Adrián  Sosa Nuez

Jean Pierre de Caussade fue uno de los escritores espirituales más notables de la Compañía de Jesús en la Francia del siglo XVIII. Sacerdote jesuita con pocos escritos espirituales [1], de profunda raigambre dogmática pero muy influyentes en la espiritualidad moderna francesa, nace en 1675 en Quercy [2] (actual Lot) y muere, en 1751 en Toulouse. Ejerció como docente de gramática en Auch [3] y fue rector en Albi, también al sur del país [4].

No  poseemos muchos datos acerca de  su  vida y  obra, pero a  decir de algunos autores –en  especial Philippe Lignerolles–, Jean Pierre de Caussade «es una muestra de que la querella Bossuet-Fénelon no acarreó la derrota total de todos los místicos» [5]. Y es que este clérigo de profunda vida interior, en un gran debate en torno al quietismo por parte de esos dos obispos franceses [6], se pertrechó del arsenal teológico esgrimido por Bossuet [7], logrando una síntesis de ambos autores espirituales antagonistas; podríamos decir que estuvo más atento a la «vida real» que a la propia querella teológica. En esta línea, Von Balthasar argumenta:

Cuarenta años después de la condena de Fénelon, en plena ilustración, Caussade, en su comentario a un tratado de Bossuet sobre la oración «contra los falsos místicos de nuestro tiempo», logró una exposición completa del núcleo de la doctrina de Fénelon, sintetizando además, en un sistema de unidad y transparencia muy convincente, toda la «metafísica de los santos», desde los renanos a Juan de la Cruz y los franceses [8].

Es de resaltar, asimismo, la influencia que ejerció sobre él la escritora mística francesa Madame Guyon [9]: «Su obra El abandono a la Providencia divina como el medio más fácil de santificación debe mucho a Madame Guyon» [10]. Por destacar algo de ella, una vez viuda e iniciada en la oración mística, entrará en contacto con «Fenelón en 1688 [quien] le dio acceso a los medios de la corte. La crisis del quietismo la opuso a Bossuet y le valió prisión y luego exilio en provincias» [11].

Como vemos, Caussade se vio inmerso en un ambiente teológico plagado de controversias y, sin vacilar a la hora de involucrarse en él, legitimó una experiencia mística que se encontraba en entredicho. Sus obras nos han llegado a través de numerosas ediciones traducidas a varios idiomas, sobre todo inglés y castellano. Hombre profundamente espiritual, Caussade practicaba la tendencia ascética francesa imperante del momento [12]: «el abandono en Dios». Precisamente en el análisis de sus cartas dedicadas a ese tema, el del abandono humano a la voluntad divina, centraremos nuestra reflexión.

1.       La obra sobre L’Abandon y otros escritos

La obra L’Abandon à la Divine Providence (El abandono en la Divina Providencia) se compone de la recopilación a manos del eminente jesuita Henri Ramière [13] (1821-1884) –director del Apostolado de la Oración y apóstol del Corazón de Jesús– de unas cartas [14] que el Padre Caussade escribió a las monjas de la Visitación en Nancy [15] durante sus seis años como padre espiritual de las mismas (de 1733 a 1739). Es así como ha llegado hasta nosotros esta obra, la más influyente de todas las de su autoría, reeditada y traducida en numerosas ocasiones. Nosotros nos valdremos de la última de las ediciones en español disponible (Jean Pierre de Caussade, El abandono en la divina Providencia, Gratis date, Pamplona, 2000) a la hora de recurrir al análisis directo de los textos [16]. De su obra completa señalan algunos autores –como Jean-Pierre Meynard– que «su Tratado sobre la oración del corazón, sus Instrucciones espirituales y sus Cartas espirituales solo tuvieron influencia a partir del siglo XIX» [17].

1.1.       Precedentes al Abandono en la Divina Providencia de Causade

Si buscamos los precedentes más próximos al «abandono» de Caussade, deberíamos traer a colación en primer lugar al propio fundador de la Compañía de Jesús: San Ignacio de Loyola. La influencia de este santo es más que segura sobre la espiritualidad de Jean Pierre de Caussade, por lo que debemos sondear el motivo de dicha influencia. Para ello recurrimos a la noción ignaciana, reflejada en sus Ejercicios Espirituales, de «indiferencia espiritual»; para Ignacio «indiferencia» es «disponibilidad», o «abandono» –no en el sentido de pereza o dejadez, sino el abandono en manos de Dios– [18]. Indiferencia es la disponibilidad para conocer la voluntad de Dios y seguirla, como también defenderá el autor francés [19].

Otro autor importante en este sentido es Alonso Rodríguez [20] (1526-1616), jesuita al igual que el Padre Caussade, autor de Tratado de la conformidad con la voluntad de Dios, en que profundiza en los medios de que disponen los cristianos para «abandonarse» a la voluntad de Dios [21].

Aparte del Tratado, otra de sus obras importantes es la titulada Ejercicio de perfección (1609). En este libro, Rodríguez enriquece la noción del abandono cristiano, proponiendo un tipo de abandono «activo» en Dios. Así, en el primero de los tomos, a mitad del capítulo VIII, leemos: «Para que Dios nos tome como instrumento para hacer mucho fruto en los prójimos es muy importante que nosotros estemos muy aprovechados en virtud» [22]. Y es que los hombres verdaderamente abandonados a la voluntad de Dios están llamados a hacer que otros también se abandonen en ella. A este respecto, lanzaba la siguiente cuestión: «Si vos no estáis encendido en fuego de amor de Dios ¿cómo habéis de encender a otros?» [23].

Con todo, tampoco podríamos pasar por alto el «abandono confiado» al que invitaba en sus escritos San Francisco de Sales, considerado como uno de los doctores por excelencia del abandono a la Providencia, siendo el gran pilar en esa orientación espiritual –especialmente francesa–, que luego beneficiaría al patrimonio universal de la Iglesia [24].

De este «abandono» al que nos invita el santo, es testigo su obra Tratado del Amor de Dios, en la cual aconseja:

Vivir en el mundo y en esta vida mortal contra todas las opiniones y las máximas mundanas y contra la corriente del río de esta vida, mediante una habitual resignación, renuncia y abnegación de nosotros mismos, esto no es vivir humanamente, sino sobrehumanamente; no es vivir en nosotros, sino fuera y por encima de nosotros, y, puesto que nadie puede salir de esta manera de sí mismo, si el Padre eterno no le atrae, síguese que este género de vida es un arrobamiento continuo y un éxtasis perpetuo de acción y operación [25].

Profundizando en su visión acerca del abandono humano a la divina voluntad, continúa argumentando San Francisco de Sales que:

Esta unión y conformidad con el beneplácito divino se hace o por la santa resignación o por la santa indiferencia. Ahora bien, la resignación se practica a manera de esfuerzo y sumisión; quisiera vivir en lugar de morir; sin embargo, puesto que la voluntad de Dios es que muera, me conformo con ello. Estas son palabras de resignación y de aceptación, fruto del sufrimiento y de la paciencia [26].

Prácticamente a renglón seguido, comienza el capítulo siguiente matizando que «la indiferencia está por encima de la resignación, porque no ama cosa alguna, sino por amor a la voluntad de Dios» [27]. Así las cosas, vemos que las nociones de resignación, indiferencia y abandono –en lo que se refiere a la vida espiritual–, están estrechamente relacionadas, tanto en este como en otros autores místicos (San Ignacio de Loyola, p.ej.).

Al igual que Jean Pierre de Caussade hará más tarde, San Francisco de Sales hace una llamada universal a este abandono, diciendo que es posible hasta para el último de los cristianos. Esta aportación se halla en su otra gran obra Introducción a la vida devota:

En la creación, manda Dios a las plantas que lleven sus frutos, cada una según su especie; de la misma manera que a los cristianos, plantas vivas de la Iglesia, les manda que produzcan frutos de devoción, cada uno según su condición y estado. De diferente manera han de practicar la devoción el noble y el artesano, el criado y el príncipe, la viuda, la soltera y la casada; y no solamente esto, sino que es menester acomodar la práctica de la devoción a las fuerzas, a los quehaceres y a las obligaciones de cada persona en particular [28].

Veamos ahora la similitud de este texto con uno de los de nuestro autor, más concretamente en lo que respecta a ese imperativo universal a la santidad:

Quiera Dios que los reyes y sus ministros, los príncipes de la Iglesia y del mundo, sacerdotes, soldados, ciudadanos, todos, en una palabra, se convenzan de la facilidad con que pueden llegar a una santidad eminente. Para conseguirla solo es necesario cumplir fielmente con los sencillos deberes del cristianismo y del propio estado, abrazar con paciencia las cruces que éstos traen consigo, someterse a los designios de la Providencia, cumpliendo incesantemente todo cuanto el presente nos ofrezca para hacer o padecer [29].

En lo referente al concepto de Divina Providencia, encontramos en esta magnífica obra de Francisco de Sales la siguiente apreciación: «Dios te ha favorecido. ¡Cuántos han sido criados groseramente y en la mayor ignorancia, y la Providencia divina ha hecho que tú fueses educada con urbanidad y con decoro!» [30] Muy similar, también, a lo que después escribiría Jean Pierre en su L’Abandon: «Nosotros vamos a ser los santos de Dios, de su gracia y de su Providencia especial. […] Caminando con simplicidad por el sendero que Él nos ha trazado, y en el que todo es tan pequeño a nuestros ojos y a los del mundo» [31].

En las páginas de la Introducción a la vida devota, encontramos más de una alusión por parte del santo francés a la Providencia divina, a cuál más interesante para comprender luego mejor la intención de la obra de Caussade:

Encomendemos a la Providencia divina nuestro cuerpo, nuestra alma, la Iglesia, los padres, los amigos [32].

Y, en todos tus negocios, estriba únicamente en la Providencia de Dios, pues solo por ella tendrán éxito tus designios; trabaja, empero, por tu parte, suavemente, para cooperar con la Providencia, y después, cree que, si confías en Dios, el resultado que obtengas siempre será el más provechoso para ti, ya te parezca bueno, ya malo, según tu particular juicio [33].

Mientras la divina Providencia no te envíe aflicciones tan sentidas y tan grandes, mientras no te pida tus ojos, dale a lo menos tus cabellos, es decir, soporta con dulzura las pequeñas injurias, las pequeñas incomodidades, las pequeñas pérdidas cotidianas, porque, con estas pequeñas ocasiones, aceptadas con amor y afecto, ganarás enteramente su corazón y lo harás tuyo [34].

No digo que no se puedan tener simples deseos de verse libre de ellas; lo que digo es que no hemos de poner en ello el corazón, sino, antes bien, abandonarnos a la pura merced de la especial Providencia de Dios, a fin de que se sirva de nosotros, según le plazca, en medio de estas espinas y de estos desiertos. En tal estado, pues, digamos a Dios: ‘¡Oh Padre!, si es posible, que pase de mí este cáliz’; pero añadamos con valor: ‘mas no se haga mi voluntad sino la tuya’; y detengámonos en esto con toda la calma que nos sea posible, ya que Dios, al vernos en esta santa indiferencia, nos consolaría con gracias y favores [35].

Otro de los autores que marcaron a Jean Pierre de Caussade fue, con toda probabilidad, San Claudio de Colombière (1641-1682) [36], otro santo también jesuita autor de El abandono confiado a la Divina Providencia, con un título prácticamente idéntico al de la obra de nuestro autor. Sus destinos también estarían entrelazados de manera peculiar, pues en pleno desempeño pastoral, Colombière predicó en la comunidad de la Visitación, la misma a la que el Padre Caussade dirigiría años más tardes sus cartas. Muy importante es también notar que el santo trabajó incansablemente en la propagación de la devoción al Sagrado Corazón [37], pues veía en ella el mejor antídoto contra el jansenismo, uno de los enemigos declarados del propio Jean Pierre de Caussade. A la luz de lo anterior podríamos, por tanto, calificar a Caussade como discípulo cuasi directo de San Claudio, tanto por su espiritualidad como por su misión.

De la obra de este santo cabe destacar que se trata de un opúsculo –menos de la mitad en extensión que la obra de Caussade–, de corte más devocional que teológico, dividido en cuatro capítulos, que a su vez se subdividen en epígrafes:

I.               Verdades consoladoras. a) Confiemos en la sabiduría de Dios. b) Cuando Dios nos prueba. c) Arrojarse en los brazos de Dios. d) Práctica del abandono confiado.

II.             Las adversidades son útiles a los justos, necesarias a los pecadores. a) Hay que confiar en la Providencia. b) Ventajas inesperadas de las pruebas. c) Ocasiones de méritos y de la salvación.

III.           Recurso a la oración a) Para obtener bienes. b) Para apartar los males. c) No se pide bastante. d) Perseverancia en la oración e) Una confianza obstinada [38].

Del cuarto punto del primer capítulo, titulado Práctica del abandono confiado, rescatamos su noción particular acerca del abandono a la Providencia de Dios, en donde San Claudio recalca su necesidad para madurar espiritualmente, en el sentido de aprovechar las pruebas cotidianas de la vida para salir fortalecidos:

Nos queda por ver cómo podemos alcanzar esta feliz sumisión. Un camino seguro para conducirnos es el ejercicio frecuente de esta virtud. Pero como las grandes ocasiones de practicarla son bastante raras, es necesario aprovechar las pequeñas que son diarias y cuyo buen uso nos prepara en seguida para soportar los mayores reveses, sin conmovernos. […] Pues si alguien tuviera cuidado para ofrecer a Dios todas estas contrariedades y aceptarlas como dadas por su Providencia, y si además se dispusiera insensiblemente a una unión muy íntima con Dios, será capaz en poco tiempo de soportar los más tristes y funestos accidentes de la vida [39].

Por último, hemos de citar a un personaje mencionado en la parte biográfica dedicada a Caussade: Jacobo Benigno Bossuet (1627-1704), obispo de Condom, un férreo oponente de una herejía contra la que también lucharía Jean Pierre de Caussade: el quietismo. Su obra Discursos sobre el acto del abandono a Dios [40], influyó sin duda en L’Abandon, como ya advertimos en la vida de nuestro autor; el propio Caussade, con las armas teológicas de Bossuet, en medio de aquel ambiente eclesial revuelto por la Ilustración y siendo director espiritual de las monjas de la Visitación, mostrará una profunda preocupación en sus escritos –al igual que primero San Claudio de Colombière y luego de alguna forma Bossuet– por la espiritualidad de sus discípulas, de tal modo que no se vieran contaminadas por las herejías imperantes del momento: el quietismo y el jansenismo.

1.2.       El abandono en la Divina Providencia de Jean Pierre de Causade

La idea principal en las cartas de Caussade es el abandono, completo y absoluto, a la Divina Providencia. Este fue el motivo principal de su propia vida espiritual, y la nota clave de su dirección de almas.

En cuanto a los contenidos principales y globales de la obra apuntamos que este Tratado se compone, como veremos, de dos aspectos diferentes de abandono a la Divina Providencia: a) como una virtud, común y necesario para todos los cristianos; b) como un estado, propio de las almas que han hecho una práctica especial de abandono a la voluntad de Dios.

Con su forma de escribir y con sus ideas Caussade hace ver que la esencia del cristianismo, y de toda práctica religiosa, es la verdadera pureza del corazón y la entrega generosa y total a la voluntad de Dios. Entrega pura y generosa que es factible a cada instante y acontecimiento de la vida porque, como bien dice, «cada instante trae consigo un deber, que es preciso cumplir con fidelidad» [41]. Pero hay que advertir que su idea de abandono a la Divina Providencia está lejos de la falsa inactividad de los quietistas, por un lado, y de la falsa resignación «fatalista» por otro. Es verdadero «abandono» el que apunta a una relación de confianza, infantil, pacífica y sumisa a la orientación de la gracia y del Espíritu Santo, principal agente de la Providencia amorosa de Dios.

En la edición de la obra que manejamos, ya en su introducción José María Iraburu [42] la considera una «obra imperfecta, ante todo, porque se trata principalmente de un conjunto de cartas ocasionales de dirección espiritual o de fragmentos de instrucciones» [43] pero, a la vez, una «obra genial» porque:

Parece cierto, sin embargo, que el Padre de Caussade, por especial don de Dios, ha vivido personalmente y ha expresado con genial elocuencia la santificación diaria del momento presente, la fuerza santificante de las pequeñas cosas de cada día, en las que la fe ha de captar continuamente la ordenación bondadosa de la Providencia divina [44].

A esto último, la Providencia amorosa de Dios para con los creyentes, dedica Jean Pierre de Caussade estos escritos. Y afirma que «Dios habla hoy como ayer» [45] y que de nuestra parte queda el saber escucharlo para sacar el máximo fruto de ello. Desde el principio, la obra pone como ejemplo de creyente que escucha –de manera muy certera–, a la Virgen María, modelo de abandonarse a Dios y a su Providencia, y recomienda, que de esa misma forma, nos dejemos «llevar por Dios en cada instante» [46].

A este respecto, a renglón seguido Caussade hace una clara y peculiar distinción entre que el alma viva en Dios o que Dios viva en el alma. Nuestro objetivo sería más bien lo segundo, llegando así al estado espiritual «de Jesús, de la santísima Virgen y de San José» [47]. Para que esto sea posible, en el capítulo III exhorta a:

Seguir lo que se presenta como moción de la gracia, sin apoyarse ni un solo momento en las propias reflexiones, razonamientos o esfuerzos. Hay que tener presente todo esto, pero para el momento en que Dios venga, sin realizar opciones propias. Dios nos da su voluntad, ya que en este estado Él vive en nosotros. En efecto, la voluntad de Dios ha de ocupar aquí el lugar de todos nuestros apoyos ordinarios [48].

Con todo, vemos cómo se hace necesaria una «docilidad a la voluntad de Dios» [49] que nos determine a seguir su Divina Providencia y que se resume en el hecho de que «el alma, sin apego a nada, debe abandonarse en el seno de la Providencia, seguir constantemente el amor por el camino de la cruz, de los deberes ciertos y de las mociones indudables» [50].

De lo anterior deducimos que el abandono en la Divina Providencia supone tres tipos de realidades espirituales que consisten en: seguir la cruz, aquello que es deber cierto y exacto y, por último, aquellas mociones [51] que la Divina Providencia hace a quien se abandona a ella.

El título del capítulo VIII dice mucho de lo que supone tal abandono. Apunta que «hay que sacrificarse a Dios por amor al deber. Fidelidad para cumplirlo y parte del alma en la obra de la santificación. Dios hace todo el resto Él solo» [52].

Y este estado es tan importante para Caussade, que él mismo considera que:

El abandono comprende en el corazón todas las maneras posibles de fidelidad, porque estando el propio ser entregado a la voluntad de Dios, y hecha esta cesión de sí mismo por puro amor, afecta a todas las operaciones posibles de ese beneplácito divino. Así el alma en cada instante se ejercita en un infinito abandono, pues todas las condiciones y maneras posibles están comprendidas en su virtud [53].

De ahí que solo «hay santidad en la medida en que amamos la voluntad de Dios, y cuanto más amamos la ordenación y voluntad divina, cualquiera que sea la naturaleza contenida en su ordenación, tanto más santos somos» [54].

Santidad, pues, tiene mucho que ver con abandonarse a la Divina Providencia. Para ello hay tres deberes que cumplir:

Hay un primer deber, referente a lo necesario, que es obligado cumplir. Un segundo deber es el del abandono y la pura pasividad. Y hay un tercero que requiere un corazón sencillo, dulce y suave, es decir, movilidad del alma al soplo de la gracia, que le mueve a hacer todo, y por la que ha de dejarse llevar, obedeciendo sencilla y libremente sus mociones. Y para evitar engaños, nunca Dios deja de dar a las almas sabios guías, con discernimiento para señalar la libertad o la reserva que convienen al seguir esas inspiraciones.

Pues bien, es el tercer deber el que propiamente excede toda ley, toda forma y toda manera determinada. Es el que hace que este designio sea tan extraordinario y singular, es Él quien regula sus oraciones vocales, sus palabras interiores, el sentimiento de sus facultades y la luminosidad de su vida, ciertas austeridades, este celo, aquella prodigalidad total de sí mismo hacia el prójimo. Y como todo esto pertenece a la ley interior del Espíritu Santo, nadie se lo ha de imponer y prescribir a sí mismo, ni desearlo, ni quejarse de no tener estas gracias que nos permiten procurar esas virtudes no comunes, ya que ellas, en una u otra circunstancia, deben surgir solo por la voluntad de Dios [55].

Profundiza en ese abandono, seguramente identificando su propio camino y propósito espiritual, llamando a todos los creyentes a que confíen sus vidas plenamente a Dios:

Pienso yo que si las almas que aspiran a la perfección conocieran bien y practicaran esta doctrina, se evitarían muchos trabajos. Y lo mismo digo de las personas del mundo. Si conociesen las primeras el mérito escondido en sus deberes diarios y en las actividades propias de su estado; y si las segundas entendieran que la santidad consiste muy principalmente en cosas pequeñas, de las que no hacen caso, creyéndolas insignificantes al efecto –pues se han hecho de la santidad unas ideas asombrosas que, por muy buenas que sean, no hacen sino perjudicarles, pues la limitan a lo brillante y maravilloso–; si todas, unas y otras, comprendiesen que la santidad consiste en todas las cruces Providenciales de cada momento, las inherentes al estado propio; y que todo eso que no tiene nada de extraordinario puede conducir a la más alta perfección, y que la piedra filosofal es la obediencia a la voluntad de Dios, que transforma en oro divino todas y cada una de sus ocupaciones… ¡qué felices serían! Cómo entenderían que para ser santo no es necesario sino hacer lo que hacen y sufrir lo que sufren. Cómo verían que eso que ellas dejan perder y estiman en nada bastaría para adquirir una santidad eminente [56].

A la luz de estos textos, entendemos que los creyentes hemos de aprender de las pequeñas cosas de cada día, aprovechándolas para crecer en santidad, y no pretendiendo en todo momento grandes signos, prodigios o episodios místicos, sino solo un corazón abierto al encuentro con ese Dios que se manifestó, no en el huracán, sino en la brisa (cf. 1R 19, 3-15).

Como podemos comprobar, Caussade tiene como principal motivo de estos escritos difundir que es necesario, y muy importante, dejarse llevar por Dios, por medio de lo que su Divina Providencia tiene para nosotros previsto y, en efecto, nos ofrece. Para eso hace falta tener una voluntad dada a cumplir la que es de Dios y, en fin «ver al Señor en todo lo que sucede» [57] pues, en relación directa a lo que significa ser criaturas de Dios, apunta que:

Todas las criaturas viven en la mano de Dios. Los sentidos no ven otra cosa que la acción de la criatura, pero la fe cree en la acción divina y la ve en todo. La fe ve que Jesucristo vive y obra en todo el curso de los siglos, y que el menor instante y el más pequeño átomo contienen una porción de esta vida oculta y de esta acción misteriosa. La acción de las criaturas es un velo que cubre los profundos misterios de la acción divina [58].

Y añade que para quien tiene fe y sabe abandonarse a la Divina Providencia:

La voluntad de Dios dispone en cada momento el instrumento que conviene, y el alma sencilla, sostenida por la fe, encuentra todo bien y no desea ni más ni menos de lo que tiene. Bendice, pues, en todo momento la mano divina, que derrama suavemente sus aguas tan santificantes en el fondo del alma; y así recibe con igual dulzura a los amigos y a los enemigos, pues ésa es la forma que tiene Jesús de tratar como instrumento divino a todas las cosas.

En esa actitud espiritual no se necesita de nadie, y sin embargo de todos se necesita. Hay que recibir la acción divina, cuya ordenación es en todo necesaria, según su calidad y naturaleza, y corresponder con dulzura y humildad [59].

No obstante, por cuanto se pueda decir sobre el abandono en la Divina Providencia, el modelo más sencillo para comprender lo que supone no es otro sino Jesús de Nazaret. En él, Hijo de Dios y hermano nuestro, tenemos al perfecto abandonado en Providencia de su Padre. Casi al final del libro escribe:

Si queréis vivir evangélicamente, vivid en pleno y puro abandono a la acción de Dios. Jesucristo es la fuente de este abandono, y «Él era ayer, es hoy mismo y lo será eternamente» [Hb 13, 8], para continuar siempre su vida y no para recomenzarla. Lo que Él hizo, hecho está, y lo que resta, lo va haciendo en todo momento. Cada santo recibe una parte de esta vida divina. Jesucristo es siempre el mismo, aunque sea diferente en cada uno de sus santos. La vida de cada santo es la misma vida de Jesucristo, es un Evangelio nuevo [60].

Salta a la vista que éste, y todos sus escritos [61], son sumamente actuales y adecuados para el momento presente, como diremos. El caso es que, a grandes rasgos, existe una profunda comunión en la espiritualidad cristiana de distintas épocas [62]. Y es que la vida espiritual católica ha de ser siempre la misma, en cualquier época y circunstancia; de ahí la importancia de una profunda comunión doctrinal y espiritual con la Iglesia universal, como experimentó Caussade. Solo así podía luchar contra el jansenismo y el quietismo de la forma en que lo hizo [63].

Conviene recordar que nuestro autor se enmarca en un momento de la historia de la Iglesia en que sigue abierto el problema antropológico de la relación entre la naturaleza y la gracia [64]. Un asunto este que no había sido suficientemente solventado en el Concilio de Trento [65]. Y si bien los protestantes, en especial los calvinistas, habían hecho una interpretación propia del «problema del sobrenatural» de corte determinista, también el mundo católico, y su teología magisterial, se iba a ver fuertemente tambaleado por dos tendencias algo opuestas en este debate: jansenismo y quietismo.

Para lo que nos atañe, Caussade se percató, por un lado, de que el jansenismo exacerbaba de tal forma la omnipotencia y la omnisciencia divinas, que terminó derivando en un cierto determinismo [66] en su visión doctrinal y en un elevado «puritanismo» [67] en lo referente a asuntos morales. Por otro, también advirtió el «pasivismo» el que iba a recaer el quietismo, haciendo resurgir el debate de la armónica relación que se ha de dar entre la fe y las obras, al ignorar –quizás de forma excesiva– que la experiencia mística se puede dar tanto en la contemplación como en la acción [68]. Sirva de ejemplo una crítica del dominico Royo Marín [69]:

Es el quietismo, ridícula caricatura del recogimiento y vida contemplativa, que coincide en realidad con el más repugnante egoísmo [...] El quietista no quiere meterse en nada. So pretexto de concentración y oración, se encastilla en su aislamiento y ociosidad sin pensar en nadie fuera de sí mismo ni preocuparse de otra cosa que de sus propios intereses. [...] Es muy cómodo no meterse en nada ni abandonar un instante la dulce ociosidad –il dolce far niente– pero no es lícito llamarse discípulo de Jesucristo que precisamente por haberse metido en todo acabó muriendo en lo alto de una cruz [70].

Sobre la base de lo tratado, pasamos ahora a analizar teológicamente la que nosotros consideramos como la mayor aportación de Caussade.

2.       La Divina Providencia en Caussade

Este punto es crucial en la obra del autor; tanto es así que el mismo Ramière, cuando realizó la edición, lo puso como título. Observamos cómo en la mayoría de los temas que aborda Caussade en sus escritos, aparece esta llamada al «abandono» confiado por parte del creyente en la Divina Providencia. No en vano, la tesis principal de su obra, según palabras del autor, es que «la Providencia divina manifiesta en todo su esplendor lo que es para aquellos que se abandonan totalmente a ella» [71].

Por concretar ulteriormente esta idea, veamos cómo Caussade dedica cinco puntos –conforme a la recopilación de las epístolas por parte de Ramière– para desarrollar ampliamente este concepto. Por orden de aparición en el texto, se titulan: Modo de actuar en el estado de abandono y pasividad, y antes de que se haya llegado a Él; Disposiciones para el abandono y sus efectos; el estado de abandono, su necesidad y sus maravillas; Pura fe y abandono en la acción divina; En el puro abandono en Dios todo lo que parece oscuridad es actividad de la fe.

Para sistematizar y dar cuerpo a su idea del abandono en Dios, abordamos los puntos o ideas no por su orden de aparición, sino por su trascendencia en el desarrollo de la noción, recordando que en ocasiones se repiten en sus escritos las mismas aproximaciones teológicas con diferentes palabras.

Una frase marco, que recuperamos de la parte final del punto anterior, es aquella que dice: «Cuando Dios vive en el alma, ésta debe abandonarse totalmente a su Providencia» [72]. Es decir que, según el autor, en esta acción de Dios para con el alma existen diferentes momentos que dan como fruto diferentes «estados» del alma; estados que el padre Ramière refiere como «estado activo» (cuando el alma vive en Dios) y «estado pasivo» (cuando Dios vive en el alma) [73]. En lo que al abandono se refiere, el «estado» ideal del alma es este último y, cuando se alcanza, «ella [el alma] no ha de hacer nada desde sí misma, sino aquello que le es dado hacer en cada momento movida por el principio que la anima» [74]. En este estado, sigue diciendo Caussade:

Ya no hay provisiones, ni caminos trazados. Es como un niño a quien se lleva donde se quiere, y que se limita a ver las cosas que se le van presentando. No hay ya libros señalados para esta persona. No raras veces se ve privada de director espiritual, y Dios las deja sin otro apoyo que Él mismo. Permanece así en la tiniebla y el olvido, el abandono, la muerte y la nada [75].

El objetivo del alma debe ser siempre el del abandono, una vez se llega a este estado, pues según nuestro autor:

Todo lo que las otras almas encuentran con su esfuerzo, ésta lo recibe en su abandono. Todo lo que las otras guardan con precaución, para retomarlo cuando les convenga, ella lo recibe en el momento en que lo necesita, admitiendo precisamente solo aquello que Dios tiene a bien darle, para así vivir solamente de Él [76].

Y continúa matizando Caussade que:

Las otras almas emprenden para la gloria de Dios un sin fin de cosas, pero ésta a veces está en un rincón del mundo, como los restos de un vasija rota, que yo se sirva para nada. El alma que se ve en tal estado, desprendida de las criaturas, pero gozando de Dios por un amor muy real, muy verdadero, muy activo, aunque infuso, en el reposo, no se inclina a ninguna cosa por su propio deseo. Ella solamente sabe dejarse llenar por Dios, y ponerse en sus manos para servirle de la manera que Él disponga [77].

Pero una vez visto el modo de actuar cuando se alcanza ese estado ideal en Dios, Caussade habla de ciertas disposiciones del alma necesarias para tal fin. En este sentido, un punto que sintetiza muy bien esta idea se titula precisamente: Disposiciones para el abandono y sus efectos.

En este apartado comenta, primeramente, que debe existir un cierto ejercicio de ascetismo por parte del alma fiel [78], y exhorta:

¡Qué desasido hay que estar de todo lo que se siente o se hace para caminar por esta vía, en la que solo cuenta Dios y el deber de cada momento! Todas las intenciones que vayan más allá de esto deben ser eliminadas. Es preciso limitarse al momento presente, sin pensar en el precedente, ni en el que va a seguir [79].

En la misma línea, y profundizando en el modo de abandono cristiano, asevera que:

Es preciso, entonces, seguir lo que se presenta como moción de la gracia, sin apoyarse ni un solo momento en las propias reflexiones, razonamientos o esfuerzos. Hay que tener presente todo esto, pero para el momento en que Dios venga, sin realizar opciones propias. Dios nos da su voluntad, ya que en este estado Él vive en nosotros. En efecto, la voluntad de Dios ha de ocupar aquí el lugar de todos nuestros apoyos ordinarios [80].

Una vez que esta disposición del alma es plena, «cada momento va urgiendo la acción de cada una de las virtudes. Y el alma abandonada responde con fidelidad en cada instante» [81]. La Divina Providencia, por medio de su acción, va poseyendo el alma de tal forma que «en todas las cosas que van haciendo estas almas, no sienten sino la moción interior para hacerlas, sin saber por qué» [82]. Sintetizando lo anterior, podemos afirmar que «abandonar el alma a Dios» quiere decir dejarse llevar por Dios una vez que le sentimos llegar a nosotros con especial fuerza, haciendo los esfuerzos necesarios a fin de hacer desaparecer del alma todo obstáculo que impida este sublime advenimiento.

A modo de conclusión de este punto, rescatamos la recomendación de Caussade cuando afirma: «Sí, queridas almas, almas sencillas, dejad a Dios lo que le corresponde y, con paz y dulzura, id hilando vuestro copo. Estad convencidas de que lo que os pasa interiormente, así como exteriormente, es lo mejor. Dejadle hacer a Dios y estadle abandonadas» [83]. Un abandono que le es posible al hombre en todo momento y lugar, pues –para nuestro autor– «en el abandono la única regla es el momento presente» [84].

3.       Actualidad de la obra de Jean Pierre de Caussade

Otra cuestión que no puede faltar, una vez vista la actualidad de nuestro tema, es constatar la actualidad del propio Jean Pierre de Caussade. Y es que, no en vano, se le considera como uno de los escritores franceses más influyentes en la espiritualidad de los siglos XIX y XX [85] Se podrá ver que, a partir de la edición del L’Abandon de Caussade en el año 1861, el espíritu de esta obra va a aparecer una y otra vez en muchos autores espirituales, sobre todo de la tradición francesa. En esta línea nos podrían servir de ejemplo El santo abandono [86] de Vital Lehodey [87] (1857-1948), o La Providencia y la confianza en Dios: fidelidad y abandono [88], de Réginald Garrigou-Lagrange [89] (1877-1964), entre otros.

También cabe decir que su huella se ha visto reflejada en grandes místicos modernos como lo fue, por ejemplo, San Carlos de Foucauld. Antoine Chatelard [90], que tiene una obra dedicada a Foucauld [91], indaga en los momentos más significativos de la vida del santo, recurriendo a hacer uso de sus pasajes más íntimos en los escritos del propio Foucauld ‒principalmente de su correspondencia con el P. Huvelin [92]‒ conociéndole de esta forma en su foro más interno. Pablo Marti, en una reseña dedicada a esta obra, apunta que «nos encontramos con una buena biografía de Carlos de Foucauld, beatificado en 2005, que permite introducirnos en su experiencia interior y en la comprensión de su mensaje particular» [93].

En la primera parte del libro se dice que en una de las cartas que escribe a Huvelin (1889), se ve «exactamente la puesta en práctica de la espiritualidad del momento presente, que ha descubierto en el P. Caussade» [94]. Además, en la nota a pie de página de esa misma cita, Chatelard apunta: «Sobre el P. Caussade y su libro, escribirá Carlos de Foucauld a una Hermana Blanca, el 24 de diciembre de 1904: ‘Es uno de los libros que más estoy viviendo. Bajo el título El abandono en la Providencia contiene otras muchas cosas; se puede vivir de él’. Cf. Carlos de Foucauld, Correspondances sahariennes, o.c., 957» [95].

Chatelard advierte que esta fascinación del místico Foucauld por Jean Pierre de Caussade no iba a pasar desapercibida, sucediéndose muy pronto algunas de las réplicas más inmediatas:

Se trata de Sor Agustina. Se conocieron poco menos de tres años antes, durante su estancia en Ghardaïa. Habiendo leído el libro del P. Caussade ‘El abandono en la Providencia’, […] regalado por el hermano Carlos, Sor Agustina le escribe sus dificultades y su deseo de una vida más plenamente entregada a Dios, en condiciones distintas a las de sus responsabilidades actuales. De ahí surge un intercambio de cartas íntimas en las que, además de los problemas generales de la implantación de comunidades en el sur, se trata de dirección espiritual [96].

En otro libro, titulado Las bienaventuranzas hoy de Jean-Francois Six [97], el autor es incluso más directo que Chatelard en lo referente a la influencia que Caussade ejerció sobre la espiritualidad de Foucauld, llegando incluso a afirmar que su famosa oración de abandono [98] bebe directamente de L’Abandon: «Hablando del libro del padre De Caussade, El abandono en la divina Providencia, decía Carlos de Foucauld que era el escrito que más profundamente había marcado su vida. Y se conoce la oración de abandono escrita por el hermano Carlos siguiendo esa línea» [99].

También en lo referente a la actualidad de nuestro autor, ya desde otra perspectiva, vemos cómo al más puro estilo del Vaticano II, Jean Pierre de Caussade va a hacer, desde su contexto y época concreta, su particular «llamada universal a la santidad». Y es que, cronológicamente, primero Caussade y luego el magisterio de la Iglesia –por medio del Concilio Vaticano II– extiende a todos el concepto de santidad y el deber de ser santos, que previamente parecía quedar relegado para quienes militaban en los estados de consagración. Aquí es importante que nos percatemos del gran mérito que tuvo nuestro autor al hacer tal llamada en el ambiente que le rodeaba.

En lo que atañe a la actualidad teológica de la Divina Providencia, hemos observado que sin ser un asunto olvidado, sí que ha traspasado la frontera apologética y de fundamentación, para situarse ahora en un diálogo con la ciencia actual, sobre todo en la frontera con la biología y con unos de sus temas estrella: el evolucionismo.

Si prestamos atención a la actitud adoptada por el Magisterio de la Iglesia hacia las teorías de la evolución, descubriremos que siempre se ha caracterizado por la prudencia. Si bien reconoce que parten de hipótesis científicas serias, dignas de ser tenidas en cuenta, a la vez aconseja ciertas cautelas en orden a su interpretación.

Ya en otro escenario cabría decir también, para finalizar, que la Providencia es un tema que gusta a los cristianos de todas las confesiones, y que precisamente en donde más se ha podido enriquecer el dogma ha sido en esos debates de índole ecuménico, o incluso a partir de los movimientos de carácter cismático dentro de la propia Iglesia católica.

Animamos desde estas líneas a seguir profundizando en la figura de este magnífico escritor espiritual francés.

Adrián  Sosa Nuez en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1    Entre los que destacan: Instructions spirituelles en forme de dialogues sur les divers états d’Oraison, d’après le doctrine de M. Bossuet, évêque de Meaux, Perpignan, 1741 (Instrucciones espirituales en forma de diálogos sobre diversos estados de oración, de acuerdo con la doctrina de M. Bossuet, obispo de Meaux); Bossuet, maître d’oraison, Paris, 1931; L’abandon à la Divine Providence, Paris 1966. (El abandono en la Divina Providencia o El Sacramento del Momento Presente); Lettres spirituelles, Paris, 1962-64. (Cartas espirituales). Traité sur l’oraison du coeur, Paris, 1981 (Tratado de la oración del corazón).

2      Quercy fue una provincia de Francia durante el Antiguo Régimen.

3      Ciudad situada al sur de Francia.

4      Cf. P. DE LIGNEROLLES – J.P. MEYNARD, Historia de la Espiritualidad Cristiana, 259; J.P. CAUSSADE, El abandono en la divina Providencia, Gratis date, Pamplona 2000; R. J. FOSTER, The Sacrament of the Present Moment (Introduction), Harper Collins, San Francisco 1982, 13 y 14.

5      P. DE LIGNEROLLES – J.P. MEYNARD, Historia de la Espiritualidad Cristiana, 259.

6      Jacobo Benigno Bossuet, obispo de Condom, entrará en un áspero conflicto con Francois Fénelon, obispo de Cambrai, que se inclinaba hacia el quietismo. Cf. P. DE LIGNEROLLES – J.P. MEYNARD, Historia de la Espiritualidad Cristiana, 255.

7      Cf. Ibíd., 255.

8      H.U. VON BALTHASAR, Metafísica: Edad Moderna, Encuentro, Madrid 1992, 128.

9      «Jeanne se sintió atraída por la vida religiosa siendo niña, pero su familia se opuso y la obligó a un matrimonio poco dichoso. Viuda en 1676 y ya iniciada en la oración mística, se lanzó a un verdadero apostolado espiritual itinerante…. Personaje complejo, de una naturaleza exaltada que multiplicaba los escritos apresurados, fue el heraldo del amor puro y del estado pasivo. Su influencia fue a menudo torpe y ambigua, pero es difícil no reconocerle la sinceridad de su fervor». P. DE LIGNEROLLES – J.P. MEYNARD, Historia de la Espiritualidad Cristiana, 259.

10      Ibíd., 259.

11      Ibíd., 255.

12      Como a renglón seguido analizaremos.

13      Cf. E. PALOMAR MALDONADO, El pensamiento político de Henri Ramièr, Universidad Pontificia de Comillas, Madrid 1991; ID., Sociedad y autoridad políticas en Enrique Ramiére, Universidad Complutense, Facultad de Derecho, Madrid 2001.

14      Esto implica inevitablemente un gran desorden en la exposición de las ideas, una falta de precisión teológica en ciertas expresiones –normal en un género íntimo y epistolar–, y también un cierto énfasis ocasional y literario, que no siempre guarda del todo la armonía propia de una verdad espiritual completa.

15      La Orden de la Visitación de Santa María fue fundada como congregación religiosa por Francisco de Sales (1567-1622), y por su discípula Juana de Chantal (1572-1641). El 6 de junio de 1610, en la casa donde vivía Francisco de Sales, Juana de Chantal y Charlotte de Bréchard fundaron el Instituto de la Visitación de Santa María. En 1611, tras un año de noviciado, las primeras hermanas hicieron la profesión de manos de los fundadores. Las primeras constituciones son de 1613, escritas por Francisco de Sales. Dichas constituciones no prescriben la clausura, pero recomiendan el “ejercicio del amor divino” mediante la visita a los pobres y los enfermos: de ahí vendrá el nombre de visitandines que recibirán las hermanas. Además, promueve la devoción al Sagrado Corazón. Años más tarde, el arzobispo de Lyon, pidió a Francisco de Sales que se abriera un convento de salesas en la ciudad en 1615; las autoridades eclesiásticas, entonces, impusieron modificaciones a las constituciones, que tomarán la forma definitiva hacia el 1616. La congregación se convierte entonces en una orden monástica de clausura, dedicada a la vida contemplativa. La regla se basaba en la Regla de San Agustín. La orden fue aprobada por la Santa Sede el 23 de abril de 1618 y el 16 de octubre fue erigida como orden religiosa por el papa Pablo V (cf. P. DE LIGNEROLLES – J.P. MEYNARD, Historia de la Espiritualidad Cristiana, 232; VISITATION NUNS, Constitutions of the Order of the Visitation of Holy Mary, 1979.

16      El historiador francés Jacques Gragey, defiende en su obra L’abandon à la providence divine d’une dame de Lorraine au XVIIIe siècle (2001), la tesis de que el libro atribuido a Jean Pierre de Caussade fue en realidad escrito por una mujer, para lo cual argumenta la costumbre pseudo-gráfica de la época. Sin embargo, no hemos visto que sea algo que el resto de especialistas tomen realmente en consideración.

17      P. DE LIGNEROLLES – J.P. MEYNARD, Historia de la Espiritualidad Cristiana, 259.

18      Cf. SAN IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios Espirituales, nº16, nº23 y nº234.

19      Ibíd..

20      El padre Alonso Rodríguez (1526-1616), ingresó en la Compañía de Jesús en 1546, seis años después de su fundación. Además de formador espiritual de los jesuitas, fue profesor de teología moral y consultor de oficio. Cf. A. RODRÍGUEZ, Ejercicio de Perfección y virtudes cristianas, Testimonio, Madrid 1985.

21      Cf. A. RODRÍGUEZ, Tratado de la conformidad con la voluntad de Dios, Librería Religiosa, 1850.

22      A. RODRÍGUEZ, Ejercicio de perfección, Imp. de Valero Sierra y Martí, 1834, 42.

23      Ibíd., 44.

24      Cf. P. KAVANAUGH, “Self abandonment” spiritual, New Cath. Enclycl., Washington, 1967, t. 13, 60; B. DE MARGERIE, L’abandon à Dieu, Histoire doctrinale, col. «Croire et savoir», Téqui éditeur, Paris 1997.

25      SAN FRANCISCO DE SALES, Tratado del Amor de Dios, capítulo VI.

26      Ibíd., capítulo III.

27      Ibíd., capítulo IV.

28      Ibíd., capítulo III.

29      J.P. CAUSSADE, El abandono en la divina Providencia, 6.

30      SAN FRANCISCO DE SALES, op.cit., capítulo XI.

31      J.P. CAUSSADE, op.cit., 34.

32      SAN FRANCISCO DE SALES, Introducción a la vida devota, Tercera parte, capítulo XI.

33      Ibíd., capítulo X.

34      Ibíd., capítulo XXXIV.

35      SAN FRANCISCO DE SALES, op.cit., Cuarta parte, capítulo XIV.

36      Cf. J. GUITTON, Claudio de Colombière: su ambiente y su tiempo, 1641-1682, Edapor, Madrid 1991.

37      Cf. Ibíd..

38      Cf. C. COLOMBIÈRE, El abandono confiado a la Divina Providencia, Testimonio de Autores Católicos Escogidos, Madrid 2014.

39      Ibíd., 6.

40      J.B. BOSSUET, «Discursos sobre el acto del abandono a Dios», Vida sobrenatural: revista de teología mística, Año 87, Nº. 653, 2007, 386-392.

41      J.P. CAUSSADE, op.cit., 4.

42      José María Iraburu Larreta es un sacerdote y teólogo español. Cf. Ibíd., 4.

43      J.P. CAUSSADE, op.cit., 4.

44      Ibíd., 4.

45      Ibíd., 7.

46      Ibíd., 8.

47      Ibíd., 10.

48      Ibíd., 15.

49      Ibíd., 15.

50      Ibíd., 20.

51      Expresión muy jesuítica desde que san Ignacio la utilizase en numerosas ocasiones en sus Ejercicios Espirituales.

52      J.P. CAUSSADE, op.cit., 39.

53      Ibíd., 39.

54      Ibíd., 46.

55      Ibíd., 46-47.

56      J.P. CAUSSADE, op.cit., 47-48.

57      Ibíd., 63.

58      Ibíd.

59      Ibíd., 65.

60      J.P. CAUSSADE, El abandono en la divina Providencia, 73.

61      Que nombramos en las citas bibliográficas al inicio de este capítulo.

62      Lo expresa Caussade, en cierto modo, cuando nos dice que imitemos el ejemplo de los santos, en especial de María. Cf. J.P. CAUSSADE, El abandono en la divina Providencia 4.; CEC 946 y ss.

63      En la parte dedicada al análisis del texto de Caussade veremos como el autor hace referencia directa, rebatiéndolas, a ambas corrientes heterodoxas de la época.

64      Controversia de auxiliis.

65      La polémica de auxiliis se iniciaría en el año 1582 y se remontará hasta 1607, año en el que Pablo V pondría fin al debate. Cf. A. FRANZEN, Historia de la Iglesia Católica, 589 y ss.

66      Opuesto a la idea de conciliar la infalible Providencia divina con la autonomía de las criaturas.

67      Entendamos aquí la idea de extrema pureza. Cuidado no confundir con el movimiento anglicano que recibe el mismo nombre.

68      Sirvan como ejemplo los mismos milagros de Jesús durante su vida pública. Entre la bibliografía más reciente véase: J. B. METZ, Por una mística de los ojos abiertos, Herder, Barcelona 2013.

69      Cf. C. GENNARI, De falso mysticismo, Roma 1907; A. MARTÍN ROBLES, Del epistolario de Molinos, en Escuela española de arqueología e historia en Roina, cuad. 1, Madrid 1912; P. DUDON, Le quiétiste espagnol Michel Molinos, Paris 1921; M. PETROCCHI, Il quietismo italiano del Seicento, Roma 1948; J. ELLACURÍA, Reacción española contra las ideas de Molinos, Bilbao 1956; L. COGNET, Crépuscule des mystiques, Tournai 1958; A. BENNINGAR, Theologia spiritualis, Secretaria Missionum OFM, Roma 1964; M. MENÉNDEZ PELAYO, Historia de los heterodoxos españoles, t. II, BAC, Madrid 1967, 177-201; ZOVATTO, La polemica Bossuet-Fénelon. Introduzione critico-bibliografica, Padua 1968; ID., Fénelon e il quietismo, Udine 1968. Para comprender mejor la temática quietista en relación con la auténtica vida interior, pueden verse algunas obras de conjunto, p.ej.: R. TANQUEREY, Compendio de Teología Ascética y Mística, Paris 1928, nº 1483 y ss.; R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, Desclée De Brouwer, Buenos Aires 1944, 859 y ss.

70      A. ROYO MARÍN, El apostolado. Teología de la perfección cristiana, BAC, Madrid 1968, 807-808.

71      J.P. CAUSSADE, op.cit., 18.

72      Ibíd., 7.

73      Como ya veíamos en el punto anterior. El estado pasivo se podría asociar más a lo que entendemos por experiencia mística y, el estado activo, a lo que entendemos por ascética. Cf. A. TANQUEREY, Compendio de teología ascética y mística, Palabra, Madrid 1990.

