Antes de afrontar la tarea de comprender la antropología cristiana de Lewis, hay que tener en cuenta dos puntos de referencia fundamentales. En primer lugar debe observarse que el discurso de Lewis es el de un converso, que siempre conservó una viva experiencia del impacto que le supuso su vuelta a la fe cristiana. Esta es la razón por la cual, cuando habla de la situación existencial del hombre en general, lo hace frecuentemente desde la Óptica de esa experiencia particular. De forma constante en sus obras, no sólo en las directamente autobiográficas, está latente su itinerario personal hacia la fe.
Por lo dicho hasta ahora, podría parecer que Lewis se dirige únicamente a aquellos hombres que comparten su peculiar sensibilidad. No es así. En realidad nuestro autor quiere comunicar una verdad universal de la que debería decirse que, más que haber sido descubierta por él, le ha descubierto. Quiere acercar a los hombres a Cristo, facilitarles el camino hacia Él, y lo hace reflexionando sobre sus propias experiencias y sobre las convicciones a las que llegó, muchas veces «a pesar de sí mismo». Incluso llega a afirmar: «La clave para leer mis obras es la máxima de Donne: las herejías que el hombre abandona son las que más odia. Las cosas que afirmo con mayor vehemencia son aquellas a las que más me he resistido y más he tardado en aceptar» (SJ, 218) [1]. Es decir, lo que combate principalmente en sus escritos son sus antiguos errores: el materialismo y sus prejuicios contra el cristianismo.
En segundo lugar debe señalarse que Lewis se dirige especialmente a los no cristianos y a los cristianos vacilantes; es decir, a gentes que en su mayoría viven en una civilización cristiana y que incluso fueron bautizadas, pero que perdieron la fe por una deficiente formación religiosa, por algún escándalo o por el influjo de un ambiente sociocultural adverso, de forma que ahora se consideran no cristianas. Lewis entiende que en estas personas hay más ignorancia que un rechazo formal de Cristo. En una ocasión afirmaba, por ejemplo, que dichas personas piensan erróneamente que la religión es algo simple: «Esta gente presenta una versión del cristianismo apropiada para un niño de seis años y hace de eso el objeto de su ataque» (MChr, 43). Lo terrible de su situación es que ignoran su ignorancia, de forma que creen saberlo todo sobre la fe cristiana, cuando en realidad están llenos de prejuicios que falsean la imagen de Cristo.
A la vez que combate esos prejuicios, Lewis se preocupa de mostrar la doctrina cristiana como lo que es: la única que explica armónicamente el ser del hombre, la única que llena plenamente las aspiraciones del corazón humano y conduce al hombre hacia la felicidad, aunque no sea a través de un camino fácil y cómodo. Como consecuencia de esta convicción, los planteamientos de Lewis son fundamentalmente positivos, porque está convencido de que el conocimiento y la práctica de la fe cristiana hacen al hombre más humano y son motivo de una peculiar alegría.
El orden de los epígrafes de este artículo pretende reflejar la lógica interna de los temas centrales de su pensamiento antropológico cristiano. En primer lugar Lewis se plantea cuál es el problema del sentido del universo y el lugar del hombre en él, polemizando filosóficamente con el materialismo. De este modo intenta mostrar la existencia de una ley moral objetiva, no sólo para que el hombre perciba la realidad del pecado, sino sobre todo para llegar al origen o la fuente de la ley y así probar la existencia de Dios, como Legislador moral (§ 1). En efecto, en el hombre actual se observa una cierta renuncia a pensar más allá de lo inmediato. Ya Chesterton señaló como un símbolo de nuestra época el que «el hombre es teóricamente un hombre práctico y en la práctica es más inexperto que cualquier teorizante» [2]. Es decir, el hombre ha tomado como fin de su acción la eficiencia, prescindiendo de las grandes cuestiones humanas que rechaza como teóricas, cuando en realidad, «la idea más práctica y más importante para un hombre es su idea del universo» [3]. Lewis comparte esta convicción.
La doctrina cristiana sobre el hombre —la doctrina cristiana de la creación, caída y redención— es la solución de los grandes enigmas que el hombre encuentra en la tierra: el deseo de felicidad que aquí no puede saciar (§ 2), la experiencia que nos dan los amores naturales de que el hombre sólo se realiza como persona en la entrega a los demás (§ 3) y su desconcierto ante el sufrimiento y la muerte (§ 4).
l. «Right and wrong»: un punto filosófico de referencia
El primer paso de Lewis hacia la conversión fue advertir las consecuencias absurdas que tenía en la práctica una aceptación del materialismo. Con su argumentación, Lewis lleva al hombre a re plantearse preguntas que le arranquen de su tranquilo materialismo práctico, para así ayudarle a encontrar y descifrar la inscripción grabada en su alma espiritual por su Creador.
El hombre no puede renunciar a estas cuestiones porque no es capaz de eludirse a sí mismo [4]. Se podría decir que hay en definitiva dos grandes respuestas a esta pregunta: el materialismo y la religiosidad.
Por una parte, la visión materialista del mundo, que afirma que sólo existe la realidad empírica de las cosas que nos revelan los sentidos. Los naturalistas mantienen además que la vida surge de la materia, al aparecer casualmente unas condiciones químicas adecuadas; después aparece la conciencia, por influencia de la selección natural. La conciencia inventa qué es lo bueno y, con el tiempo, esto se convierte en un fuerte impulso, forjando las convicciones éticas.
Esto —señala Lewis— puede explicar por qué los hombres hacen juicios morales, pero excluye la misma posibilidad de que puedan ser rectos.
