando el dolor en su propia existencia [57].
Por lo tanto, el dolor se experimenta como un mal, como algo que no es bueno en sí mismo [58], pero que al mismo tiempo puede tener efectos buenos. En general, que esos efectos sean buenos más que de las circunstancias dependen de las actitudes que adoptan las personas ante el sufrimiento: «He visto gran belleza de espíritu en algunas personas que sufrían severamente (...) y he visto que la enfermedad final produce tesoros de fortaleza y humildad en individuos que eran muy poco prometedores» (PP, 106) [59]. Muchas veces explicamos la madurez de una persona refiriéndonos a que ha sufrido mucho. El dolor puede tener efectos negativos —agriar el carácter, acentuar el egoísmo—, pero también puede hacer madurar, adquirir virtudes y asentarlas de una manera firme en la persona que sufre.
También para quien se acerca al sufrimiento, éste puede convertirse en algo bueno «por la compasión que despierta y los actos de misericordia a los cuales conduce» (PP, 109) [60].
Ontológicamente el dolor es algo malo, pero no es un mal absoluto: «Todo aquello que le es dado a una criatura con libre albedrío tiene que ser un arma de doble filo, no por la naturaleza del dador o de la dádiva, sino por la naturaleza de quien lo recibe» (PP, 106). Pero tal vez lo que puede incluso sorprendernos, sobre todo en una sociedad como la nuestra en la que se identifica la felicidad con el placer, el bienestar, y se huye del dolor como del peor de los males que hay que eliminar a toda costa, es el comprobar que el dolor no es lo contrario a la felicidad: se puede sufrir mucho y ser feliz. Y es aquí donde está quizá la clave del problema. El dolor, que es por definición el sinsentido, sólo podemos remediarlo de una forma paradójica: dándole sentido. Como veremos más adelante la respuesta siempre es el amor. A nivel natural, los amores naturales pueden ofrecer cierto sentido a determinados padecimientos, pero sólo podremos encontrar una respuesta definitiva en la pasión de Cristo [61].
Tendremos que intentar evitar el dolor en la medida que se pueda, pero nunca se podrá eliminar en este mundo del todo y siempre. Y cuando no podemos eliminarlo la única solución es pasar del sinsentido al sentido.
Enfrentarse con la realidad del dolor tiene la ventaja de situar el pensamiento ante un fenómeno inmediato, primario y universal. El sufrimiento saca al hombre de su tranquilidad, exige que en torno a él se hagan preguntas de fondo y se busquen respuestas. Lewis aprovecha esto en sus obras para explicar la doctrina cristiana sobre el hombre desde la experiencia del dolor.
b) El dolor como problema teológico
Empezábamos este artículo explicando cómo la presencia del mal y del sufrimiento en el mundo lleva a muchos hombres a plantearse de una forma negativa la existencia del Dios personal del que habla el cristianismo: «Si Dios fuera bueno, hubiera querido hacer a sus criaturas perfectamente felices, y si Dios fuera todopoderoso, hubiera sido capaz de hacer lo que quería. Pero las criaturas no son felices. Por lo tanto Dios carece o bien de bondad o de ambos» (PP, 25). Este es el problema del dolor planteado en su forma más simple. En su libro El Problema del dolor, Lewis responde a esta pregunta mostrando qué significa realmente que Dios es «Bueno» y «Todopoderoso» y qué significa que el hombre sea «feliz».
Efectivamente, el problema del dolor aparece cuando se nos presentan dos realidades aparentemente contradictorias. Por una parte experimentamos en nosotros mismos el dolor y comprobamos vivamente la presencia del mal en el mundo; y por otra parte tenemos la convicción —compartida universalmente por tantos seres humanos— de la Bondad y la Sabiduría de su Creador. Por esto mismo, el cristianismo radicaliza el problema del dolor, «porque el dolor no sería problema si junto con nuestra cotidiana experiencia de este doloroso mundo no hubiésemos recibido aquello que consideramos ser una buena seguridad en cuanto a que la realidad definitiva será justa y benigna» (PP, 21). El cristiano sabe que Dios es infinitamente Bueno y sabe también el valor que tiene el hombre para Dios. Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza, lo ha querido por sí mismo, de forma que el hombre tiene una dignidad en cierto modo infinita; pero, a pesar de todo, Dios permite el sufrimiento humano.
La posibilidad del sufrimiento —señala Lewis— está implicada por el orden de la naturaleza y la existencia de voluntades libres. Si tratamos de excluirla, nos encontraremos con que hemos excluido la vida misma: «Quizá podamos imaginar un mundo en el que Dios corrige a cada momento los resultados de ese abuso del libre albedrío de sus criaturas. En tal caso la viga de madera se volvería blanda como la hierba al ser utilizada como un arma, y el aire se negaría a obedecerme si yo intentara poner en marcha ondas sonoras portadoras de mentiras o insultos. Pero tal clase de mundo sería de una naturaleza que haría imposible los actos injustos y en el cual, por consiguiente, el libre albedrío resultaría anulado» (PP, 32). Por lo tanto, quizá no sea éste «el mejor de todos los universos posibles», sino el único posible si Dios ha creado al hombre libre [62]. Un mundo en el cual se diera plena libertad sin el riesgo del mal es imposible.
Percibiendo un mundo sufriente y estando seguros de que Dios es Bueno, tenemos que enfrentarnos con la solución cristiana, si no queremos resignarnos a que tal bondad y tal sufrimiento sean contradictorios. En definitiva, como decíamos, es necesario preguntarse desde la perspectiva del dolor, quién es Dios —qué es la Bondad, el Amor, la Omnipotencia en Dios—, y quién es el hombre.
c) La respuesta teológica al sentido del dolor
Lo primero que nos enseña la Sagrada Escritura al respecto es que el dolor, el sufrimiento y la muerte, son consecuencias del pecado del hombre, de su libertad mal empleada. Su origen no está en Dios, sino en el hombre; no fueron queridos por Dios en su plan creacional. El hombre del paraíso no sufría. Por eso el dolor le resulta extraño al hombre.
Dios es bueno, hizo buenas todas las cosas y las hizo a causa de su bondad. Una de las cosas buenas que Él hizo es el libre albedrío de la criatura racional. El hombre, al usar mal de su libertad desobedeciendo a Dios, introdujo el mal en el mundo y dañó su naturaleza.
Ya hemos estudiado los efectos del pecado original en la naturaleza humana. Desde entonces nuestro entendimiento y nuestra voluntad necesitan una corrección. Esta corrección es ineludible y en ella el dolor desempeña un papel importante.
El dolor es por tanto una consecuencia del pecado, un castigo por el pecado [63], pero en Dios se identifican Justicia, Amor y Misericordia, por lo tanto, este castigo tiene carácter de prueba y de corrección [64]: «Las torturas tienen lugar. Si son innecesarias, es que no existe Dios o que el que hay es malo. Si existe un Dios bien intencionado, será que estas torturas son necesarias. Porque ningún ser medianamente bueno podría infligirlas o permitirlas, si hubiera otro remedio» (GrO, 45).
El Amor de Dios no se conforma con el estado lamentable en el que estamos, no se desentiende de nosotros, porque busca nuestra felicidad. El correcto bien de las criaturas es rendirse a su Creador e imitar el modelo de Cristo. Dios es quien nos ha hecho y, por lo tanto, sabe qué es lo que somos y también sabe que nuestra felicidad reside en Él. Este enderezamiento es costoso y tiene que implicar dolor: «El hombre como especie se corrompió a sí mismo, y el bien —para nosotros y en nuestro presente estado— tiene que significar básicamente un bien remediante o correctivo» (PP, 87).
Lewis ilustra esta idea con una parábola de George Mac Donald: «Imagínate a tí mismo como una casa en construcción. Dios viene a reconstruir esa casa. Al principio, quizá, puedes entender lo que está haciendo (...). Pero de repente empieza a golpear la casa de una forma que te hace muchísimo daño y no te parece que tenga sentido. ¿Qué está haciendo? La explicación es que Él está construyendo una casa bastante distinta de lo que tu pensabas (...). Tu pensabas ser una casita decente, pero Él está construyendo un palacio. Quiere venir a vivir allí Él mismo» (MChr, 172).
No hemos sido hechos —señala Lewis— fundamentalmente para que pudiésemos amar a Dios —aunque fuimos hechos para eso también—, sino para que Dios pudiese amarnos a nosotros, para que nos volviésemos objetos en los cuales el Amor de Dios pudiese complacerse. Pedir que el Amor de Dios se contente con nosotros tal como somos ahora sería algo tan absurdo como pedir que Dios deje de ser Dios. Luego es inevitable que suframos una transformación, que puede ser tan dolorosa como una operación quirúrgica.
Por otra parte, es una realidad que el hombre tiene tendencia a considerar los bienes naturales como absolutos y a buscar la felicidad aquí abajo, en la tierra. Mientras todo nos va bien es difícil dirigir el pensamiento hacia Dios, la abundancia de bienes materiales puede funcionar como un anestésico a la hora de alcanzar a Dios: «Tenemos todo lo que necesitamos es una frase terrible cuando ese todo no incluye a Dios» (PP, 95).
En este tipo de entendimiento adormecido para las exigencias de Dios, el dolor actúa como un aviso de que algo va mal: «El dolor no sólo es un mal inmediatamente reconocible, sino un mal imposible de ignorar» (PP, 92). Lewis observa que el dolor es un vehículo capaz de despertar en nosotros la presencia de Dios: «El dolor insiste en ser atendido. Dios nos susurra en nuestros placeres y habla a nuestra conciencia, pero en cambio grita en nuestros dolores, que son el megáfono que Él usa para hacer despertar a un mundo sordo» (PP, 93).
El dolor nos recuerda —igual que lo hace el deseo de felicidad que encierra la experiencia de lo que Lewis llama ]oy, Alegría—, que nuestro fin no está aquí, que no debemos buscar una felicidad estable en la tierra: «Destroza la ilusión de que todo marcha bien. (...) Despedaza la ilusión de que aquello que tenemos, fuere bueno o malo en sí mismo, es nuestro y suficiente para nosotros» (PP; 95). A través del dolor Dios nos muestra que esa felicidad que buscamos fuera de Él es falsa. Nos ayuda a descubrir la insuficiencia de los bienes naturales.
La ilusión de autosuficiencia que padece la criatura tiene que ser destruida para beneficio de la propia criatura. Cuando más centrados estamos en nuestras ocupaciones o en nosotros mismos, un dolor o incluso la simple amenaza de algún tipo de sufrimiento intenso, pueden ayudarnos a volver a centrar nuestra vida en Dios. Hay unas páginas de Lewis donde relata esta experiencia de modo magistral: «Al principio me siento abrumado y toda mi pequeña felicidad parece como un montón de juguetes rotos. Después lenta y desganadamente, poco a poco, trato de ponerme a mí mismo dentro del marco mental en el que debería haber estado en todo momento. Me obligo a recordar que todos esos juguetes nunca fueron hechos con el propósito de que se adueñasen de mi corazón, que mi verdadero bien reside en otro mundo y que mi único y verdadero tesoro está en Cristo. Y quizá, por la gracia de Dios, tengo éxito, y durante uno o dos días me convierto en una criatura que conscientemente depende de Dios y que obtiene su fortaleza de las fuentes correctas. Pero en el momento que aquella amenaza se desvanece, toda mi naturaleza salta nuevamente hacia los juguetes, y aún estoy ansioso —Dios me perdone— de borrar de mi mente aquello que fue lo único que me sostuvo» (PP, 105).
No se refiere Lewis sólo a situaciones límites de olvido de Dios, sino también a la experiencia del dolor que tiene un cristiano corriente, que le lleva a recordar vitalmente las verdades eternas. Dios, que nos proporciona en esta vida tantos placeres, nos priva, por medio del dolor, de esa felicidad-seguridad estable que con tanta vehemencia tendemos a buscar en la tierra [65]. Por eso «las tribulaciones no pueden cesar hasta que Dios o bien nos vea rehechos o bien compruebe que ahora ya no hay esperanza de rehacernos» (PP, 105).
Por otra parte, el enderezamiento de la voluntad rebelde siempre implicará dolor: «No somos simplemente criaturas imperfectas que deben ser mejoradas, somos, como dijo Newman, rebeldes que deben deponer las armas» (PP, 91). El problema consiste en que recuperar esa entrega de uno mismo, y «someter la voluntad, por tan largo tiempo reclamada como nuestra, es siempre —no importa dónde o cómo se haga— un atroz dolor» (PP, 91) [66].
La renuncia cristiana expresada en este sometimiento de la voluntad no significa estoica apatía, explica Lewis, sino una disposición a preferir a Dios más que a los fines inferiores, aunque estos en sí mismos puedan ser lícitos. Esta consideración ilumina cuál es el sentido de la mortificación cristiana: renovar esa disposición de entrega, fortalecer la voluntad y poner orden en las pasiones «como preparación para ofrecer la personalidad humana Íntegra a Dios». Para poder someter la voluntad a Dios, tenemos que poseer una voluntad; pero las prácticas ascéticas son necesarias como un medio, «como un fin serían abominables» (PP, 111).
Hemos visto que Dios no quiere el dolor por sí mismo, sólo lo quiere porque es el único medio para hacer entender al hombre hacia dónde debe mirar, porque es el despertador de la verdad acerca de nuestra vida: «El lugar que Dios asigna a las criaturas humanas en su esquema de cosas es el lugar para el cual ellas han sido hechas. Cuando ellas lo alcanzan, logran su naturaleza y alcanzan su felicidad: en el universo ha sido restaurado un hueso fracturado y la angustia ha concluido» (PP, 52).
También hay que considerar la otra cara del dolor: lo que Dios quiere para nosotros y lo que hace por nosotros. Dios nos quiere felices de verdad, por eso quiere que lleguemos a la unión con Él, y nos facilita el camino hasta límites insospechados. Como prueba de su Amor infinito, envía a su Hijo: la Redención se realiza con la vida, pasión, muerte y resurrección de Cristo, que quiso cargar sobre sí todos nuestros dolores [67]: «El cristianismo nos enseña que la terrible tarea ha sido ya cumplida para nosotros en cierto sentido: la mano del maestro está sosteniendo la nuestra cuando tratamos de trazar las difíciles letras y que nuestro escrito sólo necesita ser una copia y no un original (...). El sacrificio de Cristo es repetido o halla nuevo eco entre sus seguidores en muy diversos grados, desde el más cruel de los martirios hasta el sometimiento de la intención propia» (PP, 103).
La Redención se ha cumplido a través del sufrimiento; una importante consecuencia de este hecho es que todo sufrimiento humano ha quedado redimido, es decir, todo hombre en su sufrimiento puede unirse al sufrimiento redentor de Cristo, convirtiendo así al sufriente en corredentor [68].
El por qué del dolor es un misterio que no se puede comprender plenamente con la sola fuerza de la razón [69]. Pero Dios responde a la pregunta del hombre a través de Cristo, que es la manifestación del Amor del Padre que, por los hombres, entrega a su Hijo a la Cruz. Y Cristo no da explicaciones abstractas, sino que toma realmente el mal y el dolor sobre sus hombros para librarnos de él.
Si el dolor, la tribulación, es un elemento necesario en la redención, debemos deducir que no cesará hasta el final de los tiempos: «El cristiano, por lo tanto, no puede creer a ninguno de aquellos que prometen que, con sólo introducir algunas reformas en nuestro sistema económico, político o higiénico, el resultado sería un cielo en la tierra. Esto puede que aparezca como desalentador para el agente ocupado en una obra social, pero en la práctica no tiene por qué desanimarlo. Por el contrario, un vigoroso sentido de nuestras comunes miserias —simplemente como seres humanos— es, por lo menos, un buen acicate para eliminar todas las miserias que podamos, así como también todas aquellas alocadas esperanzas que tientan a los hombres a alcanzarlas mediante el quebrantamiento de la ley moral y que al final muestran ser únicamente polvo y cenizas una vez que se llega a su realización» (PP, 113).
La solución plena del dolor no está en este mundo, pero esa convicción no excusa al cristiano de combatirlo en la medida de sus posibilidades. Como afirma Juan Pablo II: «El Evangelio es la negación de la pasividad ante el sufrimiento» [70].
El dolor puede llevar al hombre al conocimiento de que todo no marcha bien, al reconocimiento del mal que ha realizado: «El dolor procura la única oportunidad que el hombre malo puede tener para enmendarse. Quita el velo e implanta la bandera de la verdad dentro de la fortaleza del alma rebelde» (PP, 95). Pero —como apuntábamos anteriormente— desgraciadamente también puede llevarlo a una «definitiva e impenitente rebeldía» (PP, 117).
Si fuera posible hacer algo más por el hombre rebelde, Dios lo hubiera hecho: «Creo que si un millón de oportunidades tuvieran probabilidad de hacer algún bien, un millón de probabilidades serían concedidas» (PP, 123), pero si el hombre tiene libertad, Dios sólo puede salvarnos con nuestro consentimiento: «el perdón necesita ser aceptado» (PP, 121). Por eso, al crear seres dotados de libre albedrío, la Bondad y la Omnipotencia divinas se someten paradójicamente a la posibilidad de ser derrotadas: «Todos los condenados, en un sentido, tienen éxito de ser rebeldes hasta el fin; las puertas del infierno están cerradas desde adentro» (PP, 126).
Podemos reflexionar acerca del sufrimiento, pero el dolor siempre será en alguna medida, un misterio para el hombre, un misterio que sólo se ilumina desde la verdad cristiana.
d) La respuesta cristiana al problema existencial del doliente
Es distinto explicar el problema del dolor teóricamente que hablar de él a un hombre que está sufriendo en ese momento con gran intensidad. El dolor es un sentimiento humano que cuando es intenso afecta existencialmente a toda la persona: cambia la visión de la realidad que nos rodea y de nosotros mismos. El propósito de Lewis al escribir Una pena observada fue transmitir una experiencia, ayudar y acompañar, en cierta manera, a cualquier cristiano que llegara a encontrarse en circunstancias similares a las que debió pasar él al morir su esposa.
Un sufrimiento puede hacer que se tambaleen las convicciones más firmes. En esos momentos los argumentos cuentan poco y, para un cristiano, sólo el conocimiento profundo del sentido que tiene su dolor y una fe sólida, que apoye ese sentido cristiano, pueden consolarle y ayudarle a aceptar incluso la racionalidad de su dolor. En Una pena observada, Lewis llega finalmente a unas conclusiones semejantes a las de El problema del dolor. Sin embargo, el modo de alcanzar esas conclusiones es ahora muy distinto. El planteamiento del problema del dolor es vivo, muy personal y directo.
Es importante en primer lugar, saber cómo se vive este sentimiento humano que es el sufrimiento para poder convertirlo, con la ayuda de la fe y de la gracia, en un bien. El sufrimiento, cuando es intenso, se llega a experimentar como miedo: «Yo no es que esté asustado, pero la sensación es la misma que cuando lo estoy. El mismo mariposeo en el estómago, la misma inquietud, los bostezos. Aguanto y trago saliva» (GrO, 9). No es el miedo del organismo frente a la destrucción, sino «un sentimiento sofocante, la sensación de ser un ratón atrapado en la ratonera» (GrO, 17).
También se experimenta como expectativa, como «estar colgado a la espera de algo que va a pasar». Esto confiere a la vida una sensación permanente de provisionalidad, como si no valiera la pena empezar nada: «Antes nunca llegaba a tiempo para nada. Ahora no hay más que tiempo. Tiempo en estado casi puro, una vacía continuidad» (GrO, 36).
El sufrimiento como sentimiento nos centra en nosotros mismos —ahí está uno de sus mayores peligros— y nos aísla del mundo: «Hay una especie de manta invisible entre el mundo y yo» (GrO, 9), de forma que aunque necesitemos de los demás, perdemos el interés por ellos. La pena inyecta desidia, apatía: «Aborrezco hacer el menor esfuerzo» (GrO, 10), dirá Lewis, sorprendiéndose de sí mismo.
Y, sobre todo, de la misma forma que sin buscarlo, el amor da sentido a todo, el sufrimiento hace que se extienda por encima de todas las cosas una vaga sensación de falsedad, de despropósito: «¿Qué pasa con el mundo para que se vuelva tan chato, tan mezquino, para que parezca tan gastado?» (GrO, 39), el mundo se convierte en una calle estrecha (cfr. GrO, 39).
El dolor, por lo tanto, oscurece la visión de las cosas, entorpece nuestro contacto con la realidad, porque impide pensar: «No somos propiamente capaces de ver nada cuando tenemos los ojos enturbiados por las lágrimas» (GrO, 47). Para mitigar el dolor, los sentimientos se intentan disfrazar de pensamiento —buscando culpables con razonadas sinrazones—, pero así no se consigue nada.
La primera reacción del hombre que sufre es, en muchas ocasiones, la rebelión contra Dios: «¿Dios dónde se ha metido?» (GrO, 11). El lector de las primeras páginas de Una pena observada queda perplejo ante el fortísimo desconcierto de Lewis. Pero nuestro autor siempre había afirmado que la realidad era la gran iconoclasta, la piedra de toque de nuestras ideas y emociones; y en estos momentos duros, tras la muerte de su mujer, tampoco deja de atender a la realidad. Así, va dando pasos progresivos hacia un nuevo modo de ver la realidad, dejando que la fe ilumine sus experiencias [71].
Aunque el dolor continúa, se propone conocerlo, captar su sentido: «Vamos a ver si en vez de tanto sentir, puedo pensar un poco» (GrO, 39). Se da cuenta de que no existe una estrategia para que el dolor no duela. Lo que sí cabe es encontrar el sentido de ese dolor que experimenta y que ha hecho que se tambaleen sus convicciones más profundas. Lo que había escrito antes era un aullido más que un pensamiento: «Sacaba de ello la única compensación que puede esperar un hombre atormentado: el derecho al pataleo» (GrO, 42), «pero un estado de ánimo no es garantía de nada» (GrO, 43).
La pasión del dolor oscurece el intelecto, que no llega, cuando el dolor es muy intenso, a pensar rectamente sobre Dios y ni siquiera sobre el ser querido que ha fallecido. Luego sí es posible: «Mi pensamiento, cuando se vuelve hacia Dios, ya no se encuentra con aquella puerta de cerrojo echado» (GrO, 60); en otro momento, hablando de su mujer, reconoce: «La recuerdo mejor porque lo he superado (el dolor) en parte» (GrO, 47).
Por tanto hay que saber esperar. El dolor, aunque subjetivamente de la impresión de ser un estado definitivo, es un proceso: no es una comarca que requiera hacer un mapa, sino un proceso que tiene una historia. Se dan recurrencias parciales, pero la misma secuencia no se repite [72]. Nunca nos encontramos —dice Lewis— con el Cáncer, la Guerra o la Infelicidad, sino con cada hora o cada momento en que llegan. No abarcamos nunca el impacto total de lo que llamamos la cosa en sí misma, «pero es que nos equivocamos al llamarla así. La cosa en sí misma consiste simplemente en todos estos altibajos, el resto no pasa de ser un nombre o una idea» (GrO, 16).
Cuando no podemos hacer nada para evitar el sufrimiento, hay que esperar y aprender a sufrir [73]. Lo que podemos hacer ante el dolor es aguantarlo: «En realidad da igual agarrarse crispadamente a los brazos del sillón del dentista que dejar las manos reposando en el regazo. El taladro taladra igual» (GrO, 35). También podemos preguntarnos el por qué y el para qué.
Es entonces cuando llegamos a comprobar en nosotros mismos que lo único capaz de aliviar el sufrimiento es encontrarle su sentido. Lewis en el último capítulo del libro que estamos citando, Una pena observada, después de haber descrito su dolor, imagina para el mismo un sentido imposible: «Si supiera que el estar separado siempre de H. y olvidado por ella eternamente pudiera añadir mayor alegría y esplendor a su ser, por supuesto que diría: ¡Adelante! Igual que, aquí en la tierra, si hubiera podido curar su cáncer a costa de no volverla a ver, me las habría arreglado para no volver a verla» (GrO, 66); lo hubiera hecho con dolor, pero con un dolor lleno de alegría, porque tendría un sentido.
Pero la única solución ante el dolor es encontrarle su verdadero sentido. El dolor es un misterio, algo que «no somos capaces de entender» (GrO, 72), pero el cristiano sabe que «Dios nos hace daño solamente por nuestro bien» (GrO, 45). El dolor prueba nuestra fe en Dios, porque «es muy fácil decir que confías en la solidez y fuerza de una cuerda cuando la estás usando simplemente para atar una caja. Pero imagínate que te ves obligado a agarrarte a esa cuerda suspendido sobre un precipicio» (GrO, 27). El dolor viene para probarnos, pero esto «conviene entenderlo a derechas. Dios no ha estado ensayando un experimento sobre mi fe o mi amor con vistas a poner en claro su calidad. Esta calidad ya la conocía ÉL Era yo quien no la conocía (...). Él siempre supo que mi templo era un castillo de naipes. Su única manera de metérmelo en la cabeza era desbaratarlo» (GrO, 52). Si ha «derribado la casa de un manotazo es porque era un castillo de naipes, y yo no lo sabía» (GrO, 40). Esa nueva experiencia de su pequeñez, sólo se pudo lograr a través del sufrimiento.
La experiencia del sufrimiento es muy distinta en el momento en que el sujeto advierte que tiene ese sentido. Aunque sólo entenderemos plenamente el sentido del sufrimiento —el para qué, su finalidad— al final de nuestra vida, una vez que hayamos alcanzado a Dios : Entonces «nos daremos cuenta de que no existió nunca ningún problema» (GrO, 68). En la tierra sólo podemos intuirlo, ayudados por la fe.
La vida humana no es en este mundo algo totalmente inteligible para el mismo hombre. No hay una unión facticidad-sentido ni a nivel cósmico ni en la vida personal de cada hombre. En su ensayo The Worldi Last Night, Lewis habla de la historia como una obra de teatro en la que nosotros no sabemos si estamos en el primer acto o en el quinto, ni quién es el actor principal. Sólo el Autor de la obra lo sabe: «Nosotros nunca vemos la obra desde fuera, nunca nos encontramos con más personajes que la pequeña minoría que está en la misma escena que nosotros. Totalmente ignorantes del futuro, e imperfectamente informados sobre el pasado, no podemos decir en qué momento llegará el final» (World, 76). Y, aunque se hayan planteado algunos problemas, no sabemos qué sucederá, ni cómo se resolverá el drama al final. Sólo sabemos por la fe que todo acabará bien y que al final todo se entenderá. El cristiano que sufre sabe que Dios es su Padre y que todas las circunstancias, también las adversas, son queridas o permitidas por la Providencia de Dios en orden a su santificación [74]. La sabiduría consiste en creer y entender que todo es para bien (cfr. Rm 8, 28) [75].
Algunos de los dilemas que, en medio del sufrimiento, nos acosan y suscitan interrogantes que planteamos a Dios no son contestados porque se trata de preguntas disparatadas, que carecen de respuesta. El silencio de Dios «es una forma especial de decir No hay contestación. No es la puerta cerrada. Es más bien como una mirada silenciosa y en realidad no exenta de compasión. Como si Dios moviese la cabeza no a manera de rechazo, sino esquivando la cuestión. Como diciendo: Cállate, hijo, que no entiendes» (GrO, 66). De ahí la importancia de aceptar nuestras limitaciones: «No somos capaces de entender» (GrO, 72). Hay que seguir confiando en Dios y saber que «todo va a salir bien, muy bien y cualquier problema imaginable se va a arreglar» (GrO, 63).
El dolor es un misterio. Ahora, en la tierra, sólo podemos comprender su sentido ayudados por la fe. Se podría resumir lo que Lewis quiere transmitir en esta obra con una experiencia que él mismo relata: «Imaginad un hombre sumido en la total oscuridad. Le parece estar en un sótano o en un calabozo. De pronto se oye un ruido. Le parece que es sonido venido de lejos, olas o árboles meneados por el viento, o un rebaño a media milla de distancia. Y si fuera así, eso probaría que no está en un calabozo, sino libre, a pleno aire. O podría ser un sonido mucho más pequeño, al alcance de la mano, una risa sofocada. Y si fuera así, habría un amigo junto a él en la oscuridad. De una manera o de otra un sonido bueno, muy bueno» (GrO, 62). Es decir, en los momentos de mayor sufrimiento y soledad, hemos de darnos cuenta de que no estamos solos [76]. La risa de Dios a la que Lewis alude, no es una burla cruel, es un rayo de luz y de esperanza, porque Dios nos advierte de que no dramaticemos tan desmesuradamente en lo que luego veremos que no tenía tanta importancia: «Yo o cualquier mortal, en cualquier momento, puede estar rematadamente equivocado con respecto a la situación por la que realmente está pasando» (GrO, 62).
Al encontrarnos en un aparente callejón sin salida, tenemos que poner en práctica algo que en una situación normal siempre estamos dispuestos a admitir: que Dios es infinitamente Bueno y que nos ama, que si permite ese dolor debe ser para nuestro bien: «Cuanto más acendradas sean su bondad y esmero, más inexorable se mostrará en manejar el bisturí» (GrO, 45).
En Una pena observada explica Lewis que fue al experimentar el dolor por la muerte de su mujer, cuando se dio cuenta de la dificultad de transferir un sufrimiento a otro: «No puedes compartir realmente la debilidad de una persona, ni su miedo, ni su dolor» (GrO, 17), es diferente cuando una cosa así le pasa a uno y no a los demás, cuando pasa en realidad y no a través de la imaginación. Y Lewis concluye que esto le ha pasado de una forma tan radical porque su fe era «de pacotilla», y no le debían importar de verdad —como pensaba que le importaban— los sufrimientos ajenos. Una fe cristiana vivida con plenitud de entrega a los demás lo puede conseguir, aunque sólo Cristo se identifica plenamente con el dolor de cada hombre.
Conclusión
Pensamos que estos cuatro temas —la existencia del orden moral, la dialéctica de la Alegría, la vía del amor y la del dolor— son las principales claves de la antropología cristiana de Lewis.
Una observación se impone en este momento. Obviamente nuestro Autor no pretendió hacer investigación teológica académica, por eso ni entra en diálogo con la teología contemporánea ni se siente en la obligación de realizar un estudio sistemático de los temas teológicos que toca. Sin embargo, el talante teológico de su mente aparece constantemente en sus obras. Intentó entender mejor su fe y exponer la doctrina cristiana de una forma asequible y atractiva para el hombre de hoy, incorporando lo más apropiado del lenguaje y de la mentalidad de la época, y ese esfuerzo es evidentemente fides quarens intellectum, es la reflexión que ha de hacer un teólogo sobre el sentido de los misterios de la fe.
Tal vez se pueda comparar su intento al de Pascal. En efecto, Lewis también busca principalmente preocupar al ateo describiéndole la condición del hombre sin Dios como algo incomprensible para la razón; para después mostrarle la doctrina cristiana, que le dará la clave para descifrar el misterio del hombre y le ofrecerá la ayuda que necesita para ser lo que Dios espera de él.
Su modo de reflexionar sobre la fe es tremendamente actual desde el punto de vista teológico. Su método para exponer la fe al hombre de la calle coincide en parte con el que proponen teólogos contemporáneos tan diversos como De Lubac, Danielou, Guardini, Latourelle, Kasper, etc. Por ejemplo, Lewis sin negar la vía cosmológica hacia Dios, descubre y acentúa la línea antropológica, es decir, argumenta sobre la existencia de Dios partiendo de algunas experiencias fundamentales del hombre. Las experiencias que Lewis propone al hombre para encaminarse hacia Dios son, como hemos visto, la experiencia moral, el deseo de felicidad —la Alegría— y la experiencia de los amores naturales y del sufrimiento. Es peculiar de este método que no lleva a una representación abstracta de Dios, sino que ayuda al hombre a llegar al Dios vivo como realidad, a encontrarse con Dios en su propia vida.
Sus explicaciones giran principalmente alrededor de tres realidades: la existencia de un Dios personal, la centralidad de Cristo —Cristo como clave para entender al hombre y a toda la creación—, y algunos puntos fundamentales de la historia de la salvación que dan razón del estado actual del hombre y del futuro al que se dirige: la vocación sobrenatural del hombre, la caída original, la redención, etc. Entre los temas teológicos tratados por Lewis hay algunos cuyas representaciones son especialmente sugestivas: la vida de los bienaventurados en el cielo, las consecuencias para la vida del hombre del pecado original, la conexión entre el pecado y el dolor y la visión del pecado como algo que aparta al hombre de su realización como persona y, por lo tanto, de la felicidad. Se esfuerza por mostrar que la revelación cristiana es creíble, haciendo ver que en ella se halla la clave de la inteligibilidad del misterio del hombre, la única que puede responder adecuadamente a la pregunta que se hace el hombre sobre el sentido de su existencia y de toda la realidad.
Como apologista, tenía una especial habilidad para explicar la doctrina de la fe, mostrando a la vez su carácter razonable y ayudando al lector, por medio de metáforas e imágenes muy expresivas, a seguir el hilo intelectual de su pensamiento. Lewis es un ejemplo de la necesidad que tiene el laico con vocación de apologista de profundizar en la fe, de reflexionar sobre ella, empleando la inteligencia del mismo modo que lo hace en su trabajo profesional y con los recursos —el dominio de un lenguaje secular, sobre todo— que este trabajo profesional pone a su disposición.
Comprendió muy bien el papel del elemento afectivo en la percepción de la verdad y, por lo tanto, en la preparación para la fe. Por este motivo su argumentación no se limita a razonamientos abstractos, sino que se dirige al hombre entero. Para preparar al hombre a recibir el don de la fe hay que mejorar sus disposiciones fomentando el conocimiento propio de modo que le lleve a una cierta humildad intelectual —a descubrir las limitaciones de su razón y la necesidad de apertura a lo trascendente—. Es decir, es preciso ayudar al hombre a bajarse del pedestal ficticio al que está subido desde el pecado original con la pretensión de saberlo todo y actuar siempre bien.
En las obras de Lewis se revela su visión de la fe como luz que ayuda a ver lo profundo de la realidad, que de otra manera el hombre no podría alcanzar. Esta convicción le permite no tener miedo a la razón en ningún momento, pues la razón es un don divino —como la fe— que nos permite alcanzar algunas verdades, aunque la razón es limitada y sólo con la fe sobrenatural podemos vislumbrar la verdad salvadora de Cristo. Por el contrario expuso con mucha claridad cómo desde un pensamiento ateo o agnóstico no cabe una fundamentación sólida de los valores éticos. Un materialista puede tener valores, pero no los podrá fundamentar.
En sus escritos hay intuiciones, en ocasiones muy profundas, expuestas de una forma clara y atractiva. Va sembrando ideas, encendiendo luces, abriendo horizontes, planteando preguntas y orientando hacia las posibles respuestas, para que el lector con la ayuda de esos elementos pueda llegar libremente a la solución.
En definitiva, se puede concluir que la teología antropológica de Lewis está centrada en un concepto de hombre que permite el diálogo con el mundo contemporáneo. Su conocimiento de la naturaleza humana sigue, de alguna forma, a las experiencias trascendentales de su propia vida y a la doctrina cristiana, cuyo descubrimiento dio respuesta a sus inquietudes afectivas e intelectuales.
Mª Dolores Odero, en revistas.unav.edu
Notas:
57. Cfr. L. F. MATEO-SECO, Consideraciones en torno al sentido cristiano del dolor y de la muerte, en AA. VV., «Symposium Internacional de Ética en Enfermería», Pamplona 1990, p. 262.
58. El concepto de mal es distinto en el cristianismo que en otras religiones: «En el concepto cristiano la realidad del sufrimiento se explica por medio del mal que esta siempre referido , de algún modo, a un bien» JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici doloris, 11-II-1984, n. 7).
59. En el apéndice final que se recoge en El problema del dolor, el Dr. Havard -el médico de Lewis, que era católico y participaba habitualment en las reuniones de The lnklings- concluye, desde su experiencia clínica, que el dolor provee una oportunidad para el heroísmo, y «tal oportunidad es aprovechada con llamativa frecuencia» (pp, 153).
60. Como enseña Juan Pablo II, el sufrimiento, al despertar compasión, provoca el amor. La clave de la antropología cristiana es el anuncio de que «el hombre no puede encontrar la plenitud si no es en la entrega de sí mismo a los demás»; por lo tanto, otro sentido del sufrimiento es éste: «Transformar toda la civilización humana en la civilización de amor» JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici doloris, 11-II-1984, n. 30).
61. Para muchas personas el sufrimiento ha sido el principio de su conversión. Son muy significativas en este sentido las palabras de Juan Pablo II en el mensaje transmitido a raíz del atentado que sufrió, en el que habla del sufrimiento como canal de la gracia: «Ahora sé mejor que antes que el sufrimiento es una dimensión tal de la vida que a través de él penetra en el corazón humano, como de ninguna otra forma, la gracia de la Redención» Juan Pablo II, Mensaje, 14-VIII-81).
62. Esta noción de Leibniz es, por otra parte, imposible de realizar, pues siendo Dios es infinitamente bueno, siempre cabe pensar un mundo mejor que cualquier otro dado.
63. Ya hemos visto en el punto anterior que el hombre, al perder los dones preternaturales que Dios le había dado para que hubiera un orden entre su alma inmortal y su cuerpo, quedó a merced de su naturaleza. Es por esa razón que experimenta el dolor y la muerte como algo que, aunque natural a su materialidad, está mal. También así se explica que unos hombres sufran más que otros: prescindiendo de la Providencia de Dios, que encauza todo al bien de cada criatura particular, la naturaleza de cada hombre es distinta, más o menos resistente, según la herencia genética y las condiciones naturales a las que está sometida.
64. La Sagrada Escritura habla en muchas ocasiones del dolor como medio que utiliza Dios para la corrección (cfr. Dt 8, 5 y 2 M6, 12). Juan Pablo II explica que es una llamada a «reconstruir el bien en el mismo sujeto que sufre» JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici doloris, 11-II-1984, n. 12).
65. Ante la realidad del sufrimiento sólo caben dos posturas: la primera, muy frecuente en la sociedad actual, es la del hombre que decide renunciar a su interpretación y sólo ve en el sufrimiento algo que hay que eliminar por todos los medios -por eso cuando, a pesar de todo no se puede eliminar, se practica la eutanasia-. En segundo lugar, la del hombre que, ante su fracaso para explicar lo inexplicable, se da cuenta de que el verdadero sentido se encuentra más allá de él mismo. Así el hombre llega a una gran verdad, experimenta lo absurdo de considerarse el centro del mundo. Como sugiere Esquilo: «Sufrir instruye al hombre» (Agamenón, 176), en el sentido de que recuerda a los hombres, siempre inclinados a olvidarlo, su condición de mortales (citado por Ch. MOELLER en Sabiduría griega y paradoja cristiana, Madrid 1989, p. 143). En este fracaso el sufrimiento también revela que la libertad y dignidad humana no pueden consistir en el dominio de la propia naturaleza.
66. Como hemos visto al referirnos a los efectos buenos del sufrimiento, en el dolor, en las dificultades, se encuentra el hombre con un reto que le puede llevar a conseguir virtudes y, en definitiva, a madurar como persona. A esto alude Juan Pablo II cuando afirma que el sufrimiento «es uno de esos puntos en los que el hombre está en cierto sentido destinado a superarse a sí mismo, y de manera misteriosa es llamado a hacerlo» JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici doloris, 11-II-1984, n. 2).