74      J.P. CAUSSADE, op.cit., 7.

75      Ibíd.

76      Ibíd., 7.

77      Ibíd.

78      Tengamos presente la necesaria relación que se ha dado entre la ascética y la mística a lo largo de la historia de la espiritualidad católica. Cf. A. TANQUEREY, Compendio de teología ascética y mística.

79      J.P. CAUSSADE, op.cit., 12.

80      Ibíd. 13.

81      Ibíd.

82      Ibíd.

83      Ibíd., 40.

84      Ibíd., 17.

85      Un escritor francés actual escribe al respecto: «Leo mucho, con una predilección por autores del gran siglo francés, como Fénelon, San Francisco de Sales, el jesuita Jean Pierre de Caussade». E. CARRÉRE, El Reino, Anagrama, Barcelona 2015, 26.

86      V. LEHODEY, El Santo Abandono, Rialp, Madrid 1996. El autor del libro nombra hasta en catorce ocasiones a Jean Pierre de Caussade.

87      Dom Vital Lehodey fue abad de la abadía cisterciense de Nuestra Señora de Gracia, y puede considerarse un clásico de la literatura espiritual del siglo XX. Cf. V. LEHODEY, El Santo Abandono, 3 y ss.

88      R. GARRIGOU LAGRANGE, La Providencia y la confianza en Dios: fidelidad y abandono, Dedebec, Buenos Aires 1942. En esta obra aparecen tres llamadas al Padre Caussade.

89      Dominico francés, teólogo y filósofo. Cf. A. HUERGA, «Garrigou-Lagrange, maestro de la vida interior», Teología Espiritual 8 (1964), 463-486.

90      Antoine Chatelard, Hermanito de Jesús, reside en Tamanrasset (Argelia) desde 1954, por lo que no solo es un gran conocedor intelectual de la figura y la obra de Carlos de Foucauld, sino que también tiene su experiencia de campo. El origen de esta biografía es un cursillo celebrado en Lyon, del 26 de julio al 2 de agosto de 1998, para la Fraternidad Carlos de Foucauld. Cf. A. CHATELARD, Carlos de Foucauld. El camino de Tamanrasset, San Pablo, Madrid 2003, p 2 y ss.

91      A. CHATELARD, Carlos de Foucauld. El camino de Tamanrasset, San Pablo, Madrid 2003.

92      Confesor de Foucauld en el momento de su radical conversión. Al igual que Caussade, Foucauld también acudiría a los escritos de Bossuet. Cf. J.J. ANTIER, Charles de Foucauld, Perrin, Paris 1997, 83 y ss.

93      P. MARTI, «Reseña sobre el libro de A. CHATELARD, Carlos de Foucauld. El camino de Tamanrasset, San Pablo, Madrid 2003», Scripta Theologica 40 (2008/2), 657.

94      A. CHATELARD, Carlos de Foucauld, 178.

95      Ibíd.

96      Ibíd. 219.

97      J.F. SIX, Las bienaventuranzas hoy, Paulinas, Madrid 1986.

98      «Mon Père, je me remets entre Vos mains; mon Père je me confie à Vous, mon Père, je m’abandonne à Vous; mon Père, faites de moi ce qu’Il Vous plaira; quoique Vous fassiez de moi, je Vous remercie; merci de tout, je suis prêt à tout; j’accepte tout; je Vous remercie de tout; pourvu que Votre volonté se fasse en moi, mon Dieu, pourvu que Votre Volonté se fasse en toutes Vos créatures, en tous Vos enfants, en tous ceux que Votre Cœur aime, je ne désire rien d’autre mon Dieu; je remets mon âme entre Vos mains; je Vous la donne, mon Dieu, avec tout l’amour de mon cœur, parce que je Vous aime, et que ce m’est un besoin d’amour de me donner, de me remettre en Vos mains sans mesure: je me remets entre Vos mains, avec une infinie confiance, car Vous êtes mon Père». (Padre mío, me abandono a Ti Haz de mí lo que quieras. Lo que hagas de mí te lo agradezco, estoy dispuesto a todo, lo acepto todo, con tal que Tu voluntad se haga en mí y en todas tus criaturas. No deseo nada más, Dios mío. Pongo mi vida en Tus manos. Te la doy, Dios mío, con todo el amor de mi corazón, porque te amo, y porque para mí amarte es darme, entregarme en Tus manos sin medida, con infinita confianza, porque Tú eres mi Padre). Cf. M.J.C. BOULANGER, La prière d’abandon Un chemin de confiance avec Charles de Foucauld, Desclée de Brouwer, Paris 2010, 15 (Traducción al castellano por la Asociación Familia Carlos de Foucauld en España).

99      J.F. SIX, Las bienaventuranzas hoy, 16.

José   Morales

II.      Abordamos ahora la parte segunda de nuestra investigación. Trataremos de precisar el alcance de la in fluencia que los principios y elementos derivados de la obra del Doctor Angélico (especialmente la Summa Theologica) han ejercido en los escritos de Tomás Moro.

Por cuanto a los autores de la tradición cristiana se refiere, está fuera de duda que Moro poseía un discreto y suficiente conocimiento de los  Padres,  conocimiento  que se fue incrementando a lo largo de su vida estudiosa (vide supra). Hubo también de familiarizarse con un grupo no pequeño de polemistas católicos contemporáneos suyos, entre los que se cuentan ADRIANO DE UTRECHT (t 1523), CATARINO (1484-1553), ECK (1486-1543), SCHATZGEYER (1463-1527), COCHLAEUS (1479-1552), EMSER (1478-1527), PRIERIAS (1456-1523), RODINO (1490-1527), FABRI (1478-1541), etc.

Es muy probable que su conocimiento directo de la Escolástica medieval no  fuera  muy  extenso.  Las  obras  de Moro acusan una cierta utilización de escritos  de  GRACIANO, BERNARDO de Claraval, BUENAVENTURA, TOMÁS de Aquino —como hemos visto anteriormente—, NICOLÁS de  Lira, y JUAN GERSON. Podemos suponer que el rico mundo de la teología medieval se le hizo accesible, indirectamente pero en apreciable medida, a través de los escritos de FISHER, gran conocedor del periodo. En cualquier caso parece inexacta, por minimalista, la opinión según  la  cual "outre le droit canon et le Livre des Sentences, (Moro) avait étudié les oeuvres de saint Augustin et l'édition érasmienne du Nouveau Testament; mais on peut se demander,  s'il eut une connaissance assez solide et assez étendue des Péres et des auteurs scolastiques pour pouvoir en faire un usage tout-a-fait personnel" [49].

Para el actual conocedor de la obra de Tomás Moro resultan evidentes varios datos, en otro tiempo ocultos o imprecisamente poseídos. Se cuentan entre ellos la amplitud de los materiales tradicionales con los que nuestro autor forjó sus escritos teológicos (S. Escritura, Concilios, Documentos papales, obras patrísticas, teólogos escolásticos y contemporáneos, etc.); la capacidad de  posesionarse plenamente de ese corpus documental y hacerlo servir hic et  nunc,  con  ingenio  y  profundidad,  a  las  necesidades expositivas y apologéticas de la Fe católica; la peculiaridad e independencia metódica que la obra toda de Moro manifiesta, respecto a la influencia —indudable pero no bien determinada en su alcance, y a veces exagerada— de autores como ERASMO, FISHER, CATARINO, etc.; la renovada y original veste literaria (forma dialogada, estilo coloquial, apelación incesante al sentido común natural y cristiano, contribución humorística y refrescante de los merry tales), que equivale a un hallazgo afortunado y altamente expresivo de la teología católica renacentista.

Hay que insistir en el hecho de que los escritos de Moro no constituyen, ni apuntan en ningún momento a la construcción de un sistema cerrado y completo  de  pensamiento teológico. Para los renacentistas  había  pasado  el  tiempo de las Sumas. Moro, además, no se consideraba  teólogo, y las diversas partes de su amplia contribución en el campo intelectual-religioso fueron compuestas, ira et studio, al impulso de situaciones y  circunstancias  propias  de la crisis que le tocó vivir. Nunca tuvo la intención ni tiempo necesario para producir pausada y metódicamente una exposición sistemática de la Fe católica. Su pensamiento escrito, sin embargo, da cumplida razón de toda la Fe de la Iglesia, se deja sistematizar, y ofrece la posibilidad de apreciar en sus obras la unidad admirable de doctrina católica y personalidad de quien la elabora y expone.

Se advierte también en Moro la ausencia de nociones, categorías y términos excesivamente técnicos. Es decir, las expresiones que en Moro encontramos recogen intencionadamente no sólo el común sentir, sino también el  común decir de la Iglesia en su Magisterio y en sus doctores, de modo que prácticamente ninguna se deja conectar inequívocamente a un determinado sistema teológico.

Finalmente, debe tenerse en cuenta que nunca fue preocupación de Moro la búsqueda de soluciones a problemas abstractos en el ámbito de las verdades de Fe. Su interés estuvo siempre centrado en recordar con viveza las afirmaciones católicas, y en ilustrarlas con sencillez e  ingenio.

El cómo de las realidades afirmadas y su perfecta sincronía sistemática con principios filosóficos previamente establecidos no llegaron a ocupar su atención. Pero en cualquier caso, el pensamiento religioso de Moro destaca por una coherencia intelectual que es reflejo tanto de la unidad cerrada de la Fe misma que  lo soporta,  como  de una mente que razona y expone con rigor. La lectura de Moro entretiene y divierte, pero no distrae de lo fundamental, porque el autor no trivializa ni  disemina  los  temas que aborda; es lectura que admira, pero no asombra, porque no contiene piruetas intelectuales; deja ver la discrecionalidad de un espíritu con amplios recursos para llegar al lector y moverle, pero jamás  sugiere  arbitrariedad o indisciplina mental en  el  manejo  y  exposición  de las ideas.

Tomás Moro significa en su obra teológica, junto con FISHER, la recuperación de una solidaridad católica en lo fundamental a la hora de afirmar —confesar, diríamos— la Fe, y presentar  inequívocamente  las  actitudes y criterios cristianos básicos. Es una  solidaridad  atenta  a  lo principal e  inmutable  de  la  cosmovisión  cristiana,  que  sabe elevarse  por  encima  de  opiniones  y  matices  de  escuela, y se  presenta  en  continuidad  con  los  mejores  momentos de la tradición  religiosa  inglesa,  una  y  plural,  intelectual y mística.

La crisis del siglo XVI vivida por Moro reproduce la situación difícil en que -dos siglos antes- las peligrosas opiniones de Guillermo de OCKAM y las abiertas   herejías de WYCLIFFE  sumieron  a  las  escuelas  teológicas  de  Oxford y otros centros ingleses de cultura. Hasta OCKAM y WYCLIFFE, los desacuerdos frecuentes de Predicadores y Menores  dejaban ver,  sin  embargo,  la armonía  existente  en las cuestiones de Fe y modos de acceder a ella. Pero  a  comienzos del siglo XIV, numerosos teólogos especulativos  se aplican a una crítica filosófica de temas y expresiones directamente vinculados a la fe de la Iglesia. La fe resulta así comprometida desde el trabajo teológico. Las doctrinas acerca de Dios, sus  atributos y relaciones  con  las criaturas, la gracia, la predestinación, la libertad humana, y la naturaleza de la Iglesia, entre otras, se ven amenazadas por un nuevo estilo de discusión e investigación en el que una  epistemología  subjetivista  y una  imprudente  filosofía del lenguaje disuelven el contenido perenne y el sentido único de las afirmaciones católicas.  Hizo  falta  entonces que los mejores espíritus se agruparan en un terreno común para la defensa de la fe y sus presupuestos fundamentales. Desde ese terreno común, habitado por hombres sensibles a los elementos irrenunciables de la verdad católica, se contemplaban como secundarias opiniones de escuela, así como determinadas cuestiones cuya importancia palidecía ahora ante graves  afirmaciones y negaciones de la máxima repercusión para la  permanencia  de la  doctrina tradicional.

El desafío de los Reformadores aviva en Moro el compromiso cristiano de  proponer  y  defender  la  fe  genuina de la Iglesia, cometido que nuestro autor va a llevar a cabo a partir de las formulaciones y planteamientos usuales en una teología   atenta  al decir y sentir del Magisterio jerárquico. Es precisamente  en  este  contexto de  fidelidad a lo perenne, cuando habla el sensus catholicus del autor, donde Moro hubo de sentirse atraído y estimulado por la doctrina —mucho más  católica y universal que  particular y tributaria de una escuela— de Tomás  de  Aquino, de quien va a recoger para sus obras —además de múltiples detalles particulares— muchos criterios básicos y  líneas de fuerza .

A ilustrar esta afirmación y a medir su alcance —que es  diverso,  según  los  temas  abordados   por  Moro—  dedicamos las páginas que siguen.

1. Tomás Moro  es  un  decidido  realista. Su obra  entera contiene una defensa  sencilla,  aguda  y  convencida  de la razón humana y sus posibilidades de  conocer  la  verdad, y de la capacidad del lenguaje para reflejar y transmitir válidamente lo que el hombre sabe. A la vista del realismo epistemológico diversamente expuesto  y matizado por autores como Buenaventura, Tomás de Aquino, y Duns Escoto, puede afirmarse que los escritos de Moro sugieren una notable cercanía a la doctrina del Doctor Angélico.

Es evidente que Moro no recoge en ningún momento principios o consecuencias del realismo exagerado de un Escoto. Y ello es así, no porque Moro se hay preguntado previamente acerca de las virtudes o deméritos  del  sistema escotista en este punto, si es que lo conocía con  algún detalle. Los análisis del Doctor Sutíl son agudezas filosóficas que no le interesan demasiado, porque no contribuyen a su propósito de establecer una base firme para ilustrar y exponer la fe cristiana.  Cuando  habla  de  razón, Moro se expresa con sobriedad y  viveza.  Respira  en él el sentido común. Reason tiene  en  las obras  de  Moro un significado amplio y flexible, aunque siempre se alude con esa noción a la penetración  de  la  verdad  por  parte  del hombre y al discurso lógico que la acompaña. Razón —término que Moro suele emparejar con otros como wit (ingenio) y nature, que ayudan a  describir y determinar su sentido— equivale con frecuencia a sentido común y experiencia sensible, en  cuanto  posibilidades  cognoscitivas que se actualizan en el hombre al contacto con  la  realidad natural (Cfr. DH, I, 6, pp. 124-127). "Mirada interior del entendimiento" y "mirada del alma" son ex­ presiones sinónimas de razón ("inward sight of the understanding", "sight of the soul", CT,  IV,  p. 508,  13, 15), que se comparan al ojo corporal en su capacidad de ser impresionado  claramente  por  la  visión  de  las  cosas [50].

En un expresivo texto del Diálogo sobre  las  herejías, Moro formula el postulado central de todo  realismo,  según  el cual las  palabras son signos  o imágenes  de las   cosas a través de nuestros conceptos: "todas las palabras, escritas o habladas, son imágenes representativas de las cosas que quien escribe o habla concibe en su mente; del mismo modo que la figura de la cosa formada con la imaginación y concebida en la mente, es una imagen representativa  de la  cosa  misma  que el  hombre  piensa"[51].

Se trata de un enunciado rudimentario —no exento de precisión— de  lo  que  Santo  Tomás habría expuesto con la ayuda del instrumento conceptual y terminológico, mucho más depurado, del verbo mental,  concepto,  signo, especie mental impresa, etc. (Cfr. STh. I, 34, 1, c.;  II-II, 55, 4, ad 2; 91, 1, c; II, 60, 6, c, ad 1).

A la afirmación y defensa de la razón  acompaña  en Moro la admirable y necesaria armonía de ésta con la fe. "El pueblo cristiano lleva la  razón  en  sus  inteligencias, y la luz de la fe en sus almas", dirá (DH, I, 3, p. 131F). Moro formula con honradez las objeciones anti-racionales luteranas —radicales e ingenuas, a la vez—,  derivadas   de la sola fides [52] y trata de mostrar su inconsistencia filosófica y religiosa.  "No  veo  —contesta  a  su  interlocutor— por qué consideras a  la  razón  como  enemigo  de  la fe; a no ser que estimes como enemigo tuyo  a  todo hombre mejor que tú ..." (DH, I, 23, p. 152 F).

Silogismo y razonamientos pueden alcanzar y producir persuasión, pero el conocimiento puede y debe ir más allá (Cfr. DH, I, 5, p. 125 F). "Hay cosas que parecen  estar muy contra la razón, solamente porque están sobre la razón" (Ibídem, p. 125 H) [53]. La fe, en efecto, supera la razón, que puede, sin embargo, resistir orgullosamente a la gracia y no aceptar la fe (Cfr. CT, IV, pp. 508- 509).

En cualquier caso, la razón del hombre necesita complementarse y orientarse con la fe, a la que debe someterse y servir (Cfr. CT, I, p. 65, 2-8; p. 102, 17-19; p. 105, 25-27; IV, p. 508, 25-26), rechazando el señuelo de explicar contradicciones superficiales o aparentes, con un esquema seudo-intelectual de doble verdad. Como ejemplo de este criterio puede muy bien mencionarse aquí la actitud —descrita por Moro algunos años antes— de los sensatos habitantes de Utopía, que para  inquirir  acerca de la felicidad y la bienaventuranza "unen a las razones de la filosofía ciertos principios tomados de la religión, sin los cuales juzgan débil e imperfecta  por sí  misma  a la razón para la búsqueda de la verdadera felicidad" (Cfr. Utopía, p. 211).

De otro lado, el hecho de que algunas verdades creídas con fe puedan ser también probadas por la razón [54] no resta mérito al creyente y a su acto de creer [55].

Sobre la armonía existente entre razón y fe,  que son, cada una en su esfera, dones de Dios, reposa el equilibrio y fecunda colaboración entre teología (estudio de la S. Escritura, etc.) y filosofía o ciencias  profanas. "Nada se ha escrito en la tierra que pueda  compararse  a  alguna parte de la S. Escritura.  Pero  estimo  —dice  Moro—  que las demás disciplinas, las humanidades, son igualmente un don de Dios que no debe rechazarse: son por tanto dignas de acompañar a la teología como servidoras. Y no  soy el  único que así  piensa..."  (DH, I,  22,  p.  151 C-D) [56]

2.       El tema de la razón, que  sirve  de  propedéutica  a una conveniente fundamentación e ilustración de la fe, desemboca en una teodicea de perfil tomista.

"La naturaleza y la razón nos proporcionan buen conocimiento de que Dios existe" [57]. Esta decidida constatación del Diálogo sobre las  herejías  es  como  un  eco de la temprana doctrina establecida ya en la Utopía, donde se reconoce a la razón la posibilidad y el cometido principal de "encender en los hombres amor y veneración  hacia la Majestad divina" [58].

Moro se detiene a hablarnos de esos habitantes de Utopía que no merecen, como otros paganos, los reproches paulinos de Rom. I, porque ellos "al buscar con ayu­da de la filosofía los secretos misteriosos  de  la  naturaleza, piensan no sólo recibir de ello gran satisfacción, sino obtener también gracias y favores de su Autor y Hacedor, que estiman ha dispuesto la maravillosa y alegre estructura del mundo, según el modo de  obrar  de  otros  artífices, para que el hombre  la  contemple  atentamente con gran afecto. Pues solamente al hombre ha creado con ingenio y capacidad para considerar y entender la excelencia de tan gran obra. Y por tanto, El  manifiesta  mejor voluntad y amor a quien ve y contempla , admirado y diligente, su obra, y se maravilla ante ella, que a  quien, como un auténtico  animal  irracional sin  ingenio  y  razón, o un ser sin movimiento  o sentido,  no  presta  atención  a un espectáculo tan grande y maravilloso" [59].

El descubrimiento de Dios por una razón honesta  y atenta a la realidad de las cosas  es  visto por  Moro  como un proceso anímico en  el que el hombre se va  distanciando de las tinieblas para acercarse a la luz. Una vez más son los habitantes de Utopía  el  tipo  de  hombre  natural que  se  abre  paulatinamente  a  la verdad radical, divina y humana. Los utopianos todos comenzaron gradualmente a abandonar una variedad de supersticiones, para alcanzar un consensus en torno a la religión que razonablemente parece superar a las demás [60]. El prestigio de la razón les ha convencido sobre la inutilidad de la violencia en esta apertura al Dios verdadero, de modo que "aunque sólo existe una religión verdadera, y todas las demás son supersticiosas y vacías, (el rey Utopus) prevé con acierto que la verdad se impondrá al  final  por  su propia fuerza" [61].

La inquisición  sincera  de  una  razón  sensata  colocará a estos hombres en condiciones de  coronar  su  esfuerzo  con el tránsito a la  fe  revelada  el  día  en  que  Cristo  se les haga presente a través  de  la  predicación  de  la  Iglesia. Así, "cuando nos oyeron hablar del nombre de Cristo, de su doctrina , leyes, milagros, y de la no menos maravillosa constancia de tantos mártires... se adhirieron a todo ello con ánimo alegre, quizás por una intima sugerencia de Dios, o porque lo vieron como cercanísimo a la opinión que entre ellos se tiene por más segura" [62].

Es fácil observar que la exposición moreana parece discurrir por una falsilla de ideas básicas suministradas por un conciso y  apretado  texto  de la  Summa,  II-II, 178, 1, r, en el que leemos lo siguiente: "Sicut ductu naturalis rationis horno pervenire potest in aliquam Dei notitiam per effectus naturales, ita per aliquos  supernaturales effectus, qui miracula dicuntur, in aliquam supernaturalem cognitionem credendorum horno adducitur".

Las  palabras del Doctor Angélico permiten apreciar que Moro ha descrito un  camino marcado también por los mismos hitos fundamentales, al precisar la  trayectoria del espíritu humano en busca de Dios. Figuran en ese camino la actividad de una razón atenta a las obras de Dios, el paso —de algún modo  continuo, pero sobre todo discontinuo: es a la vez paso y salto— a un nuevo orden de conocimiento, el papel decisivo de los signos milagrosos realizados por Cristo  en  testimonio de su misión divina, y la mutua ordenación de ambos modos  de conocer a Dios.

Moro vincula los dos modos o planos —natural y sobrenatural— de acceder al conocimiento de Dios,  pero no los confunde. Aunque abierta siempre a la teología, y como en camino hacia ella, su teodicea permanece intacta, claramente dicha, e incluso independiente. No hay en nuestro autor la más leve sombra de ese moderado escepticismo que algunos creen adivinar, por ejemplo, en la obra de Duns Escoto, acerca de la posibilidad racional de conocer la existencia de Dios [63].

3.       Conectado con el  tema  del  conocimiento  de  Dios Y, sobre todo, como  testimonio  de  las  divinas  iniciativas a favor de los hombres,  aparece  en  Moro  el  tratamiento de los milagros.

Nuestro autor dedica mucha atención y  muchas  páginas a esta cuestión. En la Utopía diseña ya lo que puede considerarse una definición sintética, aunque  suficiente, del hecho milagroso, descrito allí como algo que no ocurre por industria  de la naturaleza, y aparece como obra y testigo del presente poder de Dios [64].  Pero es en el Diálogo sobre las herejías donde Moro se extiende ampliamente acerca del  milagro,  su  realidad,  origen  divino, y valor de prueba.

Como Tomás de Aquino, Moro no trata  del milagro  en el marco estricto de la teología de la gracia [65], sino más bien en un contexto de gobierno divino excepcional del orden creado, o como acompañante —preparación o secuela— de la revelación divina, a la que se ordena (Cfr. STh. I ,105, 7, ad 1).

Trece capítulos en el Libro I del  Diálogo  son  dedicados, total o parcialmente, al  milagro, que aparece siempre como motivo de credibilidad (Cfr. DH, I, 5-17) [66].

Junto a esta  consideración, es interesante  resaltar que para Moro, el testimonio y la fe de la Iglesia  entrañan mayor  peso y  autoridad  que  los  milagros  (Cfr.  DH,  I, 5, p. 124 C), y que nuestro autor insiste con frecuencia  en el hecho de que Dios, al  obrar milagros, no actúa contra la naturaleza, sino más bien derrama  beneficios  sobre ella [67].

Después del paréntesis Ockamista, en el que una metafísica insuficiente y un  excesivo voluntarismo  sugieren en el  milagro  una  ruptura  del  orden  natural  creado y una cierta arbitrariedad divina, puede decirse que Moro contribuye a rescatar para la teología de su país y tiempo una concepción del hecho milagroso como "aliquid excedens facultatem naturae" (Cfr. STh. I, 105, 8, ad  2; II-II, 178, 1, ad 3). El milagro no atenta contra las leyes naturales fijadas por el mismo Dios. Simplemente las  excede o supera [68]. Procede de la omnipotencia y providente discrecionalidad divinas. Y presupone una docilidad intrínseca de las cosas a la voluntad de Dios (Cfr. DH, I, 6; STh. I, 105, 7, r: "illa quae a Deo fiunt praeter causas nobis notas, miracula dicuntur").

4.       Las afirmaciones neumatológicas de Moro, que aunque dispersas en sus obras principales constituyen un cuerpo coherente y articulado de doctrina, se  inspiran  a todas luces en diversas cuestiones de la Summa Theologica.

Moro no se ocupa especialmente de las procesiones divinas, ni expone con detalle o intención expresa la doctrina sobre la Persona del Espíritu Santo. En múltiples lugares, sin embargo, desarrolla y estudia desde ángulos diversos todo lo referente al Espíritu Santo como principio  divino  personal que     a) vivifica y anima la Iglesia, b)  justifica  al  cristiano,  c)  da  la  comprensión  de la Fe, y d) asiste la custodia y desarrollo de esa Fe por la Iglesia. La neumatologia de Santo Tomás, omnipresente en el edificio de la Summa, es una ágil construcción perfectamente equilibrada, según la cual el Espíritu Santo se hace presente en la Iglesia de Jesucristo por medio de los elementos  visibles, a  los que  anima  y da  sentido.  El Espíritu divino realiza en la Iglesia la unidad compacta de  todos sus elementos constitutivos, y reúne en un único Cuerpo místico —cuya  verdadera naturaleza  sólo los  ojos  de la Fe advierten (Cfr. STh. II-II, 1, 9, ad  5;  RAL,  I,  10, pp. 198-200)— la estructura externa y la savia vital de la gracia, lo visible y lo invisible, lo jerárquico y lo carismático. Tomás de Aquino se coloca de este modo a una distancia inmensa de toda concepción eclesiológica en la que el Espíritu Santo no tenga un lugar definido y preeminente, y de cualquier doctrina neumatológicas  donde  el Espíritu sea afirmado a costa de lo visible y jerárquico.

Moro conoce y usa la expresión cuerpo místico para referirse a la Iglesia [69]. Esta Iglesia —la  Iglesia católica visible, donde hay justos y pecadores  (Cfr. RAL, I, 10, p. 156 s.; DH, II, 3, 181-182) — es verdadera Iglesia de Cristo, la  verdadera  Iglesia  de  Cristo, que es su Cabeza: "quod Christus sit vera  et solida petra,  et verum caput Ecclesiae, sic tamen ut Petrus etiam, et petra sit et Ecclesiae caput sub Christo" (RAL, I, 10, p. 128. Cfr. CT, I, p. 119: "Christ's Church is the  known catholic  Church"; Cfr. STh. III, 64, 4).

La asistencia de Cristo a su Iglesia no es  un simple estar con ella en la S. Escritura (Cfr. DH, I, 20, p. 145). Existe en la Iglesia algo íntimo e invisible, que es precisamente el Espíritu de Dios. Este Espíritu mantiene el santo cuerpo de la Iglesia, extendiéndose por él a modo de una saludable savia de gracia divina (Cfr. DH, II, 2, p. 180). Es  como  un  secreto  instinto  de  Dios que anima a su Iglesia y le otorga vida (Cfr. Ibídem, p. 193 B-D) [70]. El Espíritu Santo, por tanto, deja de estar presente en las ramas que se hayan desgajado del tronco, y  todo observador imparcial ocupado en discernir la Iglesia verdadera "reconocerá fácilmente que  aunque  sea  muy  grande la parte arrancada violentamente de ella, será una  rama seca por falta del Espíritu divino, que permanecerá solamente en Su propia vid" [71].

Locus maior para la neumatologia ad extra de Moro es el texto de San Juan XVI, 13: "Cum autem venerit ille Spíritus veritatis, docebit vos omnem veritatem". A este texto vincula nuestro autor sus consideraciones en torno al hecho de que "es  el Espíritu de  Dios  quien... obra  en su Iglesia y  en todo  miembro  bueno  de  ella  la docilidad y el creer, por los cuales creemos tanto a la Iglesia en todo lo relativo a las palabras  de  Dios  por  ella  enseñadas y grabadas por Dios en los corazones, sin Escritura, como a sus santas palabras escritas en su Sagrada Escritura" (DH, III, 1, p. 206 D-E). Estas  palabras,  en  las  que el Espíritu Santo, gracia increada, es  presentado como causa eficiente de la Iglesia y fuente de la Fe (materializada o no en Escritura) en el alma de cada cristiano, vienen a ser una variante de un decisivo texto de Santo Tomás que contiene los mismos elementos: la gracia del Espíritu Santo como virtus medular de la Nueva Ley  escrita en los corazones de los fieles por Dios [72]; y los documenta fidei, que contienen determinados  aspectos  de esa Ley de Cristo [73].

Con esto han quedado establecidos principios que permiten llegar a conclusiones importantes: la Iglesia, que está gobernada por el Espíritu Santo (Cfr. RAL, II, p. 360), no  puede  equivocarse  en  las  cuestiones  relativas a la fe [74].

Lo  que  podríamos llamar momento estático o primero de esta afirmación supone que el  Espíritu  de  Cristo  conserva en la Iglesia ("servat in Ecclesia", RAL, II, 21, p. 598) lo establecido y enseñado por el Señor de una vez para siempre, de modo  que en ella han permanecido y permanecen el juicio verdadero y el recto  saber de  la Fe ("in this common known Church of Christendom ... has ever the true iudgement remained and the right savoured taste", CT, I,  p.  45,  18-24).  Moro se  refiere  aquí al carácter definitivo de la fe de la Iglesia, y a la inmutabilidad del  depósito  que  en  ella  se  custodia.  Se  trata de dos postulados que Santo Tomás recuerda también en sendos lugares de la Summa: "Non est  expectandum quod sit aliquis status futurus in quo perfectius gratia Spiritus Sancti habeatur quam  hactenus habita fuerit, maxime ab Apostolis, qui primitias Spiritus acceperunt..." (I-II, 106, 4, r); "Apostoli, et eorum successores, sunt vicarii Dei quantum ad  regimen Ecclesiae institutae per fidem et fidei  sacramenta. Unde, sicut non licet  eis constituer aliam Ecclesiam, ita non licet eis tradere aliam fidem, neque instituere alía sacramenta" (III, 64, 2, ad 3).

La asistencia del Espíritu Santo, que conserva  siempre íntegra la Fe de la Iglesia, se manifiesta asimismo poderosamente cuando lo implícito  en  la Fe se explicita, y cuando la Iglesia da testimonio de doctrinas y usos apostólicos no contenidos en  la  letra de la S. Escritura. Es importante recordar aquí que tanto Moro como Tomás de Aquino han escrito en momentos históricos que exigían afirmar, por un lado, el principio de la inmutabilidad de la Fe, y defender, por otro, la presencia en la Iglesia de un magisterio vivo que bajo la asistencia del Espíritu enseña y propone la doctrina inmutable, sin añadir ni quitar nada, según las exigencias de tiempos y circunstancias.

"El Espiritu Santo —escribe Moro— no ha cesado de ensefiar a la Iglesia toda  verdad,  desde el  principio  hasta la hora presente, y  nunca  cesará  de hacerlo,  tanto  por su santa y secreta palabra no escrita en la Escritura, pero escrita por El mismo en los corazones de los cristianos, como por su S. Escritura escrita en tablas de piedra  o pieles de animales" (CT, I, 4, 7-12).

A partir de la presencia  activa  del Espíritu  Santo en la Iglesia expone Moro su doctrina de la Tradición, para hacer frente a las afirmaciones luteranas de un pretendido desarrollo ilegítimo de la Fe por parte de la Iglesia romana. Es éste precisamente el mismo planteamiento metodológico de Tomás de Aquino, que no solamente se refiere a la legitimidad, siempre que sea  necesaria,  de una "nova editio symboli", competencia exclusiva del Romano Pontífice [75], sino que hace afirmaciones de tanto alcance como la siguiente: "Apostoli familiari instinctu Spiritus Sancti, quaedam ecclesiis tradiderunt servanda, quae non reliquerunt in scriptis, sed in observatione Ecclesiae per successionem fidelium (episcoporum) sunt ordinata. Unde ipse dicit, II Thes. 2, 15: State, et tenete traditiones quas didicistis, sive per sermonem, scilicet ab ore prolatum, sive per epistolam scilicet scripto transmissam" [76].

Puede decirse que Moro, urgido por la polémica con los protestantes, que sostienen la sola Scriptura, extrae todas las consecuencias contenidas en la doctrina antedicha. Los Apóstoles, y la Iglesia con ellos, no  han  actuado arbitrariamente al enseñar, por ejemplo, la doctrina sacramentaria tal como es confesada y  vivida hic  et  nunc por el universo católico que obedece a Roma. Las variaciones, reales o aparentes, han sido hechas bajo la autoridad y asistencia del Espíritu Santo. Responden,  por  tanto, a la  voluntad  e intención  verdaderas  de Jesucristo [77].

Ha sido fácil advertir que Moro insiste con vigor y profundidad en aspectos eclesiológicos que al tiempo de Tomás de Aquino eran pacíficamente admitidos  (mediación de la Iglesia, su visibilidad, presencia en  ella de  justos  y  pecadores,  insuficiencia de la S. Escritura, etc.). En estos temas, Moro lleva a cabo una ampliación de cuestiones, explora cuidadosamente —aun en el ardor de la polémica— todo el  ámbito de los principios conocidos, y extrae consecuencias obvias que no  dejan  de  ser  importantes. Sin embargo, lo que nuestro autor tiene  que decir en torno al desarrollo homogéneo de la doctrina responde fielmente no sólo al espíritu sino también a la letra de la Summa Theologica. En la gran obra del Doctor Angélico, el desarrollo de la Fe no es mera cuestión de deducción lógica, ni de revelaciones sucesivas: se realiza, por el contrario, mediante la enseñanza del Magisterio vivo, que es conciencia de la Iglesia, y  está  asistido por el Espíritu Santo.

Es importante resaltar, al hilo  de  estas  consideraciones sobre la neumatología de Moro en relación con los temas Iglesia-Fe-Tradición, que nuestro autor apenas presenta puntos de contacto  con  la  neumatología  de  Erasmo, un hombre que tanta influencia ejerció en otros as­ pectos de su pensamiento y actitudes de humanista.

De Erasmo se ha dicho que "no comprendía las más hondas profundidades de la fe,  ni  las  duras  necesidades del alma humana. No era místico, ni realista" [78]. Es un juicio tajante que podría sin duda  matizarse  más.]Lo cierto es que  el  humanista  holandés  acusa  lagunas  evidentes y serias en su exposición de  muchos  aspectos  básicos de la fe cristiana, tales como su concepción de Iglesia [79], Magisterio [80], Autoridad del Papado [81], y doctrina sacramentaria.

La neumatología erasmiana está afectada de graves insuficiencias que impiden al teólogo más irenista reconocer en ella una neumatología  católica.  Se  cuentan  entre ellas un cierto dualismo (Cfr. LB, V, 1043 D; 29 AB; VII, 959 D) procedente del platonismo que impregna  la obra toda de Erasmo, y que lleva con frecuencia  al  autor a enfrentar el Espíritu a la carne (en hermenéutica), y la institución al carisma (en eclesiología).

Erasmo ve, además, al Espíritu actuando casi exclusivamente sobre el individuo  cristiano (teólogo o laico), en su esfuerzo personal para penetrar la Palabra de Dios, o recorrer el camino de la imitatio Christi. La acción vivificadora y docente del  Espíritu  Santo  sobre  la  Iglesia  le es prácticamente desconocida [82].

Erasmo se sitúa así en  las  antípodas  de  Moro,  al  que le vincula una profunda amistad personal, una parecida cosmovisión, y un cierto proyecto de quehacer común en los ámbitos del estudio y la  reforma  de la  Iglesia,  durante los años que  preceden  a  1520.  Un  examen  atento  de las dos teologías permite y exige, sin embargo, negar una convergencia doctrinal de importancia entre ambos hmanistas.

5.       "Quod Ecclesia Christi loquitur... [loquitur de  Spiritu Sancto" (83] . "Ap ud quam (Ecclesiam), si Christus queri iubet de moribus: certe  multo  magis  iubet  de  fide" [84]. Si Jesucristo nos ha mandado someter dudas y conflictos de orden moral al juicio de la Iglesia, con mayor razón nos ordena hacerlo en cuestiones de Fe.

La autoridad de la Iglesia como  instancia  última  en todo lo relativo a  Fe  y costumbres  es  tema  frecuente  en el pensa mien to y escritos de Moro. Se trata de un  sencillo y comunmente aceptado principio católico, que recibió en su dia precisa formulación en las páginas de la Summa: "Formale obiectum fidei est veritas prima secundum quod manifestatur in Scripturis sacris et doctrina Ecclesiae. Unde quicumque non inhaeret, sicut infallibilí et divinae regulae, doctrinae Ecclesiae,  quae  procedit ex veritate prima in Scripturis sacris manifestata, ille non habet habitum fidei..." (II-II, 5, 3, r). Por  la  voz infalible  de  la  Iglesia  se  hace  presente  a los cristianos el sentido verdadero de la S. Escritura  y  con  él  la  definitio de la Fe.

¿Dónde se deja oír, en qué instancia eclesial se materializa, esa voz última y definitoria de la Iglesia? Nos corresponde ahora abordar brevemente este tema, y  constatar que Tomás Moro no se ha expresado en él con claridad y precisión  características  del Doctor Angélico. Podemos incluso afirmar que en una primera fase de su reflexión teológica, Moro da una respuesta diferente a la de Santo Tomás. Para éste, corresponde al Romano Pontifice, Cabeza vicaria de la Iglesia (Cfr. STh. III, 8, 6) determinar y fijar la Fe ("editio symboli ad auctoritateni Summi Pontificis  pertinet",  "ad  eum  pertinet  determinare quae fidei sunt", II-II, 1, 10, c;  Cfr. II-II, 11, 2, ad 3). No es por tanto una actividad que puede llevar a cabo un Concilio no convocado y confirmado por autoridad papal (Cfr. STh. I, 36, 2, ad 2). El Papa —"qui gerit plenarie vicem Christi in tota Ecclesia, et ipse habet plenitudinem potestatis", II-II, 88, 12, ad 3— está por encima  del  Concilio [85].

Moro reconoce y defiende en el Primado romano su condición de sucesor de Pedro (Cfr. RAL, I, 10, p. 192) y Vicario de Cristo ("Christi Vicarius... divinae vocis oraculum", Correspondence, p. 192, 1012, 1021; Cfr. RAL, Proem., p. 10) [86]; alude a  la  base bíblica  del  Primado (Cfr. DH, I, 25, p. 158 G-H), e interpreta Mt. XVI, 18 según la tradición romana ("Since that  upon  his  first  confession  of  the right faith that Christ was God's son, our Lord made him (Peter) his universal vicar  and  under  him  head  of his Church", DH, I, 18, p. 143 F-G). Ilustra, además, con argumentos históricos la solidez evangélica de la Sede romana (Cfr. RAL, II, 4, pp. 346, 350), e incluye al Romano Pontifice en la medida definición de Iglesia que formula en el Diálogo sobre las herejías  (DH, II,  5, p. 185 H).

En otros lugares, argumenta enérgicamente a favor del poder papal sobre las indulgencias (Cfr. Supplication of Souls, ed. Primary Publ. 1970, pp. 123 s.).

Sin embargo, para Moro es  el  Concilio  ecuménico  su­ jeto  principal  en  todo  lo  que  a  la  fijación  de  la  doctrina se refiere (Cfr. RAL, II, 6, pp. 364, 386;  II,  22,  pp. 626-8; DH, II, 7, p. 187 B-D; Correspondence, To Dorp, 57; To Margaret, 506, 127-129; y sobre todo los importantes textos de CT, IV, pp. 586, 590; VIII, pp. 922-923). Es también muy cierto que Moro no presenta nunca al Concilio enfrentado al Papa, ni viceversa. Se trata de dos  instituciones que expresan y realizan la unidad de la Iglesia, y armónicamente la rigen en el gobierno y en la  doctrina. Pero es al mismo tiempo verdad que nuestro autor —influido  por  una  eclesiología proclive al  Conciliarísmo— no diseña con claridad las mutuas relaciones de Papa y Concilio.

Los escritos de Moro muestran  inequívocamente  que en su mente se fue operando un lúcido  proceso  que  acercó paulatinamente sus afirmaciones sobre el Primado romano a las del Doctor Angélico [87]. Ahora bien, la coincidencia nunca fue completa, como dejan ver unas lineas de la carta escrita  a  Cromwell  el  cinco  de  marzo de 1534: "never thought I the Pope above the general Council" [88].

6.       Procedemos ahora a examinar concisamente algunos puntos de doctrina presentes  en  los  escritos  de Moro, que ponen de relieve analogías y diferencias entre nuestro autor y Tomás de Aquino.

En las consideraciones acerca  de  la  gracia,  contenidas en el Libro II de la  Confutation,  donde  Moro  defiende algunas distinciones escolásticas en torno a  esta  noción, habla de  la  gratia  gratum  faciens  como  "that  grace by which the man is acceptable to God" (p. 205, 25-27) [89]. Es decir, nuestro autor asigna un amplio contenido a esta denominación de la gracia, que en Santo Tomás se aplica exclusivamente a la gracia santificante ("per quam ipse horno Deo coniungitur", STh. I-II, 111, 1). En Moro, la gratia gratum faciens es todo don sobrenatural otorgado por Dios al hombre  para su salvación. Algo parecido ocurre con la noción de  gratia  cooperans, que en la Confutation se refiere a la operación  graciosa de Dios con nosotros y unifica  en  una sola categoría de gratia la gratia operans ("mens  nostra  est mota et non movens, solus autem Deus movens") y la gratia coope­ rans ("mens nostra et movet et  movetur, operatio  non solum attribuitur Deo, sed etiam animae", STh. I-II, 111, 1) de Tomás de Aquino [90].

Moro se refiere en el mismo texto a la gratia  praeve­ niens ("the grace with which God beginneth to set us a work", CT, II, 205, 32-33), gratia subsequens ("the grace  that God giveth a man for the good use of  his  former grace", ibidem, p. 206, 8-9), y gratia consummans ("final grace... that perfecteth the thing", p. 206, 13-15). Son aspectos de la gracia cuya descripción está claramente inspirada en STh. I-II, 11,2; 114, 9. De nuevo podemos advertir la tendencia de Moro al uso de nociones y enfoques teológicos que, sin ocultar su filiación, se presentan ante el lector con una cierta discrecionalidad al ser definidos.

7.       En la doctrina sobre la causalidad sacramental, Moro permanece estudiadamente en un  terreno  católico, en un terreno de doctrina común, más bien neutral e indiferente a los diversos sistemas escolásticos precedentes.

Nuestro autor repite incansablemente la enseñanza tradicional, según la cual los sacramentos no son meros signos o prendas que anuncian las promesas divinas, sino  verdaderos  instrumentos  de  Dios  para  infundir  la  fe y la gracia (Cfr. CT, I, 95, 96) [91]. "Los signos exteriores sensibles en todos los  sacramentos  y  sagradas  ceremonias de la Iglesia de Cristo,  por  una  significación  que les es común,  prometen,  significan  y  obran  eficazmente  a los ojos de todo hombre cristiano, un don íntimo e inspiración de gracia infundida en el alma, al recibir el sacramento, por el Santo Espíritu de Dios" (CT, I, p.  78, 4-12).

Moro trae a colación el testimonio de los antiguos doctores y Padres [92], pero insiste en que ya el sentido espontáneo de la S. Escritura nos muestra a los sacramentos como instrumentos eficaces de la gracia por voluntad de Dios (Cfr. CT, I, p. 102, 12-13). Todas las concepciones sacramentarias correctas que en la teología cristiana se han basado en diversos  argumentos  filosóficos y  metafísicos,  se  apoyan en la  noción católica  que ve en ellos "effectual  instruments"  (Cfr.  CT,  I,  p.  100, 35; p. 101, 22-28; p. 102, 5; p. 103, 22), "working instruments" (Cfr. CT, I, p. 104, 27, 29); "workers", "instruments", "means", "causes of the grace" (Cfr. CT, I, p. 105, 19-21).

Con esta doctrina, que se cifíe a lo básico de la enseñanza magisterial (Cfr. D 695, 741), Moro se sitúa de facto en este tema más cerca de Escoto que de Tomás de Aquino. Como es sabido, Escoto, adversario  de la  doctrina tomista que ve en los sacramentos causas instrumentales físico-perfectivas de la gracia, hablaba  solamente de  causalidad  eficiente  instrumental  (Cfr.  DThc,   IV, 1909 s.).

8.       Muchos otros lugares en las obras de Moro presentan puntos de contacto eón doctrinas y expresiones de Santo Tomás. Se cuentan entre ellos, por  ejemplo,  diver­ sas consideraciones relativas a la  "fides  charitate  formata" (Cfr. RAL, I, p. 120),  orden  natural  y  sobrenatural (Cfr. DH, I, 6, p. 127 H), suerte de los niños muertos sin Bautismo (Cfr. Correspóndence, p. 171, 222-25), transubstanciación (Cfr . RAL, II, 13, p. 486), comunión a los  niños sin uso de razón (Cfr.  RAL,  II,  p. 356), sacramento de la Penitencia descrito como tabla de salvación en el naufragio (Cfr. CT, II, p. 213), etc.

Tampoco faltan definiciones que  manifiestan  en Moro al teólogo familiarizado con la Summa [93].

9.       Nuestro balance -que no ha pretendido ser exhaustivo- de analogías y  diferencias, dependencias claras y distanciamientos menores, entre Moro y Tomás de Aquino, nos ha acercado a la posibilidad de responder sintéticamente a los interrogantes iniciales, que se dejan  resumir en uno: aunque Tomás  Moro no  fue  un  hombre  de escuela, ¿se le puede considerar tomista? No lo fue ciertamente a la, manera, de un Cayetano o un Vitoria. Pero, con esta salvedad, puede decirse  que se  integra  en la tradición teológica que arranca del Doctor Angélico. El mismo Moro no ha rechazado, en  polémica  con  Lutero, el apelativo de tomista. (Cfr. RAL, I, 20, p. 80). Además, el tomismo es mucho más que una escuela teológica. Es  ante  todo  una  reflexión   sapiencial   sobre la totalidad  del  dogma  católico,  que  recoge, en palabras de San Pio X "lo que ya habían descubierto los más importantes filósofos y doctores de  la  Iglesia,  meditando Y argumentando sobre  el  conocimiento humano, sobre la naturaleza de Dios y de las cosas, sobre el  orden moral y la consecución del fin último" (Motu Proprio Doctoris Angelici, ed. Palabra, Madrid, 1973, p. 452) . Esa reflexión sapiencial está presente en la actitud contemplativa y estudiosa de Moro, y se traduce en su realismo, su sentido común teológico, su apego a  la  filosofía  perenne, su lectura  sencilla  y  religiosa  de  la  Biblia,  su  fidelidad al Magisterio de la Iglesia. Para Moro, como para Santo Tomás, no hay una sabiduría puramente filosófica.

Hemos visto, además, que nuestro autor hace suyas doctrinas específicas del Doctor Angélico, y adopta implícitamente principios básicos del  sistema  tomista.  Lle­ ga incluso en ocasiones a dependencias casi literales, aunque también escuche otras voces y se  muestre  atento  a otras opiniones.

Como en Santo Tomás, al hablar de los fundamentos en que se asienta  la  doctrina  cristiana, destaca en Moro el rigor y la precisión, que no significan lenguaje  esotérico sólo inteligible a iniciados; la preocupación por la totalidad y exposición exhaustiva de los temas, que nunca se traduce en estudio de cuestiones irrelevantes o superfluas; la gran atención a la filosofía,  subordinada siempre a la verdad natural de las cosas y a la Sapientia última; la importancia, en fin, de  una  razón  moderada desde la Fe.

Podemos concluir este trabajo afirmando que con Tomás Moro se proyecta,  también  en  la  Inglaterra  Tudor, la renovación tomista continental del siglo XVI.

