Redacción de opusdei.org

Para un cristiano, el cielo está siempre a la vuelta de la esquina: la vida es, a la vez, viaje y destino

«La vida es un viaje, no un destino»: así reza una de las citas más populares que corren por la red [1]. Basta una simple búsqueda de estas palabras para dar con infinidad de imágenes y posters para todos los gustos: paisajes idílicos con un camino o una carretera serpenteando, una niña que se balancea en su columpio, composiciones gráficas con estilo vintage... Pero ¿qué significa realmente que la vida es un viaje, y no un destino? ¿Quizá estamos simplemente ante un tópico, una frase que triunfa porque permite relativizar los propios errores, o porque parece decir que lo demás es vivir y lo de menos cómo vivas o para qué? ¿Viaje y destino se oponen, después de todo? El destino, concretamente el destino de la vida, ¿no se juega en cada instante del viaje?

Estas preguntas requieren desde luego una aproximación serena. Veamos de entrada cómo el lema en cuestión inspira la vida de la gente corriente. En el mundo del running, por ejemplo, la idea de privilegiar el viaje sobre el destino tiene gran popularidad. Sucede que los corredores, sobre todo los principiantes, empiezan con objetivos ambiciosos, en términos de distancias que recorrer, forma física que adquirir o peso que perder. Y no resulta difícil imaginarse que la mayoría de las veces no logran cumplir esas metas tan fácilmente como esperaban. Así describía su vivencia un corredor:

«Día tras día fracasaba en mi objetivo. Día tras día se me hacía más evidente que no estaba hecho para correr. Cada carrera me ponía brutalmente frente a los hechos: seguía sin llegar al nivel. Sin embargo, lo que no había entendido sobre este deporte era lo mismo que ya tenía bien asumido en mis viajes: la clave es disfrutar del trayecto. [...] Me di cuenta de que cada carrera es un regalo. Cada carrera es una oportunidad de estar donde quieres estar. Con esta revelación, mi forma de correr cambió. Dejé de negar la alegría que sentía. Dejé de acumular días de fracaso. Empecé a vivir más “en el momento”, viendo cada carrera como una oportunidad para apreciar lo que tenía frente a mí» [2].

Este corredor estaba empezando a aprender una lección importante que cualquiera de nosotros puede aplicar al viaje de la vida. Por la fe, sabemos que nuestro destino se juega a lo largo de todos los momentos del viaje, porque la vocación cristiana es llamada a vivir enteramente de Dios y para Dios, ya en nuestro camino por la historia, y después en el cielo, cuando finalmente Él sea «todo en todos» (1 Co 15,28). San Josemaría decía por eso que «la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra» [3].

Sin embargo, esa unión pacífica entre recorrido y destino no es fácil de lograr. Podría decirse que, de hecho, es la obra de toda una vida. Y la vida es breve y larga a la vez. Como a aquel corredor, a veces nos puede suceder que, al proyectar la mirada hacia la meta y volver después con ella hacia donde estamos ahora, nos desanimemos: la vista de la distancia que nos queda por recorrer podría entonces incluso bloquearnos o hacernos desesperar del viaje. Pero Jesús nos ha prevenido ya ante esta tentación: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os añadirán. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su contrariedad» (Mt 6, 33-34). Cuando el Reino de Dios —es decir, la vocación a la santidad— se convierte en lo primero, cada paso es una oportunidad de estar donde quieres estar y con quien quieres estar. Desde este punto de vista, el cielo está siempre a la vuelta de la esquina: la vida va siendo, a la vez, viaje y destino.

Vamos a considerar, pues, algunos aspectos de nuestro viaje hacia el cielo. En primer lugar, la certeza de que no viajamos solos: tenemos a Dios como amigo y compañero de viaje. En segundo lugar, la necesidad de salir al paso del desánimo, aprendiendo a dar la vuelta a nuestros límites y a nuestros pecados. Finalmente, la convicción de que vivir en el presente es la mejor manera de encontrar la felicidad en esta tierra y también en el cielo.

Camina humildemente con tu Dios

En el Antiguo Testamento, el breve libro de Miqueas está lleno de profecías de castigo. A través de su profeta, Dios reprende a los samaritanos por su idolatría; reprocha a su pueblo un culto externo, hueco; y también predice, por primera vez, la caída de Jerusalén. Pero eso no es todo: su mensaje es también anuncio de esperanza y de salvación. La misión de Miqueas no consiste solo en condenar el mal, sino también en recordar al pueblo que Dios está muy cerca: «Hombre, se te ha hecho saber lo que es bueno, lo que el Señor quiere de ti: tan solo practicar el derecho, amar la bondad, y caminar humildemente con tu Dios» (Mi 6, 8).

El Espíritu Santo —porque es él quien habla a través de los profetas— no nos dice que caminemos hacia Dios, como si él estuviera lejos, esperándonos al final de un largo camino. Nos dice que caminemos con él. Él nos acompaña en todo y se interesa por todo: lo que pensamos, lo que miramos, lo que decimos, lo que deseamos: «Jesucristo, que es Dios, que es Hombre, me entiende y me atiende porque es mi Hermano y mi Amigo» [4].

Caminar con Dios significa recorrer con él todos los episodios, grandes y pequeños, de mi vida; hablarlo todo con él, escucharle en todo momento; exponerme a que me pueda pedir cosas que no me espero, o a que me lleve por caminos que no imaginaba. Quien camina con un amigo está en la disposición de hablar y de escuchar. Así caminaban los discípulos de Emaús, aunque no sabían hasta qué punto aquel desconocido que los escuchaba con tanta atención y les hablaba con tanta fuerza era su Hermano y su Amigo. No lo sabían, pero estaban caminando con Dios, y Dios les estaba abriendo horizontes insospechados (Lc 24, 13-35). «¡Señor, qué grande eres siempre! Pero me conmueves cuando te allanas a seguirnos, a buscarnos, en nuestro ajetreo diario. Señor, concédenos la ingenuidad de espíritu, la mirada limpia, la cabeza clara, que permiten entenderte cuando vienes sin ningún signo exterior de tu gloria» [5].

Dios quiere, además, que caminemos con él humildemente. ¿Qué significa esto? Nos lo sugiere Él mismo en una de las oraciones más breves del salterio: «Señor, mi corazón no se ha engreído, ni mis ojos se han alzado altivos. No he marchado en pos de grandezas, ni de portentos que me exceden. He moderado y acallado mi alma como un niño en el regazo de su madre. Como niño satisfecho está mi alma» (Sal 131, 1-2). Caminar humildemente con Dios significa trabajar sin aspirar a unos resultados o éxitos que no dependen de mí, y que quizá no me corresponden; estar contento con lo que tengo, con lo que Dios me da, con lo que la vida me presenta. Y vivir eso… intensamente. La paradoja es que, si caminamos humildemente con Dios, de hecho haremos cosas mucho más grandes de lo que creíamos. «¿No has visto las lumbres de la mirada de Jesús cuando la pobre viuda deja en el templo su pequeña limosna? —Dale tú lo que puedas dar» [6].

Dale la vuelta a tus defectos

«La gracia, precisamente porque supone nuestra naturaleza, no nos hace superhombres de golpe», escribe el Papa. «Pretenderlo sería confiar demasiado en nosotros mismos» [7]. La fragilidad, las dificultades, las equivocaciones, forman sencillamente parte del camino de la vida. Admitir esta realidad no significa rendirse o resignarse a pecar; es simplemente aceptar nuestros límites y nuestros tiempos, y también los de la realidad.

Pero nuestro orgullo no acaba de aceptarlo. El diablo también lo sabe, y no se limita a tentarnos para alejarnos de Dios: una vez nos ha logrado seducir, intenta aún «hacer leña del árbol caído»; se sirve de nuestros pecados o de nuestra fragilidad para desalentarnos, porque sabe que ese es un método eficaz para hacernos a abandonar el viaje. De ahí que necesitemos aprender a dar la vuelta a nuestras caídas y miserias; es decir, a sacar provecho y experiencia de ellos. Esto puede sonar extraño, pero es uno de los principios más importantes y fundamentales del crecimiento en la vida interior. Así lo han entendido desde hace siglos los maestros de espiritualidad.

Hay personas, escribe uno de ellos, a las que les «ocurre habitualmente que se asombran de sus faltas, que se inquietan, que se avergüenzan; se enfadan consigo mismos y acaban por desanimarse. Son otros tantos efectos del amor propio, efectos mucho más perjudiciales que las propias faltas» [8]. La última línea es sorprendente. La vergüenza, la inquietud y el desánimo en los que nos podemos dejar caer al ver nuestros límites hace mucho daño. Nos empuja lejos de Dios, y nos predispone hacia el pecado, que irónicamente es lo que nos había desanimado en primer lugar. Se trata, en fin, de un círculo vicioso que nos impide reconciliarnos con Dios, mirarle a la cara y decirle que estamos arrepentidos y que queremos su perdón.

A veces lo que nos puede pasar es que no nos perdonemos a nosotros mismos. Nos enamoramos quizá más de nuestra idea de perfección que de Dios, y entonces nos falta la humildad para recomenzar. «Nunca debes desanimarte, por muchas veces que caigas; debes decirte a ti mismo: “Aunque me caiga veinte veces, cien veces al día, me levantaré de nuevo cada vez, y seguiré mi camino”. ¿Qué importará, después de todo, que te hayas caído en el camino, con tal de que llegues al final? Dios no te lo va a reprochar» [9]. Lo más importante, pues, es retomar el camino volviendo a Dios todas las veces que sea necesario. La contrición ante nuestros pecados puede convertirse en un trampolín que nos impulse de nuevo hacia Dios: «Que los tropiezos y derrotas no nos aparten ya más de Él. Como el niño débil se arroja compungido en los brazos recios de su padre, tú y yo nos asiremos al yugo de Jesús. Solo esa contrición y esa humildad transformarán nuestra flaqueza humana en fortaleza divina» [10].

Vive el presente

La única manera de recorrer nuestro camino es hacerlo paso a paso. Nadie sube una montaña de un salto, y menos aún si se trata de una cima a gran altura: a veces será necesaria una buena temporada de entrenamiento y de aclimatación; y necesitaremos hacer etapas, acampar, retomar fuerzas con el confort de un equipaje bien escogido, al tiempo que disfrutamos de la conversación y del paisaje, cambiante en cada etapa. En definitiva, necesitamos concentrarnos en nuestra realidad más inmediata o, dicho de otro modo, vivir en el presente.

Vivir en el presente significa reconocer el momento actual como el único en el que puedo recibir la gracia de Dios y cumplir su voluntad. El enemigo también sabe esto demasiado bien, de modo que va a intentar alejarnos todo lo posible de nuestro aquí y ahora, angustiándonos con un pasado que nos decepciona o con un futuro que nos inquieta; o haciendo que nos perdamos en imaginaciones de lo que podía haber sido, o de lo que podría ser. Y si logra algo de todo esto, entonces ya está logrando enfriar nuestro amor, porque el amor solo se conjuga en el presente [11].

Vivir en el presente no quiere decir ignorar el pasado y el futuro, sino ponerlos en su lugar. Estar en paz con el pasado, reconciliados con Dios y con los demás... y también con nosotros mismos, por la aceptación de quienes somos y de quienes hemos llegado a ser. Y estar en paz con el futuro, porque, aunque Dios cuenta y vibra con nuestros planes y proyectos, nos quiere serenos. In manibus tuis tempora mea, dice otro salmo. En tus manos está mi tiempo, mis cosas (cfr. Sal 31, 15). «En tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro… [12]», podemos rezar con san Josemaría. La aceptación y el abandono crean el clima necesario para vivir el presente con serenidad y con intensidad.

La confianza en nuestro Padre Dios nos lleva «a movernos por la vida con soltura de hijos de Dios, a razonar y decidir con libertad de hijos de Dios, a enfrentar el dolor y el sufrimiento con serenidad de hijos de Dios, a apreciar las cosas bellas como lo hace un hijo de Dios» [13]. Tener la soltura de un hijo de Dios es vivir centrado en el aquí y en el ahora, atento a hacer lo que él quiere de mí: trabajar, descansar, rezar, consolar, reírme... Hay «un tiempo para cada cosa» (Qo 3, 1), y el mejor modo de acertar es vivir cada momento con el Señor: todo cuanto hagáis de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3, 17). Si cultivamos este diálogo constante con Dios, identificaremos más fácilmente lo que nos distrae y nos desvía del camino: momentos de evasión en el teléfono o en nuestra imaginación, pensamientos oscuros, atolondramiento, «mística ojalatera»… [14]. Así podremos volver más fácilmente a ese camino probado y verdadero hacia la santidad, que consiste en hacer lo que debo y estar en lo que hago [15].

Vivir el presente nos permite agradecer lo que tenemos y, por eso mismo, disfrutar de la vida. De nuevo, «la felicidad en el Cielo es para los que saben ser felices en la tierra» [16]. La felicidad viene de la conciencia de que soy amado aquí y ahora por mi Padre Dios y de que él me colma de regalos cada día. Estar demasiado preocupados por nuestros fracasos en el pasado o por los peligros del futuro nos incapacita para percibir las cosas buenas que se nos ofrecen en el momento presente. Por eso es muy bueno que dediquemos tiempo cada día, en nuestra oración, quizá en nuestro examen de conciencia, a la gratitud. ¿Cómo me ha amado Dios hoy? ¿Qué cosas concretas puedo agradecerle?

Persevera hasta el final

«Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas», nos dice Jesús (Lc 21, 19). Llegar al final del camino es vital. Todos soñamos con llegar a decir, como san Pablo: «He peleado el noble combate, he alcanzado la meta, he guardado la fe» (2Tm 4, 7). Lo conseguiremos conservando la fe hoy, ahora mismo. Uno podría sentirse fácilmente abrumado frente a la perspectiva de ser fiel durante diez, veinte, cuarenta, ochenta años. ¿Cómo puedo estar seguro de mi fidelidad en un camino tan largo? En realidad, no se trata de estar seguro de que no me apartaré de Dios durante las próximas décadas; se trata de ser fiel a nuestro Señor hoy, con la gracia que él nos da en este momento. Viviendo así es como recorreremos el camino de la vida hasta su término.

Los cristianos reconocemos que «la vida es un viaje, no un destino» como algo obvio. Sabemos que nuestra vida no termina aquí y que, por tanto, estos años en la tierra no son el destino. Y, a la vez, sabemos que nuestra verdadera vida, nuestro destino, ya está aquí, en cada instante: nuestra vida está «escondida con Cristo en Dios» (Col 3, 3). Por eso, necesitamos que «la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra» [17]; necesitamos que se haga su voluntad «en la tierra como en el cielo». Y entonces, sí, haremos «camino al andar» [18]: cada paso que demos hará nuestro camino y hará nuestro destino.

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Notas:

1.      La cita se suele atribuir a Ralph Waldo Emerson, aunque no existe una referencia escrita que lo atestigüe.

2.      John Bingham, «Enjoy Your Journey» www.runnersworld.com.

3.      San Josemaría, Forja, n. 1005.

4.      Forja, n. 182.

5.      San Josemaría, Amigos de Dios, n. 313.

6.      San Josemaría, Camino, n. 829.

7.      Papa Francisco, Gaudete et exsultate, n. 50.

8.      J.-N. Grou, Manuel des âmes intérieures, Lieja, 1851, p. 159. «Lo peor del caso es que, como observa San Francisco de Sales, a veces uno se desanima y se enfada por haberse enfadado, se impacienta de haberse impacientado. ¡Qué desastre! ¿No tendríamos que ver en eso orgullo en estado puro?» (p. 160).

9.        J.-N. Grou, Manuel des âmes intérieures, pp. 160s.

10.       San Josemaría, Via Crucis, 7ª estación.

11.       Cfr. C.S. Lewis, Cartas del diablo a su sobrino, cap. 15.

12.       Via Crucis, 7ª estación, n. 3.

13.       F. Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 3.

14.       Cfr. San Josemaría, Conversaciones, nn. 88, 116.

15.       Cfr. Camino, n. 815.

16.       Forja, n. 1005.

17.       Amigos de Dios, n. 75.

18.       «Caminante, no hay camino; se hace camino al andar» (A. Machado, Campos de Castilla, «Proverbios y cantares», XXIX. San Josemaría cita este verso en Carta 6, n. 75).

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Primer capítulo de una nueva serie sobre el camino hacia la santidad, una aventura en la que no solo se trata de «darse» sino, sobre todo, de «recibirse»

Como un príncipe. Así se sentía aquel chico, a pesar de sus pocos años y de su ropa modesta y gastada, cuando al entrar en la iglesia se veía envuelto por la música vibrante del órgano. «Tenía la impresión de que nos saludaba a mí y a mis pequeños compañeros como si fuéramos príncipes», diría muchos años más tarde, recordando su infancia en Canale d’Agordo, un pueblo minúsculo al noreste de Italia. En esa experiencia infantil situaba Albino Luciani el inicio de «una vaga intuición, que luego se convertiría en convencida certeza»: la Iglesia católica «no es solo algo grande, sino que también hace grandes a los pequeños» [1].

Elige la Vida

Estas líneas del beato Juan Pablo I evocan naturalmente las de Santa María en el Magnificat. Precisamente la palabra que abre el canto de nuestra Madre significa hacer grande, cantar las grandezas de alguien. María enaltece a Dios porque Él hace grandes a los pequeños. «Manifestó el poder de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó de su trono a los poderosos y ensalzó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos los despidió vacíos» (Lc 1, 51-53).

Junto a este canto de María, san Lucas nos ha transmitido también una expansión del corazón del Señor que, en cierto modo, podríamos llamar el Magnificat de Jesús. Como su Madre en Ain Karim, cuando lo llevaba en su seno, Jesús se llena ahora de «alegría en el Espíritu Santo», al ver cómo Dios se vuelca con los pequeños: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10, 21-22).

Pero ¿qué es lo que le ha sido dado descubrir a los pequeños? Empezando por María y José, y siguiendo por los apóstoles y las mujeres que acompañaban al Señor, hasta tantos cristianos a lo largo de veinte siglos, ¿en qué consiste esa revelación a los humildes? ¿Qué es lo que los hace grandes? Un pasaje del Deuteronomio nos puede guiar hacia una primera respuesta. El Señor habla al corazón de su pueblo, en un tono solemne y tierno a la vez: «Hoy pongo ante ti la vida y el bien, o la muerte y el mal (...). Hoy pongo por testigos contra vosotros los cielos y la tierra: pongo ante vosotros la vida y la muerte, la bendición y la maldición; elige, pues, la vida, para que tú y tu descendencia viváis, amando al Señor, tu Dios, escuchando su voz y adhiriéndote a Él, porque Él es tu vida y la prolongación de tus días en la tierra que el Señor prometió dar a tus padres Abrahán, Isaac y Jacob» (Dt 30, 15.19-20).

El hecho de que estas palabras alternen el «vosotros» y el «tú» parece querer mostrarnos que el Señor no habla simplemente a su pueblo, en general: está hablando a cada uno y a cada una, porque la elección por la Vida se decide en el corazón de cada una de sus criaturas. «La Vida»: así, con mayúsculas, solía escribir san Josemaría, cuando se refería a la gracia y a la gloria; a la Vida con Dios, aquí en la tierra, y después en el cielo. Conmueve releer estas palabras suyas del mes de junio del 75, pocos días antes de irse al cielo: «Todos somos la misma Vida de Cristo:

¡y hay tanto que hacer en el mundo! Vamos a pedirle al Señor, siempre, que nos ayude a todos a ser fieles, a continuar la labor, a vivir esa Vida, con mayúscula, que es la única que merece la pena: la otra no vale la pena, la otra se va, como el agua entre las manos, se escapa. En cambio, ¡esta otra Vida!» [2].

«Elige la vida». Con esas palabras fuertes del Deuteronomio, y sus mil ecos en el evangelio [3], nos está diciendo el Señor a cada uno: mira que yo te he creado para que vivas, para que seas feliz… ¿Me vas a elegir, vas a elegir la Vida? Eso es lo que han descubierto, y lo que han escogido, los «pequeños»: saben que toda el ansia infinita de vivir que llevan dentro tiene su fuente y su destino en Dios. Y no quieren otra cosa. Han entendido que triunfar en la vida, lograr su vida, es dejar que el amor de Dios los inunde, y repartirlo después a manos llenas. De María, la hermana de Marta dirá el Señor que «ha escogido la mejor parte», y que «no le será arrebatada» (Lc 10, 42). Y a sus discípulos los reconfortará en ese mismo sentido: «No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino» (Lc 12, 32). Los «pequeños» viven de Dios; es lo que los hace grandes. Y eso es la santidad: vivir de Dios; y, desde Dios, para los demás.

Santidad es darse, pero es aún más «recibirse»

Al considerar la vida de los santos, los «pequeños» que han escogido la Vida, no es extraño que se nos presente con frecuencia en primer plano lo que su santidad ha supuesto de renuncia, de lucha, de «empequeñecimiento». Está claro: el santo necesariamente se opone a muchas fuerzas adversas. Jesús nos ha preparado el camino y nos ha adelantado que eso sucedería: «En el mundo tendréis sufrimientos» (Jn 16, 33); «Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15, 20); «Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo» (Lc 22,31). No queda, en fin, margen para una visión fácil de la vida cristiana; aunque tampoco es fácil cualquier otra forma de vida en la tierra: al final siempre es necesario el sacrificio, la renuncia, la lucha por diversos fines, más o menos elevados.

«Mientras peleamos —una pelea que durará hasta la muerte—, no excluyas la posibilidad de que se alcen, violentos, los enemigos de fuera y de dentro» [4]. Y es que el amor a Dios encuentra distintas formas de resistencia también en nosotros, porque supone «perder cosas»: uno renuncia a tener el control de todo en su vida, o a satisfacer todos sus antojos; uno se expone a perder quizá la aprobación de algunas personas, a tomar su cruz... «Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas» [5]. Uno pierde ciertamente muchas cosas de lo que el mundo llama «vida». Sin embargo, quien pierde así su vida no la pierde en el vacío, sino en Dios. «El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16, 25). El santo «se pierde» en Dios, y así, precisamente, empieza a «encontrarse».

¿Y qué significa «encontrarse» en Dios? Escribe san Juan en su primera carta: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó» (1Jn 4, 10). La frase griega está escrita en un tiempo verbal particular, el aoristo, que es una especie de «pasado abierto». Es el mismo tiempo que domina tanto el Magnificat de María como el de Jesús. Lo que se designa en todos estos casos son «acciones que el Señor realiza de modo permanente en la historia» [6], en la historia de cada uno y de cada una. De modo que san Juan no está diciendo que Dios me ha amado una vez para siempre, sino que Dios me está amando siempre. Y que cada vez que yo amo realmente, es Dios quien me está amando, y quien está amando en mí. Aquí y ahora.

Así, es verdad que el santo se entrega, que «pierde su vida», pero es aún más verdad —en el sentido de que es una verdad que abraza y fundamenta a la anterior— que el santo «se encuentra» en Dios, y «se recibe» todo él de Dios, análogamente a como Jesús se recibe enteramente del Padre [7]. Esa es la fuente secreta del amor de los santos; eso es lo que les permite vivir de un modo que puede parecer imposible o insoportable a una mirada meramente humana. Así, aun sintiendo a diario todos sus límites y debilidades, avanzan con el alma «metida en Dios, endiosada»; en ellos «se ha hecho el cristiano viajero sediento, que abre su boca a las aguas de la fuente» [8].

A sus discípulos, que lo miran perplejos, les dice Jesús: «Para comer yo tengo un alimento que vosotros no conocéis» (Jn 4, 32). Él vive de hacer la voluntad de su Padre: esa es su vida, esa es su gloria; no necesita más (cfr. Jn 4, 33-34). Solo unos instantes antes, ha estado diciendo a la samaritana, junto al pozo: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le habrías pedido a él y él te habría dado agua viva» (Jn 4, 10). El Señor nos lo dice al oído a cada uno. Si conocieras el don de Dios, si te dieras cuenta de lo que quiero darte, no sería yo quien te pidiera un sorbo de agua; no sería yo quien te pidiera tu tiempo, tu fuerza, tu paciencia, tu lucha... Serías tú quien me pediría: Señor, ¿qué necesitas? Ya no medirías ni calcularías lo que le das a Dios, porque te darías cuenta de que es Él quien se entrega a ti cada vez que tú le das algo, aunque sea una pequeña moneda, aunque sea un vaso de agua... Cada vez es «todo un Dios» [9] el que se entrega a ti.

Se entiende quizás mejor ahora por qué, al pensar en la santidad, hablamos también de entrega, de renuncia: es porque existe una resistencia en nosotros. El mundo está herido, las relaciones están heridas, porque lo están los corazones... Pero esta resistencia, aun siendo real, tiende a perder fuerza en la medida en que estamos unidos a Dios. El esfuerzo por darse una y otra vez no desaparece, pero se funde con el don que nosotros mismos nos sabemos, con el amor infinito que nos abraza. Los hombres y las mujeres de Dios viven en una «paradójica confluencia de felicidad y dolor» [10], como Jesús en la Cruz; sienten con una certeza profunda que están recibiendo más de lo que dan: su alma «se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas» [11]. Como Santa María, saben que Dios está haciendo grandes cosas en ellos (cfr. Lc 1, 49); que en ellos está amando aquel que siempre ama primero, aquel que es la fuente de su amor.

La santidad consiste por eso a fin de cuentas en entrar y permanecer en esa «corriente trinitaria de amor» [12]que tiene su origen en el Padre, y que llega a nosotros a través de Jesús, el predilecto, el primer amado: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor» (Jn 15, 9). Y ese amor del Padre y de Jesús en el que queremos permanecer es el Espíritu Santo: por eso lo llamamos el santificador [13] y dador de vida [14]. «¿Y los santos de Dios? ¡Oh, cada uno de los santos es una obra maestra de la gracia del Espíritu Santo!» [15].

Combate, cercanía, misión

Con estos pocos compases quedan delineados los ejes principales de la serie que ahora comienza. Los capítulos que la componen aportan diferentes perspectivas acerca de ese camino hacia la santidad en el que Dios nos quiere a todos, cada uno a su manera: «por la derecha, por la izquierda, en zig-zag, caminando con los pies, a caballo» [16]… Los ejes de la serie se resumen en tres palabras, que definen también las líneas maestras del Padrenuestro: combate, cercanía, misión. Aunque los tres motivos atraviesan la serie de inicio a fin, porque están siempre presentes en el camino hacia Dios, tiene sentido detenerse unos instantes en el porqué de este orden; sobre todo si tenemos en cuenta que, en este camino, lo fundamental es el amor que Él nos tiene.

No parece necesario insistir en lo ingenuo de pensar que sea posible vivir de Dios sin encontrar resistencia, en nosotros y fuera de nosotros. Aunque no sea este el motor secreto del camino hacia la santidad, ni muchas veces su punto de partida, la lucha no tarda en presentarse: «Hijo, si te acercas a servir al Señor, prepárate para la prueba. Endereza tu corazón, mantente firme y no te angusties en tiempo de adversidad» (Si 2, 1-2). La prueba, la tentación, el combate… son inevitables en un mundo herido por el pecado. «El reino de los Cielos padece violencia, y los esforzados lo conquistan» (Mt 11, 12). Empezar la reflexión desde esta perspectiva permite salir al paso de una visión demasiado cándida y buenista del camino hacia el cielo. Sin embargo, sería también ingenuo y superficial pensar que la santidad consista ante todo en esa lucha. La santidad consiste en vivir de Dios, en dejar que Él viva en mí (cfr. Ga 2, 20).

«Dios está junto a nosotros de continuo (…). Y está como un Padre amoroso —a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos—, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando» [17]. Esta cercanía, por la que nos sabemos escuchados en la oración y en todo momento, nos la manifiesta Dios también a través de nuestros hermanos en la fe: la amistad, el acompañamiento espiritual, los sacramentos... Un cristiano se sabe siempre acompañado de cerca, por Dios y por sus hermanos; se sabe siempre en casa. Y es eso lo que a su vez lo acerca a los demás, para darles también ese calor de hogar que él recibe de continuo. Así lo vivió, como tantos otros, la beata Guadalupe: «La certeza que tenía de la cercanía de Dios, de su amor por ella, la llenaba de sencillez y serenidad y le hacía no tener miedo de sus errores y de sus defectos, e ir siempre para adelante buscando querer en todo a Dios y a los demás» [18].

El camino hacia la santidad no es, pues, un camino solitario, ni tampoco un proyecto de salvación individualista. Todo en la vida de un cristiano dice relación, familia. El Señor, nuestros hermanos, nuestros hijos, nuestros padres, nuestros amigos, nuestros colegas… son la razón de ser de nuestros esfuerzos, de nuestros vencimientos. Si no fuera por ellos quizá dejaríamos de luchar, quizá nos rendiríamos… Pero sabemos que, igual que podemos contar con su apoyo, cuentan ellos con nosotros; en fin, que nos necesitan: «Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar» [19]. Así han vivido los santos: de Dios y para Dios; de los demás y para los demás.

* * *

Cuando san Josemaría pensaba en el destino de nuestro viaje, imaginaba el momento en que «toda la Grandeza de Dios, toda la Sabiduría de Dios y toda la Hermosura de Dios, toda la vibración, todo el color, ¡toda la armonía!» se volcaría en «ese vasito de barro que somos cada uno de nosotros» [20]. Y se echaba a un lado, imaginando a sus hijos aún más arriba: «Tengo una debilidad y es que os quiero mucho. Pienso que mi Cielo va a consistir en colarme por una puertecita y ponerme en un rincón, mirando y amando a la Trinidad Beatísima. Y desde allí, escondido, ver en el paraíso a mis hijas y a mis hijos muy en alto, muy cerca de Dios» [21].

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Notas:

1.      Luciani (Beato Juan Pablo I), «In occasione del restauro dell’organo della chiesa di Canale d’Agordo», en Opera Omnia, Vol. 9, EMP, Padua 1989, p. 457.

2.      San Josemaría, notas de una reunión familiar, 7-VI-1975, citado en S. Bernal, Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei; Rialp, Madrid 1980, 6ª ed., p. 174. Cfr. también p.ej. Camino, nn. 218, 255, 399, 737; Surco, n. 817; Forja, nn. 777, 818.

3.      Se trata en particular de uno de los hilos conductores del evangelio de san Juan. Cfr. p. ej. los diálogos con la Samaritana (Jn 4, 10-14) y con Marta (Jn 11, 25-27); cfr. también Jn 5, 39-40; Jn 7, 37-39; Jn 10, 10.

4.      San Josemaría, Amigos de Dios, n. 214.

5.      Ibidem, n. 301.

6.      Benedicto XVI, Audiencia, 15-II-2006.

7.      Cfr. Lc 10, 22; Jn 5, 26; Jn 17, 24; Sal 2, 7.

8.      Amigos de Dios, n. 310.

9.      Amigos de Dios, n. 111.

10.       San Juan Pablo II, Carta apostólica Novo millennio ineunte (6-I-2001), n. 27.

11.       Amigos de Dios, n. 307.

12.       San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 85.

13.       Cfr. Catecismo de la Iglesia católica, n. 739.

14.       Cfr. Misal Romano, Credo de Nicea-Constantinopla; Catecismo, n. 202.

15.       San Juan XXIII, Discurso, 5-VI-1960.

16.       San Josemaría, citado en A. Sastre, Tiempo de caminar, Rialp, Madrid 1989, p. 252.

17.       Camino, n. 267.

18.       F. Ocáriz, «Guadalupe: un camino al cielo en la vida cotidiana», ABC, 13-V-2019.

19.       Francisco, Evangelii gaudium, n. 273.

20.       San Josemaría, notas de una reunión familiar, 20-X-1968, citado en A. Sastre, Tiempo de caminar, p. 625.

21.       San Josemaría, notas de una reunión familiar, 5-IV-1970, citado en ibidem.

Leonardo F. Massimino

4.        Las diferentes teorías en torno a la limitación de los derechos

4.1.    La teoría del interés público

La teoría del interés público posee una larga tradición en la doctrina y jurisprudencia de nuestro país. Según este enfoque, la intervención del Estado en la economía, mediante la sanción de regulaciones o la reglamentación de los derechos, tiende a asegurar el bien común [12].

El dictado de la regulación o la reglamentación de un determinado derecho supone que esa intervención corrige las fallas del libre juego de la oferta y la demanda o rectifica situaciones inequitativas (BUSTAMENTE, Jorge, 1993, p. 37).

Un rasgo distintivo de esta teoría es la creciente influencia normativa sobre el proceso de intervención estatal, ya que además de no realizar un análisis técnico sobre la eficacia de ese proceso, tiende a identificar los resultados teóricos de la normativa con sus resultados reales. Se supone dogmáticamente que la intervención, en sí misma, es idónea para corregir las fallas” del mercado, sin indagar en los resultados de la misma.

Una vez identificada la falla del mercado, se recurre a la intervención o reglamentación como un correctivo infalible de aquélla, lo cual es puesto en duda por las escuelas siguientes.

4.2.    La teoría del acuerdo colectivo

El fundamento de la intervención reside, según esta teoría, en el dilema del prisionero o en el dilema de la acción colectiva (MITNICK, Barry M., La Economía…op.cit. p. 180) [13]. En tal sentido, la regulación representa un acuerdo al que presuntamente arribarían todos los sujetos aún los que se opondrían, en principio a la misma sabiendo que las consecuencias de esa intervención los beneficiaría a todos (incluidos a los mismos opositores). De esta manera la regulación supera las fallas de mercado forzando un presunto acuerdo que se representa en la regulación.

La teoría del interés colectivo sostiene que, en ausencia de costos de transacción [14], el acuerdo solamente estaría bloqueado cuando el beneficio esperado por el disidente de la regulación es superior al que resultaría del bien colectivo proyectado en la misma.

Un concepto interesante desde esta perspectiva es que la intervención estatal no constituye un sustituto idóneo a un intercambio frustrado por “costos de transacción”, sino que configura un costo más, de naturaleza jurídica, que reduce el ámbito de la libre contratación [15].

En definitiva, esta teoría asume la objeción de los costos y beneficios pero ese análisis es presunto y supera el dilema de la acción colectiva. Sin embargo, termina siendo una determinada teoría política que justifica la intervención del Estado según la visión que posea el sistema constitucional de un país, abandonando el mecanismo de consenso voluntario y, con ello, consideraciones de eficiencia como vía de solución de la intervención del Estado (MITNICK, Barry M., La Economía…op.cit. p. 180).

4.3.    La teoría económica de las regulaciones

La teoría económica de la regulación o de la intervención del Estado se focaliza en el análisis económico de la oferta y la demanda. En concreto, argumenta que las regulaciones son el resultado de presiones de los grupos de interés, lo cual se vincula con la denominada “teoría de la captura de agencia”, que ha sido desarrollada por la ciencia política.

Sin embargo, la doctrina especializada argumenta que no siempre que existe un organismo regulatorio los grupos afectados tienen la capacidad de controlarlo: ello depende, dicen, de la cantidad de personas involucradas ya que el cálculo costo-beneficio es distinto cuando el grupo es pequeño que cuando el grupo es amplio y hay ocasión de actuar adoptado conductas especulativas (free rider) como vimos (STIGLER, George J., 1971, p. 3).

Desde esta perspectiva, la intervención estatal será requerida por algunos sectores en beneficio de esos sectores, dado que se concibe a las mismas como un recurso sumamente escaso y valioso. Por esa razón, el tamaño o capacidad de gestión que posean esos grupos para requerir la intervención estatal es un elemento relevante para analizar el comportamiento futuro de ellas. De todos modos, se señala que estas regulaciones no satisfacen el interés general, como dicen, sino el puramente sectorial de los grupos favorecidos [16].

4.4.    El enfoque institucional. El análisis de eficiencia

El enfoque institucional permite explicar el impacto de las distintas estructuras jurídicas sobre la conducta de las personas a partir de la pauta de la eficiencia.

Si bien tradicionalmente se ha colocado a los “fines públicos” sobre los “fines privados” ya que los primeros se los identifica con la virtud del bien común y los segundos con el egoísmo individualeste enfoque señala que tanto el contrato como la intervención estatal son marcos institucionales alternativos y complementarios. Es decir, el marco consensual (contrato) es complementario del marco compulsivo y jerárquico (intervención estatal).

Al respecto, se propone que la evaluación de los marcos institucionales alternativos sea en base a la pauta de “eficiencia”. En tal sentido, el marco Institucional es eficiente cuando –a menor costo que otro marco institucional alternativo facilita los intercambios voluntarios y como resultado, los agentes absorben todos los costos de su conducta y obtienen todo los beneficios.

Hay ineficiencia cuando el marco institucional favorece conductas de sujetos que se apropian de los beneficios, pero no se hacen cargo de todos los costos (externalidad negativa) y/o de sujetos que asumen todos los costos, pero no pueden apropiarse de todos los beneficios (externalidad positiva).

Desde esta perspectiva, podrían delinearse o clasificarse cuatro tipos o modalidades básicas de la intervención estatal. Las regulaciones más eficientes son aquellas en las que los costos y los beneficios de la intervención se encuentran dispersos entre todos los destinatarios y también aquéllas en las que los costos y los beneficios están concentrados entre los sujetos de la intervención como puede ser el caso de una norma que fija un peaje para la utilización de un determinado camino o ruta: paga el peaje quien utiliza la ruta.

Por otra parte, las regulaciones en las cuales los beneficios se encuentran concentrados y los costos dispersos son las típicas regulaciones de fomento en las que, una empresa se ve favorecida por un determinado régimen de promoción industrial, cuyos costos, en definitiva, son sufragados por toda la población a través de los impuestos que deja de percibir por el régimen establecido.

Finalmente, cabe identificar aquellas regulaciones en las cuales sus beneficios están dispersos y los costos se encuentran concentrados en determinados sujetos como es el caso, por el ejemplo, de la intervención estatal que declara como servicio público una determinada actividad. En estos casos, el prestador está sometido a determinadas cargas y obligaciones, cuyos beneficiarios son todos los usuarios del servicio.

4.5.    El análisis costo-beneficio de la intervención pública

El análisis costo-beneficio es como vemos un abordaje cada vez más empleado para el análisis de la actividad reglamentaria del Estado y que ha merecido tratamiento en la doctrina, legislación y jurisprudencia de nuestro país [17].

En el ámbito de ciertas contrataciones del Estado, en nuestro país, la introducción oficial del análisis de costo-beneficio en tanto herramienta que permite la determinación de la eficiencia de una medida se operó con la ley 24.759, de aprobación de la Convención Interamericana contra la Corrupción, sancionada en 1996. Ello, sin embargo, de forma elíptica pues la norma no alude expresamente al “análisis costo-beneficio” sino a la “eficiencia” de la decisión.

El Artículo III, inc. 5º de dicha Convención establece que: “(...) [L]os Estados Partes convienen en considerar la aplicabilidad de medidas, dentro de sus propios sistemas institucionales, destinadas a crear, mantener y fortalecer: (...) 5. Sistemas para la contratación de funcionarios públicos y para la adquisición de bienes y servicios por parte del Estado que aseguren la (...) eficiencia de tales sistemas.” [18]

Se ha dicho que un ejemplo de adopción, por parte del legislador, del análisis costo-beneficio proviene de una reglamentación emanada  de la Sigen: la resolución 192/02 de la Sindicatura General de la Nación [19], de fines del 2002, que regula la decisión eficiente en materia de perjuicio fiscal. Al respecto, todo conflicto llevado a sede judicial depara costos, y, según los casos, dichos costos pueden o no superar los beneficios de una sentencia favorable. Pues bien, la pre-mencionada resolución, dictada con invocación del decreto 1154/97 interpreta la expresión “perjuicio fiscal registrado” a los efectos de cuándo se opera un perjuicio al Fisco, y fija la pauta, una vez determinada la responsabilidad y el monto del perjuicio fiscal, para determinar la “economicidad” o “anti-economicidad” de iniciar actuaciones judiciales contra el responsable. La citada resolución se motiva en que “procede establecer un monto mínimo del daño patrimonial, debajo del cual su recupero devenga razonablemente antieconómico para el Estado Nacional” [20]. Ello, en razón de que “en la medida en que la relación costo-beneficio, en función de los gastos causídicos que demanden las actuaciones judiciales, pueda resultar negativa y termine produciendo un mayor menoscabo” [21]. Por ello, la resolución que mencionamos resuelve fijar dos “pautas de anti-economicidad”: a) el recupero de sumas inferiores al 50% de la asignación mensual básica de los agentes de nivel “A” del escalafón [22], o bien b) en el caso de montos mayores, que se demuestre “fundada, precisa y concretamente” que la relación costo-beneficio resulte negativa [23].

