Almudi
Nombre del artículo |
Autor |
Jutta Burggraf |
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Jaime Cárdenas del Carre |
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Jaime Cárdenas del Carre |
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Fernando Proto Gutiérrez |
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María del Pilar Sánchez Barajas |
6. Perdón, reconciliación y Justicia Restaurativa |
Juan David Villa Gómez, Vanessa Marín Caro y Luisa Fernanda Zapata Álvarez |
7. Tengo derecho a no perdonar. |
Juan Avilés Farré |
8. Justicia Restaurativa: una respuesta democrática a la realidad en México |
Zuleima Baeza Jiménez y Lenin Méndez Paz |
9. La Justicia Restaurativa en España y en otros ordenamientos jurídicos |
Jesús Daniel Ayllón García |
Hemos recopilado 9 artículos que tratan “El perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” con la finalidad de darle un tratamiento más completo. Están firmados por distintos autores, todos ellos de reconocido prestigio, que abarcan filósofos, abogados, santos y pensadores. Con ello pretendemos dar diversos argumentos que ayuden al lector a establecer un criterio más acertado a este respecto. Estos son:
Se publicarán en apartado de “Artículos” durante 9 domingos consecutivos a partir de esta fecha.
Junto a esta introducción se publica el primero “Aprender a perdonar”, insertando el vínculo en esta Introducción. Así mismo con la publicación de cada artículo se reeditará incluyendo los vínculos correspondiente hasta completarlo.
María del Pilar Sánchez Barajas
Introducción
“No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón” [1]. Éste fue el mensaje del Papa Juan Pablo II en la XXXV Jornada Mundial de la Paz, en el año 2002.
¿Por qué recordar estas palabras en México el día de hoy?
Pedir perdón, ser perdonado, perdonar, perdonarse: todos estos son momentos de reconocimiento y abundancia. A través de ellos, la persona reconoce que ha fallado a alguien, acepta la gracia de recibir más de lo que merece, descubre su capacidad de dar más de lo justo y se reconoce a sí misma igual a cualquier otro ser humano imperfecto. Del perdón nace el reencuentro con el otro y con uno mismo, pues las personas se descubren y comprenden de manera más profunda y develan mutuamente un poco de su intimidad: su fortaleza y debilidad, su vulnerabilidad y poder.
Pero ¿qué hay del agravio que no es personal? Es decir, ¿qué hay de la falta que se comete contra una persona o grupo de personas a través de organismos y estructuras? En estos casos no resulta tan claro cómo el perdón puede ser la decisión personal y privada que restaure las relaciones de paz y justicia entre la institución y los agraviados. Es oportuno reflexionar sobre si el perdón otorgado por el agraviado es suficiente para lograr el reencuentro entre las partes cuando el daño ha sido mediado por algún grupo, o si acaso es posible y ético perdonar una injusticia que no se ha cometido únicamente contra un sujeto sino contra una comunidad.
En la realidad concreta de México, ¿qué hay del daño ocasionado a la mayoría de la población por estructuras de pobreza? ¿Quién perdona, a quién se perdona? ¿Qué hay del daño irreparable a una familia que ha perdido a uno de sus integrantes y que no tiene un cuerpo que llorar ni un culpable a quien encarar: cómo es posible perdonar la muerte de un ser querido a manos de nadie? ¿Qué hay de las mujeres “públicas”, que, encima de venderse, son compradas por los representantes de la ley que las prohíbe? ¿Cómo ser agresor y agredido, y pedir perdón y perdonar al mismo tiempo en un sistema corrupto en el que para muchos reina de hecho la impunidad? ¿Qué hay de los presos inocentes: a quién exigir perdón, quién los indultará? ¿Qué hay de los ciudadanos comunes y corrientes que estamos orillados a escuchar siempre las mismas noticias, siempre de las mismas figuras: cómo pedir la palabra a quien tiene el monopolio de la voz?
En pocas palabras: ¿puede ser el perdón la vía para reestablecer las relaciones de justicia y de paz en el México de hoy?
La construcción de la memoria feliz en los procesos de reconciliación social
“El perdón es una decisión personal, una opción del corazón que va contra el instinto de devolver mal por mal” [2]. De nuevo, palabras de Juan Pablo II. Esta oposición al instinto de revancha significa asumir voluntariamente una postura frente al pasado en que ocurrió la falta, y zurcirlo con la vida presente y el deseo de futuro.
Por el perdón, el pasado es recuperado de manera especial. Ya sea de manera instintiva o voluntaria, el agraviado toma de la memoria imágenes de un pasado injusto. No se trata de la simple ubicación de eventos en la línea del tiempo o de rastrear acontecimientos 100% objetivos y públicos por cualquier persona, sino del reconocimiento de actos significativos, llevado a cabo por alguien en particular que los revive. Por ejemplo, más que el registro pericial de un auto robado un día martes, el proceso del perdón requiere de un sujeto que recuerde qué sucedió y cómo, pues en el cómo descansa la carga significativa. Otros casos, mucho más significativos, involucran el daño directo a personas, a veces físico, a veces moral, o de ambos tipos, como en el caso de la tortura.
Así, la primera condición necesaria del perdón es la memoria, pues ofrece el objeto del acto. Pero ¿memoria de quién? ¿Es necesaria la memoria tanto del agresor como del agredido, o qué sucede cuando alguien no quiere ser perdonado y no tiene la intención de reconocer ninguna falta? En ese caso, ¿a quién se perdona?
Si la memoria y el reconocimiento del agravio fueran ingredientes necesarios del perdón, el ofendido no tendría la posibilidad de perdonar si su agresor no tiene la disposición de reconocerlo. Si no fueran un ingrediente necesario, entonces podría haber perdón sin participación ni reconocimiento del agresor.
Pero ¿qué define la cuestión? ¿Debemos decir que no es necesario que el agresor reconozca la falta sólo por nuestro deseo de que el agredido pueda perdonar, en un acto totalmente independiente de otros? No podemos contestar simplemente que sí. Primero, porque el sujeto que perdona, o que está en vías de hacerlo, no puede desligar la acción de perdonar sin que el agresor tenga al menos algo que ver, pues pedir a la memoria recuerdos del pasado es rememorar los modos de relacionarnos con el mundo y con los otros. Recuerdo, por ejemplo, un viaje a París, recuerdo una amistad de la universidad, recuerdo el sabor de la comida de mi mamá, etc. Agresor y agredido están ligados, al menos, en el pasado, y siempre en la memoria del pasado en común y en conflicto. Segundo, porque la reconciliación que busca el perdón, es decir, el encuentro pacífico del pasado con el presente y el futuro instaura un nuevo diálogo entre las partes. La palabra dada en el perdón sincero espera la aceptación.
Sin embargo, ¿debemos decir que la memoria del agresor es necesaria para el perdón eficaz, y condenar así al agredido a su pasado doloroso, sin la posibilidad de nuevos posicionamientos de cara al futuro? Tampoco podemos contestar así; esta vez, la razón es definitiva y evidente. Si el perdón surge como una opción frente a la injusticia, es por la renuncia a la venganza, que es otro tipo de injusticia, pues resulta arbitraria cualquier tabla de equivalencia de daños; pero sobre todo, porque envilece a quien la comete y lo convierte en deudor de su agresor. Por el perdón se renuncia a la injusticia, mas no a la justicia; si así fuera, el perdón sería una estructura que perpetuara la injusticia, tanto como la venganza. Y no es justo condenar a una persona a su pasado doloroso por negarse el agresor a hacer memoria de sus faltas en el pasado.
Por ello, la respuesta a la pregunta “¿es necesaria la memoria de la ofensa por parte del agresor para que el agredido pueda perdonar?” es no. El perdón surge en oposición a la injusticia, y es injusto no poder perdonar al enemigo sin que éste reconozca sus faltas. Es justo perdonar al enemigo sin que éste lo pida; no se puede negar este recurso al agredido.
Aún falta por aclarar la importancia de la aceptación del perdón. Antes de hacerlo analizaremos la acción transformadora del perdón en el sujeto que perdona. Tal vez esto dé algunas luces sobre lo anterior.
Hemos dicho que el perdón es la renuncia al instinto de devolver mal por mal, que esta acción es personal, que se sirve de los recuerdos de la memoria y que es al mismo tiempo la posibilidad de mirar de una nueva manera el futuro, a saber, de manera no instintiva. Pero ¿cómo es posible una reacción no instintiva? Cualquier ofensa tiene diferentes tipos de efectos en el agraviado: emocionales, psicológicos, sociales, tal vez físicos, tal vez económicos. Pero estos eventos le suceden al agraviado sin que tenga, en principio, poder alguno sobre ellos. La traición de un amigo, por ejemplo, afecta profundamente a la persona. Si, digamos, Henrik decía: “Mi amigo nunca me va a traicionar”, y Konrád lo traiciona, la herida es más honda que si hubiera pensado “La virtud de mi amigo no es la lealtad”. Después de la traición, Henrik tendrá que decir algo como: “Mi amigo, que pensé que nunca me traicionaría, lo hizo, y ahora yo…” [3].
Este ejemplo me sirve para destacar que, puesto que el daño modifica el curso de los hechos esperados (Henrik no creía que su amigo lo traicionaría), su reconocimiento exige una narración que articule lo esperado, lo sucedido y al agraviado en el tiempo presente cara al futuro. A la historia: “Mi amigo, que pensé que nunca me traicionaría, lo hizo”, le falta contestar la pregunta: “¿Y ahora qué?”. Porque narrar los hechos del pasado es sólo el primer paso del perdón. Primero se reconoce el daño, pero para frenar la respuesta instintiva de venganza, es preciso cuestionarse qué hacer, si devolver mal por mal o no.
En gran medida, poder decidir qué hacer a partir del reconocimiento de la falta, depende de comprender los motivos y el entorno en que se ha cometido. Incluso si se ha decidido no devolver mal por mal, las posibilidades de acción siguen siendo vastas. Se puede decidir, por ejemplo, alejarse para siempre del amigo o, si la ofensa no es tan grave, seguir conviviendo con él. Pero para acertar en las medidas adecuadas, es importante entender el contexto. Y en este esfuerzo por comprender, la historia pasada se va volviendo más compleja, más completa, pues se consideran aspectos antes irrelevantes.
Entonces, en el proceso del perdón, no sólo hay reconocimiento de los agravios del pasado, sino también más conocimiento del pasado que enmarca tales acontecimientos. Y por conocimiento del pasado quiero decir lugares, tiempos, personas involucradas en la cuestión. Se logra mayor conocimiento de la historia pasada que se comparte con otros.
Y naturalmente, la comprensión del pasado doloroso implica sentido de pérdida y lamentación. Pues Henrik desearía que Konrád nunca lo hubiera traicionado, tal vez desearía que las cosas fueran como antes, esto sería lo justo, que nada injusto hubiera pasado. Pero cambiar los hechos del pasado es imposible, no está en sus manos ni en las de nadie. Esto lo sabe quién ha sufrido una injusticia. Henrik sabe que no puede “borrar” la injusticia del pasado, y el dolor que esto le causa es un anhelo de justicia, de paz.
El perdón en modo alguno se contrapone a la justicia, porque no consiste en inhibirse ante las legítimas exigencias de reparación del orden violado. El perdón tiende más bien a esa plenitud de la justicia que conduce a la tranquilidad del orden y que, siendo mucho más que un frágil y temporal cese de las hostilidades, pretende una profunda recuperación de las heridas abiertas [4].
Me parece que éste es el momento crítico del perdón. La opción de renunciar a una respuesta instintiva por un mal sufrido se presenta sólo cuando el sujeto se pregunta: “¿y ahora qué?”, y reconoce que nada hay para deshacer la injusticia, y que aun así, desea justicia.
Pero ¿cómo puede restaurarse la justicia? Una de las notas más graves de una injusticia es que quien la comete no sabe cuáles serán todos los efectos que ésta producirá, no puede medir los daños, pues, al final, las ofensas afectan la vida de las personas, a las personas mismas, cuyo interior y cuya historia es un misterio. Sin embargo, una de las notas más grandiosas de la persona es justamente ésta: que su interior y su historia es un misterio; en parte, porque no está acabada, determinada por los eventos del pasado. La vida personal se escribe, se reescribe, se interpreta, se relee, no sólo a la luz del pasado, sino también a la luz de las nuevas historias, de los ideales, de las metas personales, de las experiencias, que implican un modo único de vivencia.
Cuando el agredido reconoce la ofensa del otro, pero la enfrenta a la capacidad personal de transformar el sentido de los eventos del pasado y de incorporarlos de manera coherente y significativa al presente y al futuro, entonces él rompe con la injusticia y no perpetua la ofensa ni se encadena al pasado. Después de trabajar en las emociones y de arreglar los efectos que la injusticia haya tenido en la vida, el agredido deja de ser pasivo en la narración del pasado, y se vuelve autor creativo y valeroso de su autobiografía; es capaz de transformar una narración de simples hechos en el mundo a la narración de una vida continua, coherente, significativa. Ésta es la acción transformadora del perdón, posibilitar la memoria en paz con el pasado, proceso que Paul Ricoeur llama “memoria feliz” [5]. El perdón es el principio en la restauración de la justicia porque sana la memoria del pasado injusto.
Y entonces, ¿cuál es la importancia del reconocimiento de la falta por parte del agresor? Ese reconocimiento no es indispensable para que el agredido pueda perdonar, pero es mejor que la haya, tanto porque la tarea del agredido resulta más fácil (en tanto que comprende mejor el pasado y en tanto que es un modo de cesar las hostilidades), como porque es lo mínimo justo (porque respeta el derecho a conocer la verdad), pero más importante que todo esto, porque el reconocimiento del agravio por parte del agresor es el primer paso en la restauración de la justicia con la historia. El agredido puede tratar de hacer justicia sanando su memoria, pero éste no es el único modo de justicia, no es la excelencia de la justicia. La justicia es, sobre todo, una virtud social.
Puede haber perdón sin deseo de ser perdonado, pero la justicia que se consigue en este caso es personal, pues el agraviado se libera del pasado y consigue paz interior. Pero este perdón no restaura la justicia social, pues allí hay un desequilibrio que continúa: a saber, el de no tomar la posición justa frente al pasado, y por ende, estar incapacitado para una visión justa del futuro. El perdón no aceptado sólo es germen de justicia personal (para quien perdona), pero no social.
Para que la justicia originada en el perdón sea histórica, es decir, en la memoria de un pasado común más amplio y en atención al presente, para que sea pública y efectiva y que posibilite una narración compartida (no sólo narración del agredido de su pasado), sí es necesario el reconocimiento de la falta por parte del agresor. Y luego, el trabajo de reparar el daño.
La dimensión social del perdón también nos hace darnos cuenta de que en algunos casos la “memoria feliz” del agredido no es suficiente, a veces es imposible. Y entonces, es tarea de los allegados el trabajar por una memoria feliz, esto es, reconocer el pasado doloroso. En estos casos la dimensión social del perdón se convierte en un deber y la memoria que lo posibilita, en un “deber de justicia” [6].
La “memoria feliz” del agredido no es suficiente cuando la falta que se ha cometido contra él no es asunto privado, y entiendo por privado, en una relación directa con el afectado, sin mediaciones. Ejemplos de daños privados son las mentiras, los malos tratos, las faltas de respeto, la infidelidad. Pero el secuestro, la explotación, son otro tipo de faltas. Éstas son públicas en tanto que sus consecuencias no afectan únicamente la vida de los involucrados, sino también la vida de la comunidad a la que pertenecen, como las familias, las ciudades, los estados; y públicas también en tanto que son faltas cometidas no por una persona sino por grupos y organizaciones. En estos casos, el perdón tendría que buscar la “memoria feliz” de todos los involucrados (familias, colonias, etc.), no sólo de los secuestrados y explotados.
La memoria feliz del agredido es imposible cuando el agravio le ha quitado la memoria. El ejemplo más extremo es el homicidio. El afectado ya no vive para decir “yo perdono”. Están los familiares y amigos, que son los actores aún en escena afectados por la muerte impuesta a su ser querido; son ellos los que están en posibilidad de perdonar y en el deber de justicia de hacer memoria por el otro ausente.
En ambas situaciones, en que la memoria en paz del agredido es insuficiente o imposible, es necesario que, por ellos, otros hagan memoria, reconozcan los hechos, y entonces sí pregunten: “¿Y ahora qué?”. En el mejor de los casos, el reconocimiento público de la falta se da a través de sociedades e instituciones: como los juzgados y los ministerios públicos. Otras veces, son estas instituciones las que no cumplen con la función de reconocer, reconstruir los hechos del pasado. En el peor de los casos, no hay voz que haga historia siquiera del tiempo presente, enterrando ya hoy en el olvido lo que se debiera recordar mañana. Éste es precisamente el tipo de daño para el que no es suficiente la decisión personal de no devolver mal por mal, que ni siquiera es posible: consiste en no cumplir con ser voz por los que no tienen voz.
Para decir “yo perdono” necesito mi memoria y mi voz. Para perdonar por quien no puede perdonar o junto con otros por el daño compartido, necesitamos memoria pública y voz pública.
En el texto La memoria, la historia, el olvido, Paul Ricoeur explica algunas patologías de la memoria. Una de ellas es la “memoria obligada”, que consiste en la captación muda de la voz de las víctimas, que niega el deber de hacer justicia al otro mediante el recuerdo [7]. El tema es delicado: no se trata de asumir la posición de víctima, que exige para sí una retribución eterna, pero el daño a una comunidad a la que se pertenece o se es cercano no puede ser perdonado mediante una decisión personal, porque en última instancia, el perdón nace del deseo y del derecho de justicia, y la mínima condición de la justicia es la verdad.
Es principio de justicia ser voz de quien no tiene voz. Claro que esta idea no se entiende desde el dogma individualista que dice “mientras algo no me afecte no es asunto mío”. Esta cantaleta se transforma en instrumento de un poder que mientras más resuena más parecido encuentra con una voz totalitaria. ¿De quién es el asunto de no tener voz, sino de los allegados con voz? El asunto es de quien puede recordar, el problema es pensar que no vale la pena recordar, que es mejor perdonar y olvidar.
¿Perdonar y olvidar? Habrá que preguntar quién pide el perdón y quién pide el olvido. El perdón necesita conocimiento, duelo, decisión. El olvido, así, obligado o injusto, es solamente otro nombre de la ignorancia, de la ingenuidad y de la pasividad. La “memoria feliz” no es sinónimo de olvido, sino sinónimo de paz que proviene de mirar el pasado con nuevos ojos, lo que me permite una visión justa del futuro, es decir, una visión plena y libre. La dimensión social del perdón se concreta en la memoria pública feliz, no en el olvido del pasado ni en la ignorancia de la historia presente. El interesado en el olvido no es la víctima ni sus allegados; el interesado en el perdón no es el agresor insensato.
Conclusiones
El olvido del daño ocasionado a comunidades y/o a través de organismos es resultado del monopolio de la voz, y nada hay más contrario al perdón y la justicia que el monopolio de la voz. Creo que en momentos de crisis como los que vivimos actualmente es valioso interpretar la justicia como el diálogo virtuoso con la historia pasada y presente, en el cual tener voz es indispensable para aparecer en el escenario e iluminar escenarios y personajes ignorados anteriormente o usualmente.
Hay espacios y personajes en una situación privilegiada, en universidades y escuelas, en centros de investigación, en el cine, en la televisión y la radio, en los libros. Todos ellos contribuyen a la narración colectiva, ya sea porque hablan o porque callan, pero siempre dicen a qué prestar atención. Las preguntas para esos cuantos es: ¿son voz de quien no tiene voz? ¿Hacen eco de la memoria o del olvido?
En conclusión, frente la pregunta inicial: “¿Es el perdón como decisión personal la opción para restablecer relaciones de justicia y de paz en el México de hoy?”, hay que decir que la decisión personal de no devolver mal por mal hace justicia al agredido, pero la justicia es una virtud social y para que ésta sea efectiva, es necesario el reconocimiento de la verdad por parte del agresor. En muchos casos, el perdón personal es imposible o insuficiente para restaurar la justicia y el orden público. Para que esto suceda es imprescindible que las víctimas adquieran voz a través de los allegados. Por ello, la memoria del pasado es un deber de justicia. La decisión personal y el acto privado de perdonar no son suficientes, no es posible cuando el daño es público. Para restaurar la justicia pública es condición necesaria el reconocimiento público de la verdad. Todos los intentos por restaurar justicia sin memoria pretenden ignorar que “no hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón” y no hay perdón sin memoria.
La justicia y el orden social en México necesitan del perdón, que podría ocurrir si hubiera voz para la pobreza; para las familias de personas desaparecidas, explotadas, torturadas, asesinadas; si hubiera voz para la mayoría de mujeres “públicas”, que lo único que no hacen público es su voz, por lo cual son realmente invisibles; si hubiera voz para los presos, que sin voz es injusto condenarlos, y para aquellos presos culpables que pueden decir “perdón”; en fin, si no hubiera un monopolio de la voz.
La “memoria feliz”, personal y social, no puede ahorrarse el duelo, ella es producto del trabajo. El perdón no es una decisión ingenua que apueste por la ignorancia o el olvido, es la acción ardua y difícil de reconstrucción del pasado y transformación de la historia de vida, personal o colectiva, por servicio de la memoria, personal o social, y el deseo y voluntad de justicia.
Por último, ¿las cosas pueden ser de otra manera? Habrá que contestar: ¿podemos hablar de prostitución, pobreza, pedofilia? ¿Podemos ser allegados de las víctimas para hablar con o por ellas, o estamos tan sordos o tan lejos que su realidad no toca nuestra realidad? ¿Podemos escuchar a los presos o estamos cómodos con el silencio de las cárceles? ¿Podemos escuchar diferentes opiniones o queremos escuchar siempre la misma canción?
María del Pilar Sánchez Barajas en dialnet.unirioja.es
Notas:
1 Mensaje de Su Santidad Juan Pablo II para la celebración de la XXXV Jornada Mundial de la Paz, 1 de enero de 2002.
2 Juan Pablo II, XXXV Jornada Mundial de la Paz.
3 Personajes tomados de la novela El último encuentro. Sándor-Márai, El último encuentro, Barcelona: Salamandra, 2002.
4 Juan Pablo II, XXXV Jornada Mundial de la Paz.
5 Ricoeur, Paul, La memoria, la historia, el olvido, Madrid: Trotta, 2003.
6 Ricoeur, Paul, La memoria, la historia, el olvido, pp. 118 y ss.
7 Ricoeur, Paul, La memoria, la historia, el olvido, pp. 118 y ss.
Fernando Proto Gutiérrez
Los aspectos (del latín: ad-specere, a saber, “lo que se contempla junto/vinculado a X”) que constituyen las fases atributivas del pensamiento afro-indoamericano son, en esencia:
1. indignación y resistencia, en tanto actos de objeción,
2. lucha no-violenta y
3. proyecto socio-existencial (culturalmente arraigado/situado).
La indignación/ira es la tonalidad afectiva (Stimmung) de quien se resiste al yugo del opresor. Pues, Aristóteles mismo señala –a diferencia de Séneca-, que una comprensión desapasionada ha de conducir a una justificación esclava o servil en situaciones de injusticia: “A menudo nosotros no vemos desapasionadamente, sino por y a través de las emociones. Así, por ejemplo, un sentido de indignación nos hace sensibles a quienes sufren un insulto o injuria injustificados, justo como un sentido de piedad y compasión abre nuestros ojos a las penas de un repentino y cruel infortunio. (Sherman, 1989: 45)
La indignación/ira abisma al hombre con la nada/vacío, pues es una faceta característica de las situaciones o experiencias límites (en K. Jaspers o M. Heidegger), a saber: angustia, júbilo del corazón y tedio; la ira es en sí misma la consumación (sin fondo = Abgrund) del tedio, y por ello ésta deviene desde una percepción indiferenciada del ser que supone, no obstante, la existencia de un sentido.
En su ira, el indignado resiste y objeta la sistematización normalizante de un régimen opresivo (de su raíz indoeuropea: *per-4, opresión significa: “golpear”), porque conjetura que debe constituirse un nuevo estado de cosas.
Así, la auto-percepción relacional del tedio -que limita al hombre con el vacío-, actúa como ira ante el agente nihilizador, ya que el supuesto de la resistencia es la normatividad de un sentido que dé, teleológicamente, un fin a la vida individual o comunitaria.
El agente opresor-nihilizador, en este sentido, priva al oprimido de un fundamento que de sentido/finalidad al para-esto del sufrimiento, deformándolo. Esto, pues, indica la emergencia de la indignación: la percepción que de sí el oprimido tiene de saberse no-humano, ni sujeto a un fin significativo.
Pueden caracterizarse, tal como lo hace P. Pál Pelbart (en referencia a F. Nietzsche), tres tipos de nihilismos, a saber:
1. Nihilismo negativo, determinativo de las formas o ideales suprasensibles nihilizantes del existencia (pérdida del fin).
2. Nihilismo reactivo, ejercido ante la desvalorización de los valores que insta a la construcción de sustitutos, bajo la sombra del Dios muerto (pérdida de unidad).
3. Nihilismo pasivo: “el del gran cansancio, en el que predomina la sensación de que todo es igual, nada vale la pena. Es el desprecio por la existencia repetitiva y sin sentido, simbolizada por la horripilante imagen del pastor con la cobra negra pendiendo de la boca, en Zaratustra” [1] (pérdida de la verdad).
La nada vivenciada en la situación límite de la angustia y de la ira, es paradojal, porque dispone al hombre a experienciar el nihilismo activo, cuyo acto nuclear es la destrucción: “El anhelo de destrucción, de cambio, de devenir, puede ser expresión de una fuerza llena hasta rebosar, preñada de futuro (…), pero también puede ser el odio del malogrado, del indigente, del que ha salido perdiendo y destruye, tiene que destruir, porque a él lo existente, es más, todo existir, todo ser incluso, lo indigna y lo irrita: para entender esta emoción mírese de cerca a nuestros anarquistas” [2].
La indignación o ira destructiva del oprimido actúa violentamente en pos de la liberación. De aquí que sea válida la sentencia de W. Benjamin: “No hay, pues, violencia sin ley, ni, seguramente, ley sin violencia”, ya que el origen mismo del estado de derecho es violento, mientras que el sujeto de la violencia no obedece sólo a una necesidad (no es, por ello, autónomo), sino también a dos fines: instaurar justicia o violentarse.
La lógica lineal medios-fin, con la cual la violencia puede instrumentalizarse para la liberación y la justicia, pertenece a la primera tipificación nietzscheana, a saber, la de aquella destrucción creadora de sentidos (lógica deconstructiva). Por otro lado, la lógica de espiral que describe a la violencia cuyo fin es ella misma, no reconoce otro fin que la destrucción total (débâcle).
En la distinción que realiza W. Benjamín con respecto al iusnaturalismo y al positivismo jurídico, es claro que: “El derecho natural aspira a ‘justificar’ los medios por la justicia de los fines; el derecho positivo aspira a ‘garantizar’ la justicia de los fines por la justificación de los medios”, entroncando a la violencia en dicha lógica medios-fines, pues, la violencia es monopolizada por el Derecho, a los fines de su propia conservación (de aquí el término: “fuerza de la ley”).
Sin embargo, hay un “toma y daca dialéctico en las configuraciones de la violencia como rechtsetzend y rechtserhaltend. [...] cuya ley de oscilación se basa en que toda violencia rechtserhaltend, a la larga, al reprimir las violencias hostiles contrarias a ella, debilite indirectamente a la rechtstezende que está representada en ella” [3]. En este sentido, acaece una circularidad dialéctica en la que la misma violencia originaria del Derecho, y de la que éste se apropió para conservarse a sí mismo, ex-ley lo debilita dando lugar a un nuevo estado de derecho.
Dicho ciclo histórico de originación y deconstrucción del Derecho por-mor-de la lógica medios-fines, desde la perspectiva de W. Benjamin, habría de superarse por la posibilidad de una violencia revolucionaria, pura y no-violenta que depusiera la racionalidad instrumental que funda el estado de derecho mismo.
La no-acción (violencia pura) carece de fines, pues la revolución y la anarquía se consuman en-con la sin-distancia erótica de un nihilismo sin fin, sin unidad y sin verdad referenciales, en un movimiento plurimórfico donde la violencia como tal no es un fin en sí misma (lógica de espiral), sino manifestación de sí en la no-acción.
Pues, tampoco la liberación actúa con la no-violencia a modo de fin extrínseco o intrínseco a la no-acción: la libertad no es un fin, es un destino, y como tal determina el carácter justo de la violencia, ya no porque la justifique –en el marco de la lógica medios-fines-, sino porque toda liberación es en sí misma violenta -en su modo apráxico.
La no-violencia “golpea” la lógica instrumental-recursiva del opresor, cuyo fin es informar deformar al colonizado, extrayendo de él su fuerza: “La cosa colonizada se convierte en hombre en el proceso mismo por el cual se libera” [4].
Pues, la lógica del opresor-nihilizador es implicada por “la voluntad de nada”, a saber, de vaciamiento total del oprimido, hasta desecharlo vuelto en vida desnuda: el amorfo es la consumación misma de la racionalidad instrumental-tecnológica que instruye la esfera del Derecho.
Ya hacia el final de La Genealogía de la moral, Nietzsche repite: “el hombre prefiere querer la nada a no querer”, y he aquí que la “voluntad de nada”, a saber, de hacer nada, se ve perpleja ante la mera no-voluntad de la violencia pura.
Es la lógica itinerante del Bartleby de Melville, el amanuense que ante todo responde: “Preferiría No” y que comprende el concepto de una “no-servidumbre involuntaria” irreductible a una finalidad productiva-económica, y que tiende al despojamiento o extenuación de sí, visto por ejemplo, en la huelga de hambre.
La ira de la no-acción o de la acción no-violenta se desencadena como fase constitutiva del nihilismo activo y solicita de la resistencia ante la violencia monopólica del régimen jurídico-normativa.
Así, la resistencia no-violencia co-implica un hacer-se presente en la ocultación de sí mismo, por medio de la no-acción; afirmar-se en la destructiva plétora de potencia y fuerza de un “no querer” (no-voluntad), que en la violencia pura manifiesta el despliegue de lo viviente.
La resistencia no-violenta es retorno a la lucha por la dignidad de lo humano, en-co-haber la tierra desde la que acaece la ocultación de la propia preesencia en el no-hacer, y que rechaza el imperio reticular de la técnica instrumental neocolonialista.
Sólo la Nada penetra en donde no hay espacio.
Por esto conozco las ventajas del No-Hacer.
Pocas cosas bajo el cielo son tan instructivas como las lecciones del Silencio, o tan beneficiosas como los frutos del No-Hacer
Tao, 43
Pues, resistir comporta la práctica de un retorno a la riqueza del ser (conforme al primitivo sentido deousía), en el silencio contemplativo que participa de la religación mistérica del hombre en-el-mundo.
La resistencia, en tanto ocultación del inmemorial “estar ahí nomás” a través de la no-acción, describe la posibilidad de hacerse y deshacerse en la mística de la comunión tetralógica con dios, con el otro, el mundo y consigo mismo.
La ira de la no-acción y resistencia no-violenta desencadena la liberación catártica de sí, despojamiento y deserción, extenuante vivencia del “vacío paradojal” en y con el cual se origina el “comienzo otro”: diáspora (dispersión) africana y judía, o resistencia de hambre en la huelga, silencio del que muta ante la tortura, pasión (pathós) de quien deja la otra mejilla…
Ya nadie puede tomar lo que no hay, circunstancia significativa para el opresor que ve abstrusa la posibilidad de instrumentalizar la no-acción del colonizado, a fin de sustentar la apetencia de poder de la racionalidad tecnológica.
“La dignidad es, como el comienzo en ocaso, inicialmente el ser (Seyn). La dignidad es la que puramente se sostiene en la intimidad del comienzo, que a partir de ella permanece alejada, que retorna al comienzo y des-ocultamiento vuelto a este retorno de la des-ocultación que así guarda su inicialidad” [5]. Pues, en tanto des- ocultamiento de la preesencia en el no-hacer, el colonizado retorna a la vivencia de la dignidad del ser, que es salto cualitativo (Sprung) a instancias del “comienzo otro” como acontecimiento (Ereignis) no temporalizante, apriórico ni determinativo del ser.
El oprimido vivencia -en la densa nada de sentido (débâcle) del “dejarse estar” [6]-, la apertura a la plurimórfica habencia en-co la cual se manifiesta el acaecer de un nuevo inicio, a saber, de un tiempo otro; la arqueicidad de la tierra, remite al oprimido a rememorar –ante el mundo desvestido [7]-, el pasado de la opresión y la situacionalidad abisal a la que condujo la “voluntad de nada” del colono.
Ya el “tiempo otro” de la extenuación y la resistencia, en la religación mistérica con la dignidad del ser, abre al hombre a la rememoración de la preesencia trágica que lo constituye.
Es entonces que la ira curada por-mor-de la no-acción, resistencia y violencia pura del silencio, se desgarra en grito de lucha por la memoria de la opresión:
El racismo antirracista, la voluntad de defender la piel que caracteriza la respuesta del colonizado a la opresión colonial representan evidentemente razones suficientes para entregarse a la lucha. Pero no se sostiene una guerra, no se sufre una enorme represión, no se asiste a la desaparición de toda la familia para hacer triunfar el odio o el racismo. El racismo, el odio, el resentimiento, “el deseo legítimo de venganza” no pueden alimentar una guerra de liberación. Esos relámpagos en la conciencia que lanzan al cuerpo por caminos tumultuosos, que lo lanzan a un onirismo cuasi-patológico donde el rostro del otro me invita al vértigo, donde mi sangre llama a la sangre del otro, esa gran pasión de las primeras otras se dislocan si pretende nutrirse de su propia sustancia.
La opresión (de su etimología: golpear) ha de ser enfrentada pues, en la práctica de Áhimsa [8] (sánscrito: "no golpear"). Pues, ello co-implica un viraje (Khere) desde la más destructiva ira al más apasionado amor, en cuya esencia mora el perdón como fuente kenótica de vaciamiento.
La insubstancialidad del vacío vivenciado abre al oprimido al acontecimiento bisectriz de la resistencia y de la lucha, a saber: el despojamiento de sí, por la memoria de la opresión, que converge en la muerte y en el perdón, concebidas como figuras sacrificiales que han de obturar la inconsistencia de la ley, es decir, las injusticias del opresor: “Podrán golpearme, romperme los huesos, matarme, tendrán mi cadáver, pero no mi obediencia” (M. Gandhi).
No hay filosofía de la liberación pensable, sin perdón o muerte: perdón, porque el opresor es también víctima; muerte, pues es ella misma la consumación de la autodonación por (la responsabilidad) (d)el otro, en el amor: “When motivated by love, civil disobedience is every person’s right” [9] y, en el mismo sentido, “Dilige, et quod vis fac”.
Si M. Gandhi ha legado el medio puro de la no-violencia (Satyagraha-Áhimsa), como modo de ser de la liberación, N. Mandela hizo posible esa reconciliación desconocida para India y Pakistán. Pero, superado el apartheid (la “línea de color” de W.E.B. Du Bois), Sudáfrica padece los flagelos de la inequidad social; el mismo E. Nkogo Ondó lo subraya en FAIA: “Una mirada retrospectiva a esa reciente historia nos confirma el mérito de Mandela como el verdadero impulsor de la revolución política en Sudáfrica, pero que se olvidó de que esta tenía que ser acompañada de una reforma económica en la que, entre otros elementos, había que introducir o promover nuevas relaciones en el ámbito de la producción, con el fin de evitar que las multinacionales extranjeras siguieran explotando a sus trabajadores, como en la época anterior” [10].
De aquí que la resistencia y lucha no-violenta hayan de subsumirse a la reconciliación en el amor y el perdón, más dicha estrategia, que transita desde la destrucción nihilista de un régimen normativo opresor e injusto, debe considerar enfático el despliegue de un pensamiento radical-revolucionario ordenado:
1. al desarrollo proyectual de un programa político-económico existencialmente situado,
2. a la reinterpretación de la propia historia
y 3. a la descolonización del pensamiento académico y popular.
A decir verdad, que las palabras reemplacen la lucha, conforme a que el logos reúna en lo común las prácticas ético-políticas. Es en este sentido que la reconstrucción histórico-sistémica de Carlos Manuel Zapata Carrascal constituye un aporte al porvenir de la liberación afro-indoamericana, a fin de reunir a los hombres en-lo-común y polimórfico de un relato sin exclusiones, que apele al sentido de justicia y rememoración insistencial/consciencial de la opresión, de la diáspora y la negación sistemática.
En tanto su objetivo investigativo es “ir más allá de las homonimias e invisibilizaciones, para estar más cerca de la interculturalidad, resistencia y convivencia de los pueblos, con el propósito de tratar de recuperar los vínculos afro-indígenas, recurriendo al pasado para prospectar alianzas étnicas reivindicativas, reparacionistas e independentistas”, la obra de Carlos Manuel Zapata Carrascal mora en la preesencia de una filosofía de- constructiva, que apela al sentido abisal de justicia histórica, por la memoria de la opresión.
Fernando Proto Gutiérrez en dialnet.unirioja.es
Notas:
1 PELBART, P., Filosofía de la deserción: nihilismo, locura y comunidad (Buenos Aires, Tinta Limón, 2009) p. 306
2 Ibid., p. 307
3 GOMEZ RAMOS, A., Política sin medios y violencia sin fines, HERMES: Investigación Científica en sus Aspectos Históricos, Filosóficos y Literarios. Disponible en línea (16/12/2012): http://www.uc3m.es/portal/page/portal/grupos_investigacion/hermes/Antonio_Gomez_Ramos/politica%20sin%20medios-violencia%20sin%20fin.pdf
4 FANON, F., Los condenados de la tierra (Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica), 2009) p. 31
5 HEIDEGGER, M., Sobre el comienzo, (Buenos Aires, Biblós, 2007) p. 46
6 R. Kusch
7 O el ejercicio de revelación que la no-violencia produce de la violencia jurídico-normativa (mundo significativo)
8 Conforme a Ma´at.
9 GANDHI, M., Non-Violent Resistance (Satyagraha). Edited by Bharatan Kumarappa. (New York, Dover Publications, Inc., 2001) p. 1
10 NKOGO ONDÓ, E, Sudáfrica: del Apartheid al pacto neocolonial, FAIA. VOL. I. N° V. AÑO 2012
Jaime Cárdenas del Carre
En la primera parte de este estudio se ha analizado la enseñanza de san Josemaría acerca del perdón, su lugar dentro del mensaje del Opus Dei y el modo en que el Fundador de la Obra lo vivió personalmente. Se ha hecho especial hincapié en la novedad liberadora del perdón y en su conexión directa con la caridad que es, en primer lugar, amor de Dios. La respuesta del cristiano —se afirmaba con san Josemaría— es “ahogar el mal en abundancia de bien” y abrir los brazos a la humanidad, como Jesucristo sacerdote. En esta segunda parte se exponen algunas de las ideas centrales de la homilía El respeto cristiano a la persona y a su libertad. Más adelante, se detalla cómo reaccionaba san Josemaría ante las ofensas. Finalmente, se cierra el estudio con una referencia a la práctica del perdón en la sociedad contemporánea en pro de una cultura de la paz.
1. La homilía El respeto cristiano a la persona y a su libertad
Planteamiento y líneas de fuerza
La homilía “El respeto cristiano a la persona y su libertad”, fechada el 15 de marzo de 1961, se encuentra en Es Cristo que pasa, el último de los libros que san Josemaría publicó en vida, en 1973.
Es una meditación sobre la caridad cristiana, la comprensión y el perdón, e incluye también una reflexión sobre determinados hechos que habían dejado huella en su interior, madurada desde la caridad y su sentido de la libertad y la justicia. Se trata de un texto sapiencial.
El tema central no es tanto el análisis de las exigencias prácticas de la caridad hacia los demás, como una meditación sobre el doble precepto de la caridad. El “amarás a Dios” aparece de manera implícita como hilo conductor del discurso. Su consecuencia, el “amarás al prójimo”, se desarrolla explícitamente, al tiempo que se desvelan algunas consecuencias derivadas de la ausencia de esa virtud en las relaciones personales y sociales.
El hilo conductor es la identificación del cristiano con Cristo en el ejercicio de la caridad. “Como consecuencia, la caridad de Cristo no es sólo un buen sentimiento en relación al prójimo (…). La caridad, infundida por Dios en el alma, transforma desde dentro la inteligencia y la voluntad: fundamenta sobrenaturalmente la amistad y la alegría de obrar el bien” [1]. San Josemaría llamaba a esta transformación progresiva el “endiosamiento bueno” [2]. La esencia de la transformación es capacitarnos para vencer el mal con el bien.