José   Morales en dadun.unav.edu

Notas:

49         P. POLMAN', L'élement historique dans la controverse religieu se du XVIe siecle, Gembloux, 1932, 352.

50         Para Santo Tomás, ratio posee un sentido muy general. Designa básicamente la capacidad del hombre para conocer la realidad. En ocasiones significa lo mismo que intellectus; otras veces se refiere a la  acción  discursiva  de  éste.  Dos  textos de  la  Summa  ilustran a las claras la mente del Doctor Angélico: "Ratio non importat (tantum) discursum, sed communiter intellectualem  naturam"  (I, 29, 3, ad 4). "Etsi intellectus et ratio non sunt diversae potentiae, tamen denominantur ex diversis  actibus: nomen  enim  intellectus  sumitur ab intima penetratione veritatis; nomen autem rationis ab  inquisitione et discursu" (II-II, 49, 5, ad 3).

51         "All the words that be either written  or  spoken,  be  but  images  representing  the  things  that  the  writer  or  speaker  conceives  in his mind: likewise  as  the  figure  of  the  thing  framed  with imagination and so conceived in the mind, is but an  image  representing the very thing itself that a man thinks on". DH, I, 2, p. 117 B-C.

52         El capítulo 23 del Libro I del Diálogo sobre las herejías se abre con un argumento del objetor protestante: "as for reason, what greater enemy can you find to faith than reason is, which counterpleads faith in every point? And would  you then send them  two forth to school together, that can never agree  together,  but  be  ready  to fight together, and either scratch out other eyes by the way?". Pág. 152 C-D.

53         Moro  gusta  de  razonar  e  ilustrar  la  aceptación  de  lo  que  no se ve, propia de la fe, a partir del hecho de que  la  razón  acepta  también muchas cosas no vistas o experimentadas por los sentidos. El razonamiento suele ser convincente y habla del clima  de  sentido  común que es típico en  los escritos  de  Moro. En  ocasiones,  sin  embargo, al apurar demasiado las comparaciones,  difumina  la  diferencia entre la no-experiencia de lo inteligible propia de los sentidos, y la no-evidencia de la fe, situadas en un plano natural y sobrenatural respectivamente. Aunque resulta obvio decir que Moro tiene muy en cuenta esta distinción, no llega siempre  a  formularla  con  la  claridad que se deja ver, por ejemplo, en STh. I, l.

54         "Haec, tametsi religionis sint, ratione tamen ce.nsent ad ea credenda et concedenda perduci", Utopía, Opera latina, Franc., 1689, p. 211. Es precisamente la idea  desarrollada por Santo Tomás en STh. I, 2, 2 (Utrum Deum esse sit demanstrabile) y resumida en las siguientes palabras: "nihil tamen prohibet illud quod secundum se demonstrabile est et scibile, ab aliquo accipi ut credibile, qui demonstrationem non capit" (ad 1). Cfr. II-II, 1, 5, ad 4; 2, 4.

55         Cfr. II-II, 2, 10: Utrum ratio inducta ad ea quae sunt fidei diminuat meritum fidei.

56         Cfr. STh. I, 1, 5, ad 2. Las mismas ideas reaparecen en un expresivo texto de la  Confutation:  "Tyndale  and  his  master  be  wont to cry out  upon  the  pope  and  upon  all  the  clergy,  for  that  they meddle philosophy with the  things  of  God,  which is a thing that may in place be very well done, since the wisdom of  philosophy  and  that we find true therein, is the wisdom given of God, and  may  well  do service to his other  gifts  of  higher  wisdom  than  that  is",  I,  p.  64, 28-34.

57         "Nature and reason give us  good  knowledge  that  there  is  God", DH, I, 7, pp. 128 H, 129 B.

58         Cfr. Utopía, p. 211.

59         Cfr. Ibídem, p. 214.

60         Cfr. Ibídem,  p. 220.

61         Cfr. Ibídem, p. 221.

62         Cfr. Ibídem, p. 220.

63         Un texto del  Diálogo sobre las herejías reafirma y sintetiza estos principios. Dice así: "La naturaleza y la razón nos proporcionan buen conocimiento de que Dios existe. Los mil y un falsos dioses adorados aquí y allá por los paganos demuestran que había y hay en la cabeza de todo hombre un misterioso consenso natural sobre la existencia de Dios; de otro modo no habrían adorado a ninguno. En cuanto a los filósofos, sólo un pequeñísimo número de ellos ha dudado que había Dios, y  únicamente  se  han  encontrado  uno o dos  que  lo nieguen. Pero una golondrina no hace verano, y la locura  de  un  número tan pequeño no cuenta ante la  cifra  total  de  antiguos  filósofos que -como dice san Pablo- han descubierto mediante la  naturaleza y la  razón  que Dios existía, y  que  era  Creador  o Gobernador, o ambas cosas, de toda la  mecánica  de  este  universo;  cuya  maravillosa belleza  y  orden  constante muestran  que  el  azar no  lo ha creado, y mucho menos lo gobierna...". Cfr. DH, I, 7, pp:1 28 H, 129 A.

64         "Nullo naturae proveniunt adminiculo" Utopia, p. 222.

65         Cfr. STh. I, 105, aa. 6-8. El Doctor Angélico expone, no obstante, en  II-II,  178,  1,  las relaciones que existen entre el milagro y la operación de la gracia en el hombre justificado. En este lugar encontramos una enumeración de los principales elementos del hecho milagroso, de la que la breve definición de Moro mencionada arriba parece un resumen. Escribe Santo Tomás: "in miraculls duo possunt attendi. Unum quidem est id quod fit: quod quidem est aliquid excede.ns facultatem naturae. Et secundum hoc miracula  dicuntur virtutes. -Aliud est id propter quod miracula fiunt: scilicet acl manifestandum aliquid supernaturate. Et secundum hoc, com.muniter dicuntur signa: propter excellentiam autem, dicuntur portenta vel prodigia, quasi procul aliquid  ostendentia".     ·

66         Las tres líneas de fuerza de esta definición sui generis, que se subrayan en las palabras que  las expresan,  son  precisamente  las  tres ideas que Moro recoge para referirse al hecho milagroso: no help of nature, works, wit nesses. También en la Confutation of Tyndale's Answer  hay  numerosas referencias al milagro, pero en  esta  obra  el  tratamiento  del  tema es un tanto disperso.

67         "God might break  up the  whole world, if  he  would, and  rnake a better by and by, and not only change in the natural course  of  this  world sorne things to the better.  Howebeit God in working of miraeles does nothing against nature, but sorne  special  benefit  about  nature". DH, I, 8, p. 130 A.

68         "Ex hoc aliquid dicitur esse miraculum, quod fit praeter  ordinern totius naturae creatae. Hoc autern non potest  facere nisi Deus". STh. I, 110, 4, r.

69         " Mystical body ", CT, I , p. 82, 17. No dice "cuerpo místico de Cristo". Coincide ya en esto con Tomás  de  Aquino, STh. III, 8, 3, r ("corpus Ecclesiae mysticum "). Moro no suele  incluir, sin  embargo, la expresión  cuerpo  místico en sus definiciones  (más bien  descripciones)  de  Iglesia.  No  figura  en las  dos  más  importantes  y  amplias:  "company  and  congregation  of all these nations, that without  factions  taken,  and  precysion  (dis­ tinction) from the remnant , possess the name and  faith of  Christ. By  this Church we know the Scripture, and  this  is  the  very  Church,  and this has begun at Christ, arul has  had  him  for  their  head  and  saint Peter bis vicar after him and head under him, and always since, and successors of his continually, and have  had  his  holy  faith  and  his blessed sacraments and his holy Scriptures delivered, kept  and  con­ served therein by God and his holy Spirit", DH, II, 5, p. 185  H;  "Common known catholic people, clergy,  lay  folk ,  and  all  which... stand together and agree in the confession  of  one  true  catholic  faith, with ali old holy doctors  and  saints,  and  good  Christian  people  besides that  are  already  passed  this  fifteen  hundred  years  before" ,  CT, IV, pp. 480-481.

70         Estas consideraciones se asocian estrechamente al pensamiento del Doctor Angélico, tal como es expuesto en textos como el siguiente: "Caput habet manüestam eminentiam respectu exteriorum membrorum: sed cor habet quandam influentiam occultam. Et ideo cordi comparatur Spiritus Sanctus, qui invisibiliter Ecclesiam vivicat et unit: capiti comparatur Christus, secundum visibilem naturam, qua horno hominibus praefertur". STh. III, 8, 1, ad 3. Se trata de un  texto  capital  acerca  del  tema,  prácticamente  único en la Suma, y único también  entre  los  textos  que  Moro  pudo  conocer. Otras obras donde se hallan lugares paralelos (Compendtum theologiae, De Veritate, etc.) estuvieron con toda probabilidad fuera del alcance de Moro.

71         "Sed nec fieri potest: quin Equum certo iam et pemorit ecclesiam illam veram: quae perpetua quadam serie propagata  est, ab  ea: quam olim instituit Christus: et semper incorrupta mansit in fide stirpis, facile sit cogniturus, quantacumque pars ab ea se divulserit: ramum arefactum fore, divi.ni Spiritus expertem: qui nunquam manebit, nisi in sua vinea, in quantulamcumque, rescissis palmitibus, sit redacta". RAL, I, 10, pp. 190-192.

72         Moro recogió la misma  idea en RAL, II, 7, p. 396: "Ecclesiae fides, dei digitis scriptam in cordibus fidelium".

73         "Id quod est potissimum in lege Novi Testamenti, et in quo  tota virtus eius consistit, est gratia Spiritus Sancti, quae datur per fidem Christi. Et ideo principaliter lex nova est ipsa gratia Spiritus Sancti, quae datur Christi fidelibus (sigue una cita de S. Agustín: lex fidei scripta est in cordibus fidelium).

            "Habet tamen lex nova quaedam sicut dispositiva ad gratiam Spiritus Sancti, et ad usum huius gratiae pertinentia, quae sunt qua. si secundaria in lege nova, de quibus oportuit instruí fideles Christi et  verbis et scriptis, tam circa credenda quam circa  agenda.  Et  ideo  dicendum est quod principaliter nova lex est lex indita,  secundario  autem est lex scripta". STh. I -II, 106, 1, r.

            Y más adelante: "Ad legem Evangelii duo pertinent. Unum quidem principaliter: scilicet ipsa gratia Spiritus Sancti interius data. Aliud pertinet ad legem Evangelii secundario, scl. documenta fidei et praecepta ordinantia aff ectum humanum et  humanos  actus". I -II, 106, 2, r

74         "The Church cannot err in any necessary article of Christ's faith". DH, I, 18; CT, I, p. 133. Esta frase se repite incesantemente, como un estribillo, en todas las obras de Moro. Es el  eco de otro texto de Santo Tomás ("Ecclesia universalis non potest errare, quia Spiritu  Sa cto  gubernatur, qui  est Spiritus veritatis: hoc enim  promisit Dominus discipulis, ro. 16, 13, dicens: Cum venerit ille Spiritus veritatis, docebit vos omnem veritatem". STh. II-II, 1, 9 c) cuyo contenido había encontrado una débil adhesión en la teología inglesa, influenciada aquí en exceso por el escepticismo e insuficiencias eclesiológicas de un Guillermo de Ockam. Como es sabido, para  Ockam  nadie goza de infalibilidad en la Iglesia.

75         Cfr. STh. II-II, 1, 10. Lugares importantes sobre el mismo tema son STh. I 36, 2, ad  1 ("quod  i.n S. Scriptura invenitur per verba, ve! per sensum"); ad 2 ("quod  implicite  continebatur" ); II -II, 1, 7 r ("non quantum ad substantiam... sed  quantum  ad  explicationem, crevit numerus articulorum"; "quaecumque posteriores crediderunt conti.nebantur in fide praecedentium Patrum, licet implicite") .

76         STh. III, 25, 3, ad 4. Idéntico alcance poseen las afirmaciones de III, 64, 2, ad 1: "illa quae aguntur h sacramentls per homines instituta, non sunt de necessitate sacramenti..., ea vero quae sunt de necessitate sacramenti, sunt ab ipso Christo instituta, qui est Deus et horno. Et licet non omnia sint tradita in Scripturis, habet tamen ea Ecclesia ex jamiliari Apostolorum traditione".

            No debe descartarse que los  escritos  de  Duns Scoto  hayan  influido en este punto sobre el pensamiento de  Moro. Se trataría, en todo  caso, de una influencia más oblicua, no tan directa y determinante  como  la de Santo Tomás. Escoto, como era de esperar, da también  al  Espíritu Santo un lugar importante en  la  penetración  de la fe por la Iglesia. Cfr. Opus Oxon. IV, d. II, q. 3, n. 13 (ed. Vives, XVII, pp. 372 s.).

77         STh. III, 25, 3, ad 4. Idéntico alcance poseen las afirmaciones de III, 64, 2, ad 1: "illa quae aguntur in sacramentis per nominesinstituía, non sunt de necessitate sacramenti..., ea vero quae sunt de  necessitate sacramenti, sunt ab ipso Christo instituta, qui est Deus et  homo. Et licet non omnia sint tradita in Scripturis, habet tamen ea  Ecclesia ex familiari Apostólorum traditione".

            No debe descartarse que los escritos de Duns Scoto hayan influido  en este punto sobre el pensamiento de Moro. Se trataría, en todo caso,  de una influencia más oblicua, no tai directa y determinante como la  de Santo Tomás. Escoto, como era de esperar, da también al Espíritu  Santo un lugar importante en la penetración de la fe por la Iglesia.  Cfr. Opus Oxon. IV, d. II, q. 3, n. 13 (ed. Vives, XVII , pp. 372 s.).

78         J. HUIZINGA, Erasmo de Rotterdam, 1946, p. 186.

79         Cfr. C. AUGUSTIJN, The Ecclesiology of Erasmus, Scrinium Erasmianum, II, 1969, p. 135 s.

80         J. COPPENS, Ou en est  le  portrait  d'Erasme  théologien,  Scrinium Erasm., II, pp. 589, 593 s.

81         Cfr. LB. IX, 371; X, 1279 A; VI, 692-703, 785; V, 336 F, 337 A; IV, 653 D; V, 86 C-D. Allen, IV, 1033, 163-5; 1144, 76; 1167, 343; V, 1313, 28; 1332, 74; 1410, 19.

82         Cfr. E.-W. K OH LS, Die Theologie des Erasmus, Basel, 1966, I , 115-126.

83         RAL,  I, 13, p. 224.

84         RAL,  I, 10, p. 206.

85         Cfr. Summa contra Gentiles, IV, 76; Sent. IV, d. 38, q. 1, a. 4; De Pot. q. 10, a. 4, ad 13; Quodl. IV, 8, 2; IX, 8, 16; Contra impugn. Dei cultum, ce. 2-3; Contra errores Graecorum.

86         "The Pope Is under Christ Vicary and head of our Church". DH, II, 1, p. 179 G. "All  nations  have  long  recognized  the  Pope  not only as Bishop of Rome but as  the  successor  of  saint  Peter  to  be  their chief  spiritual  governor  under  God,  and   Christ's  vicar   in  earth".  CT, V, p. 576, 30-33.

87         Las documentadas opiniones de Fisher hubieron  de  ejercer una grande y saludable influencia en la mente de Moro, que al verse poco seguro e informado científicamente en el tema de la Primacía pa­ pal se apoyó prudentemente en el santo obispo de Rochester, testimo­ niando así un agudo instinto católico. Acerca del creciente papel del Papado en la eclesiología moreana, cfr. J. HEADLEY, More's  Ecclesiology in the revised Responsio,  Complete  Works  of  St.  Thomas More, vol. 5, II, p. 773.

88         Correspondence, p. 499, 261-262.

89         "As the grace given in the Baptlsm though it  be  to children, and the grace with which in faith, hope, and charity,  man  worketh good works, watch , fast, pray, give alms, and such other like as God rewardeth in haeven". CT, II, p. 205, 27-30.

90         Cfr. Complete Works, vol. 8, III, pp. 1540-1541.

91         "Many good virtuous men... have thought that the sacraments have not only God by his promise  assystenté  (standing)  to  purge  the soul and  to  infuse  his  grace,  but  also  that he hath used  them  therein as effectual worki.ng instrume.nts  in  the  doing thereof, by reason of a certain influence of hls power, whereby he made them mete to work into the soul through the touch of the body". cr, 1, p. 99, 25-32.

92         "It seemed to those old holy virtuous doctors, that the sacraments of the new law for the  preeminence over them, should of God's special influence have  some  effectual  virtue,  force, and  power, as an instrument of God in the working thereof". CT, I, p. 100, 9-13.

93         Se cuentan entre ellas las de virtud (Cfr. Utopía, p. 211; STh. I-11, 71, 1 r) y  delectación o  placer  (Cf r.  Utopía, 212; STh. I -II,  11, 1, ad 3; 35, 1 c).

José   Morales

No es tarea fácil determinar con precisión  la  influencia que la obra de un autor ha ejercido sobre otros posteriores en el tiempo. Escritos  presuntamente  influidos por maestros que sentaron escuela o iniciaron doctrinas y métodos con gran futuro pueden siempre presentar analogías o dependencias engañosas. O pueden simplemente estar mostrando las huellas buscadas  —de  estilo  intelectual, ideas y terminología— como algo, sin embargo, que es propio ya del periodo y está generalizado dentro de él, sin conexión directa con los escritos o autores del pasado.

Abundantes casos particulares enseñan bien a  las  claras lo arduo de sorprender y valorar las afinidades intelectuales que vinculan o separan a  hombres  ocupados  en las ciencias del espíritu. La genética de  las  ideas  no  se deja ciertamente reducir a leyes sencillas. El siglo XVI  es rico en ejemplos. No han terminado aún las discusiones sobre si Reforma y Humanismo son movimientos  opuestos, aliados, o simplemente paralelos. La nueva documentación proporcionada por la  moderna  historiografía parece incluso replantear cuestiones y dudas allí donde se creía haber alcanzado suelo firme. Temas vigorosamente debatidos son también los relativos a la influencia del pensamiento italiano del siglo XV en las corrientes humanistas de Alemania, Países Bajos, e Inglaterra,  así  como los cauces concretos  —autores,  libros,  escuelas— que han recorrido las ideas renovadoras procedentes del Sur.

Los  episodios  y  ambiente  intelectual  que  acompañan a la renovación tomista del siglo XVI en Europa  Occidental son extremos que se  van  iluminando  sólo  en  base  a un lento y difícil trabajo.

En este contexto se sitúa el presente estudio, que pretende documentar con cierto detalle, y establecer el  alcance de lo que algunos han considerado un hecho obvio, cuando han llamado a Tomás Moro, "buen discípulo de Santo Tomás de Aquino" [1].

I.       Se trata ahora de responder a un primer interrogante, a saber: "¿Dónde y cómo se encontró Tomás Moro con el pensamiento y obras del Doctor Angélico? Creemos que es posible, en base a los datos conocidos hoy, establecer hechos ciertos que permiten superar  la  mera  conjetura.

1.       El joven Moro acudió en 1492 —contaba entonces catorce o quince años— a la Universidad de Oxford [1bis]. La estancia fue breve. Pero suficiente para familiarizarlo con el griego, el latín, y algunos autores clásicos. La teología hubo de quedar, en cualquier caso, al margen de sus estudios, que dentro de un clima de piedad, se centrarían exclusivamente en las bases de una formación humanista. Es posible que Moro, estudioso y precoz, tuviera ya en Oxford alguna noticia de Santo Tomás y de su obra. Sabemos que, a pesar de la decadencia intelectual del Oxford que Moro conoció, las obras del Doctor Angélico y otros escolásticos se vendían regularmente en las librerías de la ciudad [2]. En Oxford, sin  embargo, no imperaba precisamente una tradición o  clima  intelectual  tomista.  Dominaba, por el contrario, el escotismo [3], que gozaba asimismo de gran predicamento en la Universidad de Cambridge. Lady Margaret Beaufort, madre de Enrique VII, fortalece y consagra en Oxford la influencia escotista con la fundación de una Cátedra —ocupada en 1497 por Edmund  Wylford, y permanente desde 1502—, donde se  enseñan  diariamente  a  un  público  numeroso  los Quodlibeta  del  doctor Sutil.

"Es significativo —dice Mallet— que una  gran  multitud de auditores pudiera acudir todavía a escuchar la teología de Duns Escoto en las Escuelas de Oxford" [4]. Algunos años más tarde, los estatutos del College fundado en 1527 por el Cardenal Wolsey establecían como obligatoria y exclusiva para la Cátedra de Teología la enseñanza de las Quaestiones de Duns Escoto, junto al texto del Antiguo y Nuevo Testamento [5] .

Cambridge, bajo la égida del Canciller Juan Fisher, obispo de Rochester, presenta una situación análoga. Fisher dispuso, en los estatutos reelaborados por él para Saint John's College, la obligación de seguir en Teología la escuela de Duns Escoto. Se trató de una intención expresa, porque para ello el Canciller hubo de modificar  en ese punto los estatutos de Corpus Christi College, de Oxford, en los que se inspiró (6).

El predominio de Escoto en el mundo teológico inglés de este periodo queda además bien documentado, si falta hiciera, en el hecho de que es el doctor Sutil quien casi exclusivamente acapara las quejas y censuras de los críticos —ortodoxos y heterodoxos— de la Escolástica.

Colet, por ejemplo, se referirá con duras palabras al obispo de Londres, Fitzjames, como "un supersticioso e incompetente escotista", muy representativo, según él,  de la vieja escuela Oxoniense [7]. Las enseñanzas de Escoto serán en 1535 objetivo principal de las nuevas disposiciones y prohibiciones académicas  impuestas  por  Cromwell a las Universidades. Junto a la supresión de la Teología escolástica, se exige allí que "en Filosofía, las obras de Aristóteles se complementen con las de los humanistas alemanes (Agrícola, etc.), en vez de las frívolas cuestiones y oscuras glosas de Duns Escoto y otros escolásticos" [8)].

No parece, por tanto, que la estancia en Oxford, sumadas todas las circunstancias, facilitara un acceso de Moro al pensamiento de Santo Tomás.

A finales de 1494, Moro deja Oxford y se traslada a Londres, para comenzar estudios de Derecho en New Inn. De aquí pasó —el 12 de febrero de 1496— a Lincoln Inn, institución con la que le iban a vincular lazos  relativamente estables.

Lincoln Inn poseía una nutrida biblioteca, donde abundan obras de Aristóteles y, sobre todo, de Santo Tomás de Aquino [9]. En 1501, Moro aparece de nuevo asociado a Lincoln Inn, esta vez como profesor en Furnival's Inn, escuela dependiente de aquélla; y en 1510  ocupó  todavía  en Lincoln  Inn  los  puestos  de Autumn reader  y  Marshall.

2.       Es, sin embargo, en 1502 cuando tiene lugar en la vida de Moro el primer hecho de  una  significación  precisa en el tema que nos ocupa. Nos referimos a su breve pero decisiva estancia en la Cartuja de Londres. Con este periodo de varios   meses  —quizás no llegó a un año— deben conectarse tres hechos determinantes en la trayectoria espiritual e intelectual de nuestro personaje: conocimiento de la tradición mística inglesa [9bis], estudio en cierta medida de las obras principales de Santo Tomás, Y decisión de abrazar el estado matrimonial.

Es bien conocido el hecho de que "la transmisión corporativa de la doctrina  espiritual inglesa y flamenca fue obra de los Cartujos. Una mirada a la relación de  manuscritos conservados de los místicos ingleses lo muestra de modo suficiente. De la Cartuja londinense proceden dos ejemplares de The Cloud (of Unknowing),  dos  de  W.  Hilton, y uno de The Mirror of Simple  Souls. De  Sheen,  proceden dos Rolles y dos Hiltons. De Beauval, procede  un Rolle. Y de Mount Grace, poseemos  The  Cloud, The Mirror, y el Libro de Margery Kempe.

"Además, sabemos, por lo que se desprende de los manuscritos, que The Cloud fue copiada más de una vez, y leída asiduamente en la Cartuja de Londres hasta la disolución de los monasterios" (1536) [10].

Moro deja ver su familiaridad con la tradición mística inglesa [11]  y otras obras  de  tono  espiritual  muy  afín. En el Prólogo a su Confutation of Tyndale's Answer (Diciembre, 1532), después de lamentar la necesidad de tanta obra polémica en torno a cuestiones teológicas, escribe: "Mejor camino sería, sin duda alguna, no leer ni unos ni otros escritos, sino que el pueblo sencillo se ocupara más bien, junto a sus demás asuntos, en la oración, la meditación adecuada, y la lectura de libros ingleses que mejor puedan nutrir y aumentar la devoción: tales como la Vida de Cristo, de Buenaventura, la Imitación de Cristo, de Gerson, y el contemplativo y devoto libro Scala perfectionis [12], con otros parecidos..." [13]. Ahora bien, se da la circunstancia de que estos autores místicos, que constituirían sin duda el alimento espiritual del joven Moro, —muy especialmente dos de ellos: The Cloud of Unknowing y Walter Hilton— son masivamente tributarios de la doctrina teológica Dominicana, y adoptan sin reservas numerosos planteamientos y nociones del sistema tomista [14]. El autor de The Cloud y Hilton, en efecto, basan, como Taulero, su doctrina espiritual y mística en principios metafísicos de carácter genuinamente tomista. Se está en presencia de una especulación mística, procedente del neoplatonismo, penetrada y articulada con axiomas y temas acuñados por el doctor Angélico. La noción misma de contemplación presenta ya unas características no agustinianas. Se trata de una experiencia difícilmente comunicable, que no produce manifestaciones externas, y que puede definirse como la penetración, sobrenaturalmente iluminada, de la S. Escritura y de la doctrina cristiana, por una mente purificada con la práctica de las virtudes infusas. Esta contemplación es el horizonte normal, la meta ordinaria, de la vida de perfección cristiana.

Presupuesto  de  esta  doctrina  es  en  todo  momento  la clara distinción entre  los ámbitos de la naturaleza y  de la gracia, así como la afirmación de la capacidad  del alma para alcanzar directamente a Dios mediante la  virtud teologal de la Caridad.

La gracia es siempre aquí una entidad real, nunca una mera relación entre Dios y el alma.

El movimiento interno de la voluntad por Dios se explica mediante la doctrina de la promoción  física. Según este esquema de causalidad, Dios obra en nosotros immediatione virtutis et suppositi". Papel fundamental se atribuye, por tanto, a  la  gratia  aperans, que  es  resultado de la acción divina del Espíritu Santo, que llena con sus dones y actúa dentro del alma libre y dócil a  sus  mociones.

Nuestros autores se refieren también a las demás nociones que son corrientes en el tratado tomista de la gratia: gratia cooperans, excitans, adjuvans, etc. (Cfr. Knowles, English Myst. Traditian, 29, 36-37, 93 s.).

3.       Este encuentro, directo e indirecto, con Santo Tomás hubo de verse intensificado y prolongado, poco después, por la influencia del italiano Juan Pico de la Mirandola en el ánimo y mente de Moro.

Superadas las veleidades especulativas de sus afios jóvenes, Juan Pico se cuenta entre los hombres que contribuyen desde el humanismo a la renovación tomista que florecerá en Europa a finales del siglo XV y comienzos  del XVI. Como otros muchos pensadores, Pico ha captado bien que "el tomismo —son palabras de A. Renaudefr— satisfacía a  la  vez  las  necesidades  de  la  inteligencia, decepcionada por la sequedad de los análisis y discusiones terministas, y las necesidades de la  sensibilidad que, harta del positivismo en que se encerraban los discípulos de Ockam, se  dirigía  poco  a  poco  hacia  el misticismo" [15].

Ayudado por el clima intelectual de la Universidad de Ferrara (que permaneció fiel a la doctrina de Santo Tomás); y las enseñanzas del dominico Savonarola, Pico cristalizó un pensamiento netamente realista. Su admiración hacia el doctor Angélico, al que "veía apoyarse en un fundamento de verdad más sólido que cualquier otro" era ilimitada. Y se ha afirmado que de las proposiciones que llenan las obras expurgadas de Pico, solamente un pequeño número no se ajusta plenamente a la mente de Santo Tomás [16].

Es verdad que la influencia de Pico sobre Moro —recibida seguramente a través de Colet, Grocyn, Linacre, Erasmo, etc.— no fue ejercida por el atractivo o la asimilación de un sistema de pensamiento filosófico o teológico. En la dedicatoria de la Vida de Juan Pico, publicada por Moro en diciembre de 1510, nos dice éste que "con su lectura (de las obras de Pico) se aprende moderación en el éxito, paciencia en la adversidad, desprecio del mundo, y esfuerzo hacia la felicidad  eterna". Cautiva  por  tanto a Moro la personalidad humanista y religiosa  del  joven noble italiano. A los ojos de Moro, Pico ha sabido encarnar lo que es un ideal perseguido ardientemente por él: la serenidad que el ejercicio de la virtud  cristiana proporciona, y el  estudio  como  camino  que  conduce a  Dios [17].

Sin embargo, si Pico no dio a Moro la técnica y las particularidades sistemáticas del tomismo, contribuyó eficazmente a que nuestro autor descubriera y asimilara los principios básicos de apertura al ser y recta contemplación de la verdad.

4.       Es necesario tener en cuenta que la indudable in­ fluencia de John Colet sobre Moro no llegó hasta el extremo de infundir en él los recelos y prejuicios anti-escolásticos que caracterizan al decano de San Pablo.

Que Colet determinó numerosos aspectos de la formación humanista y hasta espiritual de  Moro  es  un  hecho que  no  necesita  demostración.  "Volved  pronto  a Londres —escribe Moro a Colet el 23 de Octubre de 1504—. En vuestra ausencia, tengo a Grocyn como director espiritual, a Linacre como director de mis estudios, y a Lily como compañero permanente" [18]. Sin embargo, Moro fue ajeno desde el principio a la peculiar enemiga de Colet hacia el doctor Angélico y otros grandes  escolásticos (19).

Colet inspiró a Moro el afecto hacia la piedad erudita, la visión del estudio como  un  complemento necesario de la perfección espiritual. Son ideas que se dejan  sorprender fácilmente en la Carta de Moro a  William Gonell (1518), acerca de la educación de sus hijos, de quienes Gonell era preceptor.

"Entre los beneficios que el estudio otorga a los hombres —escribe Moro— creo que no hay ninguno  tan  excelente como el de ser enseñados por ese mismo estudio a buscar en él, no la alabanza sino la utilidad. Esta ha sido la enseñanza de los varones más sabios, especialmente los filósofos, que son los guías de la vida humana, aunque algunos puedan haber abusado del saber, como de otras cosas buenas, simplemente para cortejar la vanagloria y el renombre popular" [20].

La ciencia bien entendida, el saber de los antiguos, las buenas letras, son camino  hacia  la  virtud  e  inseparables de ella.

Más adelante continúa Moro: "Exhorta a mis hijos... a  colocar  la  virtud  en  el primer  lugar de todos los bienes, y al saber, en el segundo; y a  estimar  más  que  otra  cosa en sus estudios todo lo que les enseñe piedad hacia Dios, caridad con todos, y modestia y humildad cristianas  en  ellos mismos" [21].

En las palabras finales de la epístola late el mismo espíritu que había impulsado años antes las reformas pedagógicas de Colet (Cfr. Colet's Statutes of St. Paul's School, 1518, English Hist. Documents, V, 1039-1045). Son como un manifiesto del humanismo cristiano: "Tu prudente caridad apuntará a enseñar la virtud más que  a  reprobar  el vicio, y a hacerles amar los buenos consejos en vez de odiarlos. A este propósito nada conducirá mejor  que leerles las lecciones de los antiguos Padres que, como bien saben ellos, no les contemplan con enfado; y al  honrarles por su vida santa, se sentirán muy movidos por su autoridad" [22].

Tomás Moro ha asimilado, sin  duda, lo más sustantivo y menos anecdótico de Colet y su intención renovadora. Piensa, como él, que las buenas letras y la erudición  serena sostienen en último  término  la  causa de  Dios  y  de la religión (22bis). Cree también que la simple autoridad erudita  no  conmueve  ni  inspira  si  no  se  refuerza  por  la autoridad de una piedad y vida ejemplares.

Pero no le sigue en su desprecio hacia la Escolástica. Aunque Moro discierne y menciona con  claridad, e incluso desenfado, los aspectos que  hacen vulnerable  la  obra de los escolásticos se aprecia también en él  la influencia positiva de hombres como Grocyn [23] y Fisher [24], que le ayudaron sin duda a captar el valor de la tradición intelectual del Medievo , y a nutrirse de ella.

En el ámbito de la Escolástica sólo merecía audiencia quien dominaba plenamente la técnica de su sistema conceptual y de su lenguaje peculiar. Desde Petrarca, sin embargo, el humanismo había intentado sustituir la formal estructura silogística por un estilo más suelto, inspirado generalmente en los autores  clásicos.  Se  pretendía  con ello, entre otros fines, aproximar el lenguaje culto a la expresión usual en la vida diaria. Pero este impulso de intenciones  renovadoras  se  acompañaba  con  frecuencia de un cierto escepticismo en el plano cognoscitivo, con el consiguiente abandono de la metafísica, la desconfianza hacia la definición, y la disolución de lo nocional. Son los aspectos débiles del Humanismo, "vacío de fondo filosófico e incapaz de substituir a la Escolástica" [25].

La formación espiritual de Moro y su  talante  humanista no apagan en él una sana estima hacia lo que podríamos llamar una metafísica rudimentaria  del  ser,  que  va de la mano en  todas sus obras con  la  disciplina  mental y la precisión en el decir. Moro es muy sensible a la exigencia de un soporte nocional para todo  esfuerzo  en  la vida del espíritu. Sabe o intuye que, en último término, ningún intento renovador en el ámbito religioso puede ignorar las exigencias de una prudente teología científica con un mínimo de rigor. Sin ella, los mejores  contenidos y experiencias espirituales no conservarían su riqueza ni su verdad [26].

Moro se refiere con frecuencia, en tono irónico, a las cuestiones inútiles  (Quaestiunculae;  cfr. Correspondence, A Dorp, 34, 199-203; A la Universidad  de  Oxford,  116, 149 s.) que ocupan a una especulación decadente y en parte vacía. Censura, por ejemplo, en términos vigorosos, el abuso del silogismo que en ocasiones ha podido presenciar. En la carta a Dorp (21 de Octubre, 1515) narra  la  discusión con un teólogo: "Apenas había salido una  afirmación de los  labios de  quien  hablaba  —aunque  fuera  cuidadosa y prudentemente matizada, y bien concebida—, nuestro teólogo la trituraba inmediatamente con  un  silogismo;  y eso aunque el tema de la  conversación  nada  tuviera  que ver con Teología o Filosofía, y fuera del todo ajeno a su profesión.

"Era para él indiferente —continúa Moro— qué  postura defender. Tan pronto como alguien adoptaba el punto de vista de una de las partes, nuestro amigo procedía a atacarle. Y en cuanto alguien negaba algo, él se disponía inmediatamente a defenderlo" [27].

"No critico a todos los teólogos —dirá en otra ocasión—. No condeno todas las cuestiones propuestas por los modernos. Pero debe ser, en mi opinión, censurado y rechazado todo lo irrelevante, todo lo que no contribuye al saber y es obstáculo para la piedad. Hay, sin embargo, otro tipo de cuestiones que tratan con seriedad de asuntos humanos, y, con reverencia, de problemas  teológicos" [28].

Con idéntico vigor atacará  Moro, pocos años después,  no sólo las  herejías sino  también las argucias logicistas y los sofismas de Lutero, en quien se echa de menos —dirá— un mínimo de rigor y disciplina mental en la discusión (Cfr. Responsio, I, 20, p. 304).

Más adelante, ridiculiza el modo de disputar en Wittenberg, según el cual si uno concede el antecedente no puede negar ya el consecuente: no por conceder que la Santa  Misa  sea  testamento —es el argumento de Moro— ha de negarse que sea  también  sacrificio (Cfr. Responsio, II, 15, p. 512). "Este hombre grave  y severo,—escribe nuestro autor— acostumbra a reírse de las sutilezas de los escolásticos, aunque él mismo se ve forzado con gran frecuencia a refugiarse en los más lamentables sofismas" [29]. Moro da fin a estas páginas con un encomio de la buena gramática y el sentido común [30].

Tomás Moro defiende además las artes liberales como instrumentos y propedéutica para  una  correcta  Teología. En el Diálogo sobre las Herejías recogerá y contestará las objeciones de su interlocutor contra la Lógica y la Filosofía [31]; y las defenderá como ayudas  útiles de la  razón en el estudio e interpretación de la S. Escritura [32].

En relación con la sistemática de los teólogos escolásticos, nuestro autor reconoce sus aciertos pedagógicos: "admito —dice— que es ventajoso  tener  los  artículos  de  tal modo agrupados que se pueda encontrar lo deseado sin cometer error" [33]. Pero aflora al mismo tiempo la —en algunos casos— saludable imprecisión de los Padres antiguos y su preocupación por facilitar al lector una doctrina básica y edificante [34], al margen de toda concupiscencia por el mero saber curioso.

Moro censura con frecuencia la actitud inquisitiva en exceso  ante los misterios  de  Dios. En  ocasiones  será para él un signo claro de arrogancia y espíritu propio [35]. "Puede  ser bueno  —escribe—, respecto a algunos temas, considerar las causas de los mandatos de Dios, siempre que se efectúe moderadamente y con  reverencia" [36]. Pero en cualquier caso no debe olvidarse que en las "cosas pertenecientes a la salvación, el razonamiento  humano hará muy poco sin ayuda de la gracia" [37].

5.       La mención  expresa  de  Santo  Tomás  de  Aquino en las obras de Moro no es frecuente,  pero  tampoco  es rara.

Moro cita copiosamente a los Padres de la Iglesia [38]. Y de entre los autores escolásticos, está más que insinuada su familiaridad creciente con el doctor Angélico [38bis]. Si hemos de creer a Stapleton, teólogo y biógrafo de Moro, "su detenida lectura de Santo Tomás está demostrada por un suceso que nos relata su secretario John Harris. En cierta ocasión, cuando Moro iba de Chelsea a Londres por el río, le llamó la atención un folleto que un hereje había llevado a la imprenta  poco  antes (39). Cuando hubo leído un poco, señaló a Harris con el dedo  algunos  de los párrafos. Los argumentos —le dijo— que este villano aduce son las objeciones  que  el  propio  Santo Tomás se plantea en tal y tal cuestión y articulo de la IIa IIae,   pero  el  bribón  omite  las  soluciones   del  Doctor" [40].

No puede pasarse por  alto el encendido  elogio de Santo Tomás que incluye Moro  en  su  Confutation  of  Tyndale's answer en respuesta emocionada a los ataques del hereje inglés [41]. "Ahora —escribe Moro— este miserable denigra abusivamente, citando su  nombre,  al  santo  doctor Santo Tomás, un hombre de  tal  ciencia  que las  mentes más excelsas y hombres más capaces que la Iglesia de Cristo ha tenido desde su tiempo, le han estimado y llamado flor genuina de la Teología; un  hombre  de tan  leal  y perfecta fe y vivir cristiano, que el mismo Dios ha testimoniado su santidad con muchos y grandes milagros, y hecho honrarle aquí  en  su  Iglesia  de  la  tierra  igual  que lo ha exaltado a una gran gloria en el cielo" [42]. Es  de notar que Moro pasa por alto la referencia de Tyndale a Duns Escoto, que no provoca en él reacción alguna.

En compañia de otros Padres de la Iglesia y doctores escolásticos de nota, Santo Tomás es mencionado por Moro en cuatro ocasiones.

Aparece citado en primer término como expositor autorizado de la S. Escritura, junto a S. Anselmo, S. Buenaventura y S. Bernardo [43].

En otro lugar de la Confutation, acompaña a un largo elenco de Padres, y a los mismos tres  grandes  escolásticos, como un modelo de la semilla "con que la grey de la Iglesia católica ha sido siempre alimentada de edad  en edad" [44].

Por último, Santo Tomás es citado dos veces como autoridad, en idéntico contexto de autores, para apoyar la doctrina que Moro expone acerca del Purgatorio (Supplication of Souls, ed. Primary Publ., London, 1970, p. 84; English Works, 309) y la continuidad de la Tradición (English Works, 1055).

Menciones individuales de Santo Tomás ocurren  en otras cuatro ocasiones.

Dos se refieren a la Pneumatología, que  Moro  apoya con sendas citas genéricas del doctor Angélico. "Concediendo que la Iglesia usa un medio, a saber, el testimonio de hombres, que, como dices, pudiera engañarla en ocasiones, posee, sin embargo, como escriben Santo Tomás y otros doctores, otro medio que nunca puede engafi.ar.  Y éste es la asistencia de Dios y del Espíritu Santo" [45].

Y en la Confutation, escribe Moro: "El Espíritu de Dios... no permitirá —como dice el santo doctor Tomás— que la Iglesia se equivoque y sea engañada en tomar por santo a una persona condenada" (p. 711).

Respecto a una traducción por Tyndale del Comentario de Theophylacto al Evangelio de San Juan (cap. XXI), en la que Tyndale omite algunas líneas, Moro invoca de nuevo la autoridad del doctor Angélico: "Santo Tomas aduce en su libro Cathena aurea las palabras que el traductor pretendía no encontrar en la obra"  (Confutation, p. 685) [45bis].

Finalmente, en el Dialogue of Comfort against tribulation,  compuesto  en  la  Torre  de  Londres  poco  antes de morir, nuestro autor cita la noción tomista de  eutrapelia (IIª rrae, q. 168, art. 2) y se apoya en ella para el desarrollo de su tema [46] .

Junto a esto, Moro demuestra conocer  bien  los  escritos piadosos de Santo Tomás.

En la Confutation se incluye un pasaje que es  traducción literal de los versículos del himno Adoro te devote: "cuius una stilla salvum facere totum  mundum  quit  ab omni scelere" [47].

En este mismo contexto  deben  situarse  unas líneas  de la Expositio Passionis, en las que leemos: "Tum cuius una gutta tam preciosi sanguinis propter infinitam eius  deitatem ad redimendos omnes homines habunde superque suffecisset ei penam..." [48].

José   Morales en dadun.unav.edu

Notas:

1        Así J MARITAIN, citado por  G. Marc'hadour, Moreana 41, 1974, p. 82.

1 bis   Cfr. G. MARC'HADOUR, L'Univers de Thomas More. Chronologie critique de  More,  Erasme,  et leur époque (1477-1536), Paris, Vrin, 1963, p. 79.

2        Cfr. F. MADAN (editor), Day-Book o/ J. Dorne,  bookseller  the  Oxfor d, A.D. 1520, Oxford, 1885, pp. 73-177; c. e. MALLE'l', A Histary oj the University o/ Oxford, I, London, 1924, p. 434.

3        Cfr.  E.  F.  JA,  The  15t h.  Century, 1399-1485,  Oxford, 1961, pp. 681-682.

4        A History..., I, p. 409.

5        Ibídem, p. 440.

6        Cfr. J. ROUSCHAUSSE, La Vie et l'Oeuvre de John Fisher (1469, 1535), Angers, 1972, pp. 32-33; E E REY N0LS, Saint John Fisher, Wheatbampstead, 1972 (P ed. 1955), pp. 56-57.

7        Cfr. MALLET, A History..., I, p. 423.

         William Tyndale, adversario de Tomás Moro, condenado y muerto por herejía en 1535, escribe: "They which in times  past  were  wont  to IÓok on no more Scripture than they found in their Duns... have  yet  now so narrowly looked on my translation..." English Histarical Documents, V, 1485-1855 (ed. D. C. D OUG LAS), London, 1971, p. 820.

8        J. SIMON, Education and Society in Tudor England,  Cambridge, 1967,  p. 199.

9        Cfr. George  BucK, The Third University of England, London, 1941.

9 bis El grupo más representativo e importante de místicos  ingleses  está  compuesto  por  Richard ROLLE (1290-1349), la obra anónima The CLOUD of UNKNOWING (hacia 1360), Walter HILTON (1330-1396), y Juliana de NORWICH (1342-1420). Sobre estos autores puede consultarse M. D. KNOWLES, The  English Mystical  Tradition, London, 1961.

10         M. D. KNOWLES, The Religious Orders  in  England, Il; The End of the Middle Ages,  Cambridge, 1955, p. 223.  .

            Más  información en A. H. THOMPSON, The Carthusian Order in England, Oxford,  1930,  especialmente el capítulo IX  English Carthusian Libraries.

            No es un fenómeno limitado a los Cartujos. Ocurre también en la Orden Carmelitana: "At York we happen to possess the inventory (1365) and catalogue (1443) of the remote and primitive Carmelite house of Hulne in North umberland. Here was a library of a more normal, semimonastic type, well found in Patristic, Canonical and hagiographical literature, strong in Aquinas... Knowles, II, 343.

11         En el Dialogue concerning heresies, (I, 2) escrito en 1529 para refutar , entre otros, los errores de W. Tyndale, se refiere a un "proper book and a very contemplative one, written in English, and entitled the  Image  of love...; that book have I seen, whereof who was the maker I know not". The Works of Sir Thomas  More,  London , W . Rastell, 1557, 114 C,E. (Para  designar esta obra usaremos la  si­gla DH).

12         Se trata de una obra de Walter HILTON, uno de cuyos manuscritos -hoy en el Museo Británico, Harl. 6579- perteneció precisamente a la Cartuja de Londres.

13         "For surely the very best way were neither to read this or theirs, but rather the people unlearned  to  occupy  themselves, beside their other business, in prayer, good meditation, and reading of such English books as most may nourish and increase  devotion. Of  which kind is Bonaventure  of  the  Life  of  Christ,  Gerson  of  the  Following of Christ, and the devout  contemplative  book  of  Scala  perfectionis,  with such other like,  than  in  the  learning  what  may  well  be  answered unto  heretics". The Complete  Works  of  St.  Thomas  Mare, vol. 8, I, Yale, 1973, p. 37, líneas 25-33. “De ahora en adelante citaremos esta obra, según esta  edición, con  la  sigla CT. Aunque nos apoyamos  en el texto referido, hemos preferido modernizar el "spelling").

14         KNOWLES, Religious Orders, II, p. 122.

            Las conexiones entre literatura ascética y escritores OP son muy frecuentes en  Inglaterra. La importante obra The Ancreue Riwle (s. XIII), manual piadoso y  doctrinal  de  amplia  difusión,  se atribuye al  dominico Robert  BACON: v. MCNABB, The Authorship of  the  Ancren Riwle, Arch. Fr. Praed. IV (1934) 49-74.

15         Préréforme et humanisme a París pendant les Guerres d'ltalie, Paris, 1916, p. 79.

16         Cfr. A. J. F ESTUGIBRE, La formation intellectuelle de Pie della Mirandola, Studia Miran du lana, Arch. d 'Hist . Doctret Litt. du Moyen Age VII (1943-33) 151-152. No debe parecer exagerada esta medida de influencia si pensamos que hasta un autor  tan  peculiar como M. Ficino fue sensible al pensamiento  tomista  (Cfr. C.  FABRO,  lnfluen­ ze tomistiche nella f ilosof ía  del  Ficino, Esegesi Tomistica, n.  950, 313-328. Fabro escribe que en el Comentario a Romanos y en la Metafísica se  aprecian  dependencias  literarias, así como los principios de la distinción real, la distinción entre el alma y sus potencias y operaciones, y el argumento sobre la inmortalidad del alma). Es de interés la obra de P. O. KRISTELLER,  Le  Thomisme  et  la  pensée  italienne de la Renaissance, Paris, 1967.

17         Se ha observado una influencia análoga de Pico en  la  estructura y contenidos del Enchiridion (1503) de Erasmo. Cfr. I. Pusino, Der Einfluss Pkos auf Erasmus,  Zeitschrift  f. Kirchengeschichte 46 (1927) 75-96.

18         "Venias ergo tandem, mi Colete... Interea  cum  Grocino, Linacro, et Lilio  nostro  tempus transigam, altero (ut tu seis) solo (dum tu abes) vitae meae magistro; altero studiorum praeceptore; tertio charissimo rerum mearum socio". The  Correspondence  of  Sir  Thomas M ore, ed. by E. F. ROGERS,  Freeport , 1970  (P  ed . Princeton, 1947); pp. 8-9.

19         "If  he  (Tomás  de  Aq uino )  -escribe  Colet-  had  not  been very arrogant indeed, he would not surely so rashly and proudly  have taken upon  himself  to  define  all  things.  And  unless  his  spirit  had been somewhat  worldly,  he  would  not  surely  have  corrupted  the whole teaching of Christ, by mixing it  with  his  profane  philosophy". Cfr. F. SEEBOHM, The Oxford Ref orme rs, London , 1887, p. 107.