4.3.    Las visiones consecuencialistas

En línea con los enfoques anteriores, los análisis consecuencialistas se focalizan en examinar las consecuencias que producen las decisiones estatales sobre los comportamientos de las personas. Al respecto se ha dicho que, en términos generales, el análisis económico del derecho puede ser definido como “tomarse las consecuencias seriamente”. (COOTER, Robert, 2002).

La preocupación por las consecuencias de la intervención estatal en cualquiera de sus manifestaciones es creciente en los diferentes poderes y órganos del Estado. En tal sentido, en el ámbito del Poder Ejecutivo, por ejemplo, la misma ley nacional de procedimientos administrativos requiere que la intervención administrativa resulte proporcional a la finalidad que persigue la emisión del acto administrativo [(art. 7 inc. e) LPA].

Así, por ejemplo, la Procuración del Tesoro de la Nación, en dictámenes 256:358, en el que se discutía si era o no aplicable el precedente de "Ángel Estrada y Cía. SA. v. Resolución 71/96 Secretaría de Energía y Puertos" (expte. 750-002119/96)” al supuesto allí considerado, descartó esa aplicación al sostener que:

1.6. La razonabilidad de una decisión de proyección pública, como un acto administrativo o un fallo de la Corte Sup., por ejemplo, se detecta en los efectos sociales que produce o puede producir. Ése es un test más seguro que el de proporcionalidad que usualmente se emplea.

En dictámenes 197:27 se consideró que la interpretación de normas promocionales resulta privativo de la administración pero se aclaró que esas consideraciones no deben estar exentas del sello de razonabilidad que deben ostentar todos los actos estatales. Como pauta para medir esa razonabilidad se expresó que la correcta hermenéutica de la norma analizada impone armonizar adecuadamente los fines promocionales que inspiraron su dictado con el principio de razonabilidad de los medios que pueden arbitrarse para alcanzarlos de forma tal que el bien común, que satisfaga la aplicación de la franquicia en n caso dado, resulte siempre proporcionalmente superior al sacrificio fiscal que correlativamente dicha exención signifique para la comunidad.

En el ámbito del Poder Judicial, la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha señalado desde antiguo que las consecuencias de las decisiones adoptadas es uno de los índices más seguro para analizar la razonabilidad de una norma.

En tal sentido, la acordada 36/98 de la Corte Suprema de Justicia ha creado una unidad de análisis de las decisiones del máximo tribunal con el objeto de analizar las consecuencias que produce en materias diversas [24]. La relevancia del análisis de las consecuencias de los actos jurídicos es reconocida en la misma acordada en los siguientes términos:

“3) la importancia de las cuestiones señaladas precedentemente justifica que sobre ellas se efectúe un razonable juicio de ponderación en el cual “… no debe prescindirse de las consecuencias que naturalmente derivan de un fallo toda vez que constituye uno de los índices más seguros para verificar la razonabilidad de la interpretación y su congruencia con el sistema en el que está engarzada la norma” [25].

La Corte Suprema de Justicia hace referencia al juicio de ponderación que debe realizarse entre el objetivo buscado y los medios elegidos para cumplirlo. Sin embargo, el juicio de ponderación puede ser un enunciado opaco, ya que no tiene un contenido definido más allá del que el juez le conceda en cada caso [26]. Para darle contenido a la “ponderación” se utiliza el “análisis de costo beneficio” al que nos hemos referido. El ambiente en el que se desarrollan estos análisis consecuencialistas es en el del control de razonabilidad o de proporcionalidad de la intervención estatal. En ese sentido, en la Primera conferencia Nacional de Jueces (2007), se concluyó que los jueces deben tener en cuenta las consecuencias de sus decisiones, prestando atención a las demandas que la población tiene respecto de la justicia y la división de poderes [27].

La teoría de la acción individual y colectiva en un contexto institucional.

Los enfoques economicistas del derecho muestran, según un sector de la doctrina, algunos límites para ser aplicados a todos los casos y además, presentan cierta despreocupación por la acción colectiva (LORENZETTI, Ricardo, 2015.).

En ese marco, el análisis neo-institucional afirma que las instituciones tienen una importancia relevante en el desarrollo de los pueblos y en la contratación. En tal sentido, se dice que la “progresiva referencialidad pública” del derecho privado es una verdadera necesidad lo cual lleva a una cada vez mayor confluencia con las instituciones del derecho público (CARBAJALES, Mariano, 2009).

En el campo contractual, se dice, hay numerosos avances en este enfoque. Por ejemplo, se ha señalado que si en la época de la codificación el derecho mercantil era un derecho de contratos, ahora lo es de instituciones, en el sentido en que las regulaciones exceden en mucho el mero intercambio inter-partes, para aprehender el fenómeno sistemático típico de cada sector, incluyendo aspectos relativos al control público, a la defensa del consumidor, a la previsibilidad económica, a la organización de la competencia, y lógicamente a los contratos. (LORENZETTI, Ricardo, op. cit., p. 3).

5.        La limitación de los derechos y un fundamento diferente

Si bien la noción de poder de policía resulta, como vemos, opinable, es evidente su utilización generalizada en la doctrina y en la jurisprudencia. En tal sentido, los nuevos enfoques proponen un abordaje diferente de la cuestión procurando focalizar, más que en el pecto limitativo de los derechos, en la faceta tuitiva de los derechos personales [28].

En tal sentido, estos nuevos enfoques parten del reconocimiento del carácter no absoluto de los derechos y su posibilidad de reglamentación razonable (arts. 14, 19, 28 y 75 inc. 30 CN). Esta circunstancia es reconocida por los Tratados Internacionales con jerarquía constitucional, que, lejos de oponer los derechos de los particulares a las potestades del Estado, presuponen su coordinación y equilibrio al establecer que:

“En ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática” [29].

De la misma manera, la Convención Interamericana sobre Derechos Humanos de San José de Costa Rica determina que los derechos de cada persona están limitados por los derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las justas exigencias de una sociedad democrática. Asimismo, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales determina que en el ejercicio de los derechos que el tratado garantiza, el Estado podrá someter tales derechos únicamente a las limitaciones determinadas por la ley, sólo en la medida compatible con la naturaleza de esos derechos y con el exclusivo objeto de promover el bienestar general en una sociedad democrática [30].

Según esta perspectiva las diferentes normas del derecho positivo de nuestro país integralmente considerado aceptan la regulación y limitación de los derechos, es decir, aceptan el ejercicio del poder de policía, pero advirtiendo que en todos ellos se hace hincapié en la protección de los derechos. Desde esta perspectiva, el poder de policía adquiere un papel más tuitivo que limitativo de los derechos individuales.

Entonces, observando el instituto desde su finalidad, se dice que se presenta como una actividad estatal, que tiene en miras la protección de la vigencia de los derechos individuales y de ciertos bienes jurídicos protegidos, mediante la limitación del ejercicio de otros, en aras del bien común y la justa convivencia social.

De esta manera, el poder de policía se despoja de la connotación autoritaria, adquiriendo un contenido más concreto definido por su finalidad tuitiva de aquellos valores fundamentales para la comunidad.

En definitiva, se dice, ya no hablamos de la limitación de los derechos individuales puramente como ejercicio de al potestas estatal, sino como un deber del Estado de proteger la vigencia de ciertos derechos, para la que se requiere contener el ejercicio de otros, de manera que aquéllos no se vean anulados

6.        La limitación de derechos. Recapitulación

6.1.      Introducción

En los apartados anteriores se han mencionado diferentes perspectivas sobre el modo en que el fenómeno de la actividad interventora del Estado es abordado; puntos de vista que muestran, por un lado, una preocupación creciente por las consecuencias o los efectos que esas intervenciones producen en el ámbito de los derechos de los ciudadanos o de la sociedad en general (apartado II) y un propósito cada vez más tuitivo de los derechos de los particulares (apartado III).

Si bien las tendencias referidas y los nuevos modos de abordar estas cuestiones provienen algunos del campo económico y otros de la ciencia jurídica, es posible identificar en todos los casos un fundamento común de la intervención estatal que va adquiriendo una fisonomía diferente mucho más provechosa y fértil en el estudio de los temas de nuestra disciplina [31].

En tal sentido, la mutación del centro de gravedad en el estudio de la potestad reglamentaria del Estado desde la necesidad de reafirmar el poder del Estado hacia el compromiso de proteger los derechos de la persona por sólo el hecho de “ser” persona y formar parte de una comunidad, importa un verdadero de cambio paradigma que trastoca el modo que, hasta el presente, abordábamos esta temática.

Por esa razón y si bien cada uno de estos aspectos justificarían análisis más pormenorizados, en los apartados siguientes nos referiremos brevemente a la particular naturaleza de estos derechos sobre los que recae la intervención, los condicionamientos y/o los principales limites que encuentra la tarea reglamentaria según estos enfoques y una mención de algunas maneras en que pueden ser agrupados.

6.2.    La intervención estatal y los derechos humanos subjetivos

La preocupación de los estudios por la actividad reglamentaria del Estado se adentra al contenido mismo de la intervención y la finalidad protectoria que persigue. Este fenómeno confluye con la mutación que, al mismo tiempo, adquiere la conceptualización de los derechos fundamentales a la luz de los tratados internacionales.

En efecto, los derechos subjetivos sobre los que recae la intervención o la reglamentación adquieren, en el marco de un Estado que incorpora en su pirámide los tratados de derechos humanos, fisonomía y contenidos diferentes y específicos por cuanto el sujeto referido en esos instrumentos los titulariza como “hombre” que es y no sólo por ser parte de un Estado [32].

Este enfoque re-significa el rol del Estado en la reglamentación de los derechos, que se convierte, a partir de esta mutación, en un sujeto obligado y garante principal de la vigencia de esos derechos subjetivos en lugar de un mero espectador de ellos.

Los derechos humanos adquieren vigencia en el derecho interno de un Estado mediante los tratados incluidos en el ordenamiento y esa vigencia favorece el status de hombres que forman parte de un Estado –el “suyo”, a cuya población pertenecen y del que son parte, y no de hombres que directamente están situados en la comunidad internacional (aun cuando sean sujetos de derecho internacional).

Siempre es el derecho interno (constitucional) el ámbito de instalación de los derechos, porque es el Estado al que ese derecho interno de la organización y estructura, el que incorpora a su elemento humano un conjunto de hombres en el que conviven territorialmente.

De las afirmaciones anteriores se extrae otra conclusión que, aunque pareciera tener poco o nada que ver con ellas, es trascendental para comprender los nuevos enfoques en esta materia: si el hombre es parte de un Estado, y es dentro de ese Estado (en su derecho interno) donde se instala con un status personal de derechos, se vuelve disvalioso que el derecho interno de “su” Estado le condicione los requisitos al derecho de nacionalidad, porque los derechos son “del hombre en cuanto persona” y no en cuanto a nacional de un Estado y se enfatiza que son derechos del hombre en cuanto persona (nacional o extranjero) dentro de un Estado de cuya sociedad es parte. (BIDART CAMPOS, Germán, 1991, p.362).

En definitiva, desde esta visión en la cual el hombre titulariza los derechos como “hombre” y no como parte de un Estado aunque forme parte de él, re-significa el rol del Estado en la reglamentación de los derechos, razón por la cual adquiere importancia la cuestión relativa a la limitación o límites de los derechos.

6.3.    La cuestión de los límites de los derechos

Las manifestaciones que venimos formulando nos enfrentan, entonces, a la afirmación de que los derechos sobre los que recae la reglamentación y/o la intervención estatal no son absolutos sino que los derechos llevan u tienen en sí mismos un carácter limitado o relativo y una función social, por lo que su ejercicio implica el deber de no extralimitarlos, o dicho de otro modo, el deber de no violar ni interferir los derechos ajenos, el orden, la moralidad pública, etc.

En tal sentido y si bien la dicotomía “limites” y “limitación de derechos despierta cierto interés teórico, sí puede resultar útil la dualidad de límites objetivos y límites subjetivos [33]. Límites objetivos serían los intrínsecos que derivan de la propia naturaleza del derecho y de su función social, así como de las limitaciones externas que se imponen a su ejercicio por causa de los derechos de terceros, de la moral pública, del orden y, para quienes aceptan que el bien común es un límite, también por razón del mismo bien común. Límites subjetivos serían los provenientes de la actitud del sujeto titular del derecho, que los ejerce de buena fe, funcionalmente, y en subordinación a los límites objetivos. (BIDART CAMPOS, Germán, op. cit., p. 221.)

Los límites objetivos y subjetivos pueden no ser respetados en cuyo caso el titular incurso en esa responsabilidad no merece la protección que tutela a los derechos. Es decir, como ha señalado cierta doctrina, los derechos ejercicios con extralimitación no son acreedores a la defensa y protección que se les dispensa normalmente [34].

Los derechos poseen, en definitiva, determinados límites –si es que se prefiere continuar con el uso de la expresión que están demarcados por el contenido esencial o simplemente el contenido del derecho, lo cual delimita no sólo el ejercicio por parte de su titular sino también el modo en que se conjuga con el ejercicio que otros realicen de sus propios derechos (SERNA; TOLLER, 2000, p. 44).

6.4.    Los distintos propósitos de la intervención. Clasificaciones

Las reglamentaciones de derechos con fundamento en el interés general han sido consideradas tradicionalmente como regulaciones abstractas y generales enfatizando en el interés público de la población. La gran mayoría de esas intervenciones, si bien adscriben a una visión crítica del intercambio voluntario de derechos de allí justamente la necesidad de una intervención estatal correctiva, fueron explicadas tradicionalmente a través de la difundida clasificación de Jordana de Pozas de actividades de servicio público, policía y fomento.

Los más modernos enfoques, en cambio, al adentrarse en el contenido mismo de la actividad reglamentaria centrando sus preocupaciones en sus fundamentos, costos, beneficios, efectos o consecuencias, etc. y en la naturaleza misma de los derechos sobre los que recae la reglamentación, permiten otro tipo de clasificaciones.

En tal sentido, la teoría de la regulación –que explica el fenómeno intervencionista con auxilio o complemento con las denominadas fallas de mercado clasifica las regulaciones en tres grupos: las regulaciones de control que tiende a impedir la conducta abusiva de quienes producen bienes y servicios; las de fomento son las dictadas en interés de los productores y tienden a promover el desarrollo de determinadas actividades y las regulaciones de solidaridad que buscan corregir las situaciones inequitativas de mercado. Al mismo tiempo, las regulaciones de control pueden ser “técnicas” si se refieren a las características de los bienes en el mercado –ej.: regulaciones de medicamentos y “operativas” si se refieren a las condiciones de ejercicio de actividades “riesgosas” – ej. regulaciones de tránsito, de higiene y seguridad en el trabajo, etc.-. (BUSTAMANTE, Jorge, p. 15).

Desde otra perspectiva se ha dicho que también pueden ser clasificadas en “regulaciones sociales” y en las denominada “regulación económica”, según si el fundamento de si dictado es social o económico (PROSSER, Tony, Law and Regulators, p. 10 y 11). La regulación social tiene una base “redistributiva” fundada en la finalidad de evitar una indeseada redistribución del bienestar o de las oportunidades en la sociedad. La regulación económica como vimos incluye las restricciones impuestas por el gobierno a las decisiones empresarias respecto al precio, cantidades, entrada, salida, del mercado [35].

Adviértase que los modos en los que se agrupan las distintas formas de intervención del Estado se emparentan de alguna manera con el modo de distinguir los derechos fundamentales entre los derechos primera, segunda y tercera generación, según el caso.

Es que las definiciones de derechos humanos, y la aplicación que  de ellas se haga a determinados derechos para subsumirlos o dejarlos fuera de la categoría, no deben marginar a los actualmente reconocidos como derechos económicos y sociales –y también culturales que han hallado cabida en el constitucionalismo social y en los tratados internacionales, debiendo procurarse que ingresen también los denominados de tercera generación. (BIDART CAMPOS, Germán, p. 232.)

Se trata, por decirlo de manera más simple, de dos caras de una misma moneda: la particular naturaleza de los derechos humanos involucrados (según sea la “generación a la que pertenezcan”) requieren una especial limitación por parte del Estado para adecuarlo (según el fundamento o finalidad que se persiga) al ejercicio de los derechos de los demás y al bien común, dando lugar a la particular forma o clasificación de que se trate.

7.        A modo de conclusión

En este trabajo se ha referido a algunas tendencias o nuevas perspectivas de abordaje de la actividad interventora del Estado, las cuales muestran, por un lado, una finalidad cada vez más tuitiva de los derechos de los particulares y, por el otro, una preocupación creciente en las consecuencias derivadas de esa intervención.

Si bien las tendencias referidas y los nuevos modos de abordar estas cuestiones provienen algunos del campo económico y otros de la ciencia jurídica, es posible identificar en todos los casos un fundamento común de la intervención estatal que va adquiriendo una fisonomía diferente mucho más provechosa y fértil en el estudio de los temas de nuestra disciplina [36].

La mutación del centro de gravedad en el estudio de la potestad reglamentaria del Estado hacia la protección de los derechos de la persona humana por el sólo hecho de “ser” persona y formar parte de una comunidad, importa un verdadero de cambio paradigma que trastoca el modo que, hasta el presente, abordábamos esta temática.

La problemática del poder de policía –si es que se insiste en mantener esa nomenclatura debe entenderse en una concepción servicial subordinada a la particular naturaleza de los derechos sobre los que recae la intervención y su razonabilidad reinterpretarse a la luz de los condicionamientos y/o los principales límites que encuentra la tarea reglamentaria según estos enfoques.

Leonardo F. Massimino, en https://dialnet.unirioja.es/

Notas:

12    En relación al concepto y mayores recaudos de especificidad y concreción que ha de reunir la noción  de interés público puede verse (RODRIGUEZ ARANA MUÑOZ, Jaime, 2012).

13    El “dilema de la acción colectiva” se plantea cuando ciertos acuerdos, que beneficiarían a todos los intervinientes, no pueden celebrarse por la actitud estratégica de algunos que prefieren optar por no colaborar, en la esperanza de que los demás llevarán el esfuerzo de todos modos y los reticentes se beneficiarían del resultado sin contribuir al mismo. Esta actitud se denomina free riding que es aquel fenómeno que se plantea cuando un determinado grupo llega a cierto tamaño y las personas piensan que la defección individual no afectará el resultado.

14    El concepto de “costos de transacción” es amplísimo y comprende los aspectos institucionales (regulaciones estatales restrictiva) y fácticas, como toda la amplia gama de circunstancias que dificulta llegar a un acuerdo entre varias personas acerca de una cuestión de interés común. La verdadera solución consiste en la reforma institucional que tienda a disminuir los costos de transacción (cfr. BUSTAMANTE, Jorge, p. 40).

15    Son las normas generales, abstractas, de acceso abierto, características de derecho privado, las que pueden reducir los costos de transacción, mediante la creación de instituciones que favorezcan (y no restrinjan) los intercambios. Y cuando ello ocurre, es la competencia y no la regulación la que elimina las llamadas “fallas de mercado”. (cfr. BUSTAMANTE, Jorge, p. 42.).

16    Además de la obra citada en la nota anterior ver también, STIGLER, George S., “What can regulators regulate?- The case of electriciy”, en The Citizen and the State - Essays on Regulation, The University of Chicago Press, 1975.

17    En tal sentido ver el meduloso trabajo de SACRISTÁN, 2005, p.111.

18    Además del art. III, inc. 5° de la Convención aprobada por ley 24.759, del que da cuenta GORDILLO, Agustín, Tratado…op.cit., Tomo I, 1998, 5ta. ed., p. XVI-15/17 véanse la ley 23.696, art. 69 sobre privatización de servicios y 23.697, arts. 43, 44, 56, 84; dto. 1023/01, arts. 3° inc. a) y 9°; dto. 992/01, art. 12 y cl. 1 del modelo de contrato para el sistema de administración de Unidad Ejecutora de Programa, en lo referido a decisiones eficientes.

19    B.O. 9/12/02, p. 3, y su complementaria en el B.O. del 13/12/02, p. 15.

20    Res. SIGEN 192/02, cons. 4°.

21    Res. SIGEN 192/02, cons. 4°.

22   Res. SIGEN 192/02, art. 1°.

23    Res. SIGEN 192/02, art. 1°.

24    Ver al respecto, DÍAZ, Rodolfo, Una acordada “Alberdiana”. La Unidad de Análisis Económico. La Ley 13/11/2009.

25    La Acordada 36/2009 (09/09/2009) de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

26    SOLA, Juan V., La Corte Suprema y el Análisis Económico del Derecho, La Ley, 25/09/2009. Del mismo autor, El análisis económico del derecho. O cómo tomarse las consecuencias seriamente. LL, 03/04/2008.

27    Ver las conclusiones de la “Primera Conferencia Nacional de Jueces” en La Ley, 01/02/2007.

28    En este apartado citamos a RODRIGUEZ CAMPOS, p. 711.

29    Declaración Universal de Derechos Humanos, art. 29, inc. 2.

30    Ver RODRIGUEZ CAMPOS, op. cit., p. 714.

31    La doctrina ha consolidado este tipo de enfoques. Al respecto, ver, por ejemplo, SOLA, Juan Vicente, Constitución y Economía, Lexis Nexis, Abeledo Perrot, Bs. As., 2004. RIVERA, Julio César, Economía e interpretación jurídica, La Ley, 09/10/2002, entre otros.

32    La expresión derechos humanos subjetivos es una de las tantas denominaciones posibles de los derechos humanos fundamentales. En relación a la nomenclatura de estos derechos ver BIDART CAMPOS, Germán, p. 156).

33    Ver Peces Barba, 1980, p. 110 y ss.

34    Esta afirmación lleva a considerar que es impropio hablar del “abuso” de los derechos fundamentales por cuanto, en realidad, si el abuso de derecho significa algo, es, sin más, la ausencia de derecho, la falta de derecho y/o de la obligación (cfr. SERNA; TOLLER, 2000, p. 98.

35    Ver al respecto AGUILAR VALDÉZ, 2003, p.82.

36    En forma concordante con esta evolución que requiere mayores recaudos de especificidad y concreción que ha de reunir la noción de interés público puede verse RODRIGUEZ ARANA MUÑOZ, 201

Leonardo F. Massimino

1.        Introducción [1]

La noción del poder de policía es, sin lugar a dudas, una de las más discutidas en la disciplina ius-administrativa [2]. La razón principal de las diferencias reside probablemente, en que a partir de esa noción se restringen, con mayor o menor intensidad, los derechos individuales de las personas.

Por otra parte, debido a la oscilante intervención del Estado en la actividad económica y social, en los últimos años se ha generalizado el empleo del vocablo regulación que también hace referencia al quehacer estatal que incide en el campo de los derechos.

Si bien los vocablos poder de policía y regulación no son técnicamente sinónimos ni intercambiables, ambos connotan a una porción de la actividad desarrollada por el Estado que tiene por objeto limitar, modular o simplemente establecer el modo en que deben ser ejercidos los derechos que el ordenamiento positivo reconoce a los particulares sobre materias diversas [3].

El propósito de este trabajo consiste en poner en evidencia algunas tendencias o nuevas perspectivas de abordaje de la actividad interventora del Estado, las cuales muestran, por un lado, una finalidad cada vez más tuitiva de los derechos de los particulares y, por el otro, una preocupación creciente en las consecuencias derivadas de esa intervención [4].

Tiene sentido práctico referirse a esas perspectivas y tendencias dadas las implicancias que ellas y sus corolarios importan tanto sobre el ejercicio de la función de administrar como sobre el control judicial que recae en esa actividad. Más aún, podría decirse que esas tendencias cristalizan, en realidad, una nueva visión sobre la naturaleza y concepción misma del rol del Estado en su vínculo con los particulares. Al mismo tiempo y más en detalle, se observa una complejidad creciente en identificar las fuentes de las que breva la disciplina ius-administrativa en la actualidad.

El plan de exposición será el siguiente. En primer lugar formularé algunas precisiones terminológicas. Luego, me referiré muy brevemente a la polémica suscitada en torno a la conveniencia o no de mantener la noción de poder de policía y el modo en que este debate se vería incidido por la evolución en la materia. Posteriormente, describiré brevemente las principales teorías que se esgrimen para explicar las limitaciones de derechos. En cuarto, término, expondré una recapitulación procurando despejar los aspectos en los que se ponen de relieve las tendencias actuales en esta materia. Finalmente, constan las conclusiones del trabajo.

La noción del poder de policía es, sin lugar a dudas, una de las más discutidas en la disciplina ius-administrativa [5]. La razón principal de las diferencias reside probablemente, en que a partir de esa noción se restringen, con mayor o menor intensidad, los derechos individuales de las personas.

Por otra parte, debido a la oscilante intervención del Estado en la actividad económica y social, en los últimos años se ha generalizado el empleo del vocablo regulación que también hace referencia al quehacer estatal que incide en el campo de los derechos.

Si bien los vocablos poder de policía y regulación no son técnicamente sinónimos ni intercambiables, ambos connotan a una porción de la actividad desarrollada por el Estado que tiene por objeto limitar, modular o simplemente establecer el modo en que deben ser ejercidos los derechos que el ordenamiento positivo reconoce a los particulares sobre materias diversas [6].

El propósito de este trabajo consiste en poner en evidencia algunas tendencias o nuevas perspectivas de abordaje de la actividad interventora del Estado, las cuales muestran, por un lado, una finalidad cada vez más tuitiva de los derechos de los particulares y, por el otro, una preocupación creciente en las consecuencias derivadas de esa intervención [7].

Tiene sentido práctico referirse a esas perspectivas y tendencias dadas las implicancias que ellas y sus corolarios importan tanto sobre el ejercicio de la función de administrar como sobre el control judicial que recae en esa actividad. Más aún, podría decirse que esas tendencias cristalizan, en realidad, una nueva visión sobre la naturaleza y concepción misma del rol del Estado en su vínculo con los particulares. Al mismo tiempo y más en detalle, se observa una complejidad creciente en identificar las fuentes de las que breva la disciplina ius-administrativa en la actualidad.

El plan de exposición será el siguiente. En primer lugar formularé algunas precisiones terminológicas. Luego, me referiré muy brevemente a la polémica suscitada en torno a la conveniencia o no de mantener la noción de poder de policía y el modo en que este debate se vería incidido por la evolución en la materia. Posteriormente, describiré brevemente las principales teorías que se esgrimen para explicar las limitaciones de derechos. En cuarto, término, expondré una recapitulación procurando despejar los aspectos en los que se ponen de relieve las tendencias actuales en esta materia. Finalmente, constan las conclusiones del trabajo.

2.        Algunas precisiones terminológicas

Las expresiones “poder de policía” y “regulación”, si bien poseen una utilización frecuente en la doctrina y jurisprudencia, no están exentas de ambigüedades y confusiones.

La noción de “poder de policía” parte del reconocimiento del carácter no absoluto de los derechos de los ciudadanos y su posibilidad de reglamentación razonable por parte del Congreso de la Nación en los términos de los artículos 14, 19, 28 y 75 inc. 30 de la Constitución Nacional.

El término regulación no ha tenido una utilización frecuente entre nosotros, donde, en cambio, se ha preferido la palabra reglamentación de derechos. Para un sector de la doctrina, la palabra regulación es sinónimo de reglamentación en sentido jurídico y no son una especie jurídica nueva. Las regulaciones son reglamentaciones al ejercicio de los derechos constitucionales.

Sin embargo, en el common law y en el derecho comunitario europeo, la palabra no suele usarse en el sentido de reglamentación de derechos –según la entendemos nosotros–, sino para describir la actividad del Estado en cuanto interviene en el funcionamiento de ciertas actividades económicas. Esta última actividad, entre nosotros, en cambio, puede comprenderse dentro de la noción de policía administrativa.

Un relevamiento del uso del vocablo en países europeos y en los Estados Unidos muestra que su utilización en la doctrina y jurisprudencia no ha estado exento de debates y ambigüedades.

En tal sentido, la doctrina muestra al menos cinco significados del término regulación y señala que importantes distinciones entre el uso de este vocablo en Europa y en Estados Unidos. Las mismas corrientes doctrinarias, tomando elementos de definiciones amplias y otras acotadas, concluyen en que el uso central de la palabra regulación se refiere a las intervenciones públicas que afectan las relaciones entre las personas a través de directivas y control (PROSSER, 1997, p. 4). Por ello, señalan que cualquier intento de proveer una definición omnicomprensiva de regulación resulta de poca utilidad, por dos razones, porque la variedad de definiciones del vocablo competencia posee diferentes niveles de generalidad y por la deficiencia en pretender incluir los usos más comunes en una única definición. Se argumenta que un más productivo abordaje de la cuestión es, siempre según la doctrina, examinar los fundamentos de propósitos de varias formas de regulación, y especialmente notar las tensiones entre ellos ya que dichas tensiones son de una importancia práctica considerable.

También son frecuentes los intentos de definir el vocablo regulación describiendo el conjunto de actividades y/o funciones que el mismo contiene o refiere. En ese sentido, Ariño Ortiz sostiene que cuando se habla de regulación se hace referencia a dos ámbitos distintos, una es la regulación externa, que en España se ha llamado “policía administrativa” (refiriendo a las condiciones de seguridad, salubridad, protección del medio ambiente de la actividad de que se trata, pero sin entrar en el interior de ésta ni predeterminar las decisiones empresariales). (ARIÑO ORTÍZ, Gaspar, 1993, p. 42).

Otro tipo de regulación es la llamada “regulación económica” (éste sería el nuevo sentido en que suele utilizarse el vocablo según Ariño): que afecta a sectores intervenidos (en muchos casos, de servicio público. La misma se centra fundamentalmente en los aspectos referidos a la entrada y salida de la actividad (en muchos casos, mediante concesiones) y afecta a las condiciones económicas en que la actividad se desarrolla, al quantum de producción, a las zonas o mercados que sirve cada empresa, a los precios o retribuciones que se perciben por ella y, en definitiva, al negocio mismo en que consiste la actividad.

En la doctrina española, en camino a establecer el concepto y las características de la regulación, destaca que la doctrina económica y jurídica realizaron algunos intentos de definición del término acotándolo e identificándolo a la noción de policía administrativa, siendo –según el citado autor– la definición ensayada por Argadoña la más representativa en ese sentido: “Un conjunto de reglas generales o de acciones específicas, impuestas por una autoridad o por una agencia administrativa, que interfiere directamente en el mecanismo de asignación de recursos en el mercado, o indirectamente alterando las decisiones de demanda y oferta de los consumidores y de las empresas”.

En un sentido similar, Yarrow destaca que con el término regulación se puede designar toda actividad del gobierno o de los organismos dependientes de él, encausándola a influir en los comportamientos tendientes al dictado de normas que orienten o restrinjan las decisiones económicas.

Para Mitnick las acciones de regulación constituyen una interferencia con las actividades objeto de la regulación, que se expresa en una desviación de lo que acontecía, un bloqueo una restricción o modificación de las opciones que tenía un sujeto, debiéndose destacar que la actividad regulada no es sustituida, ni la regulación es parte de ella. (MITNICK, Barry M., 1988, p. 180).

Por lo señalado, si bien podríamos señalar ciertas diferencias lingüísticas entre las expresiones “poder de policía” y “regulación”, las mismas no importan distinciones conceptuales de fondo. En ambos casos se hace referencia a una intervención estatal que modula, con mayor o menor intensidad, los derechos de los ciudadanos. Debe reconocerse, al mismo tiempo, que la expresión regulación responde a una visión crítica del libre funcionamiento de los derechos en los acuerdos entre las personas procurando alterar el resultado en un sentido o en otro, por razones de equidad o eficiencia.

3.        La noción de poder de policía en la doctrina. Diferentes posiciones

Las nociones de policía y poder de policía son objeto de diferentes interpretaciones en los estudios especializados. Entre las voces más críticas del concepto de poder de policía se encuentra la del Prof. Dr. Gordillo, quien ha propiciado la inutilidad práctica de la noción y su peligrosidad de cara a la defensa de los derechos individuales [8]. Sin embargo, esta posición, ha merecido también la réplica fundada de un sector de la doctrina que, contrariamente a la posición anterior, postula el mantenimiento de la noción y justifica su contenido útil en el marco del Estado de Derecho [9].

En los apartados siguientes, analizaremos brevemente los principales argumentos expuestos en relación a las críticas expuestas y, al mismo tiempo, las réplicas que éstas han merecido.

3.1.    Las críticas a la noción de poder de policía.

Los principales cuestionamientos a la noción de poder de policía, se sustentan en consideraciones de naturaleza ideológico-políticas y jurídico-prácticas que seguidamente mencionaremos por separado.

a)       razones de índole ideológico político

La posición crítica argumenta que hablar de Policía o de Poder de Policía es tomar como punto de partida el poder del Estado sobre los individuos.

La crítica expresa que “el que explica y analiza el sistema jurídico administrativo no puede partir de la limitación para entrar después inevitablemente a las limitaciones de las limitaciones. En un contrasentido explicarles en primer año a los alumnos cuáles son sus derechos y limitaciones reiterarlo luego en Derecho constitucional y dar una volteface a contramarcha en el Derecho administrativo, elaborando toda una teoría dedicada exclusivamente a las limitaciones a tales derechos […] Se parte del poder, se lo enuncia a nivel de principios, inconscientemente en algún caso se llega el punto máximo y se lo idolatra.” (GORDILLO, Agustín, 2000).

Este punto de partida –se afirma– resulta inaceptable, por ser contrario tanto a la realidad jurídico positiva como al sentido histórico del Instituto Poder de Policía.

Respecto del orden jurídico imperante, la crítica recuerda que “Al haber sido incluidas las Convenciones de Derechos Humanos en al Art. 75 inc. 22 de la Constitución Nacional, no pueden sus juristas partir del Poder del Estado como noción fundante de un sistema. Deben partir de las libertades públicas y derechos individuales, les guste o no, el derecho positivo vigente (GORDILLO, Agustín, 2000, p. V-2).

Atendiendo a su origen histórico, se ha señalado que el Poder de Policía fue, antiguamente, un valladar al Poder por constituir “una esfera de libertad hallada por exclusión”, siendo que hoy “en lugar de que la noción sirva para proteger a los individuos, hay que proteger a los individuos contra la noción” (GORDILLO, Agustín, 2000, p. V-19).

A resultas de ello, se postula su reemplazo por una nueva proposición, resumida en la “tensión entre regulación y desregulación”, concluyéndose que “Sostener esta noción (Poder de Policía) es negar la finalidad misma del Derecho administrativo, es en definitiva deliberadamente preferir el poder y no la libertad, la autoridad y no los derechos” (GORDILLO, Agustín, 2000, p. V-19, 20).

b)        Razones de índole jurídico-prácticas

Además de las objeciones formuladas en los párrafos precedentes, la posición crítica sostiene que el planteo de la noción de poder de policía pues esencialmente uno de técnica jurídica”. Ahora bien, cabe detenerse en la referencia a tales razones técnicos jurídicas.

La principal de ellas, radica en que el concepto de Poder de Policía suele ser considerado “como una atribución implícita en el ordenamiento jurídico, una atribución meta-jurídica que el Estado tiene a su disposición por su naturaleza o esencia […] antes o por encima de uno orden jurídico positivo”.

Así, (una gran cantidad de limitaciones a los derechos individuales son justificadas […] sustentándolas en dicho concepto, cuando en realidad muchas de ellas son antijurídicas y lo que ocurre es que se a empleado la impropia noción de Policía como aparente fundamentación de ellas”.

En consecuencia, desde esta posición crítica se propicia la supresión del concepto pues “Allí reside tal vez el valor fundamental de la eliminación que efectuamos: en evitar el empleo oculto de criterios políticos o sociológicos autoritarios para convalidad actuaciones administrativas al margen de la ley y en infracción a los derechos individuales”.

3.2.    La réplica de las críticas

En respuesta a la las críticas de la noción de poder de policía se ha recordado que la noción de poder de policía –diferente de las otras formas de actuación de la Administración tales como el servicio público y fomento [10]– aquélla no es sino la ejecución concreta de las leyes que, en ejercicio del denominado Poder de Policía, emite el Poder Legislativo.

La noción de poder de policía no implica, según la posición que reivindica su utilización, una preferencia del poder sobre la  libertad sino que, por el contrario, su existencia y razonable aplicación (policía) facilita el ejercicio coordinado de los derechos y la realización del interés general.

En ese sentido, la doctrina que aquí seguimos y tomamos como referencia, señala que –como nos lo recuerda Vignocchi– “la existencia en todo ordenamiento jurídico –aunque esté inspirado en principios de máxima libertad– de normas y prescripciones limitativas no pude ser puesta en duda […] Las limitaciones en general, y particularmente aquellas impuestas en función de exigencias público administrativas, se presentan pues, como algo íntimamente ligado a la existencia de los derechos […] haciendo con ello posible la coexistencia con los derechos y los poderes de los otros asociados, en una armónica atenuación de las distintas posiciones subjetivas”.

Dicen quienes reivindican esta posición que, lejos de estar a contrapelo de la realidad jurídico positiva nacional e internacional, se ve confirmada por los Pactos Internacionales que integran nuestra Constitución pues en todos ellos se reconoce el carácter no absoluto de los derechos, preceptuándose que serán gozados con sujeción a las limitaciones que se establezcan para asegurar los derechos de los demás y la satisfacción del interés público (“de la moral, el orden público y del bienestar general en una sociedad democrática”, reza la Declaración Universal de Derechos Humanos).

Tampoco parece, se dice, que a la luz de la jurisprudencia existente en materia de Poder de Policía y Policía, que la noción resulte peligrosa por permitir que, a su sólo ampro, la Administración pretenda justificar restricciones y limitaciones a los derechos que no hayan sido, previamente, establecidas por vía legal formal (CANDA, op. cit., p. 123 y ss.).

En cuanto a su vaguedad y carencia de régimen jurídico, sostiene la réplica –respecto de los primero– que es una consecuencia de la actividad administrativa toda, que se deja describir más que definir. Adviértanse que la misa crítica se suele formular respecto del servicio público (la otra gran forma de actividad administrativa) pero hasta la fecha no parece existir un criterio distintivo superador de la clásica tríada (Policía, Servicio Público y Fomento).

c) El debate sobre la noción poder de policía a la luz de la nueva visión. Remisión

Las nociones de policía y poder de policía, aún con todas sus imprecisiones, posee profundo arraigo y prédica en el discurso jurídico.

Por esa razón y como ha afirmado una calificada doctrina, la noción de policía no desaparece con sólo ignorarla, de allí que la normativa y jurisprudencia hablan de poder de policía señalando que su función es precisamente la protección de los derechos y libertades de los ciudadanos [11]. En ese sentido, en la actualidad, la noción de poder de policía no debe interpretarse en la actualidad como una forma sin más de limitación de derechos, sino precisamente como una forma de legitimación del Estado sobre la actividad de los particulares dirigida esencialmente a la protección de sus derechos y libertades, considerando estos últimos como el eje –principio y fin– de toda y cualquier protección del ordenamiento jurídico.