El origen de la homilía parece descansar en las incomprensiones sufridas, que arrancan de “la falsa mentalidad de que el público (…) tiene derecho a conocer e interpretar los pormenores más íntimos de la existencia de los demás” [3]. De la insatisfacción de este deseo insano o morboso o la interpretación torcida de las actuaciones ajenas, nacen los ataques a las víctimas, que “han sido con frecuencia y durante largos años la diana de ejercicios de tiro de murmuraciones, difamaciones y calumnias” [4].
En ese contexto, san Josemaría se referirá a su propia experiencia al difundir el mensaje del Opus Dei. La gran mayoría de la gente le entendía y otros, aunque no compartían sus modos apostólicos, respetaban al Fundador y sus apostolados. “Pero nunca falta una minoría sectaria que, no entendiendo lo que yo y tantos amamos, querría que lo explicásemos de acuerdo con su mentalidad: exclusivamente política, ajena a lo sobrenatural, atenta únicamente al equilibrio de intereses y de presiones de grupos. Si no reciben una explicación así, errónea y amañada a gusto de ellos, siguen pensando que hay mentira, ocultamiento, planes siniestros” [5].
Las calumnias procedían sobre todo de dos focos. El primero, la falta de comprensión de la novedad del mensaje de la llamada universal a la santidad en medio del mundo [6] y cierta celotipia ante la labor apostólica desarrollada por el Fundador. De esa celotipia y de la falta de comprensión del fenómeno apostólico, pasaban algunos al ataque a la Obra o a la persona del Fundador, pensando que al minar su reputación sufriría también la fundación [7]. El segundo, confundir el Opus Dei con un nuevo grupo político o de presión, atribuyendo erróneamente a la Obra las libres actuaciones individuales de sus miembros en su actividad profesional, política, etc. [8].
A propósito de estos temas desarrollará su idea de la libertad cristiana, el derecho a la propia intimidad y los ataques que pueden sufrir. La calumnia implica la negación de la libertad y frecuentemente lesiona el derecho a la intimidad.
Al final del texto retomará el hilo conductor, la caridad. Si hay amor a Dios, habrá también amor al prójimo, respeto a la persona. La transformación de la inteligencia y la voluntad abren los ojos para ver que “la caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador” [9].
La libertad, el derecho a la intimidad y a ser uno mismo
Uno de los grandes mensajes de san Josemaría es la llamada a la libertad [10]: la reivindicación de la libertad de los hijos de Dios. Este santo repite que Dios ha creado al ser humano digno, libre y responsable. En la sociedad la libertad se traduce en pluralismo. Así entendido, el pluralismo es una fuente de riqueza [11]. Pero puede ser una fuente de conflictos, si hay ataques a la libertad o si faltan la justicia y la caridad. Éstas han de estar presentes en la formación de la pluralidad, como un aliento desde dentro, desde cada persona. San Josemaría, más que estar de acuerdo con el pluralismo, o simplemente tolerarlo, mira con más profundidad, subrayando que el respeto se debe originariamente a la persona por su dignidad. Hay que respetar a la persona, que es digna y libre, y por tanto al pluralismo y las diferencias que se derivan de dicha condición.
El derecho a la intimidad, al evitar que se tenga que ventilar la propia vida, es indispensable para salvaguardar la libertad de actuación. San Josemaría habla de la violación de este derecho, del sufrimiento de las víctimas y de la necesidad de defenderlo: “Frente a los negociadores de la sospecha, que dan la impresión de organizar una trata de la intimidad, es preciso defender la dignidad de cada persona, su derecho al silencio” [12].
En su reivindicación del derecho a la intimidad y a la fama, invocará el suelo común de la dignidad humana, donde todas las personas se encuentran con independencia de su fe. “En esta defensa suelen coincidir todos los hombre honrados, sean o no cristianos, porque se ventila un valor común: la legítima decisión a ser uno mismo, a no exhibirse, a conservar en justa y pudorosa reserva sus alegrías, sus penas y sus dolores de familia; y, sobre todo, a hacer el bien sin espectáculo, a ayudar por puro amor a los necesitados, sin obligación de publicar esas tareas en servicio de los demás” [13].
Pone en guardia sobre la posible falta de coherencia, de unidad de vida, ante el peligro de adulterar la caridad hasta llegar a la injusticia. Llamarse cristiano no es garantía de querer bien a la gente. Así, dice que “no debemos extrañarnos de que muchos, también gentes que se tienen por cristianas se comporten de modo parecido: imaginan, antes que nada, el mal. Sin prueba alguna, lo presuponen; y no sólo lo piensan, sino que se atreven a expresarlo en un juicio aventurado, delante de la muchedumbre” [14].
El mensaje del Opus Dei necesita de la libertad como se necesita el oxígeno para vivir. Al ser el anuncio una llamada a la santidad de todas las personas mediante la santificación del trabajo, la familia y las relaciones sociales, la libertad aparece como algo previo, como el único caldo de cultivo adecuado para la propagación del mensaje.
Pero no todos comprendieron esta radical libertad del cristiano. Esa falta de comprensión está también presente en el origen de las calumnias. En el nivel más visible, la buena fama fue la primera víctima. En un nivel más profundo, que san Josemaría percibió inmediatamente, la verdadera víctima era la libertad y el respeto debido a cada persona.
Por eso san Josemaría fue un incansable defensor de la libertad: “Podéis atestiguar que llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante” [15].
Desgranará luego la trama de la calumnia. Indicará los métodos y argumentaciones utilizados para calumniar y cómo, siguiendo un itinerario perverso, esos métodos se han convertido en usos aceptados en la sociedad, sobresaliendo entre ellos la presunción de culpabilidad del otro, el adoptar la sospecha como norma. A la aceptación general de esos métodos y argumentaciones, ha contribuido el mal uso que, en ocasiones, se ha hecho de los avances técnicos en los medios de comunicación, sirviendo a veces de vehículo de injusticias.
El final del recorrido es la banalización de la calumnia, que rebaja la dignidad de la persona y el respeto a ella. La ley de la sospecha parece haberse impuesto en las relaciones individuales, sociales, económicas, etc., y la confianza es un valor a la baja.
Siguiendo con las consecuencias de la presunción de culpabilidad y la sospecha surge el meaculpismo, descrito también por san Josemaría: “Así, se parte a veces de que todo el mundo actúa mal; por tanto, con esta errónea forma de discurrir, aparece inevitable el meaculpismo, la autocrítica. Si alguno no echa sobre sí una tonelada de cieno, deducen que, además de malo rematado, es hipócrita y arrogante” [16].
Las palabras de san Josemaría resuenan hoy con la misma fuerza y actualidad que entonces [17] y apuntan a la importancia de que las relaciones interpersonales se asienten en la verdad y en la caridad, único modo de generar confianza en el cuerpo social.
La caridad: de la oscuridad a la luz
San Josemaría analizará después el desconcierto del ofendido, sus reacciones, su situación de indefensión y el modo de afrontar con espíritu cristiano las calumnias, con una actitud de perdón. Por último, describirá cómo, al conocer a Jesucristo, se inicia en la persona un proceso de transformación que le conducirá a percibir la dignidad de cada persona y en consecuencia, a un cambio en su mirada y en sus relaciones. El proceso va, de pensar mal como norma, a la justicia y a la caridad que llevan a respetar y querer a todos, con consecuencias concretas.
San Josemaría compara el ejercicio y el efecto de la caridad con el paso de la ceguera a la luz. “Entre los que no conocen a Jesucristo hay muchos hombres honrados que, por elemental miramiento, saben comportarse delicadamente: son sinceros, cordiales, educados. Si ellos y nosotros no nos oponemos a que Cristo cure la ceguera que todavía queda en nuestros ojos (…) percibiremos las realidades terrenas y vislumbraremos las eternas con una luz nueva, con la luz de la fe: habremos adquirido una mirada limpia” [18]. Todo ello es acorde con nuestra dignidad.
Para eso, partiendo de la escena de la curación del ciego de nacimiento contada por san Juan [19], se centra, no en la curación del ciego, en el milagro, sino en las actitudes de los personajes que intervienen: Jesús, los discípulos y los fariseos. “Quisiera ahora fijarme en otros rasgos: concretamente, para que veamos que, cuando hay amor de Dios, el cristiano tampoco se siente indiferente ante la suerte de los otros hombres, y sabe también tratar a otros con respeto; y que, cuando ese amor decae, existe el peligro de una invasión, fanática y despiadada, en la conciencia de los demás” [20].
Los personajes del Evangelio miran al ciego cada uno desde su corazón: Jesús lo ve con ojos de misericordia y piensa en curarle; los discípulos le preguntan a Jesús cuáles son los pecados causa de la ceguera, si los del ciego o los de sus padres, dando por sentado (como era habitual en el contexto religioso-cultural de entonces) que si alguno sufre una desgracia es porque ha hecho algo malo. Los fariseos, por su parte, no quieren creer lo que tienen delante, e intentan forzar la realidad hasta encofrarla en sus prejuicios.
San Josemaría describe la paulatina transformación de los discípulos en su contacto con Cristo y el obstinado cierre a Dios de los fariseos. En los primeros veremos cómo el amor de Dios transforma verdaderamente a las personas, cambiando el paradigma de su relación con los demás. Los segundos, al cerrarse en sí mismos, no querrán ver a su hermano, el ciego, y lo expulsarán de la sinagoga, pues “esta cerrazón tiene resultados inmediatos en la vida de relación con nuestros semejantes” [21].
Gracias al contacto con Cristo, el ciego recupera la vista y los discípulos pasan de la oscuridad a la luz: “se movían en la línea de ese refrán desgraciado: piensa mal y acertarás. Después, cuando conocen más al Maestro, cuando se dan cuenta de lo que significa ser cristiano, sus opiniones están inspiradas en la comprensión” [22]. Por su parte, los fariseos se aferran a su ceguera convencidos, como tantos, de que quien sospecha está en lo cierto y es superior a los demás. Cristo devuelve la luz al ciego y transforma a sus discípulos, pero no logra devolverla a los fariseos, y respeta también su libertad.
En los últimos compases de la homilía, san Josemaría invita al lector a afrontar las ofensas con las actitudes del cristiano transformado: hacer el propósito de “no juzgar a los demás, de no ofender ni siquiera con la duda, de ahogar el mal en abundancia de bien (…), no entristecernos nunca si nuestra conducta recta es mal entendida (…), si el bien que (…) procuramos realizar, es interpretado torcidamente (…). Perdonemos siempre, con la sonrisa en los labios. Hablemos claramente, sin rencor, cuando pensemos en conciencia que debemos hablar. Y dejemos todo en las manos de Nuestro Padre Dios, con un divino silencio (…), si se trata de ataques personales” [23].
2. Actitud ante las calumnias
Justificación
Hemos examinado hasta aquí las fuentes que conformaron la actitud de san Josemaría hacia el perdón. Toca ahora detenerse en cómo la vivió efectivamente y cómo reaccionaba ante las ofensas, perdonando a los agresores.
Las calumnias empezaron cuando la Obra, fundada en 1928, empieza a ser conocida a principios de los años treinta en Madrid [24]. Tras el intervalo de la guerra, en los años cuarenta y cincuenta los ataques fueron especialmente duros [25]. Por ejemplo, entre otros, testimoniaba Mons. Pedro Cantero: “fue tal la violencia de aquellas calumnias y ataques, que, si la Obra hubiese sido algo meramente humano, habría sido destruida o hubiese quedado muy maltrecha” [26]. Los ataques siguieron en los años sesenta y hasta el fin de su vida en 1975 [27].
Queremos centrarnos en estos hechos por varias razones:
La primera, que la permanencia en el tiempo de la calumnia y cada nueva agresión, reclamaron de san Josemaría vivir de manera heroica la caridad y la fortaleza. Se constata en los testimonios de quienes le conocieron y en sus escritos, que su actitud ante las ofensas fue la misma hasta el final de su vida. Hay una línea constante de perseverancia y crecimiento en la caridad. Como recordaba el Cardenal Bueno Monreal, “es éste un capítulo en el que, quizá Josemaría encontró ocasión de madurar, creciendo en la práctica heroica de la caridad” [28].
La segunda, que toda esa época está vinculada al trabajo fundacional de san Josemaría: extender el Opus Dei, explicar su espíritu, proteger el carisma y fijar su marco jurídico dentro de la Iglesia. Las calumnias aparecían como un obstáculo para la expansión de la Obra, pero al mismo tiempo entrelazadas a esa primera expansión y a la persona del Fundador [29].
La tercera razón es que las ofensas provenían frecuentemente de otros católicos, incluidos eclesiásticos, que deberían —aun discrepando de sus puntos de vista, de sus modos apostólicos o de su espiritualidad— tratarle con caridad. El hecho de que las ofensas vinieran de católicos o eclesiásticos añadía gravedad y dolor a las mismas. Estas agresiones se distinguen de las recibidas durante la guerra civil, en la que se le perseguía por ser sacerdote.
En cuarto lugar, el tipo especialmente ofensivo de agresión que constituye la calumnia. La calumnia lesiona la justicia al atacar el honor y la fama. Lesiona también la caridad. Es un tipo de daño cuyos efectos, una vez activados por el ofensor, quedan fuera de su voluntad, adquieren vida propia y se propagan como una metástasis que invade un cuerpo sano. La calumnia se repite, y es recibida a menudo sin contrastar su verdad o falsedad. La repetición genera estereotipos, en forma de clichés, que después son muy difíciles de borrar. Todavía hoy persisten residuos de calumnias lanzadas en aquella época, como ya preveía el Fundador que sucedería [30].
Es también característico de la calumnia su potencial de violencia psicológica. A diferencia de otras agresiones, que duran un tiempo determinado y luego cesan, la calumnia actúa continuadamente en el tiempo y su duración es indeterminada, perpetuando el dolor. Esto puede producir en el ofendido una verdadera tortura psicológica y el sometimiento a una tensión permanente.
Por último, hay que precisar en otro orden de cosas que, remitiéndonos a los hechos, reflejados en la rápida expansión del Opus Dei por el mundo, la inmensa mayoría de las personas entendían la novedad del mensaje del Opus Dei: “muchos miles de personas —millones—, en todo el mundo, lo han entendido” [31].
Humildad
La primera actitud que encontramos en San Josemaría, más que una actitud, es un punto de llegada que condicionará el conjunto de su respuesta a las calumnias. Los ataques a su fama propiciaron el progresivo desprendimiento de sí mismo, iniciado ya en los años previos. Dios se sirvió de las campañas difamatorias para conducirle de la mano hacia la humildad, la purificación y la identificación con Cristo en su Pasión. Lo contaba él mismo, recordando un momento concreto en la época más difícil, a principios de los años cuarenta: “llegó un momento en el que tuve que ir una noche al Sagrario (…), a decir: Señor —y me costaba, me costaba porque soy muy soberbio, y me caían unos lagrimones…—, si Tú no necesitas mi honra, yo ¿para qué la quiero? Desde entonces me importa un pito todo” [32].
Ese llegó un momento es revelador del proceso interior en el tiempo de san Josemaría, de sus posibles zozobras y resistencias interiores a admitir que su fama quedara hecha trizas, como algo que Dios permitía. Las palabras si Tú no necesitas mi honra, yo ¿para qué la quiero?, son el punto de llegada a un grado de humildad a partir del cual ya no se preocupará, entre otros aspectos, ni de su fama.
¿Cuál fue entonces la actitud de san Josemaría ante las calumnias? Desde el doble fundamento de la caridad y la humildad, sintetizó su postura ante la ofensa en un programa experimentado: “perdonar, callar, rezar, trabajar y sonreír” [33].
Perdonar y rezar
La actitud de san Josemaría ante las calumnias fue la de perdonar siempre y desde el primer instante [34] y rezar por las personas que le habían ofendido. Era consciente de su propia debilidad como hombre y decía que era capaz de “todos los horrores y todos los errores” [35]. Pensaba que Dios le perdonaba siempre; que es el Dios de la mano tendida. Si Él nos perdona así, el cristiano debería hacer lo mismo, también siempre.
“Pude ver que su reacción ante los ataques, algunos tremendos, era siempre sobrenatural y llena de caridad. Pero quisiera aclarar que esto no suponía en él algo así como una reacción estoica, pasiva, o apática. Su reacción era dinámica, de muchísima oración y mortificación (…) y de total confianza en Dios” [36].
El cúmulo de calumnias podría haber dejado en él un poso de amargura, de desconfianza o de cinismo, pero gracias al perdón concedido siempre y desde el primer momento se convirtió en una persona profundamente humana y comprensiva. “En éstas y otras circunstancias semejantes, jamás le vi una reacción de rencor. No era hombre para eso, sino para comprender, perdonar y olvidar” [37].
Traemos también a colación el testimonio sobre san Josemaría de Mons. Juan Hervás, fundador de los Cursillos de Cristiandad. Este prelado sufrió calumnias a causa de los Cursillos en los años cincuenta del siglo pasado. En medio de esa contradicción tuvo que viajar a Roma, pues había sido acusado ante el Santo Oficio. Como era amigo de san Josemaría aprovechó para entrevistarse con él.
Años después, en 1976, recordaba lo que le dijo, después de contarle las tribulaciones por las que pasaba en ese momento: “‘No te preocupes, son bienhechores, porque nos ayudan a purificarnos. Hay que quererles y pedir por ellos’, recalcaba sus palabras cuando me insistía en la necesidad de tener amor a los que no nos comprenden, de orar por los que juzgan sin querer enterarse, e insistía en el deber de prestar sólo nuestra atención a la voz de la Iglesia y no a los rumores de la calle, y mantener, con la ayuda de Dios, el corazón limpio de amarguras y resentimientos. ¡Qué bien me hicieron sus palabras! Era la comunicación de una experiencia personal (…). Aquellos consejos tenían una fuerza de convicción enorme por la autenticidad con que él mismo los había vivido, y los seguía viviendo entonces” [38].
Como ya hemos visto, la decisión de perdonar implica que el ofendido se libera de la carga del ciclo de agresiones. Esta liberación, desde el punto de vista psicológico, viene reforzada por el hecho de rezar por el agresor: desplazamos el centro de atención de uno mismo a otro, se experimenta un cambio en la percepción que tenemos del agresor [39], alejamos de nosotros el victimismo, nos ponemos de algún modo en su lugar y quizá comprendemos que, a veces, hemos podido contribuir al deterioro de la relación. Rezar por quien nos ha agredido también nos reafirma en la decisión de perdonar y de cerrar el paso a la venganza.
Tiempo de callar
“Y dejemos todo en las manos de nuestro Padre Dios, con un divino silencio —Iesus autem tacebat (Mt 26, 63)—, si se trata de ataques personales, por brutales e indecorosos que sean” [40].
San Josemaría distinguía en las calumnias aquellas que iban dirigidas contra su persona, de las lanzadas contra la Iglesia o el Opus Dei.
Si se dirigían a su persona, había tomado la decisión de no defenderse. Optó por la actitud del silencio, imitando a Cristo en su Pasión: “él, personalmente, nunca se defendió, imitando de modo eximio el ejemplo del Divino Maestro: Iesus autem tacebat” [41].
En el silencio de Jesús se encuentra su deseo de acoger todas las formas posibles de sufrimiento de la humanidad, dándoles sentido redentor. Aquí parece asumir el sufrimiento de quienes no pueden defenderse de las ofensas, las injusticias, violencias, etc.; muchas veces son personas inocentes, como los niños. Es el silencio de Cristo un silencio que da voz a los que no tienen voz, que grita. San Josemaría quiso identificarse con Jesús también en este aspecto, cuando pudiendo defenderse y teniendo derecho a ello, no lo hizo.
San Josemaría había meditado sobre el silencio de Jesús, como queda reflejado en Camino: “Jesús… callado. —‘Iesus autem tacebat’. —¿Por qué hablas tú, para consolarte o para sincerarte? Calla. Busca la alegría en los desprecios: siempre te harán menos de los que mereces. —Puedes tú, acaso, preguntar: ‘Quid enim mali feci?’ —¿qué mal he hecho?” [42].
El silencio del que estamos hablando es un silencio exterior. Hacia dentro hay que suponer su intenso diálogo con Dios, de progresiva identificación, primero para llegar a la decisión de renunciar a la defensa y, en segundo lugar, para aceptar y amar cada situación calumniosa concreta que se presentaba. Era un silencio voluntario, consciente, que nada tiene que ver con la resignación.
El silencio se movía en dos direcciones. Por un lado, renunciando a la defensa ante ataques personales. Por otro, adoptando la actitud de no hablar de las calumnias, fueran personales o no, ni entre los suyos, si no era necesario, ni con los ajenos que no tenían razón para conocerlas, evitando de raíz cualquier posible falta de caridad.
En la misma línea, también durante largos años, y con el mismo fin de vivir la caridad, san Josemaría guardó silencio sobre las campañas difamatorias que se cernieron sobre él. Muchos episodios concretos, con nombres, fechas y circunstancias, se los ha llevado a la tumba.
Quiso inculcar a sus hijos la misma línea de conducta, y pidió a los fieles de la Obra que sufrieran calumnias durante la expansión apostólica, que no hablaran entre ellos de esos hechos para evitar la tentación de faltar a la caridad hacia las personas involucradas [43].
Tiempo de hablar
“Hablemos claramente, sin rencor, cuando pensemos en conciencia que debemos hablar” [44]. Su constancia en perdonar sin excepciones estaba alejada de una simple actitud de evitar conflictos, de omitir deberes por una caridad sentimental o de no señalar el error.
Por eso, cuando las ofensas no iban dirigidas contra él, sino contra la Iglesia o el Opus Dei, entonces su sentido de la justicia le hacía intervenir, actuar y hablar ante los responsables. En el organismo de su vida interior, la caridad modulaba la aplicación de la justicia y de la fortaleza evitando, por un lado, un falso perdón, que sería una omisión en el ejercicio de la fortaleza y una injusticia y, por otro, una justicia o una fortaleza aplicadas con una frialdad y un rigorismo tales que no respetasen la dignidad del ofensor, dejando de ser virtudes.
San Josemaría tenía una fuerte conciencia de ser responsable ante Dios de que el carisma fundacional quedara nítido y no perdiera integridad durante su transmisión. Las calumnias contra la Obra se interponían en este proceso y ponían en peligro tanto el espíritu como la existencia misma de la institución, sobre todo en sus primeros momentos de vida.
Por eso, como fundador, salir en defensa de la Obra o de sus hijos espirituales era un deber de justicia. En estos casos, entraban en juego elementos distintos a él mismo: el carisma del Opus Dei, las personas que se incorporaban a la nueva fundación y otras que participaban de los apostolados. “Hubo momentos en los que incomprensiblemente hubo quienes quisieron destruir la Obra o dificultar el desarrollo. Josemaría ponía todos los medios para aclarar la verdad porque era el imperativo de la caridad: no dejar a nadie en el error. Después con las personas, comprensión: jamás le oí hablar mal de alguien” [45].
Distinguía entre el perdón, la justicia y la proclamación de la verdad. El perdón no significa renunciar a la verdad. Perdonaba a quienes calumniaban, pero no claudicaba del derecho a defender y aclarar el espíritu de la Obra. Escribía en 1961: “siempre he procurado contestar con la verdad, sin prepotencia, sin orgullo, aunque los que calumniaban fuesen mal educados, arrogantes, hostiles, sin la más mínima señal de humanidad” [46].
Años más tarde, a partir de 1970, en momentos de grave crisis en el seno de la Iglesia, san Josemaría dio también muestras de valentía, fortaleza y amor a la verdad al defender públicamente, ante miles de personas, a la Iglesia y al Papa [47].
Trabajar y sonreír
Uno de los efectos de la calumnia es su poder paralizante. Actúa como un veneno en el sistema nervioso central del alma. La víctima, al verse dañada en la reputación que se tiene de ella, siente que el suelo se abre bajo sus pies y lo que más desea es pasar desapercibida. Quienes sufren la calumnia, “no saben dónde poner los ojos: están aterrados, no las creen posibles, piensan si será todo una pesadilla” [48].
Por eso, a la hora de la consecución del bien, la calumnia representa un obstáculo formidable, pues la tentación es desistir. Junto al natural abatimiento, surge el temor a seguir actuando y ceder al miedo es un modo de evitar nuevos ataques. La persistencia de las calumnias y su generalización también puede plantear dudas sobre el propio proyecto y la seguridad de estar obrando el bien: “¿Si tantos están en contra, incluidas personas de la Iglesia, no será que yo estoy equivocado?”. Parece razonable que esta pregunta asomase en su interior. Realmente, es difícil ponerse en el lugar de una persona calumniada, por el sufrimiento, temores, angustias y dudas que se pueden generar.
La actitud de trabajar supera el peligro de parálisis al que la calumnia invita. Trabajar suponía evitar lamentos estériles, no perder tiempo criticando al adversario, no obsesionarse con la calumnia. No era ésta una respuesta formulada desde la pasividad, sino, como señalábamos antes, una respuesta dinámica, de determinación que, partiendo de una “total confianza en Dios” [49], implicaba rezar y seguir trabajando. Trabajar era también defender la verdad cuando y ante quien fuera necesario, transmitir fe y seguridad a sus hijos y continuar con el desarrollo de los apostolados.
En este sentido señala Mons. Santos Moro: “Me admiró mucho su actitud de paciencia y, al mismo tiempo, de fortaleza para continuar su caminar seguro, firme y sin desmayos llevando a cabo lo que Dios le pedía, con absoluta confianza en Él” [50].
Esta actitud trasluce una fe gigante en Dios y en el carisma que había recibido, mucha caridad para perdonar, esperanza en que Dios allanaría las dificultades y, como fruto de las tres virtudes, fortaleza, equilibrio, seguridad, serenidad, paz interior y alegría.
Nos detenemos en la alegría, que es la última actitud que examinamos y a la que se refería con la palabra sonreír. Sonreír es consecuencia de amar la voluntad de Dios que permite la acusación injusta.
La tristeza, la preocupación, la falta de serenidad y quizá la disminución de la confianza en Dios y el pesimismo, son frutos naturales de la calumnia, por la posición en que coloca a su víctima. San Josemaría describía la angustia propia del calumniado recordando el “relato de Susana, aquella mujer casta, falsamente incriminada de deshonestidad por dos viejos corrompidos (…) ¡Cuántas veces la insidia de los envidiosos o de los intrigantes coloca, a muchas criaturas limpias, en la misma situación! Se les ofrece esta alternativa: ofender al Señor o ver denigrada su honra. La única solución noble y digna es, al mismo tiempo, extremadamente dolorosa, y han de resolver: prefiero caer inculpable en vuestras manos a pecar contra el Señor (Dn 13, 23)” [51].
Por eso son llamativos los testimonios de quienes le trataron en esa época, en los que se refleja una estabilidad de ánimo constante, en medio del clima calumnioso en el que vivió durante tanto tiempo: “Yo mismo me admiro ahora de poder afirmar que no le vi nunca preocupado; es decir, nunca noté que pudiera estar pasando un momento difícil. No hay duda de que su fe en Dios, su esperanza en el auxilio de su Padre Dios y, en consecuencia, su alegría y su humor, le permitían, no sólo no perder la paz, sino contagiar a los demás esa enorme confianza en que se cumpliría lo que Dios quería” [52].
En el testimonio de Mons. Pedro Cantero, que citamos a continuación, aparece de nuevo el rasgo sacerdotal de la identificación con Cristo, ahora como fuente de la alegría. San Josemaría entendió así esta virtud, como una ganancia de la adhesión amorosa a la voluntad de Dios Padre.
“Me asombra recordar ahora que nunca —pasase lo que pasase— perdió su característica sonrisa. No era la sonrisa fácil de un hombre bondadoso al que todo le salía bien o la del que no se da cuenta de lo que ocurre; era la manifestación externa de su paz interior: esa paz que procedía de abrazar, con las veras de su corazón, una cruz cuyas dimensiones nadie conocíamos con exactitud. Era el gozo y la paz que viene de esconderse en las llagas del Señor: de aceptar, cuando las situaciones son duras, la voluntad de aquel Dios que quiere identificarnos con su Hijo en la Cruz” [53].
3. El perdón como estilo de convivencia y la cultura de la paz
Parámetros culturales y perdón.
El mensaje del perdón, su puesta en práctica entre los cristianos y su asimilación en la cultura y en la legislación, han sido factores civilizadores de la cultura occidental. Sin embargo, el perdón se encuentra hoy con algunas corrientes culturales predominantes que lo desnaturalizan y hacen difícil entenderlo y, más aún, practicarlo.
La regresión del perdón se puede rastrear en el deterioro de las relaciones personales, en la creciente incapacidad para restaurar rupturas, en la judicialización de las relaciones familiares, o en la preocupación y el temor de vivir en sociedades polemizadas, conflictivas y, en ocasiones, violentas [54].
Recordaremos brevemente tres de esas corrientes, ciñéndonos a su impacto sobre el perdón.
Para el relativismo la decisión de la persona es la que determina la bondad o la maldad de sus actos, sin referencias objetivas. Esta perspectiva subjetivista tiende también a excusar las propias actuaciones y en consecuencia a difuminar y borrar la culpa. Sin conciencia de ofensa no hay culpa, y sin culpa no hay necesidad de pedir perdón [55]. El relativismo conduce también a la banalización del mal, que refuerza la ausencia de culpa, diluye las fronteras de la ofensa y hace inútil el perdón. El relativismo obstruye asimismo la posibilidad de compartir un terreno de principios donde podamos reconocer al otro, también cuando nos ofende.
El individualismo, por su parte, propugna la autonomía radical de la persona, que no concibe la necesidad de ser salvado por algo o alguien ajeno a él mismo, ni de que su actuación influya en los demás [56]. La presencia del perdón en las relaciones interpersonales supone que se acepta la existencia de una fraternidad universal y la fragilidad del ser humano, que completa la verdad sobre la persona en la sociedad. No podemos, sin peligro de hacernos daño, eliminar artificialmente aquellas realidades que nos recuerdan que dependemos unos de otros [57].
El individualismo dificulta la actitud de ponerse en el lugar del otro. “La imagen individualista del hombre nos impide entender el gran misterio de la expiación: ya no somos capaces de comprender el significado de la forma vicaria de existencia, porque según nuestro modo de pensar cada hombre vive encerrado en sí mismo; ya no vemos la profunda relación que hay entre todas nuestras vidas y su estar abrazadas en la existencia del Uno, del Hijo hecho hombre” [58].
Para quien ha de perdonar, el individualismo puede conducir a formas distorsionadas de perdón, como puede ser, entre otras, otorgarlo desde la voluntad de poder, no desde la gratuidad, como si el destino del ofensor estuviera en nuestras manos y su liberación de la culpa dependiera exclusivamente de nosotros [59]. La tercera corriente es el hedonismo, que lleva a evitar el sufrimiento, presente en todos los conflictos, pues “la ofensa es una realidad, una fuerza objetiva que ha causado una destrucción que se ha de remediar” [60].
En el perdón siempre hay dolor. “La ofensa tiene que ser subsanada, reparada y, así, superada. El perdón cuesta algo, ante todo al que perdona: tiene que superar en su interior el daño recibido, debe como cauterizarlo dentro de sí, y con ello renovarse a sí mismo, de modo que luego ese proceso de transformación, de purificación interior, alcance también al otro, al culpable, y así ambos, sufriendo hasta el fondo el mal y superándolo, salgan renovados” [61].
Pedir perdón también tiene su precio: la expiación [62], la reparación del orden roto por la ofensa y reencontrar la verdad sobre uno mismo, traicionada por la ofensa cometida. Es el proceso del reconocimiento de la verdad, el arrepentimiento, la petición de perdón, la reparación y el compromiso de evitar nuevas ofensas [63].
No hay atajos para el perdón. Intentar llegar a él y a la liberación de la culpa sin asumir el dolor, dificulta el perdón y promueve también la proliferación de falsos perdones [64], que no harán más que perpetuar las heridas e impedir el cierre del ciclo de ofensas [65].
El influjo general de estas corrientes culturales en la sociedad tiene como resultado la creación de una red de relaciones fundadas en el interés. Cuando estas relaciones son las dominantes estaremos construyendo una sociedad que, culturalmente, no entiende bien la necesidad de los actos gratuitos, y por tanto del perdón, acto gratuito por excelencia.
Por eso Benedicto XVI, detectando estos síntomas en nuestras sociedades, ha dicho que “la ‘ciudad del hombre’ no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes, sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión. La caridad manifiesta siempre el amor de Dios también en las relaciones humanas” [66]. La existencia de actos gratuitos garantiza la consistencia del amor en nuestras vidas y en la sociedad. La caridad no puede formar parte sólo de la periferia de las relaciones sociales, sino que tiene que estar en su centro [67].
Efecto global: “sembradores de paz y de alegría”
El ser humano es relacional y el cuidado de las pequeñas relaciones tiene un efecto capilar y multiplicador. La caridad actúa en círculos concéntricos, de dentro hacia fuera, al contrario de lo que ocurre con el ciclo ofensa-venganza, que se representa como una espiral que absorbe hacia su centro destructivo lo que encuentra a su paso.
Benedicto XVI advierte sobre este punto que la caridad “da verdadera sustancia a la relación personal con Dios y con el prójimo; no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas” [68].
El perdón ha de ser un recurso vivido sobre el terreno, interiorizado desde la caridad y practicado en el matrimonio, en la familia [69], en la escuela, en la amistad, en el trabajo, en todas las situaciones. El perdón debe dejar de ser un hecho predicado y poco practicado y convertirse en una experiencia diaria del “estilo de vida” [70] del cristiano transformado. El perdón no es una fórmula de excepción.
La unidad de vida que predicaba san Josemaría, que es una llamada a la coherencia de vida cristiana, pide vivir el perdón siempre y desde el primer momento. Por eso, lo habitual será practicar el perdón en la vida corriente. De lo contrario, por la propia naturaleza de la agresión, de la ofensa menuda se pasa a los sentimientos negativos y la incomunicación [71].
Se dice que hay que aprender a perdonar [72]. Quizá, pensando en la caridad como fuente del perdón, sería más propio decir que hay que aprender a querer, a amar: amar a Dios y, desde Él, amar al prójimo, aunque ofenda [73]. Si no se perdona, no se ama. El problema del perdón puede ser su puesta en práctica, cuando la ofensa se ha cometido y las emociones se desencadenan; o cuando la vergüenza de la culpa se presenta como un sentimiento insuperable y la verdad de la ofensa aparece demasiado cruda como para ser afrontada. En ese sentido sí puede ser necesario un aprendizaje: ¿cómo se perdona?, ¿qué pasos hay que dar?, ¿con qué hay que enfrentarse?
Muchos autores, desde cualquier perspectiva, sea religiosa, psicológica, política, social, etc., coinciden básicamente en los mismos puntos [74]: verdad (reconocimiento), arrepentimiento (pesar por el daño causado), publicidad (solicitar el perdón al ofendido); como consecuencias, compromiso de no ofender de nuevo y reparación (restablecimiento de la situación anterior) [75].
Para saber qué es el perdón, es necesario vivir la experiencia de otorgarlo y recibirlo. Descubrir su compenetración con la dignidad humana, su adecuación a nuestra psicología y afectividad y la belleza de sus efectos. Como escribe Alejandro Llano, la palabra “perdón” “es la única que siembra paz y que, si se repite sinceramente y se procede en consecuencia, acaba por tener un efecto performativo, es decir, produce lo que significa” [76].
El resentimiento y la venganza miran al pasado y en él permanecen, fraguando sentimientos agresivos. Igualmente, el rechazo del perdón concedido encierra en el pasado y lastra las relaciones de presente y de futuro. Por el contrario, el perdón supera el pasado, por vía del amor, la verdad, la justicia y el sufrimiento, abriendo nuevas oportunidades de futuro, renovando las relaciones desde dentro del hombre; ¿con qué compararemos el perdón?: es como un “bautismo antropológico” que nos regenera a una nueva vida de relación. Veremos entonces que el perdón, personalmente experimentado, otorgado y recibido, “da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado” [77].
“Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima. Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: éste es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama” [78].
Jaime Cárdenas del Carre en romana.org/es
Notas:
1 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 71.
2 San Josemaría, Camino, Edición histórico-crítica, cit., punto 283: “y tratarás a Dios…, y conocerás tu miseria…, y te endiosarás… con un endiosamiento que, al acercarte a tu Padre, te hará más hermano de tus hermanos los hombres”. Vid. también comentario, p. 457.
3 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 70.
4 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 68.
5 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 70.
6 Cfr. Del Portillo, Á., Entrevista, cit., p.117-118.
7 Señala Peter Berglar: “En la campaña contra la Obra organizada en los años cuarenta por unos pocos (pero muy activos) enemigos, también jugaban un papel preponderante —aunque quizá nos cueste creerlo— los celos por el gran poder de atracción que el apostolado de la joven familia espiritual ejercía en toda España. De los celos a la envidia hay sólo un paso muy pequeño, el necesario para perder el equilibrio que separa la debilidad de la malicia”. Berglar, P., OPUS DEI, Vida y obra del Fundador Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid, 1987, p. 225.
8 Es en esta época cuando algunos miembros del Opus Dei empiezan a tener relieve público en la vida social o política. Quienes calumniaban sostenían que el Opus Dei actuaba a través de estas personas, de acuerdo con una estrategia política. San Josemaría sale al paso de la situación, defendiendo un aspecto esencial del espíritu del Opus Dei: “Desde hace más de treinta años, he dicho y escrito en mil formas diversas que el Opus Dei no busca ninguna finalidad temporal, política; que persigue sólo y exclusivamente difundir, entre multitudes de todas las razas, de todas las condiciones sociales, de todos los países, el conocimiento y la práctica del amor a Jesucristo”. Es Cristo que pasa, n. 68. Sobre las enseñanzas de san Josemaría en torno a la formación cristiana y a la libertad en materias sociales y políticas, cfr. Ángel Rodríguez Luño Á., Conciencia cristiana y cultura política en las enseñanzas de San Josemaría Escrivá de Balaguer. Conferencia impartida durante las 46ª Jornadas de Cuestiones Pastorales, Secularismo y cultura de la fe, Castelldaura, 25 y 26 de enero de 2011; disponible en http://jornadacastelldaura2011.wordpress.com
9 San Josemaría, Es Cristo que pasa n. 72.
10 Cfr., para mayor profundización en la relación entre libertad y misión apostólica, Rhonheimer, M., Transformación del mundo, La actualidad del Opus Dei, Rialp, Madrid, 2006, cap. IV, p. 91-116.
11 La libertad es uno de los temas centrales del mensaje de san Josemaría. En este sentido, escribía el filósofo Cornelio Fabro: “En plena sintonía con el Concilio Vaticano II, es más, se podría decir que superándolo en audacia, Monseñor Escrivá de Balaguer propone como primer bien para respetar y estimular el empeño temporal del cristiano, precisamente la libertad personal. ‘Solo si se defiende la libertad individual de los demás con la consiguiente personal responsabilidad, podrá, con honradez humana y cristiana, defender de la misma manera la suya”, Fabro, C., Un maestro de libertad cristiana, en “L’Osservatore Romano”, 2-VII-1977.
12 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 69.
13 Ibid.
14 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 67.
15 San Josemaría,, Es Cristo que pasa, n. 184.
16 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 69.
17 Hoy más que nunca, debido a los medios técnicos de divulgación (principalmente TV e Internet), crecen simultáneamente la gravedad de la calumnia, al llegar a más personas, y su banalización, por frecuencia y aceptación.
18 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 71.
19 Cfr. Jn 9, 1-41.
20 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 67.
21 Ibid.
22 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 72.
23 Ibid.
24 Cfr. Del Portillo, Á., Entrevista, cit., p. 117.
25 Cfr. Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, II, cit., donde trata ampliamente el tema, especialmente en pp. 451-553.
26 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios. Testimonios sobre el Fundador del Opus Dei, Palabra, Madrid, 1994, p. 79, testimonio de Mons. Pedro Cantero. En este libro se recogen testimonios de personas que trataron personalmente al Fundador. Los testimonios avalan la gravedad de las calumnias y ofrecen un mapa de las actitudes de san Josemaría ante ellas.
27 Cfr. Del Portillo, Á., Entrevista…, p. 123.
28 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios, cit., p. 23, testimonio del Cardenal José María Bueno Monreal.
29 Las calumnias están unidas a la primera expansión porque tuvieron el efecto indirecto de que el mensaje del Opus Dei llegara a personas y lugares no previstos.