Cuando los hombres dicen debo —argumenta Lewis— piensan que están diciendo algo verdadero sobre la acción propuesta y no simplemente algo sobre sus propios sentimientos. Pero si el naturalismo es verdad, debo es lo mismo que me pica o me estoy poniendo enfermo. En la vida real cuando un hombre dice debo, podemos contestarle: sí, tienes razón, esto es lo que debes hacer o no, estás equivocado. Pero en un mundo naturalista —si los naturalistas aplican su filosofía a la vida real— no se podría contestar, porque es un sentimiento (cfr. Mir, 39).
Si la naturaleza es todo lo que existe, lo único que se puede admitir es que unos juegos de átomos, por una serie de casualidades, han producido las cosas y también a nosotros, seres conscientes. Por lo tanto, nuestra conciencia sería el resultado accidental de un proceso ciego. Todo lo humano sería una consecuencia irracional del sistema nervioso: el amar a otra persona, el disfrutar con la música, el deseo de suicidarse. El universo de los naturalistas es un universo que por sí mismo carece de sentido, por eso se supone que es cada hombre el que posteriormente se lo da. En esta situación cada uno tendría que decidir lo que es bueno o malo. Si la naturaleza es lo único que existe, no podría haber una fuente de normas, sino que deberíamos ver todo como fuerzas ciegas: si nuestras normas derivan del universo sin sentido, esas normas deben carecer de sentido [5]. Por lo tanto, según el materialismo no existiría una verdad ni un bien objetivo. Es decir, el mundo avoca al relativismo metafísico y moral.
La otra respuesta al problema del ser —enfrentada al materialismo— es la visión religiosa. Esta sostiene que lo primero es Dios, que creó la materia y al hombre. El mundo tiene un sentido, y también el hombre, el que le ha sido dado por su Creador. La verdad y el bien son algo objetivo. Pero incluso para los que admiten que Dios crea el mundo y al hombre, se plantea una cuestión. El mundo manifiesta a Dios, habla al hombre de la Bondad y de la Sabiduría de Dios; pero también hay mal y dolor en el mundo. Por lo tanto, cabe la tentación de pensar que o Dios no existe o no es amigo del hombre, es un Creador cruel [6].
Con todo —argumenta Lewis—, existe una criatura en el universo, el hombre, la única criatura de todo el universo a la que conocemos por algo más que por observación exterior —no sólo observamos al hombre, somos hombres—, que es consciente de ese mal, de esa «injusticia»; pero la condición de posibilidad para poder afirmar que hay una injusticia, es que el hombre debe tener el concepto de «justicia»: «Un hombre no puede decir que una línea está torcida a no ser que tenga alguna idea de línea recta» (MChr, 41).
A continuación muestra Lewis que el hombre se encuentra bajo una ley moral que él no inventa, que conoce y sabe que tiene que obedecer. No sólo conoce lo que hace, los hechos, sino que también reconoce lo que debería hacer [7]. Lewis habla en muchas ocasiones del camino que puede seguir el hombre para, a través de la creación, llegar al conocimiento de la existencia de Dios; pero insiste más en este otro argumento moral, que pasa por demostrar la existencia de la conciencia y de la ley natural. Tal vez porque curiosamente, el hombre actual vive un ateísmo más práctico que teórico: puede admitir con toda tranquilidad que Dios existe y luego vivir como si no existiera. Al explicar la ley de la naturaleza humana, Lewis pone al hombre frente a una decisión más vital y en la que es más difícil escabullirse de un Dios personal, del Dios vivo.
a) La experiencia moral
Todos los hombres, en su vida ordinaria, apelan a una conducta estándar que esperan que otros hombres conozcan. Es como si unos y otros tuvieran presente en su mente alguna clase de ley o regla o conducta decente, o un principio moral —como queramos llamarlo—, sobre el que están de acuerdo. Si no fuera así —continúa Lewis—, los hombres podrían, por supuesto, luchar, como los animales, pero no podrían discutir en el sentido humano de la palabra. Discutir o dialogar significa tratar de mostrar a otro hombre que está equivocado. Y no tendría sentido hacerlo si no hubiera una especie de acuerdo sobre lo que es recto y equivocado; algo así «como no tendría sentido decir que un futbolista ha cometido una falta, si no hubiera un acuerdo sobre las reglas del juego» (MChr, 16).
Esta ley o regla sobre lo recto y lo equivocado se suele llamar ley natural. Hoy en día, cuando hablamos de leyes de la naturaleza normalmente nos referimos a la ley de la gravedad o a leyes químicas. Pero cuando Sócrates y otros antiguos pensadores llamaban a la ley de lo recto y lo equivocado ley de la naturaleza, se referían a la ley de la naturaleza humana.
Cada hombre, en todo momento, es sujeto de diferentes clases de leyes, pero sólo es libre de desobedecer a una de ellas. Como cuerpo, no puede desobedecer la ley de la gravedad: si le dejan suspendido en el aire no puede elegir caer o no caer: cae, como una piedra. Como organismo, actúan también en él leyes biológicas a las que no puede desobedecer, como tampoco los animales. Pero hay una ley que es peculiar de la naturaleza humana, que no pertenece ni a los animales, ni a los vegetales, ni a las cosas inorgánicas; y es la única que puede desobedecer. Esta ley se llamó ley natural porque los antiguos estaban convencidos de que todos la conocían por naturaleza y no era necesario enseñarla como si se tratara de una legislación arbitraria.
Esto no significa que no haya excepciones en el reconocimiento de la ley natural, del mismo modo que hay personas que no ven un tipo de colores o no oyen un tono. Pero hablando de la raza humana como un todo, los antiguos pensaban que la idea humana de conducta decente era obvia a todos, por lo menos en su base. Y concluye Lewis: «Yo creo que tenían razón». Si no, todo lo que decimos, por ejemplo, sobre la guerra, no tendría sentido. «¿Qué sentido tiene decir que el enemigo está en el error a menos que pienses que lo recto es algo que los nazis debían haber conocido y practicado?» (MChr, 17).