Como vemos, tanto la doctrina como la jurisprudencia al examinar la noción de poder de policía suelen invocar la sujeción de los ciudadanos a las normas de policía para declarar que son compatibles con los derechos y libertades públicas y, por tanto, ajustadas al ordenamiento jurídico. Ahora bien, ello no obsta –como veremos– que el ejercicio del poder de policía por parte del Estado deba tener una cobertura legal que habilite su actuación y que la jurisprudencia delimite también claramente los límites jurídicos de dicha actuación haciendo foco, precisamente para su resguardo y protección, en los derechos y libertades de los ciudadanos, tal como veremos en los apartados siguientes.

Por tanto la noción de poder de policía continúa siendo útil como elemento de legitimación y para explicar la actuación del Estado en determinados ámbitos materiales, como es la esfera jurídica de los particulares, siempre dentro de los límites que marca el ordenamiento jurídico. Ahora bien, es necesario hacer referencia a las diferentes teorías que se enuncia para justificar y/o fundamentar una limitación de los derechos de los particulares, tarea que realizamos seguidamente.

Leonardo F. Massimino en https://dialnet.unirioja.es/

Notas:

1   El presente trabajo fue expuesto por el autor en el marco del “Instituto de Derecho Administrativo” (IDA) de la Facultad de Derecho Administrativo de la Universidad Nacional de Córdoba, cuya dirección está a cargo del Dr. Julio Altamira Gigena.

2   La “crisis” del poder de policía y la conveniencia o no de mantener ese concepto es motivo de constantes debates en el derecho público. Al respecto ver (GORDILLO, Agustín, 2003 p. V-12.)

Una explicación sobre las vicisitudes que suscita el lenguaje jurídico ver  (CARRIÓ, Genaro, 1990, p.  26).

4   La complejidad inherente a la determinación y características de las fuentes del derecho administrativo en la actualidad es reflejada por RODRIGUEZ ARANA MUÑOZ, Jaime, SENDÍN GARCIA, Ángel, PEREZ HUALDE, Alejandro y FARRANDO, Ismael en el prólogo a la obra Fuentes del derecho administrativo, IX Foro Iberoamericano de Derecho Administrativo, 2010, Mendoza, Argentina. Ediciones Rap, 2010.

5   La “crisis” del poder de policía y la conveniencia o no de mantener ese concepto es motivo de constantes debates en el derecho público. Al respecto ver (GORDILLO, 2003, p. V-12).

6   Una explicación sobre las vicisitudes que suscita el lenguaje jurídico ver (CARRIÓ, Genaro, 1990, p. 26.

7   La complejidad inherente a la determinación y características de las fuentes del derecho administrativo en la actualidad es reflejada por RODRIGUEZ ARANA MUÑOZ, Jaime, SENDÍN GARCIA, Ángel, PEREZ HUALDE, Alejandro y FARRANDO, Ismael en el prólogo a la obra Fuentes del derecho administrativo, IX Foro Iberoamericano de Derecho Administrativo, 2010, Mendoza, Argentina. Ediciones Rap, 2010.

8   En tal sentido, ver GORDILLO, 2003, p. 237 y ss.

9   Ver CANDA, 2003, p. 123 y ss. En este apartado, a los fines del análisis de los argumentos críticos a la noción de poder de policía, y su réplica seguimos el provechoso trabajo precidato de Fabián Canda.

10    Recuérdese la triple clasificación decimonónica de la intervención estatal de Jornadas de  Pozas (servicio público, fomento y poder de policía). Ver Jordana de Pozas, Luis, Ensayo de una teoría de fomento en el derecho administrativo”, en Revista de Estudios Públicos N° 48 (1949), p. 41 y ss. (cit. Por CANDA, op. cit., p. 123 y ss.).

11    En el mismo sentido, AGUADO I CIUDOLA, Vicenc, Derecho de la seguridad privada, Thomson, 429, 2005, p. 45, El autor propicia, del mismo modo, el mantenimiento del concepto poder de policía en relación a la noción de auto-tutela administrativa, proveniente de la doctrina italiana (en concreto, BENEVISTE, 1959, p. 539 y ss)

Antonio Malo

A pesar de haber trascurrido más de medio siglo desde la apertura del Concilio Vaticano II en donde se ratificó la doctrina de la llamada universal a la santidad que por inspiración divina predicó también San Josemaría desde los comienzos del Opus Dei [1], todavía se asiste hoy a la sorpresa que muchos cristianos manifiestan al escuchar que también ellos pueden ser santos. Y tal vez ésta raye en la incredulidad si se añade que es en el trabajo ordinario en donde han de encontrar a Cristo.

Sería interesante estudiar por qué el trabajo, a diferencia de las obras de beneficencia o el voluntariado, parece difícil de conciliar con la santidad. Quizá todavía pese en los hombres y mujeres del siglo XXI una lectura parcial del libro del Génesis que considera el trabajo como un castigo. Quizá influya también la distinción tajante entre vida activa y contemplativa, en virtud de la cual la santidad parece relacionarse con la vida humana sólo accidentalmente. O quizá sigan contando los milenios de Historia en que el trabajo se ha visto como una ocupación de esclavos  o, todo lo más, como un modo para satisfacer una serie  de carencias materiales. Es verdad  que, por lo menos en Occidente, a partir de la modernidad el valor del trabajo ha ido impregnando la cultura hasta convertirse en una necesidad social cuando no en el ámbito fundamental en que desarrollar las propias capacidades. Sin embargo, aún quedan amplios sectores de la población mundial en que el trabajo se asocia con una obligación gravosa o un simple modo de subsistencia.

De todas formas, el objetivo de este breve ensayo no consiste en indagar sobre la causa o causas de una visión limitada del trabajo, sino más bien en mostrar desde el punto de vista antropológico por qué el trabajo puede ser el quicio de la santificación en medio del mundo. Para ello analizaré, en primer lugar, cómo el trabajo perfecciona el mundo humano; estudiaré después el influjo perfectivo que produce  en la persona, para concluir que, no obstante el trabajo contenga estas virtualidades, hay en él una serie de límites e imperfecciones, en parte comunes a cualquier acción humana, que impiden poder concebirlo al modo marxista, es decir, con un valor redentor. De ahí que la santificación del trabajo, si bien se halla en continuidad con la esencia de éste, se contenga en él sólo como potencialidad o, por usar una terminología clásica, como una potentia oboedentialis [2]. A la luz de esta tesis, terminaré el ensayo apuntando algunas ideas que pueden servir para elaborar una antropología del trabajo.

1.       Virtualidades perfectivas del trabajo en relación con el mundo

Desde el punto de vista antropológico, el trabajo constituye un elemento clave de la red sistémica que distingue la vida humana de la animal. En efecto, el trabajo se halla en estrecha relación con otras notas que caracterizan el proceso de humanización, como la liberación de las manos de su función locomotora y prensil, el desarrollo del cerebro (sobre todo de la neo-corteza pre-frontal, implicada en la toma de decisiones), la casi ausencia de instintos [3], la fabricación de instrumentos, la institución familiar, el arte, la religión. La presencia de estos y otros rasgos semejantes nos habla de la existencia de alguien que para vivir, en lugar de adaptarse, modifica el ambiente a sus necesidades transformándolo en mundo humano [4]. Lo que significa que la naturaleza –incluida la humana– posee una tendencia a ser informada por la inteligencia, mediante la cual es posible acceder a la realidad en toda su riqueza y complejidad [5]. Dicha formalización permite, sobre todo, mejorar el conocimiento y amor que la persona tiene de Dios. Por eso, la humanización, además de realizarse en la acción, se logra en la contemplación [6].

Si bien todas esas notas se hallan presentes en otros ámbitos de la existencia humana, es en el trabajo en donde esas logran su mayor integración, pues precisamente por medio de él la persona construye el mundo. Este ligamen con el mundo –con su creación y transformación– permite superar rígidas distinciones sobre lo que es o no es trabajo, mostrando al mismo tiempo lo que constituye su esencia. En efecto, no sólo es trabajo la actividad que exige un especial esfuerzo físico o particulares habilidades manuales o que produce bienes, sino también la que tiene como fin la ciencia, el arte, la política.

Aunque esta idea amplia de trabajo es profundamente cristiana, se desarrolla sobre todo a partir de la modernidad. De hecho, en la edad clásica y medieval algunas actividades, como la ciencia o la política, no eran consideradas como trabajo, sino como artes liberales o de gobierno. Ya que, en opinión de Aristóteles, el trabajo, por tener el fin fuera de sí, pertenece a la poiêsis o producción. Según el Estagirita, los siervos y los artesanos son los únicos que trabajan, porque el fin de sus actividades no perfecciona ni la acción ni al que la realiza, sino únicamente a los dueños que se sirven de ella o las obras producidas. En cambio, la   ética y la política son praxis o acción, ya que perfeccionan al ciudadano de la polis mediante el ejercicio de las virtudes, la amistad virtuosa y    la promulgación de constituciones promotoras de una vida buena. La ciencia, por último, tampoco es trabajo, sino theoresis, pues tiene como fin la contemplación de la verdad y las virtudes diano-éticas (ciencia y sabiduría) [7]. El mundo aristotélico y, en parte también el medieval, consideran el trabajo como un medio para satisfacer las necesidades  del ciudadano, del noble y del estudioso, que así puede gozar del ocio necesario para la contemplación y la virtud. En definitiva, el trabajo  del esclavo y del artesano sirve para construir un mundo del que ellos mismos no participan o solo en grado mínimo, pues el servicio que prestan es medio pero no fin.

Con la llegada de la modernidad se produce un cambio de paradigma por el cual el trabajo se valora más y más hasta convertirse en el modo casi exclusivo de autorrealización. ¿Por qué?

En apariencia porque se necesita para satisfacer las necesidades humanas y aumentar la riqueza de los individuos y de las naciones [8]. Es verdad que existe una relación entre necesidades biológicas y trabajo, pero hay algo más. El trabajo se relaciona también con deseos típicamente humanos, como la posesión, el poder y la estima. Precisamente en uno de ellos, el poder de transformar el mundo, es posible descubrir la causa de la apreciación positiva del trabajo por parte del judaísmo y cristianismo.]En efecto, el hombre, en tanto que imagen y semejanza de Dios, cuenta con un poder casi infinito –si no en el orden del ser, sí en el del obrar [9]–, que lo convierten, con palabras de Descartes, en maître et possesseur de la nature (“dueño y señor de la naturaleza”) [10].

El punto débil del nuevo paradigma estriba en el modo de interpretar este dominio: no ya como cuidado y perfeccionamiento de la naturaleza, sino más bien como arbitrio. En efecto, en la medida en que en la modernidad la omnipotencia de Dios se concibe como desligada del amor, o por lo menos, como superior a este, el hombre, en tanto que imagen suya, pierde paulatinamente el sentido de cómo debe ser la trasformación del mundo, para terminar en una pura expresión de su voluntad de potencia [11]. El resultado de ese proceso, que alcanza su auge con la revolución tecnológica y el capitalismo salvaje, es la creación de un mundo inhumano, en el que cada vez resulta más difícil encontrar la armonía con la naturaleza, con los demás y consigo mismo. La crisis ecológica, la injusta distribución de las riquezas del planeta junto con los riesgos que entraña una tecnología despojada de referencias éticas manifiestan con claridad la deriva nihilista escondida en dicha separación.

Si bien San Josemaría no tiene como intención corregir el paradigma moderno de la acción, me parece que en su doctrina de la santificación del trabajo se encuentran los elementos necesarios para lograrlo. En mi opinión, la clave se encuentra en el modo de entender la santidad en medio del mundo. A este respecto es iluminante el enlace que el Fundador del Opus Dei establece entre la siguiente triada: santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, y santificar a los demás con el trabajo [12]. Como en el paradigma moderno, San Josemaría atribuye un papel destacado al trabajo. Tan es así que lo concibe como el quicio de la santidad para los que vivimos en el mundo. Sin embargo, a diferencia de ese paradigma, el valor del trabajo no radica fundamentalmente en el perfeccionamiento del mundo, sino de las personas, que de simples trabajadores pueden convertirse en trabajadores santos [13]. Al poner el centro en la santidad del agente, se indica que las relaciones entre mundo, trabajo y trabajador deben valorarse a partir de la persona o, mejor aún, de las personas que se santifican. Ahora bien, hablar de agente que se santifica significa que el sujeto que se santifica es inseparable del trabajo santificado. De ahí que la doctrina de San Josemaría contenga de forma implícita una antropología del trabajo y, como consecuencia, de un ser–en el mundo–con los otros [14].

2.       Virtualidades positivas del trabajo en relación a las personas

A diferencia de la acción del animal, el trabajo no se refiere a una actualización de potencias necesarias e instintivas, como las nutritivas, reproductivas, migratorias. . ., sino de posibilidades para perfeccionar a las personas y el mundo, que son de tipo ético. Ahora bien, el trabajo no debe prescindir de otros aspectos, como la perfección técnica, productiva, comunicativa, pues son constitutivos.

En efecto, para que sea perfectivo, el trabajo debe estar técnicamente bien hecho de modo que las obras producidas contribuyan al desarrollo de las personas que viven en el mundo, a las que se comunica así  cierto grado de perfección. Pero  eso  sólo  no  basta. Como tampoco es suficiente, por ejemplo, ser un buen arquitecto para perfeccionarse como persona. Para que la actividad del arquitecto sea personalmente perfectiva –además de ser causa de una buena obra: una hermosa casa, acogedora y sólida (dimensión objetiva del trabajo)– debe producir un efecto bueno en el agente (dimensión subjetiva del trabajo). Lo que depende, sobre todo, de la intención con que se trabaja. La intención es tan importante que, si no concuerda con lo que debería ser, puede disminuir o, incluso, anular el carácter perfectivo del trabajo.

¿De qué intención se trata? De una que configura el trabajo desde dentro porque nace de la presencia amorosa del otro [15]. Por ejemplo, el profesor, cuando prepara las clases, debe tener presente a sus alumnos para plantear las preguntas, explicaciones y ejemplos de modo que puedan entender bien la materia, ayudándoles así a pensar por su cuenta. La presencia amorosa del otro en el propio trabajo puede denominarse contemplación, pues se lo considera el destinatario privilegiado de aquella actividad. Entendido de este modo, el trabajo nos hace participar en la transformación del mundo y en la mejora de las condiciones de vida, desarrollando en nosotros el sentido de responsabilidad en la construcción de estructuras sociales justas y solidarias. Cuando en el trabajo se da esta intencionalidad se hace posible un mundo mejor, es decir, más adecuado a la dignidad de la persona. Para conseguirlo, la persona necesita del trabajo de los demás pues no es autosuficiente [16]. Esta dependencia no es, sin embargo, un obstáculo al perfeccionamiento personal, sino más bien su raíz, pues debido a ella la persona se ve obligada a colaborar con los demás en la humanización del mundo.

Además de la intención amorosa, en el trabajo puede haber otras intenciones. Algunas de ellas, por ser radicalmente contrarias a la esencia del amor, impiden la perfección del trabajo ya que convierten al trabajador en éticamente malo, como sucede con la producción de una novela o película que incita al odio racial o al terrorismo. Otras intenciones, si bien son en sí mismas buenas, se trasforman en malas cuando se absolutizan, como la búsqueda exclusiva de riqueza, poder, fama [17]. Se puede incluso absolutizar la misma actividad, como en el ‘activismo’; la intención consiste entonces en la expresión de la propia capacidad, eficacia, etc. [18]. Cuando se examinan estas intenciones en busca del factor común, se descubre que todas ellas se refieren al “yo” como sentido último de la acción. Para el que tiene la intención de hacerse rico, el deseo de riquezas no es algo que se añade al trabajo, sino algo que lo configura por dentro y, por consiguiente, se halla en cualquier dimensión suya (técnica, productiva, científica, etc.).

Se observa así que cuando la intención del trabajo es el “yo”, en forma de búsqueda de riqueza, poder, fama, etc., la persona no puede perfeccionarse. Me parece que ello se debe al hecho de que la persona trasciende esencialmente lo que es puramente individual y finito. Por un lado, porque la perfección de la persona va más allá del puro vivir del individuo, ya que está llamada a colaborar en el perfeccionamiento del mundo y de los demás. Esta capacidad no es una opción, sino una potencialidad tan especial que obliga a su poseedor a ejercitarla: si no se usa, el trabajo se desnaturaliza y, como consecuencia, la persona del trabajador y sus relaciones laborales y sociales se deterioran. El trabajo es bueno no sólo según sea el resultado o la obra, sino sobre todo según el servicio que se presta a los demás. De hecho, el trabajo, en el que se da la presencia del otro, puede perfeccionar no sólo al agente sino también al destinatario.

La perfección técnica, la formación y actualización profesional aparecen así como la condición necesaria para que pueda haber una intención amorosa. Sin la perfección de la actividad y de la obra y sin el ejercicio de las virtudes, no es posible construir una relación perfectiva: se puede ser diligente y avaro, pero no se puede servir a los demás sin vivir la diligencia, la generosidad, la fortaleza y la justicia en el trabajo. La conexión entre las virtudes depende esencialmente de la intención amorosa. Tal vez la virtud más importante para trabajar bien sea la humildad, mediante la cual aprendemos de las cualidades y virtudes de los demás, a la vez que somos capaces de corregir sus errores. Esta misma virtud nos lleva también a cuidar las cosas pequeñas y terminar los trabajos con la máxima perfección posible pues son expresión verdadera de espíritu de servicio [19].

En conclusión, en el trabajo se realiza una circularidad perfectiva: la realidad se humaniza dando lugar al mundo en la diversidad y complejidad de sus estructuras, el cual a su vez sirve a la humanización de las personas. Este proceso carece de término, pues, por una parte, el mundo no se adaptará completamente a la persona; por otra, la persona non encontrará jamás la perfección en el mundo por más humano que sea.

3.       Perfección y límites del trabajo

Por tanto, a pesar de todas sus virtualidades, el trabajo humano no es infinito. Por un lado, tanto la persona como la transformación del mundo son finitos. Por otro lado, en relación al sujeto agente, el trabajo –como cualquier acción humana– es limitado, pues la persona trasciende siempre el propio obrar. Por último, el trabajo también es imperfecto respecto del que recibe sus beneficios. En efecto, si bien con el trabajo se puede ayudar al otro y crear las condiciones para que se perfeccione, no se puede mejorarlo directamente, pues el perfeccionamiento del otro no depende de una intención ajena, sino sólo de la propia. En otras palabras: al tener presente al otro en mi trabajo me perfecciono a mí mismo, pero no al que tengo presente. Junto a los límites de cualquier actividad humana, el trabajo cuenta además con los que derivan de las circunstancias y personas con que se trabaja.

De aquí la sorpresa cuando profundizamos en la afirmación de San Josemaría de que el trabajo es instrumento de santificación, pues equivale a sostener el carácter de infinita perfección que éste puede alcanzar. A través de esta doctrina descubrimos que en la concepción marxista del trabajo, a pesar del error de fondo, hay un núcleo de verdad: el trabajo es infinitamente perfectivo. Por supuesto, el poder infinito del trabajo no es de orden natural, sino sobrenatural. Sólo Dios, por ser Infinito, es capaz de actuar de forma infinita. La praxis marxista seculariza así la infinitud de la acción divina.

Es evidente que la concepción de San Josemaría del trabajo va más allá de la antropología filosófica, ya que conocemos la existencia de una acción infinita sólo mediante la fe. De hecho, la creación ex nihilo, la redención del pecado, es decir, de una nada relativa, y la santificación manifiestan con claridad la omnipotencia divina. Por eso, si bien desde el punto de vista filosófico se llega como máximo a concebir el trabajo como un “perfeccionamiento perfectivo”, en la perspectiva de la fe se puede ir más allá y sostener que esta acción puede alcanzar un “perfeccionamiento perfectivo infinito”.

La pregunta que ahora surge es cómo una acción limitada puede llegar a ser infinitamente perfectiva. Me parece que, para San Josemaría, la respuesta se halla en el misterio de la Encarnación, pues allí aparece con total claridad cómo la omnipotencia es inseparable del amor. Dios se abaja infinitamente para asumir nuestra naturaleza, para que el hombre pueda elevarse hasta Él. De este modo, el amor del Hijo encarnado,  que es a la vez divino y humano, transforma la naturaleza y el obrar del hombre, sanándolo del pecado y haciéndolo capaz de participar de la misma vida divina [20]. A través de esta divinización, las acciones y pasiones humanas son, en primer lugar, redimidas (los límites que no son inherentes a la acción humana, como la oposición entre técnica y ética, son anulados [21]), y, en segundo lugar, transformadas en instrumento de santidad y santificación, es decir, elevadas a una perfección absoluta que supera los límites de la naturaleza humana [22].

En el contexto de la divinización de la acción humana, el trabajo desempeña un papel especial. En él se unen la infinita Caridad divina, origen de la creación y Encarnación, y la respuesta de amor perfecto  de la naturaleza humana de Cristo al querer del Padre. Y, si bien la Caridad y el amor humano son realidades distintas, en virtud de la unión hipostática se convierten en el principio del que surge el trabajo redentor del Hijo [23]. Cuando Jesús trabajaba, contemplaba amorosamente al Padre y al fruto del amor mutuo, o sea al Espíritu Santo, y a todas las criaturas. Y glorificaba a Dios, haciendo bien todas las cosas para redimir a los hombres. La perfección del trabajo de Jesús, que dependía de la contemplación amorosa de la Trinidad y de todo lo que Ella ama, era a la vez divina y humana. En tanto que divina, era fuente de santidad; en tanto que humana, perfecta en todo lo que se refiere a las características propias de la operatividad del hombre [24].

Por consiguiente, en la estructura de la operatividad de Jesucristo se mantiene todo lo que es humanamente perfecto: la mejora de la propia condición humana que –por ser finita– era perfectible, come aparece  en las misteriosas palabras de San Lucas [25]; la perfección del mundo a través de las obras realizadas por Él; la mejora de los demás mediante la creación de las condiciones necesarias para que fueran perfectos. La Caridad divina, con la que Jesucristo trabajó, eleva los elementos de la estructura humana a un plano divino y santificante: su naturaleza humana crece en gracia; las personas son santificadas y las realidades del mundo, al ser redimidas, se transforman en caminos de santidad.

4.       La santificación del trabajo

La estructura divino-humana del trabajo de Jesucristo, que en Él es hipostática, se trasmite a los cristianos por medio de la gracia santificante. A través del bautismo, el cristiano queda elevado a la dignidad de hijo adoptivo de Dios. En virtud de esa participación en la vida divina, las acciones y pasiones del bautizado son análogas a las de Cristo, es decir, humanas, en virtud de su naturaleza, y divinas en virtud de la gracia [26].

Junto a la gracia, el trabajo del cristiano tiene como principio la libertad, ya que el crecimiento en sabiduría y gracia depende también de su intención amorosa [27].

Debido al entrelazamiento de naturaleza, gracia y libertad, la estructura del trabajo es sumamente compleja. En efecto, si bien por su naturaleza humana el cristiano puede realizar sólo acciones finitas, la gracia introduce en él un principio operativo que, sin ser contrario a lo humano, lo trasciende [28]. El trabajo del cristiano posee así un origen que es a la vez divino y humano, pero sin confusión: los elementos de la estructura humana de la acción no son sustituidos por el obrar divino ni viceversa. Dicha insustituibilidad no implica una igualdad entitativa entre naturaleza y gracia, ya que esta última puede sanar y perfeccionar lo que es natural mientras que la naturaleza humana no puede obrar sobrenaturalmente.

Por otro lado, el trabajo del cristiano conserva la misma estructura y relaciones entre los diversos ámbitos de la acción, como la distinción sin oposición entre el ámbito técnico y ético. Además, la acción humana, que naturalmente puede perfeccionar perfeccionando, mediante la gracia se transforma en santificante del trabajador, del mundo y de las personas que se encuentran en él. El trabajo aparece así una realidad santificable y santificadora. Pero para que esa potencialidad se actualice, no basta que se trate de un trabajo bien hecho ni que se respeten las diversas dimensiones estructurales, sino que también es necesario unirlo al sacrificio redentor de Cristo. En efecto, el trabajo humano debe ofrecerse en unión con él, como el agua con el vino del ofertorio de la misa, para que se convierta en sacrificio eucarístico [29]. De este modo, el cristiano, con Cristo, en Cristo y por Cristo, logra elevar al Padre todas las realidades humanas [30]. Esta es la razón por la que, para santificar el trabajo, es necesaria una auténtica unión vital con Cristo. Como aconseja San Josemaría, «es necesario que Jesús y, con Él, el Padre y el Espíritu Santo, habiten realmente en nosotros. Por eso, santificaremos el trabajo, si somos santos, si nos esforzamos verdaderamente por ser santos» [31].

La distinción entre santificar el trabajo, santificarse en el trabajo y santificar a los demás con el trabajo, expresa en el plano sobrenatural  el triple significado que esta acción humana posee en el natural: la perfección de la obra, del agente y la de los demás y el mundo. En efecto, si ya en el ámbito natural, la técnica, la producción, la praxis y la contemplación amorosa aparecían como diferentes dimensiones de un solo acto personal cuya intención propia era el servicio de los demás, en el ámbito sobrenatural la unión amorosa con Cristo se descubre como la única intención capaz de enlazar los diferentes elementos de la estructura del trabajo con el sacrificio del altar [32]. De ahí que la contemplación amorosa no sea en primer lugar del mundo o de las personas humanas, sino de Dios, mediante Dios mismo por medio de la Caridad.

Como sucede ya con la intención de servicio, la contemplación amorosa de Dios no se añade desde fuera al trabajo y a las virtudes adquiridas en el desempeño del mismo, sino que constituye más bien el motor de arranque, la ejecución y el término de una actividad profesional que alcanza la máxima perfección de que cada persona es capaz [33]. Aquí se encuentra el valor esencial del trabajo para el cristiano, que va más allá de cualquier tipo de éxito individual y social. Por eso, «incluso en el caso de que una persona no tuviera éxito al hacer una cosa (trabajo u otra actividad), siempre que lo haga con amor (tensión relacional entre lo humano y lo divino) es de este modus, y no de otro (en particular no por el resultado) que realiza el sentido y el valor de la vida cotidiana. Pero si hay amor, este parece ser el “secreto”, habrá también “éxito”, no necesariamente mundano, sino interior y sobrenatural» [34].

5.       Conclusiones

Desde el punto de vista antropológico, el Fundador del Opus Dei concibe el trabajo como una transformación de las personas y del mundo que debe estar impregnada por el amor, pues busca perfeccionar todas las realidades y no sólo usar o gozar de ellas. Se entiende así porque el valor último no debe buscarse en la satisfacción de necesidades ni en el crecimiento de la riqueza y el poder humanos, pues en estos ámbitos, además de no encontrarse el sentido último del trabajo, no se tienen   en cuenta dos aspectos esenciales del mismo: perfeccionar el mundo y favorecer el crecimiento humano de las personas. Por lo demás, son dos aspectos que se retroalimentan: la perfección del mundo redunda en la persona y la de ésta, en aquel. Es decir, la perfección del mundo consiste en mejorar las condiciones de vida para que todos los seres humanos puedan existir según su dignidad de personas. Por consiguiente, en el trabajo no hay neutralidad o indiferencia ante el mundo, como piensa una ética centrada en el individuo, que no tiene en cuenta el futuro de las nuevas generaciones. Y menos aún, arbitrio, como defiende una visión de la técnica como puro poder. Pues la perfección de la persona implica la del mundo y viceversa. El trabajo aparece así con una doble función: transformar el mundo (dimensión técnica, productiva y científica) y perfeccionar las personas (dimensión ética y contemplativa). Lo que implica tres verdades antropológicas esenciales:

a)       El trabajo puede perfeccionar a la persona, pues mientras esta se halle en la tierra es susceptible de mejora y, por consiguiente, también de empeoramiento; más aún, si la persona no mejora, empeora. Para que la posibilidad de mejora sea real, se necesita que el trabajo sea perfecto, dentro –claro está– de los límites humanos y personales. Un trabajo puede considerarse bien hecho cuando en las distintas dimensiones que constituyen su estructura (técnica, producción, ética y contemplación) no se aprecian fallas o cuando entre ellas no se dan oposiciones. No hay que olvidar, sin embargo, que tanto la perfección técnica como las virtudes morales deben ser manifestaciones de una intención amorosa. Por eso, es impensable que haya amor en un trabajo en el que no se cuidan los detalles o en el que no se practica la justicia.

b)       La perfección del trabajo no debe entenderse de modo solipsista, pues la persona es un ser en relación. Es decir, no existe un perfeccionarse que no sea a la vez un perfeccionar a los demás y el mundo. Esto se debe a la paradójica estructura ontológica de la persona, en concreto a su falta de autosuficiencia y a la capacidad de ser “más” de lo que actualmente es. En efecto, la persona no se perfecciona cuando se encierra en sí misma pues no es auto-suficiente. En cambio, cuando se da a los demás en el trabajo, se perfecciona–perfeccionando.

c)       El mundo y los demás pueden ser perfeccionados porque tampoco son autosuficientes. El perfeccionamiento del mundo hace relación a la persona, pues consiste fundamentalmente en hacerse más digno de ésta. El mundo tiene algo de natural (la naturaleza de la realidad y de la operatividad humana) y algo de adquirido: las acciones humanas y los productos del trabajo. Con el trabajo se crea y se perfecciona el mundo, que carece sin embargo de la duración de la naturaleza y de la vitalidad de la acción humana. Por eso, el mundo requiere continuamente un esfuerzo inteligente y amoroso que lo mantenga en el ser mejorándolo.

A diferencia del mundo, la perfección de los demás no depende intrínsecamente del trabajo. En efecto, como hemos visto, la perfección en el trabajo depende de la intención amorosa, que es siempre personal. Sólo cuando la persona trabaja con amor aceptando con agradecimiento el trabajo del otro, es capaz de perfeccionarse. Por tanto, la relación entre las personas (por ejemplo, mediante el trabajo) a pesar de pertenecer a la estructura de la persona (en concreto, a la de dependencia y donación), no se identifica con ella: los demás no pueden perfeccionarme con su trabajo; sólo pueden ayudarme. En la medida en que la persona no es autosuficiente, para su perfección depende necesariamente de un Ser absoluto, que según la revelación cristiana es una Trinidad de personas, amorosa y omnipotente.

A la luz de dicha dependencia comienza a vislumbrarse por qué la Encarnación del Verbo consiente a la persona humana a través del trabajo no sólo una perfección humana más plena, sino ante todo una completa identificación con la voluntad divina. En efecto, la obediencia filial a Dios es la causa de que el trabajo, a pesar de su finitud, se convierta en algo infinito. Esta posibilidad o potentia oboedientialis sólo se actualiza mediante la gracia y la respuesta amorosa de la libertad personal. Así el trabajo, sin cesar de ser humano, se hace divino.

Antonio Malo en cedejbiblioteca.unav.edu

Notas:

1       Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 31-36.

2       Santo Tomás es uno de los primeros que utiliza este sintagma “potentia oboedientiae” o “potentia oboedientialis” (De Ver. 3, 3, 3) para indicar una potencia pasiva del alma humana que le permite recibir la gracia. «En el alma humana, como en toda criatura, está presente una doble potencia pasiva: una que puede atribuirse a los agentes naturales, la otra que se hace presente por el primer agente, el cual puede llevar (potest reducere) a cualquier cristiano a acciones superiores a las que es llevado por los agentes naturales. Y esta potencia suele llamarse en la criatura potencia obediencial (potentia oboedientialis)» (S. Th., III, q. 11, a. 1). Es verdad que el término ha recibido las críticas de una parte de la teología contemporánea por no distinguir de forma adecuada entre la gracia y los milagros. Sin entrar en esta polémica, en este artículo se emplea para referirlo sólo a    la gracia. Me parece, por otra parte, que es en este sentido en que lo usa el Aquinate.   El mismo tema aparece, por ejemplo, en la Summa Theologiae, I-II, q. 113, a. 10, cuando hablando de la elevación del espíritu creado al orden sobrenatural, el Aquinate  afirma: «anima naturaliter gratiae capax (capace di grazia)»; cfr. II-II, q. 18, a. 1 s.c.; De Potentia, q. 1, a. 3 ad 1; q. 3; a. 8 ad 3. Sobre el significado teológico de esta expresión puede verse F. Ocáriz, Naturaleza, Gracia y Gloria, Eunsa, Pamplona 2000, p. 87

3       Cfr. A. Gehlen, L’uomo. La sua natura e il suo posto nel mondo, Feltrinelli, Milano 1990, pp. 115 ss.

4       «El hombre no solo puede elevar el “medio” a la dimensión “del mundo” y hacer de las “resistencias” “objetos”, sino que puede también –y esto es lo más admirable– convertir en objetiva su propia constitución fisiológica y psíquica y cada una de sus vivencias psíquicas. Solo por esto puede también modelar libremente su vida. El animal oye y ve, pero sin saber qué oye y qué ve […]. El animal no vive sus impulsos como suyos, sino como movimientos y repulsiones que parten de las cosas mismas del medio» (M. Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, Losada, Buenos Aires 1964, p. 59).

5       «Omnes creaturae corporales ad naturam intellectualem ordinentur quodammodo sicut in finem» (Santo Tomás de Aquino, Summa Contra Gentiles, III, cap. 99, n. 10).

6       «Ipsius autem intellectualis naturae finis est divina cognitio» (ibid.).

7       Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, X, 6, 1176b.

8       Como es sabido, este es el punto de vista que adopta Adam Smith en su célebre obra An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, publicada en Londres en 1776.

9       «El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y guardara» (Gn. II, 15). Como predicó San Josemaría, el trabajo es una participación en el poder creador de Dios (vid. Amigos de Dios, n. 57).

10     R. Descartes, Discurso del método, A.T., VI, cap. 6.

11     Nietzsche descubre que bajo las máscaras usadas por el yo  moderno se oculta  la voluntad de potencia (cfr. F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, ed. de Colli y Montanari, Walter de Gruyter, Berlín 1967-77, apostilla 20).

12     «Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo» (Conversaciones, n. 55).

13     «Me escribes en la cocina, junto al fogón. Está comenzando la tarde. Hace frío. A tu lado, tu hermana pequeña –la última que ha descubierto la locura divina de vivir a fondo su vocación cristiana– pela patatas. Aparentemente –piensas– su labor es igual que antes. Sin embargo, ¡hay tanta diferencia! –Es verdad: antes “sólo” pelaba patatas; ahora, se está santificando pelando patatas» (Surco, n. 498).

14     Una introducción a esta antropología puede encontrarse en mi ensayo Il senso antropologico dell’azione: paradigmi e prospettive, Roma, Armando 2004.

15     Para San Josemaría, el otro que se halla presente en el trabajo es ante todo Dios; de ahí que la intención más adecuada al realizarlo sea el amor a Dios y, por Él, a las demás personas: «El hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor» (Es Cristo que pasa, n. 48). Un buen análisis del sentido de esta frase se halla en E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, vol. III, Rialp, Madrid 2013, pp. 171-209.

16     Cfr. Santo Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q. 21, a. 3 c.

17     «Algunos ven en el trabajo un medio para conquistar honores, o para adquirir poder o riqueza que satisfaga su ambición personal, o para sentir el orgullo de la propia capacidad de obrar» (San Josemaría Escrivá, Carta 15-X-1948, n. 18, cit. en E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, o.c., p. 194).

18     El activismo, «en nuestra situación cultural, marcada por la tecnología, con su capacidad de aceleración laboral y sus exigencias de automatismo, constituye tal vez el riesgo mayor» (J. Illanes, Ante Dios y en el mundo. Apuntes para una Teología del trabajo, Eunsa, Pamplona 1997, p. 223). En relación a la distinción entre activismo y laboriosidad puede verse el capítulo X.

19     Cfr. Camino, nn. 429, 813, 814, 427.

20     Redención y elevación, a pesar de ser diferentes desde el punto de vista ontológico, se dan simultáneamente. En efecto, puesto que la naturaleza no puede ser  elevada si no es redimida (nada que no sea perfecto en el orden natural puede participar de la santidad de Dios), la elevación implica la redención.

21     La presencia de límites no naturales en la acción humana es señal del influjo de un principio negativo, que no es original. La liberación del mismo se realiza al asumir el Verbo nuestra naturaleza. La restauración o recapitulación de todas las cosas en Cristo será plena y definitiva sólo al final de la Historia (I Cor 15,24-28). Sobre el tema de la liberación de la creación puede consultarse J.M. Casciaro, Estudios sobre cristología del Nuevo Testamento, Eunsa, Pamplona 1982, pp. 308-334.

22     «Il lavoro è un compito imposto da Dio, partecipazione alla sua opera creatrice, e nel contempo inserto nel mistero di salvezza, perché con l’uomo è redento anche il suo lavoro» (J. Höffner, La dottrina sociale cristiana, Paoline, Roma 1987, p. 124).

23     La conciencia de la Filiación divina movió a San Josemaría a la meditación frecuente de la vida oculta del Señor, aquellos «años intensos de trabajo y de oración, en los que Jesucristo llevó una vida corriente [. . .]; en aquel sencillo e ignorado taller de artesano» (Amigos de Dios, n. 56).

24     Sobre el trabajo en la perspectiva de la relación revelación véase J.L. Illanes, Ante Dios y en el mundo. Apuntes para una Teología del trabajo, o.c., pp. 196-200.

25     «Y Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia ante Dios y los hombres» (Lc 2,52).

26     La santificación del trabajo nace de la gracia, por lo que solo es posible para el cristiano (cfr.  P. Rodríguez, Vocación, trabajo, contemplación, Eunsa, Pamplona 1986, p. 191).

27     En el trabajo, el hombre se asimila a Dios, que crea libremente (cfr. Santo Tomás de Aquino, In Matt., IV, 7).

28     «Cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios» (Conversaciones, n. 116).

29     «Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto –prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente–, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar. . .» (San Josemaría Escrivá, Forja, n. 69).

30     «Jesús nos urge. Quiere que se le alce de nuevo, no en la Cruz, sino en la gloria de todas las actividades humanas, para atraer a sí todas las cosas (Jn 12, 32)» (San Josemaría Escrivá, Instrucción, 1-IV-1934, n. 116 cit. en E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, o.c., p. 198). Sobre el significado de esta perícopa véase P. Rodríguez, «La “exaltación” de Cristo en la Cruz. Juan 12, 32 en la experiencia espiritual del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer», en G. Aranda y otros (editores), Biblia, exégesis y cultura. Estudios en honor del Prof. José María Casciaro, Eunsa, Pamplona 1994, pp. 573-601. Un estudio más reciente se encuentra en G. Derville, La liturgia del trabajo. “Levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32) en la experiencia de san Josemaría Escrivá de Balaguer, «Scripta Theologica», 38/2 (2006), pp. 821-854.

31     San Josemaría Escrivá, Carta, 15-X-1948, n. 20, cit. en E. Burkhart – J. López,

32     Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, o.c., p. 210.

33     Como explica Santo Tomás, «cuando de dos cosas una es la razón de la otra, la atención del alma hacia una no impide ni reduce la atención de la otra» (S. Th., suppl., q. 82, a. 3, ad 4). Para Santo Tomás, «il lavoro è “informato” dalla carità, virtù teologale, e può essere “trasformato”: il principio è intrinseco, senza però togliere nulla di ciò che è umano e terreno; la carità, in altre parole, dà al lavoro un “destino” nuovo e diverso, non per una semplice addizione moralistica, ma per un principio nell’ordine della causa, com’è la virtù della carità soprannaturale» (C. Genacchi, Il lavoro nel pensiero di Tommaso d’Aquino, Coletti, Roma 1972, p. 128).

34     P. Donati, Senso e valore della vita quotidiana, in Aa.Vv., La grandezza della vita quotidiana. Vocazione e missione del cristiano in mezzo al mondo, Eusc, Roma 2012, p. 241.

José Carlos Martín de la Hoz

Durante los primeros siglos de nuestra historia el, Mediterráneo fue un puente de unión entre las diversas naciones. Comunicadas por las calzadas romanas, las rutas marítimas y gobernadas por el derecho romano, formaban una unidad de pueblos bajo el predominio de Roma.