30 “El hecho peor está, seguramente, en que estas deformaciones y este modo falso de interpretar como malas las cosas más santas, quedarán arraigados, incrustados, en el espíritu de mucha gente y quizá de toda una generación. Y podrán ser la causa de una obstinación increíble, para no reconocer la verdad”, Carta 29-XII-1947 / 14-II-1966, n. 67, citada por Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, II, cit., p. 541.
31 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 70.
32 Artículos del Postulador, cit., pp. 328-329.
33 Del Portillo, Á., Entrevista, cit., p. 124.
34 “Esfuérzate, si es preciso, en perdonar siempre a quienes te ofendan, desde el primer instante, ya que por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te ha perdonado Dios a ti”. San Josemaría, Camino, punto 452. Vid., comentario a este punto en Camino, Edición histórico-crítica, cit., p. 596-597.
35 San Josemaría, Camino, Edición histórico-crítica, cit., comentario al punto 45, p. 257.
36 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios, cit., testimonio de Mons. José López Ortiz, p. 228.
37 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios, cit., testimonio del P. Silvestre Sancho Morales, O.P., p. 400. Sobre el perdón y el olvido, la cuestión no es tanto olvidar o no olvidar, pues hay hechos que no se pueden borrar de la memoria. “No se trata de olvidar todo lo que ha sucedido, sino de releerlo con sentimientos nuevos, aprendiendo, precisamente de las experiencias sufridas, que sólo el amor construye, mientras el odio produce destrucción y ruina. La novedad liberadora del perdón debe sustituir a la insistencia inquietante de la venganza”. Juan Pablo II, Mensaje Jornada Mundial de la Paz, 1-I-1997. En la misma dirección de distinguir la decisión de perdonar del aspecto emocional y psicológico, señala el Compendio del CCE en el n. 595: “no está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla, pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión”.
38 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios, cit., p. 202, testimonio de Mons. Juan Hervás Benet.
39 Vid. punto 802 de Forja, in fine, donde, después de referirse a los que le hacían mal como “bienhechores”, decía: “Y resultará que, a fuerza de encomendarles a Dios, les tendrás simpatía”.
40 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 72.
41 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios, cit., p. 104, testimonio de Mons. Laureano Castán Lacoma.
42 San Josemaría, Camino, Edición histórico-crítica, cit., punto 671. Vid. también comentario, p. 773.
43 La persecución y las calumnias se desataron con mucha virulencia en Barcelona, en 1941. En mayo de 1942, san Josemaría escribía al director del único centro del Opus Dei que había en esa ciudad: “+ Jesús bendiga a mis hijos y me los guarde. Queridísimos: estamos de enhorabuena, porque el Señor nos trata a lo divino ¿Qué os voy a decir? ¡Que estéis contentos, spe gaudentes!: que padezcáis, llenos de caridad, sin que de vuestra boca salga nunca ni una palabra molesta para nadie, in tribulatione patientes!: que os llenéis de espíritu de oración, orationi instantes! Hijos: ya se barrunta la aurora, y ¡cuánta cosecha, en esa bendita Barcelona, con el día nuevo! Sed fieles. Os bendigo. Un abrazo de vuestro Padre, Mariano”. Carta a Rafael Termes Carreró, desde Madrid, 2-V-1942, citada en Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, II, cit., p. 479; para los sucesos de Barcelona, vid. pp. 474-496.
44 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 72.
45 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios, cit., p. 56, testimonio de Mons. Abilio del Campo y de la Bárcena. En el mismo sentido Mons. Laureano Castán Lacoma, p. 104.
46 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 70.
47 Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, III, cit., donde se relatan los viajes apostólicos a la Península Ibérica en 1972, p. 646-660, y a Sudamérica y Centroamérica en 1974 y 1975, pp. 695-735.
48 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 68.
49 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios, cit., p. 228, testimonio de Mons. José López Ortiz.
50 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios, cit., p. 252, testimonio de Mons. Santos Moro Briz.
51 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 68.
52 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios, cit., p. 23, testimonio del Cardenal José María Bueno Monreal.
53 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: Un hombre de Dios, cit., p. 79-80, testimonio de Mons. Pedro Cantero.
54 Cfr. Bauman, Z., Miedo líquido, La sociedad contemporánea y sus temores, Paidós, Barcelona, 2007.
55 “Me parece que el núcleo de la crisis espiritual de nuestro tiempo tiene sus raíces en el eclipse de la gracia del perdón. (…) El hombre no puede soportar la pura y simple moral, no puede vivir de ella; se convierte para él en una “ley” que provoca el deseo de contradecirla y genera el pecado. Por eso donde el perdón, el verdadero perdón lleno de eficacia, no es reconocido y no se cree en él, hay que tratar la moral de tal modo que las condiciones de pecar no pueden nunca verificarse propiamente para el individuo. A grandes rasgos puede decirse que la actual discusión moral tiende a librar a los hombres de la culpa, haciendo que no se den nunca las condiciones de su posibilidad”. Ratzinger, J., “Una compañía en el camino”, La Iglesia. Una comunidad en camino, 5, 4, Ed. Paulinas, Madrid 1992, p. 90.
56 Hannah Arendt resalta el perdón como interdependencia entre las personas cuando señala que “el perdón (…) realizado en soledad y aislamiento carece de realidad y no tienen otro significado que el de un papel desempeñado ante uno mismo”. Arendt, H., La condición humana, cit., p. 257.
57 La interdependencia de todas las personas, se puede detectar en el plano natural, por ejemplo, en la base de los Crímenes contra la Humanidad, donde se entiende que quien los comete, atenta no sólo contra un ser humano singular, o contra un orden jurídico determinado, sino que ofende a toda la humanidad. El concepto de la fraternidad universal se encuentra también en el Ubuntu, rasgo de la visión africana del mundo, más conocido actualmente por su influjo en la transición de Sudáfrica. Cfr. Tutu, D., No future, cit., p. 34-36. Sobre la “dependencia” como concepto antropológico relevante, cfr. MacIntyre, A., Animales racionales y dependientes, Paidós, Barcelona, 2001.
58 Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I, La Esfera de los Libros, Madrid, 2007, p. 196.
59 Cfr. Burggraf, J., Aprender a perdonar, cit.
60 Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I, cit., p. 195.
61 Ibid.
62 Para una visión antropológica de la expiación, cfr. Girard, R., Veo a Satán, cit.
63 El hecho de que el perdón tenga como presupuestos la verdad y la justicia no ensombrece la incondicionalidad del perdón, ni su esencial gratuidad. Desde el punto de vista del ofendido, el perdón ha de otorgarse de manera incondicionada. Es el ofensor quien no obtendrá el perdón concedido (la liberación de la culpa) si no redime el precio de la ofensa mediante la verdad y la reparación. Cuando todos los elementos se completan, se abre el paso a la reconciliación. El perdón facilita así la vía de la justicia. Cfr. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, BAC, Madrid, 2005, n. 518.
64 Cfr. López Guzmán, M., Desafíos del perdón después de Auschwitz, cit., p. 63-121, donde se ofrece un análisis de falsos perdones, basados en distintas causas.
65 “La ofensa provoca represalia; se forma así una cadena de agravios en la que el mal de la culpa crece de continuo y se hace cada vez más difícil superar. (…) La ofensa sólo se puede superar mediante el perdón, no a través de la venganza”. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I, cit., p. 193.
66 Benedicto XVI, Caritas in Veritate, n. 6.
67 Con la “periferia” nos referimos a la actividad asistencial, ONG’s, y otras. Cabría pensar, o actuar en la práctica, como si ese ámbito fuera el propio de los actos gratuitos, mientras que el mundo de las relaciones de trabajo, jurídicas, económicas, etc., fuera el ámbito de los actos debidos, útiles, etc., sin que la caridad tuviera que informarlos. Inversamente, en el ámbito asistencial, debe atenderse ante todo a la justicia, pues la “la justicia es la primera vía de la caridad o, como decía Pablo VI, su ‘medida mínima‘”. Benedicto XVI, Caritas in Veritate, n. 6.
68 Benedicto XVI, Caritas in Veritate, n. 2.
69 La familia es el lugar paradigmático de los actos gratuitos. Es en este ámbito de micro-perdón, donde los menores pueden experimentar el perdón y aprender a reconducir las situaciones que pueden generar agresividad, a evitar las ofensas. Se aprende a pedir perdón, a otorgarlo, a superar el rencor y la venganza, a amar de forma gratuita, a ser comprensivo, a adquirir el sentido de la justicia, a respetar a los demás. Hay que referirse también a la solidez de la familia, que es por sí misma una base de aprendizaje de amor y perdón. En las rupturas, la prole pierde a menudo la referencia del amor y de los afectos. Por otra parte, la familia tiene un papel único, pues está en su mano cortar la corriente de los odios que pasan de generación en generación, de padres a hijos. Con frecuencia, el rencor heredado convive con la práctica religiosa, de modo que se educa a los hijos en una religión degenerada. Es necesario purificar la memoria familiar.
70 Juan Pablo II, Mensaje Jornada Mundial de la Paz, 1-I-1997.
71 “y otro tanto sucede con la convivencia: se comienza con un pequeño desaire, y se acaba viviendo de espaldas, en medio de la indiferencia más heladora”. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 15.
72 Cfr. Sternberg, J. y Sternberg, K., La naturaleza, cit., p. 258.
73 El perdón, tal y como se entiende en el cristianismo, no es fundamentalmente una técnica, una terapia o una experiencia saludable, aunque pueda tener esos efectos. El CCE, en el contexto del perdón, al glosar el como yo os he amado (Jn, 13-34), señala: “observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida ‘del fondo del corazón’, en la santidad, en la misericordia y en el amor de nuestro Dios”. CCE, n. 842.
74 Cfr., por ejemplo, Tutu, D., No future, cit., p. 218-219; Sternberg, J. y Sternberg, K., La naturaleza, cit., p. 258-259.
75 El paralelismo con los actos del sacramento de la reconciliación sugiere que éste puede ser visto como modelo del perdón, no sólo con respecto a Dios, sino también entre personas, instituciones e incluso sociedades.
76 Llano, A., Segunda navegación, Memorias 2, Encuentro, Madrid, 2010, p. 294.
77 CCE, n. 2844.
78 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 122.
Jaime Cárdenas del Carre
En el presente estudio —que por su extensión se publica en dos partes, en los números 52 y 53 de Romana— se exponen algunos aspectos de las enseñanzas sobre el perdón en san Josemaría Escrivá de Balaguer y su relevancia social, para ayudar a una convivencia pacífica. El fundador del Opus Dei invita a redescubrir el perdón y a aprender a amar: amar a Dios y, desde Él, al prójimo, también cuando ofende. En este sentido, las palabras y el ejemplo de san Josemaría constituyen un buen camino para profundizar en la belleza del perdón y aprender a ejercitarlo. En la segunda parte del estudio se pondrá de relieve el sentido que san Josemaría encuentra detrás de la incomprensión y la injusticia, expuesto de manera sapiencial en la homilía “El respeto cristiano a la persona y a su libertad”. Se analizarán también, las actitudes que adoptaba ante las ofensas, para terminar, con una referencia a la práctica del perdón en la sociedad contemporánea en pro de una cultura de la paz.
1. Redescubrir la novedad liberadora del perdón
El mensaje de Cristo sobre el perdón fue revolucionario en su momento y lo sigue siendo ahora. Supone un cambio de paradigma con relación al ojo por ojo, diente por diente [1]. En el mensaje cristiano, al refundarse las relaciones humanas en el amor, el perdón, como el amor de Dios de donde éste surge, no tiene medida, no admite límites ¿Cómo debo perdonar? Como Él nos ha perdonado, “¿Cuántas veces debo perdonar? ¿Hasta siete veces? Hasta setenta veces siete” [2] ¿A quiénes debo perdonar? A todos, ya que el “amarás a tu prójimo” [3] de Jesús amplía el propio término, y abraza a toda persona, incluidos los enemigos [4] y cualquier acción ofensiva. Se pasa de la contención de la venganza, a la “lógica del amor” [5], al acto positivo de amar a quien ha ofendido.
La misericordia y el perdón se declaran en el Sermón de la Montaña [6]; de hecho, es “tan importante que es la única (petición) de las Bienaventuranzas sobre la cual el Señor vuelve y explicita de nuevo” [7]. Viene también destacado en el Padrenuestro [8]. Es un aspecto nuclear del mensaje de Jesús [9], sellado con una de sus últimas acciones en la tierra, cuando perdona la violencia de muerte que se ejercía contra Él [10].
Debemos perdonar porque Dios nos ha perdonado primero. Hemos de amar “como Él nos ha amado” [11]. “El perdón de Dios se convierte también en nuestros corazones en fuente inagotable de perdón en las relaciones entre nosotros” [12]. Como Dios me ha perdonado a mí desde la Cruz, siendo un “Amor que ama hasta el extremo del amor” [13], así hemos de perdonar nosotros, llegando también al extremo.
El perdón forma parte de la misericordia divina y, como señala san Juan Crisóstomo, “nada nos asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos a perdonar” [14]. Por eso quien perdona refleja con más nitidez la imagen de Dios.
Perdonar es dar un bien después de recibir un mal. Es un modo especialmente intenso de donación de uno mismo, que eleva a la persona. El perdón no deja las cosas como antes, sino que la relación queda renovada, y en cierta manera, purificada y más profunda. Así, la muerte de Cristo en la cruz renueva y eleva las relaciones de Dios con los hombres y de los hombres entre sí. Entre la cruz y la resurrección estuvo el perdón.
En toda ofensa se nos agrede con un mal que puede hacer nacer otro mal dentro de nosotros. Verdaderamente, ese es el mal que cada uno ha de superar. El perdón impide la revancha, aquieta la sensibilidad y purifica la memoria. Por parte de quien es perdonado, el perdón le capacita para superar tanto la ofensa cometida como la corresponsabilidad por el nuevo pecado que podría surgir en la persona ofendida.
La voluntad de perdonar y su aceptación hacen emerger la verdad y la justicia, “presupuestos del perdón” [15]. Se despeja el camino para el cierre de las heridas y hace posible la reconciliación. Si queremos construir una sociedad verdaderamente humana, uno de los medios ha de ser el de recuperar el perdón en su originaria naturaleza.
Es un verdadero desafío, pues hay culturas en las que el mensaje del perdón aún no ha llegado, y sociedades post-cristianas en las que el perdón se ha desdibujado en sus rasgos esenciales, o es considerado como un consuelo superficial de tipo sentimental-religioso que ayuda a sobrellevar la ofensa sufrida. Por otra parte, perdonar puede ser difícil y en ocasiones puede parecer un imposible [16], sin embargo, “ninguna comunidad puede sobrevivir sin el perdón” [17].
Parece como si hoy, dos mil años después de la venida de Cristo, y de modo similar a lo que ocurrió con el matrimonio, Dios dijera: “al principio no era así” [18]. En un mundo surcado por conflictos, el ser humano es capaz de más, su dignidad de hijo de Dios reclama que supere el recurso a la venganza, al resentimiento y al odio. El don de sí debe alcanzar también el proceso de restauración de las relaciones cuando éstas se han roto o deteriorado.
Sin embargo, hay también desde principios de los años noventa del siglo pasado un nuevo interés por el perdón, un redescubrimiento [19]. La causa ha sido principalmente el conjunto de secuelas dejadas por conflictos armados, terrorismo, violaciones de la dignidad de la persona y de los derechos humanos, acaecidas en los últimos decenios. La violencia muchas veces ya ha cesado, pero no así todos sus efectos.
En el intento de rehacer vidas, los gobiernos, organizaciones internacionales, instituciones, comunidades, etc. han querido ofrecer respuestas basadas en la actuación de los tribunales, principalmente condenas y reparaciones económicas. Pronto se dieron cuenta de que, para poder culminar procesos realmente curativos, las respuestas tenían que incidir plenamente en el nivel más profundo de la persona (el mismo al que llegó la ofensa). Ese nivel es el de la dignidad radical de todo ser humano. Al estrato más íntimo no se llega sólo con esas medidas, que a menudo se centran más en el ofensor y en el orden social del Estado que en el ofendido, y que además, muchas veces, son insuficientes por referirse a ofensas irreparables.
No bastan entonces, aun siendo necesarias, la justicia de los tribunales ni las reparaciones económicas [20]. La constatación de esta insuficiencia ha impulsado en los últimos años una importante evolución del derecho de reparaciones en el ámbito de los derechos humanos. La evolución consiste, entre otros aspectos, en que las reparaciones tratan de ofrecer respuestas globales al daño causado, incluyendo, además de las económicas, otras de distinta naturaleza y alcance [21].
Dentro de estos nuevos cauces surgieron conceptos como reconocimiento, verdad, arrepentimiento, transformación personal, dignificación, recuerdo, curación del dolor, necesidad de liberación de la culpa o del deseo de venganza, del odio, etc., elementos que, desbordando los moldes de la justicia humana, llevaban de la mano al perdón, hasta aquel momento olvidado, cuando no minusvalorado por su significación religiosa [22].
Por esta vía inesperada es por donde reaparece el perdón y su “novedad liberadora” [23] y curativa que atrae el interés de instituciones, universidades y estudiosos, que lo abordan desde el punto de vista psicológico, antropológico, religioso o sociológico, aportando profundizaciones y proponiéndolo como solución, no sólo para los grandes conflictos, sino también como un recurso al que acudir en nuestras relaciones cotidianas [24]. “Pedir y ofrecer perdón es una vía profundamente digna del hombre y, a veces, la única para salir de situaciones marcadas por odios antiguos y violentos” [25].
Partiendo de estas realidades y de las nuevas perspectivas presentes en nuestras sociedades, proponemos ahora la figura de san Josemaría como un hombre que sabía perdonar. En su mirada sobre el perdón y en el modo de vivirlo aparecen algunos trazos más acentuados, que servirán de armazón del presente estudio.
En primer lugar resalta una caridad vivida en grado heroico. Después, el mensaje de la llamada universal a la santidad, sobre todo la concatenación entre mentalidad laical, libertad, comprensión y perdón, y su repercusión en las relaciones individuales y sociales. En tercer lugar, las contradicciones que padeció durante toda su vida, principalmente en forma de calumnias e incomprensiones. Aquí nos detendremos en algunos aspectos de la homilía “El respeto cristiano a la persona y a su libertad” [26] que, de los textos editados de san Josemaría, es el que trata con un enfoque más amplio y general la cuestión de las incomprensiones e injusticias entre los hombres [27]. A continuación, siguiendo algunos testimonios de quienes le conocieron, analizaremos cada una de las actitudes que adoptaba ante las ofensas.
Fue también un hombre atento a las coordenadas históricas, culturales e intelectuales del siglo XX y se vio además inmerso en la guerra civil española. Desborda el propósito de nuestro estudio analizar la época de esa contienda, y más en general el contexto de su vida en el siglo XX, un siglo de conflictos armados y de violencia. Sí hay que decir, pues refuerza la coherencia de su caridad, que siempre mantuvo la misma actitud de buscar el perdón y la reconciliación entre las personas, sin excepciones al mandamiento de la caridad, por muy extraordinarias que fueran las situaciones [28].
Cerraremos el estudio con una referencia a la práctica del perdón en la sociedad contemporánea y la cultura de la paz.
2. El Gran Amor
Ahogar el mal en abundancia de bien
La raíz más profunda del perdón en san Josemaría hay que buscarla en el amor a Dios. Había interiorizado el doble precepto de la caridad [29]. Amaba a Dios sobre todas las cosas y por eso quería a todos de manera positiva y operativa [30].
En 1957, en una conversación con un hijo espiritual suyo, se refería así al doble mandamiento y a su coherencia interna: “parece como si escuchara a alguno, que me dice: amar a Dios sobre todas las cosas es fácil, pero amar al prójimo, a amigos y a enemigos… ¡eso es muy difícil! Si de veras amaras a Dios ‘ex toto corde tuo, ex tota anima tua, et ex tota fortitudine tua’; con todo el corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas (Dt 6, 5), ese amor al prójimo, que encuentras tan difícil, sería consecuencia del Gran Amor; y no te sentirías enemigo de nadie” [31].
Era sensible a cómo Dios le había amado y cómo le había perdonado durante toda su vida. Esto le llevaba al agradecimiento y a la identificación con Cristo en querer a todos al margen de cualquier otra consideración, echando por tierra las barreras, como en una inundación.
Transmitía a su alrededor una atmósfera de amor a los demás, de valorar a cada persona como hijo de Dios, como ser portador de un centro de dignidad que ni siquiera el pecado puede borrar. Sabía destacar en cada uno lo más sobresaliente. Detestaba la acepción de personas [32], y estaba muy lejos de considerarse titular de una patente de inocencia que le legitimara para mirar por encima a los demás.
En este contexto, el perdón se expresaba más como una consecuencia de la caridad que como un deber añadido, llegando a decir que “no he necesitado aprender a perdonar, porque el Señor me ha enseñado a querer” [33]. Resaltaba con estas palabras la caridad como fuente del perdón y éste como una forma de querer. Quizá como la forma más profunda, porque en ocasiones puede ser la más difícil de realizar. Era tal su caridad, que no necesitaba perdonar porque de hecho no se consideraba ofendido. Percibía y le dolía el mal que hay en la ofensa, como pecado contra Dios. Como hombre también la sentía, pero la caridad anegaba desde el primer momento el rencor, el odio o la venganza [34].
Seguía el consejo de san Pablo: “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien” [35], que él parafraseaba diciendo que “hay que ahogar el mal en abundancia de bien” [36].
El hogar que yo he visto
El primer lugar donde Josemaría vivió experiencias de perdón concedido y otorgado fue en su familia, en casa. Sus padres, don José y doña Dolores, habían formado un hogar cristiano donde el perdón se integraba de manera natural en las relaciones interpersonales. Su familia fue, para él y para sus hermanos y hermanas, una escuela de perdón y misericordia, y allí aprendió en la práctica a perdonar. Josemaría niño fue testigo de cómo sus padres perdonaban injusticias graves. Un perdón otorgado con normalidad y discreción. Sus padres eludían también comentar los hechos injustos ante los hijos para evitar que en ellos surgieran faltas de caridad hacia los responsables [37].
Incorporó así, a través del ejemplo de sus padres, una caridad que iba más allá de la justicia, una particular apertura del corazón ante las personas más necesitadas [38], la disposición a pedir perdón y a perdonar, y todo con discreción. No será difícil, al cabo de los años, encontrar en el perdón de san Josemaría el eco de la actitud cristiana de sus padres ante las ofensas.
Unidad de vida
Vinculado íntimamente a la caridad se encuentra uno de los conceptos clave de su doctrina espiritual, la unidad de vida: recordar a los cristianos que el amor a Dios capacita para unificar todos los aspectos de la humana existencia. No debe darse un divorcio entre la fe y la existencia concreta [39]. San Josemaría decía que cabe el peligro “de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas” [40].
Aplicado al perdón significa que hay que llevar a la práctica, hacer posible, lo que el Catecismo denomina la “unidad del perdón” [41], “ya que el amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano y a la hermana a quienes vemos” [42]. El Padrenuestro exige la coherencia del perdón en la relación más importante: la de la persona con Dios. De esta coherencia depende el resto de nuestras relaciones.
Son muchas las consecuencias de la unidad de vida aplicadas al perdón. Nos referiremos a algunas que nos parecen más relevantes en san Josemaría.
La primera es que perdonaba a todos y vivía esta exigencia en su forma más heroica, perdonando también a los enemigos. El perdón a los enemigos es especialmente difícil, por su carga emocional y por la falta de soportes humanos para darlo, y se funda entonces esencialmente en la caridad. San Josemaría llevaba el mandamiento del amor más allá, por decirlo así, del perdón, pues repetía que no tenía enemigos, que no se sentía enemigo de nadie. En su modo de perdonar se advierte una voluntad, no sólo de superar la reacción negativa ante la ofensa, sino de llegar al corazón del ofensor y convertirlo [43].
En sentido estricto, no consideraba enemigos a quienes efectivamente le atacaban [44] y en un sentido más amplio y cercano a la vida corriente, mucho menos consideraba enemigos a quienes estaban lejos de él por modos de pensar, creencias, actuaciones, situaciones personales, opiniones políticas o sociales, estilos de vida, etc. Estas cuestiones pueden ser con frecuencia motivo de distanciamiento y aun de ruptura entre las personas, en las familias y en la sociedad. En este segundo sentido se pueden tener más enemigos de los que a primera vista parece; o, al menos, si no enemigos, aquellos que quedan en el territorio de la indiferencia o el desprecio cuando, consciente o inconscientemente, se cae en la discriminación, dejando fuera del horizonte vital a personas o grupos de personas.
Dentro del despliegue de la unidad de vida, san Josemaría había adquirido también la actitud de pedir perdón y de rectificar si había ofendido. Mons. Álvaro del Portillo, su más estrecho colaborador durante casi cuarenta años, recordaba que “cuando se equivocaba, rectificaba inmediatamente y si era el caso, pedía perdón. (…) Realmente, era llamativa la prontitud con que rectificaba: y no vacilaba en hacerlo en público si era necesario. Era una característica muy destacada de su comportamiento, y deseaba para todos la alegría de rectificar” [45].
No se escudaba en la autoridad que como fundador tenía para no solicitar el perdón, es más, entendía que precisamente por su autoridad debía estar más atento a hacerlo. En coherencia con su mensaje de santidad en lo ordinario, pedía también perdón por las pequeñas ofensas, equivocaciones o malentendidos que pueden surgir en la vida de un hombre de gobierno, que tuvo que trabajar con muchas personas y tomar decisiones relativas a la formación y al desarrollo del Opus Dei.
Otra dimensión de la unidad es que san Josemaría exigía a los fieles de la Obra y a las personas que se le acercaban, o se acercaban a los apostolados del Opus Dei, lo mismo que él trataba de vivir. No rebajaba el mensaje: todos debían aprender a perdonar y a pedir perdón y hacerlo efectivamente, por amor a Dios [46].
En la unidad del perdón así vivida, se manifiesta la estrecha relación que hay entre ser perdonados y el crecimiento de nuestra disposición para perdonar. Quien es perdonado está más dispuesto a perdonar. Si es Dios quien perdona, esa disposición se intensifica, al experimentar la necesidad de amarle más. Asimismo, cuando perdonamos a los demás, percibimos con más claridad que nosotros también necesitamos el perdón, y en este caso crece el propio conocimiento. Es lo que se podría llamar el juego de la unidad del perdón que impulsa al bien en todas las direcciones posibles de nuestras relaciones. Quien perdona siempre, hace crecer en su interior una disposición habitual a perdonar, se conoce a sí mismo, maneja mejor la propia fragilidad y aprende a comprender la ajena.
El perdón es uno de los terrenos donde de forma más evidente se muestra la quiebra de la unidad de vida entre los cristianos. La ausencia de perdón, o un perdón filtrado por la acepción de personas, es un síntoma de paganización, de carencia de amor de Dios, un termómetro de la debilidad de la vida cristiana. Por eso quizá hoy más que en otras épocas, al tratar de mostrar el verdadero rostro de Dios, es preciso subrayar que los testimonios de perdón tienen gran fuerza evangelizadora.
Sacerdote de Jesucristo
La condición sacerdotal de san Josemaría es también una razón determinante para captar la hondura de su enseñanza y de su ejemplo personal sobre la centralidad de la caridad y del perdón en la vida cristiana.
Entre otros aspectos que podrían ser analizados, mencionaremos dos. El primero queda bien formulado en una de sus homilías: “¿cuál es la identidad del sacerdote? La de Cristo” [47]. Y en su identificación con Cristo, el sacerdote, que ha sido ordenado para servir a todos, ha de saber abrir sus brazos a toda la humanidad, amando, comprendiendo, perdonando.
“Ni a la derecha, ni a la izquierda, ni al centro. Yo, como sacerdote, procuro estar con Cristo, que sobre la cruz abrió los dos brazos y no sólo uno de ellos: tomo con libertad, de cada grupo, aquello que me convence, y que me hace tener el corazón y los brazos acogedores, para toda la humanidad” [48]. El cultivo y crecimiento de esta identificación en su alma sacerdotal son la fuente y la razón última de su querer a los demás y de que todos los que se acercaban a él encontraban la acogida misericordiosa y la fortaleza que necesitaban.
El segundo es su amor al sacramento de la reconciliación. A administrarlo y a recibirlo. Como ha escrito Mons. Álvaro Del Portillo: “Tuvo una auténtica pasión por administrar el sacramento de la penitencia (…) y predicó incesantemente sobre este sacramento” [49]. Confesó a miles de personas a lo largo de toda su vida, y él mismo acudía semanalmente a recibirlo. Insistía en que los sacerdotes debían confesarse con frecuencia y dedicar tiempo a administrar el sacramento del perdón.
El sacerdote pide perdón a Dios por sus pecados en la confesión; perdona en nombre de Cristo los pecados de los hombres al administrar el sacramento del perdón; solicita el perdón a los demás si ha ofendido al prójimo y lo otorga si le han ofendido a él. El sacerdote es un asiduo del perdón, y es el ser humano que roza con más cercanía tanto la misericordia de Dios, como la debilidad humana. Esta cercanía modela el alma y el corazón del sacerdote, configurándole con “un Dios que perdona” [50].
Como conclusión podemos decir que san Josemaría percibía, y así lo vivió siempre, que la identidad del ministerio sacerdotal se asienta sobre dos características: el amor a la misa y al sacramento del perdón. Cristo es clavado en la cruz y desde ahí, como fruto del sacrificio, perdona. En la misa se identifica con el Cristo de los brazos abiertos a toda la humanidad y, al administrar el perdón, con Cristo perdonando desde la cruz.
3. En el centro del mensaje fundacional
Un mensaje de amor y de paz
El tercer factor en el que cabe encontrar rasgos más marcados sobre el perdón y la comprensión es el mismo mensaje fundacional del Opus Dei. Un ejemplo es el que ofrecen estas palabras: “La Obra de Dios ha nacido para extender por todo el mundo el mensaje de amor y de paz, que el Señor nos ha legado; para invitar a todos los hombres al respeto a los derechos de la persona. (…) Veo a la Obra proyectada en los siglos, (…) defendiendo la paz de Cristo, para que todo el mundo la posea” [51].
En sus escritos y predicación, al desarrollar los diferentes aspectos del mensaje, subrayó los conceptos de dignidad e igualdad de todo ser humano, paz, reconciliación, perdón, comprensión, convivencia, amor a la libertad, libertad de las conciencias, rechazo de la violencia para vencer y para convencer, etc.
En una homilía pronunciada en 1967 en el campus de la Universidad de Navarra, san Josemaría, haciendo referencia a esos contenidos y aportando algunas claves, escribe: “Y esa cristiana mentalidad laical os permitirá huir de toda intolerancia, de todo fanatismo —lo diré de un modo positivo—, os hará convivir en paz con todos vuestros conciudadanos, y fomentar también la convivencia en los diversos órdenes de la vida social. Sé que no tengo necesidad de recordar lo que, a lo largo de tantos años, he venido repitiendo. Esta doctrina de libertad ciudadana, de convivencia y de comprensión, forma parte muy principal del mensaje que el Opus Dei difunde” [52].
No es por tanto una idea de paz y comprensión en general, como un buen deseo, sino que indica un fundamento, la filiación divina, y una articulación, la mentalidad laical. Señala también que la convivencia y la comprensión son parte muy principal del mensaje.
Mentalidad laical y rechazo del fanatismo
Como se advierte en el texto recién citado, san Josemaría vincula la mentalidad laical (es decir, la mentalidad del cristiano corriente que sigue a Cristo en medio de las actividades ordinarias) con la libertad, la convivencia y el rechazo del fanatismo. La intolerancia es un fenómeno que también hoy padecemos, y cuya influencia se deja sentir en el ámbito de la política, la cultura, el pensamiento, la religión, etc. Sus efectos, por lo que significa de exclusión y de semilla de violencia, son la negación de la libertad y el daño a la convivencia.
San Josemaría sintetizaba la mentalidad laical en tres conclusiones, que ofrecen al cristiano un marco de actuación en la vida civil, y que llevan: “a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal; a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen —en materias opinables— soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene; y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas” [53].
La mentalidad laical, enraizada en la libertad propia y ajena y en la responsabilidad, conduce a un compromiso de convivencia y comprensión, fundándose precisamente en las propias convicciones. La convivencia consiste en vivir juntos sosteniendo distintas convicciones, no en que todos tengan las mismas o en que nadie mantenga ninguna. La mentalidad laical fomenta por esta vía una cultura más pacífica, que tiende a evitar los conflictos, no por ignorarlos o por pensar que no existe la verdad, sino por el modo en el que se afrontan las diferencias [54].
La mentalidad laical muestra todos sus contornos a la luz de la llamada universal a la santidad, principal mensaje difundido por san Josemaría a través del Opus Dei, que implica la dignidad de toda persona creada a imagen de Dios. El cristiano, consciente de esta dignidad, permanecerá abierto a todas las personas sin discriminaciones de ningún tipo. Por otra parte, esa llamada se da en medio del mundo, en el lugar donde se producen los cambios, ya que son todos, cristianos o no, quienes los promueven y empujan la historia. Es el lugar donde nacen los conflictos y donde deben ser resueltos [55].
Con esta perspectiva de caridad vivida coherentemente será más difícil que el cristiano caiga en el fanatismo hacia sus conciudadanos, sean o no hermanos en la fe. “Nada más lejos de la fe cristiana que el fanatismo, con el que se presentan los extraños maridajes entre lo profano y lo espiritual sean del signo que sean” [56].
En el horizonte de la nueva evangelización, la mentalidad laical evitará mirar el mundo como algo ajeno a la fe, o con mentalidad de selectos [57] que intentaran transformarlo desde fuera [58]. En este caso, la posición errónea en la que se hubieran colocado los cristianos determinaría ya el tipo de relación establecida con el mundo.
El rechazo del fanatismo quiere decir también que no es legítimo responder al fanatismo con fanatismo. Intentar superar un mal con otro mal, supone dar continuidad al ciclo de la venganza y de la agresión. La venganza no es una solución verdadera al problema. El mal se vence con el bien, la mentira con la verdad. La difusión de la verdad ha de ir acompañada de la caridad.
Simultáneamente, la mentalidad laical es todo lo contrario a la pasividad o la inhibición: empuja a ejercitar los propios derechos, a cumplir con los deberes cívicos, a comprometerse con la verdad, a practicar la fe en privado y en público, y a intentar transformar la sociedad.
En el inevitable contraste entre la acción del cristiano en el mundo y una sociedad paganizada se pondrá a prueba la compenetración entre verdad y caridad. Es precisamente ahí, en la acción diaria, donde el cristiano tomará conciencia de la importancia de su papel evangelizador, pues es él quien, obrando con libertad y asumiendo su responsabilidad, deberá conjugar verdad y caridad en el caso concreto.
Jaime Cárdenas del Carre en romana.org/es
Notas:
1 Ex 21, 23-25; Lv 24, 18-20. Antes de la venida de Cristo, el Talión había sido ya superado por el Derecho Romano, que abría la posibilidad de pactar una reparación dineraria entre ofendido y ofensor, evitando así la aplicación del Talión, que sólo jugaba en ausencia de pacto. Posteriormente, el pacto se convierte en obligatorio, y la ofensa en fuente de obligaciones, alejándose más aun del Talión. Cfr. D’Ors, Derecho Privado Romano, 10ª edición, Eunsa, Pamplona, 2010, § 378.
2 Mt 18, 21-22.
3 Mc 12, 29-31.
4 Cfr. Mt 5, 43-44.
5 Juan Pablo II, Mensaje para la celebración de la XXX Jornada Mundial de la Paz, 1-I-1997, Ofrece el perdón, recibe la paz.
6 Mt 5, 3 y Mt 11-12.
7 Catecismo de la Iglesia Católica (en adelante CCE), Nueva Edición, Asociación de Editores del Catecismo, España, 2005, n. 2841.
8 Mt 6, 9-13; Lc 11, 2-4. En el Padrenuestro de Mateo, Jesús, inmediatamente después de recitarlo, como en las Bienaventuranzas, vuelve de nuevo a la idea del perdón (Mt 6, 14).
9 “Es necesario constatar que Cristo, al revelar el amor-misericordia de Dios, exigía al mismo tiempo a los hombres que a su vez se dejasen guiar en su vida por el amor y la misericordia. Esta exigencia forma parte del núcleo mismo del mensaje mesiánico y constituye la esencia del ethos evangélico”. Juan Pablo II, Dives in misericordia, 30-XI-1980, n. 3.
10 Lc 23, 34.
11 Jn 13, 34.
12 Juan Pablo II, Mensaje Jornada Mundial de la Paz, 1-I-1997.
13 CCE, n. 2843.
14 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 19, 7.
15 Juan Pablo II, Mensaje Jornada Mundial de la Paz, 1-I-1997. Vid. también, para la relación perdón-justicia, Juan Pablo II, Dives in misericordia, nn. 12 y 14. En n. 14 se dice: “Es obvio que una exigencia tan grande de perdonar no anula las objetivas exigencias de la justicia. La justicia rectamente entendida constituye por así decirlo la finalidad del perdón”.
16 “Soy plenamente consciente de que el perdón puede parecer contrario a toda lógica humana, que obedece con frecuencia a la dinámica de la contestación y la revancha. (…) Pero si la Iglesia se atreve a proclamar lo que, humanamente hablando, puede parecer una locura, es debido precisamente a su firme confianza en el amor infinito de Dios”, Juan Pablo II, Mensaje Jornada Mundial de la Paz, 1-I-1997.
17 Juan Pablo II, Orar, Planeta Testimonio, Barcelona, 1988, p. 142.
18 Mt 19, 8.
19 “Recientemente, los terapeutas y los científicos han reconocido el poder curativo del perdón”, Sternberg, J. y Sternberg, K., La naturaleza del odio, Paidós, Madrid, 2010, p. 256.
20 “Convenceos de que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad. Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios”. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 172. Exceptuando Camino, que será citado por su Edición histórico-crítica, las obras de san Josemaría se citan por la edición electrónica: www.escrivaobras.org.
21 Cfr. The handbook of reparations, Pablo De Greiff (ed.), The International Center for Transitional Justice, Oxford University Press, Great Britain, 2006; Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Instrumentos del Estado de Derecho para sociedades que han salido de un conflicto, Programa de reparaciones, Nueva York y Ginebra, 2008.
22 “El descubridor del papel del perdón en la esfera de los asuntos humanos fue Jesús de Nazaret. El hecho de que hiciera este descubrimiento en un contexto religioso y lo articulara en un lenguaje religioso no es razón para tomarlo con menos seriedad en un sentido estrictamente secular”. Arendt, H., La condición humana, Paidós, Barcelona, 2005, p. 258.
23 Juan Pablo II, Mensaje Jornada Mundial de la Paz, 1-I-1997.
24 Algunos autores que se refieren al perdón en el contexto de los derechos humanos: Tutu, D., No future without forgiveness, Rider, Great Britain, 1999; Minow, M., Between vengeance and forgiveness, Facing history after genocide and mass violence, Beacon Press, Boston, 1998; Galtung, J., Tras la violencia, 3R: reconstrucción, reconciliación, resolución, Ed. Gernika Gogoratuz, 1998; Hayner, P., Verdades innombrables, Fondo de Cultura Económica, México, 2008; López Guzmán, M., Desafíos del perdón después de Auschwitz Reflexiones de Jankélévitch desde la Shoa, San Pablo, 2010; Sternberg, J. y Sternberg, K., La naturaleza, cit. Otros autores actuales que, desde contextos diferentes, abordan el perdón o temas relacionados: Girard, R., Veo a Satán caer como un rayo, Anagrama, Barcelona, 2002; Burggraf, J., Aprender a perdonar, artículo publicado en Diálogos Almudí, 6-VI-2004.
25 Juan Pablo II, Mensaje Jornada Mundial de la Paz, 1-I-1997.
26 San Josemaría, Es Cristo que pasa, nn. 67-72.
27 También en Camino, en los capítulos Caridad y Tribulaciones, dedica el mismo autor un buen número de puntos a la murmuración, la crítica negativa y la calumnia y a cómo ha de ser la reacción de un cristiano ante ellas.