Muchas personas mantienen que la idea de una ley de la naturaleza humana, conocida por todos los hombres no tiene sentido porque diferentes civilizaciones y diferentes épocas han tenido distintas morales. Pero esto no es exacto. Hay diferencias, naturalmente, pero no una diferencia total [8]: «Piensa en un país en el que se admirase a la gente por huir en una batalla, o donde un hombre se sintiese orgulloso de enfadarse con toda la gente que ha sido amable con él. Podrías tratar de imaginar, del mismo modo, un país en el que dos y dos fueran cinco» (MChr, 17).
Se pueden tener distintos puntos de vista sobre quién es egoísta, pero el egoísmo no será nunca admirado. Y lo curioso de esto es que incluso los que teóricamente lo niegan, lo admiten a continuación en la práctica. Esa persona «puede romper la promesa que te ha hecho a ti, pero si tratas de romper la que le has hecho a él, se quejará. Dirá que no es justo. Pero si no hay ley natural, ¿qué diferencia hay entre un trato justo e injusto? No se trata de una opinión, igual que no es opinable la tabla de multiplicar» (MChr, 18).
Los naturalistas admiten en teoría que lo bueno y lo malo son ilusiones, pero inmediatamente después de afirmar esto, nos los encontramos exhortándonos a trabajar por el bien de la raza humana [9]. Cuando nos exhortan a que debemos hacer un mundo mejor, las palabras debemos y mejor, según ellos, serían impulsos condicionados irracionales que no podrían ser verdaderos o falsos; pero en la práctica observamos que no es esta su intención. De todo lo cual se puede concluir que aunque mantienen una filosofía que excluye la peculiaridad de lo humano, ellos actúan y escriben como hombres, y al ver una injusticia patente se olvidan de su naturalismo y no hablan como relativistas. Pero «los naturalistas no pueden destruir toda mi reverencia a la conciencia el lunes y esperar encontrarme aún venerándola el jueves» (Mir, 42).
Todo hombre tiende, pues, por la fuerza misma de su ser, de su naturaleza, a afirmar que hay cosas buenas o malas, comportamientos que aparecen como dignos y otros que aparecen como indignos. A esto tiende la conciencia espontáneamente. Pero el hombre va más allá, se pregunta por qué se impone algo, por qué algo lo afirmo como bueno, por qué tengo la idea de lo bueno y distingo entre bueno y útil y por qué se incluso que hay cosas buenas e inútiles. Ahí surge la problemática de la fundamentación y el hombre puede iniciar un itinerario que le conducirá a Dios.
No hay otra conclusión posible al respecto. Si continuamos haciendo juicios morales —y digamos lo que digamos lo hacemos constantemente— , entonces debemos mantener que la conciencia humana no es producto de la naturaleza. Sólo puede ser válida si es un vástago de alguna sabiduría moral absoluta, una sabiduría moral que exista por sí misma, y no un producto de una naturaleza nomoral y no-racional. De ese modo la argumentación de Lewis nos lleva al reconocimiento de una fuente sobrenatural de nuestras ideas de bien y mal; en otras palabras, a Dios como fundamento último de nuestros juicios morales (cfr. MChr, 33).
En resumen, los seres humanos tienen la idea de que deben comportarse de una manera determinada y no de otra; y son conscientes de que a veces no se comportan siempre bien, porque conociendo la ley moral que está de acuerdo con la naturaleza humana, la incumplen. Desde esta doble experiencia, común a todos los hombres, Lewis va a llegar a Dios y a combatir el planteamiento materialista: «Estos dos hechos son el fundamento de todo planteamiento claro sobre nosotros mismos y sobre el universo en que vivimos» (MChr, 19).
Hemos visto, pues, que Lewis contempla tres posibles posturas ante la ética. En primer lugar se encuentra la de los que admiten que existe una ley moral objetiva, un proyecto creador de Dios para el hombre y, por lo tanto, mantienen unos valores que son comunes a todos los hombres de todos los tiempos [10]. Así llegaremos a lo que Lewis trata de mostrar: s6lo en Dios se encuentra la fundamentaci6n plena del valor. Una persona que no crea en Dios puede tener valores, pero no podrá nunca fundamentarlos [11].
En segundo lugar encontramos la postura de los «tibios escépticos», como Lewis los llama, que niegan que exista una ley moral objetiva para el hombre, niegan los valores tradicionales, pero quieren imponer a los demás hombres unos nuevos valores. Su intento de fundamentación —en el instinto, el bien de la sociedad, etc. —fracasa, como veremos. Por último, está la postura de los que, llevados por una visi6n materialista radical, rechazan el concepto de valor y consideran al hombre como un ser material más, igual a los otros.
Pero esto al hombre le resulta insoportable en la práctica [12].
a) Fundamentación objetiva de los valores éticos
El hombre capta que algunos comportamientos son realmente verdaderos, y otros realmente falsos, en relaci6n al tipo de realidad que es el universo y al tipo de realidad que somos nosotros. «Los que conocen el Tao [13] pueden sostener que llamar deliciosos a los niños y venerables a los ancianos no significa solamente registrar un hecho psicológico en torno a nuestras emociones paternales o filiales del momento, sino reconocer una realidad que reclama de nosotros una respuesta determinada, respuesta que nosotros podemos dar o no» (AbM, 16).