Desde el siglo XVI hasta la actualidad, el Mediterráneo se ha convertido en una línea divisoria de culturas, de modos de entender la vida, la relación con Dios, la historia. El mundo islámico quedó, en gran parte, paralizado y detenido dentro de los límites del Corán, a pesar de los esfuerzos que se llevaron a cabo en las sucesivas oleadas colonizadoras europeas desde el siglo XIX.

La gran diferencia en el desarrollo científico, técnico y de progreso humano entre las dos riberas del Mare Nostrum ha llegado a ser de tales dimensiones que se ha producido, en nuestros días, un rápido proceso migratorio al que los países europeos han respondido con fuertes medidas disuasorias: el Mediterráneo, actualmente, es una verja que protege del que pretende saltarla, como si fuera un nuevo Muro de Berlín.

La llegada masiva de musulmanes del otro lado del Mediterráneo ha suscitado un gran interés por conocer el islam y los modos de pensar de esos nuevos vecinos nuestros que trabajan, se divierten y conviven con nosotros. Si bien en España ya eran conocidos, no lo eran en la medida actual: su masiva presencia y, sobre todo, la reivindicación de su cultura, religión y hábitos de vida. El hecho es que en toda Europa forman un mundo dentro de la nación en la que viven, tienen sus modos de vestir, de comer, su propia cultura. Sus peticiones de derechos y reconocimientos van en aumento, a la vez que someten al ostracismo a los europeos y cristianos que viven en los países islámicos.

Seguidamente, nos referiremos a algunos aspectos de la historia del islam en España para comprender quiénes son los musulmanes que están regresando después de cinco siglos.

1.       El islam

El día 7 de noviembre del año 680, más de cien obispos fueron convocados por el emperador en Constantinopla. Presidió el Concilio el legado pontificio y las discusiones duraron cerca de un año. Con toda seriedad y amor a la Verdad que debían explicitar, proclamaron la verdad acerca de Jesucristo.

Al mismo tiempo, Mahoma había reunido a muchos pueblos nómadas del desierto en una nueva religión que se expandía a gran velocidad: el islam. Mahoma había ido, como mercader, al desierto con una caravana de camelleros y se había convertido en uno de ellos. Hombre de una gran sensibilidad religiosa y humana, había sabido transmitir, con gran acierto, un ideal de vida religiosa a aquellos pueblos. El cielo que les prometía era de un gran atractivo: los elegidos esperaban encontrar los más variados y tangibles goces sensibles.

Mahoma había nacido en La Meca por el 570. En aquella ciudad del Oriente se custodiaba, en La Kaaba, un meteorito caído muchos siglos atrás como signo de la divinidad. Mahoma se había quedado huérfano muy joven y acompañó a su tío en una larga expedición que acabó en Siria. A los veinticinco años de edad entró a servir a una mujer viuda, Chadicha, con la que acabó casándose y tuvo con ella una hija llamada Fátima.

Con su ascenso social y consiguiente cambio de vida, pudo dedicar tiempo a la oración y al diálogo con judíos y cristianos heterodoxos. Así conoció la Sagrada Escritura, tanto el Nuevo como el Antiguo Testamento, que le hizo abandonar la religión animista que profesaba y fundar una nueva religión. Al Dios único y Todopoderoso, Omnisciente, lo denominó Alá. Su gran preocupación fue, desde el principio, combatir el politeísmo y llevar a todos los hombres la fe en el único y verdadero Dios, creador de cielos y tierra y remunerador de buenos y malos. Por una falsa interpretación de la Revelación recibida, negará la Trinidad y la muerte de Jesucristo en la Cruz, los Sacramentos y la Iglesia.

Sus pretendidos momentos de revelación de parte del arcángel san Gabriel, en el monte Ira, fueron recogidos posteriormente, en suras o fragmentos en el Corán. Los textos recogidos en el Corán son de una gran belleza poética y con fuertes resonancias de la Sagrada Escritura. En definitiva, Mahoma fundó una religión sincrética hecha a la medida y a la mentalidad de los hombres del desierto de Arabia.

Al comienzo su oración la realizaba dirigiéndose a Jerusalén, ciudad santa, pues él se consideraba el último profeta, después de Moisés y de Jesús, a quienes había de suceder para llevar a la plenitud la Revelación de Dios a los hombres comenzada con Abrahán. Pensaba que él era el Paráclito prometido por Jesucristo.

Los cinco mandamientos que se denominan los pilares del islam son la profesión de fe, las abluciones, las cinco oraciones diarias, el ayuno en el mes del Ramadán, la peregrinación a la Meca al menos una vez en la vida y la limosna. El Corán recogerá las costumbres de los beréberes e impondrá el deber de la hospitalidad y el de la moderación. Estaba prohibido comer la carne de cerdo, como la ley judía, de la que tomaba también la circuncisión, pero prohibía el vino. En cambio, permitía con mayor facilidad tomar mujeres.

Mahoma, después de alcanzar los primeros prosélitos, tuvo que huir de La Meca a Medina el año 622 –año de la Hégira– (hégira significa ‘huida’). Este es el comienzo del tiempo para los musulmanes. Medina, desde entonces la ciudad del Profeta, será testigo de la expansión del islam. Mérito de Mahoma fue alcanzar la unión de muchas tribus nómadas con las que conquistó La Meca, destruyó los ídolos y dejó La Kaaba como punto de unión y peregrinación para todos los musulmanes.

Al principio se apoyará en algunos cristianos y judíos, pero pronto prescindió de ellos cuando, a la cabeza de numerosos y fanáticos seguidores, pudo lanzarse a la conquista de Arabia. Mahoma murió el año 632, convencido de haber llevado a cabo una importante misión.

La sucesión de Mahoma no estuvo exenta de dificultad:

Desaparecido Mahoma, su tarea espiritual y profética se había completado, pero permanecía la tarea de difundir el mensaje islámico hasta que fuera implantado en todas las latitudes de la tierra. Era un cometido político-religioso que se debía realizar extendiendo la autoridad de las comunidades que habían abrazado la nueva fe y practicaban la Ley revelada. Hubo de elegirse un sucesor del Profeta que hiciera posible la cohesión y ejerciese el liderato necesario para el gobierno de los musulmanes y la expansión del islam. Khalifa fue el título adoptado por Abú Bakr, suegro y primer sucesor de Mahoma. Su designación electiva como cabeza de la comunidad islámica señala la fundación histórica del Califato, que fue abolido formalmente por el político reformador turco Mustafá Kemal Ataturk en marzo de 1924 [1].

islam significa unión. Precisamente la falta de unidad entre los musulmanes fue lo que detuvo su avance imparable por el mundo y lo que hoy en día descarga la tensión y la preocupación ante su posible extensión mundial.

1.1.    Síntesis del islam

Así pues, el islam se presenta como camino de salvación. Su profeta, Mahoma, aparece como el último profeta que debía llevar a cumplimiento lo que la Sagrada Escritura, la Biblia, había anunciado mediante la Revelación definitiva, contenida en el Corán. Por tanto, la actitud del creyente debe ser de plena sumisión al querer de Dios. Una obediencia que abarca la totalidad de la vida: el derecho, la economía, las relaciones familiares, sociales, el Estado y la política.

Lo más importante de la vida de Mahoma fue su experiencia de la omnipotencia ilimitada de Dios y su profunda convicción de la trascendencia divina. De ahí que subraye con energía que el pecado más grande es el de la idolatría y, en general, el politeísmo. Incluso las primeras apreciaciones favorables al cristianismo contenidas en el Corán se convirtieron en durísimas afirmaciones, al condenar el dogma trinitario cristiano como una gravísima afrenta a la Unidad de Dios. El único pecado que Dios no perdona es contradecir el monoteísmo.

Mahoma comenzó siendo “elegido de Dios”, después un “enviado de Dios” y terminó como un caudillo de un inmenso pueblo. Del mismo modo la “revelación” recibida terminó por ser el camino para llegar a Dios, una senda determinada hasta los más menudos pormenores. En definitiva, el único camino.

El Corán

Mahoma afirmaba haber recibido abundantes mociones divinas, inspiraciones, conversaciones con el arcángel san Gabriel, voces divinas. Esos mensajes se encaminaban a la plenitud de la Revelación y también a la suavización de la ley judía y evangélica en el texto sagrado y definitivo del Corán. Sus seguidores, a su muerte, reunieron sus pensamientos y fijaron el texto definitivo, tal y como nos ha llegado a nosotros [2].

A lo largo de los 114 capítulos o suras, con un número variable de versículos o aleyas, se va narrando, sin orden, la predicación de Mahoma a lo largo de su vida. En las aleyas del Corán se encuentra, para los creyentes, la revelación definitiva de Dios y un mensaje de salvación. Creer y vivir con fidelidad al Corán es el camino para ser fieles a Dios. El origen “divino” del Corán es capital para entender su importancia en el islam y, como consecuencia de la infalibilidad, es la causa de exigir una obediencia incondicional a sus contenidos.

También hay que recordar que “Mahoma no solo fue el transmisor del mensaje de Allah, sino también su primer intérprete, al tener que solucionar en su vida cotidiana los problemas diarios de sus seguidores” [3].

Por tanto, las fuentes de la religión islámica son el Corán y la Sunna o conjunto de dichos formulados por el profeta Mahoma. La Sunna contiene, en primer lugar, la propia vida del profeta que, como tal, es modelo para sus seguidores. En segundo lugar, sus respuestas a diversas cuestiones que le planteaban, sus consejos, advertencias, exhortaciones, etc., y finalmente el estilo de vida de los acompañantes de Mahoma. Así fueron recogiéndose esas sentencias en grandes colecciones veneradas por los musulmanes hasta nuestros días. Junto a la Sunna, se encuentran los comentarios al Corán de indudable interés. Lógicamente, por el valor sobrenatural atribuido al Corán, existe una total desproporción entre este y la Sunna o los comentarios.

Teología y escuelas

Tanto por el modo de presentarse el mensaje, lleno de posibles sentidos espirituales oscuros, como por la peculiar fijación del texto se han producido diversas escuelas teológicas (tradicionalistas, mutazilíes, asharíes), jurídicas (malikitas, hanafitas, shafiitas, hanbalitas) y las denominadas sectas (sunitas, jariditas, chiitas).

De todas formas, hay que resaltar la diferencia con el cristianismo en este punto, pues propiamente no son herejías sino diversas interpretaciones sin romper la unidad de la fe musulmana.

Como ya hemos dicho, los sunníes, a la muerte de Mahoma, siguieron a Abú Bakú, y los chiíes a Alí, el yerno y sobrino mayor del Profeta. En la actualidad el 87% de    los musulmanes son sunníes y el 13% chiíes. Aunque la desproporción es evidente, el desacuerdo entre ambas sectas es un factor determinante en la vida de muchos pueblos islámicos. De todas formas, el islam ha subsistido en el equilibrio de esas escuelas: “La fe musulmana ha sabido ‘descubrir en este desorden una coherencia de origen sobrehumano’, solución muy acorde con su pensamiento sobre la trascendencia y la insondabilidad de los planes divinos” [4].

En la teología musulmana se da una tensión entre libertad y predestinación, siempre bajo la perspectiva de que todo lo que sucede está gobernado por la providencia divina. De aquí se deriva tanto el fatalismo como la llamada a disfrutar plenamente de cada uno de los dones recibidos de Dios, y más en concreto de cada día de la vida.

En general pueden advertirse, a lo largo de la historia, movimientos pendulares hacia la vuelta periódica a una interpretación literal de los textos coránicos, hasta el punto de que muchos autores consideran que el progresismo musulmán consiste en la vuelta a la literalidad del Corán. Así, muchos afirman que el fundamentalismo es inevitable: se achacan los males de la sociedad al contacto con la civilización no musulmana, y se apunta a un regreso a las formas más antiguas como único modo de preservar la fe salvadora.

El centro de la teología y de la vida es Dios. Un Dios omnipresente, creador de Cielos y Tierra y, en particular, del hombre. Pero un Dios providente que sostiene la creación, determina el destino del hombre y lo pone a prueba mientras vive, pues es remunerador. El providencialismo islámico elimina las causas segundas y, en general, la causalidad fuera de la acción creadora divina. Esto puede llegar hasta el extremo; como afirma el historiador Ibn Jaldún: si tal tribu conquistó el poder, es que Alá estaba de su parte; si falló, se trata de lo contrario.

El origen del mal radica en la maldad del hombre o en el castigo divino por sus malas obras, pero no se atribuye a Dios, que siempre es clemente y misericordioso. En la acción humana hay dos niveles: la libertad en el plano natural y la predeterminación divina en el plano sobrenatural. En cualquier caso, la teología islámica siempre deja a salvo la omnipotencia divina y la incapacidad de entender los designios de Dios que son inescrutables.

Finalmente, hay que referirse a la concepción de Dios como Juez y como remunerador, que condena o concede el premio del Cielo. Hay un juicio en el momento de la muerte y el Juicio final. Existe el Purgatorio, en primer lugar, para los judíos y cristianos que, teniendo parte de la Revelación, no aceptaron su plenitud. El Cielo contiene un grado variable de visión de Dios, según la decisión exclusivamente divina, para sus elegidos, y un sinfín de goces al estilo de los terrenales para todos los fieles. El Infierno se reserva para los incrédulos, ateos, los apóstatas y aquellos que obraron el mal (estos, si tenían fe en Dios, serán extraídos por el Profeta y llevados al cielo). En el infierno, para el islam, existen penas de daño y de sentido.

La teología islámica renuncia a estudiar los misterios divinos, en ese sentido es particularmente notable su acento en la trascendencia divina. Se ignora más de lo que se sabe, de ahí esa actitud de no empeñarse en los propios argumentos u opiniones en materias teológicas: solo indicarían terquedad en la ignorancia. En definitiva, el islam no es tanto una vía para el conocimiento de Dios, como un camino de salvación. Es esencialmente sumisión a la Voluntad de Dios.

Vida espiritual

La oración es capital en el islam. Se trata de una oración de asombro, de alabanza, de agradecimiento, de sumisión. Al no poder penetrar en los misterios de Dios, y al rechazar el dogma de la Trinidad, el creyente musulmán no entra en la vida íntima de Dios: de ahí que su relación con Dios no trascienda la relación esclavo-amo o la de criatura-creador. Y por supuesto, no llegará a la relación cristiana fundamental: hijo-padre. La filiación divina, para el islam, no puede predicarse ni siquiera metafóricamente. Esto influye en el modo de plantear la propia relación con Dios bajo un clima de temor reverencial o de asombro y alabanza. Los intentos que se han dado a lo largo de la historia para favorecer una vía mística han encontrado grandes problemas. El sufismo, o vía mística dentro del islam, ha sido siempre muy minoritario.

La oración es de dos tipos: la ritual y la privada. El muecín llama a la oración cinco veces al día: al amanecer, al mediodía, a media tarde, al anochecer y en la noche. Para que la oración ritual tenga su pleno sentido, debe venir precedida por las abluciones, es decir la purificación del cuerpo, previa a la purificación del alma por la plegaria. Junto con el lavado, tiene lugar el vestido y la actitud del orante. Respecto al lugar, puede hacerse en la mezquita, en un lugar dedicado al culto con el uso de la alfombra. El descalzarse indica una señal de pisar un lugar de culto. Se dirige a La Meca como un modo de unirse a todo el pueblo de los creyentes.

Comienza la oración con la fórmula “Dios es grande”, después viene la recitación de algunos versículos del Corán y otras plegarias. Viene acompañada con diversos gestos corporales a modo de cadencia; de pie, inclinado, arrodillado con la cabeza pegada al suelo, arrodillado y sentado, con movimientos acompasados de los brazos. La conclusión se realiza con la confesión de fe, la bendición del Profeta, y el saludo a los dos lados.

La oración comunitaria, llena de sentido de fraternidad, perdón y reconciliación, tiene lugar los viernes en la mezquita, adonde deben acudir todos los hombres. Las mujeres ocupan, en la mezquita, una tribuna aparte. Es el día de la predicación y exhortación al pueblo. Se tratan temas religiosos, sociales, políticos, etc.

El ayuno es capital en la vida religiosa del islam: es el mejor modo de purificar los pecados y de arrepentirse de ellos. El tiempo del ayuno, mes del Ramadán, se vive evitando todo alimento y bebida hasta la noche. Con ese acto se busca la conversión del corazón. Se sustituye el ayuno por la limosna cuando no es posible vivirlo. La propia limosna es ampliamente recomendada en el islam, así como la preocupación por los necesitados y la acogida al visitante y forastero.

No existe propiamente una ascética, entendida como lucha de amor por corresponder al amor, y su consecuencia: el mundo de las virtudes y, por tanto, de la preparación del alma para ser elevada a la intimidad con Dios. Más bien la vida espiritual consiste en sucesivas conversiones mediante la petición de perdón por los pecados, el ayuno y las obras de misericordia. Las virtudes aparecen como actitudes consecuentes con el cumplimiento de la ley coránica: la humildad para aceptarla, la obediencia sumisa, la constancia, la paciencia para esperar en Dios en la contrariedad, la fraternidad con los creyentes, el respeto a la vida y a los mayores.

El aspecto sacrificial, mediante animales, es signo de la ofrenda a Dios del corazón. En el islam no existe sacerdocio propiamente; el imán es guía espiritual de conocimiento del Camino, no mediador entre Dios y los hombres. Tampoco la mezquita es el lugar sagrado del sacrificio, sino espacio de oración, de fraternidad, de reconciliación mutua. Todos y cada uno de los aspectos de la vida espiritual están marcados en los suras que, por ser divinamente reveladas, no deben ser interpretadas sino asumidas con docilidad y llevadas a la vida. El Corán abarca la vida entera; en esas letras se fija el árabe, la lengua divina por excelencia, la ley, el derecho, las relaciones humanas, el castigo, la oración, el ayuno, etc. En el islam está prohibido representar a Dios, por eso los templos y casas árabes estarán llenas de suras del Corán. A la vez, ese lenguaje oscuro, oriental, lleno de poesía, de imágenes sugerentes, hace que la escritura y la palabra busquen la belleza del ritmo, de la poesía, aunque no digan nada. No hay nada que exprese mejor el alma del Medio Oriente que el Corán.

La ley islámica

El islam, como una religión de salvación, establece una ley coránica cuyo cumplimiento es necesario, y recoge los grandes principios que han de ser creídos para tener el premio eterno, pero siempre bajo la perspectiva de un camino y bajo la predilección de Dios, que misericordiosamente lo estableció. Lo más importante es la fe en el único Dios y en Mahoma su profeta. Después, la existencia de los ángeles, asistentes del hombre en su camino y mediadores en la revelación. Finalmente, la fe en la remuneración al final de los tiempos: premio para los musulmanes fieles del Cielo, y purgatorio para los judíos y cristianos, siempre que no hayan apostatado. La condenación es segura para el increyente, pues el peor pecado es no reconocer a Dios y su revelación.

La ley coránica abarca todos los aspectos de la vida; al ser un camino de obediencia a Dios, debe ser seguida en todos sus extremos: alimentos, oraciones, limosnas, etc. Tiene en cuenta la debilidad y fragilidad humanas y se apoya en la misericordia de Dios.

El Cielo prometido para los fieles musulmanes tiene diversos grados, según el grado de amor de Dios en el corazón, buenas obras, etc., pero siempre como regalo divino. Dios no se ata a las obras humanas. Dios es comprensivo y misericordioso, buen conocedor de la fragilidad del hombre, por lo que, tras una disputa con el profeta, dejó establecido cinco momentos diarios de oración, el ayuno del Ramadán, y la purificación y oración de los viernes sin que sea día festivo.

La moral islámica determina hasta los más pequeños extremos, pero en términos de cumplimiento de la ley. No hay proceso de identificación con Dios, lo que repugna al islam. La determinación de los pecados se realiza mediante la calificación de actos de acuerdo o no con la ley islámica. Los pecados se clasifican en grandes o pequeños según afecten o no a la salvación del hombre. De ahí la especial gravedad de los pecados contra la fe. Dios es clemente y misericordioso, pronto al perdón: la única excepción es la incredulidad y la apostasía. Los demás pecados los perdona Dios siempre que haya fe, arrepentimiento y penitencia.

La ley islámica condena la blasfemia, el asesinato, el hurto, el adulterio, la prostitución, la homosexualidad. Aboga por la justicia y la búsqueda de la verdad.

Se admite la poligamia, pero se mantiene la preocupación por dar a las esposas el afecto que necesitan; los musulmanes pueden poseer legalmente cuatro mujeres y cuantas concubinas puedan alimentar. La mujer es tenida en gran estima, con una capital función en la familia y en la sociedad.

La peregrinación a La Meca entronca con la idea de que el islam es la religión de Abraham, explicitada primero por la Ley judía y el Evangelio, y finalmente por el Corán, de ahí que en el camino de la vida el creyente deba volverse a la ciudad santa donde Abraham construyó un templo y a la ciudad de La Meca, pues de allí fueron arrojados los idólatras por Mahoma y los primeros creyentes. La obligación de peregrinar una vez en la vida a La Meca es de carácter moral, como la mayoría de los preceptos del islam.

Jesús en el islam

Es importante el particular aprecio que tiene el islam por la figura de Jesús, considerado uno de los más grandes profetas, destacado junto a Dios en el juicio final, hombre de gran santidad y excelsa doctrina. Muchos pasajes de los Evangelios están recogidos en el Corán y no se ahorran elogios para su figura. Tampoco para María, su Madre, a quien se reconoce santidad y virtud. También aceptan que el nacimiento de Jesús fue virginal y milagroso.

En cambio, no se acepta la divinidad de Jesucristo, pues no es posible para el islam la existencia de personas en Dios dentro de su única naturaleza. Por tanto, tampoco se aceptan ni su muerte ni su resurrección. Quedan así sustancialmente mermadas la Cristología y la Soteriología. No hay encarnación ni redención. Para el islam, el hombre no necesita redención, sino la misericordia de Dios.

Jesús, por tanto, es el último de los profetas antes de la llegada de Mahoma, que será denominado el “sello de los profetas” y, por tanto, quien debía aclarar, resaltar y fijar definitivamente el camino.

No existe para el islam un progreso en la Revelación, sino una sola y definitiva Revelación que, en Mahoma, acaba por fijarse hasta el final de los tiempos. Un camino que exige fidelidad al pacto que Dios estableció con la humanidad a través de Abraham: servir y adorar al único Dios verdadero.

1.2.    La expansión del islam

En el año 638, solo seis años después de la muerte del Profeta, los musulmanes ya dominaban Siria, Palestina y Jerusalén. Cuando tuvieron bajo su dominio a judíos y cristianos, les permitieron practicar su fe, pero suprimieron las cruces de los caminos y las campanas de los templos, fueron obligados a vestir de modo distinto y fueron prohibidas las conversiones de musulmanes al cristianismo o al judaísmo. Al aumentar los impuestos a los judíos y cristianos e impedirles el acceso a los puestos rectores de la sociedad, favorecieron las conversiones al islam. Pero para los paganos no había piedad posible.

Las operaciones militares cobraron pronto un gran impulso, especialmente bajo Umar, sucesor de Abú Bakr en 634. En gran parte, se vieron favorecidas por las divisiones internas en el seno del Imperio bizantino. En poco tiempo los ejércitos árabe-musulmanes conquistaron por el norte Palestina, Siria, Armenia (637-650); por el oeste, Egipto (640), Ifriqiyya (Túnez, 670) y después el extremo Magreb (Marruecos) (681) [5]. Otro factor de la velocidad de la expansión fue la declaración de la Guerra Santa: “La definición doctrinal del yihad por los juristas descansó entonces, en lo esencial, sobre la noción de comunidad de los fieles (Umma), que los musulmanes consideran, conforme a la voluntad de Dios, como la entidad más perfecta del mundo. Dios le asigna una función, una misión: establecer sus derechos sobre la tierra, instaurar en ella la supremacía de la verdadera religión, el islam. Por eso hay que combatir a los infieles que dominan las regiones vecinas, en las ‘tierras de la impiedad’” [6].

Pronto las banderas verdes con la media luna conquistaron el Imperio persa y avanzaron por el norte de África. La persecución de la Iglesia católica fue sistemática, y se produjeron numerosos mártires y destrucción de iglesias e imágenes. También estaba clara desde el principio la imposibilidad de la vuelta atrás: “La ley canónica decreta pena de muerte contra el que habiendo aceptado la religión del Profeta se decide a abandonarla” [7].

2.       El islam En España

Como hemos dicho, la expansión del islam en el mundo adquirió, a la muerte de Mahoma, un ritmo vertiginoso. En pocos años los musulmanes se apoderaron de gran parte del Imperio bizantino, de Egipto, y del norte de África. En el 698 arrasaron completamente la ciudad de Cartago y, al finalizar el siglo, las tropas del emir Muzben-Nosair llegaron hasta el Atlántico. Mezclados con los beréberes, que pronto se convirtieron al islam, los musulmanes dominaron el Estrecho de Gibraltar y se prepararon para dar el asalto a la España visigoda.

2.1.    La invasión de los musulmanes

En la primavera del año 711, un ejército de siete mil hombres al mando de Táriq, lugarteniente de Muza, desembarcó junto al peñón de Gibraltar y se apoderó de Algeciras. En la empresa les ayudó el conde visigodo Julián con cinco mil combatientes, pues era enemigo declarado del rey don Rodrigo.

La conquista de la Península se desarrolló con gran rapidez y facilidad, aunque encontraron algunos puntos de resistencia. Este hecho ha sido interpretado como una prueba de la desunión de los nobles visigodos. Algunos de ellos pactaron rendiciones y vasallaje con los invasores como hizo el conde Teodomiro con Abdelaziz, hijo de Muza, logrando que este le reconociera un principado autónomo sobre Orihuela y otras poblaciones, y Casio, fundador de otro principado similar en Tudela [8].

También es importante resaltar que tanto los judíos como los partidarios de la familia de Witiza, el rey visigodo antecesor de don Rodrigo, facilitaron el avance del invasor en su empeño por deshacer completamente a los partidarios del rey don Rodrigo. Pactaban con ellos, les abrían las puertas de las ciudades y ponían en sus manos amplios y ricos territorios. Ingenuamente, se imaginaban que la permanencia de Táriq en España sería de corta duración y que, una vez saciadas sus ansias de botín, volvería a su tierra dejándoles el puesto libre. Así fue como llegaron los árabes a Asturias y traspasaron los Pirineos. Las intenciones de los musulmanes acerca de la invasión no eran temporales. De hecho, al entrar en Toledo, Muza había proclamado, en nombre de su señor, el califa de Damasco, la anexión de España al Imperio islámico, con las consecuentes medidas de fuerza: saqueos, ruina, incendios, asesinatos y sometimiento.

Era la Guerra Santa, la batalla religiosa del islam. Se trataba de imponer su credo religioso y su estatuto de organización de la sociedad al filo de la espada sin que, de momento, pensaran en mezclarse con las razas a las que acababan de vencer.

Para la conversión al islam bastaba con repetir delante del cadí la fórmula de “Alá es Dios, y Mahoma su profeta”, ser circuncidado y aceptar el dominio de los vencedores. No se les pedía una conversión interior, pues para los musulmanes todos los hombres nacían en la religión del islam y, por tanto, confiaban en que, en poco tiempo, amarían la verdad definitiva que Dios había entregado a Mahoma. Además, se le garantizaba la seguridad personal y se le concedían algunas ventajas como la exención de tributos propios de los cristianos, el disfrute de sus bienes y la libertad en caso de que fuera siervo o esclavo.

De aquí que el problema que se presentaba a raíz de la invasión no fuera solamente político, sino religioso. Si al principio se llegó a una especie de compromiso, no faltaron quienes renegaron de su fe y se pasaron al islam, aunque solo fuera por motivos de conveniencia. Un cronista árabe de la época afirmaba que los cristianos se convertían al islamismo por tres motivos: por huir del juez, por no pagar impuestos o para poder casarse con dos o más mujeres al mismo tiempo. A estos se les dio el nombre de muladíes. También muchos cristianos visigodos siguieron conservando su fe y sus tradiciones cristianas, y se los llamó mozárabes.

2.2.    Los cristianos del norte

Así, a excepción de algunos núcleos cristianos de las montañas de Asturias y de las estribaciones del Pirineo, toda la península ibérica quedó en manos de los musulmanes, aunque de momento no estuvieran fijadas las fronteras de los dos credos religiosos y de las dos civilizaciones en liza. Solo cuando don Pelayo, llevando tras de sí los restos de la monarquía visigoda, obtuvo su primera victoria contra los invasores en Covadonga, puede decirse que se inicia la Reconquista, con la que fueron unidas la patria y la religión. En el lugar de la batalla se construyó una capilla dedicada a santa María, y bajo su amparo se acogió, desde entonces, la naciente monarquía asturiana [9].

La idea de recuperar España para la fe católica estará presente en los primeros intentos de recuperación tanto en Asturias como en Navarra o en los montes catalano-aragoneses. Íñigo Arista puso los cimientos del primer reino navarro; los habitantes de los valles pirenaicos que confluyen en el río Aragón se abrieron paso desde sus pequeños reductos y, más tarde, se unieron con los de Sobrarbe y Ribagorza. Alfonso I el Católico, hijo del conde Pedro, yerno de don Pelayo, logró hacer de Oviedo la capital del nuevo reino de Asturias.

Cuando, años más tarde, Ordoño II (914-924) trasladó la capital a León, se siguió considerando a esta como heredera, en lo político y en lo religioso, de Toledo, todavía bajo el dominio de los moros.

Ordoño se dio a sí mismo el título de “Imperator legionensis” y, como venían haciendo sus antecesores, aplicó a las tierras recién conquistadas el llamado “orden toledano”. De este modo, mientras avanzaba la Reconquista, se fue imponiendo la organización eclesiástica visigoda manteniendo los cánones de los antiguos concilios de Toledo.

Cuando en 1085 Alfonso VI conquistó Toledo, se le adjudicaron como sufragáneas las diócesis de Palencia y de Osma. A la de Burgos, el rey Alfonso VI la nombró “madre de las iglesias y cabeza de todas las diócesis de Castilla”, y, para que no tuviera que depender de ninguna otra, consiguió que el papa la declarase exenta y bajo la inmediata jurisdicción de Roma.

En el nordeste de la Península se crearon las diócesis de Pamplona (778) y, a finales, del siglo VIII o principios del IX, las de Urgel, Gerona, Barcelona y Vich. En un principio, las catalanas estuvieron bajo la archidiócesis de Narbona, pero desde 1118 pasaron a depender de la recién conquistada Tarragona. Posteriormente se erigieron las de Jaca (1076), Huesca (1096) y Barbastro (1101).

Pasada la crisis promovida por las victorias de Almanzor (derrotado definitivamente en la batalla de Calatañazor, del año 1002), la Reconquista cobró nuevo impulso.

2.3.    Los mozárabes

Los conquistadores musulmanes denominaron a las nuevas tierras al-Ándalus, y toda su extensión formaba parte de las posesiones del califa. Del año 661 al 750 el califato, con sede en Damasco, estuvo en poder de la familia Omeya.

Los cristianos y judíos eran teóricamente respetados en sus creencias religiosas y tratados como ciudadanos de segunda clase; pagaban sus impuestos y estaban sometidos a la autoridad establecida. Los cristianos que vivían en tierras musulmanas se denominaron mozárabes y formaron una comunidad con su modo de vivir y de pensar, de celebrar la liturgia y de manifestar los sentimientos artístico-literarios. Se sentían herederos de la cultura de los santos Isidoro, Ildefonso, Braulio, Julián o Fructuoso. Si los cristianos del norte se esforzaron por recuperar su pasado perdido y, de alguna manera, se siguieron llamando visigodos, con mayor razón lo hicieron quienes quedaron como extraños en su propia patria.

Es difícil precisar las relaciones que en los primeros siglos de dominación hubo entre los cristianos y los musulmanes. Los mozárabes pudieron conseguir cierta autonomía civil y administrativa y conservar durante bastante tiempo sus iglesias y su organización eclesiástica. En los documentos de la época, existen referencias a las escuelas cristianas de Sevilla, Toledo, Mérida y Granada, sobresaliendo entre todas ellas la de Córdoba que, a mediados del siglo IX, estaba regida por el abad Esperaindeo.

Con la llegada de Abderramán I, de la familia de los Omeya, como emir independiente de Córdoba (756), se abrió en al-Ándalus un periodo de intransigencia religiosa que continuó bajo el mandato de su hijo y sucesor, Hixem I, y más intensamente en tiempos de Abderramán II y de Mohamed, en la década de 850-860.

Contribuyeron a este estado de cosas las rebeliones contra los omeyas acaecidas por motivos religiosos en algunas ciudades. Los toledanos, por ejemplo, seguían añorando la hegemonía que tuvieron en la época visigoda, y durante el siglo IX no dejaron de mantenerse en constante rebeldía contra los emires de Córdoba. De aquel periodo es la “jornada del foso” (807), una de las represiones más duras que entonces les infligieron los cordobeses. Por otra parte, en Toledo residía el metropolitano cristiano y esta ciudad contaba entonces con una población mayoritariamente cristiana.

Así pues, los omeyas hostigaron a los cristianos: los gravaron con más impuestos, les prohibieron el uso de la lengua latina y, para desviarlos de sus costumbres y tradiciones, los obligaron a frecuentar las escuelas árabes.

Hubo martirios y también apostasías. Entre los mártires hay que recordar a los hermanos de Sevilla, Adolfo y Juan, Perfecto, cura de San Acisclo de Córdoba (850), el diácono Paulo, las vírgenes María y Flora, etc.

Ante el entusiasmo de los mozárabes por el martirio, Abderramán II logró que algunos obispos se reunieran en Sevilla (852) y declarasen que la Iglesia no podía reconocer como mártires a quienes espontáneamente y de forma provocativa se presentaban a recibir la muerte.

La persecución arreció bajo el emirato de Mohamed I (852-886) y fueron martiriza- dos monjes, sacerdotes, ancianos venerables y jóvenes doncellas, entre otros san Eulogio (859), a pesar de que el papa, en un intento de salvarle la vida, le había nombrado arzobispo de Toledo.

En los siguientes años hubo una época de relativa tranquilidad bajo el reinado del primer califa independiente, Abderramán III (912-961). De todas formas, hay que reseñar los martirios del niño gallego san Pelayo, las hijas del caudillo Omar-ben-Hafsún, convertido al cristianismo y las santas Eugenia y Ulfura.

Según otras fuentes, con Abderramán III cesó casi por completo la persecución por los pactos que logró establecer con los reyes carolingios y bizantinos, por medio de su ministro de Asuntos Exteriores, el católico Recemundo, quien posteriormente fue nombrado obispo de Elvira.

Desde que Almanzor alcanzó el poder en el año 981 hasta la muerte de su hijo al-Muzafar en 1008, tuvo lugar una época de especial actividad militar. Así en 997 una expedición enviada por Almanzor saqueó y destruyó la iglesia y el sepulcro del apóstol Santiago en Compostela y se trajeron las campanas a hombros de esclavos cristianos.

Tras la muerte de Almanzor en 1002, comenzó una auténtica guerra civil en al-Ándalus. Del 1008 a 1031 se fue produciendo una etapa de decadencia del poder musulmán en España también en el plano cultural, pues fueron destruidas muchas obras de arte y palacios cordobeses, como la ciudad de Medina Azahara.

En 1031 desapareció formalmente el califato de Córdoba y comenzó la etapa de los reinos de Taifas que durará hasta 1091.

En ese tiempo tuvo lugar la conquista de Toledo en 1085 por parte del rey Alfonso VI de Castilla: la mítica capital del reino visigodo ya no volvería a ser musulmana.

Poco sabemos de la vida de las comunidades cristianas. En el siglo XI, numerosos mozárabes fueron reducidos a esclavitud y llevados a África cuando tuvo lugar la invasión almorávide (1091), que permanecerá en el poder hasta el 1145: “A la muerte del gran Almanzor, ministro del califa Hishem II, la España musulmana se dividió en una veintena de pequeños reinos, llamados Taifas. Las rivalidades entre estos permitieron a los reyes cristianos, por primera vez, avanzar sobre sus territorios, llegando a imponer tributos a algunos reyes musulmanes. Estos solicitaron ayuda al sultán almorávide del actual Marruecos, quien vino a la Península y se enfrentó con éxito a los cristianos, pero destronó a los reyes de Taifas convirtiendo al-Ándalus en una provincia suya” [10].

La decadencia de los almorávides comenzó con la toma de Zaragoza por manos de Alfonso I de Aragón en 1118. En ese tiempo se incrementó la conciencia musulmana de la población en el al-Ándalus: “A esa acentuación del carácter religioso del islam se debió sin duda el que los juristas malifíes hicieran la vida difícil a los judíos y a los cristianos” [11]. De hecho, pocos mozárabes se encontraban en Córdoba y Sevilla cuando estas fueron conquistadas por Fernando III el Santo.

A los almorávides les sucedieron los almohades, que conquistaron al-Ándalus en 1130 y permanecieron en el poder hasta 1223. Fue un periodo de intolerancia religiosa en el que los mozárabes optaron por retirarse masivamente a tierras cristianas o se pasaron al islam. Los judíos actuaron del mismo modo, aunque está documentado que algunos de ellos optaron por ocultar su fe y se quedaron en al-Ándalus.

La reforma que llevaron a cabo, además de política y militar, fue fundamentalmente religiosa. Se enfrentaron a las costumbres que consideraron degradadas respecto al islam original. También se esforzaron en promover la cultura y el arte.

Tras la batalla de las Navas de Tolosa en 1212, comenzó la decadencia de los almohades y, consecuentemente, el impulso final de la Reconquista: “En las primeras décadas del siglo XIII, los cristianos aprovecharon su indudable superioridad para conquistar la mayor parte de lo que había sido en el pasado el territorio de al-Ándalus” [12].

De hecho, al periodo almohade le sucedieron de nuevo los reinos de Taifas, que fueron conquistados con relativa facilidad por Fernando III el Santo. De todas formas, permaneció el reino nazarí de Granada [13].

3.       La expulsión de los moriscos

La expulsión de los judíos y la finalización de la Reconquista en 1492 dejó paso al problema morisco. El método de evangelización seguido por fray Hernando de Talavera fue sustituido, desde 1500, por el propiciado por el cardenal Cisneros: este impondrá su criterio logrando una aceleración en los bautismos de mudéjares.

Efectivamente, en los primeros años del siglo XVI se produjeron conversiones masivas de musulmanes en el antiguo Reino de Granada y más abundantes todavía en el Reino de Valencia.

Ante la revuelta ocasionada por los bautismos forzosos de Granada en 1499, se dio un cambio en la situación jurídica del antiguo reino nazarí. De hecho, hay que recordar que en Granada, “a raíz de la sublevación acaecida en 1501, los Reyes Católicos se desentendieron de lo establecido por las capitulaciones de diez años antes con mayor holgura. Los bautismos en masa se multiplicaron también tras ella” [14].

En sucesivas instrucciones promulgadas por las autoridades, se prohíben el uso de la lengua arábiga, el traje morisco y el uso de los baños públicos, las fiestas y ceremonias moriscas y el descanso del viernes.

Finalmente, el 1 de enero de 1567 se publicó la famosa Pragmática que recogía las disposiciones anteriores y se proponía su cumplimiento estricto. Desde entonces comienzan los moriscos a preparar secretamente la sublevación de las Alpujarras, que se desarrollará casi dos años después. Fueron uniéndose bajo el mando de Abenhumeya.

La rebelión de las Alpujarras fue muy sangrienta, especialmente entre la población civil. También se dieron, en las zonas controladas por los rebeldes, martirios de cristianos, destrucción de objetos, imágenes, lugares sagrados y burlas de las ceremonias cristianas. En definitiva, fue la explosión del odio contra los cristianos y la fe que fingidamente decían estar viviendo. En las Alpujarras, epicentro del levantamiento, en poco tiempo apenas quedó vestigio de cristianismo. Ni clero, ni cristianos, ni lugares sagrados. Asimismo celebraron con pompa y esplendor los cultos musulmanes mientras mantuvieron el poder en la zona.

