En el pequeño libro que dedicó en 2007 a la historia de su familia y de otras víctimas del terrorismo, Mario Calabresi hizo notar que en las principales librerías italianas suele haber una estantería dedicada a los “años de plomo” en la que se encuentran libros escritos por terroristas y estudios en los que no aparecen las historias de las víctimas. Una reflexión similar aparece en la tesis doctoral acerca del reflejo de los años de plomo en la literatura del siglo XXI que Lilia Zannelli presentó en la Universidad de Salamanca en 2018. Los escritos de los terroristas fueron muy pronto acogidos con gran interés y algunos de estos se han convertido en personajes de relieve mediático cuya opinión es tenida en cuenta. Una situación que lamentó en 2008 el presidente de la República Giorgio Napolitano.
Hay dos motivos principales por los que las víctimas deberían ocupar un lugar central en el estudio del terrorismo. El primero responde a un imperativo moral, el de contribuir al reconocimiento social de quienes han sufrido una tremenda injusticia. La Asamblea General de Naciones Unidas, en su resolución 40/34 de 29 de noviembre de 1985, afirmó que los derechos de millones de víctimas no habían sido reconocidos e instó a hacerlo en la Declaración de principios fundamentales de justicia relativos a las víctimas del delito y a las víctimas del abuso de poder. Y en su resolución 60/1947 de 16 de diciembre de 2005 estableció el deber de los Estados de dar a las víctimas un acceso equitativo y efectivo a la justicia. Por su parte, la Unión Europea estableció normas acerca de la protección de las víctimas en la directiva 2012/29/UE de 25 de octubre de 2012. Y en años recientes son muchos los Estados europeos que han adoptado medidas encaminadas a asegurar la memoria específica de las víctimas del terrorismo (Lozano Alía 2021). En el caso de Italia, se ha legislado en favor de las víctimas del terrorismo, se han creado comisiones parlamentarias para esclarecer determinados atentados y han surgido importantes asociaciones de víctimas (Re 2017). Pero, junto al imperativo de colaborar al resarcimiento moral de las víctimas, hay también un motivo de índole epistemológica por el que la voz de las víctimas debe ser tenida en cuenta: el terrorismo es una forma de “propaganda por el hecho”, el fin de los atentados es provocar un eco en la opinión pública y parte de ese eco se halla en la respuesta de las propias víctimas y de quienes las apoyan
Entre los antiguos terroristas italianos que han publicado libros de memorias, escritos por sí mismos o en colaboración con algún periodista, Zannelli menciona al neofascista Pier Luigi Concutelli, y a los comunistas Anna Laura Braghetti, Valerio Morucci, Alberto Franceschini, Sergio Segio, Prospero Gallinari y Barbara Balzerani. Menciona también dos libros publicados por víctimas en el siglo pasado, los del fiscal Mario Sossi, que sufrió un largo secuestro, y el arquitecto Sergio Lenci, que sobrevivió a un tiro en la nuca. Y destaca que en el presente siglo han aparecido libros escritos por los familiares de las víctimas, de los cuales menciona los de Sabina Rossa, Mario Calabresi, Benedetta Tobagi, Silvia Giralucci y Luca Tarantelli (Zannelli 2018: 107-117 y 126). Una búsqueda más amplia permite sumar otros dos libros, el de Agnese Moro sobre su padre y el de Giampaolo Mattei sobre sus hermanos. Ello da un total de nueve obras, que ofrecen una gran variedad de temas y enfoques, aunque todas han sido escritas por víctimas del terrorismo rojo, mientras que ninguna de las víctimas del terrorismo neofascista parece haber narrado sus experiencias en un libro.
Por orden de publicación, los libros aquí analizados son los de Mario Sossi (1979), Sergio Lenci (1988), Agnese Moro (2003), Sabina Rossa (2006),
Mario Calabresi (2007), Giammaria Mattei (2008), Benedetta Tobagi (2009), Silvia Giralucci (2011) y Luca Tarantelli (2013). A continuación se analizan siguiendo el orden cronológico de los atentados a que se refieren.
El asesinato de un comisario calumniado
Mario Calabresi: Spingendo la notte più in là
El comisario Luigi Calabresi, que había sufrido una durísima campaña de denuncia como supuesto responsable de la muerte del anarquista Giuseppe Pinelli, fue asesinado en Milán el 17 de mayo de 1972, un crimen que no se esclarecería hasta muchos años después. Su hijo, el conocido periodista Mario Calabresi, que entonces tenía dos años, dedicó en 2007 un breve libro a la historia de su familia y de otras que fueron también víctimas del terrorismo. El único recuerdo preciso que tenía de su padre era su sensación de felicidad cuando le llevó a oír a una banda musical y le permitió acariciar un trombón. Muy poco después fue asesinado y en el pequeño Mario el recuerdo de ese día se marcó de manera indeleble: durante mucho tiempo estallaba en lágrimas cada vez que les visitaba la persona que aquel día les dio la noticia de lo ocurrido. A los catorce años empezó a leer los periódicos de entonces y finalmente pudo afrontar la lectura del órgano de prensa de Lucha Continua, un grupo de la izquierda extraparlamentaria que destacó en la campaña contra su padre y en octubre de 1970 llegó a anunciar que el proletariado lo había condenado a muerte. La campaña, llena de falsedades, no se limitó a la extrema izquierda y tuvo un gran apoyo en el mundo de la cultura. En junio de 1971 el semanario L’Espresso publicó un manifiesto firmado por 800 intelectuales, que le hacía responsable de la muerte de Pinelli. Entre los firmantes se hallaba la gran escritora Natalia Ginzburg, cuya nieta Caterina se casaría con Mario (Calabresi 2007: 30-39, 9-11 y 109-115). El texto más conocido que surgió de esa campaña fue la comedia bufa de Dario Fo Muerte accidental de un anarquista, estrenada en diciembre de 1970, en la que se insinúa, sin afirmarlo expresamente, que el jefe de policía de Milán y el comisario Calabresi, presentados como personajes ridículos, eran responsables de la muerte de Pinelli. En la versión publicada, Fo explicó que su propósito era reafirmar la doctrina leninista de que la justicia y la policía no eran instituciones que hubiera que criticar ni reformar, sino expresiones de un Estado burgués que había que abatir (Fo 1974: 79-83).
Pinelli había sido detenido tras la matanza terrorista de Piazza Fontana en diciembre de 1969, que hoy sabemos fue perpetrada por neofascistas, aunque en un primer momento un testigo hizo una declaración muy comprometedora para otro anarquista, Pietro Valpreda, al que Pinelli conocía y que en realidad era inocente (Avilés 2021: 50-53). Pinelli murió tras caer de una ventana de la Jefatura de policía de Milán mientras era interrogado. Sobre ello realizó una cuidadosa investigación el juez instructor Gerardo D’Ambrosio, quien concluyó que ninguno de los indicios que habían llevado a sospechar que había sido asesinado tenía fundamento y que la hipótesis más verosímil era la de una caída debida a un malestar repentino cuando se asomó a la fatídica ventana. En mayo de 2004 el presidente de la República concedió la medalla de oro a la memoria de Luigi Calabresi.