67. El amor nos lleva a los hombres a desear sufrir en lugar de la persona amada; pero eso, que no podemos nosotros hacer, es lo que hizo Cristo (cfr. GrO, 46).
68. Esta idea, que Lewis esboza en varios de sus escritos, Juan Pablo II la expone de una forma acabada. La victoria de Cristo en la Cruz sobre el pecado y la muerte no suprime los sufrimientos temporales, pero proyecta sobre cada sufrimiento una luz nueva, la luz de la salvación. Da sentido a todo sufrimiento uniéndolo con el amor (cfr. Col 1, 24). La respuesta de Cristo le llega al hombre por una llamada, por una vocación: Sígueme (cfr. JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici dolori.s, 11-II-1984, n. 15). Y en otro lugar: «La fe en Cristo no suprime el sufrimiento, pero lo ilumina, lo eleva, lo purifica, lo sublima, lo vuelve válido para la eternidad» QUAN PABLO II, Alocución (24-III-1979) en «Insegnamenti di Giovanni Paolo 11», Roma 1979, p. 703).
69. «Desde el punto de vista antropológico no hay respuesta para el problema del sufrimiento humano» (M. A. LABRADA, El sufrimiento como fuerza creadora de plenitud personal, en AA. VV., «Symposium Internacional de Ética en Enfermería», Pamplona 1990, p. 276).
70. JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici doloris, 11-II-1984, n. 30.
71. El proceso de Lewis en esta obra tal vez se podría comparar con el de Job. Job se esfuerza por encontrar a Dios que se le oculta en su dolor y a quien sigue creyendo bueno; pero en su confusión moral tiene alternativamente momentos de rebeldía y de sumisión. Yavé interviene al final del libro para revelar que el hombre no tiene derecho a juzgar a Dios que es infinitamente sabio y omnipotente. Job reconoce con humildad que en medio de su dolor ha hablado neciamente.
72. El 3-XII-61, en una carta a su amigo Griffiths Lewis escribe: «La pena no es, como pensaba, un estado, sino un proceso: como un paseo en un valle salvaje que te proporciona un nuevo paisaje cada pocas millas» (Letters, 500).
74. Nuestra santificación, como hemos visto, se identifica con nuestra felicidad. La Voluntad de Dios es que seamos felices. Afirma Mouroux siguiendo a Santo Tomás de Aquino: «En el ser divino están incluidas todas las cosas que creemos que existen eternamente en Dios, y en las cuales consiste nuestra felicidad; mientras que la fe en la Providencia incluye todas aquellas cosas que Dios dispensa temporalmente a los hombres y que son el camino hacia la felicidad» Q. MOUROUX, Creo en Tí, Barcelona 1964, p. 6). En ese camino está incluido el dolor.
75. Explica Juan Pablo II que la misericordia de Dios «se manifiesta en su aspecto verdadero y propio, cuando revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas de mal existentes en el mundo y en el hombre» (JUAN PABLO II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, n. 6).
76. Tal vez se podría decir que la respuesta al problema del dolor la da Lewis en boca de su personaje Orual, casi al final de Mientras no tengamos rostro: «Concluí mi primer libro con las palabras nada que alegar. Ahora sé, Señor, por qué no te pronuncias. Tú mismo eres la respuesta. Ante tu rostro los interrogantes se desvanecen. ¿Qué otra respuesta nos iba a colmar? Tan sólo palabras, palabras, palabras; palabras que luchan con otras palabras» (TWHF, 295).
Mª Dolores Odero
III. La vía hacia Dios a través de los amores naturales
Antes de escribir su tratado sobre el amor, Los cuatro amores (1960) Lewis había ya tocado de paso el mismo tema en The Great Divorce y en Cartas del diablo a su sobrino, con una gran agudeza psicológica. Pero es en la que sería su última novela, Mientras no tengamos rostro, donde aborda el tema en forma de ficción, con una profundidad sorprendente.
En Los cuatro amores, utiliza el análisis fenomenológico de la experiencia humana del amor para ayudar al lector a examinar con sinceridad la calidad de sus amores naturales y, a partir de ahí, llevarle a Dios. La tesis central del autor es que los amores naturales, aún siendo realidades de suyo muy buenas, no son autosuficientes; por eso en su relativización es donde reside su verdadera grandeza: «Entregados a ellos mismos desaparecen o se vuelven demonios» (FL, 132). Los amores naturales sólo pueden mantenerse en su esencia, permaneciendo como auténticos amores, si son transformados por el amor divino; es entonces cuando los recuperamos como lo que realmente son. Cuando se buscan como algo absoluto, se corrompen.
Lewis distingue cuatro formas de amor: afecto, amistad, eros y caridad; y estudia cómo se relacionan estas clases de amor entre sí. A lo largo de la obra va descubriendo los destellos que hay de la caridad —el amor de Dios—, en los distintos amores naturales: estos amores siempre anticipan algo de lo que en la caridad será plenitud.
a) Los amores naturales
Los amores naturales, en cuanto naturales, son algo bueno, pero no debemos ni idolatrados ni ridiculizarlos. Puestos por Dios en el hombre al crearlo, son una invitación —después del oscurecimiento al que nos ha llevado el pecado original— a descubrir nuestra verdadera naturaleza. Nos ayudan a entender para qué estamos hechos y cuál es el camino para aproximarnos a ese fin. ¿Cómo realizan esto?
Hemos visto que el hombre tiene un deseo infinito de verdad, de bien, de felicidad en definitiva, el cual no se puede saciar en esta tierra. Todos entendemos por felicidad un estado perfecto en la mayor medida imaginable, pero permanece oculto cuál es y en qué consiste [39].
Pero percibimos que la experiencia humana del amor es lo más cercano a lo que intuimos como felicidad. Un fenómeno sorprendente para el hombre, pero confirmado por la más elemental experiencia, es que la felicidad no consiste en tener cosas, ni en el bienestar, ni en la comodidad: se puede tener todo eso y no ser feliz; y al mismo tiempo, comprobamos en muchas ocasiones que dolor y felicidad son compatibles si hay amor.
El amor es siempre lo que da sentido a la vida del hombre, lo que nos llena el corazón y nos hace felices, con la felicidad relativa que se puede conseguir en la tierra [40]. El amor nos saca de nosotros mismos y en esa experiencia de salir de sí mismo y darse a los demás, el hombre encuentra felicidad [41]. El amor por lo tanto nos descubre que la felicidad sólo la encontramos en la entrega, no en el egoísmo, porque estamos hechos de esa forma por Dios. Esta es una verdad que no aprendemos fácilmente: «Lo que está fuera del sistema de darse a sí mismo no es la tierra ni la naturaleza ni la vida ordinaria sino simple y puramente el infierno», el infierno es la «ardiente prisión dentro de la individualidad» (PP, 149).
En este sentido el amor nos da luz sobre la situación real del hombre y nos ayuda a superar, en alguna medida, algunos de los efectos nocivos con que el pecado original ha lastrado la naturaleza humana. El amor vence la tendencia a ver el yo corno lo más real, porque hace más reales a las personas objeto de nuestro amor [42]. El amor nos descubre que nuestra felicidad consiste en vivir para otros —no en la posesión de bienes materiales— y que hacia ese fin debe orientarse nuestra libertad.
Por otra parte, los amores naturales contienen en sí mismos, en cuanto que experimentamos sus limitaciones, una llamada a no considerarlos como absolutos: «Nunca nos falta la invitación a que nuestros amores naturales se conviertan en caridad, y la proporcionan esos roces y frustraciones en que ellos mismos nos ponen; prueba inequívoca de que el amor natural no basta» (FL, 149). La necesidad de conversión es, pues, inexorable; por eso los amores son uno de los despertadores de Dios, para que el hombre se dé cuenta de que hay «algo más» que el objeto empírico de su amor.
Incluso una emoción buena como la compasión, si no está controlada por la caridad y por la justicia puede conducir, a través de la ira, a la crueldad: «La mayoría de las atrocidades son estimuladas por medio de relatos concernientes a las atrocidades cometidas por el enemigo; la compasión hacia las clases oprimidas, tomada aparte de la ley moral como un todo, mediante un proceso muy natural conduce a las imperdonables brutalidades del reinado del terror» (PP, 65). Paradójicamente nos hemos vuelto crueles —concluye Lewis— al intentar reducir todas las virtudes a la bondad.
b) Principios de una teología del amor
La evaluación teológica de los amores humanos no es tarea fácil: «Dios es Amor, dice San Juan. Cuando por primera vez intenté escribir este libro —relata Lewis al comienzo de Los cuatro amores—, pensé que esta máxima me llevaría por un camino ancho y fácil a través de todo el tema. Pensé que podría decir que los amores humanos merecen el nombre de amor en tanto que se parecen a ese Amor que es Dios» (FL, 11). El problema es que los amores humanos no siempre tienen las mismas características del Amor que es Dios.
Lewis distingue entre lo que llama amor-dádiva: el que hace referencia a la entrega desinteresada de la persona a algo o a alguien, y el amor-necesidad: el amor interesado que nace de una carencia o de un vacío en la propia persona. El Amor que tiene Dios por nosotros siempre es Amor-dádiva, abundancia que quiere dar: «Dios, que no necesita nada, da por amor la existencia a criaturas completamente innecesarias, a fin de que Él pueda amarlas y perfeccionarlas» (FL, 140). Amor-necesidad es el del niño que acude a su madre. Este amor caracteriza nuestra relación con Dios: somos esencialmente receptores; por eso la primera forma de amor a Dios es una expresión de nuestra necesidad de Él.
El hombre es capaz de amar a Dios o a otras personas ofreciéndose como don, pero eso no conlleva que podamos negar el nombre de amor al amor-necesidad. Ambos son genuinas formas de amor: «Dios —afirma Lewis— como Creador de la naturaleza, implanta en nosotros tanto los amores-dádiva como los amoresnecesidad. Los amores-dádiva son imágenes naturales de Él mismo; cercanos a Él por semejanza, no son necesariamente, ni en todos los hombres, cercanía de aproximación. Los amores-necesidad, hasta donde me ha sido posible verlo, no tienen parecido con el Amor que es Dios, son más bien correlativos, opuestos; no como la mal es opuesto al bien, sino como la forma de una torta es opuesta a la forma de su molde» (FL 141).
Hay, por lo tanto, dos modos de cercanía a Dios. Una es la cercanía por semejanza —Dios ha impreso una especie de semejanza de Sí mismo a todo lo que Él ha hecho—; y otra es lo que Lewis denomina cercanía de aproximación: «Las situaciones en que el hombre está más cerca de Dios son aquellas en las que se acerca más segura y rápidamente a su final unión con Dios, a la visión de Dios y su alegría en Dios» (FL, 14).
Para ilustrar esto Lewis recurre a una analogía: «Supongamos que a través de una montaña nos dirigimos al pueblo donde está nuestra casa. Al mediodía llegamos al una escarpada cima desde donde vemos que en línea recta nos encontramos muy cerca del pueblo: está justo debajo de nosotros; hasta podríamos arrojarle una piedra. Pero como no somos buenos escaladores, no podemos llegar abajo directamente, tenemos que dar un largo rodeo de quizá unos ocho kilómetros, Durante ese rodeo, y en diversos puntos de él, al detenernos veremos que nos encontramos mucho más lejos del pueblo que cuando estuvimos sentados arriba en la Cima; pero eso sólo será así cuando nos detengamos, porque desde el punto de vista del avance que realizamos estamos cada vez más cerca de un baño caliente y de una buena cena». (FL, 15).
Al comparar la cercanía por semejanza y la cercanía por aproximación, vemos que no necesariamente. No es fácil, por lo tanto, juzgar nuestros amores por estos dos baremos. Nuestros amores-dádiva «son semejantes al Amor divino como cercanía de semejanza al amor de Dios los más generosos y más incansables para dar» (FL, 18), pero esto, por si solo, no produce cercanía de aproximación, es decir, esos amores pueden apartarnos de Dios cuando son desordenados.
Los amores naturales no están llamados a desaparecer, sino a ser modos de caridad permaneciendo al mismo tiempo como los amores naturales que fueron. Están llamados a conseguir esa cercanía por aproximación que es la santificación. Y es ahí, en cuanto que consiguen esa especial cercanía, donde está su gloria: «En este sometimiento reside su verdadera libertad» (FL, 132). Si lo consiguen, además de llevarnos a Dios, serán verdaderamente amores naturales, es decir, «cumplirán lo que prometen». Pero si no lo consiguen, por mucha semejanza que tengan por ser amor-donación, se volverán diabólicos y desaparecerán como amores [43].
En Adán, de una forma natural, todo estaba ordenado a Dios y los amores naturales eran «ellos mismos» y daban la máxima felicidad que pueden dar en la tierra. Pero después del pecado original en todo amor humano coexisten una tendencia a la entrega —en todo amor hay una llamada al sacrificio, al don de sí, al desinterés— y también una tendencia a centrarse en el yo, al egoísmo más o menos oculto. Todo esto supone que la necesidad de una cierta conversión es ineludible para todo amante [44].
El hombre fácilmente puede llegar a considerar algún amor como absoluto —este peligro late sobre todo en los más semejantes al amor de Dios— y prestar a ese amor la adoración de carácter absoluto que sólo debemos a Dios. «La semejanza es un esplendor», y por eso podemos confundir lo semejante con lo idéntico: podemos dar a nuestros amores humanos la adhesión incondicional que solamente debemos a Dios: «De este modo se destruirán a sí mismos y nos destruirán a nosotros; porque los amores naturales que se convierten en dioses dejan de ser amores. Continuamos llamándoles así, pero de hecho pueden llegar a ser complicadas formas de odio» (FL, 18).
Nuestros amores-necesidad pueden ser a menudo voraces y exigentes, pero no se erigen a sí mismos en dioses. No están tan cerca —por semejanza— de Dios como para pretenderlo. Pero otros amores, como son el afecto familiar, la más profunda amistad o el eros, se pueden volver venenos, cuando no se ordenan al servicio del amor divino.
Veamos a continuación de modo analítico cómo se aplican estos principios en los tres amores naturales que Lewis describe.
c) El afecto
En el afecto se pueden detectar destellos de la caridad. Es el amor más universal, el más abierto. Es el menos discriminador de los amores: puede darse entre las personas más heterogéneas, sólo pide que su objeto de amor sea familiar. Por eso casi todo el mundo puede ser objeto de afecto. Es el amor más humilde, no se da importancia. Es el más sencillo y extendido y «parece como si se colara o filtrara por nuestras vidas» (FL, 46). Esta forma de amor es la que da ese tono tan importante de familiaridad a nuestros otros amores.
El afecto nos hace salir de nuestro yo —«hemos cruzado una frontera» (FL, 48) —, porque aprendemos a valorar la bondad o la inteligencia en sí mismas —el afecto puede amar lo que no es atractivo para nosotros— y a descubrir a los demás: «Nos enseña primero a saber observar a las personas que están ahí, luego a soportarlas, después a sonreírles, luego a que nos sean gratas, y al fin a apreciarlas. (...) El afecto nos descubre el bien que podríamos no haber visto o que, sin él, podríamos no haber apreciado» (FL, 49).
Pero el afecto, como los demás amores naturales, está marcado con el signo de la enfermedad del hombre caído. Abandonado a sí mismo cederá enseguida a la codicia, al egoísmo, al autoengaño y a la autocompasión. Sus desviaciones son en algún caso patológicas, pero «entre la gente normal el hecho de ceder a ellas —¿y quién no ha cedido alguna vez? — no es una enfermedad, sino un pecado. La dirección espiritual nos ayudará más que el tratamiento médico» (FL, 66).
El afecto produce felicidad sólo si hay sentido común, un dar y recibir mutuos, bondad, paciencia, abnegación, humildad, «y la intervención continua de una clase de amor mucho más alta, amor que el afecto en sí mismo considerado nunca podrá llegar a ser» (FL, 67).
Lewis dibuja personajes con este afecto torcido en The Great Divorce y en Mientras no tengamos rostro. En la primera de estas obras describe a dos mujeres, recién llegadas al infierno. Una es una madre que amaba a su hijo, Michael, hasta dar toda su vida por él. Hizo todo lo que pudo por hacerle la vida feliz y, después de su muerte, vivió sólo para su memoria «manteniendo su habitación exactamente como él la dejó, guardando sus aniversarios, rehusando dejar la casa, aunque su marido y su hija fueran desgraciados allí» (GrD, 85). Su amor se volvió así malo, incontrolado, cruel, monomaníaco. Finalmente llega a admitir que preferiría tener a su hijo con ella en el infierno a verle feliz en el cielo.
La otra es una mujer que dedicó su vida a su esposo, Robert: «¡Hice un hombre de él! ¡Sacrifiqué toda mi vida por él!» (GrD, 77). Le obligó a trabajar trece horas al día para conseguir comprar una casa más cara y promocionarse, tuvo que renunciar a sus antiguos amigos y empezar a entretenerse correctamente. Todo lo hizo por su bien.
El objeto del verdadero interés de estas dos mujeres no son ni Michael ni Robert, sino ellas mismas. El amor ha dejado de ser amor y se ha convertido en egoísmo: ya no busca el bien de la persona amada sino que se busca a sí mismo. Como afirma la primera expresivamente: «Yo quiero a mi niño. Es mío, ¿lo entiendes?, mío, mío para siempre, para siempre» (GrD, 86). Los afectos necesitan convertirse: deben rechazar su absolutización si quieren seguir siendo auténticos amores.
En estos términos traza Lewis la degeneración del afecto de Orual por su hermana Psique en Mientras no tengamos rostro. Orual ha de ocupar durante años el lugar de la madre que Psique nunca conoció; en esta tarea se propone que ningún niño haya sido mejor amado o más devotamente cuidado que Psique. Pero en la grandeza de ese amor —en su exceso, se podría decir— hay signos de peligro.
Orual necesita sentirse necesitada. La seguridad y fortaleza de su hermana Psique la irritan, porque es capaz de encontrar su consuelo fuera de ella. Hay una incapacidad de Orual para percibir la realidad del mundo en el que ahora vive Psique, en parte por su formación racionalista, pero sobre todo porque su afecto desordenado le impide ver que su hermana disfruta de un mundo glorioso en el que ella no cuenta; no quiere ver la realidad de esa nueva felicidad, porque eso le llevaría a renunciar a su amor posesivo por Psique. Orual desea sobre todo continuar con su papel materno y no quiere renunciar a la dependencia que Psique tenía de ella, es decir, quiere a su hermana, pero la quiere para sí misma.
Pero Orual, a diferencia de las dos mujeres que aparecen en The Great Divorce, reacciona contra su egocentrismo. Reflexiona sobre la verdad de su vida y es capaz de admitir la realidad del egoísmo que se escondía bajo su amor: ha querido ser el centro y no ha sabido devolver a los demás la clase de amor que le daban a ella. En esta sinceridad consigo misma está el principio de su conversión.
Según hemos visto, el afecto, el más instintivo de los amores, se puede volver irracional y suscitar los celos más feroces. El afecto es a la vez un amor don y un amor necesidad, porque quien desea dar, necesita ser necesitado. Lo propio de dar es poner el recipiente en un estado en el que no necesite más nuestro don; pero es ahí donde está el peligro del afecto, en que en vez de buscar la felicidad de la otra persona, se busque desordenadamente la compensación del agradecimiento y para eso se desee que nunca cese la dependencia del amad0 respecto del amante. De esta forma el afecto degenera en egoísmo.
d) La amistad
Este amor natural es, según Lewis, el mejor don que la vida natural puede ofrecer (cfr. FL, 84). Nuestro autor pretende rehabilitar la amistad ya que opina que el mundo moderno la ignora con demasiada frecuencia: «Pocos la valoran, porque son posos los que la experimentan» (FL, 70).
Vamos a detenernos a analizar cómo Lewis muestra su valor y sus limitaciones. La amistad se diferencia del eros. Aunque podamos sentir amor erótico y amistad por la misma persona, sin embargo, son claramente amores distintos: «Normalmente los enamorados están frente a frente, absortos el uno en el otro; los amigos van el uno al lado del otro, absortos en algún interés común» (FL, 73). De ahí que en este tipo de amor el ¿Me amas? Significa ¿Ves tú la misma verdad que veo yo? O, por lo menos, ¿Te interesa?: «La persona que está de acuerdo con nosotros en que un determinado problema, casi ignorado por otros, es de gran importancia, puede ser amigo nuestro; no es necesario que esté de acuerdo con nosotros en la solución» (FL, 78).
Por otra parte, el eros se da necesariamente sólo entre dos; sin embargo, «dos amigos se sienten felices cuando se les une un tercero, y tres cuando se les une un cuarto, siempre que el recién llegado esté cualificado para ser un verdadero amigo (...), porque en este amor compartir no es quitar» (FL, 73). Cada amigo aporta luces distintas, de modo que la realidad aparece cada vez más plenamente [45]. Este amor, que no nace del instinto, que está libre de todo lo que es deber salvo aquel que el amor asume libremente, que permanece casi absolutamente libre de los celos y libre sin reservas de sentirse necesario, «es un amor eminentemente espiritual» (FL, 89).
Lewis considera muy acertadamente que la amistad es un instrumento que Dios utiliza para facilitarnos el camino hacia la verdad y hacia el bien. Por medio de la amistad «Dios nos abre los ojos» (FL, 101) a las bellezas de los demás y, como todas las bellezas proceden de Él, también se nos manifiesta Él mismo a través de la amistad.
Pero espiritual no significa necesariamente bueno. No podemos pensar que por ser espiritual la amistad ha de ser necesariamente santa o infalible en sí misma: «Existe el mal espíritu tanto como el espíritu bueno. Hay ángeles malvados tanto como ángeles santos. Los peores pecados del hombre son los espirituales» (FL, 89).
Sabemos por experiencia que la amistad puede ser tanto una escuela de virtud como una escuela de vicio: «La amistad es ambivalente: hace mejores a los hombres buenos y peores a los malos» (FL, 92), según el fin que persigan y los intereses que les unan.
Además, incluso las mejores amistades encierran peligros. En primer lugar, la indiferencia o sordera parcial respecto a la opinión exterior que se da en toda amistad, aunque necesaria y justificada, puede conducir a una «sordera total, que es arrogante e inhumana» (FL, 94). De ese modo se puede llegar a no atender, incluso a despreciar, otras razones que no sean las del grupo. Así, el peligro de orgullo corporativo es inseparable del amor de amistad: «La amistad es excluyente. Del inocente y necesario acto de excluir, al espíritu de exclusividad hay un paso muy fácil de dar y, desde ahí, al placer degradante de la exclusividad» (FL, 98).
Por lo tanto la amistad, precisamente por ser el más espiritual de los amores está sujeto al mayor peligro, también espiritual: la soberbia. De ahí que necesite estar protegida por la humildad (cfr. FL, 99). La amistad, como los demás amores naturales, aun siendo algo muy bueno en sí mismo, no se puede considerar un bien absoluto.
e) Eros
Los amores naturales también demuestran que son indignos de ocupar el lugar de Dios, porque no pueden subsistir como tales y cumplir lo que prometen sin la ayuda de Dios.
Esto es tal vez especialmente claro en el eros: Lewis llama eros a la variedad propiamente humana de la sexualidad, que es una forma del amor. Al hablar de este amor afirma que no subscribe la idea muy extendida de que es la ausencia o presencia del eros lo que hace que el acto sexual sea impuro o puro, degradante o hermoso, ilícito o lícito: «Dios no ha querido que la distinción entre pecado y deber dependa de sentimientos sublimes. Ese acto, como cualquier otro, se justifica o no por criterios mucho más prosaicos y definibles; por el cumplimiento o quebrantamiento de una promesa, por la justicia o injusticia cometida, por la caridad o el egoísmo, por la obediencia o la desobediencia» (FL, 104).
El deseo sexual, sin eros, quiere el placer sensual en sí: un hecho que ocurre en el propio cuerpo, referido a nosotros. Por el contrario el eros quiere a la persona amada, a una persona en particular, no el placer que puede procurar: «Llega a ser casi un modo de percepción y, enteramente, un modo de expresión. Se siente como algo objetivado, algo que está fuera de uno, en el mundo real» (FL, 107).
Como en los demás amores naturales, en su grandeza está su peligro: «Su hablar como un dios, su compromiso total, su desprecio imprudente de la felicidad, su trascendencia ante la estimación de sí mismo, suenan a mensaje de eternidad» (FL, 119). Hay en él una cercanía de Dios por semejanza, pero no, en consecuencia y necesariamente, una cercanía de aproximación. Aunque por supuesto el eros, cuando está ordenado al amor a Dios y al prójimo, puede llegar a ser para nosotros un medio de aproximación a Dios.
El compromiso y la entrega total y desinteresada que son características del eros resultan un paradigma o ejemplo, inherente a nuestra naturaleza, del amor que deberíamos profesar a Dios y al prójimo. En el eros, espontáneamente y sin esfuerzo, cumplimos con la ley —hacia una persona—, de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos: «Es una imagen, un sabor anticipado de lo que llegaríamos a ser para todos si el Amor en sí mismo imperara en nosotros sin rival alguno» (FL, 126). El eros borra la distinción entre dar y recibir. En el eros se ve en la persona que es el objeto del amor una realidad admirable en sí misma, importante mucho más allá de su relación con la necesidad del enamorado.
El acontecimiento de enamorarse es de tal naturaleza que el amante rechaza como intolerable la idea de que pudiera ser transitorio. De esta forma, en un solo salto el eros ha transpuesto el muro macizo de nuestra individualidad: ha hecho del apetito mismo algo altruista, ha echado a un lado la felicidad personal como una trivialidad y ha instalado los intereses de otra persona en el centro de nuestro ser.
Pero el eros puede inclinar tanto el mal como el bien. Es, de todos los amores, el más propenso a demandar nuestra adoración, a convertir el hecho de «estar enamorado» en una especie de religión que puede llevar con facilidad a justificar cualquier pecado, yendo contra la moral y la virtud: «La pareja puede decirse, el uno al otro, casi con el tono de quien ofrece un sacrificio: es por causa del amor que he descuidado a mis padres... que he dejado a mis hijos... engañado a mi socio... o fallado a mi amigo en su mayor necesidad. Sus fieles hasta pueden llegar a sentir que hay un mérito especial en estos sacrificios, porque ¿qué ofrenda más costosa puede dejarse en el altar del amor que la propia conciencia?» (FL, 125) [46].
Por otra parte, en el eros se da lo que Lewis llama «una broma siniestra», ya que es claramente el más perecedero de nuestros amores: «El mundo truena con las quejas de su inconstancia» (FL, 125). El puro sentimiento erótico es incapaz de «aceptar lo desagradable junto con lo agradable» (FL, 127), eso de ser fiel hasta la muerte. Así esta forma de amor, como los demás amores naturales, necesita ayuda, es decir, necesita ser gobernado: «El dios muere, o se vuelve demonio, a no ser que obedezca a Dios» (FL, 127).
El eros encuentra su perfección propia en el matrimonio. ¿Cómo explicaba Lewis el estado matrimonial? [47]. Sin duda el apartado más discutido o comentado de Mere Christianity es el que se refiere a la moral sexual y al matrimonio cristiano. Lewis expone en toda su crudeza la doctrina cristiana sobre la castidad: «La norma cristiana es: o matrimonio, con fidelidad completa al cónyuge, o total abstinencia» (MChr, 86), y da argumentos para defender la virtud cristiana de la castidad, que parece ser la menos popular.
El cristianismo no dice que la sexualidad sea mala. De entre las grandes religiones es la que otorga más valor al cuerpo humano, hasta el punto de verlo como algo esencial para nuestra felicidad, pues lo corporal es absolutamente necesario para conseguir el fin que Dios ha señalado al hombre. Es así que creemos en la resurrección de la carne como parte de la vida eterna.
Lewis, analizando cuál es el origen de las dificultades que encuentra el hombre en la actualidad para vivir rectamente la sexualidad, señala dos principios: nuestra naturaleza torcida y los demonios que nos tientan. Además hace mención de la fuerte propaganda contemporánea que hay en contra de la castidad. En efecto, está de moda pensar y decir que todos los deseos que no hacen daño físico a otros son naturales, saludables y razonables, de modo que lo perverso y anormal sería resistirlos o reprimirlos: «Novelas, películas..., asocian la idea de la indulgencia sexual con ideas de salud, normalidad, juventud, franqueza y buen humor» (MChr, 90). Es verdad que el sexo es algo normal y saludable, pero «la mentira consiste en pensar que todo acto sexual al que somos tentados en un momento concreto, es también normal y saludable (...). Esto, incluso dejando aparte el cristianismo, no tiene sentido» (MChr, 90).
Respecto al matrimonio cristiano, Lewis afirma enérgicamente, basándose en las enseñanzas de Cristo, que los dos cónyuges se hacen una sola carne, y que esto no es un sentimiento: «El inventor de la máquina humana nos dice que marido y mujer son dos mitades que se unen no sólo a nivel sexual, sino en la totalidad» (MChr, 93). En consecuencia se puede concluir que el matrimonio es para toda la vida y está basado en un amor que no es voluble, porque reside en la voluntad y en la promesa que se hace sobre actos futuros, sean cuales fueran los sentimientos futuros.
Como hemos visto, el verdadero amor es distinto del mero sentimiento, del estar enamorado. El amor crea una profunda unidad, mantenida por la voluntad, y en los cristianos reforzada por la gracia de Dios: «Los enamorados siempre hacen promesas de constancia eterna. La ley cristiana sólo pide a los enamorados que se tomen en serio su pasión» (MChr, 95). Con este argumento Lewis combate la idea de los que piensan que si te has casado con la persona correcta, debes esperar estar enamorado siempre, o que enamorarse es un sentimiento irresistible, que justifica todo. En su opinión, a quienes no creen que el matrimonio es permanente, la pura lógica debía llevarles a no contraer matrimonio; pues «si el amor es todo, la promesa no puede añadir nada, y si no añade nada, no debe ser hecha» (MChr, 93) [48].
f) Caridad
El último capítulo de Los cuatro amores Lewis lo dedica a la caridad. La caridad es un don que nos concede Dios con la gracia, y en el que pueden distinguirse tres tipos de dádivas.
Por una parte, Dios comunica a los hombres una parte de su propio Amor-dádiva, distinto de los amores-dádiva insertos en nuestra naturaleza. En este Amor infuso están contenidos de una forma plena los aspectos positivos que veíamos en los amores naturales. Este amor que Dios nos da es enteramente desinteresado, de modo que mediante él el hombre quiere puramente lo que es mejor para el ser amado. Así nos permite amar en los demás hombres incluso lo que no nos parecería naturalmente digno de amor.
Caridad quiere decir —afirma Lewis— amor en el sentido cristiano. Y amor, en el sentido cristiano, no quiere decir emoción; es un estado de la voluntad, no de los sentimientos. Un estado de la voluntad que se podría decir que tenemos de una forma natural con nosotros mismos y que debemos aprender a tener con los demás. Amarnos a nosotros mismos no quiere decir que nos guste nuestra forma de ser, sino que deseamos nuestro bien [49]. De la misma manera el amor cristiano, la caridad con nuestro prójimo, no requiere que previamente nos parezcan agradables. Nuestras simpatías naturales no son ni un pecado ni una virtud, son hechos que podemos convertir en actos pecaminosos o virtuosos: «No pierdas el tiempo preguntándote si amas a tu prójimo; actúa como si le amaras. En cuanto lo hagas aprenderás uno de los grandes secretos. Cuando te comportas como si amaras a alguien, empiezas a amarle» (MChr, 114). Esta es una de las características que deben distinguir a un cristiano. El no cristiano trata normalmente con amabilidad sólo a los que le caen bien. El cristiano intenta tratar bien de corazón a todo el mundo.
Además, en la comunicación de este amor dádiva, Dios capacita al cristiano para que tenga amor-dádiva hacia Él: «Lo que es Suyo por derecho, y que no existiría ni por un instante si dejara de ser Suyo (como la canción en el que está cantando), lo ha hecho sin embargo nuestro, de tal modo que podemos libremente ofrecérselo a Él de nuevo» (FL, 142).
La segunda gracia concedida por Dios con la caridad es un amornecesidad sobrenatural de Él. El pleno reconocimiento, la total y complacida aceptación de la necesidad que tenemos de Dios: «Nos convertimos en alegres mendigos» [50] (FL, 144); y también experimentamos un amor-necesidad de nuestros semejantes.
Por último, otra gracia que —según Lewis— Dios despierta en el hombre a través de la caridad, es un amor apreciativo sobrenatural hacia Él, un amor en cierto modo desinteresado, por el que amamos y adoramos a Dios porque es bueno, digno de ser amado: «De entre todos los dones, éste es el más deseable, porque aquí, y no en nuestros amores naturales, ni tampoco en la ética, radica el verdadero centro de toda vida humana y angélica» (FL, 154).
La reflexión de Lewis se detiene aquí: «Con esto, donde un libro mejor podría empezar, debe terminar el mío. No me atrevo a seguir» (FL, 163). Su ensayo sobre el amor espera, pues, una fundamentación teológica más honda que penetre en la esencia de la caridad: la fuente trinitaria del Amor divino.
g) Amor a Dios y amores naturales
Dios ha creado al hombre con una intrínseca vocación al amor [51]. El hombre está en camino, es un ser incompleto: nuestro ser es «algo en preparación, vacío, desordenado» (FL, 13), que clama a un Dios aún no poseído. Dios hizo al hombre libre y el don de la libertad se le dio al hombre para amar, para que pudiera entregarse libremente; es en el ejercicio recto de esa libertad en el que la persona se realiza como persona [52].
En este sentido se podría decir que los amores naturales son un medio que Dios utiliza para que el hombre no se encierre en sí mismo sino que se entregue, salga de sí, y así se perfeccione como persona: para que pueda ir gustando y entrenándose para lo que está hecho realmente. Los afectos naturales pueden llegar a ser enemigos del amor de Dios, pero «también pueden llegar a ser como semejanzas preparatorias de él, como un entrenamiento por así decir de los músculos espirituales que la gracia podrá, más adelante, poner al servicio de algo más elevado» (FL, 35).
Por esta razón Lewis pone en guardia, ante todo, contra la tentación extrema del egoísmo, que es la negación del amor: no querer amar porque nos complica la vida. Para estar seguro de mantener el corazón intacto, «hay que rodearlo cuidadosamente de caprichos y de pequeños lujos; evitar todo compromiso; guardarlo a buen recaudo bajo llave en el cofre o en el ataúd de nuestro egoísmo» (FL, 135). Un cofre que Lewis describe como «seguro, oscuro, inmóvil y sin aire» y que nos preparará para «el único sitio, aparte del cielo, donde se puede estar perfectamente a salvo de todos los peligros y perturbaciones del amor: para el infierno» (FL, 135).
Lewis insiste en que el hombre ha sido creado para participar de la vida divina, la cual consiste en una plena comunión en el Amor. Los amores naturales nos atraen en cuanto que se parecen al amor de Dios, que es para lo que estamos hechos: «Hemos sido hechos para Dios, y sólo siendo de alguna manera como Él, sólo siendo una manifestación de su belleza, de su bondad amorosa, de su sabiduría o virtud, los seres amados terrenos han podido despertar nuestro amor» [53] (FL, 153). De ahí la afirmación de Lewis: «La salud espiritual de un hombre es proporcional a su amor a Dios» (FL, 13).
Puede ser que no entendamos bien lo que quiere decir que Dios es nuestro fin, que nuestra vocación como hombres consiste en participar de la comunión de Amor que se da en la Santísima Trinidad [54]. Pero podemos entenderlo de alguna forma desde la experiencia de los amores naturales. Igual que llegamos al conocimiento de la infinita Bondad de Dios desde la bondad de las criaturas, que reflejan a su Creador, así podemos llegar a percibir algo de lo que es el Amor de Dios a partir de los amores naturales.
La semejanza entre el Amor que nos tiene Dios y los amores naturales se nos da, la aproximación, la unión con Dios, aunque iniciada y ayudada por la gracia, es algo que nosotros debemos realizar. Se nos pide, no la semejanza de un retrato, sino la unidad con Dios en la voluntad. De ahí que nuestra imitación de Dios en esta vida —esto es, nuestra imitación voluntaria, distinta de cualquier semejanza que Él haya podido imprimir en nuestra naturaleza o estado— tiene que ser una imitación del Dios encarnado: nuestro modelo es Jesús [55].
Todos los amores naturales pueden ser desordenados, pero no en el sentido de «amar demasiado». Podemos amar a una criatura demasiado, sólo si en proporción amamos poco a Dios: «Es la pequeñez de nuestro amor a Dios, no la magnitud de nuestro amor por el hombre, lo que constituye lo desordenado» (FL, 136). La pregunta que nos tenemos que hacer no es sobre la intensidad de nuestro sentimiento en un caso y en otro, sino a cuál servimos, o elegimos, o ponemos primero, al presentarse la alternativa: «¿Ante qué exigencia, en última instancia, se inclina nuestra voluntad?» (FL, 136).
El Señor nos ha dicho: «Si alguno viene a Mí y no odia a su padre y a su madre y a su esposa (...) y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 26). Odiar —explica Lewis— es rechazar al ser amado, enfrentarse a él, no concederle nada cuando nos susurra las mismas insinuaciones del demonio, por muy tierna y lastimosamente que lo haga.
Un ejemplo, a un nivel muy inferior, nos puede iluminar esta verdad: «El Caballero poeta, al partir hacia la guerra, dice a su dama: No podría quererte, oh amada, tanto si no amara aún más el honor. Hay mujeres para quienes esta argumentación no tendría el más mínimo sentido. El honor sería para ellas solamente una de estas cosas estúpidas de que los hombres hablan; una excusa formal y, por lo tanto, un agravante, una ofensa contra la ley del amor que el Caballero poeta está a punto de cometer. Lovelace, en cambio, puede usarla con toda confianza, porque su dama es la dama de un caballero, que valora como él las exigencias del honor. Él no necesita odiarla, enfrentarse a ella, porque él y ella reconocen la misma ley» (FL, 138).
Es este previo acuerdo el que es tan necesario cuando se trata de exigencias aún mayores que las del honor. A este acuerdo se debería llegar antes de que una amistad o un matrimonio cuaje, porque «el mejor amor, del tipo que sea, no es ciego. (...) Si el Todo por amor está implícito en la actitud del amado, su amor no tiene entidad: no se relaciona de manera correcta con el Amor en sí mismo» (FL, 139).
Tal vez el profundo pensamiento de Lewis al tratar el tema del amor hubiera quedado perfectamente redondeado con un paso más. Lewis ha mostrado cómo los amores naturales sólo serán amores cuando el hombre no los considere como absolutos y sepa colocar en primer lugar el amor a Dios. Lo que Lewis no supo alcanzar a ver es que al recuperar los amores naturales, se consigue algo fundamental en la vida de un cristiano: la unidad de vida.
Es desde la unidad de vida cómo la sentencia de San Agustín: «Ama y haz lo que quieras», bien entendida, conduce a una liberación y una seguridad sólo posible para un cristiano. Amar a Dios sobre todas las cosas supone no una coacción o un rechazo de algún aspecto esencial de la vida natural, sino la seguridad de acertar en todas nuestras acciones y, a la vez, la seguridad de recuperar todos los aspectos de la vida natural en su forma más plena [56].