            Es evidente que Colet no conoce bien a Santo Tomás, y parece que consiguió   influenciar negativamente en  una  cierta  medida la actitud de Erasmo hacia el   doctor   Angélico  (Cfr.  ALLEN,  Epistolae  Erasmi,  n. 1211).

            Se encuentran a pesar de todo en  las obras de Erasmo numerosos lugares que reflejan claramente principios y enseñanzas de Santo Tomás. Se suelen mencionar, entre otros, el esquema exitus-reditus, de inspiración tomista, en el Enchiridion militis christiani (Cfr.  E. W. KOHLS, Die Theologie des Erasmus, 2 bd., Basel, 1966; I, 127;  II, 178); la doctrina sobre los efectos del pecado original en la naturaleza humana (Cfr. Kohls, I, 154); la noción de gracia y su operación en el hombre cristiano (Ibidem, I, 64, 67); la doctrina del libre albedrío (LB, IV, 9 s.; Cfr. P. MESNARD, Essai sur le libre arbitre, Paris-Alger, 1945; M. BATAILLON, Erasmo y España, 148, 150).

            En opinión de E. PADBERG (Erasmus ais Katechet, Freiburg, 1958,  p. 125), Erasmo utiliza los escritos catequéticos de Santo Tomás como fuente de su propio Catecismo.

            El doctor Angélico aparece citado can frecuencia como autoridad en temas exegéticos (cfr. LB, IX, 121 E; VI, 793-794). Erasmo demuestra su conocimiento y confiesa su gusto por la Catena Áurea  (Epístola a J. Joñas, 13-6-1521: ALLEN, n. 1211, 530).

            No son raros tampoco los elogios expresos como el siguiente: "vir  alioqui non suo tantum seculo magnus. Nam meo quidem animo nullus est recentium theologorum, cui par sit diligentia, cui sanius ingenium, cui solidior eruditio" (LB, VI, 554 E; Cfr. V, 1739 A/B).

            Resulta, en cualquier caso, muy difícil de aceptar la opinión de  A. DUHAMEL, según el cual "it seems legitímate to infer that Colet  had less to say against Scholasticism than Erasmus or More". The Oxford Lectures of John Colet, Journal of the History of Ideas, N.Y. XI V (1953) 498.

20         "At inter egregia illa beneficia, quae doctrina confert hominibus, haud aliud hercle duco praestabilius, quam quod ex literis docemur, in perdiscendis literis non laudem spectare sed usum. Quam rem sane  (quanquam  nonnulli  discipHnis  velut  caeteris  bonis  abusi sint in solum gloriolae ac famae popularis  aucupium)  doctissimi  tamen quique tradiderunt, philosophi praesertim, vitae moderatores humanae". Correspondence, p. 121, 28-34.

21         "Virtutem  primo,  literas  proximo  bonorum  loco  ducant;  ex his eas maxime e quibus maxime  possint  pietatem  in  Deum, charitatem in omnes, in se modestiam et christianam humilitatem discere". Ibídem, p. 122, 55-59.

22         "Quam prudens charitas sic praecipiet ut virtutem doceat libentius quam exprobret vitia, et amorem bonae monitioni quam odium conciliet. Neque ad eam rem quicquam est cautius, quam veterum eis Patrum praecepta legere; quos neque  iratos sibi  intelligunt; et quum sanctimoniae gratia vener entur, necesse est vehementer eorum authoritate moveantur". Ibídem, p. 123, 107-113.

22 bis    Son muy indicativas en  este  sentido  unas  palabras  diri­ gidas al lector en el Prólogo de la Responsio ad  L'utherum  (1522) : "Illud  certe  profiteor,  si perlegeris,  fore: uti  te  nec  operae   poeniteat, nec temporis collocati: si modo aut re!igionis affectu, aut eruditionis desiderio movearis, aut ingenii amoenitate, orationis ve festivitate  delecteris". The Complete  Works  o/ St. Thomas More, vol. 5,  I, Yale, 1969, p. 4  (Para designar esta obra  usaremos  la  sigla RAL).

23         "Crocyn was more conservative in some ways than his compasions. He never abandoned the Schoolmen. He set Aristotle above Plato... But he was hailed as  a Ieader  by  the  younger generation. More found him, in Colet's absence, the  máster  of  his  Iife". MALLE.T, A History..., 1, 416.

24         Cfr. E. SURTZ, More's Friendship with Fisher, Moreana 15, 1967, 115-133.

25         R. G. VILL0SLADA, La Universidad de Paris  durante  los  estudios de Francisco de Vitoria O.P. (1507-1522), Roma, 1938, p. 4.

26         Sobre este tema es interesante la consulta de G. MÜLLER, Scholastikerzitate bei Tauler, Deutsche Viertelfahrschrift, I (1923) 400- 418.

27         Cfr. Correspondence, p. 46, 643-655.

28         Ibídem, Carta a Dorp, p. 55, 952-958.

29         "Solet ille vir, gravis et severus, scholasticorum argutias ridere: quum cogatur ipse saepissime ad ineptissima sophismata canfugere" RAL, II, 16, p. 538.

30         Cfr.  Ibídem,  pp. 554-556.

31         I, l; 111 C-D.

32         I, 23; 153 G. Las artes liberales  son  aliadas  del  sentido  común, y contribuyen eficazmente  al  buen  lenguaje,  que  es  una posesión de  todos  perjudicada por los sofistas. Cfr. Correspondence, Carta a Dorp, p. 33, 165; p. 40, 432.

            Su propia familiaridad con la Lógica queda ilustrada en la Responsio, cuando, al hablar de la imposición de nombres, menciona a Aristóteles, Platón  (Diálogo  Cratilo)  y  Alberto  Magno  (Líber  de  modis significandi). Cfr. II, 19; p. 584.

33         Cfr. Correspondence, Carta a Dorp, p. 52, 845-848.

34         "Non era.nt illi, fate or, hac in re, quam isti sunt, tam in dif­ finiendo ac distinguendo curiosi. Sed  ego tamen  illorum  emulari  malo necgligentiam potius, quam istorum obscuram diligentiam, apud quos anxie res dlsputatur..." Ibídem, p. 51, 823-826.

35         "By this fashion (buscar la causa del mandamiento divino para interpretarlo individualmente) if God gave Tyndale a command­ ment whereof Tyndale  could  find  no  cause  at  ali,  he  would  not  do it at all". CT, I, p. 62, 23-25.

36         Ibídem, I, p. 50, 11-13.

37         Dialogue of Camfort, ed. Dent, London, 1951, p. 401.

38         Cfr. R. C. MAR1us, Thomas More and the Early Church Fathers, Traditio XXIV (1968) 379-407. Por orden de frecuencia, los autores patrísticos citados por Moro son S. Agustín, S. Jerónimo, S. Gregorio Magno, S. Basilio, S. Ambrosio, S. Juan Crisóstomo, Orígenes, S. Atanasio, S. Cirilo, S. Ireneo, Lactancio, Eusebio, Dionisio , S. Ignacio, S. Policarpo , S. Hilario, y los Papas S. León y S. Sixto .

38 bis    cerca de la biblioteca de Moro, cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA Sir Tomas Moro, p. 203; A. P REVOST, Thomas More et la crise de la pensée européenne, Lille, 1969, pp . 57-61 (Hay traducción española, Madrid, 1972);  A.  W.  REED,  John  Clement  and  his  books,  The  Library VI (1926) 329-339.

            Se ha pensado que la biblioteca de John Clement, cuyo elenco de libros nos es conocido, era la de Moro, legada a Clement  en  el  testamento de aquél.

39         Este episodio debió tener lugar en 1528 ó 1529.

40         Vita Mari, Francof or ti. 1689, p. 16.

41         Tyndale había escrito lo siguiente: "Likewise as the Jews had set up a book of their Talmud to destroy the sense of the  Scripture, so the Church hath set up their Duns, their Thomas, and a thousand like dregs, to establish their lies through falsifying the Scripture". Citado en CT, pp. 713, 1-4.

42         Ibídem, p. 713, 20-28.

43         "Tyndale says we construe the Scripture wrong, and lays (as) Scripture for his part the  words  of Saint Paul: better it is to wed than to burn (I Cor. 7, 9). We say he construeth wrong. If we would alledge for us the exposition of saint Thomas, or saint Anselme, or saint Bonaventure, or saint Bernard, or a  thousand  such like  together, that were alive at any time  this  eight  hundred  years, Tyndale  would can it our  Talmud  and  say  that they  were  all   but   draff ". Ibídem, p. 716.

44         "Now look upan the seed, with which the flock of the Catholic Church hath been  always fed from age to age, and  that  seed you find saint Ignatius, saint Polycarpus, saint Deonlse, sanitCiprian, saint Chrysostom, saint Basile, saint Gregory  Naza.nzene, saint  Ireneus, saint Euseby, saint Athanase, saint Hylary, saint Cyryll,  saint Syxtus, saint Leo, saint Hieron, saint Ambrose, saint Austayne, saint Gregory the Pope, saint Bede, saint Bernard, saint Thomas, saint Bonaventure, saint Anselme, and many a holy  man  more  of  every  age since the Apostles'days which were all left by  God  for  seed  in  the known Catholic Church , which known Catholic Church they ever (ac) knowledged for the very Church of Christ, a.nd  took always for  here­  tics all that departed from it". Ibídem, p. 727.

45         DH, II, 9; 193 A-B.

45 bis    Acerca del uso de la Catena Aurea por Moro, cfr. M.  THECLA, Saint Thomas More and the  Catena  Aurea, Modem  Language  Notes LXI, 523-529, Baltimore, 1946.

46         "Saint Thomas says that proper  pleasant  talking,  which  is called eutrapelia, is a  good  virtue  serving  to  refresh  the  mind  and make it quick and lusty to labour and study again when continua! fatigation  would  make  it  dull  and  deadly".  Lib.  II,  cap. 1 (Whether a man may not in tribulation use sorne worldly recreation  for  his comfort), p. 216, ed. Dent; p. 57, ed. Antuerpiae, 1573.

47         "Then granteth he (Tyndale) and so must he grant  that ali be it one drop of Christ's precious blood had  been sufficient  to  satisfy for ali the sins of this whole world". Lib. II, p. 210, 22.

48         Valencia, MS fols. 57-57v.

Cruz Martínez Esteruelas

El imposible secuestro de Tomás Moro

La figura de Tomás Moro ha tenido que pasar, como es inherente a tantos grandes hombres, por diversas etapas. En su día fue simplemente entendido como una víctima de la injusta crueldad de Enrique VIII. Al propio tiempo, las minorías cultas centraban su atención en la más conocida de sus obras: Utopía.

Esta fue la fase del secuestro de su auténtica personalidad. De un lado, quedaba como señalado testimonio de los excesos de la ira regia. De otro, como enigmático autor político, constructor teórico de ínsulas, del que surgía para unos el  desconcierto  y para otros la intención de apropiárselo creyéndolo afín. Por ello, los filósofos oficiales del Estado soviético lo incluyeron entre los precursores del marxismo, y hasta tal punto que Gafarevitch, al analizar el fenómeno socialista, ataca a Moro como si verdaderamente lo fuese. Ahí está el ensayo de secuestro de Tomás Moro: bien bajo una montaña de condolencias -junto a otras víctimas de Barbazul, incluidas sus esposas-, bien como signo político que antecedería, nada menos que desde su incontestable espiritualidad, al materialismo dialéctico.

Como un pez de noble diseño, la figura de Moro se escapa de tales intentos -pietistas o doctrinales- y se muestra, como se le llamó en la inolvidable película a él dedicada, «un hombre para todos los tiempos».

Un factor de esta liberación de su figura es precisamente el conocimiento de sus obras más espirituales, humanas e -incluso- domésticas. Nos referimos aquí a las cartas desde su prisión, publicadas en castellano con el título Un hombre solo: Cartas desde la Torre. Y al Diálogo de la  fortaleza  contra  la  tribulación, obra escrita también ya en  la prisión  (la  «Torre»  de  Londres)  y que no pudo ver la luz hasta 1557, veintidós años después del martirio de Moro (ambas obras traducidas y  anotadas  excelentemente  por Álvaro de  Silva, y publicadas  por  Ed. Rialp). Habría  que añadir aquí  la obra escrita desde la Torre, La agonía  de  Cristo, más directamente espiritual, un lúcido comentario a la pasión de Cristo, que  también muestra indudablemente la personalidad moreana, su erudición y humanidad en el seguimiento de su Maestro.

Esta última obra es un poco más conocida, y ha sido ya más comentada, pues su primera edición se publicó en 1978 por el mismo traductor en la misma editorial.  Nos referiremos especialmente a las otras dos, sin dejar de tener presente La agonía de Cristo y el  resto de los muchos escritos del humanista, que sería deseable fuesen viendo la luz en castellano como la están viendo en otras lenguas. Aquí puede hablarse de un «fenómeno Moro» con resonancias universales en el orden intelectual. Pero, en este redescubrimiento de Moro, hay una faceta que destacar, por más próxima y más al alcance de todos, la de su humanismo, y más concretamente la de su humanidad.

Las Cartas desde la Torre son el testimonio del corazón de un hombre que acosado por la persecución y sabedor de su muerte próxima dialoga epistolarmente con los suyos y, singularmente, con su hija Margarita –la niña de sus ojos, su Meg– expresando serenamente, con vigorosa moral, creencias, afectos, preocupaciones y recuerdos. En estas cartas desde la prisión, Moro ni es el reo que espera pasivamente la ejecución, ni el teórico del Estado que aspira a dejar un mensaje político como testamento personal. Moro se muestra aquí casi insecuestrable, con personalidad tan vigorosa como cordial. Y eso lo hemos de tener muy en cuenta los que nos honramos con el estudio de su figura y de su obra e incluso adoptamos su nombre como una evocación entrañable. Moro es de todos, es universal, es, efectivamente para todos los tiempos, lo cual equivale a decir, en este caso, para todos los hombres. Y esto se con­ firma –si cabe- en ese Diálogo de la Fortaleza ... , obra maestra del humanismo moreano y de la literatura renacentista, «la más noble de las obras de Moro» (C. S. Lewis) y la más filosófica. Su subtítulo original: «escrito por un húngaro en latín, y traducido del latín al francés, y del francés al inglés», anuncia ya su universalidad. Y su forma de «diálogo», tan querida por Moro, revela su pretensión -bien lograda- de llegar a la intimidad humana.

El humanista encarnado

El humanismo se, en efecto, preocupación o solicitud por el hombre. En cada una de sus cartas aparecen detalles conmovedores de preocupación por los  suyos,  por  su  mujer  y  sus  hijos,  sus  amigos y hasta por los que le condenan; se refiere a características personales de cada uno, con atinadas observaciones singulares y solícitas sugerencias sobre el trato, la vida familiar, la educación o el comportamiento. En el Diálogo de la  Fortaleza,  el  tono es  más  universal, pero utilizando la situación concreta y real del ataque  turco  a Europa símbolo de las  amenazas  también  reales  del  protestantismo en general y de la tiranía de Enrique VIII. Preocupación por  el  hombre, en un diálogo  concreto  de  los  dos  personajes,  el  joven  Vicente y su tío Antonio, atribulados  cada  uno  a  su  modo.  Moro  aúna  aquí su profundo conocimiento de  las  letras  humanas  la  literatura  clásica, y las letras divinas, la Sagrada Escritura y la verdad cristiana, para  construir  un  Diálogo  que, como ha dicho Poveda Ariño, es «una de las grandes cumbres del saber psicológico».

Pero el mejor humanismo tiene otro carácter esencial: el de querer ser  más  hombre, más persona, es decir, ser más, eligiendo así lo mejor de esa contraposición entre ser y tener que ha ocupado y ocupa mentes tan diversas como las de Marce!, Fromm y Juan Pablo II. De ahí viene otra característica colosal de Moro.

Porque Moro es humanista en todas las vertientes  y significaciones. En la primera  y  más  originaria,  como  hombre  dado  al  estudio de las humanidades a la luz de la gesta cultural grecorromana. Y en una segunda, la que concibe el ideal  humanista  como  preocupación por  el  hombre,  del  que  dejó  testimonio  como  abogado,  gobernante y escritor. Pero, además, Moro acredita su  humanismo  en  el  más difícil de todos los empeños: el de ser más, el de ser mejor.

Esas cartas desde la prisión  son  un  testimonio  crucial  respecto a esta tercera significación del humanismo: el  ser  más  humano, más plenamente hombre. Las cartas tienen, además, la frescura histórica de ser prácticamente sus últimas  palabras. Y algo semejante es ese Diálogo de la Fortaleza, que infunde reciedumbre y magnanimidad a cualquiera que lo lea, y que revela el magistral dominio de las circunstancias y de la vida en su autor; conmovedor y monumental testimonio de la fortaleza y serenidad del hombre  que lo escribe en las dramáticas circunstancias de la prevista e inevitable sentencia de ejecución.

Veamos algunos perfiles de ese testimonio de humanidad, menos frecuente de lo que se cree, porque es más hacedero estudiar las letras clásicas e indagar la condición  humana  que  el esfuerzo  por ser hombre, más hombre uno mismo. La historia tiene claros testimonios de que no todos los humanistas alcanzaron esta tercera estatura, fruto de virtudes humanas y sobrenaturales bien templadas.

Moro leal, Moro padre, Moro amigo

Moro, aunque él no lo exprese así, cultivó las virtudes humanas con el firme impulso de las virtudes sobrenaturales. El libro con sus Cartas desde la Torre recoge los últimos datos al respecto. Y el Diálogo de la Fortaleza reúne un  pensamiento  universal  en  el  que se aglutinan una visión cristiana de la existencia  con la  vida  familiar, las actuaciones profesionales y la actividad política. Resulta particularmente entrañable destacar tres aspectos.

Moro cultivó la altísima virtud humana de la lealtad. Está bien clara su lealtad a la fe cristiana que le hizo mártir y le llevó a la canonización cuatro siglos después de su muerte. Pero es menos visible la lealtad a la corona y,  en  definitiva,  a  Inglaterra,  su  patria. Las cartas la corroboran a modo de última rúbrica de su hoja de servicios como Canciller: Moro  no  acusa,  no  ataca,  no  denigra  a su rey. Mantiene su postura moral, sin revancha, a pesar de la atrocidad que se comete con él. Una reflexión inevitable que añadir: Moro no renunció sólo a una espléndida carrera a causa de la justicia, sino también a algo que para él tenía que ser forzosamente -conociendo su  trayectoria-  extremadamente  atractivo: contribuir a la grandeza de una Inglaterra que con Enrique VIII nacía al apogeo de los Estados modernos. Medítese a este fin la bella carta a su hija Margarita, escrita en abril de 1534, donde se consignan ideas insustituibles sobre conciencia y obediencia. Moro es un súbdito que se rebela, a su costa, contra la maquiavélica razón de Estado. Protagonista de la andadura de su país en un período crucial, en  el Diálogo de la Fortaleza, por otra parte, Moro muestra que viene a aceptar su muerte, sin buscarla, no por testaruda obstinación, sino por una causa fundamental y superior, por  el  bien  y la  verdad  de su  vida, de los suyos y de su patria; bien y verdad de  esta vida y de la eterna, que nunca pueden disociarse. Moro lo sabe, lo  expresa,  y lo vive.

La tierna, amante y delicada paternidad de Tomás  Moro  es  uno de los hallazgos esenciales en esas Cartas de prisión, donde se manifiesta la fuerza de los sentimientos hacia los suyos y, en  especial, hacia su Margaret que sería la que poco después rescataría la cabeza de su padre clavada en lugar público como prenda de escarmiento. Ahí está todo lo que un corazón puede decir paternalmente, incluida esa preocupación por la fidelidad de los suyos a la causa de la justicia, excelente bienaventuranza. Y en el Diálogo... combate todos los miedos y temores que los suyos, y todos los humanos, pueden sentir; el cultivo de los sentimientos más nobles, como los  de  padres e hijos, y los de la amistad, debe estar unido a la fortaleza, a la: fidelidad no por recia menos delicada, como Moro ilustra con recuerdos, experiencias personales, anécdotas y divertidos relatos.

Y, en fin, el sentido de la amistad. En este ámbito moral y cordial al mismo tiempo, es de común y clásico conocimiento su debilidad por Erasmo de  Rotterdam,  quizá  no  suficientemente correspondida a la hora  de la verdad. En las  cartas  quedan  preciosas reflexiones al respecto, manifestadas con gratitud en la dirigida a Antonio Bonvisi: «pues la felicidad  de  una amistad tan fiel y tan constante en contra de los vientos contrarios de la fortuna,  es  una  rara  felicidad, y sin duda un regalo noble y  augusto  que  procede  de  una especial benevolencia de Dios». El Diálogo..., con su mismo título, junto a la profundidad de su contenido, ilustra  expresivamente  su gusto por la conversación y fidelidad con los amigos, y  le  muestra como el escritor de más sano compañerismo y el de mayor  y  más cordial apertura del conjunto de los humanistas.

Si  el  humanismo cristiano se  caracteriza  por  el  sentido  solícito y amoroso hacia los  demás,  por  el  reconocimiento  de  la  condición de criatura divina, por la idea de que el mundo tiene una condición dolorosa y gozosa a un tiempo, y por la vocación de ser más, no hay duda de que Tomás Moro es uno de los más excelentes humanistas cristianos

El libro que recoge sus Cartas desde la Torre y el libro del Diálogo de la Fortaleza..., también escrito en la misma  Torre, lo confirman;  en ambos casos de forma tan heroica como  cordial. Debe agradecerse a Ediciones Rialp  la  publicación  de  estas  obras  preparadas por Álvaro de Silva. La Fundación Tomás Moro ha escrito hace poco sobre «el coraje de Tomás Moro». Estas obras de prisión son testimonio accesible y cabal de ese coraje.

Cruz Martínez Esteruelas en dialnet.unirioja.es

Concepción Naval

1.       Planteamiento

La intención que anima estas páginas es muy simple: aprendet. El san Josemaría Escrivá de  Balaguer sembró innumerables  enseñanzas a lo largo de su fecunda vida de servicio a Dios y a los hombres. De su doctrina, clara y precisa, puede aprenderse constantemente, pues se proyecta toda ella a la vida cotidiana en lo que tiene de permanente: el amor incondicional como respuesta a la vocación divina de santidad personal. No se trata, pues, de reflexionar sobre una teoría que se avalora en la situación histórica en que ha sido formulada; sino de comprender las implicaciones prácticas que inciden en cada momento y circunstancia de la vida ordinaria de todo cristiano [1]. Más bien, lo que corresponde es reactualizar su doctrina, como luz para el conocer, y su vida como espuela de la voluntad, entendiendo con mayor profundidad aspectos que, estando claramente expresados, encierran mayor riqueza de la que acaso pueda percibirse al principio.

El amor a la libertad personal es una de esas inagotables fuentes de sentido, pues resulta «una consecuencia de la filiación divina del cristiano, y la raíz o medio, como se prefiera decir, de su trabajo apostólico en el mundo: es, desde luego, uno de los temas preferidos por Escrivá de Balaguer, y como un distintivo del Opus Dei, el punto socialmente más delicado, y a la vez más importante de su fisonomía espiritual» [2]. Él mismo lo declaraba así: «no quiero sino ayudar por los caminos del espíritu a la libertad y a la dignidad del hombre» [3]. El eros pedagogicus que –al decir de P. Berglar– era «característica fundamental y específica  de la personalidad de S. Josemaría Escrivá de Balaguer» [4], le llevaba a insistir en la responsabilidad como la otra cara de la libertad [5]; consideración necesaria para no confundir el genuino sentido de ésta. No es que esta idea, como muchas de las que vendrán después en el texto en torno a la libertad (libertad que no debe confundirse con el libertinaje, que el que abusa de ella acaba perdiéndola, etc.) así como la idea de que unidad no significa uniformidad, y otras; no es que sean ideas originales o novedosas: ya en la época del san Josemaría Escrivá eran patrimonio común. Lo que se destaca aquí es que dando por supuesto su existencia,  se realza la originalidad con que en algunos casos las ha recogido nuestro autor.

El sentido de la libertad personal en el san Josemaría es pluridimensional por su carácter radical y ofrece otras perspectivas igualmente enriquecedoras. Una de ellas va a ser atendida en este estudio: la exigencia de confianza que la libertad comporta. Esta faceta –la confianza como exigencia natural del ejercicio de la libertad personal– no sólo es compatible con la responsabilidad, sino que cabe decir que es una consecuencia directa de la misma. El cristiano se hace cargo de su libertad respondiendo de sus actos ante Dios y ante los hombres; y la proyecta en el trato con ellos como confianza, siendo así ésta la disposición social básica que debe conformar las relaciones humanas. Si, además, la libertad es «el objetivo esencial de todo proceso de formación, tal como la entiende el Fundador de la Universidad de Navarra» [6], la confianza en los que aprenden y se forman pasa a ser el primer e imprescindible requisito para el educador que quiera realizar verdaderamente una educación en la libertad. Es un principio de rango superior en el orden de la finalidad educativa.

Aunque no es una tarea fácil, especialmente en la época actual, en la que parece haberse hecho ley el conducirse «en la línea de ese refrán desgraciado: piensa mal y acertarás» [7]; es un propósito irrenunciable para el educador. Si decae en él esa actitud de confianza, priva a quien educa de uno de sus mejores dones.

2.           La filiación divina: raíz de la libertad personal

«No por la fuerza, sino con libertad» [8], suplica San Pablo a Filemón, para que acoja con amor a su esclavo Onésimo cuando retorna. Podría ser un buen lema para todo el apostolado y la enseñanza de san Josemaría Escrivá de Balaguer, pues toda violencia a la inteligencia y a la voluntad le parecían un atentado ignominioso a la dignidad humana, y máxime cuando estaba en juego la respuesta a la vocación divina, núcleo esencial de la libertad. Respecto a la proyección de la libertad en su despliegue vital, él adoptó otro lema parecido que afronta sin tapujos el fruto de esa libertad radical: «me gusta ese lema: "cada caminante siga su camino", el que Dios le ha marcado, con fidelidad, con amor, aunque cueste» [9]. Es una primera consecuencia de la libertad ejercida: reparar en que no hay dos caminos iguales y, por tanto, la unidad de espíritu no puede decantarse en uniformidad de acciones. Así se entiende la fecunda enseñanza del Espíritu Santo en Pentecostés: «la maravilla de la Pentecostés es la consagración de todos los caminos: nunca puede entenderse como monopolio, ni como estimación de uno solo en detrimento de los otros. Pentecostés es indefinida variedad de lenguas, de métodos, de formas de encuentro con Dios: no uniformidad violenta» [10]. No puede ser de otra manera: ante el intento de uniformar las acciones –que puede abocar incluso en el empeño por uniformar las conciencias– sólo cabe la pena y el deseo de cambio [11].

Es un empeño arduo y costoso para vivirlo en las relaciones humanas y especialmente en las tareas de formación. Dejarse llevar por una cierta aspiración de uniformidad es un resultado comprensible hasta cierto punto, si se parte de una perspectiva bienintencionada, pero meramente filantrópica. Si en la actuación educativa se tiene presente como guía concreta un cierto modelo humano, es lógico pretender ajustar a dicho patrón las individualidades, para su propio beneficio; y aún mayor será la búsqueda de lo homogéneo en la formación humana cuanto más excelso sea ese modelo. Sin embargo, cuando no hay tal modelo orientador –ideal o real–, sino que la inspiración es un hondo sentido de la filiación divina, se ilumina la ineludible diversidad individual que suscita la libertad humana. Así ocurre cuando se sabe y se vive que «no destruye el Señor la libertad del hombre: precisamente Él nos ha hecho libres. Por eso no quiere respuestas forzadas, quiere decisiones que salgan de la intimidad del corazón» [12].

Precisamente porque Dios nos quiere suyos, afirma y promueve nuestra libertad. Nos quiere entregados plenamente a Él; pero –pues nos creó libres– no cabe otra entrega que la realizada desde la plenitud de la libertad. La defensa de la libertad humana, «la prioridad fundante de la libertad, nace en Monseñor Escrivá de Balaguer, no por pretensión de originalidad o de adaptarse al espíritu del tiempo, sino de una humilde y profunda aspiración a vivir el Evangelio» [13].  Y para él, vivir el Evangelio consistió en dedicarse a su específica vocación divina, descubierta el 2 de Octubre de 1928. Podía decir entonces de modo tan sencillo como veraz que «el espíritu del Opus Dei, que he procurado practicar y enseñar desde hace más de treinta y cinco años, me ha hecho comprender y amar la libertad personal» [14].

El sentido cristiano de la libertad germina en la entraña del Opus Dei al calor de la filiación divina: «saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres» [15].

La libertad se revela así –en la fina y profunda comprensión de Cervantes– como «uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos» [16], El san Josemaría descubrirá la raíz de este encomio de la libertad, que no es una mera glosa literaria: es regalo que proviene  del Calvario,  por el cual el cristiano ya no vive sólo en libertad, sino «con la libertad de los hijos de Dios, que Jesucristo nos ha ganado muriendo sobre el madero de la cruz» [17]. Ciertamente, es posible que alguien renuncie a vivir libremente; al hacerlo no sólo pierde un gran don recibido, sino que también se pierde a sí mismo en una esclavitud que le sustrae el  sentido último de su existencia [18].

Desde una gracia actual especial el san Josemaría caló hasta el fondo esta realidad aportando así un original enfoque y realce. Y es significativo que baya ocurrido en la época actual, en cuya cultura la libertad se quiere auto-fundada, renegando de su referencia originaria: el amor de Dios hacia el hombre. En efecto, «el pensamiento moderno ha exaltado la libertad como fundamento de sí mismo y como constitutivo último del hombre. Por este camino, la libertad se ha identificado con la espontaneidad de la razón, o del sentimiento, o de la voluntad de poder» [19].

En este certero diagnóstico de Cornelio Fabro se ofrecen las claves para entender los engaños, las trampas y las insuficiencias de muchas proclamas actuales sobre la eminencia de la libertad. En conjunto, puede afirmarse que el pensamiento moderno entiende y vivencia la libertad como el fundamento último de la condición humana. Es indicativo a este respecto que dos influyentes pensadores de la modernidad, considerando el fin final de la existencia humana, antepongan la consecución de la libertad a la prosecución de la felicidad: es el caso de Rousseau y de Kant. En éste, la aspiración a la felicidad es incluso el más característico rasgo del egoísmo y la hipocresía moral.

Sin embargo, la felicidad –aunque entrañe muchas dificultades en su concepción, sentido y alcance, así como serios impedimentos en su realización– significa siempre apertura a la realidad: al mundo, a los hombres y a su Creador. Si se remplaza el afán de felicidad por la afirmación de  la libertad auto-fundada como fuente de sentido último, ésta clausura al hombre en sí mismo: en la concentración egocéntrica de su libertad, que se vierte en el quehacer insistente de la liberación. Entonces, la libertad como fundamento sólo puede resultar auto-fundada, pues cualquier otro elemento –divino o humano– que pretendiera darle sentido la desvirtuaría en su pretendido carácter de absoluto fundamento último. Una libertad así entendida sólo puede realizarse como espontaneidad nativa, auténtica y originaria, según señala C. Fabro. Al aplicarse a las facultades operativas esenciales del hombre se manifiesta en la cultura moderna en forma de: el racionalismo. del cientificismo –la espontaneidad de la razón–, la dispersión moral del emotivismo ético –la espontaneidad de los sentimientos y la dictadura totalitaria de la «mayoría democrática»– la espontaneidad de la voluntad de poder. Es la libertad entendida como independencia absoluta y desvinculada, que sólo debe dar razón de su coherencia interna en su despliegue como espontaneidad.

Frente a ella, san Josemaría afirma y ratifica «la legítima independencia personal de los hombres» [20]; pero dicha independencia «no sólo remite a la ausencia de coacción, a lo que se ha dado en llamar "libertad-de". Se refiere, ante todo, a la "libertad-para": a la libertad entendida más como proyecto y compromiso que como independencia [absoluta] y desvinculación» [21]. De este modo, es como la libertad está hermanada con la responsabilidad, y resulta entonces imprescindible obrar «sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana» [22]. Desde esta concepción de la raíz originaria de la libertad la filiación divina debe concluirse que consiste en la entrega a la Voluntad Divina y el servicio a los hombres.

3.           El sentido de la libertad personal: la donación

La noción de la libertad como auto-fundada y referida a sí misma, ha calado hondo en muchas conciencias que ceden a la pretensión de una autonomía radical, de un dominio de sí, que en realidad les convierte en esclavos que «se dejarán arrastrar por la vanidad pueril, por el engreimiento egoísta, por la sensualidad» [23]. Y lo que es peor si cabe: corren el riesgo de perder la fe; riesgo más grave en tanto que, al defender esa libertad reducida, no se menciona para nada la fe, pues esa doctrina sobre la libertad parece establecerse exclusivamente en el nivel antropológico. Sin embargo, incita eficazmente a una conversio ad creaturas que concluye trágicamente en la aversio a Deo. «Atenta contra la fe una equivocada interpretación de la libertad, una libertad sin fin alguno, sin norma objetiva, sin ley, sin responsabilidad. En una palabra: el libertinaje. Desgraciadamente es eso lo que algunos propugnan; esta reivindicación sí que constituye un atentado a la fe» [24].

El san Josemaría advertía de la sutileza latente en esa interpretación de la libertad que siendo en realidad un reduccionismo, se presenta continuamente con el rango de una nobleza idealista bajo el lema de lo denominaba la libertad de conciencia. Apuntaba que «no es exacto hablar de la libertad de conciencia, que equivale a avalorar como de buena categoría moral que el hombre rechace a Dios» [25], Uno de los mensajes insistentes de Juan Pablo II en su pontificado, de gran calado antropológico, es que el hombre sólo se conoce y se encuentra en Dios, especialmente en Jesucristo, Redemptor hominis. Esta dependencia es rechazada teórica y prácticamente por la libertad de conciencia que afirma al sujeto por encima de otra realidad. Así el hombre pierde a Dios y niega su filiación divina, fuente de los más nobles dictados íntimos [26]. Pero no sólo eso: el hombre también se pierde a sí mis1no entonces en la irresolución, en una indecisión forzada por el rechazo de todo compromiso; pues –«el que no escoge, ¡con plena libertad! – una norma recta de conducta, tarde o temprano se verá manejado por otros,     vivirá en la indolencia –como un parásito–,  sujeto a lo  que determinen los demás» [27]. Se pierde la referencia a la norma y al bien, pero también se pierde uno a sí mismo [28].

Frente a la libertad de conciencia opondrá el lema de la libertad de las conciencias [29], que no consiste en una libertad de, –sino que es plenamente una libertad–para: para entregarse a Dios, por amor. Al afirmar que «por amor a la libertad) nos atamos» [30] se contradice a esa libertad de conciencia. La entrega enamorada a la voluntad divina es el genuino sustento de la promoción de la libertad personal. Esta verdad es refractaria a la actitud egoísta que puede derivarse de la denominada lihertad de conciencia, que es acaso el mayor freno cultural para la comprensión de la lucha ascética. El san Josemaría se esfuerza en ser claro en este asunto: «nada más falso que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad» [31]. Se descubre así una afirmación de la libertad personal más radical aún, pues tiene como objeto a Dios, y llega a ser condición indispensable para conocerle y para amarle. «Para perseverar en el seguimiento de los pasos de Jesús, se necesita una libertad continua un querer continuo, un ejercicio continuo de la propia libertad» [32]. Hasta tal punto, es así que cabe decir que «sin libertad no podemos corresponder a la gracia; sin libertad, no podemos entregarnos libremente al Señor, con la razón más sobrenatural; porque nos da la gana» [33].

Sobre las expresiones aquí citadas de «libertad de conciencia» y su correcta alternativa «libertad de las conciencias» que utilizó nuestro autor habría que tener en cuenta que es una distinción del magisterio eclesiástico. Concretamente la usa Pío XI en la Non abbiamo bisogno (1931), por lo que parece lógico que la utilizase fielmente el san Josemaría. Como terminología ha caído en desuso.

Pablo VI y Juan Pablo II hablan muchas veces de «libertad de conciencia» indicando un aspecto o un modo de hablar de la libertad religiosa; dejando claro, desde luego, que se trata de una libertad jurídico-social, no de una autonomía moral frente a la ley divina ni un criterio de verdad.

«Libremente, sin coacción alguna, porque me da la gana, me decido por Dios. Y me comprometo a servir, a convertir mi existencia en una entrega a los demás, por amor a mi Señor Jesús [34], La entrega a Dios encuentra así su réplica inmediata en el servicio y la ayuda a los hombres, puesto que El no sólo nos ha creado, sino que nos ha amado. Por eso, la misión de servir «se compagina perfectamente con el amor a la libertad, que ha de impregnar el trabajo de los cristianos» [35]. El ser humano tiene a su cargo el uso y plenificación de su libertad personal, y la indicación primaria para ello no puede estar más clara: entregarse para servir. «Hombre libre: sujétate a voluntaria servidumbre» [36].

Una entrega  así entendida  no es particular, esto es, de cosas concretas que se poseen; pero tampoco es general, en cuanto que vaga y difusa: es entrega de sí mismo a través de las obras personales, reactualizando así la entrega de Jesucristo en su obra redentora. Es la donación de la propia libertad como respuesta a la donación divina de la vida [37].

Ocurre aquí lo que se ha señalado  respecto de san Josemaría: su doctrina no sólo es pensamiento, susceptible de ser analizado e interpretado desde otras instancias teóricas. Es también vida, manifestada en las obras, que deben ser reactualizadas para conseguir una justa comprensión de la doctrina. En este caso, respecto de la libertad como disponibilidad y entrega, la consideración ascética se abre a la contemplación antropológica. La entrega de sí al Amor Divino no es sólo una práctica buena y deseable, pero posible entre otras varias: es la vía idónea para el conocimiento radical del ser humano que se revela en la dependencia de su libertad [38]. La donación en libertad, o el valor donal de la libertad humana por medio de las obras, perfecciona íntegramente a la persona, no sólo en el querer y en el hacer, sino también en el conocimiento real de sí misma, rompiendo las fronteras del yo para abrirse a los demás y encontrarse en ellos, para que su vida se actualice coexistiendo con el mundo, con los otros y con Dios [39].

La confianza: exigencia de la libertad personal ¿Cabe una donación libre sin confianza? ¿Es posible una coexistencia personal, pero recelando de la acogida del otro? Realmente, no es posible, y de entrada parecería que basta con lo dicho para que quede asentado el valor de la confianza en toda relación humana, y especialmente en la relación educativa.

No obstante, resulta imprescindible en nuestros días reflexionar sobre el significado y alcance de la confianza, entendida como actitud humana básica en la comunicación y en la donación. La causa de estas reservas –cabría decir de la desconfianza ante la confianza– no es otra que la equivocada concepción y la vivencia errónea de la libertad como independencia desvinculada, según se ha comentado. Una consecuencia reactiva del falso principio de la libertad de conciencia es precisamente preservar la intimidad de toda apelación ajena, para lo cual debe reservarse la propia conciencia bajo siete llaves. En la misma noción actual de confianza se rastrean las nocivas influencias de un subjetivismo y de una autonomía absoluta. En el uso del término aparecen diversas acepciones que recoge fiel y rigurosamente el diccionario [40]. Así, sí puede definirse la confianza positivamente como «esperanza firme que se tiene de una persona o cosa», o como «ánimo, aliento, vigor para obrar», también puede recogerse alguna acepción de valor oscilante, como «seguridad que uno tiene en sí mismo» [41].

Confiar es una acción dimanada del uso recto de la libertad, que no puede dejar de aplicar a otros lo que querríamos que nos aplicaran a nosotros. Así, también resulta fruto de la responsabilidad, pues la confianza, entonces, no es sino la proyección positiva de un primer principio práctico que reconoce la razón natural: «no hagas a otro lo que no quisieras que te hicieran a ti».

El término "confiar)) tiene una consideración  genérica  y algo indefinida  en la concepción de "esperar con firmeza y seguridad", y otra referencia más particular y concreta en el «encargar o poner al cuidado de alguien algún negocio u otra cosa», o en la que interesa mucho aquí: «depositar en alguien, sin más seguridad que la buena fe o la opinión que de él se tiene, la hacienda, el secreto o cualquier otra cosa». Y respecto al significado de ''depositar" es especialmente valiosa la 3ª acepción del término que se refiere en el diccionario: «poner a una persona en lugar donde libremente pueda manifestar su voluntad, habiéndola sacado el juez competente de la parte donde se teme que le hagan violencia».

Cabe pensar que ésta era la motivación principal de la confianza en el trato humano que vivía san Josemaría, y que tan acentuada estaba en él, que no temía sufrir sus posibles consecuencias negativas –que por cierto las sufrió a lo largo de su vida–. La íntima convicción de que «Dios ha querido que seamos cooperadores suyos, ha querido correr el riesgo de nuestra libertad» [42], le llevaba coherente y espontáneamente a correr él mismo ese riesgo en sus acciones, en su apostolado y en las tareas de formación, defendiendo a las personas de toda suerte de violencia coercitiva.

En el Beato Josemaría, la confianza aparece caracterizada  por tres disposiciones de carácter humano con raíz sobrenatural: acogida, abandono y esperanza. La acogida no es meramente un hospedaje: la concesión de un lugar donde alojar la individualidad sin perturbar a otros; sino que significa proximidad, cercanía personal ofrecida como invitación –siempre respetando la libertad– a la compañía íntima: «se ha hecho tan pequeño –ya ves: ¡un Niño!– para que te le acerques con confianza» [43]. Ante esta invitación de acogida la respuesta sincera es el abandono, que no significa desidia o indiferencia, sino al contrario, vivo ejercicio de la responsabilidad personal, que buscando la necesaria seguridad en la acción,  se reconoce impotente  para  obrar solamente  desde  sí  misino. Es la «arriesgada seguridad del cristiano» [44] que sustenta su confianza en el abandono en la Omnipotencia Divina: «¡Oh, Dios niño: cada día estoy menos seguro de mí y más seguro de Ti!» [45]. La última dimensión, consecuencia de las anteriores se refiere más directamente a la acción: es la virtud de la esperanza, que san Josemaría define –sin pretensión de exclusividad– como la «seguridad de que Dios nos gobierna con su providente omnipotencia, que nos da los medíos necesarios» [46]. La esperanza es el reconocimiento agradecido a la acogida divina que «jamás se cansa de escuchar», y que, mediante nuestro abandono, convierte nuestra debilidad personal en «una fortaleza irresistible» [47].

Aquí se sugiere el impedin1ento subjetivo de la confianza, que no es otro que esa debilidad –"nulidad personal"– comprobada en nosotros  y  proyectada o atribuida a los otros. En efecto: superados los errores de una libertad mal entendida, hay todavía que vencer el temor a los desengaños y deslealtades que acompañan frecuentemente a la confianza depositada en los hombres, a causa de su fragilidad. La toma de conciencia de esta realidad constituye una de las vivencias hondas y dramáticas de la coexistencia humana. Cabría pensar precipitadamente que una cosa es la confianza en Dios y otra la confianza en los hombres: aquélla puede otorgarse sin medida; ésta debe refrenarse prudentemente para evitar el engaño. A Dios podemos dirigirnos con absoluta confianza [48]. Pero, ¿puede hacerse lo mismo con los hombres?

Distinguiendo netamente entre la confianza en Dios y la confianza en los hombres, lo cierto es que san Josemaría, no las diferencia en su raíz y en su contenido, sino sólo en su intensidad; y siempre, como criterio operativo, aproxima la confianza humana  a la divina.  Uno de sus textos donde más vigorosamente se afirma la exigencia de confianza en los otros se inscribe –como tantísimas veces en su vida– en la meditación de un pasaje evangélico: es la cuestión del tributo al Cesar [49]. Al comentarlo, san Josemaría destaca el irónico elogio que hacen al Señor –«Maestro, sabemos que eres veraz [...]»–, es la intención artera de confundir. Glosando estas conductas, más que para reprenderlas, para obtener una enseñanza provechosa, comenta: «me paro de intento en estos matices, para que aprendamos a no ser recelosos, pero sí prudentes» [50]. La enseñanza obtenida de los desconfiados, es así la necesidad de la confianza en el trato humano [51].

La motivación de la confianza es –tal y como aparece en el texto– el respeto a la dignidad de la persona y su condición de hijo de Dios; o, dicho de otro modo, «el conocimiento y el convencimiento absoluto de nuestro destino sobrenatural» [52] y «esa confianza que Dios deposita en ti» [53]. Puede haber distinción respecto de la confianza en Dios y la confianza en los hombres, pero una es causa de la otra, y no de un modo meramente lógico, sino real.

Por la filiación divina –vivida, no sólo pensada o proclamada– se ha descubierto el sentido pleno de la libertad humana que, en tanto que libertad personal, se contempla como don de Dios. Gracias a la libertad somos capaces de dar y darnos: damos libremente la libertad que se nos ha dado [54]. Esta respuesta donal en el trato humano, no parece ser otra cosa que la confianza.

Respecto de la acción personal, la responsabilidad acompaña a la libertad, indisolublemente unidas en su ejercicio. Mas si se considera la acción en tanto que dirigida a otros y realizada con otros, la libertad donal se vierte en confianza, porque sólo así puede ayudarse efectivamente a que la libertad de los demás se realice también como don, al dejarles –y animarles– a que obren y se manifiesten con libertad.

Es lógico y comprensible que san Josemaría cuidara vivamente la confianza en su trato con todos. Así lo señala Monseñor Javier Echevarría: «mostraba una gran confianza con ellos, desde el momento que los conocía, como con todas las almas que se le acercaban para pedirle un consejo o una orientación. Su conducta se inspiraba en este principio: prefiero que me engañe uno a dejar heridos a quienes vengan a mí. Y lo fundamentaba así: si el Señor, a pesar de mi miseria personal –¡qué es tanta!– me trata con confianza, así debo yo proceder con todas las almas y más aun –si cabe– con mis hijos» [55]. La justificación que añade Monseñor Javier Echevarría remite directamente al ejercicio de la libertad, utilizando una expresión coloquial de san Josemaría: como los miembros del Opus Dei «andan sueltos, según palabras del Fundador, es decir, trabajan y están donde quieren, si hubiese esa confianza real, basada en la formación, se perdería la eficacia apostólica. [...] Deseaba que se diera esta libertad a todas las almas  también a los niños» [56].   

Este aprecio a la confianza se extendía, pues, a todos, incluso a los niños; de ahí la trascendencia educativa que tiene. Las referencias más directas de san Josemaría se encaminan a la educación familiar [57], pero  cabe extender igualmente esta recomendación para la educación escolar. La experiencia enseña bien a las claras la multitud de problemas académicos que nacen de un trato receloso Y suspicaz entre profesores y alumnos; éstos porque ven amenazada su libertad; aquéllos porque se desesperan ante la aparente falta de resultados.

Aquí radica muy posiblemente la causa psicológica de la desconfianza en la educación, por parte de los educadores: la previsible falta de respuesta de resultados esperados si se confía en los aprendices. Es la misma situación en el profesor que en quien gobierna un grupo humano; si acaso, podría decirse que se agudiza mas en el gobierno que en la formación, pues de él depende directamente la convivencia de los gobernados. San Josemaría tampoco hacía excepciones aquí, pues tenía la convicción de que «cuando el que manda es negativo y desconfiado,  fácilmente  cae en la  tiranía» [58] y atenta  así –frecuentemente sin ser consciente de ello– contra la libertad personal.

La clave para entender esta valentía en depositar confianza radica en la finalidad última que tienen ambos quehaceres, gobierno y formación si se contemplan con sentido humano y sobrenatural: no se definen por las tareas realizadas, sino por la mejora personal de los agentes al realizarlas. Entendiéndolo así la confianza no se opone a la responsabilidad de educadores y gobernantes, sino que, muy al contrario, es consecuencia de ella. Desde la perspectiva del perfeccionamiento humano –culminando en santificación personal para el cristiano– el ser gobernado coincide esencialmente con el ser enseñado en la finalidad y en la vía del trabajo, siempre gozando  de confianza,  pese a los fallos humanos [59].

Se apunta aquí el verdadero sentido de la confianza, que no consiste tanto en fiarse de las palabras o de los hechos, como en defender y afirmar la libertad personal de los demás, no con encendidos discursos sino de modo sencillo: con obras, otorgando el reconocimiento de dicha libertad mediante la confianza, que no se dirige asía los posibles resultados, cuanto a la vocación de los otros, y a la esperanza consecuente.