Mario reproduce detalladamente los principales argumentos del juez D’Ambrosio (Calabresi 2007: 48-54). Dedica en cambio tan sólo unas breves líneas, en la introducción, al esclarecimiento del asesinato de su padre. Este se produjo a partir de la confesión de Leonardo Marino, ex militante de Lucha Continua, quien declaró haber participado, atribuyó la autoría directa a otro ex-militante y acusó de haber ordenado el crimen a dos dirigentes de la organización, Adriano Sofri y Giorgio Pietrostefani. Durante su proceso, Dario Fo dedicó otra comedia a ridiculizar las acusaciones de Marino (Fo 1998). El propio Marino, que por entonces era obrero y luego se convirtió en vendedor ambulante, ha publicado un libro, cuya primera edición apareció en 1998, en el que da su versión de los hechos y explica su arrepentimiento de manera convincente (Marino 2018).
Tras un prolongado y complejo itinerario judicial, la condena definitiva llegó en 2000, después de que Pietrostefani hubiera huido a Francia, que desde la presidencia de Mitterrand se había mostrado dispuesta a acoger a bastantes ex-terroristas italianos (sólo en 2021 se ha iniciado el procedimiento de extradición contra él). El caso ha dividido a la opinión pública italiana y se ha producido una importante movilización intelectual en favor de Adriano Sofri, que recuerda un poco a la que treinta años antes se había producido en contra de Calabresi. En ella ha participado el historiador Carlo Ginzburg, hijo de Natalia, quien en un libro de 1998 llegó a comparar el juicio contra Sofri, de quien reconocía ser amigo, con los procesos por brujería de la Inquisición, que él bien conoce (Ginzburg 2020). En otro libro sobre el caso Sofri, el destacado periodista Aldo Cazzullo pone en duda la afirmación de Marino de que fue aquel quien le dio la orden da asesinar al comisario Calabresi, pero recuerda la dura campaña de Lucha Continua contra el comisario y el artículo en que definió su asesinato como un acto en el que los explotados reconocían su voluntad de justicia (Cazzullo 2004: 36-39 y 92-96). En realidad, no hay duda de que Calabresi fue asesinado por dos militantes de Lucha Continua, ni de que esta organización había creado un ambiente favorable a su asesinato, pero no es fácil pronunciarse sobre la culpabilidad directa de Sofri. Este último ha escrito a su vez un libro sobre la muerte de Pinelli, en el que llega a la conclusión de que no sabe cómo murió (Sofri 2009: 227). Mario Calabresi tampoco se pronuncia en el suyo sobre la culpabilidad de Sofri.
Los fascistas del barrio
Giampaolo Mattei con Giommaria Monti: La notte brucia ancora
Primavalle era uno de los barrios más pobres de la periferia de Roma, un bastión del Partido Comunista Italiano, en el que proliferaban también los grupos de extrema izquierda, pero en el que había una sección del Movimiento Social Italiano, el partido de los nostálgicos del fascismo. El secretario de la sección, Mario Mattei, dormía junto a su mujer y sus seis hijos en su apartamento de cuarenta metros cuadrados en el tercer piso de una casa modesta, cuando en la madrugada del 16 de abril de 1973 alguien prendió gasolina en su puerta. El incendio alcanzó pronto grandes proporciones y dos de los hijos, Virgilio de veintidós años y Stefano de diez, no lograron escapar. Salieron a la ventana y, ante la mirada horrorizada de los vecinos que habían salido de sus casas, fueron devorados por las llamas. Existe una angustiosa fotografía del cadáver carbonizado de Virgilio todavía apoyado en el alfeizar, que la familia siempre ha ocultado a la madre, recortándola de los periódicos o tapando el televisor. Lo cuenta su hijo Giampaolo, que entonces tenía cuatro años, en un libro escrito con el periodista Giommaria Monti en el que el análisis de los acontecimientos prima sobre los recuerdos personales y familiares, sin que ello reste dramatismo a la historia (Mattei 2008: 13-19 y 31-38).
Pronto surgió una pista que apuntaba hacia tres miembros de Poder Obrero, una organización de extrema izquierda. Uno de ellos, Achille Lollo, de veintiún años, fue pronto arrestado, pero los otros dos, Manlio Grillo, de treintaitrés, y Marino Clavio, de veintiséis, huyeron al extranjero con ayuda de su organización. Se produjo entonces una amplia movilización en su favor: puesto que eran de izquierdas no podían ser culpables de ese crimen, que cabía imputar a un enfrentamiento entre facciones neofascistas rivales. Al día siguiente de los hechos, Lucha Continua ya había escrito que los fascistas eran capaces de matar a sus propios hijos. La actriz Franca Rame, esposa de Dario Fo, escribió a Lollo ofreciéndole el apoyo de Socorro Rojo y mostrando su disgusto ante quienes para acusarle mentían sin mostrar respeto hacia sus propios muertos; Riccardo Lombardi, una de las grandes figuras históricas del Partido Socialista Italiano, escribió al “compañero Lollo” para expresarle su solidaridad; el senador comunista Umberto Terracini, uno de los padres de la Constitución, calificó de mentiras y calumnias las acusaciones contra ellos, y el novelista Alberto Moravia pidió a Suecia que no extraditara a Grillo y Clavio (Mattei 2008: 19-20, 40, 56, 71-72).
En el juicio de primer grado, que estuvo acompañado por violentos choques entre manifestantes de signo opuesto, en uno de los cuales murió el joven neofascista griego Mikis Mantakas, los tres acusados fueron absueltos por falta de pruebas. Lollo, que había cumplido dos años de prisión provisional, huyó también al extranjero y ninguno de ellos regresó nunca a Italia. El tribunal de apelación los condenó en ausencia en 1986, trece años después del crimen, pero, a pesar de que habían prendido fuego a una casa en que dormía toda una familia, estimó que no habían tenido intención de matar (Mattei 2008: 66-75 y 87-91). Siguieron años de hostilidad hacia la familia. Se decía que el incendio lo ocasionó el estallido de una bomba que preparaba el padre ¡rodeado de toda su familia en un piso minúsculo! Y al mismo tiempo pintadas en las calles animaban a nuevas matanzas semejantes. Su nueva casa estaba vigilada por la policía y en cierta ocasión los vecinos recogieron firmas para que se fueran, porque su presencia los ponía en peligro a todos. En tanto, Lollo rehízo su vida en Brasil y Grillo en Nicaragua, mientras que a Clavio se le perdió la pista. Una vez que sus delitos hubieron prescrito, Lollo hizo en 2005 unas declaraciones al Corriere della Sera en las que reconoció que había subido aquella noche con Clavio hasta el piso de los Mattei con material inflamable, pero negó que el incendio lo hubieran causado ellos. Fue luego entrevistado a distancia en un conocido programa televisivo, en el que llegó a afirmar que los Mattei habían simulado el atentado para culpar a la izquierda. En cambio, varios dirigentes de Poder Obrero, incluido Valerio Morucci que luego se incorporó a las Brigadas Rojas, han reconocido tardíamente que muy pronto habían sabido que los tres acusados era culpables (Mattei 2008: 41-45 y 81-123).