28 En esta línea son más significativos los testimonios datados durante la guerra civil, como por ejemplo, una carta que escribe a sus hijos espirituales, en la que describe un encuentro en un tren entre Utrera y Salamanca: “Un alférez que ha sufrido extraordinariamente en su familia y en su hacienda, por las persecuciones de los rojos, profetiza sus próximas venganzas. Le digo que he sufrido como él, en los míos y en mi hacienda, pero que deseo que los rojos vivan y se conviertan. Las palabras cristianas chocan, en su alma noble, con aquellos sentimientos de violencia, y se le ve reaccionar. Me recojo como puedo, y, según mi costumbre, invoco a todos los Custodios”. Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, II, Dios y audacia, Rialp, Madrid, 2002, Carta a su hijos de Burgos desde Córdoba, 19-IV-1938, p. 382-383.
29 Cfr. Mt 22, 37-40.
30 “La teología de la caridad en Camino tiene la secuencia del Nuevo Testamento: el amor que Dios nos tiene —el “amor de Dios” (del hombre a Dios)— el amor al prójimo (por Dios)”. San Josemaría, Camino, Edición histórico-crítica preparada por Pedro Rodríguez, Instituto Histórico Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid, 2002, p. 569-570, Introducción a los capítulos “Amor de Dios” y “Caridad”. Como señala el autor de la edición histórico-crítica en la citada Introducción, “ambos bloques son una única realidad espiritual, son los dos actos de una única virtud —la caridad—, como afirma la tradición teológica”.
31 Postulación de la causa de beatificación y canonización del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, Sacerdote, Fundador del Opus Dei, Artículos del Postulador, Roma, 1979, n. 617, p. 212.
32 “Era comprensivo y cordial con todos, y trataba afablemente incluso a personas molestas (…). No hacía acepción de personas”. Del Portillo, A., Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, realizada por Cesare Cavallieri, Rialp, Madrid, 1993, p. 176-179.
33 San Josemaría, Surco, punto 804: “Decía —sin humildad de garabato— aquel amigo nuestro: “no he necesitado aprender a perdonar, porque el Señor me ha enseñado a querer”.
34 Mariano Trueba fue alumno de san Josemaría en 1929 en la Academia Cicuéndez (Madrid). Relata que, “un día, el Fundador del Opus Dei se presentó en la Academia con la sotana llena de yeso o de cal. Había ocurrido lo siguiente: se encontraba en el tranvía, cuando subió un obrero de la construcción, que se le acercó ostensiblemente, con el propósito de ensuciarle con sus ropas de trabajo, ante el regocijo o la cobarde compasión del resto de los viajeros. Al llegar a su destino, el Siervo de Dios tomó de los hombros al obrero y, cuando parecía que por lo menos iba a darle un buen zarandeo, le dijo con muchísima tranquilidad: ‘Hijo, vamos a completar esto’. Y le dio un fuerte abrazo, que terminó de mancharle toda la sotana. El Siervo de Dios bajó serenamente del tranvía, ante el asombro y la admiración general”. Artículos del Postulador, cit., p. 216.
35 Rm 12, 21.
36 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 72.
37 Ese fue el caso de la ruina económica familiar, debida al comportamiento de un socio de la compañía que regentaba su padre. Don José reaccionó siempre con caridad: “Esa cristiana caballerosidad se fundaba en que perdonó, desde un primer momento y con la mejor voluntad, a los causantes de la ruina. Rezó por ellos y no sacó el tema a relucir, para evitar que naciese rencor en la familia contra esas personas. Además, una vez decretada la quiebra por sentencia judicial, y como el patrimonio social resultaba insuficiente para compensar a los acreedores, consultó sobre si existía obligación, en justicia estricta, de resarcirlos con sus bienes particulares. Claramente le contestaron que no estaba moralmente obligado a ello. A pesar de la cual el caballero se acogió a su personal entendimiento de la justicia y liquidó todo lo que tenía para pagar a los acreedores”. Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, I, ¡Señor, que vea!, Rialp, Madrid, 1997, p. 59-60.
38 “El matrimonio enseñó a sus hijos a practicar la caridad con hechos y sin ostentación. Unas veces prestando consuelo espiritual; otras, añadiendo una limosna. (…) D. José, dice Pascual Albás, ‘era muy limosnero; todos los sábados se formaba una gran cola de pobres que iban a buscar su limosna, para todos había siempre algo”. Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, I, cit., p. 35.
39 El concepto de unidad de vida también ha sido utilizado por el Magisterio reciente. Por ejemplo, en estas palabras de Juan Pablo II: “El Concilio Vaticano II ha invitado a todos los fieles laicos a esta unidad de vida, denunciando con fuerza la gravedad de la fractura entre fe y vida, entre Evangelio y cultura”. Christifideles laici, n. 59.
40 San Josemaría, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 114.
41 CCE, n. 2842.
42 CCE, n. 2840.
43 “Hacía meses que la guerra (civil española) había acabado cuando, un día, el sacerdote tuvo que coger un taxi en Madrid. Como era su costumbre, enseguida se puso a charlar con el conductor, a hablarle de Dios, de la santificación del trabajo y de la convivencia, y de olvidar la desgracia por la que había pasado España. El taxista le escuchaba y no abría la boca. Cuando llegó a su destino y se bajó don Josemaría, aquel hombre le preguntó: —‘Oiga, ¿dónde estaba usted durante el tiempo de la guerra?’ —‘En Madrid’, le contestó el sacerdote. —‘¡Lástima que no le hayan matado!’, replicó el taxista. No dijo una palabra don Josemaría. Ni hizo el más leve gesto de indignación. Antes al contrario, con mucha paz preguntó al taxista: —‘¿Tiene usted hijos?’. Y como el otro le hiciera un gesto afirmativo, añadió al precio de la carrera una buena propina: —‘Tome, para que compre unos dulces a su mujer y a sus hijos’. Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, II, cit., p. 383-384.
44 Cfr. los comentarios a los puntos 836-838 en Camino, Edición histórico-crítica, cit., pp. 903-905. En el comentario al punto 838, se recoge este texto de san Josemaría: “Creo que no tengo enemigos. Me he encontrado, en mi vida, con personas que me han hecho daño, positivo daño. No creo que sean enemigos: soy muy poco para tenerlos. Sin embargo, desde ahora, ellos y ellas quedan incluidos en la categoría de mis bienhechores, para encomendarles a diario al Señor” (Apuntes íntimos, Cuaderno IV, nº 357, 28-X-1931).
45 Del Portillo, A., Entrevista, cit., p. 104-105.
46 “Nos contó el 19 de febrero de 1959 la respuesta que le había dado a un muchacho cuando le dijo que su padre iba a levantar una cruz, sólo para que quedara constancia del lugar en que habían matado a un tío suyo durante la guerra civil española. —‘Pues dile a tu padre que ésa no será la Cruz de Cristo, sino la cruz del odio; porque sólo servirá para recordar que unos mataron a otros. Aconséjale que emplee ese dinero en limosnas de misas por unos y por otros. ¡Hay que saber perdonar!’”. Herranz, J., Dios y audacia, Mi juventud junto a san Josemaría, Rialp, Madrid, 2011, p. 140-141.
47 San Josemaría, homilía “Sacerdote para la eternidad”, en Amar a la Iglesia, n. 38.
48 San Josemaría, Conversaciones, cit., n. 44.
49 Del Portillo, A., Entrevista, cit., p. 144-146.
50 Palabras de san Josemaría recogidas en Tiempo de Caminar, Sastre, A., Rialp, Madrid, 1989, p. 539.
51 San Josemaría, Carta 16-VII-1933, nn. 3 y 26, citada por Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, III, Los caminos divinos de la tierra, Rialp, Madrid, 2002, p. 229-230.
52 San Josemaría, homilía “Amar al mundo apasionadamente”, en Conversaciones, cit., nn. 117-118.
53 San Josemaría, homilía “Amar al mundo apasionadamente”, en Conversaciones, cit., n. 117.
54 “Amemos de verdad a todos los hombres; amemos a Cristo, por encima de todo; y, entonces, no tendremos más remedio que amar la legítima libertad de los otros, en una pacífica y razonable convivencia”. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 184.
55 “En efecto, todos los distintos campos de la vida laical entran en el designio de Dios, que los quiere como el lugar histórico del revelarse y realizarse de la caridad de Jesucristo para gloria del Padre y servicio a los hermanos”. Juan Pablo II, Christifideles laici, n. 59.
56 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 74.
57 San Josemaría, Conversaciones, cit., n. 119.
58 Cfr. San Josemaría, Conversaciones, cit., n. 113.
Jutta Burggraf
Sumario
I. ¿Qué quiere decir «perdonar»?
5. Mirar al agresor en su dignidad personal.
II. ¿Qué actitudes nos disponen a perdonar?
El arte de convivir está estrechamente relacionado con la capacidad de pedir perdón y de perdonar. Todos somos débiles y caemos con frecuencia. Tenemos que ayudarnos mutuamente a levantarnos siempre de nuevo. Lo conseguimos, muchas veces, a través del perdón.
Todos hemos sufrido alguna vez injusticias y humillaciones; algunos tienen que soportar diariamente torturas, no sólo en una cárcel, sino también en un puesto de trabajo o en el entorno familiar. Es cierto que nadie puede hacernos tanto daño como los que debieran amarnos. "El único dolor que destruye más que el hierro es la injusticia que procede de nuestros familiares," dicen los árabes.
¿Cómo reaccionamos ante un mal que alguien nos ha ocasionado con cierta intencionalidad? Normalmente, desearíamos espontáneamente pegar a los que nos han pegado, o hablar mal de los que han hablado mal de nosotros. Pero esta actuación es como un bumerán: nos daña a nosotros mismos. Es una pena gastar las energías en enfados, recelos, rencores o desesperación; y quizá es más triste aun cuando una persona se endurece para no sufrir más.
Sólo en el perdón brota nueva vida. Por esto es tan importante educar en el "arte" de practicarlo.
I. ¿Qué quiere decir "perdonar"?
¿Qué es el perdón? ¿Qué hago cuando digo a una persona: "Te perdono"? Es evidente que reacciono ante un mal que alguien me ha hecho; actúo, además, con libertad; no olvido simplemente la injusticia, sino que renuncio a la venganza y quiero, a pesar de todo, lo mejor para el otro. Vamos a considerar estos diversos elementos con más detenimiento.
En primer lugar, ha de tratarse realmente de un mal para el conjunto de mi vida. Si un cirujano me quita un brazo que está peligrosamente infectado, puedo sentir dolor y tristeza, incluso puedo montar en cólera contra el médico. Pero no tengo que perdonarle nada, porque me ha hecho un gran bien: me ha salvado la vida. Situaciones semejantes pueden darse en la educación. No todo lo que parece mal a un niño es nocivo para él. Los buenos padres no conceden a sus hijos todos los caprichos que ellos piden; los forman en la fortaleza. Una maestra me dijo en una ocasión: "No me importa lo que mis alumnos piensan hoy sobre mí. Lo importante es lo que piensen dentro de veinte años." El perdón sólo tiene sentido, cuando alguien ha recibido un daño objetivo de otro.
Por otro lado, perdonar no consiste, de ninguna manera, en no querer ver este daño, en colorearlo o disimularlo. Algunos pasan de largo las injurias con las que les tratan sus colegas o sus cónyuges, porque intentan eludir todo conflicto; buscan la paz a cualquier precio y pretenden vivir continuamente en un ambiente armonioso. Parece que todo les diera lo mismo. "No importa" si los otros no les dicen la verdad; "no importa" cuando los utilizan como meros objetos para conseguir unos fines egoístas; "no importan" tampoco el fraude o el adulterio. Esta actitud es peligrosa, porque puede llevar a una completa ceguera ante los valores. La indignación e incluso la ira son reacciones normales y hasta necesarias en ciertas situaciones. Quien perdona, no cierra los ojos ante el mal; no niega que existe objetivamente una injusticia. Si lo negara, no tendría nada que perdonar [1].
Si uno se acostumbra a callarlo todo, tal vez pueda gozar durante un tiempo de una aparente paz; pero pagará finalmente un precio muy alto por ella, pues renuncia a la libertad de ser él mismo. Esconde y sepulta sus frustraciones en lo más profundo de su corazón, detrás de una muralla gruesa, que levanta para protegerse. Y ni siquiera se da cuenta de su falta de autenticidad. Es normal que una injusticia nos duela y deje una herida. Si no queremos verla, no podemos sanarla. Entonces estamos permanentemente huyendo de la propia intimidad (es decir, de nosotros mismos); y el dolor nos carcome lenta e irremediablemente. Algunos realizan un viaje alrededor del mundo, otros se mudan de ciudad. Pero no pueden huir del sufrimiento. Todo dolor negado retorna por la puerta trasera, permanece largo tiempo como una experiencia traumática y puede ser la causa de heridas perdurables. Un dolor oculto puede conducir, en ciertos casos, a que una persona se vuelva agria, obsesiva, medrosa, nerviosa o insensible, o que rechace la amistad, o que tenga pesadillas. Sin que uno lo quiera, tarde o temprano, reaparecen los recuerdos. Al final, muchos se dan cuenta de que tal vez, habría sido mejor, hacer frente directa y conscientemente a la experiencia del dolor. Afrontar un sufrimiento de manera adecuada es la clave para conseguir la paz interior.
El acto de perdonar es un asunto libre. Es la única reacción que no re-actúa simplemente, según el conocido principio "ojo por ojo, diente por diente" [2]. El odio provoca la violencia, y la violencia justifica el odio. Cuando perdono, pongo fin a este círculo vicioso; impido que la reacción en cadena siga su curso. Entonces libero al otro, que ya no está sujeto al proceso iniciado. Pero, en primer lugar, me libero a mí mismo. Estoy dispuesto a desatarme de los enfados y rencores. No estoy "reaccionando", de modo automático, sino que pongo un nuevo comienzo, también en mí.
Superar las ofensas, es una tarea sumamente importante, porque el odio y la venganza envenenan la vida. El filósofo Max Scheler afirma que una persona resentida se intoxica a sí misma [3]. El otro le ha herido; de ahí no se mueve. Ahí se recluye, se instala y se encapsula. Queda atrapada en el pasado. Da pábulo a su rencor con repeticiones y más repeticiones del mismo acontecimiento. De este modo arruina su vida.
Los resentimientos hacen que las heridas se infecten en nuestro interior y ejerzan su influjo pesado y devastador, creando una especie de malestar y de insatisfacción generales. En consecuencia, uno no se siente a gusto en su propia piel. Pero, si no se encuentra a gusto consigo mismo, entonces no se encuentra a gusto en ningún lugar. Los recuerdos amargos pueden encender siempre de nuevo la cólera y la tristeza, pueden llevar a depresiones. Un refrán chino dice: "El que busca venganza debe cavar dos fosas."
En su libro Mi primera amiga blanca, una periodista norteamericana de color describe cómo la opresión que su pueblo había sufrido en Estados Unidos le llevó en su juventud a odiar a los blancos, "porque han linchado y mentido, nos han cogido prisioneros, envenenado y eliminado" [4]. La autora confiesa que, después de algún tiempo, llegó a reconocer que su odio, por muy comprensible que fuera, estaba destruyendo su identidad y su dignidad. Le cegaba, por ejemplo, ante los gestos de amistad que una chica blanca le mostraba en el colegio. Poco a poco descubrió que, en vez de esperar que los blancos pidieran perdón por sus injusticias, ella tenía que pedir perdón por su propio odio y por su incapacidad de mirar a un blanco como a una persona, en vez de hacerlo como a un miembro de una raza de opresores. Encontró el enemigo en su propio interior, formado por los prejuicios y rencores que le impedían ser feliz.
Las heridas no curadas pueden reducir enormemente nuestra libertad. Pueden dar origen a reacciones desproporcionadas y violentas, que nos sorprendan a nosotros mismos. Una persona herida, hiere a los demás. Y, como muchas veces oculta su corazón detrás de una coraza, puede parecer dura, inaccesible e intratable. En realidad, no es así. Sólo necesita defenderse. Parece dura, pero es insegura; está atormentada por malas experiencias.
Hace falta descubrir las llagas para poder limpiarlas y curarlas. Poner orden en el propio interior, puede ser un paso para hacer posible el perdón. Pero este paso es sumamente difícil y, en ocasiones, no conseguimos darlo. Podemos renunciar a la venganza, pero no al dolor. Aquí se ve claramente que el perdón, aunque está estrechamente unido a vivencias afectivas, no es un sentimiento. Es un acto de la voluntad que no se reduce a nuestro estado psíquico [5]. Se puede perdonar llorando.
Cuando una persona ha realizado este acto eminentemente libre, el sufrimiento pierde ordinariamente su amargura, y puede ser que desaparezca con el tiempo. "Las heridas se cambian en perlas," dice Santa Hildegarda de Bingen.
Es una ley natural que el tiempo "cura" algunas llagas. No las cierra de verdad, pero las hace olvidar. Algunos hablan de la "caducidad de nuestras emociones" [6]. Llegará un momento en que una persona no pueda llorar más, ni sentirse ya herida. Esto no es una señal de que haya perdonado a su agresor, sino que tiene ciertas "ganas de vivir". Un determinado estado psíquico -por intenso que sea- de ordinario no puede convertirse en permanente. A este estado sigue un lento proceso de desprendimiento, pues la vida continúa. No podemos quedarnos siempre ahí, como pegados al pasado, perpetuando en nosotros el daño sufrido. Si permanecemos en el dolor, bloqueamos el ritmo de la naturaleza.
La memoria puede ser un cultivo de frustraciones. La capacidad de desatarse y de olvidar, por tanto, es importante para el ser humano, pero no tiene nada que ver con la actitud de perdonar. Ésta no consiste simplemente en "borrón y cuenta nueva". Exige recuperar la verdad de la ofensa y de la justicia, que muchas veces pretende camuflarse o distorsionarse. El mal hecho debe ser reconocido y, en lo posible, reparado.
Hace falta "purificar la memoria". Una memoria sana puede convertirse en maestra de vida. Si vivo en paz con mi pasado, puedo aprender mucho de los acontecimientos que he vivido. Recuerdo las injusticias pasadas para que no se repitan, y las recuerdo como perdonadas.
Como el perdón expresa nuestra libertad, también es posible negar al otro este don. El judío Simon Wiesenthal cuenta en uno de sus libros de sus experiencias en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Un día, una enfermera se acercó a él y le pidió seguirle. Le llevó a una habitación donde se encontraba un joven oficial de la SS que estaba muriéndose. Este oficial contó su vida al preso judío: habló de su familia, de su formación, y cómo llegó a ser un colaborador de Hitler. Le pesaba sobre todo un crimen en el que había participado: en una ocasión, los soldados a su mando habían encerrado a 300 judíos en una casa, y habían quemado la casa; todos murieron. "Sé que es horrible -dijo el oficial-. Durante las largas noches, en las que estoy esperando mi muerte, siento la gran urgencia de hablar con un judío sobre esto y pedirle perdón de todo corazón." Wiesenthal concluye su relato diciendo: "De pronto comprendí, y sin decir ni una sola palabra, salí de la habitación" [7]. Otro judío añade: "No, no he perdonado a ninguno de los culpables, ni estoy dispuesto ahora ni nunca a perdonar a ninguno" [8].
Perdonar significa renunciar a la venganza y al odio. Existen, por otro lado, personas que no se sienten nunca heridas. No es que no quieran ver el mal y repriman el dolor, sino todo lo contrario: perciben las injusticias objetivamente, con suma claridad, pero no dejan que ellas les molesten. "Aunque nos maten, no pueden hacernos ningún daño," es uno de sus lemas [9]. Han logrado un férreo dominio de sí mismos, parecen de una ironía insensible. Se sienten superiores a los demás hombres y mantienen interiormente una distancia tan grande hacia ellos que nadie puede tocar su corazón. Como nada les afecta, no reprochan nada a sus opresores. ¿Qué le importa a la luna que un perro le ladre? Es la actitud de los estoicos y quizá también de algunos "gurus" asiáticos que viven solitarios en su "magnanimidad". No se dignan mirar siquiera a quienes "absuelven" sin ningún esfuerzo. No perciben la existencia del "pulgón".
El problema consiste en que, en este caso, no hay ninguna relación interpersonal. No se quiere sufrir y, por tanto, se renuncia al amor. Una persona que ama, siempre se hace pequeña y vulnerable. Se encuentra cerca a los demás. Es más humano amar y sufrir mucho a lo largo de la vida, que adoptar una actitud distante y superior a los otros. Cuando a alguien nunca le duele la actuación de otro, es superfluo el perdón. Falta la ofensa, y falta el ofendido.
5. Mirar al agresor en su dignidad personal
El perdón comienza cuando, gracias a una fuerza nueva, una persona rechaza todo tipo de venganza. No habla de los demás desde sus experiencias dolorosas, evita juzgarlos y desvalorizarlos, y está dispuesta a escucharles con un corazón abierto.
El secreto consiste en no identificar al agresor con su obra [10]. Todo ser humano es más grande que su culpa. Un ejemplo elocuente nos da Albert Camus, que se dirige en una carta pública a los nazis y habla de los crímenes cometidos en Francia: "Y a pesar de ustedes, les seguiré llamando hombres… Nos esforzamos en respetar en ustedes lo que ustedes no respetaban en los demás" [11]. Cada persona está por encima de sus peores errores.
Hace pensar una anécdota que se cuenta de un general del siglo XIX. Cuando éste se encontraba en su lecho de muerte, un sacerdote le preguntó si perdonaba a sus enemigos. "No es posible -respondió el general-. Les he mandado ejecutar a todos" [12].
El perdón del que hablamos aquí no consiste en saldar un castigo, sino que es, ante todo, una actitud interior. Significa vivir en paz con los recuerdos y no perder el aprecio a ninguna persona. Se puede considerar también a un difunto en su dignidad personal. Nadie está totalmente corrompido; en cada uno brilla una luz.
Al perdonar, decimos a alguien: "No, tú no eres así. ¡Sé quién eres! En realidad, eres mucho mejor." Queremos todo el bien posible para el otro, su pleno desarrollo, su dicha profunda, y nos esforzamos por quererlo desde el fondo del corazón, con gran sinceridad.
II. ¿Qué actitudes nos disponen a perdonar?
Después de aclarar, en grandes líneas, en qué consiste el perdón, vamos a considerar algunas actitudes que nos disponen a realizar este acto que nos libera a nosotros y también libera a los demás.
Perdonar es amar intensamente. El verbo latín per-donare lo expresa con mucha claridad: el prefijo per intensifica el verbo que acompaña, donare. Es dar abundantemente, entregarse hasta el extremo. El poeta Werner Bergengruen ha dicho que el amor se prueba en la fidelidad, y se completa en el perdón.
Sin embargo, cuando alguien nos ha ofendido gravemente, el amor apenas es posible. Es necesario, en un primer paso, separarnos de algún modo del agresor, aunque sea sólo interiormente. Mientras el cuchillo está en la herida, la herida nunca se cerrará. Hace falta retirar el cuchillo, adquirir distancia del otro; sólo entonces podemos ver su rostro. Un cierto desprendimiento es condición previa para poder perdonar de todo corazón, y dar al otro el amor que necesita.
Una persona sólo puede vivir y desarrollarse sanamente, cuando es aceptada tal como es, cuando alguien la quiere verdaderamente, y le dice: "Es bueno que existas" [13]. Hace falta no sólo "estar aquí", en la tierra, sino que hace falta la confirmación en el ser para sentirse a gusto en el mundo, para que sea posible adquirir una cierta estimación propia y ser capaz de relacionarse con otros en amistad. En este sentido se ha dicho que el amor continúa y perfecciona la obra de la creación [14].
Amar a una persona quiere decir hacerle consciente de su propio valor, de su propia belleza. Una persona amada es una persona aprobada, que puede responder al otro con toda verdad: "Te necesito para ser yo mismo."
Si no perdono al otro, de alguna manera le quito el espacio para vivir y desarrollarse sanamente. Éste se aleja, en consecuencia, cada vez más de su ideal y de su autorrealización. En otras palabras, le mato, en sentido espiritual. Se puede matar, realmente, a una persona con palabras injustas y duras, con pensamientos malos o, sencillamente, negando el perdón. El otro puede ponerse entonces triste, pasivo y amargo. Kierkegaard habla de la "desesperación de aquel que, desesperadamente, quiere ser él mismo", y no llega a serlo, porque los otros lo impiden [15].
Cuando, en cambio, concedemos el perdón, ayudamos al otro a volver a la propia identidad, a vivir con una nueva libertad y con una felicidad más honda.
Es preciso comprender que cada uno necesita más amor que "merece"; cada uno es más vulnerable de lo que parece; y todos somos débiles y podemos cansarnos. Perdonar es tener la firme convicción de que en cada persona, detrás de todo el mal, hay un ser humano vulnerable y capaz de cambiar. Significa creer en la posibilidad de transformación y de evolución de los demás.
Si una persona no perdona, puede ser que tome a los demás demasiado en serio, que exija demasiado de ellos. Pero "tomar a un hombre perfectamente en serio, significa destruirle," advierte el filósofo Robert Spaemann [16]. Todos somos débiles y fallamos con frecuencia. Y, muchas veces, no somos conscientes de las consecuencias de nuestros actos: "no sabemos lo que hacemos" [17]. Cuando, por ejemplo, una persona está enfadada, grita cosas que, en el fondo, no piensa ni quiere decir. Si la tomo completamente en serio, cada minuto del día, y me pongo a "analizar" lo que ha dicho cuando estaba rabiosa, puedo causar conflictos sin fin. Si lleváramos la cuenta de todos los fallos de una persona, acabaríamos transformando en un monstruo, hasta al ser más encantador.
Tenemos que creer en las capacidades del otro y dárselo a entender. A veces, impresiona ver cuánto puede transformarse una persona, si se le da confianza; cómo cambia, si se le trata según la idea perfeccionada que se tiene de ella. Hay muchas personas que saben animar a los otros a ser mejores. Les comunican la seguridad de que hay mucho bueno y bello dentro de ellos, a pesar de todos sus errores y caídas. Actúan según lo que dice la sabiduría popular: "Si quieres que el otro sea bueno, trátale como si ya lo fuese."
3. Generosidad
Perdonar exige un corazón misericordioso y generoso. Significa ir más allá de la justicia. Hay situaciones tan complejas en las que la mera justicia es imposible. Si se ha robado, se devuelve; si se ha roto, se arregla o sustituye. ¿Pero si alguien pierde un órgano, un familiar o un buen amigo? Es imposible restituirlo con la justicia. Precisamente ahí, donde el castigo no cubre nunca la pérdida, es donde tiene espacio el perdón.
El perdón no anula el derecho, pero lo excede infinitamente. Es por naturaleza incondicional, ya que es un don gratuito del amor, un don siempre inmerecido. Esto significa que el que perdona no exige nada a su agresor, ni siquiera que le duela lo que ha hecho. Antes, mucho antes que el agresor busca la reconciliación, el que ama ya le ha perdonado.
El arrepentimiento del otro no es una condición necesaria para el perdón, aunque sí es conveniente. Es, ciertamente, mucho más fácil perdonar cuando el otro pide perdón. Pero a veces hace falta comprender que en los que obran mal hay bloqueos, que les impiden admitir su culpabilidad.
Hay un modo "impuro" de perdonar [18], cuando se hace con cálculos, especulaciones y metas: "Te perdono para que te des cuenta de la barbaridad que has hecho; te perdono para que mejores." Pueden ser fines educativos loables, pero en este caso no se trata del perdón verdadero que se concede sin ninguna condición, al igual que el amor auténtico: "Te perdono porque te quiero -a pesar de todo."
Puedo perdonar al otro incluso sin dárselo a entender, en el caso de que no entendería nada. Es un regalo que le hago, aunque no se entera, o aunque no sabe por qué.
Hace falta prudencia y delicadeza para ver cómo mostrar al otro el perdón. En ocasiones, no es aconsejable hacerlo enseguida, cuando la otra persona está todavía agitada. Puede parecerle como una venganza sublime, puede humillarla y enfadarla aún más. En efecto, la oferta de la reconciliación puede tener carácter de una acusación. Puede ocultar una actitud farisaica: quiero demostrar que tengo razón y que soy generoso. Lo que impide entonces llegar a la paz, no es la obstinación del otro, sino mi propia arrogancia.
Por otro lado, es siempre un riesgo ofrecer el perdón, pues este gesto no asegura su recepción y puede molestar al agresor en cualquier momento. "Cuando uno perdona, se abandona al otro, a su poder, se expone a lo que imprevisiblemente puede hacer y se le da libertad de ofender y herir (de nuevo)" [19]. Aquí se ve que hace falta humildad para buscar la reconciliación.
Cuando se den las circunstancias -quizá después de un largo tiempo- conviene tener una conversación con el otro. En ella se pueden dar a conocer los propios motivos y razones, el propio punto de vista; y se debe escuchar atentamente los argumentos del otro. Es importante escuchar hasta el final, y esforzarse por captar también las palabras que el otro no dice. De vez en cuando es necesario "cambiar la silla", al menos mentalmente, y tratar de ver el mundo desde la perspectiva del otro.
El perdón es un acto de fuerza interior, pero no de voluntad de poder. Es humilde y respetuoso con el otro. No quiere dominar o humillarle. Para que sea verdadero y "puro", la víctima debe evitar hasta la menor señal de una "superioridad moral" que, en principio, no existe; al menos no somos nosotros los que podemos ni debemos juzgar acerca de lo que se esconde en el corazón de los otros. Hay que evitar que en las conversaciones se acuse al agresor siempre de nuevo. Quien demuestra la propia irreprochabilidad, no ofrece realmente el perdón. Enfurecerse por la culpa de otro puede conducir con gran facilidad a la represión de la culpa de uno mismo. Debemos perdonar como pecadores que somos, no como justos, por lo que el perdón es más para compartir que para conceder.
Todos necesitamos el perdón, porque todos hacemos daño a los demás, aunque algunas veces quizá no nos demos cuenta. Necesitamos el perdón para deshacer los nudos del pasado y comenzar de nuevo. Es importante que cada uno reconozca la propia flaqueza, los propios fallos -que, a lo mejor, han llevado al otro a un comportamiento desviado-, y no dude en pedir, a su vez, perdón al otro.
Hemos hablado de una labor interior auténtica y dura. No podemos negar que la exigencia del perdón llega en ciertos casos al límite de nuestras fuerzas. ¿Se puede perdonar cuando el opresor no se arrepiente en absoluto, sino que incluso insulta a su víctima y cree haber obrado correctamente? ¿Puede una madre perdonar jamás al asesino de su hijo? ¿Podemos perdonar, por lo menos, a una persona que nos ha dejado completamente en ridículo ante los demás, que nos ha quitado la libertad o la dignidad, que nos ha engañado, difamado o destruido algo que para nosotros era muy importante? Quizá nunca será posible perdonar de todo corazón, al menos si contamos sólo con nuestra propia capacidad. Pero un cristiano cuenta, además, con la ayuda todopoderosa de Dios. "Con mi Dios, salto los muros," canta el salmista. Podemos referir estas palabras a los muros que están en nuestro corazón. Con la ayuda de buenos amigos y, sobre todo, con la gracia de Dios, es posible realizar esta tarea sumamente difícil y liberarnos a nosotros mismos. Perdonar es un acto de fortaleza espiritual, un gran alivio. Significa optar por la vida y actuar con creatividad.
Sin embargo, no parece adecuado dictar comportamientos a las víctimas. Hay que dejar a una persona todo el tiempo que necesite para llegar al perdón. Si alguien le acusara de rencorosa o vengativa, engrandaría su herida. Santo Tomás de Aquino, el gran teólogo de la Edad Media aconseja a quienes sufren, entre otras cosas, que no se rompan la cabeza con argumentos, ni leer, ni escribir; antes que nada, deben tomar un baño, dormir y hablar con un amigo [20]. En un primer momento, generalmente no somos capaces de aceptar un gran dolor. Antes que nada, debemos tranquilizarnos, aceptar que nos cuesta perdonar, que necesitamos tiempo. Seguir el ritmo de nuestra naturaleza nos puede ayudar mucho. No podemos sorprendernos frente a tales dificultades, tanto si son propias, como si son ajenas.
Si conseguimos crear una cultura del perdón, podremos construir juntos un mundo habitable, donde habrá más vitalidad y fecundidad; podremos proyectar juntos un futuro realmente nuevo. Para terminar, nos pueden ayudar unas sabias palabras: "¿Quieres ser feliz un momento? Véngate. ¿Quieres ser feliz siempre? Perdona."
Jutta Burggraf en opusdei.org/es
Notas
1 Se ha destacado que la justicia, junto con la verdad, son los presupuestos del perdón. Cfr. JUAN PABLO II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz Ofrece el perdón, recibe la paz, 1-I-1997.
2 Mt 5, 38.
3 M. SCHELER, Das Ressentiment im-Aufbau der Moralen, en Vom Umsturz der Werte, Bern 51972, pp.36s.
4 P. RAYBON, My First White Friend, New York 1996, p.4s.
5 Cfr. D. von HILDEBRAND, Moralia, Werke IX, Regensburg 1980, p.338.
6 A. KOLNAI, Forgiveness, en B. WILLIAMS; D. WIGGINS (eds.), Ethics, Value and Reality. Selected Papers of Aurel Kolnai, Indianapolis 1978, p.95.
7 Cfr. S. WIESENTHAL, The Sunflower. On the Possibilities and Limits of Forgiveness, New York 1998. Sin embargo, la cuestión del perdón se presenta abierta para este autor. Cfr. IDEM, Los límites del perdón, Barcelona 1998.
8 P. LEVI, Sí, esto es un hombre, Barcelona 1987, p.186. Cfr. IDEM, Los hundidos y los salvados, Barcelona 1995, p.117.
9 Se suele atribuir esta frase al filósofo estoico Epicteto, que era un esclavo. Cfr. EPICTETO, Handbüchlein der Moral, ed. por H. Schmidt, Stuttgart 1984, p.31.
10 El odio no se dirige a las personas, sino a las obras. Cfr. Rm 12, 9. Ap 2, 6.
11 A. CAMUS, Carta a un amigo alemán, Barcelona 1995, p.58.
12 Cfr. M. CRESPO, Das Verzeihen. Eine philosophische Untersuchung, Heidelberg 2002, p.96.
13 J. PIEPER, Über die Liebe, München 1972, p.38s.
14 Cfr. ibid., p.47.
15 S. Kierkegaard, Die Krankheit zum Tode, München 1976, p.99.
16 R. SPAEMANN, Felicidad y benevolencia, Madrid 1991, p.273.
17 Pero también existe un no querer ver, una ceguera voluntaria. Cfr. D. von HILDEBRAND, Sittlichkeit und ethische Werterkenntnis. Eine Untersuchung über ethische Strukturprobleme, Vallendar 31982, p.49.
18 Cfr. V. JANKÉLÉVITCH, El perdón, Barcelona 1999, p.144.
19 A. CENCINI, Vivir en paz, Bilbao 1997, p.96.
20 Cfr. TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae I-II, q.22.
Eudaldo Forment
1. La dignidad personal
Es frecuente que, en la actualidad, se utilice, en el lenguaje corriente, la expresión "calidad de vida" para referirse a la dignidad del hombre. Con ello, parece que la dignidad de la vida humana dependa de los modos de vivir. Aunque sea un deber para todos intentar la mejora de la calidad de la vida humana, o el progreso humano y espiritual del hombre, sin embargo, la dignidad básica del hombre no está en su modo de vivir, sino en su propia persona, que tiene siempre la misma dignidad. Desde su inicio hasta su fin. De ahí que los derechos humanos, el primero de ellos es el de la vida, son independientes del modo de vivir, tanto en el aspecto biológico, cultural –se es igualmente persona con o sin salud, con cultura o sin ella– y ético –hay buenas y malas personas, pero todas son personas–, y en cualquier otro. La vida humana tiene que estar de acuerdo con la dignidad del hombre, pero el modo de ser esta vida no constituye su dignidad.
Se puede dar una profunda explicación metafísica de este hecho. Siguiendo la definición clásica del pensador romano Boecio y a las reflexiones de San Agustín, Santo Tomás descubrió que el constitutivo personificador, lo que hace que el hombre, o mejor, un individuo de esta naturaleza, sea una persona, es su "ser" propio. Según su metafísica del ser, todas las perfecciones de las cosas son expresadas por su esencia, y se resuelvan en último término en el acto del ser. La persona, a diferencia de todo lo demás, sin la mediación de algo esencial, directamente se refiere al ser.
El ser propio de cada persona es el que le da a su dignidad el carácter de permanencia, actualidad y de idéntico grado. En cambio, si el constitutivo formal de la persona fuese alguna propiedad o característica, aunque fuese esencial, el hombre no sería siempre persona. Todos los atributos de la esencia individual humana cambian en sí mismos o en diferentes aspectos, en el transcurso de cada vida humana. Pueden incluso considerarse en algún momento en potencia, o en hábito, pero no siempre en acto. Además, como son poseídos en distintos grados, según los individuos y las diferentes circunstancias individuales, habrían entonces distintas categorías de personas.
Precisamente, por significar directamente el ser propio, se infiere, por una parte, que la realidad personal se encuentra en todos los hombres. Ser persona es lo más común. Está en cada hombre, lo que no ocurre con cualquiera de los atributos humanos, que se explican por la naturaleza. Todos los hombres y en cualquier situación de su vida, independientemente de toda cualidad, relación, o determinación accidental y de toda circunstancia biológica, psicológica, cultural, social, etc., son siempre personas en acto.
Por otra, que todo hombre es persona en el mismo grado. En cuanto personas todos los hombres son iguales entre sí, aún con las mayores diferencias en su naturaleza individual, y, por ello, tienen idénticos derechos inviolables. Nunca son ni pueden convertirse en "cosas". Como hombres somos distintos en perfecciones, como personas, absolutamente iguales en perfección y dignidad.
En la noción de persona, en la que se expresa directamente el ser, se alude igualmente de modo inmediato al ser participado en un grado máximo, en el del espíritu. Persona nombra rectamente al máximo nivel de perfección, dignidad, nobleza y perfectividad, muy superior a la de su naturaleza. Tanto por esta última como por su persona, el hombre posee perfecciones, pero su mayor perfección y la más básica es la que le confiere su ser personal. En nuestra época, es conveniente recordar que la dignidad de la persona no se valora por su capacidad de hacer y producir, sino por su mismo ser.
La persona indica, por consiguiente, lo más digno y lo más perfecto del mundo. "La persona significa lo más perfecto que hay en toda la naturaleza" [1], o como dice también Santo Tomás: "Es lo más digno de toda la naturaleza" [2]. De este modo, expresa también lo que posee "más" ser, y, por lo mismo, lo más unitario, lo más verdadero, lo más bueno y lo más bello.
Su mayor posesión de estas realidades trascendentales explica que sea "un ente capaz de ser un fin en sí mismo", y, consecuentemente, "un ser capaz de amar y ser amado con amor de donación" [3]. Siguiendo a Aristóteles, Santo Tomás sostenía que amar es querer el bien para alguien [4]. También que hay dos especies de amor humano: el amor de posesión y el amor de benevolencia o de donación. El amor de posesión, que se tiene a los seres irracionales, y que por aberración puede tenerse a las personas, no es desinteresado, porque en el fondo es amor de sí. Aunque hay un objeto amado, el amor no se detiene en él, sino que vuelve al sujeto del que parte. En cambio, el amor de donación, que merecen las personas, no es interesado, porque sólo se busca el bien de lo amado, que aparece como un fin del mismo sujeto.
Con la tesis de que la persona es el máximo bien y, por tanto, un fin en sí misma, Santo Tomás inicia una de sus obras, el Comentario a la Metafísica de Aristóteles, afirmando que: "Todas las ciencias y las artes se ordenan a una sola cosa, a la perfección del hombre, que es su felicidad" [5].
La persona designa siempre lo singular o lo individual, al hombre concreto existente, que es el único que puede ser feliz. Las cosas no personales, son estimables por la esencia que poseen. En ellas, todo se ordena, incluida su singularidad, a las propiedades y operaciones específicas de sus naturalezas. De ahí que los individuos solamente interesan en cuanto son portadores de ellas. Todos los de una misma especie son, por ello, intercambiables. No ocurre así con las personas, porque interesa en su misma individualidad, en su personalidad. A diferencia de todos los demás entes singulares, la persona humana es un individuo único, irrepetible e insustituible. Merece, por ello, ser nombrado no con un nombre que diga relación algo genérico o específico, sino con un nombre propio, que se refiera a él mismo [6].
A cada una de las personas, en su concreción y singularidad, tal como significa el término persona [7], se subordinan únicamente todas las ciencias, teóricas y prácticas, las técnicas, las bellas artes, toda la cultura y todas sus realizaciones. Siempre y todas están al servicio de la persona humana. A la felicidad de las personas, a su plenitud de bien o la perfección –especulativa, moral, estética, biológica, o de otra dimensión–, es aquello a lo que deben estar dirigidos todos los conocimientos científicos, sean del orden que sean, e igualmente la misma tecnología, y todo lo que hace el hombre [8].