San Josemaría  citó y meditó  repetidas veces el  texto evangélico que definía el apostolado de Jesucristo: empezó a hacer y a enseñar [60]. En el trato humano, la  confianza se otorga y se percibe en las  obras, no en las palabras; no debe demostrarse, sino mostrarse. Y entre esas obras de confianza están también la corrección y la exigencia, como ayuda necesaria que reclama la responsabilidad de quienes gobiernan y quienes colaboran en la formación, pero realizadas de tal manera –precisamente, con confianza– que no supondrán nunca ofensa para los que son corregidos y ayudados a exigirse, salvo que prevalezca en ellos la vanidad o   la soberbia: la soberbia que nace de una errónea y vana valoración de la libertad auto-fundada. Y, por  supuesto, es posible esperar obediencia; pero  no será nunca una obediencia ciega, sino una «obediencia inteligente» [61].

Tanto la actualización constante de la filiación divina, como el ejercicio cuidado de la libertad personal vertida en confiar y dar confianza son un aprendizaje arduo y esforzado y, sin duda, difícil. El mejor lema para aprender a  confiar, acaso pueda formularse parafraseando otro lema de san Josemaría Escrivá de Balaguer, refiriéndose a una cuestión hermanada de fondo con la confianza. Igual que afirmó que «para servir, servir» [62], podríamos concluir también que «para confiar, confiar».

Concepción Naval en dadun.unav.edu

Notas:

1    Como ha señalado L. Polo, la hermenéutica no es una vía procedente para profundizar en el mensaje espiritual del san Josemaría, pues «su figura y su obra no quedan atrás, alejadas y por recuperar; por el contrarío, a medida que pasa el tiempo llegan con mayor fuerza e instan desde un plano superior. Su muerte, como tránsito a la Vida que acoge y ratifica, no permite la simple rememoranza ni deja sitio a la reconstrucción interpretativa de su pensamiento». (L. POLO, El concepto de vida en Mons. Escrivá de Balaguer, «Anuario Filosófico», 18/2 (1985), 10).

2      C. FABRO, El espíritu de ]osemaría Escrivá de Balaguer, en C. FABRO - S. GAROPALO - Mª A. RASCHINI, Santos en el mundo, Madrid 1992, p. 63. Cfr. M. AZNAR, Amigo de la libertad, en Así le vieron, Madrid 1992, p. 26.

3      P. BERGLAR, Opus Dei. Vida y obra del Fundador ]osemaría Escrivá de Balaguer, Madrid 1987, p. 347 «Se podría (y se debería) hablar también de un "carisma pedagógico", pero la denominación "eros" expresa que trasmitía la gracia a través de la naturaleza»

4      ibídem.

5      Cfr. Amigos de Dios, 36-38.

6      A. LLANO, La libertad radical, en AA.VV., Josemaría Escrivá de Balaguer y la universidad, Pamplona 1993, p. 261.

7      Es Cristo que pasa, 72.

8      Flm, 14.

9      Surco, 231.

10      Ibídem, 226.

11      «¡Qué empeño el de algunos en masificar!: convierten la unidad en uniformidad amorfa, ahogando la libertad./ Parece qué ignoran la impresionante unidad del cuerpo humano, con tan divina diferenciación de miembros, que -cada uno con su propia función- contribuyen a la salud general./ Dios no ha querido que todos sean iguales, ni que caminemos todos del mismo modo, por el único camino» (ibídem, 401); «Te maravilla descubrir que, en cada una de las posibilidades de mejorar, existen muchas metas distintas / Son otros caminos, dentro del "camino"», (Forja, 820).

12      Es Cristo que pasa, 100,

13      C. FABRO, Un maestro de la libertad cristiana, en Así le vieron, cit., p. 76.

14      Es Cristo que pasa, 17,

15      Amigos de Dios, 26.

16      Don Quijote de la Mancha, 11, cap. LVIII.

17      Es Cristo que pasa, 297.

18      «Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida», (Amigos de Dios, 38).

19      C. FABRO, Un maestro de la libertad cristiana, cit., p. 73.

20      Es Cristo que pasa, 124.

21      A. LLANO, La libertad radical, cit., p. 261.

22      Es Cristo que pasa, 99.

23      Amigos de Dios, 29.

24      Ibídem, 32.

25      Ibídem.

26      «Libertad de conciencia: ¡no! –Cuántos males ha traído a los pueblos y a las personas este lamentable error, que permite actuar en contra de los propios  dictados íntimos»,  (Surco, 389).

27      Amigos de Dios, 29.

28      El principio de la libertad de conciencia desemboca así en «las libertades de perdición», (Forja, 720).

29      Cfr. Amigos de Dios, 32-35.

30      Ibídem, 31.

31      Ibídem, 30.

32      Forja, 819.

33      Es Cristo que pasa, 17; cfr. ibídem, 184.

34      Amigos de Dios, 35.

35      Forja, 144.

36      Camino, 761.

37      L. Polo destaca certeramente este punto: «la maravillosa dádiva humana de la libertad se encuadra propiamente en la unidad vital donalmente fundada. Por la libertad el don divino se hace desde nosotros, por decirlo así, reversible: sin libertad no podemos corresponder; entregarse a Dios es reduplicativamente libre: damos libremente la libertad que se nos ha dado», (El concepto de vida en Mons. Escrivá de Balaguer, cit. p. 14).

38      Para L. Polo, éste es el crucial punto de partida, no sólo para la lucha ascética que santifica, sino -ni más ni menos- resulta la vía más adecuada para una plena comprensión de la realidad personal del ser humano, pues «el planteamiento adecuado de la cuestión de la-persona humana, central para la Antropología, arranca del hallazgo del valor donal de la libertad, que es tan de cada uno como personas somos» (ibídem).

39      El pensamiento de L. Polo, en su concepción antropológica, que él califica de "trascendental" -en sentido meramente filosófico-, contiene los elementos conceptuales necesarios para profundizar en la doctrina de san Josemaría Escrivá de Balaguer sobre la libertad como don de Dios. Especialmente luminosa resulta su distinción -que no diferencia real­ entre la libertad nativa y su culminación, la libertad de destinación: la plena libertad humana consiste en destinarse a Dios (cfr. L. POLO, Antropología trascendental, Tomo I: La persona humana, Pamplona 1999, pp. 229-245). Es muy significativa, por ejemplo, la coincidencia entre la «descripción de la libertad trascendental como novum» en L. Polo (cfr. Antropología trascendental, Tomo I, cit., pjJ. 234-239) y la alegría que manifiesta el Beato Josemaría cuando descubre que, por la libertad y el amor que manifiestan naturalmente, «en portugués llaman a los jóvenes os novas. Eso son» (Amigos de Dios, 31).

40      Cfr. Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, passim.

41      Algunas otras acepciones son claramente negativas: por ejemplo, «presunción y vana opinión de sí mismo», o «familiaridad o libertad excesivas (utilizase en plural)». En la Y acepción del Oxford Dictionary se define a la confianza (trust) como «responsabilidad que surge de la con­ fianza que se deposita en uno» (Responsability avising from confidence reposed in one, as I am a position o/trust).

42      Es Cristo que pasa, 113 (la cursiva es del texto original).

43      Camino, 94; cfr. ibídem, 168.

44      Es Cristo que pasa, 58.

45      Camino, 113.

46      Amigos de Dios, 218.

47      Ibídem. «Si notas que no puedes, por el motivo que sea, dile, abandonándote en Él: ¡Señor, confío en Ti, me abandono en Ti, pero ayuda mi debilidad!  [...]/No tardarás en oír su voz; «ne  timeas!»-¡no  temas!; o también: «surge et ambula!» -¡levántate y anda!», (Forja, 287).

48      «Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres». (Amigos de Dios, 143. Cfr. Ibídem, 146-148),

49      Mt, XXII, 16-23.

50      Amigos de Dios, 159.

51      «Prudentes, sí; cautelosos, no. Conceded la más absoluta confianza a todos, sed muy nobles. Para mí vale más la palabra de un cristiano) de un hombre leal -me fío enteramente de cada uno- que la firma auténtica de cíen notarios unánimes, aunque quizá en alguna ocasión me hayan engañado por seguir este criterio. Prefiero exponerme a que un desaprensivo abuse de esta confianza, antes de despojar a nadie del crédito que merece como persona  y como hijo de Días. Os aseguro que nunca me han defraudado los resultados de este modo de proceder», (ibídem).

52      Surco, 73.

53      Amigos de Dios, 214.

54      Conviene volver a citar las anteriores palabras de L Polo: «por la libertad, el don divino se hace desde nosotros, por decirlo así, reversible: sin libertad no podemos corresponder; entregarse a Dios es reduplicativamente libre: damos libremente la libertad que se nos ha dado».

55      J. ECHEVARRÍA, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, Madrid 2000, p. 150 (las palabras en cursiva son del Beato Josemaría).

56      Ibídem.

57      Así, dirigiéndose a padres y madres recomendaba para los hijos «no imponerles una conducta, sino mostrarles los motivos, sobrenaturales y humanos, que la aconsejan. En una palabra, respetar su libertad, y que no hay verdadera educación sin responsabilidad personal, ní responsabilidad personal sin libertad». (Es Cristo que pasa, 27).

58      Surco, 398; sobre confianza en el gobierno, ver Ibídem, 392-396

59      «Hay que enseñar a la gente a trabajar -sin exagerar la preparación: «hacer» es  también formarse-, y a aceptar <le antemano las imperfecciones inevitables: «lo  mejor es enemigo de lo bueno». (Surco, 402).

60      Act. I, l.

61      Es Cristo que pasa, 17. Esa obediencia puede entenderse y debe promoverse como «esa delicada combinación de esclavitud y señorío» (ibídem, 173) en que consiste la obediencia libérrima de la Virgen, Nuestra Madre.

62      Es Cristo que pasa, 50.

Trinidad León

Afrontamos un tema que, por muy “imposible” que parezca, no deja de atraernos. El contenido de estas páginas va a girar sobre tres términos que ya están enunciados en el título: “experiencia”, “Dios” y “lo cotidiano”. Nos aproximaremos, en primer lugar a eso que se suele llamar “Alo cotidiano”, tratando de mirar a través de la realidad espacio-temporal aquello que nombramos con mucha pretensión, “Aexperiencia de Dios”. Esta reflexión tiene un contenido que apunta, obviamente, hacia lo teológico, es decir, hacia un cierto hablar sobre Dios o, si se quiere, ese balbuceo sobre las huellas que la Divinidad va dejando en el día a día de nuestra vida.

Hay mucho escrito sobre cómo se “experimenta” a Dios dentro del prisma de sensaciones y vivencias que acumulamos a lo largo de los minutos y de las horas del día, pero seguimos planteándonos el interrogante acerca de ese tipo de “experiencia” que no abarcamos sino que nos abarca, señal de que ninguna de las mucha respuestas han agotado mínimamente la inquietud que lleva a plantear la cuestión una y otra vez. Y es que esta pregunta no tiene, ni mucho menos, una respuesta simple. Si es que la tiene.

Partimos de la idea de que quien se plantea semejante interrogante es creyente o, al menos quiere serlo, o lo es a su pesar... Y si es creyente, la siguiente cuestión es ¿en qué Dios cree? Porque, se puede creer en Dios o creer en los dioses... De hecho, la Escritura cristiana nos presenta a Jesús de Nazaret ante el reto de optar entre vivir apegado a Dios o a los Adioses” (cf Mt 4, 1-11). Pero esto sería otro tema y lo vamos a dejar así.

Por otra parte, se dice, y con razón, que experimentar es vivir; o, a la inversa, que vivir verdaderamente es experimentar, llegar a ser una persona “experta”, “adiestrada” en algo, lo que sea... Sabemos que la vida es, por sí misma, un caudal inagotable de experiencias, de existir sintiendo o, mejor dicho, padeciendo (viviendo apasionadamente) aquello de la realidad que logramos aprehender conscientemente, aquello que logramos aferrar hasta hacerlo parte de nuestra vida. Cosas simples, pero imprescindibles para saber que existimos: levantarnos cada día con las fuerzas y el ánimo renovados, mirar al cielo y acercarnos a la inmensidad, aunque sea a través del sombrero de contaminación o de los bloques de cemento; encontrarnos con la sonrisa de los que nos rodean, con la mirada que acaricia, o tal vez con aquella que corta hasta la respiración...; con la palabra que abre intimidades, o con la tosca negación de ella. Cosas sin las cuales nadie puede vivir, por muy dolorosas que puedan llegar a ser.

1.       La experiencia “de Dios” como experiencia de nuestra condición “religada” a Dios

Parto de la convicción de que la “experiencia de Dios” tiene una innegable dimensión antropo-teológica. La experiencia religiosa fundamental es la apertura del ser humano a la raíz, a la arkhéo, a la “Roca” de su propia realidad, este es el presupuesto antropológico de la experiencia religiosa y de la interioridad que ésta conlleva [1].

Decir que la experiencia de Dios posee una dimensión antropológica no significa afirmar que esa experiencia sea algo meramente psicológico. “Nadie tiene experiencia psicológica de Dios” afirma el filósofo X. Zubiri [2]. Porque nadie puede encerrar la inmensidad en la finitud. Todo lo más, advierte el autor citado, se tiene una experiencia moral de lo divino, es decir, se vive a Dios desde la vida y desde los gestos, opciones, actitudes que conforman la vida cotidiana [3].

Nadie, afirma el evangelio de Juan, ha visto nunca a Dios directamente, nadie lo ha “experimentado”, excepto aquel que ha venido de Dios, el Verbo encarnado que nos lo ha explicado (cf Jn 1, 18). Esta explicación, sin embargo, es la mejor confrontación experiencial: acogiendo la experiencia del Dios de Jesús podemos cotejar qué de nuestra propia vivencia dice algo acerca de lo Divino.

Cada creyente, al realizar el reconocimiento en el que consiste, por ejemplo, la experiencia orante de la fe, inscribe su propia vida dentro de un horizonte relacional que encierra toda una tradición religiosa en la que palabras tales como “YHWH”, “Dios”, “Alah”, “Brahman”, cobran significado más allá de la experiencia transmitida por lo dado en la realidad material, e incluso, íntima y trascendentalmente.

El reconocimiento de esto que podríamos llamar presencia transcendental en la propia interioridad del ser humano, el consentimiento y respuesta a la llamada y a la entrega en el encuentro personal con esa Presencia, es lo que la fenomenología de la religión identifica con la Aexperiencia religiosa fundamental” en cualquiera de las expresiones religiosas: entrega en fe, esperanza y caridad (cristianismo), en fidelidad obediencial (judaísmo), en absoluta sumisión (islamismo), en la búsqueda de la identificación plena “tu eres eso” (brahmanismo), nirvana o extinción del sujeto en el absoluto (budismo), etc...

Es decir, sin esta actitud fundamental que acoge y expresa lo que nos religa a la Trascendencia no se da ningún tipo de experiencia religiosa. Y lo cotidiano, el día a día, vendría a ser algo así como el lugar en el que experimentamos la relación-religación personal respecto a todo eso que nos rodea: el cordón umbilical que nos une a la existencia y a todo lo que existe.

La vida “en Dios”, sin etiquetas

Ahora bien, ¿cómo experimentamos, en lo cotidiano de la vida, esa vinculación personal a Dios?. ¿Cómo vivimos los cristianos, los bautizados en Cristo, la experiencia de Dios? Después de indagar he llegado a una conclusión, tal vez poco original, pero real: no es posible hacer un cliché único, ni etiquetar nuestras experiencias cotidianas de Dios bajo un mismo y único signo, una idea clave o una sensación superior e inefable. Por más que nuestra condición de creyentes cristianos haga de nosotros una “comunidad creyente” (Iglesia), la experiencia que tenemos de Dios es múltiple y compleja.

Tratando, pues, de crear un cuadro referencial amplio podríamos decir que los hombres y mujeres de nuestro tiempo estamos bastante despistados acerca de las cosas de Dios y sobre todo, de las cosas que pueden decirnos algo sobre Dios dentro de los acontecimientos cotidianos; aunque es muy cierto eso de que “La experiencia de Dios sólo puede darse en medio de y en contacto con determinadas experiencias mundanas” [4], con lo más cercano y lo que va creando el entramado de nuestra vida de cada día.

Una auténtica experiencia humana de la vida cotidiana tiene ya los elementos necesarios para ser llamada una auténtica experiencia de Dios. Podríamos decir que la persona que cree y vive esa fe como entrega y comunicación o proyección de sí al modo en que entiende que Dios se le comunica: gratuita, justa y misericordiosamente, comienza a experimentar lo incomunicable de aquello a lo que está llamada y no puede alcanzar por sus propias fuerzas, porque la trasciende absolutamente y de manera misteriosa, no manipulable.

Combinando los elementos que la experiencia humana proporciona en la vida de cada día con la experiencia de fe, es decir, de entrega al proyecto del Reino de Dios, en todo lo que ese proyecto tiene de empeño y compromiso por crear lo que se ha dado en llamar “A una sociedad de contraste”, que fue la misión de Jesucristo y sigue siendo la misión de la Iglesia en el mundo, podemos imaginar algo de lo que implica una verdadera experiencia de la Divinidad en nuestra existencia real y concreta, en medio de las cosas que nos resulta familiares, adheridas a nuestra existencia de cada instante.

Pero este ejercicio o compromiso creyente supone un verdadero proceso de crecimiento y madurez personal, supone aceptar cada día la tensión entre: libertad-normatividad, personalización-institucionalización, provisionalidad-perpetuidad, presente-futuro (pasado), pluralidad-unidad,... Los datos que ofrecen estas categorías bipolares que, podríamos, pero no vamos a desarrollar aquí, servirían para situarnos en el punto adecuado desde el cual comprender el tipo de “experiencia de Dios” que vivimos la mayoría de los creyentes, de manera cotidiana, tratando de tener en cuenta la integridad del Mensaje evangélico y la honestidad de nuestra adhesión a él; contando con la incoherencias de las que muchas veces adolecemos ente ese mensaje y su sentido salvífico. Lo cotidiano está lleno, precisamente y dolorosamente, de incoherencias...

2.       Riqueza, problematicidad y humillación de “lo divinamente cotidiano”

Lo que llamamos cotidiano no es sencillamente lo “simple”, ni mucho menos, lo “banal”. Lo cotidiano encierra mucha complejidad y, por lo mismo, una infinita gama de vivencias, de sentimientos, de perspectivas..., un arco iris de colores que abarca todo lo más íntimo de nuestro horizonte existencial: contiene albas, amaneceres radiantes y noches envueltas en una cierta semioscuridad, atardeceres radiantes y también llenos de espesos nubarrones... ¡Toda la creación parece estar dentro de las horas del día y del alma!

Por otra parte, eso que llamamos experiencia está muy lejos de ser algo uniforme o perfectamente programable. De una manera más o menos empírica sabemos que experimentar significa ir haciéndonos personas expertas (peritas) en algo, a partir del pathos: apasionamiento vital, lleno de amor y de sufrimiento volcado y como emergiendo de todo lo que toda vida trae y lleva consigo.

Pero tampoco es algo simple preguntarnos por esa realidad que llamamos Dios y que bien podríamos llamar Diosa, si nuestro intelecto o nuestra “sensibilidad Areligiosa” no estuvieran tan encorsetados en los términos y en lo que ellos, más que revelarnos, nos encubren... Hablar de Ala experiencia de Dios en la vida cotidiana” significa tratar de encerrar en palabras esa Realidad totalmente inalcanzable que nos alcanza enteramente y a cada instante, de todas las maneras posibles. Dice el o la orante de la Escritura antigua:

“Señor, tú me has examinado y me conoces;

sabes cuándo me acuesto y cuándo me levanto, de lejos te das cuenta de mis pensamientos; tú ves mi caminar y mi descanso, te son familiares todos mis caminos... Tú me envuelves por detrás y por delante, y tienes puesta tu mano sobre mí... ¿A dónde podría ir lejos de tu espíritu, a dónde podría huir lejos de tu presencia?...” [5]

La oración continúa mostrando que ni los cielos ni el abismo, ni un confín u otro de la creación, ni la luz ni las tinieblas, pueden alejarnos de la Presencia que lo llena todo.

Con esta certeza metida en el corazón podemos decir, con palabras de una mujer apasionada por Dios pero, sobre todo, por la vida, que en lo que llamamos experiencia cotidiana de Dios se trata de “... realizar lo posible para alcanzar lo imposible” [6]. Lo posible, en este espacio, es, a mi entender, hablar de la experiencia de la cotidianidad hecha de momentos entrelazados, de pequeños retazos y de profundos vacíos, de vitalidad y de dicha, de languidez y de melancolía, o de todo a la vez... Lo imposible, tal vez, sea pretender atrapar, de alguna manera, aunque sea imaginada, esa Presencia que intuimos cercana y que sabemos también lejana, definitivamente no identificable con ninguna de las otras presencias que llenan nuestra vida.

La experiencia de Dios, conquista humilde de Dios

De la Divinidad experimentamos la urgencia de su mirada, sin poder jamás definir su Rostro ni sus maneras de estar presente en esta vivencia nuestra del tiempo y del espacio. La experiencia “de Dios” se va adquiriendo cada día en la comunión afectiva, no sólo con las cosas reales, sino a través de ellas. Es ahí, en la realidad donde se siente la brisa Divina, ese Misterio que, como tal, nos envuelve, nos abraza, nos mete dentro de sí y nos hace “hogar” en sus propias entrañas.

Pero ésta es una experiencia que nos supera y nos desconcierta siempre... Nos lanza al abismo aterrador de lo que no podemos definir, porque no entra dentro de ninguna de nuestras categorías, aunque sí de nuestras intuiciones.

Sin embargo, una manera de experimentar a Dios, sobre todo al Dios revelado en Jesucristo, y es a través de sentir su propio anonadamiento. No como el Todopoderoso, ni como el absolutamente inalcanzable Dios de los conceptos filosóficos, sino como esa enamorada compañía que nos observa embelesada sin hacer otra cosa que amarnos y ofrecernos su amor, retirándose casi con timidez, a fin de no presionar ni obstaculizar nuestra búsqueda en libertad de aquello que él mismo nos da. Dice S. Weil:

“Dios se agota, a través del infinito espesor del tiempo y del espacio, para alcanzar el alma y seducirla. Si ésta se deja arrancar, aunque no sea más que lo que dura un soplo, un consentimiento puro y completo, entonces Dios se alza con su conquista. Y una vez se ha convertido en algo completamente suyo, la abandona. La deja completamente sola. Y entonces le toca a ella atravesar, esta vez a tientas, el infinito espesor del tiempo y el espacio en busca de aquél a quien ama. De esa manera el alma vuelve a hacer en sentido inverso el viaje que Dios hizo hasta ella” [7].

Dios “se agota” entiendo que es una manera de definir la entrega, el abajamiento o la humillación de Dios en la Encarnación: Dios metido en la historia, nuestra historia de cada instante: perecedera y, sin embargo, llamada al infinito.

En el hombre Jesús de Nazaret, Dios nos ha dado alcance, se ha puesto a nuestro lado, ha caminado y experimentado nuestra vida y, al alejarse históricamente, al situarse en el lugar transcendente que le corresponde desde la eternidad, ha dejado nuestra existencia abierta a esa eternidad en la que él mismo existe desde siempre. Pero esta apertura es también herida, porque al Dios de Jesús no le vemos como algo completamente asequible y mucho menos manejable, sino como una seductora utopía de lo que jamás obtendremos de manera plena en esta vida, dentro de este tiempo ni de esta realidad.

Por eso, de la divina Presencia experimentamos siempre mucho más su ausencia que su cercanía. El grito del “Hijo del hombre” sobre la cruz sigue siendo el mismo grito a lo largo de la historia de muchos hombres y mujeres: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”... Experimentar a Dios en la cotidianidad de nuestra existencia, supone, con frecuencia, sentir la llamada y el abandono de Dios: atravesar el camino de la existencia buscando su rostro, sin verle; experimentar el dolor lacerante de los muchos límites y descubrir que la fe no nos exonera de ninguno de ellos.

Y esto duelo, aún teniendo la certeza de que somos criaturas miradas desde, no sabemos bien qué dimensión de la realidad, con infinita ternura, tanto si la amamos como si no, si confiamos en ella como si no, si aceptamos su absoluta libertad como si nos enfurece su indisponibilidad... Esa experiencia paradójica no siempre es llevadera, con frecuencia suele convertirse en un verdadero problema, tal vez, sin saberlo, en el problema más profundo de nuestra vida.

3.       “Experiencia” de Dios o “hacerle” sitio a Dios en la cotidianidad de nuestra vida

Como venimos observando, lo que podemos intuir como experiencia cotidiana “de Dios” tiene al menos dos polos o vertientes desde las que podemos asomarnos: lo objetivo y lo subjetivo. No hay verdadera experiencia si no hay algo objetivo, algo que yo pueda oír, ver, tocar, sentir... Y, obviamente, es la persona, con toda su subjetividad, la que siente, experimenta. Son dos dimensiones irrenunciables de nuestra manera de conocer y por tanto de dejarnos afectar por la vida y por el Dios de la vida: “Venid y lo veréis” (Jn 1, 39), dice Jesús a aquellos que querían seguirle por la rivera del Jordán. Y se fueron con él. Al final del proceso, llamémoslo de experimentación, de seguimiento diario por los caminos de la vida cotidiana, pasando por pueblos y ciudades, visitando y dejándose visitar, sanando y dejándose sanar, aquellos hombres y mujeres que le siguieron desde el principio, afirmaban: “...lo que hemos oído, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos, es lo que os decimos” (1Jn 1, 1).

Dios, siempre “inadecuado” a nuestra vida

La nuestra es una experiencia mediada de Dios. Nuestra propia condición humana, compartida por el Hijo encarnado, es la vía de encuentro con la Divinidad que nos sale al encuentro. Experimentar a Dios en la cotidianidad de la vida es experimentar la vida misma, sentir el latido de lo divino resonando, paso a paso, en la interioridad de cada acontecimiento, por sencillo o difícil que se nos presente ante los ojos y en el corazón.

Sin embargo, la distancia o la tensión entre esas dos realidades: la objetiva y la subjetiva, la exterior y la interior, puede convertírsenos en un abismo aterrador, en una distancia infranqueable porque ¿dónde esta Dios cuando le necesito?, ¿dónde cuando el mundo, la creación entera reclama su “presencia”, su actuación?

Desde luego, Dios no está en algún lugar recóndito, esperando, como el genio de la lámpara de Aladino que se le convoque para actuar... ¡eso quisiéramos! Dios no es, como decía L. Feuerbach, una mera creación de nuestra mente, una proyección de todo aquello que no podemos ser ni alcanzar por nosotros mismos... “Dios” no es un término abstracto que en ciertos momentos podamos convertir en un soporte más o menos adecuado a nuestra vida. Dios es en la realidad que vivimos y es completamente inadecuado.

Ninguna “experiencia de Dios” no se amolda a nuestros criterios, por elevados y santos que sean o pretendan ser, pero esa experiencia forma parte de la existencia, una existencia tanto más auténtica y veraz, cuanto más se va abriendo a esa Realidad que nunca, aquí, podremos llegar a conocer plenamente, porque, como afirmaba Agustín de Hipona: “Si dices que le conoces, ya no es Dios”. Y, con todo, según otro teólogo del siglo IV, Gregorio Nazianzeno, la experiencia de Dios determina la entera existencia del creyente: “Hemos de pensar en Dios aún más a menudo que respiramos”.

Pensar a Dios y “pensarle” precisamente como “Hogar de Comunión” (Trinidad), debería sernos tan connatural como la respiración misma, pero eso es mucho decir, sobre todo para los hombres y mujeres de una época en la que el Dios manifestado en la vida y en la misión de Jesús de Nazaret, se ha convertido en un tema cada vez más paradójico e irritante, incluso para los mismos cristianos. En este sentido, seguramente nos vendría mejor, más a la medida de nuestra capacidad de entendimiento, un Dios que cumple siempre un rol determinado, aquel que quisiéramos darle: de dominio y de señorío absoluto, de poder arbitrario, e incluso de cierta condescendiente misericordia, incapaz de compartir con nadie su misteriosa e infinita, pero conveniente soledad. En definitiva, un Dios que nos deja en paz, que no incomode nuestra vida cotidiana, que no se acerca pidiendo ser hospedado en nuestro espacio humano... Pero la Divinidad, desde el acontecimiento Jesucristo, ya no puede ser contemplada ni entendida como absoluta lejanía, sino como Presencia que viene y nos considera suyos: familiares y amigos.

En definitiva, si queremos experimentar a Dios en aquello que vivimos cada día, si queremos hacerle espacio en el corazón de nuestra existencia cotidiana, debemos dejarnos afectar de otro modo por la realidad misma, abandonando muchas veces lo que considerábamos “nuestra” privacidad más irrenunciable, que en el fondo puede no ser otra cosa que nuestra comodidad más egocéntrica.

La “experiencia de Dios” en el día a día es una invitación a abandonar el espacio seguro de nuestros criterios y de nuestra sapiencia humana para lanzarnos a vivir un proyecto que apasiona en todos los sentidos: el proyecto de un Dios que se “exilia” de su Gloria (cf Flp 2, 6-11) para hacerse experiencia encarnada y apasionada en la historia, nuestra propia historia. Con todo lo que ella tiene de gozo y de sufrimiento, de triunfo y de fracaso, de vida y de muerte.

4.       Dios, memoria del deseo Aexiliado” y llamada a la “interioridad”

A la distancia entre el vacío y el anhelo que experimentamos por dentro quienes a lo largo del día, de una manera más o menos intensa, más o menos consciente, buscamos a Dios, podemos llamarle deseo. Un deseo que está hecho de infinito, dentro de nuestra finitud, de grandeza dentro de nuestra pequeñez, de certeza dentro de nuestras dudas, de gozo en medio de todos los sufrimientos... El deseo de Dios supone tensión entre lo que creemos de él y lo que llegamos a experimentar verdaderamente de esa Realidad que nos abraza y nos transciende...

Y la tensión puede convertírsenos en angustia, en ansiedad desbordante, insoportable, hasta el punto de hacernos desear no desear que Dios sea, ni exista, ni se nos haga presente... Entre otras cosas, porque el hecho de que nuestra vida esté abierta a la Presencia divina no nos garantiza que todo lo que vivimos en el día a día sea algo satisfactorio, exitoso; por el contrario, puede ser frustrante y desalentador.

“Y es que al Dios vivo, al Dios humano, no se llega por camino de razón, sino por camino de amor y de sufrimiento. La razón nos aparta más bien de Él. No es posible conocerle para luego amarle, hay que empezar por amarle, por anhelarle, por tener hambre de Él... Dios es indefinible. Querer definir a Dios es pretender limitarlo a nuestra mente, es decir, matarlo. En cuanto tratemos de definirlo, no surge la nada” [8].

Dios, ni en el momento de experiencia mística (cercana) más intensa, se deja manipular ni dirigir por nuestros deseos, por “santos” que éstos sean o creamos que pueden ser. De hecho, lo que sentimos, como decía S. Weil, es que Dios se ha adueñado de nuestra vida para después dejarla inmersa en una búsqueda que hacemos a tientas, con muy pocas o ninguna certeza...

Nuestro deseo de experimentar a Dios se queda como “exiliado”, sacado de sí, al descubierto, en la más profunda indigencia. Existen situaciones en la vida personal contradictorias: al momento en el que Dios parece estar al alcance de nuestra la mano le sucede la noche de los sentidos y del espíritu en que la experiencia de Dios se nos convierte en transcendencia y lejanía. Lo que no acabamos de entender es que esta experiencia sea, precisamente la “kénosis” o anonadamiento de lo divino en nuestro “exilio” humano. Experimentar a Dios, de alguna manera, por dolorosa o gozosa que sea, es, ante todo, querer que él sea y tener la certeza de no poder vivir sin él [9].

La experiencia de Dios como experiencia abismal

Cuesta creer que “Dios” sea esa Realidad Infinita dispuesta a dejar su espacio (esté donde esté y sea lo que sea...) y venir a habitar en medio de nosotros; que Dios sea precisamente eso: Presencia implicada en la cotidianidad de nuestra existencia exiliada y la única manera de llegar a ese lugar perdido que llamamos “cielo” “paraíso”..., el lugar-seno acogedor donde experimentar a Dios es sencillamente vivirse en Dios.

Exilio y regreso son los dos polos de este binomio tensional entre el mundo material de lo externo que vivimos y el mundo espiritual e interno que reclama nuestra atención, porque somos seres llamados a existir en él y desde él. El exilio es, en realidad, salir del recinto superficial y amurallado de nuestros intereses materiales y regresar a la profundidad en la que se afirma lo mejor de nuestra existencia cotidiana.

Sin embargo, la interioridad que nos abre a nuestra propia transcendencia, como seres abiertos a la Transcendencia Divina, produce vértigo, y no siempre estamos dispuestos o dispuestas a sufrirlo. El científico, místico y... teólogo Pierre Teilhard de Chardin escribía:

“Penetremos en lo más secreto de nosotros mismos, circundemos nuestro corazón. Busquemos afanosamente el océano de fuerzas que padecemos y en la que nuestro crecimiento se haya inmerso. Es un ejercicio saludable: la profundidad y la universalidad de nuestras relaciones formarán la intimidad envolvente de nuestra comunión” [10].

Experimentar a Dios en la vida cotidiana exige circundar, navegar reciamente, con fuerza, cada momento, cada acontecimiento, firmes ante los embistes que recibimos, oleadas y oleadas de todo tipo de sentimientos y de vivencias, padecimientos, en suma, que pueden hacernos zozobrar y que, no obstante, encierran el secreto de la verdadera sabiduría de la existencia, porque nos lanza a la profundidad, a lo más íntimo y verdadero.

Realizar esa inmersión es “saludable”, puede ser el camino de sanación de muchas de las heridas que la vida nos va produciendo, día a día. Puede ser también camino de encuentro y de comunión, en primer lugar, con ese Abismo sin fondo que es Dios y que somos cada ser humano en Dios. Vale la pena seguir la idea de este buscador y acoger su experiencia:

“Así pues, acaso por primera vez en mi vida (¡yo, que se supone medito todos los días!) tomé una lámpara y, abandonando la zona, en apariencia clara, de mis ocupaciones y de mis relaciones cotidianas, bajé a lo más íntimo de mí mismo, al abismo profundo de donde percibo, confusamente, que emana mi poder de acción. Ahora bien, a medida que me alejaba de las evidencias convencionales que iluminan superficialmente la vida social, me di cuenta de que me escapaba de mí mismo. A cada peldaño que descendía, se descubría en mí otro personaje, al que no podía denominar exactamente y que ya no me obedecía. Y cuando hube de detener mi exploración, porque me faltaba suelo bajo los pies, me hallé sobre un abismo si fondo del que surgía, viniendo no sé de dónde, el chorro que me atrevo a llamar mi vida” [11].

San Agustín hace un llamado a la interioridad en la vida cotidiana que hoy sigue siendo completamente actual: “(Oh hombre!, )hasta cuando vas a estar dando vueltas en torno a la creación? Vuélvete a ti mismo, contémplate, sondéate, examínate... No quieras ir fuera de ti mismo, es en el hombre interior donde habita la verdad” [12].

Pero, el recogimiento en sí, en el lugar en el que habita la verdad, no es, ni mucho menos, un llamado al aislamiento sino a la autenticidad que se enraíza en el conocimiento de sí. La interioridad no es una huida, una evasión, es un compromiso con la vida tal cual. Es optar por la vida real, con todas sus consecuencias. Una opción que lleva al creyente a descubrir la Presencia que lo habita, lo mantiene en la existencia y lo lleva en ella hacia Ella. Una Presencia que es impulso y fuerza para emprender un itinerario hacia sí, hacia el interior de sí mismo, con vistas al encuentro que tiene lugar, según san Juan de la Cruz “del alma en el más profundo centro”.

De ahí que lo que venimos llamando interioridad se asemeje mucho a la experiencia que tiene lugar en lo más auténtico de nuestro ser y que se descubre sólo a través del reconocimiento personal, en un movimiento constante de concentración y descentración, de bajada a lo más profundo y de subida hacia lo que se descubre como lo más allá y lo más absoluto de sí mismo: Dios en los otros.

El esfuerzo que supone el ahondar en sí está orientado, en este camino de experiencia religiosa, a vaciar el propio interior, a tomar auténtica conciencia de sí frente a la realidad; a hacer experiencia de la realidad misma que nos rodea desde el propio señorío interior; en un estado que permita conocer esta realidad tal cual es; con sosiego, profundidad y, sobre todo, con verdad.

5.       La experiencia de Dios como despojo de la superficialidad en lo cotidiano

Lo venimos afirmando constantemente: lo que llamamos experiencia de Dios, en el día a día, acarrea mucho de dolor y, por lo mismo, exige de la persona mucho valor. Dolor y valor que conlleva la misma vida. No es demasiado común que alguien quiera hacer experiencia de la Divinidad en profundidad y verdad; sentir las cosas, sentirse a sí misma/o, a los otros, la realidad, el mundo y la transcendencia, exponiéndose, quedándose a la intemperie de la vida, desde su propia fragilidad interior. La filósofa y mística Edith Stein afirmaba al respecto:

“El yo personal se encuentra enteramente en él, en la interioridad más profunda del alma. Cuando vive en esa interioridad, dispone de la fuerza total del alma y puede utilizarla libremente. Además, está abierto a las exigencias que se le presentan, puede apreciar mejor su significado y su importancia. Pero pocos hombres viven tan concentrados en sí mismos. En la mayor parte el yo se sitúa más bien en la superficie...” [13].

Podemos estar, cotidianamente, ante la tentación de sucumbir en la vorágine de la superficialidad o, lo que es peor, la hipocresía, dejarnos llevar por lo que no compromete de forma definitiva ni vincula íntimamente, ni nos toca realmente la vida. La búsqueda de la gratificación inmediata condiciona la continuidad de toda verdadera experiencia, mucho más de la experiencia de “Dios”. Con frecuencia solo interesa aquello que resulta compatible con lo efectivo y con las apetencias del momento presente; nos atrae todo lo que esté apoyado en un fuerte sentido de independencia personal y de respuesta inmediata a nuestras necesidades, reales o no.

Con el paso del tiempo, con la experiencia que vamos acumulando y que nos va llevando a la madurez, más o menos dificultosamente alcanzada, se va relativizando lo que cada día conlleva de banal y asumiendo lo que tiene un cierto sabor a imperecedero, aunque no sepamos exactamente qué sea esto, porque todo lo que somos capaces de experimentar tiende a convertirse en caduco y transitorio, hasta lo más querido: la vida, nuestra vida y la de los seres que amamos. Pero incluso ahí, precisamente ahí, podemos encontrarnos con “Dios”.

En la experiencia de la vida interior el hombre y la mujer creyentes descubrimos lo extraordinario de la propia finitud: miseria y grandeza irremediablemente unidas. Toda la grandeza y dignidad del ser humano radica aquí: en su aspiración a Dios “Los hombres están, por lo general, ávidos de divinidad” afirma san Agustín [14]. Somos seres complejos y misteriosos; fuente de incalculables riquezas y de carencias abismales. El ser humano es un ser para sí mismo incomprensible y a veces desesperante. Es toda una tarea aprender a esperar algo de nosotros mismos, incluso a través de la monotonía del día a día.

Experimentar a Dios en la vida cotidiana, como vemos, es aferrarse a aquello se nos escapa. Trata de aferrar la huidiza esperanza de algo que no se domina: el futuro, la felicidad, la realización personal... Pero es, sobre todo, dejar paso a la fe, muchas veces aprendida y pocas veces profundizada. Una fe trasmitida que se nos ha quedado, con frecuencia, ridículamente corta. Por eso, y concluimos:

1.       La experiencia cotidiana de Dios no es un simple saber acerca de Dios, pero tampoco llega a ser una contemplación en sentido místico; consiste en una disposición del pensamiento que reflexiona lo cotidiano. La mente del ser humano es un pozo profundo del cual, con el esfuerzo que supone considerarse a sí mismo lugar de encuentro con Dios, puede llegar a sacar de sí mismo el agua viva, es decir: las buenas opciones, los planes y proyectos válidos que llenan de sentido divino la existencia humana. Porque, se pregunta Pablo de Tarso “¿Quién conoce profundamente el modo de ser del hombre, sino el espíritu del hombre que habita dentro de él...?” (cf 1Cor 2, 11). Se trata, en todo caso, de una verdadera catarsis espiritual, indispensable para adquirir la verdadera sabiduría del Espíritu.

La persona que quiera ver a Dios en los acontecimientos de la vida, tal y como Él se suele mostrar: dentro del misterio, de lo no-predecible, de lo no-abarcable con nuestra lógica, tiene que estar concentrada no distraída; tiene que saber vivirse en la intimidad desbordante y en el silencio sonoro; en la clara oscuridad de la fe y en la disponibilidad al compromiso que lleva, con frecuencia, a la cruz.

2.       El encuentro con Dios en la vida cotidiana supone la madurez humana de alguien que se vive, como criatura, orientada hacia dentro y volcada, desde dentro, a los otros, hacia todo lo que Dios mira y ama con predilección absoluta: su creación. Porque ese Dios a nuestro pesar, hace acepción de personas (se fija en lo más miserable), no se hace visible a una mirada superficial ni al alboroto que distrae de la intimidad y de la pasión del mundo.

3.       El silencio, que a muchos atrae y a otros muchos aterra, es un elemento fundamental e indispensable para vivir la experiencia cotidiana de Dios. Es necesario saber pasar del ruido ensordecedor al silencio dialogante, de la dispersión a la concentración, de la superficialidad a la hondura, del individualismo a la relación que hace comunión.

Se trata de un silencio que tiene que ser elocuente con la vida, que es disposición para la escucha de la voz de Dios en la propia existencia, y que no tiene nada que ver con la cerrazón huraña o con la hosca mudez en la que, con demasiada frecuencia, pretendemos esconder nuestra falta de auto-comprensión de nuestra propia realidad y, obviamente, de los acontecimientos que vivimos a lo largo de las horas, del tiempo y del espacio.

En el silencio interior, a veces obligado, se fragua y crece la vida en el Espíritu o la vida espiritual. Ese silencio no es lo opuesto a la palabra, es lo opuesto al ruido y a la distracción permanente. Este silencio es también condición indispensable para que se de el diálogo con el Huésped interior y con aquellos seres humanos que lo hacen visible: los que siempre resultan marginados y silenciados, los que no cuentan porque no interesa que cuenten, los que no son significativos porque les restamos constantemente significatividad y dignidad. ”Esos Aaquellos son cada una de las personas que, sabiéndolo o no, son el rostro visible del Dios invisible” (Mt 25, 31-46). Ninguneados por la sociedad y engrandecidos en el Reino de Dios que construimos día a día [15].

Intentado una conclusión de lo siempre abierto

La experiencia de Dios en la vida cotidiana es acercamiento apasionado al mundo de Dios y a las cosas de Dios, en las cosas que nos pasan y por las que pasamos cada día. Esto supone que vivimos, en efecto, dentro de una realidad concreta, hecha de relaciones concretas, positivas, gozosas y constructoras en ocasiones y muchas veces, demasiadas tal vez, negativas y destructoras. Y aquí entra todo: relaciones familiares, vecinos, amigos, trabajo, acontecimientos que nos superan de manera absoluta...

La experiencia así entendida consiste en la forma peculiar en que la vida va poniendo la realidad en nuestras manos, y supone, en este sentido, algo previo, que existe y en lo que nos vivimos. Viene a ser algo así como la existencia de un campo visual, dentro del cual son posibles múltiples y diversas perspectivas, según el punto desde el cual nos situemos ante la realidad y sus complejas manifestaciones.

El problema, a mi entender, es que, precisamente lo cotidiano de nuestra vida personal puede llegar a convertir ese campo visual, más que en un balcón abierto hacia el Horizonte Infinito, en una cada vez más estrecha rendija a través de la cual pretendemos ver y conocer todo lo que acontece en la inmensidad del universo y de la historia. Y, algo que vemos o sentimos o experimentamos, cada vez con un margen de apertura más limitada es nuestra relación con la Transcendencia Divina. Por muchas razones:

-         por la influencia de lo que podríamos llamar la cultura de la tecnocracia pragmática,

-         por las incoherencias entre lo que la religión predica acerca de la Divinidad y lo que la comunidad creyente, nosotros y nosotras dentro de ella, olvida vivir en relación a esa Divinidad,

-         por ese afán de globalizar todo e incluir en ese todo incluso ”la Aexperiencia de Dios”, como si Dios fuera un producto más de la sociedad humana y de los sistemas de convivencia o de intolerancia que creamos a todos los niveles... [16]

Voy a terminar esta reflexión con unas palabras de la pensadora María Zambrano que, sin estar directamente vinculadas al tema que nos ocupa, pueden ayudarnos a entender la universalidad de eso que hemos venido llamando: experiencia de Dios en la vida cotidiana. Porque, quién nos puede impedir sentir que experimentar a Dios en la vida de cada día es como salir de la realidad para entrar más profundamente en ella, de una manera que no podemos ni imaginar ni mucho menos programar? La “experiencia de Dios” es el cada instante en el que vivimos, lleno de una luz que se nos da tan gratuitamente como el nuevo día, que siempre amanece:

“Salimos del presente para caer en el futuro desconocido, pero sin olvidar el pasado, nuestra alma está cruzada por sedimentos de siglos, son más grandes las raíces que las ramas que ven la luz. Es en la hora del amanecer, trágica y de aurora en que las sombras de la noche comienzan a mostrar su sentido y las figuras inciertas comienzan a desvelarse ante la luz, la hora de la luz en que se congregan pasado y porvenir” [17].

Trinidad León en dialnet.unirioja.es

Notas:

1      ZUBIRI, X., Naturaleza, historia, Dios Madrid 19879, 180-182. (citado NHD)

2      Nacido en 1898 en San Sebastián

3      Zubiri advierte que en realidad no hay experiencia de Dios..., hay experiencia de las cosas reales y en ellas, se hace un tanteo de Dios. La posesión de la existencia no es experiencia en ningún sentido, y por tanto, tampoco lo es de Dios (Cf ZUBIRI, X., NHD, 435).

4      MARTÍN VELASCO, J., La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 19962, 42.

5      Cfr. Salmo 138.

6      WEIL S., La gravedad y la gracia, Trotta, Madrid 1994, 159.

7      Ibíd., p. 128.

8      UNAMUNO, M., Del sentimiento trágico de la vida -en los hombres y en los pueblos-, Alianza Editorial, Madrid 1986, 163-164.

9      Teología kenótica

10      TEILHARD DE CHARDIN, P., El medio divino, Alianza Editorial, Barcelona 2000, 48.

11      Ídem.

12      En Sermón 52, 17.

13      STEIN E., Ser finito y ser eterno, FCE, México D.F. 1996, 453.

14      Cf. SAN AGUSTÍN, Epístola 137, 3, 12.

15      Cf CASTILLO, J. M., El Reino de Dios -por la vida y la dignidad de los seres humanos-, DDB, Bilbao 1999. El estudio, no sólo la lectura, de esta obra ayuda mucho a entender qué significa, en cristiano, “experimentar” al Dios de Jesucristo.

16      En este sentido y en muchos otros, interesante y esclarecedor el libro de ESTRADA, J.A., Imágenes de Dios -la filosofía ante el lenguaje religioso-, Trotta, Madrid 2003.

17      ZAMBRANO, M., en el artículo “Amo mi exilio”, aparecido en el ABC, 28 de agosto de 1989, pág. 3.

Trinidad León

Afrontamos un tema que, por muy “imposible” que parezca, no deja de atraernos. El contenido de estas páginas va a girar sobre tres términos que ya están enunciados en el título: “experiencia”, “Dios” y “lo cotidiano”. Nos aproximaremos, en primer lugar a eso que se suele llamar “Alo cotidiano”, tratando de mirar a través de la realidad espacio-temporal aquello que nombramos con mucha pretensión, “Aexperiencia de Dios”. Esta reflexión tiene un contenido que apunta, obviamente, hacia lo teológico, es decir, hacia un cierto hablar sobre Dios o, si se quiere, ese balbuceo sobre las huellas que la Divinidad va dejando en el día a día de nuestra vida.

Hay mucho escrito sobre cómo se “experimenta” a Dios dentro del prisma de sensaciones y vivencias que acumulamos a lo largo de los minutos y de las horas del día, pero seguimos planteándonos el interrogante acerca de ese tipo de “experiencia” que no abarcamos sino que nos abarca, señal de que ninguna de las mucha respuestas han agotado mínimamente la inquietud que lleva a plantear la cuestión una y otra vez. Y es que esta pregunta no tiene, ni mucho menos, una respuesta simple. Si es que la tiene.