Mª Dolores Odero, en revistas.unav.edu
Notas:
39. Cfr. S. TOMÁS DE AQUINO, In Sent entiarum, II, d. 38, q. 1, a. 2 ad 2.
40. En este sentido, Pieper recoge una curiosa cita de Sartre, escrita completamente de espaldas a su filosofía: «Este es el núcleo de la alegría del amor: que en él sentimos justificado nuestro ser» (L'etre el le néant, París 1949, p. 439, cit. En J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, Madrid 1988, p. 446). Pieper ha traducido al alemán varias obras de Lewis y conoce bien su obra; lo citaremos con cierta frecuencia ya que mantienen puntos en común.
41. Frankl lo explica de una forma muy gráfica: «La puerta de la felicidad se abre hacia fuera, y a quien intenta derribarla se le cierra con llave» (V. FRANKL, La psicoterapia al alcance de todos, Barcelona 1983, p. 14).
42. Dice Spaemann que el amor es una «afirmación ontológica» de la persona que se ama (R. SPAEMANN, Felicidad y benevolencia, Madrid 1991, p. 156), nos permite captar a otra persona humana en su esencia íntima, en su modo de ser concreto, en su unicidad, en su realidad única: «En el amor, el otro deviene para mí tan real como yo lo soy para mí» (ibídem, p. 161).
43. «Bueno sólo es Dios. Todo es bueno cuando nos lleva a Él, y malo cuando nos aparta de El» (GrD, 89).
44. Según Spaemann: «El amor es la constitución normal de un ser racional y la necesidad de conversión se funda en el pecaminoso apartamiento del hombre de su normal constitución» (R. SPAEMANN, Felicidad y benevolencia, Madrid 1991, p. 146).
45. Lewis explica de esa forma la comunión de los santos que hay en el cielo. Cada uno de los bienaventurados conocerá y alabará por siempre algún aspecto de la belleza divina mejor que otra criatura: «El cielo es una ciudad y un cuerpo, porque los bienaventurados permanecen eternamente distintos; y es una sociedad porque cada uno tiene algo que decir a los demás -renovadas y siempre frescas noticias de Mi Dios que cada uno encuentra en Aquel a quien todos alaban como Nuestro Dios» (PP, 147).
46. Spaemann se refiere a esto cuando afirma que la pasión deja fuera de consideración toda reflexión y llega a ver a un ser como símbolo del absoluto (cfr. R. SPAEMANN, Felicidad y benevolencia, Madrid 1991, p. 167).
47. Nos limitaremos a lo que dice en Mere Christianity, pero también en Cartas del diablo a su sobrino y de forma distinta en Una pena observada, aparecen intuiciones muy acertadas de Lewis.
48. Lewis, sin embargo, es poco coherente al aceptar acríticamente que haya confesiones cristianas que admitan el divorcio en algunos casos, con la excusa de que es algo excepcional. Por otra parte, aunque ha afirmado antes que el cristianismo tiene toda la verdad sobre el hombre, sostiene que no se puede negar a los no cristianos la posibilidad del divorcio. La solución que apunta a este problema es que haya dos clases distintas de matrimonio: uno civil, regulado por el Estado y susceptible de disolución, y otro por la Iglesia, con normas para sus propios miembros. Tolkien opinaba que Lewis hacía mala teología en algunos razonamientos que desarrollaba en Mere Christianity y reaccionó especialmente ante esta teoría del matrimonio (cfr. W. GRIFFIN, C. S. Lewis. The Authentic Voice, London 1988, p. 212).
49. En Mere Christianity Lewis explica que no comprendía cómo se podía aborrecer el pecado y amar al pecador: «Durante mucho tiempo no lo entendí, hasta que me di cuenta de que lo había hecho durante toda mi vida con una persona: conmigo mismo» (MChr, 103).
50. De esta forma Dios nos previene contra la tendencia natural a creer que Dios nos ama, no porque es Amor, sino porque «somos intrínsecamente amables. (FL, 144).
51. Como explica Danielou: «Lo que la fe de Jesucristo nos revela es que nuestra existencia es esencialmente una relación de amor con otro, que somos criaturas que reciben su ser de otro y que se realizan plenamente en la relación con ese otro. Esta relación en vez de ser una especie de alienación de nuestra humanidad es, por el contrario, el modo como la humanidad encuentra su perfecto cumplimiento en la comunión del amor» DANIELOU, Cristianismo y mundo contemporáneo, Madrid 1970, p. 39). Por su parte Pieper añade: «Todo nuestro ser está estructurado y dispuesto para amar» PIEPER, Las virtudes fundamentales, Madrid 1988, p. 498).
52. Se podrían recoger muchas citas para apoyar esta afirmación de Lewis. Vamos a señalar dos: «La verdadera personalidad no es afirmación monolítica y crispada de sí mismo en el yo soy dueño de mí mismo como del universo, sino la apertura a otro» (Ch. MOELLER, Mentalidad moderna y evangelización, Barcelona 1967, p. 114). «El hombre sólo se realiza por la comunicación con alguien personal frente a él, con el que entra en trato recíproco» (R. SPAEMANN, Lo natural y lo racional, Madrid 1989, p. 82).
53. Pieper señala que el amor humano no puede ser más que reproducción, una especie de repetición de ese amor de Dios Creador, y ve una señal de esto en el componente de gratitud que hay en toda experiencia de amor (Cfr. J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, Madrid 1988, p. 443).
54. La unión con Dios es «una continua entrega, una apertura, un desvelar, un rendirse a sí misma» (PP, 148).
55. El mandamiento nuevo que Cristo nos dio es que nos amáramos como El nos amó, en eso se deben distinguir los cristianos (cfr. Jn 13, 34-35).
56. Sobre la caridad como fundamento de la unidad de vida del cristiano, cfr. A. ARANDA, Creatividad teológica y experiencia cristiana, en «Annales theologici» 4 (1990) 295-296.
Mª Dolores Odero
II. La dialéctica de la alegría como camino hacia la bienaventuranza
En el itinerario que siguió Lewis hasta su conversión jugó un importante papel lo que denominó Alegría (Joy). ¿Qué es lo que Lewis entiende por Alegría? No es fácil definirla, pero a continuación vamos a intentar desentrañar el contenido de esta categoría fundamental del pensamiento de Lewis.
a) Naturaleza de la Alegría
Hay una experiencia común a casi todos los hombres, aunque de modo más o menos explícito, que se puede explicar como un deseo de eternidad, de felicidad, de belleza, de verdad, que nada en el mundo puede calmar. Este deseo se puede describir, por otra parte, como nostalgia, anhelo, pues nunca resulta satisfecho adecuadamente en esta tierra. Lewis se dio cuenta de que se experimentaba no sólo como tristeza, sino también como una cierta clase de alegría.
El concepto de Alegría surge tanto en sus libros de ficción como en artículos y ensayos, pero es en las obras que se pueden considerar directamente autobiográficas donde aparece más claramente. Este deseo de felicidad es el que pone en camino y guía durante todo su viaje al joven John en The Pilgrim; Regress; es el «antiguo deseo de los dioses» que mantiene serena y esperanzada a Psique, en Till We Have Faces [24]: «Ese anhelo ha sido lo más dulce de mi vida: alcanzar la Montaña, encontrar el lugar de donde vino todo cuanto es bello (...) mi patria, el lugar donde debí nacer» (TWHF, 85). Por su parte, Surprised by Joy puede ser descrita como la historia de la Alegría en cuanto guía de Lewis hasta su retorno a Dios.
El deseo del que estamos hablando se despierta cuando el hombre alcanza un intenso gozo; la causa de ese gozo puede ser diferente en cada hombre. A Lewis se lo evocaban particularmente la naturaleza y la literatura fantástica, por eso con frecuencia aparece denominado en sus obras con el término experiencia romántica [25].
Se experimenta como una emoción aguda, porque produce una honda insatisfacción. Es un sentimiento especialmente intenso, que se percibe como algo en sí mismo más deseable que cualquier placer y de una importancia incalculable. Por estas características se distingue de la felicidad y del placer. La Alegría tiene sólo un elemento común con esas otras dos experiencias: el hecho de que quien las haya experimentado deseará volver a vivirlas.
Como indica el título de su autobiografía, se podría decir que Lewis fue sorprendido por la Alegría. Descubrió esa experiencia romántica en su infancia, y desde entonces la buscó como un fin, pensando que era un estado de su mente especialmente valioso. Más tarde, superando el inicial subjetivismo, descubrió que la Alegría era un deseo de algo, de forma que lo realmente importante era el objeto del deseo. Por último llegó a vislumbrar con certeza que dicho objeto era la unión con Dios.
Este deseo —según vio entonces Lewis— es uno de los caminos que Dios utiliza para dirigir a los hombres hacia Él. Es una de las formas que tiene Dios de advertirnos que nuestro fin no está en este mundo y que el cielo es nuestra verdadera patria. Como afirma uno de sus personajes, Screwtape, Dios «tras haber extrañamente destinado a estos meros animales a la vida en Su propio mundo eterno, les ha protegido bastante eficazmente del peligro de sentirse a gusto en cualquier otro sitio» (ScrL, 149).
La Alegría se distingue de otros deseos no trascendentes por dos cosas. En primer lugar, porque aunque se sienta como algo agudo e incluso doloroso, se experimenta a la vez como un placer [26]. Otros deseos se experimentan como placer si la satisfacción futura está cercana: así el hambre es algo placentero sólo si sabemos —o creemos—que pronto vamos a comer. Pero este deseo, incluso cuando no hay esperanza de posible satisfacción, continúa apreciándose e incluso, los que lo han sentido alguna vez, lo prefieren a cualquier cosa de este mundo: «Dudo que cualquiera que la haya probado —afirmaba de la Alegría— la cambiase, si ambas cosas estuvieran en su poder, por todos los placeres del mundo. Pero la Alegría nunca está en nuestras manos y el placer a menudo sí» (SJ, 26).
En segundo lugar, porque un cierto misterio rodea siempre al objeto de este peculiar deseo, lo cual hace ardua la tarea de identificarlo: «Un niño lo experimenta mientras mira desde lejos una colina y piensa si estuviera allí; o cuando, recordando algo del pasado, piensa si pudiera volver a esos días. Más adelante, si aparece mientras lee un cuento o un poema romántico sobre «mares peligrosos y tierras fantásticas abandonadas», piensa que está deseando que esos lugares existan de verdad y poder alcanzarlos. Si, más tarde aún, llega en un contexto de sugerencias eróticas, cree que está deseando la amada perfecta. Si cae en la literatura que trata de espíritus —como Maeterlinck o el primer Yeats—, puede pensar que se trata de algo mágico o de ocultismo. Si surge de sus estudios de historia o ciencia, lo puede confundir con la sed intelectual de conocimiento. Pero todas estas impresiones están equivocadas» (PR, 13).
Si una persona persigue con diligencia este deseo, aunque sea orientándose hacia objetos que sólo falsamente parecen satisfacerlo, al alcanzarlos saldrá de su error, y acabará abandonándolos cuando se dé cuenta de su falsedad. A través de este tanteo Lewis piensa que el hombre honrado llegará finalmente a reconocer que nada en el mundo puede calmar ese deseo y llegará a la conclusión de que, por lo tanto, si la naturaleza no hace nada en vano, el alma humana debe estar hecha para disfrutar un objeto trascendente que no se le da en nuestro modo de experiencia subjetiva espacio-temporal.
Lewis, quizá de un modo demasiado optimista, estaba convencido de que este deseo, si bien puede llevar al hombre por caminos oscuros, «contiene en sí la corrección de todos los errores» (PR, 15). Las experiencias vividas van demostrando que las cosas atrayentes que podían satisfacerlo, una vez poseídas y disfrutadas, son incapaces de saciarlo [27]: «Ningún alma que constante y seriamente busque la alegría, puede perderla. Los que la buscan, la encuentran. A los que llaman, se les abrirá» (GrD, 72). De esta forma «la dialéctica del deseo, fielmente seguida, puede superar todos los errores, sacar de todos los falsos caminos y forzarte a vivir —no sólo a considerar— un cierto argumento ontológico» (PR, 15) acerca de la existencia de Dios.
El único error fatal para el hombre sería pretender que ha satisfecho plenamente el deseo en la fruición de algún bien finito cuando, en realidad, se está engañando a sí mismo, ya que no ha encontrado lo que en el fondo deseaba. En este momento Lewis subraya la importancia que tiene en todo este proceso la introspección del lector, porque la Alegría «es una experiencia común, aunque a veces malentendida, y de una importancia inmensa» (PR, 12). La falta de atención puede llevar a muchas personas a no experimentar esa hondura en toda su vida. Igual que no podemos discutir con un ciego acerca del color, no podemos hablar de este argumento con alguien que no pueda identificar este deseo, que se niegue a reconocerlo, o que no quiera admitir su presencia una vez que lo ha encontrado.
El argumento para llegar a Dios a través de la experiencia romántica podría ser resumido así: el deseo al que nos referimos es natural. Cada deseo natural o innato tiene un objeto real correspondiente que puede satisfacer ese deseo. Por experiencia, nos damos cuenta de que existe en nosotros un deseo que no puede satisfacer nada en el tiempo, en la tierra, ninguna criatura; luego, existe algo fuera del tiempo, de la tierra y de las criaturas que puede satisfacer ese deseo. Esto es algo a lo que la gente llama Dios o cielo.
Lewis distingue implícitamente entre dos clases de deseos: el innato o natural y el condicionado o artificial. De una forma natural deseamos cosas como comida, bebida, sexo, conocimiento, amistad y belleza; y también naturalmente rechazamos cosas como ignorancia, soledad y fealdad. Pero también deseamos poseer cosas, tener honores o fantasías que forjamos con nuestra imaginación. Hay dos diferencias entre estos deseos: en estos últimos no siempre reconocemos los estados correspondientes de privación de la misma forma que nos pasa con los primeros; y, por otra parte, son deseos que provienen de la sociedad, de la ficción, etc., mientras que los primeros provienen más directamente de nuestra naturaleza.
Lo que Lewis llama Joy es algo que no se puede identificar con ningún objeto de los sentidos, ni con nada de lo que tuviéramos necesidad biológica o social, ni nada imaginado, ni es un estado de nuestras propias mentes: se proclama algo objetivo.
En Mere Christianity. Lewis utiliza otra táctica al respecto y emplea el argumento del deseo de una forma esencialmente práctica, para sacar al lector de dos errores muy comunes. Primero llama nuestra atención acerca del deseo: «Muchas personas, si aprendieran a buscar dentro de su corazón, sabrían que desean, y desean agudamente, algo que no puede estar en este mundo. En este mundo hay toda clase de cosas que nos prometen satisfacernos totalmente, pero nunca cumplen su promesa... Para tratar de esto hay dos caminos equivocados y uno recto» (MChr, 104).
Por una parte se halla el camino del loco, que echa la culpa de su infelicidad a las cosas. Se pasa la vida pensando que si tuviera otra mujer, o vacaciones, o cualquier otra cosa, alcanzaría ese algo misterioso. Otro modo de vida equivocado es el camino del desilusionado, que enseguida decide que todos sus ideales eran reflejos de luna, y reprime esa parte de él que clamaba por «la luna».
Por fin, encontramos el camino cristiano. El cristiano —y aquí plantea Lewis el argumento ontológico— dice que las criaturas no nacen con un deseo a menos que exista un objeto que dé satisfacción a ese deseo: «Un niño siente hambre; bien, hay una cosa que se llama comida. Un pato desea nadar; bien, hay algo que se llama agua. Un hombre siente un deseo sexual; bien, hay algo que se llama sexo. Si encuentro en mí un deseo que ninguna experiencia en este mundo puede satisfacer, la explicación más probable es que es[1]toy hecho para otro mundo» (MChr, 105) [28].
Lewis insiste en la necesidad de cultivar este deseo seriamente: «Debo guardar vivo en mí el deseo de mi verdadero país» (MChr, 105). Como hizo Pascal, muestra que el hombre que da la espalda a esta clave, a esta posibilidad de que exista una infinita felicidad y de que esté destinado a disfrutarla, está espiritualmente loco, fuera de sí o alienado. El encuentro con Dios puede ser evitado, pero es una locura cambiar así el todo por nada.
El hombre se puede engañar pensando que no es feliz, pero que lo sería si tuviera un millón de dólares; pero la experiencia le demostrará que no es éste el camino. Peor es el estado del que afirma soy feliz, porque es una mentira. Pero el principal obstáculo para comprender el argumento del deseo sería la mentalidad positivista, que parte de que sólo es verdad lo que es demostrable.
El argumento del deseo no es original en Lewis [29], pero sí lo es su formulación. Opera en el hombre un deseo natural de felicidad. Corno este deseo está fundado en la misma naturaleza, no en la imaginación, ni en un error de la razón, no puede ser vano, no puede tender a un bien irreal o inasequible. Todo hombre natural[1]mente quiere ser feliz, y la verdadera felicidad no se halla en los bienes finitos o limitados, porque la inteligencia aviva en nosotros el deseo natural del bien universal e ilimitado que concibe. Es, pues, necesario que exista un Bien sin límites, Bien puro, sin mezcla de imperfección; sin lo cual sería un absurdo psicológico, un contrasentido absoluto, la amplitud universal de nuestra voluntad. Debe ser posible la verdadera felicidad, naturalmente deseada, la cual sólo puede consistir en el conocimiento y en el amor del Soberano Bien.
Dios, pues, existe [30]. Lewis, sólo después de su conversión comprendió plenamente el significado que tenía este deseo que Dios puso en su alma: «Ahora sé que la experiencia, considerada corno uno de mis estados menta[1]les, nunca había tenido la importancia que yo le concedía. Sólo tenía valor corno indicio de algo distinto y externo» (SJ, 243). La Alegría le sirvió de «poste indicación», le señaló el camino cuando estaba perdido, fue algo que la Providencia de Dios utilizó para acercarle a la verdad.
Pero también afirma que no cree que la semejanza entre la experiencia cristiana y la meramente imaginativa sea accidental: «Creo que todo, a su manera, refleja la verdad celestial, y la imaginación no es menos. Refleja, esa es la palabra clave. Esta vida inferior de la imaginación no es el principio de ningún paso hacia la vida superior del espíritu, solamente es una imagen» (SJ, 173). Es decir, no lo es necesariamente y por su propia naturaleza, pero Dios puede hacer que la imaginación sea un principio eficaz de este proceso.
El argumento de Lewis es muy eficaz en la práctica y ayuda al hombre a prepararse para escuchar con interés otras pruebas acerca de la existencia de Dios. Lewis en su argumentación apela a todo el hombre, no a la razón estrictamente. Lleva al conocimiento de que el alma está hecha para algo más y es, a la vez, una advertencia a no poner el fin en este mundo. En este aspecto la Alegría tiene en la vida de cada persona, como veremos más adelante, la misma misión que el dolor.
b) La relación entre la Alegría y el placer
Decíamos que la Alegría es algo distinto del placer, pero Lewis precisa: «A veces me pregunto si no serán todos los placeres sucedáneos de la Alegría» (SJ, 176). Es decir, los placeres nos atraen por ser, en cierto sentido, un recuerdo de Dios, del Bien para el que estamos hechos.
Dios es quien ha creado los placeres. Como afirma e! diablo Screwtape en las Cartas del diablo a su sobrino: «el placer es un invento Suyo, no nuestro» (ScrL, 60). Los placeres, en su forma sana y normal, acercan al hombre a Dios porque le ayudan a captar algo de la felicidad a la que está llamado [31]. Es bueno y honesto saber disfrutar de las cosas bellas y buenas de la vida: «Estas cosas, te lo aseguro —continúa Screwtape con su peculiar lógica «diabólica»—, de virtudes no tienen nada; pero hay en ellas una especie de inocencia, de humildad, de olvido de uno mismo, que me hacen desconfiar de ellas; el hombre que verdadera y desinteresadamente disfruta de algo, por ello mismo, y sin importarle un comino lo que digan los demás, está protegido, por eso mismo, contra algunos de nuestros métodos de ataque más sutiles» (ScrL, 77).
Y es que las penas y los placeres son inequívocamente reales y, en consecuencia, mientras duran, le proporcionan al hombre un patrón de la realidad: «Cinco minutos de auténtico dolor de muelas le revelarían la tontería que eran sus sufrimientos románticos, y desenmascararían toda tu estratagema» (ScrL, 76). Un placer real arranca al hombre de sí mismo, del mundo que tiende a forjarse con la imaginación, y le hace sentir «que está regresando a su hogar, recobrándose a sí mismo» (ScrL, 76).
En el prólogo de ese mismo libro, Cartas del diablo a su sobrino, Lewis recoge una conocida frase de Chesterton: «Satán cayó por la fuerza de gravedad» (ScrL, 13); el humor no se puede atribuir a los demonios, a unos seres que pecaron de orgullo. Se debe representar el infierno —afirma Lewis— como un estado en el que todo el mundo está perpetuamente pendiente de su propia dignidad, en el que todos se sienten agraviados, y en el que todos viven las pasiones mortalmente serias que son la envidia, la presunción y el resentimiento.
Por el contrario, Dios no se puede separar nunca de la alegría y la felicidad: «En el fondo es un hedonista —escribe Screwtape a su sobrino—. Todos esos ayunos, y vigilias, y hogueras, y cruces, son tan solo una fachada. O sólo como espuma a la orilla del mar. En alta mar, en su alta mar, hay placer y más placer. No hace de ello ningún secreto: a su derecha hay placeres eternos. ¡Ay! No creo que tenga la más remota idea del elevado y austero misterio al que descendemos en la Visión Miserífica; Él es vulgar, Orugario; Él tiene mentalidad burguesa: ha llenado Su mundo de placeres. Hay cosas que los humanos pueden hacer todo el día, sin que a Él le importe lo más mínimo: dormir, lavarse, comer, beber, hacer el amor, jugar, rezar, trabajar. Todo ha de ser retorcido para que nos sirva de algo a nosotros. Luchamos en cruel desventaja: nada está naturalmente de nuestra parte» (ScrL, 116).
Es Dios quien ha querido que disfrutemos de muchos tipos de placeres en la tierra, lo único que no puede querer es que pongamos en ellos nuestro corazón de tal manera que los consideremos como algo absoluto. Por eso pone también en nosotros el deseo de felicidad, que no se puede saciar aquí: «Nuestro Padre nos renueva y refresca durante el viaje proveyéndonos albergue en acogedoras posadas, pero no hará que las confundamos con el hogar» (PP, 114).
La tentación del hombre consiste en alejarse de la condición natural de un placer hacia lo que en él es menos natural; y por este camino lo único que se consigue es «un ansia siempre creciente de un placer siempre decreciente» (ScrL, 60). El placer se convierte así paradójicamente en una droga, que en lugar de estimular, embota el espíritu.
c) El cielo
Hemos visto cómo el objeto de la Alegría es la unión con Dios, es decir, aquello que llamamos el cielo. El hombre está hecho para un fin y lo único que puede llenar la infinita capacidad del hombre, lo único que le puede hacer feliz, es Dios: «El alma no es sino un hueco que Dios llena» (PP, 148).
Si actualmente al cristiano le cuesta trabajo hacerse entender cuando habla de Dios, mucho más dificultoso le resulta conseguirlo al hablar del cielo, e incluso al mencionarlo. Las dificultades que encontramos son varias. Según Lewis, puede ser que tengamos un cierto temor de que se burlen de nosotros hablándonos de pasar el tiempo tocando el arpa en el cielo y cosas parecidas, porque no sepamos explicar bien qué es el cielo. También se nos puede acusar de querer eludir nuestra obligación de colaborar con la formación de un mundo feliz aquí y ahora, y en lugar de eso dedicarnos a soñar con un mundo feliz en alguna otra parte. O se nos puede objetar que la esperanza en el cielo hace del amor a Dios y a los demás aquí, en la tierra, algo interesado y egoísta, por lo que es mejor no plantearlo.
Pero o bien hay bienaventuranza en el cielo o bien no la hay. Si no la hay, el cristianismo será falso, porque la doctrina cristiana está Íntimamente entretejida con él. Y si la hay, entonces esta verdad, como cualquier otra, tiene que ser encarada, «fuere o no fuere útil en las reuniones políticas» (PP, 142).
Todo el esfuerzo de Lewis al hablar del cielo se concentra en llevar al hombre corriente a intuir de alguna forma la alegría y felicidad que nos espera en el cielo y, como siempre, librarle de algunos prejuicios y argumentos falsos que son casi parte de la mentalidad actual. Vamos a ver cómo responde Lewis a estas tres dificultades que puede encontrar el hombre actualmente para hablar del cielo. La primera objeción la estudiaremos detenidamente en el análisis del concepto de trasposición al cual dedicaremos el siguiente epígrafe.
Con respecto a la segunda objeción —que pensar en el cielo nos impide trabajar por el bien ahora en la tierra—, Lewis responde que el cristiano: «No puede creer a ninguno de aquellos que prometen que, con sólo introducir algunas reformas en nuestro sistema económico, político o higiénico, el resultado sería un cielo en la tierra. Esto puede que aparezca como desalentador para el agente ocupado en una obra social, pero en la práctica no tiene por qué desanimarlo. Por el contrario, un vigoroso sentido de nuestras comunes miserias —simplemente como seres humanos— es, por lo menos, un buen acicate para eliminar todas las miserias que podamos, así como también todas aquellas alocadas esperanzas que tientan a los hombres a alcanzarlas mediante el quebrantamiento de la ley moral y que al final muestran ser únicamente polvo y cenizas una vez que se llega a su realización» (PP, 113).
Como hemos visto al comienzo de este artículo, Lewis muestra que es más alienante decir que sólo existe la naturaleza que admitir que existe un Creador. Si sólo existiera la naturaleza, nada tendría sentido. En cambio —afirma Lewis—, aquellos que desean el cielo, sirven mejor a la tierra. Aquellos que aman más a Dios que al hombre, hacen más por el hombre.
La tercera dificultad, que hace sospechar de la esperanza cristiana como una forma sutil de egoísmo, la resuelve Lewis en The Weigh of Glory, uno de sus sermones más conocidos, publicado en 1941. Comienza explicando cómo en la mentalidad moderna aparece la idea de que desear nuestro bien y esperar la felicidad de poseer ese bien, es una cosa mala. Esta noción ha sido ampliamente difundida por la ética kantiana, aunque tiene precedentes en la de los estoicos, pero contradice de plano la de la fe cristiana.
En primer lugar hay que considerar que existen distintas clases de recompensas. El dinero no es la recompensa natural del amor, por eso se llama a un hombre mercenario si se casa con una mujer por dinero; pero el matrimonio es la recompensa propia de un enamorado, y por eso el enamorado no es un mercenario por desear casarse con la mujer que ama: «Hay recompensas que no mancillan los motivos» (PP, 142). Y eso mismo pasa con el cielo. La vida del cristiano es un camino hacia su cumplimiento, que será la realización del fin para el que ha sido creado, la unión con Dios, y eso es el cielo [32]. «Si amas verdaderamente —afirma San Agustín—, tu recompensa debe ser aquel a quien tu amas» [33].
En este punto podemos plantearnos con realismo una pregunta: ¿deseamos realmente el cielo? Lewis hace una afirmación al comienzo del capítulo sobre el cielo en El Problema del dolor, que resume lo que quiere decir al respecto: «Ha habido momentos en que he pensado que no deseamos el cielo, pero más a menudo me encuentro dudando si en lo más profundo de nuestro corazón alguna vez hemos deseado alguna otra cosa» (PP, 142).
Ciertamente podemos llegar a considerar los bienes naturales y los placeres sensibles como bienes absolutos, y pretender o intentar que llenen nuestro corazón en vez de apreciarlos como lo que son: indicios de algo más grande para lo que estamos hechos. Lewis explica que, en ese caso, Nuestro Señor no encuentra nuestros deseos demasiado ambiciosos, sino demasiado pequeños. Y es que, en el fondo, somos criaturas pusilánimes. Nos volvemos locos con la bebida, el sexo o la ambición, pero olvidamos que Dios nos ofrece una alegría infinita; nos parecemos a «un niño ignorante que quiere ir a hacer un pastel de barro en un barrio bajo, porque no puede ni imaginar lo que quiere decir que le ofrecen unas vacaciones en el mar» (Weight, 4).
Cada alma tiene una «firma secreta»: a lo largo de la vida va buscando algo de lo que sólo encuentra indicios, «intuiciones tentadoras, promesas jamás cabalmente cumplidas» (PP, 143). Partiendo de su experiencia literaria, Lewis observa que esta expresión se refiere también al «cordón invisible» que une los libros que realmente nos gustan: «Usted sabe muy bien cuál es la característica común que hace que a usted le gusten, aunque no pueda expresarlo con palabras. Sin embargo, la mayoría de sus amigos no lo entiende en absoluto y a menudo se preguntan por qué gustándole a usted esto también le gusta aquello otro» (PP, 142); y, sobre todo, a «aquello que deseábamos antes de encontrarnos con nuestras respectivas esposas o antes de haber conocido a nuestros amigos o de haber elegido nuestra ocupación profesional» (PP, 143). Si ese algo se manifestara, lo reconoceríamos. Sin ninguna duda diríamos: Aquí, por fin, está aquello para lo que he sido hecho. Y eso, plenamente manifestado, será el cielo para cada persona.
Esta firma que hay en cada alma —continúa Lewis— puede ser producto de la herencia y del ambiente, porque Dios quiere que así sea. Pero lo que Lewis quiere dejar de manifiesto es que Dios hace que cada alma sea única. También por eso todos somos, en cierto modo, insustituibles. No es la humanidad abstracta la que se salva, sino cada persona concreta, con su individualidad: «Su alma tiene una curiosa forma porque es un hueco hecho para que se adapte a una particular protuberancia de los infinitos contornos de la sustancia divina (...). El lugar de usted en el cielo le parecerá haber sido hecho para usted y solamente para usted, porque también usted fue hecho para ese lugar, hecho para él puntada a puntada como un guante de medida es hecho para la mano» (PP, 144). Por eso dirá Lewis que el cielo es nuestro hogar, el lugar para el que hemos sido hechos [34].
Al hablar del cielo, Lewis insiste en que no se refiere a una experiencia [35]. Aquí en la tierra experimentamos la necesidad de ese algo del que hemos hablado, tenemos cosas que nos lo hacen recordar: «El oscurecimiento no es del todo completo, hay rendijas» (PP, 145), y esto nos ayuda a salir de nosotros mismos; pero «la cosa propiamente dicha en realidad nunca ha sido incorporada en ningún pensamiento ni imagen ni emoción» (PP, 145).
¿En qué consiste entonces el cielo? Más fundamental que nuestra idea de Dios, infinitamente más importante que eso, es lo que piensa Dios de nosotros: «La promesa de la gloria es la promesa, casi increíble y sólo posible por obra de Cristo, de que algunos de nosotros (...) seremos aprobados, complaceremos a Dios. Agradar a Dios... ser un ingrediente real de la felicidad divina... ser amados por Dios» (Weight, 13).
Dios nos creó para que pudiéramos aprender a amarle y alcanzar la comunión con Él en vez de la mera semejanza. Dios es en parte extraño a los ojos mortales y, sin embargo, no lo es en el fondo. Así lo explica Screwtape: «¡Qué degradación!: que esta cosa de tierra y barro pueda mantenerse erguida y conversar con unos espíritus ante los cuales tú, un espíritu, sólo podrías encogerte de miedo» (ScrL, 166). Hasta después de su muerte el hombre tiene sólo una idea borrosa de cómo es Dios [36], pero al ver a Dios sabrá que siempre lo había conocido y se dará cuenta del papel que ha desempeñado en cada uno de los momentos de su vida en los que se creía solo. No le dirá a Dios «¿Quién eres Tú?, sino Así que fuiste Tú todo el tiempo» (ScrL, 166).
Cuando Lewis habla del cielo siempre dice que la Alegría es la verdadera ocupación del cielo (]oy is the serious business of Heaven): «Todos los deleites de los sentidos, o del corazón, o del intelecto con que una vez pudiste haberle tentado —afirma Screwtape—, incluso los deleites de la virtud misma, ahora le parecen, en comparación, casi como los atractivos semi-nauseabundos de una prostituta pintarrajeada le parecerían a un hombre a quien le anuncian que su verdadera amada, a la que ha amado durante toda la vida y a la que había creído muerta, está viva y sana ahora a su puerta» (ScrL, 167). Es a la verdadera alegría, no a lo que aquí en la tierra confundimos tantas veces con la felicidad, a la que hemos sido llamados.
d) Transposición
Vamos a estudiar ahora lo que Lewis llama «trasposición» (transposition). Nos dará luz sobre la experiencia de lo sobrenatural aquí en la tierra y sobre las dificultades que experimentamos de ha cernos una idea adecuada del cielo.
Dios ha hablado a los hombres y lo ha hecho con lenguaje humano. La revelación de lo sobrenatural se hace con el lenguaje humano, de ahí que en el hombre que por la fe acoge la revelación haya a la vez luz y oscuridad. El Apocalipsis, en concreto, nos habla del cielo por medio de experiencias terrenas: coronas, tronos, música; con este lenguaje se intenta expresar con palabras e imágenes lo que realmente es inexpresable: la vida futura (cfr. Transposition, 56). Lo sobrenatural no se comprende perfectamente, pues Dios es inefable e incomprehensible, pero a través de su Palabra sí llegamos a saber algo de su intimidad.
Cuando lo sobrenatural es conocido e incorporado a la vida del hombre, produce sentimientos, emociones, afectos, análogos a los que también son producidos por otras cosas naturales. Es importante, sin embargo, saber que lo sobrenatural no se identifica con esa experiencia que produce en el sujeto. Esos sentimientos experimentados por el creyente son sólo una trasposición de lo sobrenatural.
Por experiencia comprobamos que una misma sensación física puede acompañar a distintas emociones. «No hay diferencia entre mi respuesta neuronal ante malas noticias y ante La flauta mágica, si sólo juzgara las sensaciones podría llegar a la absurda conclusión de que la alegría y la angustia son lo mismo, que lo más temible es lo mismo que lo más deseable» (Transposition, 58). La introspección no descubre diferencia entre una y otra. Esas sensaciones no acompañan simplemente a las distintas experiencias como una adición irrelevante o neutral, no son un mero signo de alegría o angustia, sino que se transforman en lo que significan. Cuando la sensación es producida por la alegría es consumación y cuando es producida por la angustia es horror.
A este fenómeno se refiere Lewis con el término trasposición.
Si tomamos nuestra vida emocional como más alta que la vida de nuestras sensaciones —no, por supuesto, moralmente más alta, si no más rica, más variada—, comprobaremos lo siguiente:
(1) Que en un sentido, las fibras nerviosas hacen responder a las emociones más adecuadamente.
(2) Que los recursos de las sensaciones son más limitados: las posibles variaciones del sentir son menos que las de la emoción.
(3) Que las sensaciones compensan esto utilizando la misma sensación para expresar más de una emoción. Incluso, como hemos visto, expresan emociones opuestas.
El sistema más rico —emoción— es, pues, representado por el más pobre —sensación—. Por esta razón tendemos a equivocarnos al pensar que si hay una correspondencia entre dos sistemas, tienen que ser iguales.
Lewis ilustra esta situac1on con ejemplos muy gráficos. Si tuviéramos que traducir de un lenguaje con un gran vocabulario a otro con poco vocabulario, se nos tendría que permitir utilizar varias palabras en más de un sentido. Si hay que traducir un escrito de un idioma con 22 sonidos de vocales a un alfabeto que sólo tiene cinco, se debe permitir dar a cada uno de los cinco sonidos más de un valor. Si hay que hacer una versión para piano de una pieza escrita originalmente para orquesta, las mismas notas de piano que representan flautas en un pasaje, también representarán violines en otro.
Como vemos, nos es bastante familiar esta clase de trasposición o adaptación de un medio rico a otro más pobre. Quizá el ejemplo más claro sea el arte de dibujar. En el dibujo se desea representar un mundo tridimensional sobre un papel. La solución es la perspectiva, pero ver la perspectiva de un paisaje significa que debemos dar más de un valor a la forma bidimensional. Dibujando un cubo, utilizamos un ángulo agudo para representar lo que es un ángulo recto en el mundo real; pero también un ángulo agudo en el papel puede representar lo que es un ángulo agudo en el mundo real.
Es evidente, pero tal vez especialmente en este último ejemplo, que el medio más bajo sólo puede ser entendido si se conoce el medio más alto. La versión del piano significa una cosa para el que conoce la versión orquestal y otra —mucho más simple— para el que la escucha simplemente como una pieza de piano. Pero este último estaría en una desventaja aún mayor si nunca hubiera oído otro instrumento que el piano e incluso dudara de la existencia de otros instrumentos. Del mismo modo, entendemos una pintura por que conocemos un mundo tridimensional. Una criatura que sólo percibiera dos dimensiones no la entendería. Tal vez aceptaría por autoridad la afirmación de que hay un mundo de tres dimensiones, pero podría preguntarse si ese mundo no es un arquetipo, una sublimación de lo que él considera verdaderamente real.
En la relación entre el mundo espiritual y la naturaleza, entre Dios y el hombre, nuestro problema radica en que, en lo que llamamos nuestra vida espiritual, se repiten todos los elementos de nuestra vida natural y, lo que es peor, a primera vista parece que no están presentes otros elementos. Pero si lo espiritual es más rico que lo natural —y nadie que crea en su existencia puede negarlo—, esa repetición de emociones es exactamente lo que deberíamos esperar. Y la conclusión escéptica de que lo llamado espiritual deriva de lo natural —que es una proyección o extensión imaginaria de lo natural—, es también el error que debemos esperar de un observador que sólo conoce el medio más bajo.
El error de quien se aproxima a un fenómeno de trasposición desde abajo es que ve los actos, pero no su significado —del mismo modo que entienden los animales, que sólo ven hechos, no significados—. «En una época como la nuestra, en que domina lo fáctico, nos encontramos con gente que deliberadamente nos induce a esa mentalidad de perro. Pero un hombre que ha experimentado el amor no mirará los resultados de ese análisis como más verdaderos que su experiencia» (Transposition, 71). Si se ignora el verdadero significado de los hechos, se puede llegar a admitir que la religión es sólo un fenómeno psicológico, la justicia sólo protección de uno mismo, la política sólo economía, el amor sólo lujuria y el pensamiento sólo bioquímica cerebral.
Es distinto si nos aproximamos a la trasposición desde arriba, como hacemos en el caso de la emoción y la sensación, o del mundo tridimensional y los cuadros. Y así es como debe ser considerado el hombre espiritual. Como afirma San Pablo, el hombre espiritual puede juzgar todas las cosas y no puede ser juzgado por nadie [37].
En sentido pleno nadie es un hombre espiritual, pero debemos afirmar que conocemos un poco del sistema más alto que está siendo traspuesto. Quizá no entendemos bien a lo que se refiere San Pablo cuando describe la vida espiritual, pero sabemos, aunque de una forma oscura y confusa, que estamos tratando de utilizar actos e imágenes naturales y lenguaje con un nuevo valor. Tenemos al menos el deseo de un arrepentimiento que no es simplemente prudencia y de un amor que no es egoísmo, que no está centrado en nosotros mismos. En el peor de los casos, sabemos bastante del mundo espiritual como para saber que nos hemos quedado cortos, «como si el cuadro supiera bastante del mundo tridimensional para darse cuenta de que es plano» (Transposition, 65).
