El Año Internacional de la Familia ha servido, entre otras cosas, para prestar una mayor atención a esa institución desde los ámbitos, saberes, organismos y entidades más diversas. Tampoco la Iglesia podía faltar a esa cita. Situada en el corazón de la misión evangelizadora de la Iglesia -es el hombre concreto el que hay que salvar [1]-; el servicio a la familia es una de sus tareas más esenciales. «Entre los numerosos caminos de la Iglesia -dice a este respecto la Carta a las Familias- la familia es el primero y el más importante» [2].
En este sentido la Carta a las Familias de Juan Pablo II constituye un hito más de ese continuado testimonio de amor y solicitud de la Iglesia por la familia comenzado en los inicios mismos del cristianismo. En el campo de la doctrina este testimonio ha sido particularmente rico y abundante y ha dado lugar a ese «patrimonio de verdad sobre la familia (...), el tesoro de la verdad cristiana sobre la familia» [3]. El Papa vuelve sobre ese «patrimonio» con la intención de subrayar -sobre todo- ante la mirada del hombre contemporáneo la dignidad y responsabilidad de la familia cristiana, a partir de la misión que «como familia» debe realizar en la Iglesia y en el mundo. Sigue así la línea marcada por el Concilio Vaticano II en el capítulo sobre la dignidad del matrimonio y la familia de la Constitución Gaudium et spes y la Exhortación Apostólica Familiaris consortio de Juan Pablo II.
La Carta está «dirigida especialmente a (...) los esposos y esposas, padres y madres, hijos e hijas (...) a todas las Iglesias particulares (...) a los Hermanos en el episcopado, a los presbíteros, a los institutos religiosos y personas consagradas, a los movimientos y asociaciones de fieles laicos; a los hermanos y hermanas (...) a todos los hombres y mujeres de buena voluntad» [4]. El Papa habla «con la fuerza de la verdad (de Cristo) al hombre de nuestro tiempo» [5]. Pero, a la vez, es una confidencia: una «meditación sobre la familia» a la luz del hogar de Nazaret que en esta cuestión «debe orientar nuestros pensamientos y nuestros corazones» [6]; la Sagrada Familia, en efecto, constituye el anuncio completo del «evangelio de la familia» [7]. Como hilo conductor -escribe el mismo Papa- la Carta sigue el de «las exhortaciones apostólicas que encontramos en los escritos de Pablo (cf. 1Co 7, 14; Ef 5, 21-6, 9; Col 3, 25) y las Cartas de Pedro y Juan (cf. 1P 3, 1-7; 1Jn 2, 12-17)» [8].
Para profundizar en la riqueza de estos contenidos, además del estudio y la reflexión, es necesario hacer de ella tema de oración. «En la oración, y mediante la oración, el hombre descubre de manera sencilla y profunda su propia subjetividad típica», y «esto continúa diciendo el Papa es válido también para la familia» [9].
La Carta a las Familias tiene dos partes -«la civilización del amor» (I) y «el Esposo está con vosotros» (II)- y se articula en torno a la «verdad» de la familia en su «ser» y realizarse, de los que la componen en cuanto personas y como familia. Como comunión y comunidad de personas en la que cada uno es «honrado “por sí mismo, la familia es la base y el corazón de «la civilización del amor»; es así como la familia vive su responsabilidad por el bien común; pero es y construye esa civilización en la medida en que es y actúa como familia y por lo que respecta a los padres esa tarea se concreta, en buena parte, en la paternidad y maternidad responsables [10]. Para llevar a cabo ese cometido la familia, los esposos no se encuentran solos: por el sacramento del matrimonio el Señor está con ellos y les acompaña a fin de que puedan realizar con éxito la misión que les ha sido confiada [11]. Dentro de este contexto la exposición de los diferentes temas sigue un guion bien determinado: el de los contenidos de los mandamientos cuarto, quinto, sexto y noveno, sobre la base del mandamiento del amor que es la síntesis de todos los demás [12].
Sin embargo, no es propósito de estas líneas hacer el análisis de los diferentes aspectos de la Carta v.g. la naturaleza, principales contenidos, estilo [13], etc. Me voy a referir tan sólo a una de las líneas que, en mi opinión, atraviesa y da cohesión a toda la reflexión que el Papa dirige a las familias. Por otra parte, emerge con claridad de los textos de la Escritura que inspiran la meditación del Papa, especialmente de Efesios (Ef 5, 21-6; Ef 9) [14]; y significa una insistencia mayor en la doctrina del Concilio Vaticano -de Lumen gentium y Gaudium et spes-, de Familiaris consortio y de todo el magisterio de Juan Pablo II. Es la doctrina del matrimonio como vocación y «camino de santidad» [15]. Se busca, sobre todo, subrayar la especificidad o peculiaridad de esa vocación. Esa reflexión se inicia con el análisis de algunas características de la Carta con el fin, precisamente, de señalar el marco o contexto -al menos en algunos aspectos- en el que se expone la doctrina de la vocación propia de la institución matrimonial; derivan también del ya citado lugar de la Carta a los Efesios, (Rf 5, 21-6.9), sin lugar a dudas un texto clave en toda la exposición.
l. La carta a las familias: características
Con palabras del Papa, comentando Efesios 5, «podemos constatar fácilmente que el contenido esencial de este texto 'clásico' aparece en el cruce de los dos principales hilos conductores de toda la Carta a los Efesios: el primero, el del misterio de Cristo que, como expresión del plan divino para la salvación del hombre, se realiza en la Iglesia; el segundo, el de la vocación cristiana como modelo de vida para cada uno de los bautizados y cada una de las comunidades, correspondiente al misterio de Cristo, o sea, el plan divino para la salvación del hombre» [16]. En este contexto la Carta a las Familias, se dirige a las familias a fin de recordarles su responsabilidad en la construcción de «la civilización del amor» que, en el caso de la familia cristiana, consiste, en definitiva, en hacer realidad existencial la salvación del hombre y de la humanidad.