Partimos de la idea de que quien se plantea semejante interrogante es creyente o, al menos quiere serlo, o lo es a su pesar... Y si es creyente, la siguiente cuestión es ¿en qué Dios cree? Porque, se puede creer en Dios o creer en los dioses... De hecho, la Escritura cristiana nos presenta a Jesús de Nazaret ante el reto de optar entre vivir apegado a Dios o a los Adioses” (cf Mt 4, 1-11). Pero esto sería otro tema y lo vamos a dejar así.

Por otra parte, se dice, y con razón, que experimentar es vivir; o, a la inversa, que vivir verdaderamente es experimentar, llegar a ser una persona “experta”, “adiestrada” en algo, lo que sea... Sabemos que la vida es, por sí misma, un caudal inagotable de experiencias, de existir sintiendo o, mejor dicho, padeciendo (viviendo apasionadamente) aquello de la realidad que logramos aprehender conscientemente, aquello que logramos aferrar hasta hacerlo parte de nuestra vida. Cosas simples, pero imprescindibles para saber que existimos: levantarnos cada día con las fuerzas y el ánimo renovados, mirar al cielo y acercarnos a la inmensidad, aunque sea a través del sombrero de contaminación o de los bloques de cemento; encontrarnos con la sonrisa de los que nos rodean, con la mirada que acaricia, o tal vez con aquella que corta hasta la respiración...; con la palabra que abre intimidades, o con la tosca negación de ella. Cosas sin las cuales nadie puede vivir, por muy dolorosas que puedan llegar a ser.

1.       La experiencia “de Dios” como experiencia de nuestra condición “religada” a Dios

Parto de la convicción de que la “experiencia de Dios” tiene una innegable dimensión antropo-teológica. La experiencia religiosa fundamental es la apertura del ser humano a la raíz, a la arkhéo, a la “Roca” de su propia realidad, este es el presupuesto antropológico de la experiencia religiosa y de la interioridad que ésta conlleva [1].

Decir que la experiencia de Dios posee una dimensión antropológica no significa afirmar que esa experiencia sea algo meramente psicológico. “Nadie tiene experiencia psicológica de Dios” afirma el filósofo X. Zubiri [2]. Porque nadie puede encerrar la inmensidad en la finitud. Todo lo más, advierte el autor citado, se tiene una experiencia moral de lo divino, es decir, se vive a Dios desde la vida y desde los gestos, opciones, actitudes que conforman la vida cotidiana [3].

Nadie, afirma el evangelio de Juan, ha visto nunca a Dios directamente, nadie lo ha “experimentado”, excepto aquel que ha venido de Dios, el Verbo encarnado que nos lo ha explicado (cf Jn 1, 18). Esta explicación, sin embargo, es la mejor confrontación experiencial: acogiendo la experiencia del Dios de Jesús podemos cotejar qué de nuestra propia vivencia dice algo acerca de lo Divino.

Cada creyente, al realizar el reconocimiento en el que consiste, por ejemplo, la experiencia orante de la fe, inscribe su propia vida dentro de un horizonte relacional que encierra toda una tradición religiosa en la que palabras tales como “YHWH”, “Dios”, “Alah”, “Brahman”, cobran significado más allá de la experiencia transmitida por lo dado en la realidad material, e incluso, íntima y trascendentalmente.

El reconocimiento de esto que podríamos llamar presencia transcendental en la propia interioridad del ser humano, el consentimiento y respuesta a la llamada y a la entrega en el encuentro personal con esa Presencia, es lo que la fenomenología de la religión identifica con la Aexperiencia religiosa fundamental” en cualquiera de las expresiones religiosas: entrega en fe, esperanza y caridad (cristianismo), en fidelidad obediencial (judaísmo), en absoluta sumisión (islamismo), en la búsqueda de la identificación plena “tu eres eso” (brahmanismo), nirvana o extinción del sujeto en el absoluto (budismo), etc...

Es decir, sin esta actitud fundamental que acoge y expresa lo que nos religa a la Trascendencia no se da ningún tipo de experiencia religiosa. Y lo cotidiano, el día a día, vendría a ser algo así como el lugar en el que experimentamos la relación-religación personal respecto a todo eso que nos rodea: el cordón umbilical que nos une a la existencia y a todo lo que existe.

La vida “en Dios”, sin etiquetas

Ahora bien, ¿cómo experimentamos, en lo cotidiano de la vida, esa vinculación personal a Dios?. ¿Cómo vivimos los cristianos, los bautizados en Cristo, la experiencia de Dios? Después de indagar he llegado a una conclusión, tal vez poco original, pero real: no es posible hacer un cliché único, ni etiquetar nuestras experiencias cotidianas de Dios bajo un mismo y único signo, una idea clave o una sensación superior e inefable. Por más que nuestra condición de creyentes cristianos haga de nosotros una “comunidad creyente” (Iglesia), la experiencia que tenemos de Dios es múltiple y compleja.

Tratando, pues, de crear un cuadro referencial amplio podríamos decir que los hombres y mujeres de nuestro tiempo estamos bastante despistados acerca de las cosas de Dios y sobre todo, de las cosas que pueden decirnos algo sobre Dios dentro de los acontecimientos cotidianos; aunque es muy cierto eso de que “La experiencia de Dios sólo puede darse en medio de y en contacto con determinadas experiencias mundanas” [4], con lo más cercano y lo que va creando el entramado de nuestra vida de cada día.

Una auténtica experiencia humana de la vida cotidiana tiene ya los elementos necesarios para ser llamada una auténtica experiencia de Dios. Podríamos decir que la persona que cree y vive esa fe como entrega y comunicación o proyección de sí al modo en que entiende que Dios se le comunica: gratuita, justa y misericordiosamente, comienza a experimentar lo incomunicable de aquello a lo que está llamada y no puede alcanzar por sus propias fuerzas, porque la trasciende absolutamente y de manera misteriosa, no manipulable.

Combinando los elementos que la experiencia humana proporciona en la vida de cada día con la experiencia de fe, es decir, de entrega al proyecto del Reino de Dios, en todo lo que ese proyecto tiene de empeño y compromiso por crear lo que se ha dado en llamar “A una sociedad de contraste”, que fue la misión de Jesucristo y sigue siendo la misión de la Iglesia en el mundo, podemos imaginar algo de lo que implica una verdadera experiencia de la Divinidad en nuestra existencia real y concreta, en medio de las cosas que nos resulta familiares, adheridas a nuestra existencia de cada instante.

Pero este ejercicio o compromiso creyente supone un verdadero proceso de crecimiento y madurez personal, supone aceptar cada día la tensión entre: libertad-normatividad, personalización-institucionalización, provisionalidad-perpetuidad, presente-futuro (pasado), pluralidad-unidad,... Los datos que ofrecen estas categorías bipolares que, podríamos, pero no vamos a desarrollar aquí, servirían para situarnos en el punto adecuado desde el cual comprender el tipo de “experiencia de Dios” que vivimos la mayoría de los creyentes, de manera cotidiana, tratando de tener en cuenta la integridad del Mensaje evangélico y la honestidad de nuestra adhesión a él; contando con la incoherencias de las que muchas veces adolecemos ente ese mensaje y su sentido salvífico. Lo cotidiano está lleno, precisamente y dolorosamente, de incoherencias...

2.       Riqueza, problematicidad y humillación de “lo divinamente cotidiano”

Lo que llamamos cotidiano no es sencillamente lo “simple”, ni mucho menos, lo “banal”. Lo cotidiano encierra mucha complejidad y, por lo mismo, una infinita gama de vivencias, de sentimientos, de perspectivas..., un arco iris de colores que abarca todo lo más íntimo de nuestro horizonte existencial: contiene albas, amaneceres radiantes y noches envueltas en una cierta semioscuridad, atardeceres radiantes y también llenos de espesos nubarrones... ¡Toda la creación parece estar dentro de las horas del día y del alma!

Por otra parte, eso que llamamos experiencia está muy lejos de ser algo uniforme o perfectamente programable. De una manera más o menos empírica sabemos que experimentar significa ir haciéndonos personas expertas (peritas) en algo, a partir del pathos: apasionamiento vital, lleno de amor y de sufrimiento volcado y como emergiendo de todo lo que toda vida trae y lleva consigo.

Pero tampoco es algo simple preguntarnos por esa realidad que llamamos Dios y que bien podríamos llamar Diosa, si nuestro intelecto o nuestra “sensibilidad Areligiosa” no estuvieran tan encorsetados en los términos y en lo que ellos, más que revelarnos, nos encubren... Hablar de Ala experiencia de Dios en la vida cotidiana” significa tratar de encerrar en palabras esa Realidad totalmente inalcanzable que nos alcanza enteramente y a cada instante, de todas las maneras posibles. Dice el o la orante de la Escritura antigua:

“Señor, tú me has examinado y me conoces;

sabes cuándo me acuesto y cuándo me levanto, de lejos te das cuenta de mis pensamientos; tú ves mi caminar y mi descanso, te son familiares todos mis caminos... Tú me envuelves por detrás y por delante, y tienes puesta tu mano sobre mí... ¿A dónde podría ir lejos de tu espíritu, a dónde podría huir lejos de tu presencia?...” [5]

La oración continúa mostrando que ni los cielos ni el abismo, ni un confín u otro de la creación, ni la luz ni las tinieblas, pueden alejarnos de la Presencia que lo llena todo.

Con esta certeza metida en el corazón podemos decir, con palabras de una mujer apasionada por Dios pero, sobre todo, por la vida, que en lo que llamamos experiencia cotidiana de Dios se trata de “... realizar lo posible para alcanzar lo imposible” [6]. Lo posible, en este espacio, es, a mi entender, hablar de la experiencia de la cotidianidad hecha de momentos entrelazados, de pequeños retazos y de profundos vacíos, de vitalidad y de dicha, de languidez y de melancolía, o de todo a la vez... Lo imposible, tal vez, sea pretender atrapar, de alguna manera, aunque sea imaginada, esa Presencia que intuimos cercana y que sabemos también lejana, definitivamente no identificable con ninguna de las otras presencias que llenan nuestra vida.

La experiencia de Dios, conquista humilde de Dios

De la Divinidad experimentamos la urgencia de su mirada, sin poder jamás definir su Rostro ni sus maneras de estar presente en esta vivencia nuestra del tiempo y del espacio. La experiencia “de Dios” se va adquiriendo cada día en la comunión afectiva, no sólo con las cosas reales, sino a través de ellas. Es ahí, en la realidad donde se siente la brisa Divina, ese Misterio que, como tal, nos envuelve, nos abraza, nos mete dentro de sí y nos hace “hogar” en sus propias entrañas.

Pero ésta es una experiencia que nos supera y nos desconcierta siempre... Nos lanza al abismo aterrador de lo que no podemos definir, porque no entra dentro de ninguna de nuestras categorías, aunque sí de nuestras intuiciones.

Sin embargo, una manera de experimentar a Dios, sobre todo al Dios revelado en Jesucristo, y es a través de sentir su propio anonadamiento. No como el Todopoderoso, ni como el absolutamente inalcanzable Dios de los conceptos filosóficos, sino como esa enamorada compañía que nos observa embelesada sin hacer otra cosa que amarnos y ofrecernos su amor, retirándose casi con timidez, a fin de no presionar ni obstaculizar nuestra búsqueda en libertad de aquello que él mismo nos da. Dice S. Weil:

“Dios se agota, a través del infinito espesor del tiempo y del espacio, para alcanzar el alma y seducirla. Si ésta se deja arrancar, aunque no sea más que lo que dura un soplo, un consentimiento puro y completo, entonces Dios se alza con su conquista. Y una vez se ha convertido en algo completamente suyo, la abandona. La deja completamente sola. Y entonces le toca a ella atravesar, esta vez a tientas, el infinito espesor del tiempo y el espacio en busca de aquél a quien ama. De esa manera el alma vuelve a hacer en sentido inverso el viaje que Dios hizo hasta ella” [7].

Dios “se agota” entiendo que es una manera de definir la entrega, el abajamiento o la humillación de Dios en la Encarnación: Dios metido en la historia, nuestra historia de cada instante: perecedera y, sin embargo, llamada al infinito.

En el hombre Jesús de Nazaret, Dios nos ha dado alcance, se ha puesto a nuestro lado, ha caminado y experimentado nuestra vida y, al alejarse históricamente, al situarse en el lugar transcendente que le corresponde desde la eternidad, ha dejado nuestra existencia abierta a esa eternidad en la que él mismo existe desde siempre. Pero esta apertura es también herida, porque al Dios de Jesús no le vemos como algo completamente asequible y mucho menos manejable, sino como una seductora utopía de lo que jamás obtendremos de manera plena en esta vida, dentro de este tiempo ni de esta realidad.

Por eso, de la divina Presencia experimentamos siempre mucho más su ausencia que su cercanía. El grito del “Hijo del hombre” sobre la cruz sigue siendo el mismo grito a lo largo de la historia de muchos hombres y mujeres: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”... Experimentar a Dios en la cotidianidad de nuestra existencia, supone, con frecuencia, sentir la llamada y el abandono de Dios: atravesar el camino de la existencia buscando su rostro, sin verle; experimentar el dolor lacerante de los muchos límites y descubrir que la fe no nos exonera de ninguno de ellos.

Y esto duelo, aún teniendo la certeza de que somos criaturas miradas desde, no sabemos bien qué dimensión de la realidad, con infinita ternura, tanto si la amamos como si no, si confiamos en ella como si no, si aceptamos su absoluta libertad como si nos enfurece su indisponibilidad... Esa experiencia paradójica no siempre es llevadera, con frecuencia suele convertirse en un verdadero problema, tal vez, sin saberlo, en el problema más profundo de nuestra vida.

3.       “Experiencia” de Dios o “hacerle” sitio a Dios en la cotidianidad de nuestra vida

Como venimos observando, lo que podemos intuir como experiencia cotidiana “de Dios” tiene al menos dos polos o vertientes desde las que podemos asomarnos: lo objetivo y lo subjetivo. No hay verdadera experiencia si no hay algo objetivo, algo que yo pueda oír, ver, tocar, sentir... Y, obviamente, es la persona, con toda su subjetividad, la que siente, experimenta. Son dos dimensiones irrenunciables de nuestra manera de conocer y por tanto de dejarnos afectar por la vida y por el Dios de la vida: “Venid y lo veréis” (Jn 1, 39), dice Jesús a aquellos que querían seguirle por la rivera del Jordán. Y se fueron con él. Al final del proceso, llamémoslo de experimentación, de seguimiento diario por los caminos de la vida cotidiana, pasando por pueblos y ciudades, visitando y dejándose visitar, sanando y dejándose sanar, aquellos hombres y mujeres que le siguieron desde el principio, afirmaban: “...lo que hemos oído, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos, es lo que os decimos” (1Jn 1, 1).

Dios, siempre “inadecuado” a nuestra vida

La nuestra es una experiencia mediada de Dios. Nuestra propia condición humana, compartida por el Hijo encarnado, es la vía de encuentro con la Divinidad que nos sale al encuentro. Experimentar a Dios en la cotidianidad de la vida es experimentar la vida misma, sentir el latido de lo divino resonando, paso a paso, en la interioridad de cada acontecimiento, por sencillo o difícil que se nos presente ante los ojos y en el corazón.

Sin embargo, la distancia o la tensión entre esas dos realidades: la objetiva y la subjetiva, la exterior y la interior, puede convertírsenos en un abismo aterrador, en una distancia infranqueable porque ¿dónde esta Dios cuando le necesito?, ¿dónde cuando el mundo, la creación entera reclama su “presencia”, su actuación?

Desde luego, Dios no está en algún lugar recóndito, esperando, como el genio de la lámpara de Aladino que se le convoque para actuar... ¡eso quisiéramos! Dios no es, como decía L. Feuerbach, una mera creación de nuestra mente, una proyección de todo aquello que no podemos ser ni alcanzar por nosotros mismos... “Dios” no es un término abstracto que en ciertos momentos podamos convertir en un soporte más o menos adecuado a nuestra vida. Dios es en la realidad que vivimos y es completamente inadecuado.

Ninguna “experiencia de Dios” no se amolda a nuestros criterios, por elevados y santos que sean o pretendan ser, pero esa experiencia forma parte de la existencia, una existencia tanto más auténtica y veraz, cuanto más se va abriendo a esa Realidad que nunca, aquí, podremos llegar a conocer plenamente, porque, como afirmaba Agustín de Hipona: “Si dices que le conoces, ya no es Dios”. Y, con todo, según otro teólogo del siglo IV, Gregorio Nazianzeno, la experiencia de Dios determina la entera existencia del creyente: “Hemos de pensar en Dios aún más a menudo que respiramos”.

Pensar a Dios y “pensarle” precisamente como “Hogar de Comunión” (Trinidad), debería sernos tan connatural como la respiración misma, pero eso es mucho decir, sobre todo para los hombres y mujeres de una época en la que el Dios manifestado en la vida y en la misión de Jesús de Nazaret, se ha convertido en un tema cada vez más paradójico e irritante, incluso para los mismos cristianos. En este sentido, seguramente nos vendría mejor, más a la medida de nuestra capacidad de entendimiento, un Dios que cumple siempre un rol determinado, aquel que quisiéramos darle: de dominio y de señorío absoluto, de poder arbitrario, e incluso de cierta condescendiente misericordia, incapaz de compartir con nadie su misteriosa e infinita, pero conveniente soledad. En definitiva, un Dios que nos deja en paz, que no incomode nuestra vida cotidiana, que no se acerca pidiendo ser hospedado en nuestro espacio humano... Pero la Divinidad, desde el acontecimiento Jesucristo, ya no puede ser contemplada ni entendida como absoluta lejanía, sino como Presencia que viene y nos considera suyos: familiares y amigos.

En definitiva, si queremos experimentar a Dios en aquello que vivimos cada día, si queremos hacerle espacio en el corazón de nuestra existencia cotidiana, debemos dejarnos afectar de otro modo por la realidad misma, abandonando muchas veces lo que considerábamos “nuestra” privacidad más irrenunciable, que en el fondo puede no ser otra cosa que nuestra comodidad más egocéntrica.

La “experiencia de Dios” en el día a día es una invitación a abandonar el espacio seguro de nuestros criterios y de nuestra sapiencia humana para lanzarnos a vivir un proyecto que apasiona en todos los sentidos: el proyecto de un Dios que se “exilia” de su Gloria (cf Flp 2, 6-11) para hacerse experiencia encarnada y apasionada en la historia, nuestra propia historia. Con todo lo que ella tiene de gozo y de sufrimiento, de triunfo y de fracaso, de vida y de muerte.

4.       Dios, memoria del deseo Aexiliado” y llamada a la “interioridad”

A la distancia entre el vacío y el anhelo que experimentamos por dentro quienes a lo largo del día, de una manera más o menos intensa, más o menos consciente, buscamos a Dios, podemos llamarle deseo. Un deseo que está hecho de infinito, dentro de nuestra finitud, de grandeza dentro de nuestra pequeñez, de certeza dentro de nuestras dudas, de gozo en medio de todos los sufrimientos... El deseo de Dios supone tensión entre lo que creemos de él y lo que llegamos a experimentar verdaderamente de esa Realidad que nos abraza y nos transciende...

Y la tensión puede convertírsenos en angustia, en ansiedad desbordante, insoportable, hasta el punto de hacernos desear no desear que Dios sea, ni exista, ni se nos haga presente... Entre otras cosas, porque el hecho de que nuestra vida esté abierta a la Presencia divina no nos garantiza que todo lo que vivimos en el día a día sea algo satisfactorio, exitoso; por el contrario, puede ser frustrante y desalentador.

“Y es que al Dios vivo, al Dios humano, no se llega por camino de razón, sino por camino de amor y de sufrimiento. La razón nos aparta más bien de Él. No es posible conocerle para luego amarle, hay que empezar por amarle, por anhelarle, por tener hambre de Él... Dios es indefinible. Querer definir a Dios es pretender limitarlo a nuestra mente, es decir, matarlo. En cuanto tratemos de definirlo, no surge la nada” [8].

Dios, ni en el momento de experiencia mística (cercana) más intensa, se deja manipular ni dirigir por nuestros deseos, por “santos” que éstos sean o creamos que pueden ser. De hecho, lo que sentimos, como decía S. Weil, es que Dios se ha adueñado de nuestra vida para después dejarla inmersa en una búsqueda que hacemos a tientas, con muy pocas o ninguna certeza...

Nuestro deseo de experimentar a Dios se queda como “exiliado”, sacado de sí, al descubierto, en la más profunda indigencia. Existen situaciones en la vida personal contradictorias: al momento en el que Dios parece estar al alcance de nuestra la mano le sucede la noche de los sentidos y del espíritu en que la experiencia de Dios se nos convierte en transcendencia y lejanía. Lo que no acabamos de entender es que esta experiencia sea, precisamente la “kénosis” o anonadamiento de lo divino en nuestro “exilio” humano. Experimentar a Dios, de alguna manera, por dolorosa o gozosa que sea, es, ante todo, querer que él sea y tener la certeza de no poder vivir sin él [9].

La experiencia de Dios como experiencia abismal

Cuesta creer que “Dios” sea esa Realidad Infinita dispuesta a dejar su espacio (esté donde esté y sea lo que sea...) y venir a habitar en medio de nosotros; que Dios sea precisamente eso: Presencia implicada en la cotidianidad de nuestra existencia exiliada y la única manera de llegar a ese lugar perdido que llamamos “cielo” “paraíso”..., el lugar-seno acogedor donde experimentar a Dios es sencillamente vivirse en Dios.

Exilio y regreso son los dos polos de este binomio tensional entre el mundo material de lo externo que vivimos y el mundo espiritual e interno que reclama nuestra atención, porque somos seres llamados a existir en él y desde él. El exilio es, en realidad, salir del recinto superficial y amurallado de nuestros intereses materiales y regresar a la profundidad en la que se afirma lo mejor de nuestra existencia cotidiana.

Sin embargo, la interioridad que nos abre a nuestra propia transcendencia, como seres abiertos a la Transcendencia Divina, produce vértigo, y no siempre estamos dispuestos o dispuestas a sufrirlo. El científico, místico y... teólogo Pierre Teilhard de Chardin escribía:

“Penetremos en lo más secreto de nosotros mismos, circundemos nuestro corazón. Busquemos afanosamente el océano de fuerzas que padecemos y en la que nuestro crecimiento se haya inmerso. Es un ejercicio saludable: la profundidad y la universalidad de nuestras relaciones formarán la intimidad envolvente de nuestra comunión” [10].

Experimentar a Dios en la vida cotidiana exige circundar, navegar reciamente, con fuerza, cada momento, cada acontecimiento, firmes ante los embistes que recibimos, oleadas y oleadas de todo tipo de sentimientos y de vivencias, padecimientos, en suma, que pueden hacernos zozobrar y que, no obstante, encierran el secreto de la verdadera sabiduría de la existencia, porque nos lanza a la profundidad, a lo más íntimo y verdadero.

Realizar esa inmersión es “saludable”, puede ser el camino de sanación de muchas de las heridas que la vida nos va produciendo, día a día. Puede ser también camino de encuentro y de comunión, en primer lugar, con ese Abismo sin fondo que es Dios y que somos cada ser humano en Dios. Vale la pena seguir la idea de este buscador y acoger su experiencia:

“Así pues, acaso por primera vez en mi vida (¡yo, que se supone medito todos los días!) tomé una lámpara y, abandonando la zona, en apariencia clara, de mis ocupaciones y de mis relaciones cotidianas, bajé a lo más íntimo de mí mismo, al abismo profundo de donde percibo, confusamente, que emana mi poder de acción. Ahora bien, a medida que me alejaba de las evidencias convencionales que iluminan superficialmente la vida social, me di cuenta de que me escapaba de mí mismo. A cada peldaño que descendía, se descubría en mí otro personaje, al que no podía denominar exactamente y que ya no me obedecía. Y cuando hube de detener mi exploración, porque me faltaba suelo bajo los pies, me hallé sobre un abismo si fondo del que surgía, viniendo no sé de dónde, el chorro que me atrevo a llamar mi vida” [11].

San Agustín hace un llamado a la interioridad en la vida cotidiana que hoy sigue siendo completamente actual: “(Oh hombre!, )hasta cuando vas a estar dando vueltas en torno a la creación? Vuélvete a ti mismo, contémplate, sondéate, examínate... No quieras ir fuera de ti mismo, es en el hombre interior donde habita la verdad” [12].

Pero, el recogimiento en sí, en el lugar en el que habita la verdad, no es, ni mucho menos, un llamado al aislamiento sino a la autenticidad que se enraíza en el conocimiento de sí. La interioridad no es una huida, una evasión, es un compromiso con la vida tal cual. Es optar por la vida real, con todas sus consecuencias. Una opción que lleva al creyente a descubrir la Presencia que lo habita, lo mantiene en la existencia y lo lleva en ella hacia Ella. Una Presencia que es impulso y fuerza para emprender un itinerario hacia sí, hacia el interior de sí mismo, con vistas al encuentro que tiene lugar, según san Juan de la Cruz “del alma en el más profundo centro”.

De ahí que lo que venimos llamando interioridad se asemeje mucho a la experiencia que tiene lugar en lo más auténtico de nuestro ser y que se descubre sólo a través del reconocimiento personal, en un movimiento constante de concentración y descentración, de bajada a lo más profundo y de subida hacia lo que se descubre como lo más allá y lo más absoluto de sí mismo: Dios en los otros.

El esfuerzo que supone el ahondar en sí está orientado, en este camino de experiencia religiosa, a vaciar el propio interior, a tomar auténtica conciencia de sí frente a la realidad; a hacer experiencia de la realidad misma que nos rodea desde el propio señorío interior; en un estado que permita conocer esta realidad tal cual es; con sosiego, profundidad y, sobre todo, con verdad.

5.       La experiencia de Dios como despojo de la superficialidad en lo cotidiano

Lo venimos afirmando constantemente: lo que llamamos experiencia de Dios, en el día a día, acarrea mucho de dolor y, por lo mismo, exige de la persona mucho valor. Dolor y valor que conlleva la misma vida. No es demasiado común que alguien quiera hacer experiencia de la Divinidad en profundidad y verdad; sentir las cosas, sentirse a sí misma/o, a los otros, la realidad, el mundo y la transcendencia, exponiéndose, quedándose a la intemperie de la vida, desde su propia fragilidad interior. La filósofa y mística Edith Stein afirmaba al respecto:

“El yo personal se encuentra enteramente en él, en la interioridad más profunda del alma. Cuando vive en esa interioridad, dispone de la fuerza total del alma y puede utilizarla libremente. Además, está abierto a las exigencias que se le presentan, puede apreciar mejor su significado y su importancia. Pero pocos hombres viven tan concentrados en sí mismos. En la mayor parte el yo se sitúa más bien en la superficie...” [13].

Podemos estar, cotidianamente, ante la tentación de sucumbir en la vorágine de la superficialidad o, lo que es peor, la hipocresía, dejarnos llevar por lo que no compromete de forma definitiva ni vincula íntimamente, ni nos toca realmente la vida. La búsqueda de la gratificación inmediata condiciona la continuidad de toda verdadera experiencia, mucho más de la experiencia de “Dios”. Con frecuencia solo interesa aquello que resulta compatible con lo efectivo y con las apetencias del momento presente; nos atrae todo lo que esté apoyado en un fuerte sentido de independencia personal y de respuesta inmediata a nuestras necesidades, reales o no.

Con el paso del tiempo, con la experiencia que vamos acumulando y que nos va llevando a la madurez, más o menos dificultosamente alcanzada, se va relativizando lo que cada día conlleva de banal y asumiendo lo que tiene un cierto sabor a imperecedero, aunque no sepamos exactamente qué sea esto, porque todo lo que somos capaces de experimentar tiende a convertirse en caduco y transitorio, hasta lo más querido: la vida, nuestra vida y la de los seres que amamos. Pero incluso ahí, precisamente ahí, podemos encontrarnos con “Dios”.

En la experiencia de la vida interior el hombre y la mujer creyentes descubrimos lo extraordinario de la propia finitud: miseria y grandeza irremediablemente unidas. Toda la grandeza y dignidad del ser humano radica aquí: en su aspiración a Dios “Los hombres están, por lo general, ávidos de divinidad” afirma san Agustín [14]. Somos seres complejos y misteriosos; fuente de incalculables riquezas y de carencias abismales. El ser humano es un ser para sí mismo incomprensible y a veces desesperante. Es toda una tarea aprender a esperar algo de nosotros mismos, incluso a través de la monotonía del día a día.

Experimentar a Dios en la vida cotidiana, como vemos, es aferrarse a aquello se nos escapa. Trata de aferrar la huidiza esperanza de algo que no se domina: el futuro, la felicidad, la realización personal... Pero es, sobre todo, dejar paso a la fe, muchas veces aprendida y pocas veces profundizada. Una fe trasmitida que se nos ha quedado, con frecuencia, ridículamente corta. Por eso, y concluimos:

1.       La experiencia cotidiana de Dios no es un simple saber acerca de Dios, pero tampoco llega a ser una contemplación en sentido místico; consiste en una disposición del pensamiento que reflexiona lo cotidiano. La mente del ser humano es un pozo profundo del cual, con el esfuerzo que supone considerarse a sí mismo lugar de encuentro con Dios, puede llegar a sacar de sí mismo el agua viva, es decir: las buenas opciones, los planes y proyectos válidos que llenan de sentido divino la existencia humana. Porque, se pregunta Pablo de Tarso “¿Quién conoce profundamente el modo de ser del hombre, sino el espíritu del hombre que habita dentro de él...?” (cf 1Cor 2, 11). Se trata, en todo caso, de una verdadera catarsis espiritual, indispensable para adquirir la verdadera sabiduría del Espíritu.

La persona que quiera ver a Dios en los acontecimientos de la vida, tal y como Él se suele mostrar: dentro del misterio, de lo no-predecible, de lo no-abarcable con nuestra lógica, tiene que estar concentrada no distraída; tiene que saber vivirse en la intimidad desbordante y en el silencio sonoro; en la clara oscuridad de la fe y en la disponibilidad al compromiso que lleva, con frecuencia, a la cruz.

2.       El encuentro con Dios en la vida cotidiana supone la madurez humana de alguien que se vive, como criatura, orientada hacia dentro y volcada, desde dentro, a los otros, hacia todo lo que Dios mira y ama con predilección absoluta: su creación. Porque ese Dios a nuestro pesar, hace acepción de personas (se fija en lo más miserable), no se hace visible a una mirada superficial ni al alboroto que distrae de la intimidad y de la pasión del mundo.

3.       El silencio, que a muchos atrae y a otros muchos aterra, es un elemento fundamental e indispensable para vivir la experiencia cotidiana de Dios. Es necesario saber pasar del ruido ensordecedor al silencio dialogante, de la dispersión a la concentración, de la superficialidad a la hondura, del individualismo a la relación que hace comunión.

Se trata de un silencio que tiene que ser elocuente con la vida, que es disposición para la escucha de la voz de Dios en la propia existencia, y que no tiene nada que ver con la cerrazón huraña o con la hosca mudez en la que, con demasiada frecuencia, pretendemos esconder nuestra falta de auto-comprensión de nuestra propia realidad y, obviamente, de los acontecimientos que vivimos a lo largo de las horas, del tiempo y del espacio.

En el silencio interior, a veces obligado, se fragua y crece la vida en el Espíritu o la vida espiritual. Ese silencio no es lo opuesto a la palabra, es lo opuesto al ruido y a la distracción permanente. Este silencio es también condición indispensable para que se de el diálogo con el Huésped interior y con aquellos seres humanos que lo hacen visible: los que siempre resultan marginados y silenciados, los que no cuentan porque no interesa que cuenten, los que no son significativos porque les restamos constantemente significatividad y dignidad. ”Esos Aaquellos son cada una de las personas que, sabiéndolo o no, son el rostro visible del Dios invisible” (Mt 25, 31-46). Ninguneados por la sociedad y engrandecidos en el Reino de Dios que construimos día a día [15].

Intentado una conclusión de lo siempre abierto

La experiencia de Dios en la vida cotidiana es acercamiento apasionado al mundo de Dios y a las cosas de Dios, en las cosas que nos pasan y por las que pasamos cada día. Esto supone que vivimos, en efecto, dentro de una realidad concreta, hecha de relaciones concretas, positivas, gozosas y constructoras en ocasiones y muchas veces, demasiadas tal vez, negativas y destructoras. Y aquí entra todo: relaciones familiares, vecinos, amigos, trabajo, acontecimientos que nos superan de manera absoluta...

La experiencia así entendida consiste en la forma peculiar en que la vida va poniendo la realidad en nuestras manos, y supone, en este sentido, algo previo, que existe y en lo que nos vivimos. Viene a ser algo así como la existencia de un campo visual, dentro del cual son posibles múltiples y diversas perspectivas, según el punto desde el cual nos situemos ante la realidad y sus complejas manifestaciones.

El problema, a mi entender, es que, precisamente lo cotidiano de nuestra vida personal puede llegar a convertir ese campo visual, más que en un balcón abierto hacia el Horizonte Infinito, en una cada vez más estrecha rendija a través de la cual pretendemos ver y conocer todo lo que acontece en la inmensidad del universo y de la historia. Y, algo que vemos o sentimos o experimentamos, cada vez con un margen de apertura más limitada es nuestra relación con la Transcendencia Divina. Por muchas razones:

-         por la influencia de lo que podríamos llamar la cultura de la tecnocracia pragmática,

-         por las incoherencias entre lo que la religión predica acerca de la Divinidad y lo que la comunidad creyente, nosotros y nosotras dentro de ella, olvida vivir en relación a esa Divinidad,

-         por ese afán de globalizar todo e incluir en ese todo incluso ”la Aexperiencia de Dios”, como si Dios fuera un producto más de la sociedad humana y de los sistemas de convivencia o de intolerancia que creamos a todos los niveles... [16]

Voy a terminar esta reflexión con unas palabras de la pensadora María Zambrano que, sin estar directamente vinculadas al tema que nos ocupa, pueden ayudarnos a entender la universalidad de eso que hemos venido llamando: experiencia de Dios en la vida cotidiana. Porque, quién nos puede impedir sentir que experimentar a Dios en la vida de cada día es como salir de la realidad para entrar más profundamente en ella, de una manera que no podemos ni imaginar ni mucho menos programar? La “experiencia de Dios” es el cada instante en el que vivimos, lleno de una luz que se nos da tan gratuitamente como el nuevo día, que siempre amanece:

“Salimos del presente para caer en el futuro desconocido, pero sin olvidar el pasado, nuestra alma está cruzada por sedimentos de siglos, son más grandes las raíces que las ramas que ven la luz. Es en la hora del amanecer, trágica y de aurora en que las sombras de la noche comienzan a mostrar su sentido y las figuras inciertas comienzan a desvelarse ante la luz, la hora de la luz en que se congregan pasado y porvenir” [17].

Trinidad León en dialnet.unirioja.es

Notas:

1      ZUBIRI, X., Naturaleza, historia, Dios Madrid 19879, 180-182. (citado NHD)

2      Nacido en 1898 en San Sebastián

3      Zubiri advierte que en realidad no hay experiencia de Dios..., hay experiencia de las cosas reales y en ellas, se hace un tanteo de Dios. La posesión de la existencia no es experiencia en ningún sentido, y por tanto, tampoco lo es de Dios (Cf ZUBIRI, X., NHD, 435).

4      MARTÍN VELASCO, J., La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 19962, 42.

5      Cfr. Salmo 138.

6      WEIL S., La gravedad y la gracia, Trotta, Madrid 1994, 159.

7      Ibíd., p. 128.

8      UNAMUNO, M., Del sentimiento trágico de la vida -en los hombres y en los pueblos-, Alianza Editorial, Madrid 1986, 163-164.

9      Teología kenótica

10      TEILHARD DE CHARDIN, P., El medio divino, Alianza Editorial, Barcelona 2000, 48.

11      Ídem.

12      En Sermón 52, 17.

13      STEIN E., Ser finito y ser eterno, FCE, México D.F. 1996, 453.

14      Cf. SAN AGUSTÍN, Epístola 137, 3, 12.

15      Cf CASTILLO, J. M., El Reino de Dios -por la vida y la dignidad de los seres humanos-, DDB, Bilbao 1999. El estudio, no sólo la lectura, de esta obra ayuda mucho a entender qué significa, en cristiano, “experimentar” al Dios de Jesucristo.

16      En este sentido y en muchos otros, interesante y esclarecedor el libro de ESTRADA, J.A., Imágenes de Dios -la filosofía ante el lenguaje religioso-, Trotta, Madrid 2003.

17      ZAMBRANO, M., en el artículo “Amo mi exilio”, aparecido en el ABC, 28 de agosto de 1989, pág. 3.

Enrique Molina

Con palabras de san Pablo que fueron repetidamente objeto de su consideración y de su predicación, san Josemaría mostraba su convicción de que la santidad es la meta exacta, adecuada, de la vida del cristiano: “Vosotros y yo formamos parte de la familia de Cristo, porque Él mismo nos escogió antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia por la caridad, habiéndonos predestinado como hijos adoptivos  por Jesucristo, a gloria suya, por puro efecto de su buena voluntad (Ef 1, 4-5). Esta elección gratuita, que hemos recibido del Señor, nos marca un fin bien determinado: la santidad personal,  como  nos lo repite insistentemente San Pablo: hæc est voluntas Dei: sanctificatio vestra (1Ts 4,  3), ésta es la Voluntad de Dios: vuestra santificación. No lo olvidemos, por tanto: estamos en el redil del Maestro, para conquistar esa cima” (AD, 2; cfr. en el mismo sentido AD, 294).

Como se puede apreciar en el texto apenas citado –paradigmático en el tema que aquí nos ocupa, pero sólo uno entre muchos–, la santidad del hombre es para san Josemaría el objeto de una llamada de Dios, de una elección, de una vocación. Una vocación que está presente en  la eternidad de Dios y que arranca con la existencia misma del hombre (cfr. ECP, 1). Al enseñar que el hombre ha sido creado para Dios, san Josemaría asumía la constante tradición de la Iglesia, tomándola como punto de partida radical. Como consecuencia, en sus escritos, el hombre, el cristiano, es siempre contemplado  como el objeto de una elección divina, de una predilección de Dios, que mira con amor   a cada uno, y a cada uno destina a la comunión de vida con Él (cfr. ECP, 1). La santidad no es otra cosa que esa comunión  de vida con Dios: “Santidad no significa exactamente otra cosa más que unión con Dios; a mayor intimidad con el Señor, más santidad” (AIG, p. 21). Unión con Dios que, como veremos, tiene en san Josemaría unos perfiles bien definidos.

1.       Santidad y santificación en medio del mundo

“«Saludad a todos los santos. Todos los santos os saludan. A todos los santos que viven en Efeso. A todos los santos en Cristo Jesús, que están en Filipos.» –¿Verdad  que  es  conmovedor  ese  apelativo –¡santos!– que empleaban los primeros fieles cristianos para denominarse entre sí?” (C, 469). Este punto de Camino en el que san Josemaría aúna tres textos paulinos (2Co 13, 2; Ef 1, 1; Flp 1, 1), pone de manifiesto, a la vez, la universalidad con que el fundador del Opus Dei proclama la llamada a la santidad (los cristianos pueden dirigirse a otros con el apelativo de “santo”) y la fundamentación bíblica de ese modo de proceder. Conviene por tanto que dediquemos unas líneas a considerar la doctrina bíblica sobre la santidad y su recepción por san Josemaría.

La etimología de la palabra “santo” sugiere la idea de separación, de algo reservado, de algo trascendente. En el Antiguo Testamento, el concepto, en su plenitud, conviene exclusivamente a Dios: sólo Dios es santo por esencia, alejado de todo pecado y de toda imperfección, plenitud de vida y perfección (cfr., por ejemplo, Ex 15, 11; 1S 2, 2; Os 11, 9; Is 6, 3; y comentarios en Ancilli, 1984, pp. 346-347; Illanes, 2007, p. 129; Marti, 2006, p. 26).

La santidad es una propiedad exclusiva de Dios, pero Dios –plenitud del amor trinitario– la puede comunicar a los demás seres, especialmente a los espirituales, haciéndoles partícipes de su vida. La criatura será santificada en la medida en que se separe del pecado y se sustraiga de todo lo que la aparte de Dios. Así, se puede hablar de personas santas, lugares santos, etc. (cfr. Ex 3, 5; Ex 35, 2; Ex 19, 6; Lv 11, 44; Lv 11, 20-26; Lv 21, 6-8; Sal 5, 8; Ne 8, 11). Y así, también, el pueblo de Dios es santo, y está llamado a corresponder a la libre elección divina purificándose de toda inmundicia incompatible con la santidad de Dios: “Sed santos, porque yo, Yahveh, Dios vuestro, soy santo” (Lv 19, 2; Lv 20, 26).

El Nuevo Testamento hace también sujeto de este atributo divino a Jesús (cfr. Hch 3, 14). En Cristo, la comunicación de la vida y la santidad divinas alcanza su punto máximo al hacerse su naturaleza humana partícipe de la santidad del Verbo, quedando así santificada, penetrada de la vida de Dios. Cristo es santo en su ser, en su persona, y en su operación, en la que la voluntad humana se une perfectamente a la divina. Y junto a Jesús, también el cristiano es denominado santo, por la particular unión que alcanza con Cristo por el Bautismo (cfr. Hch 9, 13; Rm 16, 2;  Rm 16, 31; Rm 15, 25; 1Co 16, 1; 2Co 1, 1) gracias a la acción del Espíritu Santo, que Cristo envía desde el Padre. De esta manera, el cristiano es santo porque es templo del Espíritu Santo (cfr. 1Co 6, 19), nueva criatura en Cristo (cfr. Ga 6, 15) y, en suma, hijo de Dios (cfr. Rm 8, 14-17; 1Jn 3, 1-2) (cfr. Illanes, 2007, p. 131).

Los textos del Nuevo Testamento implican una notable profundización en la noción de santidad respecto a los del Antiguo (cfr. Illanes, 2007, p. 132). La santidad no se predica sólo del pueblo de Israel, sino de toda persona que recibe la gracia. Y la palabra adquiere una densidad particular: connota no solamente algo moral, sino algo mucho más íntimo: la participación en la vida misma de Dios. Más concretamente, una participación en la vida misma de Cristo, y en Él y por Él en la de la Trinidad, que afecta a los niveles más profundos del ser, que transforma y eleva al hombre, elevando también su acción. Al mismo tiempo, se universaliza la aplicación del concepto: “No estamos destinados –decía san Josemaría– a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres. Esa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo” (ECP, 133).

Dicho con otras palabras, en el cristiano no sólo se da una santidad moral sino también una santidad ontológica, puesto que participa realmente del ser de Cristo. Con el Bautismo, la Trinidad viene a habitar en el cristiano por la infusión en el alma de una nueva realidad que la transforma: la gracia, a la que acompañan las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo. Así, con la gracia y con la efusión en él del Espíritu Santo, el cristiano es divinizado (cfr. Ga 6, 15; 1Jn 3, 1), se hace partícipe de la naturaleza divina (cfr. 2P  1, 4). De esa santidad ontológica, real, del hombre cristiano, surgen sus obras como de una nueva naturaleza; de modo que estas obras, en la medida en que corresponden a esa nueva naturaleza, son también santas, expresión y fuente de santidad (cfr. Ancilli, 1984, pp. 347-350).

En el Bautismo, el cristiano, por obra del Espíritu Santo, es injertado en Cristo y comienza a vivir de la santidad de Dios como hijo de Dios en Cristo. Toda realización ulterior de la realidad cristiana se fundamenta y se inserta en el Bautismo. La plenitud de la vida, la santidad, no será otra cosa que la realización acabada y perfecta de todo lo que la vida divina ha puesto en el corazón del cristiano.

“Tienes obligación de santificarte. –Tú también. –¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: «Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto»” (C, 291; la historia de este punto, en CECH, pp. 471-473). La santidad es la meta propia del bautizado y también, a través de la Iglesia, la de todo hombre, ya que todo hombre está llamado desde la obra redentora de Cristo a la salvación, que se opera en la Iglesia y por el Bautismo. El transcurrir de la historia irá propiciando la aparición de muy diversos modos de realizar en el tiempo esa llamada: la historia de la Iglesia está jalonada de santos, también reconocidos por la Iglesia (canonizados) que manifiestan la riqueza de aspectos y facetas de la santidad. Esta misma historia pone de relieve que en determinadas épocas la percepción de la santidad como la meta común a la que todo cristiano está llamado por el hecho mismo de su bautismo se ha difuminado hasta llegar a la persuasión de que la santidad parecería una meta demasiado alta para el común de los cristianos corrientes y, por tanto, accesible sólo a algunos.

La proclamación sin ambages por parte del Concilio Vaticano II de la llamada universal a la santidad supuso la cancelación definitiva de esa tendencia: “todos en la Iglesia –afirma la Lumen Gentium–, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1Ts 4, 3; Ef 1, 4)” (LG, 39).

San Josemaría –que ha sido considerado, precisamente en este punto, un precursor del Vaticano II– lo venía afirmando, de palabra y por escrito, desde decenios antes: “Con el comienzo de la Obra en 1928, mi predicación ha sido que la santidad no es cosa para privilegiados, sino que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, todos los estados, todas las profesiones, todas las tareas honestas” (CONV, 26). En un documento terminado de redactar en los años sesenta, pero con materiales de la década de 1930, recalcaba: “Hemos venido a decir, con la humildad de quien se sabe pecador y poca cosa –homo peccator sum (Lc 5, 8), decimos con Pedro–, pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad: no es necesario abandonar el propio estado en el mundo, para buscar a Dios, si el Señor no da a un alma la vocación religiosa, ya que todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo” (Carta 24-III-1930, n. 2: Illanes, 2007, pp. 146-147).

Y en otro lugar, haciendo referencia expresa a la gracia bautismal, decía: “todos estamos igualmente llamados a la santidad. No hay cristianos de segunda categoría, obligados a poner en práctica sólo una versión rebajada del Evangelio: todos hemos recibido el mismo Bautismo y, si bien existe una amplia diversidad de carismas y de situaciones humanas, uno mismo es el Espíritu que distribuye los dones divinos, una misma la fe, una misma  la esperanza, una la caridad (cfr. 1Co 12, 4-6; 1Co 13, 1-13)” (ECP, 134; cfr. en el mismo sentido F, 13, 562).

Estando todos los cristianos llamados a la plenitud de la vida cristiana, esta puede ser buscada, y alcanzada, en cualquier estado o condición. Concretamente el cristiano corriente, el laico seglar, debe buscar la configuración con Cristo en medio del mundo en que vive; de modo que es precisamente a través de las vicisitudes de la vida en el mundo como, unido a Dios y con la ayuda de la gracia, podrá llevar a plenitud su ser de cristiano. La existencia en el mundo (familiar, profesional, social, etc.) ofrece al cristiano, a quien Dios llama a vivir esa vida, la ocasión para tratar al Señor y servir a los demás ejercitando todas las virtudes –la caridad, la esperanza, la misericordia, la justicia, etc.– hasta el heroísmo y, de esta forma, perfeccionando a través de su conducta y de su vida ordinaria en el mundo la imagen de Cristo que le fue impresa en el Bautismo (cfr. Burkhart-López, I, 2010, pp. 49-52).

2.       Santidad y vida sacramental

San Josemaría predicó incansablemente que toda la vida del cristiano, la lucha por la santidad, surge de la gracia de Dios y de la correspondencia de cada uno a esa gracia. Y siendo los sacramentos los cauces ordinarios de la comunicación de  la gracia, no podían menos que aparecer muy frecuentemente en sus escritos y en su predicación. La raíz de la santidad del cristiano es sacramental. Los sacramentos lo configuran con Cristo y hacen posible que desarrolle la vida en Cristo que esa configuración trae consigo (cfr. ECP, 78). No es por eso de extrañar que los diversos sacramentos ocupen un papel destacado en la predicación del fundador del Opus Dei. Sirvan de ejemplo algunos textos:

–          “El cristiano se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía, sacramento de la unidad y del amor” (ECP, 106).

–          “En el bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo. El Señor, nos dice la Escritura Santa, nos ha salvado haciéndonos renacer por el bautismo, renovándonos por el Espíritu Santo, que Él derramó copiosamente sobre nosotros por Jesucristo Salvador nuestro, para que, justificados por la gracia, vengamos a ser herederos de la vida eterna conforme a la esperanza que tenemos (Tt 3, 5-7)” (ECP, 128).

