Introducción
“No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón” [1]. Éste fue el mensaje del Papa Juan Pablo II en la XXXV Jornada Mundial de la Paz, en el año 2002.
¿Por qué recordar estas palabras en México el día de hoy?
Pedir perdón, ser perdonado, perdonar, perdonarse: todos estos son momentos de reconocimiento y abundancia. A través de ellos, la persona reconoce que ha fallado a alguien, acepta la gracia de recibir más de lo que merece, descubre su capacidad de dar más de lo justo y se reconoce a sí misma igual a cualquier otro ser humano imperfecto. Del perdón nace el reencuentro con el otro y con uno mismo, pues las personas se descubren y comprenden de manera más profunda y develan mutuamente un poco de su intimidad: su fortaleza y debilidad, su vulnerabilidad y poder.
Pero ¿qué hay del agravio que no es personal? Es decir, ¿qué hay de la falta que se comete contra una persona o grupo de personas a través de organismos y estructuras? En estos casos no resulta tan claro cómo el perdón puede ser la decisión personal y privada que restaure las relaciones de paz y justicia entre la institución y los agraviados. Es oportuno reflexionar sobre si el perdón otorgado por el agraviado es suficiente para lograr el reencuentro entre las partes cuando el daño ha sido mediado por algún grupo, o si acaso es posible y ético perdonar una injusticia que no se ha cometido únicamente contra un sujeto sino contra una comunidad.
En la realidad concreta de México, ¿qué hay del daño ocasionado a la mayoría de la población por estructuras de pobreza? ¿Quién perdona, a quién se perdona? ¿Qué hay del daño irreparable a una familia que ha perdido a uno de sus integrantes y que no tiene un cuerpo que llorar ni un culpable a quien encarar: cómo es posible perdonar la muerte de un ser querido a manos de nadie? ¿Qué hay de las mujeres “públicas”, que, encima de venderse, son compradas por los representantes de la ley que las prohíbe? ¿Cómo ser agresor y agredido, y pedir perdón y perdonar al mismo tiempo en un sistema corrupto en el que para muchos reina de hecho la impunidad? ¿Qué hay de los presos inocentes: a quién exigir perdón, quién los indultará? ¿Qué hay de los ciudadanos comunes y corrientes que estamos orillados a escuchar siempre las mismas noticias, siempre de las mismas figuras: cómo pedir la palabra a quien tiene el monopolio de la voz?
En pocas palabras: ¿puede ser el perdón la vía para reestablecer las relaciones de justicia y de paz en el México de hoy?
La construcción de la memoria feliz en los procesos de reconciliación social
“El perdón es una decisión personal, una opción del corazón que va contra el instinto de devolver mal por mal” [2]. De nuevo, palabras de Juan Pablo II. Esta oposición al instinto de revancha significa asumir voluntariamente una postura frente al pasado en que ocurrió la falta, y zurcirlo con la vida presente y el deseo de futuro.
Por el perdón, el pasado es recuperado de manera especial. Ya sea de manera instintiva o voluntaria, el agraviado toma de la memoria imágenes de un pasado injusto. No se trata de la simple ubicación de eventos en la línea del tiempo o de rastrear acontecimientos 100% objetivos y públicos por cualquier persona, sino del reconocimiento de actos significativos, llevado a cabo por alguien en particular que los revive. Por ejemplo, más que el registro pericial de un auto robado un día martes, el proceso del perdón requiere de un sujeto que recuerde qué sucedió y cómo, pues en el cómo descansa la carga significativa. Otros casos, mucho más significativos, involucran el daño directo a personas, a veces físico, a veces moral, o de ambos tipos, como en el caso de la tortura.
Así, la primera condición necesaria del perdón es la memoria, pues ofrece el objeto del acto. Pero ¿memoria de quién? ¿Es necesaria la memoria tanto del agresor como del agredido, o qué sucede cuando alguien no quiere ser perdonado y no tiene la intención de reconocer ninguna falta? En ese caso, ¿a quién se perdona?
Si la memoria y el reconocimiento del agravio fueran ingredientes necesarios del perdón, el ofendido no tendría la posibilidad de perdonar si su agresor no tiene la disposición de reconocerlo. Si no fueran un ingrediente necesario, entonces podría haber perdón sin participación ni reconocimiento del agresor.
Pero ¿qué define la cuestión? ¿Debemos decir que no es necesario que el agresor reconozca la falta sólo por nuestro deseo de que el agredido pueda perdonar, en un acto totalmente independiente de otros? No podemos contestar simplemente que sí. Primero, porque el sujeto que perdona, o que está en vías de hacerlo, no puede desligar la acción de perdonar sin que el agresor tenga al menos algo que ver, pues pedir a la memoria recuerdos del pasado es rememorar los modos de relacionarnos con el mundo y con los otros. Recuerdo, por ejemplo, un viaje a París, recuerdo una amistad de la universidad, recuerdo el sabor de la comida de mi mamá, etc. Agresor y agredido están ligados, al menos, en el pasado, y siempre en la memoria del pasado en común y en conflicto. Segundo, porque la reconciliación que busca el perdón, es decir, el encuentro pacífico del pasado con el presente y el futuro instaura un nuevo diálogo entre las partes. La palabra dada en el perdón sincero espera la aceptación.
Sin embargo, ¿debemos decir que la memoria del agresor es necesaria para el perdón eficaz, y condenar así al agredido a su pasado doloroso, sin la posibilidad de nuevos posicionamientos de cara al futuro? Tampoco podemos contestar así; esta vez, la razón es definitiva y evidente. Si el perdón surge como una opción frente a la injusticia, es por la renuncia a la venganza, que es otro tipo de injusticia, pues resulta arbitraria cualquier tabla de equivalencia de daños; pero sobre todo, porque envilece a quien la comete y lo convierte en deudor de su agresor. Por el perdón se renuncia a la injusticia, mas no a la justicia; si así fuera, el perdón sería una estructura que perpetuara la injusticia, tanto como la venganza. Y no es justo condenar a una persona a su pasado doloroso por negarse el agresor a hacer memoria de sus faltas en el pasado.
Por ello, la respuesta a la pregunta “¿es necesaria la memoria de la ofensa por parte del agresor para que el agredido pueda perdonar?” es no. El perdón surge en oposición a la injusticia, y es injusto no poder perdonar al enemigo sin que éste reconozca sus faltas. Es justo perdonar al enemigo sin que éste lo pida; no se puede negar este recurso al agredido.
Aún falta por aclarar la importancia de la aceptación del perdón. Antes de hacerlo analizaremos la acción transformadora del perdón en el sujeto que perdona. Tal vez esto dé algunas luces sobre lo anterior.
Hemos dicho que el perdón es la renuncia al instinto de devolver mal por mal, que esta acción es personal, que se sirve de los recuerdos de la memoria y que es al mismo tiempo la posibilidad de mirar de una nueva manera el futuro, a saber, de manera no instintiva. Pero ¿cómo es posible una reacción no instintiva? Cualquier ofensa tiene diferentes tipos de efectos en el agraviado: emocionales, psicológicos, sociales, tal vez físicos, tal vez económicos. Pero estos eventos le suceden al agraviado sin que tenga, en principio, poder alguno sobre ellos. La traición de un amigo, por ejemplo, afecta profundamente a la persona. Si, digamos, Henrik decía: “Mi amigo nunca me va a traicionar”, y Konrád lo traiciona, la herida es más honda que si hubiera pensado “La virtud de mi amigo no es la lealtad”. Después de la traición, Henrik tendrá que decir algo como: “Mi amigo, que pensé que nunca me traicionaría, lo hizo, y ahora yo…” [3].
Este ejemplo me sirve para destacar que, puesto que el daño modifica el curso de los hechos esperados (Henrik no creía que su amigo lo traicionaría), su reconocimiento exige una narración que articule lo esperado, lo sucedido y al agraviado en el tiempo presente cara al futuro. A la historia: “Mi amigo, que pensé que nunca me traicionaría, lo hizo”, le falta contestar la pregunta: “¿Y ahora qué?”. Porque narrar los hechos del pasado es sólo el primer paso del perdón. Primero se reconoce el daño, pero para frenar la respuesta instintiva de venganza, es preciso cuestionarse qué hacer, si devolver mal por mal o no.
En gran medida, poder decidir qué hacer a partir del reconocimiento de la falta, depende de comprender los motivos y el entorno en que se ha cometido. Incluso si se ha decidido no devolver mal por mal, las posibilidades de acción siguen siendo vastas. Se puede decidir, por ejemplo, alejarse para siempre del amigo o, si la ofensa no es tan grave, seguir conviviendo con él. Pero para acertar en las medidas adecuadas, es importante entender el contexto. Y en este esfuerzo por comprender, la historia pasada se va volviendo más compleja, más completa, pues se consideran aspectos antes irrelevantes.
Entonces, en el proceso del perdón, no sólo hay reconocimiento de los agravios del pasado, sino también más conocimiento del pasado que enmarca tales acontecimientos. Y por conocimiento del pasado quiero decir lugares, tiempos, personas involucradas en la cuestión. Se logra mayor conocimiento de la historia pasada que se comparte con otros.
Y naturalmente, la comprensión del pasado doloroso implica sentido de pérdida y lamentación. Pues Henrik desearía que Konrád nunca lo hubiera traicionado, tal vez desearía que las cosas fueran como antes, esto sería lo justo, que nada injusto hubiera pasado. Pero cambiar los hechos del pasado es imposible, no está en sus manos ni en las de nadie. Esto lo sabe quién ha sufrido una injusticia. Henrik sabe que no puede “borrar” la injusticia del pasado, y el dolor que esto le causa es un anhelo de justicia, de paz.
El perdón en modo alguno se contrapone a la justicia, porque no consiste en inhibirse ante las legítimas exigencias de reparación del orden violado. El perdón tiende más bien a esa plenitud de la justicia que conduce a la tranquilidad del orden y que, siendo mucho más que un frágil y temporal cese de las hostilidades, pretende una profunda recuperación de las heridas abiertas [4].
Me parece que éste es el momento crítico del perdón. La opción de renunciar a una respuesta instintiva por un mal sufrido se presenta sólo cuando el sujeto se pregunta: “¿y ahora qué?”, y reconoce que nada hay para deshacer la injusticia, y que aun así, desea justicia.
Pero ¿cómo puede restaurarse la justicia? Una de las notas más graves de una injusticia es que quien la comete no sabe cuáles serán todos los efectos que ésta producirá, no puede medir los daños, pues, al final, las ofensas afectan la vida de las personas, a las personas mismas, cuyo interior y cuya historia es un misterio. Sin embargo, una de las notas más grandiosas de la persona es justamente ésta: que su interior y su historia es un misterio; en parte, porque no está acabada, determinada por los eventos del pasado. La vida personal se escribe, se reescribe, se interpreta, se relee, no sólo a la luz del pasado, sino también a la luz de las nuevas historias, de los ideales, de las metas personales, de las experiencias, que implican un modo único de vivencia.
Cuando el agredido reconoce la ofensa del otro, pero la enfrenta a la capacidad personal de transformar el sentido de los eventos del pasado y de incorporarlos de manera coherente y significativa al presente y al futuro, entonces él rompe con la injusticia y no perpetua la ofensa ni se encadena al pasado. Después de trabajar en las emociones y de arreglar los efectos que la injusticia haya tenido en la vida, el agredido deja de ser pasivo en la narración del pasado, y se vuelve autor creativo y valeroso de su autobiografía; es capaz de transformar una narración de simples hechos en el mundo a la narración de una vida continua, coherente, significativa. Ésta es la acción transformadora del perdón, posibilitar la memoria en paz con el pasado, proceso que Paul Ricoeur llama “memoria feliz” [5]. El perdón es el principio en la restauración de la justicia porque sana la memoria del pasado injusto.
Y entonces, ¿cuál es la importancia del reconocimiento de la falta por parte del agresor? Ese reconocimiento no es indispensable para que el agredido pueda perdonar, pero es mejor que la haya, tanto porque la tarea del agredido resulta más fácil (en tanto que comprende mejor el pasado y en tanto que es un modo de cesar las hostilidades), como porque es lo mínimo justo (porque respeta el derecho a conocer la verdad), pero más importante que todo esto, porque el reconocimiento del agravio por parte del agresor es el primer paso en la restauración de la justicia con la historia. El agredido puede tratar de hacer justicia sanando su memoria, pero éste no es el único modo de justicia, no es la excelencia de la justicia. La justicia es, sobre todo, una virtud social.
Puede haber perdón sin deseo de ser perdonado, pero la justicia que se consigue en este caso es personal, pues el agraviado se libera del pasado y consigue paz interior. Pero este perdón no restaura la justicia social, pues allí hay un desequilibrio que continúa: a saber, el de no tomar la posición justa frente al pasado, y por ende, estar incapacitado para una visión justa del futuro. El perdón no aceptado sólo es germen de justicia personal (para quien perdona), pero no social.
Para que la justicia originada en el perdón sea histórica, es decir, en la memoria de un pasado común más amplio y en atención al presente, para que sea pública y efectiva y que posibilite una narración compartida (no sólo narración del agredido de su pasado), sí es necesario el reconocimiento de la falta por parte del agresor. Y luego, el trabajo de reparar el daño.
La dimensión social del perdón también nos hace darnos cuenta de que en algunos casos la “memoria feliz” del agredido no es suficiente, a veces es imposible. Y entonces, es tarea de los allegados el trabajar por una memoria feliz, esto es, reconocer el pasado doloroso. En estos casos la dimensión social del perdón se convierte en un deber y la memoria que lo posibilita, en un “deber de justicia” [6].
La “memoria feliz” del agredido no es suficiente cuando la falta que se ha cometido contra él no es asunto privado, y entiendo por privado, en una relación directa con el afectado, sin mediaciones. Ejemplos de daños privados son las mentiras, los malos tratos, las faltas de respeto, la infidelidad. Pero el secuestro, la explotación, son otro tipo de faltas. Éstas son públicas en tanto que sus consecuencias no afectan únicamente la vida de los involucrados, sino también la vida de la comunidad a la que pertenecen, como las familias, las ciudades, los estados; y públicas también en tanto que son faltas cometidas no por una persona sino por grupos y organizaciones. En estos casos, el perdón tendría que buscar la “memoria feliz” de todos los involucrados (familias, colonias, etc.), no sólo de los secuestrados y explotados.
La memoria feliz del agredido es imposible cuando el agravio le ha quitado la memoria. El ejemplo más extremo es el homicidio. El afectado ya no vive para decir “yo perdono”. Están los familiares y amigos, que son los actores aún en escena afectados por la muerte impuesta a su ser querido; son ellos los que están en posibilidad de perdonar y en el deber de justicia de hacer memoria por el otro ausente.
En ambas situaciones, en que la memoria en paz del agredido es insuficiente o imposible, es necesario que, por ellos, otros hagan memoria, reconozcan los hechos, y entonces sí pregunten: “¿Y ahora qué?”. En el mejor de los casos, el reconocimiento público de la falta se da a través de sociedades e instituciones: como los juzgados y los ministerios públicos. Otras veces, son estas instituciones las que no cumplen con la función de reconocer, reconstruir los hechos del pasado. En el peor de los casos, no hay voz que haga historia siquiera del tiempo presente, enterrando ya hoy en el olvido lo que se debiera recordar mañana. Éste es precisamente el tipo de daño para el que no es suficiente la decisión personal de no devolver mal por mal, que ni siquiera es posible: consiste en no cumplir con ser voz por los que no tienen voz.
Para decir “yo perdono” necesito mi memoria y mi voz. Para perdonar por quien no puede perdonar o junto con otros por el daño compartido, necesitamos memoria pública y voz pública.
En el texto La memoria, la historia, el olvido, Paul Ricoeur explica algunas patologías de la memoria. Una de ellas es la “memoria obligada”, que consiste en la captación muda de la voz de las víctimas, que niega el deber de hacer justicia al otro mediante el recuerdo [7]. El tema es delicado: no se trata de asumir la posición de víctima, que exige para sí una retribución eterna, pero el daño a una comunidad a la que se pertenece o se es cercano no puede ser perdonado mediante una decisión personal, porque en última instancia, el perdón nace del deseo y del derecho de justicia, y la mínima condición de la justicia es la verdad.
Es principio de justicia ser voz de quien no tiene voz. Claro que esta idea no se entiende desde el dogma individualista que dice “mientras algo no me afecte no es asunto mío”. Esta cantaleta se transforma en instrumento de un poder que mientras más resuena más parecido encuentra con una voz totalitaria. ¿De quién es el asunto de no tener voz, sino de los allegados con voz? El asunto es de quien puede recordar, el problema es pensar que no vale la pena recordar, que es mejor perdonar y olvidar.
¿Perdonar y olvidar? Habrá que preguntar quién pide el perdón y quién pide el olvido. El perdón necesita conocimiento, duelo, decisión. El olvido, así, obligado o injusto, es solamente otro nombre de la ignorancia, de la ingenuidad y de la pasividad. La “memoria feliz” no es sinónimo de olvido, sino sinónimo de paz que proviene de mirar el pasado con nuevos ojos, lo que me permite una visión justa del futuro, es decir, una visión plena y libre. La dimensión social del perdón se concreta en la memoria pública feliz, no en el olvido del pasado ni en la ignorancia de la historia presente. El interesado en el olvido no es la víctima ni sus allegados; el interesado en el perdón no es el agresor insensato.
Conclusiones
El olvido del daño ocasionado a comunidades y/o a través de organismos es resultado del monopolio de la voz, y nada hay más contrario al perdón y la justicia que el monopolio de la voz. Creo que en momentos de crisis como los que vivimos actualmente es valioso interpretar la justicia como el diálogo virtuoso con la historia pasada y presente, en el cual tener voz es indispensable para aparecer en el escenario e iluminar escenarios y personajes ignorados anteriormente o usualmente.
Hay espacios y personajes en una situación privilegiada, en universidades y escuelas, en centros de investigación, en el cine, en la televisión y la radio, en los libros. Todos ellos contribuyen a la narración colectiva, ya sea porque hablan o porque callan, pero siempre dicen a qué prestar atención. Las preguntas para esos cuantos es: ¿son voz de quien no tiene voz? ¿Hacen eco de la memoria o del olvido?
En conclusión, frente la pregunta inicial: “¿Es el perdón como decisión personal la opción para restablecer relaciones de justicia y de paz en el México de hoy?”, hay que decir que la decisión personal de no devolver mal por mal hace justicia al agredido, pero la justicia es una virtud social y para que ésta sea efectiva, es necesario el reconocimiento de la verdad por parte del agresor. En muchos casos, el perdón personal es imposible o insuficiente para restaurar la justicia y el orden público. Para que esto suceda es imprescindible que las víctimas adquieran voz a través de los allegados. Por ello, la memoria del pasado es un deber de justicia. La decisión personal y el acto privado de perdonar no son suficientes, no es posible cuando el daño es público. Para restaurar la justicia pública es condición necesaria el reconocimiento público de la verdad. Todos los intentos por restaurar justicia sin memoria pretenden ignorar que “no hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón” y no hay perdón sin memoria.
La justicia y el orden social en México necesitan del perdón, que podría ocurrir si hubiera voz para la pobreza; para las familias de personas desaparecidas, explotadas, torturadas, asesinadas; si hubiera voz para la mayoría de mujeres “públicas”, que lo único que no hacen público es su voz, por lo cual son realmente invisibles; si hubiera voz para los presos, que sin voz es injusto condenarlos, y para aquellos presos culpables que pueden decir “perdón”; en fin, si no hubiera un monopolio de la voz.
La “memoria feliz”, personal y social, no puede ahorrarse el duelo, ella es producto del trabajo. El perdón no es una decisión ingenua que apueste por la ignorancia o el olvido, es la acción ardua y difícil de reconstrucción del pasado y transformación de la historia de vida, personal o colectiva, por servicio de la memoria, personal o social, y el deseo y voluntad de justicia.
Por último, ¿las cosas pueden ser de otra manera? Habrá que contestar: ¿podemos hablar de prostitución, pobreza, pedofilia? ¿Podemos ser allegados de las víctimas para hablar con o por ellas, o estamos tan sordos o tan lejos que su realidad no toca nuestra realidad? ¿Podemos escuchar a los presos o estamos cómodos con el silencio de las cárceles? ¿Podemos escuchar diferentes opiniones o queremos escuchar siempre la misma canción?
María del Pilar Sánchez Barajas en dialnet.unirioja.es
Notas:
1 Mensaje de Su Santidad Juan Pablo II para la celebración de la XXXV Jornada Mundial de la Paz, 1 de enero de 2002.
2 Juan Pablo II, XXXV Jornada Mundial de la Paz.
3 Personajes tomados de la novela El último encuentro. Sándor-Márai, El último encuentro, Barcelona: Salamandra, 2002.
4 Juan Pablo II, XXXV Jornada Mundial de la Paz.
5 Ricoeur, Paul, La memoria, la historia, el olvido, Madrid: Trotta, 2003.
6 Ricoeur, Paul, La memoria, la historia, el olvido, pp. 118 y ss.
7 Ricoeur, Paul, La memoria, la historia, el olvido, pp. 118 y ss.
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