Existen unos principios básicos, no demostrables, insertos en la naturaleza humana, y de los que hay que partir para cualquier construcción ética. Son indispensables para comprender qué es el hombre. Estos principios son algo objetivo y también algo racional, en el sentido de que se pueden ver como buenos, es decir, como racionales —conformes a la mente humana—. Por el contrario, algunas actuaciones resultan irracionales, en cuanto que no son humanas [14]. Estos principios de la ley natural los han reconocido todos los gran des códigos morales, todos los grandes maestros de ética a lo largo de la historia de la humanidad.
Los valores se le presentan al hombre como lo bueno, se le imponen objetivamente. De este modo el hombre sabe que tiene que comportarse con lealtad, justicia, sinceridad; aunque luego sea libre de hacerlo o no [15].
Los principios de la ley natural no son demostrables, porque son tan básicos y obvios como lo son los axiomas en el mundo de la teoría. Igual que hay unos primeros principios del conocimiento, hay también unos primeros principios morales: el hombre reconoce que ser justo es mejor que ser injusto. La necesidad de axiomas prácticos o morales es ineludible, pues si nada es evidente de por sí, nada puede ser probado; análogamente si nada es obligatorio por sí mismo, nada será nunca obligatorio: «Lo bueno de ver a través de algo está en ver algo a través. Es bueno que la ventana sea transparente, pero esto es así porque la calle o el jardín que están detrás son opacos. ¿Pero qué sucedería si viésemos también a través del jardín? Es inútil tratar de ver detrás de los primeros principios. Si se ve a través de todo, entonces todo es transparente. Pero un mundo completamente transparente es un mundo invisible. Ver a través de todo es lo mismo que no ver» (AbM, 48).
Si no podemos probar los axiomas de la ley natural no es porque sean irracionales, sino porque son evidentes por sí mismos y todo razonamiento moral depende de ellos. «Su intrínseca racionalidad brilla con su propia luz» (Mir, 38). Toda moralidad está basada en estos principios evidentes por sí mismos, «por eso podemos decirle a un hombre, cuando queremos que tenga una conducta recta: sé razonable» (Mir, 39) [16].
De esta manera Lewis va mostrando la necesidad de admitir la ley natural, que es la fuente de todos los juicios de valor: «Si la rechazamos, rechazamos todo valor. Manteniendo cualquier valor, la estamos manteniendo» (AbM, 29). En definitiva, Lewis ha captado en profundidad que los valores deben ser referidos a la misma esencia del ser humano.
c) El error de las éticas agnósticas
Si se elimina del vocabulario la palabra verdad, no se puede decir qué es el bien [17]. Al menos, la consecuencia es que no existe un bien objetivo, sólo se podrá hablar de un bien referido a una persona concreta. Pero una filosofía falsa —afirma Lewis— es un error teórico que tiene unas consecuencias prácticas; los científicos deben reflexionar sobre la validez de su propia lógica, también los que proponen una filosofía subjetivista. Vamos a ver a continuación cómo presenta Lewis las consecuencias prácticas de esta forma de pensar para que ponderándolas, percibamos la necesidad de corregir la teoría correspondiente (cfr. Poison, 98).
El hombre corriente hasta hace poco tiempo no dudaba de que sus juicios de valor fueran juicios racionales —que tuvieran un fundamento en la verdad— o de que esos valores que descubría fueran algo objetivo.
El punto de vista moderno es muy distinto. No se piensa que los juicios de valor sean realmente juicios, sino tan sólo sentimientos, complejos o actitudes producidas en una comunidad por la presión del medio y de sus tradiciones; esos juicios de valor difieren necesariamente en las diversas comunidades. Decir que una cosa es buena, es simplemente expresar nuestro sentimiento acerca de ella, y nuestro sentimiento está socialmente condicionado. Podíamos haber sido condicionados a sentir de otra manera, por lo tanto, lo que sentimos no puede ser nunca verdadero ni válido universalmente. Los valores son subjetivos y todas las sentencias que contienen un predicado de valor son sólo afirmaciones sobre el estado emocional del que habla. Los valores y los juicios de valor son algo ajeno a lo racional.
Junto a esta aparentemente inocente idea —continúa Lewis—, está la enfermedad que terminará con nuestra especie si no la aplastamos: la fatal superstición de que los hombres pueden crear los valores. Se supone que una comunidad puede elegir su ideología de la misma manera que un hombre elige su ropa: «Todos nos indignamos cuando oímos que los alemanes definían la justicia como lo que interesaba al Tercer Reich. Pero no siempre recordamos que esa indignación estaría perfectamente fundada si miramos la moralidad co mo un sentimiento subjetivo que puede ser alterado con la voluntad. A menos que haya algunas normas objetivas sobre lo bueno, por encima de los alemanes, de los japoneses y de nosotros —aunque podamos obedecerlas o no—, los alemanes pueden crear su ideología como la hemos creado nosotros» (Poison, 99).
Si bueno o mejor son términos derivados sólo del significado que la ideología de cada pueblo les da, no podemos juzgar como malas o peores las ideologías de unos y otros. Por la misma razón, sería inútil comparar las ideas morales de las distintas épocas: progreso y decencia serían palabras sin significado.
En estas teorías hay un rechazo de la posibilidad de llegar a un conocimiento objetivo de la realidad: no podemos llegar a la realidad, sino sólo a nuestra experiencia subjetiva, a lo que yo pienso de la realidad. Por lo tanto, no se podrá alcanzar tampoco un conocimiento objetivo del hombre: «Desde este punto de vista, el mundo de los hechos, sin una traza de valor, y el mundo de los sentimientos o emociones, sin una traza de verdad o falsedad, de justicia o injusticia, se enfrentan uno a otro y ninguna aproximación es posible» (AbM, 17).