Finalmente, don Juan de Austria se hizo cargo del mando supremo el 13 de abril de 1569. En un año largo, a pesar de lo accidentado del terreno y de las llegadas de abastecimiento y armas de África, el ejército real logró aplastar la rebelión con gran derramamiento de sangre. Abenhumeya murió declarando que era cristiano y que solo había buscado vengar los agravios recibidos por su familia y sus correligionarios.

 Los supervivientes moriscos que quisieron permanecer en España y afirmaron estar dispuestos a vivir realmente el cristianismo fueron diseminados por diversos lugares de España.

 En el caso de Valencia, hay una cadencia y un ritmo especial. Respecto a los hechos sucedidos en Valencia, se puede seguir la cronología estudiada por Rafael Benítez: “Del análisis de estos acontecimientos se puede deducir que si durante un tiempo las acciones contra los mudéjares pueden considerarse una faceta más de la lucha anti-señorial en la que los vasallos padecen la violencia agermanada, aunque con manifestaciones específicas anti-mudéjares como las que tuvieron lugar en el vizcondado de Chelva, la enemistad popular contra los musulmanes estalla de forma indiscriminada cuando la tensión bélica aumenta, lo que no sucede hasta fines de mayo de 1521. Las batallas de Almenara y Gandía, en las que los vasallos mudéjares tienen una notoria participación, aunque sea huyendo, vinculan todavía más la causa de los señores y de los moros. Es entonces, con el triunfo de los radicales, cuando se produce un viraje en la estrategia agermanada y el bautismo se convierte en un objetivo prioritario” [15].

 Y, poco después, añade: “El bautismo forzoso impuesto por los agermanados radicales en el verano de 1521 rompe con el estatuto mudéjar y provoca una fisura definitiva; se rebasa un punto sin retorno en la trayectoria de los musulmanes valencianos. La violencia bajo la que se efectuó el bautismo motivó discusiones sobre su validez que, comenzadas, como veremos, casi desde el mismo momento de su realización, se prolongaron en los ámbitos de decisión eclesiásticos y políticos a lo largo del siglo XVI y pasaron luego a las páginas de los historiadores” [16].

 Después de una exhaustiva investigación acerca del modo de impartir los bautismos, concluye: “Los testigos insisten, de forma reiterada, en que el sacramento se impartió, por lo general salvo las excepciones señaladas que afectan en especial a Gandía, con todas las ceremonias del ritual y con solemnidad, hasta el punto de que Juan Guitard, que ‘baptizó de sus manos muchos moros e moras’ en Játiva y describe con detalle los diversos pasos del ceremonial, acaba resumiendo: ‘Se fazía con tanta solemnidad y cirimonias como si fuesen fijos del Emperador y Rey Nuestro Señor’” [17].

En cualquier caso, conviene subrayar: “Dos interesantes cuestiones subyacen en estas vías al bautismo: la negociación y la protección, con sus protagonistas y mecanismos. Por parte mudéjar la negociación la llevan a cabo las elites dirigentes de la comunidad –alamines, alfaquies, ricos–. Son ellos los encargados de aconsejar al resto, de consultar con otras comunidades o con las autoridades, sea el señor, sean los representantes del poder agermanado” [18].

Precisamente por el origen de esos bautismos, la polémica y la vida posterior de esos recién bautizados estará marcada en los meses siguientes: “Los bautismos produjeron graves consecuencias no solo a los neófitos sino a la vida política del Reino. La conversión forzosa generó tensiones tanto entre los nuevos convertidos, sus antiguos correligionarios y sus señores, como dentro de la propia sociedad cristiano-vieja. En especial, fueron significativas las presiones que miembros de la elite cristiano-vieja ejercieron para animar a aquellos a volver a su religión habitual” [19].

De todas formas, los documentos señalan que “los nuevos convertidos cumplieron externamente como cristianos de forma bastante generalizada durante el corto tiempo en que estuvieron bajo control agermanado” [20].

Efectivamente la revuelta agermanada, como no podía ser de otro modo, tocó a su fin. Así pues, a partir de la caída de Orihuela en agosto de 1521 empezó la vuelta atrás. “El principal motivo del abandono de la práctica cristiana y del regreso al culto islámico público es el fin de la presión agermanada, el final del miedo” [21].

En ese marco y recuperada la normalidad, comienza la investigación. En 1523, por una orden real, se pide al gobernador y a las autoridades valencianas la celebración de una junta para evaluar el bautismo de los moriscos y la situación de los templos. El informe elaborado por la junta se envió a la Corte.

El inquisidor general convocó una junta en la que estaban representados los Consejos de Castilla, Aragón y los de la Inquisición. Las sesiones tuvieron lugar en el monasterio de San Francisco, extramuros de Madrid, del 18 al 23 de marzo de 1525, la última de ellas presidida por el emperador. En la notificación a la nobleza valenciana de 4 de abril de 1525 se resume el objetivo de la reunión: “Sobre la conversión de los moros que en las alteraciones pasadas de esse Reino fueron bautizados y después tornaron a vivir como moros” [22]. La decisión de la junta se contiene en el informe final del Consejo de la Inquisición remitido a Carlos V: “Votaron particularmente cada uno por sí, allegando muchas autoridades de la Sagrada Escritura y concilios y decretos e fundamentos de derecho canónico e civil, e todos fueron concordes en voto y parecer que por la información recibida, que se vio por todos, no se prueba que el bautismo que recibieron los nuevos convertidos de moros […] intervino fuerça ni violencia precisa ni absoluta, y que de derecho deben ser compelidos a que guarden y observen la fe y doctrina cristiana que en el bautismo prometieron” [23]. Como resume el Prof. Benítez: “La forma de enfrentar el problema fue eminentemente jurídica más que pastoral” [24].

La conclusión de la junta refleja, en términos jurídicos, una realidad, pero la vida pastoral reflejaba otra bien distinta. De derecho podían ser cristianos, pero de hecho no. Poco tiempo después se comprobó que el grado de incorporación a la vida cristiana de las comunidades musulmanas era completamente nulo. Verdaderamente en muchos casos eran cristianos solo de nombre. De ahí que el término morisco se equiparó, en pocos años, a sospechoso de apostasía.

Comienza una situación muy parecida a la de los cristianos nuevos del siglo XV, pero con el agravante de la simulación y la dolorosa experiencia del problema de los judeo- conversos. Como recuerda Cardaillac: “Hasta el momento de la expulsión la comunidad morisca mantendrá vivas sus costumbres religiosas y, en la medida de sus posibilidades, continuará practicando en secreto el islam” [25].

En una sociedad mayoritariamente cristiana, y a la cabeza de la reforma de las órdenes religiosas y de la teología, la constatación de la falsedad de algunas de las conversiones y su calificación de apostasía encubierta producía fuertes tensiones en su interior. La calificación de la infidelidad es de máxima gravedad entre los pecados, pues afecta directamente a la salvación.

Por otra parte, conviene considerar que, al urgir las autoridades, tanto civiles como eclesiásticas, la asimilación de los moriscos a la cultura y a los modos de vivir, se puso el acento tanto en lo interior como en lo exterior: “Se consideraba musulmán no solo quien no abrazara la religión cristiana, sino también todo aquel que conservara la menor costumbre ancestral que revelara su origen” [26].

Así pues, el problema de la conversión de los moriscos vendrá caracterizado por dos notas: la primera, por los bautismos en masa sin la necesaria preparación, y la segunda, por la ley de la taqiya.

Como es sabido, los bautismos de los moriscos sucedieron en muy poco tiempo y con una insuficiente catequesis, y se mostraron, en muchos casos, refractarios a vivir el cristianismo que habían abrazado. La situación la resume el Prof. Ladero: “Los responsables políticos y eclesiásticos optaron por promover y generalizar el bautismo en aquellas circunstancias, al menos por dos razones: primero, porque su mentalidad religiosa los obligaba a creer que el bautismo era mayor bien que cualquier otro, aunque fueran conscientes de la insinceridad de los conversos (mi voto y el de la reina –dicen que dijo el rey– es que estos moros se baptizen, y si ellos no fuesen cristianos, seranlo sus hijos, o sus nietos). Segundo, porque pensaban que el bautismo rompería las barreras que impedían la aculturación y fusión social, puesto que aquellas se mantenían con argumentos religiosos” [27].

Como hemos visto, después de muchas discusiones, en 1525, Carlos V zanjó la cuestión dando los bautismos por válidos. El modo de realizar ese dictamen recuerda mucho a la decisión tomada por el Concilio IV de Toledo.

Se estudió más el modo de impartir el bautismo que el conocimiento de la doctrina por los bautizados [28]. Evidentemente esa falta de conocimiento debía ser subsanada para el desarrollo de la vida de la gracia. De ahí que, a partir de ese momento, se fueron desarrollando numerosas instrucciones e intentos de catequización. Junto con ello se intentó luchar contra sus hábitos de vida en busca de una verdadera vida cristiana.

El Consejo de la Inquisición solicitó de Roma proceder con los moriscos con moderado rigor. “Se pretendía que el Inquisidor General tuviera potestad para nombrar confesores que ‘puedan absolver a los dichos convertidos así en el fuero penitencial como judicial, imponiéndoles penitencias saludables’. Es decir, se buscaba reconciliarles en el fuero de la conciencia y evitar el procedimiento inquisitorial” [29].

Clemente VII concedió, con la bula Id circo nostris del 15 de mayo de 1525, esas facultades. Las mezquitas pasarán a ser las primitivas parroquias y, en otoño de 1525, se produjo la aplicación de la bula. Como señala el Prof. Benítez: “En definitiva, hay desde el principio una clara decisión de convertir a todos; decisión que se aplica paso a paso, para no dañar una sociedad como la valenciana, con heridas recientes y, sobre todo, para salvaguardar los intereses de los vencedores del conflicto agermanado. En todo este proceso, desde sus inicios, la concordancia de intereses entre Alonso Manrique y el Rey ha sido plena. Ambos han ido consiguiendo sumar a su plan al Papa, al Consejo de Aragón, a la reina doña Germana y al Consejo Real de Valencia, y a una parte de la nobleza del Reino” [30].

Por otro lado, y aunque tras la expulsión de los moriscos de Granada como resultado de la rebelión de las Alpujarras, que tiene lugar entre 1568 y 1570 y es severamente reprimida por Juan de Austria, la cuestión adquirirá una actitud algo más benevolente. Influyeron en esta conducta, sin duda, tres bulas de Paulo III: una de 1540, otra de 1541, y una tercera de 1546, en las que se inclina por la absolución: “Atendiendo a que son conversos recientes y no están perfectamente instruidos en la fe” [31].

Por otro lado, está la ley musulmana de la taqiya, traducible como ‘simulación’. En otras palabras, en caso de adversidad, el islam autoriza al musulmán a aparentar una conversión, en este caso al cristianismo, e incluso recibir el bautismo con tal de que en su interior se mantenga firme en su fe islámica: “Añadamos que si la taqiya era para los moriscos una manera lícita de actuar, lo era en el peor de los casos inherentes a una situación de debilidad. En el plano individual ya hemos citado algunos casos de profesión de fe y, en el plano colectivo, baste con recordar los diferentes levantamientos moriscos que testimonian de una fe siempre dispuesta a expresarse en cuanto las circunstancias son consideradas favorables” [32].

Este principio salvaguarda la obligación de impedir la apostasía, pues como establece el Corán: “Haced la guerra a quienes no creen en Dios ni en el último día, a quienes no consideran como prohibido lo que Dios y su Apóstol han prohibido, y a quienes, entre los hombres de la Escritura, no profesan la verdadera religión. Hacedles la guerra hasta que paguen el tributo con sus propias manos y se sometan” (Corán IX, 29, trad. Kasimirski). Evidentemente ese texto y otros paralelos dieron lugar a la yihad. Ese ambiente derivó hacia el interior de la propia comunidad. Es interesante constatar lo que afirman los estudiosos: “La ley coránica, en efecto, decreta pena de muerte contra el que habiendo aceptado la religión del Profeta se decide a abandonarla” [33].

De hecho, la simulación ya había sido practicada también por los judíos, no solo en tierras cristianas, sino también en ámbitos musulmanes, como lo muestra la recomendación que en ese sentido realiza Maimónides en su Epístola sobre la conversión forzosa. Así lo refiere Netanyahu: “La conversión forzada no era un paso del cual podía enorgullecerse un judío, pero al menos no se veía como una vergüenza. Esta era la actitud preponderante entre los judíos, sobre todo en la Península Ibérica, donde una tradición secular, iniciada por Maimónides, recomendaba apoyo y respeto hacia los conversos forzados. Si estos permanecían secretamente fieles al judaísmo y hacían sinceros esfuerzos por escapar de la tierra de persecución” [34].

Un caso típico de la simulación a gran escala es el que se descubrió en la localidad aragonesa de Gea (Teruel), donde la evangelización fracasó completamente a pesar de haber recibido la totalidad de sus miembros musulmanes el bautismo, y donde, de hecho, grandes masas de moros pasaron a convertirse en un problema de asimilación, pues seguían viviendo con sus costumbres y se mostraban refractarios a vivir el cristianismo.

El hecho es que los moriscos no llegaron a asimilarse, a pesar de los muchos intentos que en ese sentido se hicieron –buena prueba de lo cual son las dos concordias emitidas, en 1526 y en 1571, otorgando un plazo a los moriscos bautizados para adoptar las costumbres y ritos cristianos–, por lo que finalmente la expulsión fue decretada el 4 de abril de 1609. Cerca de trescientos mil moriscos, que se negaron a abdicar de sus costumbres y de su religión, tuvieron que abandonar la Península cruzando, la gran mayoría de ellos, el Estrecho y yendo a establecerse en las ciudades del norte de Marruecos, donde aún hoy son identificables algunas de esas comunidades procedentes de España.

4.       El islam que regresa

En la actualidad el islam es una religión ampliamente extendida por el mundo: los creyentes musulmanes se extienden de modo mayoritario por muchos países de África y Asia, y van creciendo en numerosos países de Europa y América. El número de los creyentes asciende a más de mil millones: “Entre 1990 y 2000 los musulmanes crecieron a un ritmo del 2,13%, por año, dentro de un crecimiento global de población del 1,41%” [35].

De todas formas, conviene recordar que ni desde el punto de vista de raza, idioma o cultura forma una verdadera unidad, aunque en lo esencial mantengan los pilares básicos del islam.

4.1.    Vida religiosa

La presencia visible del islam en España lo forman las personas, las familias que, perfectamente entrelazadas, mantienen las mismas tradiciones islámicas de hace siglos. Los musulmanes que llegan a España, en la mayoría de los casos, vienen con la convicción de estar en posesión de la religión verdadera y muestran en su interior un desprecio hacia quienes han abandonado la fe cristiana o judía. Por supuesto, abominan de los ateos y agnósticos a quienes consideran sin esperanza de salvación.

Por otra parte, tanto para el musulmán actual como para el que fue expulsado en el siglo XVII, el islam es una religión revelada al hombre y definitiva. Para los musulmanes, ese falso dilema entre religión y modernidad que se plantean algunos laicistas carece de interés, pues lo importante para ellos es estar en posesión del camino de salvación.

La mayoría de los musulmanes que viven en España están instalados en un islam cultural, con una creencia fuerte en Dios y una débil práctica religiosa, muy adaptada a las duras condiciones en las que trabajan y viven. El Ramadán y algunas fiestas como la del Id al-Kabir (fiesta grande, del sacrificio del cordero) sirven como elementos aglutinantes de la comunidad.

4.2.    Lugares de culto y asociaciones

En segundo lugar, el islam se manifiesta en los lugares de culto: las mezquitas. En ellas se desarrolla la oración comunitaria del viernes y también otras actividades: “Hoy, el islam posee muchos lugares de oración y reunión en España, teniendo en cuenta que la práctica religiosa voluntaria de los musulmanes en la emigración es del 20%, al menos en lo que se refiere al cumplimiento del precepto de la oración ritual del viernes a mediodía. Parece ser que la praxis en la inmigración ni se abandona del todo ni se ve enfervorecida. Sí hay un reaprendizaje y reconstrucción del islam a partir de las condiciones de la inmigración, al menos en la primera generación. Lo más corriente es que el musulmán conserve la creencia en el paño simbólico y paradigmático, mientras en la praxis hay más adaptación, bricolaje religioso y cierto laxismo […]. Pero la secularización de la sociedad de acogida termina haciendo estragos en la religiosidad de los inmigrantes a partir de la segunda y tercera generación” [36].

Efectivamente, aunque lo importante del islam es el sometimiento personal a Dios y la transmisión de la fe en el seno de la familia, también los lugares de oración colaboran con la presencia pública. En España destacan las mezquitas de Madrid, en el Barrio de Tetuán, y la de la M-30, las de Marbella, Córdoba, Valencia, Fuengirola y Granada. Eso sin contar numerosos oratorios distribuidos por la geografía española.

Una vez más, como hemos tenido ocasión de señalar en estas páginas, se constata la profunda división existente entre los musulmanes en España. Esa pluralidad y división interna se manifiesta en el abundante número de asociaciones existentes aprobadas por el Ministerio de Justicia. De todas formas, hay que mencionar, como la más importante de ellas en España, a la FEERI.

Respecto a las diversas tendencias musulmanas existentes en España, los expertos señalan: “En España, existe otro punto importante de la presencia musulmana que hay que tener en cuenta y que es la que ha propiciado el ‘golpe de mano’ en la FEERI para intentar hacerse con el control de la federación. Se trata de la presencia del islam wahhâbí hanbalí. Este es el islam más ortodoxo, al menos en sus formas exteriores. Tiene su origen en Siria y Medio Oriente y recibe su nombre del teólogo musulmán hanbalí Muhaammad ibn ‘Abd al Wahhàb (1703-1787) que emprendió una lucha contra las supersticiones extrañas al espíritu del Corán. Predica el retorno a los simples preceptos del Corán, a la tradición primitiva. Sus seguidores se autodenominan muwahhidùn (unitarios) por ser intransigentes en el principio de unidad y unicidad divina. Toda adoración de un objeto distinto de Dios es digna de ser castigada con la muerte. Consideran auténtica incredulidad la interpretación simbólica del Corán y propugnan un literalismo absoluto, sobre todo en la aplicación de las penas corporales de la sharî’a” [37].

4.3.    Diálogo cristianismo-islam

Con la celebración del Concilio Vaticano II, se produjo un gran impulso al ecumenismo en la Iglesia católica y, por tanto, se propició el diálogo de la Iglesia con el islam a través de diversos organismos de la Santa Sede y de las Conferencias Episcopales, también de la española desde su constitución.

En la historia de este diálogo, hay que recordar el viaje de Juan Pablo II a Marruecos en 1985, así como la visita posterior que realizó a la Mezquita de Damasco, y, finalmente, la condena pontificia tanto de la Guerra del Golfo como de la invasión y Guerra de Irak.

Desde el principio hasta la actualidad, esas reuniones han producido escasos resultados: “El diálogo con el islam comenzado después del Concilio Vaticano II no quiere volver a ser un encuentro polémico o marcado simplemente por intenciones apologéticas. Ha comenzado con las mejores intenciones, a veces tal vez un poco ingenuas, por parte de los cristianos, y una actitud inicialmente desconfiada y reservada por parte de los musulmanes, que se han hecho eco de la invitación a comunicarse y dialogar” [38].

Las posiciones musulmanas, siempre carentes en las reuniones de una auténtica y significativa representatividad, han mostrado que “el islam defiende solemnemente que el mundo se divide en dos partes: las tierras del islam, y los demás países. La superioridad de la nación-comunidad musulmana es un dogma inviolable e imperecedero, proclamado por el mismo Allah (Corán 3, 106). No hay, por lo tanto, igualdad posible entre un musulmán y un infiel dentro del mundo islámico. Un buen musulmán no puede admitir que un no-musulmán tenga los mismos derechos que él, ciudadano pleno, en un estado islámico. Porque un estado de mayoría musulmana ha de ser necesariamente musulmán, religioso y, al menos, tendencialmente teocrático. El islam sólo puede tolerar la existencia de no-musulmanes en una situación legalmente restringida” [39].

4.4.    El futuro del islam

Los sucesos de las Torres Gemelas en Nueva York, el 11 de septiembre del 2001 y, posteriormente, el atentado terrorista del 11 de marzo de 2004 en Madrid, han sacudido intensamente al mundo occidental.

Lo que venía siendo un problema que parecía circunscrito al Oriente Medio ha pasado a convertirse en una amenaza universal. Para muchas personas, el islam ha pasado de ser una religión a ser un peligro.

Evidentemente el peligro de atentados suicidas y actos terroristas a gran escala no deja de ser un espejismo de un problema real. El islam, como hemos visto, es una religión: ni es terrorismo, ni es violencia. Pero el nivel de conocimiento de este es claramente insuficiente.

Por otra parte, tampoco los musulmanes son iguales en todas partes ni hablan la misma lengua ni tienen la misma cultura. La unidad de acción del islam no deja de ser, hoy por hoy, una utopía. Eso implica una ausencia de interlocutor válido en los procesos de integración y comunicación que se quieran realizar para recomponer la confianza, elemento clave para el funcionamiento de la sociedad global. Ni hay líderes universales islámicos, ni autoridad religiosa constituida.

En ese sentido, los países plenamente islamizados muestran una visión propia de la civilización. Ahí radica la primera cuestión acerca de su futuro: si serán capaces, dentro de la amplia variedad de culturas que engloba el islam, de afrontar los cambios estructurales necesarios para su desarrollo. Seguidamente abordaremos someramente algunas cuestiones fundamentales para el futuro de las relaciones entre el islam y Occidente.

Estructuras sociales

El atraso que presentan muchos de los países sometidos a la ley islámica parecen derivados del retraso en sus estructuras sociales, lo que en muchos casos va unido a una endémica falta de cultura. El analfabetismo alcanza cotas muy altas en muchos de esos países.

Desgraciadamente, el panorama que presentan en algunas cuestiones estructurales es muy poco alentador. Como recuerda el Prof. Morales: “La ley islámica no reconoce la persona jurídica o corporativa, y no hay, por tanto, en el mundo musulmán, equivalente alguno a entidades y corporaciones occidentales” [40].

Además, como señalan los expertos en la materia: “La masa de la población musulmana tiende a resistir pasivamente las razones y objetivos reformistas, y lo hace por ignorancia, por la vaga convicción de que esos ideales vienen a comprometer su identidad islámica” [41].

Por tanto, las posibilidades de que pueda llegarse a un régimen democrático estable estarán condicionadas a un cambio en el concepto de la dignidad de la persona, lo que por el momento parece muy lejano.

La lectura del trabajo de M. Chérif, profesor de la Universidad de Argel, sobre la tolerancia en el islam plantea con toda su crudeza y perplejidad la enorme distancia que separa la civilización occidental y el mundo islámico: “La escandalosa debilidad  de las prácticas democráticas en la mayor parte de los regímenes, la violencia ciega, la confusión entre religión y política, la ausencia de proyecto de una sociedad coherente, en suma, la práctica del cierre, desfiguran hoy el mundo musulmán y arruinan nuestra imagen” [42].

El papel de la mujer

Otro problema de particular importancia en las relaciones entre Occidente y el islam atañe al tratamiento de la mujer y de su papel en la sociedad. En este punto la diferencia entre el mundo occidental y muchos países islámicos parece insalvable. En primer lugar, hay una cuestión antropológica de fondo. Se trata de la posición del hombre en el islam. En este punto los más radicales invocan el Corán, que en la Sura 4:34 afirma lo siguiente: “Los hombres están por encima de las mujeres porque Allah ha favorecido a unos respecto de otros, y porque ellos gastan sus riquezas a favor de ellas para su mantenimiento. Por tanto, las mujeres piadosas son obedientes, reservadas en ausencia [de sus maridos] en lo que Allah mandó fuese reservado” [43].

Por otra parte, el desarrollo de la sociedad ha ido avanzando inexorablemente. Actualmente en muchos países islámicos ya se admite su acceso a la educación, al voto y al trabajo.

A pesar de lo dicho, no se han desarrollado los aspectos antropológicos que también se contienen en el Corán acerca de la igualdad del hombre y de la mujer, sino que, en muchos casos, se han subrayado los aspectos propios de la sociedad del siglo VII, cuando las propuestas del islam favorecieron a la mujer de la época pero la situaron en un marco de inferioridad.

De hecho, en muchos países la mujer no puede ejercer ni como dirigente político ni como jueza. El argumento utilizado es verdadero, aunque incompleto: “La liberación de la mujer no significa convertirse en un hombre, sino ser ella misma y cumplir con el destino que Allah le ha trazado” [44].

Por otra parte, en el mundo occidental se ha producido un exceso de feminismo y de igualdad que no ha tenido en cuenta las peculiaridades de la personalidad femenina con todas sus virtualidades. De hecho: “En opinión de la feminista musulmana, la feminista laica ha traicionado su cultura y su religión y se ha vendido a un Occidente que es una cultura ajena; la mujer laica representa una amenaza para la estabilidad del orden tradicional de la familia” [45].

Actualmente muchas mujeres de los países islámicos permanecen en una situación de continuidad de siglos, como en otras muchas facetas de la vida social, ancladas en el medioevo. Además, muchas ven en los males de la sociedad un castigo divino derivado de haberse alejado de la letra de la ley islámica: “La feminista musulmana de ideología radical acepta las normas patriarcales como normas auténticamente religiosas, dado el sentido de honor y seguridad que se deriva de su función en la familia. Ve su subordinación inicial al control del padre o de un hermano como un beneficio a largo plazo y este sentimiento lo comparte con la mayoría de las mujeres de su sociedad” [46].

Es claro que un gran número de mujeres permanecen en el islam con la seguridad de la revelación recibida, contentas de expresar con sus vidas la fortaleza de la familia, el crecimiento del pueblo de Alá. Por otra parte, ha sido la mujer la gran transmisora de la religión en el hogar, donde los hijos permanecen junto a ella hasta la mayoría de edad y las hijas hasta abandonar el hogar para un matrimonio [47].

La yihad

Respecto al fundamentalismo y la yihad conviene detenerse, aunque sea brevemente. Comencemos señalando brevemente los conceptos básicos: “La palabra yihad, que generalmente se traduce por ‘guerra santa’, expresa una noción mucho más amplia que ese único aspecto belicoso: puede traducirse por ‘esfuerzo realizado en la vía de Dios’. Reviste un sentido general y puede aplicarse a toda iniciativa loable que tenga como finalidad el triunfo de la verdadera religión sobre la impiedad, y puede aplicarse así al esfuerzo de purificación moral individual del creyente. Existen varias especies de yihad que no tienen nada que ver con la guerra. El Corán habla, por ejemplo, de la yihad del corazón, de la yihad de la lengua (Corán 3, 110, 114; Corán 9,7), etc. No se puede, pues, identificar estrictamente yihad y guerra santa. Yihad tiene un significado más amplio, aunque el término, en cambio recupera asimismo la noción de combate guerrero, expresado mediante la ‘yihad de la espada’” [48].

Evidentemente hay un gran peso de la historia, pues no se puede olvidar, como hemos hecho en los capítulos precedentes, el peso de la tradición. La rápida expansión del islam mediante las guerras de religión marcará siempre el recuerdo. Está claro que el islam, desde sus orígenes, no tuvo ninguna reticencia respecto a la utilización de la violencia para la expansión de la fe, ni fue condenada esa violencia ni por la revelación coránica ni por la actitud de Mahoma.

Como ya se ha dicho, el islam ha mantenido una cierta tolerancia respecto a los judíos y cristianos, pero sometiéndolos a un impuesto especial y manteniéndolos como ciudadanos de segunda categoría. En segundo lugar, hay que recordar la verdad acerca del fingimiento, es decir la ley de la taqiya. Actualmente hay muchos musulmanes en Europa que simulan convertirse al cristianismo y buscan construir una familia occidental. Los datos muestran que en España e Italia el fracaso de los matrimonios mixtos asciende a más del 90%.

En cualquier caso, el musulmán hoy en día, como el de las épocas anteriores, impedirá la conversión de un familiar suyo al cristianismo, y en este punto no hace sino manifestarse parte de la yihad: la defensa de la fe por encima de lo demás. En la ley islámica de algunos países sigue prohibida la conversión a otra religión y también la propaganda religiosa, llevar un crucifijo o cualquier otro símbolo religioso.

José Carlos Martín de la Hoz en dialnet.unirioja.es

Notas:

1       J. MORALES. Caminos del islam, Madrid, ed. Cristiandad, Madrid 2006, p. 20.

2       Con respecto a la historia de la fijación del texto sagrado del islam, cfr. BELL, R.-W. MONTGOMERY WATT, W. Introducción al Corán, Madrid, ed. Encuentro, 2004, pp. 43 y ss.

3       WAINES, D. El islam, Barcelona, ed. Cambridge, 2002, p. 23.

4       CUEVAS, C. El pensamiento del islam, Madrid, ed. Istmo, 1972, p. 74.

5       Cfr. HOURANI, A. A history of the arab peoples, New York, ed. Grand Center publishing, 1992, pp. 22-37.

6       Ibid., p. 114.

7       Ibid., p. 65.

8       Cfr. VALLVÉ, J. Tratado de Teodomiro, en VALDEÓN BARUQUE, J. (ed.). Cristianos, musulmanes y judíos en la España Medieval. De la aceptación al rechazo, Valladolid, ed. Ámbito, 2004, pp. 18 y ss.

9       Cfr. BRONISCH, A. P. Reconquista y guerra santa. La concepción de la guerra en la España cristiana desde los visigodos hasta los inicios del siglo XII, Granada, ed. Universidad de Granada, 2006, pp. 178-181.

10        GREUS, J. Así vivieron en al-Ándalus. La historia ignorada, Madrid, ed. Anaya, 2009, p. 16.

11        MONTGOMERY WATT, W. Historia de la España islámica, Madrid, ed. Alianza, 2007, p. 116.

12        VALDEÓN BARUQUE, J. Cristianos, judíos y musulmanes, op. cit., p. 61.

13        Ibid., p. 62.

14        CARO BAROJA, J. Los moriscos del Reino de Granada, Madrid, ed. Istmo, 1991, p. 51.

15        BENÍTEZ SÁNCHEZ-BLANCO, R. Heroicas decisiones. La monarquía católica y los moriscos valencianos, Valencia, ed. Alfons el Magnánim, 2001, p. 37.

16        Ibid., p. 39.

17        Ibid., pp. 46-47.

18        Ibid., p. 54.

19        Ibid., p. 59.

20        Ibidem.

21        Ibid., p. 60.

22        Ibid., p. 79.

23        Ibid., p. 80.

24        Ibid., p. 79.

25        CARDAILLAC, L. Moriscos y cristianos. Un enfrentamiento polémico (1492-1640), México, ed. Fondo económico, 1979, p. 32.

26        DOMÍNGUEZ ORTIZ, A.-VINCENT, B. Historia de los moriscos. Vida y tragedia de una minoría, Madrid, ed. Alianza, 1989, p. 22. Sobre los mudéjares, cfr. HINOJOSA, J. Los mudéjares. La voz del Islam en la España cristiana, Teruel, ed. Instituto de estudios Turolenses, 2002, Vol. I, pp. 15-63.

27        LADERO, M. A. Isabel y los musulmanes de Castilla y Granada, en AA. VV. Isabel La Católica y la política, Valladolid, ed. Ámbito, 2001, p. 108.

28        BENÍTEZ SÁNCHEZ-BLANCO, R. Heroicas decisiones. La monarquía católica y los moriscos valencianos, op. cit., p. 82.

29        Ibid., p. 83.

30        Ibid., pp. 101-102.

31        Cfr. Bula y comentario en ANDRÉS, M. en PÉREZ VILLANUEVA, J.-ESCANDELL, B. Historia de la Inquisición en España y América, Madrid, ed. CSIC,, 1984, Vol. I, p. 525. Para las diversas fases por las que atraviesa el problema morisco desde la toma de Granada, cfr. GARCÍA CÁRCEL, R. El itinerario de los moriscos hasta su expulsión, en ALCALÁ, A. Inquisición y mentalidad inquisitorial, Barcelona, ed. Ariel, 1984, pp. 67-78.

32        CARDAILLAC, L. Moriscos y cristianos, op. cit., p. 98.

33        CUEVAS, C. El pensamiento del Islam, op. cit., p. 65.

34        NETANYAHU, B. De la anarquía a la Inquisición, Barcelona, ed. Esfera de los libros, 2005, p. 104. Cfr. CRUZ, M. Historia del pensamiento en el mundo islámico, Madrid, ed. Alianza, 1996, vol. II, pp. 469-475.

35        MORALES, J. Caminos del Islam, op. cit., p.16.

36        SÁNCHEZ NOGALES, J. L. El Islam entre nosotros. Cristianismo e Islam en España, Madrid, ed. BAC, 2004, pp. 97-98.

37        Ibid., p. 123.

38        Ibid., p. 296.

39        Ibid., p. 299.

40        MORALES, J. Caminos del Islam, op. cit., p. 70.

41        Ibid., p. 102.

42        CHÉRIF, M. Tolerancia e intolerancia en el Islam, Barcelona, ed. Bellaterra, 2008, p. 87.

43        WAINES, D. El Islam, op. cit., p. 291.

44        Ibid., p. 304.

45        Ibid., p. 304.

46        Ibidem.

47        Cfr. GALERA, J. A. Diálogo sobre el Islam, Madrid, ed. Palabra, 2006, pp. 226-230.

48        FLORI, J. Guerra Santa, Yihad, Cruzada. Violencia y religión en el cristianismo y el Islam, Granada, ed. Universidad de Granada, 2004, p. 74.

Pablo Marti

Introducción

En las sociedades modernas, el trabajo ha adquirido una relevancia evidente. La pregunta por quién es una persona, ya no viene determinada tanto por su familia –¿de quién eres?–, cuanto de su ocupación –¿en qué trabajas?–. El trabajo es en muchos casos la señal determinante de quién es una persona, en sí misma, en relación a su familia y por supuesto en relación al lugar que ocupa en la sociedad. Junto a ello, desde la perspectiva social, el trabajo se presenta como la fuerza más determinante para el dinamismo y la transformación de la sociedad en su conjunto. De tal manera, que el principal influjo que la persona puede realizar en la sociedad en que vive  es su trabajo.

Esta realidad responde a la dinámica histórica de los últimos siglos, desde la revolución científica iniciada en el siglo XVII, con su progresivo desembocar en una tecnología cada vez más desarrollada, en una revolución industrial y en una estructuración de la sociedad fuertemente centrada en el trabajo productivo [1]. Así nos encontramos con afirmaciones tan rotundas como la célebre frase de Marx en los Manuscritos de 1844, «toda la llamada historia universal no es otra cosa que la generación del hombre por medio del trabajo humano» [2]; o la formulación de Juan Pablo II, de que «el trabajo humano es una clave, quizá la clave esencial, de toda la cuestión social» [3].

Este hecho, la importancia del trabajo hoy día, nos lleva a varias preguntas que debe responder la Teología. ¿Qué es el trabajo?; y, dando un paso más, ¿qué es el trabajo para un cristiano?, es decir, ¿cuál es la relación entre trabajo y vida cristiana?, ¿qué papel tiene el trabajo en la misión de edificar la Iglesia y construir el mundo?

Jesucristo, con su encarnación, su muerte y su resurrección, ha transformado el significado de todas las cosas. La Resurrección supone un cambio en el núcleo de la realidad del ser, una fisión nuclear en lo más profundo de la vida, que renueva todas las cosas [4]. En concreto, con relación al tema que nos ocupa, podemos afirmar que Jesús de Nazaret ha cambiado la noción de trabajo. Se hace necesaria por tanto, una teología del trabajo y también una espiritualidad del trabajo. Hay muchos desarrollos, en los que ahora no podemos detenernos [5]. Nos limitaremos a presentar algunas notas de la teología y de la espiritualidad del trabajo, a partir de las enseñanzas de san Josemaría [6].

Se suele decir, que mientras el místico goza de la contemplación de Dios en la cumbre de la montaña de la sabiduría, el teólogo sube poco a poco y con esfuerzo. Una vez alcanzada la cima de su trabajo intelectual, descubre con sorpresa que ha llegado al punto donde le esperaba el místico. San Josemaría es un místico del trabajo, “el santo de lo ordinario” como lo definió Juan Pablo II en la homilía de su canonización el 6 de octubre de 2002.

Vamos a seguir el siguiente esquema. Primero nos detendremos en la visión del misterio de Jesucristo desde donde san Josemaría contempla la realidad del trabajo, en concreto dos notas: la vida oculta de Jesús y la exaltación de la Cruz. En segundo lugar, intentaremos destacar la nueva concepción del trabajo que surge de esa mirada de fe. Por último, analizaremos la relación profunda entre trabajo y vida/santidad cristiana. Siguiendo estos tres pasos, podemos afirmar que la principal fuerza de cambio social del cristianismo, capaz de edificar una «civilización del amor», debe ser el trabajo diario como realización de la caridad de millones de cristianos en el mundo entero.

1.       Una peculiar visión del misterio de Jesucristo

Todo autor cristiano, especialmente si tiene un mensaje o carisma específico con el que enriquecer a la Iglesia, tiene su punto de partida en una visión singular del misterio de Jesucristo. Esa perspectiva personal ilumina el conjunto de la fe y la existencia cristiana, aportando determinados matices. En el caso de San Josemaría, ¿cuál sería su perspectiva específica?

Aunque cabría decir muchas cosas, nos centraremos en dos rasgos esenciales: la visión de la vida oculta de Jesús en Nazaret y la perspectiva de la exaltación de la cruz en relación a la resurrección de Cristo.

1)       De una parte, el fijarse en la vida escondida de Jesús en Nazaret. Una vida sencilla, ordinaria, humana: porque Jesucristo es perfecto Dios y perfecto Hombre. Pero siendo consciente de que la vocación del cristiano consiste en seguir e imitar a Cristo con todas sus consecuencias. De ahí que la luz de la vida oculta de Cristo ilumine la vida ordinaria de los fieles cristianos [7]. Así se ve, por ejemplo, en una serie de textos en los que hace referencia precisamente al carisma del Espíritu Santo recibido en 1928 [8].

San Josemaría observa en la vida de Jesús una existencia ordinaria, pero a la vez  una existencia divina porque es el Hijo de Dios. Esta es la gran categoría de la vida cristiana: «Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Era el carpintero, hijo de María. Y era Dios, y estaba realizando la redención del género humano, y estaba atrayendo a sí todas las cosas» [9].

Jesús mediante esa vida sencilla y común estaba ya realizando la redención de los hombres. Los cristianos al contemplar la vida ordinaria de Jesús deben descubrir su propia vocación cristiana a la santidad en medio del mundo [10].

2)       Sin embargo, debemos señalar que esta visión de la vida escondida de Jesús en Nazaret, está complementada por el misterio pascual, mediante el cual Cristo atrae hacia sí toda la creación renovándola y dirigiéndola a Dios Padre. San Josemaría no destaca sin más la perfecta Humanidad de Cristo y con ella la grandeza de la vida ordinaria y sencilla de trabajo, de familia, de solidaridad entre los hombres. Sino que se fija en esta realidad, desde el profundo cambio renovador –redentor– que implica la Cruz y la Resurrección de Jesucristo.

Así lo plasma esta nota autobiográfica de una experiencia divina fundacional [11]. Dios le hace entender de manera peculiar el significado del texto joáneo: «cuando sea exaltado sobre la tierra, atraeré todas las cosas hacía mí» (Jn 12, 32), es decir, el sentido de la exaltación de Jesús en la cruz. El sentido es este: «comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana… Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas».