–          “«Induimini Dominum Jesum Christum» –revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, decía San Pablo a los Romanos. –En el Sacramento de la Penitencia es donde tú y yo nos revestimos de Jesucristo y de sus merecimientos” (C, 310).

–          “Se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de todos los sacramentos (cfr. S. Th. III, q. 65, a. 3). En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación. Cuando participamos de la Eucaristía, escribe San Cirilo de Jerusalén, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús (Catequesis, 22, 3)” (ECP, 87).

–          “El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo. Quien es llamado al estado matrimonial, encuentra en ese estado –con la gracia de Dios– todo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que convive” (CONV, 91).

En el conjunto de citas que acabamos de realizar se pueden distinguir dos cosas. En primer lugar, la íntima conexión de la doctrina de san Josemaría con toda la tradición cristiana y, si se quiere, particularmente con la de los Padres de la Iglesia. En segundo lugar, que esa acentuación sacramental de san Josemaría –según la perspectiva espiritual que le es propia– entronca y en parte se adelanta a algunos de los desarrollos en la fundamentación o enfoque de la teología moral contemporánea. Abandonando un planteamiento en parte voluntarista y en parte intelectualista –en  el que incidió gran parte de la teología moral del siglo XVI y siguientes–, en nuestros días se ha abierto paso en la teología moral un planteamiento de fundamentación, confirmado por Juan Pablo II en la Cart. Enc. Veritatis splendor, que se apoya en  la comprensión del sujeto moral cristiano como “hijo de Dios en Cristo por obra del Espíritu Santo”, viendo en el Bautismo y en la Eucaristía los dos momentos fundamentales de esa configuración.

El Bautismo incorpora a la persona que lo recibe a aquello que un día vivió Cristo: su muerte y su resurrección, su experiencia de la muerte y su paso a la vida. Participando en el Bautismo del acontecimiento de la Cruz, el hombre se ve realmente liberado del pecado. Y así como la muerte y sepultura de Cristo no son hechos aislados, sino que se ordenan a su resurrección –y han de ser comprendidos en conjunto–, así también, el sacramento del Bautismo tiene por objetivo un cambio completo del hombre, el don de la vida nueva, la participación en la vida misma de Cristo resucitado (cfr. VS, 21). Se participa, por tanto, de la muerte de Jesús para pasar a una vida libre del pecado en comunión con Cristo resucitado.

La Eucaristía a su vez se ordena a llevar a la plenitud esa vida nueva recibida en el Bautismo. En efecto, siguiendo el paralelismo tradicional que la teología católica establece entre los sacramentos y la vida natural del hombre, se puede decir que, así como nacer no es vivir, aunque para vivir hay que nacer, de modo análogo, el nacer a la vida cristiana, siendo imprescindible, no lo es todo: hay que vivir y ese vivir, que implica el actuar libre que desenvuelve la vida y la lleva a plenitud, es alimentado y hecho posible por la Eucaristía. Participar en la Eucaristía supone para el bautizado recibir a Cristo mismo y tomar parte en  la donación incondicionada de Cristo por amor, reconocer el amor sacrificial de Cristo y hacerlo propio configurando el propio modo de vivir al del Señor que se les entrega. El vivir del cristiano puede así ser un vivir desde y por amor, en una donación incondicionada al Padre y a los demás hombres, como el de Cristo.

Dicho con otras palabras, mediante la celebración de la Eucaristía, Cristo arranca al creyente de la posesión egoísta de sí mismo y lo hace partícipe de su misma caridad. Participando en este sacramento, el cristiano se hace capaz de articular su conducta desde el fundamento originario de su nueva vida, desde el amor, configurándose plenamente a Cristo y siendo capaz de vivir la vida del Señor, y así, convertirla en el seguimiento de Cristo, en la identificación con Jesús.

En sintonía con estas verdades cristianas, san Josemaría recalca la necesidad de que el sacrificio eucarístico, la santa Misa, constituya el centro y la raíz de la vida del bautizado: “Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto –prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente–, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar…” (F, 69; cfr. en el mismo sentido, subrayando la razón de fin de todos los sacramentos que tiene la Eucaristía, ECP, 86-87). Y como prolongación de la celebración eucarística, el trato con Jesús en el Sagrario: “¡Sé alma de Eucaristía! –Si el centro de tus pensamientos y esperanzas está en el Sagrario, hijo, ¡qué abundantes los frutos de santidad y de apostolado!” (F, 835).

La participación en la vida de Cristo,  la unión con Cristo, presupone la acción del Espíritu Santo y, a la vez, conduce a abrazarse a ella. Es el Espíritu Santo quien santifica al hombre (cfr. C, 57), quien guía al cristiano en el proceso de configuración de la propia vida según Cristo: “el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios (Rm 8, 14)” (ECP, 135; cfr. C, 273).

Junto al Bautismo y a la Eucaristía san Josemaría concedía un lugar de privilegio en la vida del cristiano al sacramento de   la Penitencia. Era bien consciente de que en la respuesta libre del hombre a los dones de Dios cabe la posibilidad del error, de la flaqueza. De ahí que la santidad del cristiano se configure siempre con la forma de una lucha interior que no cesará hasta el momento mismo de la muerte: “La santidad está en la lucha, en saber que tenemos defectos y en tratar heroicamente de evitarlos. La santidad –insisto– está en superar esos defectos..., pero nos moriremos con defectos: si no, ya te lo he dicho, seríamos unos soberbios” (F, 312). En esa vida de amor y empeño, ocupa un lugar importante la Penitencia. “Cristo, que nos perdonó en la Cruz, sigue ofreciendo su perdón en el Sacramento de la Penitencia” (AD, 214), y poco después añade: “En este Sacramento maravilloso, el Señor  limpia tu alma y te inunda de alegría y de fuerza para no desmayar en tu pelea, y para retornar sin cansancio a Dios” (ibídem). De esa forma, la santidad del cristiano se va haciendo realidad mediante la sinergia de la voluntad y los dones de Dios, y la correspondencia libre, agradecida, amorosa y filial del hombre (cfr. S, 668; F, 429 y 990).

3.       La santidad como identificación con Cristo

Con toda la tradición cristiana, san Josemaría entiende la santidad como unión con Dios. Una unión a la que se ordenan los dones recibidos con el Bautismo y plenificados por la Eucaristía, que configuran con Cristo. El cristiano se une a Dios siendo configurado con Cristo y viviendo de lo que Cristo es por la obra del Espíritu Santo. Dicho con otras palabras, la santidad forma una sola cosa con la identificación con Cristo.

La expresión “identificación con Cristo” tiene un valor específico. No es, por lo demás, la única que permite la descripción de la vida cristiana como vida de relación con Cristo. El Nuevo Testamento mismo nos ofrece al menos otras dos: imitación de Cristo y seguimiento de Cristo, de tal modo que la santidad puede ser caracterizada como el seguir a Cristo y el imitar a Cristo. Está claro que el imitar y el seguir tienen aquí un sentido pleno, como lo enseña de modo catequético Juan Pablo II, en la Cart. Enc. Veritatis splendor: el fundamento esencial y original de la moral cristiana es seguir a Cristo, un seguimiento que no se reduce a una mera imitación exterior, sino a un seguir interior, conformándose a los sentimientos mismos de Jesús, compartiendo su vida y su destino, haciendo del amor la expresión de la propia vida (cfr. VS, 19).

El seguimiento y la imitación de Cristo entendidos de este modo son completamente análogos a lo que designamos como identificación con Cristo. De hecho, san Josemaría utiliza en muchas ocasiones esas expresiones: seguimiento de Cristo (cfr. S, 728), imitación de Cristo (cfr. ECP, 106). Pero se puede establecer un matiz que las diferencia de la identificación con Cristo. El matiz consiste en que para san Josemaría, la identificación con Cristo es como la meta o el ideal al que tienden  y en el que naturalmente han de terminar el seguimiento y la imitación de Cristo. El cristiano es y ha de llegar a ser “ipse Christus”, el mismo Cristo, dirá innumerables veces: “En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a Él por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!” (ECP, 104).

Citamos dos textos más en los que san Josemaría pone de relieve la cercanía y la orientación de los conceptos de seguimiento e imitación de Cristo con el de identificación con Cristo:

–          “Hemos de aprender de Él, de Jesús, nuestro único modelo. Si quieres ir adelante previniendo tropiezos y extravíos, no tienes más que andar por donde Él anduvo, apoyar tus plantas sobre la impronta de sus pisadas, adentrarte en su Corazón humilde y paciente, beber del manantial de sus mandatos y afectos; en una palabra, has de identificarte con Jesucristo, has de procurar convertirte de verdad en otro Cristo entre tus hermanos los hombres” (AD, 128; el subrayado es nuestro).

–          “Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo (cfr. Rm 12, 14). Se refleja el Señor en nuestra conducta, como en un espejo. Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de nuestro Salvador sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo” (AD, 299).

Al comprender la santidad como identificación con Cristo, san Josemaría la concibe, por un lado, como algo dado, que se comunica al cristiano con la gracia a través de los sacramentos, empezando por el Bautismo. Y por otro lado, como un proceso de crecimiento en la semejanza a Cristo, que se va obrando a lo largo de toda  la vida por la correspondencia del cristiano a la gracia recibida. Esa plenitud llegará al final, cuando cada uno, tras la muerte, alcance la identificación plena con Cristo  y, con ella, la comunión plena de vida con Dios. Pero se inicia ya en la vida en el tiempo con la correlación entre gracia de Dios y correspondencia del hombre. De aquí que san Josemaría describiera la santidad al mismo tiempo como un don y como una tarea. Dios concede sus dones; el hombre, al recibirlo, es llamado a aplicar su libertad en corresponder con todas sus fuerzas de modo que el Espíritu Santo pueda ir conformando en él la imagen de Cristo. “No es posible quedarse inmóviles. Es necesario ir adelante hacia la meta que San Pablo señalaba: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Ga 2, 20). La ambición es alta y nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad. Pero no hay otro camino, si se desea ser coherente con la vida divina que, por el Bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas. El avance es progreso en santidad; el retroceso es negarse al desarrollo normal de la vida cristiana. Porque el fuego del amor de Dios necesita ser alimentado, crecer cada día, arraigándose en el alma; y el fuego se mantiene vivo quemando cosas nuevas” (ECP, 58).

4.       Santidad y apostolado

La comprensión de la santidad como identificación con Cristo lleva consigo ineludiblemente la afirmación del apostolado, la  llamada  como  contribución  a  la santificación de los demás, como una tarea inherente a la propia santificación. En efecto, dada la configuración real con Cristo que se obra con el Bautismo y se plenifica con la Eucaristía, el ser, el sentir y el vivir del cristiano pueden ser, deben ser, el ser y el sentir del propio Cristo. En suma, la configuración del cristiano con Cristo lleva también consigo la configuración de la misión del cristiano en el mundo con la de Cristo.

Fue en san Josemaría una profunda convicción doctrinal la inseparabilidad en Jesucristo de su ser y de su misión: “No es posible separar en Cristo su ser de Dios- Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (cfr. 1Tm 2, 4), para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres” (ECP, 106). Si en Cristo ser y misión constituyen una unidad indisociable, en el cristiano, configurado verdaderamente a Cristo, ha de ocurrir lo mismo. El apostolado es, desde esta perspectiva, la manifestación de la santidad: “Es preciso que seas «hombre de Dios», hombre de vida interior, hombre de oración y de sacrificio. –Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida «para adentro»” (C, 961).

La vida del cristiano es, por eso, para san Josemaría una vida dotada de un significado apostólico profundo, determinante. Así como Cristo vivió para entregarse para la redención de los hombres, también el cristiano debe vivir de cara a los demás, con actitud no sólo de respeto sino de amor y de espíritu de servicio, procurando transmitirles siempre  con  respeto  a su libertad, lo que sabe que es el don más precioso para todo hombre, la fe. De este modo el cristiano continúa la misión redentora de Cristo: “Abrazar la fe cristiana es comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención” (ECP, 183).

En esta línea, y con frecuencia, san Josemaría utiliza el término corredención  o corredentores para significar gráficamente la participación del cristiano en la misión de Cristo (de cuyo ser ya participa por la gracia): “La gran misión que recibimos, en el Bautismo, es la corredención. Nos urge la caridad de Cristo (cfr. 2Co 5, 14), para tomar sobre nuestros hombros una parte de esa tarea divina de rescatar las almas. Mirad: la Redención, que quedó consumada cuando Jesús murió en la vergüenza y en la gloria de la Cruz, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles (1 Co 1, 23), por voluntad de Dios continuará haciéndose hasta que llegue la hora del Señor. No es compatible vivir según el Corazón de Jesucristo, y no sentirse enviado, como Él, peccatores salvos facere (1Tm 1, 15), para salvar a todos los pecadores, convencidos de que nosotros mismos necesitamos confiar más cada día en la misericordia de Dios. De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores con Cristo, de salvar con Él a todas las almas, porque somos, queremos ser ipse Christus, el mismo Jesucristo, y Él se dio a sí mismo en rescate por todos (1Tm 2, 6)” (ECP, 120-121). Corredención, apostolado, santificación de la vida ordinaria, santidad forman así una profunda unidad.

5.       El camino de la santidad

El proceso a través del cual el bautizado va progresando en la configuración con Cristo recibida en el Bautismo tiene para san Josemaría una serie de referencias, como jalones, necesarias para alcanzar esa finalidad. Se pueden encontrar expresadas con una gran belleza en la homilía Hacia la santidad (AD, 294-316). También aparecen con los matices del tema concreto de que se ocupa en La grandeza de la vida corriente (AD, 1-22). Las mismas ideas pueden encontrarse diseminadas por toda su predicación.

En apretada síntesis, se podrían señalar los siguientes rasgos o dimensiones en ese camino de santidad o identificación con Cristo:

a)       Piedad, trato personal con Dios, vida interior

“La meta no es fácil: identificarnos con Cristo. Pero tampoco es difícil, si vivimos como el Señor nos ha enseñado: si acudimos diariamente a su Palabra, si empapamos nuestra vida con la realidad sacramental –la Eucaristía– que Él nos ha dado por alimento” (ECP, 32). Impulsa, por tanto, al trato directo con Dios en la oración y en la Eucaristía, como medio indispensable para identificarse con Él (cfr. también, ECP, 107; AD, 111). En definitiva, se trata de conocer y amar a Jesucristo, lo que implica dirigir la mirada hacia la Humanidad Santísima de Cristo (cfr. AD, 299-300), mediante la lectura meditada del Santo Evangelio y de la Pasión del Señor.

En la homilía Hacia la santidad describe con detalle ese camino de oración, subrayando –de cara precisamente a poner de relieve que trata de un camino llamado a ser recorrido por cristianos corrientes– que se inicia con las oraciones que se aprendieron desde niños, de modo que, perseverando en ese inicio de contemplación que implica la oración infantil, y a través de una vida espiritual cada vez más honda, se llega hasta la intimidad con la Trinidad Beatísima (cfr. AD, 295-298).

b)       Amor a la Cruz

De manera clara, san Josemaría advierte que “estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza,  y tolera también que nos llamen locos” (AD, 301).

La Cruz, que formó parte integrante de la vida de Jesús entre los hombres, no puede no estar presente en la del cristiano, que tiene que ser vida de amor y de entrega. La contemplación de la cruz de Cristo ayuda por lo demás a alcanzar una comprensión profunda del sentido verdadero del dolor y del sufrimiento, hasta captar ese signo positivo –capacidad de amar sin límites en la obra de la redención– que tan difícil es de vislumbrar cuando se contempla desde una perspectiva exclusivamente natural.

De ahí que invitara a meditar en la Pasión del Señor, introduciéndose por derroteros de contemplación hasta las llagas abiertas del Redentor (cfr. AD, 302).

c)       En la vida corriente

San Josemaría describe un itinerario exigente que puede y debe ser recorrido por cualquier persona en el contexto de  su vida normal y corriente. No hay en la santidad nada que pueda ser considerado extraordinario, en el sentido de reservado para algunos que reciben de Dios un don particular, aunque tenga todo lo extraordinario que implica la realidad  del  obrar de Dios: “Me interesa confirmar de nuevo –afirma en una de sus homilías– que no me refiero a un modo extraordinario de vivir cristianamente” (AD, 312), sino de afrontar la vida ordinaria y corriente, con presencia de Dios y con espíritu de servicio que anima todas las acciones. Es en las circunstancias de cada día y a través precisamente de ellas, donde el cristiano encuentra a Dios y vive la vida sobrenatural que le ha sido comunicada por la gracia divina.

d)       En unión con la Santísima Virgen

El cristiano está acompañado a lo largo de todo su camino por la Madre del Redentor. Es en María donde mejor se ha realizado la configuración a Cristo, en su ser y en su misión, por obra del Espíritu Santo, y es María quien puede guiar al cristiano en ese proceso de identificación. El modelo del cristiano es siempre Jesucristo, pero para acercarse a ese modelo ha de estar presente ante nuestros ojos la vida, el ejemplo de la Santísima Virgen, como modelo para la identificación con Jesucristo.

Pueden citarse aquí, junto a numerosos puntos de Camino, Surco y Forja, las tres homilías sobre la Virgen publicadas en Es Cristo que pasa y Amigos de Dios, en las que san Josemaría exhorta a imitar a María, a sentirse identificado con Ella, para alcanzar la santidad y, como redundancia, a cumplir la personal misión apostólica. Citamos un pasaje entre tantos otros: “Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con Él por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María,  de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note, casi sin palabras, con el testimonio íntegro y coherente de una conducta cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar un fiat que se renueva como algo íntimo entre nosotros y Dios” (AD, 281).

Enrique Molina, en cedejbiblioteca.unav.edu

José Granados

Poco después de su nombramiento como nuevo prefecto del Dicasterio de la Doctrina de la Fe, Víctor Manuel Fernández se quejaba en una entrevista de las críticas que había recibido por un libro que escribió cuando era un joven sacerdote. El cardenal Fernández tenía razón al pedir que se evaluara su teología sobre la base de su amplia producción académica. En este artículo examino sus contribuciones teológicas más importantes [1]. La tarea es de particular interés por la responsabilidad que el Papa Francisco ha confiado al cardenal Fernández de custodiar el depósito de la fe y promover su conocimiento y estudio.

Fernández ha escrito innumerables libros para ayudar a los pastores y acompañar a los fieles en la oración. Dejaré de lado esta ingente producción para centrarme en sus textos más teológicos. Las principales obras son un manual de teología de la gracia [2] y una exposición razonada de la espiritualidad cristiana [3]. Hay numerosos artículos publicados en revistas especializadas que cubren temas como la exégesis bíblica, antropología teológica, teología moral, método teológico, la Trinidad, el ecumenismo, etc. [4]. En la selección de los temas, me ha ayudado la propia descripción que Fernández hace de su teología [5].

Como mostraré, Fernández señala acertadamente la centralidad de la caridad en el conjunto de la doctrina cristiana. La pregunta que me gustaría plantear es la siguiente: ¿Cuál es la visión de Fernández de la caridad? Si, como dice San Pablo, "la caridad edifica" (1Co 8,1), ¿cuál es la arquitectura de la caridad para que edifique la comunión entre el pueblo de Dios?

Comienzo con la identificación de la inspiración central de la propuesta de Fernández. A continuación, examinaré algunas de sus implicaciones para el debate teológico contemporáneo.

1. El pueblo como "contexto ineludible" de la teología

Las dos ideas inspiradoras de la visión de Fernández son las siguientes: a) la importancia de hacer teología "desde el pueblo"; y b) la primacía de la caridad, con la insistencia de que los principales actos externos de la caridad son los actos de misericordia. Ambas ideas proceden de una preocupación pastoral por presentar la fe a los sencillos y de acompañarles en su camino en la fragilidad de su situación.

Fernández desarrolla una teología "desde el pueblo", inspirada por teólogos como Lucio Gera y Rafael Tello [6]. Él afirma que el pueblo cristiano, especialmente los sencillos y los pobres, posee una visión especial de las verdades de la fe, aunque tengan poco poder especulativo o racional. Hay formas de conocimiento de Dios que eluden a los eruditos y que la gente sencilla es más capaz de captar a través de la experiencia vivida del misterio divino. Fernández afirma haber encontrado esta idea en la perspectiva sapiencial de San Buenaventura, al que estudió para su tesis doctoral en la Universidad Católica Argentina.

Es importante subrayar que la teología del pueblo de Fernández se distancia de la teología de la liberación de inspiración marxista. Fernández critica a los teólogos de la liberación por no reconocer la sabiduría del pueblo, ya que, según el marxismo, el pueblo está alienado y necesita de instrucción para la lucha de clases [7]. Para Fernández, por el contrario, el pueblo posee una sabiduría que es la fuente originaria del conocimiento teológico. Por eso, el teólogo está llamado a acercarse a los pobres y a descubrir en ellos un profundo sentido de trascendencia, como se manifiesta, por ejemplo, en la piedad popular.

Esta valoración del contexto popular lleva a Fernández a escribir que, en lugar de sensus fidelium, sería mejor hablar de sensus populi [8]. La razón de este cambio es que con la expresión sensus fidelium los "creyentes" pueden verse como separados unos de otros y perder así el conocimiento que viene de su unidad como pueblo. Porque hay elementos de conocimiento que no son accesibles a la persona aislada, sino sólo a la persona en relación con el conjunto de toda la cultura.

En cuanto a la posición de Fernández, hay que señalar que, si bien es cierto que existe una dimensión comunitaria del conocimiento de los fieles, la expresión sensus populi por sí sola es insuficiente, pues ignora la centralidad de la fe. Sería mejor hablar de un sensus populi fidelis, es decir, de un sentido del pueblo fiel. De lo contrario, la visión sociológica del pueblo podría primar sobre la revelación como fundamento de nuestro conocimiento de Dios. Pues el pueblo como tal no es fuente de conocimiento teológico. No haber aclarado suficientemente este punto, expone la teología de Fernández a ciertos riesgos, de los que, como veremos, no escapa del todo.

Inspirado por esta teología del pueblo, Fernández escribió un comentario a la nota de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF) sobre las obras del teólogo de la liberación Jon Sobrino [9]. La CDF objeta la afirmación de Sobrino de que la teología no puede tener como fundamento último la experiencia de los pobres, ya que la teología se basa en la revelación recibida en la fe. Fernández coincide con este juicio y reitera que el fundamento de la teología es la revelación. Sin embargo, no está del todo satisfecho con la respuesta de la CDF y vuelve a destacar el papel del pueblo. Según él, el pueblo, aunque no constituye el fundamento último de la teología, es su "contexto inmediato e inevitable" [10].

¿Cómo valorar esta propuesta? Es importante señalar que para Fernández el contexto no es algo accidental, sino que determina profundamente el conocimiento del objeto estudiado. Su descripción del sensus populi va en esta dirección, pues propone no tanto una teología del pueblo, sino una teología desde el pueblo. Fernández sostiene que nuestro conocimiento se sitúa en un contexto e influido decisivamente por él.

Es aquí donde la propuesta de Fernández podría ser problemática, si considerara la revelación y la experiencia del pueblo como dos fuentes paralelas. ¿No supondría esto situar la experiencia social, que puede estar contaminada por el pecado y el error, en un nivel similar a la Palabra revelada? ¿Qué hacer en caso de conflicto entre ambas? En un artículo posterior Fernández aclaró que el contexto del pueblo no puede considerarse "determinante para la teología" [11], pero insistió en que el pueblo es el contexto inmediato e ineludible de la teología.

Estoy de acuerdo con Fernández en que es importante considerar el contexto de la teología. Sin embargo, creo que es necesaria una matización importante: la propia revelación ya proporciona un contexto. El verdadero contexto inmediato e ineludible de la teología católica viene dado por la Iglesia como cuerpo de Cristo, que a su vez está enraizada en la Eucaristía y en la red de relaciones que ésta establece. Además, ya que la Eucaristía incluye en sí misma el orden de la creación, el contexto inmediato de la teología también viene dado por la "ecología humana" establecida por Dios en el principio, cuya piedra angular es la "única carne" de hombre y mujer. Este es el contexto universal que subyace a cualquier otro contexto cultural particular. El contexto de cada cultura debe tenerse en cuenta, pero sólo de forma secundaria, en función del contexto primario inmediato, que está marcado tanto por la Eucaristía como por la ecología humana integral establecida cuando Dios creó al varón y a la mujer y los unió en una sola carne (cf. Gn 1:27, Gn 2:24). Este es el modo de preservar la unidad de la visión católica que, de otro modo, variaría en su esencia de una cultura a otra, de una clase social a otra.

Aunque Fernández ha dejado claro que el contexto del pueblo nunca puede primar sobre la fe revelada, la influencia de su teología "desde el pueblo" parece haberle llevado a considerar algunos conflictos entre este contexto del pueblo pobre y la doctrina católica. ¿Cuáles son esos conflictos? El primero tiene que ver con la difícil situación en la que viven los pobres, entre ellos que "algunos aspectos de la moral cristiana están poco o imperfectamente desarrollados" [12]. El segundo se refiere a algunos errores, por parte de la gente sencilla, sobre elementos de la doctrina de la fe. Veremos más adelante cómo se posiciona Fernández ante estos conflictos. En primer lugar, es necesario repasar brevemente la noción de caridad que trata Fernández, ya que la presenta como una salida a esos conflictos.

2. La primacía de la caridad fraterna

La teología "desde el pueblo" de Fernández le invita a postular la primacía de la caridad como clave de la vida moral y de la espiritualidad de los fieles. De este modo, Fernández se sitúa en la mejor línea de la tradición moral católica. Además, Fernández se apoya en el análisis tomista de la caridad [13]. ¿Cuál es la lectura que Fernández hace del Aquinate?

Fernández ve la caridad como una participación en el dinamismo trinitario, que él entiende sobre todo como un éxtasis, es decir, un "salir de sí mismo". Por eso, cuando habla de caridad, Fernández se concentra en el amor fraterno como nuestro modo de salir hacia el prójimo. Además de este enfoque de la caridad como éxtasis fraterno, Fernández insiste sobre todo en la caridad como sostenimiento de los pobres en sus necesidades materiales concretas. Veamos más de cerca estas cuestiones.

2.1

Por un lado, Fernández defiende la idea de que, según Santo Tomás, la misericordia con el prójimo es "la más alta de las virtudes en cuanto a las obras externas" [14]. Por tanto, si bien el centro de la caridad es nuestra unión con Dios, su principal manifestación externa es la misericordia hacia el prójimo. Fernández utiliza este principio para argumentar, como veremos en la próxima sección, que en el discernimiento moral las obras de misericordia tienen prioridad sobre los demás mandamientos. Hay que hacer dos observaciones críticas sobre esta prioridad concedida a las obras fraternas de caridad.

En primer lugar, para el Aquinate los actos de misericordia superan a los actos de todas las demás virtudes que "se relacionan con el prójimo" (ST II-II, q. 30, a. 4 co.). Sin embargo, los actos de misericordia no son los mayores con relación a otros actos externos que se refieren a Dios. De hecho, Santo Tomás enseña que el martirio, en el que se ofrece la propia vida por amor de Dios (ST II-II, q. 124, a. 3 ad-2), es el acto externo en el que mejor se manifiesta la caridad (ST II-II, q. 124, a. 3 co.).

En segundo lugar, si leemos el contexto completo de la cita de Fernández en apoyo de su afirmación sobre la primacía de la misericordia, vemos que el Aquinate, a la pregunta de si la misericordia es la mayor de las virtudes, responde que no lo es. Santo Tomás sólo afirma que la misericordia puede ser considerada la mayor virtud de paso y en referencia a las virtudes que posee Dios, no a las virtudes que posee el hombre. Pues en el hombre la virtud (es decir, la caridad) que nos une a Dios, de quien recibimos todo lo bueno, prevalece sobre la misericordia. Por tanto, no es posible apoyarse en San Tomás para repetir, con referencia a las personas humanas, que la misericordia es la mayor de las virtudes. Para el Aquinate, la virtud de la obediencia, en la medida en que a través de ella ofrecemos nuestra voluntad a Dios, es mayor que todas las virtudes morales, incluida la misericordia (ST II-II, q. 104, a. 3) [15].

2.2

Esto nos lleva a un segundo rasgo de la visión de Fernández, que, al describir la caridad, insiste en que su principal manifestación externa es ayudar al prójimo a mejorar sus necesidades materiales. Por ejemplo, cuando Fernández presenta el pensamiento de Santo Tomás sobre los efectos de la caridad, insiste en la benevolencia y la limosna como los actos propios de caridad que dependen directamente de esta virtud [16].

Ahora bien, aquí hay una omisión importante, pues la misericordia no se centra principalmente en atender las necesidades materiales de nuestros hermanos y hermanas, sino en ayudarles a vivir en unión con Dios, que también incluye actos externos como la corrección fraterna (ST II-II, q. 33) [17]. Esta era ya la visión de san Agustín sobre la misericordia (De civitate Dei 10.6), que Santo Tomás sigue. La caridad se ordena hacia la comunicación del mayor bien al prójimo, es decir, a unir al prójimo con Dios. Precisamente por esta razón estamos llamados a amar al prójimo como a nosotros mismos, no más que a nosotros mismos. Amar al prójimo significa desear para él el mayor bien que deseamos para nosotros mismos, que es la unión con Dios.

Por supuesto, esta orientación hacia Dios no disminuye la importancia de ayudar al prójimo en sus necesidades materiales. La cuestión solo es que la ayuda al prójimo tiene su lugar propio dentro de la ratio formalis de la caridad, que es la unión con Dios. En consecuencia, esta ayuda material no tiene el valor paradigmático que le atribuye Fernández, de modo que tendría prioridad sobre el cumplimiento de otros mandamientos. De hecho, el cumplimiento de los mandamientos es necesario para nuestra unión con Dios.

Si, como hace Fernández, damos prioridad a la caridad como amor fraterno (aunque sólo sea en términos de obras externas), y no como unión radical con Dios, es posible, como veremos, encontrar conflictos de la caridad con algunos mandamientos de la ley de Dios, o de la caridad con la proclamación de algunas enseñanzas de la Iglesia. Además, esta primacía de la caridad fraterna afecta a la comprensión de los sacramentos (estructurados en torno a la Eucaristía, sacramento de la caridad) y de la Iglesia que nace de estos sacramentos. Examinemos ahora estos cuatro aspectos: (3) la ley moral; (4) la confesión de fe; (5) la naturaleza sacramental de la Iglesia; y (6) las consecuencias para la eclesiología.

3. La caridad como criterio frente a los conflictos causados por la debilidad humana

La teología "desde el pueblo" muestra la preocupación de Fernández por tratar la fragilidad y debilidad humanas. Fernández destaca los condicionamientos, algunos de ellos derivados de la pobreza, que dificultan el cumplimiento de toda la ley moral. Sin embargo, añade Fernández, en medio de esta pobreza, los pobres encuentran una espiritualidad que les acerca a Dios, superando incluso a otros cristianos que son más fieles a los mandamientos.

Fernández trata de defender esta conclusión sin negar el valor de la enseñanza moral de la Iglesia. Al igual que su propuesta de una teología popular se distancia de la teología de la liberación al valorar la piedad popular, su propuesta moral pretende distanciarse de la teología liberal del disenso de la enseñanza moral católica, que según Fernández es típica de Europa pero no de América Latina [18]. ¿Cómo, entonces, Fernández mantiene tanto la validez de las normas objetivas y la posibilidad de una relación viva con Dios en conflicto con algunas de esas normas? Fernández sugiere dos maneras.

3.1

En primer lugar, concede gran importancia a los factores que nos eximen de responsabilidad moral. Fernández se apoya en una doctrina católica común, citando el Catecismo (1735, 2352b). La doctrina sostiene que hay una diferencia entre un pecado objetivamente grave (como el adulterio o la anticoncepción) y la culpa ante Dios de la persona que lo comete. En efecto, hay factores que atenúan o incluso eliminan la responsabilidad, ya sea por ignorancia de la ley o por debilidad en su cumplimiento, causada en parte por una deficiente educación, heridas afectivas, condicionamientos sociales, etc.

Fernández ofrece una original interpretación de este principio. Para él, expresa la unicidad de cada persona ante Dios. Como dice, hablando de las múltiples espiritualidades presentes en la Iglesia, "la Iglesia misma reconoce esta desproporción entre su doctrina objetiva y el camino misterioso de cada persona cuando ella dice que se puede hablar de ‘pecado grave, entendido objetivamente’, pero sin poder juzgar la imputabilidad subjetiva " [19]. La ley moral objetiva tiene, pues, un valor general para todos, mientras que la responsabilidad subjetiva tiene en cuenta "el misterioso camino de cada persona". Esta separación entre la esfera objetiva y la subjetiva permite a Fernández afirmar, por un lado, que él defiende la moral tradicional de la Iglesia y, por otro, que cada uno tiene su propio camino hacia Dios, aunque en algunos casos este camino entre en conflicto con los mandamientos de Dios.

Ahora bien, ¿cómo se ha interpretado esta falta de imputabilidad en la teología moral católica? En primer lugar, estas situaciones de no imputabilidad de un pecado son una grave deficiencia de la persona, no un reflejo de su vocación única e irrepetible. La falta de imputabilidad se debe a la ignorancia del mal cometido o a la ausencia de libertad para elegir el bien. Aunque uno no sea el causante de esta dramática situación, es una desgracia que uno no pueda ser considerado responsable de lo que ha hecho. Recordemos que, como ha mostrado Paul Ricoeur, una característica clave del "hombre capaz" es precisamente la imputabilidad de sus actos [20].

Además, esta falta de responsabilidad no puede deberse simplemente a la difícil situación en la que se encuentra la persona, sino a la privación de conocimiento y/o libertad. Ahora bien, Fernández parece incluir, entre estos factores atenuantes de la responsabilidad, también las circunstancias externas a la persona, como, por ejemplo, la dificultad de separarse de un segundo marido con el que se ha contraído matrimonio civil y con el que se tienen hijos [21]. Aquí estamos ya pasando de excusar a una persona por falta de disposición subjetiva a excusarla por las circunstancias en las que vive. Veamos esta última posibilidad.

3.2

La segunda vía propuesta por Fernández para excusar el cumplimiento de algunos mandamientos se basa en la consideración del amor fraterno como criterio superior a cualquier otro mandamiento moral. Según Fernández, conflictos subjetivos de deberes pueden surgir, y entonces el amor al prójimo es la norma a seguir en todo momento, sin excepción [22]. Para sostener esta opinión Fernández postula que la virtud de la caridad podría determinar directamente la racionalidad de una acción, sin referencia a la prudencia [23]. Fernández argumenta que la caridad es capaz de especificar el fin inmediato de algunas de nuestras acciones morales (como en los actos de misericordia), que se anteponen a otras acciones que están inmediatamente especificadas por la prudencia y por el resto de las virtudes. Así, en el caso de un conflicto subjetivo, la caridad tendría que seguirse incluso sin tener en cuenta la prudencia y las demás virtudes [24]. Es decir, la caridad actúa a través de la prudencia y las demás virtudes morales (ST I-II, q. 65, a. 3) precisamente porque la caridad asume todo lo que es humano para llevarlo a Dios. Si la caridad actuara sin tener en cuenta la plenitud de nuestra humanidad, negaría nuestro origen en el Creador y, por tanto, no podría unirnos a Él. Recordemos, por ejemplo, que, según el de Aquino, incluso el acto del martirio, ordenado por la caridad, está especificado por una virtud moral, es decir, por la fortaleza (ST II-II, q. 124, a. 2). Si este es el caso para el más excelente de los actos cristianos, ¿cómo podría no serlo para el resto de nuestros actos?

Es cierto que las opiniones de Fernández sobre este punto no son siempre coherentes. En un artículo publicado en 2006 parece sostener que los actos directamente especificados por la caridad (entendidos como los actos de misericordia) podrían justificar acciones contrarias a otros mandamientos, como en el caso de los actos anticonceptivos [25]. Incluso si una persona vive en contradicción objetiva con una norma moral, participaría del dinamismo trinitario de auto-trascendencia, por lo que no habría que hablar de pecado, sino de "auto-trascendencia imperfecta" [26]. En 2011 aclaró que no estaba sugiriendo que la caridad pudiera cambiar la inmoralidad objetiva de un acto contrario a los mandamientos, sino que sólo se refería a situaciones de imputabilidad disminuida. En estas situaciones, según la aclaración de Fernández, la caridad podría seguir ayudando a la persona a acercarse a Dios en medio de un acto malo, pero no a través de ese acto malo. Más tarde, en una entrevista que Fernández concedió a La Civiltà Cattolica en 2023, volvió a insistir en la capacidad de la caridad para especificar directamente la racionalidad de una acción independientemente de la prudencia y de las demás virtudes. ¿Quiere decir, en contra de lo que escribió en 2011, que los actos específicos de caridad permiten justificar acciones contra algunos mandamientos en caso de conflicto con estos actos de caridad? [27].

Pero volvamos al objetivo declarado por Fernández de ayudar a las personas frágiles a crecer gradualmente en fidelidad al Evangelio. Es difícil ver por qué, para lograr este fin, es necesario o bien asumir una falta de responsabilidad en la persona o abandonar la coherencia entre la caridad y el resto de los preceptos de la ley. En cualquiera de los dos casos, al vivir en contra de los preceptos de la ley de Dios, el hombre se daña a sí mismo y disminuye su capacidad de amar. Este diagnóstico no impide a la Iglesia utilizar una pedagogía que, con sensibilidad y paciencia, ayude a la persona a emprender un camino de curación. Un médico, por ejemplo, puede tener que evitar decir a la cara de un paciente la palabra "cáncer", pero no puede, no puede engañarse a sí mismo ni al paciente diciéndole que no se preocupe, porque el paciente no siente dolor subjetivo o porque tiene una parte, aunque sea imperfecta, de salud. El diagnóstico correcto tampoco impide al médico encaminar al paciente hacia la recuperación. Por el contrario, el conocimiento de la enfermedad y su tratamiento es la base para abrir un camino gradual hacia la curación. Consideremos ahora el valor de la doctrina cristiana en este camino del hombre hacia su curación en Dios.

4. Caridad y doctrina cristiana: ¿Qué arquitectura?

El contexto de la teología "desde el pueblo" influye también en la manera en que Fernández entiende la revelación y nuestro acceso a ella. Le interesa mostrar cómo en el pueblo sencillo puede coexistir un profundo conocimiento de Dios con imperfecciones en el conocimiento de la doctrina de la fe.

Comienza afirmando que las personas, a través de la experiencia, pueden alcanzar una familiaridad con las cosas divinas que podría superar la de los teólogos eruditos. Se trata de una importante intuición que lleva a Fernández a insistir con acierto en la caridad como fuente de conocimiento y en la importancia de conocer a Dios a través de la connaturalidad con Él. La capacidad de los sencillos para conocer a Dios se ha puesto de relieve en toda la tradición teológica. Tanto San Agustín como Santo Tomás, por ejemplo, alabaron el conocimiento de Dios del pueblo llano, que es mayor que el de todos los filósofos antiguos [28].

De esta distancia entre lo culto y lo sencillo Fernández infiere una distancia entre lo que se cree (fides quae) y la actitud del creyente (fides qua) [29]. Según Fernández, hay una prioridad de la fides qua, es decir, de la apertura confiada del creyente a Dios mismo que revela, sobre la fides quae, que es la propia verdad revelada. ¿Hay alguna base para esta conclusión?

Fernández dice confiar en San Buenaventura. Sin embargo, en el texto citado por Fernández, San Buenaventura clasifica diferentes aspectos de la fe como disposición del hombre, es decir, diferentes aspectos de la fides qua. Buenaventura no cuestiona la precedencia de lo revelado (fides quae) sobre nuestras disposiciones de aceptarlo (fides qua). Fernández tiene razón al decir que sin la (fides qua) no podemos salvarnos, porque “incluso los demonios creen, y tiemblan” (St 2, 19, RSVCE). Pero una sana disposición de fe (fides qua) sólo es tal si se acepta la primacía de la (fides quae), es decir, de lo revelado por Dios, que siempre tiene prioridad sobre nuestra aceptación de su revelación. Porque, como San Agustín argumenta (Confesiones 1.1), si erramos en el conocimiento de Dios, podríamos dirigirnos a alguien distinto de Él.

La supuesta prioridad de la disposición del creyente sobre la doctrina objetiva es sostenida por Fernández para permitir un íntimo conocimiento de Dios que coexista con errores en la confesión de la fe. Él busca apoyo para esta afirmación en Tomás de Aquino, quien, según Fernández, enseña que puede haber una mayor perfección en la fe en términos de adhesión a Dios, incluso aunque haya errores en el razonamiento explícito [30]. Sin embargo, Santo Tomás afirma que esta mayor adhesión puede darse con una fe implícita pero no con una fe errónea [31]. De hecho, según Tomás de Aquino, si uno no cree en un artículo de fe, no tiene fe alguna (ST II-II, q. 5, a. 2).

Es interesante que, en este contexto de aceptación de fe, Fernández invoca nuevamente el principio de la subjetiva no imputabilidad de algunos pecados, con la cita repetida del Catecismo (1735, 2352b). Vemos así un paralelo entre la excusa de acciones contrarias a la ley moral objetiva y la excusa de “imperfecciones de la fe”.

Esta primacía de la experiencia vivida sobre el contenido de la fe ayuda a explicar por qué Fernández puede afirmar que la doctrina católica cambia a lo largo de la historia sin que cambie la propia experiencia cristiana. Fernández insiste en que las fórmulas de la fe son siempre limitadas porque nuestro conocimiento está condicionado, y Dios es siempre mayor que nuestro entendimiento. Por lo tanto, puede suceder que la profundización de nuestro conocimiento de la fe puede llevarnos a negar formulaciones anteriores de la misma fe [32].

La propuesta de Fernández contrasta aquí con la visión de San John Henry Newman sobre el desarrollo de la doctrina. De acuerdo con Newman, la “continuidad lógica” es una de las notas que distinguen un desarrollo saludable de una corrupción [33]. Para Newman está claro que no todos los acontecimientos pueden explicarse por mera lógica, porque lo que se desarrolla es una idea viva. Pero también está claro para Newman que el desarrollo debe incluir la lógica, de modo que una formulación no puede contradecir formulaciones anteriores. Otra de las ideas de Newman es que todo verdadero desarrollo implica necesariamente la conservación de las enseñanzas del pasado [34].

En realidad, la fe en la Encarnación es fe en que el misterio de Dios se ha hecho accesible al hombre y que su Palabra puede ser formulada en lenguaje humano, como sucedió a través de la predicación de Jesús. Por esta razón, lo que la Iglesia ha enseñado sigue siendo válido a través del tiempo, de modo que ninguna nueva formulación puede contradecir lo que se enseñó en una formulación anterior. Recordemos la Dogmática Constitución Dei Filius del Concilio Vaticano I: “Debe conservarse perpetuamente esa comprensión de sus dogmas sagrados, que la Santa Madre Iglesia ha declarado una vez; y nunca debe haber recesión de ese significado bajo el nombre engañoso de una comprensión más profunda” [35]. Por esta razón, el concilio condena a cualquiera que afirme que “en algún momento, ante el avance del conocimiento, se puede asignar un sentido a los dogmas propuestos por la Iglesia, que sea diferente de lo que la Iglesia ha comprendido y comprende” (DH 3043).

Sin embargo, Fernández acepta cambios en la doctrina que no siguen la misma línea que las doctrinas anteriores. Él da varios ejemplos: la esclavitud, la posibilidad de salvación fuera de la Iglesia, y la libertad religiosa [36]. Sin embargo, se podría argumentar que existe un desarrollo coherente en todos estos casos. Consideremos la esclavitud como ejemplo. Fernández cita la bula papal Romanus pontifex de 1455, lo que permitió al rey de Portugal tomar esclavos. Fernández afirma que la Iglesia cambió posteriormente su enseñanza sobre este punto, que es uno de importancia porque se refiere a la dignidad humana [37]. De hecho, en lo que se refiere a la esclavitud, existe un magisterio continuo de la Iglesia que la condena en sus manifestaciones extremas, incluida la trata de esclavos. La bula citada por Fernández es una excepción en el caso concreto de la guerra contra los musulmanes. Baste pensar en las enseñanzas de Juan VIII en 883 (DH 668), la bula de Pablo III en 1537 confirmando un edicto del emperador Carlos V prohibiendo la esclavitud de los indios (DH 1495), o una constitución de Gregorio XVI en 1839 enumerando otros documentos papales anteriores contra la esclavitud (DH 2745-46) [38].

Ciertamente, Fernández acepta la necesidad de una cierta continuidad de la doctrina. Él afirma que en el caso de la esclavitud hay continuidad con respecto al principio general de la dignidad humana, mientras que hay cambios fundamentales en la forma en que se concibe esa dignidad [39]. Sin embargo, si la doctrina revelada se refiere sólo a conceptos tan amplios, ¿cómo podría ofrecer al hombre un camino de salvación? ¿Qué utilidad tiene una doctrina general de la dignidad humana que más tarde se equivoca en aspectos centrales para preservar esa dignidad?

Defender esta continuidad más fuerte no significa aceptar un rígido “fijismo” que niega cualquier desarrollo de la doctrina cristiana, como Fernández teme [40]. La clave es distinguir entre desarrollo genuino y corrupción, y un elemento crucial de esta distinción es la adhesión no sólo a conceptos o ideas generales, sino a todo lo que ha sido propuesto definitivamente por el Magisterio. Recordemos los dos objetos de la infalibilidad de la Iglesia. Por un lado, es necesario creer firmemente, con el asentimiento de la fe, todo lo que la Iglesia nos enseña como revelado. Por otro lado, es necesario aceptar firmemente, con fe en la divina asistencia de la Iglesia, todo lo que la iglesia enseña definitivamente a fin de salvaguardar y explicar el depósito revelado (Lumen gentium, 25). Así, por ejemplo, no hay duda sobre el estatus teológico de las declaraciones que piden nuestro definitivo asentimiento sin pedir el asentimiento de la fe. Esto es lo que la teología ha llamado objeto secundario del Magisterio, como se afirma en el segundo párrafo de la Profesión de Fe al asumir el oficio eclesiástico (Ad tuendam fidem, 3-4).

Habiendo señalado estos problemas en la visión de Fernández, es importante volver a su objetivo declarado de poner a los sencillos en contacto con Dios. ¿Teme que la custodia de la doctrina y de su continuidad vaya a entrar en conflicto con la atención pastoral del pueblo? Si es así, debemos responder que este temor es infundado. La defensa de la doctrina de la fe no debe verse como un instrumento de dominio o poder sobre los demás. Por el contrario, la doctrina cristiana nos da la sabiduría de un arquitecto capaz de construir una casa acogedora. Como enseñó el Papa Francisco en su encíclica Lumen fidei, el amor sin la verdad no puede durar y no puede proporcionar una base estable para nuestras vidas. La doctrina contiene la arquitectura de las relaciones humanas para que puedan construir una comunión verdadera y fructífera con Dios y con los demás. Una piedra angular de esta arquitectura se encuentra en los sacramentos, que ahora examinaremos.

5. El marco sacramental de la Iglesia

La preocupación de Fernández por los sacramentos también está influenciada por su teología del pueblo. ¿Qué sucede cuando las personas sencillas, que encuentran en los sacramentos una importante expresión de religiosidad, son privadas de ellos porque no viven plenamente de acuerdo con los mandamientos?

Al final de un artículo dedicado al carácter impreso por el sacramento de la confirmación, Fernández sugiere que, puesto que este carácter se imprime incluso en la persona que recibe el Sacramento en pecado mortal, aquellos que viven en situaciones gravemente contrarias a la moral católica podrían ser admitidos a este sacramento y así beneficiarse de la posesión de su carácter [41].

Para justificar esta propuesta, Fernández añade su reiterado énfasis en los factores que limitan la responsabilidad de un acto maligno. Como no sabemos si la persona está en un estado de gracia o no, es posible administrar el sacramento incluso si el receptor está viviendo objetivamente de una manera que es contraria a la ley de Dios.

Sin embargo, la práctica propuesta por Fernández es contraria a lo que la Iglesia siempre ha mantenido. Desde los primeros siglos, los escrutinios pre-bautismales se han utilizado para determinar si una persona está preparada para vivir la vida cristiana [42]. Esta paciencia dio fruto para que, con la ayuda de la gracia de Dios, que actúa incluso antes de la recepción del sacramento, la vida del catecúmeno estuviera preparada para recibir el Evangelio, como la tierra buena que recibe la semilla. Tenemos un ejemplo en San Agustín, quien en su Sobre la Fe y las Obras pregunta si es posible admitir al bautismo a los que viven en adulterio. Agustín responde que no es posible, porque la profesión de fe incluye la aceptación de la moral de la Iglesia como parte integral de esa misma fe.