Todo lo natural y cultural es siempre relativo a la persona. No hay nada, en este mundo, que sea un absoluto, todo esta siempre referido a la felicidad de las personas, el único absoluto en el orden creado. Todo se ordena o está al servicio de las personas humanas, porque tienen la primacía en todo orden natural o humano. Todo es un medio para la persona, todo está a su servicio. Cada persona, en su singularidad, es lo sumo y lo supremo.
Los derecho humanos primordiales, como el de la vida, derivan directamente de la dignidad de la persona. Todo ser humano posee derechos por el mero hecho de ser persona. La universalidad e indivisibilidad de los derechos humanos, así como su carácter indisponible e inalienable se fundamentan en la "dignidad intrínseca" del hombre, tal como se indica en el preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, que es la del ser personal.
2. El derecho a la verdad
El respeto a la dignidad de la persona humana exige también el de su derecho a la verdad. El hombre tiene derecho a la verdad, basado en el correspondiente deber de afirmar absolutamente la verdad [9]. El derecho a la verdad se específica en el derecho a los bienes de la cultura, que incluye el de la educación, el derecho a la información y el derecho a la expresión. El derecho a la información, que tanto interés despierta en al actualidad, se puede definir como: "el derecho que tienen los ciudadanos a conocer los hechos públicos que atañen al bien común, sea para favorecerlo, sea para dañarlo" [10]. Sobre este último, pero también sobre la manifestación de las verdades culturales, se da un tipo de vulneración, que se denomina "manipulación".
La expresión "manipulación" significa la acción de realizar operaciones con las manos en o con un objeto para conseguir un resultado o un producto. Se refiere así al uso de las cosas. Este es el aspecto que se toma cuando se emplea el término en sentido metafórico, para expresar la conducción de los hombres como si fuesen cosas, tratándoles como si no tuviesen el derecho a la verdad ni el derecho de la libertad para conseguir el bien, que les corresponde por el hecho de ser personas.
En una reciente obra sobre la manipulación, explica su autor, el profesor Alfonso López Quintás: "La manipulación significa un modo de manejo fácil, cómodo y arbitrario de personas y grupos. Este manejo no es, obviamente, de orden físico sino espiritual: afecta a la inteligencia, la voluntad y el sentimiento de las gentes. El demagogo manipulador intenta modelar la mente de las personas, impulsar su voluntad, configurar su sensibilidad y su sentimiento, orientar su capacidad creadora... Esta múltiple forma de vasallaje constituye el medio más radical y eficaz para dominar a personas y pueblos por vía de asedio interior, no desde fuera, mediante la violencia, sino desde dentro" [11].
El asedio interior de la manipulación es mucho más efectivo que el exterior. "Cuando una persona ve agredida desde fuera sus convicciones íntimas, sus sentimientos más entrañables, sus ideales más elevados, suele tomar distancia respecto al agresor, atrincherarse en sí misma y disponerse a la resistencia. La conciencia de hallarse en peligro suscita una mayor unión entre quienes comparten ideas, sentimientos e ideales. Este acrecentamiento de la unidad realizado por razones nobles refuerza los vínculos y aviva el espíritu comunitario" [12].
Podría decirse que el primer intento de manipulación del hombre se narra en el Génesis. Se da en el ámbito de lo que hoy diríamos de la información. El espíritu maligno comienza con una pregunta, con una entrevista o interviú: "¿Con que os ha mandado Dios que no comáis de los árboles todos del paraíso?" [13].
Después de la respuesta afirmativa y la ampliación de detalles del hecho, o noticia, tal como se diría en la actualidad -"Del fruto de los árboles del paraíso comemos, pero del fruto del que está en medio del paraíso nos ha dicho Dios: 'No comáis de él, ni lo toquéis siquiera, no vayáis a morir" [14]-, corrige la respuesta: "No, no moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal" [15].
Como comenta Karol Wojtyla, en Signo de contradicción: "El hombre queda asombrado ante estas palabras. El espíritu maligno se deja reconocer e individualizar no a través de una definición cualquiera de su ser, sino exclusivamente por el contenido de sus palabras" [16].
En primer lugar, por la negación. En Fausto, de Goethe, Mefistófeles a la pregunta del sabio doctor: "Quién eres", responde: "Soy un espíritu que continuamente estoy negando la evidencia de las cosas" [17]. Actitud que se da en muchas manipulaciones actuales.
En segundo lugar, por la mentira. El "padre de la mentira" [18], como indica Wojtyla: "Empieza con la primera mentira: mentira que podría definirse como un simple error de información; incluso podría reconocerse en aquella una cierta apariencia de búsqueda de la información correcta" [19].
Procura persuadir al hombre que no es lo que ya es, y que así realmente deje de serlo, en aquel caso "dioses", cuando ya lo eran por la gracia –que comunica al hombre la misma naturaleza divina, en una cierta medida o proporción, originando una verdadera filiación, aunque no natural sino adoptiva, pero intrínseca– y que por seguir esta manipulación perdieron. En muchas de las manipulaciones actuales, para que el hombre pueda alcanzar la verdad y bien, al que se siente llamado, se le hace creer que no posee ninguna, y de este modo la pierda definitivamente y quede instalado en el error y el mal.
3. El mal en la verdad práctica
La manipulación es mas eficiente en las verdades de orden práctico. Es más fácil influir con graves errores prácticos que con teóricos. Como consecuencia del éxito de la primera manipulación, indica Santo Tomás que: "La naturaleza humana quedó más corrompida por el pecado en cuanto al apetito del bien que en cuanto al conocimiento de la verdad" [20]. La razón que aporta es la siguiente: "La infección del pecado original (...) mira primariamente a las potencias del alma. Luego, debe fijarse, ante todo, en aquella que nos da la primera inclinación al pecado. Como ésta es la voluntad, síguese que el pecado original se fija, ante todo, en la voluntad" [21].
Además, los hombres en general, por su inteligencia natural o espontánea, por el llamado "sentido común", no se dejan engañar fácilmente por el error en la forma filosófica y racional, pero, en cambio, por su generosidad natural, que les impide ser más analíticos, se dejan dominar en el orden práctico, en las cuestiones éticas.
Como explica el Aquinate, al sucumbir a la tentación, el hombre cayó en el pecado de soberbia, o "un apetito desordenado de bienes espirituales" [22]. Concretamente su pecado de soberbia consistió en desear ser semejante a Dios. No deseó la semejanza como "igualdad absoluta", porque comprendía que ello es imposible, sino como de "imitación" de algún bien espiritual, pero excediendo a lo propio de su naturaleza, y, por tanto, desordenadamente.
Hay que tener en cuenta: "El bien espiritual, conforme al cual la criatura puede imitar al Creador, es triple: Primero, imitación en el ser y naturaleza, y esta semejanza con Dios la poseemos desde el momento de la creación, pues fuimos hechos 'a su imagen y semejanza' (Gn 1, 26-27), lo mismo que los ángeles. El segundo modo de imitación se encuentra en el pensamiento. Este modo le fue concedido al ángel desde su creación, por ser 'sello de la divina imagen, lleno de sabiduría' (Ez 28, 12), el hombre la recibió solamente en potencia, como capacidad de adquisición". Todo su saber intelectual lo tiene que adquirir a partir de sus facultades sensibles, sobre las que actúa el mismo entendimiento, que es así intelectual en potencia. "El tercer modo se halla en la actividad, y éste no lo tienen ni el ángel ni el hombre desde el momento de la creación, pues a ambos les falta un intermedio de laboriosidad para conseguir la bienaventuranza", o la felicidad plena.
Puede inferirse de ello que: "El ángel y el hombre desearon ser semejantes a Dios; pero ninguno de ellos pecó por buscar esa semejanza en cuanto a la naturaleza. El hombre la buscó en el orden del conocimiento, de acuerdo con la sugerencia de la serpiente; quiso determinar con las fuerzas naturales qué era bueno y qué era malo y qué cosas buenas o malas habían de acontecer". La soberbia, o deseo desordenado de excelencia, en el hombre tuvo por objeto la facultad intelectual humana de orden práctico, por querer que fuese totalmente creativa. Quiso que poseyera el poder de determinar de modo autónomo los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia. La razón práctica establecería así su verdad o su ley, y desde ella hombre guiaría sus actos concretos.
En realidad, el hombre quiso incrementar la creatividad, o sustituir función de juzgar y dictaminar de la conciencia por la de únicamente crear. Juan Pablo II, en la encíclica Veritatis splendor, la define como: "El acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora" [23]. Su función primaria es la del conocimiento de sí de los propios actos en su bondad o maldad. Juzga al acto que se va a realizar aquí y ahora. En este sentido la conciencia supone una actividad propia de la persona, un acto del entendimiento que aplica la ley natural general a una conducta concreta. Esta conciencia -que puede llamarse antecedente-, por ser anterior a la realización del acto, en cuanto juzga: "exige la creatividad y la ingeniosidad propias de la persona". Sin embargo, tales operaciones no son absolutas, porque: "La razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna" [24].
El hombre está obligado a seguir el dictamen de su conciencia, pero no entendida sin esta referencia a la verdad. Sin embargo: "Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha añadido indebidamente la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el hecho mismo de que proviene de la conciencia". La verdad entonces ya no es trascendente, sino que surge de la voluntad humana
Al igual que, en la actualidad, se ignora esta función de juzgar y dictaminar de la conciencia, se sustituye por la de únicamente crear. La conciencia tendría así: "El privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia". Cada conciencia en un momento determinado establecería su verdad, y, desde ella, guiaría sus actos concretos. El hombre daría así: "a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal".
Al realizar esta sustitución, sin embargo: "Ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de autenticidad, de 'acuerdo con uno mismo', de tal forma que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral".
Ciertamente existe subjetividad en el juicio moral, porque es necesario que cada persona determine la línea divisoria entre el bien y el mal en una situación concreta, pero haciéndolo con la virtud de la prudencia, que ha procurado adquirir, y con un criterio recto o de acuerdo con la verdad general o principio moral, que ella no crea, sino que descubre como algo objetivo que se le impone. No hay una subjetividad total, sino que la objetividad de la verdad regula la subjetividad de la conciencia.
En esta visión subjetivista de la moralidad, que se encuentra implícita en la primera mentira, y a la que se orientan muchas doctrinas actuales, y algunas explicitan: "Coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás. El individualismo llevado a las extremas consecuencias, desemboca en la negación de la idea misma de naturaleza humana" [25]. Se encubre no solo la conciencia personal, en cuanto que deja de ser guía para seguir el camino de la verdad, sino también la verdad del hombre.
Secundariamente, la conciencia recae también sobre el acto ya realizado, aprobándolo si fue bueno o reprobándolo en caso contrario. Esta conciencia, que puede denominarse consiguiente, ya que es posterior al acto, no sólo es juez sino también testigo. "La conciencia, en cierto modo, pone al hombre ante la ley, siendo ella misma 'testigo' para el hombre; testigo de su fidelidad o infidelidad a la ley, o sea, de su esencial rectitud o maldad moral. La conciencia es el único testigo. Lo que sucede en la intimidad de la persona está oculto a la vista de los demás desde fuera. La conciencia dirige su testimonio solamente hacia la persona misma. Y a su vez, sólo la persona conoce la propia respuesta a la voz de la conciencia" [26].
Esta segunda función, que no influye ya en la moralidad del acto como la conciencia antecedente, es importante, porque si declara culpable, la persona pierde la paz y se llena de remordimientos. En la manipulación actual del concepto de conciencia tampoco se tiene en cuenta, y se intenta negar la culpabilidad y la intranquilidad que le acompaña, y, en definitiva, el sufrimiento. No se exige ni el arrepentimiento ni la reparación de la mala acción, cuando sea posible.
La difusión de esta concepción de la ley natural y de la conciencia no sólo afecta a la moral, sino también impide la compresión del mensaje cristiano. Como advertía Lewis: "El cristianismo le dice a la gente que se arrepienta y les promete perdón. Por lo tanto no tiene, que yo sepa, nada que decir a aquellos que no saben que han hecho algo por lo que deban arrepentirse y que no piensan que necesitan perdón" [27]. La manipulación siempre es deshumanizadora y des-cristianizadora e impide, por ello, la cristianización.
4. El mal en la actividad práctica
El hombre, en esta primera tentación, indica también Santo Tomás: "Secundariamente, pecó también deseando ser como Dios en su actividad, tratando de conseguir la bienaventuranza por sus propias energías". Rechazó la ayuda sobrenatural de Dios para conseguir la plenitud de bien, o felicidad, que desea por naturaleza y quiso conseguirla por sí mismo.
Este mismo pecado de soberbia del hombre se parece en este aspecto al de las puras criaturas espirituales. "El diablo pecó buscando una semejanza con Dios directamente en cuanto a su poder" [28].
Tampoco quiso la semejanza como "igualdad absoluta", sino como de "imitación" de algún bien espiritual, pero que excedía a lo propio de su naturaleza, y, por tanto, desordenadamente. No persiguió la primera, porque: "Sabía por conocimiento natural que esto es imposible (...) Y aún cuando esto fuera posible, hubiera sido contrario a su deseo natural de conservar su ser, que no conservarían si se convirtiese en otra naturaleza, y de aquí que ningún ser perteneciente a un grado inferior de la naturaleza puede apetecer el grado de otra naturaleza superior, como no desea el asno ser caballo, porque, si pasase al grado de la naturaleza superior, ya no sería él mismo". Si a nosotros nos parece posible se debe a que: "Nos engaña la imaginación, porque, debido a que el hombre apetece elevarse a un grado superior en cuanto a sus condiciones accidentales, que pueden crecer sin que se destruya el sujeto imaginamos que puede apetecer un grado superior de naturaleza al cual no podría llegar a menos de dejar de ser lo que es".
Apeteció ser como Dios por semejanza de imitación, en cuanto a la actividad. Quiso imitar a Dios, en cuanto a su poder. Lo que es posible de dos modos. El primero si se desea: "En cuanto a aquello en que es capaz una criatura de asemejarse a Dios, y el que de este modo apetece ser semejante a Dios no peca, con tal que aspire a la semejanza con Dios según el orden debido, esto es, a recibirla de Dios". Para alcanzar el fin sobrenatural a que Dios les ha destinado y que es trascendente a toda capacidad de su naturaleza, que es la felicidad sobrenatural, se requiere el don de la gracia de Dios. Nada puede conducir a fin sobrenatural de amistad con Dios que no sea sobrenatural, ya que los medios para un fin deben guardar proporción o consonancia con él. Los medios y el fin tienen que pertenecer al mismo orden.
Sin embargo, añade Santo Tomás, la persona creada: "Peca si aspira a ella por fuero de justicia, como si fuese debido a su esfuerzo y no a la acción divina". Este pudo ser el modo desordenado de imitar la actividad divina de las criaturas espirituales. Pudo desear el fin sobrenatural, pero conseguido por su propio esfuerzo. Si se dio esta posibilidad: "Deseó como último fin la semejanza con Dios que tiene por causa de la gracia, quiso alcanzarla por la virtud de su naturaleza y no con el auxilio divino, según la disposición de Dios y esto concuerda con la opinión de San Anselmo, cuando dice que apeteció aquello mismo a que habría llegado si hubiese perseverado".
Es posible un segundo modo de imitar la actividad divina. "Otra cosa es si alguno apeteciese ser semejante a Dios en lo que no es apto para semejarse a El, como, por ejemplo, el que apeteciese crear el cielo y la tierra, cosa que sólo pertenece a Dios, pues en este apetito hay pecado". Este otro modo distinto de apetecer ser como Dios de la criatura no supuso el deseo de: "Ser semejante a Dios en cuanto a no estar sometido absolutamente a nadie, porque de este modo hubiera querido su propio no ser, ya que ninguna criatura puede existir sino en cuanto participa del ser que Dios le comunica, sino que su deseo de ser semejante a Dios consistió en apetecer como fin último de la bienaventuranza las cosas que podía conseguir por la virtud de su naturaleza, desviando por ello su apetito de la bienaventuranza sobrenatural, que proviene de la gracia de Dios". Implica por tanto un rechazó del fin sobrenatural, concedido por la gracia de Dios, e incluso una modificación de la misma inclinación sobrenatural a la visión de Dios en su intimidad. Quiso únicamente su fin último natural, la felicidad natural o conocimiento contemplativo de Dios como creador y providente, porque podía alcanzarlo plenamente sin la concesión de medios sobrenaturales, sino sólo con su entendimiento y amor naturales.
Sin embargo, advierte el Aquinate que: "Estas dos explicaciones vienen a coincidir, porque, en realidad, lo que una y otra dicen es que apeteció obtener la bienaventuranza final por su virtud, lo que es propio de Dios". Tanto si la soberbia angélica consistió en buscar su bienaventuranza en el orden de lo sobrenatural o en el de su naturaleza, quiso conseguir la felicidad por su esfuerzo.
Asimismo, como consecuencia de la soberbia, de querer ser semejantes a Dios en tener por sí la felicidad eterna, quiso también poseer el poder de Dios sobre las cosas. La razón es la siguiente: "Como lo que es de por sí es principio y causa de lo que es por otro, de aquella apetencia se siguió que quisiera tener dominio sobre las demás cosas, llevando su perversidad a querer también asemejarse en esto a Dios" [29].
Este primer pecado de los ángeles caídos fue principalmente de soberbia [30], pero secundariamente pudo ser de envidia, vicio, también de tipo espiritual, que consiste en: "entristecerse de los bienes de los otros en cuanto exceden de los propios". El motivo es el siguiente: "La misma razón que el apetito tiene para inclinarse a una cosa, la tiene para rechazar la contraria, y por esto ocurre que el envidioso se duele del bien de otro, por cuanto estima que el bien ajeno, es un obstáculo para el propio. Pero el bien de otro no pudo ser estimado como impedimento del bien a que se aficionó el ángel malo, sino en cuanto apeteció una excelencia singular que quedaba eclipsada por la excelencia de otro. De aquí que, tras el pecado de soberbia, apareciese en el ángel prevaricador el mal de la envidia, porque se dolió del bien del hombre y también de la excelencia divina, por cuanto Dios se sirve del hombre para su gloria en contra de la voluntad del demonio" [31].
5. La verdad divina
A pesar de la divergencia en el tipo de soberbia del hombre y del ángel, de orden teórico en uno y de orden práctico en el otro, hay una coincidencia en la gravedad de su soberbia: "Ambos quisieron ser iguales a Dios, en cuanto que despreciando la ley divina, trataron de constituirse en norma de sí mismos" [32].
Se advierte con ello, una tercera característica del tentador y su tentación, señalada también por Karol Wojtyla: la rebelión. En su diálogo manipulador: "No es sólo autor de la conclusión equivocada. Quiere imponer su propia postura, su propia actitud ante Dios. En realidad, no le importa la 'divinidad del hombre'. Lo que le mueve solamente es comunicar, transmitir al hombre su rebelión, es decir, aquella actitud con la cual él –Satanás– se definió a sí mismo y con la que se situó, por consiguiente, fuera de la verdad, lo que significa fuera de la ley de dependencia del Creador. Este es el contenido de su Non serviam (Jr 2, 20)" [33].
La rebeldía del hombre frente a la verdad y a su autor no fue total: "La tentación de Satanás en este punto supera de manera notable lo que efectivamente fue aceptado por el primer hombre, mujer y varón. Sin embargo, incluso lo que fue aceptado bastaba para trazar la dirección del desarrollo posterior de la tentación del hombre (...) Podemos decir que nos encontramos en el principio, o mejor, en los orígenes de la tentación del hombre, en los orígenes de un larguísimo proceso que se va desarrollando a lo largo de toda la historia" [34].
En la encíclica Veritatis splendor, se nota que: "Al prohibir al hombre que coma 'del árbol de la ciencia del bien y del mal', Dios afirma que el hombre no tiene originariamente este 'conocimiento', sino que participa de él solamente mediante la luz de la razón natural y de la revelación, que le manifiestan las exigencias y las llamadas de la sabiduría eterna".
El hombre necesita "la verdad de la creación", la "expresión de la sabiduría divina" [35], en que consiste la ley natural. Es cierto que: "el hombre, en su tender hacia Dios –'sólo El es bueno'–, debe hacer libremente el bien y evitar el mal, pero para esto el hombre debe poder distinguir el bien y el mal. Y esto sucede, ante todo, gracias a la luz de la razón natural, reflejo en el hombre, del esplendor del rostro de Dios" [36].
En la actualidad: "Olvidando (...) que la razón humana depende de la Sabiduría divina –y en el estado actual de naturaleza caída, también de la necesidad–, así como la realidad activa e innegable de la divina Revelación para el conocimiento de verdades morales e incluso de orden natural, algunos han llegado a teorizar una completa autonomía de la razón en el ámbito de las normas morales relativas al recto ordenamiento de la vida en este mundo. Tales normas constituirían el ámbito de una moral solamente 'humana', es decir, serían la expresión de una ley que el hombre se da autónomamente a sí mismo y que tiene su origen exclusivamente en la razón humana" [37].
Es una actitud que recuerda a "quienes pretenden afirmar al hombre a costa de Dios". Refiriéndose a ella se dice en Signo de contradicción: "He aquí el nivel más profundo de ese proceso secular de la tentación del hombre, de la historia de la negación" [38].
En nuestra época, se hace, por tanto, más necesario volver a redescubrir la verdad de la ley natural, que incluso demostrar la existencia y naturaleza de Dios. Para demostrar la existencia de la ley natural, Lewis hacia notar que, en nuestra vida cotidiana invocamos a una conducta tipificada o ejemplar, que suponemos conocida por todos. Así, por ejemplo, una discusión se pueden oír palabras como estas: "'¿Qué te parecería si alguien te hiciera a ti algo así? 'Ese es mi asiento; yo llegué primero' 'Déjalo en paz, no te está haciendo ningún daño' '¿Por qué vas a colarte antes que yo?' 'Dame un trozo de tu naranja; yo te di un trozo de la mía' 'Vamos, lo prometiste'" [39].
Con estas expresiones, no se quiere decir únicamente que desagrada un comportamiento concreto del otro, sino que se está apelando a un modelo de conducta, que se espera que el interlocutor conozca. Este último, por su parte, no negará este modelo, sino que probablemente procurará argumentar que hay, en este caso, una justificación que le exime de seguirlo. Ambos actúan, en definitiva, como si tuvieran presente una "regla de juego limpio" o alguna ley, en la que están de acuerdo los dos.
En realidad la tienen muy presente, porque: "Si no la tuvieran podrían, por supuesto, luchar como animales, pero no podrían discutir en el sentido humano de la palabra". En la discusión se intenta probar que el otro está equivocado, y no tendría ningún sentido intentarlo, si no se tuviera la convicción entre los que discuten que existe implícitamente: "Un determinado acuerdo en cuanto a lo que está bien y lo que está mal, del mismo modo que no tendría sentido decir que un jugador de fútbol ha cometido una falta a menos que hubiera un determinado acuerdo sobre las reglas de fútbol" [40]. El hecho ordinario de la discusión prueba la existencia de un acuerdo común sobre lo que está bien y lo que está mal, y, por tanto, sobre una ley moral.
Esta ley moral es la ley natural. Ley que se denomina natural, porque se conoce por el hecho de poseer naturaleza humana. No es necesario aprenderla, aunque hayamos sido educados según ella. Tampoco es una convención social. En la actualidad, para negar la ley natural, como advierte Lewis, se afirma que: "Si hemos aprendido una cosa de nuestros padres o maestros, tal cosa debe ser sencillamente una convención humana. Pero naturalmente no es así. Todos hemos aprendido las tablas de multiplicar en el colegio (...) pero no se sigue de esto que las tablas de multiplicar sean sólo una convención humana, algo que los seres humanos han inventado para sí mismos y podrían haber hecho diferentes si lo hubieran querido" [41].
Un segundo hecho que muestra la existencia de esta ley es su mismo incumplimiento. En el estado actual, por las solas fuerzas de su naturaleza, el hombre no puede hacer todo el bien al que se siente imperado y del que nadie es dispensado. De manera que: "Ninguno de nosotros guarda realmente la ley de la naturaleza (...) no consigo cumplir muy bien con la ley de la naturaleza, y en el momento en que alguien me dice que no la estoy cumpliendo empieza a fraguarse en mi mente una lista de excusas (...) son una prueba más de cuan profundamente, nos guste o no, creemos en la ley de la naturaleza. Si no creemos en un comportamiento decente, ¿por qué íbamos a estar tan ansiosos de excusarnos por no habernos comportado decentemente? La verdad es que creemos tanto en la decencia –tanto sentimos la ley de la naturaleza presionando sobre nosotros– que no podemos soportar enfrentarnos con el hecho de transgredirla, y en consecuencia intentamos evadir la responsabilidad" [42].
Es cierto que también se aprenden comportamientos convencionales, como el circular por la derecha, pero las leyes naturales no son de este tipo. En primer lugar, porque son universales. "Piénsese en un país en el que la gente fuese admirada por huir en la batalla, o en el que un hombre se sintiera orgulloso de traicionar a toda la gente que ha sido más bondadosa con él. Lo mismo daría imaginar un país en el que dos y dos sumaran cinco. Los hombres han disentido en cuanto a sobre quiénes ha de recaer nuestra generosidad –la propia familia, o los compatriotas, o todo el mundo–. Pero siempre han estado de acuerdo en que no debería ser uno el primero. El egoísmo nunca ha sido admirado" [43].
Otro ejemplo de la universalidad de la ley natural es este "asombroso" hecho: "Cada vez que se encuentra a un hombre que dice que no cree en lo que está bien o lo que está mal, se verá que este hombre se desdice casi inmediatamente. Puede que no cumpla la promesa que os ha hecho, pero si intentáis romper una promesa que le habéis hecho a él, empezará a quejarse diciendo 'no es justo' antes de que os hayáis dado cuenta".
Concluye que, por consiguiente: "Nos vemos forzados a creer en un auténtico bien y mal. La gente puede a veces equivocarse acerca de ellos, del mismo modo que la gente se equivoca haciendo cuentas, pero no son cuestión de simple gusto u opinión, del mismo modo que no lo son las tablas de multiplicar" [44].
En segundo lugar, la ley natural trasciende los individuos y las culturas, y es, por ello, inmutable. Por una parte, porque: "Aunque hay diferencias entre las ideas morales de una época o país y las de otro, las diferencias no son realmente grandes –no tan grandes como la mayoría de la gente se imagina– y puede reconocerse la misma ley presente en todas" [45].
Por otra, porque: "Si ningún conjunto de ideas morales fuera más verdadero o mejor que otro, no tendría sentido preferir la moral civilizada a la moral salvaje, o la moral cristiana a la moral nazi. De hecho, por supuesto, todos creemos que algunas morales son mejores que otras". Pensamos, con ello, que una se ajusta más a una norma que la otra. "Pero la norma que mide dos cosas es diferente de esas dos". Por consiguiente, se está reconociendo: "Una Moral auténtica, admitiendo que existe algo como el auténtico bien, independientemente de lo que piense la gente, y que las ideas de algunas personas se acercan más a ese auténtico bien que otras" [46].
La ley natural tampoco puede entenderse como consecuencia del instinto gregario del ser humano. "Todos sabemos –escribía Lewis– lo que se siente al ser impulsados por el instinto: por el amor maternal, o el instinto sexual, o el instinto por la comida. Significa que uno siente una intensa necesidad o deseo de actuar de una cierta manera (...) Pero sentir un deseo de ayudar es muy diferente de sentir que uno debería ayudar lo quiera o no" [47].
Para probarlo pone el siguiente ejemplo: "Suponed que oís un grito de socorro de un hombre que se encuentra en peligro. Probablemente sentiréis dos deseos. El de prestar ayuda (debido a vuestro instinto gregario) y el de manteneros a salvo del peligro (debido al instinto de conservación). Pero sentiréis en vuestro interior, además de estos dos impulsos, una tercera cosa que os dice que deberíais seguir el impulso de prestar ayuda y reprimir el impulso de huir. Bien: esta cosa que juzga entre dos instintos, que decide cuál de ellos debe ser alentado, no puede ser ninguno de esos instintos. Sería lo mismo que decir que la partitura de música que os indica, en un momento dado, tocar una nota de piano y no otra, es ella misma una de las notas del teclado. La ley moral nos indica qué canción tenemos que tocar; nuestros instintos son simplemente las teclas" [48].
Advierte seguidamente Lewis que: "Es un error pensar que algunos de nuestros impulsos –digamos el amor maternal o el patriotismo– son buenos, y otros, como el sexo o el instinto de lucha, son malos (...) No hay tal cosa como impulsos malos o impulsos buenos. Pensad otra vez en un piano. No tiene dos clases de notas, las 'correctas' y las 'equivocadas'. Cada una de las notas es correcta en un momento dado y equivocada en otro. La ley moral no es un instinto ni un conjunto de instintos: es algo que compone una especie de melodía (la melodía que llamamos bondad o conducta adecuada) dirigiendo los instintos" [49].
Además: "Si la ley moral fuera uno de nuestros instintos, deberíamos ser capaces de señalar algún impulso particular en nuestro interior que fuera siempre lo que llamamos 'bueno'; que siempre estuviera de acuerdo con las reglas del buen comportamiento. Pero no podemos hacerlo. No hay ninguno de nuestros impulsos que la ley moral no pueda en algún momento decirnos que reprimamos y ninguno que no pueda de algún modo decirnos que alentemos" [50].
En tercer lugar, la ley natural, a diferencia de las otras leyes, supone la libertad humana, que le permite seguirla o separarse de ella. "Todo hombre se encuentra en todo momento sujeto a varios conjuntos de leyes, pero sólo hay una que es libre de desobedecer. Como cuerpo está sujeto a la ley de la gravedad y no puede desobedecerla; si se lo deja sin apoyo en el aire no tiene más elección sobre su caída de la que tiene una piedra. Como organismo, está sujeto a varias leyes biológicas que no puede desobedecer, como tampoco puede desobedecerlas un animal. Es decir, que no puede desobedecer aquellas leyes que comparte con otras cosas, pero la ley que es peculiar a su naturaleza humana, la ley que no comparte con animales o vegetales o cosas inorgánicas es la que puede desobedecer si así lo quiere" [51]. Se le denomina, por tanto, con toda propiedad "ley natural".
En cuarto lugar, la ley natural no es una mera descripción de la conducta humana expresada de manera reglada, porque, en general, no se cumple nunca toda ni con perfección. "Los hombres deberían ser generosos, deberían ser justos. No digo que los hombres son generosos, ni que les gusta ser generosos, sino que deberían serlo. La ley moral, o ley de la naturaleza humana, no es simplemente un hecho acerca del comportamiento humano del mismo modo que la ley de la gravedad es, o puede ser, simplemente un hecho acerca de cómo se comportan los objetos pesados. Por otro lado, no es una mera fantasía, ya que no podemos librarnos de la idea (...) En consecuencia, esta norma de lo que está bien y lo que está mal, o ley de la naturaleza humana, o como quiere llamársela, debe, de uno u otro modo, ser algo auténtico... algo que está realmente ahí, y que no ha sido inventado por nosotros" [52].
Por consiguiente: "Esa ley no significa, ciertamente, 'lo que los seres humanos, de hecho, hacen' (...) muchos de ellos no obedecen esa ley en absoluto, y ninguno de ellos la obedece completamente. La ley de la gravedad os dice lo que hacen las piedras si las dejáis caer, pero la ley de la naturaleza humana os dice lo que los seres humanos deberían hacer y no hacen" [53].
Debe admitirse, argumentaba Lewis, que la ley moral es real y que: "Está más allá y por encima de los hechos ordinarios del comportamiento humano y que sin embargo es definitivamente real: una ley real, que ninguno de nosotros ha formulado, pero que encontramos que nos presiona" [54]. Además: "Me urge a hacer el bien y me hace sentirme responsable e incómodo cuando hago el mal" [55].
6. El derecho a la libertad
La libertad al igual que la verdad es un derecho del hombre, pero, sin embargo, la libertad requiere el conocimiento de la verdad. De manera que el respeto al derecho de la libertad comporta el proponer siempre la verdad, que se ha descubierto. No se puede renunciar a presentar la verdad, que da a conocer la razón humana, ejercida adecuadamente, en nombre de la libertad. Por el contrario, sin la verdad, la misma libertad desaparece, víctima de condicionamientos externos e internos.
En la Veritatis splendor, se advierte que la acción de la verdad sobre el hombre, además de proporcionar luz a la inteligencia, es la que modela o configura la libertad. Comienza precisamente con esta indicación: el "esplendor de la verdad" brilla en todo la realidad creada, pero de modo especial en el ser humano, ya que: "la verdad ilumina la inteligencia y modela la libertad del hombre".
Para que la verdad sea un bien para el hombre requiere obediencia, que hace posible la plena libertad. "Esta obediencia no siempre es fácil. Debido al misterioso pecado del principio, cometido por instigación de Satanás, que es 'mentiroso y padre de la mentira' (Jn 8, 44), el hombre es tentado continuamente a apartar su mirada del Dios vivo y verdadero y dirigirla a los ídolos (cf 1Ts 1, 9), cambiando 'la verdad de Dios por la mentira' (Rm 1, 25)".
Sin embargo: "Las tinieblas del error o del pecado no pueden eliminar totalmente en el hombre la luz de Dios Creador. Por esto, siempre permanece en lo más profundo de su corazón la nostalgia de la verdad absoluta y la sed de alcanzar la plenitud de su conocimiento". No se da un olvido total de la verdad, sino que el recuerdo de su pérdida estimula el afán de recuperarla. Lo prueba el afán investigador en todos los campos, pero "lo prueba aún más su búsqueda sobre el sentido de la vida" [56].
El mismo avance de la ciencia y la técnica, "testimonio espléndido de las capacidades de la inteligencia y la tenacidad de los hombres", no "exime", sino, que, por el contrario "estimula" a plantearse: "Las preguntas fundamentales: ¿qué debo hacer?, ¿Cómo puedo discernir el bien del mal?" [57].
Preguntas que están relacionadas con "Los enigmas recónditos de la condición humana, que, hoy como ayer, conmueven íntimamente los corazones: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del dolor? ¿Cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte? ¿Cuál es, finalmente ese misterio último e inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos y hacia el que nos dirigimos?" [58].
Para darles respuesta hay que mirar: "al esplendor de la verdad que brilla en lo más íntimo del espíritu humano" [59]. La actual negación de esta conexión intrínseca entre la libertad y la verdad, por algunas corrientes de pensamiento, conduce, en el orden moral, a: "Un pluralismo de opiniones y de comportamientos, dejados al juicio de la conciencia subjetiva individual o a la diversidad de condiciones sociales y culturales" [60].
Si el hombre no respeta la verdad divina: "Su capacidad para conocer la verdad queda ofuscada y debilitada su voluntad para someterse a ella. Y así, abandonándose al relativismo y al escepticismo (Cf Jn 18, 38), busca una libertad ilusoria fuera de la verdad misma" [61]. Como la libertad es un poder radicado en la razón y más inmediatamente en la voluntad, al quedar ambas facultades afectadas por error, y mal, no posibilitan la libertad. Impiden la verdadera libertad y únicamente mueven a una libertad imaginaria, que no existe.
Como ya enseñaba Aristóteles y Santo Tomás, la libertad o libre albedrío es el poder, de hacer o de no hacer, de hacer esto o aquello. Por ella, cada hombre ejerce el dominio de sus obras, dispone de sí mismo, se auto-posee por su voluntad o se auto-determina. En este sentido: "libre es lo que es causa de sí" [62].
Sin embargo, la libertad así definida, es una libertad de indiferencia, una libertad que podría denominarse psicológica y que supondría la pura licencia para hacer cualquier cosa, sea buena o mala. Si se la concibiese únicamente como esta capacidad para hacer lo que sea, con su respeto habría que permitir todos los delitos. La libertad es un bien que hace referencia al bien de la misma persona, siempre es una libertad "moral", aunque puede equivocarse en la elección del bien. La libertad implica la posibilidad de realizar lo mejor que se es capaz. El que hace el mal, que es elegido como un bien, no ejercita propiamente su libertad. Con el mal, la libertad deja de ser un medio de perfección en la bondad. Con su libertad, el hombre, por tanto, tiene la posibilidad de hacer lo adecuado o no hacerlo.
La libertad humana, que es siempre psicológica y moral, es querer el bien elegido. En la libertad intervienen así tres elementos: la voluntad, como principio intrínseco; el fin: el bien propio; y un acto: la elección. A este acto de la elección se opone toda coacción externa o interna, como las pasiones y los hábitos, La elección, o este modo de posibilidad, lo es respecto a los medios para conseguir un fin. Sin embargo, en relación a los fines verdad y bondad, no se posee este libre albedrío, porque se quieren de un modo natural y necesario.
Este básico querer natural y necesario del bien, que proporciona la felicidad, en el que no hay elección, es un constitutivo básico de toda libertad. Santo Tomás lo prueba indicando que: "La necesidad natural no es contraria a la voluntad. Por el contrario, es necesario que, así como el entendimiento asiente por necesidad a los primeros principios, así también es necesario que la voluntad se adhiera al fin último, que es la bienaventuranza. Pues el fin es en el orden práctico, lo que los principios en el orden especulativo" [63].
La tendencia natural y necesaria al bien da razón del "deseo natural de felicidad" de todo hombre, de la aspiración a la perfección o de máxima plenitud. El ser humano no puede, por ello, dejar de querer ser feliz, de querer el bien. La tendencia más básica, natural y necesaria, es la de la felicidad. Todo hombre quiere siempre ser feliz.
En cambio, el segundo constitutivo esencial de la libertad humana, la elección, lo es de un querer racional y no necesario. Tiene su raíz en la razón, porque hay que elegir los medios que llevan al bien. "La elección no siendo del fin, sino de los medios, no puede hacerse sobre el bien perfecto o la felicidad, sino sobre los bienes particulares. Por consiguiente, el hombre elige libremente y no por necesidad" [64].
La voluntad del fin último por sí mismo, de modo natural y necesario, difiere de la voluntad de los medios, segunda parte de la libertad humana, en la racionalidad y en la elección. La primera es un querer el bien, no hay elección. "El fin último de ningún modo puede ser objeto de elección" [65]. La segunda, que completa a la primera, es querer el bien elegido. Por consiguiente: "La elección difiere de la voluntad en que ésta tiene por objeto, hablando propiamente el fin, mientras que la elección versa sobre los medios" [66].
Debe precisarse que con respecto al fin último o bien supremo, –cuya posesión se identifica con la felicidad–, también hay elección, aunque en otro sentido. Debe quererse de modo racional y electivo la concreción o particularización del fin supremo, al que se tiende ya natural y necesariamente en su modo abstracto o general. De ahí que: "El fin último puede considerarse de dos modos; uno, refiriéndose a lo esencial del fin último, y otro, a aquello en lo que se encuentra este fin. En cuanto a la noción abstracta de fin último, todos concuerdan en desearlo, porque todos desean alcanzar su propia perfección y esto es lo esencial del fin último. Pero respecto a la realidad en que se encuentra el fin último no coinciden todos los hombres, pues unos desean riquezas como bien perfecto, otros desean los placeres y otros cualquier otras cosas" [67].
El fin en general, o la tendencia a la felicidad abstracta, no es elegible por la libertad, pero sí que lo es la determinación de esta finalidad última. Tanto en la elección de su fin último concreto, que, sin estar fijado, ya se desea por una tendencia natural y necesaria de una manera universal, como en la elección de los medios que llevan al bien supremo determinado hay la posibilidad de hacer una mala elección, de elegir el mal. La verdad moral es la que impone el deber de hacer el bien en ambas elecciones y evitar el mal.
Cuando el hombre hace el mal, no obra, en sentido propio, con libertad. Si elige entre los diversos medios apropiados que conducen a su fin concreto, que ha sido también elegido, actúa con auténtica libertad. En cambio, si no elige su verdadero fin último o toma los medios inadecuados, pierde en realidad la misma libertad. Declara Santo Tomás: "Querer el mal no es libertad, ni parte de la libertad, sino un cierto signo de ella" [68]. En la medida en que el hombre va eligiendo el bien, se va haciendo también más libre. La elección del mal es un desorden de la libertad y conduce a su pérdida. El mal quita la libertad y perjudica siempre a su autor. Optar por el mal es ir contra sí mismo y contra Dios.