Una vez que se afirma esto, sólo caben dos posturas. Una es la de los nuevos reformadores morales, que rechazan la ley natural a la vez que tratan de imponer otros valores que ellos eligen, su verdadero sistema de valores: «Su escepticismo en materia de valores es un escepticismo en la superficie, vale sólo para los valores de los demás» (AbM, 22), en los suyos sostienen un dogmatismo absolutamente acrítico. La otra posición es más coherente, porque los que la sostienen no pueden ser acusados de contradicción; esta opción equivale a rechazar el concepto de valor, y llevará a la abolición del hombre: el hombre será un objeto más, manipulable [18].
El reformador moral, después de decir que bueno significa aquello a lo que estamos condicionados, considera que es mejor definirlo de otra manera: aquello a lo que deberíamos estar condicionados. Normalmente este reformador tiene en el fondo de su mente la idea de que, si logra destruir los juicios de valor tradicionales, encontrará algo más real y sólido en lo que basar un nuevo esquema de valores. Dirá por ejemplo: debemos abandonar los tabús irracionales y basar nuestros valores en el bien de la comunidad. Pero «si preguntas ¿por qué no debo ser egoísta? y te responden que porque es bueno para la sociedad, podrías volver a preguntar: ¿por qué debo cuidar de lo que es bueno para la sociedad?... Hay un momento en el que hay que detenerse y decir: los hombres no deben ser egoístas» (MChr, 25). En realidad lo que afirma el reformador no tiene una base más sólida que los viejos juicios de valor universales que desea rechazar.
A veces tratan de fundamentar sus valores en la biología, y nos dicen que debemos actuar para conseguir la preservación de las especies; pero ¿por qué deben ser preservadas las especies? En otras ocasiones tratan de fundamentarlo todo en el instinto, y pueden decir que es un instinto lo que nos lleva a preservar las especies. Pero ¿cómo sabemos que lo tenemos?; y, si lo tenemos, ¿quién nos dice que debemos obedecer los instintos?; y ¿por qué debemos obedecer ese instinto y no otros que están en conflicto con la preservación de las especies?
La ley natural no es el instinto de la masa. Cuando nos damos cuenta de que debemos ayudar a una persona que está en peligro, lo queramos hacer o no, percibimos en nosotros tres cosas: el impulso a ayudar; el impulso a huir del peligro; y una tercera cosa que nos dice que debemos seguir el primer impulso y suprimir el segundo. Si sólo hubiese instintos ganaría el más fuerte, el segundo, pero suele ganar el primero.
Además, los instintos no se pueden dividir en malos —instinto de lucha, sexo, etc.— y buenos —amor a la madre, patriotismo—, sino que según las circunstancias hay que fomentarlos o reprimirlos. La ley natural no es un instinto, ni una clase de instinto, es algo que los dirige: «Te dice qué nota del piano tiene que tocarse más fuerte (...) No hay notas buenas y malas, una nota es correcta cuando debe sonar, y equivocada cuando no» (MChr, 22). Lo más peligroso que se puede hacer es tomar un impulso natural y colocarlo como algo que hay que seguir a toda costa. No hay ninguno que no se vuelva un demonio si no tiene guía. No se salva ni el amor a la humanidad.
El reformador moral da por supuesto que algunos instintos se deben obedecer más que otros, porque está juzgando los instintos desde una norma; curiosamente esa norma es la moral tradicional que está tratando de reemplazar. Rechazar los valores tradicionales como algo subjetivo, y quererlos después sustituir por un nuevo esquema de valores es algo así —dice Lewis— como tratar de levantarse uno a sí mismo tirando hacia arriba de su propio cuello. Por lo tanto hay que concluir que la mente humana no puede inventar un nuevo valor, igual que no puede poner un nuevo sol en el cielo ni un nuevo color primario en el espectro. Cuando alguien intenta hacerlo, la novedad propuesta consiste tan sólo en una selección arbitraria de alguna máxima de moralidad tradicional entresacada de las demás.
En la tercera conferencia recogida en La abolición del hombre, Lewis imagina cómo sería la época resultante del adoctrinamiento subjetivista, materialista y antirreligioso. Paradójicamente esa época estaría regida por una ley natural artificial: «Nos decís que si salimos del Tao no tendremos valores. Magnífico. Probablemente descubriremos que podemos caminar con soltura incluso sin valores (...), comencemos a hacer lo que nos plazca. Decidamos por nuestra exclusiva cuenta y riesgo qué es lo que debe ser el hombre y hagamos que sea efectivamente así: no sobre la base de valores imaginarios, sino porque nos da la gana que lo sea. Después de haber dominado todo lo que nos rodea, dominémonos hoy a nosotros mismos y elijamos nuestro destino» (AbM, 32).
El rechazo del concepto de valor lleva a la conquista final, a la abolición del hombre. Tiene unas consecuencias que no pueden ser admitidas por nadie en la práctica. Los que se sitúan fuera de todo juicio de valor no tienen ninguna base sobre la que elaborar una preferencia de uno de sus impulsos frente a otro, salvo la fuerza emotiva del mismo impulso: «O somos espíritus racionales siempre obligados a obedecer los valores absolutos del Tao, o bien somos simple naturaleza para que hagan con ella lo que quieran los dueños que, por hipótesis, no pueden tener otros motivos que sus impulsos naturales. Únicamente el Tao proporciona una regla humana común de acción que puede acoger en sí misma dirigentes y dirigidos a la vez. Una fe dogmática en valores objetivos es imprescindible absolutamente para la idea incluso de una dirección que no sea tiranía o de una obediencia que no sea esclavitud» (AbM, 44).
Sólo tenemos, pues, dos alternativas: o aceptamos las máximas de la moral tradicional como axiomas de la razón práctica que no necesitan argumentos para sostenerse, porque las ve todo aquel que no ha perdido el status humano; o bien no existen valores, sino que lo que se llama valores son meras proyecciones de emociones irracionales.