Uno de esos ex dirigentes, Lanfranco Pace, narró al periodista Aldo Grandi que el mismo día del crimen miembros de Poder Obrero del barrio de Primavalle le informaron de que algunos compañeros, despechados por no haber sido admitidos en la estructura clandestina armada de la organización, que dirigía Morucci, habían decidido realizar por sí mismos una acción clamorosa, pero que los dirigentes, aun siendo conscientes de que eran culpables, aprobaron la campaña en favor de su inocencia, en la que muchos militantes de base creían sinceramente. Sin embargo, según Pace, lo ocurrido contribuyó a que mes y medio después se acordara la disolución de Poder Obrero (Grandi 2013: “Lanfranco Pace”).
El sufrimiento de la familia Mattei recibió finalmente el debido reconocimiento en 2006. Por un lado, el periodista Luca Telese incluyó su historia en el libro que en 2006 dedicó a unas víctimas hasta entonces olvidadas, salvo en su propio círculo: las víctimas neofascistas (Telese 2015: 63-119). Por otro, el alcalde de Roma Walter Veltroni, un hombre de izquierda, entró en contacto con Giampaolo y en ocasión del 75 cumpleaños de su madre se presentó en su casa con un ramo de flores. Más adelante Veltroni reunió en un mismo acto a Giampaolo Mattei y a Rina Verbano, cuyo hijo había sido asesinado por neofascistas, como símbolo de una Italia unida que respetaba las diferencias y rechazaba el odio y la violencia (Mattei 2008: 153-162).
El fiscal y el brigadista
Mario Sossi y Luciano Garibaldi: Il giudice: Nella prigione delle BR.
El 18 de abril de 1974, el fiscal de Génova Mario Sossi fue secuestrado a la puerta de su casa por las Brigadas Rojas. Permaneció treintaicinco días cautivo sin salir nunca de un pequeño cubículo, sin más contacto humano que el que mantuvo con dos terroristas enmascarados que le interrogaron en una parodia de proceso. Evocó esa experiencia en las entrevistas que casi cinco años después mantuvo con el periodista Luciano Garibaldi, quien también entrevistó a su mujer Grazia y dio forma literaria a las experiencias de ambos durante aquellas terribles semanas en un libro publicado en 1979. Se trata de un testimonio extraordinario, que se puede completar con el del hombre que dirigió su interrogatorio, el dirigente de las Brigadas Rojas Alberto Franceschini, quien en 1988 publicó con dos periodistas un relato de sus experiencias.
Mario Sossi era un magistrado conservador, neofascista en su primera juventud, partidario de una firmeza frente a la subversión de la que en su opinión carecía el gobierno. Fue fiscal en el juicio por el primer asesinato cometido por extremistas de izquierda en la Italia de aquellos años, el de Alessandro Floris, un empleado muerto en 1971 al oponerse a un atraco en su empresa efectuado por dos miembros del grupo armado genovés conocido como “22 de octubre”. Sossi solicitó cadena perpetua para los asesinos y sufrió por ello una campaña de descrédito y amenazas, con lemas como “Sossi, fascista, eres el primero de la lista” pintados en los muros y coreados en las manifestaciones (Serafino 1988: 15-60).
En los primeros días de encierro le resultó opresivo el aislamiento acústico, ningún sonido le llegaba del exterior y cuando los secuestradores entraban no le dirigían la palabra. Observar a las hormigas que entraban en su cubículo le resultaba un alivio, como lo fueron los libros que más adelante le permitieron leer. Luego llegó el primer paso hacia una limitada colaboración basada en la coincidencia de intereses, cuando el secuestrador al que Sossi optó por denominar el Licenciado, en realidad Franceschini, le dijo que miles de hombres estaban batiendo la zona y que si les descubrían morirían ellos y él. Se ofreció entonces a escribir un mensaje pidiendo que cesaran las batidas, como efectivamente ocurrió. A partir de entonces se inició una comunicación verbal con sus dos secuestradores que fue importantísima para él, lo mismo que el hecho de que le dieran papel para escribir, pero el temor a que lo mataran reapareció de nuevo, hundiéndole en la depresión (Sossi 2013: II- IV). De hecho, Franceschini ha escrito que aquel fue el primer caso en que estaban dispuestos a matar al secuestrado si el Estado no accedía a sus reivindicaciones (Franceschini 1991: 85). Su pretensión era que fueran liberados los ocho condenados de la banda “22 de octubre” y Sossi estaba seguro de que ello era imposible, porque la condena había sido ya confirmada por el tribunal de apelación. Se sentía abandonado por un Estado que nunca había mostrado firmeza frente a la subversión y sólo encontraba consuelo en su fe religiosa. Escribió un mensaje en el que sostenía la obligación jurídica y moral que el Estado tenía de salvarle, se sobreentendía que aceptando las demandas de sus secuestradores y sugirió a estos que dirigieran sus demandas no al gobierno sino a la magistratura. En realidad, la mayoría de los juristas eran favorables a ceder para lograr su liberación y la Democracia Cristiana se mostraba dividida, mientras que los sindicatos se movilizaron en contra de las Brigadas Rojas con una huelga de una hora en Génova a favor del secuestrado (Sossi 2013: VII- IX).
Tanto Sossi como sus secuestradores recibieron con enorme satisfacción la noticia de que el tribunal de apelación de Génova había decidido otorgar la libertad provisional a los condenados. Entre tanto, Sossi había establecido un contacto humano, incluida una larga conversación con el segundo secuestrador sobre gastronomía, que le hacía esperar que no fueran capaces de asesinarle. Sin embargo, el fiscal jefe de Génova Francesco Coco, impugnó la anunciada libertad provisional y las Brigadas Rojas respondieron con un ultimátum: si en 48 horas no eran puestos en libertad, ajusticiarían a Sossi. Franceschini le dijo que, si llegaba el caso, sería él quien le matara, para demostrarse a sí mismo que era capaz de cumplir su deber revolucionario a pesar de sus sentimientos personales. Sossi se resistía a creerles capaces de ello (Sossi 2013: X-XI).
Las Brigadas Rojas habían encontrado una vía para que los condenados del “22 de octubre” salieran del país: la embajada de Cuba en el Vaticano había aceptado darles asilo y hacerles partir. Sin embargo, los cubanos cambiaron luego de opinión, según Franceschini por una gestión del Partido Comunista Italiano, convencido de que ello habría representado un golpe para la democracia italiana. Por otra parte, la Corte de Casación suspendió su liberación. A pesar de ello, las Brigadas Rojas liberaron a Sossi. Franceschini ha explicado que los hicieron por motivos políticos, porque el secuestro había sido un éxito al haberles permitido revelar sucios secretos de Estado de los que Sossi les había informado, pero también porque, aunque no quisieran reconocerlo, ninguno de los tres secuestradores se sentía capaz de matarlo (Franceschini 1991: 85-101). Dos años después, las Brigadas Rojas asesinaron al fiscal Coco (Serafino 1988: 76-79).
La hija del neofascista
Silvia Giralucci: L’inferno sono gli altri: Cercando mio padre, vittima delle Br, nella memoria divisa degli anni Settanta.
Hasta entonces ninguna acción de las Brigadas Rojas había tenido resultados letales, pero el 17 de junio de 1973, pocas semanas después de la liberación de Sossi, cometieron los primeros asesinatos, durante el asalto a una sede del Movimiento Social Italiano en Padua. En ella se hallaban Graziano Giralucci, agente de comercio, y Giuseppe Mazzola, carabinero jubilado. Ambos intentaron oponerse al asalto, resultaron heridos en la refriega y fueron rematados por los pistoleros. Aunque la intención inicial de los asaltantes no era homicida, las Brigadas Rojas reivindicaron al día siguiente el doble asesinato, pero buena parte de la opinión pública se negó a creerlo, pues se partía de la convicción de que sólo los fascistas practicaban el terrorismo. Se especuló con un enfrentamiento interno y dos periodistas lanzaron incluso la hipótesis de que Giralucci era un agente del servicio de inteligencia militar que había sido asesinado porque sabía demasiado. El crimen sólo se esclareció años después y fue sólo en 1991 cuando fueron condenados por el mismo siete brigadistas, incluidos quienes por entonces dirigían la organización (Telese 2015: 153-184).
La periodista Silvia Giralucci, que no había cumplido los dos años cuando su padre fue asesinado, ha publicado un libro en el que evoca su experiencia de hija de un neofascista asesinado y realiza un esfuerzo para comprender la violencia, de alta y de baja intensidad, que el movimiento Autonomía Obrera promovió en Padua durante su niñez, en la segunda mitad de los años setenta. Recuerda que comprendió muy pronto que no debía hacer preguntas en su familia que pudieran tener la más mínima conexión la muerte de su padre, sobre la cual las autoridades municipales mantuvieron también un largo silencio: tuvieron que transcurrir treinta años para que se celebrara la primera ceremonia conmemorativa. Durante mucho tiempo, ella misma rehuyó por completo la política. Sin embargo, no tardó en tratar de saber acerca de la tragedia que había marcado a su familia y comenzó por leer los recortes de periódicos que su madre tenía en una caja, un archivo que ella creía oculto a las miradas de su hija, pero en el que esta buscaba a su padre. Cuando comenzó el proceso, Silvia quiso asistir, renunciando a un deseado viaje de fin de curso a Barcelona, y presenció a la consoladora alucinación de su madre, quien cuando el presidente leía la sentencia creyó ver a su difunto marido que le sonreía porque ya podía descansar en paz.
Silvia, que se declara laica, ha insistido en que ni se le ocurre la posibilidad de perdonar a los asesinos de su padre. Varias veces se ha tenido que enfrentar, como otras víctimas, a la facilidad con que en Italia muchos se mostraban dispuestos a olvidar el pasado de los terroristas. En 1991 el presidente de la República Francesco Cossiga propuso el indulto de Renato Curcio que, como dirigente de Brigadas Rojas en el momento del asesinato de Giralucci y Mazzola, había sido imputado por su responsabilidad en el mismo. Silvia, entonces veinteañera, escribió a Cossiga para mostrar su desacuerdo, pero el presidente ni siquiera le respondió. Más tarde, en 2007, Susanna Ronconi, que había formado parte del comando que mató a su padre y había participado luego en otros crímenes, fue nombrada por el gobierno de Romano Prodi miembro del consejo asesor sobre toxico-dependencia. Silvia se preguntaba si el cumplimiento de la pena debía implicar también que se borrara la responsabilidad y el ex-terrorista pudiera recomenzar su vida como si nada hubiera ocurrido. ¿Podía recomenzarla ella misma, como si su padre no hubiera sido asesinado? Ella no lo idealiza, ha sabido que había participado en agresiones callejeras, pero considera que no tiene derecho a juzgarlo conforme a los parámetros que guían la vida de ella. En todo caso, no merecía morir.
El recuerdo de un estadista Agnese Moro: Un uomo così: Ricordando mio padre.
El 16 de marzo de 1978, miembros de las Brigadas Rojas atacaron en una calle de Roma a la comitiva de Aldo Moro, mataron a sus cinco escoltas y secuestraron al estadista, que fue asesinado cincuenta y cinco días después. Presidente entonces de la Democracia Cristiana, diputado ininterrumpidamente desde 1946 y varias veces jefe de Gobierno, Moro era una de las grandes figuras de la política italiana (Formigoni 2016). Impulsor del acuerdo de la Democracia Cristiana con el Partido Socialista que hizo posibles los gobiernos de centroizquierda de los años setenta, en sus últimos años había defendido una actitud más abierta hacia el Partido Comunista, lo cual contribuyó a que el gobierno que Giulio Andreotti presentó ante el parlamento el mismo día en que Moro fue secuestrado tuviera, por primera vez en treinta años, el voto favorable de los comunistas. Ese hecho ha contribuido a dar sustento a la teoría de que las Brigadas Rojas habrían sido utilizadas para evitar que el Partido Comunista pudiera acceder al área gubernamental (Flamigni 1988). Resultó también polémica la actitud del gobierno Andreotti, que se mantuvo en una línea de firmeza, contraria a pagar un precio político a las Brigadas Rojas, una actitud que fue plenamente compartida por los comunistas, y también generó polémica la incapacidad de las fuerzas de seguridad para localizar al secuestrado. No obstante, el esclarecimiento judicial del crimen fue bastante rápido y no aparecieron pruebas que apuntaran a responsabilidad alguna que no fuera la de las Brigadas Rojas. Vladimiro Satta, antiguo archivero de la comisión parlamentaria de investigación sobre el terrorismo, ha desmontado los supuestos indicios en que se apoyan las interpretaciones conspirativas, en dos libros y en el extenso capítulo que dedica al caso en su historia del terrorismo italiano, (Satta 2016: 503-611).
La sociedad italiana quedó impresionada por la duración del secuestro, por las cartas del propio Moro que las Brigadas Rojas dieron a conocer y por el trágico hallazgo de su cuerpo en el maletero de un coche, aparcado en una calle simbólicamente situada entre la sede del Partido Comunista y la de la Democracia Cristiana. Prueba de que Moro permanece en el recuerdo de los italianos es que, entre 1986 y 2018 su caso ha sido abordado por cinco largometrajes para la gran pantalla y dos docu-ficciones para televisión, además de otra película que escenificó su muerte dos años antes de que se produjera. El interrogatorio de Moro por sus secuestradores, sobre el que no tenemos testimonios directos, ha sido recreado con gran intensidad dramática en varias de estas películas (Avilés 2019).
Agnese Moro, especialista en psicología social, tenía veintiséis años cuando su padre fue asesinado y ha evocado su figura en un breve libro, cuya primera edición se publicó en 2003. En él combina algunos recuerdos de su vida con él, a veces fugaces instantáneas, con reflexiones sobre el significado de su trayectoria y su legado. Muestra amargura por la actitud del gobierno de entonces, que lo abandonó a su suerte, pero no profundiza en el tema. Lamenta que el mensaje que Pablo VI dirigió a sus secuestradores, que considera por otra parte magnífico, pidiera la liberación de Moro “sin condiciones”, con lo que indirectamente hacía suya la negativa del gobierno a negociar. Se hace también eco de las palabras del senador Giovanni Pellegrino, que fue presidente de la comisión parlamentaria de investigación sobre el terrorismo, según el cual hubo una “contigüidad” entre terroristas y sectores significativos de la clase dirigente de entonces: no entiende a que se refiere, pero le resulta inquietante y cree que el tema debe ser esclarecido. Salvo esa alusión, no entra sin embargo en el tema de las teorías conspirativas. Retomando el citado mensaje de Pablo VI, que se dirigió a los “hombres de las Brigadas Rojas”, Agnese Moro llama a afrontar el pasado desde la común condición humana de todos, incluidas las víctimas y los terroristas. Estos últimos eran hombres y mujeres que habían hecho el mal, un mal terrible, pero no por eso dejaban de ser personas. No llama al perdón, pues esa es una decisión completamente personal, sino a afrontar la realidad de lo ocurrido, como ella cree haber hecho en su encuentro con el brigadista Alberto Franceschini, en el que ambos se dieron un abrazo que ella entendió como una apelación a que los horrores del pasado no se repitieran (Moro 2013).
Aldo Moro amaba los libros, Agnese cuenta que en sus últimos años compraba muchos, de derecho, filosofía, historia, literatura y arte, y los colocaba cuidadosamente en las estanterías, pensando que podría leerlos durante una jubilación que nunca tuvo. A veces se los compraba Oreste Leonardi, que no sólo era el jefe de su escolta sino un amigo y que murió durante su secuestro. Fue Leonardi quien hizo la fotografía que aparece en la cubierta del libro, en la que durante un viaje en avión Agnese duerme apoyada en la cabeza de su padre, cuya atenta mirada revela que está leyendo un texto que no vemos (Moro 2013).
La hija del comunista
Sabina Rossa, Guido Rossa, mio padre.
Guido Rossa, obrero de la fábrica Italsider de Génova, sindicalista y miembro del Partido Comunista Italiano, fue asesinado por las Brigadas Rojas el 24 de enero de 1979. Su “culpa” era haber firmado, el 25 de febrero del año anterior, una denuncia contra un trabajador de su empresa que repartía octavillas de la organización terrorista. El resultado fue la mayor movilización de rechazo contra Brigadas Rojas que jamás se haya dado en Italia. El autor del disparo mortal, Riccardo Dura, murió junto a otros tres brigadistas poco más de un año después, cuando los Carabineros del núcleo antiterrorista irrumpieron un piso franco (Feliziani 2004: 25-91). Vincenzo Guagliardo, el brigadista que previamente le había disparado a las piernas sin intención de matar, fue condenado a cadena perpetua.
La hija de Guido, Sabina, que tenía entonces diecisiete años, publicó en 2006 con el periodista Giovanni Fassanella un libro surgido de su convicción de que su asesinato no había sido plenamente esclarecido. Guido, un destacado alpinista que sólo dejó en segundo plano su amor a la montaña para dar primacía al compromiso sindical y político, había sido un padre cercano, siempre dispuesto a jugar con ella y con los otros niños del vecindario. En el verano de 1978, el último para él, padre e hija hicieron un largo viaje en coche por el norte de Italia. Tras su muerte quedó aturdida y durante el impresionante homenaje fúnebre, al que acudieron 250.000 personas, apenas escuchó a los oradores. Entre los centenares de cartas y telegramas que la familia recibió en aquellos días, recuerda sobre todo la del histórico dirigente comunista Giovanni Amendola, quien también había perdido a su padre a los dieciocho años, asesinado por los fascistas. Luego, durante años, no quiso saber nada, no quería oír noticias referentes a los asesinos, hacia los que sentía un odio profundo. Le sirvió de mucho la dedicación a un deporte exigente: si su padre había sido alpinista, ella optó por el paracaidismo (Rossa 2013: caps. 3, 4 y 5). Años después decidió saber e inició una profunda investigación, que le llevó a examinar la amplia documentación del proceso y a entrevistarse con todas las personas que podían arrojar algo de luz: el forense que realizó la autopsia, magistrados y carabineros, compañeros de la fábrica, antiguos brigadistas, dirigentes comunistas. Empezó por visitar a Guagliardo, quien reconoció sentirse culpable frente a ella y le contó que él le había disparado a las piernas, como se había acordado, pero luego Dura hizo el disparo mortal. Por qué lo había hecho se convirtió en la gran pregunta para la que Sabina quería hallar respuesta (Rossa 2013: caps. 1-2). Algunas entrevistas le llevaron a sospechar que su padre había descubierto o estaba cerca de descubrir algo mucho más grave que la identidad de un repartidor de panfletos y que había sido asesinado y no meramente herido por habérselo ordenado a Dura el dirigente brigadista Mario Moretti, quien pertenecería a una estructura oculta con turbios vínculos con el Estado. Sobre Moretti había expresado públicamente sus dudas Alberto Franceschini, uno de los primeros dirigentes de las Brigadas Rojas, con quien ella se entrevistó, pero no parece que exista fundamento para esta teoría. La actuación de Dura quizá pueda explicarse por un impulso personal, aunque a ella le resultara difícil aceptarlo. Otro brigadista le refirió que en un atentado en el que él mismo había participado, Dura se acercó para disparar también él a la víctima cuando los demás la habían ya acribillado (Rossa 2013: caps. 9-12).
El atentado contra Rossa fue una advertencia al PCI, que a partir de 1977 se había tomado en serio la amenaza que suponían las Brigadas Rojas y había decidido combatir su presencia en las fábricas. Carlo Castellano, alto ejecutivo de la empresa Ansaldo y miembro oculto del PCI, a quien las Brigadas Rojas dispararon a las piernas en noviembre de 1977, explicó a Sabina que por entonces en el partido subsistía un sector que creía que el compromiso histórico con la Democracia Cristiana que preconizaba el secretario general Enrico Berlinguer representaba una traición respecto a los ideales revolucionarios de la Resistencia y veía con simpatía la reanudación de la lucha revolucionaria por las Brigadas Rojas, un sector con el que la dirección del partido hasta entonces no había querido enfrentarse. Cuando finalmente decidió hacerlo, Guido Rossa se comprometió en ello y luego su muerte lo cambió todo, porque desacreditó definitivamente a las Brigadas Rojas. Lovrano Bisso, que por entonces era secretario de la federación provincial del PCI le reveló a Sabina algo más: su padre había formado parte del aparato de inteligencia del partido y se había ocupado de investigar tanto las tendencias golpistas de la ultraderecha como la infiltración brigadista en las fábricas. Para ella fue un golpe saberlo, pues nadie en la familia lo había sospechado, y le planteó a Bisso si había valido la pena que su padre se hubiera arriesgado de esa manera. El viejo dirigente comunista le respondió que gracias a héroes como Guido Rossa Italia había derrotado tanto a la derecha golpista como a las Brigadas Rojas (Rossa 2013: caps. 11-15).
Tras el asesinato de Rossa, la columna genovesa de las Brigadas Rojas no tardó en ser desmantelada. Tras un meticuloso trabajo de investigación en los ambientes de extrema izquierda, la detención de dos brigadistas en septiembre de 1980 permitió un avance decisivo. Al cabo de una semana, uno de los detenidos comenzó a confesar y a raíz de ello se multiplicaron los arrestos y muchos siguieron su ejemplo. Fueron detenidos 63 brigadistas, de los cuales 48 se prestaron a colaborar con la justicia. Según el testimonio de un policía, la decisión de colaborar representó para muchos una liberación respecto a la deriva sangrienta en la que se habían embarcado (Alfonso y Razzi 2019).
Sabina Rossa fue elegida senadora en 2006, en las listas de la coalición de centroizquierda L’Ulivo y diputada en 2008 en las del Partido Democrático, surgido del viejo Partido Comunista Italiano tras el abandono de la tradición marxista-leninista. Solicitó la libertad condicional para Guagliardo, que se negaba a repudiar su pasado, pero un tribunal la rechazó en 2009 (Bianconi 2011: cap. 5).
La víctima que sobrevivió
Sergio Lenci, Colpo alla nuca: memorie di una vittima del terrorismo.
El 2 de mayo de 1980, cuatro miembros del grupo terrorista Primera Línea penetraron en el apartamento del arquitecto Sergio Lenci, profesor de la Universidad La Sapienza de Roma, y le dispararon un tiro en la nuca. Sobrevivió, pero el proyectil le quedó incrustado en la cabeza y desde entonces sufrió terribles dolores de cabeza, un cansancio permanente e insomnio. Lenci había realizado los proyectos de numerosos edificios públicos, entre ellos varias cárceles diseñadas para hacer menos opresiva la vida de los reclusos, y había participado en una investigación patrocinada por la ONU sobre arquitectura carcelaria. Quizá ello contribuyó a que los terroristas lo eligieran, pero nunca llegó a saberlo. Miembro del Partido Socialista, se había opuesto a las presiones del movimiento estudiantil del Sesentaiocho, pero no podía entender por qué le habían llegado a considerar como un enemigo a eliminar. Tampoco quedó ello claro en el proceso en el que los cuatro integrantes del grupo que le atacó fueron condenados. En 1988 publicó un libro en el que narró sus experiencias y sus infructuosos intentos de hallar una explicación de lo ocurrido. Es el único libro escrito por un italiano que sobrevivió a un ataque terrorista (Lenci 2009). En 1984 el sacerdote jesuita Adolfo Bachelet se puso en contacto con Lenci. Era hermano de Vittorio Bachelet, un jurista y profesor de La Sapienza asesinado por las Brigadas Rojas, y se dedicaba a proporcionar ayuda espiritual y psicológica a los terroristas encarcelados que se lo solicitaban. Le propuso a Lenci mantener un intercambio epistolar con algunos de ellos e incluso visitarlos y él aceptó. Se dio cuenta que no le pedían nada concreto, tan sólo pretendían calmar su remordimiento, mientras que él mismo pretendía entender por qué habían escogido la vía del terrorismo. Uno de ellos le dijo que había sido un medio para superar su soledad y su sentido de inferioridad y por un tiempo se había sentido satisfecho, pero luego la vida clandestina, la arrogancia de sus jefes y la sumisión a sus órdenes se la habían hecho difíciles de soportar, por lo que su detención le supuso una liberación psicológica que compensaba el dolor por la pérdida de la libertad. Pero el contacto que más le impactó fue el que mantuvo con Giulia Borelli, miembro del grupo que lo había atacado. La visitó por primera vez en 1986, casi seis años después del atentado, y ella le expresó su remordimiento por las víctimas causadas. En parte por sus contactos con el padre Bachelet y otros religiosos y en parte por la evolución común de muchos ex-terroristas Borelli había cambiado. Por otra parte, demostraba no saber casi nada sobre el hombre al que habían tratado de asesinar y tampoco explicó ni por qué le habían escogido como víctima ni quien había dado la orden de matarlo, una cerrazón que Lenci también encontró en otros miembros del grupo que lo atacó, incluido quien apretó el gatillo. Su conclusión es que aquellos terroristas no tenían una estrategia bien elaborada, sino que para ellos lo único importante era actuar (Lenci 2009: 119-140).
El asesinato de un periodista
Benedetta Tobagi, Come mi batte forte il tuo cuore: storia di mio padre.
Benedetta Tobagi tenía tres años cuando el 28 de mayo de 1980 su padre fue asesinado a la puerta de su casa y tenía seis cuando sus asesinos fueron puestos en libertad. Los otros niños de la guardería no podían creerla cuando les decía que a su papá le habían matado con una pistola, para ellos eso sólo pasaba en las películas. Ella, en cambio, lo había visto cuando yacía muerto en el suelo y había implorado a su madre que llamaran a un médico para que lo curara. No podía entender nada: los buenos morían, los malos salían de la cárcel, los adultos estaban siempre tristes. Su desconfianza hacia el mundo se mantuvo en la adolescencia: cuando a los catorce años leyó el Canto nocturno de un pastor errante de Asia, el bellísimo poema en que Leopardi expresó su pesimismo cósmico, quedó abatida. Su madre, Stella, buscaba consuelo en una profunda fe católica y de niña Benedetta trataba de cumplir con lo que su familia esperaba de ella, inventándose por ejemplo que en sueños veía a su papá en el cielo. Para Stella su marido se convirtió en una figura religiosa, como el justo sufriente de Isaías, pero a Benedetta le dio pronto a la sensación de que el cielo era sordo a sus oraciones, quizá porque estaba vacío. De la Biblia le impresionaban sobre todo los grandes textos pesimistas, el libro de Job y el Eclesiastés (Tobagi 2009: 9-10, 26-33, 226-229).
En la casa familiar, el despacho de Walter se conservó intacto y fue allí donde su hija comenzó a conocerlo, a través de sus libros y de sus archivadores (Tobagi 2009:). La obra que Benedetta dedicó a su padre, para cuyo emotivo título recurrió a un verso de la poeta polaca Wislava Szymborska, recorre toda su biografía, desde sus primeros años en un pequeño lugar de Umbría, de donde sus progenitores emigraron a Milán, hasta su fulgurante carrera que lo convirtió en una de las grandes firmas del prestigioso Corriere della Sera. Era un riguroso profesional, de convicciones católicas y orientación socialista, que llegó a ser presidente de la asociación de periodistas de Lombardía y escribió mucho sobre la violencia política que en esos años asolaba Italia. Esto último era peligroso y él lo sabía, sobre todo cuando no se evitaban los temas incómodos, como la presencia de terroristas en las fábricas o la ambigüedad hacia el terrorismo de la izquierda extraparlamentaria (Tobagi 2009: 35-52 y 141-154).
En el asesinato de Tobagi participaron seis integrantes de una de las muchas pequeñas bandas armadas, a menudo efímeras, que proliferaban en Milán en aquellos años. Uno de los dos terroristas que efectuaron los disparos fue el líder de la banda, Marco Barbone, de veintiún años, hijo de un intelectual de izquierdas próspero y prestigioso. Otro miembro del comando asesino, Paolo Morandini, de veinte años, que había conocido a Barbone en el instituto, pertenecía también a una familia intelectual de izquierdas: su padre era un destacado crítico cinematográfico.
Fabrizio Calvi, un periodista francés que en aquellos fue corresponsal en Italia de Libération, ha publicado un relato, bien documentado y levemente novelado, de la trayectoria de Barbone, quien tenía dieciséis años cuando en abril de 1975 participó, armado de una barra de hierro, en la devastación de una sede del partido socialdemócrata. Menos de un año después entró en contacto con la revista Rosso, cuyo principal ideólogo era el profesor Toni Negri y que representaba la fachada legal de una organización violenta. Fue Barbone el encargado de distribuir armas de fuego entre los miembros de Rosso que actuaron durante la gran manifestación que se celebró en Milán el 25 de marzo de 1976. Poco después participó en su primer ataque con explosivos, dirigido contra una empresa concesionaria de Volkswagen. El 14 de mayo de 1977, el año en que alcanzó su ápice en Italia la violencia callejera, Barbone formaba parte del grupo armado que en el curso de una manifestación disparó contra la policía matando al agente Antonio Custra. Dos años después, al frente de una pequeña banda que optó por reivindicar sus atentados como Guerrilla Roja, inició una campaña de ataques contra la prensa. En abril de 1979 destruyeron un furgón de reparto del diario comunista L’Unità, y en mayo de 1980 hirieron al periodista de La Repubblica Guido Passalacqua, que había sido miembro de la organización de izquierda radical Lucha Continua. Este atentado lo reivindicaron como Brigada 28 de marzo, el mismo nombre que utilizaron cuando asesinaron a Walter Tobagi (Calvi 1982).
Los Carabineros de Milán, que comprobaron que esta última reivindicación se había hecho mediante cartas enviadas a los periódicos, al igual que los anteriores atentados contra la prensa reivindicados por Guerrilla Roja, y que la escritura que aparecía en algunos de los sobres coincidía con la de un documento manuscrito incautado dos años antes (Biacchesi 2005: 121-123). Era la letra de Barbone, quien una semana después confesó todo, implicando a una treintena de personas con las que a lo largo de los años había colaborado en acciones delictivas, incluidos quienes participaron en el asesinato de Tobagi (Calvi 1982).
Benedetta Tobagi vivió de niña el proceso, que generó una gran polémica. Cuando en noviembre de 1983 el tribunal condenó a Barbone a tan sólo ocho años y debido a su colaboración con la justicia le otorgó inmediatamente la libertad provisional, su abuelo paterno Ulderico, convencido de que el asesino no se había arrepentido, sino que había delatado a sus cómplices para obtener una reducción de pena, quedó profundamente herido. Como observa Benedetta, la perversidad de la nueva ley sobre colaboradores de la justicia consistía en que se beneficiaron de ella los autores de delitos gravísimos, mientras que los simples miembros de bandas terroristas, que poca información podían dar, recibían las penas más severas (Tobagi 2009: 234-245). Paolo Morandini, también de buena familia, optó asímismo por colaborar desde el principio con la justicia y obtuvo los mismos beneficios que Barbone. Mario Marano, el otro autor material del asesinato, lo hizo después del juicio de primer grado y antes del de apelación, con lo que su condena fue a doce años, mientras que los tres restantes, que no quisieron colaborar, recibieron las penas más graves (Biacchesi 2005: 159-160).
Con Marano, Benedetta tuvo un encuentro involuntario cuando, en la presentación de un libro, un magistrado bienintencionado se lo presentó. Tras una breve conversación, en el que el exterrorista parecía buscar su comprensión, ella se alejó y tuvo que vomitar en una papelera. Su conclusión es nítida: ella tiene derecho a no perdonar. En la católica Italia el concepto del perdón lleva sin embargo a extremos difíciles de entender. El ex-terrorista Barbone se acercó a las posiciones del movimiento católico Comunión y Liberación, muy activo en temas como la lucha contra el aborto, y su matrimonio por la Iglesia fue fastuoso, con felicitación incluida del cardenal y arzobispo de Milán Carlo Maria Martini. Ulderico Tobagi sintió de nuevo una cruel herida (Tobagi 2009: 278-282).
El economista que quiso promover la concertación social
Luca Tarantelli, Il sogno che uccise mio padre
El 27 de marzo de 1985 fue asesinado en Roma Ezio Tarantelli, un prestigioso economista, estudioso de la política de rentas, de las relaciones laborales y del papel de los sindicatos, profesor universitario y asesor del Banco de Italia. Fue uno de los últimos crímenes de las Brigadas Rojas. Su hijo Luca, que entonces tenía trece años, trató durante mucho tiempo de no pensar en ello y casi olvidó el rostro de su padre. Fue sólo a partir del veinticinco aniversario de su muerte cuando sintió la necesidad de saber quién había sido su padre y qué papel había jugado en la Italia de los ochenta. Releyó sus escritos, entrevistó a muchas personas que le habían conocido y en 2013 publicó un libro que expone su trayectoria vital, su modo de ser y su pensamiento económico.
Ezio Tarantelli, procedente de una familia próspera que se empobreció cuando el banco familiar quebró tras la guerra mundial, fue un estudiante que destacó tanto como para ser contratado por el Banco de Italia nada más acabar la carrera e inmediatamente fue enviado a ampliar estudios en prestigiosas universidades de Inglaterra y los Estados Unidos. Prefirió sin embargo la enseñanza universitaria a una carrera más rentable en el mundo financiero. Hombre de izquierdas, aunque nunca fue comunista apoyó a menudo al Partido Comunista Italiano en el que veía un factor de renovación en el estancado sistema italiano. Fue sobre todo muy independiente de criterio, no callaba sus opiniones y era incluso algo ingenuo en política. Colaborador habitual en diversos periódicos, su nombre destacó a principios de los ochenta por su participación en el debate sobre la escala móvil, un mecanismo que ligaba los salarios a la tasa de inflación, generando así una espiral alcista que resultaba muy negativa para la competitividad internacional de la economía italiana. Su propuesta era que los propios sindicatos promovieran su reforma, frenando un crecimiento de los salarios nominales que no contribuía al bienestar real de los trabajadores, a cambio de otras concesiones. Apoyó luego la reforma de la escala móvil que el gobierno presidido por el socialista Bettino Craxi adoptó por decreto en 1985, que era menos beneficiosa para los trabajadores de la que él propugnaba y provocó un rechazo frontal de los comunistas. Por otra parte, para las Brigadas Rojas el apoyo de Tarantelli a la concertación social y a la incorporación de los sindicatos en la toma de decisiones respecto a la política de rentas era una “culpa” tanto o más grave que su papel indirecto en a la reforma de Craxi. Poco antes de asesinarlo habían herido en un atentado a Gino Giugni, profesor de derecho laboral y senador socialista, que había sido uno de los impulsores del Estatuto de los Trabajadores de 1970, muy favorable a los sindicatos (Tarantelli 2013).