Del mismo modo que no debemos confundir lo sobrenatural con los sentimientos o emociones que produce, tampoco debemos intentar descubrir por análisis introspectivo nuestra condición espiritual. Esto revelaría «en el mejor de los casos, no los secretos del espíritu de Dios y del nuestro, sino su trasposición al intelecto y a la imaginación; y en el peor de los casos puede llevar rápidamente a la presunción o a la desesperación» (Transposition, 66).
Vamos a ver como se puede aplicar esto a nuestra noción del cielo. La dificultad que encontramos es que nuestra noción del cielo parece que no se corresponde con nuestros deseos naturales. Esto no sucede en la fe ingenua de un niño o de un salvaje; ambos aceptan las arpas, las calles doradas y la reunión familiar descrita en los himnos, aprehendiendo el cielo como lo que es: alegría, plenitud y amor. Pero esto es imposible para muchos de nosotros, y no debemos ser artificialmente más ingenuos que lo que somos: «Un hombre no debe volverse como un niño imitando la niñez» (Transposition, 66).
Nuestra noción del cielo contiene perpetuas negaciones: ni alimento, ni bebida, ni sexo, ni movimiento, ni sucesos, ni tiempo, ni arte. Contra todo esto colocamos una cosa positiva: la visión y disfrute de Dios. Y como esto es un bien infinito, mantenemos correctamente, que pesará más que todo lo demás: la realidad de la visión beatífica compensará infinitamente la realidad de las negaciones. Pero para el hombre corriente —aunque seguramente no es así para los santos—, el concebir lo que será la visión beatífica es difícil, «una extrapolación fugitiva de unos pocos y ambiguos momentos de nuestra experiencia terrena» (Transposition, 67), mientras que nuestra idea de los bienes naturales es viva y persistente.
Por lo tanto, se puede decir que en nosotros tiene ventaja lo negativo sobre lo positivo. Incluso podemos empezar a pensar que la exclusión de los bienes más bajos es una característica esencial del bien más alto: «Sentimos, aunque no lo digamos, que la visión de Dios no nos llevará a plenitud, sino que destruirá nuestra naturaleza. Esta triste fantasía a menudo desdibuja nuestro uso de las palabras santo, puro y espiritual» (Transposition, 67).
Teniendo esto en cuenta, debemos intentar presentar el cielo de tal forma que podamos llegar a creer —y por lo tanto imaginar en algún grado— que cada negación será sólo el reverso de un cumplimiento, de una plenitud. Y una plenitud de nuestra humanidad, no una transformación en ángeles ni una absorción en la deidad: «Aunque seremos como ángeles, pienso que esto quiere decir que seremos como ángeles con lo propio de los hombres: como diferentes instrumentos pueden tocar el mismo aire, pero cada uno a su manera» (Transposition, 67).
No sabemos como será la vida sensorial del hombre resucitado, pero —apunta Lewis— pienso que diferirá de la vida sensorial que conocemos aquí, «no como el vacío difiere del agua o el agua del vino, sino como una flor difiere de un bulbo o una catedral del dibujo de un arquitecto» (Transposition, 68). Y es aquí donde puede ayudarnos el concepto de trasposición. No sabemos lo que seremos en el cielo, pero podemos estar seguros de que seremos más, no menos, que lo que somos en la tierra. Nuestras experiencias naturales —sensaciones, emociones, imaginación— son sólo como el dibujo, como unas líneas de lápiz en un papel plano. Si desaparecen en la vida futura, desaparecerán sólo como las líneas desaparecen en un campo real, como la luz de una lámpara desaparece ante la luz del sol [38].
«En tu dibujo sólo tienes un papel blanco y plano en el que se representa el sol, las nubes, la nieve, el agua y el cuerpo humano. En un sentido ¡qué miserablemente inadecuado! pero en otro qué perfecto. Podemos sentir frío mirando la nieve del papel y casi calentar nuestras manos en el fuego dibujado» (Transposition, 72). No podemos alcanzar aquí la visión de Dios, pero podemos acercarnos a lo que será por las imágenes y emociones. Gracias a esas sensaciones podemos darle un significado a lo que de otro modo no habríamos adivinado.
Mª Dolores Odero, en revistas.unav.edu
Notas:
24. En una carta a Clyde S. Kilby el 10-ll-57, Lewis explica que Psique es un ejemplo de anima naturaliter christiana, que tiene lo mejor de la religión pagana y va siendo guiada, siempre de una forma oscura -under the cloud- hacia el verdadero Dios (cfr. Letters, 462).
25. Lewis describe así esta experiencia en labios de Psique: «No es esta clase de anhelo. Cuanto más feliz era, más lo sentía. Eran aquellos días tan felices, cuando subíamos los tres a las colinas, con el viento y la luz del sol... (...) Y de tanta belleza, precisamente, me venía el anhelo. Más allá, en alguna parte, tiene que haber más belleza aún. Las cosas parecían llamarme: ¡Psique, ven! Pero yo no podía (toda vía no), no podía ir, y no sabía adónde; casi me hacía daño. Me sentía como un pájaro enjaulado viendo a los demás pájaros de su especie volando libres al nido» (TWHF, 84).
26. Más adelante estudiaremos el concepto de trasposición, elaborado por Lewis, que nos ayudará a entender mejor esta afirmación
27. En el prefacio a la tercera edición de The Pilgrim's Regress, Lewis hace notar que el único mérito del libro es que está escrito por alguien que por experiencia ha comprobado que cada uno de estos supuestos objetos del deseo están equivocados: «No hay vanidad en ese clamor: sé lo que está equivocado no por inteligencia sino por experiencia. Esa experiencia podía no haber sido mi camino si en mi juventud hubiera sido más inteligente, más virtuoso y menos centrado en mí mismo de lo que estaba» (PR, 13).
28. Afirma Garrigou-Lagrange que este argumento no se funda sólo en la analogía del apetito natural humano con el de los demás seres: «El argumento tiene mayor alcance; es metafísico y se funda en la certeza del valor absoluto del principio de finalidad» (R. GARRIGOU-LAGRANGE, La Providencia y la confianza en Dios, Madrid 1978, p. 50).
29. Santo Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles y a San Agustín, afirma la existencia del apetito natural de felicidad. Es imposible que el hombre halle en ningún bien limitado la verdadera felicidad que naturalmente apetece; porque apenas su inteligencia repara en el límite, concibe un bien superior, al cual se inclina la voluntad por deseo natural: cfr. S. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologica, 1-II, q. 2, aa. 7 s. En este sentido afirma Garrigou-Lagrange: «Subsiste siempre el vacíe, de corazón, manifestado en el hastío; y la inteligencia nos dice que la reunión, aún simultánea, de todos los bienes finitos e imperfectos no puede en modo alguno constituir el Bien absoluto concebido y deseado por nosotros; como un conjunto innumerable de idiotas no vale por un hombre genial» (R. GARRIGOU-LAGRANGE, La Providencia y la confianza en Dios, Madrid 1978, p. 52).
30. Estamos hablando aquí del conocimiento natural de Dios, Autor de la naturaleza, donde se incoa ese deseo trascendental, aunque sólo con la fe sea rectamente entendido.
31. Es interesante la distinción que hace Lewis sobre las cuatro causas de la risa humana: la alegría, la diversión, el chiste y la ligereza (cfr. ScrL, 67).
32. Lewis argumenta a continuación: «Yo no creo que mi deseo del paraíso pruebe que yo mismo lo vaya a disfrutar, pero sí es un buen indicio de que el cielo existe y que algún hombre lo disfrutará (...). Un hombre puede amar a una mujer y no lograr casarse con ella, pero sería muy raro que el fenómeno llamado enamorarse se diera en un mundo sin sexos» (Weight, 9).
33. SAN AGUSTÍN, Serm. 165, 4; PL, 38, 905.
34. Comentando la llegada al cielo de una persona, dice Screwtape: «¿Notaste con qué naturalidad -como si hubiese nacido para ella- el gusano nacido de la Tierra entró en su nueva vida?» (ScrL, 165). Partiendo de este punto de vista, podemos entender el infierno en su estado de privación y de no cumplimiento del proyecto creador de Dios en el que consistía la felicidad de la criatura.
35. La Alegría siempre nos convoca a salir de nosotros mismos y buscar el objeto del deseo, «y si usted no sale de sí mismo para seguirla, si se sienta a acariciar su deseo e intenta alimentarlo, el propio deseo lo eludirá a usted». Según Lewis la fórmula correcta es la siguiente: «Haga un fuego lento de dogma y ética, aunque no parezca el combustible adecuado. Vuelva las espaldas y atienda sus deberes, y entonces aquello se encenderá» (PP, 145). Con esta frase Lewis se refiere a que no hay que buscar la Alegría directamente, como si fuera un fin, porque además en ese caso no la encontraremos.
36. Cfr. 1Co 13, 12.
37. Cfr. 1Co 2, 14-16.
38. Del mismo modo, afirma Knox: «No podemos imaginar el cielo, pero podemos encontrar en nuestra experiencia de la felicidad una oscura pero real sombra de la futura alegría» (R. KNOX, The Layman and his Conscience, London 1962, p. 209).
Mª Dolores Odero
Antes de afrontar la tarea de comprender la antropología cristiana de Lewis, hay que tener en cuenta dos puntos de referencia fundamentales. En primer lugar debe observarse que el discurso de Lewis es el de un converso, que siempre conservó una viva experiencia del impacto que le supuso su vuelta a la fe cristiana. Esta es la razón por la cual, cuando habla de la situación existencial del hombre en general, lo hace frecuentemente desde la Óptica de esa experiencia particular. De forma constante en sus obras, no sólo en las directamente autobiográficas, está latente su itinerario personal hacia la fe.
Por lo dicho hasta ahora, podría parecer que Lewis se dirige únicamente a aquellos hombres que comparten su peculiar sensibilidad. No es así. En realidad nuestro autor quiere comunicar una verdad universal de la que debería decirse que, más que haber sido descubierta por él, le ha descubierto. Quiere acercar a los hombres a Cristo, facilitarles el camino hacia Él, y lo hace reflexionando sobre sus propias experiencias y sobre las convicciones a las que llegó, muchas veces «a pesar de sí mismo». Incluso llega a afirmar: «La clave para leer mis obras es la máxima de Donne: las herejías que el hombre abandona son las que más odia. Las cosas que afirmo con mayor vehemencia son aquellas a las que más me he resistido y más he tardado en aceptar» (SJ, 218) [1]. Es decir, lo que combate principalmente en sus escritos son sus antiguos errores: el materialismo y sus prejuicios contra el cristianismo.
En segundo lugar debe señalarse que Lewis se dirige especialmente a los no cristianos y a los cristianos vacilantes; es decir, a gentes que en su mayoría viven en una civilización cristiana y que incluso fueron bautizadas, pero que perdieron la fe por una deficiente formación religiosa, por algún escándalo o por el influjo de un ambiente sociocultural adverso, de forma que ahora se consideran no cristianas. Lewis entiende que en estas personas hay más ignorancia que un rechazo formal de Cristo. En una ocasión afirmaba, por ejemplo, que dichas personas piensan erróneamente que la religión es algo simple: «Esta gente presenta una versión del cristianismo apropiada para un niño de seis años y hace de eso el objeto de su ataque» (MChr, 43). Lo terrible de su situación es que ignoran su ignorancia, de forma que creen saberlo todo sobre la fe cristiana, cuando en realidad están llenos de prejuicios que falsean la imagen de Cristo.
A la vez que combate esos prejuicios, Lewis se preocupa de mostrar la doctrina cristiana como lo que es: la única que explica armónicamente el ser del hombre, la única que llena plenamente las aspiraciones del corazón humano y conduce al hombre hacia la felicidad, aunque no sea a través de un camino fácil y cómodo. Como consecuencia de esta convicción, los planteamientos de Lewis son fundamentalmente positivos, porque está convencido de que el conocimiento y la práctica de la fe cristiana hacen al hombre más humano y son motivo de una peculiar alegría.
El orden de los epígrafes de este artículo pretende reflejar la lógica interna de los temas centrales de su pensamiento antropológico cristiano. En primer lugar Lewis se plantea cuál es el problema del sentido del universo y el lugar del hombre en él, polemizando filosóficamente con el materialismo. De este modo intenta mostrar la existencia de una ley moral objetiva, no sólo para que el hombre perciba la realidad del pecado, sino sobre todo para llegar al origen o la fuente de la ley y así probar la existencia de Dios, como Legislador moral (§ 1). En efecto, en el hombre actual se observa una cierta renuncia a pensar más allá de lo inmediato. Ya Chesterton señaló como un símbolo de nuestra época el que «el hombre es teóricamente un hombre práctico y en la práctica es más inexperto que cualquier teorizante» [2]. Es decir, el hombre ha tomado como fin de su acción la eficiencia, prescindiendo de las grandes cuestiones humanas que rechaza como teóricas, cuando en realidad, «la idea más práctica y más importante para un hombre es su idea del universo» [3]. Lewis comparte esta convicción.
La doctrina cristiana sobre el hombre —la doctrina cristiana de la creación, caída y redención— es la solución de los grandes enigmas que el hombre encuentra en la tierra: el deseo de felicidad que aquí no puede saciar (§ 2), la experiencia que nos dan los amores naturales de que el hombre sólo se realiza como persona en la entrega a los demás (§ 3) y su desconcierto ante el sufrimiento y la muerte (§ 4).
l. «Right and wrong»: un punto filosófico de referencia
El primer paso de Lewis hacia la conversión fue advertir las consecuencias absurdas que tenía en la práctica una aceptación del materialismo. Con su argumentación, Lewis lleva al hombre a re plantearse preguntas que le arranquen de su tranquilo materialismo práctico, para así ayudarle a encontrar y descifrar la inscripción grabada en su alma espiritual por su Creador.
El hombre no puede renunciar a estas cuestiones porque no es capaz de eludirse a sí mismo [4]. Se podría decir que hay en definitiva dos grandes respuestas a esta pregunta: el materialismo y la religiosidad.
Por una parte, la visión materialista del mundo, que afirma que sólo existe la realidad empírica de las cosas que nos revelan los sentidos. Los naturalistas mantienen además que la vida surge de la materia, al aparecer casualmente unas condiciones químicas adecuadas; después aparece la conciencia, por influencia de la selección natural. La conciencia inventa qué es lo bueno y, con el tiempo, esto se convierte en un fuerte impulso, forjando las convicciones éticas.
Esto —señala Lewis— puede explicar por qué los hombres hacen juicios morales, pero excluye la misma posibilidad de que puedan ser rectos.
Cuando los hombres dicen debo —argumenta Lewis— piensan que están diciendo algo verdadero sobre la acción propuesta y no simplemente algo sobre sus propios sentimientos. Pero si el naturalismo es verdad, debo es lo mismo que me pica o me estoy poniendo enfermo. En la vida real cuando un hombre dice debo, podemos contestarle: sí, tienes razón, esto es lo que debes hacer o no, estás equivocado. Pero en un mundo naturalista —si los naturalistas aplican su filosofía a la vida real— no se podría contestar, porque es un sentimiento (cfr. Mir, 39).
Si la naturaleza es todo lo que existe, lo único que se puede admitir es que unos juegos de átomos, por una serie de casualidades, han producido las cosas y también a nosotros, seres conscientes. Por lo tanto, nuestra conciencia sería el resultado accidental de un proceso ciego. Todo lo humano sería una consecuencia irracional del sistema nervioso: el amar a otra persona, el disfrutar con la música, el deseo de suicidarse. El universo de los naturalistas es un universo que por sí mismo carece de sentido, por eso se supone que es cada hombre el que posteriormente se lo da. En esta situación cada uno tendría que decidir lo que es bueno o malo. Si la naturaleza es lo único que existe, no podría haber una fuente de normas, sino que deberíamos ver todo como fuerzas ciegas: si nuestras normas derivan del universo sin sentido, esas normas deben carecer de sentido [5]. Por lo tanto, según el materialismo no existiría una verdad ni un bien objetivo. Es decir, el mundo avoca al relativismo metafísico y moral.
La otra respuesta al problema del ser —enfrentada al materialismo— es la visión religiosa. Esta sostiene que lo primero es Dios, que creó la materia y al hombre. El mundo tiene un sentido, y también el hombre, el que le ha sido dado por su Creador. La verdad y el bien son algo objetivo. Pero incluso para los que admiten que Dios crea el mundo y al hombre, se plantea una cuestión. El mundo manifiesta a Dios, habla al hombre de la Bondad y de la Sabiduría de Dios; pero también hay mal y dolor en el mundo. Por lo tanto, cabe la tentación de pensar que o Dios no existe o no es amigo del hombre, es un Creador cruel [6].
Con todo —argumenta Lewis—, existe una criatura en el universo, el hombre, la única criatura de todo el universo a la que conocemos por algo más que por observación exterior —no sólo observamos al hombre, somos hombres—, que es consciente de ese mal, de esa «injusticia»; pero la condición de posibilidad para poder afirmar que hay una injusticia, es que el hombre debe tener el concepto de «justicia»: «Un hombre no puede decir que una línea está torcida a no ser que tenga alguna idea de línea recta» (MChr, 41).
A continuación muestra Lewis que el hombre se encuentra bajo una ley moral que él no inventa, que conoce y sabe que tiene que obedecer. No sólo conoce lo que hace, los hechos, sino que también reconoce lo que debería hacer [7]. Lewis habla en muchas ocasiones del camino que puede seguir el hombre para, a través de la creación, llegar al conocimiento de la existencia de Dios; pero insiste más en este otro argumento moral, que pasa por demostrar la existencia de la conciencia y de la ley natural. Tal vez porque curiosamente, el hombre actual vive un ateísmo más práctico que teórico: puede admitir con toda tranquilidad que Dios existe y luego vivir como si no existiera. Al explicar la ley de la naturaleza humana, Lewis pone al hombre frente a una decisión más vital y en la que es más difícil escabullirse de un Dios personal, del Dios vivo.
a) La experiencia moral
Todos los hombres, en su vida ordinaria, apelan a una conducta estándar que esperan que otros hombres conozcan. Es como si unos y otros tuvieran presente en su mente alguna clase de ley o regla o conducta decente, o un principio moral —como queramos llamarlo—, sobre el que están de acuerdo. Si no fuera así —continúa Lewis—, los hombres podrían, por supuesto, luchar, como los animales, pero no podrían discutir en el sentido humano de la palabra. Discutir o dialogar significa tratar de mostrar a otro hombre que está equivocado. Y no tendría sentido hacerlo si no hubiera una especie de acuerdo sobre lo que es recto y equivocado; algo así «como no tendría sentido decir que un futbolista ha cometido una falta, si no hubiera un acuerdo sobre las reglas del juego» (MChr, 16).
Esta ley o regla sobre lo recto y lo equivocado se suele llamar ley natural. Hoy en día, cuando hablamos de leyes de la naturaleza normalmente nos referimos a la ley de la gravedad o a leyes químicas. Pero cuando Sócrates y otros antiguos pensadores llamaban a la ley de lo recto y lo equivocado ley de la naturaleza, se referían a la ley de la naturaleza humana.
Cada hombre, en todo momento, es sujeto de diferentes clases de leyes, pero sólo es libre de desobedecer a una de ellas. Como cuerpo, no puede desobedecer la ley de la gravedad: si le dejan suspendido en el aire no puede elegir caer o no caer: cae, como una piedra. Como organismo, actúan también en él leyes biológicas a las que no puede desobedecer, como tampoco los animales. Pero hay una ley que es peculiar de la naturaleza humana, que no pertenece ni a los animales, ni a los vegetales, ni a las cosas inorgánicas; y es la única que puede desobedecer. Esta ley se llamó ley natural porque los antiguos estaban convencidos de que todos la conocían por naturaleza y no era necesario enseñarla como si se tratara de una legislación arbitraria.
Esto no significa que no haya excepciones en el reconocimiento de la ley natural, del mismo modo que hay personas que no ven un tipo de colores o no oyen un tono. Pero hablando de la raza humana como un todo, los antiguos pensaban que la idea humana de conducta decente era obvia a todos, por lo menos en su base. Y concluye Lewis: «Yo creo que tenían razón». Si no, todo lo que decimos, por ejemplo, sobre la guerra, no tendría sentido. «¿Qué sentido tiene decir que el enemigo está en el error a menos que pienses que lo recto es algo que los nazis debían haber conocido y practicado?» (MChr, 17).
Muchas personas mantienen que la idea de una ley de la naturaleza humana, conocida por todos los hombres no tiene sentido porque diferentes civilizaciones y diferentes épocas han tenido distintas morales. Pero esto no es exacto. Hay diferencias, naturalmente, pero no una diferencia total [8]: «Piensa en un país en el que se admirase a la gente por huir en una batalla, o donde un hombre se sintiese orgulloso de enfadarse con toda la gente que ha sido amable con él. Podrías tratar de imaginar, del mismo modo, un país en el que dos y dos fueran cinco» (MChr, 17).
Se pueden tener distintos puntos de vista sobre quién es egoísta, pero el egoísmo no será nunca admirado. Y lo curioso de esto es que incluso los que teóricamente lo niegan, lo admiten a continuación en la práctica. Esa persona «puede romper la promesa que te ha hecho a ti, pero si tratas de romper la que le has hecho a él, se quejará. Dirá que no es justo. Pero si no hay ley natural, ¿qué diferencia hay entre un trato justo e injusto? No se trata de una opinión, igual que no es opinable la tabla de multiplicar» (MChr, 18).
Los naturalistas admiten en teoría que lo bueno y lo malo son ilusiones, pero inmediatamente después de afirmar esto, nos los encontramos exhortándonos a trabajar por el bien de la raza humana [9]. Cuando nos exhortan a que debemos hacer un mundo mejor, las palabras debemos y mejor, según ellos, serían impulsos condicionados irracionales que no podrían ser verdaderos o falsos; pero en la práctica observamos que no es esta su intención. De todo lo cual se puede concluir que aunque mantienen una filosofía que excluye la peculiaridad de lo humano, ellos actúan y escriben como hombres, y al ver una injusticia patente se olvidan de su naturalismo y no hablan como relativistas. Pero «los naturalistas no pueden destruir toda mi reverencia a la conciencia el lunes y esperar encontrarme aún venerándola el jueves» (Mir, 42).
Todo hombre tiende, pues, por la fuerza misma de su ser, de su naturaleza, a afirmar que hay cosas buenas o malas, comportamientos que aparecen como dignos y otros que aparecen como indignos. A esto tiende la conciencia espontáneamente. Pero el hombre va más allá, se pregunta por qué se impone algo, por qué algo lo afirmo como bueno, por qué tengo la idea de lo bueno y distingo entre bueno y útil y por qué se incluso que hay cosas buenas e inútiles. Ahí surge la problemática de la fundamentación y el hombre puede iniciar un itinerario que le conducirá a Dios.
No hay otra conclusión posible al respecto. Si continuamos haciendo juicios morales —y digamos lo que digamos lo hacemos constantemente— , entonces debemos mantener que la conciencia humana no es producto de la naturaleza. Sólo puede ser válida si es un vástago de alguna sabiduría moral absoluta, una sabiduría moral que exista por sí misma, y no un producto de una naturaleza nomoral y no-racional. De ese modo la argumentación de Lewis nos lleva al reconocimiento de una fuente sobrenatural de nuestras ideas de bien y mal; en otras palabras, a Dios como fundamento último de nuestros juicios morales (cfr. MChr, 33).
En resumen, los seres humanos tienen la idea de que deben comportarse de una manera determinada y no de otra; y son conscientes de que a veces no se comportan siempre bien, porque conociendo la ley moral que está de acuerdo con la naturaleza humana, la incumplen. Desde esta doble experiencia, común a todos los hombres, Lewis va a llegar a Dios y a combatir el planteamiento materialista: «Estos dos hechos son el fundamento de todo planteamiento claro sobre nosotros mismos y sobre el universo en que vivimos» (MChr, 19).
Hemos visto, pues, que Lewis contempla tres posibles posturas ante la ética. En primer lugar se encuentra la de los que admiten que existe una ley moral objetiva, un proyecto creador de Dios para el hombre y, por lo tanto, mantienen unos valores que son comunes a todos los hombres de todos los tiempos [10]. Así llegaremos a lo que Lewis trata de mostrar: s6lo en Dios se encuentra la fundamentaci6n plena del valor. Una persona que no crea en Dios puede tener valores, pero no podrá nunca fundamentarlos [11].
En segundo lugar encontramos la postura de los «tibios escépticos», como Lewis los llama, que niegan que exista una ley moral objetiva para el hombre, niegan los valores tradicionales, pero quieren imponer a los demás hombres unos nuevos valores. Su intento de fundamentación —en el instinto, el bien de la sociedad, etc. —fracasa, como veremos. Por último, está la postura de los que, llevados por una visi6n materialista radical, rechazan el concepto de valor y consideran al hombre como un ser material más, igual a los otros.
Pero esto al hombre le resulta insoportable en la práctica [12].
a) Fundamentación objetiva de los valores éticos
El hombre capta que algunos comportamientos son realmente verdaderos, y otros realmente falsos, en relaci6n al tipo de realidad que es el universo y al tipo de realidad que somos nosotros. «Los que conocen el Tao [13] pueden sostener que llamar deliciosos a los niños y venerables a los ancianos no significa solamente registrar un hecho psicológico en torno a nuestras emociones paternales o filiales del momento, sino reconocer una realidad que reclama de nosotros una respuesta determinada, respuesta que nosotros podemos dar o no» (AbM, 16).
Existen unos principios básicos, no demostrables, insertos en la naturaleza humana, y de los que hay que partir para cualquier construcción ética. Son indispensables para comprender qué es el hombre. Estos principios son algo objetivo y también algo racional, en el sentido de que se pueden ver como buenos, es decir, como racionales —conformes a la mente humana—. Por el contrario, algunas actuaciones resultan irracionales, en cuanto que no son humanas [14]. Estos principios de la ley natural los han reconocido todos los gran des códigos morales, todos los grandes maestros de ética a lo largo de la historia de la humanidad.
Los valores se le presentan al hombre como lo bueno, se le imponen objetivamente. De este modo el hombre sabe que tiene que comportarse con lealtad, justicia, sinceridad; aunque luego sea libre de hacerlo o no [15].
Los principios de la ley natural no son demostrables, porque son tan básicos y obvios como lo son los axiomas en el mundo de la teoría. Igual que hay unos primeros principios del conocimiento, hay también unos primeros principios morales: el hombre reconoce que ser justo es mejor que ser injusto. La necesidad de axiomas prácticos o morales es ineludible, pues si nada es evidente de por sí, nada puede ser probado; análogamente si nada es obligatorio por sí mismo, nada será nunca obligatorio: «Lo bueno de ver a través de algo está en ver algo a través. Es bueno que la ventana sea transparente, pero esto es así porque la calle o el jardín que están detrás son opacos. ¿Pero qué sucedería si viésemos también a través del jardín? Es inútil tratar de ver detrás de los primeros principios. Si se ve a través de todo, entonces todo es transparente. Pero un mundo completamente transparente es un mundo invisible. Ver a través de todo es lo mismo que no ver» (AbM, 48).
Si no podemos probar los axiomas de la ley natural no es porque sean irracionales, sino porque son evidentes por sí mismos y todo razonamiento moral depende de ellos. «Su intrínseca racionalidad brilla con su propia luz» (Mir, 38). Toda moralidad está basada en estos principios evidentes por sí mismos, «por eso podemos decirle a un hombre, cuando queremos que tenga una conducta recta: sé razonable» (Mir, 39) [16].
De esta manera Lewis va mostrando la necesidad de admitir la ley natural, que es la fuente de todos los juicios de valor: «Si la rechazamos, rechazamos todo valor. Manteniendo cualquier valor, la estamos manteniendo» (AbM, 29). En definitiva, Lewis ha captado en profundidad que los valores deben ser referidos a la misma esencia del ser humano.
c) El error de las éticas agnósticas
Si se elimina del vocabulario la palabra verdad, no se puede decir qué es el bien [17]. Al menos, la consecuencia es que no existe un bien objetivo, sólo se podrá hablar de un bien referido a una persona concreta. Pero una filosofía falsa —afirma Lewis— es un error teórico que tiene unas consecuencias prácticas; los científicos deben reflexionar sobre la validez de su propia lógica, también los que proponen una filosofía subjetivista. Vamos a ver a continuación cómo presenta Lewis las consecuencias prácticas de esta forma de pensar para que ponderándolas, percibamos la necesidad de corregir la teoría correspondiente (cfr. Poison, 98).
El hombre corriente hasta hace poco tiempo no dudaba de que sus juicios de valor fueran juicios racionales —que tuvieran un fundamento en la verdad— o de que esos valores que descubría fueran algo objetivo.
El punto de vista moderno es muy distinto. No se piensa que los juicios de valor sean realmente juicios, sino tan sólo sentimientos, complejos o actitudes producidas en una comunidad por la presión del medio y de sus tradiciones; esos juicios de valor difieren necesariamente en las diversas comunidades. Decir que una cosa es buena, es simplemente expresar nuestro sentimiento acerca de ella, y nuestro sentimiento está socialmente condicionado. Podíamos haber sido condicionados a sentir de otra manera, por lo tanto, lo que sentimos no puede ser nunca verdadero ni válido universalmente. Los valores son subjetivos y todas las sentencias que contienen un predicado de valor son sólo afirmaciones sobre el estado emocional del que habla. Los valores y los juicios de valor son algo ajeno a lo racional.
Junto a esta aparentemente inocente idea —continúa Lewis—, está la enfermedad que terminará con nuestra especie si no la aplastamos: la fatal superstición de que los hombres pueden crear los valores. Se supone que una comunidad puede elegir su ideología de la misma manera que un hombre elige su ropa: «Todos nos indignamos cuando oímos que los alemanes definían la justicia como lo que interesaba al Tercer Reich. Pero no siempre recordamos que esa indignación estaría perfectamente fundada si miramos la moralidad co mo un sentimiento subjetivo que puede ser alterado con la voluntad. A menos que haya algunas normas objetivas sobre lo bueno, por encima de los alemanes, de los japoneses y de nosotros —aunque podamos obedecerlas o no—, los alemanes pueden crear su ideología como la hemos creado nosotros» (Poison, 99).
Si bueno o mejor son términos derivados sólo del significado que la ideología de cada pueblo les da, no podemos juzgar como malas o peores las ideologías de unos y otros. Por la misma razón, sería inútil comparar las ideas morales de las distintas épocas: progreso y decencia serían palabras sin significado.
En estas teorías hay un rechazo de la posibilidad de llegar a un conocimiento objetivo de la realidad: no podemos llegar a la realidad, sino sólo a nuestra experiencia subjetiva, a lo que yo pienso de la realidad. Por lo tanto, no se podrá alcanzar tampoco un conocimiento objetivo del hombre: «Desde este punto de vista, el mundo de los hechos, sin una traza de valor, y el mundo de los sentimientos o emociones, sin una traza de verdad o falsedad, de justicia o injusticia, se enfrentan uno a otro y ninguna aproximación es posible» (AbM, 17).
Una vez que se afirma esto, sólo caben dos posturas. Una es la de los nuevos reformadores morales, que rechazan la ley natural a la vez que tratan de imponer otros valores que ellos eligen, su verdadero sistema de valores: «Su escepticismo en materia de valores es un escepticismo en la superficie, vale sólo para los valores de los demás» (AbM, 22), en los suyos sostienen un dogmatismo absolutamente acrítico. La otra posición es más coherente, porque los que la sostienen no pueden ser acusados de contradicción; esta opción equivale a rechazar el concepto de valor, y llevará a la abolición del hombre: el hombre será un objeto más, manipulable [18].
El reformador moral, después de decir que bueno significa aquello a lo que estamos condicionados, considera que es mejor definirlo de otra manera: aquello a lo que deberíamos estar condicionados. Normalmente este reformador tiene en el fondo de su mente la idea de que, si logra destruir los juicios de valor tradicionales, encontrará algo más real y sólido en lo que basar un nuevo esquema de valores. Dirá por ejemplo: debemos abandonar los tabús irracionales y basar nuestros valores en el bien de la comunidad. Pero «si preguntas ¿por qué no debo ser egoísta? y te responden que porque es bueno para la sociedad, podrías volver a preguntar: ¿por qué debo cuidar de lo que es bueno para la sociedad?... Hay un momento en el que hay que detenerse y decir: los hombres no deben ser egoístas» (MChr, 25). En realidad lo que afirma el reformador no tiene una base más sólida que los viejos juicios de valor universales que desea rechazar.
A veces tratan de fundamentar sus valores en la biología, y nos dicen que debemos actuar para conseguir la preservación de las especies; pero ¿por qué deben ser preservadas las especies? En otras ocasiones tratan de fundamentarlo todo en el instinto, y pueden decir que es un instinto lo que nos lleva a preservar las especies. Pero ¿cómo sabemos que lo tenemos?; y, si lo tenemos, ¿quién nos dice que debemos obedecer los instintos?; y ¿por qué debemos obedecer ese instinto y no otros que están en conflicto con la preservación de las especies?
La ley natural no es el instinto de la masa. Cuando nos damos cuenta de que debemos ayudar a una persona que está en peligro, lo queramos hacer o no, percibimos en nosotros tres cosas: el impulso a ayudar; el impulso a huir del peligro; y una tercera cosa que nos dice que debemos seguir el primer impulso y suprimir el segundo. Si sólo hubiese instintos ganaría el más fuerte, el segundo, pero suele ganar el primero.
Además, los instintos no se pueden dividir en malos —instinto de lucha, sexo, etc.— y buenos —amor a la madre, patriotismo—, sino que según las circunstancias hay que fomentarlos o reprimirlos. La ley natural no es un instinto, ni una clase de instinto, es algo que los dirige: «Te dice qué nota del piano tiene que tocarse más fuerte (...) No hay notas buenas y malas, una nota es correcta cuando debe sonar, y equivocada cuando no» (MChr, 22). Lo más peligroso que se puede hacer es tomar un impulso natural y colocarlo como algo que hay que seguir a toda costa. No hay ninguno que no se vuelva un demonio si no tiene guía. No se salva ni el amor a la humanidad.
El reformador moral da por supuesto que algunos instintos se deben obedecer más que otros, porque está juzgando los instintos desde una norma; curiosamente esa norma es la moral tradicional que está tratando de reemplazar. Rechazar los valores tradicionales como algo subjetivo, y quererlos después sustituir por un nuevo esquema de valores es algo así —dice Lewis— como tratar de levantarse uno a sí mismo tirando hacia arriba de su propio cuello. Por lo tanto hay que concluir que la mente humana no puede inventar un nuevo valor, igual que no puede poner un nuevo sol en el cielo ni un nuevo color primario en el espectro. Cuando alguien intenta hacerlo, la novedad propuesta consiste tan sólo en una selección arbitraria de alguna máxima de moralidad tradicional entresacada de las demás.
En la tercera conferencia recogida en La abolición del hombre, Lewis imagina cómo sería la época resultante del adoctrinamiento subjetivista, materialista y antirreligioso. Paradójicamente esa época estaría regida por una ley natural artificial: «Nos decís que si salimos del Tao no tendremos valores. Magnífico. Probablemente descubriremos que podemos caminar con soltura incluso sin valores (...), comencemos a hacer lo que nos plazca. Decidamos por nuestra exclusiva cuenta y riesgo qué es lo que debe ser el hombre y hagamos que sea efectivamente así: no sobre la base de valores imaginarios, sino porque nos da la gana que lo sea. Después de haber dominado todo lo que nos rodea, dominémonos hoy a nosotros mismos y elijamos nuestro destino» (AbM, 32).
El rechazo del concepto de valor lleva a la conquista final, a la abolición del hombre. Tiene unas consecuencias que no pueden ser admitidas por nadie en la práctica. Los que se sitúan fuera de todo juicio de valor no tienen ninguna base sobre la que elaborar una preferencia de uno de sus impulsos frente a otro, salvo la fuerza emotiva del mismo impulso: «O somos espíritus racionales siempre obligados a obedecer los valores absolutos del Tao, o bien somos simple naturaleza para que hagan con ella lo que quieran los dueños que, por hipótesis, no pueden tener otros motivos que sus impulsos naturales. Únicamente el Tao proporciona una regla humana común de acción que puede acoger en sí misma dirigentes y dirigidos a la vez. Una fe dogmática en valores objetivos es imprescindible absolutamente para la idea incluso de una dirección que no sea tiranía o de una obediencia que no sea esclavitud» (AbM, 44).
Sólo tenemos, pues, dos alternativas: o aceptamos las máximas de la moral tradicional como axiomas de la razón práctica que no necesitan argumentos para sostenerse, porque las ve todo aquel que no ha perdido el status humano; o bien no existen valores, sino que lo que se llama valores son meras proyecciones de emociones irracionales.
Contra este argumento las mentes modernas tienen dos líneas de ataque. La primera ya la hemos visto, quiere mostrar que la moralidad tradicional es diferente según los diferentes tiempos y lugares, es decir, que no habría una moral natural, sino mil distintas; y se resuelve estudiando con objetividad y descubriendo la aplastante unanimidad de la razón práctica en el hombre.
La segunda consiste en afirmar que atenernos a un código de moral inmutable es cortar todo progreso y estancarse. El poder emocional de este argumento deriva de la palabra estancado, que nos sugiere la imagen de charcos de agua estancada que huele mal. Pero, si no trascendemos esta imagen, cualquier cosa que permanezca en la historia sería víctima de esta metáfora: «El espacio no se estanca, aunque desde el principio haya tenido sus tres dimensiones. El teorema de Pitágoras sigue siendo el mismo. Al amor no le quita honor la constancia. Y cuando nos lavamos las manos estamos volviendo al estado inicial...» (Poison, 102). Debemos sustituir el emotivo término estancado, por otro término descriptivo y más objetivo: permanente. Ahora bien, el progreso es imposible si no hay algo permanente.
El avance real en moralidad es distinto de la simple innovación. Desde los tiempos de los estoicos y de Confucio se admitía la máxima: no hagas a otros lo que no te gustaría que te hicieran a ti. La máxima cristiana haz lo que te gustaría que te hicieran a ti asume la anterior y supone un avance real. La ley natural admite el desarrollo desde dentro, pero hay diferencia entre el verdadero avance moral y la simple innovación: «Es la diferencia que hay entre un hombre que dice: a ti te gustan las verduras frescas; ¿por qué no las cultivas tú mismo y las tienes perfectamente frescas?, y otro hombre que dice: Desecha el pan y procura comer en vez de eso ladrillos y ciempiés» (Poison, 103). Aquellos que comprenden su espíritu y son guiados por él podrán modificarlo en las direcciones requeridas por el mismo espíritu. Sólo ellos conocen esas direcciones.
Sabemos por la Sagrada Escritura que la naturaleza del hombre, desde el pecado original, está caída y que por eso nuestro conocimiento de la ley natural se ha debilitado, de la misma forma que nuestra capacidad de cumplirla. Pero es distinto ver algo imperfectamente que estar ciego [19]. Una filosofía que no acepte los valores como objetivos, sólo puede llevarnos a la ruina. Porque, si bueno sólo significa lo que dice la ideología local, ¿cómo pueden aquellos que inventan la ideología local guiarse por alguna idea del bien, de lo bueno? [20].
d) Necesidad de una educación en los valores
Hemos dicho que los principios morales inscritos por Dios en la naturaleza humana no necesitan demostraciones, pero sí requieren una educación para percibirlos con claridad.