Contra este argumento las mentes modernas tienen dos líneas de ataque. La primera ya la hemos visto, quiere mostrar que la moralidad tradicional es diferente según los diferentes tiempos y lugares, es decir, que no habría una moral natural, sino mil distintas; y se resuelve estudiando con objetividad y descubriendo la aplastante unanimidad de la razón práctica en el hombre.
La segunda consiste en afirmar que atenernos a un código de moral inmutable es cortar todo progreso y estancarse. El poder emocional de este argumento deriva de la palabra estancado, que nos sugiere la imagen de charcos de agua estancada que huele mal. Pero, si no trascendemos esta imagen, cualquier cosa que permanezca en la historia sería víctima de esta metáfora: «El espacio no se estanca, aunque desde el principio haya tenido sus tres dimensiones. El teorema de Pitágoras sigue siendo el mismo. Al amor no le quita honor la constancia. Y cuando nos lavamos las manos estamos volviendo al estado inicial...» (Poison, 102). Debemos sustituir el emotivo término estancado, por otro término descriptivo y más objetivo: permanente. Ahora bien, el progreso es imposible si no hay algo permanente.
El avance real en moralidad es distinto de la simple innovación. Desde los tiempos de los estoicos y de Confucio se admitía la máxima: no hagas a otros lo que no te gustaría que te hicieran a ti. La máxima cristiana haz lo que te gustaría que te hicieran a ti asume la anterior y supone un avance real. La ley natural admite el desarrollo desde dentro, pero hay diferencia entre el verdadero avance moral y la simple innovación: «Es la diferencia que hay entre un hombre que dice: a ti te gustan las verduras frescas; ¿por qué no las cultivas tú mismo y las tienes perfectamente frescas?, y otro hombre que dice: Desecha el pan y procura comer en vez de eso ladrillos y ciempiés» (Poison, 103). Aquellos que comprenden su espíritu y son guiados por él podrán modificarlo en las direcciones requeridas por el mismo espíritu. Sólo ellos conocen esas direcciones.
Sabemos por la Sagrada Escritura que la naturaleza del hombre, desde el pecado original, está caída y que por eso nuestro conocimiento de la ley natural se ha debilitado, de la misma forma que nuestra capacidad de cumplirla. Pero es distinto ver algo imperfectamente que estar ciego [19]. Una filosofía que no acepte los valores como objetivos, sólo puede llevarnos a la ruina. Porque, si bueno sólo significa lo que dice la ideología local, ¿cómo pueden aquellos que inventan la ideología local guiarse por alguna idea del bien, de lo bueno? [20].
d) Necesidad de una educación en los valores
Hemos dicho que los principios morales inscritos por Dios en la naturaleza humana no necesitan demostraciones, pero sí requieren una educación para percibirlos con claridad.
La ley natural no es una convención social que se nos enseña en la educación. Los que dicen esto parece que piensan que todo lo que hemos aprendido de nuestros padres y maestros es una invención humana. Pero no es así. Hemos aprendido la tabla de multiplicar en el colegio, pero eso o significa que sea una invención humana subjetiva y que podría ser de otra forma. Es verdad que aprendemos la regla de lo recto y lo equivocado de padres y maestros, de amigos y libros, igual que aprendemos todo; pero algunas de las cosas que aprendemos no son meramente convenciones arbitrarias, sino verdades objetivas. Este es el caso de la ley natural.
En efecto, como ya hemos visto, aunque hay diferencias entre los códigos morales de las distintas civilizaciones, siempre podemos reconocer algo común fundamental en todas. En segundo lugar, hay que considerar que al pensar en esas diferencias, decimos que una moral es mejor y otra peor y valoramos si los cambios han sido, o no, a mejor. Pero al medir las diferencias estamos comparándolas con alguna moralidad real. Admitimos entonces que hay algo realmente correcto, independiente de lo que la gente piensa, y que algunas ideas están más cerca de eso que otras: «Si tus ideas son verdaderas y las de los nazis menos verdaderas, debe haber algo, alguna moralidad real. La razón de que mi idea de Nueva York pueda ser más o menos verdadera es que Nueva York es un lugar real. Si al decir Nueva York me refiriera a una ciudad que yo he imaginado, ¿cómo podría haber ideas más o menos verdaderas sobre esa ciudad?» (MChr, 24).
La percepción de un valor no es algo trivial y meramente subjetivo, sino que hace referencia a algo importante y objetivo, y refleja un sistema organizado de valores y juicios de valor. Lewis, en La abolición del hombre señala cómo los educadores que intentan rechazar los valores, destruyen la figura del hombre, el lugar donde se asientan las emociones organizadas, los sentimientos estables que enseñan, instruyen, guían; el indispensable entrelazamiento entre la cabeza del hombre —la razón— y su abdomen —los instintos—: «Con una increíble simplicidad quitamos el órgano y pedimos la función, hacemos hombres sin torso y esperamos de ellos virtud e iniciativa. Nos reímos del honor y nos choca encontrar traidores en nuestro medio. Castramos y esperamos fecundidad» (AbM, 20). La cabeza puede ser educada, el abdomen puede ser saciado, pero lo que enseñan esos educadores es cómo hacer hombres sin torso, sin emociones educadas en virtudes como la fortaleza, el patriotismo, la magnanimidad.
La ley natural es el tesoro de pensamiento moral que muchas naciones y civilizaciones han tenido desde el principio del mundo. No es uno más entre una serie de posibles sistemas de valor, sino la única fuente de todo juicio de valor. Pero sólo los que practican la ley natural la entenderán [21]: «Es el hombre bien educado (... ), quien puede reconocer la razón cuando llega. Es Pablo, el fariseo, el hombre irreprensible en cuanto a la Ley, quien sabe dónde y cómo es defectuosa la Ley» (AbM, 32).