La libertad humana no supone la indiferencia ante el bien y el mal. Es siempre un querer el bien y una aversión al mal. Incluso cuando elige el mal, busca el bien. En la mala elección, el mal es visto como un bien, aunque sólo sea aparente o parcial. Sin embargo, en este caso obra contra la libertad. Por ello, Santo Tomás da la siguiente definición de libertad humana: "El libre albedrío es una facultad de la razón y de la voluntad por la que se elige el bien y el mal" [69].
En lo que no guarda relación con el propio fin, como "querer o no querer estar sentados" [70], que es indiferente respecto al fin último, la libertad no es una "libertad moral". Sin embargo, tampoco hay una libertad de indiferencia, porque aunque la elección no se da entre, el bien y el mal, se refiere al bien, porque se da entre bienes, que lo son verdaderamente, pero independientes del último fin. Siempre la voluntad: "está determinada al bien, no lo está, sin embargo, a este bien en concreto" [71].
7. La salvación de la libertad
Dios permite la mala elección, porque sin la posibilidad de hacer el bien o el mal, no habría libertad humana. La libertad propia del hombre implica estas dos posibilidades. Sin embargo: "En el mundo, en el cual el hombre ha sido creado como ser racional y libre, el pecado no sólo era una posibilidad, se ha confirmado también un hecho real, 'desde el comienzo'. El pecado es oposición real a Dios, es aquello que Dios de modo decidido y absoluto no quiere. No obstante, lo ha permitido creando los seres libres, creando al hombre. Ha permitido el pecado que es consecuencia del mal uso de la libertad creada".
Puede de algún modo comprenderse esta decisión sobre el misterio de la libertad relacionándolo con el del amor de amistad o amor de donación, propio de las personas. "En la perspectiva de la finalidad de toda la creación, era más importante que en el mundo creado hubiera libertad, aun con el riesgo de su mal empleo, que privar de ella al mundo para excluir de raíz la posibilidad del pecado (...) Realmente, la libertad se ordena al amor: sin libertad no puede haber amor" [72]. La libertad la precisa el hombre para amar, porque el amor personal excluye la necesidad.
Se comprende, por ello, que la interrogación que se hace el hombre sobre lo que tiene que hacer sea, como se indica en la encíclica Veritatis splendor: "Una pregunta de pleno significado para la vida. En efecto, ésta es la aspiración central de toda decisión y de toda acción humana, la búsqueda secreta y el impulso íntimo que mueve la libertad. Esta pregunta es, en última instancia, un llamamiento al Bien absoluto, que nos atrae y nos llama hacia sí" [73].
Sin embargo, en nuestros días: "En algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores" [74]. La verdad auténtica sería fruto de la misma libertad, sería subjetiva. En cambio, la verdad moral objetiva se niega, porque se ve como opresora, como contraria a la propia libertad. Desde estas posiciones, el hombre contemporáneo: "Siente la ley de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de cualquier modo, como una restricción de la propia libertad".
Se olvida que la verdad es un bien para el hombre, y que es imprescindible para la maduración de su libertad. Hay una: "Relación fundamental de la libertad con la ley divina. La libertad del hombre y la ley de Dios no se oponen, sino al contrario se reclaman mutuamente" [75]. De la verdad moral, puede decirse que: "No atenúa ni elimina la libertad del hombre; al contrario, la garantiza y la promueve" [76].
La verdad moral está al servicio del hombre, de su libertad y, en definitiva, de su amor. "Quien está movido por el amor (...) y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido y vivido. Más aún, siente la urgencia interior –una verdadera y propia 'necesidad', y no ya una constricción– de no detenerse ante las exigencias mínimas de la ley, sino de vivirlas en su 'plenitud'" [77].
Siguiendo una especie de línea ondulada, de la cima se pasa a la sima, pues: "Paralelamente a la exaltación de la libertad, y paradójicamente en contraste con ella, la cultura moderna pone radicalmente en duda esta misma libertad. Un conjunto de disciplinas, agrupadas bajo el nombre de 'ciencias humanas', han llamado justamente la atención sobre los condicionamientos de orden psicológico y social que pesan sobre el ejercicio de la libertad humana. El conocimiento de tales condicionamientos y la atención que se les presta son avances importantes que han encontrado aplicación en diversos ámbitos de la existencia, como por ejemplo en la pedagogía o en la administración de la justicia. Pero algunos de ellos, superando las conclusiones que se pueden sacar legítimamente de estas observaciones, han llegado a poner en duda o incluso negar la realidad misma de la libertad humana" [78].
Sin la verdad, la libertad desaparece. "La libertad depende fundamentalmente de la verdad. Dependencia que ha sido expresada de manera límpida y autorizada por las palabras de Cristo: 'conoceréis la verdad y la verdad os hará libres' (Jn 8, 32)" [79].
El recordar y profundizar en la relación de dependencia de la libertad con respecto a la verdad es imprescindible para resolver el problema crucial de la libertad humana [80]. En estos momentos, la reflexión ética, como indicó Juan Pablo II en 1986, tiene que: "Mostrar cómo solamente la libertad que se somete a la verdad conduce a la persona humana a su verdadero bien. El bien de la persona es estar en la verdad y hacer la verdad" [81].
El motivo es porque, como hoy en día, es todavía más patente: "Esta esencial la unión de verdad-bien-libertad se ha perdido en gran parte de la cultura contemporánea". Se ha olvidado la verdad, y ésta ya no puede ser la norma de la actuación del hombre. "La pregunta de Pilatos: 'Qué es la verdad?' surge también hoy de la desconsolada perplejidad de un hombre que con frecuencia no sabe quién es, de dónde viene y a dónde va. Y así vemos no pocas veces cómo la persona humana se precipita en situaciones de autodestrucción progresiva. Si escuchamos ciertas voces, parece que nunca debería reconocerse el indestructible absoluto de algún valor moral".
Además de lo que algunos llaman la "muerte de la verdad", muy propia de la "cultura de muerte", que manifiesta una visión reducida de la libertad y de su sujeto: "Algo más grave ha sucedido aún: el hombre no está convencido de que sólo en la verdad puede encontrar la salvación. La fuerza salvífica de lo verdadero se rechaza confiando a la sola libertad desarraigada de toda objetividad, la tarea de decidir autónomamente lo que está bien y lo que está mal" [82].
Para la construcción de lo que ha llamado, en otras ocasiones, una "nueva cultura de la vida", subrayó algunas condiciones. En primer lugar, el reconocer que: "El bien-mal moral posee una específica originalidad de comparación con los otros bienes-males humanos. Reducir la cualidad moral de nuestras acciones al intento de mejorar la realidad en sus contenidos no éticos equivale, a la postre a destruir el mismo concepto de moralidad". La moralidad tiene una región propia de la realidad, irreductible a cualquier otra, e independiente de sus consecuencias no éticas.
Como consecuencia, hay que admitir que, en su ámbito: "Existan actos que sean siempre ilícitos en sí y por sí mismos" [83]. La moralidad es intrínseca al acto humano. Los actos buenos o malos lo son intrínsecamente por su misma naturaleza, independientemente de toda voluntad [84]. Por ello, los motivos del sujeto no son fuente primera y esencial de moralidad. La finalidad del agente es secundaria y accidental. No obstante, puede ser más importante y principal, en cuanto más querida y deseada. Así, según sea buena o mala, puede convertir una obra buena en mejor o en mala, corrompiéndola o viciándola, según la gravedad o levedad de la intención, de modo total –si el motivo es el único–, o parcial –si no es exclusivo–. Incluso hace buena o mala una acción indiferente. Sin embargo, la finalidad no convierte en buena una acción de suyo mala.
En segundo lugar, hay que admitir también que: "El hombre lleva escrita en su corazón una ley que no se ha dado a sí mismo, sino que expresa inmutables exigencias de su ser personal creado por Dios, dirigido a Dios y en sí mismo dotado de una dignidad infinitamente superior a la que tienen las cosas". Tal ley está constituida por "normas morales con un contenido preciso, inmutable e incondicionado", que expresan la verdad del hombre. De manera que: "Negar que existan normas de tal valor sólo puede hacerlo quien niega que exista una verdad de la persona, una naturaleza inmutable del hombre, radicalmente fundada sobre aquella Sabiduría que da la medida a toda realidad".
Estas dos afirmaciones fundamentales revelan, por consiguiente, por consiguiente, una tercera condición, la necesidad de que: "la reflexión ética se fundamente cada vez con más profundidad en una verdadera antropología y que ésta se apoye en aquella metafísica de la creación, que está en el centro de todo pensar cristiano".
En definitiva, el problema de la verdad y de la libertad hay que resolverlo en una triple dimensión, ética, antropológica y metafísica, que debe mantenerse siempre unida. "La crisis de la ética es la prueba más evidente de la crisis de la antropología, crisis originada a su vez por el rechazo de un pensamiento verdaderamente metafísico. Separar estos tres momentos –el ético, el antropológico y el metafísico– es un gravísimo error. Y la historia de la cultura contemporánea lo ha demostrado trágicamente" [85].
La ética, la antropología y la metafísica descubren, que la libertad humana es verdadera libertad, pero limitada, por participar, en un cierto grado, de la libertad perfecta, en la que no hay ya potencialidad ni posibilidad de querer el mal, aunque se mantiene la necesidad –tanto del bien último en sentido abstracto como también en el concreto– y la elección –en todo lo que no es el último fin–. La limitación humana de la libertad, sin embargo, no es un mal, sino un bien, porque es la condición para poder participar de la misma.
Como se indica, por ello, en la Veritatis splendor: "La reflexión racional y la experiencia cotidiana demuestran la debilidad que marca la libertad del hombre. Es libertad real, pero contingente. No tiene su origen absoluto e incondicionado en sí misma, sino en la existencia en la que se encuentra y para la cual representa, al mismo tiempo, un límite y una posibilidad. Es la libertad de una criatura, o sea, una libertad donada, que se ha de acoger como un germen y hacer madurar con responsabilidad". Durante toda su vida el hombre puede progresar en perfección al elegir su auténtico fin último particularizado, acercándose a un querer necesario, en el que desaparezca la posibilidad de elegir mal. En relación al fin último y a los medios que conducen a él, la libertad es esencialmente querer el bien y la perfecta libertad es hacerlo sin el peligro de apartarse de este bien, aunque conservando los actos de elección, pero que ya no se darán entre el bien y el mal, sino siempre entre bienes.
También la ética, la antropología y la metafísica encuentran en el hombre el tremendo misterio del mal. Como se observa seguidamente en la encíclica: "La razón y la experiencia muestran no sólo la debilidad de la libertad humana, sino también su drama. El hombre descubre que su libertad está inclinada misteriosamente a traicionar esta apertura a lo verdadero y al bien, y que demasiado frecuentemente prefiere, de hecho, escoger bienes contingentes, limitados y efímeros. Más aún dentro de los errores y opciones negativas, el hombre descubre el origen de una rebelión radical que lo lleva a rechazar la verdad y el bien para erigirse en principio absoluto de sí mismo: 'Seréis como dioses' (Gn 3, 5). La libertad, pues, necesita ser liberada. Cristo es su libertador: 'para ser libres nos libertó' El (Ga 5,1)" [86].
Eudaldo Forment en dialnet.unirioja.es
Notas:
1. SANTO TOMAS, Summa Theologiae, I, q. 29, a. 3, in c.
2. IDEM, De Potentia, I, q. 9, a. 3, in c.
3. JAIME BOFILL, Obra filosófica, Barcelona, Ariel, 1967, pp. 18-19.
4. Cf. SANTO TOMAS, Summa Theologiae, I-II, q. 26, a. 4, in c.
5. SANTO TOMAS, In Metaphys, proem.
6. Las personas tienen nombre propio y si éste se da también a objetos, como lugares geográficos, casas, barcos, etc., o a otros seres vivos, como los animales domésticos, es porque tienen una relación directa con personas. Se les ha nombrado con un nombre propio no por sí mismos sino por estar en el contorno persona.
7. Esta especial singularidad se advierte en el mismo nombre "persona", ya que tiene un estatuto lógico-gramatical único. La persona, a diferencia de los demás nombres, tanto comunes como propios, no significa primeramente la naturaleza humana, el concepto de hombre, predicable de cada uno de los hombres, porque lo son realmente, ya que realizan esta naturaleza universal en su individualidad. El término persona nombra directamente lo individual, lo propio y singular de cada hombre, y al ser propio o proporcionado a esta individualidad, y que es el último fundamento de la individuación.
8. Si las más geniales creaciones culturales, científico-técnicas, artísticas, o de cualquier otro tipo, no tendiesen al bien de las personas en su singularidad, que son solamente las que pueden ser felices, carecerían de todo sentido y, por tanto, de interés alguno.
9. Debe precisarse, sin embargo, que este derecho se refiere a verdades científicas, que son bienes culturales, y también a verdades sobre hechos singulares y concretos, que sean bienes comunes, y, por tanto, que pertenezcan al bien común. No, en cambio, a las verdades que expresan hechos de la intimidad, que son bienes privados. Éstos no hay obligación de expresarlos, sino que se tiene el derecho a su respeto. Véase: JESÚS GARCÍA LÓPEZ, Los derechos humanos en Santo Tomás de Aquino, Pamplona, EUNSA, 1979, pp. 206-213.
10. JESÚS GARCÍA LÓPEZ, Los derechos humanos en Santo Tomás de Aquino, op. cit., p. 212.
11. ALFONSO LÓPEZ QUINTÁS, La revolución oculta. Manipulación del lenguaje y subversión de valores, Madrid, PPC, 1998, p. 25.
16. KAROL WOJTYLA, Signo de contradicción, Madrid, BAC, 1979, p. 39.
19. KAROL WOJTYLA, Signo de contradicción, op. cit., p. 39.
20. SANTO TOMAS, Summa Theologiae, I-II, q. 109, a. 3, ad 3.
21. Ibíd., I-II, q. 83, a. 3, in c.
22. Ibíd., II-II, q. 163, a. 1, in c. La soberbia es "el apetito desordenado de la propia excelencia".
23. JUAN PABLO II, Veritatis splendor, 2, 32.
27. CLIVE STAPLES LEWIS, Mero cristianismo, Madrid, Rialp, 1998, 2ª ed., p. 48.
28. SANTO TOMAS, Summa Theologiae, II-II, 163, a. 2, in c.
29. Ibíd., I, q. 63, a. 3, in c.
30. Como explica el Aquinate: "Solamente puede haber en los ángeles malos aquellos pecados a que puede inclinarse la naturaleza espiritual. Pero la naturaleza espiritual no se inclina a los bienes propios del cuerpo, sino a los que pueden hallarse en las cosas espirituales, ya que nada se inclina si no es a lo que de algún modo puede convenir a su naturaleza. Ahora bien, en los bienes espirituales, cuando alguien se aficiona a ellos, no puede haber pecado, a menos que en tal afecto no se observe la regla del superior. Pero no someterse a la regla del superior en lo debido es precisamente lo que constituye el pecado de soberbia. Luego, el primer pecado del ángel no pudo ser más que el de soberbia" (Ibíd., I, q. 63, a. 2, in c.).
31. Ibíd., I, q. 63, a. 2, in c.
32. Ibíd. II-II, 163, a. 2, in c.
33. KAROL WOJTYLA, Signo de contradicción, op. cit., p. 41.
34. Ibíd., p. 42. "Satanás no logra vencer del todo, esto es, se muestra incapaz de sembrar en el hombre una rebelión total, esa rebelión total que el demonio lleva en sí mismo. Logra, en cambio, provocar en el hombre una flexión hacia el mundo, que les desvía progresivamente en dirección contraria al destino a que estaba llamado. Desde ese momento el mundo quedará convertido en campo de la tentación del hombre: campo para volver las espaldas a Dios, de diversas formas y en diverso grado; campo de rebelión en vez de colaboración con el Creador; campo donde se alimenta la soberbia humana, en vez de alimentar la búsqueda de la gloria de Dios. El mundo como palestra de la lucha entre el hombre y Dios, de la contraposición de lo creado con el Creador; éste es el gran drama de la historia, del mito y de la civilización" (Ibíd., pp. 42-43).
35. JUAN PABLO II, Veritatis splendor, I, 16.
38. KAROL WOJTYLA, Signo de contradicción, op. cit., p. 43.
39. CLIVE STAPLES LEWIS, Mero cristianismo, op. cit., p. 21.
56. JUAN PABLO II, Veritatis splendor, Introd., 1.
58. CONC. ECUM. VAT. I, Nostra aetate, 1.
59. JUAN PABLO II, Veritatis splendor, Introd., 1.
62. ARISTÓTELES, Metafísica, I, c. 2, n. 9, 982b26.
63. SANTO TOMAS, Summa Theologiae, I, q. 82, a. 1, in c.
64. Ibíd. I-II, q. 13, a. 6, in c.
65. Ibíd., I-II, q. 134, a. 3, in c.
66. Ibíd., III, q. 18, a. 4, in c. Santo Tomás, sobre esta diferencia, establece la distinción entre dos actos de la voluntad. "La voluntad (...) versa acerca del fin y de los medios relacionados con él, y a uno y a otro tiende con movimientos diferentes. Al fin tiende absolutamente por la bondad que encierra en sí mismo, mientras que a los medios relacionados con este fin tiende de una manera condicionada, en cuanto son buenos para alcanzar dicho fin. Y, por ello, al acto de la voluntad que tiende a un objeto querido por sí mismo (...) es simple voluntad (...) voluntad como naturaleza; que es de naturaleza distinta que el acto de la voluntad que tiende a un objeto querido por orden a otro (...) esto es voluntad consultiva (...) voluntad como razón" (Summa Theologiae, III, q. 18, a. 3, in c.)
67. Ibíd. I-II, q. 1, a. 7, in c.
68. ÍDEM, De veritate, q. 22, a. 6, in c.
69. ÍDEM, Summa Theologiae, I, q. 19, a. 10, ob. 2.
70. Ibíd., I, q. 19, a. 10, ad. 2.
71. Ibíd., III, q. 18, a. 4, ad 3. Para una ampliación y profundización en las cuestiones de la libertad humana y la libertad divina véanse los excelentes estudios del profesor Pegueroles: JUAN PEGUEROLES: "La libertad para el bien, en San Agustín", en Espíritu, XXIII (1974), pp. 101-106; IDEM, "Libertad y necesidad, libertad y amor", en Espíritu XXXII (1983), pp. 109-114; IDEM, "Libertad como posibilidad, libertad como necesidad", en Espíritu XXXVI (1987), pp. 109-124; IDEM, Postcriptum. La libertad como necesidad del bien, en san Agustín", en Espíritu XXXVII (1988), pp. 153-156; "El deseo y el amor en San Agustín", en "Espíritu" XXXVIII (19899, pp. 5-16; IDEM, "Libertas fin del liberum arbitrium en San Agustín", en "Augustinus" (Madrid), 39 (19949, pp. 365-371; IDEM, "Ambigüedad del liberum arbitrium en San Agustín", en VV. AA., Actas de las jornadas de la Sociedad internacional Tomás de Aquino, Barcelona, Balmes, 1994, pp. 749-752.
72. JUAN PABLO II, Audiencia general, 21-V-1986. Se afirma seguidamente: " Y en la lucha entre el bien y el mal, entre el pecado y la redención, la última palabra la tendrá el amor" (Ibíd.).
73. JUAN PABLO II, Veritatis splendor, 1, 7.
81. JUAN PABLO II, Discurso "Me alegra", al Congreso Internacional de Teología Moral, Roma, 7-12 de abril de 1986, Instituto Pontificio Juan Pablo II para la Familia y Centro Académico Romano de la Santa Cruz, 1.
84. Para un enfoque voluntarista, lo que Dios manda no es porque sea bueno en sí mismo, sino que lo es por estar mandado. La conciencia no tiene que conocer el objeto de los actos humanos ni tampoco su fin para juzgar su bondad. Basta conocer las leyes positivas impuestas por Dios, desde su libertad, que es de indiferencia, y su poder absoluto. La Moral no se funda en la bondad de la realidad, ni, en última instancia, en la Bondad divina, sino en la voluntad arbitraria de Dios. Las consecuencias de esta nueva orientación moral pueden encontrarse en la posición protestante de ruptura entre lo natural y lo sobrenatural, exacerbando así la trascendencia de Dios, lo que a la larga llevará al ateísmo, a su negación. La crítica nietzscheano a Dios y a la moral, puede explicarse por el rechazo de unos mandatos arbitrarios, que determinan el bien y el mal independientemente de la perfección humana. También, en la moral voluntarista protestante, que se convierte en moral social. Si el hombre ha sido salvado por Dios, y de una manera puramente externa, no hay lugar propiamente para una moral del individuo. Sólo queda una moral social, para poder organizar el mundo temporal, que queda en manos de la autoridad humana. Lo bueno de este modo es lo que no está prohibido por las leyes. La actual "ética civil" o de consenso representaría esta misma actitud, cuando la autoridad es poseída por la mayoría de los ciudadanos. (Véase: RAMÓN GARCÍA DE HARO, La vida cristiana, Pamplona, EUNSA, 1992, pp. 67 y ss.)
85. JUAN PABLO II, Discurso “Me alegra”, op. cit., 4.
86. JUAN PABLO II, Veritatis splendor, 3, 86. Tratando la cuestión de la relación de la gracia de Dios con el poder moral del hombre, escribe San Bernardo: "¿Qué hace el libre albedrío? Respondo brevemente: Salvarse. Quita el libre albedrío: no habrá sujeto que salvar; quita la gracia: no habrá medio de salvarse. La salvación es una obra que no puede subsistir sin estas dos cosas. Es menes- ter una causa que la produzca y un sujeto para quien o en quien se produzca. Dios es el autor de la salvación; el libre albedrío es el solo sujeto de ella. Sólo Dios la puede dar y sólo el libre la puede recibir. Por tanto, es preciso concluir que lo dado de Dios solo y recibido por el libre albedrío solo, no puede subsistir sin el consentimiento de quien lo recibe ni sin la liberalidad de quien lo da. En este sentido es verdad decir que el libre albedrío coopera con la gracia, que obra nuestra salvación cuando presta su consentimiento, puesto que consentir a la gracia y hacer su salvación es una misma cosa" (SAN BERNARDO, De la gracia y del libre albedrío, I, 2).
Juan Luis Bastero de Eleizalde
Juan Pablo II en la Introducción de su carta apostólica Rosarium Virginis Mariae trae a nuestra consideración la importancia que sus predecesores en el magisterio petrino han concedido a esta devoción mariana. Por eso, antes de hacer un estudio teológico sobre este reciente documento, nos parece conveniente estudiar, aunque sea de una manera breve, la doctrina teológica que contienen esos documentos papales. El papa afirma que «un mérito particular a este respecto corresponde a León XIII, que, el 1 de septiembre de 1883, promulgó la Encíclica Supremi apostolatus officio, importante declaración con la cual inauguró otras muchas intervenciones sobre esta oración» [1].
Tomando pie en esta sugerencia iniciaremos nuestro estudio con este Romano Pontífice. Ahora bien, como las declaraciones magisteriales de los últimos papas sobre el Santo Rosario son muchísimas, nos centraremos casi exclusivamente en los documentos de mayor peso magisterial, es decir, en las encíclicas.
1. León XIII
León XIII a quien se le denomina el «Papa del Rosario» ha promulgado las siguientes encíclicas sobre el Rosario: Supremi apostolatus officio, el 1 de septiembre de 1883; Superiore anno, el 30 de agosto de 1884; Quam pluries, el 15 de agosto de 1889; Octobri mense, el 22 de septiembre de 1891; Magnae Dei Matris, el 8 de septiembre de 1892; Laetitiae sanctae, el 8 de septiembre de 1893; Iucunda semper, el 8 de septiembre de 1894; Adiutricem populi, el 5 de octubre de 1895; Fidemque piumque, el 20 de septiembre de 1896; Augustissima Virginis, el 12 de septiembre de 1897; Diuturni temporis, el 5 de septiembre de 1898.
Deben citarse, además, las cartas apostólicas Salutaris ille spiritus, del 25 de diciembre de 1883, sobre el Rosario y la invocación «Reina del Santísimo Rosario», y Parta humano generi, del 8 de septiembre de 1901, sobre la consagración del nuevo templo de la Virgen del Rosario en Lourdes. Se calculan que son 22 los documentos de León XIII en los que se habla prioritariamente del Santo Rosario.
Para no alargar en demasía este estudio de toda esta documentación sólo haremos un breve resumen de aquellas encíclicas que aporten algún dato significativo.
a) Encíclica «Supremi apostolatus officio»
León XIII promulgó esta encíclica a la vista de las graves dificultades que, en ese momento, se cernían sobre la Iglesia. Ante esas dificultades este papa acude a la intercesión de Sta. María, Madre de Dios, «que es la que puede alcanzarnos la paz y dispensarnos la gracia... para ayudar con el socorro de su protección a los hombres que en medio de las fatigas y peligros se encaminan a la ciudad eterna» [2], y ese auxilio de María ha brillado sobremanera cuando los embates de los enemigos han parecido anegar peligrosamente a la Iglesia de Dios.
El pueblo cristiano, consciente de esa protección materna, ha otorgado a María los títulos de auxiliadora, bienhechora y consoladora de los cristianos, etc., pero es especialmente digno de mención el del Santísimo Rosario, por los beneficios que ha reportado a la cristiandad [3].
El Papa hace un recorrido histórico sobre la protección que la Virgen María ha dispensado a los creyentes, mediante el rezo del Santo Rosario, y a continuación trae a colación algunos textos magisteriales pontificios en los que se alaba la práctica del Rosario.
Inspirado en estos ejemplos León XIII ve muy conveniente acudir a esta devoción mariana para obtener de Jesucristo igual socorro contra los peligros que nos amenazan, porque en ella «se recuerdan por su orden sucesivo los misterios de nuestra salvación y en este ejercicio de meditación se incorpora la mística corona, tejida de la salutación angélica, intercalándose la oración dominical a Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo» [4].
Concluye esta encíclica exhortando a que en todo el mes de octubre se rece al menos una parte del Rosario y las letanías Lauretanas en las iglesias curiales y en los templos dedicados a la Virgen. También indica las indulgencias concedidas a los fieles que practiquen esta devoción.
b) Encíclica «Octobri mense» [5]
El 22 de septiembre de 1891 León XIII se dirige a toda la Iglesia para actualizar la petición hecha en años precedentes sobre la práctica del Rosario en el mes de octubre, porque sigue presente la perversidad de los malos que se opone al mismo Cristo y a su Iglesia.
Como nadie puede llegar al Padre sino por el Hijo, «casi del mismo modo nadie puede llegar a Cristo sino por la Madre» [6]. El mismo Hijo, en el Calvario, quiso entregarnos a su Madre como Madre nuestra y desde entonces María «comenzó a ejercitar todos sus deberes maternales» [7] con los discípulos de Jesús.
Por eso, dice León XIII, siguiendo el ejemplo de nuestros antepasados acudamos a María por medio del Rosario. Esta oración muestra entretejidos los misterios de Jesús y de su Madre, que, si se contemplan con piedad, aumentan las virtudes teologales y fortalecen el ánimo de los que la practican.
El Romano Pontífice indica, además, la necesidad de que esta práctica sea adornada por las virtudes cristianas de quienes rezan el Santo Rosario, sabiendo que Dios nunca deja de admitir esa oración cuando se la ofrecemos humildemente [8]. A la vez, León XIII, junto a la oración, insiste en el espíritu de penitencia, que «tiene por resultado darnos el imperio sobre nosotros mismos, especialmente sobre nuestro cuerpo» [9].
Concluye esta encíclica exhortando a que todo el orbe católico se congregue durante el mes de octubre en derredor de los altares de la augusta Reina, con la oración del Rosario y otorga las mismas indulgencias que en años anteriores.
c) Encíclica «Magnae Dei Matris»
Prácticamente un año después León XIII promulgó esta encíclica. El papa, ante las afrentas que recibe Cristo y la Iglesia, ve oportuno acudir al rezo del santo Rosario, cuya eficacia se advierte con claridad a lo largo de la historia de la Iglesia.
En el Rosario, afirma León XIII, se hallan eficazmente reunidos una excelente forma de oración, un precioso medio de conservar la fe y un insigne modelo de perfecta virtud, por esto los cristianos deben rezarlo y meditarlo con atención y piedad [10]. A continuación se detiene a contemplar la íntima relación de la Sagrada Familia con el Rosario, principalmente con los misterios gozosos, que preparan «en cierto modo los otros misterios que más tarde habían de referirse a la divina enseñanza y redención de los hombres» [11].
Finaliza esta encíclica confirmando las indulgencias concedidas años anteriores.
d) Encíclica «Laetitiae sanctae»
Exactamente un año después de la carta Magnae Dei Matris, León XIII promulga esta nueva encíclica sobre el Santo Rosario.
El objeto principal de esta encíclica es mostrar «algunas preciosas ventajas que de ella se pueden obtener» [12] con la práctica de esta devoción mariana.
Ante la repugnancia a la vida modesta que en esos momentos se advierte en la sociedad, la contemplación de los misterios gozosos muestra la riqueza espiritual de la vida ordinaria y sencilla de la Familia de Nazaret donde «reinan la sencillez y la pureza de costumbres; un perpetuo acuerdo en los pareceres; un orden que nada perturba; la mutua indulgencia; el amor, no un amor fugitivo y mentiroso, sino un amor fundado en el cumplimiento asiduo de los deberes recíprocos y verdaderamente digno de cautivar todas las miradas» [13].
Ante el rechazo al sacrificio que se advierte de forma generalizada en la sociedad, los misterios dolorosos presentan a Cristo —y con Él a María— soportar la tristeza, la fatiga y el sufrimiento pacientemente por amor a los hombres. En este ejemplo de virtud y de entrega, el cristiano encontrará fuerza y alegría ante todas las enfermedades, amarguras y calamidades que pueda sufrir.
Finalmente la meditación atenta y frecuente de los misterios gloriosos del santo Rosario, donde «nuestro espíritu toma de estos misterios la luz necesaria para conocer los bienes que no ven nuestros ojos, pero que Dios prepara a los que le aman» [14], es el perfecto antídoto de una vida embotada por los bienes materiales que pretenden borrar del hombre la idea de una bienaventuranza eterna [15].
Finaliza alabando a las cofradías del Rosario, cuyo ejemplo inspirará, a otros muchos cristianos, un amor y una piedad intensa por el mismo Rosario.
e) Encíclica «Iucunda semper»
Esta encíclica fue promulgada al año de la que acabamos de resumir. Como en las anteriores acude a María Mediadora de la divina gracia ante el trono de Dios. Pero este oficio «no está tan manifiestamente expresado en ningún modo de oración como en el Rosario en que la participación que tuvo la Santísima Virgen en la obtención de la salvación está explicado con efectos tangibles» [16].
A continuación León XIII hace una glosa de todos los misterios del Rosario donde siempre se contempla a Cristo con María cumpliendo su oficio materno. A la vez justifica la reiteración del Avemaría en el Rosario «para que nuestra oración imperfecta y débil sea sostenida por la necesaria confianza, suplicando a María que ruegue a Dios por nosotros, como en nuestro nombre» [17].
Así considerado, el Rosario es una verdadera escuela de oración, «puesto que el Santo Rosario (...) consta de dos partes, distintas entre sí y a la vez unidas: la meditación de sus misterios y la oración vocal» [18]. Sus frutos son patentes por cuanto el corazón del hombre no sólo se orienta a Dios, sino que los hechos que se meditan ocupan de tal manera la mente, que logra la enmienda de la vida y suministra el alimento para toda clase de piedad.
Por estos motivos, nos dice, se entiende su insistencia por la práctica del Rosario, porque es el arma más poderosa para contrarrestar las afrentas hechas a la Virgen y las profanaciones al nombre del Salvador. Finaliza urgiendo a los cristianos al rezo del Rosario y ratifica las indulgencias concedidas en años anteriores.
f) Encíclica «Adiutricem populi»
En pleno mes de octubre del siguiente año León XIII promulga esta breve encíclica que tiene como novedad el acudir a María Santísima a través del rezo del Rosario para pedir por la reconciliación con los hermanos separados, en especial con los ortodoxos del Oriente.
El papa está convencido que la unidad de la fe se logrará mediante esta práctica de piedad mariana: «La grandeza de esta doble dignidad —ser Madre de Dios y Madre nuestra— y los frutos de este doble ministerio aparecen con vivos fulgores cuando piadosamente meditamos cómo María se asocia a su Hijo en los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos» [19].
A continuación trae a colación los esfuerzos que hicieron algunos de sus predecesores en propagar esta devoción. En concreto cita a Eugenio IV, Inocencio XII y Clemente XI, «los frutos no se hicieron esperar (...), numerosos y esclarecidos documentos lo atestiguan aunque el largo tiempo transcurrido desde entonces y las circunstancias adversas hayan detenido después los progresos de esta obra» [20].
g) Resumen de la doctrina de León XIII sobre el Santo Rosario
Podemos repetir que, con toda justicia, puede darse a León XIII, el título del «Papa del Rosario». En su magisterio pontificio la devoción al Rosario está continuamente presente no sólo en estos documentos dedicados exclusivamente a esta devoción, sino que existen muchísimas referencias en otros documentos, las más muy breves, en las que el Papa acude a la intercesión de María a través de esta oración.
Basado en el poder que, a lo largo de la historia, ha tenido esta devoción mariana para eliminar las asechanzas de los enemigos de la Iglesia, el papa acude con fe y confianza de nuevo a ella, para proteger a la Iglesia y a los católicos de los graves peligros que se ciernen en esos tiempos.
Instituye el mes de Octubre como el mes del Rosario e instaura su rezo diario, al menos durante ese mes, en todos los santuarios y templos marianos.
La enseñanza desarrollada en estas encíclicas se focaliza especialmente en presentar el Rosario como una verdadera escuela de formación evangélica, como un medio óptimo para proteger la fe y finalmente como un modelo de referencia en el que pueda orientarse la vida de los fieles.
Sin embargo, León XIII no tiene entre sus prioridades magisteriales el profundizar en las riquezas que, desde una perspectiva teológica, posee esta devoción multisecular mariana.
2. Pío XI [21]
El 29 de septiembre de 1937, Pío XI promulgó la encíclica Ingravescentibus malis. En la Introducción el papa parte de una firme y evidente convicción personal: ante los graves males que se ciernen en este tiempo el único remedio es el retorno a Nuestro Señor Jesucristo y a sus santísimos preceptos. A su vez, la historia de la Iglesia enseña que ese retorno a Jesucristo está vinculado al poderoso patrocinio de la Virgen Madre de Dios.
A continuación Pío XI enumera los peligros del mundo moderno: un desprecio y repudio generalizado a los preceptos divinos; una profunda lucha de clases por la desigualdad social; el comunismo; un resurgimiento de antiguos errores paganos; un rechazo del fin trascendente del hombre, incitándole a destruir todo orden y autoridad.
Ante estos peligros, el cristiano debe cimentar su esperanza sólo en Dios. Pero, como dice S. Bernardo, «la voluntad de Dios es que todo lo obtengamos por María» [22].
Ahora bien, entre las diversas plegarias marianas ocupa un lugar especialísimo el Santo Rosario, ya que es la oración más apropiada que podemos hallar; en efecto:
a) contiene la oración enseñada por el mismo Redentor a sus discípulos, para dar gloria a Dios y para solucionar las necesidades del cuerpo y del alma;
b) la otra oración se inicia con el elogio del arcángel Gabriel y de Santa Isabel, y finaliza con una súplica piadosa de auxilio a la Virgen María;
c) estas oraciones vocales se recitan en un ambiente contemplativo de los misterios de gozo, de dolor y de triunfo de Cristo y de su Madre. En esa meditación el hombre encuentra sosiego a sus amarguras y anhela ascender a la felicidad eterna [23].
Este modo de orar se acomoda a todas las personas. Pío XI sale al paso de la objeción de que sea una práctica repetitiva y fastidiosa, al afirmar que la piedad, lo mismo que el amor, da un sentido nuevo a las mismas palabras: «el amor no se cansa de repetir con frecuencia las mismas palabras y el fuego de la caridad que las inflama hace que siempre contengan algo nuevo» [24].
Por todo esto el Romano Pontífice reitera el ruego de practicar esta devoción en especial durante el próximo mes de octubre «con crecida devoción tanto en las iglesias como en las casas privadas» [25], por los ultrajes e insidias a la fe católica y a la libertad de la Iglesia.
Así como en otros tiempos María ahuyentó por el Rosario muchos errores, también en este momento todos los católicos deberían estar unidos en la práctica de esta devoción, para que la Madre de Dios impetre ante su divino Hijo el que sean derrotados los enemigos de la civilización cristiana.
Por otra parte el Rosario es un medio óptimo para reavivar la práctica de las virtudes evangélicas, porque alimenta la fe católica, conforta la esperanza de los bienes eternos y vivifica la caridad.
Pío XI concluye esta encíclica animando a la Jerarquía para que impulse esta devoción en especial en la familia cristiana y así se obtengan abundantes frutos.
3. Pío XII [26]
Unos meses después de la proclamación del dogma de la Asunción de María a los Cielos, el papa Pío XII promulga la encíclica Ingruentium malorum, el 15 de septiembre de 1951. Después de hacer una breve alusión a esa proclamación, el papa expone brevemente los males que aquejan a la Iglesia en este momento.
Todas esas desgracias no deben llevarnos a una actitud de abatimiento, sino, como siempre ha actuado el pueblo cristiano, a volver los ojos a nuestra Reina y Madre de misericordia, ya que Ella «ha sido constituida causa de salvación para todo el género humano» [27]. Por eso el papa invita a los católicos a que, en el próximo mes de octubre, eleven sus súplicas a María por medio del Santo Rosario ya que es la devoción más conveniente y eficaz. En efecto, no existen plegarias más idóneas y más bellas que la oración dominical y la salutación angélica y a estas oraciones vocales va también unida la meditación de los sagrados misterios [28], que ilumina la inteligencia y robustece la voluntad. Además la misma reiteración de la oración posee la capacidad de hacer una suave violencia en el corazón de María.
Por todo esto el papa invita a que se practique esta maravillosa devoción, en especial en las familias católicas, por los inmensos beneficios que produce. Los bienes que desea obtener de Cristo, por intercesión de Santa María, se resumen en una paz justa y verdadera, en la conversión de los católicos desviados y en el reconocimiento de los derechos de la Iglesia.
Finalmente suplica a todos los cristianos que no dejen de rezar por los hermanos en la fe que sufren persecución en las cárceles, en las prisiones y en los campos de concentración. «Entre ellos se encuentran también, como sabéis, Obispos expulsados de sus sedes sólo por haber defendido con heroísmo los sacrosantos derechos de Dios y de la Iglesia» [29]. La dulzura de nuestra Madre aliviará sus penas y sufrimientos.
4. Juan XXIII
Juan XXIII (1958-1963) desde que fue elegido como sucesor de S. Pedro honró de forma continua la práctica de la devoción del Santo Rosario y en su magisterio hay dos textos que deben ser estudiados por su importancia. Cronológicamente en primer lugar debemos hacer mención de la encíclica Grata recordatio y posteriormente de la carta apostólica Il religioso convegno, que es una exposición paterna y entrañable de lo que supone esta devoción para los fieles. Muestra con un lenguaje nuevo el valor y la eficiencia del Rosario y constituye «una verdadera suma del mismo» [30].
a) Encíclica «Grata recordatio»
El 29 de septiembre de 1959 Juan XXIII promulgó la encíclica Grata recordatio, sobre el rezo del Santo Rosario. Comienza recordando las encíclicas de León XIII sobre esta piadosa práctica.
El Rosario es para el papa «una muy excelente forma de oración meditada, compuesta a guisa de mística corona, en la cual las oraciones del Pater noster, del Ave María y del Gloria Patri se entrelazan con la meditación de los principales misterios de nuestra fe, presentando a la mente la meditación tanto de la doctrina de la Encarnación como de la Redención de Jesucristo, nuestro Señor» [31].
Haciéndose eco de la encíclica Ingruentium malorum de Pío XII invita al rezo del Rosario durante el mes de octubre «con una más viva exhortación, diríamos conmovida también, por los muchos motivos que brevemente expondremos en nuestra encíclica» [32].
La intención principal que mueve a Juan XXIII a escribir esta encíclica está claramente mostrada: la paz; que las leyes civiles estén de acuerdo con las leyes eternas; la defensa de la fe ante doctrinas y comportamientos gravemente lesivos.