La ley natural no es una convención social que se nos enseña en la educación. Los que dicen esto parece que piensan que todo lo que hemos aprendido de nuestros padres y maestros es una invención humana. Pero no es así. Hemos aprendido la tabla de multiplicar en el colegio, pero eso o significa que sea una invención humana subjetiva y que podría ser de otra forma. Es verdad que aprendemos la regla de lo recto y lo equivocado de padres y maestros, de amigos y libros, igual que aprendemos todo; pero algunas de las cosas que aprendemos no son meramente convenciones arbitrarias, sino verdades objetivas. Este es el caso de la ley natural.
En efecto, como ya hemos visto, aunque hay diferencias entre los códigos morales de las distintas civilizaciones, siempre podemos reconocer algo común fundamental en todas. En segundo lugar, hay que considerar que al pensar en esas diferencias, decimos que una moral es mejor y otra peor y valoramos si los cambios han sido, o no, a mejor. Pero al medir las diferencias estamos comparándolas con alguna moralidad real. Admitimos entonces que hay algo realmente correcto, independiente de lo que la gente piensa, y que algunas ideas están más cerca de eso que otras: «Si tus ideas son verdaderas y las de los nazis menos verdaderas, debe haber algo, alguna moralidad real. La razón de que mi idea de Nueva York pueda ser más o menos verdadera es que Nueva York es un lugar real. Si al decir Nueva York me refiriera a una ciudad que yo he imaginado, ¿cómo podría haber ideas más o menos verdaderas sobre esa ciudad?» (MChr, 24).
La percepción de un valor no es algo trivial y meramente subjetivo, sino que hace referencia a algo importante y objetivo, y refleja un sistema organizado de valores y juicios de valor. Lewis, en La abolición del hombre señala cómo los educadores que intentan rechazar los valores, destruyen la figura del hombre, el lugar donde se asientan las emociones organizadas, los sentimientos estables que enseñan, instruyen, guían; el indispensable entrelazamiento entre la cabeza del hombre —la razón— y su abdomen —los instintos—: «Con una increíble simplicidad quitamos el órgano y pedimos la función, hacemos hombres sin torso y esperamos de ellos virtud e iniciativa. Nos reímos del honor y nos choca encontrar traidores en nuestro medio. Castramos y esperamos fecundidad» (AbM, 20). La cabeza puede ser educada, el abdomen puede ser saciado, pero lo que enseñan esos educadores es cómo hacer hombres sin torso, sin emociones educadas en virtudes como la fortaleza, el patriotismo, la magnanimidad.
La ley natural es el tesoro de pensamiento moral que muchas naciones y civilizaciones han tenido desde el principio del mundo. No es uno más entre una serie de posibles sistemas de valor, sino la única fuente de todo juicio de valor. Pero sólo los que practican la ley natural la entenderán [21]: «Es el hombre bien educado (... ), quien puede reconocer la razón cuando llega. Es Pablo, el fariseo, el hombre irreprensible en cuanto a la Ley, quien sabe dónde y cómo es defectuosa la Ley» (AbM, 32).
Siendo esto así, Lewis insiste en la necesidad de una educación ética, que no sea adoctrinamiento sino guía. Y la defensa adecuada frente a los falsos sentimientos es inculcar sentimientos verdaderos: «Por cada alumno que necesita ser protegido respecto a un morboso exceso de sensibilidad, tres piden ser despertados del sopor de una fría vulgaridad. La tarea de los educadores modernos no es destrozar junglas sino regar desiertos. La defensa adecuada de los falsos sentimientos es inculcar sentimientos rectos. Forzando al ayuno la sensibilidad de nuestros alumnos no hacemos otra cosa que convertirlos en la presa fácil del propagandista cuando éste se les presente. Esto es así porque una naturaleza hambrienta reclama siempre su parte y ciertamente un corazón duro no es una protección infalible contra una cabeza blanda» (AbM, 13) [22].
Lewis propone una filosofía moral que no pierda el contacto con la realidad. La medida adecuada para el comportamiento humano se encuentra mirando la humanidad del hombre y la realidad de las cosas y del mundo: «Para los sabios del pasado la cuestión clave era cómo adecuar el alma a la realidad, y la solución era el conocimiento, la autodisciplina y la virtud. Para la magia y la ciencia aplicada el problema es cómo someter la realidad a los deseos del hombre, y la solución está en la técnica» (AbM, 46).
Hay una reacción de Lewis contra una nueva sofística relativista y antropocéntrica, muy frecuente en la época actual. Pero si Dios no existe, si no se admite la ley natural, lo más lógico es suicidarse ante el dolor; nada tendría respuesta hasta el final, no existirían derechos ni deberes, todo sería arbitrario y cambiable según los intereses de unos pocos hombres manipuladores, que funcionarían en último término por sus impulsos. En definitiva, podemos concluir que el pensamiento de Lewis queda cifrado en estas palabras de Gilson: «Dios es la única protección del hombre contra las tiranías del hombre» [23].
Mª Dolores Odero, en revistas.unav.edu
Notas:
1. Para referirnos a las obras de Lewis se utilizarán las siglas siguientes:
AbM: The Abolition of Man, London 1987;
FL: «The Four Loves» (Los cuatro amores, Madrid 1991);
GrD: The Great Divorce, London 1988;
GrO: «A Grief Observed» (Una pena observada, Madrid 1988);
MChr: Mere Christianity, London 1984;
Mir: Miracles, London 1977;
Poison: «The Poison of Subjetivism», en Christian Reflections, London 1988;
PP: «The Problem of Pain» (El problema del dolor, Miami 1977);
PR: The Pilgrim's Regress, London 1987;
ScrL: «The Screwtape Letters» (Cartas del diablo a su sobrino, Madrid 1977);
SJ: «Surprised by Joy» (Cautivado por la Alegría, Madrid 1989);
Transposition: «Transposition», en The Weight of Glory and Other Addresses, London 1980;
TWHF: «Till We Have Faces, (Mientras no tengamos rostro, Madrid 1992);
Weight: «The Weight of Glory», en The Weight of Glory and Other Addresses, London 1980;
World: «The World's Last Night», en Fern-Seed and Elephants, London 1986;
2. G. K. CHESTERTON, Herejes, en Obras completas I, Barcelona 1967, p. 321.
3. Ibid. p. 318. En nuestra opinión, Chesterton no se refiere aquí a las concepciones cosmológicas sino a lo que se denomina Weltanschauung, es decir, la concepción global del ser, que incluye el sentido de su propia existencia humana.
4. En este sentido ha dicho Juan Pablo 11: «La humanidad de hoy está llena de personas que, como San Agustín, buscan la verdad, y por lo tanto el sentido de su propia vida, el significado de la historia siempre tan turbulenta e imprevisible, y ahora también el motivo del mismo universo, que escapa al conocimiento definitivo de la ciencia. Recordad aquello que escribía el Santo en las Confesiones: Yo mismo me había convertido en un gran enigma; preguntaba a mi alma por qué estaba triste y me torturaba tanto, pero nada sabía responderme (IV, cap. 4)»: JUAN PABLO II, Discurso al Capítulo de los agustinos (25-VIIl-1983), en «Insegnamenti di Giovanni Paolo II», Roma 1983, p. 306.
5. En On Living in an Atomic Age (1948) y, sobre todo, en su libro Miracles, Lewis concluye que todo naturalismo conlleva al final un desacuerdo entre lo que pide nuestro entendimiento y lo que debería pedir si el naturalismo fuera verdad. Si el naturalismo es verdad, debemos admitir que nunca pensamos algo porque sea verdad, sino porque las fuerzas ciegas de la naturaleza nos fuerzan a pensarlo; también deberíamos concluir que nunca hacemos algo porque sea recto, sino porque las fuerzas ciegas de la naturaleza nos fuerzan a hacerlo. La conclusión a la que debería llegar el naturalista es que no se puede conocer la verdad. Pero entonces el naturalismo, en cuanto pretende ser la verdadera concepción de la realidad, se refuta a sí mismo.
6. Como indica Juan Pablo II: «Si la existencia del mundo abre casi la mirada del alma humana a la existencia de Dios, a su sabiduría, poder y magnificencia, el mal y el sufrimiento parecen ofuscar esa imagen, a veces de modo radical» JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici doloris, 11-II-1984, n. 9).
7. La ley de la naturaleza, o la ley moral objetiva, es el principal fundamento de la posición ética de Lewis. Aparece virtualmente en todos sus escritos.
8. Cfr. el estudio que hace Lewis en el apéndice de la abolición del hombre.
9. Incluso naturalistas como H. G. Wells y K. Marx -dice Lewis- escriben con indignación apasionada, como hombres que proclaman lo que es realmente bueno y denuncian lo que es malo. Esto indica que en la práctica no tratan a su conciencia como el simple producto de fuerzas ciegas naturales (cfr. Mir, 41).
10. Se podría aplicar al concepto de valor en Lewis, la definición de García de Haro: «Valor es la transcripción al ámbito de la conciencia o de la fenomenología de la percepción moral, de la ordenación ontológica y finalista. Valor es percepción del bien, de la relación que un determinado acto guarda con la naturaleza y, en consecuencia, con su fin último» (R. GARCIA DE HARO, Cuestiones fundamentales de teología moral, Pamplona 1980, p. 64).
11. «La idea de dignidad humana -afirma Spaemann- encuentra su fundamentación teórica y su inviolabilidad en una ontología metafísica, es decir, en una filosofía del absoluto. Por eso el ateísmo despoja a la idea de dignidad humana de fundamentación y, con ello, de la posibilidad de autoafirmación teórica en una civilización. No es casualidad que tanto Nietzsche como Marx hayan caracterizado la dignidad sólo como algo que debe ser construido y no como algo que debe ser respetado» (R. SPAEMANN, Lo natural y lo racional, Madrid 1989, p. 122). A lo largo de este artículo haremos referencia a algunas obras de Spaemann, considerando que este autor conoce muy bien la obra de Lewis, la admira y trata en muchas ocasiones los mismos temas que Lewis, desarrollándolos desde un punto de vista filosófico.
12. Tanto en The Abolition of Man como en The Poison of Subjetivism, escritos ambos en 1943, Lewis intenta estudiar si son o no congruentes estas dos últimas posturas a las que nos referimos.
13. Lewis se refiere con este término -tomado de la cultura china y, en especial, de Confucio- a la ley natural que se expresa en la moral tradicional (cfr. M. GUERRA, Historia de las religiones, Pamplona 1980).
14. «Razón no es idéntico a naturaleza. Pero lo racional es también, en primer lugar, el llegar a descubrir la verdad de lo natural, y esta revelación radica en la teleología de la naturaleza» (R. SPAEMANN, Lo natural y lo racional, Madrid 1989, p. 141).
15. Los juicios morales «penetran en la mente como señores que eran ciertamente esperados» (PP, 38).
16. Estas normas objetivas están como escritas en la naturaleza humana por el Creador del universo, para ayuda y orientación del hombre, no como limitación arbitraria de su conducta; de manera que el hombre debe seguirlas si no quiere destrozarse a sí mismo (cfr. Rm 2, 14-15).
17. «No hay ética alguna sin meta física. El solipsismo no puede llegar a la noción de obligación moral, (R. SPAEMANN, Felicidad y benevolencia, Madrid 1991, p. 155).
18. Hay en estas posturas un «ideal de libertad» que incluye una concepción equivocada de libertad: «La palabra mágica, carismática, es la de liberación de toda forma de autoridad. No estar atado por ningún orden preexistente, querer y poder hacer lo que uno quiera, sentirse liberado de todo y de todos» ((R. LATOURELLE, El hombre y sus problemas a la luz de Cristo, Salamanca 1984, p. 362). La pretensión de que cada hombre es su norma absoluta: la autonomía sin teonomía.
19. La Iglesia enseña que la razón humana es capaz de llegar al conocimiento de la ley natural, impresa por el Creador en nuestras almas; sin embargo, el entendimiento humano encuentra dificultades a causa de los sentidos o la imaginación, o por las malas concupiscencias derivadas del pecado original (cfr. P10 XII, Ene. Humani generis (12-VIII-1950), en Colección de Encíclicas y Documentos pontificios, P. GALINDO (ed.), Madrid 1967, p. 1123).
20. Si no volvemos a creer en los valores objetivos -dice Lewis- pereceremos, porque hasta la misma idea de libertad presupone alguna ley objetiva: «Mientras creamos que el bien es algo inventado, pediremos de los que hacen las normas cualidades como visión, dinamismo, creatividad, y cosas así. Si volvemos al punto de vista objetivo, pediremos cualidades mucho más raras pero mucho más beneficiosas: virtud, conocimiento, diligencia y habilidad» (Poison, 109).
21. Igual que se educa la inteligencia para que razone con lógica y buscando la verdad, también se puede educar a la persona éticamente para que reconozca lo bueno: «Aristóteles afirma que el objetivo de la educación es inculcar en el alumno el gusto y la aversión por aquello que sería justo que amase o aborreciese (Ética Nicomaquea, 1104 b)» (AbM, 10).
22. Lo que caracteriza a este modelo de hombre de corazón duro «no es el plus de pensamiento, sino la carencia de la emoción generosa y fértil. Su cabeza no es más grande que lo normal, pero la atrofia del torso hace que lo parezca» (AbM, 19).
23. E. GILSON, El filósofo y la teología, Madrid 1962, p. 249.
Benigno Blanco
Para explicar qué es la ideología de género, me parece que es necesario empezar por distinguir claramente entre feminismo e ideología de género.
El feminismo es un movimiento histórico que, con sus aciertos y sus errores, sus estrategias —con fines positivos y, en ocasiones, negativos—, pretendía algo que, en principio, es justo: lograr la igualdad de la mujer con el varón en la vida social, superando tantos prejuicios históricos que habían llevado a excluir a la mujer de la cultura, de la vida profesional, económica, etc.
La ideología de género es algo distinto, aunque surja en el seno del movimiento feminista. Es una ideología, es decir una cosmovisión que pretende dar razón de la historia y la sociedad y sus problemas, especialmente los de la mujer, sobre la base de unos principios elementales que permitirían diagnosticar la raíz de todos los conflictos y, en consecuencia, proponer la solución a todos ellos. Una ideología es siempre un reduccionismo intelectual asociado a una fe ciega en sus diagnósticos y que lleva consigo una agenda política de transformación de la sociedad. Toda ideología –y, por tanto, también la de género- supone una gran soberbia intelectual: la de quien cree que conoce toda la realidad y es capaz en consecuencia de dar con la clave última de todo lo malo que sucede y se siente legitimado para proponer “la” solución a nuestros problemas. El ideólogo se siente un dios omnisciente capaz de recrear el mundo feliz que el Dios verdadero no consiguió hacer. Por eso las ideologías son tan peligrosas y engendran tanto violencia y destrucción como nos enseña la historia del siglo XX.
En concreto, empieza a hablarse de género a finales de los años sesenta, en el ambiente intelectual que marcó el Mayo del 68 francés, que es un contexto de revuelta, que pone en duda todo lo pasado, de exaltación de la sexualidad y de un cierto anarquismo que se siente capaz de recrear las estructuras sociales sobre nuevas bases.. En este marco, una serie de feministas muy influidas por los planteamientos de la francesa Simone de Beauvoir —que había sostenido la teoría, mítica dentro del movimiento feminista, de que la mujer no nace, sino que se hace, es decir, es un producto cultural— empezaron a rebelarse contra el feminismo anterior, argumentando que este se había equivocado de objetivo al plantearse como meta la igualación en derechos entre el varón y la mujer. Para esas nuevas feministas, que ya no hablan de sexo sino de género, la liberación de la mujer solo se alcanzará el día en que desaparezca de la vida social la propia distinción entre hombre y mujer; ya no se trata, en consecuencia, de conseguir para la mujer las cuotas de presencia social, política o económica que tienen los varones, sino de hacer desaparecer la distinción entre hombre y mujer.
La ideología de género, en sus iniciales planteamientos intelectuales, surge –como se ha dicho- a finales de los años sesenta en Estados Unidos, con una carga ideológica procedente de las universidades alemanas y francesas, y se va extendiendo desde el ámbito anglosajón al resto del mundo. Estamos en el contexto de la crisis moral del mundo como consecuencia del conflicto de identidad de la Iglesia católica en el postconcilio Vaticano II, es el tiempo de la comercialización de la píldora anticonceptiva, la época de la revolución sexual, de las primeras revueltas —Praga, Varsovia— contra el régimen comunista en el bloque soviético, etc. Se diría que de repente todo Occidente entra en crisis, todas las seguridades tradicionales se ponen en duda. Para algunos —los niños ricos de Occidente— parece que se puede reconstruir un mundo sobre otras bases; es el Mayo del 68 francés: «Haz el amor y no la guerra», la revolución hippie, ...
En ese clima intelectual que traduce la crisis de toda una civilización, las nuevas ideólogas de género sostienen que el planteamiento tradicional del feminismo no ha conseguido nada, porque la esclavitud histórica de la mujer es algo más profundo que una privación de derechos, y hacen el siguiente análisis: toda la historia de la humanidad ha sido la historia de una lucha de clases. Hay que tener en cuenta que en aquellos años el marxismo era el virus intelectual de todo Occidente y estaba de moda analizar la historia de la humanidad en clave de lucha de clases: entre ricos y pobres. Las feministas de género trasladan este enfoque a la lucha entre sexos que, según ellas, subyace al conflicto planteado en términos económicos, entre la clase opresora que son los varones y la clase oprimida que son las mujeres. Toda la historia de la humanidad —nos vienen a decir— está transida por un conflicto estructural en las relaciones más íntimas entre los seres humanos. Donde la historia ha visto amor y ternura, en el matrimonio, ellas, estas nuevas feministas, ven lucha de clases, estructuras de poder y opresión. Se empieza así a politizar la familia, pues es en la familia, según este planteamiento ideológico, donde surge la primera opresión, el primer conflicto social, el que enfrenta a hombres y mujeres.
Para superar esa situación, el análisis de la vida sexual que hace la nueva ideología subraya que en materia de sexualidad no hay nada que sea natural: todo es una construcción cultural e histórica y, por tanto, cambiable a voluntad. Es más, la dualidad hombre-mujer es fruto de esa estructuración social de clases; los hombres hemos inventado lo femenino para oprimir —para poner a nuestro servicio lo que llaman la «función reproductiva»— a la mitad de la humanidad, esclavizamos a la mujer inventando lo femenino para tener hijos. Igual que Marx decía que para superar la lucha de clases económica no bastaba con dar derechos a los proletarios sino que era imprescindible suprimir las clases sociales —el comunismo como objetivo—, las feministas de género dicen que para liberar a la mujer no basta con darles derechos, hay que suprimir esas dos clases sociales: tienen que desaparecer los hombres y las mujeres, hay que articular una sociedad en la cual lo femenino y lo masculino no tengan relevancia, donde no haya hombres y mujeres sino libertad sexual, diversidad afectivo- sexual desvinculada de los dos sexos clásicos.
Estos son los planteamientos de Simone de Beauvoir en Francia, de algunas de las primeras feministas que más han influido en la concepción de género, como Sulamith Firestone, Alison Jagger o Germaine Greer, y, llevados a extremos radicales, son también los de Judith Butler, una de las feministas de género hoy de moda. Judith Butler dice lo siguiente sobre la condición femenina y el fin del feminismo:
Comprender el género como una categoría histórica es aceptar que el género, entendido como una forma cultural de configurar el cuerpo, está abierto a su continua reforma, y que la «anatomía» y el «sexo» no existen sin un marco cultural. Términos como masculino y femenino son notoriamente intercambiables; los términos para designar el género nunca se establecen de una vez por todas, sino que están siempre en el proceso de estar siendo rehechos.
Por tanto, ni hay masculino ni hay femenino, sino que nos encontramos ante un producto cultural que va cambiando continuamente. Otra frase de esta última feminista que he citado, Judith Butler, es aquella repetida tantas veces de que se puede ser mujer con un cuerpo de hombre o con un cuerpo femenino y se puede ser hombre con un cuerpo de mujer o con un cuerpo masculino: es indiferente porque cada uno se construye su orientación afectivo- sexual sin que haya ninguna base natural ni ética previa.
¿Qué pretende el feminismo de género? Fundamentalmente, acabar con lo femenino a través de la supresión de la distinción entre hombre y mujer en todos los órdenes de la vida: en el lenguaje, en la moral, en el Derecho, en las relaciones familiares, etc. Ya no hay hombres y mujeres, hay —sin más— géneros, orientaciones afectivo-sexuales que uno va creando libremente como le apetece y que puede cambiar a lo largo de su vida. Y para acabar con la diferencia entre hombre y mujer, es imprescindible acabar con el matrimonio y la familia configuradas tradicionalmente como estructuras de opresión de la mujer según esta ideología. Así la vida privada, familiar, se politiza, pasa a ser el centro de la estrategia política de la nueva ideología. ¿Por qué no puede haber un matrimonio como institución específica para la unión entre el hombre y la mujer? Porque no existen el hombre y la mujer, y por eso el matrimonio debe pasar a ser una institución para la unión de cualesquiera dos adultos, sea cual sea su orientación afectivo-sexual. Ya no hay diferencia: puede ser la unión de un hombre y una mujer, de dos hombres o de dos mujeres. Este es el significado, por ejemplo, de la reciente reforma hecha en España en materia de matrimonio, que, como es conocido, ha suprimido el matrimonio al equipararlo a la unión de dos personas del mismo sexo.
Así se pretende —en la terminología del feminismo de género— alcanzar una sociedad sin clases de sexo. El feminismo de género procede de idéntica manera que el marxismo, cuyo objetivo final era llegar a una sociedad liberada, tras la desaparición de las clases sociales. En el caso del feminismo de género, no se sabe cómo se va a concretar esa aspiración de alcanzar una sociedad en la cual desaparezcan los hombres y las mujeres, sustituidos por una única humanidad con las orientaciones afectivo-sexuales que cada uno se quiera construir, pero donde nada distinga al hombre de la mujer.
Para conseguir esta finalidad, por inconcreta que sea, el feminismo de género se afana en una labor que las propias representantes de esta tendencia denominan «deconstrucción»: se trata de cambiar el significado del lenguaje, de reescribir la historia, de rehacer la ética y el Derecho y, por supuesto, de rehacer la sexualidad. Con estos argumentos como base, se empieza a interpretar la historia como la crónica de la lucha entre los hombres y las mujeres. Se ataca a la familia como si fuese una institución esencial y conceptualmente represora y, de manera específica, al matrimonio monógamo propio de la tradición cristiana y occidental. Se intenta deconstruir la educación para transformarla en un instrumento al servicio del cambio de mentalidad, para rehacer la conciencia de los chicos y las chicas desde jóvenes, con la intención de que piensen de acuerdo a las categorías propias de la ideología de género. Y se reformula la sexualidad humana como algo ajeno a la dualidad hombre-mujer y desvinculado de la reproducción.
Como ejemplo de esta pretensión de deconstruir el lenguaje y alterar el significado de las palabras se propone el cambio del término «matrimonio», al que antes me refería, para que deje de hacer alusión a la unión entre el hombre y la mujer. Incluso se observa el intento de deconstruir la religión y se hacen, por ejemplo, ediciones de la Biblia de cuyo texto se elimina toda terminología que indique que Dios es masculino; se emplean siempre términos neutros, para evitar que la forma de hablar histórica de los hombres genere la sensación de que Dios pueda ser masculino «únicamente».
¿Cuál es el final al que se aspira desde el punto de vista de la agenda política de la ideología de género? La verdad es que se desconoce. Tal como ocurre con el marxismo, que nunca definió de manera concreta la teórica sociedad sin clases que resultaría de la revolución proletaria, el feminismo de género tampoco dibuja con rasgos precisos el modelo de sociedad al que quiere llegar; únicamente intenta atacar una serie de realidades positivas que considera impedimentos para alcanzar esa utópica sociedad sin clases de sexos, sin hombres ni mujeres, y que no se sabe muy bien en qué consiste. Esta es, por ejemplo, una definición de esa futura sociedad que hace una de las feministas de género de la primera hornada, Alison Jagger:
El final de la familia biológica eliminará también la necesidad de la represión sexual. La homosexualidad masculina, el lesbianismo y las relaciones sexuales extramaritales ya no se verán en la forma liberal como opciones alternas, fuera del alcance de la regulación estatal; en vez de esto, hasta las categorías de homosexualidad y heterosexualidad serán abandonadas: la misma institución de las relaciones sexuales, en que hombre y mujer desempeñan un rol bien definido, desaparecerá. La humanidad podría por fin revertir a su sexualidad polimorfamente perversa natural.
No se sabe muy bien lo que quiere decir, pero lo que está claro es que ya no hay ni categorías morales, ni físicas, ni éticas; cada uno se irá construyendo sexualmente a sí mismo para que todos seamos supuestamente felices en ese teórico paraíso que algún día llegará.
Quizá la mejor valoración cultural acerca de qué significa hoy día, en los comienzos del siglo XXI, la ideología de género proceda de la pluma del entonces Cardenal Ratzinger cuando todavía no había sido designado Papa. Primero en La sal de la Tierra, y luego en una conferencia, la definió como la última rebelión de la criatura contra su condición de tal: la última rebelión de la criatura contra su condición de criatura. Y explicaba el Cardenal que el hombre moderno, con su materialismo, rechaza su dimensión espiritual y lo que ésta puede exigir; que el hombre moderno, con su ateísmo, rechaza la existencia de una instancia externa a sí mismo, Dios, que pueda significar un condicionamiento para su propia libertad o pueda decirle algo sobre su propia verdad; y ahora —concluía el cardenal Ratzinger— el hombre moderno, con la ideología de género, pretende liberarse de su propio cuerpo. Ya sin alma, sin Dios y sin cuerpo, el hombre moderno es una voluntad que se auto-crea, es Dios para sí mismo.
Y en el fondo, esa es la idea última de la ideología de género: ya no hay nada que nos condicione, nuestra libertad ya no tiene el soporte de una naturaleza que nos impulse hacia una determinada forma de vivir y de ser; nuestra voluntad, nuestro querer, sin ninguna referencia a la realidad, crea nuestra propia personalidad, crea la ética, los valores, las relaciones humanas, etc.
En definitiva, como todas las ideologías del mundo moderno, la ideología de género es un reduccionismo. El nazismo quiso reducir la historia y la explicación de la sociedad a un enfrentamiento entre razas, olvidando el resto de variables; el marxismo quiso reducir la historia y la clave de explicación de la sociedad a un solo parámetro: la lucha de clases entre ricos y pobres. Ahora, la ideología de género, con el mismo simplismo e idéntico carácter limitador, quiere reducir la explicación del hombre y de la historia a un solo parámetro: el teórico enfrentamiento entre hombres y mujeres. Es una simplificación, pero como toda simplificación tiene gran eficacia pedagógica. Las ideologías, a diferencia de los sistemas filosóficos, son realidades cerradas en sí mismas basadas en unos pocos principios muy sencillos, como la lucha de clases, la superioridad de los arios frente a los semitas o — ahora— el enfrentamiento entre hombres y mujeres; y sobre esos pequeños principios se intenta explicar todo. Por eso, cuando una persona se imbuye de una ideología, en este caso de la ideología de género, se hace inmune a cualquier reflexión, a los datos de la realidad como contraste, a las razones históricas que no dan fundamento a lo que dice. Da igual: rechaza la realidad, los datos y la experiencia porque la ideología lo explica todo y está por encima de cualquier discrepancia. Ese es el peligro de las ideologías.
La terminología de género
Creo que es interesante, aunque ya han ido saliendo a lo largo de esta exposición, que paremos mientes un momento en algunos de los términos más usados por la ideología de género, para que veamos qué significan.
En primer lugar, tomemos el propio término «género». La ideología habla de «género» y no de «sexo» porque el sexo nos ata a realidades morfológicas y genéticas: hombre y mujer. En cambio, el género, que es un término que procede de la lingüística, tiene más variedades. Para empezar, en el campo de la gramática ya hay tres géneros: masculino, femenino y neutro; por tanto, género indica la construcción cultural y personal de la propia sexualidad. No es indiferente sustituir el término «sexo» por el término «género»; hoy día, este último arrastra consciente o inconscientemente todo ese mundo cultural e ideológico que estamos analizando.
Es evidente, sin embargo, que también la palabra «género» es susceptible de un uso — digamos— sensato y correcto, pues con esta palabra se puede querer aludir exclusivamente a aquella parte de los estereotipos acerca de qué es hombre o qué es mujer que históricamente han creado las diversas culturas: por ejemplo, si los hombres son más fuertes y las mujeres más débiles, si ellos visten de una manera y ellas de otra, si unos llevan el pelo corto y otras lo llevan largo, si tales trabajos son propios de hombres o propios de mujeres... Son cosas accesorias, culturales, que van cambiando; por tanto, cabría —teóricamente— un uso del término «género» que sería correcto y no ideológico. Pero la realidad es que, de manera habitual —y así sucede desde luego en el debate político, en los medios de comunicación, etc.— el término género implica todo lo que hemos dicho antes: es ideología de género, no se utiliza de esta manera pacífica a la que acabo de hacer referencia.
Veamos otro lugar común —al que también me he referido— en la terminología de la ideología de género: la «orientación afectivo-sexual». En la actualidad, vemos cómo, por ejemplo en las leyes europeas, aparece continuamente esta expresión como uno de los elementos de discriminación que debe ser evitado, equiparándose a la discriminación por razones de raza, ideas, religión, etc. Orientación afectivo-sexual es una categoría de la ideología de género que sustituye el sexo como dato por esta consideración subjetiva de la configuración de la propia sexualidad. Cada vez que alguien habla de orientación afectivo- sexual parece dividir a la humanidad en homosexuales, heterosexuales y transexuales, en vez de dividirla en hombres y mujeres. Como resultado del empleo de la expresión, se nos trasmite la idea de que en nuestra sociedad hay una inmensa diversidad afectivo-sexual, pues existen muchas orientaciones afectivo-sexuales y debemos respetar ese pluralismo y valorarlo positivamente.
Un término también específico de la ideología de género —al que también he hecho referencia anteriormente— es «homofobia», que conlleva gran peligro, porque los defensores de la ideología de género tildan de homófobo a todo aquel que no comparte sus planteamientos sobre la sexualidad, la familia y el matrimonio, cuando en realidad el adjetivo implica una forma de intentar limitar la libertad de expresión de quienes pensamos de manera distinta. Homofobia no significa en esta ideología miedo al hombre sino miedo a la igualdad pues el prefijo “homo” no procede del latín donde significa “hombre”, sino del griego, lengua en la que significa “igual”. Es importante estar alerta y evitar el sometimiento a la dictadura de tal calificación de homofobia que, en definitiva, pretende impedir que hablemos con libertad los que discrepamos de la ideología de género, los que no pensamos que en materia de sexualidad todo es “igual” de valioso.
«Homoparental»; he aquí otra palabra muy propia de la ideología de género, utilizada para designar a aquellas “familias” que están constituidas por dos padres o dos madres. Así, se da por supuesta la existencia de matrimonios que son homoparentales y de realidades familiares de paternidad y filiación que son homoparentales.
El término «hegemónico» se utiliza mucho en el contexto de la ideología de género para calificar todo lo que hasta ahora la humanidad había denominado «natural». Si uno habla de que el matrimonio es una institución propia entre hombres y mujeres, que lo natural es que un niño tenga un padre y una madre, los ideólogos de género dirán que no; que eso solo ha sido lo hegemónico históricamente, pero que puede y debe ser cambiado. Era solo una realidad de poder, de hegemonía; no era lo natural.
En cuanto a la expresión «derechos reproductivos», su uso está relacionado con un elemento al que aludí anteriormente: la ideología de género está caracterizada por la fobia a la maternidad y a la vida, razón por la que ha ido creando toda una categoría de presuntos derechos —llamados derechos reproductivos— que en el fondo no son más que el derecho de la mujer a liberarse de la maternidad, el derecho al aborto y a la anticoncepción; es decir, la absoluta libertad de la mujer para evitar ser madre, incluso cuando ya está embarazada. Esas palabras han ido penetrando en la legislación actual de muchos países, en los documentos de Naciones Unidas, y cada vez se usan más. Es necesario tener siempre en cuenta que la expresión conlleva un ataque sistemático a la vida, amparado en una liberación de la mujer de esa teórica esclavitud que sería la maternidad.
El término «patriarcado» la ideología de género lo utiliza para referirse a toda esa parte de la historia de la humanidad durante la cual, teóricamente, los hombres han oprimido a las mujeres. Precisamente ahora, la liberación que promueve el feminismo de género tiende a superar ese patriarcado y “patriarcales” como el matrimonio y la familia y haciendo desaparecer la distinción entre hombre y mujer.
«Sexualidad polimorfa» es una expresión tomada de Freud, que indica que cualquier tipo de práctica sexual es igualmente valiosa. Para esta ideología existe un gran pluralismo de prácticas sexuales y nadie puede hacer ningún juicio sobre si son mejores o peores, buenas, malas, convenientes o inconvenientes.
Estos son algunos de los términos que oímos habitualmente en el debate político, que comienzan a aparecer en las leyes y que arrastran consigo —querámoslo o no— esta visión tan específica de la ideología de género, que tiene también su agenda política específica, una expresión también —«agenda política»— a la que recurren con frecuencia los ideólogos de esta orientación feminista.
La agenda política del género
He aquí otra cita de la mencionada Judith Butler, que en su libro Deshacer el género afirma lo siguiente: «La tarea de la política internacional de gays y lesbianas es nada menos que rehacer la realidad, reconstituir lo humano y negociar los términos de lo que se considera vital y lo que no». En el fondo, como decía el cardenal Ratzinger, nos enfrentamos a una verdadera rebeldía ante lo humano: hay que rehacerlo, reconstruirlo, y para eso se utiliza la política y los cambios legislativos.
Todos hemos oído ya hablar de la ideología de género, al menos a partir del año 1994, cuando Naciones Unidas organizó una cumbre sobre población que se celebró en El Cairo, y al año siguiente otra en Pekín, esta vez sobre la mujer. El Papa Juan Pablo II desplegó una intensa actividad para movilizar a los cristianos de todo el mundo e intentó convencer a los Gobiernos de la necesidad de evitar que en los documentos oficiales de Naciones Unidas aprobados en esas cumbres apareciese la terminología específica y la agenda política de la ideología de género. En aquellos momentos, cuando en la documentación oficial de estas cumbres se empezó a hablar de derechos reproductivos, género, homoparentalidad, orientación afectivo-sexual, diversidad afectivo-sexual, etc., el Papa Juan Pablo II, consciente de la carga cultural e ideológica que estaba detrás, intentó movilizar la conciencia de la gente de bien para evitar que este planteamiento penetrase en la doctrina oficial de Naciones Unidas. Lo consiguió solo en parte. Desde entonces, año 1995, los planteamientos y la terminología de la ideología de género han ido penetrando cada vez más en el lenguaje de las instituciones internacionales, hasta la última cumbre del milenio y la recientemente celebrada cumbre del “milenio más diez”, donde la asunción de los postulados de género por NNUU es ya una evidencia absoluta. Esta es precisamente una de las fuentes de difusión de ideología de género —la doctrina de Naciones Unidas— hoy día más importante.
Con frecuencia, la ideología de género aparece unida a un cierto ecologismo. El ecologismo, como ocurre con el feminismo, tiene mucho de bueno, de científico y de sano, pero existe cierta corriente ecologista anti-humanista que pretende transmitir el mensaje de que para salvar este planeta el peligro es el hombre, que es el gran depredador. Al final más que ante un ecologismo, estamos ante un anti-humanismo. Ese ecologismo anti-humanista que preside ciertos planteamientos de Naciones Unidas, negativo para el hombre, también va muy unido al feminismo, en concreto en las políticas demográficas que desarrolla este organismo internacional: a través del Fondo para la Población, de la Organización Mundial de la Salud y de la UNESCO, entre otras agencias, promueve desde hace muchos años el control de la natalidad en el Tercer Mundo, y hoy, desde esas agencias de Naciones Unidas, se utiliza también la ideología de género con esta finalidad. Efectivamente, si hay fobia a la maternidad y al matrimonio, si hay una extensión de la homosexualidad, obviamente habrá menos niños y por eso hay muchas agencias de Naciones Unidas que están utilizando la ideología de género prácticamente como un método anticonceptivo más. Como indicaba hace años una directiva del Fondo de Población de Naciones Unidas, para ser efectivos en el largo plazo, los programas de control de la población deben buscar no solo reducir la fertilidad dentro de los roles de género tradicionales, sino más bien cambiar los roles de género tradicionales para controlar la población.
Si desaparece la distinción entre hombre y mujer, si tenemos miedo a la maternidad, efectivamente la fertilidad se reducirá. Por eso la extensión de las políticas de control demográfico va muy unida, especialmente en los países que reciben ayudas de las agencias de Naciones Unidas, a una promoción cada vez más expresa de la ideología de género. Quienes más contribuyen, junto con las agencias de Naciones Unidas, a difundir la ideología de género son los representantes de un cierto feminismo radical muy activo sobre todo en Estados Unidos y en Europa, y el lobby gay, que existe a nivel internacional y que ve en los planteamientos de esta corriente surgida en el seno del feminismo —no del mundo gay— una forma de normalizar las prácticas homosexuales y la propia homosexualidad en la conciencia colectiva; de ahí la gran actividad de las asociaciones de gays en la defensa de los planteamientos de género.
La ideología de género no es una formulación de un Gobierno ni de un partido ni de una persona en un país concreto — en cada país, alguien puede encarnar estas ideas con más o menos ilusión, con más o menos sectarismo y más allá de la tradicional división en derechas e izquierdas—, sino que estamos ante un tema cultural de fondo, que caracteriza estos comienzos del siglo XXI.
El panorama geográfico actual es que donde nació, en Estados Unidos, la ideología de género ya está quedando anticuada. Ha sido el lugar donde, quizá, más influencia intelectual tuvo, pero se ha ido quedando atrás aunque conserve mucha fuerza política en el partido demócrata como acredita la presidencia de Obama, entregado a la causa de género . En la mayor parte de los países occidentales de nuestra Europa está muy de moda, integrada en «lo políticamente correcto». Es habitual en los planteamientos y la terminología del Consejo de Europa, del Parlamento Europeo, etc., y solo se ha encarnado de forma sistemática en la agenda política de una mayoría gubernamental en el caso de España durante los gobiernos de Rodríguez Zapatero. En el resto de los países, hay gente que defiende estos planteamientos con más o menos éxito político, circunstancialmente, pero solo en España ha pasado a constituir la línea política directriz de una mayoría circunstancial en los años de gobierno de ZP. Tanto en América Latina como en África y el mundo musulmán y asiático, la ideología de género está intentando penetrar de forma forzada a impulsos de las agendas políticas de las agencias de Naciones Unidas. El gran difusor mundial hoy día de la ideología de género es Naciones Unidas.