Siendo esto así, Lewis insiste en la necesidad de una educación ética, que no sea adoctrinamiento sino guía. Y la defensa adecuada frente a los falsos sentimientos es inculcar sentimientos verdaderos: «Por cada alumno que necesita ser protegido respecto a un morboso exceso de sensibilidad, tres piden ser despertados del sopor de una fría vulgaridad. La tarea de los educadores modernos no es destrozar junglas sino regar desiertos. La defensa adecuada de los falsos sentimientos es inculcar sentimientos rectos. Forzando al ayuno la sensibilidad de nuestros alumnos no hacemos otra cosa que convertirlos en la presa fácil del propagandista cuando éste se les presente. Esto es así porque una naturaleza hambrienta reclama siempre su parte y ciertamente un corazón duro no es una protección infalible contra una cabeza blanda» (AbM, 13) [22].
Lewis propone una filosofía moral que no pierda el contacto con la realidad. La medida adecuada para el comportamiento humano se encuentra mirando la humanidad del hombre y la realidad de las cosas y del mundo: «Para los sabios del pasado la cuestión clave era cómo adecuar el alma a la realidad, y la solución era el conocimiento, la autodisciplina y la virtud. Para la magia y la ciencia aplicada el problema es cómo someter la realidad a los deseos del hombre, y la solución está en la técnica» (AbM, 46).
Hay una reacción de Lewis contra una nueva sofística relativista y antropocéntrica, muy frecuente en la época actual. Pero si Dios no existe, si no se admite la ley natural, lo más lógico es suicidarse ante el dolor; nada tendría respuesta hasta el final, no existirían derechos ni deberes, todo sería arbitrario y cambiable según los intereses de unos pocos hombres manipuladores, que funcionarían en último término por sus impulsos. En definitiva, podemos concluir que el pensamiento de Lewis queda cifrado en estas palabras de Gilson: «Dios es la única protección del hombre contra las tiranías del hombre» [23].
Mª Dolores Odero, en revistas.unav.edu
Notas:
1. Para referirnos a las obras de Lewis se utilizarán las siglas siguientes:
AbM: The Abolition of Man, London 1987;
FL: «The Four Loves» (Los cuatro amores, Madrid 1991);
GrD: The Great Divorce, London 1988;
GrO: «A Grief Observed» (Una pena observada, Madrid 1988);
MChr: Mere Christianity, London 1984;
Mir: Miracles, London 1977;
Poison: «The Poison of Subjetivism», en Christian Reflections, London 1988;
PP: «The Problem of Pain» (El problema del dolor, Miami 1977);
PR: The Pilgrim's Regress, London 1987;
ScrL: «The Screwtape Letters» (Cartas del diablo a su sobrino, Madrid 1977);
SJ: «Surprised by Joy» (Cautivado por la Alegría, Madrid 1989);
Transposition: «Transposition», en The Weight of Glory and Other Addresses, London 1980;
TWHF: «Till We Have Faces, (Mientras no tengamos rostro, Madrid 1992);
Weight: «The Weight of Glory», en The Weight of Glory and Other Addresses, London 1980;
World: «The World's Last Night», en Fern-Seed and Elephants, London 1986;
2. G. K. CHESTERTON, Herejes, en Obras completas I, Barcelona 1967, p. 321.
3. Ibid. p. 318. En nuestra opinión, Chesterton no se refiere aquí a las concepciones cosmológicas sino a lo que se denomina Weltanschauung, es decir, la concepción global del ser, que incluye el sentido de su propia existencia humana.
4. En este sentido ha dicho Juan Pablo 11: «La humanidad de hoy está llena de personas que, como San Agustín, buscan la verdad, y por lo tanto el sentido de su propia vida, el significado de la historia siempre tan turbulenta e imprevisible, y ahora también el motivo del mismo universo, que escapa al conocimiento definitivo de la ciencia. Recordad aquello que escribía el Santo en las Confesiones: Yo mismo me había convertido en un gran enigma; preguntaba a mi alma por qué estaba triste y me torturaba tanto, pero nada sabía responderme (IV, cap. 4)»: JUAN PABLO II, Discurso al Capítulo de los agustinos (25-VIIl-1983), en «Insegnamenti di Giovanni Paolo II», Roma 1983, p. 306.
5. En On Living in an Atomic Age (1948) y, sobre todo, en su libro Miracles, Lewis concluye que todo naturalismo conlleva al final un desacuerdo entre lo que pide nuestro entendimiento y lo que debería pedir si el naturalismo fuera verdad. Si el naturalismo es verdad, debemos admitir que nunca pensamos algo porque sea verdad, sino porque las fuerzas ciegas de la naturaleza nos fuerzan a pensarlo; también deberíamos concluir que nunca hacemos algo porque sea recto, sino porque las fuerzas ciegas de la naturaleza nos fuerzan a hacerlo. La conclusión a la que debería llegar el naturalista es que no se puede conocer la verdad. Pero entonces el naturalismo, en cuanto pretende ser la verdadera concepción de la realidad, se refuta a sí mismo.
6. Como indica Juan Pablo II: «Si la existencia del mundo abre casi la mirada del alma humana a la existencia de Dios, a su sabiduría, poder y magnificencia, el mal y el sufrimiento parecen ofuscar esa imagen, a veces de modo radical» JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici doloris, 11-II-1984, n. 9).
7. La ley de la naturaleza, o la ley moral objetiva, es el principal fundamento de la posición ética de Lewis. Aparece virtualmente en todos sus escritos.