Esta experiencia fundacional clave para comprender su visión del misterio de Jesús desde la cruz y la resurrección, aparece en muchos de sus escritos [12]. Aquí exponemos sólo algunos de ellos, que describen perfectamente su pensamiento:

a)       «Instaurare omnia in Christo, da como lema San Pablo a los cristianos de Efeso; informar el mundo entero con el espíritu de Jesús, colocar a Cristo en la entraña de todas las cosas. Si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum, cuando sea levantado en alto sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí. Cristo con su Encarnación, con su vida de trabajo en Nazareth, con su predicación y milagros por las tierras de Judea y de Galilea, con su muerte en la Cruz, con su Resurrección, es el centro de la creación, Primogénito y Señor de toda criatura. Nuestra misión de cristianos es proclamar esa Realeza de Cristo, anunciarla con nuestra palabra y con nuestras obras. […] deben estos cristianos llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña» [13].

b)       «Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. […] A esto hemos sido llamados los cristianos: lograr que sea realidad el reino de Cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor. […] Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención» [14].

Jesucristo redime todas las realidades creadas, asumiéndolas en su existencia, dándoles la forma de la cruz y transformando su sentido con la resurrección. La nueva vida en Cristo resucitado provoca un significado nuevo para todas las cosas. Los fieles cristianos están llamados a hacer presente a Jesús llevando a Cristo dentro de ellos en sus vidas en medio de los quehaceres del mundo.

2.       El trabajo desde la fe: don de Dios, amor

Como decíamos previamente, el trabajo es una de las realidades  fundamentales de la vida del hombre y de la sociedad actual. Pero además el misterio de Jesucristo renueva el significado de todas las cosas, transformando también la noción de trabajo. De ahí partimos precisamente: ¿qué es el trabajo desde la fe cristiana?

Para llevar a cabo la nueva evangelización, es preciso ir más allá de la concepción clásica del trabajo como actividad propia del esclavo. Pero también de la concepción moderna, económica y utilitarista, del trabajo. Es preciso repensar el concepto de trabajo como vinculado esencialmente al sentido de la vida humana, para destacar la verdadera dimensión del trabajo como un elemento íntimo de la persona [15]. Para ello la fe aporta sin duda una luz muy especial, porque señala que el trabajo es un don de Dios [16].

Llegados a este punto, ¿cómo caracteriza san Josemaría el concepto de trabajo desde la visión de la fe en Cristo? Aunque sería preciso analizar muchos pasajes, hay un texto que nos proporciona una formulación ideal de la noción de trabajo. Se trata de un pasaje de la homilía En el taller de José, 19 de marzo de 1963. Su visión cristiana del trabajo culmina con la relación entre trabajo y amor. En un discurso espiritual puede aparecer como bonito y por tanto normal, pero en un discurso teológico resulta muy profundo, y para nada evidente. El trabajo es amor. Sociológicamente no es ésta la visión de gran parte de la humanidad trabajadora. Pero, ¿cuál es el itinerario para llegar hasta esa afirmación?

El texto dice así:

«El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad.

Para un cristiano, esas perspectivas se alargan y se amplían. Porque el trabajo aparece como participación en la obra creadora de Dios, que, al crear al hombre,  lo bendijo diciéndole: Procread y multiplicaos y henchid la tierra y sojuzgadla, y dominad en los peces del mar, y en las aves del cielo, y en todo animal que se mueve sobre la tierra (Gn 1, 28). Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora» [17].

Primero sitúa la dimensión humana –por así decir– del trabajo: dignidad del hombre, desarrollo de la personalidad, vínculo con los demás: la familia, los compañeros, la sociedad. Seguidamente expone la visión de fe (“para un cristiano”). Así el trabajo se enmarca en la teología de la creación y en la teología de la redención. Con este punto de partida, la relación entre creación y amor (todo ha sido creado por y para el amor de Dios) y la relación redención y amor (el amor de Dios fundamenta la redención), son cruciales y no dejan lugar a dudas. Dios Padre nos ha creado por el amor y para el amor. Jesucristo nos ha redimido por amor (“nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”) y para que le amemos.

A continuación, sigue afirmando:

«Conviene no olvidar, por tanto, que esta dignidad del trabajo está fundada en el Amor. El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero  y lo transitorio. Puede amar a las otras criaturas, decir un tú y un yo llenos de sentido. Y puede amar a Dios, que nos abre las puertas del cielo, que nos constituye miembros de su familia, que nos autoriza a hablarle también de tú a Tú, cara a cara.

Por eso el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por Él, herederos de sus promesas. Es justo que se nos diga: ora comáis, ora bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios» [18].

Colocar el trabajo en el contexto de la creación y la redención, implica situarlo dentro de la relación trabajo y amor. Y por tanto, se habla de un amor trascendental de la persona; y de un trabajo, también trascendental de la persona. No se trata simplemente del trabajo como ocupación frente al ocio. Ni del trabajo como virtud de la laboriosidad. Ni del trabajo como mera función de producción.

El trabajo desde este punto de vista trascendental manifiesta el amor, se identifica con el amor. Tiene que ver con el ser persona, y ser persona imagen de Dios. Implica a la persona en su totalidad: inteligencia, voluntad, afectividad, cuerpo, operación. Es amor porque es una manera de darse la persona. Sólo el amor es camino para que la persona salga de sí misma sin alienarse. Y precisamente porque el amor supone éxtasis, salir de sí, nos une a los demás, es vínculo de unión verdadera. El trabajo es un darse de la persona al mundo creado, a la sociedad, a las personas destinatarias del trabajo, a la familia, a Dios. En el trabajo, el hombre imagen de Dios manifiesta y derrama el amor de Dios al mundo, el amor de la creación y el amor de la redención. El trabajo forma parte del culto espiritual a Dios propio de la persona.

3.       Trabajo y oración: contemplativos en medio del mundo

A partir de esta nueva concepción del trabajo desde la fe en la creación y redención en Cristo, podemos hacer algunas consideraciones sobre la relación entre trabajo y espiritualidad cristiana. En concreto, sobre uno de los núcleos esenciales de la predicación de san Josemaría: la unión entre trabajo y oración, la realidad de que el fiel cristiano debe ser auténticamente contemplativo en medio del mundo.

La vida cristiana es vida de oración en cuanto conformidad filial y amorosa a la voluntad del Padre, que es la unión en Cristo por obra del Espíritu Santo. Esta es la oración continua: la fe que vive por la esperanza en el amor. Esta es la vida de Cristo y la vida del cristiano. Esto es ser «contemplativos en medio del mundo» [19]. El conformar en todo nuestra voluntad a la voluntad del Padre por amor, porque somos y nos sabemos hijos de Dios que corresponden a su Amor infinito. Realizar en todo la voluntad del Padre es hacer de la vida personal un vivir de fe, esperanza y caridad. No sólo los momentos concretos de oración, sino todo momento y circunstancia, la vida familiar, laboral, social, el descanso y la diversión, en definitiva, toda la vida de la persona. Porque la vida teologal puede y debe impregnar todas las acciones, también el trabajo cotidiano.

San Josemaría sintetiza esta doctrina en una homilía sobre el trabajo, “Trabajo de Dios”, en la que señala claramente dos directrices inseparables y complementarias. El secreto consiste en “hacer del trabajo oración” (Amigos de Dios, nn. 64-67) y para lograrlo “hacer el trabajo por amor” (Amigos de Dios, n. 68ss). Es así como el cristiano hace que “se extienda el reinado de Cristo en  todos  los  continentes”.

«El trabajo tuyo debe ser oración personal, ha de convertirse en una gran conversación con Nuestro Padre del Cielo. Si buscas la santificación en y a través de tu actividad profesional, necesariamente tendrás que esforzarte en que se convierta en una oración sin anonimato. […] Convencidos de que Dios se encuentra en todas partes, nosotros cultivamos los campos alabando al Señor, surcamos los mares y ejercitamos todos los demás oficios nuestros cantando sus misericordias. De esta manera estamos unidos a Dios en todo momento […], viviréis metidos en el Señor, a través de ese trabajo personal y esforzado, continuo, que habréis sabido convertir en oración, porque lo habréis comenzado y concluido en la presencia de Dios Padre, de Dios Hijo y de Dios Espíritu Santo. […] Persuadíos de que no resulta difícil convertir  el trabajo en un diálogo de oración. Nada más ofrecérselo y poner manos a la obra, Dios ya escucha, ya alienta. ¡Alcanzamos el estilo de las almas contemplativas, en medio de la labor cotidiana! Porque nos invade la certeza de que El nos mira, de paso que nos pide un vencimiento nuevo: ese pequeño sacrificio, esa sonrisa ante la persona inoportuna, ese comenzar por el quehacer menos agradable pero más urgente, ese cuidar los detalles de orden, con perseverancia en el cumplimiento del deber cuando tan fácil sería abandonarlo, ese no dejar para mañana lo que hemos de terminar hoy: ¡Todo  por darle gusto a El, a Nuestro Padre Dios! Y  quizá sobre tu mesa, o en un lugar discreto que no llame la atención, pero que a   ti te sirva como despertador del espíritu contemplativo, colocas el crucifijo, que  ya es para tu alma y para tu mente el manual donde aprendes las lecciones de servicio» [20].

Para lograr que el trabajo sea oración y que a través de ese trabajo hecho oración, el cristiano se santifique a sí mismo y contribuya a la santificación-redención del mundo, es necesario hacer el trabajo por amor a Dios y a los hombres. Pero “hacer el trabajo por amor” implica que el trabajo tiene como finalidad el amor. “Por amor” no es la simple intención o motivo, sino el fin que explica e impulsa toda la actividad humana del trabajo [21].

«¿Y cómo conseguiré —parece que me preguntas— actuar siempre con ese espíritu, que me lleve a concluir con perfección mi labor profesional? La respuesta no es mía, viene de San Pablo: trabajad varonilmente y alentaos más y más: todas vuestras cosas háganse con caridad. Hacedlo todo por Amor y libremente; no deis  nunca paso al miedo o a la rutina: servid a Nuestro Padre Dios. Ocúpate de tus deberes profesionales por Amor: lleva a cabo todo por Amor. [. . .] Por amor a Dios, por amor a las almas y por corresponder a nuestra vocación de cristianos, hemos de dar ejemplo. [. . .] Por lo tanto, cada uno en su tarea, en el lugar que ocupa en la sociedad ha de sentir la obligación de hacer un trabajo de Dios, que siembre en todas partes la paz y la alegría del Señor» [22].

Este sin duda es un camino bonito, pero no es fácil. Trabajar por amor, para servir; no por dinero, ni por reconocimiento personal, ni por mantener el poder. Exige una vida teologal, unida a toda la trama de virtudes, que hacen posible que el trabajo de la persona contribuya a la edificación de la sociedad de acuerdo a la justicia, la paz y el amor [23].

4.       Conclusión: el trabajo como fuerza transformadora de la sociedad

De esta manera, volvemos a recapitular los puntos que hemos visto anteriormente, cerrando el círculo por el que habíamos comenzado: trabajo-amor-santidad-redención-Jesucristo.

El trabajo es uno de los grandes agentes de la transformación de   la sociedad y del mundo. Y lo es a partir de la primacía de la persona. La persona se realiza y se expande precisamente ahí, en el trabajo. Esta conexión ayuda a profundizar en la noción de trabajo. De un lado, porque nos hace fijarnos en la dimensión subjetiva del trabajo, más que en la objetiva (aunque sin olvidarla). De otro, porque ayuda a subrayar que el trabajo es de la persona y para la persona. Si el trabajo es amor, entonces solo puede ser una realidad personal. El amor sólo puede darse entre personas. En este plano, resulta que el ser profundo del trabajo consiste en que la persona con su trabajo se une a las cosas creadas para hacerse y hacerlas servicio a la otra persona. Es decir, a través de su trabajo, de su donación como persona en el trabajo, consigue que las cosas creadas con las que trabaja y a las que transforma, se conviertan en algo para la otra persona. Así se renueva el universo, ordenándolo según el querer del Creador, mediante el amor redentor de Cristo en el cristiano.

Realmente, si todo el mundo del trabajo actual –millones y millones de personas– recibiera este evangelio, esta buena nueva del trabajo como amor, del trabajo como servicio de una persona a las demás personas, se podría hablar de una nueva civilización del amor no utópica. Ahora bien, esto solo es posible si se respetan las leyes internas del mundo  del trabajo y se redimen en unión con Cristo. Esto solo es posible con  la acción de cada fiel cristiano desde el mundo del trabajo y a través del mundo del trabajo. Por el trabajo-amor de los cristianos, Cristo es colocado en la cumbre de las actividades humanas y se realiza en la historia la recapitulación de todas las cosas en Cristo, la reconciliación del mundo con Dios. Como nos muestra el misterio de la vida de María, modelo de santificación del trabajo en la vida ordinaria. Ella con su vida de cada día, tan parecida a la nuestra, es maestra de contemplación, santidad y transformación del mundo hacia Dios [24].

Pablo Marti en cedejbiblioteca.unav.edu/

Notas:

1.      Cfr. J.L. Illanes, Ante Dios y en el mundo. Apuntes para una teología del trabajo, Eunsa, Pamplona 1997, p. 26.

2.      K. Marx, Manuscritos económico-filosóficos, Barcelona 1975, p. 126.

3.      Juan Pablo II, Enc. Laborem exercens, n. 3.

4.      «La resurrección fue como un estallido de luz, una explosión del amor que desató el vínculo hasta entonces indisoluble del «morir y devenir». Inauguró una nueva dimensión del ser, de la vida, en la que también ha sido integrada la materia, de una manera transformada, y a través  de la cual surge un mundo nuevo. Está claro que   este acontecimiento no es un milagro cualquiera del pasado, cuya realización podría ser en el fondo indiferente para nosotros. Es un salto cualitativo en la historia de la “evolución” y de la vida en general hacia una nueva vida futura, hacia un mundo nuevo que, partiendo de Cristo, entra ya continuamente en este mundo nuestro, lo transforma y lo atrae hacia sí», Benedicto XVI, Homilía en la Vigilia de Pascua 2006. Respecto a la visión teológica del misterio la Resurrección, cfr. especialmente la conocida obra de F.X. Durwell, La Resurrección de Jesús, misterio de salvación.

5.      Sobre la teología del trabajo, entre otras muchas publicaciones ver D. Cosden, A theology of work: work and the new creation, Paternoster Press, 2004; M.D. Chenu, Hacia una teología del trabajo, Estela, Barcelona 1960; F. Fernández Rodríguez (coord.), Estudios sobre la encíclica “Laborem exercens”, BAC, Madrid 1987; J.L. Illanes, Ante Dios y en el mundo: apuntes para una teología del trabajo, Eunsa, Pamplona 1997; J.L. López González, Filosofía y  Teología  del  trabajo en Jacques  Maritain (1882-1925),  Eunsa,  Pamplona, 2001; M. Rhonheimer, Transformación del mundo, Rialp, Madrid 2006; P. Teilhard de Chardin, El medio divino, Trotta, Madrid 2008; G.  Thils,  Théologie des realités terrestres, Desclée  de Brouwer, Louvain 1946. Más específicamente, sobre la espiritualidad del trabajo: Aa.Vv., Travail, en “Dictionnaire de Spiritualité”, t. XV, cols. 1186-1250; J.L. Illanes, La santificación del trabajo, el trabajo en la historia de la  espiritualidad,  Palabra,  Madrid  2001; P. Rodríguez, Vocación, trabajo, contemplación, Eunsa, Pamplona 1986.

6.      Siendo la santificación del trabajo uno de los núcleos principales de la enseñanza de san Josemaría, muchos estudios ya se han ocupado de ello. Nosotros expondremos las ideas y textos más relevantes, para profundizar ver E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, vol. III, Rialp, Madrid 2013, pp. 134-221; J.L. Illanes, Trabajo (santificación del), en Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Monte Carmelo, Burgos 2013, pp. 1202-1210, y la abundante bibliografía reseñada en dichos estudios.

7.      Cfr. Amigos de Dios, n. 56.

8.      En estos textos utiliza la expresión «1928» para referirse al carisma fundacional, que le ha llevado a predicar la santidad en la vida ordinaria a través del trabajo, con relación a la vida oculta de Jesús. Cfr. Amigos de Dios, nn. 59, 81, 210; Es Cristo que pasa, n. 20; Conversaciones, nn. 26, 34, 55.

9.      Cfr. Es Cristo que pasa, n. 14.

10.       Cfr. Es Cristo que pasa, n. 20.

11.       «7 de agosto de 1931: […] Llegó la hora de la Consagración: en el momento de alzar la Sagrada Hostia, sin perder el debido recogimiento, sin distraerme acababa de hacer in mente la ofrenda del Amor Misericordioso, vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias, aquello de la Escritura: “et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad me ipsum” (Ioann. 12, 32). Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el ne timeas!, soy Yo. Y comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana… Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas», Apuntes íntimos, n. 217, en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. I, Rialp, Madrid 1997, pp. 380-381.

12.       Para un estudio más detallado, cfr. P. Rodríguez, “Omnia traham ad meipsum”. El sentido de Juan 12, 32 en la experiencia espiritual de Mons. Escrivá de Balaguer, Romana 13 (1991) 331-351.

13.       Cfr. Es Cristo que pasa, n. 105.

14.       Cfr. Es Cristo que pasa, n. 183.

15.       Véase la profunda reflexión sobre el trabajo que hace Juan Pablo II en la encíclica Laborem Exercens, así como las interesantes consideraciones de M.A. Martínez-Echevarría, Repensar el trabajo, Eiunsa, Madrid 2004.

16.       Cfr. Amigos de Dios, n. 57.

17.       Es Cristo que pasa, n. 47. Es evidente la semejanza entre este párrafo y el texto de GS n. 67 sobre el trabajo. En este sentido, debemos subrayar que tanto en la teología como en la espiritualidad del trabajo contemporáneas, siempre hay referencias a la doctrina sobre la creación, y a la vida de trabajo de Jesús que el cristiano debe imitar. Véanse por ejemplo las obras de Chenu, Thils, Wojtyla, etc. Sin embargo, la conexión entre la exaltación de Cristo en la Cruz y el trabajo de los fieles cristianos como medio para extender el reinado de Cristo implica un aspecto nuevo, específico y fecundo de la enseñanza de san Josemaría.

18.       Es Cristo que pasa, n. 48.

19.       Para un estudio más detallado del tema, cfr. Aa.Vv., La contemplazione cristiana: esperienza e dottrina, Atti del IX Simposio della Facoltà di Teologia della Pontificia Università della Santa Croce, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2007; J.L. Illanes, Existencia cristiana y mundo: jalones para una reflexión teológica sobre el Opus Dei, Eunsa, Pamplona 2003, pp. 301-331.

20.       Amigos de Dios, nn. 64, 66, 67.

21.       Cfr. los análisis pormenorizados de E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, vol. III, Rialp, Madrid 2013, pp. 134-221; F. Ocáriz, Naturaleza, Gracia y Gloria, Eunsa, Pamplona 2000, pp. 261-271.

22.       Amigos de Dios, nn. 68, 70.

23.       Cfr. Amigos de Dios, nn. 71-72.

24.       Cfr. Es Cristo que pasa, n. 174.

Jesús García López

1.       Distintas acepciones

Así como el verdadero conocimiento humano es el conocimiento racional, pero no puro, o aislado del conocimiento sensitivo, sino mezclado con éste o mediado por él; así también el verdadero amor humano es el amor racional o que radica en la voluntad; pero no puro o incontaminado respecto del amor sensitivo, sino mezclado con éste y dependiente de él. Pero veamos esto con un cierto detenimiento.

El «amor» en el hombre es, en primer lugar, una de las pasiones del apetito sensitivo, y más concretamente del concupiscible. Es justamente la primera de dichas pasiones, y se caracteriza porque versa acerca de un bien sensible considerado en sí mismo, es decir, independientemente de que tal bien se halle ausente o se encuentre presente y sea poseído.  Por eso es como la raíz común del «deseo», que versa sobre un bien sensible ausente, y del «gozo», que tiene por objeto a un bien sensible presente y poseído. En tanto que «pasión» el amor comporta siempre una cierta trasmutación corporal (y de aquí el nombre propio de pasión) y, como hemos dicho, tiene siempre por objeto algún bien sensible o material. Ahora bien, el amor humano no se limita al orden sensible, y por eso hay que admitir también en nosotros un amor racional, que ya no es pasión en sentido propio, y que radica en la voluntad. Todavía cabe aquí distinguir: el amor que se identifica con la «simple volición», que es el acto primero de la voluntad, y el amor que es objeto de una elección precedente, y que por eso se llama «dilección» o «predilección». En el primer caso se trata del acto de la voluntad que versa sobre el bien sin más (o sobre el fin absolutamente último), y por ello es necesario y no libre. Así entendido, se puede establecer un paralelismo entre el amor racional y el amor sensible, en contraste con la «intención» y el «deseo», por un lado, y la «fruición» y el «gozo», por otro. En efecto, lo que es el deseo en el orden sensible es la intención en el racional, y lo que es el gozo en el orden sensible es la fruición en el racional. Por eso, lo que es el amor en el orden sensible es la simple volición en el racional. Pero, como hemos dicho, no es ésta la única manera de entender el amor racional.  Está también la dilección, y aun se puede decir que ésta es amor racional en sentido más pleno.  Santo Tomás escribe: «La dilección añade sobre el amor una elección precedente, como su nombre indica; por lo  cual  la  dilección  no se  encuentra en  el  apetito  concupiscible,  sino  sólo  en  la  voluntad,  y  únicamente  en la naturaleza racional» [1].

2.       Amor de persona y amor de cosa

Ahora bien, este amor propiamente racional que es la dilección puede presentar dos formas esencialmente distintas, a saber: el amor «de dominio» y el amor «de comunión». Veamos el sentido de esta división en un famoso texto de Santo Tomás, que reza así: «Dice Aristóteles que 'amar es querer el bien para alguien', y siendo esto así, el movimiento del amor tiene dos términos: el bien que se quiere para alguien, ya sea uno mismo, ya otra persona, y ese alguien para quien se quiere el bien. Al susodicho bien se le tiene amor de concupiscencia [o de dominio], mientras que a la persona para quien se quiere ese bien se le tiene amor de amistad [o de comunión]. Por lo demás, esta división es análoga o con orden de prioridad y posterioridad. Pues lo que se ama con amor de amistad es amado de manera absoluta y directa, mientras que lo que se ama con amor de concupiscencia es amado de manera relativa e indirecta, es decir, en orden a otro. El ente propiamente dicho es lo que existe en sí, es decir, la sustancia, mientras que el ente en sentido impropio es lo que existe en otro, o sea, el accidente. De parecida manera, el bien, que se identifica con el ente, si se toma en sentido propio, es lo que tiene en sí mismo la bondad, y si se toma impropiamente es lo que tiene la bondad en otro. En consecuencia, el amor por el que se ama algo que es en sí mismo bueno es amor en sentido pleno; pero el amor con que se ama algo que sólo es bueno en orden a otro es amor en sentido deficiente y derivado» [2].

O sea, que el amor de amistad (o de comunión) va hacia su término -en  todo  caso  una  persona-  estimándolo  como  un  bien   sustantivo   o en sí, como algo de  suyo  valioso  y  de  suyo  amable;  capaz,  por  tanto, de finalizar de un modo definitivo el impulso  amoroso;  mientras  que  el amor de concupiscencia (o de dominio) se  dirige  a  su término -siempre una cosa- estimándolo como un bien adjetivo o relativo, como algo  que  sólo es amable por referencia a otro -a una persona- capaz de  poseerlo o disfrutarlo.  Dicho de otra manera: se ama a las personas por sí mismas, por el valor que en sí mismas tienen, y éste es el amor de comunión; pero a las cosas se les ama en orden a alguna persona -que puede ser la misma que ama u otra-, y éste es el amor de dominio. Por lo demás, resulta claro que el amor de persona es amor en sentido más pleno y perfecto que el amor de cosa. Aquél se dirige a un término más noble y elevado, que es valorado por sí mismo; éste se orienta a un término más bajo, que no es estimado por sí mismo, sino en orden a otro. Desde otro punto de vista, el amor de persona es más perfecto, porque procede de una fuente más perfecta: la inclinación a comunicar nuestros propios bienes; mientras que el amor de cosa tiene su origen en la inclinación a adquirir lo que nos falta.

La distinción entre persona y cosa, que es la base de la división del amor arriba apuntada, hay que entenderla como la distinción que hay entre la sustancia espiritual y todo lo demás. En este «todo lo demás» entran, por supuesto, las sustancias corpóreas, pero también los accidentes, tanto de la sustancia corpórea como de la misma sustancia espiritual. Así, por ejemplo, la «ciencia» es una cosa, y una cosa es también la «virtud», que son accidentes de la sustancia espiritual. Por descontado, también son cosas las sustancias corpóreas, tanto las inanimadas (una piedra) como las animadas (una planta, un animal), y también, según hemos dicho, los accidentes de estas sustancias (la cantidad, la cualidad, etc.).

Desde el punto de vista del bien esa distinción entre persona y cosa coincide casi exactamente con la distinción entre fin y medio. La persona es siempre un fin (y precisamente un fin objetivo), mientras que la cosa, ora es un medio en sentido estricto, ora es un fin subjetivo, es decir, aquel acto mediante el cual alguien se posesiona del fin objetivo. Por lo demás, si atendemos a esa otra división del bien en útil, deleitable y honesto, tendremos que la persona es siempre un bien honesto, mientras que la cosa, o es un bien útil, o incluso un bien deleitable.

De aquí se sigue que el amor tiene un orden o una norma objetivos: a las personas se las ama por sí mismas (como se ama por sí mismo el fin objetivo), y a las cosas se las ama en orden a las personas (como se ama a los medios por el fin, y al fin subjetivo por el fin objetivo); y si este orden o esta norma son alterados, entonces estamos ante una aberración del amor. Por lo demás, esa aberración puede adoptar tres formas: la que consiste en amar a las personas como si fueran cosas; la que resulta de amar a las cosas como si fueran personas, y la que se concreta en amar a las personas sin amar cosa alguna para ellas. Santo Tomás, en el texto citado poco ha, establece una analogía entre la relación sustancia-accidentes y la relación amor de persona-amor de cosa. Pues bien, sería falsear la relación sustancia-accidentes, ya el tomar a los accidentes por sustancias, ya el tomar a las sustancias por accidentes, ya, por último, el tomar a las sustancias en su puridad, sin el complemento necesario que los accidentes son para ellas. Y esto es lo mismo que ocurre con la relación amor de persona-amor de cosa. En efecto, si amamos a las personas como si fueran cosas, estamos instrumentalizando a aquéllas, convirtiéndolas en  medios,  cuando  por  su propia naturaleza son fines; si amamos a las cosas  como  si  fueran  personas, estamos  personalizando  a  las  cosas,  es  decir,  las  sustantivizamos y espiritualizamos, hacemos  de  ellas  fines,  siendo  así  que  son  medios; y si amamos a las personas sin amar cosa alguna para ellas, estamos separando los medios de los fines, o lo que es peor y más aberrante, es­ tamos separando el  fin  objetivo  (aquello  que  se  ama)  del  fin  subjetivo (el acto por el que nos unimos con aquello que se ama).

Pasando a otro asunto, puede alguien preguntarse cómo el amor de persona, que es amor de un fin (porque la persona es fin) puede adoptar la forma de dilección, es decir, de amor que viene precedido de una elección. Porque el fin no se elige, sino que lo que se elige son los medios. A esto hay que responder que toda persona es fin, pero no toda persona es fin último, y sólo éste se quiere necesariamente, es decir, no puede ser objeto de elección. En realidad, la única persona que es fin último es la Persona divina, Dios mismo. Y aún en este caso habría que precisar; porque lo que el hombre quiere necesariamente es la felicidad, que es su fin último, y precisamente bajo la razón de felicidad -el bien más alto y que sacia plenamente nuestros anhelos-; por eso cualquier concreción de la felicidad en este o en aquel bien, ya no se quiere necesariamente, sino libremente, y por tanto puede ser objeto de elección. Esto ocurre, por supuesto, cuando concretamos la felicidad en Dios o en la Persona divina. Por eso, también respecto a Dios cabe la dilección humana.

3.       Las causas del amor

Y ahora vamos a examinar brevemente las causas del amor.  Tres son las causas que pueden asignarse al amor, a saber: el bien, el conocimiento y la semejanza. En efecto, siendo el amor una tendencia, debe tener un origen y un término, y así se le podrá buscar la causa por ambos extremos. Pues bien, la causa del amor por parte de su término es el bien, mientras que la causa por parte de su origen es la semejanza. A lo que hay que añadir la condición necesariamente requerida para que el bien ejerza su causalidad propia, condición que es el conocimiento. Con lo que resultan las tres causas apuntadas.

El bien es la causa objetiva del amor en su acepción más amplia. En efecto, el amor siempre se dirige a un bien, ya sea real, ya sea aparente.  Si alguna vez se ama un mal esto no es sino porque se presenta como bien (bien aparente) o porque se halla ligado necesariamente a un bien. En este último caso, lo que se ama verdaderamente siempre es el bien y no el mal que lleva anejo. O, dicho de otro modo:  el bien es objeto per se del amor, mientras que el mal es sólo objeto per accidens. Por lo demás, ya hemos visto antes cómo la división del bien en fin y medios sirve de fundamento para la división del amor en amor de persona y amor de cosa.

El conocimiento es la condición necesaria para que el bien ejerza sobre la tendencia consciente la causalidad que le es propia. Nada es querido si antes no es conocido, ya sea con un conocimiento perfecto, ya sea con un conocimiento imperfecto, confuso, sumario. Por ello, como dice Santo Tomás, «el conocimiento es causa del amor por la misma razón por la que lo es el bien, el cual no puede ser amado si no es conocido» [3].

Podemos detenernos un poco más en las relaciones entre el conocimiento y el amor. Mirado desde un ángulo, el amor parece preceder al conocimiento, pues toda actividad consciente (también el conocimiento) arranca del amor. Muchas veces deseamos conocer algo, y aquí es claro que el deseo (o el amor) precede a ese conocimiento que vamos buscando. Sin embargo, mirado desde otro ángulo, el conocimiento precede siempre al amor, pues éste es un impulso hacia el bien conocido; nada se ama si antes no se conoce. La verdad es que hay una mutua implicación entre el conocimiento y el amor. Si se atiende a la especificación o determinación del acto de amor, quien lleva la primacía es el conocimiento, pero si se atiende al ejercicio de dicho acto, la primacía corresponde al mismo amor, al menos en  el  nivel  de  la  voluntad,  que  es  libre.  Por lo demás, cuando deseamos conocer algo partimos ya de algún conocimiento, pues, como dice Santo Tomás: «el que busca la ciencia no la ignora por completo, sino que la conoce en alguna medida, ya sea en general, ya en algún efecto de ella, o porque oye alabarla» [4].

La diferencia fundamental entre el conocimiento y el amor es la siguiente: tanto el conocimiento como el amor entrañan cierta trascendencia, cierta superación de la individualidad, y se constituyen así en sendas fuerzas unitivas por las que el sujeto que conoce o ama se une con lo conocido o amado; pero de muy diversa manera. El conocimiento entraña una posesión puramente representativa o intencional; por el conocimiento el sujeto se une con lo conocido, pero no en el mismo ser real que lo conocido tiene en sí, sino en el ser representativo que tiene en el cognoscente. En cambio, por el amor el sujeto tiende a la posesión real de lo amado, a unirse con éste según su ser real y no sólo en la representación o en la «especie impresa» o en la «expresa».  Por esta razón escribe Santo Tomás que «el amor es más unitivo que el conocimiento» [5].

Insistamos todavía en esa unión real que el amor procura o mantiene. Amor y unión real son términos que se implican y se suponen mutuamente. El amor importa la unión real del amado y del amante, y a su vez esta unión real está suponiendo el amor. Y es que éste se halla precedido, constituido y seguido por aquélla. Santo Tomás lo explica así: «La unión implica una triple relación respecto al amor.  Hay una primera unión que es causa del amor, y ésta es:  la unidad sustancial, por lo que se refiere al amor con que uno se ama a sí mismo, y la unión de semejanza, por lo que toca al amor con que uno ama a otro. Una segunda unión es esencialmente el mismo amor, y ésta es la unión por sintonía de afectos, la cual se asemeja a la unidad sustancial en cuanto que, en el amor de persona, el amante se comporta por respecto al amado como consigo mismo, y en el amor de cosa, como con algo suyo. Una última unión es efecto del amor, y ésta es la unión real que el amante busca con el amado; y esta unión es según la conveniencia del amor; y así cita Aristóteles una frase de Aristófanes que dice que los amantes desean de dos hacerse uno, pero toda vez que sucedería que a los dos o por lo menos uno de ellos se destruiría, buscan la unión que es conveniente y adecuada, a saber e la convivencia, el coloquio y otras parecidas» [6].

Pero esto nos lleva como de la mano a hablar de la tercera causa del amor: la semejanza. La semejanza es causa del amor atendiendo a su origen. Pero hay que advertir que la semejanza puede ser doble: una perfecta o en acto (que se da cuando dos sujetos convienen en la misma forma), y otra imperfecta o en potencia (que se da cuando un sujeto tiene una forma y el otro no la tiene, pero aspira a tenerla y está capacitado para recibirla). La primera semejanza es causa del amor de comunión (o de amistad), y la segunda, del amor de dominio (o de concupiscencia). Santo Tomás lo expresa así: «La semejanza, propia­mente hablando, es causa del amor. Pero conviene advertir que la semejanza puede entenderse de dos maneras:  una cuando los dos semejantes poseen en acto una misma cualidad (...); otra, teniendo uno en potencia y con cierta inclinación a ello lo que el otro posee en acto (...); o también en cuanto que la potencia tiene semejanza con el acto, puesto que en la misma potencia está en cierto modo el acto. El primer modo de semejanza produce el amor de amistad o de benevolencia, puesto que, por lo mismo que dos seres son semejantes, al tener en cierto modo la misma forma, son como uno solo en aquella forma (...); y por ello el afecto de uno se dirige hacia el otro como hacia sí mismo, y quiere el bien para el otro como para sí mismo. El segundo modo de semejanza produce el amor de concupiscencia (...); porque cada ser existente en potencia, en cuanto tal, tiene naturalmente el apetito de su acto, y si posee sensibilidad y conocimiento, se deleita en su consecución» [7]. Por lo demás, hay que aclarar que la semejanza de que aquí se habla como causa del amor de amistad, no es ningún parecido externo, sino una afinidad profunda, que lleva a una sintonía de pensamientos y de afectos.

4.       Los efectos del amor

Y ahora pasemos a tratar de los principales efectos del amor y que se pueden reducir a cuatro: la unión, la mutua inhesión, el éxtasis y el celo.

Poco vamos a decir del primero de ellos. Como señalamos más atrás, la unión entre el amante y el amado precede, constituye y sigue al amor. Lo precede porque el amor se funda en la unión, ya sustancial (en el amor de sí mismo), ya de semejanza (en el amor de otro). Lo constituye, porque el amor es precisamente una unión afectiva, una sintonía de afectos. Y finalmente, lo sigue, porque el amor lleva a la unión real del amante y el amado; pide de dos hacerse uno, aunque siempre según la conveniencia del amor.

La mutua inhesión es una resultancia de la unión que el amor implica; es la forma característica en que se concreta la unión amorosa. En virtud de la inhesión mutua el que ama está en lo amado y, a su vez, lo amado está en el que ama. Y esto se realiza tanto en la dimensión cognoscitiva del hombre, como en su dimensión afectiva; y además toma diferentes inflexiones si se trata del amor de cosa y si se trata del amor de persona.

Consideremos, en primer lugar, la mutua inhesión en el plano cognoscitivo. En este plano puede decirse que lo amado (sea una cosa, sea una persona) está en el que ama, porque está presente en el conocimiento de este último; presente de una manera estable, porque el amante está siempre, o casi siempre, pensando en aquello que ama. Si es una cosa, examinando todo lo que puede hacer con ella, para lo que la puede utilizar, incluso viendo los servicios que esa cosa puede rendir a otras personas amigas; y si se trata de una persona, considerando simplemente las excelencias de la misma, sus valores, sus buenas cualidades. Pero también puede decirse que el amante está en lo amado, es decir, que se traslada al interior de lo amado, por el conocimiento, en cuanto que no se contenta con una aprehensión superficial.

Si lo amado es una cosa, quiere el amante  conocer  todos  sus entresijos, su íntima constitución, sus cualidades más recónditas, todas las posibilidades de utilización (en el propio  servicio  o  en  servicio  de  los  demás) de dicha cosa; y si lo amado es una persona, quiere asimismo el amante conocer lo más propio y más íntimo de esa persona, sus preferencias, su historia, su formación, sus aptitudes,  sus  secretos:  penetrar, en una palabra, lo más posible en la intimidad de la persona amada. Consideremos ahora la mutua inhesión en el plano afectivo.  En esta otra dimensión se dice que lo amado (cosa o persona) está en el amante cuando hay entre ellos una unión afectiva, de suerte que, si lo amado está presente, el amante se deleita en él y si está ausente, tiende a él con ardiente deseo. Y esto de manera distinta si se trata del amor de cosa que si se trata del amor de persona; porque en el primer caso, se busca el bien que esa cosa pueda proporcionar a uno mismo o a otra persona; pero en el segundo caso, se tiende a la persona amada, no por alguna razón extrínseca o por alguna utilidad que puede  reportar, sino por la misma complacencia que produce dicha persona, complacencia que está radicada en lo más  íntimo  del  amante.  Por eso el amor es algo que arraiga muy hondo, y se habla de «entrañas de amor». Pero también se puede decir, en este orden afectivo, que el amante está en lo amado, y de manera también diferente si se trata de una cosa o si se trata de una persona. Tratándose de una cosa, el amante está en lo amado, porque no se contenta con una posesión superficial o con un disfrute ligero de la cosa amada, sino que quiere tenerla o dominarla perfectamente, como calando hasta lo más íntimo de ella; este amor tiende a que la unión con la cosa amada sea lo más estrecha, lo más posesiva, lo más duradera posible. Y si lo amado es una persona, el amante está realmente en la persona amada, porque reputa los bienes y los males de esa persona como si fueran suyos propios, y la voluntad de ella, como si fuera la de él, de modo que se goza o se entristece al par que la persona amada, y se identifica con sus quereres. En una palabra, el amante se hace una misma cosa con el amado, se pone en lugar de él, y así se puede decir que está en él o vive en él.

Algo semejante cabe decir de otro de los efectos del amor, que es el éxtasis, la salida de sí. El éxtasis se da también en el orden cognoscitivo y en el afectivo.  En el orden cognoscitivo puede hablarse de éxtasis en sentido lato siempre que conocemos algo distinto de nosotros, y puede conducir a una elevación de nuestro ser, en cuanto la mirada del espíritu se dirige a objetos superiores, o a un rebajamiento, en la medida en que dirigimos nuestra capacidad cognoscitiva a objetos inferiores. Pero en sentido propio el éxtasis comporta una cierta superación de las fronteras connaturales de nuestro conocimiento, tanto sensible como racional, bien porque seamos llevados  a  conocer  o  vislumbrar realidades que exceden la capacidad  de  nuestra  razón  (así  tenemos los arrobamientos y las inspiraciones), bien porque caigamos  en  el furor o en la  locura, que  deprimen y trastornan nuestra  razón,  motivo por el cual de una persona  loca  o  furiosa  se  dice  que  «está  fuera  de sí». Con todo, el éxtasis en el orden cognoscitivo sólo tiene una relación indirecta con el amor: concretamente cuando nuestra capacidad cognoscitiva se concentra de tal modo en lo amado que apenas se puede ya pensar en otra cosa. Donde verdaderamente tiene que ver el éxtasis con· el amor es en el orden afectivo, y especialmente en el amor de persona. Porque en el amor de cosa no se da tanto una salida de sí por el afecto, ya que lo que dicho amor busca es unir la cosa con nosotros mismos (o con otros), ponerla bajo nuestro  dominio  (o  bajo  el dominio de otros). Se dice aquí que el amante sale de sí mismo porque, no contento con gozar del bien que tiene, quiere alcanzar algún otro bien fuera de sí; pero, en último término, lo que busca es unir ese bien extrínseco a sí mismo, hacerlo suyo (o de otra persona), y así no sale el amante plenamente de sí, sino que retorna a sí. En cambio, en el amor de persona, la salida, el éxtasis, es completa (dentro de lo posible), porque en este amor el afecto del amante sale simplemente fuera de él, ya que busca sólo el bien de la persona amada, y obra con la mira puesta en ella, cuidando de la misma como si de sí propio se tratase, poniéndose en lugar de ella por el puro amor que le tiene.