Las acciones de Naciones Unidas en el mundo occidental rico, en Europa por ejemplo, son poco evidentes, porque aquí NNUU no financia políticas públicas; su influencia es, como mucho, cultural, pero en los países del Tercer Mundo con mucha frecuencia las agencias de Naciones Unidas manejan más dinero que los presupuestos de los propios Estados y, por tanto, las líneas políticas que imponen tienen una inmensa trascendencia. Por eso hoy día estamos viendo, por ejemplo en América Latina, una campaña sistemática, financiada e impulsada desde Nueva York, a lomos de las políticas sociales auspiciadas por las agencias de Naciones Unidas, para introducir la agenda de El Cairo y de Pekín: aborto, anticoncepción, “matrimonio homosexual”, Educación para la ciudadanía —aunque sea con otros nombres—. Estamos viendo también una gran reacción de la gente buena y sana en todos esos países de América Latina; en unos casos perdemos, en otros ganamos. Por ejemplo, en México D.F. se acaba de aprobar el aborto; como reacción, ya son una veintena los estados federados de la República mexicana que, a través de un procedimiento de iniciativa legislativa popular, han logrado modificar sus Constituciones para defender la vida desde el momento de la concepción. Y lo mismo sucede en África y en los países asiáticos; las agencias de Naciones Unidas están empeñadas en difundir allí el virus de la ideología de género. En el África subsahariana la ideología de género está encontrando mucha resistencia por el tradicional aprecio a la feminidad y a la familia y al matrimonio, pero influye mucho y sus principios se intentan imponer a través de presuntas políticas sanitarias de lucha contra el SIDA y su expansión. En los países musulmanes los planteamientos de género encuentran ciertos frenos, pero aun así el aborto y la planificación familiar también están avanzando. Y en los países asiáticos sucede igual: hay muchas campañas de planificación familiar y políticas públicas con perspectiva de género donde impera la visión de la sexualidad asociada a los programas educativos y sanitarios que difunden las Naciones Unidas.
¿Qué propone como agenda política la ideología de género? Podemos ver encarnada esta agenda política en el proceso legislativo español a partir de 2004.
Ley de violencia de género: la primera que se aprueba en la legislatura 2004-2008. ¿Por qué «violencia de género» y no «violencia doméstica» o «del hogar»? Porque se inspira —y así se explicó con detalle durante la tramitación parlamentaria de la ley— en la idea de que la relación de pareja hombre-mujer es una estructura clasista de opresión con el varón en la posición de supremacía. ¿Por qué se habla tanto hoy día de la violencia de género? Porque es la argucia metodológica para transmitir la idea, sobre la base de un fenómeno real y absolutamente rechazable como es que existe violencia machista en el hogar, de que este ámbito es una estructura de clases que genera violencia porque sí. Es decir, lo que la tradición ha visto como la fuente del amor, de la entrega, de la confianza, aunque a veces falle, pasa, en el esquema mental de la ideología de género, a ser el núcleo esencial y más expresivo de la última y más fundamental de las relaciones violentas de poder y de clase que existe en la sociedad, que es la relación hombre-mujer.
La siguiente ley en materia de familia, aprobada en julio de 2005, es la ley que suprimió el matrimonio para equipararlo a las uniones de personas del mismo sexo; es la ley llamada popularmente Ley del matrimonio homosexual, que no es eso, sino una ley que suprime el matrimonio. ¿Por qué suprimir el concepto legal del matrimonio, la referencia dual al hombre y la mujer? Porque para la ideología de género no existen el hombre y la mujer, y el suponer que existen es clasista y opresor para la mujer, por tanto, no puede haber en las leyes una institución específica entre hombre y mujer. Por eso el matrimonio debe pasar a ser, como ya sucede en la ley española, un contrato que regule la unión de cualesquiera dos adultos sea cual sea su orientación afectivo-sexual. Y eso es lo que es ahora el matrimonio en el código civil español: pura ideología de género. Nada tiene que ver con los derechos de los homosexuales; los homosexuales ya podían casarse con la ley de siempre. Otra cosa es que no quisieran hacerlo por razones fácilmente comprensibles, pero la ley no los discriminaba. Como a los curas... Los curas no se casan, pero no están discriminados por la ley del matrimonio; es que ellos eligen un estilo de vida que no implica el matrimonio —¡bendita libertad!—.
La siguiente ley es la Ley del «divorcio exprés», que se aprobó también en 2005. Ley que convierte a todo matrimonio en «divorciable» a partir del tercer mes de la boda a petición unilateral de cualquiera de los cónyuges, sin necesidad de alegar causa ninguna o acreditar motivo ninguno ante los jueces. Responde a los planteamientos de la ideología de género: la relación sexual que subyace al matrimonio es pura afectividad espontánea. Por tanto, el matrimonio dura lo que dura esa afectividad. No tiene sentido que la ley establezca ningún marco de protección jurídica más allá de la espontaneidad afectiva de la relación basada en la orientación afectivo-sexual de cada uno.
En los años inmediatamente siguientes se aprueban la nueva Ley de técnicas de reproducción asistida y la Ley de investigación biomédica, que convierten a España en el paraíso mundial —al margen de Singapur y algún paraíso tecnológico del sudeste asiático— de las técnicas de reproducción asistida. Somos uno de los países del mundo donde menos trabas éticas y jurídicas hay a la investigación y experimentación con embriones en el entorno de las técnicas de reproducción asistida. Evidentemente, no es la ideología de género quien ha inventado las técnicas de reproducción asistida, pero en el caldo de cultivo ideológico de la ideología de género estas técnicas se exaltan, se ven como un bien, no como un medio para resolver la infertilidad sino como algo que nos puede liberar de la maternidad. Sería liberador el que algún día haya tecnología disponible que nos pueda eximir definitivamente de la obligación de parir —el último resabio de esclavitud de la mujer— para que no se acabe la humanidad. Si algún día la tecnología nos resuelve eso, quedaríamos liberados de verdad de la atadura a la maternidad y de la vinculación de la sexualidad con la reproducción.
Un año más tarde se aprueba una ley que vulgarmente se conoció como Ley reguladora de la transexualidad, que reforma el Registro civil para sustituir en él el concepto de sexo por el de género. El registro civil es la institución donde estamos retratados a efectos jurídicos todos los españoles; en cuanto nacemos se nos inscribe, y se inscriben nuestras características esenciales: quién es nuestro papá, quién es nuestra mamá, qué día nacemos y qué sexo tenemos. Y la inscripción como varón o mujer se hace con el mero criterio de la observación morfológica de nuestros genitales. Con esta nueva ley uno puede cambiar su inscripción como varón o mujer a petición;, por decirlo de una manera clara: sin tener que operarse previamente. Existe una enfermedad, la conocida como disforia de género en términos médicos, popularmente transexualidad, que padecen algunas personas —muy poquitas; en España, según los datos de la sociedad española de endocrinología, que es la especialidad médica que trata este tipo de enfermedades, hay unos cinco mil transexuales, unos cinco mil sujetos diagnosticados de disforia de género--. Y en algunos casos los médicos aconsejan operarse, y se hacen las llamadas intervenciones de cambio de sexo, que no lo son en realidad —porque todas las células del cuerpo humano son sexuales, de un sexo o del otro, y por tanto no podemos dejar de ser hombres o mujeres—. Lo que se puede hacer es cambiar la configuración externa de los genitales desde un punto de vista morfológico. La apariencia externa genital del cuerpo sí puede pasar de ser masculina a femenina o de femenina a masculina; eso es lo que suele llamarse cambio de sexo. Pues bien, cuando hay operaciones de cambio de sexo los tribunales ya admiten desde hace muchísimos años que uno pueda cambiar su inscripción en el Registro civil para tener un DNI que refleje la sexualidad asociada a la apariencia externa genital de nuestro cuerpo.
Así pues, el problema de los transexuales desde el punto de vista médico y jurídico estaba resuelto mucho tiempo atrás; lo que hace la nueva ley es permitir que uno cambie su inscripción en el Registro sin hacerse esa operación. Es decir, la morfología ya no identifica a la persona; se trata de género, de cómo me defino yo sexualmente. Viene a ser lo mismo que decir «yo no tengo sexualidad, sino que yo creo mi dimensión sexual y, además, a través del registro civil, los demás me lo reconocéis como tal, tenéis que admitir que soy lo que yo digo». Ya no estamos hablando del sexo como algo dado, sino del género como algo construido.
Y en la misma línea, hay que aludir a los once primeros artículos de la Ley del Aborto de 2010. Dicha ley solo habla del aborto a partir de su artículo 12: Los once primeros los dedica a introducir con carácter coactivo los planteamientos ideológicos en materia de salud sexual y reproductiva —ya la terminología es propia de la ideología de género— de esta corriente, tanto en el sistema educativo como en el sistema sanitario. Tendremos ya obligatoriamente una visión de la sexualidad que la contempla como una autodeterminación genital abocada al placer y donde no hay nada malo, siempre que se haga en libertad, salvo la posibilidad de quedarse embarazada. Todo eso consagra el llamado «derecho a la salud sexual y reproductiva», que es el derecho a la anticoncepción, a la esterilización y al aborto gratuitos como prestaciones estatales, puesto que en esta visión de las cosas este derecho a esa llamada salud sexual y reproductiva forma parte del derecho a la salud y a la vida constitucionalmente garantizado para la mujer.
Y una vez que esos nuevos valores, esa nueva antropología de la sexualidad y de la familia configuran la legislación sobre la familia, el siguiente paso es traspasarlo al sistema educativo. Eso es, en parte, la LOE, la Educación para la Ciudadanía. En eso consisten estos nuevos artículos de la Ley del Aborto dedicados a la introducción en el sistema educativo de los planteamientos de salud sexual y reproductiva. El proceso es muy lógico: primero cambio los valores en las leyes, luego digo que los valores de las leyes son los democráticos y obligatorios y a continuación los enseño como tales en la escuela.
Esta es, a grandes rasgos, la agenda política de revolución cultural y axiológica de la ideología de género que se está aplicando a nuestro alrededor. Esos planteamientos teóricos que suenan tan raros, tan extraños, tan ajenos a nuestra experiencia más inmediata cuando uno describe en abstracto los contenidos conceptuales de la ideología de género, los vemos ya hechos realidad en la legislación aprobada en nuestro país y en la forma de hablar a nuestro alrededor.
La ideología de género es un fenómeno de nuestro tiempo, como el nazismo y la eugenesia lo fueron en los años veinte y treinta o el comunismo y la visión marxista de la vida lo fueron en los años cincuenta, sesenta, setenta, ochenta del siglo XX. No es para escandalizarse; es un fenómeno de nuestro tiempo. Lo bueno es saberlo, porque la ideología de género es muy desconocida. A pesar de ser omnipresente es muy desconocida.
Los que tenemos cierta edad y hemos vivido la experiencia del siglo XX estamos muy acostumbrados a la forma de manifestarse que tenían las ideologías entonces. En el siglo XX se encarnaban en partidos políticos y en Estados. Por tanto, hoy tendemos a identificar una ideología con algo que se hace partido y, si el partido lo logra, se hace Estado —comunista, nazi, etc.—. Pero la ideología de género ni hace eso ni lo pretende. La ideología de género quiere llevar la lucha revolucionaria política a la intimidad del hogar y de la persona. No aspira a ser un partido político, y por eso no hay ningún partido político de género; es un virus intelectual que va influyendo en la forma de hablar y de decir, en el debate político, en el intelectual, en la prensa, en la educación, en los medios de comunicación. Pero nunca ha sido ni será un partido político. Por eso a veces nos despistamos y no nos damos cuenta de a qué nos enfrentamos: a una cosmovisión, a una ideología como lo fueron el marxismo o el nazismo.
Hoy día en el mundo existe una confrontación ideológica a escala planetaria como la que representó la lucha entre la libertad y el marxismo en el siglo XX, entre Moscú y Washington. Lo que pasa es que no se encarna en dos Estados, en dos partidos, sino en las cabezas y en los corazones de nuestros contemporáneos: es la lucha entre la antropología de género en clave laicista y la visión del ser humano propia de la tradición cultural occidental recibida de forma más o menos coherente. Y esa lucha hoy día pasa por la cabeza y el corazón de nuestros contemporáneos. Y es muy bueno saberlo para, 1: no dejarse engañar; y 2: identificar al enemigo si uno decide hacer algo para evitarlo.
La ideología de género, hoy, cursa como enfermedad vírica muy unida al laicismo porque, en la frase que nos regaló el actual Papa cuando todavía no había accedido al pontificado y que más arriba recordábamos, la ideología de género es como la última rebelión de la criatura contra su condición de tal, de criatura. Si la ideología de género es la última rebelión del hombre contra su condición de criatura, es razonable que vea como enemigo a quien le recuerda que el hombre es una criatura, es decir, a la religión. Y por eso, los planteamientos políticos de género hoy día van muy unidos a los planteamientos laicistas, como vemos también en España, porque hay una concomitancia estratégica y finalista entre la antropología de género y el laicismo militante.
Cómo luchar contra la ideología de género
Yo creo que es bueno trabajar para que la ideología de género desaparezca. Y es bueno, no porque a mí me preocupe que haya algún riesgo de que llegue a triunfar políticamente; es imposible, acabaría la humanidad y eso no es planteable. De hecho, tiene muy poco recorrido. Pero me preocupa este poco recorrido porque lo que está en juego es la felicidad de las personas. Quienes articulan su vida de forma práctica conforme a los parámetros antropológicos de la ideología de género actúan contra la propia naturaleza humana y se alejan de un proyecto de persona feliz. Considero que la difusión de este virus entre nuestros jóvenes es la difusión de un inmenso riesgo de que no puedan ser felices y buenos. Como creo que nos debe preocupar la felicidad de la gente que queremos, tenemos que acabar con este mal cuanto antes, para evitar que haga daño a la gente.
La mejor forma de luchar contra la ideología de género es que hablemos muy bien de la sexualidad. Los que defienden el género no quieren hablar de sexo porque el sexo indica algo dado, existente, físico, genético, por eso hablan de una categoría cultural que es el género. Nosotros no somos animales sexuados, somos mucho más; la sexualidad nos constituye, somos hombres y mujeres. Todas y cada una de las células de nuestro cuerpo son femeninas o masculinas según seamos mujeres u hombres. Por tanto, para nosotros la sexualidad es algo muy importante. A veces hay quien cree equivocadamente que a los católicos nos da miedo el sexo: al revés. Lo valoramos tanto y lo queremos tanto que lo respetamos profundamente y no jugamos con él. Lo valoramos muchísimo más que los que frivolizan sobre la sexualidad.
Tenemos que ayudar a la gente que nos rodea y a nosotros mismos a descubrir el inmenso valor de la sexualidad y, por eso, a respetarla profundamente. Y, en consecuencia, hay que hacer toda una labor pedagógica sexual, especialmente en la educación de los más jóvenes.
Tenemos que prepararnos para hablar bien de la vida, que es la función natural de nuestra complementariedad sexual. En una sociedad que le tiene miedo a la vida, que no la entiende, donde muchas mujeres, cuando se quedan embarazadas, no reciben la enhorabuena sino el pésame —«¿Qué te ha fallado?... Pobrecita... Te has quedado embarazada»—, tenemos que hacer toda una pedagogía sistemática de la inmensa bondad y alegría asociadas a la vida, al matrimonio, al compromiso. Y para eso tenemos que usar ese que es el principal poder de los seres humanos: el poder de la palabra. Hay que usar esa facultad para hablar bien de las cosas buenas, para hablar bien de la sexualidad y de la vida. Porque eso es lo que necesita nuestra época. La gente no forma sus convicciones últimas escuchando la tele, ni asistiendo a un debate parlamentario; la gente forma sus convicciones últimas en la apertura confiada en el roce existencial en lo más ordinario de la vida y ahí es donde estamos nosotros.
Debemos ser hombres muy hombres y mujeres muy mujeres —y no me refiero al pelo largo o al pelo corto, a la falda o a los pantalones...—, y debemos relacionarnos unos con otros como hombres y como mujeres con un profundo respeto y complementariedad. E igualmente estamos obligados a dar razón de lo felices que nos hacen el matrimonio, dar vida, la paternidad..., para que eso resulte ilusionante para los que nos escuchan, porque ese es el principal antídoto frente a los planteamientos de género.
A aquellos a quienes no podamos influir con la palabra, hablando bien de las cosas buenas, tenemos que llegar a través de los ojos. Son los que no razonan, esos que te dicen: «Tú lo ves así; yo lo veo así», que son muchos. Ante estos, como la palabra es un poder inoperante, se puede influir por la vista, por el testimonio. Porque llega un momento en la vida en el que todos nos preguntamos: «¿Por qué esta persona lo consigue y yo no? ¿Por qué es feliz y yo no?», o al revés: «¿Por qué yo soy tan feliz y este, mi hermano, mi amigo de la juventud, mi compañero de colegio, es un desastre?». Y es el momento, cuando surge esa pregunta, en que el testimonio de vidas plenas y felices puede ser una inmensa llamada a la reconversión interior de las personas que se han equivocado.
Por tanto, es muy importante que dejemos que las personas que nos rodean nos vean felices, que sepan las condiciones últimas que nos permiten ser felices: lo que llevamos en el corazón. Si estamos casados y nos ilusionan nuestro hogar y nuestros hijos, que nuestros amigos lo sepan. Por tanto, tenemos que exhibir nuestra intimidad en la medida en que es gozosa y plena, para que los demás puedan ver ahí un modelo de vida atractivo y atrayente, para que se puedan replantear, en su caso, su modo de vida no atractivo ni atrayente y apuntarse al nuestro. Hay que perder el pudor a exhibirnos como somos, con nuestras convicciones y nuestras relaciones familiares. Al revés; hay una obligación de mostrar esa alegría, para que la gente que nos rodea y no sabe cómo estar alegre o ser feliz nos pueda comprar ese producto.
En tercer lugar, para luchar contra la ideología de género hay que ayudar de forma asociativa a que nuestra sociedad despierte. Vivimos en un entorno plural donde uno solo puede hacer pocas cosas, dos juntos pueden hacer más y muchos juntos pueden hacer mucho más. Como el virus de la ideología de género es planetario, es un virus de nuestra época, tenemos que aumentar nuestra eficacia para luchar contra él. Y para eso, lo mejor es que quienes compartimos la preocupación por acabar con esta enfermedad nos echemos una mano unos a otros para ir despertando a nuestra sociedad, para ser más eficaces en la lucha contra la imposición de la ideología de género en la escuela, para ser más eficaces en la lucha para evitar que haya abortos, para ser más eficaces en lo que toque en cada momento. Hay muchas y muy buenas asociaciones familiares, y yo animo a todos a que echen una mano a algunas de la que trabajan en este ámbito porque así, entre todos, podremos ser un poco más eficaces.
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Como conclusión, yo diría que hay muchos motivos para ser optimistas. Nunca como hoy se está teorizando tan en positivo acerca de qué es el matrimonio y la familia. Contamos, por ejemplo, con todo el magisterio de Juan Pablo II, que ha escrito y ha hablado más de la familia que todos los papas anteriores juntos. Tenemos cada vez más doctrina, más antropología sobre las claves de la familia y el matrimonio. Ante todos estos ataques de los totalitarismos y de las ideologías del siglo XX y de comienzos del XXI tenemos a la familia tan activa en la vida social como siempre; sigue siendo la institución social y cuantitativamente más presente en la vida de la gente. Y continúa siendo la que más satisfacción genera.
Las sociedades modernas están descubriendo de nuevo a la familia; saben que los problemas de la crisis demográfica, del individualismo, de la soledad de tantas personas solo se resuelven con esa solidaridad primaria que genera la familia, que es la verdadera trabazón de los seres humanos. Por tanto, hay muchos motivos para ser optimistas. Pero hay que trabajar en la defensa de la familia, y una de las formas de hacerlo es tener ideas claras para identificar los ataques sistemáticos contra ella, como los que provienen de la ideología de género. Necesitamos ideas claras para defenderla en positivo. Si es así, como siempre, la familia, la visión sensata de la sexualidad, primará, porque es la única que tiene futuro. Solo genera futuro quien se abre a la vida; solo genera felicidad y estabilidad personal quien sitúa la sexualidad en su lugar, sin considerarla como el único parámetro posible para explicar la vida personal y social. En definitiva, las razones para la esperanza están ahí, son claras. Pero igualmente hay razones hoy día para que todos nos responsabilicemos de aportar nuestro pequeño granito de arena en la tarea de dar criterio, dar ejemplo y utilizar la palabra para defender las cosas buenas de la sexualidad y la familia.
Benigno Blanco en forofamilia.org
Augusto Sarmiento
El Año Internacional de la Familia ha servido, entre otras cosas, para prestar una mayor atención a esa institución desde los ámbitos, saberes, organismos y entidades más diversas. Tampoco la Iglesia podía faltar a esa cita. Situada en el corazón de la misión evangelizadora de la Iglesia -es el hombre concreto el que hay que salvar [1]-; el servicio a la familia es una de sus tareas más esenciales. «Entre los numerosos caminos de la Iglesia -dice a este respecto la Carta a las Familias- la familia es el primero y el más importante» [2].
En este sentido la Carta a las Familias de Juan Pablo II constituye un hito más de ese continuado testimonio de amor y solicitud de la Iglesia por la familia comenzado en los inicios mismos del cristianismo. En el campo de la doctrina este testimonio ha sido particularmente rico y abundante y ha dado lugar a ese «patrimonio de verdad sobre la familia (...), el tesoro de la verdad cristiana sobre la familia» [3]. El Papa vuelve sobre ese «patrimonio» con la intención de subrayar -sobre todo- ante la mirada del hombre contemporáneo la dignidad y responsabilidad de la familia cristiana, a partir de la misión que «como familia» debe realizar en la Iglesia y en el mundo. Sigue así la línea marcada por el Concilio Vaticano II en el capítulo sobre la dignidad del matrimonio y la familia de la Constitución Gaudium et spes y la Exhortación Apostólica Familiaris consortio de Juan Pablo II.
La Carta está «dirigida especialmente a (...) los esposos y esposas, padres y madres, hijos e hijas (...) a todas las Iglesias particulares (...) a los Hermanos en el episcopado, a los presbíteros, a los institutos religiosos y personas consagradas, a los movimientos y asociaciones de fieles laicos; a los hermanos y hermanas (...) a todos los hombres y mujeres de buena voluntad» [4]. El Papa habla «con la fuerza de la verdad (de Cristo) al hombre de nuestro tiempo» [5]. Pero, a la vez, es una confidencia: una «meditación sobre la familia» a la luz del hogar de Nazaret que en esta cuestión «debe orientar nuestros pensamientos y nuestros corazones» [6]; la Sagrada Familia, en efecto, constituye el anuncio completo del «evangelio de la familia» [7]. Como hilo conductor -escribe el mismo Papa- la Carta sigue el de «las exhortaciones apostólicas que encontramos en los escritos de Pablo (cf. 1Co 7, 14; Ef 5, 21-6, 9; Col 3, 25) y las Cartas de Pedro y Juan (cf. 1P 3, 1-7; 1Jn 2, 12-17)» [8].
Para profundizar en la riqueza de estos contenidos, además del estudio y la reflexión, es necesario hacer de ella tema de oración. «En la oración, y mediante la oración, el hombre descubre de manera sencilla y profunda su propia subjetividad típica», y «esto continúa diciendo el Papa es válido también para la familia» [9].
La Carta a las Familias tiene dos partes -«la civilización del amor» (I) y «el Esposo está con vosotros» (II)- y se articula en torno a la «verdad» de la familia en su «ser» y realizarse, de los que la componen en cuanto personas y como familia. Como comunión y comunidad de personas en la que cada uno es «honrado “por sí mismo, la familia es la base y el corazón de «la civilización del amor»; es así como la familia vive su responsabilidad por el bien común; pero es y construye esa civilización en la medida en que es y actúa como familia y por lo que respecta a los padres esa tarea se concreta, en buena parte, en la paternidad y maternidad responsables [10]. Para llevar a cabo ese cometido la familia, los esposos no se encuentran solos: por el sacramento del matrimonio el Señor está con ellos y les acompaña a fin de que puedan realizar con éxito la misión que les ha sido confiada [11]. Dentro de este contexto la exposición de los diferentes temas sigue un guion bien determinado: el de los contenidos de los mandamientos cuarto, quinto, sexto y noveno, sobre la base del mandamiento del amor que es la síntesis de todos los demás [12].
Sin embargo, no es propósito de estas líneas hacer el análisis de los diferentes aspectos de la Carta v.g. la naturaleza, principales contenidos, estilo [13], etc. Me voy a referir tan sólo a una de las líneas que, en mi opinión, atraviesa y da cohesión a toda la reflexión que el Papa dirige a las familias. Por otra parte, emerge con claridad de los textos de la Escritura que inspiran la meditación del Papa, especialmente de Efesios (Ef 5, 21-6; Ef 9) [14]; y significa una insistencia mayor en la doctrina del Concilio Vaticano -de Lumen gentium y Gaudium et spes-, de Familiaris consortio y de todo el magisterio de Juan Pablo II. Es la doctrina del matrimonio como vocación y «camino de santidad» [15]. Se busca, sobre todo, subrayar la especificidad o peculiaridad de esa vocación. Esa reflexión se inicia con el análisis de algunas características de la Carta con el fin, precisamente, de señalar el marco o contexto -al menos en algunos aspectos- en el que se expone la doctrina de la vocación propia de la institución matrimonial; derivan también del ya citado lugar de la Carta a los Efesios, (Rf 5, 21-6.9), sin lugar a dudas un texto clave en toda la exposición.
l. La carta a las familias: características
Con palabras del Papa, comentando Efesios 5, «podemos constatar fácilmente que el contenido esencial de este texto 'clásico' aparece en el cruce de los dos principales hilos conductores de toda la Carta a los Efesios: el primero, el del misterio de Cristo que, como expresión del plan divino para la salvación del hombre, se realiza en la Iglesia; el segundo, el de la vocación cristiana como modelo de vida para cada uno de los bautizados y cada una de las comunidades, correspondiente al misterio de Cristo, o sea, el plan divino para la salvación del hombre» [16]. En este contexto la Carta a las Familias, se dirige a las familias a fin de recordarles su responsabilidad en la construcción de «la civilización del amor» que, en el caso de la familia cristiana, consiste, en definitiva, en hacer realidad existencial la salvación del hombre y de la humanidad.
1. La familia cristiana: realismo y esperanza
Se puede decir que el «anuncio» de la Iglesia sobre la familia se sintetiza de alguna manera en la expresión «¡Familia, ‘sé’ lo que ‘eres’»! [17]. La actuación de la familia -y también la que se deba realizar desde otras instancias en relación con esa institución-, ante los diferentes problemas que se presenten, debe responder siempre a las exigencias más profundas de su «ser» e identidad. Tan sólo mediante la coherencia con su verdad interior será posible configurar su «existir» en el ámbito de la auténtica libertad. Una dimensión que sólo con la fe y desde la fe -con la ayuda de la Revelación y la gracia- es dado descubrir y realizar en su más honda y radical plenitud.
El realismo, por eso, es una de las características más salientes del «evangelio» de la familia que proclama el Magisterio. No tanto porque tiene delante a las familias que viven, con sus problemas concretos, cuanto porque es un anuncio «salvador»: en efecto, de esa manera la familia -cuantos la componen- es capaz de superar la «dureza del corazón» [18], conocer con seguridad la verdad sobre la familia, y también vivirla con fidelidad. Esa virtud salvadora -se debe recordar- se introduce en la realidad de la familia sin ningún tipo de violencia, precisamente porque la elevación a la dimensión nueva y superior propia de la Redención es la vía para que esa institución se despliegue en toda su amplitud como realidad creada y natural. «La familia es tanto más humana cuanto más cristiana sea». La consecuencia que se deduce es clara: tan contrario al realismo de la fe -al evangelio de la familia- es la sobrevaloración de las dimensiones coyunturales e históricas, que confundiría la verdad de esa institución con el hacer y acontecer diarios, como la huida o desatención de ese cotidiano vivir, refugiándose quizás en una espiritualidad mal entendida.
En la fidelidad a la verdad según las palabras y el don de Cristo hay que situar la razón profunda del dinamismo apostólico que ha de distinguir siempre a la familia como escuela de humanidad y formadora de cristianos y en esa misma fidelidad se apoyan también la esperanza y optimismo que impregnan las consideraciones sobre su futuro. Porque, como denuncia con frecuencia el Magisterio, aunque no son fáciles ni exentas de contradicción las circunstancias en que a veces ha de ponerse en práctica el «evangelio» de la familia, es también cierto que no son pocas las familias que realizan gustosamente la obra que Dios les ha confiado [19]. Y nunca se puede olvidar que la fidelidad a la verdad debe ser siempre modeladora de la realidad. Por otra parte, la autenticidad tiene un efecto multiplicador, como claramente se descubre si se valora adecuadamente la condición del hombre, capaz -por ello- de reconocer y amar la verdad y el bien a los que se siente atraído como por connaturalidad.
Esta es la razón de que la Carta a las Familias -y los textos del Magisterio- centren su atención en la familia cristiana. A parte de que desde el punto de vista pastoral y práctico no tiene gran interés situar la reflexión en un orden de cosas o economía distinta de la presente -la del hombre creado y redimido-, es sólo la familia cristiana la que lleva a plenitud la verdad de esa realidad. Nos situamos así en el marco de la historia de la salvación.
2. El matrimonio y la familia: consideración conjunta
La familia cristiana es vista no tanto en sí misma, cuanto desde la misión que ha de realizar hacia dentro y fuera de sí misma. De ahí que -sobre todo a partir del Concilio Vaticano II- el Magisterio se refiera frecuentemente a la familia como «sujeto» indispensable y creativo de su propia existir y actividad, más que como «objeto» sobre el que se debe actuar. Ahí radican la urgencia y necesidad de que cuantos integran la familia sean conscientes y están bien formados en lo que atañe a la naturaleza y ámbito de su misión. En este sentido cuando se analizan o denuncian las situaciones de dificultad en que viven, los riesgos que amenazan a las familias, no se pretende tanto presentar la panorámica de las situaciones en que se encuentran, sino, sobre todo, señalar los horizontes en los que tienen que ejercer su misión. Conocer esas situaciones es una de las primeras condiciones para actuar con éxito según la propia responsabilidad.
Se señala ciertamente cómo debe ser el «hacer» de la familia en relación con los diferentes aspectos y cuestiones, y se perfila con trazos claros la misión que debe realizar. Pero sobre todo se pregunta por la raíz última de ese quehacer o misión; y, en consecuencia, el designio de Dios, Creador y Redentor, viene a constituir siempre la referencia y eje de toda la exposición.
Esta es la razón de que la familia aparezca siempre vinculada al matrimonio que es su origen y su fuente [20]. El matrimonio y la familia son, evidentemente, dos instituciones que ni pueden confundirse ni deben identificarse; pero, por designio de Dios, se hallan tan estrechamente relacionadas entre sí que, de hecho, son inseparables: ambas se exigen y complementan. De ahí que al separarlas -incluso a nivel de exposición doctrinal- tanto la familia como el matrimonio mismo se desvanecen. La familia sin matrimonio, aquella «familia» que no tiene su origen en el matrimonio, da lugar a formas de convivencia -los distintos tipos de poligamia, uniones de hecho, matrimonios a prueba etc.- que nada tienen que ver con la auténtica institución familiar. Y viceversa: el matrimonio que no se orienta a la familia, conduce a la negación de una de sus características más radicales -la indisolubilidad- y se sustrae de la primera y más fundamental de sus finalidades: la procreación y la educación de los hijos.
Es evidente que para atender a los requerimientos doctrinales y pastorales no hace falta desarrollar por completo la entera doctrina sobre el matrimonio; pero no es menos evidente que, para alcanzar aquel objetivo, habrá que abordar las cuestiones más fundamentales que plantea el matrimonio. Porque es el matrimonio el que decide sobre la familia, al recibir -ésta de aquél- su configuración y dinamismo [21].
3. El matrimonio en el misterio de Cristo
En la individuación y análisis de las cuestiones la Carta procede a partir de la consideración de la realidad sacramental del matrimonio. Con ello no hace otra cosa que lo que hicieron Jesucristo y los Apóstoles: anunciar la grandeza de la misión que el Creador ha asignado desde «el principio» al matrimonio y que el Redentor ha restaurado de un modo todavía más admirable. El horizonte de la exposición es, por tanto, el misterio de Cristo Salvador -se insiste una vez más-, la historia de la salvación. Esta línea de profundización, así como su exposición y aplicación pastoral, con duce sin riesgos a objetivos que son irrenunciables en la teología y en la predicación sobre el matrimonio: por ejemplo, la distinción entre el matrimonio como realidad humana de la creación y el matrimonio como sacramento, propio de los bautizados; a la par que se evita la peligrosa dicotomía entre el orden de la Creación y el de la Redención.
Puesto que el matrimonio forma parte del designio realizado por Dios desde «el principio», la doctrina sobre esa institución ha de tener en cuenta la consideración del plan originario de Dios: cuál ha sido la voluntad primera del Creador sobre el matrimonio -y, por tanto, sobre la familia- reflejada en la historia de la salvación. Es justamente el camino que adopta el Señor -se ha subrayado líneas arriba-, cuando dialoga con los fariseos acerca del matrimonio: les remite -confirmándoselas- a las enseñanzas relativas al matrimonio que se contienen en Génesis (Gn 1-3) [22]. De aquel análisis se concluye que el matrimonio es obra de Dios, una institución determinada por Dios con características y finalidad propias: «el mismo Dios es el autor del matrimonio al que ha dotado de bienes y fines varios» [23]. El hombre y la mujer, «formados a imagen y semejanza de Dios» [24], han sido creados en dualidad de sexos que se atraen y complementan mutuamente en orden a la procreación [25]. Pues bien, el desarrollo inmediato y natural de estas dos exigencias a nivel personal -salvaguardando la dignidad de la persona humana- desemboca en el matrimonio monogámico e indisoluble [26].
El Concilio Vaticano II pone de relieve el sentido de comunidad de vida y amor que es propio del matrimonio. Pero, junto a ello se insiste también en que la esencia más Íntima del matrimonio está en hacer, del hombre y de la mujer, «una sola carne» [27]. Y ser una sola carne significa que ambos vienen a ser «como una sola persona» porque están vinculados en sus cuerpos y en sus almas: «Esta unidad a través del cuerpo ('y serán los dos una sola carne') indica, desde el principio, no sólo el 'cuerpo' sino también la comunión encarnada de las personas -communio personarum y exige esta comunión desde el principio» [28].
Con esto es fácil llegar a dos conclusiones: la primera, que el matrimonio es «unidad en la carne», siendo la comunidad de vida y amor una derivación -la manifestación- de esa unidad en la carne; la segunda, que el amor esencial al matrimonio, aquél que forma parte de su esencia, no es el amor como hecho, sino el amor comprometido: el deber de amarse. El amor de hecho, en cambio, sólo es indisoluble o perpetuo de modo tendencial, pues el hecho del amor pertenece a la historia del hombre, y por consiguiente está sujeto a posibles cambios. Si ese amor como hecho se considerase esencial en el matrimonio, se incidiría en el equívoco de reducir la fidelidad indisoluble a un ideal, y no a una propiedad del matrimonio; terminado ese amor-sentimiento, dejaría de existir la esencia del matrimonio y, por tanto, el matrimonio mismo.
Se hace así necesario evitar dos extremos igualmente demoledores de la identidad matrimonial: la «institucionalización excesiva» y el «personalismo exagerado». La visión institucional y la personalista no tienen por qué oponerse, sino que se exigen y complementan mutuamente. De esta manera el vínculo, o alianza matrimonial, cobra su significación profunda y verdadera: la indisolubilidad, por ejemplo, no podrá ser concebida como condición accidental y extrínseca -algo yuxtapuesto o paralelo al amor conyugal-, sino que se verá como requisito indispensable de autenticidad, como una genuina manifestación del amor conyugal. «El aspecto institucional, lejos de ser una traba para el amor, en su culminación» [29], el camino necesario para la realización personal.
El designio de Dios sobre el matrimonio desvelado en «el principio» (cf. Gn 1-3) contempla el primer hombre y la primera mujer; pero al mismo tiempo descubre el futuro terreno de todo hombre y de toda mujer que se unirán en matrimonio a lo largo de la historia. Por eso el Señor remitirá a este texto, de actualidad en su tiempo y para todas las épocas. La unión del primer hombre y la primera mujer es, en este sentido, el «comienzo» y el «modelo» de todas las uniones matrimoniales futuras.
El matrimonio forma parte del designio de Dios sobre la humanidad, «desde el principio». El plan originario, desvelado en la historia de la salvación, es que la «alianza esponsal» entre el hombre y la mujer «sea signo y expresión de la comunión de amor entre Dios y los hombres» [30], cuya revelación llega a la plenitud con la Encarnación y entrega de Cristo en la cruz [31]. Con la venida de Cristo, el designio de Dios sobre el matrimonio es que el amor de los esposos sea imagen y símbolo no sólo del amor y comunión entre Dios y los hombres sino del amor de Cristo con la Iglesia; y que lo sea precisamente como expresión y realización de ese amor. «Por medio del sacramento del Matrimonio el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos» [32] y «la comunidad íntima de vida y amor conyugal, fundada por el Creador, es elevada y asumida en la caridad de Cristo, sostenida y enriquecida por su fuerza redentora» [33]; el sacramento hace que «la recíproca pertenencia (de los esposos) sea representación real (...) de la misma relación de Cristo con la Iglesia» [34].
El sacramento, por tanto, confirma el designio originario de Dios; es decir, mantiene todas las características queridas por Dios «desde el principio» como propias de la unión conyugal: lo que era «desde los orígenes» -no otra cosa- es lo que se eleva a sacramento. Y, además, introduce esa realidad creacional en una dimensión nueva, cuya originalidad primera consiste en hacer que «los esposos participen y estén llamados a vivir la misma caridad de Cristo en la cruz [35] de un modo particular y propio. En los bautizados -esa es la consecuencia- la condición sacramental no se introduce como algo yuxtapuesto o paralelo a la realidad natural de su matrimonio; la misma institución creacional es penetrada y elevada en y desde su misma interioridad.
II El matrimonio, camino de santidad
De la doctrina de la llamada universal a la santidad son puntos principales, según resalta el Concilio Vaticano II, que la santidad a la que están llamados los cristianos es una y la máxima para todos y que cada uno debe alcanzarse según los propios dones y gracias y recibidos. Pero de qué manera se especifica y concreta existencialmente en los casos y vidas concretas. Eso es lo que ahora tratamos de analizar.
1. Origen sacramental de la vocación matrimonial
El matrimonio es una de las formas de seguimiento e imitación de Cristo. Instituido por Dios y elevado por Cristo a sacramento de la Nueva Ley, es una verdadera vocación sobrenatural que responde admirablemente a la estructura y condición humana. Pues bien, si se quiere penetrar en el sentido vocacional del matrimonio, es decir determinar el alcance y la peculiaridad de la vocación matrimonial, la manera adecuada de hacerlo es remontarse hasta el sacramento -hasta la consideración sacramental- del matrimonio. Porque el sacramento decide últimamente sobre la vocación de los casados en la historia de los hombres y en la historia de la salvación.
El papel decisivo que el sacramento del matrimonio desempeña en la vida de los que se casan y en la familia está en que determina tanto el surgir como el «ser» y el desarrollarse de la vocación matrimonial. El momento de la celebración del sacramento del matrimonio hace que un hombre y una mujer concretos se conviertan en marido y mujer, en sujetos actuales de la vocación y de la vida matrimonial. El matrimonio es el sacramento de la vocación de los casados.