Para contrarrestar estos peligros el papa pide que se eleven fervientes súplicas a la Reina del Cielo durante el mes de octubre mediante la recitación piadosa del Santo Rosario, uniendo a estas intenciones la petición por el próximo Concilio Ecuménico, para que produzca un vigoroso reflorecimiento de todas las virtudes cristianas incluso en los hermanos separados.
b) Exhortación apostólica «Il religioso convegno»
Exactamente dos años después de la publicación de la encíclica que se acaba de exponer, Juan XXIII promulgó esta Exhortación apostólica con la finalidad de pedir «la preservación de la paz en el mundo y para defensa de la civilización» [33]. El papa recuerda con afecto la gran figura de León XIII y su habitual invitación al mundo católico del rezo del Santo Rosario en el mes de octubre, «como ejercicio de sacra y beneficiosa meditación, como alimento de espiritual elevación y como intercesión de celestiales gracias para toda la Iglesia» [34].
Ahora nos propone unas consideraciones sencillas para mejorar la recitación de esta devoción mariana: la contemplación de los misterios de Cristo —gozosos, dolorosos y gloriosos— constituye la esencia del Rosario, porque esa meditación otorga a la oración vocal —Padrenuestro, Avemaría y Gloria— unidad y reflexión, «descubriendo en vivaz sucesión los episodios que asocian la vida de Jesús y de María, con referencia a las varias condiciones de las almas orantes y a las aspiraciones de la Iglesia universal» [35].
Cada misterio del Rosario considera una escena de la vida del Señor y de su Madre y en esa consideración se advierte simultáneamente un triple acento:
a) Ante todo, una contemplación mística, «pura, luminosa, rápida de cada misterio, es decir, de aquellas verdades de la fe que nos hablan de la misión redentora de Jesús. Contemplando, nos encontramos en una comunicación íntima de pensamiento y de sentimiento con la doctrina y con la vida de Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, venido a la tierra para redimir, instruir y santificar» [36].
b) Una reflexión íntima que, partiendo de esa contemplación, se esparce como una luz entrañable por el alma del hombre que reza el Rosario. Los misterios meditados iluminan las diversas circunstancias personales, de tal forma que cada uno, con la ayuda del Espíritu Santo, puede acomodar su comportamiento diario a las enseñanzas que de ellos brotan.
c) Una intención piadosa, por la que el espíritu orante aplica las gracias obtenidas de María Santísima por el rezo piadoso del Santo Rosario a diversas intenciones. «Así es como el Rosario se convierte en súplica universal de cada una de las almas particulares y de la inmensa comunidad de los redimidos» [37].
Dentro de este cuadro contemplativo y orante es donde las oraciones vocales adquieren su pleno sentido: «ante todo, la oración dominical, que da al Rosario tono, sustancia y vida y al venir después del anuncio de cada uno de los misterios, señala el paso de una a otra decena; después la salutación angélica, que lleva en sí ecos de la alegría del cielo y de la tierra en torno a los varios cuadros de la vida de Jesús y María; y finalmente el trisagio, repetido en adoración profunda a la Santísima Trinidad» [38].
A continuación el papa Juan XXIII alaba el Rosario rezado de forma privada por las almas piadosas y, a la vez, invita a su recitación como «una gran plegaria pública y universal frente a las necesidades ordinarias y extraordinarias de la Iglesia santa, de las naciones y del mundo entero» [39].
Finaliza esta Exhortación apostólica proponiendo, como apéndice de este documento, «un pequeño ensayo nuestro de devotos pensamientos, distribuidos para cada decena del rosario, con referencia al triple acento —misterio, reflexión e intención— que más arriba hemos señalado» [40].
El apéndice lleva por título: El Rosario Meditado [41]. Comienza con los misterios gozosos, siguen los dolorosos y finaliza con los gloriosos. La estructura de cada misterio, en este apéndice, es la siguiente: después de la enunciación del misterio se presenta un punto de «contemplación» en el que se nos muestra un resumen de la escena evangélica de una forma plástica, sencilla y cercana. A continuación se hace «una reflexión» sacada de esa contemplación que interpela personalmente al lector. Finalmente se propone «una intención» práctica para provecho propio y para beneficio del prójimo.
5. Pablo VI
El Concilio Vaticano II trata en la constitución Lumen gentium, capítulo VIII de La Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia. El apartado IV de ese capítulo se refiere al culto de la Virgen en la Iglesia [42]. En él «se anima a los hijos de la Iglesia a que fomenten con generosidad el culto a la Santísima Virgen, sobre todo el litúrgico y han de sentir gran aprecio por las prácticas y ejercicios de piedad mariana recomendados por el Magisterio a lo largo de los siglos» [43].
Todo el magisterio de Pablo VI pretende explicar la doctrina y las orientaciones formuladas en el Vaticano II. Se advierte, por tanto, una gran sintonía y afinidad en los documentos promulgados por este papa con las tesis delineadas en el Concilio: son el desarrollo y la explicitación de la doctrina conciliar. Se puede decir que este papa es el intérprete más autorizado del sentido y de la mente de este último Concilio.
Respecto a la devoción del Santo Rosario Pablo VI afirma que «desde la primera audiencia general de nuestro pontificado, el día 13 de Julio de 1963, hemos manifestado nuestro interés por la piadosa práctica del Rosario» [44].
De este papa estudiaremos tres documentos que los citamos por orden cronológico: la encíclica Christi Matri, la exhortación apostólica Recurrens mensis october y la exhortación apostólica Marialis cultus.
a) Encíclica «Christi Matri»
El 15 de septiembre de 1966 Pablo VI promulgó esta encíclica porque advierte, con preocupación, la falta de paz y de concordia en todo el mundo y especialmente en el Asia Oriental. Siguiendo la mente de sus predecesores desea que la paz reine en todo el orbe. Para ello, acude a la intercesión de María «Reina de la paz» y recientemente proclamada, durante el Concilio Vaticano II, también Madre de la Iglesia.
Pide a todos sus Hermanos en el Episcopado que «se ruegue a María, clementísima Madre, durante el mes de octubre con el rezo piadoso del Rosario» [45], porque esa devoción:
a) se acomoda perfectamente al sentido del pueblo de Dios;
b) agrada sobremanera a la Madre de Dios;
c) es muy eficaz para impetrar dones del cielo;
d) se acomoda perfectamente al espíritu del Concilio Vaticano II [46];
e) fomenta la vida de la Iglesia, pues alimenta la fe con la contemplación de los misterios.
Finalmente desea que el día 4 de octubre se celebre en toda la Iglesia el «día para impetrar la paz» y que ese día la Madre de Dios «sea invocada con unánime fervor por sacerdotes, religiosos, pueblo fiel y de modo especial por los niños y niñas que señalan como la flor de la inocencia, y por los enfermos y los que sufren» [47].
b) Exhortación apostólica «Recurrens mensis october»
Con motivo del IV centenario de la promulgación, por S. Pío V, de la bula Consueverunt Romani Pontifices [48], el día 7 de octubre de 1969, Pablo VI publicó esta Exhortación con intención de obtener del Cielo la paz entre los hombres y entre los pueblos [49]. Paz necesaria también dentro de la misma Iglesia, en la que se «manifiestan incomprensiones entre hermanos que recíprocamente se acusan y se condenan» [50]. La paz es obra de los hombres, pero especialmente es obra de Dios, quien ha infundido en todos los hombres ardientes deseos de paz. Por esto, pide Pablo VI, que todo cristiano ruegue a María el que rece con nosotros y para nosotros, para alcanzarnos este don. El Rosario, que es una síntesis del Evangelio, debe ser una gran plegaria pública y universal, frente a las necesidades de la Iglesia y del mundo.
El día siguiente a la promulgación de esta Exhortación, el 8 de octubre de 1969, en la Audiencia General, Pablo VI amplía la doctrina de este documento, al decir que «a propósito del Rosario podemos añadir otras dos observaciones. Y son éstas: la oración de súplica que está en la intención común de quien la recita, se funde y casi se transfunde en oración contemplativa, por la presentación a la mirada espiritual del que ora y de aquellos así llamados misterios del Rosario, los cuales hacen de este piadoso ejercicio mariano una meditación cristológica, acostumbrándonos a estudiar a Cristo desde el mejor puesto de observación, es decir, de María misma: el Rosario nos fija a Cristo, en los marcos de su vida y de su teología, no solamente con María, sino también, por lo que a nosotros es posible, como María, que es la que ha pensado ciertamente en Él, lo ha comprendido, lo ha amado, lo ha vivido.
Y en segundo lugar, el Rosario, para quien tiene confianza en él, pone casi en diálogo con la Virgen; sale al encuentro de Ella; obliga a recibir su fascinación, su estilo evangélico, su ejemplo educador y transformante; es una escuela, que nos hace cristianos» [51].
a) Exhortación apostólica «Marialis cultus»
El año 1974 el papa Pablo VI promulgó esta Exhortación apostólica con la finalidad de desarrollar las directrices emanadas en el Concilio Vaticano II sobre el culto mariano. A pesar de que el Vaticano II es el Concilio que más ha tratado sobre la Virgen María en toda la historia bimilenaria de la Iglesia, es de todos conocidos que a su conclusión se originó una profunda crisis tanto en la doctrina mariana como en su aspecto devocional. «El vacío creado no se pudo colmar tampoco con la introducción del título Mater Ecclesiae, que Pablo VI propuso conscientemente al final del Concilio como respuesta a la crisis que ya se vislumbraba» [52].
«La crisis mariológica fue tan profunda que se puede afirmar que el decenio siguiente a la promulgación de la Constitución Lumen gentium (1964-1974) se ha llamado el decenio sin María, por el evidente vacío de la Virgen tanto desde la perspectiva teológica como por la inquietante disminución de la devoción mariana que se dio en ese periodo. El momento de inflexión de la crisis en la mariología y en la devoción fue auspiciado por la publicación de la Exhortación apostólica Marialis cultus» [53].
Esta Exhortación marca las pautas y los criterios que deben tener las manifestaciones devocionales marianas para que sean conformes a las indicaciones conciliares y con ello, prevenir exageraciones emotivas que las hipertrofien y, a su vez, eliminar también el peligro de una esterilidad y raquitismo ante planteamientos reduccionistas de la misión y de la persona de María en la historia de la salvación.
La parte tercera de Marialis cultus lleva por título: «Indicaciones sobre dos ejercicios de piedad: el Ángelus y el Santo Rosario». Del Ángelus trata brevemente en el punto inicial de esta parte [54]. El resto se dedica en exclusiva al Santo Rosario.
Después de hacer una concisa referencia a sus dos documentos magisteriales ya mostrados en este artículo, el papa muestra su gran interés por esta devoción y el seguimiento atento que ha realizado de los diversos congresos dedicados a este tema, en especial a los auspiciados por la asociación «Hijos de Santo Domingo», custodios y propagadores de esta saludable devoción [55].
Pablo VI comienza a exponer los elementos esenciales del Santo Rosario y sus mutuas relaciones:
a) La índole evangélica del Rosario, ya que esta práctica devocional extrae del Evangelio tanto el enunciado de los misterios que se van a contemplar como las fórmulas de las oraciones vocales. Es también el Evangelio quien muestra la actitud de su recitación: debe ser la misma actitud que embargaba a María en el momento del gozoso saludo del Ángel y de su total consentimiento y disponibilidad [56]. De ahí que se haya dicho del Rosario que es el «compendio de todo el evangelio» [57].
b) Un tratamiento histórico-salvífico de los misterios. El Rosario considera ordenadamente los principales acontecimientos salvíficos desde la concepción virginal de Cristo y los misterios de su infancia, hasta los momentos culminantes de la Pascua y a los efectos de ella sobre la Iglesia naciente en el día de Pentecostés [58]. El papa recalca que la secuencia de los misterios, no sólo se adapta perfectamente a la cronología de los hechos salvíficos, sino que, sobre todo, refleja el esquema del primitivo kerigma cristiano y se identifica con la perspectiva paulina de la epístola a los de Filipos [59]: kénosis, muerte y glorificación.
c) Su dimensión cristológica. En primer lugar porque la contemplación de los misterios se orienta y se centra en la persona de Cristo Redentor. Por otra parte, la oración vocálica que se repite de forma litánica, es decir, el Ave María es «una alabanza constante a Cristo, término último de la anunciación del Ángel y del saludo de la madre del Bautista: Bendito el fruto de tu vientre. Diremos más, la repetición del Ave María constituye el tejido de fondo sobre el que se desarrolla la contemplación de los misterios» [60]. De ahí que para resaltar esta centralidad de Cristo se haya añadido a la parte laudatoria del Ave María el nombre «Jesús», como cláusula recordatoria del misterio meditado.
d) Su carácter contemplativo. Sin contemplación, dice el papa «el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse en una repetición mecánica de fórmulas» [61]. Por su propia naturaleza el Rosario exige un rezo pausado, reflexivo, atento que facilite la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del Corazón de María.
e) Su vinculación litúrgica. Es patente que el origen del Rosario estuvo muy relacionado con la acción litúrgica, cuando en los Monasterios, los monjes legos utilizaban en el oficio coral el salterio mariano (la repetición del Ave María 150 veces) en contrapunto con el salterio de David (150 salmos) recitado por los monjes clérigos. Por tanto en su inicio el Rosario es «casi un vástago germinado sobre el tronco secular de la Liturgia cristiana» [62]. Al declinar la Edad Media el espíritu litúrgico está en decadencia y se origina una separación de los fieles respecto a la Liturgia, en favor de la devoción a la Humanidad de Cristo y a la Virgen María. Posteriormente ha habido, por parte de algunos, el deseo de considerar el Rosario como una acción litúrgica, otros, por el contrario, han pretendido minusvalorar esta práctica devocional para no incurrir en los errores del pasado. El papa sostiene que el problema se resuelve siguiendo las indicaciones conciliares [63]: «las celebraciones litúrgicas y el piadoso ejercicio del Rosario no se deben contraponer ni equiparar... el Rosario es un piadoso ejercicio que se armoniza fácilmente con la Sagrada Liturgia» [64]. En efecto, la Liturgia se alimenta de la Sagrada Escritura y se centra especialmente en el misterio de Cristo. Por eso «la anamnesis en la Liturgia y la memoria contemplativa en el Rosario, tienen por objeto los mismos acontecimientos salvíficos llevados a cabo por Cristo» [65], aunque considerados esos misterios desde distintas perspectivas. Vistas así las cosas, se puede afirmar que el Rosario es una oración inspirada en la Liturgia y que, su recta aplicación, conduce a ella, pero sin franquear su umbral.
A continuación Pablo VI recuerda los cuatro elementos constitutivos de esta práctica de piedad mariana [66]: La contemplación, con María, de los misterios de salvación; la oración dominical; el Ave María y la doxología trinitaria.
Cada uno de estos elementos tiene su índole específica y debe reflejarse también en el rezo del Rosario, para que se advierta toda su riqueza y diversidad. Su rezo, por tanto, «será, pues, ponderado en la oración dominical; lírico y laudatorio en el calmo pasar de las Avemarías; contemplativo en la atenta reflexión sobre los misterios; implorante en la súplica; adorante en la doxología» [67], ya se rece en privado o de forma comunitaria en familia, o pública en las asambleas eclesiales.
A continuación, Pablo VI se detiene en algunos ejercicios piadosos inspirados en el Rosario, que sirven para captar mejor la riqueza encerrada en esta devoción. Recomienda vivamente que el Rosario se rece en familia.
Finalmente, en sintonía con la doctrina expuesta por Juan XXIII, alaba el Rosario al decir que «después de la celebración de la Liturgia de las Horas —cumbre a la que puede llegar la oración doméstica—, no cabe duda de que el Rosario a la Santísima Virgen debe ser considerado como una de las más excelentes y eficaces oraciones comunes que la familia cristiana está invitada a rezar» [68] y concluye «el Rosario es una oración excelente, pero el fiel debe sentirse libre, atraído a rezarlo, en serena tranquilidad, por la intrínseca belleza del mismo» [69].
6. JUAN PABLO II
La vida espiritual de Juan Pablo II se caracteriza, entre otras cosas, por la acendrada devoción que profesa a la Santísima Virgen María. De hecho su lema episcopal Totus tuus hace referencia a su consagración total a María. Con cierta frecuencia acude al texto de ese lema en su magisterio. Así, por ejemplo, antes de partir para México en enero de 1979, dijo en el aeropuerto de Fiumicino: «el Papa va a postrarse ante la imagen prodigiosa de la Virgen de Guadalupe de México, a invocar su ayuda maternal y su protección sobre el propio ministerio pontificio: a repetirle con fuerza acrecida por las nuevas e inmensas obligaciones: Soy todo tuyo» [70]. En ese ambiente mariano es comprensible que sus referencias al Santo Rosario hayan sido muy abundantes en su largo pontificado.
Poco después de su elección como Romano Pontífice decía en la plaza de S. Pedro a los fieles allí congregados: «El Rosario es mi oración predilecta (...). Se puede decir que el Rosario es, en cierto modo, un comentario-oración sobre el capítulo final de la Constitución Lumen gentium del Vaticano II» [71]. En este mismo año en una homilía el Papa afirmaba que el Rosario es «esa escala para subir al cielo, compuesta de oración mental y vocal que son las dos alas que el Rosario de María ofrece a las almas cristianas. Una forma de oración que también el Papa practica con asiduidad» [72].
Quizá el texto más importante en ese primer año de pontificado respecto a esta devoción lo haya pronunciado en el santuario de Pompeya que «es el santuario del Rosario, es decir, el santuario de la oración mariana, de esta oración que María reza con nosotros, al igual que rezaba con los apóstoles en el Cenáculo (...). Es nuestra oración predilecta, que le dirigimos a Ella, a María. Ciertamente; pero no olvidemos que, al mismo tiempo, el Rosario es nuestra oración con María (...). Venimos aquí, por tanto, para rezar con María; para meditar, junto con Ella, los misterios que Ella, como Madre, meditaba en su corazón (...). Porque ésos son los misterios de la vida eterna (). En ese Dios (...) están inmersos esos misterios (...).Y tan estrechamente ligados a la historia de nuestra salvación» [73]. En las palabras del Ángelus de ese mismo día, recordando al venerable Bartolomé Longo artífice de ese santuario, dijo que «en este santuario resuena perennemente el Rosario, la oración mariana sencilla, humilde —pero no por esto menos rica de contenidos bíblicos y teológicos— y tan querida en su larga historia por los fieles de toda clase y condición, unidos en la profesión de fe en Cristo, muerto y resucitado por nuestra salvación» [74].
En el año 1980 son también frecuentes las alusiones del papa al rezo del Santo Rosario, así por ejemplo, recuerda que «es una tradición multisecular para los religiosos la de rezar diariamente el Rosario, y, por eso, no es inútil recordar (...) la eficacia de esta oración que propone a nuestra meditación los misterios de la vida del Señor» [75]. En otros momentos recuerda la conveniencia de su rezo en familia [76] y, a poder ser, cotidiano [77]. Es lógico que también haga una referencia a esta devoción mariana en la homilía de la Misa de beatificación de Bartolomé Longo, verdadero apóstol del Rosario y fundador de las Hijas del Santísimo Rosario de Pompeya [78].
En los años posteriores del pontificado de Juan Pablo II las citas sobre el Santo Rosario se multiplican, centrándose, como es natural, en las mismas consideraciones:
— su rezo frecuente y en familia [79];
— es el compendio de todo el evangelio [80];
— es la contemplación de los misterios de la vida de Jesús que son a la vez de su Madre [81];
— es la oración predilecta de María [82];
— es la oración utilizada por los papas para implorar por la paz [83].
a) Una consideración teológica de la Exhortación apostólica «Rosarium Virginis Mariae»
Juan Pablo II el día 16 de octubre de 2002, coincidiendo con el vigésimo quinto aniversario de su pontificado, ha promulgado este documento con la finalidad de facilitar a los fieles la contemplación del rostro de Cristo, ya que al haber invitado en la carta apostólica Novo millenio ineunte «a los creyentes a contemplar sin cesar el rostro de Cristo, expresé mi vivo deseo de que María, su Madre, sea para todos maestra de esa contemplación» [84].
Una lectura atenta de esta Exhortación muestra que al redactar este documento Juan Pablo II tiene muy presente el magisterio pontificio anterior y en perfecta continuidad desea profundizar en las grandes riquezas que, al menos implícitamente, posee esta venerada y antigua práctica de piedad.
El Rosario, cuyo origen queda en una nebulosa, parece ser que ya existía antes de Sto. Domingo de Guzmán, aunque fue este santo quien propagó su devoción para combatir la herejía albigense en el Mediodía francés. La forma de recitación era diversa de la actual y estaba muy poco estructurada. Con el paso del tiempo, ya en el siglo XVI, en 1521, fue el dominico Alberto da Castello quien concretó los 15 pasajes del Evangelio que servían para la contemplación del Pater noster y de la decena del Ave María.
Fue en el pontificado de S. Pío V —también dominico— en el año 1569 (dos años antes de la batalla de Lepanto), con la bula Consueverunt romani Pontifices, cuando se fijó definitivamente su modo de recitación. Modo que ha permanecido sustancialmente inalterado hasta la actualidad.
El Papa con la inclusión de los «misterios de la luz» intenta cubrir un amplio vacío que había en la forma de recitación anterior; ya que entre el último misterio gozoso y el primero doloroso existía una enorme ausencia, que se extendía prácticamente a toda la vida pública de Cristo. Este vacío había sido puesto en evidencia reiteradamente por bastantes mariólogos especialmente de Italia y Francia. Con esta nueva forma hay una mayor continuidad y se contemplan algunos puntos centrales de la vida de Cristo, aunque es obvio que en el Rosario, por ser una síntesis, siempre quedarán aspectos importantes de su vida sin considerar.
Si, como acabamos de decir, Juan Pablo II tiene presente la documentación pontificia precedente, se puede afirmar que la exhortación Rosarium Virginis Mariae es deudora especialmente de la doctrina desarrollada por Pablo VI en su exhortación Marialis cultus. Como puede comprobarse fácilmente gran parte del documento actual desarrolla y profundiza las tesis ya delineadas en esa exhortación.
En efecto, Juan Pablo II enfatiza en esta Exhortación la dimensión evangélica del Rosario, tanto por la contemplación de los misterios de la vida del Señor tomados de los Evangelios [85] —en especial ahora que se han incluido los misterios de la luz [86]—, cuanto por la recitación litánica del Padrenuestro y del Ave María.
Los capítulos I y II de este documento son una explicación extensa, profunda y orante de su dimensión cristocéntrica-mariana, porque en ellos se ahonda en el aspecto contemplativo de los misterios al «recordar a Cristo con María», al «comprender a Cristo desde María», al «configurarse a Cristo con María», al «rogar a Cristo con María» y al «anunciar a Cristo con María» [87]. Es un espléndido desarrollo de la singular relación entre Jesús y su Madre en su dimensión salvadora [88]. Sintéticamente podría decirse que esta práctica devocional mariana muestra que su fundamento es la alabanza y adoración a Jesús, en quien debe finalizar toda oración. Es hondamente sugerente el valor cristológico que da a la cláusula con que finaliza la parte laudatoria del Ave María —es decir a la invocación del nombre Jesús— considerado como la cúspide a la que se orienta toda esta parte evangélica del Ave María, y, a la vez, es como la bisagra fundante de la parte segunda de esta oración [89].
En el capítulo II se enlaza de un modo lógico y natural esta dimensión cristológica con la dimensión antropológica del Rosario. Relación ampliamente tratada en el magisterio de Juan Pablo II, quien desde el principio de su pontificado ha glosado repetidamente el luminoso principio teológico del n. 22 de la Gaudium et spes: «el misterio de hombre se esclarece en el misterio del Verbo encarnado». Esta es una de las riquezas de este documento respecto a los de los anteriores pontífices.
Este principio teológico se palpa con claridad en el Rosario, porque recorriendo la vida de Cristo el creyente se coloca ante el paradigma verdadero de todo hombre y de su entorno vital. Por otra parte la reiteración litánica del Ave María es contemplada por el Papa como «una expresión de amor que no se cansa de dirigir a la persona amada» [90] y como Cristo ha asumido una naturaleza humana sintoniza con ese modo de proceder.
En el capítulo III el Romano Pontífice muestra además la dimensión trinitaria, porque, en el rezo meditativo del Rosario, Cristo con María nos conducen a la intimidad del Padre por el Espíritu; es decir, a saborear la vida intra-trinitaria, que es la cima de toda la contemplación cristiana. Por eso recomienda que el Gloria, con que termina cada decena, se recite con una entonación sobresaliente. Aconseja, por ejemplo, que esa doxología sea cantada, en la recitación pública del Rosario, para enfatizar su importancia [91].
También hace notar su dimensión eclesial, no sólo por su origen, sino también por su estructura y finalidad. Llama la atención que ponga el acento de esta dimensión eclesial en la recitación del Padrenuestro, pues al considerar en esta oración a Dios como el Padre común de todos los hombres se originan intensos lazos de solidaridad y fraternidad entre todos ellos. Por otra parte, al recordar en el Ave María la escena de la Anunciación en el que María acepta la maternidad divina, con ese mismo fiat se convierte en «verdadera madre de los miembros de Cristo, porque colaboró con su amor a que nacieran en la Iglesia los creyentes, miembros de aquella Cabeza» [92].
b) Valores espirituales acentuados en la Exhortación Apostólica
En primer lugar en este documento se recalca continuamente el carácter contemplativo del Rosario. Más aún, el Papa afirma que es «una oración marcadamente contemplativa» [93], porque la contemplación pertenece a su propia esencia, tal como escribió Pablo VI: «sin contemplación, el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas» [94]. Esta oración «favorece a los fieles ese compromiso de la contemplación del rostro de Cristo» [95], en especial porque María es el modelo insuperable de la contemplación cristiana [96]. La meditación atenta y dócil de los misterios del Rosario unida a ese silencio orante se transforma en una conversación cada vez más fructífera con Jesús siempre vivo, a través de María, que nos atrae hacia Él y desde Él se accede, por el Espíritu Santo, hasta el Padre.
El Rosario es, además, una oración sencilla [97], por su origen, por su evolución histórica y especialmente por su estructura. Esta devoción, tan querida para la tradición popular, conduce al centro del misterio de la salvación, pues «al repetir la invocación del Ave María podemos profundizar en los acontecimientos esenciales de la misión del Hijo de Dios en la tierra, que nos ha transmitido el Evangelio y la Tradición» [98]. Es una oración «fácil y al mismo tiempo tan rica» [99] y puede ser rezada por todo tipo de cristianos: «pienso en vosotros, hermanos y hermanas de toda condición, en vosotras familias cristianas, en vosotros, enfermos y ancianos, en vosotros jóvenes: tomad con confianza entre las manos el rosario» [100].
Por otra parte el Rosario tiene una patente dimensión catequética. La enunciación de los misterios, en especial con la adición de los «misterios de luz», constituye un resumen fácilmente asimilable y, por tanto, de gran valor pedagógico, que muestra la vida salvadora de Cristo de una forma ordenada y progresiva. En esta devoción se compagina la absoluta sencillez y claridad de sus fórmulas con una presentación asequible de los puntos básicos del kérigma cristiano.
El Rosario posee una clara proyección místico-orante, ya que enseña «el secreto para abrirse más fácilmente a un conocimiento profundo y comprometido de Cristo» [101]. Ese secreto «es el camino del ejemplo de la Virgen de Nazaret, mujer de fe, de silencio y de escucha» [102]. Asumiendo este camino, el Rosario poco a poco nos sitúa por encima de la mera oración vocal y de la meditación discursiva o razonada. Se ha comparado este camino ascensional con el movimiento helicoidal que describen algunos pájaros para remontarse a las alturas.
«En el recorrido espiritual del Rosario (...) este exigente ideal de configuración con Cristo se consigue a través de una asiduidad que pudiéramos decir amistosa» [103], que nos introduce de forma natural en su vida y nos hace compartir sus sentimientos [104]. Entonces el cristiano en la quietud de su mente y en el silencio de su corazón es transportado místicamente, a través de María, a la presencia del Dios Uno y Trino.
Es patente que esta oración tiene una aplicación directa en la vida del creyente. El Papa sostiene que «el Rosario no aleja de la realidad, sino que ayuda a vivir en ella unidos interiormente a Cristo dando testimonio del amor de Dios» [105]. Además, la recitación ordenada de los misterios —en especial con la incorporación de los misterios de luz— va mostrando las escenas de la vida Cristo de forma cronológica, comenzando por su generación y finalizando con su glorificación. En esta panorámica diacrónica toda persona que reza se ve reflejada en Cristo como su paradigma.
El Rosario es una devoción que nos conduce a la vida litúrgica. En una entrevista que, con motivo de esta Exhortación, hicieron al Prof. De Fiores —prestigioso mariólogo montfortiano profesor de la Facultad Marianum— afirma que esta devoción «es la única oración que lleva a la vida personal el misterio celebrado litúrgicamente» [106]. A pesar de que cabría matizar esa expresión —pensamos que no es la «única»—, es evidente la relación estrecha entre el Rosario y la Liturgia, porque «si la Liturgia, acción de Cristo y de la Iglesia, es acción salvífica por excelencia, el Rosario, en cuanto meditación sobre Cristo con María, es contemplación saludable. En efecto, penetrando, de misterio en misterio, en la vida del Redentor, hace que cuanto Él ha realizado y la Liturgia actualiza sea asimilado profundamente y forje la propia existencia» [107].
c) Perspectiva ecuménica de la Exhortación
El documento papal ha abierto también nuevos cauces en el diálogo ecuménico. He aquí una reflexión realizada por un teólogo evangélico-reformado, el profesor Stephan Tobler de la Universidad de Tubinga (Alemania), en una entrevista realizada en la Radio Vaticana con motivo de esta Exhortación: «El relanzamiento del Rosario como oración cristológica puede contribuir a la unidad de los cristianos. No sólo puede purificar las distorsiones de los católicos en su devoción a María, sino que también puede derribar en las Iglesias de la Reforma los obstáculos del pasado».
Y a continuación añade: «Creo que las Iglesias evangélicas pueden re-descubrir a María como la imagen de la persona completamente abierta a Dios con su fiat, con su Haced lo que Él os diga, con su estar bajo la Cruz, con su estar presente silenciosamente entre los discípulos», son palabras del mismo teólogo que abren un portillo a una comprensión más correcta de la Virgen y que supone una apertura patente en el papel de María en el misterio de Cristo.
Al final de esa entrevista el Prof. Tobler dice que esta Exhortación puede ser un buen instrumento en el diálogo católico-protestante: «Estoy convencido, dice, que si los católicos rezan el Rosario como se propone en esta carta apostólica y si los evangélicos reconocen y redescubren sin prejuicios este nuevo modo de concebir el Rosario, entonces será una ocasión favorable, pero hay que trabajarlo».
Queremos finalizar con unas palabras que resumen los deseos de Juan Pablo II al proponer a todos los católicos la práctica habitual del esta plegaria tradicional. En primer lugar desea que el Rosario, rezado con fe y devoción diariamente nos ayude a experimentar en nuestra existencia la centralidad del misterio de Jesús, Redentor del hombre, y también la ternura y el amor materno de María [108].
En segundo lugar el papa pide que utilicemos el Rosario para suplicar a Dios la paz: «El Rosario es una oración orientada por su propia naturaleza a la paz. En este Año del Rosario, los cristianos están llamados a dirigir su mirada a Cristo, Príncipe de la paz, para que en los corazones y entre los pueblos prevalezcan pensamientos y gestos de justicia y de paz» [109]. La segunda súplica que pone bajo su protección es el cuidado de las familias pues «el Santo Rosario, por antigua tradición, es una oración que se presta particularmente para reunir a la familia» [110], ya que «la familia que reza unida, permanece unida» [111] y por eso exhorta a los esposos «a no descuidar nunca esta meditación de los misterios de Cristo, hecha con la mirada de la Virgen» [112].
Juan Luis Bastero de Eleizalde en revistas.unav.edu/
Notas:
1. JUAN PABLO II, Cart. Apost., Rosarium Virginis Mariae, n. 2.
2. LEÓN XIII, Enc. Supremi Apostolatus officio, n. 1, en H. MARÍN, Documentos Marianos (D.M.), Madrid 1954, n. 327.
3. Ibídem, n. 2, D.M., n. 331.
4. Ibídem, n. 5, D.M., n. 335.
5. Previamente León XIII publicó las encíclicas Superiore anno el 30 de agosto de 1884, donde insiste en la perseverancia en el rezo del Santo Rosario y la Quam pluries el 15 de agosto de 1889 en ésta se nos invita a acudir —junto a la práctica del Rosario— a la intercesión de San José que, por ser esposo de María y padre nutricio de Jesús, es considerado «especial patrono de la Iglesia».
6. LEÓN XIII, Enc. Octobri mense, n. 5, D.M., n. 376.
7. Ibídem, n. 6, D.M., n. 377.
8. Cf. ibídem, n. 11, D.M., n. 382.
9. Ibídem, n. 12, D.M., n. 383.
10. Cf. LEÓN XIII, Enc. Magnae Dei Matris, n. 8, D.M., n. 396.
11. Ibídem, n. 8, D.M., n. 396.
12. LEÓN XIII, Enc. Laetitiae sanctae, n. 2, D.M., n. 401.
13. Ibídem, n. 4, D.M., n. 403.
14. Ibídem, n. 8, D.M., n. 407.
15. Cf. ibídem, n. 7, D.M., n. 406.
16. LEÓN XIII, Enc. Iucunda semper, n. 2, D.M., n. 410.
17. Ibídem, n. 6, D.M., n. 414.
18. Ibídem, n. 8, D.M., n. 416.
19. LEÓN XIII, Enc. Adiutricem populi, n. 12, D.M., 435.
21. Los textos magisteriales de los papas S. Pío X y Benedicto XV sobre el Santo Rosario son marginales y de tono menor y no aportan nada significativo a la doctrina y praxis de esta devoción.
22. S. BERNARDO, Sermo in Nativitate Beatae Maríae Virginis, cf. S. BERNARDO, Obras completas, tomo IV. Madrid 1986, p. 425.
23. Cf. PÍO XI, Enc. Ingravescentibus malis, n. 3, D.M., n. 657, AAS 29 (1937) 377.
24. Ibídem, n. 4, D.M., n. 658.
25. Ibídem, n. 5, D.M., n. 659.
26. Pío XII además de la encíclica que comentamos promulgó ocho cartas y un numeroso número de discursos sobre la devoción del Santo Rosario.
27. PÍO XII, Enc Ingruentium malorum, n. 3, D.M., n. 827; S. IRENEO, Adversus haereses, III, 22, PG 7, 959.
28. Cf. ibídem, n. 3, D.M., n. 827.
30. E.D. STAID, Rosario, en S. FIORES-S. MEO, Nuevo Diccionario de Mariología, Madrid 1988, p. 1735.
31. JUAN XXIII, Enc. Grata recordatio, n. 1, AAS 51 (1959) 674.
32. Ibídem, n. 1, AAS 51 (1959) 675.
33. JUAN XXIII, Exh. Ap. Il religioso convegno, n. 4, AAS 53 (1961) 642.
34. Ibídem, n. 8, AAS 53 (1961) 642.
35. Ibídem, n. 13, AAS 53 (1961) 643.
36. Ibídem, n. 16, AAS 53 (1961) 643-644.
37. 37. Ibídem, n. 19, AAS 53 (1961) 644.
38. 38. Ibídem, n. 21, AAS 53 (1961) 645.
39. 39. Ibídem, n. 25, AAS 53 (1961) 646.
40. 40. Ibídem, n. 32, AAS 53 (1961) 647.
41. Este apéndice fue reeditado por «L’Osservatore Romano» el 10 de febrero de 1962. En español está publicado con el título El Rosario, Villava 1963.
42. CONCILIO VATICANO II, Cons. Lumen gentium, nn. 66-67.
44. Cf. PABLO VI, Discurso a los participantes al II Congreso Internacional Dominicano del Rosario, en Insegnamenti di Paolo VI, (1963), pp.463-464.
45. PABLO VI, Enc. Christi Matri, n. 4, en «Ecclesia» 1966, p. 2238.
46. Cf. CONCILIO VATICANO II, Cons. Lumen gentium, n. 67.
47. PABLO VI, Enc. Christi Matri, n. 4, en «Ecclesia» 1969, p. 2238.
48. En esta Bula S. Pío V establecía la forma de rezar el Rosario que ha estado en uso hasta el presente.
49. En la Audiencia General del miércoles 8 de octubre Pablo VI explica que el motivo de esta Exhortación se debe a su preocupación por los acontecimientos que suceden en el Vietnam, en África, en el Oriente Medio y en Irlanda. «Ha sido este conjunto de razones el que nos ha inducido a dirigir a la Iglesia nuestra exhortación, (...) Aquí deberemos hablar del Rosario y decir por qué una piadosa práctica de devoción se ha convertido por sí misma en motivo, más que objeto, de una fiesta particular; pero lo que nos urge recordar a vuestra atención y a vuestra piedad es la conveniencia de que todos nosotros tomemos en la mano la corona del Rosario y con la sencillez y el fervor de los humildes (...) lo debemos recitar; sí por la paz de la Iglesia y por la paz del mundo» en «Ecclesia» 1969, p. 1404.
50. PABLO VI, Exh. Recurrens mensis october, n. 2, en «Ecclesia» 1969, p. 1405.
51. PABLO VI, Audiencia General 8.X.1969, en Ecclesia 1969, p. 1404.
52. J. RATZINGER-H.U. VON BALTHASAR, María, Iglesia naciente, Madrid 41999, p. 17.
53. J.L. BASTERO, Virgen Singular, Madrid 2001, p. 14.
54. Cf. PABLO VI, Exh. Marialis cultus, n. 41, AAS 66 (1974) 152.
55. Cf. ibídem, nn. 42-43, AAS 66 (1974) 152-154.
56. Cf. ibídem, n. 44, AAS 66 (1974) 154.
57. PÍO XII, Epist. Philippinas insulas ad Archiepiscopum Manilensis, AAS 38 (1946) 419.
58. Cf. PABLO VI, Exh. Marialis cultus, n. 45, AAS 66 (1974) 154-155.
60. PABLO VI, Exh. Marialis cultus, n. 46, AAS 66 (1974) 155.
61. Ibídem, n, 47, AAS 66 (1974) 156.
62. Ibídem, n. 48, AAS 66 (1974) 156.
63. Cf. CONCILIO VATICANO II, Cons. Sacrosanctum Concilium, n. 13.
64. PABLO VI, Exh. Marialis cultus, n. 48, AAS 66 (1974) 157.
65. Ibídem, n. 48, AAS 66 (1974) 157.
66. Ibídem, n. 49, AAS 66 (1974) 158-159.
67. Ibídem, n. 50, AAS 66 (1974) 159.
68. Ibídem, n. 54, AAS 66 (1974) 161.
69. Ibídem, n. 55, AAS 66 (1974) 162.
70. JUAN PABLO II, Despedida en el aeropuerto de Fiumicino el 25.I.1979, en Documentos Palabra (DP-23) 1979, p. 24. Cf. A la Virgen y a los peregrinos en el Santuario de Fátima, 12.V.1982, n. 7, (DP-138) 1981, p. 170.; Homilía en el Santuario de Kalwaria Zebrzydowska, 19.VIII.2002, n. 5, en «L’Osservatore Romano» 23.VIII.2002, p. 10.
71. Id., Exh. Rosarium Virginis Mariae, n. 2, (DP-155) 2002, p. 175.
72. 72. Id., Homilía del 29.IV.1979, n. 3, (DP-147) 1979, p. 163.
73. Id., Homilía en el Santuario de Pompeya, 21.X.1979, nn. 4-5, (DP-353) 1979, p. 400.
74. Id., Ángelus en Pompeya, 21.X.1979, n. 1, (DP-354) 1979, p. 400.
75. Id., A la Sagrada Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares, 7.III.1980, n. 3 (DP-68) 1980, p. 79.
76. Cf. Id., Homilía en Kisangani, 5.V.1980, n. 9, (DP-129) 1980, p. 163; Homilía en la Basílica de Aparecida, 4.VII.1980, n. 9, (DP-192) 1980, p. 260.
77. Cf. Id., A los peregrinos de Reggio Emilia y Guastalla, 4.X.1980, n. 4, (DP-255), p. 339; En el Ángelus en Otranto, 5.X.1980, n. 1, (DP-257) 1980, p. 341.
78. Cf. Id., Homilía en la beatificación de Juan Luis Orione, Mª Ana Sala y Bartolo Longo, 26.X.1980, n. 4, (DP-279) 1980, p. 368; En el Ángelus, 25.X.1987, (DP-164) 1987, p. 248.