San Tomás también hace esta pregunta en relación con el bautismo. ¿Es posible bautizar a alguien que permanece atado al pecado sin arrepentimiento? La respuesta es negativa, y la razón es, por un lado, que la administración del bautismo haría violencia a este candidato, imponiéndole un modelo de vida que no quiere aceptar (ST III, q. 68, a. 4 ad-3). Por otro lado, esta administración del bautismo crearía una falsedad en los signos sacramentales, marcando visiblemente la oposición entre el carácter impreso por Cristo y el modo de vida de esta persona (ST III, q. 68, a. 4). Esta contradicción perjudicaría el bien común de la Iglesia, ya que el sacramento no es sólo un don privado, sino que contiene el lenguaje común visible de la profesión de fe en Jesús.

¿Qué podemos decir de la referencia de Fernández a las restricciones que mitigan la responsabilidad como motivo para cambiar la disciplina sacramental de la Iglesia? ¿Puede una persona ser admitida a los sacramentos, dado que puede estar en un estado de gracia, aunque objetivamente vive en el pecado y no quiere abandonar esta situación? Resulta que estos mitigadores de responsabilidad pertenecen al fuero privado del hombre ante Dios, pero este fuero no es el fuero sacramental, que siempre tiene un alcance público.

Tomemos el sacramento de la penitencia, que es una pre-conciliación para recibir los otros sacramentos cuando una persona bautizada está en pecado grave. El hecho de que una persona sea inocente ante Dios no significa que pueda recibir la absolución sacramental si no se arrepiente de un pecado objetivo contra la ley de Dios, porque la absolución sacramental no sólo produce la reconciliación interior con Dios, sino también la reconciliación con su Iglesia visible (Lumen gentium, 11). Como ha mostrado Karl Rahner, el fuero sacramental no es idéntico al fuero privado de la conciencia [43]. En el fuero sacramental el pecador sale de su visión privada y se pone ante Cristo en la persona del sacerdote. Si el foro de la penitencia fuera el de la conciencia, habría una auto-absolución del penitente. De este modo, permanecería encerrado en sí mismo y caería fácilmente en el sentimiento de culpa tan prevalente en la sociedad actual.

A esta luz, ¿cuál es el significado del principio de que la culpa puede disminuirse o de hecho estar ausente, incluso en una situación de pecado objetivo? Cuando la Iglesia afirma que es posible que una persona no sea culpable ante Dios incluso si esa persona vive en pecado, lo que dice es que más allá de todas las disciplinas y prácticas eclesiásticas permanece el juicio de Dios, que él se reserva para sí mismo porque “Nada se le oculta; todo está patente y descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas” (Hb 4, 13). Es decir, este principio de no imputabilidad se refiere a lo que está más allá de la disciplina y la práctica de la Iglesia. Por lo tanto, no tiene sentido recurrir a él, como hace Fernández, en un intento de cambiar la práctica de la Iglesia. En otras palabras, para cambiar la disciplina, Fernández invoca un principio cuya función es señalar lo que está más allá de toda disciplina.

Vemos que la visión de Fernández sobre los sacramentos no capta cómo son constitutivos del ser relacional y público de la Iglesia. Esta falta tiene implicaciones para otras esferas del pensamiento de Fernández, especialmente para el diálogo ecuménico, así como para el dialogo con el judaísmo y otras religiones. Examinemos estas implicaciones eclesiológicas.

6. Caridad y la unidad de la Iglesia

En primer lugar, está el intento de Fernández de explicar la cuarta parte de Dominus Iesus (sobre la mediación universal de la Iglesia) de una manera que es más aceptable para los protestantes. Dominus Iesus enseña que las comunidades protestantes no pueden llamarse “iglesia” en el sentido correcto porque carecen de la Eucaristía. Fernández intenta reinterpretar esta afirmación sugiriendo que el término “iglesia” se use analógicamente [44]. El principal analogado (princeps analogatum) no sería la Iglesia Católica sino la futura Iglesia escatológica que reunirá a todos los creyentes. Entonces el concepto analógico de “iglesia” se aplicaría primordialmente a todas las demás comunidades eclesiales, porque el Espíritu está en acción en ellas. Sólo en un segundo momento Fernández considera un concepto más restringido de “iglesia”, que corresponde a aquellas comunidades que comparten la fe católica con respecto a la Eucaristía, ya que tienen la plenitud de los medios de salvación. El primer uso analógico del término “iglesia” es primordial para Fernández porque no se refiere al orden de la mediación de la gracia (la Eucaristía) sino al orden mismo de la gracia (el Espíritu que obra a través de la caridad) [45].

Hay varios puntos cuestionables en la propuesta de Fernández que no parecen compatibles con la enseñanza de Dominus Iesus. En primer lugar, Fernández no menciona que la plenitud escatológica ya ha sido anticipada en la Iglesia Católica, por lo que no es sólo una plenitud por venir. Sin embargo, Fernández cita Ut unum sint 14, donde esta anticipación se afirma explícitamente [46]. Entonces, cuando Fernández habla de un entendimiento análogo de “iglesia”, aplica la palabra también a las comunidades protestantes, mientras que, según Dominus Iesus, es la Eucaristía, de la que nace la Iglesia, la que permite que se aplique el nombre “iglesia”. Esto se debe a que en Dominus Iesus la Eucaristía no se limita únicamente al orden de la mediación de la gracia, sino que contiene el orden estructural de la propia gracia. Para utilizar la terminología propia de Fernández podríamos decir que la Eucaristía no es solo un medio para la salvación, sino el “contexto inmediato e inevitable” que nos permite amar a la manera de Cristo, de acuerdo con su nuevo mandamiento. (Jn 13, 34).

Como vemos, Fernández mantiene una visión de los sacramentos únicamente como medios de salvación que conducen a la unión con Dios a través de la caridad. Por tanto, aunque la plenitud de estos medios no exista fuera de la Iglesia católica, sí puede existir el fruto último que estos medios alcanzan. En su opinión, lo importante no son tanto los medios de salvación, sino la salvación misma, a través de la cual nos unimos a todos los que ya viven en gracia [47].

Lo que falta de estas afirmaciones es que la gracia recibida por los que no pertenecen a la Iglesia Católica les llega a través de la mediación que la iglesia ya tiene en plenitud. Porque no hay manera de obtener la caridad de Cristo que no pase por el cuerpo de Cristo. Así, Fernández afirma que “existe una posibilidad real de salvación fuera de la Iglesia Católica y de su marco doctrinal y normativo” [48]. Sin embargo, la salvación definitiva implica la aceptación, aunque implícita, de la doctrina confesada y puesta en práctica por la Iglesia Católica. La unión en la caridad es también la unión en la verdad, porque “el que me ama guardará mi palabra” (Jn 14, 23).

Comparto la visión de Fernández de que una teología de la caridad es crucial para comprender la unidad de la Iglesia. Fernández habla de “caridad ecuménica”, que consiste en el amor y el respeto mutuos y en el ejercicio común de las obras de caridad. Lo que hay que añadir es que esta “caridad ecuménica” no es el objetivo del ecumenismo, sino sólo el comienzo de un viaje en el que esa caridad ecumenista tomará forma en una confesión común de la verdad y en una práctica sacramental común. Por decirlo una vez más, la confesión común de fe y de sacramentos no son sólo caminos hacia una caridad que va más allá de ellos, sino que constituyen la arquitectura o estructura de la caridad, sin la cual es una caridad sin forma y descarnada.

Para entender la eclesiología de Fernández, también es interesante centrarse en cómo ve la relación entre el cristianismo y el judaísmo [49]. Fernández sostiene que hay dos lecturas del Antiguo Testamento, ambas de Dios: la lectura cristológica que se encuentra en el Nuevo Testamento y la lectura del judaísmo después de Cristo (una lectura que excluye a Cristo como el cumplimiento de la Escritura) [50]. Por esta razón, Fernández rechaza el esquema del cumplimiento de las promesas entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, proponiendo en su lugar una relación de “complementariedad irreducible” entre las maneras en que cristianismo y judaísmo contemporáneo se acercan a la Escritura, y afirma que sólo se puede hablar de “plenitud cristiana” con gran precaución [51]. Fernández llega a decir que San Pablo en sus cartas no exige a los judíos confiesen ahora a Jesús para recibir la salvación [52].

Estas afirmaciones son difíciles de reconciliar con la proclamación del Nuevo Testamento de la plenitud del Antiguo Testamento sólo en Cristo, en quien se han cumplido todas las promesas. Una lectura del Antiguo Testamento que excluya su cumplimiento en Cristo no puede venir del Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo para ser una lectura complementaria a la cristiana. Ciertamente, esta confesión de Cristo como el cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento no impide la continuada importancia del antiguo pueblo judío en el plan de Dios. Pero queda claro que su camino de salvación está ordenado hacia la confesión de la muerte y resurrección de Jesucristo, y no sólo a la aceptación de Cristo cuando Él venga al final de los tiempos [53].

En estas cuestiones de diálogo ecuménico e interreligioso, una idea pesa mucho en la mente de Fernández, a saber, la idea de que, al igual que la fe cristiana fertiliza las culturas, también es receptiva a ser enriquecida por ellas. Fernández menciona el neologismo “intro-culturación” para referirse a esta dimensión receptiva de la fe [54]. Por un lado, existe la inculturación de la fe, que entra en la cultura evangelizada. Por otro lado, existe también una “intro-culturación”, en la que la fe recibe contribuciones de la cultura circundante. Esto es cierto incluso de la cultura secularizada de la posmodernidad. ¿Cómo debemos evaluar esta propuesta?

Ciertamente, cuando la fe se vive en una cultura, esa cultura puede enriquecer el camino de la fe viva. Por otro lado, la relación no es simétrica, ya que es la fe la que salva y purifica la cultura, y no al revés, un punto que Fernández no deja suficientemente claro. En otras palabras, no hay simetría entre “in-culturación e intro-culturación”, como si se tratara de un encuentro de iguales en el que cada uno enriquece al otro. De hecho, la fe cristiana genera su propia cultura, cuya matriz primordial es la Eucaristía, que hereda los principales elementos de la cultura del Antiguo Testamento. Esta cultura eucarística es capaz de asimilar a otras culturas al darles su propia forma eucarística, que es la única forma salvífica [55]. De lo contrario, la confesión de fe en Cristo como único Salvador y en el medio universal de gracia por la Iglesia podría ser cuestionada.

Conclusión: ¿qué clase de caridad edifica la Iglesia?

El análisis anterior de las obras de Víctor Manuel Fernández ha mostrado su capacidad para formular algunas cuestiones cruciales a las que la Iglesia tiene que enfrentarse hoy. Fernández parte de la percepción de la importancia de la fe popular y del deseo de ayudar a los hombres a emprender un viaje espiritual hacia Dios. Él enfatiza con razón el papel de la caridad en la comprensión del núcleo de la moralidad cristiana y como la clave para articular toda la doctrina católica.

Al mismo tiempo, han surgido algunas cuestiones importantes. La insistencia de Fernández en el valor del pueblo como contexto inmediato de la teología no tiene en cuenta que un contexto teológico más fundamental es dado por el cuerpo de Cristo, nacido de la Eucaristía y arraigado en la ecología humana establecida por el Creador. Esto va de la mano con la visión de Fernández de la estructura sacramental de la Iglesia, que él ve como un medio que conduce a la salvación en la caridad, pero no como la arquitectura de caridad encarnada. Las consecuencias se dejan sentir en el enfoque erróneo que Fernández da a áreas clave de la doctrina católica, como la identidad eucarística de la Iglesia y la confesión de fe en Jesucristo como mediador único y universal.

Además, Fernández desarrolla una concepción de la caridad que se centra horizontalmente en las obras corporales de misericordia, sin enfatizar que estas obras son actos de caridad sólo en el contexto de ayudar a llevar a nuestro prójimo a Dios. La reducida visión de Fernández de la caridad está en potencial conflicto con la vida conforme a los mandamientos divinos, ya que seguir los mandamientos podría dificultar el logro de diversas formas de bienestar. Este conflicto potencial se resuelve porque, según Fernández, la caridad podría funcionar independientemente de la prudencia y de las otras virtudes, de modo que, en caso de conflicto, las acciones directamente informadas por la caridad tendrían prioridad. Pero esta independencia de las virtudes morales significa que la caridad no incluye a toda la humanidad de la persona en el camino de la salvación.

Por último, mientras Fernández hace hincapié en que la caridad nos ayuda a conocer a Dios de una manera connatural, concluye sin fundamento que este conocimiento puede coexistir con errores en la profesión de doctrina católica. De esta manera, no ve cómo la doctrina da testimonio de la arquitectura de la caridad, ayudando así a construir la vida cristiana en el amor verdadero y estable. Este fracaso ayuda a explicar cómo Fernández puede afirmar que la doctrina evoluciona en una línea diferente a las enseñanzas previas explícitas de la Iglesia, sin que esta evolución implique un cambio en la experiencia vivida de la fe.

Podemos concluir que Fernández tiene razón en centrarse en la virtud de la caridad. Este es el centro del Evangelio y un hilo guía para toda la teología. Centrándose en la caridad, la Iglesia puede ofrecer un rostro materno a un mundo herido. La pregunta que hemos planteado es, ¿qué caridad? La caridad descrita por Fernández carece de articulación con el orden moral, la doctrina de la fe y la sacramentalidad de salvación en la Iglesia. Estas son dimensiones esenciales que hacen concreta y encarnada la caridad en nuestra vida. Sin ellos, la caridad carece de una arquitectura y, por lo tanto, pierde su capacidad para edificar al pueblo de Dios.

Como prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Fernández, en su servicio al Papa, se enfrentará a muchas de las cuestiones que he abordado anteriormente en relación con la manera de vivir el Evangelio en la sociedad posmoderna de hoy. He presentado los principios fundamentales de su visión y he señalado sus deficiencias con la esperanza de estimular un debate teológico sobre las cuestiones importantes que plantea. Mi intención es también contribuir a la preocupación pastoral de Fernández, ya que estas deficiencias no sólo afectan a cuestiones doctrinales, sino que también obstaculizan la capacidad de la Iglesia para acompañar a los que necesitan curación y renovación en Cristo. Sólo una caridad que se construya en armonía con la arquitectura de la fe permite a la Iglesia ofrecer una esperanza fructífera al pueblo de Dios en nuestros tiempos difíciles.

José Granados en repositorio.uca.edu.ar/

Notas:

1.     Este artículo fue aprobado para publicación a finales de noviembre de 2023.

2.     Víctor Manuel Fernández, Gracia. Nociones básicas para pensar la vida nueva (Buenos Aires: Agape, 2010).

3.     Víctor Manuel Fernández, Teología espiritual encarnada. Profundidad espiritual en acción (Buenos Aires: San Pablo, 2004).

4.     Una buena selección puede encontrarse online en el Repositorio Institucional of the Pontificia Universidad Católica de Argentina, available at https://repositorio.uca.edu.ar/.

5.     Víctor Manuel Fernández, “Algunos rasgos de una teología,” in Marcelo González and Carlos Schickendantz, eds., A mitad de camino. Una generación de teólogas y teólogos argentinos (Córdoba, Argentina: Publicaciones de la Universidad Católica de Córdoba, 2006), 99–118.

6.     Para lo que sigue, cf. Víctor Manuel Fernández, “El ‘sensus populi,’ Legitimidad de una teología ‘desde’ el Pueblo,” Teología (Buenos Aires) 72 (1998): 133–64.

7.     Fernández, “El ‘sensus populi,’” 153.

8.     Ibid., 162.

9.     Víctor Manuel Fernández, “Los pobres y la teología en la notificación sobre las obras del P. Jon Sobrino,” Teología (Buenos Aires) 92 (2007): 143–50.

 10     ibid., 148.

 11     Víctor Manuel Fernández, “Pensar desde los pobres,” Revista Universitas 6 (2011): 49–53.

 12     Fernández, Teología espiritual encarnada, 35.

 13     Víctor Manuel Fernández, “La dimensión trinitaria de la moral. II. Profundización del aspecto ético a la luz de Deus caritas est,” Teología (Buenos Aires) 87 (2005).

 14     ibid., 135, citing Thomas Aquinas, Summa theologiae [ = ST] II-II, q. 30, a. 4 ad 2.

 15     Es interesante cómo Fernández da por sentado que el himno a la caridad de 1 Corintios 13 se refiere al amor fraterno: Víctor Manuel Fernández, "Una nueva imaginación de la caridad", en R. Ferrara y C. M. Galli, eds., Navegar mar adentro: Comentario a la carta Novo millennio ineunte (Buenos Aires: Paulinas, 2001), 89. Esto dista mucho de ser obvio. El famoso biblista Heinrich Schlier, por ejemplo, escribe que en 1 Corintios 13 la caridad se refiere al amor de Dios manifestado en Cristo, que nos capacita para amar a Dios y a nuestros hermanos. De hecho, es de Dios de quien la caridad todo lo espera y todo lo cree (1 Co 13, 7). Véase Heinrich Schlier, "Über die Liebe. 1 Corintios 13", en Die Zeit der Kirche (Friburgo: Herder, 1956), 186-93, 186-87.

 16     Fernández, “La dimensión trinitaria de la moral. II,” 135.

 17     See ibid., 136–37, where only works of material assistance to one’s neighbor are mentioned.

 18     Víctor Manuel Fernández, “Vida trinitaria, normas éticas y fragilidad humana. Algunas breves precisiones,” Universitas 6 (2011): 61–71, at 70; “El capítulo VIII de Amoris Laetitia. Lo que queda después de la tormenta,” Medellín 43 (2017): 449–68.

19      Víctor Manuel Fernández, “De la multiplicidad de espiritualidades a las cumbres de la vida espiritual,” Vida pastoral 244 (2003), available at https://repositorio.uca.edu.ar/bitstream/123456789/7854/1/multiplicidad-espiritualidades-cumbres-vida-espiritual.pdf (translation mine).

20      Paul Ricoeur, Parcours de la reconnaissance. Trois études (Paris: Stock, 2004), 157–64.

21      Fernández, “El capítulo VIII de Amoris Laetitia,” 455.

22      Fernández, Gracia. Nociones básicas, 164.

23      Ver Fernández, “La dimensión trinitaria de la moral. II,” 144–47.

24      Cf. Antonio Spadaro and Víctor Manuel Fernández, “Vita e d na della fede. Un dialogo con mons. Víctor Manuel Fernández,” La Civiltà Cattolica, September 16, 2023, available at https://www.laciviltacattolica.it/ articolo/vita-e-dottrina-nella-fede/.

25      Fernández, “La dimensión trinitaria de la moral. II,” 150: “In this case [that of a woman who must maintain periods of continence against her husband’s will], an inflexible refusal to use condoms would place compliance with an external norm above the serious obligation to care for loving communion and conjugal stability, which charity demands more directly” (emphasis original; translation mine).

26      Fernández, “La dimensión trinitaria de la moral. II,” 159.

27      Spadaro and Fernández, “Vita e dottrina della fede”: “Perché la carità fraterna, in quanto comandamento principale che si compie tramite la virtù della carità, interviene anche nell’ambito dell’azione e provvede di razionalità il discernimento, posto che questa virtù ha atti esterni propri che diventano paradigmi, riferimenti necessari in ogni discernimento” (emphasis original).

28      Cf. Augustine, De vera religione 4.6 (CCL 32, 192); Thomas Aquinas, “Sermon Attendite,” in The Academic Sermons, trans. Mark-Robin Hoogland (Washington, DC: The Catholic University of America Press, 2010), 195–213, at 202.

29      Fernández, “El ‘sensus populi,’” 141.

30      Fernández, “El ‘sensus populi,’” 160.

31      En ST II-II, q. 2, a. 6 ad 2, el texto aducido por Fernández, Santo Tomás acepta que un error puede justificarse en lo simple, pero sólo cuando no hay persistencia en el error, y cuando se trata de cuestiones muy sutiles de teología (“de minimis articulis fidei”).

32      Fernández, “El capítulo VIII de Amoris Laetitia.”

33     John Henry Newman, An Essay on the Development of Christian Doctrine (Notre Dame: Notre Dame University Press, 1989), 383–99.

34      ibid., 419–36.

35      H. Denzinger, Enchiridion Symbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, ed. Peter Hünermann (Freiburg i.B.: Herder, 1991), n.3020 (hereafter cited as DH ). The translation is from H. Denzinger, The Sources of Catholic Dogma, trans. Roy J. Deferrari, 30th ed. (St. Louis: Herder, 1957).

36      Fernández, “El capítulo VIII de Amoris Laetitia,” 461.

37      ibid.

38      Para un comentario sobre esta bula, ver John T. Noonan Jr., A Church That Can and Cannot Change: The Development of Catholic Moral Teaching (Notre Dame: University of Notre Dame Press, 2005), 62–67. El autor, como Fernández, afirma que la Iglesia ha cambiado su enseñanza en importantes asuntos morales. Para una crítica de la posición de Noonan, ver Cardinal Avery Dulles, ¿“Development or Reversal?” First Things, October 2005

 39     Fernández, “El capítulo VIII de Amoris Laetitia,” 461.

 40     ibid.

 41     Víctor Manuel Fernández, “El carácter del sacramento de la c mación,” Teología (Buenos Aires) 42 (2005): 27–42.

 42     Cf. Alan Kreider, The Patient Ferment of the Early Church: The Improbable Rise of Christianity in the Roman Empire (Grand Rapids: Baker Academic, 2016).

 43     Karl Rahner, “Forgotten Truths Concerning the Sacrament of P ance,” in Theological Investigations, vol. 2 (Baltimore, MD: Helicon Press, 1966), 135–74, at 144n17: “Los acontecimientos que tienen lugar en el fuero sacramental repercuten directamente en la "esfera de la conciencia" (como lo hacen simplemente todos los sacramentos). Sin embargo, no tienen lugar sólo en la esfera 'privada' de la conciencia interna, sino en la Iglesia visible." "Y esta vinculación del cristiano en pecado mortal por parte de la Iglesia tiene lugar en la dimensión de la Iglesia visible, que difiere ciertamente del 'forum externum', pero que sin embargo es realmente una esfera del orden visible, porque es precisamente esa dimensión de la Iglesia en la que los sacramentos se efectúan como signos 'visibles' de la gracia..." (ibid. 148).

 44     Fernández, “Una nueva imaginación de la caridad.”

 45     Según Fernández, hablando de la unión con los protestantes, "si en el orden de las mediaciones hay división, esta división no existe en el orden mismo de la gracia, presente en todas las comunidades cristianas" (ibid., 101, énfasis original, la traducción es del autor).

 46     ibid.

 47     Fernández, Gracia. Nociones básicas, 200–01.

 48     Víctor Manuel Fernández, “La caridad ecuménica a 500 años de la reforma” (lecture at the Meeting of Delegates of Ecumenism and Interreligious Dialogue, Buenos Aires, 2017), available at https://www.accioncatolica. org.ar/wp-content/uploads/2017/09/La-caridad-ecumenica-Mons.-VictorFernández.pdf.

 49     Víctor Manuel Fernández, “La complementarité irréductible. L’herménéutique biblique après la Shoah,” Nouvelle Revue Théologique 128 (2006): 561–78.

 50     ibid., 575: “On peut synthétiser cette proposition comme suit: le noyau permanent des textes de l’AT a développé dans les traditions juives une autre voie, indépendante de son orientation explicite vers Jésus, et ce noyau est lui aussi fruit des Livres sacrés dans l’Histoire. II s’est nourri de sa lecture propre des événements, de la méditation, de l’enseignement et de la transmission populaire dans le contexte du peuple juif au cours de ces deux mille dernières années. Ce développement est une véritable richesse qui procède de Dieu lui-même puisqu’il ne part pas d’un contenu faux ou contraire à la Révélation ni d’un livre quelconque, mais du noyau permanent des textes révélés” (emphasis original).

 51     ibid., 571.

 52     Víctor Manuel Fernández, “Le meilleur de la Lettre aux Romains procède du judaïsme de Paul,” Nouvelle Revue Théologique 124 (2002): 403–14, at 406: “Il [Paul] n’impose pas aux Juifs l’exigence de confesser maintenant Jésus . . . [Paul] évite d’exiger que les Juifs confessent maintenant Jésus comme condition pour obtenir le salut.”

 53     Cf. Karl-Heinz Menke, Jesus ist Gott der Sohn. Denkformen und Brennpunkte der Christologie (Regensburg: Pustet, 2012), 113–14.

 54     Víctor Manuel Fernández, “L’introculturation de la spiritualité. Encore un néologisme indispensable,” Nouvelle Revue Theologique 125 (2003): 613–25.

 55     This is why Joseph Ratzinger was able to develop the concept of “ terculturation.” See his “Fede, religione e cultura,” in Fede, verità, tolleranza. Il Cristianesimo e le religioni del mondo (Siena: Cantagalli, 2003), 57–82.

José Ramón Villar

I.       Introducción

La idea de autoridad se presenta problemática en nuestra época. No se trata de la dificultad práctica para aceptar el ejercicio de la autoridad con la correlativa obediencia. Esto no sería, en cuanto tal, algo verdaderamente nuevo. La novedad afecta  más bien a la articulación teórica de autoridad, obediencia y libertad. El discurso que ha llevado a esa problematicidad ha sido ya analizado en sus raíces filosóficas y culturales [1]. No volveremos aquí sobre el tema.

Interesa, en cambio, prolongar la reflexión desde la perspectiva teológica. Los conceptos de autoridad y obediencia son susceptibles de un análisis filosófico-jurídico, y aun político y sociológico. Sin embargo, hablar de autoridad y obediencia cristianas supone continuidad y discontinuidad con esas reflexiones. El adjetivo “cristianas” transforma a los sustantivos. En la Iglesia la articulación de autoridad, obediencia y libertad no puede reducirse sin más a combinar criterios puramente antropológicos, válidos — sin duda— en su ámbito. Ciertamente, en la Iglesia se ejerce la autoridad y se obedece en continuidad con lo que esto significa en la experiencia humana. De manera que una obediencia, por ejemplo, que no sea libre, no es cristiana por no ser humana. Pero el motivo, contenido y finalidad de la autoridad y obediencia cristianas transforma la experiencia humana con la misma discontinuidad que introduce en la historia la encarnación del Verbo. La teología dirá que la gracia de Cristo asume (continuidad), sana y eleva (discontinuidad) la naturaleza.

En consecuencia, las nociones cristianas poseen un aspecto propio a partir de la plenitud de la revelación de Dios en Jesucristo. Por esto, suele insistirse en que la Iglesia, siendo una comunidad de hombres y mujeres no es, sin embargo, una sociedad humana como otra cualquiera. Ahora bien, lo que hace distinta a la Iglesia de cualquier otra comunidad humana no es sólo una específica organización externa —con finalidad religiosa— constitucionalmente dada por su Fundador. Su “formalidad” consiste ante todo en que esa comunidad, así constituida, es portadora del despliegue en la historia de la acción salvífica de Dios, es decir, la comunión de los hombres con el Padre por Cristo en el Espíritu Santo, incoada en la tierra y llevada a plenitud en la Patria.

Esta formalidad salvífica de lo cristiano no significa ignorar otras perspectivas sobre autoridad y libertad, por ejemplo las relativas a la dignidad humana, o a la necesidad de dotar de un marco jurídico a la vida en la Iglesia. Por el contrario, la fe representa un nuevo título para atenderlas. Hay que saludar, en este sentido, que el CIC 1983 recoja en el primer título del Libro II dedicado al “Pueblo de Dios”, un epígrafe bien significativo: “De los deberes y derechos de todos los fieles cristianos”. Es esta una expresión que evoca el marco de garantías y libertades habitual en las constituciones políticas de los pueblos modernos. Con todo, esta formulación de derechos y deberes, o más ampliamente de libertades y obligaciones, condiciones de ejercicio de la autoridad, etc., habría resultado algo extraña a las primeras generaciones cristianas, si se entendiera al modo de una pura regulación legal de una comunidad humana, o una mera distribución de poderes.

No se insinúa con esto que el proceso de formalización técnico-jurídica (que dota de un marco legal a la autoridad y a la obediencia) suponga un alejamiento de la fraternitas evangélica, como han interpretado, de un modo u otro, las corrientes antinomistas que se han dado a lo largo del tiempo, bien sea oponiendo “carisma” y “derecho” (R. Sohm), o bien enfrentando “jerarquía” y “pueblo” (en versiones “liberacionistas” al uso), etc. Estas oposiciones desconocen —desde presupuestos diversos— la verdadera naturaleza de la Iglesia. La autoridad y la obediencia pertenecen a la experiencia originaria de la vita christiana in Ecclesia, y reclaman su institucionalización en marcos jurídicos oportunos. Pero tras esas exageraciones, que deprecian como no-cristiano lo jurídico o lo jerárquico, hay una percepción inconsciente y oscura de algo verdadero, a saber: que la autoridad y la obediencia, la jerarquía o las normas jurídicas, tienen un carácter instrumental al servicio de la finalidad salvífica de la Iglesia, que posee el primado ontológico. La autoridad y la obediencia en la Iglesia —con sus aspectos morales y jurídicos— sólo se comprenden considerando su función en la economía de la salvación. Aún más, la tradición canónica —locus paradigmático de la autoridad y la obediencia en la Iglesia— ha visto acertadamente su lex suprema en la salus animarum, como hermenéutica salvífico-escatológica que dota de significado a unas determinaciones jurídicas que podrían parecer solo extrínsecas y que, sin embargo, son expresiones externas —históricas, sin duda, y por ello mudables en su concreción— del momento interior teológico (trinitario) y salvífico de la autoridad y obediencia cristianas.

Los problemas y debates actuales en relación con la autoridad y la obediencia en la Iglesia provienen, según parece, de no dar suficiente relevancia al sentido evangélico de estas realidades, para reducirlas a la cuestión de distribución de poderes o funciones, derechos y deberes, etc. Pero resulta incompleta toda reflexión sobre autoridad y libertad cristianas desarraigada de la nueva existencia del bautizado en Cristo y en el Espíritu. La autoridad y la obediencia en la Iglesia —como cualquier otro elemento de la vida cristiana— no pueden tener otro horizonte de comprensión que el de su función salvífica en el designio de Dios. Y es que la sola reflexión filosófica, jurídica, antropológica o cultural sobre la autoridad y libertad humanas —siendo tan importante—, no da razón total de la experiencia cristiana, solo explicable a la luz de la fe en Quien ha hablado “con autoridad” y “ha obedecido” libremente al Padre entregando su vida en la Cruz, haciéndose así salvación para la humanidad. Una autoridad y una obediencia que no salvan, no son las de Cristo, y carecerían de todo interés en la Iglesia.

II.      Libertad y obediencia en la revelación bíblica [2]

La Revelación habla de la “obediencia de la fe”, que entraña la libertad. La autoridad y la obediencia, en cuanto religiosas, sólo pueden ser vividas en libertad. Es una consecuencia de la naturaleza del acto de fe, que es un acto voluntario: significa adherirse a Cristo atraído por el Padre (Jn 6, 44), y así rendir a Dios el homenaje racional de la fe (Rm 12, 1). Aquí presuponemos este dato elemental, y haremos nuestras reflexiones dentro del dinamismo de una fe aceptada y vivida libremente.

Significado bíblico de la obediencia. Como es sabido, la Biblia hebrea ignora propiamente los términos “obedecer” y “obediencia”. En su lugar aparecen, significativamente, los términos “oír”, “escuchar” (latín, ob-audio). Esta asociación de ideas resulta coherente con la revelación de Dios por medio de su Palabra en la Ley y los Profetas. Yahvé no es un dios mudo y ciego, sino el Dios vivo, que ve y habla; “Oíd, cielos; escucha, tierra, porque habla el Señor” (Is 1, 2; 1, 10; Jr 2, 4; 7, 21-28). La vida entera del hombre consiste en “escuchar” a Dios, acoger su palabra, y ponerse “debajo” de ella (sumisión) para ejecutarla fielmente. “Oír” y “obrar” están vinculados, de tal modo que es impensable oír a Dios y no ejecutar su voluntad. La prontitud para escuchar a Dios y seguir su voluntad debe ser total. Lo contrario es cerrar los oídos a Dios: “Yo os he hablado incesantemente y no me habéis oído; os he llamado y no me habéis respondido” (Jr 7, 13; Os 9, 17). El culto a Dios consiste primariamente en esta obediencia, preferible a los sacrificios externos; en la obediencia se resume todo deber religioso y, fuera de ella, el culto resulta vacío (1S 15, 22; Sal 40, 7-9; Sal 50).

Correlativamente, el pecado es apartarse de la voluntad divina (Sal 51, 6), marchar fuera del camino señalado por Dios (Sal 1, 1; 1S 15, 22s.26; Jr 6, 16-18; Jr 7, 24). El apóstol Pablo —especialmente en la carta a los Romanos— interpreta la historia de la humanidad bajo esta tensión de obediencia y desobediencia a Dios. El drama del pecado original estriba en que Adán desobedece a Dios, y arrastra en su rebelión a sus descendientes (Rm 5, 19). La “carne” rechaza aquella sumisión a Dios que pide el orden de las cosas (cfr. Rm 8, 7), y de este modo somete la creación a la vanidad (Rm 8, 20) y rechaza el designio de Dios sobre el universo que Dios quiere edificar, que reclama la colaboración del hombre, la adhesión en la fe (en la Ley y la Alianza).

Pero Dios saca misericordiosamente al hombre de la “desobediencia” en la que ha sido encerrado (cfr. Rm 11, 32), y de la que él mismo —y esto es decisivo— es incapaz de salir (cfr. Rm 7, 14s). Sólo la obediencia de Jesús “libera” nuestra libertad. El hombre vuelve, por medio de la liberación del pecado, a la obediencia a Dios: obediencia de la fe y de la verdad (cfr. Rm 1, 5; 1 Pe 1, 22).

Obediencia de Jesús y salvación. Dios revela por su “Palabra encarnada” en la plenitud de los tiempos el misterio salvífico de la obediencia —y, por tanto, de la libertad—, que arranca de la misteriosa kénosis de Cristo, de su entrega hasta la muerte (1). Por el camino de la obediencia, Cristo alcanza el señorío universal, como cabeza gloriosa de la humanidad redimida (2).

(1)     Jesús pone su vida totalmente bajo la obediencia a Dios y sus designios (cfr. Mt 5, 17; Mt 17, 24ss; Mt 26, 39.42; Lc 2, 49). La encarnación misma es obediencia, sometimiento a la ley para liberar a los que están bajo la ley mosaica (Ga 4, 4; Hb 10, 5-10). El viene a cumplir la voluntad del que le envió (cfr. Jn 4, 34; Jn 6, 38; Jn 9, 4; Jn 10, 18; Jn 12, 49; Jn 15, 10; Jn 17, 4); cumple en todo la ley (Mt 5, 17). Las tentaciones de Satanás de distorsionar su misión mesiánica, terminan con la reafirmación de Jesús de su obediencia al Padre (Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-13). Debe seguir la palabra de Dios, no la de los hombres que, como Pedro, le quieren apartar de su misión (Mc 8, 33).

La perfecta obediencia de Jesús (cfr. Hb 10, 5; Flp 2, 8), nuevo Adán, repara la desobediencia del antiguo Adán: “Así como por la desobediencia de uno solo la multitud fue constituida pecadora, así por la obediencia de uno solo la multitud será constituida justa” (Rm 5, 19). Su obediencia al Padre celestial es causa de salvación, particularmente en su pasión y muerte “haciendo a través de todos estos sufrimientos la experiencia de la obediencia” (Hb 5, 8). Esta dinámica de la obediencia de Jesús/salvación del hombre frente a la desobediencia de Adán/pecado y condenación, se constituye en clave de la obra salvífica de Jesucristo. La vida y muerte de Jesús es “obediencia”, y constituye objetivamente la salvación misma (cfr. Flp 2, 6-11).

(2)     Por su obediencia, Jesús, el “Siervo” es constituido en “Señor” (Flp 2, 5-11), y recibe “todo el poder (exousia) en el  cielo y en la tierra” (Mt 28, 18), ante toda criatura. Él, “hecho perfecto, llegó a ser para todos los que le obedecen causa de salvación eterna” (Hb 5, 9). Con su ofrenda perfecciona a los santificados por la fe en Él (Hb 10, 14), e inaugura un nuevo culto incorporando a toda la humanidad en su sacrificio grato a Dios, esto es, el de su obediencia amorosa al Padre (Hb 10, 5-10). Por su acto de obediencia se hace garante de la nueva alianza y consigue la salvación para aquellos que le obedecen (Hb 5, 9). A partir del momento de su tránsito pascual, la obediencia de Cristo al Padre, que causa la redención objetiva para la humanidad, se hace salvífica en cada hombre por medio de la obediencia subjetiva a Cristo, que ha recibido “todo el poder”.

Autoridad salvífica de Jesús y obediencia de fe. La obediencia-autoridad de Jesucristo (1) se torna salvífica para el hombre por la “obediencia de la fe” (2).

(1)     Jesús explica la Ley de Dios para los hombres como quien tiene autoridad (Mt 5, 21-48; Mt 7, 21; Mc 3, 31ss). Él dispone sobre todo igual que Dios (Jn 3, 35; Jn 10, 28; Jn 13, 3; Jn 17, 2s.). Tiene autoridad sobre los demonios, la enfermedad, la naturaleza y la muerte (Mc 1, 23ss; Mc 5, 12; Mc 5, 41; Mt 8, 27). La obediencia a Dios se torna, en la predicación del Reino, en obediencia a Jesús, en quien viene el Reino de Dios. La autoridad de Jesús reclama la adhesión a Él (1P, 1-2); el discípulo debe ajustar su voluntad a la de Cristo  (Mc 8, 34-38). Los verdaderos discípulos de Cristo cumplen la voluntad del Padre (Mt 7, 21; Mc 3, 31-35; Jn 15, 10), y alcanzan la salvación mediante la obediencia (Jn 14, 15.23).

(1)     El hombre recibe la salvación mediante esta obediencia de la fe (cfr. Rm 1, 5), la obediencia al Evangelio (Rm 10, 6; 2Co 7, 15; 2Tes 1, 8). El hombre se abre al misterio de la salvación, por medio de la obediencia al Evangelio y a la Palabra en la Iglesia (2 Ts 3, 14; Mt 10, 40). El fin de la predicación apostólica es la obediencia de los paganos (Rm 15, 18). Cristiano es, de este modo, quien obedece a la verdad (Rm 2, 8; Ga 5, 7); el que glorifica a Dios en la obediencia (2Co 9, 13); los cristianos están sustentados y definidos por la obediencia (Flp 2, 12); son hombres de obediencia (cfr. Rm 2, 7; 2Co 9, 13; 2Co 10, 5), una obediencia “en el Señor” (Ef 5, 22); Ef 6, 1; 6, 5; Col 3, 18ss). Obedecer a Dios conduce a la vida; obedecer al pecado, es esclavitud para la muerte (Rm 6, 21-23). La autoridad de Jesucristo y la consiguiente obediencia del cristiano abarca la misma amplitud con que afecta al hombre la desobediencia, el pecado (cfr. Rm 6, 16-19), esto es, la radical oposición que hay entre vida y muerte. El cristiano es liberto de Cristo (1Co 7, 22-23), y fundamenta toda obediencia en el reconocimiento del señorío vivificador de Cristo. Él es la “ley” (1Co 9, 21).

La libertad cristiana en el Espíritu Santo. Pero el hombre no puede obedecer, pues está “encerrado” en la desobediencia, de la que es incapaz de salir. Para que la nueva “ley”, que es Cristo, pueda ser cumplida, Dios ha proyectado para los tiempos mesiánicos el pueblo nuevo que se adhiere a Él con obediencia total e interior. Para que la “ley” (Cristo) se encuentre grabada en el fondo del ser (Jr 31, 33), Dios concede la plena disposición interna para la obediencia, en imitación de Jesús. La obediencia procede de la libre determinación que es guiada por el Espíritu divino (Rm 6, 16-17). La obediencia en el Espíritu se basa en la condición filial, ajena a toda servidumbre (Rm 8, 14-17), como la entrega del Hijo encarnado también sucedió “en el Espíritu eterno”, que provoca, en el amor, la libre obediencia (Hb 9, 14). “Donde está el Espíritu del Señor allí hay libertad” (2Co 3, 17). La libertad es la ley interior del Espíritu, que hace posible la obediencia a la justicia, y libera nuestra voluntad para el bien y la vida. Así es “liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8, 21). “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rm 8, 14).

III.    Consideración teológica

Este patrimonio bíblico sobre “obediencia” y “libertad” nos ofrece, en última instancia, el fundamento de la antropología y moral cristianas. Como es sabido, este fundamento se ha desarrollado en torno a la tradicional reflexión sobre la “nueva criatura” y la “ley nueva”, que resulta de interés para nuestras consideraciones.

En efecto, la tradición teológica habitualmente ha puesto de relieve en la “nueva ley” dos dimensiones: interior y exterior. Santo Tomás de Aquino expuso de manera magistral estos dos aspectos de la vida cristiana en el régimen de la “nueva Alianza”, es decir, la lex nova. Recordémoslo brevemente [3].

De una parte, la “ley nueva” inaugurada por el Evangelio, la “ley de Cristo”, es principalmente la gracia del Espíritu Santo, que concede al cristiano el señorío y la libertad, la liberación de la ley mosaica y el despliegue de la fe que obra por la caridad. Es ésta una lex libertatis, un don del Espíritu infundido en el interior como principio ontológico que transforma y capacita operativamente a la voluntad para moverse libremente a la entrega a Jesucristo, al amor de Dios.

De otra parte, la “ley nueva”, la “ley de Cristo” también posee secundariamente una dimensión externa: unos preceptos y consejos, el Evangelio predicado por Jesús, su propia vida enseñada, transmitida y vivida en la Iglesia. Esta dimensión externa de la lex nova constituye objetivamente el contenido hacia el que se dirige la voluntad movida por la gracia del Espíritu Santo. De manera que la “nueva ley” indica lo que hay que hacer pero, sobre todo — y esto es lo formalmente “nuevo” de ley evangélica—, da la fuerza para cumplirlo.

Es conocida esta reflexión sobre la lex nova, y es innecesario desarrollarla aquí en toda su amplitud. En cambio, vale la pena observar que la articulación de los aspectos interior y exterior de la “ley nueva” esclarece igualmente las relaciones entre libertad y autoridad-obediencia, y más radicalmente permite comprender la asociación de la “obediencia” de Cristo y la “libertad” del Espíritu Santo para la realización de salvación en la Iglesia y en el cristiano. Esto resulta especialmente necesario cuando, en ocasiones, se contrapone dialécticamente la libertad del Espíritu y el carácter normativo de la ley evangélica, que reclama obediencia en actos externos determinados.

El contenido bíblico antes analizado supone que la “ley” evangélica es, ante todo, Cristo mismo: su predicación, vida, muerte y resurrección, como acto de obediencia al Padre en favor de los hombres. Ante la “Palabra” encarnada, cuya autoridad (todo poder en los cielos y en la tierra) se basa en la obediencia al Padre, surge el “oír-respuesta” humano, es decir, la “obediencia de la fe”. Esta obediencia del hombre se hace posible por la acción del Espíritu Santo que capacita para que, en la libertad de los hijos de Dios, el hombre rinda a Dios el homenaje racional de su inteligencia y voluntad. La “libertad del Espíritu”, no es la anarquía de la “carne”, sino el instinto interior de la gracia que configura la nueva criatura a Cristo en su obediencia, amor y ofrenda al Padre, en movimiento espontáneo provocado por el amor, la caritas. “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn 14, Jn 15, y Jn 21).

Fe-obediencia a Cristo —y en Cristo al Padre—, y libertad- amor en el Espíritu están implicadas una en la otra. La obediencia al mandato externo no es posible sin el movimiento interior del Espíritu Santo. Este conduce al cristiano a obedecer libre y espontáneamente, como desde dentro y movido por el amor, las prescripciones externas, que son el modo histórico —mientras peregrinamos hacia la casa del Padre— de la economía salvífica inaugurada con la encarnación del Hijo (en el régimen de la fe y de los medios salvíficos de la lex incarnationis).

De este modo, la “obediencia” y la “libertad” no resultan antitéticas e irreconciliables, sino que —por el contrario— la obediencia cristiana incluye, como un momento interno constitutivo, la libertad del Espíritu, que es su “perfección”: la voluntad espontánea. Y esto de modo análogo a como la obediencia de Jesús es perfecta porque perfectas son su libertad y amor al Padre en el Espíritu eterno. El Espíritu Santo actualiza en el cristiano “desde dentro” la obediencia salvífica de Cristo al Padre, cuya voluntad se manifiesta históricamente, para los hombres, en la autoridad de la nueva “ley” que es Cristo mismo.

IV.     Conclusión

La herencia ilustrada ha legado la idea de que la libertad es auténtica en la medida en que se apoya sobre el juicio individual. La libertad del individuo viene así enfrentada a una tradición recibida en una comunidad que se testifica y transmite por medio de unas Escrituras, instituciones y personas dotadas de autoridad. Esta autoridad resultaría, según esa idea, una intromisión en la autonomía individual, y la obediencia sería una abdicación de la conciencia.

Esta interpretación constituye, sin duda, un riesgo para una correcta idea de libertad. Pero también ofrece una ocasión para redescubrir el significado de la autoridad y obediencia cristianas. Obediencia no significa renunciar a la autodeterminación personal. La tradición teológica ha afirmado constantemente que la libertad supone obrar a partir de sí mismo, ex se ipso agere, spontanea voluntate, según Tomás de Aquino. En el cristiano esto sucede como despliegue y autorrealización de la “nueva criatura” en Cristo y en el Espíritu Santo. No implica, pues, una renuncia negativa, sino una afirmación de libertad eminentemente positiva: la asunción voluntaria del proyecto de Dios sobre la propia vida. Nunca es sumisión pasiva, sino libre adhesión al diseño de Dios propuesto por la palabra de la fe. La obediencia es la manifestación de la libertad de los hijos de Dios. No es un “límite” a la libertad (como lo entiende un individualismo reductivo), sino una libertad sostenida por el amor y puesta al servicio del amor a Dios y a los hermanos; enriquece y plenifica la persona para el servicio y la donación.

La obediencia y la autoridad en la Iglesia están al servicio de esta economía de la salvación. No se resuelven en la simple autoridad y obediencia de un hombre frente a otro. Toda obediencia sólo tiene sentido cuando se inserta en la obediencia salvífica de Cristo, y se identifica con la adhesión a Él. Sólo así puede entenderse una obediencia en la Iglesia realizada en la libertad del Espíritu, “no entre lamentos sino con alegría” (Hb 13, 17; 1Ts 5, 12; 1P 5, 5).

La afirmación de la responsabilidad personal y del carácter irrenunciable de la conciencia individual no supondrá un riesgo — muy al contrario— para quien advierte lúcidamente el carácter liberador de la obediencia al único Señor que puede merecer el don de la libertad humana, en lugar de los ídolos de este mundo. La libre obediencia es misterio de gracia y salvación. Ciertamente, esta percepción salvífica presupone madurez en esa fe por la que “el hombre se abandona totalmente a Dios, prestándole libremente el pleno obsequio del intelecto y de la voluntad” (DV 5).

José Ramón Villar en dadun.unav.edu

Notas:

1.     Vid. J. RATZINGER, Freiheit und Bindung in der Kirche, en E. CORECCO, N. HERZOG, A. SCOLA (ed.), Les droits fondamentaux du chrétien dans l'Église et dans la société, Friburgo 1980, pp. 37-52.

2.     W. MUNDLE, Oír, en L. COENEN-E. BEYREUTHER-H. BIETENHARD, Diccionario teológico del Nuevo Testamento, Salamanca 1993, vol. III, pp. 203-209; A. STÖGER, Obediencia, en J. B. BAUER, Diccionario de Teología Bíblica, Barcelona 1967, col. 715-721; G.  GATTI,  Obediencia, en L.  ROSSI-A. VALSECCHI (dir.), Diccionario Enciclopédico de Teología Moral,  Madrid 1974; H. RONDET, L’obéissance, problème de vie, mystère de foi, Lyon 1966.

3.     Nos inspiramos en P. RODRÍGUEZ, Espontaneidad y legalidad en la ley nueva, en “Scripta  Theologica” 19 (1987) 375-385. El lector encontrará   en este denso trabajo —que incluye más perspectivas de las que aquí traemos— una bibliografía básica sobre la “ley nueva” y el fundamento de la moral cristiana. Los textos relevantes de santo Tomás sobre el tema se hallan en la S. Th., 1-2, qq. 106 y 108.