Por último, digamos algo del celo, que también es efecto del amor. «Él celo -escribe Santo Tomás- dice propiamente cierta intensidad del amor, por la cual el que ama intensamente nada soporta que repugne a su amor» [8]. El celo es distinto cuando se trata del amor de cosa que cuando se trata del amor de persona. En el primer caso, «el que ama intensamente alguna cosa se mueve contra todo aquello que impida la consecución o disfrute pacífico de esa cosa; y en este sentido se dice que los maridos celan a sus mujeres, a fin de que por la compañía de otros no quede impedida la exclusividad que buscan en ellas; y asimismo los que buscan destacar se vuelven contra aquellos que parecen aventajarles, como impidiendo su preeminencia» [9]. Mas en el caso del amor de persona, dicho amor «busca el bien del amigo; por lo cual, cuando es intenso, impulsa al hombre contra todo lo que es opuesto al bien del amigo; y en este sentido se dice que uno tiene celo por su amigo cuando se esfuerza por rechazar todo lo que se hace o dice contra el bien del mismo; e igualmente se dice que uno tiene celo por Dios cuando procura en lo posible rechazar todo lo contrario al honor o voluntad de Dios» [10]. Y es natural que así sea, porque si, por la mutua inhesión y el éxtasis, el amante vive en el amado y para el amado, cualquier cosa que lesione al amado lesiona en realidad al propio amante.

5.       El amor humano

Y ahora digamos algo del amor propiamente humano, que es el amor entre el hombre y la mujer.

No deja de parecer sorprendente que dicho amor sea considerado por Santo Tomás, en un texto citado poco ha, como un ejemplo de amor de cosa. El texto en cuestión trata del celo como efecto del amor de cosa (amor de concupiscencia) y dice que de esa manera «los maridos celan a sus mujeres». Ahora bien, no hay que dejarse llevar de un solo texto, por muy rotundo que pueda parecer. Para el mismo Santo Tomás el amor entre el hombre y la mujer, como amor esencialmente humano que es, constituye una especie de amor de persona o amor de amistad. Lo que ocurre es que se trata de una especie muy peculiar dentro de ese género que es el amor personal, de una persona a otra, y precisamente porque la persona humana es esencialmente distinta de las demás personas creadas (los ángeles) y, por supuesto, de la Persona increada (Dios). Aquello en lo que es distinta de las demás personas creadas es su naturaleza corporal o reiforme. La persona humana es una persona tal que al mismo tiempo es cosa. No es que sea una mezcla de persona sin más y cosa sin más; sino una persona que lo es de tal manera que al mismo tiempo es cosa, y una cosa que lo es de tal modo que a la vez es persona. O, dicho de otra forma: la persona humana es a la par corpórea y espiritual; espiritual de tal manera que puede ser y es al mismo tiempo corpórea, y corpórea de tal modo que puede ser y es a la vez espiritual. Lo corpóreo o cósico, pues, no está en nosotros separado de lo espiritual o personal; sino que lo primero matiza y penetra íntimamente a lo segundo, así como lo segundo modula y cala íntimamente a lo primero. Por ejemplo, la diferencia entre los sexos es en primer término una diferencia corporal, pero en nosotros no es solamente corporal, sino que penetra o invade todo lo personal o espiritual. De aquí que el amor humano propiamente dicho no sea sólo genéricamente amor entre personas (en todo semejante al amor que existe entre las demás personas creadas), sino que es específicamente un amor propio de las personas humanas, las cuales, al mismo   tiempo que son cosas, son personas.  Por eso el amor humano resume en sí lo que pertenece al amor de persona y lo que corresponde al amor de cosa. Y no se diga que estos dos amores son incompatibles entre sí; por el contrario, son compatibles en el mismo sujeto y respecto al mismo objeto en igual medida en que son compatibles en una misma realidad la naturaleza de cosa y la naturaleza de persona, que es lo que sucede con la persona humana.

Pues bien, es característico de los bienes materiales (y en general, de las cosas) que no pueden ser disfrutados por varios sujetos a la vez, sino que piden una pertenencia en exclusiva. En realidad, cuando varios disfrutan de un mismo bien material, no disfrutan del mismo bien, sino de partes distintas de dicho bien. Por el contrario, es característico de los bienes espirituales (y especialmente, de las personas en cuanto tales) que pueden ser disfrutados por muchos a un tiempo, sin que disminuyan o tengan que distribuirse. Por eso, como el amor humano, aunque es amor entre personas, es también amor de una persona a una cosa, nada tiene de extraño que reclame la exclusividad que es propia del amor de cosa, y así el amor entre el hombre y la mujer reclama esa exclusividad, y la reclama precisamente por lo que ambos (hombre y mujer) tienen de cosa, es decir, de corpóreo. El hombre ama en la mujer, no sólo su espíritu, sino también su cuerpo, y lo mismo, la mujer en el hombre. Pero el amor del cuerpo del otro tiene que ser exclusivo, como lo es el amor de cualquier cosa, de cualquier cuerpo. Por lo demás, como en nosotros la dimensión de cosa no está separada de la dimensión de persona, esa nota de exclusividad que se da en el amor propiamente humano por el hecho de que el hombre y la mujer tienen un cuerpo, afecta también a la dimensión personal de los dos, como vimos que la afectaba el sexo; y así todo ese amor queda transido de una cierta condición cósica. En este sentido, y sólo en este sentido, Santo Tomás cataloga al amor entre el hombre y la mujer dentro del amor de cosa.  Por otra parte, así como en nosotros la dimensión espiritual queda afectada por la corporal, así también la dimensión corporal queda afectada por la espiritual; y de esta suerte el amor del hombre y la mujer no es sólo el de una persona por una cosa, sino precisa y fundamentalmente el amor de una persona por otra persona, y por eso tiene todas las notas de éste, a saber, es amor de amistad, de comunión, de entrega. Por lo demás, la manera precisa como aquí se enlazan el amor de persona y el amor de cosa no es la expuesta más atrás donde considerábamos a la persona y a la cosa como objetos distintos de amores distintos. En este supuesto el amor de cosa se subordina al amor  de persona,  como  distinto  de él, pues las cosas se quieren para las personas; pero en el caso del amor humano el mismo es el objeto del amor de persona que el del amor  de  cosa: son dos amores  fundidos  que  versan  sobre  un  único  objeto  que es a la vez cosa y persona; por eso no hay aquí subordinación  de un amor al otro como si fueran distintos, sino  una  cierta  compenetración  de  los dos, con mutuas influencias del primero sobre el segundo y del segundo sobre el primero; y supuesta esa  compenetración, una  cierta  ordenación del amor de cosa al de persona, en todo semejante a la ordenación de nuestro cuerpo respecto de nuestro espíritu.

6.       La permanencia del amor

Una propiedad del amor de persona (y consiguientemente, del amor humano en cuanto es también un amor personal) es la permanencia o estabilidad. Es una permanencia que se funda en la firmeza y estabilidad de los sujetos entre los que dicho amor se da, es decir, de las personas.  Las personas en efecto son mucho más estables que las cosas. Como dijimos más atrás, las cosas son, por una parte, las sustancias corpóreas, y por otra, los accidentes, tanto corpóreos como espirituales.  Pues bien, las sustancias corpóreas son perecederas, corruptibles; es decir, tienen un grado de firmeza bien pequeño; y los accidentes, tanto si corresponden a la sustancia corpórea, como si pertenecen a la espiritual, son también muy perecederos y de poca estabilidad. En cambio, las personas, es decir, las sustancias espirituales, son por su propia naturaleza indestructibles.

Por otro lado, el amor, tanto si es de persona como si es de cosa, no se queda nunca en la superficie, sino que, por el efecto que acarrea de la mutua inhesión, penetra hasta lo más íntimo del objeto amado. Y es en esa intimidad en la que arraiga. Por consiguiente, aunque varíen los accidentes más o menos externos, mientras permanezca invariable la intimidad de lo amado, también permanecerá invariable el amor.

Como dijimos más atrás, el amor propiamente humano es como una síntesis del amor de persona y del amor de cosa. Pues bien, por lo que tiene de amor de persona es indestructible por naturaleza, pues indestructibles son tanto el sujeto como el objeto; y por lo que tiene de amor de cosa, es permanente por todo el tiempo que dura el cuerpo, es decir, es permanente hasta la muerte. Y no puede menoscabarse este amor porque se menoscaben el vigor, la hermosura o la salud corporales de la persona amada; pues la elección que precede a este amor no se ha hecho atendiendo a lo que hay de caduco en cada uno de nosotros, sino a lo que hay de permanente; no teniendo en cuenta lo superficial y periférico, sino lo hondo y lo íntimo. Por eso, el amor entre el hombre y la mujer debe durar al menos todo lo que dura la vida humana o la unión del alma y el cuerpo.

Que la elección que precede al amor es irrevocable, y por consiguiente también el amor mismo, se echa de ver en que no es una elección caprichosa o arbitraria, sino fundada en el valor mismo de la persona amada, que es inmutable. Cuando el amor es verdadero no está fundado en las cualidades corporales de una persona ni tampoco en sus cualidades espirituales; está fundado en la persona misma, en su sustancia, que es a la par espiritual y corporal. Por eso, mientras no cambie el fundamento del amor no tiene por qué cambiar el amor. De donde el amor entre personas debe durar todo lo que duren dichas personas.  Por su propia naturaleza es un amor permanente hasta la muerte.

Jesús García López en dianet.unav.edu

Notas:

1.     S. Th., 1-2, 26, 3.

2.     S. Th., 1-2, 26, 4.

3.     S. Th., 1-2, 27. 2.

4.     S.  Th., 1-2, 27, 2, ad-1.

5.    S. Th., 1-2, 28, 1, ad-3.

6.     S. Th., 1-2, 28, 1, ad-2.

7.     S. Th., 1-2, 27, 3.

8.     In loannem, cap. 2, lect. 2, n. 8.

9.     S. Th., 1-2, 28, 4.   

10.     S. Th., 1-2, 28, 4.

Pedro Francisco Gago Guerrero

LA PUESTA EN PRÁCTICA DE LA LEY EUTANÁSICA

Seguramente el nihilismo bio-ideológico ha creado el sistema eutanásico para  conducir al individuo fuera de sí. De modo que preferentemente su conciencia deberá entregarla voluntariamente a quien representa teóricamente la voluntad de la colectividad, a fin de depositarla con primorosa dejadez en el manto sensible del Estado y en algunos profesionales sanitarios que ejercerán el papel de transportistas que le conducirán al sueño eterno. A ellos confiará la tarea de que se expida el pasaporte final. Se entiende que su voluntad deberá estar completamente ajustada a la institucionalización colectiva, de manera que la servidumbre aceptada sería el máximo logro de la auto-realización del poder totalitario.

Además, hay otros dos aspectos que forman parte del sistema eutanásico: a) la voluntad de los que la piden no siempre procederá de una situación objetivada; b) la fuerza imprimida por la volátil organización encargada de eliminar a la mayor parte de la gente in-aprovechable, una vez se decidida que su tiempo ha llegado al límite.

El carácter imperativo y  general  de  la  Ley se impone a toda la sociedad, creando en el sujeto el derecho a exigirla y obligando a un profesional de la sanidad a concederla, salvo que sea objetor de conciencia [40]. Pero, al mismo tiempo, también le otorga al sanitario, en realidad, un mortituitivo, el poder de aplicarla a cualquier sujeto que considere hallarse en cualquiera de las situaciones descritas. El nuevo ejecutor sanitario adquirirá  potencialmente  un poder para actuar según su voluntad. La relación queda establecida entre un sujeto con poder ilimitado, potencialmente incontrolable, y otro sujeto que tiene que entender que su vida ya no le pertenece. Aunque su deseo sea seguir viviendo, si el responsable de la eliminación no lo cree conveniente, estará condenado a muerte por decisión de un servicio especial de pompas fúnebres. En definitiva, que se está creando   la pena de muerte por voluntad médica en los estertores de la vida. Aquí no existe recurso ni apelación, al convertirse el médico en un sayón o ajusticiador cuya sentencia es cosa  juzgada.

¿Se puede entonces concebir que la eutanasia sea un acto médico?

El sujeto que pide la eutanasia tendrá que acudir al lugar que permita cumplir  su  voluntad. En este caso, un sanitario deja de serlo para cumplir una función ajena  a  su  profesión, en puridad porque no es un acto médico, sino un instrumento que voluntariamente decide ejecutar la petición de quien desee ser eliminado. Cuesta creer que una persona podrá está tan enajenada como para que, a priori, paradójicamente, sin tener ninguna enfermedad, ponga su vida en manos de una sección dedicada a poner fin a su tránsito por el tiempo [41].

Pero la ley es constitucional, como se ha comprobado en Alemania. De acuerdo con el derecho positivo e interpretando la Constitución, el 28 de febrero de 2020 la Sala Segunda del Tribunal Constitucional Federal alemán (Bundesverfassungsgericht), “crea” un derecho fundamental llamado la “muerte auto-determinada”, declarando inconstitucional el artículo 217.1 del Código Penal, en el que se había criminalizado el fomento del suicidio como actividad recurrente (geschäftsmässige Förderung der Selbsttötung” (Coca Vila, 2020). En el artículo 2.1, queda especificado dentro del derecho de la personalidad, el derecho a la muerte auto-determinada autónoma (selbstbestimmtes Sterbens). Con ello queda autorizado el suicidio (Selbsttötung), así como a solicitud de ayuda para quitarse la vida. Basándose en la libertad de que el individuo realice su vida, también se completa con la libertad para dejar de seguir viviendo.

Este personal sanitario, decisionista y sentenciador,  tendente  a  ejecutar  ilimitada  y sosteniblemente a los  enfermos,  en  nada se podrá parecer a los excelentes y humanos profesionales de  cuidados  paliativos,  que son modelos de ética práctica por hacer llevadera la vida de una persona desahuciada, enfrentándose de continuo a una situación consistente en tratarla medicamente para aliviarle el dolor corporal y espiritual,  con  los medios disponibles a su alcance y con una predisposición ejemplar de ayuda moral. Con la ley de eutanasia posiblemente desaparecerá esta formidable unidad médica, siendo sustituida por otra sección encargada de poner en marcha el mecanismo que conducirá al individuo a la stazione termini, puesto que decidirán sobre la vida humana sin atender a otras consideraciones.

Los cuidados paliativos no forman parte de los procedimientos eutanásicos. La diferencia más importante entre la analgesia y la sedación paliativa, de una parte, y la eutanasia, de otra, radica en que la segunda es un acto que provoca intencionalmente la muerte de una persona, mientras que las primeras tienen como intención el alivio de los síntomas para lo cual se usan dosis orientadas a lograr detener el dolor y no a causar la muerte prematura (Ubilla Silva, 2021, pág. 151).

Con la ley de la eutanasia cualquier individuo podrá solicitar que se le ayude a morir, creando en el personal sanitario la obligación de matarle [42].

La solución siempre es radical: bien sea que se decida que una persona no debe prolongar su vida o que exija que otros lo eliminen. Aunque tendrá más consecuencias cuando se  decida su permanencia o desaparición. Sería el caso del médico, con una moral formada en la ley, una vez está legitimado por la propia norma jurídica y la conciencia colectiva, podrá tomar la decisión sobre las personas que considere que no deberán seguir viviendo [43]. La ley de   la eutanasia o del punto final, habilita a un médico –salvo a los objetores de conciencia– a desproveer a cualquier persona del derecho a continuar existiendo y, por tanto, a acabar con el derecho a proyectarse al futuro, es decir, eliminándole “de todo horizonte ulterior”, explicita Julián Marías (1993, pág. 207). Motivo por el cual en el proyecto eutanásico se elimina el derecho a la continuidad en  tanto producto del pasado. Por tanto, el único derecho que en verdad existe para la ley de la eutanasia es el derecho a no existir, poniendo fin a todos los derechos existentes.

La puesta en práctica de la eutanasia requiere no solo una persona que quiera poner fin a su vida, sino la voluntad del médico o sacerdote laicista [44], aplicando una ética biológica, que decide hacer desaparecer a las personas. En principio, únicamente en casos extremos justificados. El derecho la habilitará legalmente para decidir lo que estime oportuno, estando respaldado por los demás intervinientes en el área de la “salud”. La ley española admite la objeción de conciencia del médico (art. 3. f).

La ley de la eutanasia es posible que cree un sistema dispensador de eutanasia sin límites reales. Quien tenga el poder político sanitario será el que imponga su derecho sobre el otro, y sea cual sea el lugar de donde proceda, decidirá sobre el que esté indefenso por el dolor. Siempre el instinto selectivo del médico podrá obligar al enfermo incapacitado a poner en marcha, aunque éste desee vivir. ¿Cómo probar lo contrario? Sucede lo mismo  con  el feto, ya que el progreso humanitario –en España, por ahora, se reduce a las primeras catorce semanas del embarazo– exige eliminarlo en cualquier momento de la gestación, por lo que cabe relacionarlo con  la  eutanasia,  ya  que, si en el nacido se aprecia una deformidad, socialmente sería perjudicial que siguiera existiendo. En cualquier caso, será el médico y los progenitores los que decidirán sobre su permanencia como existente [45]. Es decir, si están o no dispuestos a establecer una filiación.

LA EUTANASIA COMO PROYECTO DEMOGRÁFICO Y ECOLOGISTA

El sustrato de la ley es situacionista. Para gran parte de las personas, lo más sencillo sería dejarse llevar por el presente y aceptar sus vigencias. Cada edad tiene su peculiaridad, sus rasgos más o  menos  determinantes  en  su transcurrir de origen diferente. Según el contexto histórico, la gente vivirá más o menos a tenor de las circunstancias y los medios  para prolongar la vida. A causa del aumento extraordinario de la población mundial, en los países desarrollados unas elites aparentemente sensibles y concienzudas con los demás, respaldados por mucha gente servilmente interesada, parece desear que se reduzca el número de seres humanos debido a que ejercen una presión perjudicial para el planeta. Una creencia, que no llega ser una cosmovisión, pero que exige sacrificios humanos [46]. Motivo por el que el globalismo exigirá poner fin a la vida de muchos seres humanos, aunque con sensibilidad  humanitaria  bien  pertrechada  de legalidad, a fin de descargar al personal sanitario de cualquier posible responsabilidad civil y penal.

Creemos que la eutanasia forma parte de los proyectos demográficos y ecologistas de un tipo del ecologista, alentado por la cosmovisión atea, que ha admitido la necesidad de respetar a la madre naturaleza, pretendiendo liberar al hombre de las ataduras dolorosas de la vida, señalando las causas que lo justifiquen. Es otra de las consecuencias de la extensión del materialismo, para el que no existe ninguna explicación sobre los motivos últimos, así como para abrir un punto de unión entre la apariencia de la vida y el “regreso” a la inexistencia desde la real inexistencia –la realidad de la nada–. En todos los casos, el hombre, compasivo consigo mismo, podrá tomar las riendas de su vida. De manera que se combina el sometimiento a las circunstancias y la decisión personal acerca de querer o no querer seguir viviendo. Añádase también la responsabilidad que se da a las instituciones de impedir que nazcan más creaturas en la súper poblada tierra.

Sin embargo, todo ser humano está situado en una parte de una constelación integrante de una cosmovisión. Desde hace años, por motivos de autocomplacencia y auto-evolución provocados por el odio a su civilización, el progresismo recomienda a los individuos no tener hijos, extender la infertilidad –el ideal de la masa infértil: ¿para qué vivir?– eliminar el feto cuando no se ha utilizado la contra-concepción y acabar con la vida una vez se traspasa el umbral de la desesperanza, ya sin proyecto personal [47], pasando de la ley de la naturaleza a la voluntad del hombre. Ambas, la ley  y  la  voluntad,  sin sustancialidad. El hombre ha de tomar conciencia de algunas de las causas por las cuales las leyes naturales impedirán proseguir la vida humana, y también entender lo que afecta a ciertas condiciones de su expresión, porque voluntariamente decidirá prescindir de su existencia. El creyente religioso no podría aceptarlo, ya que se entremetería en la tarea  de Dios, “obligándole” a asumir la voluntad humana y a cambiar sus planes.

Prescindiendo de la Divinidad y del carácter sagrado de la vida humana, la eutanasia implica la relación del hombre consigo  mismo y con la naturaleza, pudiendo liberarse de ella sin someterse a sus leyes. Lo que posibilitará desprenderse de su condición natural superándola definitivamente por propia decisión, dejando atrás “la ley severa”. Es decir, que la fuerza de la voluntad humana  dispondrá, en última instancia, de sí misma. Motivo por el que hay que pasar del respeto a la vida humana, al de “calidad de vida”.

Aunque el hombre domine la naturaleza, hay diferencia entre nacer y morir. Habrá que elegir si se deja que la voluntad humana, junto a la ley de la naturaleza inconsciente, dispongan sobre la vida de cada individuo, o se acepta que el nacimiento sea una iniciativa de otra persona y la muerte decisión propia. De igual modo, el individuo puede nacer por elección humana de forma natural y morir también por iniciativa humana. En abstracto y en concreto, se pretende imponer el dominio del hombre sobre el hombre.

Si en cada época histórica la condición humana ha dependido de las convenciones, leyes y formas de actuar de los pueblos, en la actualidad una vez afianzada la globalización es un problema universal, por lo que tendrá que surgir un proyecto de similares características que exigirá un cambio moral radical. Este cambio implica que el  hombre  no  sólo  se  ha apartado de la naturaleza, superando su disposición para dominarla, pasándose a otra fase superior, ya que, sin someterse a sus leyes, la defenderá contra los depredadores.

Ahora, el proyecto progresista y ecologista consiste en que unos hombres han de proteger el planeta de los demás hombres, una  vez  han sido juzgados y condenados como destructores del medio ambiente. Sin embargo, el ser humano erigiéndose como la inteligencia terráquea, aunque incapaz de frenar su voluntad destructiva, optará por defenderla con sus propias leyes –la ley positiva que vuelve la vista a la ley natural material para defenderla–, incluso adaptándose a las leyes constitutivas casuales –la materialidad carnal de los órdenes– para protegerlas. Este es el motivo principal de tener que prescindir de quienes alargan excesivamente su estancia en la tierra, haciéndola sufrir con su presencia, acrecentándose en proporciones desmesuradas cuanto mayor sea la población. Por tanto, lo imperativo es desprenderse de los que gastan energías inútiles en esta parte del sistema solar. Se abre la posibilidad de que unos cuantos   de muchos quieran imponer un suicidio colectivo [48].

Al aparecer esta nueva sensibilidad, el cambio que se produce es paradigmático, al ser su máxima preocupación proteger el entorno natural desde las urbes –el ecologismo del cemento, el acero, el vidrio y el asfalto–. Sus sentimientos son ahora plenamente terráqueos –convertido motu proprio en la inteligencia y la razón del planeta–, abundando en todo aquello que debido al egoísmo humano hace sufrir al globo –un insensible inconsciente desprovisto de inteligencia sentiente y creativa– y a todos los seres animados e inanimados que forman parte de él. El defensor ecologista va  más  allá de lo que El Creador optó para darle la capacidad de dominar a los demás animales. Es como si Dios no hubiera pensado que el problema era el propio hombre, ni tampoco hubiera sido capaz de prever adonde le iba a conducir su sed inagotable de hacer daño por satisfacer su turbio y ciego egoísmo, o su nula preocupación por respetar las leyes naturales y dejar su entorno tal como fue compuesto por el Big Bang, la presumible inteligencia sin consciencia, lo contrario a Dios. Por fin, los átomos humanos, ahora ya con la suficiente consciencia para percibir el problema,  son  los que se preocuparán de lo que fue incapaz de entender la mente explosiva sin razón, sin capacidad de comprensión y sin saber que formaba y creaba todos los componentes del universo. De modo que se ha de reducir el impacto negativo de no haber hecho unas buenas leyes desde la aparente inteligencia.

Quiere decirse que ya no servirán los contenidos del bien de las morales anteriores, sino que otro bien voluntarista se habrá de asentar sobre la justificada muerte de millones de personas. Aunque generosamente quienes tienen el poder de decisión y utilizan las instituciones para ese fin, encontrarán el modo ideológico y jurídico para que el individuo tome la iniciativa de desaparecer por sí mismo. Por tanto, la voluntad humana será la que decidirá sobre su vida. Su libre voluntad le habrá de llevar a no tener nunca más libertad. En caso contrario, el médico, dispensador de eutanasia, ahora transformado en un sujeto aniquilador de la vida humana, lo hará con la legitimidad [49] que le da su moral que se expresa en defensa del débil planeta.

Más allá del dolor y la necesidad de no arrastrarse por la vida, hay otro aspecto crucial que hay que entender: el rechazo  del  hombre  sobre el otro hombre. No se sabe si por vergüenza hacia sí mismo (Fiódor Dostoyevski), o por un odio hacia el ser genérico que se ha acumulado en excesivos actos  negativos  a  lo  largo  de la historia. De ahí que se aspire a formar el hombre nuevo –“el hombre del estado nihilista de la humanidad, sin ninguna atadura pero perfectamente encajado en su medio” (Negro, 2009, pág. 412) y comience la post-historia, con su correspondiente dignidad post-humana (Bostrom, 2003), lo que significa que el objetivo bio-logista y ecologista será limitar el futuro para buena parte de la humanidad, al objeto de detener las consecuencias más negativas que podría sufrir el planeta –dolor que el ecologista defensor del suicidio asistido no admitirá que se aplique al globo terráqueo, en tanto materia activa sin voluntad–. No se espera que haya aportaciones positivas cuando los continentes están llenos de gente en demasía.

La extensión de la mentalidad progresista consistirá en que toda persona tome conciencia de su innecesario existir, participando de la “conciencia global” (Teilhard de Chardin, 1964). Las guerras serán sustituidas por la lucha que mantendrá el hombre particular contra sí mismo. El médico que pasa a ser un combatiente en  bata  con  galones,  acoplado a la evolución, decidirá quién entrará en el sistema sanitario, transformándose, en parte, en un campo de guerra o de exterminio. Cabe la posibilidad de que no sólo se luchará contra las causas por las cuales se produce una enfermedad que pueda ser incurable, sino que se tratará de eliminar la mayor parte de los hombres y así sanar a la tierra de su principal dolencia. La conciencia humana deberá ser conformada como inteligencia planetaria, a la que el propio hombre terráqueo, con talento y capacidad, activamente inteligente, se arroga dirigirla, haciéndose un instrumento exterminador de sí mismo, cuando muchos de ellos muestren que pueden prescindir de vivir. También, en cuanto descubridor de las leyes de la evolución, se encargará de defender a quienes estén en condiciones para sobrevivir.

EL CONTROL SOBRE LA APLICACIÓN DE LA LEY

Hay determinados tipos de control que carecen del mínimo interés por las instituciones. En otras palabras, que existen leyes que el Estado crea, pero que no podrá o querrá controlar [50]. Motivo por el que presumiblemente los controles sobre la práctica eutanásica serán inexistentes. A medida que pase el tiempo, inevitablemente aparecerá el relajamiento cuando se acepte que es un servicio positivo para la sociedad, adquiriendo el médico el arbitrio de eliminar  a cualquier persona si lo cree oportuno. ¿Qué garantías tiene una persona, a pesar de su edad y sus dolencias, para defenderse de la voluntad del médico si tomase la decisión de eliminarle de la vida?

Innegablemente la persona dependerá de la discrecionalidad del profesional ejecutor que trabaja en una  sección  de  punto  final. El enfermo que rechace la eutanasia estará indefenso, al carecer, aparte del “procedimiento regulable” (art.8) o de la Comisión de Garantía y Evaluación (art. 10) de la Ley española, sin ninguna seguridad jurídica cuando la decisión es contraria a su voluntad. En  realidad,  en los lugares que se legalice la eutanasia, se consolidará en la sociedad la tendencia que sostenga que los débiles e indefensos podrán ser legalmente ajusticiados médicamente. Con ello se rompe toda garantía para que la persona pueda gozar de la libertad de elegir si decide vivir. Basta que el personal sanitario se empeñe en que una persona hospitalizada grave la rechace.

La ley de la bio-ideológica eutanasia, verde y sostenible, pretende imponer una conducta progresista, abriendo la posibilidad de una mala praxis del personal sanitario. Existirá siempre una decisión potencial en cuanto se atisbe su necesidad, por lo que apenas ofrecerá seguridad a aquellas personas que no acepten que se dependa de la voluntad de quien esté dispuesto a llevarla a cabo. De ello se deduce que la ley deja a la persona indefensa ante quien quiera aplicar la eutanasia, al formar parte de un sistema que incita al exterminio voluntario de una parte de la población.

Lo difícil será que una vez aprobada la ley no haya individuos que quieran que se les aplique el suicidio asistido, y que no haya profesionales que estén dispuestos a satisfacérselo. Incluso que no aparezcan centros de negocios creados para tal propósito. Por ello, ante la imposición de la cultura de la muerte, el  individuo deberá contar con las armas suficientes para defenderse. Nunca el Estado,  aunque  fuera  la gran mayoría de la sociedad, debería imponer la pena de muerte a voluntad de un profesional que deja de ser sanitario. Con la ley de la eutanasia se obliga a que la medicina pública adopte las medidas que siembran las instituciones sanitarias de sentencias de muerte incontrolables.

La eficacia será completa si la persona voluntariamente desea morir. Toda persona que pase por una situación de dolor extremo  y persistente se encontrará moralmente tan debilitada que no tendrá la capacidad de pensar razonablemente. Cabe la posibilidad que en esta circunstancia sea  aprovechada por cualquier profesional sanitario con pocos escrúpulos morales. En un hospital de la seguridad social la legalización de la eutanasia significará tener la posibilidad de eliminar un problema de recursos y de gasto con algunos enfermos. Cuando el coste sea elevado al suponer un perjuicio económico, la solución más fácil será desprenderse definitivamente de él. En este evolucionismo bio-ideológico se mezcla el espíritu capitalista –el negocio es el negocio– y colectivista –para quien el conjunto colectivo humano nunca dejará de ser un rebaño–.

Habrá situaciones personales que deberán ser entendidas desde una perspectiva moral para ser protegidas, como serían los casos de depresión, por adiciones, desengaños amorosos [51], etc. Sería un éxito para la sociedad integrarlos en la vida ordinaria. Desgraciadamente, la ley de la eutanasia es letal por ser insensible ante las personas que no podrán ser responsables de su propia vida, especialmente cuando pasan por una situación muy dolorosa.

En muchos casos puede existir una diferencia entre la realidad pública y la privada. En ésta última, posiblemente si se respeta la vida humana, la seguridad para las personas esté mucho más garantizada en el ámbito privado. Se infiere que el enfermo tendrá que huir de la sanidad pública si quiere conservar la vida. El motivo se debe a que es difícil que lo público pueda proteger a cualquier persona que tenga necesidad de ser tratado médicamente y no hay seguridad de que se le aplicará la eutanasia si no la acepta, una vez el médico, o de un comité de expertos de bioética ha dado su consentimiento. Con el estatismo bio-ideológico, cada vez más totalitario, posiblemente lo público forma parte de un sistema que procura hacerse dueño de las personas, incluido el inmenso poder de decidir si conviene o no que viva. Cuestión que es ya clásica en un estudio de ciencia política y jurídica en relación con el poder

Puesto que la Ley ya existe, se trata de que las personas tengan la posibilidad real de optar por elegir una vía u otra. Posibilidad de la  que carece un enfermo que no quiera dejar su vida en manos de un mortitutivo [52]  dispuesto   a aplicar la eutanasia. Lo difícil es impedir que una persona pide la eutanasia no se vea satisfecha su petición. La seguridad es total  en las clínicas eutanásicas para el que decide hacer uso de ellas.

Cualquier persona en los diversos trances que pasa por la vida, podría quedar en una situación de debilidad extrema e indefensión, siendo imprescindible  tomar  medidas  preventivas al objeto de que la persona esté protegida  ante la eventualidad de que el decisionismo bio-ideológico puede hacerle  desaparecer  de la tierra.

Esto es un motivo suficiente para justificar que la sociedad tenga que adoptar dos medidas preventivas:

A.       La primera, basada en el derecho a la seguridad, requerirá que haya hospitales y centros médicos donde nunca se aplicará la eutanasia. Ninguna persona estará obligada a formar parte de un campo de exterminio para las personas que hayan cumplido muchos años, tampoco a los deficientes físicos y mentales, ni a las enfermedades muy costosas. La razón es que, con el tiempo, probablemente, después de las leyes eutanásicas, aparecerán leyes sobre la eugenesia, que se aplicarán a cualquiera que tenga una malformación, o que no cumplan “con los estándares genéticos y biológicos fijados”.

Será imprescindible que existan hospitales donde no se aplique la eutanasia y que figure claramente que el hospital garantiza que el centro está LIBRE DE APLICACIONES EUTANÁSICAS. Por lo cual, todo individuo contrario a la cultura de la muerte tendrá el derecho de ser llevado a este tipo de hospitales. Sería lo contrario de lo que defienden los eutanásicos colectivistas, que no sólo sostienen que toda la medicina sea pública, sino que quieren prohibir la objeción de conciencia. Para evitar que esta ley sea una amenaza real para todos, será necesario dejar espacios de libertad para que la persona pueda ser atendida con las mayores garantías de protección y que se le intentará curar, mitigar o eliminar su dolor.

B.       La segunda, muy inadecuada,  porque  puede tomarse como una venganza, siendo inaceptable en un Estado de derecho. Estaría basada en el derecho a la defensa propia que todo individuo podría ejercer transmitiéndola a un tercero, por ejemplo, a una persona relacionada familiarmente se la habilitaría a que tomase represalias contra el profesional que habría decidido acabar con la vida del pariente o amigo. El problema es que cuando se introduce la guerra en el campo médico, aparecerá el derecho inevitable a la defensa del paciente (inimicus) representado por terceros.

CONCLUSIÓN

Que el hombre pueda llegar a ser des-medicalizado, como quería Ivan Íllich (1981), o que el enfermo quiera seguir o no tratado médicamente, no significa que la muerte de cada uno deba estar en manos del moralismo humanitario, con sus intereses políticos o ideológicos. El mayor problema está en que la persona que quiera tener la voluntad de seguir viviendo, su existencia deberá estar suficientemente garantizada, médica y jurídicamente.

Lógicamente el derecho a la eutanasia efectiva inevitablemente conducirá a eliminar los demás derechos. El derecho a no prolongar la vida está por encima del derecho a vivir. El derecho a dejar de ser, al derecho a ser para sí y para los demás; el derecho a la eliminación del organismo humano débil, sobre el derecho a la salud y a la permanencia; el derecho a la solidaridad forzada, sobre el derecho a no ser aquello que voluntariamente se rechace; el derecho que se da al sistema a desprenderse de los individuos según el proyecto general reductor, al derecho a seguir formando parte de la vida social.

Pedro Francisco Gago Guerrero en dialnet.unirioja.es/

Notas:

40     Aunque, según Oscar A. García Zárate (2014), “no existen argumentos morales como para que el médico objete de la obligación que le es impuesta”, (pág. 259).

41     En Serotonina, Michel Houellebecq (2019), un médico le dice al protagonista, Florent-Claude Labrouste: “Si usted estuviera en Bélgica o Holanda y pidiera la eutanasia, con la depresión que lleva a cuestas, se la concederían sin reparos. Pero yo soy médico. Y si un tío viene y me dice; «estoy deprimido, tengo ganas de pegarme un tiro», ¿acaso le responderé: Muy bien, pégueselo, le echaré una mano…? Pues no, lo siento mucho pero no, ¡no he estudiado medicina para eso!»” (pág. 258).

42     “No hay otro legislador que él mismo, y que es en el desamparo donde decidirá sobre sí mismo; y porque mostramos que no es volviendo hacia sí mismo, sino siempre buscando fuera de sí un fin que es tal o cual liberación, tal o cual realización particular, como el hombre se realizará precisamente en cuanto humano”, dice Jean-Paul Sartre (2005, págs. 85 y 86). La eutanasia sería la liberación absoluta por la muerte

43     “El moribundo que no es reconocido como vivo, señala Fabrice Hadjadj (2005), que es excluido de la sociedad, no puede más que gritar que se acabe con él. Su grito no puede hacer otra cosa que estremecer al apenado médico que sólo puede transformarse entonces en asesino a sueldo contratado por su propio cliente…”. (pág. 184).

44     En la obra de Robert Hugh Benson (2019), El Señor del mundo, uno de los protagonistas, Oliver, dice en referencia al pasado histórico sobre los profesionales de la eutanasia: “Los únicos sacerdotes de la verdad eran aquellos hombres que practicaban la eutanasia” (pág. 45).

45     Hace años, el físico inglés, Premio Nobel de Medicina de 1962, Francis Henry Compton Crick (1994), sostenía que hasta pasado el tercer día del bebé no debería ser declarado humano si sus padres no lo admitieran.

46     “Todos los ídolos, escribe Rémi Brague (2001), requieren sacrificios humanos. La humanidad, la gran instigadora, debería ser sacrificada para satisfacer a Gaia”, (pág. 69).

47     Produciéndose “la desaparición programada de los pueblos enteros”, según Eric Zemmour (2019, pág. 139).

48     “El suicidio del individuo es desagradable para el que decide cometerlo. En lo que toca a su valor moral, señala Rèmi Brague (2016), puede ser censurable sin dejar de ser respetable. En cambio, el suicidio demográfico, al deslazar el problema del individuo a la especie, no presenta este inconveniente, aunque se convierta en un fenómeno de masas”, (pág. 279).

49     Que tiene una procedencia en la sacralidad artificiosa de la falsa democracia.

50     Desde otra perspectiva, para Janice Raymond, una de las funciones principales de la “profesión médica… es la de ser un instrumento de control social”. Citado en Jean-François Branstein (2019) pág. 35). El libro de J. Raymond (1981) está inspirado en Michel Foucault

51     “Las personas no son buenos jueces de sus estados de ánimo y emociones”, deduce Stuart Sutherland (2015, pág. 261).

52     Reiteramos que la eutanasia no puede ser un acto médico. La palabra médico procede el latín medicus, que a su vez procede del verbo medeor (cuidador). Se formó a partir de medeci. Cicerón decía Medeci hominis (curar o mediar a una persona)

Pedro Francisco Gago Guerrero

INTRODUCCIÓN

Conviene recordar que los principios y contenidos del derecho positivo se nutren de las ideas políticas, sociales, de la ideología dominante, etcétera, lo que significa que, para entender la Ley de Eutanasia, aprobada por  las Cortes Españolas [1], conviene penetrar en el fondo ideológico en que se ha basado. Esta Ley es una continuación, sin ninguna aportación nueva, de las leyes aprobadas en otros países. La primera en los Países Bajos, “Ley de terminación de la vida a petición propia”; luego en la Ley Belga [2]; y, posteriormente, la Ley de Luxemburgo [3]; la de Canadá, Ley C-14 de “asistencia médica para morir; en Colombia [4]; en Victoria (Australia), Ley de muerte asistida voluntaria (2017); en Western (Australia), Ley de Muerte Asistida Voluntaria (2019); y en Nueva Zelanda la Ley de Elección al final de la vida (2020).

En este trabajo no se pretende hacer comentarios específicos sobre el articulado  de la Ley Orgánica 3/2021 de 24 de marzo  de regulación de la eutanasia, salvo la alusión a algún contenido de la Ley que consta de un Preámbulo, cinco capítulos, diecinueve artículos, siete disposiciones transitorias, una disposición derogatoria y cuatro disposiciones generales, porque no se busca un análisis de derecho comparado, dado que en la Ley no  existe ninguna novedad, al ser otra expresión positiva de la ideología de lo políticamente correcto. Tampoco se quiere condenar a los trabajadores del cuerpo sanitario que cumplan con la Ley sin ningún tipo de objeciones.

Como ha ocurrido hasta ahora, las leyes que afectan a la relación directa entre la vida y la muerte se presentan de una manera benevolente y se exponen casos tan trágicos, que cualquier persona se alarmaría contra una situación indeseable. Sin embargo, esta es la propaganda jurídica-positiva del poder y de las muchas consecuencias posibles que irán surgiendo de su puesta en práctica, una vez que se produzca el inevitable relajamiento social.

No hay que confundir la eutanasia, incluida  la pasiva [5], con una ley que autorice que un enfermo pueda rechazar tratamientos que prolonguen la vida  con  síntomas terminales o irreversibles. Sería el caso de Argentina, en la Ciudad de México en los Estados de Aguascalientes y Michoacán en que se permite rechazar tratamientos paliativos. Así como en Uruguay, la ley de “voluntariedad artificial” o del “buen morir”, en la que el paciente podrá rechazar el tratamiento de su enfermedad, incluso los cuidados paliativos.

Cuando la supervivencia esperada es de seis meses o menos,  en  Estados  Unidos  existe  el derecho a un suicidio asistido en Oregón (1994); Washington (2008); Montana (por decisión judicial, 2009); Vermont (2013); California (2015): California (2015); Colorado (2016); Washington (2016) Hawái (2018); Nueva Jersey (2019); Maine (2019) y Nuevo México (2021).

Las leyes de la eutanasia, incluida la aprobada en España, son la puesta en práctica de los valores bio-ideológicos, que suelen formar parte de la cultura de la muerte, no de la ciencia y de la técnica [6], entre las que se encuentra el suicidio asistido, un término que no siempre responde a la realidad del deseo voluntario, o eutanasia. La Ley Orgánica 3/2021 de 24 de marzo de regulación de la eutanasia, aprobada por la mayoría absoluta colectivista de las Cortes Españolas, publicándose en  el  BOE  el 25 de marzo de 2021, se justifica, según el Preámbulo, al responder “a la necesidad”, de acabar con un “debate que se aviva  periódicamente a raíz de casos personales que conmueven la opinión pública”.

La causa principal que propiciará la eutanasia no sólo será evitar una situación de agonía de la persona con dolor intenso, sino que, probablemente, subrepticiamente también rechaza una etapa de la vida que no tiene porqué alargarse, para que, previsiblemente, en años sucesivos surja una nueva ley que permita acabar con cualquier situación biológica que tenga deformaciones irreversibles. Por ahora, la intención, racionalmente benévola, es detener el dolor extremo, y, en lo sucesivo, a los sufrientes enfermos, cuando se considere que haya iniciado en el camino errático de la vida, estando obligados a desaparecer al convertirse en sujetos molestos para la sociedad.

A su vez, el suicidio asistido es entendido como un progreso moral que habrá de extenderse por todos los países, encuadrándose en lo que se denomina una conquista social: En efecto, “la legalización de la eutanasia en España, dice Mariano Gómez Jara (2021), ha sido una conquista social muy  importante,  fruto de una larga lucha reivindicada tanto por las asociaciones de Derecho a la Muerte Digna (DMI), como también la de otros estamentos”, (pág. 13).

La eutanasia completa otra medida legislativa anterior, la legalización del aborto [7], que cuenta con un sujeto principal: la mujer, que no desea que surja otra vida dentro de ella y que para solucionar el problema juzga al  feto  como un tumor [8] del que le curará un profesional abortista, sobre todo si padece alguna deformidad, encargándose el vigilante político de asegurar que cada uno cumpla su función, siempre atendiendo al plan establecido, con sensibilidad humana desinteresada.

LA JUSTIFICACIÓN EUTANÁSICA

La ley de eutanasia entre otros aspectos presenta dos ángulos de visión: el del sujeto que decide voluntariamente sobre su muerte y el de la colectividad. A) La persona. Ciertamente desde el punto de vista de la libertad podría ser difícil impedir que una persona no quiera seguir viviendo. En este caso, no sólo habría superado el miedo a la muerte, sino que habría perdido la conciencia o de lo que significa, aunque no quiere decir que haya aprendido a aceptarla (Sócrates). Bastaría que una ley respaldase su situación, ya que siempre encontrará quién la lleve a cabo. B). La colectividad que  se  “expresa” en el Estado. Tras una apariencia humanitaria sensible al sufrimiento, hay una conciencia de que la persona esté subordinada a los intereses públicos colectivos que, en realidad, son los de las oligarquías del Estado. Con la ley de la eutanasia se entra en la dialéctica del amo, el Estado y sus instrumentos, dispuestos a la obediencia; y el esclavo, cuando el individuo cede en sus derechos de vida. Se confirma así que el Estado, summa potestas, tiene sobre sus ciudadanos el derecho de vida y muerte –ius vitae ac necis– [9]. Se oculta que el derecho de vida de la persona es primario, no lo otorga el poder político.

Desde una ética justificadora de la solución final, la eutanasia se presenta con una perspectiva también economicista basada en la sostenibilidad humanitaria, la  firmeza de la voluntad del sujeto y de la obligada generosidad que debe tener con su sociedad y el Estado, no debiendo convertirse en una carga, ni para los demás, ni para las instituciones. También es una medida higiénica: al objeto de que desaparezca la decrepitud y la dolencia, anticipando lo que se está haciendo con los cadáveres, que provocan malestar social. Así se puede eliminar a la vista del estatismo actual lo sucio, al ser la expresión macabra de la muerte. De ahí que esté relacionada con la cremación [10]. Pero, sobre todo, carece de sentido.

Para defender la eutanasia se recurre a la estadística, justificándose dar una pronta muerte para que un sujeto-objeto deje de sufrir. Según Juan Antonio Salcedo Mata (2018) de la Federación de Asociaciones para la Defensa de la Seguridad Pública, considera “que la eutanasia bajo las condiciones adecuadas, debe ser un acto médico y éticamente aceptable al respetar el principio de eutanasia y la OMC tendrá que reconocer que un código deontológico es de rango inferior a una ley que despenalice la eutanasia” (pág. 2). En su opinión, pues, la ética está obligada a amoldarse a la ley que, a su vez, procede de otra ética dogmática y que forma parte de los valores  establecidos  por un ideologismo bio-ético, o por un bio-derecho que, según Erick Valdés (2021), “debe basarse en categorías bio-jurídicas en el contexto de la gobernanza en las instituciones de salud” (pág. 386). En este caso no se admite el pluralismo ético, imponiéndose un éthos totalitario [11].

Este autor, como otros muchos colectivistas, señala que el rechazo a la eutanasia se debe a la moral de la Iglesia Católica. Entiende que el catolicismo, al parecer religión ultra-masoquista, considera que para los que tienen fe es un disfrute sublime pasar por el dolor más profundo. El progresismo partidario de la eutanasia está poseído por la creencia de que aquellos que la rechacen desean prolongar la vida artificialmente o, en otro caso, supone alentar a las grandes multinacionales para conseguir grandes beneficios económicos. En cambio, tendríamos que considerar a los defensores de la cultura de la muerte una muestra ejemplar del desinterés.

BASAMENTO TEÓRICO

La eutanasia es el resultado de la fuerza adquirida por la corriente nihilista que impregna la tecno-ciencia, dando lugar a la formación de varias bio-ideologías, que son, en parte, una adaptación de las relativamente fracasadas ideologías a las nuevas realidades. El extendido nihilismo en las sociedades occidentales presupone creer en la voluntad de la nada. Para gran parte del ideologismo nihilista, la nada genera el ser y el dejar de ser, y cuando lo crea oportuno enviará las oportunas señales  para  que  el   hombre   desaparezca de la vida. El materialismo, pasajero de la nada, en el sentido que le dio Epicuro y otros pensadores posteriores, considera que la vida no consiste en aguantar un dolor más allá de lo biológico, ya que no tiene sentido arrastrarse con lastimera pena en una prolongación inútil por el tiempo.

En una época decadente, al menos en las sociedades occidentales, la vida se ha desvalorizado. Cuando el dolor se hace insoportable, la nada, mejor, la bio-nada, le reclama volver a no ser [12]. Es decir, que cuando se desestructura o se está  descomponiendo  el organismo, la bio-nada le exige retornar a su seno. Una vez el sujeto pierda solidez, la bio-nada dejará de encapricharse por él. En la nada se descubre con toda magnificencia la eutanasia, porque el individuo no sólo decide acogerse a su llamada, sino que tendrá consciencia que es dueño de ella, no en vano la nada es lo que le ha dado la vida. Una vez el ser, que no es en sí ni para sí, decida desaparecer, se desplazará en la infinita prolongación del no ser [13] –la lógica absurda del caos–. Para el pensamiento eutanásico nihilista, el trayecto humano consiste en pasar de la nada a la nada, del no ser –al carecer de existencia efectiva– a regresar a la inexistencia, como un proyecto en que la nada parece divertirse con el sufrimiento de los vivientes.

La legalización de la eutanasia en varios países democráticos se ha convertido en un derecho humano [14] afecto a la bondad y a la dignidad humana [15], al amor universal [16], formando parte de una conjunción de derechos que se hace difícil encauzarla sin contradicciones [17]. Cuando un ordenamiento recoge que el individuo tiene el derecho a la eutanasia, implica a la vez la obligación del médico a practicarla por un motivo humanitario.

En gran medida, el progresismo en muchas de sus funciones ha terminado por ser nihilista, siendo una corriente que se ha extendido por no pocas sociedades, del que han surgido también otras agrupaciones igualmente importantes del proceso bio-ideológico del cual forma parte la eutanasia. Sería el caso del post-humanismo [18] y el humanitarismo relativista. Las dos quieren hacer el bien para el individuo de una forma antinatural, poniéndole en disposición de afrontar cualquier decisión del poder, aunque está justificado por el consenso político [19], sustituto del consenso social. El humanitarismo eutanásico justifica la obligación de administrar la muerte con un sentimiento benévolo, por amor al otro, lo que el nazismo denominó “muerte misericordiosa” (Nadentod), también por fraternidad y naturalmente por solidaridad –arsénico por compasión–.

La ley establece el sacrificio humano sanitario como un progreso de la moral médica, que,  en su adaptación a los nuevos tiempos, pone  la confianza en la salud mortal para curarle definitivamente de sus dolencias. El principal motivo por el que el individuo acepta la muerte voluntaria consistirá en no querer sufrir. Si bien hay también un interés social, puesto que una persona que entra en la fase eutanásica podría ser un bien potencialmente reciclable, debido a que sus órganos podrían servir para ser utilizados. Un desahuciado en descomposición no podrá ser aprovechado.

Por tanto, toda ley eutanasia supone la anticipación de la muerte  biológica,  cuando la persona el dolor que padece no quiere prorrogarlo. Primordialmente,  su   objeto es bastante utilitario, porque “las personas suicidas normalmente no quieren morir, sino que quieren escapar de lo que perciben como un sufrimiento intolerable” (Rodríguez Rodríguez & Kheriaty, 2021, pág. 100). Utilidad  reducida y justificable para el individuo, y completamente utilitaria para las instituciones, ya que cabe pensar sus gestores entenderán que así no se desperdiciarán las fuerzas y energías inútilmente.

Desde una posición utilitarista, se sostiene  que mantener un alto número de gente por caridad, filantropía, o simple cumplimiento administrativo-sanitario, supone   debilitar las sociedades y un desgaste innecesario de recursos. Así, la muerte se  entiende  como  un problema técnico [20]. El progreso requiere transitar hacia el poderío y dotar de solidez a la agrupación social, al objeto de mantenerla con  la  energía   necesaria,   apoyándose   en la juventud y en los otros seres humanos suficientemente resistentes. De modo que, por un lado, se llama a la muerte para entregar a quienes han cumplido el ciclo de la vida y, por otro, al individuo construido defectuosamente, al que se le hará desaparecer para alejarlo lo más posible de la coexistencia grupal.

Las leyes eutanásicas han aparecido cuando la época ha llegado a la apoteosis de la juventud eterna [21]. La juventud tiene  importancia  por  sí misma y sería improcedente hacer una valoración negativa de una etapa de plenitud física y de crecimiento propio. Es una etapa de preparación a fin de acrecentar y aprender de las experiencias, sin posibilidad real de llegar a ser ni moral ni intelectualmente autosuficiente. Lógicamente, una sociedad que cree  que cada persona se extingue definitivamente con la muerte, valorará los instantes de los años noveles,  convirtiéndose  en  la  edad  más apreciada siempre que los pocos años vayan de acuerdo con la exuberancia física y el dinamismo psíquico, con un organismo completo, sin ninguna tara que impida la exposición pública de la deformidad,  salvo las que se utilizan para exaltar una falsa sensibilidad humanitaria y, en algunos pocos casos, aligerar la conciencia.

Esta forma de pensar, junto a la alta valoración de la apariencia física, explica que mucha gente intente mantenerse joven. Como no siempre es posible, ni siquiera aparentarlo, y tampoco alargar la vida más de lo que permita la ciencia, la sociedad tiene dos alternativas: 1º. La vía de la eutanasia en la que se ofrecerá la inconveniencia de llegar a la vejez. Sólo basta solicitar el suicidio asistido para que el enfermo de presumible vida caducada se le acepte que verdaderamente la está prolongando en exceso, por lo que hay que evitar un transcurrir innecesario. 2º. Si el progreso  de la tecno-ciencia consiguiera regresar desde la vejez y la madurez hacia la juventud. Si no se dan estas dos posibilidades, al eutanásico, de una u otra manera, sólo le espera la desaparición. Con la condición de que sea lo más escondida posible, ya que es inconveniente exhibir la presencia de la muerte, ni siquiera la de un cadáver joven [22] –el hombre divinizado descubriría su mortalidad en el panteón de las realidades–. No sólo se debe ocultar la muerte, sino convertirla en un trámite administrativo por el humanitarismo. “Oficialmente, escribe (Negro, 2009) cuando por alguna causa cesa la juventud, simplemente se muere. La muerte como un trámite biológico, y burocrático, justifica desde la eutanasia, o el aborto provocado, al terrorismo” (pág. 382).

Ante esta situación, no cabe extrañar que, desde hace más de una centuria, la juventud se haya convertido en el modelo a seguir, incluso se llegue a divinizar la eternidad del instante [23], concretándose en quien está en su etapa más visible, con los años justos, sin que se perciba su declinar hacia la madurez. Es lo que Alain Finkielkraut llama el «jeunisme», que para Robert Redeker (2017), “es el peor enemigo de la juventud ya que le saca de su lugar en el mundo” (pág. 52). De modo que tendrá más esperanza de permanecer quien sea capaz de no mostrar las grietas y surcos que sufre la erosión del cuerpo en su discurrir vivaz. Una vez el hombre logre pasar por la juventud sin taras visibles, tendrá que empezar a pensar en alcanzar la superación de la vida y adelantarse a la voluntad de la muerte [24].

Existe otro aspecto para tener en cuenta. La corriente eutanásica bio-ideológica, al menos hasta ahora, no parece tener en cuenta los avances  de  la  bio-medicina  y  de la nanotecnología, que podrían llegar a rejuvenecer al ser humano y mantenerlo en esta posición. Ya desde el siglo pasado se ha iniciado un proceso contra el envejecimiento mediante la aplicación de medicamentos que posibiliten recuperar la juventud del ser humano [25]. Dicho de otra manera, el defensor eutanásico sabrá de los avances de la biología y la biomedicina, pero al construirse como un negocio lucrativo o por la percepción ecológica de la necesidad de eliminar el excedente poblacional, se afirma más en la cultura de la muerte que en la prolongación de la vida humana y en el deseo de evitar el ensañamiento terapéutico.

A medida que los seres humanos vayan cumpliendo años, se infiere que tendrán que ser cada vez menos visibles, dado que su proximidad a la vejez será percibida por los demás como una inevitable derrota humana. O, si se prefiere, conviene recordar que la vida está en un tránsito hacia su fin biológico. Motivo por el cual hay que entender que la eutanasia sea depuración y autodepuración; extinción reclamada, ansiada, no sobrevenida, responsabilidad con la colectividad; desprecio de la vida personal, sacrificio pre-mortem y desprecio a la vida no normal.

Objetivamente, la dulce muerte  es  la voluntad del individuo que pone a prueba la determinación de la vida para no sucumbir ante el debilitamiento  extremo  o  de  un  dolor insufrible, al que  se  vence  con  un acto de voluntad consistente en no seguir permaneciendo atado orgánicamente a un existir sin ningún fundamento. Es decir, al deseo de no estar sometido al dolor provocado por la vida y de no aceptar las limitaciones del ser desgastado y cada vez más inconsistente. De este modo, la  eutanasia  se  convierte en el resguardo apropiado para una vida que ha dejado de ser vital para sí y un seguro absoluto que adquiere el individuo para no sufrir. Y, con no menos importancia, es la máxima aportación del individuo a la colectividad, al sacrificarse para dejar de ser, al objeto de no convertirse en una molestia social –es un gasto improductivo y provoca un desgaste físico y  moral  para  los demás–. Se llegará así a la apoteosis de la utilidad. Será volver a la nada, al no ser, cuya permanencia dejará de atestiguarse.

Con la eutanasia se abre la vía a que la sociedad apoye el suicidio en cualquiera de sus manifestaciones [26]. Lógicamente podría ser inaceptable tratar de evitar que una persona se suicide en cualquiera de sus formas, cuando decide acudir a un centro de salud. Se puede pensar, no sin cierto cinismo, que lo aconsejable es morir ocultamente en un dispensario creado por la muerte, que destrozar el organismo, reventando el cuerpo, al objeto de que quede perjudicada la estética de la desaparición [27].

La comprensión de la eutanasia requerirá ser historificada, estableciendo su  relación en el tiempo, a partir de la división entre el pasado, el presente y el futuro, así como entre progreso, regresión y decadencia.  ser hoy un producto espontáneo de la fe progresista, se sitúa en la época dominada por el presentismo y encuadrada en la determinista ley de progreso humano, por lo que habría que juzgarla como un formidable paso adelante de la colectividad.

En verdad parece que la eutanasia insertada en la ley de progreso consiste en volver a un estado previo a una civilización desarrollada, en la que sólo sobrevivirán los fuertes, los vitales y los estéticamente presentables y, en un futuro indeterminado, los híbridos funcionales. Se trata de que el ser humano vuelva a ingresar en  su  condición animal –el  espíritu pasará a la inteligencia artificial–, por lo que queda justificado que pueda ser examinado desde una especial perspectiva zoológica. Es decir, que el progreso, salvo que se desarrollen las tecnologías que retrasen o eviten el envejecimiento humano, consistirá en volver a regresar al estado más primitivo del hombre.

Dado que el futuro del individuo es incierto, –hasta que la ley de progreso nos descubra la determinación absoluta– lo más importante será poseer las condiciones aceptables para estar en el ahora. Por eso una persona que forma parte de los seres con alta dependencia no debería tener futuro. Se entiende que, en potencia, todo ser humano en cualquier momento dejará de ser útil y convertirse en un estorbo social.

Desde una perspectiva utilitarista, los defensores de la eutanasia, propia tanto del instinto individual, como del colectivo, posiblemente creerá inconveniente que forme parte de una sociedad quien no esté en plenitud orgánica y psíquica para vivir. Solo deberán existir quienes  estén  bien  compuestos [28] y, si es posible, con una aceptable estética. El tiempo será el condicionante más determinante para todo individuo que no forme parte de las oligarquías privilegiadas, ya que, en su estancia movible, como transcurso fenoménico, está obligado a asumir su desaparición. La lógica de la vida consiste en hacerse para desaparecer definitivamente en el tiempo.

Para las doctrinas evolucionistas, colectivistas e individualistas, la ley de la eutanasia supone dar un paso más para llegar a la plenitud del género humano, limitado en el número de personas que deben habitar el planeta. Por eso, cuando la eutanasia se extienda por otros muchos países, quizá habrá de servir para impedir que en el mundo haya demasiada gente mayor y ningún  discapacitado.  Es decir, que para preservar la especie humana  se prescindirá de los que hayan dejado de  estar en una aceptable condición para vivir. Este  evolucionismo  naturalista,  adobado  con el artificialismo más extremo, parece querer seguir las leyes de una naturaleza inmisericorde, donde sólo sobrevivirán los más aptos [29] y los que no sobrepasen los niveles normales establecidos de padecimiento para un ser humano.

El artificial-naturalismo evolucionista dominante [30] está preparando un futuro en el que sólo existan cuerpos sanos y vigorosos, de modo que una sociedad habrá de estar compuesta por los relativamente imprescindibles en el presente, que habrán de ser prescindibles en el futuro. Motivo por el cual cada individuo estará siempre en permanente adaptación a la situación de cada día, en su aplicación más radical el que estorbe tendrá que desaparecer.

Todo ser humano, con sus facultades, naturales o sobrevenidas, dependerá de la  utilidad que aporte al conjunto  social. De modo que la moral, el bien, la belleza y la verdad, serán admitidas según la voluntad del poder oligárquico, que se basará en una doctrina  que se sostiene en una estructura de poder de privilegiados, a la que se adherirán un mayor o menor número de servidores directos; y los no privilegiados, la mayoría de la población, de la que extraen los recursos para formar una especie de igualitarismo de los inferiores, sin la jerarquización racista, por ejemplo, de la doctrina de Alfred Rosenberg (1935).

En cualquier caso, el individuo que no pertenezca a las oligarquías dominantes tendrá que tomar conciencia que habrá de sacrificarse en los presentes sucesivos, para que las siguientes generaciones puedan establecerse en un mundo venidero pleno de placer y felicidad. Lo que explica que la ley de eutanasia sea uno de los cúlmenes del proyecto progresista, y de los máximos logros creados por el humanismo, porque hay que admitir que el individuo nunca habrá de estirar la vida más allá de lo que exige el momento.

Probablemente la legalización de la eutanasia abre la vía a otra esperanza crucial: el derecho a la eutanasia colectiva que pasará a ser un proyecto humano de alcance extraordinario. Principalmente se manifestará en los derechos colectivos, consistente en la obligación de que muchos grupos sociales desaparezcan de la sociedad cuando ya no estén en las condiciones adecuadas. Al ser colectivos,  significa  que  se abrirá la posibilidad a la extinción de muchedumbres de personas sin necesidad de declarar un conflicto humano. Bastará que lo de España Sánchez Pérez-C. sentenciaba lo imprescindible que es que “la eutanasia sea reconocida como un servicio por parte de la sociedad pública, un servicio fundamental” [31]. Utilizó las palabras público, servicio y fundamental, como sinónimos de moral, de verdad y de bien. Siguiendo esta lógica, si es intrínsecamente un bien, cualquiera  que se oponga a ella estaría haciendo un mal a la sociedad. Se infiere que no podrá existir libertad de conciencia, ya que es inadmisible permitir la elección de hacer el mal, a la vez que se estaría impidiendo aplicar un servicio público fundamental extremadamente beneficioso y justo por inclusivo. De modo que todo aquel que no admita la eutanasia contradice el interés general. Se deduce que la ley de la eutanasia será el primer paso para su implantación efectiva, sin objeciones de conciencia.

El progresismo considera la legalización de la eutanasia ha de considerarse como un adelanto en la aplicación de la ética humana. Por tanto, en aquellos lugares donde está legalizada, se han convertido en el modelo que habrán de seguir los restantes países y en otras culturas y civilizaciones. Esta percepción ideológica sobre la vida humana entiende que la muerte no es el final al ser la humanidad progresista que se extiende y se desplaza por discurrir el tiempo vaciado.

La ley de la eutanasia lleva consigo la politización  ideológica  economicista de la medicina, donde se impone la relación entre el  amigo, la enfermedad aceptable, y el enemigo, cualquiera que tenga una dolencia indeseable para el profesional de la salud [32]. Hay que entender entonces que en el ámbito hospitalario [33] podrán seguir en parte, en cualquier acción o departamento de las diferentes especialidades que tenga que ver con las leyes de lo que quizá forma parte de una guerra bio-ideológica. Porque un enfermo con gran sufrimiento se convierte en un enemigo social, de igual modo que el que tenga una larga enfermedad o el que haya entrado crea oportuno la voluntad del poder, regional, nacional o internacional. Sería una exigencia del evolucionismo bio-logista que busca excluir a mucha gente, dado que mantenerlos supone un altísimo coste para el planeta.

Uno de los que más han deseado que surgiera una ley de eutanasia, el presidente del gobierno en la vejez, etapa última del ser humano [34]. Todos ellos pasan a ser objetos  inútiles ya que aumentan el gasto sanitario, los servicios sociales, las pensiones, etcétera. Estaríamos pues en una adaptación del sistema sanitario a una situación bélica donde no solo se combaten los padecimientos, sino a los sujetos que tienen una dolencia intratable o una incurable enfermedad. Será una decisión inobjetable del profesional, porque el sujeto condenado carece completamente de la posibilidad de defenderse con un recurso de apelación.

De este modo, la ley habrá de situarse en un campo de batalla, crean tanto para el ámbito social como institucional, habiendo logrado los legisladores un objetivo: por voluntad política o  institucional  declarar  la  guerra  sanitaria  a la porción de la población que rechaza el suicidio. Así se obliga a buscar las causas por las que se ha decidido una matanza a partir de la conmiseración social y la desaparición de muchas personas en manos de profesionales, una vez decidan condenar a quien creen que ya no merece seguir viviendo. Previsiblemente la lógica llevará a que la administración sanitaria formará una sección [35] que poseerá la potestad de juzgar cuándo un sujeto alcanza tal grado de dolor que no remite, o de suma desesperanza, que se convierte en algo improductivo que deba ser excluido de la sociedad. Potencialmente, todo doliente habrá de quedar en manos de un profesional de la función médica al que se le da la posibilidad de “desprenderse” de quien considere oportuno, con independencia de  que la persona haga o no la petición de querer abandonar la vida.

Si fallasen los controles, el sistema garantizará que habrá otra frontera o filtro decisivo. Al post-naciturus, deforme y doliente, no quedará más remedio que aplicársele el tratamiento eutanásico, partiendo de la “beneficencia pro-creativa” [36]. Con ello la sensibilidad humanitaria habrá llegado a su máxima expresión de sublime sensibilidad. El médico y sus ayudantes habrán hecho la mejor obra por la colectividad, por los progenitores, A, B y C, al eliminar el dolor de la vida con la muerte, que pasará a ser el símbolo principal para los que en el presente estén biológicamente bien constituidos.

Los partidarios de la eutanasia sostienen que es un acto de justicia, libertad, responsabilidad, solidaridad y un bien para la persona y para la sociedad. ¿De dónde proviene la reflexión que les ha conducido a poner en la eutanasia buena parte de su fe secular? El defensor de la eutanasia expresa el deseo de quitar la vida a quien no cree que debe estar en ella. Niega la existencia para aquella persona que no esté en plenitud de vivirla y exige destruir al hombre que no merezca permanecer en la realidad, por ser un organismo defectuoso o enfermo de vejez. Al fin y al cabo, la muerte está ahí para acoger a los sobrantes.

Así, al pensamiento  de  (Schopenhauer, 2019) acerca de que el hombre mantiene una irracional lucha cruel y desgraciada durante su estancia de vida, se añade la del defensor de la eutanasia de que el hombre voluntariamente podrá adelantarse a su seguro fin. Para el eutanásico cuando la vida se  ha  convertido en una vida excesivamente sufridora sea por constitución física, por enfermedad y por edad, el bien es la muerte. La única esperanza para Schopenhauer defiende está en extinguirse, porque en realidad no hay progreso, lo que le diferencia de los defensores de la eutanasia, dado que todos los logros conseguidos  no  son más que  ilusiones. En otro sentido, lejos del irracionalismo de Schopenhauer, la eutanasia no deja de ser una apoteosis tanto  de la vida como de la muerte, porque, como cree Nietzsche, el hombre alcanza la mayor intensidad de vivir cuando está muy cerca de la muerte.

Por eso, conscientes o no, los prosélitos de la eutanasia también siguen la idea de Nietzsche de que la voluntad instintiva se impondrá sobre unos valores que, al ser relativos, han  de conducir a que triunfe el deseo personal o el de quienes dirigen la sociedad. En última instancia, son estos los que deberán decidir sobre la vida de cada uno. De modo que todos quedarán sustraídos no solo del afán de vivir, sino expuestos a merced del tiempo, de la muerte y de la voluntad del poder [37]. Para ellos, según Nietzsche, para los que poseen la moral de esclavos, la muerte no debe importarles, solo para los viriles y mujeriles, los naturalmente superiores. De ahí que creamos que la doctrina de la eutanasia está relacionada con la eugenesia, otra doctrina que quiere imponer la reproducción selectiva a fin de mejorar y perfeccionar a la humanidad, librándola también, mediante la criba selectiva, de los seres más perniciosos para el conjunto social.

Así mismo, los apologéticos de la eutanasia también establecen sobre ella una relación dialéctica entre la racionalidad y la irracionalidad. Intentan aplicar la racionalidad utilitaria de la vida con la necesidad de apelar a la muerte cuando los problemas de la existencia son irremediables. Un ser con una enfermedad terminal no tiene sentido que alargue la vida dolorosamente  y  sin  calidad,  acogiéndose a la muerte como su mejor aliado, ya que, desde una perspectiva social, “difícilmente una enfermedad terminal o un dolor físico o psíquico intolerable dejarán de ser percibidos como un estigma”, dice (Petersen, 2021, pág. 131). Así mismo, será un modo de que el viviente recurra a la muerte racional de la vida, al transformarse en un ser apreciablemente lógico, consciente de su final y en tránsito efímero, por lo demás siempre esperable. Dicho de otra forma, la liberación de los sufrientes surgirá de la aplicación de la muerte de los que ya se podrá prescindir, quedando tan sólo fijar el tiempo que les quedará por vivir.

Quizá esto significa que se debe juzgar al ser humano como carente de valor por sí mismo, en tanto su desplazamiento por el ámbito artificial, o porque su inserción en el planeta no sea percibida positivamente durante un periodo de tiempo. Desde la perspectiva de la bio-ideología de la muerte, la eutanasia conduce a eliminar el derecho subjetivo a la protección, siendo el Estado el que tendrá la potestad de decidir a través de uno de sus instrumentos, sea el médico, o una sección especializada destinada a dar con la solución definitiva. Causa lógica de que el Estado Minotauro, “subvencione incluso la muerte voluntaria”, Dalmacio Negro (2010, pág. 399).

El humanitarismo eutanásico impone la sensibilidad compasiva a distancia [38], a partir de lo que Jean-Jacques Rousseau llama la compasión humana activa [39] con aquellas personas abstractas, al carecer de toda relación con ellas, que vivan en condiciones de carencia o privación, pero que, a la vez, por ejercer una fuerte presión demográfica, se obliga a  las instituciones y a las sociedades a estar en una situación de alarma permanente al objeto de contener el crecimiento demográfico –sensibilidad planetaria colectivista–. Así, los hospitales habrán de estar divididos en dos partes: la de los departamentos que tratarán a los enfermos según sus dolencias, y a los otros en los que se intercalará la sección de desahuciados o enfermos de alto costo sanitario. Estos últimos son los que, por el bien social y personal, deberán formar parte del grupo que tendrá que ser extinguido lo más rápidamente posible. Una vez la maquinaria de residuos humanos se ponga en marcha, las ciudades serán mucho más habitables, ecológicas, resilientes y estéticamente admirables, porque ya no se verán los individuos deformes, incompletos, mal compuestos, exclusivos o especistas.

Pedro Francisco Gago Guerrero en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1          Publicada en el BOE el 25 de marzo de 2021.

2          Ley de 28 de mayo 2002 relativa a la eutanasia completado por la Ley de 10 de noviembre de 2005, que se enmarca en el artículo 78 de la Constitución.

3          La Legislación que regula los cuidados paliativos, así como la eutanasia y asistencia al suicidio, 10 de marzo de 2009.

4          Resolución número 1216 de 2015 que da cumplimiento a la orden cuarta de la Sentencia T-970 por haber efectivo el derecho a morir con dignidad.

5          Existen varias clases de eutanasia, la voluntaria, no voluntaria, involuntaria, la activa, la pasiva, la directa y la indirecta. La calificación ha de provenir fundamentalmente de la moral, aunque en la práctica se apliquen otros aspectos. Vid. J. Gafo (1993).

6          Será porque, dice Serge G. Fafalen (2009), “la ley habla mal del contenido de la ciencia”, (pág. 190).

7          Ley Orgánica 2/2010 de 3 de marzo, publicado en BOE núm. 55 de 4/03/2010 entrada en vigor 5/0772010. Reformada por la Ley Orgánica 11/2015 de 21 de septiembre de modificación del Código Penal, por la erradicación del esterilización forzada o no consentida de personas con discapacidad.

8          “El niño engendrado y concebido se considera una «cosa»…, escribe Julián Marías (1993), un tumor que se puede extirpar y desechar. Ni siquiera el cuerpo se considera personal, puesto que se puede «decidir» sobre él, suponiendo que el feto es «parte» del cuerpo de la mujer, lo cual es falso porque la mutilación del propio cuerpo no es humanamente aceptable ni es siquiera legalmente permitida” (pág. 49).

9          Situación que se ha llegado a partir del contractualismo convertido en mito. Este “mito, escribe Dalmacio Negro (2010), radicalmente a-histórico, innovador, que ontológicamente descansa en la nada, suscitó las constructivistas, mecanicistas, individualistas e igualitarias doctrinas dogmáticas de los siglos XVII y XVIII, que se desarrollaron en el siglo romántico y culminaron en el inhumano siglo XX del Gulag, el Konzentrationlager y el aborto y la eutanasia como homicidios legales”. (pág. 201).

10       La eutanasia, dice Robert Redeker (2017), es la cremación, de hecho, se inscribe en el mismo registro ideológico”, (págs. 178 y 179).

11       Ajeno al carácter objetivamente práctico de la moral. “Las normas de moralidad se toman comúnmente para definir razones prácticas concluyentes, pero sobre el sentido que son concluyentes dependen de si creemos o no, en el carácter objetivo de esas normas”, señala Kenneth Eimar Himma (2020, pág. 105).

12       Si, como dice Martin Heidegger (1994), “la esencia del nihilismo que se consuma por último en el dominio de la voluntad de la voluntad consiste en el olvido del Ser”, más bien parece que intenta la desaparición del ser, aunque sea por su voluntad, (pág. 122).

13       La pregunta de Kierkegaard, comenta Juan Antonio Martínez Muñoz (2019), es cómo evitar el miedo a la no existencia considerada no sólo como la muerte individual sino como un vacío existencial” (pág. 132).

14       Según el Convenio del Consejo de Europa para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano respecto a las aplicaciones de la biología y la medicina. En este convenio aparece el derecho a realizar el Testamento Vital. En estos momentos se debate considerar el aborto un derecho humano. Vid. Jean-Louis Bandomin (1995). En otro sentido, dice Vittorio Possenti (2016): «No hay un derecho a morir», que daría lugar a un absurdo deber de «matar». (pág. 202).

15       La expresión «dignidad humana», explica Dalmacio Negro (2006), se ha puesto de moda ante los hechos inhumanos que se ha vivido en el siglo XX y se siguen viviendo a comienzos del siglo XXI –aborto, eutanasia, experimentos genéticos…, (pág. 310).

16       En opinión de Jean-François Branstein (2019), teoría del género, derechos del animal, entusiasmo por la eutanasia beben de las mismas fuentes: de amor, de benevolencia universal, de esquivar el dolor y lo trágico, (pág. 263).

17       “Que las personas tengan el supuesto elevado de matarse o de dejarse morir, de ninguna manera significa que terceras personas (como el cuerpo médico) tenga la obligación de matar”, comenta Jorge Merchán-Price (2008, pág. 7).

18       En la “época post-humana o trans-humana…opera la fe inherente a la religión secularista del hombre nuevo”, Dalmacio Negro (2009, pág. 582).

19       Según la Asociación Catalana de Estudios Bio-éticos (2006), “el consenso convierte el principio legislativo en la única fuente de verdad y de bien, y deja la vida humana a merced del número de votos emitidos en un parlamento. Las legislaciones sobre el aborto, el clonaje humano, la fecundación extracorpórea y la experimentación embrionaria son consecuencia de la aplicación del principio de las mayorías”. Razones del “no” a la eutanasia. Asociación Catalana de Estudios Bio-éticos, (pág. 2).

20       Idea actualmente defendida por el exitoso divulgador Y. N. Harari (2016).

21       Exaltación que ya apareció con fuerza a principios del siglo XX, aunque la Primera Guerra Mundial causará una alta mortalidad en los jóvenes.

22       Sobre este tema es obligado acudir a los estudios de Philippe Ariès (2018).

23       Una antinomia ilógica.

24       Además, este planteamiento atenta o “rompe con la solidaridad entre generaciones”. José Miguel Serrano Ruíz-Calderón (1996, pág. 121).

25       Aparte de las terapias senolíticas. Los medicamentos que se están probando son la biaguvida, el clorhidrato de metformina, el suplemento dietético nicotidamina mononucletódico, del grupo vitamina B. 3.

26       Es preciso diferenciar la consideración ética de lo jurídico respecto a la eutanasia y el suicidio: “Éticamente han de tener la misma consideración ambos procedimientos de anticipación de la muerte, si bien son conceptos jurídicos distintos”, (Nebreda J. M., 2022)

27       Se requiere que en el centro de “salud” se mate con la celeridad querida. Quizá, para mayor seguridad, recurrir a la guillotina sería la mejor solución segura y definitiva. Y “cuando el cadáver el descomponerse alcanza un punto suficientemente avanzado y va más allá de lo responsable, llega a ser cualquier cosa que no tiene un nombre en ninguna lengua”. Robert Redeker (2017, pág. 198).

28       Sobre esta idea en la que gravita un dudoso pensamiento moral, su mayor defensor en la actualidad es Peter Singer (2017).

29       Aunque Carlos Castrodeza ((2013) recuerda que, “como decían ciertos contemporáneos de Darwin, la supervivencia es siempre la de los débiles, porque los fuertes se destruyen entre sí”, (pág. 222).

30       “A base de evolucionismo, dice C.K. Chesterton (1997), sólo se puede ser absurdamente inhumano o absurdamente humano; pero nunca humano a secas”, (pág. 219).

31       Diario EL País, 24 de julio de 2021.

32       Palabra que no deberá utilizarse para los centros hospitalarios, dispensarios, etc., siendo sustituidas por centros de salud y muerte voluntaria o exigida por el sistema. Aunque los publicitas ya se encargarán con el lenguaje de utilizar otros términos para disfrazar su cometido –por ejemplo, salud y muerte en almíbar–.

33       Palabra que también dejará de tener sentido en tanto sea un lugar en el que se aplique la eutanasia.

34       Se intenta por intereses económicos y por la mejora de la condición humana, por medio de la ciencia, que la vejez sea considerada una enfermedad, a fin de que se posibilite la investigación anti-envejecimiento.

35       Previa formación que acredite ser experto en la solución del punto final.

36       Defendida por el filósofo y bio-ético australiano de la Universidad Oxford, Julian Savulescu (2001).

37       Declara Friedrich Nietzsche (2009), “donde hay vida, también hay voluntad, pero no voluntad de vida, sino, ¡voluntad de poder!”, (pág. 143).

38       “Si debo ser compasivo, escribe Friedrich Nietzsche (2009), no lo quiero llamar así y si lo soy, prefiero serlo desde la distancia” (pág. 110).

39       Porque, a su juicio, el individuo tiene un instinto de auto-conservación y amour-propre