En relación con la vocación matrimonial son varios los puntos que se deben resaltar a partir de la relación sacramento-matrimonio. Primero, que el sacramento constituye el origen y determina la vocación de matrimonio, en el sentido de que toda la vida matrimonial y familiar encuentra ahí su fundamento y justificación. Antes de la venida de Cristo -como realidad de la Creación-, en cuanto memorial del amor de Dios al hombre a la vez que anuncio y profecía de la donación de Cristo en la Cruz. Después de la muerte del Señor -como sacramento de la Redención: sacramento en sentido estricto-, en cuanto realización y actualización de ese mismo amor de Cristo y de Dios. La tarea vocacional propia de los casados -a la que son llamados por el sacramento recibido- es hacer visible el amor de Cristo y de Dios: ser signos y testigos vivos del amor de Cristo por la Iglesia a través de las vicisitudes de la vida matrimonial y familiar.
Otro punto que debe subrayar es que el sacramento del matrimonio no da lugar a una segunda vocación en los casados -ni cristiana ni tampoco matrimonial- que vendría a sumarse a la que les correspondería por su matrimonio en cuanto institución de la Creación. (Ello supondría, junto a otras cosas, no haber penetrado suficientemente en la doctrina de la identidad e inseparabilidad entre pacto o contrato y sacramento en el matrimonio de los bautizados). Se trata, por el contrario, de la misma vocación a la que corresponde una doble fundamentación, desvelada a su vez en etapas o fases sucesivas: la de la Creación y la de la Redención. En el orden práctico y existencial eso lleva a concluir que, para vivir la vocación sobrenatural del matrimonio, es absolutamente necesario valorar en toda su profundidad y amplitud la realidad matrimonial, en cuanto institución natural; por otro lado, se ve cómo la sacramentalidad -lejos de separar a los esposos cristianos de las realidades y cometidos en los que viven inmersos con el resto de los hombres- les lleva a modelarlos según el designio y plan de Dios.
Aquí está la razón de que el Apóstol, en el texto clásico de Efesios 5, se dirija a los esposos cristianos a fin de que «modelen su vida conyugal sobre el sacramento instituido desde el principio por el Creador: sacramento que halló su definitiva grandeza y santidad en la alianza nupcial de gracia entre Cristo y la Iglesia. En el «gran sacramento» de Cristo y de la Iglesia los esposos cristianos descubren el fundamento y espacio sacramental de su vocación y vida matrimonial [36].
2. La peculiaridad de la vocación matrimonial
Por el bautismo los esposos cristianos participan y están insertos ya en el misterio del amor de Cristo por la Iglesia. (Esta es una característica propia de todo sacramento). Sin embargo, esa participación reviste una peculiaridad específica en el sacramento del matrimonio. En líneas generales esa especificidad consiste en que esa inserción en el misterio del amor recíproco entre Cristo y la Iglesia se lleva a cabo por medio de la conyugalidad, a través de la condición de marido y mujer. La corporalidad, en su modalización de masculinidad y feminidad, es entonces el modo necesario y propio de los esposos -en cuanto esposos- de relacionarse entre sí y con Cristo. «Los esposos participan de él [del amor nupcial de Cristo por la Iglesia] en cuanto esposos, los dos, como pareja, hasta tal punto que el primer e inmediato efecto del matrimonio (res et sacramentum) no es la misma gracia sobrenatural sino el lazo conyugal cristiano -el vínculo indisoluble-, una comunión entre los dos típicamente cristiana porque representa el misterio de la encarnación de Cristo y su misterio de alianza. Y el contenido de la participación en la vida de Cristo es también específico: el amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los componentes de la persona -llamada del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad-; apunta a una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no tener más que un sólo corazón y una sola alma; exige la indisolubilidad y la fidelidad en la donación recíproca definitiva; y se abre a la fecundidad» [37].
Por el matrimonio el amor de Cristo-Esposo por la Iglesia-Esposa se sirve de los esposos, como de instrumentos vivos, para amarse mutuamente entre sí como marido y mujer. El sacramento hace posible que puedan vivir su propia relación con Cristo dentro y a través de las recíprocas relaciones conyugales. El diálogo conyugal es la manera específica -propia de los casados- de construir su vida como «comunión interpersonal», en cuanto despliegue y derivación de esa profunda «unidad en la carne» [38] que han venido a ser por el sacramento. De la estructura de esa «comunión» forma parte, como elemento esencial -es criterio de autenticidad-, la disponibilidad a la paternidad o maternidad [39].
Y como el sacramento «acompaña siempre a los esposos a lo largo de toda su existencia» [40] -mientras la muerte no los separe-, la conciencia viva del sacramento recibido deberá constituir el hilo conductor de la espiritualidad matrimonial y familiar. Hasta conseguir que la entera existencia diaria sea de verdad un acto de culto a Dios -no sólo el momento de la celebración sacramental-; porque «todas sus obras, preces y proyectos apostólicos; la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren pacientemente, se convierten en hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (1P 2, 5)» [41].
Valorar en todo su alcance el sentido vocacional del matrimonio supone penetrar primero en la originalidad de la vocación cristiana comunicada por el bautismo. Porque es esta vocación -no otra- la que, después de la celebración del matrimonio, han de seguir los casados en su vida matrimonial y familiar. En consecuencia, la radicalidad es una característica esencial de la vocación matrimonial, como de cualquier otra vocación. En efecto, no se puede olvidar que los diferentes modos de ser en la Iglesia están siempre al servicio y ordenados a constituir el marco de lo que es original y primario: ser en la Iglesia, cuya puerta es siempre el bautismo.
Lo específico del sacramento del matrimonio se inserta en la dinámica de conformación e identificación con Cristo en que se resume la vida cristiana iniciada con el bautismo. Lo que, lejos de atenuar las exigencias ordinarias de radicalidad y santidad del bautismo, es motivo, por un lado, de que se vean urgidas por un nuevo título -el sacramento del matrimonio- y, por otro, de que se concreten en unas formas existenciales determinadas, es decir la vida conyugal y familiar.
3. El Matrimonio, sacramento de la mutua santificación de los esposos
Cada uno de los sacramentos hace que la santidad de Cristo llegue hasta la humanidad del hombre; es decir, penetra el hombre -el cuerpo y el alma, la feminidad y la masculinidad- con la fuerza de la santidad. (Nada más contrario a una doctrina sacramental auténtica que una concepción maniquea o dualista del cuerpo y del hombre). En el matrimonio la santificación sacramental alcanza a la humanidad del hombre y de la mujer, precisamente en cuanto esposos, como marido y mujer.
El sacramento -en cuanto tal- es una acción transitoria, que pasa; tiene lugar en un momento determinado, cuando los que se casan, celebran el sacramento por medio del mutuo consentimiento matrimonial (el matrimonio in fieri). Pero hace posible que la alianza iniciada entonces pueda verificarse a lo largo de toda la vida, precisamente en cuanto realidad sagrada y sacramental, porque por el sacramento está insertada en la alianza de Cristo con la Iglesia. Efecto del sacramento es que la vida conyugal -la relación interpersonal propia de marido y mujer, de la que es inseparable la disposición a la paternidad y a la maternidad- esté elevada a una dimensión de santidad real y objetiva. La corporalidad -el lenguaje de la corporalidad- está en la base y raíz de la vocación matrimonial a la santidad, como el ámbito y la materia de su santificación: «Todos los cristianos -enseña en este sentido el Concilio Vaticano II- en cualquier condición de vida, de oficio o circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar día a día con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre celestial, con tal de cooperar con la voluntad divina, manifestando a todos, incluso en una servidumbre temporal, la caridad con que Dios amó al mundo» [42].
El matrimonio es fuente y medio original de la santificación Je los esposos. Pero lo es -sobre ello interesa llamar la atención ahora- «como sacramento de la mutua santificación» [43]. Lo que quiere decir fundamentalmente que: a) el sacramento del matrimonio concede a cada cónyuge la capacidad necesaria para llevar a su plenitud existencial la vocación a la santidad que ha recibido en el bautismo; y b) a la esencia de esa capacitación pertenece ser, al mismo tiempo e inseparablemente, instrumento y mediador de la santificación del otro cónyuge y de toda la familia. En la tarea de la propia y personal santificación -la santificación se resuelve siempre y en última instancia en el diálogo de la libertad personal y la gracia de Dios- el marido y la mujer han de tener siempre presente su condición de esposos y, por eso, al otro cónyuge y a la familia.
La Revelación se sirve de las analogías «marido-mujer» y «cuerpocabeza» para expresar el misterio y la naturaleza de la unión de Cristo con la Iglesia. Y estas mismas analogías, por ser signo e imagen de la realidad representada, sirven a su vez para revelar e iluminar la verdad sobre el matrimonio [44] y también la mutua función santificadora de los cónyuges.
«En virtud del pacto de amor conyugal el hombre y la mujer no son ya dos, sino una sola carne (Mt 19, 6; cfr. Gn 2, 24) [45]. A partir de ese momento, permaneciendo los dos como personas singulares -cada uno de los esposos es en sí una naturaleza completa, individualmente distinta- son en lo conyugal, en cuanto masculinidad y feminidad -modalidad a la que es inherente la condición personal- una única unidad. Ha surgido entre ellos el vínculo conyugal por el que constituyen en lo conyugal una unidad de tal naturaleza que el marido pasa a pertenecer a la mujer, en cuanto esposo, y la mujer al marido, en cuanto esposa. Hasta tal punto que cada uno debe amar al otro cónyuge no sólo corno a sí mismo -corno a los demás hombres- sino con el amor de sí mismo. Un deber que, por ser derivación y manifestación de la «unidad en la carne», convertida a su vez por el sacramento en «imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo Místico del Señor Jesús» [46], abarca todos los niveles -cuerpo, espíritu, afectividad ...- y ha de desarrollarse más y más cada día. En la tarea de reflejar la unión entre Cristo y la Iglesia, de la que participan, los esposos -es obvio- siempre pueden crecer más.
Las mutuas relaciones entre los esposos reflejan la verdad esencial del matrimonio -y consiguientemente los esposos viven su matrimonio de acuerdo con su vocación cristiana- tan sólo si brotan de la común relación con Cristo y adoptan la modalidad del amor nupcial con el que Cristo se donó y arna a la Iglesia. La peculiaridad de su participación en el misterio del amor de Cristo es la razón de que la manera de relacionarse los esposos sea -objetiva y realmente- materia y motivo de santidad; y también, de que la reciprocidad sea componente esencial de esas relaciones.
Por el matrimonio los casados se convierten «corno en un sólo sujeto tanto en todo el matrimonio corno en la unión en virtud de la cual vienen a ser una sola carne» [47]. Es claro que -como se decía antes- los esposos, después de la unión matrimonial, siguen permaneciendo corno sujetos distintos: el cuerpo de la mujer no es el cuerpo del marido, ni el del marido es el de la mujer. Sin embargo, ha surgido entre ellos una relación de tal naturaleza que la mujer en tanto vive la condición de esposa en cuanto está unida a su marido y viceversa. De la misma manera que la Iglesia sólo es ella misma en virtud de su unión con Cristo.
Ahora bien, «el amor de Cristo a la Iglesia tiene corno finalidad esencialmente su santificación: 'Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella... para santificarla (Ef 5, 25-26)' [48]. Por eso, dado que el sacramento del matrimonio hace partícipes a los esposos de ese mismo amor de Cristo y los convierte realmente en sus signos y testigos permanentes, el amor y relaciones mutuas de los esposos son en sí santas y santificadoras; pero únicamente lo son -desde el punto de vista objetivo- si expresan y reflejan el carácter y condición nupcial. Si esta condición faltara tampoco llevarían a la santidad, porque ni siquiera se podría hablar de amor conyugal auténtico. La santificación del otro cónyuge -el cuidado por su santificación-, desde la rectitud y fidelidad a la verdad del matrimonio, es, por tanto, una exigencia interior del mismo amor matrimonial y, consiguientemente, forma parte de la propia y personal santificación.
La tarea de los esposos -en la que se cifra su santificación- consiste en advertir el carácter sagrado y santo de su alianza conyugal -participación del amor esponsal de Cristo por la Iglesia- y modelar el existir de sus vidas sobre la base y como una prolongación de esa realidad participada. Algo que tan sólo es dado hacer con el ejercicio de las virtudes sobrenaturales y humanas, en un contexto de amor a la Cruz, condición indispensable para el seguimiento de Cristo. La alianza conyugal, en sí misma santa, es entonces santificada subjetivamente por los esposos a la vez que es fuente de su propia santificación. De esta manera, además, sirve para santificar a los demás, porque -entre otras cosas gracias- al testimonio visible de su fidelidad, se convierten ante los otros matrimonios y los demás hombres en signos vivos y visibles del valor santificante y profundamente liberador del matrimonio. El matrimonio es el sacramento que llama de modo explícito a un hombre y una mujer determinados a dar testimonio abierto del amor nupcial y procreador.
4. El sacramento del matrimonio como «don» y como «ethos»
Cuando la Encíclica Humanae vitae recuerda que los esposos cristianos deben vivir «su vocación hasta la perfección» mediante el cumplimiento fiel de los propios deberes, señala igualmente que, para ello, «son corroborados y como consagrados» «con el sacramento del matrimonio» [49]. El texto, aparte de insistir en la especificidad de la vocación matrimonial, resalta el aspecto sobre el que ahora se quiere reflexionar: «al hombre se le da en el matrimonio el sacramento de la redención como gracia y signo de la alianza con Dios, y se le asigna como ethos» [50].
Con la gracia santificante -el matrimonio es un sacramento de vivos que confiere el aumento de la gracia en los que no ponen óbice- este sacramento produce una gracia sacramental peculiar. Es, en el fondo, el derecho a recibir, de parte de Dios, los auxilios específicos necesarios para vivir su matrimonio según el designio divino. Con estos auxilios los esposos se verán capacitados para hacer que el existir diario de su matrimonio -respecto de sí mismos y los demás; y en relación con las propiedades, fines, etc.- se convierta en imagen y signo fiel del amor de Cristo y de la Iglesia. El hecho de que, por el sacramento, el misterio del amor y unión de Cristo con la Iglesia se hace realidad de manera particular y específica en el matrimonio de los esposos cristianos es, por tanto, origen y cauce de la gracia propia de la vida conyugal. En otro caso no se podría hablar de sacramento -porque no sería un signo eficaz de la gracia- o no se podría hablar de un sacramento peculiar y distinto de los demás, ya que no produciría unos efectos y gracias específicos y particulares [51].
Los deberes y exigencias propios del matrimonio -cuyo resumen último se concreta en ser «el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación» a través de su condición de esposos y padres- han de verse siempre como expresión de la vocación. La relación sacramento-vocación lleva a descubrir el carácter de «don» que tiene el matrimonio a la vez que de «misión»: el matrimonio es un don confiado por Dios a los esposos como misión. Es una misión que -debe recordarse siempre- se presenta como exigencia y realización de la misma verdad del matrimonio, en cuanto que tan sólo de esa manera se puede vivir el matrimonio de acuerdo con el proyecto y designio de Dios. La fidelidad a la vocación es, pues, el itinerario de la verdadera y auténtica libertad de los esposos.
El matrimonio concedido al hombre como don y como gracia es una expresión eficaz del poder salvífico de Dios, capaz de llevarle hasta la realización plena del designio de Dios. Primero, porque le libera de la «dureza del corazón» en la que está inmerso por el pecado original y que dificulta el entender correctamente la verdad del matrimonio; y después porque comporta la entrega efectiva de las gracias para superar los obstáculos que en ese cumplimiento puedan sobrevenir. Con el sacramento los cónyuges cristianos son ayudados por la presencia del Espíritu Santo en su corazón, que les guía hasta el descubrimiento de la verdad de la vocación matrimonial inscrita en la humanidad de su corazón, y les impulsa orientar y configurar sus vidas según la ley de Dios [52].
Como «ethos» el sacramento del matrimonio es, en el fondo, «una exhortación a dominar la concupiscencia», y, por tanto, a vivir la virtud de la castidad de la manera que les es propia, sin la cual es imposible conseguir aquel dominio [53]. Del sacramento nace como «don» y como «tarea» la libertad del corazón -el dominio de la «concupiscencia»- con la que es posible «vivir la unidad, y la indisolubilidad del matrimonio y además el profundo sentido de la dignidad de la mujer en el corazón del hombre (como también de la dignidad del hombre en el corazón de la mujer) tanto en la convivencia conyugal como en cualquier otro ámbito de las relaciones recíprocas» [54].
Cuando se afirma que uno de los fines del matrimonio es servir de «remedio a la concupiscencia» se está diciendo sin más que al matrimonio -como sacramento- le corresponde como don o gracia particular -también como tarea- dominar el desorden de las pasiones, estableciendo la armonía y libertad del corazón. En este contexto «el matrimonio significa el orden ético introducido conscientemente en el ámbito del corazón del hombre y de la mujer y en el de sus relaciones recíprocas como marido y mujer» [55].
La consideración sacramental del matrimonio conduce a poner de relieve que el hombre y la mujer «históricos» -los que viven-, aunque son «hombres de la concupiscencia», son, sobre todo, los hombres llamados a vivir y caminar «según el Espíritu» [56]. Aunque la «concupiscencia» pueda, en ocasiones, arrastrarles hasta el error y el pecado, sigue siempre inscrita en su interior la llamada a abrazar la verdad, abandonando el error. El sacramento del matrimonio es, por eso, fuente y razón de la esperanza y tono ilusionante con que ha de desarrollarse siempre la vida de los esposos cristianos. Por encima de cualquier obstáculo o contrariedad está siempre vencedora la gracia del «don» que recibieron. ¡Es el amor esponsal de Cristo por la Iglesia el que ellos participan y vive en ellos por el sacramento!
5. Los sacramentos de la Eucaristía y de la Reconciliación en la santificación de la familia
La Eucaristía es la consumación de la vida cristiana y el fin de todos los sacramentos [57], es la «cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza [58]. A la Eucaristía está estrecha e íntimamente vinculado el matrimonio cristiano y, en consecuencia, la santificación de los casados y de la familia cristiana.
El matrimonio -se decía líneas arriba- es participación y signo de la alianza de amor de Cristo con la Iglesia, que en cuanto sellada con la sangre de la Cruz es representada en el sacrificio eucarístico; hace, por tanto, que la alianza conyugal de los esposos deba ser un trasunto y como la prolongación del sacrificio de la Eterna y Nueva Alianza. En la entrega y donación de la Eucaristía encuentran los esposos el modelo que configura y anima desde dentro la entrega y donación de su propia existencia conyugal y familiar.
Dado que la participación de los esposos en el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia es real y no sólo intencional, en el amor matrimonial se da ya un dinamismo interior capaz de conducir a los esposos a vivir aquí el estilo del amor de Cristo representado en la Eucaristía. Pero con la Eucaristía ese dinamismo es reforzado y robustecido: de tal manera el sacramento eucarístico transforma en Cristo al hombre, que éste llega a vivir su misma vida, se reproducen las acciones de Cristo por que se piensa y ama como El, es decir de su Amor. Cada vez que los esposos participan de la Eucaristía -supuestas obviamente las debidas disposiciones- su amor se transforma cada vez más dentro de la novedad de significación que les es propia en «don» y «comunión» que son, por otro lado, las características más típicas del sacramento del Altar.
Consiguientemente la celebración y participación eucarística es fundamento y alma de la santificación de la familia [59] y también de su dinamismo misionero y apostólico [60]. Lo que desde el punto de vista práctico ha de llevar en primer lugar a la participación frecuente -diaria si es posible- en la Eucaristía; y después, a convertir todo el día en su prolongación y preparación. Eso quiere decir que «la Eucaristía ha de ser siempre el centro y la raíz de la vida interior» [61].
También el sacramento de la Penitencia ocupa un lugar importante en la santificación de la familia cristiana. No sólo de las familias que se encuentran en dificultades o en situaciones irregulares, sino también de las que viven empeñadas en realizar el designio de Dios sobre sus vidas, ya que la conversión y la reconciliación son notas distintivas del vivir de los cristianos mientras caminan por la tierra. Por eso la vida de la familia cristiana ha de estar ligada siempre a la celebración del sacramento de la Reconciliación.
El significado particular (que el sacramento de la Reconciliación tiene) para la vida familiar [62] se descubre en seguida con sólo advertir que, entre sus efectos, están los de hacer crecer y, cuando es necesario, recomponer y restablecer la alianza y comunión familiar. Porque el perdón de Dios, al quitar el pecado, reconcilia y restablece la amistad del hombre consigo mismo y también con los demás; ya que, según es claro desde la consideración de la auténtica naturaleza del pecado, la ruptura con Dios en que consiste su verdadera esencia es -no otra cosa- el origen de la ruptura con el hombre. Por eso, al crecer o restablecerse según los casos -mediante el perdón- la alianza y comunión con Dios, por lo mismo crece y se restablece también la amistad y comunión con uno mismo y con los demás hombres. (No se puede, en efecto, amar a Dios sin amar al mismo tiempo todo cuanto Dios ama). El perfeccionamiento y la construcción existencial del amor matrimonial -el amor es el alma y la norma de la comunión matrimonial y familiar- tiene, por tanto, en el sacramento de la Reconciliación «su momento sacramental específico» [63].
De ahí que los matrimonios cristianos hayan de sentir en su interior -sin que nadie tenga que recordarlo desde fuera- la «urgencia» de acudir al sacramento del Perdón. De manera necesaria cuando se haya producido una ruptura grave de la alianza y comunión matrimonial en cualquiera de sus formas y, de cualquier modo, es decir, de pensamiento, palabra u obra. Y muy convenientemente, en la circunstancia de que esa ruptura no hubiera sido grave. Porque sólo cuando el hombre y la mujer que han pecado se encuentran en Dios gracias al perdón sacramental, se puede hablar de perdón mutuo y de verdadera reconciliación entre ellos. Es así, porque sólo entonces ha desaparecido del todo y de verdad -no sólo aparentemente- el muro y la ruptura que los separaban. Por otro lado, en el sacramento de la Reconciliación encuentra, cada cónyuge, las gracias específicas para otorgar y recibir -en la parte y modo que a cada uno corresponda- el perdón y la reconciliación que tan frecuentemente se han de vivir en la existencia de las familias cristianas.
Augusto Sarmiento en dadun.unav.edu/
Notas:
1. Conc. Vat. II, Const. Past. Gaudium et spes, 2 (En adelante se cita GS).
2. JUAN PABLO II, Carta a las Familias, 2 (En adelante se cita CF).
3. CF 3. Al respecto se lee en esta misma Carta: «En nuestra época este tesoro es explorado a fondo en los documentos del Concilio Vaticano 11 [cf., en particular, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, nn. 47-52]; interesantes análisis se han hecho también en los numerosos discursos que Pío XII dedica a los esposos [especial atención merece el Discurso a las participantes en el Congreso de la Unión Católica Italiana de Comadronas, 29 octubre 1951]; en la Encíclica Humanae vitae de Pablo VI; en las intervenciones durante el Sínodo de los Obispos dedicado a la familia (1980), y en la Exhortación apostólica Familiaris consortio» (Ibidem, 23).
4. CF 23.
5. Ibidem.
6. Ibidem, 3.
7. Ibidem, 2, 23.
8. Ibidem, 23.
9. Ibidem, 4.
10. Cf. Ibidem, 12.
11. Cf GS, 48; cf. JUAN PABLO, Exh. Apost., Familiaris consortio, 13 (En adelante se cita FC); CF 18-19.
12. Cf. CF 22.
13. Es la primera vez -hace notar el Pontificio Consejo para la Familia- que un Pontífice se dirige directamente a las familias sin recurrir a la mediación de los obispos, los teólogos y los pastores en general.
14. Cf. CF 23.
15. La expresión está tomada de san Josemaría Escrivá de Balaguer. Como bien se sabe la proclamación solemne de la doctrina sobre la llamada universal a la santidad es una de las líneas-fuerza de la renovación pedida por el Concilio Vaticano II (cf. Const. Lumen gentium, 32). Y como pionero de esa doctrina ha sido ampliamente reconocida la figura de san Josemaría Escrivá de Balaguer. Respecto del matrimonio es particularmente significativa la homilía El matrimonio vocación cristiana, en Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 1974, nn. 22-30.
16. JUAN PABLO II, Aloe. Nella nostra conversazione, 4. VIII. 1982, n. 3.
17. FC, 17.
18. Cf. Mt 19, 8.
19. CF 5: «Que (...) constituya ante todo un testimonio alentador por parte de las familias que, en la comunión doméstica, realizan su vocación de vida humana y cristiana. ¡Son tantas en cada nación, diócesis y parroquia! Se puede pensar razonablemente que esas familias constituyan 'la norma', aun teniendo en cuenta las no pocas situaciones irregulares».
20. Al respecto se podrían multiplicar las referencias de la Carta. Baste citar entre otros los nn. 7-10.
21. Cf. JUAN PABLO II, Homilía a las familias, 12. X. 1980, n. 5.
22. Cf. Mt 19, 1-12; Mc 10, 2-12; cf. CF 7, 18.
23. GS 22; cf. CF 7-8.
24. Gn 1, 26.
25. Cf. CF 6, 8.
26. Cf. CF 7-8.
27. Gn 2, 24; Mt 19, 4-6.
28. JUAN PABLO II, Aloc. Seguendo la narrazione, 14. XI. 1979, n. 5; cf. CF 8.
29. lDEM, Discurso C'est avec joie, 23. II. 1980, n. 3.
30. FC 12; cf. CF 18-19.
31. Cf. FC 13; cf. CF 18.
32. GS 48; cf. CF 18-19.
33. FC 12.
34. Ibidem.
35. Ibidem.
36. Cf. CF 19.
37. FC 13.
38. Gn 2, 24. La Carta Apost. de JUAN PABLO II, Mulieris dignitatem -sobre la dignidad de la mujer- es una meditación profunda sobre esta doctrina a partir sobre todo de los textos de Gn 1, 27-28; Gn 21, 18-25 y Ef 5, 25-32; cf. entre otros, los nn. 6-7, 10, 23. (En adelante se cita MD).
39. Cf. CF 12.
40. FC 56; Cf. CF 18-19.
41. CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 34.
42. Ibidem, 41. El subrayado es nuestro.
43. Cf. FC 11.
44. Cf. CF 19. Al respecto dice la Carta Apost. Mulieris dignitatem, 23: «En el texto paulino (Ef 5, 25-32) la analogía de la relación esponsal va contemporáneamente en dos direcciones que constituyen la totalidad del 'gran misterio' ('sacramentum magnum'). La alianza propia de los esposos 'explica' el carácter esponsal de la unión de Cristo con la Iglesia y, a su vez, esta unión -como 'gran sacramento'- determina la sacramentalidad del matrimonio de los esposos como alianza santa de los esposos, hombre y mujer».
45. FC 19; cf. CF 8.
46. Ibidem.
47. JUAN PABLO II, Aloe. Nelle precedenti, 25. VIII. 1982, n. 3.
48. MD 6.
49. Cf. PABLO VI, Ene. Humanae vitae, 25.
50. JUAN PABLO II, Aloc. Abbiamo analizzato, 24. XI. 1982, n. 7.
51. El matrimonio (sacramentum tantum) produce el vínculo conyugal (res et sacramentum) y la gracia del sacramento del matrimonio (res tantum). Sin embargo, no existe unanimidad en los autores a la hora de explicar el modo en el que las gracias y auxilios determinados son concedidos de hecho a los esposos en las diferentes circunstancias y necesidades. La respuesta, como es sabido, está ligada a la concepción que se tenga sobre la causalidad de los sacramentos.
52. Cf. JUAN PABLO II, Aloc. lniziamo oggi, 28. VII. 1982. Hablar del matrimonio como sacramento es situarse en el marco de la Historia de la Salvación y contemplar al hombre histórico y concreto -sometido a la «concupiscencia»-, en la perspectiva de «el principio» -la situación en que fue creado- y en la «escatológica», la que llegará a vivir en la resurrección.
53. GS 51.
54. Cf. MD 14, 17.
55. JUAN PABLO II, Aloe. Durante le precedenti, 12. l. 1982, n. l.
56. Cf. Ga 5, 16.
57. Cf. CONC. VAT. II, Decr. Presbyterorum ordinis, 5; cf. S. TOMÁS, III, q. 73, n. 3.
58. Cf. IDEM, Const. Sacrosanctum Concilium, 10.
59. Cf. CF 18.
60. Cf. FC 57.
61. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, cit., nn. 86 y 87.
62. FC 58; cf. CF 18.
63. Cf. Ibidem.
Ramón Tamames
Introito
La ponencia que presento es resultado de una larga elaboración; nutrida de lecturas e ideas de mucho tiempo atrás, y de otras que provienen de aportaciones muy recientes; además de toda una serie de conversaciones y debates a los que he podido asistir sobre las muy diversas cuestiones que aquí se tratan. Con la alentadora idea personal de que, en edad ya provecta, se mantiene vivo el deseo de encontrar respuestas a inquietudes largamente sentidas.
El origen del título del libro del que esta ponencia es anuncio, ya lo he comentado más de una vez, se produjo durante mi segunda vuelta al mundo, en 1994, cuando al llegar al aeropuerto de Papeete, en Tahití, mi esposa (Carmen Prieto-Castro) y yo, vimos una enorme ampliación allí expuesta del cuadro de Paul Gauguin conocido como “¿De dónde venimos, ¿qué somos, adónde vamos?”. Mi comentario de entonces fue inmediato: “Este será el título de un libro mío, en el futuro…”
Y con el trabajo que derivó de ese impulso, ya muy avanzado, mencionaré que en los últimos años se han publicado dos obras con títulos casi idénticos, inspirados en la misma fuente de Paul Gauguin.
De la primera de esas publicaciones, es autor Jeremy Rifkin: La civilización empática. La carrera hacia una conciencia global en un mundo en crisis, que apareció en 2009. Y el segundo caso, mucho más próximo, por mi amistad con su autor, es el del biólogo español Francisco J. Ayala —Premio de la Fundación Templeton—, quien en 2015 publicó una colección de ensayos bajo el título global de ¿De dónde vengo? ¿Quién soy? ¿A dónde voy? Un libro al que hemos tenido ocasión de hacer una reseña, para la revista Leer, Juan Arana y yo mismo.
Ahora, veintidós años después, mantengo el título literal de la pintura de Gauguin, pero con un subtítulo que creo refuerza la idea de mi nueva obra: El sentido de la vida en un universo antrópico. Por la sencilla razón de que sea o no antrópico el cosmos, lo cierto es que somos, que se sepa, los únicos que lo
estamos observándolo; como también estamos transformando el planeta azul, hasta el punto de que geológicamente vivimos en la era del Antropoceno.
Ante las preguntas que figuran al frente de esta ponencia, y del propio libro, el escéptico de turno podría decir que el autor se mete en camisas de once varas. Comentario inevitable, que me recuerda la vieja y a mi juicio zafia sentencia, que no aforismo, de “zapatero, a tus zapatos”. Según la cual, cada uno debe resignarse a verse aherrojado en su propio cubículo de oficio, sin beneficio; por mucho que la actual sociedad de conocimiento no tenga ni fronteras ni compartimentos.
Quienes frecuentan frases tan obsoletas como la citada, olvidan —servata distantia— lo que sucedió en la Grecia del siglo de Pericles, cuando formidables filósofos, astrónomos, matemáticos, geómetras, rapsodas, y artistas de
los más diversos géneros, se preguntaban sobre cuestiones del más alto interés; que todavía hoy siguen vigentes en el ágora de la discusión. Algo que sucedió, asimismo, en el Renacimiento, al superarse las sapiencias limitativas y compartimentadoras del Medioevo. A lo cual ha de agregarse el recuerdo de la Ilustración, que dio vida a los primeros planteamientos ya claramente holísticos, con sistemas coherentes de ciencia, filosofía y política. Pues como dijo Kant, en ¿Qué es la Ilustración? [1]: aquella fue la época en que la Humanidad salió de su minoría de edad y asumió la libertad para preguntarse sobre cualquier cuestión.
Como también debemos poner de relieve el hecho de que las tres preguntas aquí planteadas tienen características aporéticas. Es decir, hacen referencia a cuestiones en que surgen dificultades de respuesta, aparentemente imposibles.
Y es cierto que esas las tres interrogaciones que nos hacemos son aporéticas, pero no es menos verdad que muchas aporías que se presentaron inicialmente como tales, luego han sido resultas, merced a avances cognitivos o a cambios del paradigma de cosmovisión. Y eso es lo que podrá pasar con los tres cuestionamientos, al ponerse cerco a lo aporético, mediante la ciencia, para un día llegar al fondo de la cuestión: cuándo sucederá eso, es otra cosa que no cabe contestar hoy [2].
Y a partir de esas ideas básicas, en esta ponencia se trata de contestar siguiendo un íter que recorremos en diez apartados más un final.
1. De dónde venimos
1.1. El universo en expansión: ¿del big bang al big crunch?
Al querer responder a la primera de las tres preguntas, de dónde venimos, traeré al recuerdo una idea incisiva de Rubén Darío, que supo estremecerse poéticamente ante el destino del hombre:
Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto […]
y no saber,
ni de dónde venimos, ni adónde vamos [3].
Actualmente, creo que sabemos más que en los tiempos del gran vate nicaragüense: todo empezó con el big bang (para muchos, el fiat lux del Génesis, y en la física moderna el intuido huevo cósmico del clérigo belga G. Lamaître), que marcó el nacimiento del espacio-tiempo; cuando la materia se expandió en forma de plasma de partículas subatómicas, hoy encriptadas en los propios átomos: electrones, quarks, bosones, muones… Según fue descubriéndose merced al gran colisionador de hadrones (LHC) del CERN en Ginebra, que en cierto modo reproduce el big bang a pequeña escala y permite vislumbrar el hecho de que al final, todo puede ser energía (teoría de cuerdas).
Así las cosas, hoy podemos constatar de dónde venimos: de la materia originada a partir de aquel primer instante, seguido de los primigenios hidrógeno y helio, para pasar luego a más de un centenar de elementos químicos, que surgieron en el cosmos por transmutación en los hornos estelares. A lo cual se debe la circunstancia de que tantas veces se diga que somos hijos de las estrellas.
Y la observación reciente del inmenso espacio cósmico que nos rodea, llevó a Edward Fredkin —profesor de la Carnegie Mellon University (Pensilvania) y pionero en Física digital— y Seth Lloyd —profesor de ingeniería en el MIT—, a considerar que el universo se desarrolla siguiendo el programa de un superordenador cuántico-gravitacional. De cuyo origen se mantiene todo el misterio, que se extiende igualmente a la gran pregunta de “¿Y qué había antes del big bang?”. Precisándose a veces, desde un enfoque trascendente: “¿Qué hacía Dios antes del instante de la creación?”. La única respuesta dada hasta ahora a tales indagaciones es que “Dios estaba prefigurando el infierno para quienes hicieran preguntas como esas” [4].
En cualquier caso, el universo está en expansión, desde las primeras observaciones del citado Lemaître, hasta Gamow; pasando por Hubble, para quien las galaxias eran como pequeños universos dentro de un cosmos en pleno movimiento; oyéndose aún, desde el fondo del espacio, la resonancia del gran estallido, el big bang, que dijo Fred Hoyle, ironizando con tal calificativo la hipótesis de cómo empezó el espacio/tiempo.
Pero también puede suceder —hipótesis cada vez con menos seguidores— que el universo en expansión, en un proceso de destrucción y recreación de estrellas, planetas y galaxias, en vez de llegar un momento en que todo sea frío y sin luz, pasemos a un proceso de contracción: big crunch. Con la vuelta a empezar, en lo que sería un universo oscilante, con la amnesia cósmica entre uno y otro latido. Por lo demás, el universo en que estamos, tal vez no sea único, y haya otros diferentes: el multiverso a que se refiere el joven cosmólogo Max Tegmark.
De lo que sí podemos estar seguros es que desde el primer catálogo de Hiparco de hace 2.500 años, con no más de un millar de estrellas, hoy sabemos de billones de éstas, millones de galaxias, e innumerables orbitaciones de planetas. Una inmensidad que ya no es insondable, por los ingenios (observatorios y sondas espaciales), creados por la NASA, la Agencia Europea del Espacio, Rusia, Japón, China, e India. Será un inmenso atlas de todo el espacio, o por lo menos hasta donde alcancemos en la misión de observadores…
1.2. Millones de años de soledad, paradoja de Fermi y universo antrópico
En relación con la misma primera pregunta ¿de dónde venimos?, hay que reflexionar, ante todo, sobre la soledad humana. Porque, que se sepa, a los efectos prácticos, como veremos, hay que ser científicamente escépticos sobre la posibilidad de que en el futuro podamos relacionarnos con sociedades inteligentes en el espacio exterior.
Más concretamente, con el Proyecto Ozma y luego con el SETI (Search for Extra Terrestrial Intelligence), se ha experimentado desde 1960, durante cincuenta y seis años, en la idea de que una sola señal artificial de radio venida de fuera sería demostrativa de una inteligencia extraterrestre, lo que acabaría siendo el mayor acontecimiento en la historia de la humanidad… Pero tal cosa no ha sucedido hasta el momento, y por ello no es fácil aceptar la probabilística, muy poco asentada, de la Ecuación de Drake, sobre potenciales miríadas de formas de vida ahí arriba. Porque, si hubiera tantas como suponía Carl Sagan y como hoy sostiene el propio Frank Drake, alguna de esas civilizaciones tendría que habernos detectado; pues en 13.800 millones de años, desde el big bang, ha habido tiempo para todo…
Y ahora mismo, después del Programa SETI, la exploración de exoplanetas fuera del Sistema Solar, se hace, fundamentalmente, desde el observatorio espacial Kepler, que ya dispone de una muestra de más de 2.000 de esos cuerpos celestes. A pesar de lo cual, no se ha resuelto la pregunta de si hay alguien ahí fuera. Pudiendo decirse que en cualquier caso será difícil, por las más que especiales circunstancias que han hecho posible la vida en la Tierra; que como ha popularizado Bill Bryson en Una breve historia de casi todo [5], son un conjunto de circunstancias difíciles de encontrar simultáneamente en un solo planeta en el inmenso universo, y que hacen del hábitat global en que vivimos, un caso único para el hombre que lo usufructúa:
Un excelente emplazamiento, a la distancia más adecuada del Sol, para conseguir luz y energía.
La configuración interior de la Tierra también más adecuada, con dos núcleos concéntricos, que configuran nuestro protector campo magnético.
Una hermana fundamental, la Luna. Un satélite que, en contra de lo que sucede con los demás del sistema solar, presenta un gran diámetro comparativo, lo que supone el mejor estabilizador de la Tierra.
El calentamiento global, hoy hipertrofiado por la era industrial, que normalmente nos asegura una temperatura media de 15 grados, cuando sin el efecto invernadero, sería de -20.
Y muchas particularidades más.
Por todo lo indicado, creo que encaja bien el subtítulo de esta ponencia —el sentido humano de la vida en un universo antrópico—, que indudablemente tiene su enjundia: estamos en un espacio que algunos estiman fue creado ad hoc, para que surgiera la vida en el planeta Tierra; que fue concebido, por alguna decisión cósmica, a fin de que el propio hombre, una vez evolucionado y con grandes poderes, tuviera, desde esa plataforma, la oportunidad de conocer el universo, que objetivamente acaba siendo antrópico [6].
El carácter antrópico señalado, marca una cierta prevalencia —hasta cuándo no lo sabemos—, de que la especie humana es superior a cualquier otra inteligencia que pueda darse en el cosmos. Porque si efectivamente llegaran respuestas alienígenas a nuestras señales de radio (recuérdese el programa SETI), o si se encontrara el planeta Kepler definitivamente habitado, tales contactos etéreos no tendrían continuidad; por tratarse de emisiones originadas hace millones o miles de millones de años, cuyos orígenes seguramente ya no existirían; lo que hace aún más que aceptable la Paradoja de Fermi.
Más en concreto, el citado gran sabio nuclear fue de lo más escéptico sobre la vida extraterrestre: “seguro que nunca veremos a esos hombrecillos verdes”, dijo en cierta ocasión: será difícil el contacto, pero si llega, no nos cambiaria en prácticamente nada, pues el diálogo cósmico parece imposible.
Y precisamente en esa misma línea de reflexión, en su libro Cinco mil millones de años de soledad, Lee Billings, un estudioso estadounidense, ha hecho un resumen de los intentos de búsqueda de vida extraterrestre [7]. Llegando a la conclusión de que la meta que persiguen los alienófilos es que los próximos cinco mil millones de años de soledad de la Tierra no sean tan solitarios como los primeros 5.000 millones.
Sin embargo, Billings no oculta su escepticismo, porque la Tierra, sostiene, “es muy rara”: nuestro sistema solar no está situado en ninguno de los dos brazos espirales de la galaxia, donde hay gran número de novas, estrellas cuyas eyecciones radioactivas impiden cualquier clase de vida. De modo que la Tierra, ubicada entre los brazos espirales de la Vía Láctea, desde hace miles de millones de años, es una zona particularmente tranquila [8].
En conclusión, a todos los efectos, somos una especie altamente desarrollada, y si no estamos solos en el universo es como si lo estuviéramos, por la dificultad de establecer contacto con los presuntos alienígenas. En definitiva, como postuló Isaac Asimov —quien desde la ciencia ficción anticipó tantas cosas para la propia ciencia, es posible que vivamos en un planeta de montaje: se nos ha puesto aquí para ser observados, para apreciar cómo evolucionamos; y también para apostar sobre si seremos capaces de desentrañar todos los misterios del universo. Ese puede ser uno de los grandes cometidos de la especie humana, lo que hace de la creación científica la función tal vez más relevante de nuestra sociedad, y que da un sentido a la vida de la especie.
1.3. La fuerza de la evolución y el idioma del ADN
También hay que preguntarse de dónde venimos desde el punto de vista biológico. Y a ese respecto, cabe decir que hubo un big bang de la vida orgá- nica: todo pudo surgir de una bacteria, nacida en una tormenta cósmica de- dentro del planeta; con un elan impulsor hasta ahora inexplicado, a pesar de los intentos de Oparin y sus seguidores.
En cambio, sí se ha demostrado, por Carl Woese —microbiólogo esta- dounidense (1928-2012), junto con sus colaboradores, en la década de 1970—, que mediante el análisis comparativo de determinados genes presen- tes en una serie de especies, todos los organismos vivientes hoy compartimos un ancestro único. Al que se da el nombre de Luca, por la sigla de Last Universal Common Ancestor, que vivió entre 3.800 y 3.500 millones de años atrás, en las rocas en las que se han hallado sus fósiles.
La otra idea sobre cómo surgió la vida en la Tierra se expresó en la panspermia, sugerida inicialmente por Svante Arrhenius: una o varias semillas arribaron del espacio exterior, a bordo de meteoritos o cometas, para sembrar nuestro planeta y originar los primeros especímenes vivos, una hipótesis que no resuelve el problema del primer origen. Por lo demás, está claro que la evolución se desarrolló en la Tierra, y lo que pudiera venir de fuera, ni sabemos exactamente qué fue (si es que hubo algo), ni cuándo, ni cómo llegó.
El hecho es que, en la muy larga evolución a partir de Luca, todos los seres vivientes somos eslabones de un mismo linaje, según se desprende del descubrimiento, a mediados del siglo XX, del ADN (los trabajos de Ochoa y Kornberg y sobre todo de Watson y Crick). De modo que con las cuatro bases químicas esenciales —las letras A, T, C y G—, se construyen los peldaños que se apoyan en la doble hélice. Lo que para algunos vendría a ser — así lo dijeron el presidente Clinton y Francis Collins, director del Proyecto Genoma—, el alfabeto y a la postre el mismísimo idioma de Dios.
En consecuencia, desde hace unos 3.800 millones de años la vida que hoy conocemos en toda su riqueza está realizando un largo viaje a bordo del Navío Espacial Tierra (NET, Boulding dixit), dentro del sistema solar. Con una serie de protecciones para los habitantes de la Tierra que ha permitido el nacimiento y evolución de la propia vida, a pesar de las permanentes turbulencias del espacio sideral.
Más concretamente, en el Planeta Tierra, tenemos defensas contra ciertas radiaciones —la ionosfera—, la capa de ozono nos protege de los rayos ultra- violetas y, además, contamos con el fenómeno del calentamiento global; pues la acumulación de CO2 y otros gases de efecto invernadero, nos permiten vivir con una temperatura media de 15ºC, que en otro caso se situaría en el entorno de los -20ºC. Otra cosa es que, en los tiempos recientes, la elevación de esa temperatura en 4 o 6 grados más de la temperatura media preindustrial, significaría una situación de calentamiento global y cambio climático de consecuencias dramáticas para la vida en el planeta azul.
Biológicamente, los especímenes que somos, venimos del proceso de la evolución, advertida por muchos —entre ellos el griego Empédocles y el español de la Ilustración Félix de Azara—, y que definitivamente se formuló como teoría por Charles Darwin y Russel Wallace en 1858, en la Sociedad Linneana de Londres, con sendos escritos de los dos citados zoólogos. Apreciándose, después, una fuerte aceleración evolutiva, a partir de extinguirse los grandes saurios —de lo más oportuna—, que abrió paso a la prevalencia de los mamíferos, hasta llegar al día de hoy, al homo sapiens en el periodo geológico del antropoceno.
Pero aún no se ha explicado definitivamente el paso de unas especies a otras, por mucho que se hable de adaptación al medio, de azar y necesidad, de superioridad de los mejores, de selección natural, etc. Si bien recientemente, esos cambios también los estudia la biología molecular, siendo ya posible la evolución acelerada a través de la biotecnología de organismos genéticamente modificados.
Por lo demás, sobre la posible creación de vida por el hombre en el futuro, el debate está servido, y va a seguir indefinidamente. Sin que hasta ahora —a pesar de lo que diga Craig Venter— se haya creado verdaderamente vida artificial. Si bien no cabe desechar la idea de que esa creación sea un día factible [9].
2. ¿Qué somos?
2.1. Dueños de la tierra más inteligencia artificial
¿Qué somos? es la segunda pregunta: somos, ya lo hemos visto, homínidos superiores, separados del tronco de los demás primates, hace unos siete millones de años, para culminar en el Homo sapiens unos 200.000 años atrás; emprendiendo desde entonces la más impresionante aventura, merced a la mejora en capacidades cerebrales y la creciente acumulación de conocimiento.
Ciertamente, con sólo un 3 por 100 de genes humanos somos diferentes del primate más próximo a nosotros. Con una superioridad todavía no plenamente explicada; aunque es bien conocido que los genes más humanos son los más extraordinarios.
Somos los dueños de la Tierra y los impulsores de la Ciencia. Pero no somos dioses. Y la propia especie humana está en peligro de autodestrucción: amenaza atómica, asteroides que viajan por el espacio, peligro del calentamiento global y del cambio climático, y otras posibilidades apocalípticas que aún están sin neutralizar. Y ante tanta amenaza, algunos manifiestan con sentido del humor: “Tranquilos, que los protagonistas sobreviven hasta el final de la película…”.
Lo que en cualquier caso resulta evidente, es que la humanidad, en número de 7.500 millones de personas en 2016 y 10.000 millones en 2100, se conoce mejor a sí misma; está más integrada, y aunque sea en un contexto histórico todavía acosado por los conflictos antes evocados, y por las pretensiones hegemónicas que persisten, va entrando progresivamente en la idea de que es necesario algún tipo de gobernabilidad global para el planeta, en correspondencia a la idea de que todos vivimos en un solo mundo [10].
En tales circunstancias y de cara al futuro, la evolución humana, con las mayores dosis de apoyo de la Ciencia y las nuevas tecnologías, insistimos, podría ser extraordinaria, en función de la inteligencia artificial (IA). Que empezó con Alan Turing —quien desentrañó los secretos de la máquina Enigma—, para hoy estar en la más acelerada expansión, de modo que, según pone de relieve Ray Kurzweil, la inmortalidad del hombre está próxima; la genética puede producir transformaciones importantes en la especie; la robótica incide de manera contundente en todo el sistema productivo; y surgirá, también, el dominio de la telepatía, según anuncia Zuckerberg, el CEO de Facebook.
En definitiva, es todo un mundo nuevo que va a necesitar de nuevas regulaciones para evitar que, en paráfrasis de Goya, los sueños de la razón puedan crear monstruos. Un apoyo más, por tanto, para una nueva ética global.
2.2. El sentido de la v ida y la condición humana
Ya en una segunda fase de saber qué somos, hay que preguntarse sobre el sentido de la vida, que se menciona en el subtítulo de esta ponencia y del libro. Sobre lo cual hay puntos de vista radicalmente diferentes.
«La vida es una equivocación», dice Ken Nealson, biólogo de la NASA, porque las proteínas, constituyen un proceso inexplicable. “Y lo mismo había planteado con anterioridad el también biólogo, premio Nobel, el francés François Jacob, que en cierto momento se lamentó de que «no caminamos hacia algo mejor». Y por su parte, el paleonto-biólogo Jay Gould, no ve que la evolución tenga sentido, de manera que, según él, todo podría consistir en un error. Una actitud análoga a la de Stephen Hawking, el físico, y Richard Dawkins, el biólogo: venimos de la nada, como individuos y como especie, y volveremos a la nada. Y todo ello en pretendida razón a la Ley de la Gravedad… ¿Y cómo surgió esa fuerza a la que tanta trascendencia se quiere atribuir? No saben, no contestan…
Es harto difícil aceptar que la vida es una equivocación, o un resultado del azar y la necesidad: “tanto esfuerzo cósmico para nada”, podría decirse, en contra de la ley de la máxima eficiencia de la naturaleza. De modo que lo más plausible es que la vida humana tenga un sentido individual (amor, conocimiento, sufrimiento y placer…) y colectivo; con toda una serie de fines: el avance de la ciencia, la mejora de la condición humana, incluso algún tipo de existencia ulterior a la muerte, como plantean la mayoría de las religiones. Tenemos necesidad de pensar sobre el tema, porque el sentido de la vida no está claro ni mucho menos. Y al respecto, Ludwig Wittgenstein hace casi un siglo decía que si bien la ciencia puede llegar a resolver los problemas
relacionados con los orígenes del universo, o incluso las estructuras básicas de la vida humana, respecto a lo esencial seguiríamos en la misma situación: aunque la ciencia avance, que es obvio que está avanzando, hay algo que no resuelve y que posiblemente no va a resolver [11].
Sólo la filosofía puede adelantar respuestas [12] y la resolución tal vez esté más relacionada con la condición humana. En ese sentido, son inspiradoras las palabras de Mahatma Gandhi: “Lo más atroz de las cosas malas, de la gente mala, es el silencio de la gente buena”. Ante lo cual, cabe preguntarse: ¿Eran muchos los nazis? ¿Son muchos los yihadistas?:
Muy pocas personas —recuerda el Dr. Emanuel Tanay, psiquiatra superviviente del Holocausto— eran nazis de verdad, pero muchos disfrutaban de la resurrección del orgullo alemán y aún más eran los que estaban demasiado ocupados para preocuparse. Yo era uno de los que pensaba en que los nazis eran un atajo de gente enajenada. Y así las cosas, la inmensa mayoría se sentó a dejar que todo sucediera, y antes de que nos diéramos cuenta, los nazis eran dueños de nosotros, se había perdido el control y el fin del mundo había llegado… [13].
En contra de esas actitudes —como en un célebre escrito también recordó Bertolt Brecht ante la subida imparable de Arturo Ui—, no cabe dejar que los acontecimientos más nefastos nos arrollen. Y es que hay gente muy valiosa, que sí ve el sentido a la vida; en la propia condición humana, que mira al futuro de distinta forma, al manifestarse en rebeldía contra lo que parece malo e inevitable. Tal como subrayó Andre Malraux en su obra titulada precisamente La condición humana, con un personaje líder de su novela, en quien afloran los mejores rasgos de dignidad, fraternidad y coherencia [14]; que conectan con el consuelo de la pesadumbre ajena y la caridad para los más necesitados (hoy solidaridad) a fin de cubrir tantas necesidades.
En fin de cuentas, la condición humana resulta ser una mezcla de decisión de lucha ante el destino adverso y lleno de peligros, con dignidad frente a la adversidad, y con solidaridad para con los más desfavorecidos. Y es que, en definitiva, frente a las expectativas más pesimistas de la inteligencia, está el optimismo de la voluntad, que dijera Antonio Gramsci en frase tan citada como difícil de olvidar.
2.3. Pueblo elegido, excepcionalismo, comunidad humana
Un tercer aspecto del qué somos, se corresponde con el mayor o menor protagonismo de ciertos colectivos. Y hoy, en el siglo XXI, ya no cabe la prevalencia de la idea de que haya algún pueblo elegido, como sucedió a los israelitas, que veían en Moisés y demás profetas, un enlace directo con Javeh, como el Dios de las batallas, que les daba órdenes y les anunciaba grandes sucesos. Eso es lo que efectivamente pensaba el pueblo del Antiguo Testamento de la Biblia: ser los pueblos elegidos para grandes realizaciones, primero en la tierra de promisión; y después en la historia del mundo, como de hecho rezaba Génesis con su mandato de creced y multiplicaos.
Otro pueblo presuntamente elegido y en tiempos muy recientes, fueron los ingleses integrados en el puritanismo de raíz calvinista, que llevaron su espíritu de empresa y sus afanes de vida democrática a las Trece Colonias, e origen mismo de los EE.UU. Desde 1620, hubo una nueva tierra de promisión, en la que los ciudadanos se engrandecerían al máximo, desde 1776, para dominar el mundo, en lo que definitivamente fue el siglo americano entre 1898 y 2001, la edad de oro del excepcionalismo en EE.UU.
Y como nueva excepcionalidad, plenamente actual, emerge la República Popular China, con los Han como herederos del Imperio del Centro, de los tiempos gloriosos de la dinastía Ming; que veían al resto de los humanos en un plano inferior, asignándose a ellos la función excelsa de representar la Armonía universal; esperando de los demás pueblos del mundo admiración y respeto. Tal como Henry Kissinger destaca que sucede con el sueño chino [15].
Sin embargo, la globalización que hoy va prevaleciendo en tantos aspectos de la vida, es inexorable, hace que sólo quepa hablarse de la humanidad como especie privilegiada; con su gran número de oportunidades de nueva creatividad y de autoorganización en torno a las Naciones Unidas, que han de contar con mayor capacidad de acción. Pero también con la responsabilidad de preservación del mundo mismo y de una sola civilización humana, como se planteó por primera vez en Estocolmo 1972 —primera Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo—, por Barbara Ward y René Dubos, con el mensaje de su libro Un solo mundo. Y como un solo mundo habremos de resolver los grandes problemas en la era de la globalización, según veremos al referirnos a la Comunidad Humana en armonía.
3. Adónde vamos
3.1. Punto omega, azar y necesidad
Y llegamos así, por último, a la tercera pregunta: ¿adónde vamos? Y dentro de lo que es toda una filogenia cósmica de incertidumbre, se tiene la sensación de que, incluso los más escépticos, no descartan la posibilidad de una evolución hacia un punto Omega (Teilhard dixit); o como quiera que pueda llamarse, en la idea de que la evolución tiene características teleológicas o teleonómicas, que le dan un sentido, en un camino de perfección con posibles metas físicas y espirituales que hoy sólo vislumbramos lejanamente.
Pero frente a esa hipótesis Omega, muchos científicos despachan rápidamente el tema, manifestando que sólo cabe creer en el azar y la necesidad; lo que a la postre podrían resultar una pseudo-teología: con su propio dios, Monod (basándose en Demócrito y Leucipo), y Dawkins y Hawking, los principales profetas actuales.
Y yendo al punto más difícil de la cuestión, se reproducen las reflexiones que el autor hizo durante un coloquio en el que participó hace tiempo [16]; dirigiéndose a un convencido de la idea desgarradora de la nada:
Eso que me refiere Vd., de que no hay un más allá de lo que sabemos y vemos, no es consistente. Y si aspira a convencerme definitivamente, le rogaría que me explique de qué va esta vida de que disfrutamos aquí y ahora. Pues no me negará que tiene poco de trivial y un mucho de extraordinaria e inexplicable. Y con sinceridad, no creo que cualquier otra existencia imaginable haya de ser más intrigante que ésta en que nos encontramos ahora mismo; vivimos sin ni siquiera habérselo pedido a nadie, para disfrutar, o padecer la vida según cada cual…
Por otro lado —insistí frente a mi interlocutor—, Vd., en su hipotética omnisciencia positivista, quizá no se haya parado a pensar lo extraño de nuestro caso: somos unos bípedos de frágil apariencia, pero capaces de funcionar hasta cien años o más, nutriéndonos de cualquier cosa para obtener la energía precisa, y lucubrando sin parar en nuestra mente.
En resumen, yo diría que quienes como Vd. niegan de forma apriorística cualquier posibilidad de trascendencia, caen en su propio fatalismo reduccionista, y por demás acientífico sin ningún beneficio de la duda… [17].
Y al final del adónde vamos, inevitablemente hay que plantearse si serán posibles los viajes interespaciales, salir definitivamente del Sistema Solar, para entrar en el inmenso espacio interestelar. Una idea a la que nos hemos acostumbrado desde Stanley Kubrik y Arthur Clarke con “2001, una odisea del espacio” (1967), por la ciencia ficción en el cine. Pero su viabilidad plantea dificultades casi increíbles como ya vimos. Así pues, si desde el viaje De la Tierra a la Luna (1865) de Julio Verne a la Misión Apolo con Neil Amstrong (1969), pasaron 104 años ¿cuánto demorará la materialización de las ideas contenidas en el también libro de Julio Verne, menos conocido, Héctor Servadac (1877), hasta hacerse realidad la navegación en el cosmos interestelar? No lo sabemos…
Es un tema del que ya nos hemos ocupado, implícitamente, al referirnos a la Paradoja de Fermi. Pero cabe aclarar que con las previsiones actuales lo más seguro es que no alcancemos nunca la velocidad de la luz en los vehículos espaciales humanos. Y por mucho que pueda superarse la velocidad máxima de 70.000 km. a la hora conseguida hasta el momento —con la sonda más veloz, la Voyager que se lanzó en 1977 y que ya está fuera del Sistema Solar—, las distancias de miles de años luz parecen imposibles… salvo que hubiera agujeros de gusano (Wheeler dixit), en forma de tubos de longitud increíble, en los que no habría ni espacio ni tiempo. Por lo que no cabe descartar toda posibilidad, en palabras de William Blake:
Todo lo que hoy vemos, fue un día imaginación.
Todo lo que hoy imaginamos,
podrá ser realidad mañana [18].
La conclusión pragmática de esos viajes imposibles (la vuelta a la Luna y la ida a Marte es como pasear por el vecindario más próximo), resulta que al margen de cualquier fantasía, seguiremos por siglos en el mismo planeta. Y que en la era de la tecno-aceleración estamos obligados a mejorar nuestro Navío Espacial Tierra, que se nos ha dado para vivir la especie. Y que no nos pertenece en absoluto: el usufructo es nuestro, pero su propiedad es de todas las generaciones actuales y venideras. Eso también forma parte del adónde vamos.
3.2. Ciencia y trascendencia
La relación entre religión y evolución de la sociedad humana siempre llamó poderosamente la atención de los antropólogos y demás científicos sociales. Hasta el punto de que muchos de ellos han relacionado el progreso humano con el hecho religioso, pues el hombre que vulgarmente llamamos primitivo, se planteó prácticamente las mismas preguntas que sirven de título a esta ponencia: desde sus dificultades de pervivencia, buscó un cierto sentido de la vida, y los fenómenos naturales los asoció con el poder de entes superiores. “Sin religión no se explica el paso del Pitecántropos al Homo Sapiens”, me dijo Jaime González-Torres Domingo en cierta ocasión [19].
En la vida del Homo sapiens o incluso antes, la religión ya tuvo un importante papel en la configuración de las sociedades humanas, con jerarquías organizativas que impulsaron definitivamente el progreso durante siglos, sin olvidar que el castigado incesto propició un mejor aprovechamiento del pool genético.
Posteriormente en el adónde vamos, surgieron, desde el Renacimiento, objeciones de la ciencia sobre la aspiración de una cierta trascendencia. Por la cual los filósofos griegos, experimentaron una gran inquietud: entre ellos Platón, con el Demiurgo, al margen de la mitología helénica registrada en la Cosmogonía de Hesiodo. Siendo muchos los que tras el largo dominio del tomismo con base en el magisterio casi infalible que se profesaba por Aristóteles, se opusieron al libre avance científico. Una actitud ante la cual se revolvió Galileo, que vio en el cielo de la noche las páginas del libro abierto del universo, para aprender su escritura y poder leerlo.
En ese sentido, el distanciamiento entre ciencia y religión se abrió de manera solemne, con el eppur si muove; se pronunciara o no esa frase. Pero filosóficamente, fue el Barón Holbach, en el Siglo de las Luces, quien difundió, en los círculos pensantes del París de la Ilustración, la idea de una existencia desprovista de cualquier clase de origen sobrenatural. En analogía a lo que hizo Laplace, en su célebre conversación con Napoleón, cuando le preguntó dónde situaba lo sobrenatural en su ciencia: “No necesito de esa hipótesis, Sire”, dicen que fue la contestación.
Después, ha habido de todo: científicos creyentes en la trascendencia como Pasteur, Schrödinger, Collins, o Ayala; y no creyentes, como Haeckel, Hoyle, Hawking, Dawkins. Pero si algo está claro, es que no se ha cumplido la profecía de Karl Marx, de mediados del siglo XIX, cuando predijo que en una centuria más, no habría religión, y que la ciencia lo ocuparía todo.
Lejos de eso, hoy prosigue el hecho religioso, y en algunos lugares, más activo que nunca; si bien es cierto que hay un declive de la práctica religiosa en determinados espacios, sobre todo en Europa. Pero también es cierto que hasta los filósofos más agnósticos se acercan al hecho religioso, recurriendo frecuentemente a Ernst Bloch y su religión sin Dios, volviendo en cierto modo al Derecho Natural y a los principios de la fraternidad; a lo que nunca renunciaron las principales religiones.
En todo caso, está claro que entre los credos monoteístas, el Cristianismo es el que ha tenido máximo desarrollo, con una Trinidad siempre misteriosa: el Todopoderoso es el padre creador; el Hijo, fue el heraldo Dios/hombre de la nueva relación con la humanidad; y el Espíritu, resultó ser el inspirador de grandes retos que recibían su respuesta, como sucedió inicialmente con el Paráclito iluminando a los apóstoles.
Y de hecho, Cristo, a lo largo de su vida pública, como subrayaron Ernest Renan [20] y tantos otros, fue la transición de la Antigua Alianza de Yavé, Dios de las batallas a favor de los israelitas —el pueblo elegido—, al nuevo Reino de Dios, del amor y la fraternidad; para el que Juan el Bautista fue el profeta (un Elías revivido), y Jesús, el propio Mesías.
La buena nueva, el Evangelio, se extendió desde Palestina por las iglesias de Asia y de Grecia, y en ello Saulo de Tarso, convertido en Pablo, hizo la más alta contribución, llegando a la mismísima Roma, para hacer del cristianismo un credo universal [21]. Que Constantino oficializó (Edicto de Milán, 313) con todo el peso del poder, abriendo una nueva fase muy larga, tras la cual sólo con los más recientes Concilios se ha recuperado la libertad de las creencias frente al poder del Estado. Se da así un nuevo énfasis a las palabras de Jesús de Nazaret, al tiempo que crecen el ecumenismo y las conexiones entre ciencia y creencias trascendentes, que se hacen más fluidas.
Claro es que el científico siempre tendrá que buscar el fundamento de cualquier proposición [22]; cosa que no sucede con la religión, que presume la eventualidad de situaciones que no cabe demostrar. Pero aquí, como en otros casos, lo religioso equivalen a una ficción científica (que es como debería denominarse lo que vulgarmente llamamos ciencia ficción), de modo que la religión podría estar anticipando cuestiones que un día podrían ser verificadas por la ciencia.
Todo lo dicho hasta aquí sobre ciencia y trascendencia da un mayor relieve del principio esperanza, que pasamos a considerar.
3.3. El principio esperanza y las cuatro preguntas de Kant
¿Y en el adónde vamos, qué pasa con la fe?: pues que cabe considerarla como un don, que reciben algunos, pero no todos ni siempre. Por lo cual es sumamente interesante el testimonio que nos da Manuel Fraijó de dos grandes maestros de la teología cristiana, Karl Rahner y Karl Barth.
Preguntado el primero de esos maestros si de veras se consideraba creyente, respondió con aire taciturno: “Sí, pero no a tiempo completo”. Y en cuanto a Rahner, calificado por H. Fries como “el mayor testigo de la fe del siglo XX”, resulta que solo se consideraba creyente a intervalos. Es más, dijo que ser cristiano no es un estado, sino una meta, un ideal: propiamente no es correcto decir “soy cristiano”, sino “aspiro a ser cristiano”. Y esa actitud no es solamente de Rahner, sino de una alta y creciente proporción de cristianizados [23].
También cabe traer aquí a colación al filósofo canadiense Charles Taylor, uno de los mayores analistas del declive religioso en los países más desarrollados:
Hoy las personas no tienen claro el sentido de la vida. Hace siglos sabían que cada cual tenía que ganarse la salvación —como se decía en Quebec— obedeciendo a la Iglesia, siendo un buen cristiano. Y se tenía un temor inmenso a ser condenado. El significado de la vida era tan claro que nadie se quejaba de la falta de sentido. Con los cambios, hay quien cree que la vida no tiene sentido.
Con un enfoque pesimista, Albert Camus dejó escrito: “Lo importante es pensar con claridad y abandonar toda esperanza”. Obviamente, no es la tesis de estas líneas —y recordamos ahora a Manuel Fraijó— porque sin esperanza todo se seca, la vida se torna lánguida e imposible; “en tanto que la otra esperanza, la que promete el final de la hegemonía maldita de la muerte como último destino de los seres humanos está al borde de lo desorbitado, pero no es imposible adherirse a ella. Más de un millar de millones de cristianos, lo hacen con la mirada puesta en Jesús de Nazaret”.
Ante esas dificultades de la fe, lo que hoy predomina es otra virtud igualmente teologal: la esperanza. Y en ese sentido, algunas de las más lúcidas reflexiones sobre ella, nacieron precisamente entre los escombros de la II Guerra Mundial. En los años en que Ernst Bloch, escribió su gran libro El principio esperanza, que nació como resultado del esfuerzo y de la precariedad de un emigrante que, huyendo de Hitler, arribó a Nueva York con lo puesto y sin medios de subsistencia. Y Bloch se pasó la vida dándole vueltas al “qué puedo esperar”, la tercera de las cuatro preguntas de Kant. Y de fechas más próximas es el alegato en favor de la esperanza contenido en la obra El coraje de existir, de Paul Tillich, teólogo protestante del siglo XX [24]. En definitiva, la esperanza es una fuerza formidable, sobre todo cuando se une a la tercera virtud teologal, la caridad.
Y pensando en todas esas cosas —mientras escribía estas líneas en mi despacho, escuchaba en la radio El Mesías de Haendel, en la placidez de la noche—, me vinieron a la memoria las relaciones entre las tres preguntas de mi libro y las cuatro que hace dos siglos y medio formuló Kant en ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me es permitido esperar?, ¿qué es el hombre? ]De la Crítica de la Razón Pura y también de la Crítica del Juicio [25].
¿Qué puedo saber? Esa primera interrogación es la que en este libro tratamos de responder con el de dónde venimos, cuestión que abordamos a través del conocer científico, siempre sujeto a revisión. Hoy podemos saber mucho, bastante más que en los tiempos del peripatético filósofo de Königsberg [26].
Y cuando ya sé algo, puedo escoger la vía a seguir. Esto es la segunda interrogante kantiana: ¿qué debo hacer?: lo mejor será el cauce de la vida, un quehacer, en el que uno va haciéndose a sí mismo, porque somos herreros de nuestra propia suerte. En cambio, si no tengo claro lo-que-debo-hacer, o si creo que sólo debo seguir mis deseos circunstanciales, los más gratificantes de cada momento, mi vida no será plena. Debe elegirse la senda, con acierto o con errores, de las tres razones: la pura, la crítica y la del juicio.
¿Qué me cabe esperar? es la tercera cuestión que se planteó Kant: Y es que lo mismo que el adónde vamos. Y a ese respecto, está claro que no es lo mismo vivir con esperanza que sin ella: si no se espera nada, ¿qué consistencia puede tener la vida? Si no hay algo que estimule y propicie el esfuerzo, flaquearemos más pronto que tarde. De ahí la búsqueda, muchas veces angustiosa y compulsiva, de la diversión, del placer y el aturdimiento, que son otros tantos síntomas de la falta de esperanza.
Y también de ahí, la pesquisa por el conocimiento de la ciencia, o de la propia existencia de una inteligencia superior, Dios en su nombre más universal. De modo que algunos encuentran el sentido de la vida en un cierto escepticismo (estoicos), y otros la ven como el placer mismo (hedonismo), o se entusiasman con la Ciencia (espíritu científico), desde la religión se persigue la fe, o al menos principio esperanza. Son, pues, cuatro ideales distintos, pero que a veces se entrecruzan; como también cabe un mix que puede resultar de lo más interesante y también de lo más humano.
¿Qué es el hombre? es la última interrogación kantiana, equivalente al qué somos del tríptico de Gauguin. ¿Es el hombre un animal evolucionado, o resulta ser más bien una pasión inútil? ¿Sigue siendo el hombre un misterio insondable, el embrión del superhombre del futuro? ¿O somos simplemente un ser existente cuyo sentido es precisamente buscar el propio sentido de la vida?
3.4. La comunidad humana: We, the people of the world
A propósito de lo anterior, reexamino algunos pasajes de mi discurso de ingreso en esta Real Academia, “Globalización y soberanía mundial. Un ensayo sobre la paz perpetua en el siglo XXI”. En el que quise plantear que para conseguir las soluciones globales en lo político, económico y social de cara al adónde vamos, se necesita que la sociedad humana actual pase de la soberanía nacional a una soberanía mundial, con un principio del tipo de “We, the people of the World…”, que también es un principio esperanza. No será el Reino de Dios, pero sí la comunidad humana futura en armonía.
Lógicamente, con el estado de tensión que va a originar la nueva dinámica vital de la humanidad, en razón a los más altos niveles de avance científico-tecnológico, se creará una problemática inimaginable hoy. Lo cual, obliga, por la mínima cautela, a una serie de acuerdos, más pronto que tarde, para evitar que se rompan los viejos equilibrios por completo antes de disponer de nuevas estructuras globales organizativas.
En esa línea de inquietud, ¿cabe imaginar cómo podría ser la sociedad humana dentro de mil años? Si para entonces pervive la especie, todo será diferente. Y si en vez de un milenio hablamos de un millón de años, ¿qué cabe esperar?: ni la mente más prodigiosa de ahora podría hacer una predicción. Por ello, tenemos la obligación de plantear una serie de acuerdos para la comunidad humana en los próximos tiempos que son absolutamente necesarios:
Desarmes nuclear y convencional definitivos, con una sola fuerza de poder para todos los terrícolas, gobernada por las Naciones Unidas.
La definitiva globalización económica, moderando los extremismos del mercado con principios sociales ubicuamente válidos.
La lucha definitiva contra la pobreza, sobre la base del principio de igualdad de oportunidades en la educación, junto a la cultura del esfuerzo.
La preservación de la biosfera y la lucha contra el cambio climático que haría invivible el planeta si no se toman las medidas adecuadas.
En el sentido apuntado, lejos de la idea de que la Economía es una ciencia lúgubre —según dijo Carlyle y podrían serlo todas las ciencias—, constituye una llave para el futuro, como vino a decir Schumpeter. Al referirse al papel de los científicos, de abrir el camino a la verdad por muy cruda que ésta sea y por muy utópica que pueda parecer. De manera que la gran misión es “revelar a la humanidad el sentido oculto de sus luchas”, y hacerlo con el entusiasmo indispensable.
Debiéndose recordar aquí que la palabra entusiasmo procede del griego: en-theos, esto es, llevamos un dios dentro de nosotros. Lo que nos impulsa a proponer soluciones que pueden parecer utópicas pero que a la postre, con Erasmo de Rotterdam en su Elogio de la locura, resultan de lo más razonables
Final
En las postreras palabras de la ponencia, figuran también las líneas finales del libro ¿De dónde venimos, ¿qué somos, adónde vamos? Y ciertamente debe quedar claro que siempre creemos lo que queremos creer de entre las observaciones más plausibles que cabe imaginar, y por ello, a las tres preguntas formuladas, cabe contestar sintéticamente:
¿De dónde venimos? De la expansión cósmica: somos polvo de estrellas, fruto de la evolución, con el salto final a la inteligencia; que nos permite contemplar e interpretar el mundo y el universo. La historia más hermosa jamás contada por la Filosofía y la Ciencia.
¿Qué somos? Una especie única, final de una flecha en el tiempo, que nos llevará a convertirnos en seres aún más capaces: con un progreso increíble desde el Neolítico, lo que en la aceleración científica podrá llevarnos a un nuevo mundo en los próximos 10.000 años [27], sin que podamos pretender ser dioses, por mucha tentación que haya en los círculos científicos. Y la nuestra es una especie dispuesta a persistir, en contra de lo que es ley universal de creación y destrucción. Para lo cual podremos utilizar la sabiduría acumulada: la ciencia al interés compuesto, con el complemento indispensable de una ética global de base ecológica. Todo tan necesario, cuando hay tantos peligros.
¿Adónde vamos? En la mejor lógica, la evolución continúa desde el big bang hasta ahora, y parece ser, desde el optimismo, un camino de perfección por un territorio, ciertamente, muchas veces minado, pero por lo que seguimos avanzando después de siete millones de años como hombres. Con todo, hemos encontrado la senda de la mejora continua, y así seguiremos si sabemos defender el Navío Espacial Tierra, hasta desentrañar los misterios del universo. ¿Será ese el reto final para la especie humana, y el punto omega el de saber que finalmente hemos encontrado el sentido de la vida? Y de lo que no cabe duda es de que podemos perfeccionar la Comunidad Humana de la Armonía, la nueva paz perpetua del siglo XXI, y para muchos el nuevo reino.
Contestar a las tres célebres preguntas converge con la búsqueda por los científicos de la teoría del todo, en que las cuatro grandes fuerzas del universo se expliquen en un sistema coherente. Lo que nos hace evocar el empeño por encontrar un mismo Santo Grial para científicos y filósofos.
Ramón Tamames en dialnet.unirioja.es
Notas:
1 Emmanuel Kant, ¿Qué es ilustración?, Terramar, Buenos Aires, 2004. Antonio Cantó, La pizarra de Yuri, Silente académica, 2011.
2 La referencia a la cuestión aporética se la debo a Carmelo Lisón Tolosona, con ocasión de presentarse esta ponencia en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (RACMP) el 5 de abril de 2016. El Prof. Lisón se extendió en este tema con gran erudición, pero no podemos incluir aquí, por razones de espacio, todo lo que expuso. Cosa que sucede también con los otros cuatro intervinientes en la plenaria del 5 de abril.
3 La cursiva del último verso es del autor de este libro, por su similitud con el título de éste.
4 Este pasaje y otros varios que no tienen citas ad hoc, se ilustra bibliográficamente en mi propio libro.
5 Bill Bryson, Una breve historia de casi todo, RBA, Barcelona, 2005.
6 En la presentación de esta ponencia, en la RACMP, Alfonso López Quintás se refirió con sólidos aportes a la verosimilitud de lo antropocéntrico. Alguno de esos detalles figura en el libro del que esta ponencia es una síntesis.
7 Lee Billings, Five Billion Years of Solitude: The Search for Life Among the Stars, Current, Nueva York, 2013.
8 Debo estas aclaraciones al astrónomo Sebastián Sánchez, que me facilitó personalmente el 18.II.2013.
9 A esta posibilidad se refirió Julio Iglesias de Ussel en su intervención en el debate de esta ponencia en la RACMP, el día 5.VI.2016.
10 Esa fue la idea de Barbara Ward y René Dubos, en su libro Un sólo mundo: versión española, FCE, México, 1972.
11 Ignacio Vidal-Folch entrevista al filósofo Josep Maria Esquirol, “A pesar de los avances, la ciencia no va a resolver el sentido de la vida”, El País, 26.IV.2015.
12 Reflexiones de diversos ítems del Tractatus Logicus Filosoficus.
13 Texto facilitado por Eduardo Bermúdez al autor en correo electrónico del 21.II.2015.
14 Versión española en Edhasa, Madrid, 1999.
15 Henry Kissinger, On China, The Penguin Press, Nueva York, 2011.
16 Ramón Tamames, Este mundo en que vivimos: globalización y eco-paradigma, Institució Alfons el Magnànim, Valencia, 2003, pág. 161.
17 Ramón Tamames, Sobre crecimiento, humanidad y futuro, Fundación Fernando González Bernáldez, Universidad Complutense, 14 de diciembre de 2006.
18 Frase anotada por el autor en su visita a la exposición que sobre William Blake se organizó por La Caixa en su sala de exposiciones de Madrid, 1996.
19 Precisamente algo parecido planteó Juan Miguel Villar-Mir en el debate de esta ponencia en la RACMP el día 5.IV.2016; preconizando la posibilidad de conciliar Religión y Ciencia. Algo que creo que, sin darnos perfecta cuenta, está produciéndose hoy en día: el dogma se entrevera con los desarrollos científicos, y las religiones se hacen menos dogmáticas y más pro-ciencia, sin olvidar la persistencia de las cuestiones espirituales.
20 Ernest Renan, Vida de Jesús, versión española, Edaf, 1984, 14ª reimpresión 2014, pág. 237
21 Y aunque haya muchos trabajos sobre este aspecto de la primera Iglesia universal, quiero destacar, por ser un seglar, la aportación de Emmanuel Carreres, El Reino, Anagrama, Madrid, 2015.
22 Esa consideración fue muy subrayada por Juan Arana en el debate de esta ponencia en la sesión de la RACMP del 5.IV.2016.
23 Manuel Fraijó, “Avatares de la creencia en Dios”, El País, 31.X.2015. Fraijó es catedrático emérito de la Facultad de Filosofía de la UNED.
24 Manuel Fraijó, “A vueltas con la esperanza”, El País, 2.IV.2015.
25 Antonio González Fernández, director de Estudios y Publicaciones de la Fundación Zubiri, se refirió ampliamente al tema en sus tres conferencias de 2015 publicadas por el Grupo TYPSA. Y en el debate de esta ponencia en la RACMP, el 5.IV.16, Pedro Cerezo Galán se refirió a las preguntas de Kant, y señaladamente subrayó cómo el filósofo de Königsberg insistió en el carácter teleológico de la creación.
26 Francisco Rodríguez, “Las preguntas de Kant”, Diario Siglo XXI, 26.VII.2006.
27 Adrian Berry, Los próximos diez mil años, Alianza Editorial, Madrid, 1973.
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