1. La familia cristiana: realismo y esperanza
Se puede decir que el «anuncio» de la Iglesia sobre la familia se sintetiza de alguna manera en la expresión «¡Familia, ‘sé’ lo que ‘eres’»! [17]. La actuación de la familia -y también la que se deba realizar desde otras instancias en relación con esa institución-, ante los diferentes problemas que se presenten, debe responder siempre a las exigencias más profundas de su «ser» e identidad. Tan sólo mediante la coherencia con su verdad interior será posible configurar su «existir» en el ámbito de la auténtica libertad. Una dimensión que sólo con la fe y desde la fe -con la ayuda de la Revelación y la gracia- es dado descubrir y realizar en su más honda y radical plenitud.
El realismo, por eso, es una de las características más salientes del «evangelio» de la familia que proclama el Magisterio. No tanto porque tiene delante a las familias que viven, con sus problemas concretos, cuanto porque es un anuncio «salvador»: en efecto, de esa manera la familia -cuantos la componen- es capaz de superar la «dureza del corazón» [18], conocer con seguridad la verdad sobre la familia, y también vivirla con fidelidad. Esa virtud salvadora -se debe recordar- se introduce en la realidad de la familia sin ningún tipo de violencia, precisamente porque la elevación a la dimensión nueva y superior propia de la Redención es la vía para que esa institución se despliegue en toda su amplitud como realidad creada y natural. «La familia es tanto más humana cuanto más cristiana sea». La consecuencia que se deduce es clara: tan contrario al realismo de la fe -al evangelio de la familia- es la sobrevaloración de las dimensiones coyunturales e históricas, que confundiría la verdad de esa institución con el hacer y acontecer diarios, como la huida o desatención de ese cotidiano vivir, refugiándose quizás en una espiritualidad mal entendida.
En la fidelidad a la verdad según las palabras y el don de Cristo hay que situar la razón profunda del dinamismo apostólico que ha de distinguir siempre a la familia como escuela de humanidad y formadora de cristianos y en esa misma fidelidad se apoyan también la esperanza y optimismo que impregnan las consideraciones sobre su futuro. Porque, como denuncia con frecuencia el Magisterio, aunque no son fáciles ni exentas de contradicción las circunstancias en que a veces ha de ponerse en práctica el «evangelio» de la familia, es también cierto que no son pocas las familias que realizan gustosamente la obra que Dios les ha confiado [19]. Y nunca se puede olvidar que la fidelidad a la verdad debe ser siempre modeladora de la realidad. Por otra parte, la autenticidad tiene un efecto multiplicador, como claramente se descubre si se valora adecuadamente la condición del hombre, capaz -por ello- de reconocer y amar la verdad y el bien a los que se siente atraído como por connaturalidad.
Esta es la razón de que la Carta a las Familias -y los textos del Magisterio- centren su atención en la familia cristiana. A parte de que desde el punto de vista pastoral y práctico no tiene gran interés situar la reflexión en un orden de cosas o economía distinta de la presente -la del hombre creado y redimido-, es sólo la familia cristiana la que lleva a plenitud la verdad de esa realidad. Nos situamos así en el marco de la historia de la salvación.
2. El matrimonio y la familia: consideración conjunta
La familia cristiana es vista no tanto en sí misma, cuanto desde la misión que ha de realizar hacia dentro y fuera de sí misma. De ahí que -sobre todo a partir del Concilio Vaticano II- el Magisterio se refiera frecuentemente a la familia como «sujeto» indispensable y creativo de su propia existir y actividad, más que como «objeto» sobre el que se debe actuar. Ahí radican la urgencia y necesidad de que cuantos integran la familia sean conscientes y están bien formados en lo que atañe a la naturaleza y ámbito de su misión. En este sentido cuando se analizan o denuncian las situaciones de dificultad en que viven, los riesgos que amenazan a las familias, no se pretende tanto presentar la panorámica de las situaciones en que se encuentran, sino, sobre todo, señalar los horizontes en los que tienen que ejercer su misión. Conocer esas situaciones es una de las primeras condiciones para actuar con éxito según la propia responsabilidad.
Se señala ciertamente cómo debe ser el «hacer» de la familia en relación con los diferentes aspectos y cuestiones, y se perfila con trazos claros la misión que debe realizar. Pero sobre todo se pregunta por la raíz última de ese quehacer o misión; y, en consecuencia, el designio de Dios, Creador y Redentor, viene a constituir siempre la referencia y eje de toda la exposición.
Esta es la razón de que la familia aparezca siempre vinculada al matrimonio que es su origen y su fuente [20]. El matrimonio y la familia son, evidentemente, dos instituciones que ni pueden confundirse ni deben identificarse; pero, por designio de Dios, se hallan tan estrechamente relacionadas entre sí que, de hecho, son inseparables: ambas se exigen y complementan. De ahí que al separarlas -incluso a nivel de exposición doctrinal- tanto la familia como el matrimonio mismo se desvanecen. La familia sin matrimonio, aquella «familia» que no tiene su origen en el matrimonio, da lugar a formas de convivencia -los distintos tipos de poligamia, uniones de hecho, matrimonios a prueba etc.- que nada tienen que ver con la auténtica institución familiar. Y viceversa: el matrimonio que no se orienta a la familia, conduce a la negación de una de sus características más radicales -la indisolubilidad- y se sustrae de la primera y más fundamental de sus finalidades: la procreación y la educación de los hijos.
Es evidente que para atender a los requerimientos doctrinales y pastorales no hace falta desarrollar por completo la entera doctrina sobre el matrimonio; pero no es menos evidente que, para alcanzar aquel objetivo, habrá que abordar las cuestiones más fundamentales que plantea el matrimonio. Porque es el matrimonio el que decide sobre la familia, al recibir -ésta de aquél- su configuración y dinamismo [21].
3. El matrimonio en el misterio de Cristo
En la individuación y análisis de las cuestiones la Carta procede a partir de la consideración de la realidad sacramental del matrimonio. Con ello no hace otra cosa que lo que hicieron Jesucristo y los Apóstoles: anunciar la grandeza de la misión que el Creador ha asignado desde «el principio» al matrimonio y que el Redentor ha restaurado de un modo todavía más admirable. El horizonte de la exposición es, por tanto, el misterio de Cristo Salvador -se insiste una vez más-, la historia de la salvación. Esta línea de profundización, así como su exposición y aplicación pastoral, con duce sin riesgos a objetivos que son irrenunciables en la teología y en la predicación sobre el matrimonio: por ejemplo, la distinción entre el matrimonio como realidad humana de la creación y el matrimonio como sacramento, propio de los bautizados; a la par que se evita la peligrosa dicotomía entre el orden de la Creación y el de la Redención.
Puesto que el matrimonio forma parte del designio realizado por Dios desde «el principio», la doctrina sobre esa institución ha de tener en cuenta la consideración del plan originario de Dios: cuál ha sido la voluntad primera del Creador sobre el matrimonio -y, por tanto, sobre la familia- reflejada en la historia de la salvación. Es justamente el camino que adopta el Señor -se ha subrayado líneas arriba-, cuando dialoga con los fariseos acerca del matrimonio: les remite -confirmándoselas- a las enseñanzas relativas al matrimonio que se contienen en Génesis (Gn 1-3) [22]. De aquel análisis se concluye que el matrimonio es obra de Dios, una institución determinada por Dios con características y finalidad propias: «el mismo Dios es el autor del matrimonio al que ha dotado de bienes y fines varios» [23]. El hombre y la mujer, «formados a imagen y semejanza de Dios» [24], han sido creados en dualidad de sexos que se atraen y complementan mutuamente en orden a la procreación [25]. Pues bien, el desarrollo inmediato y natural de estas dos exigencias a nivel personal -salvaguardando la dignidad de la persona humana- desemboca en el matrimonio monogámico e indisoluble [26].
El Concilio Vaticano II pone de relieve el sentido de comunidad de vida y amor que es propio del matrimonio. Pero, junto a ello se insiste también en que la esencia más Íntima del matrimonio está en hacer, del hombre y de la mujer, «una sola carne» [27]. Y ser una sola carne significa que ambos vienen a ser «como una sola persona» porque están vinculados en sus cuerpos y en sus almas: «Esta unidad a través del cuerpo ('y serán los dos una sola carne') indica, desde el principio, no sólo el 'cuerpo' sino también la comunión encarnada de las personas -communio personarum y exige esta comunión desde el principio» [28].
Con esto es fácil llegar a dos conclusiones: la primera, que el matrimonio es «unidad en la carne», siendo la comunidad de vida y amor una derivación -la manifestación- de esa unidad en la carne; la segunda, que el amor esencial al matrimonio, aquél que forma parte de su esencia, no es el amor como hecho, sino el amor comprometido: el deber de amarse. El amor de hecho, en cambio, sólo es indisoluble o perpetuo de modo tendencial, pues el hecho del amor pertenece a la historia del hombre, y por consiguiente está sujeto a posibles cambios. Si ese amor como hecho se considerase esencial en el matrimonio, se incidiría en el equívoco de reducir la fidelidad indisoluble a un ideal, y no a una propiedad del matrimonio; terminado ese amor-sentimiento, dejaría de existir la esencia del matrimonio y, por tanto, el matrimonio mismo.
Se hace así necesario evitar dos extremos igualmente demoledores de la identidad matrimonial: la «institucionalización excesiva» y el «personalismo exagerado». La visión institucional y la personalista no tienen por qué oponerse, sino que se exigen y complementan mutuamente. De esta manera el vínculo, o alianza matrimonial, cobra su significación profunda y verdadera: la indisolubilidad, por ejemplo, no podrá ser concebida como condición accidental y extrínseca -algo yuxtapuesto o paralelo al amor conyugal-, sino que se verá como requisito indispensable de autenticidad, como una genuina manifestación del amor conyugal. «El aspecto institucional, lejos de ser una traba para el amor, en su culminación» [29], el camino necesario para la realización personal.
El designio de Dios sobre el matrimonio desvelado en «el principio» (cf. Gn 1-3) contempla el primer hombre y la primera mujer; pero al mismo tiempo descubre el futuro terreno de todo hombre y de toda mujer que se unirán en matrimonio a lo largo de la historia. Por eso el Señor remitirá a este texto, de actualidad en su tiempo y para todas las épocas. La unión del primer hombre y la primera mujer es, en este sentido, el «comienzo» y el «modelo» de todas las uniones matrimoniales futuras.
El matrimonio forma parte del designio de Dios sobre la humanidad, «desde el principio». El plan originario, desvelado en la historia de la salvación, es que la «alianza esponsal» entre el hombre y la mujer «sea signo y expresión de la comunión de amor entre Dios y los hombres» [30], cuya revelación llega a la plenitud con la Encarnación y entrega de Cristo en la cruz [31]. Con la venida de Cristo, el designio de Dios sobre el matrimonio es que el amor de los esposos sea imagen y símbolo no sólo del amor y comunión entre Dios y los hombres sino del amor de Cristo con la Iglesia; y que lo sea precisamente como expresión y realización de ese amor. «Por medio del sacramento del Matrimonio el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos» [32] y «la comunidad íntima de vida y amor conyugal, fundada por el Creador, es elevada y asumida en la caridad de Cristo, sostenida y enriquecida por su fuerza redentora» [33]; el sacramento hace que «la recíproca pertenencia (de los esposos) sea representación real (...) de la misma relación de Cristo con la Iglesia» [34].
El sacramento, por tanto, confirma el designio originario de Dios; es decir, mantiene todas las características queridas por Dios «desde el principio» como propias de la unión conyugal: lo que era «desde los orígenes» -no otra cosa- es lo que se eleva a sacramento. Y, además, introduce esa realidad creacional en una dimensión nueva, cuya originalidad primera consiste en hacer que «los esposos participen y estén llamados a vivir la misma caridad de Cristo en la cruz [35] de un modo particular y propio. En los bautizados -esa es la consecuencia- la condición sacramental no se introduce como algo yuxtapuesto o paralelo a la realidad natural de su matrimonio; la misma institución creacional es penetrada y elevada en y desde su misma interioridad.
II El matrimonio, camino de santidad
De la doctrina de la llamada universal a la santidad son puntos principales, según resalta el Concilio Vaticano II, que la santidad a la que están llamados los cristianos es una y la máxima para todos y que cada uno debe alcanzarse según los propios dones y gracias y recibidos. Pero de qué manera se especifica y concreta existencialmente en los casos y vidas concretas. Eso es lo que ahora tratamos de analizar.
1. Origen sacramental de la vocación matrimonial
El matrimonio es una de las formas de seguimiento e imitación de Cristo. Instituido por Dios y elevado por Cristo a sacramento de la Nueva Ley, es una verdadera vocación sobrenatural que responde admirablemente a la estructura y condición humana. Pues bien, si se quiere penetrar en el sentido vocacional del matrimonio, es decir determinar el alcance y la peculiaridad de la vocación matrimonial, la manera adecuada de hacerlo es remontarse hasta el sacramento -hasta la consideración sacramental- del matrimonio. Porque el sacramento decide últimamente sobre la vocación de los casados en la historia de los hombres y en la historia de la salvación.
El papel decisivo que el sacramento del matrimonio desempeña en la vida de los que se casan y en la familia está en que determina tanto el surgir como el «ser» y el desarrollarse de la vocación matrimonial. El momento de la celebración del sacramento del matrimonio hace que un hombre y una mujer concretos se conviertan en marido y mujer, en sujetos actuales de la vocación y de la vida matrimonial. El matrimonio es el sacramento de la vocación de los casados.
En relación con la vocación matrimonial son varios los puntos que se deben resaltar a partir de la relación sacramento-matrimonio. Primero, que el sacramento constituye el origen y determina la vocación de matrimonio, en el sentido de que toda la vida matrimonial y familiar encuentra ahí su fundamento y justificación. Antes de la venida de Cristo -como realidad de la Creación-, en cuanto memorial del amor de Dios al hombre a la vez que anuncio y profecía de la donación de Cristo en la Cruz. Después de la muerte del Señor -como sacramento de la Redención: sacramento en sentido estricto-, en cuanto realización y actualización de ese mismo amor de Cristo y de Dios. La tarea vocacional propia de los casados -a la que son llamados por el sacramento recibido- es hacer visible el amor de Cristo y de Dios: ser signos y testigos vivos del amor de Cristo por la Iglesia a través de las vicisitudes de la vida matrimonial y familiar.
Otro punto que debe subrayar es que el sacramento del matrimonio no da lugar a una segunda vocación en los casados -ni cristiana ni tampoco matrimonial- que vendría a sumarse a la que les correspondería por su matrimonio en cuanto institución de la Creación. (Ello supondría, junto a otras cosas, no haber penetrado suficientemente en la doctrina de la identidad e inseparabilidad entre pacto o contrato y sacramento en el matrimonio de los bautizados). Se trata, por el contrario, de la misma vocación a la que corresponde una doble fundamentación, desvelada a su vez en etapas o fases sucesivas: la de la Creación y la de la Redención. En el orden práctico y existencial eso lleva a concluir que, para vivir la vocación sobrenatural del matrimonio, es absolutamente necesario valorar en toda su profundidad y amplitud la realidad matrimonial, en cuanto institución natural; por otro lado, se ve cómo la sacramentalidad -lejos de separar a los esposos cristianos de las realidades y cometidos en los que viven inmersos con el resto de los hombres- les lleva a modelarlos según el designio y plan de Dios.
Aquí está la razón de que el Apóstol, en el texto clásico de Efesios 5, se dirija a los esposos cristianos a fin de que «modelen su vida conyugal sobre el sacramento instituido desde el principio por el Creador: sacramento que halló su definitiva grandeza y santidad en la alianza nupcial de gracia entre Cristo y la Iglesia. En el «gran sacramento» de Cristo y de la Iglesia los esposos cristianos descubren el fundamento y espacio sacramental de su vocación y vida matrimonial [36].
2. La peculiaridad de la vocación matrimonial
Por el bautismo los esposos cristianos participan y están insertos ya en el misterio del amor de Cristo por la Iglesia. (Esta es una característica propia de todo sacramento). Sin embargo, esa participación reviste una peculiaridad específica en el sacramento del matrimonio. En líneas generales esa especificidad consiste en que esa inserción en el misterio del amor recíproco entre Cristo y la Iglesia se lleva a cabo por medio de la conyugalidad, a través de la condición de marido y mujer. La corporalidad, en su modalización de masculinidad y feminidad, es entonces el modo necesario y propio de los esposos -en cuanto esposos- de relacionarse entre sí y con Cristo. «Los esposos participan de él [del amor nupcial de Cristo por la Iglesia] en cuanto esposos, los dos, como pareja, hasta tal punto que el primer e inmediato efecto del matrimonio (res et sacramentum) no es la misma gracia sobrenatural sino el lazo conyugal cristiano -el vínculo indisoluble-, una comunión entre los dos típicamente cristiana porque representa el misterio de la encarnación de Cristo y su misterio de alianza. Y el contenido de la participación en la vida de Cristo es también específico: el amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los componentes de la persona -llamada del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad-; apunta a una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no tener más que un sólo corazón y una sola alma; exige la indisolubilidad y la fidelidad en la donación recíproca definitiva; y se abre a la fecundidad» [37].
Por el matrimonio el amor de Cristo-Esposo por la Iglesia-Esposa se sirve de los esposos, como de instrumentos vivos, para amarse mutuamente entre sí como marido y mujer. El sacramento hace posible que puedan vivir su propia relación con Cristo dentro y a través de las recíprocas relaciones conyugales. El diálogo conyugal es la manera específica -propia de los casados- de construir su vida como «comunión interpersonal», en cuanto despliegue y derivación de esa profunda «unidad en la carne» [38] que han venido a ser por el sacramento. De la estructura de esa «comunión» forma parte, como elemento esencial -es criterio de autenticidad-, la disponibilidad a la paternidad o maternidad [39].
Y como el sacramento «acompaña siempre a los esposos a lo largo de toda su existencia» [40] -mientras la muerte no los separe-, la conciencia viva del sacramento recibido deberá constituir el hilo conductor de la espiritualidad matrimonial y familiar. Hasta conseguir que la entera existencia diaria sea de verdad un acto de culto a Dios -no sólo el momento de la celebración sacramental-; porque «todas sus obras, preces y proyectos apostólicos; la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren pacientemente, se convierten en hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (1P 2, 5)» [41].
Valorar en todo su alcance el sentido vocacional del matrimonio supone penetrar primero en la originalidad de la vocación cristiana comunicada por el bautismo. Porque es esta vocación -no otra- la que, después de la celebración del matrimonio, han de seguir los casados en su vida matrimonial y familiar. En consecuencia, la radicalidad es una característica esencial de la vocación matrimonial, como de cualquier otra vocación. En efecto, no se puede olvidar que los diferentes modos de ser en la Iglesia están siempre al servicio y ordenados a constituir el marco de lo que es original y primario: ser en la Iglesia, cuya puerta es siempre el bautismo.
Lo específico del sacramento del matrimonio se inserta en la dinámica de conformación e identificación con Cristo en que se resume la vida cristiana iniciada con el bautismo. Lo que, lejos de atenuar las exigencias ordinarias de radicalidad y santidad del bautismo, es motivo, por un lado, de que se vean urgidas por un nuevo título -el sacramento del matrimonio- y, por otro, de que se concreten en unas formas existenciales determinadas, es decir la vida conyugal y familiar.
3. El Matrimonio, sacramento de la mutua santificación de los esposos
Cada uno de los sacramentos hace que la santidad de Cristo llegue hasta la humanidad del hombre; es decir, penetra el hombre -el cuerpo y el alma, la feminidad y la masculinidad- con la fuerza de la santidad. (Nada más contrario a una doctrina sacramental auténtica que una concepción maniquea o dualista del cuerpo y del hombre). En el matrimonio la santificación sacramental alcanza a la humanidad del hombre y de la mujer, precisamente en cuanto esposos, como marido y mujer.
El sacramento -en cuanto tal- es una acción transitoria, que pasa; tiene lugar en un momento determinado, cuando los que se casan, celebran el sacramento por medio del mutuo consentimiento matrimonial (el matrimonio in fieri). Pero hace posible que la alianza iniciada entonces pueda verificarse a lo largo de toda la vida, precisamente en cuanto realidad sagrada y sacramental, porque por el sacramento está insertada en la alianza de Cristo con la Iglesia. Efecto del sacramento es que la vida conyugal -la relación interpersonal propia de marido y mujer, de la que es inseparable la disposición a la paternidad y a la maternidad- esté elevada a una dimensión de santidad real y objetiva. La corporalidad -el lenguaje de la corporalidad- está en la base y raíz de la vocación matrimonial a la santidad, como el ámbito y la materia de su santificación: «Todos los cristianos -enseña en este sentido el Concilio Vaticano II- en cualquier condición de vida, de oficio o circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar día a día con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre celestial, con tal de cooperar con la voluntad divina, manifestando a todos, incluso en una servidumbre temporal, la caridad con que Dios amó al mundo» [42].
El matrimonio es fuente y medio original de la santificación Je los esposos. Pero lo es -sobre ello interesa llamar la atención ahora- «como sacramento de la mutua santificación» [43]. Lo que quiere decir fundamentalmente que: a) el sacramento del matrimonio concede a cada cónyuge la capacidad necesaria para llevar a su plenitud existencial la vocación a la santidad que ha recibido en el bautismo; y b) a la esencia de esa capacitación pertenece ser, al mismo tiempo e inseparablemente, instrumento y mediador de la santificación del otro cónyuge y de toda la familia. En la tarea de la propia y personal santificación -la santificación se resuelve siempre y en última instancia en el diálogo de la libertad personal y la gracia de Dios- el marido y la mujer han de tener siempre presente su condición de esposos y, por eso, al otro cónyuge y a la familia.
La Revelación se sirve de las analogías «marido-mujer» y «cuerpocabeza» para expresar el misterio y la naturaleza de la unión de Cristo con la Iglesia. Y estas mismas analogías, por ser signo e imagen de la realidad representada, sirven a su vez para revelar e iluminar la verdad sobre el matrimonio [44] y también la mutua función santificadora de los cónyuges.
«En virtud del pacto de amor conyugal el hombre y la mujer no son ya dos, sino una sola carne (Mt 19, 6; cfr. Gn 2, 24) [45]. A partir de ese momento, permaneciendo los dos como personas singulares -cada uno de los esposos es en sí una naturaleza completa, individualmente distinta- son en lo conyugal, en cuanto masculinidad y feminidad -modalidad a la que es inherente la condición personal- una única unidad. Ha surgido entre ellos el vínculo conyugal por el que constituyen en lo conyugal una unidad de tal naturaleza que el marido pasa a pertenecer a la mujer, en cuanto esposo, y la mujer al marido, en cuanto esposa. Hasta tal punto que cada uno debe amar al otro cónyuge no sólo corno a sí mismo -corno a los demás hombres- sino con el amor de sí mismo. Un deber que, por ser derivación y manifestación de la «unidad en la carne», convertida a su vez por el sacramento en «imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo Místico del Señor Jesús» [46], abarca todos los niveles -cuerpo, espíritu, afectividad ...- y ha de desarrollarse más y más cada día. En la tarea de reflejar la unión entre Cristo y la Iglesia, de la que participan, los esposos -es obvio- siempre pueden crecer más.
Las mutuas relaciones entre los esposos reflejan la verdad esencial del matrimonio -y consiguientemente los esposos viven su matrimonio de acuerdo con su vocación cristiana- tan sólo si brotan de la común relación con Cristo y adoptan la modalidad del amor nupcial con el que Cristo se donó y arna a la Iglesia. La peculiaridad de su participación en el misterio del amor de Cristo es la razón de que la manera de relacionarse los esposos sea -objetiva y realmente- materia y motivo de santidad; y también, de que la reciprocidad sea componente esencial de esas relaciones.
Por el matrimonio los casados se convierten «corno en un sólo sujeto tanto en todo el matrimonio corno en la unión en virtud de la cual vienen a ser una sola carne» [47]. Es claro que -como se decía antes- los esposos, después de la unión matrimonial, siguen permaneciendo corno sujetos distintos: el cuerpo de la mujer no es el cuerpo del marido, ni el del marido es el de la mujer. Sin embargo, ha surgido entre ellos una relación de tal naturaleza que la mujer en tanto vive la condición de esposa en cuanto está unida a su marido y viceversa. De la misma manera que la Iglesia sólo es ella misma en virtud de su unión con Cristo.
Ahora bien, «el amor de Cristo a la Iglesia tiene corno finalidad esencialmente su santificación: 'Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella... para santificarla (Ef 5, 25-26)' [48]. Por eso, dado que el sacramento del matrimonio hace partícipes a los esposos de ese mismo amor de Cristo y los convierte realmente en sus signos y testigos permanentes, el amor y relaciones mutuas de los esposos son en sí santas y santificadoras; pero únicamente lo son -desde el punto de vista objetivo- si expresan y reflejan el carácter y condición nupcial. Si esta condición faltara tampoco llevarían a la santidad, porque ni siquiera se podría hablar de amor conyugal auténtico. La santificación del otro cónyuge -el cuidado por su santificación-, desde la rectitud y fidelidad a la verdad del matrimonio, es, por tanto, una exigencia interior del mismo amor matrimonial y, consiguientemente, forma parte de la propia y personal santificación.
La tarea de los esposos -en la que se cifra su santificación- consiste en advertir el carácter sagrado y santo de su alianza conyugal -participación del amor esponsal de Cristo por la Iglesia- y modelar el existir de sus vidas sobre la base y como una prolongación de esa realidad participada. Algo que tan sólo es dado hacer con el ejercicio de las virtudes sobrenaturales y humanas, en un contexto de amor a la Cruz, condición indispensable para el seguimiento de Cristo. La alianza conyugal, en sí misma santa, es entonces santificada subjetivamente por los esposos a la vez que es fuente de su propia santificación. De esta manera, además, sirve para santificar a los demás, porque -entre otras cosas gracias- al testimonio visible de su fidelidad, se convierten ante los otros matrimonios y los demás hombres en signos vivos y visibles del valor santificante y profundamente liberador del matrimonio. El matrimonio es el sacramento que llama de modo explícito a un hombre y una mujer determinados a dar testimonio abierto del amor nupcial y procreador.
4. El sacramento del matrimonio como «don» y como «ethos»
Cuando la Encíclica Humanae vitae recuerda que los esposos cristianos deben vivir «su vocación hasta la perfección» mediante el cumplimiento fiel de los propios deberes, señala igualmente que, para ello, «son corroborados y como consagrados» «con el sacramento del matrimonio» [49]. El texto, aparte de insistir en la especificidad de la vocación matrimonial, resalta el aspecto sobre el que ahora se quiere reflexionar: «al hombre se le da en el matrimonio el sacramento de la redención como gracia y signo de la alianza con Dios, y se le asigna como ethos» [50].
Con la gracia santificante -el matrimonio es un sacramento de vivos que confiere el aumento de la gracia en los que no ponen óbice- este sacramento produce una gracia sacramental peculiar. Es, en el fondo, el derecho a recibir, de parte de Dios, los auxilios específicos necesarios para vivir su matrimonio según el designio divino. Con estos auxilios los esposos se verán capacitados para hacer que el existir diario de su matrimonio -respecto de sí mismos y los demás; y en relación con las propiedades, fines, etc.- se convierta en imagen y signo fiel del amor de Cristo y de la Iglesia. El hecho de que, por el sacramento, el misterio del amor y unión de Cristo con la Iglesia se hace realidad de manera particular y específica en el matrimonio de los esposos cristianos es, por tanto, origen y cauce de la gracia propia de la vida conyugal. En otro caso no se podría hablar de sacramento -porque no sería un signo eficaz de la gracia- o no se podría hablar de un sacramento peculiar y distinto de los demás, ya que no produciría unos efectos y gracias específicos y particulares [51].
Los deberes y exigencias propios del matrimonio -cuyo resumen último se concreta en ser «el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación» a través de su condición de esposos y padres- han de verse siempre como expresión de la vocación. La relación sacramento-vocación lleva a descubrir el carácter de «don» que tiene el matrimonio a la vez que de «misión»: el matrimonio es un don confiado por Dios a los esposos como misión. Es una misión que -debe recordarse siempre- se presenta como exigencia y realización de la misma verdad del matrimonio, en cuanto que tan sólo de esa manera se puede vivir el matrimonio de acuerdo con el proyecto y designio de Dios. La fidelidad a la vocación es, pues, el itinerario de la verdadera y auténtica libertad de los esposos.
El matrimonio concedido al hombre como don y como gracia es una expresión eficaz del poder salvífico de Dios, capaz de llevarle hasta la realización plena del designio de Dios. Primero, porque le libera de la «dureza del corazón» en la que está inmerso por el pecado original y que dificulta el entender correctamente la verdad del matrimonio; y después porque comporta la entrega efectiva de las gracias para superar los obstáculos que en ese cumplimiento puedan sobrevenir. Con el sacramento los cónyuges cristianos son ayudados por la presencia del Espíritu Santo en su corazón, que les guía hasta el descubrimiento de la verdad de la vocación matrimonial inscrita en la humanidad de su corazón, y les impulsa orientar y configurar sus vidas según la ley de Dios [52].
Como «ethos» el sacramento del matrimonio es, en el fondo, «una exhortación a dominar la concupiscencia», y, por tanto, a vivir la virtud de la castidad de la manera que les es propia, sin la cual es imposible conseguir aquel dominio [53]. Del sacramento nace como «don» y como «tarea» la libertad del corazón -el dominio de la «concupiscencia»- con la que es posible «vivir la unidad, y la indisolubilidad del matrimonio y además el profundo sentido de la dignidad de la mujer en el corazón del hombre (como también de la dignidad del hombre en el corazón de la mujer) tanto en la convivencia conyugal como en cualquier otro ámbito de las relaciones recíprocas» [54].
Cuando se afirma que uno de los fines del matrimonio es servir de «remedio a la concupiscencia» se está diciendo sin más que al matrimonio -como sacramento- le corresponde como don o gracia particular -también como tarea- dominar el desorden de las pasiones, estableciendo la armonía y libertad del corazón. En este contexto «el matrimonio significa el orden ético introducido conscientemente en el ámbito del corazón del hombre y de la mujer y en el de sus relaciones recíprocas como marido y mujer» [55].
La consideración sacramental del matrimonio conduce a poner de relieve que el hombre y la mujer «históricos» -los que viven-, aunque son «hombres de la concupiscencia», son, sobre todo, los hombres llamados a vivir y caminar «según el Espíritu» [56]. Aunque la «concupiscencia» pueda, en ocasiones, arrastrarles hasta el error y el pecado, sigue siempre inscrita en su interior la llamada a abrazar la verdad, abandonando el error. El sacramento del matrimonio es, por eso, fuente y razón de la esperanza y tono ilusionante con que ha de desarrollarse siempre la vida de los esposos cristianos. Por encima de cualquier obstáculo o contrariedad está siempre vencedora la gracia del «don» que recibieron. ¡Es el amor esponsal de Cristo por la Iglesia el que ellos participan y vive en ellos por el sacramento!
5. Los sacramentos de la Eucaristía y de la Reconciliación en la santificación de la familia
La Eucaristía es la consumación de la vida cristiana y el fin de todos los sacramentos [57], es la «cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza [58]. A la Eucaristía está estrecha e íntimamente vinculado el matrimonio cristiano y, en consecuencia, la santificación de los casados y de la familia cristiana.
El matrimonio -se decía líneas arriba- es participación y signo de la alianza de amor de Cristo con la Iglesia, que en cuanto sellada con la sangre de la Cruz es representada en el sacrificio eucarístico; hace, por tanto, que la alianza conyugal de los esposos deba ser un trasunto y como la prolongación del sacrificio de la Eterna y Nueva Alianza. En la entrega y donación de la Eucaristía encuentran los esposos el modelo que configura y anima desde dentro la entrega y donación de su propia existencia conyugal y familiar.
Dado que la participación de los esposos en el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia es real y no sólo intencional, en el amor matrimonial se da ya un dinamismo interior capaz de conducir a los esposos a vivir aquí el estilo del amor de Cristo representado en la Eucaristía. Pero con la Eucaristía ese dinamismo es reforzado y robustecido: de tal manera el sacramento eucarístico transforma en Cristo al hombre, que éste llega a vivir su misma vida, se reproducen las acciones de Cristo por que se piensa y ama como El, es decir de su Amor. Cada vez que los esposos participan de la Eucaristía -supuestas obviamente las debidas disposiciones- su amor se transforma cada vez más dentro de la novedad de significación que les es propia en «don» y «comunión» que son, por otro lado, las características más típicas del sacramento del Altar.
Consiguientemente la celebración y participación eucarística es fundamento y alma de la santificación de la familia [59] y también de su dinamismo misionero y apostólico [60]. Lo que desde el punto de vista práctico ha de llevar en primer lugar a la participación frecuente -diaria si es posible- en la Eucaristía; y después, a convertir todo el día en su prolongación y preparación. Eso quiere decir que «la Eucaristía ha de ser siempre el centro y la raíz de la vida interior» [61].
También el sacramento de la Penitencia ocupa un lugar importante en la santificación de la familia cristiana. No sólo de las familias que se encuentran en dificultades o en situaciones irregulares, sino también de las que viven empeñadas en realizar el designio de Dios sobre sus vidas, ya que la conversión y la reconciliación son notas distintivas del vivir de los cristianos mientras caminan por la tierra. Por eso la vida de la familia cristiana ha de estar ligada siempre a la celebración del sacramento de la Reconciliación.
El significado particular (que el sacramento de la Reconciliación tiene) para la vida familiar [62] se descubre en seguida con sólo advertir que, entre sus efectos, están los de hacer crecer y, cuando es necesario, recomponer y restablecer la alianza y comunión familiar. Porque el perdón de Dios, al quitar el pecado, reconcilia y restablece la amistad del hombre consigo mismo y también con los demás; ya que, según es claro desde la consideración de la auténtica naturaleza del pecado, la ruptura con Dios en que consiste su verdadera esencia es -no otra cosa- el origen de la ruptura con el hombre. Por eso, al crecer o restablecerse según los casos -mediante el perdón- la alianza y comunión con Dios, por lo mismo crece y se restablece también la amistad y comunión con uno mismo y con los demás hombres. (No se puede, en efecto, amar a Dios sin amar al mismo tiempo todo cuanto Dios ama). El perfeccionamiento y la construcción existencial del amor matrimonial -el amor es el alma y la norma de la comunión matrimonial y familiar- tiene, por tanto, en el sacramento de la Reconciliación «su momento sacramental específico» [63].
De ahí que los matrimonios cristianos hayan de sentir en su interior -sin que nadie tenga que recordarlo desde fuera- la «urgencia» de acudir al sacramento del Perdón. De manera necesaria cuando se haya producido una ruptura grave de la alianza y comunión matrimonial en cualquiera de sus formas y, de cualquier modo, es decir, de pensamiento, palabra u obra. Y muy convenientemente, en la circunstancia de que esa ruptura no hubiera sido grave. Porque sólo cuando el hombre y la mujer que han pecado se encuentran en Dios gracias al perdón sacramental, se puede hablar de perdón mutuo y de verdadera reconciliación entre ellos. Es así, porque sólo entonces ha desaparecido del todo y de verdad -no sólo aparentemente- el muro y la ruptura que los separaban. Por otro lado, en el sacramento de la Reconciliación encuentra, cada cónyuge, las gracias específicas para otorgar y recibir -en la parte y modo que a cada uno corresponda- el perdón y la reconciliación que tan frecuentemente se han de vivir en la existencia de las familias cristianas.
Augusto Sarmiento en dadun.unav.edu/
Notas:
1. Conc. Vat. II, Const. Past. Gaudium et spes, 2 (En adelante se cita GS).
2. JUAN PABLO II, Carta a las Familias, 2 (En adelante se cita CF).
3. CF 3. Al respecto se lee en esta misma Carta: «En nuestra época este tesoro es explorado a fondo en los documentos del Concilio Vaticano 11 [cf., en particular, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, nn. 47-52]; interesantes análisis se han hecho también en los numerosos discursos que Pío XII dedica a los esposos [especial atención merece el Discurso a las participantes en el Congreso de la Unión Católica Italiana de Comadronas, 29 octubre 1951]; en la Encíclica Humanae vitae de Pablo VI; en las intervenciones durante el Sínodo de los Obispos dedicado a la familia (1980), y en la Exhortación apostólica Familiaris consortio» (Ibidem, 23).
4. CF 23.
5. Ibidem.
6. Ibidem, 3.
7. Ibidem, 2, 23.
8. Ibidem, 23.
9. Ibidem, 4.
10. Cf. Ibidem, 12.
11. Cf GS, 48; cf. JUAN PABLO, Exh. Apost., Familiaris consortio, 13 (En adelante se cita FC); CF 18-19.
12. Cf. CF 22.
13. Es la primera vez -hace notar el Pontificio Consejo para la Familia- que un Pontífice se dirige directamente a las familias sin recurrir a la mediación de los obispos, los teólogos y los pastores en general.
14. Cf. CF 23.
15. La expresión está tomada de san Josemaría Escrivá de Balaguer. Como bien se sabe la proclamación solemne de la doctrina sobre la llamada universal a la santidad es una de las líneas-fuerza de la renovación pedida por el Concilio Vaticano II (cf. Const. Lumen gentium, 32). Y como pionero de esa doctrina ha sido ampliamente reconocida la figura de san Josemaría Escrivá de Balaguer. Respecto del matrimonio es particularmente significativa la homilía El matrimonio vocación cristiana, en Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 1974, nn. 22-30.
16. JUAN PABLO II, Aloe. Nella nostra conversazione, 4. VIII. 1982, n. 3.
17. FC, 17.
18. Cf. Mt 19, 8.
19. CF 5: «Que (...) constituya ante todo un testimonio alentador por parte de las familias que, en la comunión doméstica, realizan su vocación de vida humana y cristiana. ¡Son tantas en cada nación, diócesis y parroquia! Se puede pensar razonablemente que esas familias constituyan 'la norma', aun teniendo en cuenta las no pocas situaciones irregulares».
20. Al respecto se podrían multiplicar las referencias de la Carta. Baste citar entre otros los nn. 7-10.
21. Cf. JUAN PABLO II, Homilía a las familias, 12. X. 1980, n. 5.
22. Cf. Mt 19, 1-12; Mc 10, 2-12; cf. CF 7, 18.
23. GS 22; cf. CF 7-8.
24. Gn 1, 26.
25. Cf. CF 6, 8.
26. Cf. CF 7-8.
27. Gn 2, 24; Mt 19, 4-6.
28. JUAN PABLO II, Aloc. Seguendo la narrazione, 14. XI. 1979, n. 5; cf. CF 8.
29. lDEM, Discurso C'est avec joie, 23. II. 1980, n. 3.
30. FC 12; cf. CF 18-19.
31. Cf. FC 13; cf. CF 18.
32. GS 48; cf. CF 18-19.
33. FC 12.
34. Ibidem.
35. Ibidem.
36. Cf. CF 19.
37. FC 13.
38. Gn 2, 24. La Carta Apost. de JUAN PABLO II, Mulieris dignitatem -sobre la dignidad de la mujer- es una meditación profunda sobre esta doctrina a partir sobre todo de los textos de Gn 1, 27-28; Gn 21, 18-25 y Ef 5, 25-32; cf. entre otros, los nn. 6-7, 10, 23. (En adelante se cita MD).
39. Cf. CF 12.
40. FC 56; Cf. CF 18-19.
41. CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 34.
42. Ibidem, 41. El subrayado es nuestro.
43. Cf. FC 11.
44. Cf. CF 19. Al respecto dice la Carta Apost. Mulieris dignitatem, 23: «En el texto paulino (Ef 5, 25-32) la analogía de la relación esponsal va contemporáneamente en dos direcciones que constituyen la totalidad del 'gran misterio' ('sacramentum magnum'). La alianza propia de los esposos 'explica' el carácter esponsal de la unión de Cristo con la Iglesia y, a su vez, esta unión -como 'gran sacramento'- determina la sacramentalidad del matrimonio de los esposos como alianza santa de los esposos, hombre y mujer».
45. FC 19; cf. CF 8.
46. Ibidem.
47. JUAN PABLO II, Aloe. Nelle precedenti, 25. VIII. 1982, n. 3.
48. MD 6.
49. Cf. PABLO VI, Ene. Humanae vitae, 25.
50. JUAN PABLO II, Aloc. Abbiamo analizzato, 24. XI. 1982, n. 7.
51. El matrimonio (sacramentum tantum) produce el vínculo conyugal (res et sacramentum) y la gracia del sacramento del matrimonio (res tantum). Sin embargo, no existe unanimidad en los autores a la hora de explicar el modo en el que las gracias y auxilios determinados son concedidos de hecho a los esposos en las diferentes circunstancias y necesidades. La respuesta, como es sabido, está ligada a la concepción que se tenga sobre la causalidad de los sacramentos.
52. Cf. JUAN PABLO II, Aloc. lniziamo oggi, 28. VII. 1982. Hablar del matrimonio como sacramento es situarse en el marco de la Historia de la Salvación y contemplar al hombre histórico y concreto -sometido a la «concupiscencia»-, en la perspectiva de «el principio» -la situación en que fue creado- y en la «escatológica», la que llegará a vivir en la resurrección.
53. GS 51.
54. Cf. MD 14, 17.
55. JUAN PABLO II, Aloe. Durante le precedenti, 12. l. 1982, n. l.
56. Cf. Ga 5, 16.
57. Cf. CONC. VAT. II, Decr. Presbyterorum ordinis, 5; cf. S. TOMÁS, III, q. 73, n. 3.
58. Cf. IDEM, Const. Sacrosanctum Concilium, 10.
59. Cf. CF 18.
60. Cf. FC 57.
61. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, cit., nn. 86 y 87.
62. FC 58; cf. CF 18.
63. Cf. Ibidem.
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