Poco después del asesinato de Tarantelli, fue desarticulada la columna romana de las Brigadas Rojas, dirigida por Barbara Balzerani, quien había participado en el secuestro de Aldo Moro y en varios asesinatos y fue condenada a cadena perpetua. Obtuvo la libertad condicional en 2006 y la libertad plena en 2011, a pesar de no haber mostrado arrepentimiento alguno por sus pasados crímenes. Uno de los dos participantes en el asesinato nunca ha sido identificado, el otro ha sido también condenado. La viuda de Ezio, la estadounidense Carole Beebe Tarantelli, profesora de literatura inglesa y psicoanalista, entró en política tras la muerte de su marido, fue elegida diputada como independiente en las listas del Partido Comunista Italiano en 1987 y posteriormente ha sido miembro de la dirección del Partido Democrático. Su hijo Luca recuerda que, pocos meses después de muerte de Ezio, participó con el senador Giugni, víctima también de un atentado, en encuentros con brigadistas encarcelados que habían repudiado la lucha armada.
Conclusiones
Los nueve libros analizados presentan notables diferencias entre sí. Dos de ellos son de víctimas directas, que sobrevivieron a un secuestro (Sossi) o a un intento de asesinato (Lenci), mientras que los otros siete, publicados ya en nuestro siglo, han sido escritos por familiares, en su mayoría por hijas o hijos. El libro del fiscal Sossi tiene el gran interés de exponer en primera persona las vivencias de alguien que ha sufrido un largo secuestro y que, sin caer en el síndrome de Estocolmo, experimenta la aguda necesidad de contacto humano, aunque sea con los secuestradores, y es consciente de una cierta convergencia de intereses con ellos: él desea salvar su vida y ellos que el Estado ceda a sus pretensiones. El libro del arquitecto Lenci reproduce sus sensaciones durante el atentado, su lenta y dolorosa convalecencia, las traumáticas secuelas físicas y psicológicas, su decepción ente el limitado esclarecimiento de lo ocurrido por la justicia y su propia infructuosa búsqueda de una respuesta a la lacerante cuestión de por qué le han elegido como víctima.
Lenci escribió por sí mismo su libro, mientras que en el caso de Sossi quien lo redactó fue un periodista. Entre los familiares, Calabresi, Giralucci, Moro, Tobagi y Tarantelli escribieron en solitario los suyos, mientras que Mattei y Rossa tuvieron la ayuda de periodistas. Tanto Benedetta Tobagi como Luca Tarantelli ofrecen una biografía completa de sus padres, mientras que son Giampaolo Mattei y Sabina Rossa quienes con mayor detenimiento analizan los atentados que costaron la vida a sus familiares. La defensa de la memoria del comisario Luigi Calabresi, la más calumniada de las víctimas del terrorismo italiano, ocupa un lugar destacado en el libro de su hijo, mientras que resulta innecesaria en los demás casos. Algunos de los autores eran suficientemente mayores en el momento de la pérdida de sus padres como para haber tenido una relación adulta con ellos, como es el caso de Agnese Moro y Sabina Rossa, mientras que otros eran unos niños, pero los recuerdos personales acerca del padre perdido son importantes en casi todos los relatos. Tanto Sabina Rossa como Luca Tarantelli confiesan que durante muchos años prefirieron no recordar nada acerca de su traumática experiencia, pero llegó un momento en que desearon saber. Luca quiso saber qué papel había jugado su padre en la historia de aquellos años y Sabina quiso saber por qué habían matado al suyo y quién había ordenado su muerte.
La tristeza ante las repetidas muestras de cómo algunas autoridades y bastantes ciudadanos estaban dispuestos a olvidar los crímenes que habían destrozado a sus familias es un tema relevante en varios testimonios, entre ellos los de Benedetta Tobagi y Silvia Giralucci. En el caso de esta última, como en el de Giampaolo Mattei, se suma el hecho de que por ser sus padres neofascistas lo ocurrido sólo parecía afectar a la extrema derecha. Sólo tardíamente cobró fuerza la convicción de que todas las víctimas del terrorismo eran sencillamente víctimas, al margen de cuál fuera su color político, una nueva actitud de la que dio notable ejemplo el alcalde de Roma Walter Veltroni, procedente él mismo de las filas comunistas, al reconocer el sufrimiento de la familia Mattei.
Otro tema importante, que destaca sobre todo en los libros de Calabresi y Mattei, es la ceguera selectiva de destacados intelectuales y políticos de izquierdas, dispuestos a atacar sin pruebas al comisario Calabresi, pero incapaces de concebir que existiera también un terrorismo rojo. Quienes incendiaron la casa de los Mattei fueron presentados como víctimas inocentes de un montaje judicial, incluso por parte de los dirigentes de Poder Obrero que sabían la verdad, y recibieron el apoyo de escritores de la talla de un Moravia. Aunque la justicia acabó por condenarlo, no podemos estar tan seguros de que Adriano Sofri ordenara la muerte de Luigi Calabresi, una cuestión que su hijo no aborda en su libro, pero es difícil evitar la sensación de que para muchos intelectuales destacados Calabresi era culpable de la muerte de Pinelli porque era un comisario, mientras que Sofri no podía haber ordenado su muerte porque era un intelectual de izquierdas.
La actitud que tomar frente a los terroristas como personas es uno de los dilemas a los que en la gestión de su trauma se deben enfrentar las víctimas del terrorismo. Sergio Lenci, Agnese Moro y Sabina Rossa y también Carole, la viuda de Tarantelli, consideraron que les ayudaría los encuentros con algunos de ellos, en el caso de Lenci incluso con quien había tratado de matarlo. Ello no equivale al perdón, que como subraya Agnese Moro, sólo puede ser una decisión íntima. Silvia Giralucci confiesa que jamás se le ha ocurrido perdonar a los asesinos de su padre, mientras que Benedetta Tobagi afirma, con toda justicia, que tiene derecho a no perdonar. Por su parte Mario Calabresi, al saber que Francia iniciaba el proceso de extradición de Giorgio Pietrostefani, ha declarado que personalmente no le interesaba que un hombre enfermo de 78 años fuera a prisión, pero desearía que los antiguos terroristas confesaran sus culpas y declararan lo que saben (El País, 16-5-2021).
Los nueve autores presentados en este artículo difieren mucho en qué aspectos de su historia consideran necesario presentar al público lector. Todos ellos tienen, sin embargo, un mismo valor en un aspecto crucial: contribuyen a que la voz de las víctimas adquiera un papel relevante en la historia y la memoria del terrorismo. Tal y como ha lamentado Mario Calabresi, los estudios sobre estos temas dan un gran relieve a los propios terroristas, en cuya trayectoria individual se buscan pistas para la comprensión del fenómeno, con lo que a menudo los engrandecen involuntariamente. Sin embargo, la esencia del terrorismo consiste en causar dolor a algunos para amedrantar a muchos y si en el relato histórico se obvia ese dolor se está prescindiendo de un elemento esencial. Dado que los objetivos finales de los terroristas suelen ser inalcanzables (presionan mediante atentados porque esos objetivos no los pueden lograr ni mediante la acción política ni mediante una insurrección armada) el fruto real de su acción es la muerte y el dolor. Ni los neofascistas, culpables de horrendas matanzas no del todo esclarecidas, ni las diversas formaciones del terrorismo rojo se acercaron nunca al triunfo de sus proyectos políticos totalitarios, que nunca tuvieron el apoyo de la sociedad italiana. El dolor de sus víctimas ha sido, en cambio, bien real.
Juan Avilés Farré en dialnet.unirioja.es/
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