79. Cf. Id., Audiencia general, 7.X.1981, n. 6, (DP-184) 1981, p. 223; En el Regina Coeli, 1.V.1982, n. 3, (DP-132) 1982, p. 164; A la Virgen y a los peregrinos en el Santuario de Fátima, 12.V.1982, nn. 4 y 5, (DP-138) 1981, p. 169; Al Rosario viviente, 25.IV.1987, n. 4, (DP-74) 1987, p. 125; Durante la celebración mariana en Conakry, 25.II.1992, n. 3, (DP-30) 1992, p. 55; Audiencia general, 5.XI.1997, n. 2, (DP-161) p. 210.
80. Cf. Id., Encuentro con los peregrinos, 30.IX.1981, (DP-176) 1981, p. 215; Audiencia general, 5.XI.1997, n. 2, (DP-161) p. 210; Audiencia general, 16.X.2002, n. 4.
81. Cf. Id., Audiencia general, 28.X.1981, n. 1, (DP-206) 1981, pp. 243-244; En Lourdes, 14.VIII.1983, (DP-220) 1983, p. 248; En el Ángelus, 23.X.1983, (DP-287) 1983, p. 321; En el Ángelus, 30.X.1983, (DP-299) 1983, p. 335; En el Ángelus, 6.XI.1983, (DP-307) 1983, p. 342; Al Rosario viviente, 25.IV.1987, n. 2, (DP-74) 1987, p. 125; En el Ángelus, 25.X.1987, (DP-164) 1987, p. 248; Durante la celebración mariana en Conakry, 25.II.1992, n. 3, (DP-30) 1992, p. 55; En el Ángelus, 14.X.2001, n. 1, (DP-154) 2001, p. 163.
82. Cf. Id., Al Rosario viviente, 25.IV.1987, n. 4, (DP-74) 1987, p. 125.
83. Cf. Id., En el Ángelus, 14.X.2001, n. 1, (DP-154) 2001, p. 163.
84. Id., Audiencia general, 16.X.2002, n. 2.
85. Hay solamente dos misterios —el 4º y 5º gloriosos— que no están de forma explícita en la Sagrada Escritura, sin embargo se puede afirmar que toman de ella su inspiración y están contenidos implícitamente en ella, cuando se lee la Escritura según la mente de la Iglesia.
86. «Cinco momentos significativos —misterios luminosos— de esta fase de la vida de Cristo: 1) su bautismo en el Jordán; 2) su auto-revelación en las bodas de Caná; 3) su anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión; 4) su Transfiguración; 5) la institución de la Eucaristía» JUAN PABLO II, Exh. Rosarium Virginis Mariae, n. 21, (DP-155) 2002, p. 179.
87. Ibídem, nn. 13-17, (DP-155) 2002, pp. 177-178.
88. «Para potenciar el significado cristológico del Rosario la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, integra los tradicionales tres ciclos de misterios —el de alegría, el del dolor, el de gloria— con un nuevo ciclo: los misterios de la luz que afectan a la vida pública de Cristo», JUAN PABLO II, En el Ángelus, 27.X.2002, n. 2.
89. Cf. JUAN PABLO II, Exh. Rosarium Virginis Mariae, n. 33, (DP-155) 2002, p. 182.
90. Ibídem, n. 26, (DP-155) 2002, p. 181.
91. Ibídem, n. 34, (DP-155) 2002, p. 182.
92. SAN AGUSTÍN, De s. virginitate, 6 PL 40, 399. CONCILIO VATICANO II, Cons. Lumen gentium, n. 53.
93. JUAN PABLO II, Exh. Rosarium Virginis Mariae, n. 12, (DP-155) 2002, p. 177.
94. PABLO VI, Exh. Marialis cultus, n. 47, AAS 66 (1974), 156.
95. JUAN PABLO II, En el Angelus, 27.X.2002, n. 1.
96. Cf. Id., Exh. Rosarium Virginis Mariae, n. 10, (DP-155) 2002, p. 177.
97. Cf. Id., Audiencia general, 16.X.2002, n. 4.
99. JUAN PABLO II, Exh. Rosarium Virginis Mariae, n. 43, (DP-155) 2002, p. 184.
100. Ibídem, n. 43, (DP-155) 2002, p. 184.
101. Ibídem, n. 24, (DP-155) 2002, p. 180.
102. Ibídem, n. 24, (DP-155) 2002, p. 180.
103. Ibídem, n. 15, (DP-155) 2002, p. 178.
105. JUAN PABLO II, En el Ángelus, 27.X.2002, n. 3.
106. S. DE FIORES, Entrevista hecha por Zenit el día 21 de octubre de 2002.
107. JUAN PABLO II, Exh. Rosarium Virginis Mariae, n. 13, (DP-155) 2002, p. 177.
108. Cf. JUAN PABLO II, Audiencia general, 16.X.2002, in fine.
109. JUAN PABLO II, En el Angelus, 27.X.2002, n. 3.
110. JUAN PABLO II, Exh. Rosarium Virginis Mariae, n. 41, (DP-155) 2002, p. 183.
Juan Antonio Widow
Se me ha pedido hablar acerca del amor humano. Intentaré explicar brevemente qué podemos entender por este término. Por amor se entiende -así lo han explicado los clásicos- el movimiento del apetito al bien. En su sentido amplio abarca, en consecuencia, tanto el apetito sensible, el apetito animal, como el apetecer de los entes intelectuales: e incluso más, se puede ampliar el término para significar esa tendencia de la naturaleza de las cosas inanimadas o carentes de todo tipo de conocimiento hacia el reposo correspondiente al orden de su propia entidad. Así como una piedra tiende a caer cuando la suelto, es decir, tiende a la quietud que le corresponde al estar sobre suelo firme, de la misma manera los entes que tienen conocimiento tienden a alcanzar, según el modo como lo conocen, el reposo que les corresponde según su propia naturaleza.
El amor sensible, en consecuencia, es el del animal, es la tendencia a poseer, a identificarse con el bien que presentan los sentidos. El amor intelectual es la tendencia a poseer y a identificarse con el bien conocido por la inteligencia. ¿Cuál es la diferencia fundamental entre estos dos modos de hacerse presente el bien? Los sentidos, sabemos, nos hacen presente lo que aparece; la inteligencia nos hace presente lo que es. Es para uno la apariencia su objeto, para el otro la esencia. Y es precisamente esta diferencia lo que nos está manifestando la dimensión respectiva de uno y otro apetito, y con ello las limitaciones propias del sensible.
El animal, por su naturaleza, está limitado a tender a esos bienes que están en su circunstancia, en el sentido estricto de la palabra, lo que está alrededor, ese alrededor fijado por los límites a los cuales alcanzan los sentidos. El ente intelectual puede alcanzar, en cambio, no sólo su estricta circunstancia, sino todo lo que es, teniendo de este modo una dimensión no solamente cognoscitiva, sino también apetitiva, de orden universal, cosa absolutamente imposible para el simple animal.
En el hombre tenemos ambos amores, ambos quereres. Tiene el amor sensible, el amor tendiente a procurar el bien que nos presentan los sentidos, amor necesario para su subsistencia y para su vivir de animal, y también tiene ante sí los objetos amables que le presenta la inteligencia, no constituyendo ambos dos mundos aparte, sino siendo facultades de un ente, de una naturaleza, necesariamente compenetradas y ordenadas entre sí.
Cuando se trata de explicar de que modo se da el amor en el hombre, se establece una división que es clásica, explicada clarísimamente por Aristóteles y por los que lo han comentado y seguido: la división entre amor de mistad o de benevolencia y amor de concupiscencia. El amor de amistad, dice Tomás de Aquino (Summa Theol. I, 60, 3 e), tiene como objeto un bien subsistente, y por el amor de concupiscencia se tiende a un bien accidental o inherente. Es decir, por el amor de amistad apetezco el ser de lo que subsiste, amo en primer lugar mi propio ser, mi propia subsistencia, y amo todo aquello con lo cual mi entidad tiene una relación de semejanza o de proporci6n, y que por consiguiente puede ser apetecido de la misma manera, o de manera análoga, como yo apetezco mi propio ser. En cambio, por el amor de concupiscencia lo que se ama es lo que pertenece a uno, lo que es necesario para algo. Lo cual significa que si amar es desear el bien de alguien, esto supone dos aspectos: hay un amor que tiene como objeto ese alguien para quien se quiere el bien, y hay el amor del bien que se quiere para ese alguien. En el primer caso tenemos el amor de amistad, y en el segundo el amor de concupiscencia. Si bien se observa, es impasible que el amor de concupiscencia exista si no existe el amor de amistad, porque siempre aquél recae sobre algún objeto que es de o para algo o alguien, de tal modo que supone por lo menos ese amor de sí mismo que es natural en todo ente. Aun en el caso más extremo de un amor egoísta, de carencia de amor de amistad por otros, aún en tal caso la concupiscencia, el deseo del disfrute y deleite de los bienes poseídos, tiene su razón de ser en el amor natural por la propia subsistencia, amor que puede sufrir deformaci6n, pero que no puede desaparecer.
No puede haber amor si entre el amante y el amado no hay una relaci6n de proporción, no hay una cierta unidad. Por esto, el amor más natural, primero en cierto sentido, es el amor de sí mismo, porque aquí lo que se da es una unidad substancial. En el amor de amistad entre diversos sujetos, lo que funda este amor, en cambio, no es una unidad substancial, sino una unidad de semejanza, una participación común. Al amar el bien del otro, al amar al otro, estoy amando en realidad la naturaleza humana, en cuanto que yo de ella participo, tal como se realiza en él. Al amar al amigo estoy, mediante las obras de amor, descubriendo progresivamente y participando, en cierto sentido, de la humanidad de la persona del amigo. Es por esto por lo cual no se puede amar propiamente, en un sentido de amistad, a un animal o a cualquier ente inferior: no hay esa comunicación entitativa, esa c0mún participación en la naturaleza que puede fundar la realidad del amor. En cambio, puedo amar con amor de amistad lo que es superior a mi naturaleza, pues tal superioridad supone la presencia de mi perfección natural trascendida analógicamente. Cuando Tomás de Aquino trata de la relación de semejan a en que se funda el amo para explicar en función de esta perspectiva la diferencia entre el amor de amistad y el amor de concupiscencia, dice algo que ilumina con especial claridad este tema: "La semejanza, propiamente hablando, es causa del amor. Pero se ha de notar que la semejanza puede entenderse de dos maneras: una, cuando ambos poseen lo mismo en acto; tal como dos que tienen blancura se dicen semejantes. Otra, cuando uno tiene en potencia y en alguna inclinación lo que otro tiene en acto: como si decimos que el cuerpo pesado que está fuera de su lugar tiene semejanza con el cuerpo pesado que está· en el suyo. O también en cuanto que la potencia tiene semejanza con el mismo acto: puesto que el acto está de algún modo en la misma potencia. El primer modo de semejanza, causa el amor de amistad, o de benevolencia. Por lo mismo, en efecto, que dos son semejantes en cuanto tienen una forma, son de algún modo uno en aquella forma, tal como dos hombres son uno en la especie humanidad, y dos cosas blancas en la blancura. Y por tanto el afecto de uno tiende al otro como a lo que es uno consigo mismo; y quiere para él el bien como para sí. Pero el segundo modo de semejanza causa el amor de concupiscencia, o la amistad de lo útil y deleitable. Pues en cada existente en potencia, en cuanto tal, hay el apetito de su acto, y si tiene sentido y conocimiento,· se deleita en su consecución'' ( Summa Theol. 1-11, 27, 3 c.).
Si consideramos en su sentido propio el amor de amistad, se descubre que no puede darse sino en los entes intelectuales, es decir que el amor de amistad es· propiamente un amor intelectual, un amor de un objeto que presenta la inteligencia y que no pueden presentar los sentidos. Digo en sentido propio, porque en los animales hay una cierta semejanza analógica del amor de amistad: cuando la hembra, por ejemplo, protege a sus cachorros, hay allí un amor natural, un apetecer el bien de la especie, el bien de la naturaleza que se ha comunicado a los cachorros, tendencia que lleva incluso al desprecio, en casos extremos, de la propia subsistencia individual. Propiamente, sin embargo, no se da el amor de amistad en los animales, porque no se les hace presente el objeto como tal de una trianera distinta, determinando formalmente el acto del querer. En el orden del conocimiento sensible, lo substancial es objeto per acciidens, nunca percibido formalmente. Lo que los sentidos hacen presente al sujeto es solamente, decía antes, lo que aparece, el fenómeno; los sentidos no conocen. lo que es. Hay una cierta percepción indirecta de lo que sustenta el 09njunto de fenómenos dándoles unidad, y de hecho el animal se comporta frente a los que los sentidos le presentan tomando en cuenta las unidades substanciales, pero sin que éstas determinen su conducta en razón de lo que son.
En el hombre, unión de espíritu y de materia, animal racional, necesariamente han de darse, y formalmente, propiamente, ambos amores, amor de amistad y amor de concupiscencia. El amor de amistad puro, sin el amor de concupiscencia -amar a un amigo sin desearle el bien suyo-, es un falso amor. De la misma manera, amar a una persona tal como se desearía una cosa útil es también un falso amor. Tanto si se da uno sin el otro, el amor de amistad sin el de concupiscencia, como si se da éste teniendo en cuenta solamente la perspectiva egoísta del bien propio, ignorando el bien substancial del otro, en ambos casos el amor se desvirtúa, se tuerce, desaparece. En el hombre han de darse necesariamente ambos amores, y según un orden. ¿Cuál es este orden del amor en el hombre? Es la primacía del amor de amistad sobre el amor de concupiscencia, pues éste adquiere sentido en su subordinación a aquél, que, continuamente rectificado por las virtudes de la voluntad, fija el sentido a la existencia concreta; paralelamente, la amistad se realiza en obras, y éstas consisten en procurar -amor de concupiscencia- el bien real del amado. Si bien, según hemos visto antes, no puede existir, en absoluto, un amor de concupiscencia que no suponga: un amor de amistad, éste, para fundar el orden y para mantener su identidad, debe ser recto, es decir, determinado por el verdadero bien. Si el egoísta busca al otro movido por el único interés de satisfacer sus necesidades o sus caprichos individuales, ahí subyace por cierto el amor de sí mismo, pero la concupiscencia se desenfrena precisamente por hallarse éste deformado: si se amara a sí mismo en razón de su verdadero bien, de lo que en él es más amable, la perfección de su naturaleza, también amaría esa perfección en el otro, pues es la misma por semejanza.
Si el amor humano es esta. relaci6n ordenada de amor de amistad y amor de concupiscencia, podemos descubrir fácilmente que la realizaci6n suya más completa se da en el amor conyugal. En la unión de hombre y mujer, en efecto, hay algo en lo cual ambos son perfectamente uno: la naturaleza, que es una en el orden de la generación, actúa mediante dos individuos. Así, esta unión es la identificación plena del hombre y de la mujer, pues se constituyen en partes complementarias de una naturaleza generante. Ahora bien, si esto está planteado así por la naturaleza humana en cuanto que es animal, debe ser asumido por el hombre -como tal, ya que si no ocurre de esta manera, si no es asumida esta unión íntima en el orden corporal por el orden espiritual del hombre y de la mujer, queda aquélla radicalmente frustrada, queda mostrándose en herida abierta su carácter inacabado, lo cual se resuelve en la desolación interior producida por la contigüidad física perfecta a la cual falta la comunicación de alma y de afecto, la "unión de afectos y de ánimos" como la llama Tomás de Aquino. No hay, pues, propiamente amor si el deseo del otro no es asumido en un amor de amistad, que es amor. de la naturaleza humana personificada en el otro y comunicada: mediante la unión carnal ordenada a la generación.
Cuando se habla de la uni6n de espíritus y de la unión de cuerpos entre el hombre y la mujer, es frecuente que s intente explicar la relación entre ambas dimensiones del amor en términos de una cierta sublimación de la unión carnal en la unión espiritual como si aquélla pudiera por su propia virtualidad convertirse, trascender a un orden superior. Esto es imposible, y por consiguiente la explicaci6n es radicalmente falsa, es confundir y desordenar lo propio de la unión conyugal. No puede haber sublimación de lo material en lo espiritual. Lo propio de lo corpóreo es mantenerse en su naturaleza, perdurando en ella en la medida de sus posibilidades; lo material nunca puede espiritualizarse, su destino no es ser espiritualizado, sino ser conformado perfectamente por sus formas. Sólo de esta manera puede darse el orden en el mundo corpóreo. Tal intento de sublimación es falso, porque no eleva lo material y sí rebaja lo espiritual. El orden solamente puede darse en la medida en que se respete y se conserve la diversidad de las partes, las cuales son, en el orden· de la unión conyugal, la unión corpórea y la unión de espíritus, el amor de concupiscencia y el amor de amistad. Esta diversidad, y la relación consecuente, está determinada por la misma naturaleza de lo que se une, la cual exige, como requisito para que lo corporal pueda ser perfectamente asumido por el ánimo y el afecto, para que lo material reciba la forma que le corresponde, que la unión entre hombre y mujer se realice en un matrimonio con carácter de permanencia e indisolubilidad.
Para explicar por qué es pecado substraer la actividad sexual a las normas de unidad y de indisolubilidad del matrimonio, Tomás de Aquino va a la consideración de la naturaleza de lo que está en juego en esa actividad. Dice: "El semen, aunque sea superfluo para la conservación del individuo, es, sin embargo, necesario para la propagación de la especie.
Otras cosas superfluas, como el excremento, la orina, el sudor, etc., no se ordenan a nada necesario, por lo cual sirve al bien del hombre sólo emitirlas. Mas no sólo esto se requiere en el semen, sino que se emita para utilidad de la generación, a la cual se ordena el coito. Ahora bien, se frustraría la generación del hombre de no seguirse la debida nutrición, pues el engendrado no subsistiría sin ella. Así, por consiguiente, la emisión del semen debe ser ordenada para que pueda seguirse la conveniente generación y la educación del engendrado. Por lo cual es claro que toda emisión de semen producida de tal modo que la generación no pueda seguirse es contraria al bien del hombre. Y si esto se hace intencionadamente, es por necesidad pecado. De modo semejante, es contrario al bien del hombre si se emite el semen de manera que la generación pueda seguirse, pero impidiendo la conveniente educación. Ha de saberse que entre los animales en que la sola hembra basta para la educación de la prole, el macho y la hembra no permanecen unidos durante ningún tiempo después del coito, como en los perros. En cambio, hay animales en los cuales la hembra no es suficiente para la educación de la prole, por lo cual permanecen unidos el macho y la hembra después del coito lo necesario para la educación y la instrucción de la prole: lo cual es manifiesto en algunas aves, cuyos polluelos no pueden buscar el alimento acabados de nacer. Ha de saberse también que en la especie humana la prole no sólo necesita de nutrición corporal, como en los demás animales, sino también de instrucción en cuanto al alma. Porque los demás animales naturalmente tienen sus artes con que pueden proveerse, y el hombre en cambio vive según la razón, la cual llega a la prudencia después de la experiencia de mucho tiempo, por lo que es menester que los hijos sean instruidos por sus padres como por experimentados. Y no son capaces de esta instrucción recién nacidos, sino luego de largo tiempo, y principalmente cuando llegan al uso de razón. Aun entonces, debido al ímpetu de las pasiones, que corrompe la estimación de la prudencia, requieren no sólo de instrucción, sino también de represión. Pues bien, para esto no basta la mujer sola, sino que se necesita más bien la obra del varón, en el cual hay razón más perfecta para instruir y fuerza más potente para castigar. Es necesario, por consiguiente, que en la especie humana no se insista por poco tiempo en la promoción de la prole, como en las aves, sino durante un gran lapso de vida. Por lo cual, siendo en todos los animales necesario al macho permanecer con la hembra mientras el concurso del padre es necesario a la prole, es natural al hombre que el varón tenga no por poco tiempo, sino permanente sociedad con determinada mujer. A esta sociedad llamamos matrimonio, El matrimonio es, pues, natural al hombre, y el coito fornicario tenido fuera del matrimonio es contrario al bien del hombre. Y por esto es pecado" (III Contra Gentes, cap. 122).
En esta simple y diáfana consideración de lo que en la naturaleza del hombre está determinado respecto a la relación entre macho y hembra, funda Tomás de Aquino la certeza de que lo que atenta contra este orden natural es pecado, es decir, un mal para el hombre. Es un bien, en consecuencia, la u dad del matrimonio, sólo un hombre y una mujer. Es un bien la indisolubilidad del matrimonio, los dos unidos hasta que la muerte los separe. Es un bien ordenar en la intención, no poniendo obstáculo, el acto conyugal a la generación, pues ésta es su fin natural. De la misma manera como el divorcio es contrario al bien natural del hombre, así como la poligamia lo es, también lo es el llamado control de la natalidad, que frustra algo que no está en él, poder del hombre cambiar, porque pertenece a la naturaleza y no a su artificio.
Cuando se busca la sublimación de la carne en el espíritu, pretendiendo que la plenitud espiritual se alcance, de algún modo, en la consumación plena del gozo carnal; .cuando se quiere dar a la experiencia sexual carácter de conclusión científica, y cuando se aparenta creer que la educación sexual, entendida como conocimiento a nivel universal de estos temas, es la solución adecuada y perfectamente eficaz contra todos los desórdenes que en este aspecto de su vida se dan en el hombre, se deja de lado la clave para entender el papel de la sexualidad en la existencia concreta de la creatura humana: es el pudor. Agustín, en "La Ciudad de Dios" (XIV, 19 y 20), dice que el pudor existe en relación a aquellos actos que no dependen del dominio de la voluntad. Aun lo que el hombre hace obedeciendo a sus pasiones, como por ejemplo a la ira, depende de la voluntad para ser realizado. No ocurre así en la actividad sexual. De este modo, lo que escapa, en su realización eficaz, a la facultad que da carácter humano a nuestra conducta, produce ese sentimiento perfectamente natural de vergüenza y pudor. Podríamos decir que este sentimiento es el que guarda dentro de los límites de lo humano a lo que por sí mismo no permanece allí. Dice Agustín: "De tal modo la libido sujeta a su derecho las partes genitales del cuerpo, que no se pueden mover si ella falta, y si no se excita en forma espontánea o provocada. Esto es el objeto del pudor; esto es lo que esquivan con rubor los ojos que lo miran. Más soporta el hombre que lo vea la multitud cuando se encoleriza injustamente eón otro, que la mirada de uno solo cuando se une con su mujer. En la desobediencia por la cual las partes genitales se sujetan sólo a sus movimientos y escapan a la potestad de la voluntad, se muestra suficientemente qué fue retribuido al hombre por su primera desobediencia. Fue necesario que se mostrase en mayor grado en esta parte, por la cual se genera la misma naturaleza que cayó en lo peor por ese primer y gran pecado, Y nadie se salva de este law si la gracia de Dios nos expía en cada uno el pecado cometido en común, cuando todos éramos uno, y que ha sido vengado por la justicia divina". El sentimiento natural del pudor es uno de los signos más claros de la realidad del pecado original, de la caída del hombre, pues el desorden cuyo reconocimiento implica no tiene su causa en lo que el hombre es por naturaleza. Es en este punto donde está la explicaci6n del odio y lo saña con que se emprenden las campañas masivas contra todas las formas del pudor: son expresiones de la rebeldía profunda del que no quiere aceptar que la salvación del hombre dependa de la Redención divina.
Es justamente en uno de los actos del hombre más misteriosamente cercanos a la divinidad, la procreación, donde se manifiestan en forma más patente los efectos del pecado original. Por esto, la consideración práctica de la limitación manifestada en el sentimiento de pudor es causa saludable de humildad para el hombre, pues pone ante sus ojos la condición real a la cual se halla sometida su naturaleza. Al contrario, todos los intentos por "liberar'' este aspecto de la vida humana tienen como efecto el imperio en el hombre de lo que no está sometido de ninguna manera a su voluntad. Es decir, en la medida en que se "libera” en este aspecto, el hombre pierde de u a manera más completa el dominio sobre sus actos: se hace más animal, incluso con un desorden que no existe en las bestias.
Donde no hay imperio de la razón, tampoco hay imperio de aquello a lo cual la razón se debe, la verdad, que en el orden práctico es la norma de conducta derivada de la ley divina. El hombre entregado sin freno a las incitaciones sexuales está totalmente enajenado con respecto al orden que en él debe determinar la razón y ejecutar la voluntad. La liberación que en él se produce es en realidad de su condición humana como norma de conducta. De aquí que la destrucción sistemática del pudor en una sociedad -destrucción que frecuentemente toma forma, como se ha visto, de conocimiento científico, de educación sexual, o de la libertad. Debida a los "criterios formados"- sea el medio más eficaz para desterrar de ella la vigencia de toda norma moral, pues sus miembros se toman radicalmente incapaces de actuar por motivos superiores a los de sus instintos.
No debe sorprender, pues, que tras las campañas de difusión masiva de pornografía, de drogas, de métodos para el control de la natalidad, etc., exista siempre, en nuestros días, el interés por el poder total sobre los hombres, el cual exige subvertir el orden de su naturaleza: en efecto, el que está en disposición de obedecer a la razón, por lo mismo está en disposición contraria a obedecer a lo que no se le presente con todas las condiciones objetivas de lo verdadero. En cambio, si se libera la conducta de la dirección de la razón, queda el hombre completamente inerme frente a los intentos de instrumentalizarlo mediante el manejo de sus reflejos condicionados. La ''liberación" sexual es la vía más directa y eficaz para destruir todo lo que en el actuar del hombre es orden natural, y para dejarlo convertido así en materia maleable para construir cualquier artificio. La psicopolítica, desarrollada en sus técnicas por el poder soviético, y los métodos de propaganda masiva e intensiva de los poderes tecnocráticos apuntan a lo mismo: la instrumentalización del hombre, tras lo cual se vislumbra siempre el odio a Dios.
La concupiscencia requiere de la dirección que le da el amor de amistad para integrarse en el orden humano, para tener sentido. Es sólo de este modo como el amor de concupiscencia adquiere ese carácter íntimo de huerto cerrado, de exclusión y al mismo tiempo de entrega verdadera, de unión solamente de cuerpos sino de almas que le corresponde como amor humano.
El matrimonio ha sido elevado por Cristo a la condición de sacramento. Como sacramento es figura de la unión de Cristo y de la Iglesia. Pero es figura: sólo como forma perfecta de la unión entre amor de amistad y amor de concupiscencia, como amor del otro, pero de un otro con el cual se une, substancialmente en cierto modo, en el orden de la generación, de un otro que, siendo persona; es, sin embargo, uno conmigo como naturaleza que se comunica, que se da a otro ser. A esta dimensión completa del matrimonio -es a lo cual siempre han recurrido los místicos para explicar de una manera más próxima qué es y en qué consiste la unión misteriosa e íntima del alma con su Esposo, que es su Señor
Juan Antonio Widow en dialnet.unirioja.es
Virginia Domingo de la Fuente
Aproximación al concepto de Justicia Restaurativa
La Justicia Restaurativa en su dimensión estricta, referida al sistema de justicia penal es definida por las Naciones Unidas, como una respuesta evolucionada al crimen que respeta la dignidad y equidad de cada persona, construye comprensión y promueve armonía social a través de la “sanación” de la víctima, infractor y comunidad.
Para entender esta dimensión de la Justicia Restaurativa y obtener la mejor visión, lo más conveniente es contraponer la actual Justicia Retributiva a esta Justicia Restaurativa:
La Justicia Retributiva centra su análisis en la violación de la norma.
La Justicia Restaurativa se centra en la vulneración de las relaciones entre las personas, en el daño que se las ha causado.
La Justicia Retributiva muy en la línea con lo que decía Christie al afirmar que el estado se queda con la propiedad del conflicto, intenta defender la norma vulnerada y decidir de acuerdo a esto, el castigo y la culpa. El estado asume como propio el delito y deja al margen a la víctima, considerando el hecho como algo de él, frente al infractor.
La Justicia Restaurativa por el contrario trata de defender a la víctima al determinar qué daño ha sufrido y qué debe hacer el infractor para compensar el daño ocasionado.
Con la Justicia Retributiva, el estado busca como castigo a la vulneración de la norma creada por él mismo y también como afrenta personal que este infractor sea separado de la comunidad a través de la privación de libertad.
La Justicia Restaurativa busca alternativas a la prisión o al menos la disminución de la estancia en ella a través de la reconciliación, restauración de la armonía de la convivencia humana y la paz.
La Justicia Retributiva debe defender la autoridad de la ley y castigar a los infractores. La Justicia Restaurativa reúne a víctimas e infractores en una búsqueda de soluciones. La Justicia Retributiva mide cuanto castigo fue infringido.
La Justicia Restaurativa mide cuantos daños son reparados o prevenidos.
La base del sistema de justicia retributivo es que el delito supone una violación de la norma, la justicia representa al gobierno y castiga al infractor por el hecho delictivo cometido.
Sus objetivos principales son:
Pena merecida por el infractor
Privación de la capacidad de seguir cometiendo delitos. Disuasión de cometer otras infracciones.
Según Howard Zehr hay tres preguntas esenciales en la justicia tradicional retributiva:
¿Qué norma ha sido vulnerada?
¿Quién lo ha hecho?
¿Qué castigo merecen los autores?
Las dos primeras preguntas son respondidas cuando el acusado se declara culpable o es declarado culpable en el juicio. La última se resuelve por los órganos judiciales de acuerdo con las normas escritas de cada país.
La Justicia restaurativa, por el contrario, parte de la premisa de que los delitos causan un daño al bien común y por eso se sancionan en las normas. Cuando un delito ocurre, hay un daño a la víctima, comunidades e incluso infractores.
El objetivo de la justicia restaurativa se centra en:
Reparación de la víctima (porque nos ocupamos del daño causado por la ofensa)
Reintegración de la víctima e infractor (porque deseamos un futuro con menos delitos, en el que se pueda vivir en paz y armonía) En este sentido y como dice Braithwaite la Justicia Restaurativa puede ser un proceso constructivo y preventivo en el que se obtiene un compromiso mucho más auténtico de hacer las cosas necesarias para impedir que se produzca otro delito de este tipo en el futuro, gracias al grado de intimidad en la conversación que reúne a los afectados por el delito. La Justicia Restaurativa debe llevar al remordimiento.
Esta Justicia Restaurativa se centra en estas preguntas:
¿Quién fue dañado?
¿Cuáles son las necesidades del dañado?
¿Quién tiene la obligación de satisfacer estas necesidades?
La primera pregunta va más allá de si una norma ha sido vulnerada llegando al punto de ver cuanto daño se ha causado. La segunda traslada el foco de atención del acusado a las personas dañadas (víctimas) y la tercera reitera la oportunidad del infractor de asumir su responsabilidad por el daño y repararlo. Una respuesta justa hace cosas correctas.
En definitiva, la justicia restaurativa puede ser definida como un proceso a través del cual las partes afectadas por una infracción específica resuelven colectivamente cómo reaccionar tras aquella y sus implicaciones para el futuro
Origen de esta forma de ver la justicia
Es muy difícil determinar exactamente el momento o el lugar en que se originó. Lo que sí es seguro, es que las formas tradicionales y autóctonas de Justicia consideraban fundamentalmente que el delito era un daño que se hacía a las personas y que la Justicia restablecía la armonía social ayudando a las víctimas, los delincuentes y las comunidades a cicatrizar las heridas. Esta idea de justicia es más bien la que existía en la antigüedad y que hemos perdido con la evolución de los tiempos, y así el delito era definido como un daño al individuo y por ejemplo el código de Hammurabi establecía como sanción a los delitos contra la propiedad, la restitución de lo sustraído.
Y es que realmente la idea de la Justicia Restaurativa no es algo novedoso, sino que está enraizada en nuestra cultura y tradiciones, así como en las religiones, de hecho, la Biblia está repleta de referencias indirectas a esta forma de ver la justicia, así Lucas 19.8 “Zaqueo se levantó entonces y dijo al señor: Mira Señor, voy a dar a los pobres la mitad de todo lo que tengo y si he robado a alguien le devolveré cuatro veces más”.
Son en los pueblos indígenas y aborígenes de ciertos países, como Australia, Nueva Zelanda, Estados Unidos y Canadá donde se habían venido practicando ciertos modos de Justicia Restaurativa, los cuales, se han ido adaptando al devenir de los tiempos dando lugar a ejemplos como los Tratados de Paz y Círculos de Sentencia, tomados de la esencia tradicional de estos pueblos nativos. Hacía el 1974, la primera Corte que ordenó una sentencia de Justicia Restaurativa fue realizada en Kitchener, Ontario. Dos jóvenes, capturados tras una parranda vandálica que dejó 22 propiedades dañadas, lo hicieron y gradualmente pudieron restituir el daño que habían causado. El éxito de este caso permitió el establecimiento del primer programa de Justicia Restaurativa, en Kitchener, conocido como Programa de Reconciliación entre víctima y ofensores (Howard Zehr). En Elkhart, Indiana el programa fue iniciado en pequeña escala en 1977-1978 por agentes de la libertad condicional que habían aprendido del modelo de Ontario. Para 1979 este programa se había convertido en la base de una organización no lucrativa llamada "el centro para Justicia Comunitaria". Programas similares están funcionando en Inglaterra, Alemania y otros lugares de Europa, por supuesto con muy diferente variedad de formas para hacerlo.
Características que deben reunir los procesos restaurativos
Existen diferentes herramientas para poner en práctica la justicia restaurativa, sea cual fuere la herramienta (mediación penal, conferencias o círculos restaurativos) estas deben reunir unas características para que sean consideradas restaurativas:
Se debe ofrecer una oportunidad para el encuentro
Se debe poner énfasis en la reparación del daño. Algunos daños no podrán ser reparados, pero pueden hacerse cosas para que, si bien no se repara el daño, se puede aminorar o bien proporcionar una satisfacción moral, como, por ejemplo: las disculpas, acciones que hagan ver a la víctima que será difícil que se vuelva a cometer un nuevo delito...
Se debe tener como objetivo primordial reintegrar a la víctima y al infractor. Victima e infractor necesitaran ayuda en su esfuerzo por reintegrarse de nuevo en la sociedad como un miembro más. El infractor necesitará ayuda para cambiar su comportamiento, y aceptar que la reparación es una prestación socialmente constructiva. La víctima necesitará asistencia para recuperarse del delito.
Se debe posibilitarla inclusión de la víctima y del infractor en todos los procesos restaurativos. Aunque la víctima no quiera participar en un proceso restaurativo se la pueden ofrecer otros cauces como por ejemplo estar representada por un tercero.
Estas características coinciden en la esencia con una serie de pilares básicos:
Compensación, este pilar cuadra totalmente con la segunda característica: poner énfasis en la reparación del daño.
Esta reparación o compensación puede ser muy variada, por ejemplo: disculpas, devolver lo robado, no volver a hacer algo…Esto implica hacer frente a los daños y precisamente por esto se está reconociendo la responsabilidad en el hecho delictivo.
Reintegración, este coincide con la característica que pone su objetivo en reintegrar a la víctima y al infractor.
Ambas partes necesitan despojarse de su “rol” tanto de victima como de infractor y volver a la comunidad como un miembro productivo. La víctima necesita superar el trauma del delito y el infractor convertirse en un ciudadano de bien, apartado del delito.
Encuentro, este pilar encaja con la característica que resalta el hecho de que se debe dar una oportunidad a ambas partes para el encuentro. Generalmente se valorará la conveniencia o no de un encuentro cara a cara sino es posible el mediador o facilitador actuará de puente entre ambos.
Las personas necesitan implicarse y pueden y deben implicarse en un hecho que les afecta tan directamente como es el delito.
Participación, este es semejante a la característica que habla de posibilitar la inclusión de víctima e infractor en los procesos restaurativos. El reconocimiento del delito es muy importante, se quiere que los infractores hablen, lo mismo la víctima, ambos deben participar para saber lo que están sintiendo.
Juntos víctima y ofensor pueden abordar alternativas de solución que no estén contempladas, se puede analizar la compensación (compromiso de pagar cierto dinero, ayudar en su trabajo…), reintegración (se evita o se reduce el tiempo de cárcel, se ponen condiciones para el acuerdo, se ven necesidades mutuas y se ayuda a otras víctimas). Lo importantes es que se piensa en las victimas como nunca se ha hecho.
Mediación penal como herramienta de Justicia Restaurativa
La mediación penal es sin duda, la herramienta restaurativa más conocida y la más aplicada, aunque en la actualidad cada vez más se tiende a explorar la utilización de otras herramientas como las conferencias restaurativas. Esta es un procedimiento que tiene por objeto la reparación y compensación de las consecuencias del hecho delictivo, mediante una prestación voluntaria del autor a favor del ofendido o la víctima y cuando no sea posible realizarlo ante el ofendido se llevará a cabo ante la comunidad.
Se intenta a través de esta mediación rescatar la confianza, credibilidad y eficacia basada en la apertura hacia la diversidad, conscientes de que la justicia y la paz social se pueden alcanzar por vías complementarias a la contienda judicial o litigio, en el entendido de que la garantía de impartición de justicia no se limita a la emisión de sentencias, como quizá muchos ciudadanos creen.
Es un proceso voluntario, gratuito, confidencial, alternativo o complementario al sistema de justicia tradicional, con intervención de un tercero imparcial, economía de tiempo y esfuerzo ya que supone agilizar el proceso, informal pero con estructura y no se pierden derechos (las partes siempre tienen abierta la vía judicial y en cualquier momento pueden desistir de la mediación penal)
Otros definen la mediación en materia penal como un proceso que provee una oportunidad a la víctima interesada de reunirse con el infractor en un escenario seguro y estructurado, enfrentándose en una discusión del delito con la asistencia de un mediador. Ambos conversan sobre el incidente, la victima puede hacer preguntas y recibir información además de expresar sus sentimientos. Las víctimas obtienen una sensación de cierre con respecto al incidente de liberar su ira y otras emociones.
Los infractores consiguen ver a sus víctimas como personas y no sólo como objetos aleatorios, tienen la oportunidad de responsabilizarse, reducir la vergüenza dañina y hacer la restitución. El mediador se reúne individualmente con cada uno, antes de la sesión conjunta, les explica el proceso, analiza las posibilidades de desarrollar el espacio de cada parte, prepara a cada uno en el uso efectivo de la comunicación, aclara presunciones y expectativas.
Asimismo, la recomendación R99, 19 del Comité de ministros del Consejo de Europa, septiembre de 1999. Define mediación penal como “todo proceso que permite a la víctima y al delincuente participar activamente si lo consienten libremente, en la solución de las dificultades resultantes del delito con al ayuda de un tercero independiente (mediador)
Existe multitud de normativa europea e internacional que, de forma directa o indirecta, anima a los países a la incorporación de programas de justicia restaurativa, con especial referencia a la mediación penal. El hito a destacar es el año 2001 con la decisión Marco del Consejo de la Unión Europea ( 2001/220/JAI) relativa al estatuto de la víctima en el proceso penal, ésta en su artículo 10 establece” que los estados miembros procuraran impulsar la mediación en causas penales y velaran porque pueda tomarse todo acuerdo entre victima e infractor con motivo de la mediación” además fija un plazo para que los estados pongan en vigor las disposiciones necesarias para dar cumplimiento a lo estipulado sin que pueda exceder del 22 de marzo de 2006.
Esta decisión marco del 2001 será sustituida por una directiva sobre víctimas de 18 de mayo de 2011, está nueva directiva que esperamos sea pronto transpuesta por España, de hecho para eso estamos trabajando contempla los servicios de justicia restaurativa como servicios de ayuda a las víctimas y ya tiene en cuenta que existen otras herramientas no solo la mediación penal.
Y esto obviamente es lo más lógico, recomendar la incorporación de programas de justicia restaurativa, dejando en cada caso que la tradición, cultura, circunstancias del caso y de las personas decidan la balanza hacia una u otra herramienta.
En España nos queda un largo camino por recorrer sin embargo, la justicia restaurativa es una demanda necesaria para dar a la víctima el papel y el protagonismo que la corresponde por derecho, muchos ya llevamos años con servicios de mediación penal como el de Castilla y León, que tratan de promocionar y dar a conocer a los ciudadanos las bondades de esta forma de ver la justicia, el siguiente paso después de haber organizado dos congresos internacionales será poner en práctica otras herramientas más restaurativas como los círculos o las conferencias.
Virginia Domingo de la Fuente en dialnet.unirioja.es
Nota del editor:
Es muy aconsejable visionar la película Las dos caras de la justicia (2023 – Movistar) de la directora francesa Jeanne Herry, donde se ejemplifica muy bien este concepto de Justicia, que, desde mi punto de vista tiene un claro origen cristiano
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