8. Cfr. el estudio que hace Lewis en el apéndice de la abolición del hombre.
9. Incluso naturalistas como H. G. Wells y K. Marx -dice Lewis- escriben con indignación apasionada, como hombres que proclaman lo que es realmente bueno y denuncian lo que es malo. Esto indica que en la práctica no tratan a su conciencia como el simple producto de fuerzas ciegas naturales (cfr. Mir, 41).
10. Se podría aplicar al concepto de valor en Lewis, la definición de García de Haro: «Valor es la transcripción al ámbito de la conciencia o de la fenomenología de la percepción moral, de la ordenación ontológica y finalista. Valor es percepción del bien, de la relación que un determinado acto guarda con la naturaleza y, en consecuencia, con su fin último» (R. GARCIA DE HARO, Cuestiones fundamentales de teología moral, Pamplona 1980, p. 64).
11. «La idea de dignidad humana -afirma Spaemann- encuentra su fundamentación teórica y su inviolabilidad en una ontología metafísica, es decir, en una filosofía del absoluto. Por eso el ateísmo despoja a la idea de dignidad humana de fundamentación y, con ello, de la posibilidad de autoafirmación teórica en una civilización. No es casualidad que tanto Nietzsche como Marx hayan caracterizado la dignidad sólo como algo que debe ser construido y no como algo que debe ser respetado» (R. SPAEMANN, Lo natural y lo racional, Madrid 1989, p. 122). A lo largo de este artículo haremos referencia a algunas obras de Spaemann, considerando que este autor conoce muy bien la obra de Lewis, la admira y trata en muchas ocasiones los mismos temas que Lewis, desarrollándolos desde un punto de vista filosófico.
12. Tanto en The Abolition of Man como en The Poison of Subjetivism, escritos ambos en 1943, Lewis intenta estudiar si son o no congruentes estas dos últimas posturas a las que nos referimos.
13. Lewis se refiere con este término -tomado de la cultura china y, en especial, de Confucio- a la ley natural que se expresa en la moral tradicional (cfr. M. GUERRA, Historia de las religiones, Pamplona 1980).
14. «Razón no es idéntico a naturaleza. Pero lo racional es también, en primer lugar, el llegar a descubrir la verdad de lo natural, y esta revelación radica en la teleología de la naturaleza» (R. SPAEMANN, Lo natural y lo racional, Madrid 1989, p. 141).
15. Los juicios morales «penetran en la mente como señores que eran ciertamente esperados» (PP, 38).
16. Estas normas objetivas están como escritas en la naturaleza humana por el Creador del universo, para ayuda y orientación del hombre, no como limitación arbitraria de su conducta; de manera que el hombre debe seguirlas si no quiere destrozarse a sí mismo (cfr. Rm 2, 14-15).
17. «No hay ética alguna sin meta física. El solipsismo no puede llegar a la noción de obligación moral, (R. SPAEMANN, Felicidad y benevolencia, Madrid 1991, p. 155).
18. Hay en estas posturas un «ideal de libertad» que incluye una concepción equivocada de libertad: «La palabra mágica, carismática, es la de liberación de toda forma de autoridad. No estar atado por ningún orden preexistente, querer y poder hacer lo que uno quiera, sentirse liberado de todo y de todos» ((R. LATOURELLE, El hombre y sus problemas a la luz de Cristo, Salamanca 1984, p. 362). La pretensión de que cada hombre es su norma absoluta: la autonomía sin teonomía.
19. La Iglesia enseña que la razón humana es capaz de llegar al conocimiento de la ley natural, impresa por el Creador en nuestras almas; sin embargo, el entendimiento humano encuentra dificultades a causa de los sentidos o la imaginación, o por las malas concupiscencias derivadas del pecado original (cfr. P10 XII, Ene. Humani generis (12-VIII-1950), en Colección de Encíclicas y Documentos pontificios, P. GALINDO (ed.), Madrid 1967, p. 1123).
20. Si no volvemos a creer en los valores objetivos -dice Lewis- pereceremos, porque hasta la misma idea de libertad presupone alguna ley objetiva: «Mientras creamos que el bien es algo inventado, pediremos de los que hacen las normas cualidades como visión, dinamismo, creatividad, y cosas así. Si volvemos al punto de vista objetivo, pediremos cualidades mucho más raras pero mucho más beneficiosas: virtud, conocimiento, diligencia y habilidad» (Poison, 109).
21. Igual que se educa la inteligencia para que razone con lógica y buscando la verdad, también se puede educar a la persona éticamente para que reconozca lo bueno: «Aristóteles afirma que el objetivo de la educación es inculcar en el alumno el gusto y la aversión por aquello que sería justo que amase o aborreciese (Ética Nicomaquea, 1104 b)» (AbM, 10).
22. Lo que caracteriza a este modelo de hombre de corazón duro «no es el plus de pensamiento, sino la carencia de la emoción generosa y fértil. Su cabeza no es más grande que lo normal, pero la atrofia del torso hace que lo parezca» (AbM, 19).
23. E. GILSON, El filósofo y la teología, Madrid 1962, p. 249.
La «experiencia» como lugar antropológico en C. S. Lewis I |
En torno a la ideología de género |
El matrimonio, una vocación a la santidad |
¿De dónde venimos, qué somos, a dónde vamos? |
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
La Justicia Restaurativa en España y en otros ordenamientos jurídicos |
Justicia Restaurativa: una respuesta democrática a la realidad en Méxicoxico |
Tengo derecho a no perdonar. Testimonios italianos de víctimas del terrorismo |
Construyendo perdón y reconciliación |
El perdón. La importancia de la memoria y el sentido de justicia |
Amor, perdón y liberación |
San Josemaría, maestro de perdón (2ª parte) |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |