Mónica Codina

Una homilía no es un tratado teológico, sin embargo, cuando ésta es pronunciada por quien ha tenido gran conocimiento de la teología y una honda experiencia espiritual que ilumina de modo vivo algún aspecto de la vida cristiana o de la vida de la Iglesia, no es infrecuente que contenga una penetración intuitiva en las verdades de la fe y en el espíritu del evangelio que ofrezca un modo de entender que anima a la reflexión teológica aunque ésta no fuese la intención del autor. Este es el caso de san Josemaría Escrivá.

El fundador del Opus Dei tuvo una experiencia espiritual por la que comprendió con especial hondura qué significa ser hijo de Dios [1]. Percibió así cómo la conciencia de la filiación divina ilumina todos los aspectos de la vida humana, haciendo referencia directa a la capacidad que tiene el hombre de reconocer su identidad como hijo de Dios y, por tanto, al sentido de su libertad.

El 10-IV-1956 san Josemaría pronuncia una homilía que después se publicará con el título La libertad, don de Dios [2], singular expresión de su meditación sobre la doctrina paulina acerca de la libertad y el pecado. Las afirmaciones que fundamentan su exposición son las siguientes. La libertad es entendida, en su sentido radical, como la capacidad que Dios otorga al hombre de tomar posición ante Él. Como consecuencia inmediata se pone de relieve que sólo desde la fe se alcanza el pleno sentido de la libertad. Por último, se afirma que la voluntad de Dios para el hombre, incluso cuando aparece bajo el signo del dolor, es su libertad.

La libertad como posición del hombre ante Dios

Dios ha creado al hombre. Esta es la verdad que funda la existencia humana. Una verdad de carácter metafísico que señala la radical dependencia que el hombre tiene respecto al Creador. Este es el modo de la existencia humana, haber tenido origen en la libertad de Dios. «En todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad. La Trinidad Beatísima saca de la nada el mundo y el hombre, en un libre derroche de amor» [3].

Tanto hay en Dios de libertad como de amor. Y lo mismo en el hombre —salvo por la inclinación al pecado—, creado a su imagen y semejanza. Crea Dios libre al hombre, para que sea capaz de amar: «Pensad que el Todopoderoso, el que con su Providencia gobierna el Universo, no desea siervos forzados, prefiere hijos libres» [4].

Por esta razón la libertad es un don que engrandece al hombre, pues le sitúa en el plano de la relación personal con Dios, lo realiza como «persona», le llama a ser hijo. Pero, sobre todo, este don habla de la grandeza de Dios, que abre una puerta hacia Él al regalar al hombre la libertad. Por eso la libertad se debe recibir como un don que mueve al agradecimiento. «Vuelvo a levantar mi corazón en acción de gracias

a mi Dios, a mi Señor, porque nada le impedía habernos creados impecables, con un impulso irresistible hacia el bien, pero juzgó que serían mejores sus servidores si libremente le servían. ¡Qué grande es el amor, la misericordia de nuestro Padre!» [5].

La libertad es don, esto es, regalo de Dios que no quiere forzar el amor de la criatura. Pero si la libertad es don, sólo permanece como tal, con su verdadero significado, cuando el hombre es capaz de reconocer su propia verdad: «La verdad os hará libres. Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad. Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre (...). El que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas» [6]. Se abre el hombre a la conciencia de una existencia en la que todo es don. Entiende la existencia como algo recibido —no puede ser de otro modo para el hombre— y como posibilidad de donarse libremente. Esta verdad de ser hijo y no sólo criatura, introduce al hombre dentro de una paradoja llena de sentido: sólo puede ser libre reconociendo su dependencia. Sólo puede cumplir su verdad más íntima, alcanzar la plenitud de su identidad, si libremente se reconoce hijo. ¿Cómo es esto posible?, ¿cómo se percibe y acontece?

En el origen del mundo, cuando éste todavía era el Paraíso, el hombre estaba en comunión inmediata con Dios, podía reconocer sin dificultad su condición de hijo. Este reconocimiento no significaba otra cosa que saber con verdad quién es Dios y quién es el hombre, entender el modo adecuado de su relación, agradecer el don recibido y confesar la legitimidad de la dependencia como verdad de su relación con el Creador, tenerse el hombre a sí mismo en lo que es y mostrar su agradecimiento. Se trataba de un profundo reconocimiento de su filiación, que queda oscurecido después del pecado. El pecado consistió en querer dejar de saberse imagen para querer ser origen, significó la pérdida del Paraíso, de la comunión inmediata con Dios. Desde entonces la inteligencia y la voluntad, heridas en su propia capacidad, se resisten a aceptar una dependencia que parece imponerse desde fuera.

Ahora bien, aceptar la dependencia de Dios no constituye una opción extrínseca a la persona, una elección posterior a su existencia, sino rendir tributo a la propia verdad, a la verdad de haberme recibido, y por esta razón se puede aceptar en un contexto de agradecimiento. Es propio de la naturaleza humana corresponder espontáneamente con amor al que ama ¿y no es la entrega de la propia existencia —no esclavizada— una manifestación clara de amor? Sin embargo, después del pecado la dependencia de Dios queda de tal modo desdibujada que ya no se percibe de modo inmediato su sentido de amistad o filiación. Por eso el hombre busca —debe buscar— el sentido de su libertad.

Escoger la vida

El hombre ha sido creado de tal modo que puede dar libremente gloria a Dios. Reconocer su verdad en su condición de imagen, ahí reside su dignidad: el hombre es la única criatura —junto al ángel— capaz de amar a Dios. «Las criaturas todas han sido sacadas de la nada por Dios y para Dios (...). Pero, en medio de esta maravillosa variedad, sólo nosotros los hombres —no hablo aquí de los ángeles— nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad: podemos rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde como Autor de todo lo que existe. Esta posibilidad compone el claroscuro de la libertad humana» [7].

El hombre demuestra su amor en la obediencia, en el sometimiento, al amor divino que manifiesta su voluntad a modo de invitación. Son tres los ejemplos que señala san Josemaría: el joven rico, María y Cristo. Los tres son significativos acerca del modo en que se relacionan vocación —voluntad de Dios— e identidad —cumplimiento—.

El joven rico, afirma Josemaría Escrivá, «perdió la alegría porque se negó a entregar su libertad a Dios» [8]. ¿Cuál es el motivo de una tristeza tan profunda? Su falta no consistió en negar a Dios una cosa concreta sino que radica en que no supo «escoger la vida», decidirse por Dios.

La Virgen pronuncia su fiat como inicio del cumplimiento de una voluntad de Dios a la que es fiel hasta llegar al Calvario pero cuyo sentido no puede percibir hasta el final. Vive en el «claroscuro de la fe». En ella se realiza perfectamente su identidad porque ha cumplido la voluntad de Dios, ha sabido «escoger la vida». Su vida es «el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios» [9].

Cristo es el ejemplo perfecto de libertad en el sometimiento. Su muerte en la Cruz es el misterio de Dios: «El Verbo baja del Cielo y toma nuestra carne con este sello estupendo de la libertad en el sometimiento (...): por eso mi Padre me ama, porque doy mi vida para tomarla otra vez. Nadie me la arranca, sino que yo la doy de mi propia voluntad, y soy dueño de darla y dueño de recobrarla (Ioh X, 17-18)» [10]. «Nunca podremos acabar de entender esa libertad de Jesucristo, inmensa —infinita— como su amor» [11].

De esta secuencia de ejemplos se desprenden tres características de cuanto significa el cumplimiento de la voluntad de Dios: para el hombre la obediencia a la voluntad de Dios hace referencia a la realización de la propia identidad; el sentido de la voluntad de Dios queda en cierta manera velado para la criatura durante el transcurso de su vida terrena; el cumplimiento de la voluntad de Dios asocia al hombre al misterio de la cruz de Cristo.

La voluntad de Dios no se impone. Se expresa en forma de un dialogo abierto y no cerrado incluso para aquellos que no atienden a lo que Dios les pide. Así el cumplimiento de la voluntad de Dios no significa sometimiento a una voluntad despótica, sino aceptación amorosa de una voluntad que encierra la propia verdad.

Ser libre es propio del hombre, imagen y semejanza de un Dios libre. La razón de la libertad en Dios es el amor; la razón de la libertad en el hombre es el amor. Ahora bien, si el amor es una forma de entrega, ¿no volvemos a encontrarnos envueltos en la paradoja de que la libertad exige su pérdida?, ¿qué entrega es capaz de hacer más libre al hombre?

«La libertad no se basta a sí misma: necesita un norte, una guía» [12], se afirma rotundamente. El hombre no es libre para ser libre. La libertad es una condición de la persona que significa su capacidad de determinarse hacia algo, su capacidad de reconocer una verdad acerca de su ser. Elegir es elegirse. San Josemaría usará la expresión «escoger la vida» para indicar el modo en que uno se define por la identidad del hijo o la del esclavo.

El sentido cristiano de la libertad

El hombre es creado libre, pero también debe conquistar su libertad. Así es descrita la situación en que queda el hombre cuando hace entrega de su libertad a un contenido que no lo libera: «¡Pero nadie me coacciona!, repiten obstinadamente. ¿Nadie? Todos coaccionan esa ilusoria libertad, que no se arriesga a aceptar responsablemente las consecuencias de actuaciones libres, personales. Donde no hay amor de Dios, se produce un vacío de individual y responsable ejercicio de la propia libertad: allí —no obstante las apariencias— todo es coacción. El indeciso, el irresoluto, es como materia plástica a merced de las circunstancias; cualquiera lo moldea a su antojo y, antes que nada, las pasiones y las peores tendencias de la naturaleza herida por el pecado» [13].

Todo hombre se convierte en esclavo de aquello que persigue, aun cuando se trate de un bien material o un fin noble y también cuando busca la satisfacción de sus propias pasiones. «Esclavitud por esclavitud —si, de todos modos hemos de servir, pues, admitiéndolo o no, esa es la condición humana—, nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos» [14]. Se alcanza la libertad más grande, la libertad de vivir en la propia verdad y poder dar cumplimiento a la propia identidad.

La libertad humana no significa mera autonomía. ¿Qué significa ser autónomo para un ser creado para amar? Tampoco la libertad se identifica exclusivamente con la capacidad de elección. No es así ni en Dios. La libertad del hombre lo es de un ser abierto y finito que al escoger la vida en sentido radical asiente o contradice a su propia verdad. Si el obrar sigue al ser, el ser del hombre es ser hijo. Pero, ¿cómo obrar con adecuación a lo que somos si no somos capaces de reconocer nuestra filiación?

El que se reconoce hijo, no se encuentra atado a la esclavitud de su propia decisión, no tiene ya que dotar de sentido a la realidad que le rodea, sino más bien abrirse al sentido que Dios Padre le ofrece. De este modo, puede trascenderse a sí mismo y vivir libre de sí, de su único horizonte y posibilidad. Pero eso significa introducirse en el misterio y vivir dentro de él. ¿Cómo podría el hombre liberarse del pecado? Es más, ¿cómo podría alcanzar la libertad respecto de sí, si sólo él fuese la fuente creadora de sentido? ¿Acaso no necesita el hombre de la acción de Dios, de la gracia? «“Apártate de mí Señor que soy un hombre pecador” (Lc 5, 8). Una verdad —no me cabe duda— que conviene perfectamente a la situación personal de todos. Sin embargo, os aseguro que, al tropezar durante mi vida con tantos prodigios de la gracia, obrados a través de manos humanas, me he sentido inclinado, diariamente más inclinado, a gritar: Señor, no te apartes de mí, pues sin ti no puedo hacer nada bueno» [15].

«Por amor a la libertad, nos atamos» [16], por eso no hay «nada más falso que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad» [17]; es más, sólo desde la libertad se puede permanecer en la entrega, porque sólo puede amar quien es libre. «La libertad sólo puede entregarse por amor; otra clase de desprendimiento no la concibo» [18], y el amor es la vocación del hombre.

Si la libertad es escoger la vida, la libertad significa en primer lugar responsabilidad: «nadie puede elegir por nosotros» [19]. Cada hombre debe situarse ante el juicio de su propia conciencia donde puede percibir su propia verdad. Y de modo inmediato la conciencia nos sitúa frente a Dios, porque «somos responsables ante Dios de todas las acciones que realizamos libremente» [20].

Esto no significa sólo que el hombre deba saberse situado ante Dios, sino también que debe respetar la conciencia de cada hombre, tal y como Dios la respeta. Por esta razón el seguimiento de Cristo no se puede imponer por medio de la coacción física ni moral [21]. Se trata de respetar al hombre igual que Dios le respeta al querer que la obediencia a la fe sea un acto de entrega libre. Esto es lo que expresa san Josemaría con la distinción entre libertad de la conciencia y libertad de las conciencias. Si el hombre no puede prescindir de la referencia al Creador, pues en ésta radica su verdad, tampoco puede imponer a otros la verdad. «No es exacto hablar de libertad de conciencia, que equivale a avalorar como de buena categoría moral que el hombre rechace a Dios (...). Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias, que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura tribute culto a Dios (...). Pero nadie en la tierra debe permitirse imponer al prójimo una fe de la que carece» [22].

La voluntad de Dios es la libertad

«La Voluntad divina, también cuando se presenta con matices de dolor, de exigencia que hiere, coincide exactamente con la libertad, que sólo reside en Dios y en sus designios» [23]. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo puede la voluntad de otro ser mi libertad? Es más, ¿cómo puede hacerme libre la voluntad de otro que consiente en mi sufrimiento? Respecto del hombre la voluntad de Dios es libertad y respecto de la creación material es necesidad. Volvamos a un dato fundamental: Dios quiso al hombre hijo y no esclavo. Sin embargo, esta libertad, siendo verdadera, permitiendo al hombre determinarse ante Dios —escoger la vida—, es una libertad dependiente. La libertad de un ser que no es todo su ser. Se podría deducir de ahí que la voluntad de Dios es la libertad en cuanto que es asumida libremente, pero detrás de esta afirmación se esconde mucho más. Se afirma que es el propio contenido de la voluntad de Dios lo que hace al hombre libre.

Cómo se concilian voluntad de Dios y voluntad del hombre, omnipotencia divina y libertad humana, es un problema que la teología ha afrontado durante siglos sin alcanzar una solución clara. Se trata de un problema que supera las fuerzas del espíritu finito. Reconocer la incapacidad de la inteligencia humana para resolver de modo definitivo este problema es adentrarse en la verdad de la existencia humana haciendo un acto de humildad y, por tanto, de adoración. No podemos conceptualmente descifrar este misterio, pero desde la fe no aparece como un sinsentido. La voluntad de Dios no es una fuerza que mueve al hombre como la piedra es movida por una palanca sino que la voluntad de Dios mueve al hombre por la fuerza de su verdad. Una verdad que se impone interiormente al creyente y que éste libremente abraza, reconociendo en ella su propia verdad.

Un Dios que es Padre amoroso sólo puede querer para sus hijos aquello que les hace ser lo que son. Dios no sólo respeta la libertad que ha otorgado al hombre sino que se esfuerza por desvelar esa libertad. Por esta razón se puede afirmar que la voluntad de Dios es la libertad y que conduce al hombre hacia el cumplimiento de su verdad. En esa entrega el hombre gana en libertad, pues al reconocer lo que es y obrar según es, camina bajo la dirección del amor del Padre, lo que le dirige al cumplimiento de su propia identidad como hijo. No hace libre al hombre sólo el hecho de asumir la voluntad de Dios, sino también el contenido de esa voluntad. Esto es posible porque Dios conoce y ama al hombre mejor de lo que el hombre se conoce y se ama. Por esto también se puede decir que la voluntad de Dios es amor y el amor es libertad.

Ahora bien, la voluntad de Dios es la libertad también «cuando se presenta con matices de dolor, de exigencia que hiere», afirma el san Josemaría. ¿Por qué esto es así? Sólo se puede responder a esta pregunta desde el misterio de Cristo.

El pecado significó la pérdida del Paraíso, la ausencia de la comunión inmediata con Dios, la dificultad para reconocer la propia filiación y por tanto la esclavitud de no vivir en la verdad. Dios quiso redimir al hombre, que no quiso ser imagen sino origen, con la obediencia —probada hasta la muerte— del que no quiso ser otra cosa que Hijo.

«La elección que prefiere el error, no libera; el único que libera es Cristo, ya que sólo Él es el Camino, la Verdad y la Vida» [24]. Ahora bien, forma parte del misterio de Cristo la redención por el dolor. Por esta razón, ser hijo en el Hijo significa estar asociado a un misterio que no se puede desvelar. Y el dolor es cruz que libera al hombre del pecado. «El yugo es la libertad, el yugo es el amor, el yugo es la unidad, el yugo es la vida, que Él nos ganó en la Cruz» [25].

El dolor es redentor si me reconozco hijo y amo, como hijo, la voluntad no de otro sino de mi Padre. La propia libertad se entrega al reconocimiento de su condición de hijo y permanece en el amor al Padre, esto es, en el cumplimiento de su voluntad, libremente, por amor. Vuelve a aparecer la paradoja. El dolor es necesario para el amor, el dolor rescata del pecado que impide al hombre reconocer su filiación, el dolor es camino hacia la libertad. Paradoja que no se puede resolver conceptualmente pero que desde la vida de fe aparece llena de sentido.

«Pensad que el Todopoderoso, el que con su Providencia gobierna el Universo, no desea siervos forzados, prefiere hijos libres. Ha metido en el alma de cada uno de nosotros —aunque nacemos proni ad peccatum, inclinados al pecado, por la caída de la primera pareja— una chispa de su inteligencia infinita, la atracción por lo bueno, un ansia de paz perdurable. Y nos lleva a comprender que la verdad, la felicidad y la libertad se consiguen cuando procuramos que germine en nosotros esa semilla de vida eterna» [26]. Sólo la vida de fe introduce al hombre dentro de esta lógica divina que, si bien desconcierta a la lógica humana, existencialmente se puede percibir como llena de sentido.

Mónica Codina en dadun.unav.edu

Notas:

1.     Cfr. VÁZQUEZ DE PRADA, A., El fundador del Opus Dei. ¡Señor, que vea!, I, Rialp, Madrid 1997, pp. 389-391.

2.     Esta homilía se publicará revisada por el autor con el título La libertad, don de Dios, en Folletos Mundo Cristiano. Más tarde se reedita formando parte de un compendio de homilías en Amigos de Dios, Rialp, Madrid 1977. Se citará por el título y numeración del texto.

3.     La libertad, don de Dios, 25.

4.     La libertad, don de Dios, 33.

5.     La libertad, don de Dios, 33.

6.     La libertad, don de Dios, 26.

7.     La libertad, don de Dios, 24.

8.     La libertad, don de Dios, 24.

9.     La libertad, don de Dios, 25.

10.     La libertad, don de Dios, 25.

11.     La libertad, don de Dios, 26.

12.     La libertad, don de Dios, 26.

13.     La libertad, don de Dios, 29.

14.     La libertad, don de Dios, 35.

15.     La libertad, don de Dios, 23.

16.     La libertad, don de Dios, 31.

17.     La libertad, don de Dios, 30.

18.     La libertad, don de Dios, 31.

19.     La libertad, don de Dios, 27.

20.     La libertad, don de Dios, 36.

21.     Cfr. La libertad, don de Dios, 37.

22.     La libertad, don de Dios, 32.

23.     La libertad, don de Dios, 28.

24.     La libertad, don de Dios, 26.

25.     La libertad, don de Dios, 31.

26.     La libertad, don de Dios, 33.

Magdalena Bosch

1.       Claves filosóficas de la contemplación de la belleza

La belleza ha ocupado un lugar privilegiado en la historia de la filosofía occidental. Su contemplación se considera una actividad genuina del alma humana y manifestación de su espiritualidad. También se reconoce la belleza como reflejo de lo eterno y lo perfecto, revelación del bien y de Dios. Esta perspectiva encuentra acogida dentro del pensamiento cristiano, donde se explicita la relación personal del Creador con las criaturas, y se adopta la vía de la belleza como un camino de encuentro con Dios. San Josemaría propone una noción original de vida contemplativa y con ella enseña que amando a Dios se vislumbra la belleza de lo cotidiano, incluso de lo más prosaico. Se podría decir que su doctrina revela la belleza divina de lo humano.

En la Modernidad y, especialmente tras la Ilustración, ha prevalecido un concepto de contemplación centrado sólo en el conocimiento. En el esquema kantiano, hallamos únicamente razón en la parte intelectiva y el apetito es sólo sensible. La reducción de las facultades superiores a la razón, provoca la dificultad en comprender la naturaleza del amor. La capacidad de querer a alguien con un deseo que supera el placer y el interés queda obviada.

Por otro lado, durante más de veinticinco siglos la filosofía ha considerado la contemplación de la belleza como manifestación inequívoca de la espiritualidad humana, incluyendo la dimensión amorosa: desde la armonía celeste pitagórica, hasta la belleza celestial a la que se refiere Schelling en el Sistema del Idealismo Trascendental o Hölderlin en Hiperión:

«He visto una vez lo único, lo que mi alma buscaba, y la perfección que situamos lejos, más allá de las estrellas, que relegamos al final del tiempo, yo la he sentido presente. ¡Estaba aquí, lo más elevado estaba aquí, en el círculo de la naturaleza humana y de las cosas.

Ya no pregunto dónde está; estaba en el mundo, puede volver a él, sólo que ahora está más oculto en él. Ya no pregunto qué es; lo he visto, lo he conocido.

¡Oh vosotros, los que buscáis lo más elevado y lo mejor en la profundidad del saber, en el tumulto del comercio, en la oscuridad del pasado, en el laberinto del futuro, en las tumbas o más arriba de las estrellas! ¿Sabéis su nombre? ¿El nombre de lo que es uno y todo?

Su nombre es belleza» [1].

La belleza es símbolo de lo más elevado y lo mejor, es una extraña presencia de lo eterno dentro del mundo espacial y temporal. Con cierta perspectiva histórica, merece especial atención la aportación de Platón y Aristóteles en la historia del pensamiento en Occidente. Por lo que   se refiere a Platón, la contemplación de la idea de belleza significa la realización máxima de la actividad contemplativa del hombre y de su alma. En el Banquete, la dimensión amorosa queda explícita y clara. Expone, además, el proceso de elevación del alma, por la fuerza del amor, desde la belleza corporal hasta la idea de Belleza: la belleza en sí, imperecedera, ingénita e inmortal, sin partes, toda ella completamente perfecta [2]. La perfección de la belleza y el lugar que ocupa en el mundo de las ideas revela su identificación con el Bien. Esta identidad de bien y belleza perdura en autores posteriores, tomando connotaciones y matices diversos.

En las referencias de Aristóteles a lo bello, la importancia del amor no es tan explícita como en el texto platónico mencionado. Habría que subrayar, de un modo que no se ha hecho aún, dos aspectos clave. El primero, que toda la ética aristotélica –podemos centrarnos en Ética Nicomaquea– se centra en la filia. En efecto, está estructurada de tal modo que en los primeros libros se prepara la exposición de la amistad. Pero hay  que notar que si bien “amistad” es una traducción correcta;  el desarrollo de la idea de filia sobrepasa los límites de la amistad y puede entenderse como amor, en sentido más amplio. En segundo lugar, habría que desmentir la reducción de la función humana a la razón. Esta reducción no está en el texto Aristotélico, sino que al describir la función propia del hombre se dice, literalmente, que es una actividad “conforme a la razón o no sin razón”: “katá logón, e mén anéu logón” [3]. De modo que no reduce la función humana a una sola facultad. En el contexto de la Ética Nicomaquea vemos que en la parte más alta del alma esta también el amor, cuando supera el placer y el interés.

La belleza, por su naturaleza, habla directamente de la inmensidad: cada cosa bella está remitiendo a la belleza en sí, a un absoluto o un infinito. Como en los demás trascendentales, el encuentro del alma humana con ellos se realiza a través de lo limitado, pero bien, verdad y belleza son infinitos de elocuente presencia en aquellos cuerpos que los participan. La belleza, que también es percibida a través de cosas delimitadas, es ella misma sin límite. El gozo de lo bello presente nos hace intuir la inmensidad del gozo de lo bello ausente, intangible, eterno. En toda la historia del pensamiento, se suceden los autores y los textos que siguen una línea neoplatónica; en el sentido de reconocer la belleza como objeto de contemplación espiritual, entendiendo por espiritual lo que concierne a las facultades superiores del alma: entendimiento y voluntad o amor más allá de lo sensible. En esta tradición reconocemos el valor de las Enéadas de Plotino, el amor de la belleza en Ficino, la exultación de lo bello en el Idealismo; a veces apasionada, pero otras veces muy íntima y serena. Se podría destacar la espiritualidad de Novalis o de Schiller, por ejemplo. En la obra de Schiller resulta representativa la distinción entre Venus y Urania: la primera, diosa de la belleza sensible; la segunda, diosa de la belleza celestial. Esta distinción enseña a ver la diferencia entre el amor sensible y el amor espiritual, a descubrir su relación y complementariedad; a comprender que el espíritu humano está formado de entendimiento y voluntad, es decir, de conocimiento y amor. La contemplación exige la convergencia de ambos.

En efecto, la contemplación filosófica ha señalado los puntos más altos de la actividad humana. La contemplación es de lo bello, de lo infinito, de Dios. . . pero es un ejercicio sólo humano. El ser humano emprende su elevación, y gracias a sus facultades superiores puede acercarse a lo más alto hasta ver  aquello que es «la belleza en sí, que  es siempre específicamente única, mientras que todas las otras cosas bellas participan de ella» [4]. En cambio, la contemplación cristiana es   un don de Dios. Ya no es sólo el ser humano el que actúa. «En la contemplación filosófica está presente el amor al bien y el gozo por la percepción de la belleza, pero no como en la contemplación cristiana. Ésta es un don de Dios que consiste en un sencillo conocimiento –un simplex intuitus– que deriva del amor sobrenatural y lleva a conocer a Dios y sus designios de salvación de un modo simple y profundo, y a gozarse en ellos» [5].

Podemos concluir que la aproximación filosófica a la contemplación de lo bello ha iluminado la identidad de bien y belleza, ha desvelado el gozo estético como algo genuino del espíritu humano y ha manifestado la apertura a lo infinito y a Dios que la belleza propicia.

2.       Contemplación del PULCHRUM en la tradición cristiana

Dentro de la tradición cristiana, además de los aspectos que muestra la filosofía, se descubre la acción de un Dios personal relacionándose amorosamente con el ser humano. La belleza juega un papel excepcional en esa relación de Dios con los hombres. Se suceden a lo largo de la Sagrada Escritura bellas imágenes de ese amor, sea como padre: «Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo [. . .] enseñé a andar a Efraím yo lo llevé en mis brazos» [6]; o como esposo: «yo la cortejaré, me la llevaré al desierto, le hablaré al corazón» [7].

A lo largo de la historia del pensamiento cristiano sobresalen algunos hitos que hacen brillar esta dimensión con una luz especial. En este sentido, resultan emblemáticos algunos textos de San Agustín en los que directamente emplea el nombre de belleza o hermosura para hablar con Dios. San Agustín asume la idea platónica de participación de la Belleza: todo lo bello existe porque está en Dios. Pero este es ahora un Dios personal, creador; y todas las cosas bellas, criaturas suyas que le revelan, pero también pueden poner una distancia:

«¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en  ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti» [8].

Todos los términos empleados por San Agustín en este conocido fragmento son términos amorosos: describe el encuentro con Dios como el descubrimiento de la belleza y el inicio de una relación amorosa. Pero hay otro aspecto que puede llamar la atención: las cosas creadas “le retenían lejos de Dios”. Así se ve que las cosas creadas son mensaje de Dios. Pero depende del ser humano escucharlo. En esta ocasión, parece que el autor gozaba de la belleza creada sin advertir la presencia de Su Autor. Las tomaba como término de su atención y su gozo. Pero en otros momentos no es así. El mismo San Agustín lo expone: «De este modo imaginaba yo tu creación, finita, llena de ti, infinito, y decía: “He aquí a Dios y he aquí las cosas que ha creado Dios, y un Dios bueno, inmenso e infinitamente más excelente que sus criaturas; mas como bueno, hizo todas las cosas buenas; y ¡ved cómo las abraza y llena!”» [9]. En el segundo caso sí se alcanza a adivinar el reflejo divino en la creación, se reconoce la presencia de Dios en lo creado.

Otro hito, incomparable por su impacto posterior, es la obra de Tomás de Aquino. Encontramos un escollo en la doctrina de la deducción de los  trascendentales, pues se refiere solamente al  uno, algo, verdad  y bondad; sin hacer mención expresa de la belleza [10]. Si se describe, en cambio, cómo el ente es en cierto modo completo en su entidad y es imposible añadirle nada. Los trascendentales son modos de decir, según nuestro conocimiento del ente y según su relación con las facultades del alma. Por eso, tras afirmar que entendemos que es “uno” y es “aliquid”, se describe como «en el alma se da la potencia cognoscitiva y apetitiva», por lo que decimos que el ente es bueno o verdadero. Esta omisión del Pulchrum en De Veritate, es muy lógica, puesto que no hay una facultad humana propia para la contemplación del Pulchrum. Sin embargo, en el conjunto de la obra de Sto. Tomás hay una doctrina sobre el Pulchrum; que es definido como aquello que «al conocerlo agrada» [11]. Luego, en la contemplación de la belleza se unen conocimiento y amor. Porque en  la contemplación, «la esencia de la acción pertenece al entendimiento; pero, en cuanto al impulso para ejercer tal operación, pertenece a la voluntad» [12].

En la historia más reciente destacan los últimos pontífices, que  han reconocido y subrayado la importancia de la belleza en el camino cristiano. Juan Pablo II recordó la identidad de bien y belleza y su raíz griega: «La belleza es en un cierto sentido la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza» [13]. Pero también destaca su papel en el camino hacia Dios: «La belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente. Es una invitación a gustar la vida y a soñar el futuro. Por eso la belleza de las cosas creadas no puede saciar del todo y suscita esa arcana nostalgia de Dios que un enamorado de la belleza como san Agustín ha sabido interpretar de manera inigualable» [14].

Ratzinger, por su parte, señaló explícitamente el poder salvador de la belleza, aclarando que la auténtica belleza viene de Dios y remite a Él. La belleza salvadora es la belleza de Cristo:

«Es bien conocida la famosa pregunta de Dostoievski: “¿Nos salvará la Belleza?”. Pero en la mayoría de los casos se olvida que Dostoievski se refiere aquí a la belleza redentora de Cristo. Debemos aprender a verlo. Si no lo conocemos simplemente de palabra, sino que nos traspasa el dardo de su belleza paradójica, entonces empezamos a conocerlo de verdad, y no sólo de oídas. Entonces habremos encontrado la belleza de la Verdad, de la Verdad redentora. Nada puede acercarnos más a la Belleza, que es Cristo mismo, que el mundo de belleza que la fe ha creado y la luz que resplandece en el rostro de los santos, mediante la cual se vuelve visible su propia luz» [15].

En continuidad con estos precedentes, en el año 2006, el Pontificio Consejo para la Cultura llevó a cabo una reflexión profunda sobre este aspecto. Como resultado de este estudio, redactó un documento en que se expone la relevancia y el papel de la Belleza para la vida de fe: «La vía de la belleza responde al íntimo deseo de felicidad que habita en el corazón de todos los hombres. Ella abre horizontes infinitos que empujan al ser humano a salir de sí mismo, de la rutina y del instante efímero que pasa, a abrirse a lo transcendente y al misterio, a desear como último fin de su deseo de felicidad y de su nostalgia absoluta, aquella Hermosura original que es Dios mismo, Creador de toda belleza creada» [16].

En este trabajo se recogen diversos aspectos de la belleza y se analiza el modo en que ésta deviene camino de encuentro con Dios. Especialmente se destaca la belleza de la naturaleza, la belleza del arte y la belleza de Cristo. Son tres caminos de encuentro con Dios, si se descubre en la belleza su trasfondo divino, si se intuye su dimensión trascendental, si es mirada con la disposición abierta de que nos conduzca al bien y a la verdad.

3.       Noción de contemplación en san Josemaría

La contemplación adquiere en las enseñanzas de San Josemaría un sentido peculiar y novedoso. En efecto, en sus escritos la contemplación tiene un significado espiritual muy preciso: se trata de convertir todo en oración, en diálogo con Dios. «Las obras de un hijo de Dios, si son cumplimiento perfecto de sus deberes, por amor a Dios y a las almas, son oración» [17]. Ser contemplativos, como lo fueron San Juan de la Cruz o Santa Teresa de Ávila, significa amar a Dios y orientar toda la vida a Él; alcanzar la unión con Dios identificándose con Jesucristo. Pero el mundo y la actividad humana son ahora el núcleo, la base, el lugar propio de la vida contemplativa. Se trata de ser amigos de Dios, manteniendo un diálogo continuo con Él. Ese diálogo mismo es la contemplación, que viene a ser una amorosa mirada desde el alma: «El diálogo, a veces, no es más que mirarse [. . .] puede bastar una mirada de paz que no es con los ojos de la carne» [18]. Lo más original en su predicación es que esa contemplación, a la vez que verdadero amor de Dios, es algo al alcance de todos los cristianos y posible de ejercer en la vida corriente.

Su mensaje puede resumirse en la afirmación de que los cristianos hemos de ser «contemplativos en medio del mundo» [19]. Esta expresión encierra toda una doctrina de la vida espiritual, cuya característica propia y original es precisamente que el mundo –la creación, las realidades humanas, y muy especialmente el trabajo– son lugar y ocasión adecuada para la vida contemplativa. «En la enseñanza del fundador del Opus Dei trabajo y oración se unen, y se unen hasta tal punto que desembocan en esa cúspide que es la vida contemplativa» [20].

En este sentido resulta clave la homilía a la que puso el significativo título de “Amar al mundo apasionadamente”. Ahí se describe cómo el mundo y concretamente el trabajo humano, es directamente un lugar de encuentro con Dios. La condición es precisamente ser “almas contemplativas”. Es decir, no son las cosas externas las que por sí mismas llevan  a Dios, sino que el contemplativo “ve” en ellas la ocasión del diálogo con Dios, ve a Dios mismo. Dentro de este marco y, como veremos más adelante, la belleza es algo que el alma contemplativa puede adivinar de forma privilegiada: es propio del alma enamorada descubrir cosas hermosas, en medio de lo más corriente, incluso con la apariencia más común, pero que son ocasión y objeto de su amor. Es decir, se ve algo que resulta bello porque se advierte su relación con Dios, se descubre que es algo divino:

«Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir» [21].

El mismo mensaje se repite, con distintas palabras: «Nosotros vivimos en la calle, ahí tenemos la celda: somos contemplativos en medio del mundo» [22]. El significado y alcance de esta afirmación va más allá de la posibilidad de encontrar a Dios, digamos, “en ese lugar”. Se trata de algo mucho más profundo: la posibilidad de encontrar a Dios a través y por medio de las tareas ordinarias. En cierto modo la oración es trabajo y el trabajo es oración. El trabajo oración porque conversación con El. Pero oración trabajo: «toda actividad intelectual, aun la más contemplativa, exige al menos el esfuerzo de atención, que implica al cuerpo y bien puede denominarse trabajo» [23].

La contemplación es un hábito del alma, que se ha hecho “amiga de Dios”. La amistad y el amor, son hábitos (solemos decir virtudes) por los cuales se da una disposición permanente de la voluntad y el afecto hacia el objeto de su amor. Esta disposición de ver y querer a Dios a través de las cosas humanas, de las realidades ordinarias, hace posible la unidad de vida. Es decir, facilita que el trato con Dios sea continuo y penetre las más diversas actividades. Por este motivo no es tarea exclusiva de cada ser humano, sino que es hecha posible por la acción del Espíritu Santo: logramos ser «Contemplativos, con los dones del Espíritu Santo» [24]. De este modo la vida de relación con Dios está completamente identificada con la vida profesional, familiar, social. Ser contemplativo no es algo que se reduzca a un momento o lugar concreto, como si dependiera de algo externo; sino que es una inclinación interior que arraiga por el trato personal habitual con Dios. La vida contemplativa se cultiva como se cultiva una amistad. El efecto es que esa luz interior ilumina todo cuanto hacemos, la vida entera.

«¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que    no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay  una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene  que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales» [25]. Esta valoración de lo material lleva a emplear la expresión “materialismo cristiano” que significa aprecio por lo material, pero de modo opuesto a los materialismos cerrados al espíritu [26].

Este materialismo cristiano encierra una doctrina que se remonta al Génesis: «Dios vio que todo lo que había hecho era bueno, y por eso   la materia es capaz de esa apertura, y el trabajo es capaz de convertir en trascendente lo corporal [. . .] por eso se descubre en la materia algo que hasta el momento nunca se había afirmado: un quid divino» [27]. La condición para reconocer esto es presentar el trabajo como acto propio del alma racional, Por tanto, como acto libre, en que hay una acción del alma y del cuerpo. Se apunta a una dimensión inédita de la unión de materia y espíritu [28].

Esta unión de materia y espíritu hace posible la acción del alma a través de lo corpóreo. La acción humana libre y amorosa, puede realizarse a través de lo material. La materia se convierte en algo apto para percibir la presencia de Dios y corresponder a Su amor a través de la actividad humana. Y así ocurre con la Belleza, que no es ella misma visible pero se deja ver a través de lo material o sensible.

4.       Contemplación de la belleza en san Josemaría

La originalidad del mensaje de San Josemaría, revelando que el mundo material y el trabajo es ocasión verdadera y propia de encuentro con Dios, hace descubrir la belleza de lo prosaico. En expresión suya: Convertir en endecasílabos la prosa diaria: «El milagro que os pide el Señor es la perseverancia en vuestra vocación cristiana y divina, la santificación del trabajo de cada día: el milagro de convertir la prosa diaria en endecasílabos, en verso heroico, por el amor que ponéis en vuestra ocupación habitual. Ahí os espera Dios, de tal manera que seáis almas con sentido de responsabilidad, con afán apostólico, con competencia profesional» [29].

Contemplar la belleza forma parte de esa vida contemplativa que hemos descrito, porque al amar a Dios, se reconoce Su bondad en todo lo bueno que existe y la bondad se presenta en formas bellas. Por eso ser amigo de Dios, lleva a descubrir la belleza de su amor y su reflejo en las personas y las cosas.

La belleza de Dios es “visible” por el amor. Reconocer la belleza de Dios ya es manifestación de amor, un signo de enamoramiento. El modo en que San Josemaría trata del amor de Dios está penetrado de ternura: en diversas ocasiones se refiere a la grandeza de Dios subrayando el matiz de su hermosura. Como para hacer “visible” que Dios merece ser amado. Como para hacer más próxima su Bondad, en un modo que  los seres humanos somos capaces de comprender y que hace más fácil orientar el corazón hacia Él. Así lo vemos, por ejemplo, en este pasaje de Es Cristo que pasa:

«Considerad con qué finura nos invita el Señor. Se expresa con palabras humanas, como un enamorado: Yo te he llamado por tu nombre. . . Tú eres mío. Dios, que es la hermosura, la grandeza, la sabiduría, nos anuncia que somos suyos, que hemos sido escogidos como término de su amor infinito. Hace falta una recia vida de fe para no desvirtuar esta maravilla, que la Providencia divina pone en nuestras manos» [30].

Además del amor, la belleza de Dios expresa su perfección y su grandeza. Toda una tradición teológica y filosófica reconoce en Dios la máxima Belleza como consecuencia natural de su condición de Acto Puro y Ser Subsistente. La plenitud del ser es plenitud de los trascendentales y la belleza es uno de ellos: «Como era en un principio y  ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. El Señor no cambia; no necesita moverse para ir detrás de cosas que no tenga; es todo el movimiento y toda la belleza y toda la grandeza. Hoy como antes» [31]. Esta observación se repite en varias ocasiones [32], también hablando de la trinidad: «Dios tres veces Santo, que es toda la Hermosura y toda la Bondad. . .» [33].

También son varias las ocasiones en que se refiere a la belleza de Jesucristo. Los comentarios de textos del Evangelio reflejan una rica imaginación que ha penetrado los detalles que recogen los evangelistas, ha recreado las escenas con profundidad y ha contemplado la Humanidad Santísima de Cristo con Admiración. Uno de los textos más elocuentes es el que se refiere a la Transfiguración y a la apariencia gloriosa de Cristo. Puesto que es propio de la belleza despertar el deseo de contemplación, lo verdaderamente hermoso enciende un deseo de permanecer mirándolo, pues produce un gozo espiritual. Estas características propias de la contemplación de la Belleza quedan bien reflejadas en este texto: «¡Jesús: verte, hablarte! ¡Permanecer así, contemplándote, abismado en la inmensidad de tu hermosura y no cesar nunca, nunca, en esa contemplación! ¡Oh, Cristo, quién te viera! ¡Quién te viera para quedar herido de amor a Ti!» [34]

De la belleza de Dios participa el hombre y la creación entera. La naturaleza refleja, en su orden, la acción de la providencia. Los seres humanos, cuando actúan según el orden de la Ley natural se unen al orden bello de lo creado. Pero además, por la vida de la gracia, son capaces de reflejar con más nitidez, por una mayor proximidad, su vínculo con Dios. La unión con la Divinidad hermosea el alma.

Cuando un alma ama a Dios, Él mismo «dará al amante la hermosura, la ciencia, y el poder» [35]. El amor, todo lo embellece en la lucha por mantener esa amistad con Dios, Él presta su favor y su gracia preciosa:

«¡Gracias Señor, porque –al permitir la tentación– nos das también la hermosura y la fortaleza de tu gracia, para que seamos vencedores!» [36]. La vida de entrega, una vida de amor a Dios y a los demás es bella: «¿has considerado despacio la hermosura de “servir” con voluntariedad actual?» [37], «Imaginabas la hermosura de morir como grano de trigo» [38]. La fe abre una perspectiva completamente distinta de una vida que se vive cara a Dios: «La inteligencia –iluminada por la fe– te muestra claramente no sólo el camino, sino la diferencia entre la manera heroica y la estúpida de recorrerlo. Sobre todo, te pone delante la grandeza y la hermosura divina de las empresas que la Trinidad deja en nuestras manos» [39].

Toda esta vida, de entrega y de trabajo, el modo de enfocarla y comprenderla; pero sobre todo, el modo de vivirla junto a Dios, tienen su culminación en la belleza del Cielo: «¿qué será ese Cielo que nos espera, cuando toda la hermosura y la grandeza, toda la felicidad y el Amor infinitos de Dios se viertan en el pobre vaso de barro que es la criatura humana, y la sacien eternamente, siempre con la novedad de una dicha nueva?» [40].

Hay otro modo de resumir la relación de Dios con el ser humano: es amorosa y cercana, y Él mismo plasma la Belleza de la Bondad en el corazón que desea serle cercano. Es una verdadera participación en la vida divina, operada por Dios, concedida por él a quienes quieren ser fieles a la Gracia:

«Porque el Espíritu Santo no es un artista que dibuja en nosotros la divina substancia, como si El fuera ajeno a ella, no es de esa forma como nos conduce a la semejanza divina; sino que El mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera y, de esa forma, por la comunicación de sí y la semejanza, restablece la naturaleza según la belleza del modelo divino y restituye al hombre la imagen de Dios» [41].

La admiración de San Josemaría por lo bello destaca en los textos dedicados a la Virgen, por el modo abierto de enaltecer su belleza y por el cariño que rebosan los comentarios sobre Ella: «Toda la bondad, toda la hermosura, toda la majestad, toda la belleza, toda la gracia adornan a nuestra Madre. –¿No te enamora tener una Madre así?» [42].

Pero no es sólo Dios, Cristo, La Virgen y el amor de los hombres: el mundo es también precioso cuando se considera lugar de encuentro con Dios, donde transcurre la vida del cristiano, donde se hace santo, donde lleva a los demás a un encuentro con Cristo. Por eso las referencias al mundo son positivas, denotan una valoración y aprecio hondos, y es considerado bello. En primer lugar se reconoce como rasgo propio del cristianismo valorar de modo positivo todas las cosas humanas buenas y nobles: «Nuestra fe no desconoce nada de lo bello, de lo generoso, de lo genuinamente humano, que hay aquí abajo» [43]. En efecto, una consecuencia lógica al considerar la Creación es apreciar la bondad del mundo, puesto que salió de Sus manos. La palabra mundo tiene otros significados en algunos momentos de la Sagrada Escritura. Sin contradicción ninguna con ellos, el mundo creado invita a la celebración y la alegría:

«La fe cristiana, al contrario, nos lleva a ver el mundo como creación del Señor, a apreciar, por tanto, todo lo noble y todo lo bello, a reconocer la dignidad de cada persona, hecha a imagen de Dios, y a admirar ese don especialísimo de la libertad, por la que somos dueños de nuestros propios actos y podemos –con la gracia del Cielo– construir nuestro destino eterno» [44].

Movidos por la fuerza de la esperanza, lucharemos para borrar la mancha viscosa que extienden los sembradores del odio, y redescubriremos el mundo con una perspectiva gozosa, porque ha salido hermoso  y limpio de las manos de Dios, y así de bello lo restituiremos a El, si aprendemos a arrepentirnos [45].

Un aspecto especial de la relación del mundo con Dios es el culto, por ese “materialismo cristiano” del que hablábamos antes, en el que se valora lo material como parte de lo humano, como ocasión de trabajo, como lenguaje. Las cosas materiales tienen un significado, y en el culto a Dios, es lógico prestar atención a ese elemento que puede ser expresión de amor o de desidia. Por esto afirma San Josemaría que «Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco» [46] y que «el cuidado de la liturgia, nos hace intuir la belleza de los misterios de la Religión» [47]. Porque el alma se expresa a través del cuerpo; porque hay una relación íntima de lo divino y lo humano; las cosas materiales pueden ser expresión de amor. Del mismo modo que las maneras externas de presentarse las personas son reflejo de sus actitudes interiores. Por esto son importantes y por esto, en Camino y otros escritos se dé importancia a la elegancia, al tono humano, a las “maneras”: «Modales bruscos, facha ridícula. . . » [48]. La facilidad por descubrir, gozar y manifestar realidades de hermosura sencilla se evidencia en muchos de los escritos de San Josemaría. Cuida la belleza formal de sus escritos, emplea citas de personajes importantes de la literatura [49]: Bécquer, Maragall, Machado. . . pero no como un preciosismo o cultismo; sino como modos de escritura que responden realmente a lo que quiere expresar. Conoce fórmulas bellas, las recuerda y las emplea con naturalidad, porque él mismo las aprecia. Se hace patente, además, una fina sensibilidad por parte del autor, al describir escenas reales que poseen cierto encanto o ternura, imágenes evocadoras de algo que resulta bello por el modo en que el autor las capta y relata: alusiones a elementos de la naturaleza: al mar, a las estrellas; a personajes de la realidad o del Evangelio: los rudos pescadores que se dejan ayudar por un niño, la imagen de los apóstoles cogiendo espigas de trigo por el camino, los amigos de Jesús, la mirada de Cristo, la belleza de María.

5.       La belleza divina de lo humano

«Todo lo que se hace por Amor adquiere hermosura y se engrandece» [50]. El trasfondo espiritual de esta afirmación es mucho más profundo de lo que pueda parecer en una primera impresión. De alguna manera resume toda una teología de santificación a través de lo ordinario, de encuentro con Dios precisamente en el mundo y a través de las realidades que lo componen. Todas las acciones de la persona contemplativa se transforman. Todo lo que hace se embellece por su unión con el Amor.

Illanes ha empleado la voz esplendor para designar este embellecimiento y observa que «Dante tiene una intención teológica al usar este término, en sus escritos el vocablo esplendor remite, directa o indirectamente, a la divinidad. Algo parecido ocurre también en los textos de Josemaría Escrivá de Balaguer» [51]. Cada acción se convierte en manifestación de cariño y así abandona su posible insignificancia para adquirir brillo, luz, valor eterno; porque el amor a Dios, y los actos movidos por ese amor, se abren a la eternidad divina.

En esta propuesta se asumen dos condiciones. En primer lugar, entender la contemplación en su sentido más amplio. No reducida a la contemplación –como se entendía en al pensamiento clásico– de las cosas y el mundo, la naturaleza; presuponiendo que la actividad más alta del ser humano es improductiva [52]. Aquí se acepta que la contemplación es la actividad más alta del ser humano, pero es verdadera actividad; incluso verdadero trabajo. En segundo lugar, esta espiritualidad, enfocada a descubrir “el valor divino de lo humano”, admite cierta presencia de lo infinito en lo finito. Así se ve cierto paralelismo entre el contemplativo y el artista. El artista es siempre un contemplativo de la belleza, pero además puede ser un «evangelizador de la cultura» [53]: mostrando la belleza, presentándola a los demás, facilita el camino al bien y a la verdad [54].

La expresión acerca de lo infinito y su presencia en la realidad finita han marcado uno de los hitos más importantes de la historia del pensamiento estético. Es la definición de belleza propia de los románticos, de algunos autores del idealismo alemán; San Juan Pablo II la empleó en la Carta a los artistas. Se trata de una definición de belleza que remite a Dios. En efecto, bello es lo que siendo limitado, refleja lo que no tiene límites; lo que, siendo material, es capaz de evocar lo que trasciende la materia; lo que, estando presente, evoca lo invisible y la inmensidad. Bello es lo imperfecto capaz de reflejar perfección. Schelling, a lo largo de todo el Sistema del idealismo trascendental trata de esa contradicción entre lo finito y lo infinito, y la reconoce irresoluble. Sin embargo, al final del texto y a modo de conclusión, explica que es en la belleza donde se resuelve [55] y es el artista el artífice de esa superación de lo que parece contradictorio [56]. Lo infinito es, además, una aspiración humana. La belleza, además de la infinitud, revela que el ser humano es capaz de esa intuición y que tiene deseos de lo eterno. El alma humana tiene la capacidad de adivinar lo infinito y a la vez, cierta necesidad de ello. «En última instancia –el ser humano aspira a algo más que a una felicidad superficial y pasajera–, mediante la radiación en un bien y en un valor que, dotados de virtualidad infinita, permiten unificar los múltiples y variados hilos de la historia» [57]. Pero ¿cómo puede lo infinito estar presente en lo limitado? ¿Cómo, la actividad cotidiana, tener valor de eternidad? Y ¿cómo, lo humano, adquirir un valor divino? La respuesta es doble. Por un lado, se ha de ver la presencia natural de lo divino en la creación y en el ser humano. Dios como ser subsistente mantiene todo en el ser, como creador es principio de todo lo que existe, como Perfección es participado por todo lo bueno. El segundo aspecto, se centra en el ser humano y presupone la libertad. «El núcleo último del acontecer no radica en cuanto rodea al hombre, sino en el hombre mismo, en su capacidad para auto-determinarse y para decidir, o sea, en su libertad» [58]. Mediante la libertad Dios se hace presente en el ser humano. Eligiendo el bien, y especialmente en la oración, nos abrimos a la vida de la gracia que nos hace partícipes de la naturaleza divina. «La oración como diálogo con Dios presupone la presencia sobrenatural de la Santísima Trinidad en el alma –la inhabitación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo– el contacto con Dios establecido por la participación en la naturaleza divina por la gracia» [59]. Y una de las dimensiones de la gracia y del amor es su belleza, que, por su poder de evocar lo perfecto, refleja lo infinito. Además, se puede ver un parecido entre la inspiración artística y la gracia: «lo que tienen en común es que no tenemos el poder sobre ellos» [60]. La actitud contemplativa exige la admiración, exige por su propia naturaleza reconocer la personal pequeñez ante la inmensidad.

La belleza de los idealistas, lo infinito presente en lo finito, manifiesta lo eterno, incluso en cierto modo de lo divino; pero no marca un itinerario personal. Esto difiere en la predicación de San Josemaría sobre el amor –que siempre es necesariamente personal– que engrandece todo, y que santifica cada acción. Así todo adquiere la belleza del encuentro personal con Dios, de Su presencia. Descubrir el valor divino de lo humano es descubrir la belleza de Dios iluminando la vida corriente, hermoseando la actividad cotidiana.

Magdalena Bosch en cedejbiblioteca.unav.edu/

Notas:

1    F. Hölderlin, Hyperion, oder der Eremit in Griechenland 1797, vol. I, lib. 2, carta 3.

2   Cfr. Platón, Banquete, 210 e.

3   Aristóteles, Ética a Nicómaco, I, 7, 1098a 5

4   Platón, Banquete, 211 b.

5   E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, vol. I, Rialp, Madrid 2010, p. 313.

6   Oseas 11,1 y 3.

7   Oseas 2,16.

8   San Agustín, Confesiones, libro 7, capítulo 10.

9   Ibíd., capítulo 5.

10  Cfr. Santo Tomás de Aquino, De Veritate, q. 1, a. 1

11  Santo Tomás de Aquino, S.Th., I-II, q. 27, a. 1, ad 3

12  Id., II-II, q. 180, a. 1, c.

13 «La relación entre bueno y bello suscita sugestivas reflexiones. La  belleza es  en  un cierto sentido la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza. Lo habían comprendido acertadamente los griegos que, uniendo los dos conceptos, acuñaron una palabra que comprende a ambos: “kalokagathia”, es decir “belleza-bondad”. A este respecto escribe Platón: “La potencia del Bien se ha refugiado en la naturaleza de lo Bello”». San Juan Pablo II, Carta a los artistas, n. 3.

14 Ibíd., n. 16.

15  “La auténtica belleza salvará al mundo”. J. Ratzinger, Mensaje a los asistentes al Meeting por la amistad entre los pueblos, Rimini, agosto de 2005.

16  Pontificio Consejo para la Cultura, “Via Pulchritudinis”, Asamblea plenaria 27-28. III.2006.

17  E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad, o. c., vol. I, p. 310.

18  San Josemaría, Apuntes de la predicación, 21.II. 1971, citado en E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad. . . , o. c., vol. 1, p. 312.

19  Es Cristo que pasa, nn. 65 y 174.

20  J.L. Illanes, La santificación del trabajo, Palabra, Madrid 1980, p.112

21  Homilía Amar al mundo apasionadamente (Pamplona 8. X.1967), en Conversaciones, n. 114.

22  Carta 31-V-1954, n. 7 (texto citado en J.L. Illanes, La santificación del trabajo, cit.,     p. 113).

23  J.I. Murillo, “El trabajo como manifestación de Dios”, en Aa.Vv., Trabajo y Espíritu. Actas del cuarto simposio internacional sobre Fe cristiana y cultura contemporánea, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2005

24  Citado por E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, vol. I, cit., p. 321.

25  Homilía “Amar al mundo apasionadamente”, (Pamplona 8. X.1967), en Conversaciones, n. 114.

26  Cfr. Conversaciones, n. 115; H. Thomas (ed.), Creatividad artística, Congreso internacional “La grandeza de la vida corriente”, Edusc, Roma 2003, p. 24.

27  M.P. Chirinos, Humanismo cristiano y trabajo. Reflexiones en torno a la materia y al espíritu, en: Aa.Vv., “Trabajo y Espíritu”, cit., vol. 37, p. 62.

28 Cfr. ibíd., pp. 60-63.

29 Es Cristo que pasa, nn. 49 -50.

30 Ibíd., n. 32.

31  Amigos de Dios, n. 190.

32  «Hijos, pasmaos agradecidos ante este misterio, y aprended: todo el poder, toda la majestad, toda la hermosura, toda la armonía infinita de Dios, sus grandes e inconmensurables riquezas, ¡todo un Dios!, quedó escondido en la Humanidad de Cristo para servirnos. El Omnipotente se presenta decidido a oscurecer por un tiempo su gloria, para facilitar el encuentro redentor con sus criaturas». Ibíd. n. 111.

33 Ibíd., n. 277.

34  Santo Rosario, Cuarto misterio de luz, n. 20. Apuntes de la predicación oral, 4. VI. 37

35  Forja, n. 298.

36 Ibíd., n.313.

37  Camino n.293.

38  Surco, n. 617.

39 Ibíd., n. 166.

40  Camino, n. 891.

41  Es Cristo que pasa, n. 134.

42  Forja, n. 491.

43  Es Cristo que pasa, n. 24.

44 Ibíd., n. 99.

45  Cfr. Amigos de Dios, n. 219.

46  Camino, n. 527.

47 Ibíd., n. 382.

48 Ibíd., n. 661.

49  No nos detenemos en este análisis. Seoane ha realizado ya un estudio sobre esta cuestión. (M.J. Alonso Seoane, Homilías y escritos breves. Algunos aspectos de la retórica literaria, en: M.A. Garrido, (ed.), La obra literaria de San Josemaría, Eunsa, Astrolabio, Pamplona 2002)

50  Camino, n. 429.

51  J.L. Illanes, Esplendor del trabajo, en: Aa.Vv., Trabajo y espíritu, cit., p. 67.

52  Cfr. J.I. Murillo, El Trabajo como manifestación de Dios, cit., p. 140.

53  Cfr. I. Azcárraga, La potencia creadora de una mirada contemplativa, en: H. Thomas (ed.), Creatividad artística, cit., p. 101.

54  Cfr. ibíd., p. 110.

55  Cfr. F. Schelling, System des transzendentalen idealismus, párrafo 466 (edición de Meiner).

56  «. . . el arte concilia una contradicción infinita». Ibid. Párrafo 469 (edición de Meiner).

57  J.L. Llanes, El esplendor del trabajo, en: Aa.Vv., Trabajo y espíritu, cit., p. 77.

58  Ibíd., p. 76.

59  E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad. . . , cit., p. 311.

60  N. Schapfl, Being children of god lend us to Truth and Beauty, en: H. Thomas, (ed.) Creatividad artística, cit., p. 63.

Ramón de la Campa Carmona

APÉNDICE I. PROPIO DE ESPAÑA

Nuestra Señora de Montserrat (27 de abril)

Por rescripto de León XIII Pecci de once de septiembre de 1881 se declaraba Patrona de Cataluña a la Virgen de Montserrat y se establecía su fiesta litúrgica el día veintisiete de abril, fecha en la que se sigue conmemorando en esta comunidad autónoma española como solemnidad. Dos días antes había sido coronada canónicamente en la explanada del monasterio a ella dedicado, que señalaba el renacer de esa devoción multisecular tras los sucesos traumáticos del siglo XIX.

Wifredo el Velloso, primer Conde de Barcelona (874-898), reconquistada esta comarca, cedió el macizo montañoso primero a las benedictinas y después a los benedictinos de Santa María de Ripoll, y se construyó allí una ermita dedicada a Santa María. Asentados allí los monjes de Ripoll desde finales del siglo IX, el Abad Oliva fue el que en el siglo XI puso los cimientos de su monasterio, que llegaría a ser uno de los más florecientes de Europa en la Edad Moderna.

Una cofradía de devotos de la Virgen fue creada en el siglo XII y aprobada por decreto de Clemente III Scolari (1187-1191). Los milagros atribuidos a la Virgen de Montserrat fueron cada vez más numerosos y los peregrinos que iban hacia Santiago de Compostela los divulgaron. Así, por ejemplo, en Italia se han contado más de ciento cincuenta iglesias o capillas dedicadas a la Virgen de Montserrat.

La imagen de la Virgen es de talla completa realizada en madera de álamo blanco, estofada y policromada. Es románica del siglo XII, de la iconografía de la Majestad de Santa María. Fue sobrevestida durante una gran etapa de su historia.

El veinticinco de julio de 1811 fue destruido el monasterio por las tropas francesas. Suprimida la comunidad en 1835, fue restablecida por Real Decreto en 1844, que señaló la vuelta de los monjes y de la imagen a un edificio en ruinas y que poco a poco ha sido reconstruido, hasta afirmarse como el corazón del catalanismo cristiano.

La Virgen María, Mediadora de todas las Gracias (8 de mayo)

La mediación universal de la Santísima Virgen María es una doctrina deducida de la enseñanza tradicional de la Iglesia, a partir de la solicitud maternal de María por todo el género humano en la misión redentora de su Hijo, que forma un todo con ella, y se extiende a todas las gracias que nos ha adquirido Cristo.

Aunque es una verdad no definida, viene siendo aceptada por el pueblo cristiano desde tiempo inmemorial: ya a San Germán de Constantinopla, en el siglo VII, se le llama el Doctor de la Mediación de María.

Son múltiples las advocaciones marianas que reflejan la mediación de María: Amparo, Auxiliadora, Consolación, Gracias, Merced, Milagro, Misericordia, Patrocinio, Providencia, Refugio, Remedio, Socorro... En la Edad Media, el franciscano San Bernardino de Siena, insigne predicador, contribuyó ostensiblemente a extender la doctrina de la distribución de María de todas las gracias. En el mismo sentido, toda la himnología medieval occidental canta el papel de María como abogada y mediadora.

Así mismo la proclamamos intercesora en la segunda parte del avemaría, de composición eclesiástica, oración base, por otra parte, del Ángelus y del Rosario.

En la Península Ibérica, el título de mediadora e intercesora se patentiza ya en su liturgia hispánica autóctona. A comienzos de la Edad Moderna, influyó mucho la predicación del agustino Santo Tomás de Villanueva, Arzobispo de Valencia, que entreteje su reflexión teológica en torno a imágenes y tipos bíblicos, recogiendo la herencia de la piedad medieval.

Incluso el Rey Felipe IV, a propuesta de la Real Junta de la Inmaculada, movida por el jesuita P. Nieremberg, estableció, como comentamos en otro apartado, la Fiesta del Patrocinio de la Santísima Virgen para España y sus dominios por carta del veinte y ocho de septiembre de 1655, confirmada por el Papa Alejandro VII Chigi por el Breve Praeclara charissimi del veinte y ocho de julio del año siguiente, para un domingo de noviembre. Un decreto real en 1664 la fijó el segundo. Se extendió por otros lugares en el siglo XVIII.

En la segunda mitad del XIX el Cardenal Mercier (+1926), Arzobispo de Malinas, Bélgica, promovió en la Iglesia un movimiento mariano mediacionista. En 1913 elevó a San Pío S Sarto una petición para que declarara dogma de fe la Mediación Universal de María en la dispensación de todas las gracias, firmada el episcopado belga, clero, fieles, universidades católicas, órdenes religiosas…

Ya en este siglo, el Papa Benedicto XV Della Chiesa, llama a la Virgen Omnipotencia suplicante, y afirma que la ha tomado por Patrona desde el comienzo de su pontificado [24].

Este mismo pontífice, el veinte y uno de enero de 1918, a petición del Cardenal Mercier, concedió a toda la nación belga Oficio y Misa de Santa María Virgen Mediadora de Todas las Gracias, que es por tanto una fiesta que hace referencia a una verdad teológica y que la Sede Apostólica ha ido concediendo a muchas diócesis e Institutos Religiosos que lo han solicitado, habiéndose hecho casi memoria general. El propio Cardenal Mercier escribió para ello a todos los obispos católicos.

Se celebraba el treinta y uno de mayo hasta 1954, en que pasó a la Octava de la Inmaculada. En el Vaticano II se califica expresamente a María Mediadora [25].

El Concilio Vaticano II ha escrito sobre esta condición de mediadora de la Santísima Virgen: “María, asunta a los cielos, no ha dejado su misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada. Por este motivo, la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Lo cual, sin embargo, ha de entenderse de tal manera que no reste ni añada nada a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador” (LG 62).

Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres. Pero Él, no por necesidad sino por benevolencia, ha querido asociarse otros mediadores. Entre ellos, María. La mediación de María fluye de un doble hecho: primero, su maternidad espiritual. Ésta exige no sólo la transmisión de la vida sobrenatural, sino también su conservación. Y segundo: su corredención maternal, que requiere la aplicación de la redención a cada uno de los redimidos.

En 1971 la Sagrada Congregación para el Culto Divino aprobó la Misa de la B.V.M. Madre de la Gracia y Mediadora, conjuntando el papel maternal de María con su mediación, cuyos textos eucológicos se encuentran en el Misal de la Virgen con el número 30.

La titulada La Virgen María en Caná, la número 9, última del Tiempo de Navidad, nos transmite la continuación de la labor mediadora de la Madre de Jesús en favor de la Iglesia en el cielo, donde reina Asunta y Gloriosa, que inició en las bodas de Caná, y de Su misión ejemplarizante y salvadora de conducir a Cristo en comunión con los fieles.

Aunque no está en el calendario universal, se celebra en múltiples diócesis, así en las de Cuenca, Pamplona y Tudela como memoria libre, y congregaciones religiosas, entre las que contamos a los Monfortianos y Reparadores, como memoria obligatoria, y Servitas, como memoria libre.

En la Diócesis de Sevilla se celebra en esta jornada por aprobación de la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino de cinco de agosto de 1980 (Prot. n. CD 1320/80), a petición del 30 de mayo de dicho año del Cardenal Arzobispo José María Bueno Monreal con el grado de memoria obligatoria.

Nuestra Señora del Pilar (doce de octubre)

La leyenda, tal está atestiguada por primera vez en unos documentos del siglo XIII que se conservan en la Catedral de Zaragoza, se remonta a la época inmediatamente posterior a la Ascensión de Jesucristo, cuando los apóstoles, fortalecidos con el Espíritu Santo, predicaban el Evangelio. Se dice que, por entonces (ca. 40), el Apóstol Santiago el Mayor, hermano de San Juan e hijo de Zebedeo, predicaba en España.

Los documentos dicen textualmente que Santiago, “pasando por Asturias, llegó con sus nuevos discípulos a través de Galicia y de Castilla, hasta Aragón, el territorio que se llamaba Celtiberia, donde está situada la ciudad de Zaragoza, en las riberas del Ebro. Allí predicó Santiago muchos días y, entre los muchos convertidos eligió como acompañantes a ocho hombres, con los cuales trataba de día del Reino de Dios, y por la noche, recorría las riberas para tomar algún descanso”.

En la noche del dos de enero del año 40, Santiago se encontraba con sus discípulos junto al río Ebro cuando “oyó voces de ángeles que cantaban Ave, María, gratia plena y vio aparecer a la Virgen Madre de Cristo, de pie sobre un pilar de mármol”. La Santísima Virgen, que aún vivía en carne mortal, le pidió al Apóstol que se le construyese allí una iglesia, con el altar en torno al pilar donde estaba de pie y prometió que “permanecerá este sitio hasta el fin de los tiempos para que la virtud de Dios obre portentos y maravillas por mi intercesión con aquellos que en sus necesidades imploren mi patrocinio”.

Desapareció la Virgen y quedó ahí el pilar. El Apóstol Santiago y los ocho testigos del prodigio comenzaron inmediatamente a edificar una iglesia en aquel sitio y, con el concurso de los convertidos, la obra se puso en marcha con rapidez. Pero antes que estuviese terminada la iglesia, Santiago ordenó presbítero a uno de sus discípulos para servicio de la misma, la consagró y le dio el título de Santa María del Pilar, antes de regresar a Judea. Esta fue así la primera iglesia dedicada en honor a la Virgen, estando Ésta aún viva.

Muchos historiadores e investigadores defienden esta tradición y aducen que hay una serie de monumentos y testimonios que demuestran la existencia remota de una iglesia dedicada a la Virgen de Zaragoza. El más antiguo de estos testimonios es el famoso sarcófago de Santa Engracia, que se conserva en Zaragoza, datado en el siglo IV, cuando la santa fue martirizada. Algunos interpretan en un bajorrelieve del sarcófago el descenso de la Virgen de los cielos para aparecerse al Apóstol Santiago.

Así mismo, hacia el año 835, un monje de San Germán de París, llamado Almoino, redactó unos escritos en los que habla de la Iglesia de la Virgen María de Zaragoza, "donde había servido en el siglo III el gran mártir San Vicente", cuyos restos fueron depositados por el obispo de Zaragoza en la iglesia de la Virgen María. También está atestiguado que antes de la ocupación musulmana de Zaragoza (714) había allí un templo dedicado a la Virgen.

Desde el siglo XV los textos litúrgicos celebran la dedicación de esta iglesia a la Virgen. Pero la devoción del pueblo por la Virgen del Pilar se arraigó tanto entre los españoles y desde épocas tan remotas, que la Santa Sede permitió el establecimiento del Oficio del Pilar en el que se consigna la aparición de la Virgen del Pilar como "una antigua y piadosa creencia".

En 1438 se escribió un Libro de milagros atribuidos a la Virgen del Pilar, que contribuyó al fomento de la devoción hasta el punto de que el Rey Fernando el Católico dijo: "creemos que ninguno de los católicos de occidente ignora que en la ciudad de Zaragoza hay un templo de admirable devoción sagrada y antiquísima, dedicado a la Santa y Purísima Virgen y Madre de Dios, Santa María del Pilar, que resplandece con innumerables y continuos milagros".

Pero el más famoso de los milagros atribuidos a la Virgen el Pilar es el de Miguel Pelicer, el Cojo de Calanda (1640). Se trata de un hombre a quien le amputaron una pierna. Años más tarde, mientras soñaba que visitaba la basílica de la Virgen del Pilar, la pierna volvió a su sitio. Era la misma pierna que había perdido. Miles de personas fueron testigos y en la pared derecha de la basílica hay un cuadro recordando este milagro.

El Papa Clemente XII Corsini sancionó en el siglo XVIII la fecha del doce de octubre para la festividad particular de la Virgen del Pilar. El diez de octubre de 1613, el Concejo de Zaragoza había acordado guardar anualmente este día, con lo que la fiesta religiosa había pasado a ser también festividad civil. En el siglo XIX fue extendida a todas las Iglesias de España y el Venerable Pío XII Pacelli lo hizo a las naciones hispanoamericanas.

La oración colecta de la fiesta de Nuestra Señora del Pilar es una obra maestra de síntesis teológica y sencilla plegaria y resume su simbolismo: “Dios todopoderoso y eterno, que en la gloriosa Madre de tu Hijo has concedido un amparo celestial a cuantos la invocan con la secular advocación del Pilar, concédenos, por su intercesión, fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor”.

Patrocinio de Nuestra Señora (segundo domingo de noviembre)

La Iglesia ha invocado a la Virgen María "con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora" ya que su función maternal perdura sin cesar en la economía de la gracia y "con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna" (Lumen Gentium, nº 62).

Juan en su evangelio nos relata cómo Jesús, cuando iba a morir, nos hizo entrega a todos los cristianos de María como madre en la figura del discípulo amado (Jn 19, 26-27) con estas palabras: "Ahí tienes a tu madre". Desde este momento los fieles están llamados con Juan a acoger a María Santísima, amándola e imitándola y experimentando su especial ternura materna.

Esta filiación con María es camino privilegiado para que se encuentren los fieles con Jesús y una ayuda eficaz para avanzar y vivir en plenitud la vida cristiana. En el título de Patrocinio se resalta especialmente esta maternidad espiritual de María. La madre de Dios es la madre de los fieles: madre de la Iglesia y de todos sus miembros.

Patrocinio significa también protección y amparo. En María encuentran los fieles una madre que protege y gracia y amparo en vida y en muerte, en las tentaciones y luchas diarias. Ella es, pues, protección, amparo, auxilio, mediadora, abogada, modelo, estímulo, estrella, norte y guía.

Algunas congregaciones religiosas, en acción de gracias por la intercesión mariana, introdujeron en sus calendarios propios, como fiesta devocional, una fiesta del Patrocinio de la Virgen sobre su instituto. Es el caso de los dominicos. Como afirma su cuarto Maestro General, el Venerable Fray Humberto de Romans (1200-1277): "La Virgen María fue una grande ayuda para la fundación de la Orden y se espera que la lleve a buen fin" (Opera, II, 70-71). Vemos así como la Orden de Predicadores reconocía desde sus inicios la protección de la Virgen.

La celebración del Patrocinio de María sobre la Orden de Predicadores se celebró en la liturgia en coincidencia con el aniversario de la bula de fundación de la Orden el veintidós de diciembre de 1216, pero ante la debida preferencia de las ferias de Adviento inmediatas a Navidad, se ha transferido su celebración al ocho de mayo, pues también en este día diversos calendarios litúrgicos de otros propios ya celebraban diversos títulos de María.

Pero esta fiesta en España, celebrada en noviembre, fue iniciativa de la monarquía. El Rey Felipe IV, recordando los favores que a lo largo de los siglos habían recibido sus antecesores por mediación especial del patrocinio de la Virgen María y en medio de los numerosos problemas que afligían a los dominios hispánicos por entonces, acordó poner su Corona bajo el Patrocinio de la Santísima Virgen, a sugerencia de la Real Junta de la Inmaculada, presidida por el jesuita Padre Nieremberg.

Habiendo acudido a la Santa Sede, accedió Alejandro VII Chigi, el veintiocho de julio de 1656, a que se estableciese la fiesta del Patrocinio de Nuestra Señora en un domingo de noviembre. Suele ser el segundo. El Breve que publicó el arzobispo de Toledo, don Baltasar de Moscoso y Sandoval, basta para dar una idea exacta de esta festividad puramente española y su especial origen.

La Real Cédula en que se comunicó este Breve a todas las autoridades, encargando su más puntual cumplimiento, decía así: "El Rey. En la devoción que en todos mis Reinos se tiene a la Virgen Santísima, y en particular con que yo acudo en mis necesidades a implorar su auxilio, cabe mi confianza de que en los aprietos mayores ha de ser nuestro amparo y defensa; y en demostración de mi afecto y devoción, he resuelto que en todos mis Reinos se reciba por Patrona y Protectora, señalando un día, el que pareciere, para que en todas las ciudades, villas y lugares de ellos se hagan novenarios, habiendo todos los días Misas solemnes con sermones, de manera que sea con toda festividad, y asistiendo mis Virreyes y gobernadores y Ministros, por lo menos un día, haciéndose procesiones generales en todas partes, con las imágenes de mayor devoción de los lugares, para que con gran solemnidad y conmoción del pueblo se celebre esta fiesta".

Quedaron, pues, desde entonces debajo del Patrocinio de María cincuenta y cuatro millones de católicos, que formaban entonces la monarquía española en toda la superficie de la tierra, o lo que es lo mismo, más de la cuarta parte del catolicismo que se calculaba escasamente en unos doscientos millones.

Expectación del Parto (dieciocho de diciembre) [26]

Esta memoria, llamada también Fiesta de la Esperanza, es una fiesta memorial nacida en España. Se estableció como fiesta principal de la Virgen de la liturgia hispánica, en conmemoración de la Encarnación del Verbo, en el X Concilio de Toledo, presidido por San Eugenio III Obispo de Toledo, celebrado el 656 durante el reinado de Recesvinto. Fue confirmada, así mismo, por su sucesor, San Ildefonso de Toledo, pues el anterior prelado murió al año siguiente de la promulgación, al que erróneamente se le atribuye el título que hoy tiene, pero al que pertenecen casi todos los textos eucológicos de la fiesta.

Puesto que la observancia cuaresmal o la fiesta de Pascua imposibilitaban señalarla el veinticinco de marzo, nueve meses antes de Navidad, se decidió instaurarla en el contexto del Adviento, en la octava anterior a la celebración de nacimiento, fundamentándose en el ejemplo de Iglesias lejanas, quizás a la copta y a la etiópica. Fue la única fiesta mariana de la liturgia hispánica hasta que sobre el siglo IX se introdujo la de la Asunción.

Recibe también el nombre popular de Fiesta de la O porque desde su víspera hasta el veintitrés se cantan solemnemente al Magníficat unas antífonas, que se hicieron muy populares, y que empiezan siempre por la exclamación latina O (español, Oh), para mostrar el perpetuo asombro del hombre por el nacimiento del Dios humanado.

En la Iglesia de Inglaterra se adelantó ya en el medievo esta práctica al día dieciséis, señalando para el día veintitrés una octava antífona de tinte mariano: O Virgo virginum, que dice así: “Oh, Virgen de Vírgenes, ¿cómo ha de ser esto? / Ya que nunca antes hubo una como vos, ni la volverá a haber./ Hijas de Jerusalén, ¿por qué os maravilláis de mí? / Lo que vosotros admiráis es un misterio Divino”. Ésta pasó a utilizarse en la fiesta de la Expectación cuando se introdujo en el Rito Romano.

Cuando se impuso en la Península Ibérica el Rito Romano a partir del siglo XI, se mantuvo como fiesta particular hispana, con el título con que actualmente la conocemos, al tiempo que la festividad romana de la Anunciación del veinticinco de marzo pasó a ser introducida en el Missale Gothicum.

En la reforma pos-tridentina del Rito Romano esta fiesta fue aprobada por Gregorio XIII Buoncompagni en 1573 con la categoría de doble mayor en el Propio de Toledo. Las lecciones del breviario se tomaron del tratado De perpetua virginitate del citado San Ildefonso de Toledo. Esta Iglesia consiguió incluso el privilegio, aprobado el veintinueve de abril de 1634, de celebrarla incluso en concurrencia con el IV Domingo de Adviento. De aquí se extendió a casi todas las diócesis hispánicas.

Del ámbito hispano pasó a otras Iglesias y congregaciones, a las que se les concedió: a Venecia y Tolouse en 1695, a los cistercienses en 1702, a Toscana en 1713, incluso a los Estados Pontificios en 1725 por Benedicto XIII Orsini.

APÉNDICE II. FIESTAS DE CALENDARIOS PARTICULARES

Nuestra Señora, Reina de la Paz (veinticuatro de enero)

Ya entre los Padres Griegos, San Epifanio exclama a María: “por Ti ha sido entregada al mundo la paz celeste” [27], y San Efrén la llama Paz del Mundo.

En nuestra patria, en 1632, Pedro Manrique, Arzobispo de Toledo, había instituido la Fiesta de Nuestra Señora de la Paz, a la que se une la memoria de la descensión de Nuestra Señora para imponer la casulla a San Ildefonso, en honor de una imagen que había sido entronizada en una iglesia restituida al culto cristiano con la Reconquista en el 1085, lugar donde se había celebrado el IX Concilio de Toledo y que se había consagrado el primer año del reinado de Recaredo con el nombre de Sancta María in Cathedra.

El siete de septiembre de 1658 el Papa Alejandro VII Chigi, a ruegos de Luis XIV de Francia, había así mismo concedido a su reino la Fiesta de la Virgen Reina de la Paz. Pero quien dio un impulso decidido a esta advocación fue el Papa Benedicto XV Della Chiesa con ocasión de la I Guerra Mundial: en 1915, en la felicitación de Navidad a los Cardenales conmina a orar a María, Reina de la Paz, por el cese de las hostilidades, y él mismo, el uno de mayo de 1917, añadió a las Letanías Lauretanas el título que las cierra, Reina de la Paz [28].

Su memoria litúrgica se celebra el veinte y cuatro de enero en algunos sitios, y en otros el cuarto domingo de octubre. A este título se dedica el formulario número cuarenta y cinco para el Tiempo Ordinario del Misal de la Virgen.

En palabras del Misal de la Virgen, “a causa de esa íntima y estrecha unión con Su Hijo, ‘Príncipe de la Paz’ (Is IX, 6), la Santísima Virgen ha sido venerada cada día más como Reina de la Paz: en algunos calendarios de Iglesias particulares y de Institutos Religiosos se halla la memoria de la Santísima Virgen Reina de la Paz” [29].

En sus textos, tomados a excepción del prefacio del Propio de las Diócesis de Savona y Noli, “se conmemora la cooperación de la Virgen en la reconciliación o paz” entre Dios y los hombres realizada por Cristo: en el misterio de la Encarnación [...], el misterio de la Pasión [...], en el misterio de Pentecostés [...]. Al celebrar la memoria de la Virgen María, Reina de la Paz, la asamblea de fieles pide a Dios que, por su intercesión, conceda a la Iglesia y a la familia humana: el Espíritu de caridad [...], los dones de la unidad y de la paz [...], la tranquilidad en nuestro tiempo” [30].

Desposorios de Santa María Virgen (veintitrés de enero)

Jean Charlier, llamado Gerson, discípulo de Pierre d'Ailly, Canciller de la Universidad de París (+1420), propagador de la devoción en honor de San José por influencia de su maestro, intentó instituir una fiesta votiva especial el jueves de témporas en Adviento para conmemorar los esponsales virginales de María y José, lo que parece que logró con un legado de un canónigo de la Catedral de Chartres, Henri Chicoti, para la cual compuso un Oficio.

Tras este intento medieval, pasamos al primer dato seguro de esta fiesta que data del veintinueve de agosto de 1517, también en el ámbito francés, en que León X Médici la otorgó, junto a otras nueve fiestas marianas, a las monjas de la Anunciación, fundadas por Santa Juana de Valois. Se celebraba el veintidós de octubre como doble de segunda clase. Pero ya no está centrada, como la de Gerson, en la figura de San José, sino en la de la Virgen.

Con este enfoque de fiesta mariana les fue concedida a los Menores el veintiuno de agosto de 1537 para el siete de marzo como doble mayor, y por el mismo tiempo a los servitas para el día siguiente, ocho de marzo. Se recitaba el Oficio de la Natividad sustituyendo la palabra nativitas por desponsatio. Arras fue la primera diócesis que la adoptó por decreto del veintitrés de enero de 1556.

Fue compuesto un Oficio propio por el dominico Pierre Doré (+1569), confesor del Duque Claudio de Lorena. En él, volviendo a la línea de Gerson, se exaltaba la figura de José junto a la de María. En 1546 suplicó sin éxito a Paulo III Farnese la extensión de esta fiesta a toda la Iglesia Latina. A pesar de todo se siguió extendiendo.

Desde que el Papa San Pío V Ghislieri abolió el Oficio de Pierre Doré e introdujo el oficio moderno, es otra vez fiesta de María. La conmemoración de San José en la Misa, laudes y vísperas sólo se puede hacer por un privilegio especial establecido en el decreto del 5 de mayo de 1736.

Durante algún tiempo no se aprobó la adopción de la fiesta; así en 1655 se le negó al Rey de España. Pero se volvieron a aprobar peticiones en el último tercio del XVII: se le concedió a Austria el veintisiete de enero de 1678 para el veintitrés enero, a España el trece de julio de 1682 trasferida al veintiséis de noviembre (porque el veintitrés de enero estaba ocupado por San Ildefonso de Toledo), a todo el Imperio Germano en 1680, en 1689 a Tierra Santa, en 1702 a los cistercienses, en 1720 a la Toscana y en 1725 a los Estados Pontificios. En nuestros días se celebra el veintitrés de enero, y en los países hispanos el veintiséis de noviembre.

Nuestra Señora de Gracia (ocho de mayo) [31]

La advocación de Nuestra Señora de Gracia evoca el saludo del Arcángel Gabriel a María: "Dios te salve María, llena eres de gracia". Para los cristianos esta advocación no hace más que resaltar la cooperación excelente de María en el plan salvífico de Dios, para el que estaba predestinada.

Esta advocación de Gracia, junto a la de Consolación y Correa, la del Buen Consejo y la del Socorro, centran la devoción mariana particular de la orden agustina, y aun podemos decir que es la más antigua de todas. Desde tiempo inmemorial el culto a la Virgen de Gracia floreció en los ámbitos agustinianos, pero desconocemos dónde y cómo surgió. El porqué de la elección de tal título y del culto particular que se empezó a tributar a la Virgen con él, las circunstancias históricas que lo envolvieron en los comienzos de la Orden y su origen espacio-temporal, se desconocen totalmente. Lo cierto es que, aunque con lentitud, pero progresivamente, la advocación fue cobrando resonancia en las devociones comunitarias y litúrgicas agustinas.

Había sido norma generalizada que las órdenes religiosas aprovecharan devociones antiguas ya establecidas en el corazón de los cristianos y las acomodaran a su peculiar manera de pensar y carisma. No olvidemos que San Agustín, el padre espiritual de la orden, es llamado el Doctor de la Gracia. Como él pone de manifiesto, en nuestro camino de salvación es necesario el auxilio de la Gracia, que recibimos en el bautismo.

María venerada como Madre de la Gracia o de la Divina Gracia presenta la oportunidad de incardinar la mariología en la cristología. Probablemente sea ésta la explicación más verosímil de lo que aconteció respecto a la arraigada devoción agustiniana por Nuestra Señora de Gracia.

Entre los agustinos la devoción a este prestigioso título se desarrolló encontrando adecuadas expresiones en algunas antífonas, plegarias e himnos recomendados u ordenados por las constituciones de la Orden y sus capítulos generales, como las antífonas Benedicta tu, llamada también Vigiliae B. M. V., porque se recitaba o cantaba por la tarde, el Ave Regina coelorum, Mater regis angelorum, que se canta en la primera mitad del día, normalmente después de mediodía, o el himno Maria Mater Gratiae, al término de las procesiones.

Ya en el Capítulo General de Orvieto de 1284 se recomienda el rezo o canto diario de la citada antífona Benedicta tu en honor de la Virgen de Gracia. En el Capítulo General de 1327 fue decretado el rezo diario del versículo Maria Mater Gratiae después del himno Memento salutis auctor, lo que se recordó en 1385 y 1388.

Otra noticia históricamente documentada del culto de la Orden a esta advocación es del año 1401 y se refiere a una cofradía homónima organizada en los conventos de San Agustín en Valencia (España) y Nuestra Señora de Gracia en Lisboa (Portugal).

Aunque ya venía de antiguo la recitación del himno Ave Regina caelorum, Mater Regis angelorum también en honor de la Virgen de Gracia, se prescribió este uso en las Constituciones de 1551 tras la misa solemne, lo que el Capítulo General acordó que nunca debía ser suprimido en las iglesias de la Orden, y lo que se recordó en disposiciones posteriores.

A partir del siglo XVI la devoción estaba consolidada en toda la Orden; se empezaron incluso a edificar conventos con este título, sobre todo en Italia e Hispanoamérica, y también se difundió la leyenda de que la Virgen de Gracia habría impedido que el Papa quitara a la Orden el hábito blanco que se vestía entonces en su honor.

A partir del siglo XVII la advocación es considerada ya como propia de la Orden, aunque quedó en parte oscurecida por la de Consolación y Correa y la del Beun Consejo.

Si bien el culto general, como vemos, es antiguo, la liturgia específica no fue concedida hasta 1807. En esta fecha, el Papa Pío VII Chiaramonti, a instancias del Padre José Bartolomé Menocchio (+1823), sacristán pontificio y confesor del papa, y del Vicario General, concedió a la Orden de San Agustín facultad para incluir en su liturgia la festividad en honor de la Virgen Nuestra Señora de Gracia, con Misa y Oficio propios, a celebrar el uno de junio.

A partir de una reforma del calendario propio en 1965 se empezó a celebrar el veinticinco de marzo, en clara alusión a la escena de la anunciación del ángel a María, pero con ello se oscureció una significativa tradición agustiniana. A partir de la inclusión con el número 30 en el Misal de la Bienaventurada Virgen María de 1987 de la misa Madre de Gracia, Mediadora de Gracia, en el calendario de la Orden del 2002 se rescató esta memoria y se le señaló el ocho de mayo.

María Auxiliadora (veinticuatro de mayo)

El primero que llamó a la Virgen María con el título de Auxiliadora fue San Juan Crisóstomo, en Constantinopla, en al año 345: "Tú, María, eres auxilio potentísimo de Dios". San Sabas en el año 532 nos transmite que en Oriente había una imagen de la Virgen que era llamada Auxiliadora de los Enfermos, porque junto a ella se obraban muchas curaciones. San Juan Damasceno, en el año 749, fue el primero en propagar la jaculatoria: "María Auxiliadora, ruega por nosotros". Y añade que la Virgen es "auxiliadora para evitar males y peligros y auxiliadora para conseguir la salvación".

En Ucrania, Rusia, se celebra la fiesta de María Auxiliadora el uno de octubre desde el año 1030, pues en ese año libró a la ciudad de la invasión de una terrible tribu de bárbaros paganos. En 1558 ya figuraba en las letanías que se acostumbraban recitar en el santuario de Loreto, Italia, la invocación: "Auxilio de los cristianos, ruega, por nosotros", y en el año 1572, San Pío V ordenó oficialmente su adición en las letanías porque a su intercesión milagrosa se atribuyó la victoria cristiana en la batalla de Lepanto del domingo siete de octubre de 1571.

En el año 1600 los católicos del sur de Alemania hicieron una promesa a la Virgen de honrarla con el título de Auxiliadora si los libraba de la invasión de los protestantes y hacía que se terminara la terrible Guerra de los Treinta Años. La Madre de Dios les concedió ambos favores y pronto había ya más de setenta capillas con el título de María Auxiliadora de los cristianos. En 1683 los católicos al obtener la inmensa victoria en Viena contra los enemigos de la religión, fundaron la Asociación de María Auxiliadora, la cual existe hoy en más de sesenta países.

Pío VII Chiaramonti, fue el segundo papa que daría una gran importancia a esta advocación mariana. En 1806 el Papa se negó a sumarse a la exigencia de Napoleón de bloquear a Inglaterra, lo que condujo a una invasión francesa de los Estados Pontificios y puso en prisión al anciano Papa de setenta y siete años de edad, primero en Savona, y luego en Fontainebleau, en 1809.

En su cautiverio, situación ésta que le causó un gran sufrimiento y deterioró bastante su salud, el Papa prometió a la Virgen que si recuperaba su libertad y volvía a Roma, declararía ese día como solemne en honor de María Auxilio de los cristianos. Bien pronto la suerte de Napoleón cambió y Pío VII recuperó su libertad. Llegó a Roma el veinticuatro de mayo de 1814 y cumplió su promesa. De este acontecimiento, viene la tradición de la conmemoración de María Auxiliadora cada veinticuatro de mayo.

En 1860 la Santísima Virgen se apareció a San Juan Bosco y le dijo que quería ser honrada con el título de Auxiliadora, y le señaló el sitio para que le construyera en Turín un templo. Tres años después, en 1863, Don Bosco comienza la construcción de la iglesia en Turín. Todo su capital era de cuarenta céntimos, y esa fue la primera paga que hizo al constructor.

Cinco años más tarde, el nueve de junio de 1868, tuvo lugar la consagración del templo. Lo que sorprendió a Don Bosco primero y luego al mundo entero fue que María Auxiliadora se había construido su propia casa, para irradiar desde allí su patrocinio. Don Bosco llegó a decir: "No existe un ladrillo que no sea señal de alguna gracia". Desde aquel Santuario comenzó a extenderse por el mundo la devoción a María bajo el título de Auxiliadora de los Cristianos.

Hoy, salesianos y salesianas, fieles al espíritu de sus fundadores, y a través de las diversas obras que llevan entre manos siguen proponiendo como ejemplo, amparo y estímulo en la evangelización de los pueblos a María con el consolador título de Auxiliadora, y celebran extraordinariamente como solemnidad su memoria litúrgica.

También es celebrada con el rango de solemnidad en Ciudadela, y como memoria libre por las diócesis de Córdoba, Jerez, Menorca y Sevilla, y por los barnabitas, mientras que los monfortianos como memoria obligatoria.

María, Madre del Buen Pastor (Sábado anterior al IV Domingo de Pascua) [32]

El ocho de septiembre de 1703, en la Alameda de Hércules hispalense, el Venerable Padre Fray Isidoro de Sevilla, capuchino, presentó al pueblo sevillano una novedosa y consoladora advocación mariana que, desde la Ciudad del Betis, como el más precioso tesoro que esta ciudad ha hecho a la Iglesia, había de arraigar en todo el orbe católico: la Divina Pastora.

Indisolublemente unido al origen de este venerado título mariano está el de su Primitiva y Real Hermandad, que habría de ser el cauce escogido por el capuchino fundador para consolidarlo y difundirlo: arzobispos, reyes, nobles, junto al pueblo de Sevilla, la honrarían y se honrarían desde entonces al inscribirse en sus filas.

En un principio, el Padre Isidoro escogió la Solemnidad de la Asunción de la Virgen María como la memoria litúrgica más apropiada para conmemorar a la Divina Pastora: María, plenamente glorificada y coronada, ejerce su pastorado sobre el cuerpo místico de su Hijo.

Consciente de la ventaja de tener una fiesta propia, en 1781 el Beato Diego José de Cádiz terminó un Oficio entero de la Divina Pastora, que envió al Ministro Provincial, José Félix de Sevilla, para que lo presentara en el Capítulo General de 1782 y se acordase pedir su aprobación y uso a la Sagrada Congregación de Ritos. Pero la gestión quedó infructuosa.

Seis años después, en 1788, habiendo repasado sus textos eucológicos, que componen un segundo Oficio, decidió presentarlos a la Sagrada Congregación de Ritos para su aprobación, acompañados de un documento postulatorio razonando la oportunidad de la nueva fiesta, para lo que buscó el apoyo regio, pero la muerte primero del Confesor del Rey y a continuación la de este mismo frustró sus proyectos.

Habiendo de celebrarse en Roma Capítulo General de la Orden Capuchino en mayo de 1789, por lo que les hace llegar a los vocales de su Provincia de Andalucía el expediente completo. El Padre Definidor de Lengua Española, Nicolás de Bustillo, se encargó de gestionarlo ante la Santa Sede, pero el asunto se quedó estancado.

Intentó de nuevo el Beato Diego conseguir el apoyo regio, que se presentaba casi indispensable, presentando un memorial a la Reina María Luisa, fechado en Ronda, el siete de junio de 1793, en el que amplió su petición: no sólo a los capuchinos, sino a todo el clero secular y regular de España.

La Reina debió consultar con el Rey Carlos IV, su marido, y remitieron el expediente a su primer ministro Manuel Godoy, que lo pasó al Inquisidor General, Manuel Abad y Lasierra, para que diera su parecer, que aconsejó desestimar la petición.

La actitud regia debió cambiar a raíz de su Memorial a Carlos IV de 1794, sobre los medios espirituales necesarios en la guerra entablada contra la Francia revolucionaria en 1793, que resultó favorable a España.

Fue finalmente Pío VI Braschi el que por el rescripto del uno de agosto de 1795, gracias al impulso del Beato Fray Diego José de Cádiz como vemos, el segundo gran apóstol de la Pastora, concedió a los capuchinos de España una fiesta con Oficio y Misa propios como Patrona de sus misiones para la Segunda Dominica de Pascua titulada Bienaventurada Virgen María, Madre del Buen Pastor Jesucristo con rito doble mayor, a los que se les dio rápidamente el regium exequátur.

Este Oficio fue ampliado, a instancias del P. Nicolás de Bustillo, entonces General de la Orden, por rescripto de Pío VII Chiaramonti de once de enero de 1806 con las lecciones del primero y tercer nocturno de maitines como también la misa, si no obra del Beato Diego sí dependiente de su doctrina, todo revisado por el Prefecto de la Sagrada Congregación de Ritos y por el Promotor de la Fe.

De los textos, sabemos que la oración colecta fue compuesta por el citado capuchino Nicolás de Bustillo, y las lecciones son de San Bernardo, y no de San Ildefonso o de San Antonino como en los textos del Beato Diego, y en 1817 se nos transmite una noticia de que los Oficios del Beato Diego están pendientes de aprobación en Roma desde 1796; quedan por lo tanto en el anonimato.

Por decreto de diez de enero de 1801 el mismo Pío VII citado concedió al episcopado del Gran Ducado de Toscana para el primer domingo de mayo con el rito de doble mayor que se pudiera rezar de la Bienaventurada Virgen María con el título de Madre del Pastor Divino.

Esta devoción había arraigado la devoción gracias a uno de los oradores capuchinos italianos más importantes de su época, el P. Claudio de la Pieve, que la había adquirido en un viaje suyo a España.

La súplica al Papa había sido dirigida el uno de diciembre de 1800 por el Obispo de Colle di Val di Elsa, provincia de Siena y diócesis sufragánea de Florencia, en representación de los obispos del Estado de Toscana, en acción de gracias por haberse librado del traumático azote napoleónico.

El Oficio y misa propios presentados por el episcopado toscano fueron revisados también por el Prefecto de la Sagrada Congregación de Ritos y por el Promotor de la Fe, y se extendieron a casi todos los sitios que celebraban la fiesta, incluidos los capuchinos, que abandonaron los suyos.

El Beato Pío IX Mastai Ferretti concedió la fiesta a muchas diócesis y congregaciones: a los alcantarinos de Nápoles por el Breve Omnibus de doce de junio de 1849, que fue extendida a petición de Fernando II Rey de las Dos Sicilias a todo su reino, fijándola en veintiuno de mayo; a las religiosas del Buen Pastor y a las benedictinas de Campo Marzio, en Roma, en 1859; al Obispado de Bagnoreggio, Italia, en 1860; a los de Linares y Guadalajara, Méjico, en 1861.

Por decreto de ocho de enero de 1863 de la Sagrada Congregación de Ritos, con la anuencia del citado Beato Pío IX, tras petición firmada por diez cardenales, seis patriarcas, treinta arzobispos, noventa y cinco obispos, dieciocho generales de órdenes y congregaciones religiosas, nueve procuradores y tres comisarios apostólicos de otras tantas, fue establecido que se concediera esta fiesta con rito de doble mayor a todas las diócesis y familias religiosas que lo solicitaran, con los textos eucológicos toscanos.

Entre las concesiones a partir de entonces podemos citar las siguientes: a los monasterios cistercienses de Francia en 1863; a la Diócesis de Alatri, Italia, en 1866; a los Misioneros de la Preciosísima Sangre para el primer viernes de junio; a los Mínimos para el primer domingo de octubre; a los Redentoristas y a las Religiosas del Buen Pastor para el tres de septiembre, pero con el Oficio de los capuchinos españoles; a los Euditas, que lo habían pedido en 1874, en 1895.

No habiéndose instaurado la fiesta todavía en Sevilla, la cuna de la devoción, el presbítero José de la Fuente y Zabalegui, comisionado por el cabildo de oficiales del veintidós de mayo de 1875 de la Primitiva Hermandad de la Divina Pastora, dirigió una petición al Cabildo Catedral el dos de febrero de 1876 para que instara al Arzobispo lo solicitara de Roma.

Tras haber sido examinada la petición por la Diputación de Ceremonias, acordó el Cabildo elevarla al Cardenal Arzobispo de la Lastra y Cuesta para el domingo segundo después de Pascua con rito de doble de segunda clase. El prelado expidió sus letras para ello al Papa el ocho de abril de 1876. Pero menos de un mes después, el cinco de mayo, murió dicho cardenal, por lo que hubo de esperarse al plácet de su sucesor.

Habiendo tomado posesión su sucesor, Joaquín Lluch y Garriga, y obtenido de él el plácet, en este caso se extravió en Roma la petición citada, y fue preciso enviar un certificado de ella. El decreto fue expedido por fin el uno de febrero de 1878.

Aunque se pidieron y fueron concedidos el Oficio y la misa de los capuchinos españoles aprobados en 1806, los textos que finalmente se instauraron fueron los toscanos. Por fin en 1882, se celebró el veintitrés de abril en Sevilla la Fiesta de la Madre del Divino Pastor, señalada en el II Domingo después de Pascua, con rito de segunda clase.

El veintinueve de octubre de 1885 el Procurador General de los Menores Capuchinos, Bruno de Vinay, a instancias del que hasta entonces había sido Comisario Apostólico de España, en nombre de sus súbditos, pidió al Papa la concesión a toda su Orden de la fiesta de la Madre del Pastor Divino para el segundo domingo después de Pascua con el rito mayor de segunda clase, con la misa y Oficio aprobados para los capuchinos españoles y de otras provincias. Fue aprobada la petición por rescripto de León XIII Pecci de diecinueve de noviembre de dicho año 1885, que el cuatro de diciembre de 1894 concedió a la Orden Capuchina, pero con el Oficio y misa de Toscana.

En el actual Propio de la Diócesis de Sevilla, aprobado el diecisiete de junio de 1977 por la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino, está inserta como memoria libre para el sábado anterior al Domingo IV de Pascua, del Buen Pastor, La Bienaventurada Virgen María, Madre del Buen Pastor.

Los textos eucológicos actuales se encuentran en el Misal Franciscano en español, aprobado por Decreto de la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino el 17 de junio de 1980 para uso de las familias franciscanas hispanas (Prot. N. CD 892/79).

Éste señala para el sábado anterior al Domingo IV de Pascua para la Orden Capuchina la Fiesta de la Divina Pastora, Madre del Buen Pastor.

Nuestra Señora del Perpetuo Socorro (veintisiete de junio)

El veintisiete de junio es la conmemoración de esta hermosa advocación de la Santísima Virgen María relacionada con un antiguo icono oriental, del siglo XIII o XIV, de autor desconocido, y que se ciñe al modelo iconográfico de la Stratsnaya o Virgen de Pasión, y que los Redentoristas celebran como fiesta.

Se muestra a la Virgen y al Niño Jesús, quien observa, aterrado, a dos ángeles que le muestran los instrumentos de su futura pasión. Se agarra fuerte con las dos manos de su Madre que lo sostiene en sus brazos y lo observa con mirada melancólica. Esta imagen nos recuerda la maternidad divina de la Virgen y su amor y cuidado por Jesús desde su concepción hasta su muerte en Cruz.

Durante siglos, la imagen original se veneró en Constantinopla, hasta la toma de los turcos en 1453, durante la que fue destruida. En ese siglo XV, una bella copia de la pintura perdida de Nuestra Señora se encontraba en manos de un comerciante cretense, cristiano piadoso y devoto de la Virgen María, que deseaba evitar a toda costa que el icono mariano se destruyera como tantas otras imágenes religiosas que corrieron con esa suerte durante la expansión musulmana hacia occidente.

Para escapar con ella, se embarcó rumbo a Roma; pero ya en el mar se desató una violenta tormenta que puso en grave peligro al barco en que viajaba. Cuando ya todos a bordo se preparaban para lo peor, el mercader sostuvo en alto el icono de Nuestra Señora implorando socorro. La Virgen respondió a su oración con un milagro: la tormenta cesó de inmediato y las aguas se calmaron. Todos llegaron a Roma sanos y salvos. Luego, este devoto comerciante profetizaría que llegaría el tiempo en que en todo el mundo se veneraría a Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, tal como sucede hoy en día.

Pasado un tiempo, el mercader se enfermó de gravedad. Al sentir cercana la muerte, desde su lecho llamó a su amigo de más confianza y le rogó que le prometiera que se encargaría de colocar la pintura de la Virgen en una iglesia ilustre para que fuera venerada públicamente.

La cosa fue que el amigo no cumplió la promesa por complacer a su esposa que se había encariñado con la imagen, pero la Divina Providencia no había llevado la pintura a Roma para que fuese propiedad de una familia, sino para que fuera venerada por todo el mundo.

Nuestra Señora se le apareció al hombre en tres ocasiones, diciéndole que debía poner la pintura en una iglesia. El hombre discutió varias veces con su esposa para cumplir con la Virgen, pero ella se salió con la suya burlándose de él, diciéndole que alucinaba.

Un día, después de la muerte del esposo, la hijita de la familia, de seis años, vino hacia su madre apresurada con la noticia de que una hermosa y resplandeciente Señora se le había aparecido mientras estaba mirando la pintura. La Señora le había dicho que les dijera a su madre y a su abuelo que Nuestra Señora del Perpetuo Socorro deseaba ser puesta en una iglesia.

La madre de la niña prometió obedecer a la Señora, pero una vecina ridiculizó todo lo ocurrido e intentó convencer a su amiga de que se quedara con el icono, animándola a no hacer caso de sueños y visiones. En cuanto terminó de decir esto, comenzó a sufrir dolores tan terribles, que creyó que moriría allí mismo. Entonces invocó a Nuestra Señora pidiendo perdón y ayuda. La vecina tocó la pintura con corazón contrito, y la Virgen escuchó su oración, por lo que fue sanada instantáneamente. Ahora urgía a la viuda para que obedeciera a Nuestra Señora de una vez por todas.

Con la intención de cumplir, ahora sí, con el mandato de Nuestra Señora, la viuda se preguntaba en qué iglesia debería poner la pintura. Entonces volvió a aparecérsele la Virgen a la niña y le dijo que quería que la pintura fuera colocada en la iglesia que queda entre la Basílica de Santa María la Mayor y la de San Juan de Letrán. Esa iglesia era la de San Mateo Apóstol.

Los frailes agustinos, encargados de dicho templo, después de investigar todos los milagros y circunstancias relacionadas con la imagen, dispusieron que fuera llevada a la iglesia en procesión solemne el veintisiete de marzo de 1499. Durante la procesión, un hombre tocó la pintura y le fue devuelto el uso de un brazo que tenía paralizado. Colocaron la pintura sobre el altar mayor de la iglesia, en donde permaneció casi trescientos años. Amada y venerada por todos los fieles de Roma, sirvió como medio de incontables milagros, curaciones y gracias.

En 1798, Napoleón y su ejército tomaron la ciudad de Roma. Exilió a Pío VII Chiaramonti y fueron destruidas treinta iglesias, entre ellas la de San Mateo, que quedó completamente arrasada. Junto con la iglesia, se perdieron muchas reliquias y estatuas venerables. Uno de los agustinos, justo a tiempo, logró poner a salvo el icono.

Cuando el Papa regresó a Roma, le dio a los agustinos el monasterio de S. Eusebio y después la casa y la Iglesia de Santa María in Posterula. Una pintura famosa de Nuestra Señora de la Gracia estaba ya colocada en dicha iglesia por lo que la pintura milagrosa de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro fue puesta en la capilla privada de los Padres agustinos.

La imagen permaneció allí sesenta y cuatro años, casi olvidada, hasta que, a instancias del Papa, el Superior General de los Redentoristas estableció su sede principal en Roma, para lo que fueron construidas una casa y la Iglesia de San Alfonso. Uno de los Padres, el historiador de la casa, realizó un estudio acerca del sector de Roma en que vivían. En sus investigaciones, se encontró con múltiples referencias a la vieja Iglesia de San Mateo, sobre cuyas ruinas se elevaba la de San Alfonso, y a la pintura milagrosa de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.

El Padre Michael Marchi, al hilo de ello, le comunicó que se acordaba de haber servido muchas veces en la Misa de la capilla de los agustinos de Posterula cuando era niño. Ahí, en la capilla, había visto la pintura milagrosa. Un viejo hermano lego que había vivido en San Mateo, y a quien había visitado a menudo, le había contado muchas veces relatos acerca de los milagros de Nuestra Señora y solía añadir: "Ten presente, Michael, que Nuestra Señora de San Mateo es la de la capilla privada. No lo olvides". Así los redentoristas supieron de la existencia de la pintura.

Ese mismo año, a través del sermón inspirado de un jesuita acerca de la antigua pintura de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, conocieron los redentoristas la historia del icono y del deseo de la Virgen de que esta imagen suya fuera venerada entre la Iglesia de Santa María la Mayor y la de San Juan de Letrán.

El jesuita lamentaba que el icono, que había sido tan famoso por milagros y curaciones, hubiera desaparecido sin revelar ninguna señal sobrenatural durante los últimos sesenta años. A él le pareció que se debía a que ya no estaba expuesto públicamente para ser venerado por los fieles. Les imploró a sus oyentes que, si alguno sabía dónde se hallaba la pintura, le informaran al dueño lo que deseaba la Virgen.

Los redentoristas desearon ver el milagroso cuadro nuevamente expuesto a la veneración pública y que, de ser posible, sucediera en su propia Iglesia de San Alfonso. Así que instaron a su Superior General, Nicolás Mauron, para que tratara de conseguir el famoso cuadro para su Iglesia. Después de un tiempo de reflexión, decidió solicitarle la pintura al Papa Beato Pío IX Mastai Ferretti.

Como era muy mariano y había orado de niño ante la imagen, dictaminó que el cuadro milagroso de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro fuera devuelto a la Iglesia entre Santa María la Mayor y San Juan de Letrán. También encargó a los Redentoristas que hicieran que Nuestra Señora del Perpetuo Socorro fuera conocida en todas partes. Así apareció y se veneró, por fin, de nuevo, el cuadro de Nuestra Señora.

Ninguno de los agustinos de ese tiempo había conocido la Iglesia de San Mateo. Una vez que supieron la historia, gustosos accedieron a la petición papal. Habían sido sus custodios y ahora se la devolverían al mundo bajo la tutela de otros custodios.

A petición del Papa, los redentoristas obsequiaron a los agustinos con una buena pintura para reemplazar a la milagrosa. La imagen de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro fue llevada en procesión solemne a lo largo de las vistosas y alegres calles de Roma antes de ser colocada sobre el altar, construido especialmente para su veneración en la Iglesia de San Alfonso. Empezó a venerarse de una manera especial el dieciséis de junio.

El veintitrés de junio de 1867, la imagen fue coronada canónicamente por el Deán del Capítulo Vaticano. El veintiuno de abril de 1866, el Superior General Redentorista había ya dado uno de los primeros ejemplares de copia del icono al Beato Pío IX. Se fijó su fiesta, como doble de segunda clase, el domingo antes de la fiesta de la Natividad de San Juan Bautista, en conmemoración de su coronación canónica, y por un decreto de mayo de 1876, se aprobó su Oficio y misa para la Congregación del Santísimo Redentor. Este favor más adelante se fue extendiendo, a la par que su Archicofradía, fundada en la Ciudad Eterna ese mismo año de 1876.

En 1913 se señaló su fiesta el veintisiete de junio, la fecha más cercana a su coronación libre en el calendario litúrgico, aunque en muchos lugares siguieron conservando por privilegio la celebración dominical, hasta que éste cesó definitivamente en 1973.

Hoy en día, la devoción a Nuestra Señora del Perpetuo Socorro se ha difundido por todo el mundo. Se han construido iglesias y santuarios en su honor, y se han establecido archicofradías. Su retrato es conocido y amado en todas partes.

Nuestra Señora de los Ángeles (dos de agosto)

Es fiesta propia de la Orden Franciscana, vinculada al famoso Perdón de Asís o Jubileo de la Porciúncula. En la segunda mitad de julio de 1216, San Francisco de se presentó con Fray Maseo ante el papa, y le pidió “una indulgencia especial para los que visitaren la ermita, sin necesidad de limosnas”. El papa se sorprendió, pues la ayuda económica era imprescindible en estos casos. Con todo, le ofreció un año, más de lo habitual, pero al Santo le pareció poco, y replicó: “Plazca a vuestra santidad concederme almas, no años”. Y, ante la extrañeza del pontífice, le explicó: “Quiero, si place a vuestra santidad, por los beneficios que Dios ha hecho y aún hace en aquel lugar, que quien venga a dicha iglesia confesado y arrepentido quede absuelto de culpa y pena, en el cielo y en la tierra, desde el día de su bautismo hasta el día y hora de su entrada en ella”.

La perplejidad del papa estaba más que justificada: el Concilio Lateranense IV, pocos meses antes, había limitado a un año la indulgencia para la dedicación de una iglesia, y a sólo cuarenta días para el aniversario, con el fin de favorecer la única indulgencia plenaria que existía entonces, la de Ultramar, establecida por el Concilio de Clermont (1095) con motivo de la Primera Cruzada. En un principio estaba reservada a los peregrinos de Tierra Santa y a los cruzados, pero el Concilio acababa de hacerla extensiva a quienes colaboraran materialmente con la Cruzada. Por tanto, una indulgencia plenaria sin riesgo físico ni coste económico, con la sola condición de acudir a la Porciúncula sinceramente arrepentidos, era algo inconcebible; de ahí que el papa respondiera: “Mucho pides, Francisco. La Iglesia no suele conceder tales indulgencias”. A lo que él replicó: “lo que pido no viene de mí, es el Señor quien me envía”. Entonces el pontífice exclamó, por tres veces: “¡Me place que la tengas!”.

Pero los cardenales, temiendo el golpe que tal indulgencia podía suponer para la Quinta Cruzada que se estaba organizando, hicieron notar enseguida al pontífice que tal concesión echaba por tierra la de Ultramar, mas él argumentó: “Se la hemos concedido y no podemos echarnos atrás, pero la limitaremos a un solo día natural”, y así se lo comunicó a San Francisco, quien, por respuesta, hizo una reverencia y se dispuso a marcharse, pero el Papa lo detuvo, diciéndole: “¡Simple! ¿A dónde vas sin documento alguno?”. “Me basta vuestra palabra -replicó él, alérgico como era a los privilegios-. Si es de Dios, ya se encargará de manifestarla. No quiero documentos. Que la Virgen sea el papel, Cristo el notario y los ángeles, testigos”.

Logrado su objetivo, Francisco regresó, contento, a Asís. Al llegar a Collestrada se detuvo a descansar y a orar junto a la leprosería. Poco después llamó al Hermano Maseo y le dijo: “De parte de Dios te digo que la indulgencia concedida por el papa ha sido confirmada en el cielo”. Los biógrafos más antiguos no mencionan expresamente esta importante concesión pontificia, pero cuentan que un hermano muy espiritual, a quien San Francisco quería mucho (probablemente fray Silvestre), antes de su conversión, soñó que en torno a la ermita de la Porciúncula había una multitud de personas ciegas, de rodillas, con el rostro y las manos levantadas al cielo y pidiendo a Dios, con lágrimas, luz y misericordia. Y, de repente, un gran resplandor del cielo los envolvió y les devolvió la vista.

La referencia explícita más antigua y autorizada sería una carta de San Buenaventura, ministro general entre 1257 y 1273, hoy desaparecida, inventariada en 1375 en la biblioteca papal de Aviñón bajo el título: “De indulgentia Beatae Mariae Portuensi (léase Portiunculae) Assisii”. Pero los testimonios más importantes fueron los recogidos por fray Ángel de Perugia, ministro de la provincia umbra de San Francisco (1276-7), que sirvieron de base para el Diploma del obispo Teobaldo de Asís (1310), que es el relato más completo y autorizado.

Entre los testigos estaba Pedro de Zalfano, presente el 2 de agosto de 1216 en la Porciúncula, donde “oyó predicar a San Francisco en presencia de siete obispos, y llevaba un papel en la mano, y dijo: Os quiero llevar a todos al paraíso, y os anuncio una indulgencia que tengo de boca del sumo pontífice. Y todos los que vengan hoy, y los que vendrán cada año, este mismo día, con corazón bueno y contrito, tendrán la indulgencia de todos sus pecados. Yo la quería para ocho días, pero sólo pude conseguir uno”. Aunque Pedro de Zalfano hace coincidir la proclamación con “la consagración”, según una nota del Sacro Convento de Asís, de la primera mitad del siglo XIII, y el testimonio de Giacomo Coppoli, que se lo oyó decir a fray León, lo que se celebraba ese día era el primer aniversario de la consagración.

La concesión, por voluntad de San Francisco, nunca estuvo avalada por ninguna bula, de ahí que, años más tarde, algunos dudaran de la misma, y fue por ese motivo por el que frailes y fieles de Asís se vieron obligados a recoger testimonios jurados de los pocos testigos directos e indirectos que aún vivían. Sin embargo, ningún papa se manifestó nunca contrario, más bien la confirmaron y, poco a poco, la fueron haciendo extensiva a otras muchas iglesias.

Además, la ignorancia sobre el tema unos siglos después llevó a creer que la Indulgencia se podía obtener en la Porciúncula todos los días del año, y también esto fue aceptado por diversos pontífices, no sólo para Santa María, sino también para la Basílica de San Francisco. En cierto modo se han cumplido las palabras del Santo, cuando dijo: “Si es obra de Dios, ya se encargará él de manifestarla”.

Nuestra Señora de Consolación (cuatro de septiembre) [33]

Esta advocación es muy antigua en el seno de la Orden agustina y fue declarada su Patrona. Según la leyenda, Santa Mónica derramaba muchas lágrimas ante Dios en favor de su hijo San Agustín, desviado de la fe que ella le transmitiera en su infancia, y la Virgen la consoló en su oración ferviente anunciándole la vuelta de su hijo a la Iglesia y le exhortó a expresar su penitencia vistiendo hábito negro y ciñéndose con una correa del mismo color.

Según los datos históricos, en su origen, ningún lazo especial relaciona a esta advocación con la Orden Agustiniana. Consta que a mediados del siglo XV los agustinos veneraban en el norte de Italia una imagen de María bajo este nombre.

En 1439 obtuvieron los agustinos la facultad de erigir para los laicos la Cofradía de la Cintura. En 1575 el Prior General Tadeo Guidelli unió la cofradía fundada en Bolonia para dar culto a la Virgen de Consolación, que había sido fundada en 1495, a la de los Cinturados de San Agustín, con la ratificación de Gregorio XIII Buoncompagni. La archicofradía adoptó entonces el título de Cinturados de San Agustín y de Santa Mónica bajo la advocación de Nuestra Señora de la Consolación.

Al año siguiente el mismo papa, boloñés de nacimiento, le otorgó numerosas indulgencias y el título de archicofradía con poder de agregar a otras cofradías, reservando la concesión de las patentes de agregación al General de la Orden. Se le concedió así mismo a la Orden fiesta de este título mariano con misa y Oficio propios.

A partir de entonces la devoción y el culto a esta advocación se propagaron constantemente, favorecidos por los papas y por el celo de los agustinos, aún en lugares donde no había conventos de la Orden. La iconografía tradicional nos muestra a la Virgen con el Niño en brazos, ofreciendo la correa del hábito agustino a San Agustín y a su madre Santa Mónica, ambos arrodillados a sus pies.

La Orden de San Agustín en sus tres ramas celebra en su liturgia propia la festividad de la Virgen bajo su advocación de Nuestra Señora de la Consolación el día cuatro de septiembre, una semana después de la solemnidad de San Agustín, con el rango de solemnidad.

Ramón de la Campa Carmona, en revistas.unav.edu

Notas:

24    Epístola Decessorem nostrum (1-IV-1915): A. A. S. VII, 201.

25    Constitución dogmática Lumen Gentium, VIII, nº62.

26    VILLEGAS, Alonso de, Flos Sanctorum nuevo, Venecia 1588, fol. 251v-252v.; RIBADENEIRA, Pedro de, S.J., Flos Sanctorum… Primera Parte, Madrid 1616, pp. 875 ss.; QUINTANADUEÑAS, Antonio de, S.J., Santos de la Ciudad de Toledo y su Arzobispado, Madrid 1651, pp. 523 s.; TAMAYO SALAZAR, Juan, Anamnesis sive Conmemorationis Sanctorum Hispanorum, Lyon 1659, t. VI, p. 483 ss.; MIRAVEL Y CASADEVANTE, José de, El Gran Diccionario Histórico, Libreros Privilegiados, París 1753, t. IV, p. 104; GARCÍA RODRÍGUEZ, Carmen, El culto de los santos en la España romana  y visigoda, CSIC, Madrid 1966, pp. 125 ss.; IBÁÑEZ, Javier, y MENDOZA, Fernando, María en la Liturgia Hispana, EUNSA, Pamplona 1975.

27    Hom.de laudibus B.V.M.: P. G. XLIII, 502.

28    A. A. S. IX, 265.

29    p. 202.

30    p. 202.

31    BENÍTEZ SÁNCHEZ, Jesús Miguel, O.S.A., “Advocaciones marianas en la Orden de San Agustín”, en: Advocaciones Marianas de Gloria, San Lorenzo del Escorial 2012, pp. 595-620.

32    ARDALES, Juan Bautista de, O.F.M. Cap., La Divina Pastora y el Beato Diego José de Cádiz, Imprenta de la Divina Pastora, Sevilla 1949; HERMANOS MENORES CAPUCHINOS DE ANDALUCÍA, Santa María Pastora nuestra. III Centenario de la Advocación Divina Pastora 1703- 2003, El Adalid Seráfico, Sevilla 2004.

33    BENÍTEZ SÁNCHEZ, Jesús Miguel, O.S.A., “Advocaciones marianas en la Orden de San Agustín”, op. cit., pp. 595-620; MARTÍNEZ CUESTA, Ángel, O.A.R., “María en la espiritualidad y apostolado de los agustinos recoletos”, en: Agustinos recoletos. Historia y espiritualidad, Avgvstinus, Madrid 2007,  pp. 479-509.

Ramón de la Campa Carmona

DOGMÁTICAS Y TEOLÓGICAS

Santa María, Madre de Dios (uno de enero)

La primitiva memoria litúrgica de Santa María giraba en torno a su maternidad divina, juntamente con su perpetua virginidad, y en la Iglesia de Roma, antes de la introducción de las cuatro primitivas fiesta marianas orientales (Natividad, Anunciación, Purificación y Asunción), se celebraba el uno de enero, Octava de la Navidad [19], a mediados del siglo VI, como Natale sanctae Mariae.

Posteriormente pasó a centrarse esta jornada en la Circuncisión del Señor, por influencia galicana, en la segunda mitad del siglo VII, lo que justifica la estación en Sancta Maria ad Martyres (Panteón), referida en el Sacramentario Gregoriano, y el tinte mariano de los textos pese al cambio de conmemoración, rastreable ya en el Gelasiano.

No podía ser de otra manera: como reacción ante las grandes herejías cristológicas, que ponían en tela de juicio la maternidad divina, se fue desarrollando, a la par que la teología sobre María, la Virgen Madre, una eucología propia derivada de ella.

En Occidente, con posterioridad, se empezó a celebrar, por lo menos, a partir del siglo XI, una fiesta particular de la maternidad divina y se extendió en los siglos XIII-XIV. El veintiuno de enero de 1751 Benedicto XIV Lambertini la concedió a Portugal, fijándola en el primer domingo de mayo y componiéndole Oficio y Misa. A partir de aquí se extendió a otros lugares, como Nápoles, Perugia, Toscana, Inglaterra… y a institutos religiosos.

En 1914 empezó a celebrarse el once de octubre en vez de el segundo domingo de dicho mes. En 1932 fue extendida para toda la Iglesia Latina para esa fecha esta fiesta de la Maternidad de María por Pío XI Ratti, en conmemoración del XV centenario del Concilio de Éfeso (año 431), en que se definió como dogma dicha verdad teológica.

En la reforma del calendario de 1969 se reubicó en la Octava de Navidad, rescatando esa fiesta mariana de la primitiva liturgia romana. No podemos olvidar, como nos recuerda el Papa Pablo VI Montini en su Marialis Cultus nº 5, que “el tiempo de Navidad constituye una prolongada memoria de la maternidad divina, virginal, salvífica de aquélla cuya virginidad intacta dio a este mundo un Salvador […]”.

Santa María, Reina (veintidós de agosto)

Aunque ya en los congresos marianos de Lyon de 1900, de Friburgo en 1902 y de Einsiedeln de 1906 se había solicitado la instauración de una fiesta de la realeza universal de María como colofón del mes de mayo mariano, su creación fue paralela a la de Cristo Rey, instaurada por Pío XI Ratti en 1925.

En 1933 María Desideri fundó en Roma el movimiento internacional Pro regalitate Mariae con ese fin, y se recogieron innumerables peticiones, entre ellas de obispos y personalidades católicas, que se presentaron en doce volúmenes al Venerable Pío XII Pacelli.

Finalmente este papa, tras publicar la Encíclica Ad coeli Reginam del once de octubre de 1954, instituyó la fiesta el uno de noviembre de dicho año, con motivo del I centenario de la definición dogmática de la Inmaculada, para el treinta y uno de mayo, como culminación del Mes de María.

En la reforma del calendario de 1969 fue transferida del treinta y uno de mayo a la Octava de la Asunción. El Papa Pablo VI Montini justifica perfectamente el cambio de fecha: “la solemnidad de la Asunción se prolonga jubilosamente en la celebración de la fiesta de la Realeza de María, que tiene lugar ocho días después, y en la que se contempla a aquélla que sentada junto al Rey de los siglos, resplandece como Reina e intercede como Madre” [20].

DEVOCIONALES

Santa María en Sábado

Semanalmente tenemos un culto sabatino mariano. Como dice el Directorio de Piedad Popular y Liturgia, en el nº 188: “Entre los días dedicados a la Virgen Santísima destaca el sábado, que tiene la categoría de memoria de santa María. Esta memoria se remonta a la época carolingia (siglo IX), pero no se conocen los motivos que llevaron a elegir el sábado como día de santa María. Posteriormente se dieron numerosas explicaciones que no acaban de satisfacer del todo a los estudiosos de la historia de la piedad”.

En el ritmo semanal cristiano de la Iglesia primitiva, el domingo, día de la Resurrección del Señor, se constituye en su ápice como conmemoración del misterio pascual. Pronto se añadió en el viernes el recuerdo de la muerte de Cristo en la cruz, que se consolida en día de ayuno junto al miércoles, día de la traición de Judas.

Al sábado, al principio no se le quiso subrayar con ninguna práctica especial para alejarse del judaísmo, pero ya en el siglo III en las Iglesias de Alejandría y de Roma era un tercer día de ayuno en recuerdo del reposo de Cristo en el sepulcro, mientras que en Oriente cae en la órbita del domingo y se le considera media fiesta, así como se hace sufragio por los difuntos al hacerse memoria del descenso de Cristo al Limbo para librar las almas de los justos.

En Occidente en la Alta Edad Media se empieza a dedicar el sábado a la Virgen. El benedictino anglosajón Alcuino de York (+804), consejero del Emperador Carlomagno y uno de los agentes principales de la reforma litúrgica carolingia, en el suplemento al sacramentario carolingio compiló siete misas votivas para los días de la semana sin conmemoración especial; el sábado, señaló la Santa María, que pasará también al Oficio.

Al principio lo más significativo del Oficio mariano, desde Pascua a Adviento, era tres breves lecturas, como ocurría con la conmemoración de la Cruz el viernes, hasta que llegó a asumir la estructura del Oficio principal. Al principio, este Oficio podía sustituir al del día fuera de cuaresma y de fiestas, para luego en muchos casos pasar a ser añadido.

En el X, en el monasterio suizo de Einsiedeln, encontramos ya un Oficio de Beata suplementario, con los textos eucológicos que Urbano II de Chantillon aprobó en el Concilio de Clermont (1095), para atraer sobre la I Cruzada la intercesión mariana.

De éste surgió el llamado Oficio Parvo, autónomo y completo, devoción mariana que se extendió no sólo entre el clero sino también entre los fieles, que ya se rezaba en tiempos de Berengario de Verdún (+962), y que se muestra como práctica extendida en el siglo XI. San Pedro Damián (+1072) fue un gran divulgador de esta devoción sabatina, mientras que Bernoldo de Constanza (+ca. 1100), poco después, señalaba esta misa votiva de la Virgen extendida por casi todas partes, y ya desde el siglo XIII es práctica general en los sábados no impedidos.

Comienza a partir de aquí una tradición devocional incontestada y continua de dedicación a la Virgen del sábado, día en que María vivió probada en el crisol de la soledad ante el sepulcro, traspasada por la espada del dolor, el misterio de la fe. El sábado se constituye en el día de la conmemoración de los dolores de la Madre como el viernes lo es del sacrificio de su Hijo. En la Iglesia Oriental es, sin embargo, el miércoles el día dedicado a la Virgen.

San Pío V, en la reforma litúrgica postridentina avaló tanto el Oficio de Santa María en sábado, a combinar con el Oficio del día, como el Oficio Parvo, aunque los hizo potestativos. De aquí surgió el Común de Santa María, al que, para la eucaristía, ha venido a sumarse la Colección de misas de Santa María Virgen, publicada en 1989 bajo el pontificado de San Juan Pablo II Wojtyla.

Nuestra Señora de Lourdes (once de febrero)

En este día, once febrero, del año 1858, la Virgen se apareció a Santa Bernardette Soubirous, cuando ésta tenía catorce años, la primera de las dieciocho apariciones que tuvieron lugar durante los seis meses siguientes, hasta el dieciséis julio de ese mismo año.

El mensaje de Lourdes es un mensaje para la conversión de los pecadores que, estando apartados de Dios, se encuentran fuera de su amor y, por consiguiente, no pueden ser objeto de la bondad divina. La Virgen repitió continuamente a Bernardette que había que hacer penitencia y orar por los pecadores, y le pidió que hablara con los sacerdotes para que construyeran una capilla en aquel mismo lugar, adonde la gente acudiera en procesión para rezar por los pecadores.

El sacerdote del lugar, el Padre Peyramale, no quiso dejarse engañar y reclamó a Bernardette que preguntara a la Visión su nombre: “Soy la Inmaculada Concepción”, responde la Santísima Virgen. Ante esta respuesta, considerando el sacerdote que Bernardette, sin ninguna instrucción, no podía comprender el significado de las palabras pronunciadas por la Virgen, quedó plenamente convencido del carácter sobrenatural divino de las apariciones. Es necesario recordar que el dogma de la Inmaculada Concepción había sido definido por el Beato Pío IX Mastai-Ferretti sólo cuatro años antes, mediante la bula Ineffabilis Deus del ocho diciembre 1854.

El carácter sobrenatural de las apariciones se puso de manifiesto casi de inmediato con la realización de milagros. Pero lo decisivo del mensaje de Lourdes es la necesidad de penitencia y oración por los pecadores.

Esta fiesta fue concedida por León XIII Pecci a Francia y a algunos lugares y familias religiosas en 1891, con misa y Oficio propios con el título Aparición de la Bienaventurada Virgen María Inmaculada. Su celebración se extendió a la Iglesia Latina el trece de noviembre 1907 por San Pío X Sarto, con ocasión del L aniversario de las apariciones de Lourdes (1858), y se fijó el once de febrero, fecha de la primera aparición.

En el calendario actual es memoria libre y se le ha mudado el título a Nuestra Señora de Lourdes. Es, por un lado, una fiesta menor de la Inmaculada, en que junto a su perfección ejemplar como prototipo de la criatura de la Nueva Creación, une su mensaje de la necesidad de oración y penitencia para una auténtica conversión.

Viernes de Dolores (viernes de la IV semana de cuaresma)

En primer lugar debemos decir que la advocación de los Dolores de María se encuentra entre los títulos soteriológicos de la Madre de Dios, vividos a lo largo de toda su vida, en torno a los misterios de su Maternidad Divina (nacimiento, infancia y vida pública de Jesús) y de su Compasión (Pasión y Muerte del Señor).

Aunque los dolores de María aparecen en las Sagradas Escrituras y la reflexión sobre ellos se remonta a la época patrística, esta devoción sólo ha tenido un desarrollo litúrgico en Occidente.

En Oriente sólo los Católicos Rutenos tienen una fiesta de la Madre Dolorosa el Viernes posterior a la Octava del Corpus Christi, aunque en la iglesia bizantina el recuerdo de la Dolorosa está muy presente en el oficio del Viernes Santo y todos los miércoles y jueves del año, en que se conmemora el sacrificio del Calvario de una manera especial, y se reza una antífona mariana llamada staurotheotókion, que canta a María al pie de la Cruz.

Esta memoria mariana se gestó en el corazón de Europa. Fue preparada por la literatura ascético-mística renana de los siglos XII y XIII, en la que, insistiendo en la humanidad de Cristo, revaloriza también la figura de María, indisolublemente unida a Él, sobre todo en lo referente a la pasión: junto al Varón de Dolores, se contempla a la Reina de los Mártires.

La conmemoración litúrgica de los dolores de Nuestra Señora, en la opinión más extendida, se remonta al siglo XIV, con Alemania como foco principal. En principio fue colocada en diversas fechas y recibió distintos nombres: Angustias, Compasión, Conmiseración, Desmayo, Lamentación de María, Llanto de María, Martirio del Corazón de María, Pasmo, Piedad, Siete Dolores, Transfixión, Traspaso...

Mas los testimonios más antiguos de una fiesta litúrgica anual provienen de Iglesias locales. Los encontramos en la Fiesta de la Transfixión, establecida por el Obispo Lope de Luna en Zaragoza el año 1399, y en el Concilio Provincial de Colonia, presidido por el Arzobispo Teodorico de Meurs, que el veintidós de abril de 1423 instituye la Commemoratio angustiae et doloris B. Mariae Virginis, para el viernes posterior al domingo Jubilate, actual cuarta semana de Pascua, por decreto sinodal, como desagravio de los sacrílegos ultrajes de los herejes husitas a las imágenes de Cristo y de la Virgen, y para venerar exclusivamente los dolores de María en el Calvario.

En 1482 el Papa Sixto IV della Rovere introdujo en el rito romano una misa centrada en los sufrimientos de María al pie de la cruz, denominada de Nuestra Señora de la Piedad, que se fue extendiendo por todo Occidente.

A fines de la Edad Media una fiesta de María Dolorosa estaba establecida en las diócesis del norte de Alemania, Escandinavia y Escocia, con diferentes denominaciones y fechas, la mayoría movibles (durante el tiempo pascual o poco después de Pentecostés), aunque algunas eran fijas (sobre todo en julio: el dieciocho en Merseburg; el diecinueve en Halberstadt, Lübeck o Meissen, el veinte en Naumberg). Sus textos eucológicos son variados, limitándose desde la consideración de las angustias de María durante la Pasión hasta extenderla a todos los dolores de la vida de la Madre de Dios.

Durante el siglo XVI, esta memoria de la Compasión de la Virgen se va extendiendo por toda la Iglesia Occidental con sus varias denominaciones y fechas. En 1506 fue confirmada a las monjas de la Anunciación bajo el título de Pasmo de la Bienaventurada Virgen María para el lunes siguiente al Domingo de Pasión. En el Breviario de Erfurt, impreso en Mainz (Maguncia) en 1518, encontramos la fiesta con el título de Commendatio B. Mariae Virginis el viernes después del Domingo in Albis (actual Segundo de Pascua).

En algunos lugares se le asignó el día que luego se extendería, el viernes anterior al Viernes Santo, como el caso de la concesión en 1600 a las monjas servitas de Valencia bajo el título de Bienaventurada Virgen María al pie de la Cruz; en otros se coloca el sábado siguiente, día por excelencia de la Virgen, o incluso un día fijo, el dieciocho de marzo, ocho días antes del veinticinco, que es el día en que la Tradición señala la muerte de Cristo.

En Francia se hizo popular esta fiesta en el siglo XVII, y la llamaban de Nuestra Señora del Pasmo o Nuestra Señora de la Piedad, celebrándose el viernes de la Semana de Pasión. Clemente X Altieri (1670-6) concedió esta memoria de los Dolores de Nuestra Señora a toda España. Esta misma fecha fue asignada a todo el Imperio Alemán en 1674.

El dieciocho de agosto de 1714 el Papa Clemente XI Albani la concede a los Siervos de María. El Papa Benedicto XIII Orsini, a petición de éstos, el veintidós de agosto de 1727, la extendió a toda la Iglesia Romana, con el nombre de Fiesta de los Siete Dolores de la Bienaventurada Virgen María, fijándola el Viernes de la Semana de Pasión o Quinta de Cuaresma.

En este día la celebraban la fiesta los servitas y los dominicos, Orden a la que pertenecía el Pontífice, así como los franceses, españoles y alemanes. Esta jornada acaba recibiendo el nombre popular de Viernes de Dolores. A pesar del título de la fiesta, contempla la compasión de María al pie de la cruz.

Suprimida como una duplicación en la reforma del calendario de 1969 en beneficio de la del quince de septiembre, aunque fuera más antigua para no oscurecer la austeridad cuaresmal, en la última edición del Misal Romano se ha rescatado esta memoria, tan arraigada en nuestra tierra, en una colecta alternativa a la del día. “Señor Dios, que en este tiempo ayudas con bondad a tu Iglesia: concédenos imitar a la Santísima Virgen María en la contemplación de la Pasión de Cristo, con un corazón sinceramente entregado. Te pedimos, por la intercesión de la misma Virgen, unirnos en estos días con firmeza a tu Hijo Unigénito, y así poder llegar a la plenitud de su gracia”. Los servitas la siguen celebrando como fiesta con el título de Santa María al pie de la Cruz.

Nuestra Señora de Fátima (13 de mayo)

Se celebra este día en recuerdo de la primera de las seis apariciones a Lucía, Jacinta y Francisco en 1917, a tres kilómetros de Fátima, Portugal, en el lugar de Cova de Iría, que suponen un llamamiento a la oración, a la penitencia y a la conversión espiritual.

El culto a la Virgen de Fátima surgió con la primera capilla a Ella dedicada en 1919. Ha sido incluida esta advocación como memoria libre en la última edición del Missale Romanum, mientras que los Heraldos del Evangelio la celebran como fiesta.

Cuenta con la siguiente oración colecta: “Señor Dios, que nos diste a la Madre de tu Hijo como Madre nuestra, concédenos que perseveremos en la oración por la salvación del mundo y procuremos promover pacientemente el Reino de Jesucristo, tu Hijo”.

Inmaculado Corazón de María (Sábado posterior al Corazón de Jesús)

La devoción al Purísimo Corazón de María nos remite de manera directa al Sagrado Corazón de Jesús, pues en María todo nos dirige a su Hijo. Los Corazones de Jesús y María están maravillosamente unidos en el tiempo y la eternidad por el misterio de la maternidad divina. Su veneración, no obstante, se mantuvo mucho tiempo en el campo de la devoción privada, sin desembocar en un culto oficial.

San Juan Eudes (+1680), al par que la devoción al Corazón de Jesús, difundió la del Corazón de María. Le compuso misa y oficio e hizo celebrar su primera fiesta pública el ocho de febrero de 1648 en la Catedral de Autun, con sanción del Ordinario de Lugar. Varios obispos de Francia aprobaron los textos litúrgicos, pero los jansenistas, obviamente, estaban en completo desacuerdo.

En el segundo tercio del XVII cofradías consagradas a su culto obtuvieron aprobación pontificia, tanto de Alejandro VII Chigi en 1666 como de Clemente IX Rospigliosi entre 1667 y 1669, con el título de Purísimo o Santísimo Corazón de María.

En el año 1668, la fiesta del día dos de junio y sus textos litúrgicos obtuvieron la aprobación del Cardenal Legado para Francia, aunque al año siguiente, 1669, se pidió a Roma la ratificación, pero la Congregación de Ritos dio una respuesta negativa a los textos, aunque no a la fiesta.

En diferentes ocasiones se pidió a la Santa Sede la aprobación de la fiesta. Una de ellas fue hecha como petición formal por el padre jesuita Gallifet en el 1726, conjuntamente con la del Corazón de Jesús.

Esta causa fue tratada por Próspero Lambertini, futuro Benedicto XIV. La Congregación de Ritos llegó a responder por primera vez en 1727 con un non proposita, pues presentaba dificultades doctrinales. Luego de esta respuesta, Gallifet sin perder esperanzas volvió a enviar la petición, pero hubo una respuesta oficial tajante y negativa el treinta de julio de 1729. A pesar de ello el citado Benedicto XIV (papa entre el 1740 y el 1758) permitió que se celebrara la fiesta a la cofradía de la iglesia romana de San Salvatore in Onda.

Fue ya a finales del XVIII cuando la fiesta empezó a obtener el plácet definitivo. Pío VI Braschi el veintidós de marzo de 1799 la concedió a Parma, y, definitivamente, en el pontificado de Pío VII Chiaramonti, la Sagrada Congregación de Ritos, por decreto del treinta y uno de agosto de 1805, aprobó concederla a todos los que la solicitaran, con los textos eucológicos de la festividad de las Nieves (cinco de agosto). A partir de aquí se elevaron numerosas peticiones de diócesis y familias religiosas.

Siendo Papa el Beato Pío IX Mastai Ferretti, el veintiuno de julio de 1855, la Congregación de Ritos aprobó para la celebración del Corazón Purísimo de María nuevos textos para la misa y el oficio, utilizando algunas partes de los de San Juan Eudes.

En 1914, con ocasión de la reforma del Misal Romano, la fiesta del Corazón de María fue trasladada del cuerpo del misal a un apéndice del mismo, entre las fiestas pro aliquibus locis. Hubo muchas peticiones para que esta fiesta se extendiera a toda la Iglesia, en especial de los Claretianos, que la tienen por patrona.

En el marco de la II Guerra Mundial, el treinta y uno de octubre de 1942, en radiomensaje, y luego, de manera solemne, el ocho de diciembre en la basílica vaticana, cumpliéndose el XXV aniversario de las apariciones de Fátima, el Venerable Pío XII consagró la Iglesia y el género humano al Inmaculado Corazón de María. El adjetivo Inmaculado se le empezó a aplicar tras la definición dogmática de la Inmaculada y pasó a la liturgia por influencia de las apariciones de Fátima.

Su fiesta litúrgica fue extendida a la Iglesia Latina dos años después, el cuatro de mayo de 1944, por el decreto de la Sagrada Congregación de Ritos Cultus liturgicus, con la categoría de doble de segunda clase, con Oficio y misa propios, señalando su fiesta el veintidós de agosto, Octava de la Asunción. En la reforma del calendario de 1969 fue transferida del veintidós de agosto a su actual emplazamiento.

Colocada al día siguiente de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, la contigüidad de las dos celebraciones es ya, en sí misma, un signo litúrgico de su estrecha relación: el mysterium del Corazón del Salvador se proyecta y refleja en el Corazón de la Madre que es también compañera y discípula.

Así como la Solemnidad del Sagrado Corazón celebra los misterios salvíficos de Cristo de una manera sintética y refiriéndolos a su fuente —precisamente el Corazón—, la memoria del Corazón Inmaculado de María es celebración resumida de la asociación “cordial” de la Madre a la obra salvadora del Hijo: de la Encarnación a la Muerte y Resurrección, y al don del Espíritu. Recibió notorio impulso con las apariciones de Fátima.

Nuestra Señora del Carmen (dieciséis de julio) [21]

La conmemoración de la Virgen del Carmen tiene su origen en la Orden homónima. Ésta remonta sus orígenes míticos a los hijos de los profetas que habitaron el Monte Carmelo en Tierra Santa. En época de la cruzadas fueron estableciéndose allí un grupo de anacoretas que levantaron un templo a la Virgen María en la cumbre del monte Carmelo, que veían prefigurada la maternidad divina en la nube que desde allí viera Elías, anunciando el fin de la sequía [22]. Estos religiosos se llamaron Hermanos de Santa María del Monte Carmelo, a los que San Alberto de Vercelli, también conocido por su nombre secular, Alberto Avogadro (+1214), Patriarca de Jerusalén, escribió una normativa de vida entre 1206 y 1214.

Pasaron a Europa en el siglo XIII, aprobando su regla Inocencio IV Fieschi en 1245, bajo el sexto Prior General de la Orden, San Simón Stock (+1265), que los adaptó a la vida mendicante. Este papa es el primero que los llama, en 1252, Hermanos Ermitaños de la Orden de Santa María del Monte Carmelo.

Viendo éste en peligro el futuro de la Orden en Occidente, cuenta la tradición que el dieciséis de julio de 1251, según la versión oficial fijada en el siglo XVII, la Virgen María se le apareció en Cambridge y le entregó el hábito que había de ser su signo distintivo, cuya versión reducida es el escapulario marrón, y le prometió: “Este será el privilegio para ti y todos los carmelitas; quien muriere con él no padecerá el fuego eterno, es decir, el que con él muriere se salvará”. Desde Inglaterra se extendió esta devoción a toda la Orden y, por su labor, a todo el mundo.

Al principio los carmelitas celebraban a la Virgen en las fiestas del calendario general, sobre todo, en el siglo XIII, la Anunciación, que cedió su lugar, a partir de 1306, a la Inmaculada Concepción, que se convirtió en la fiesta mariana oficial de la Orden. Sin embargo, a comienzos del siglo XV, parece que los carmelitas intentaron buscar una celebración mariana propia acomodada a su carisma.

Esta parece que tiene su origen en el rito jerosolimitano primitivo de la Orden, que a una conmemoración solemne de la Resurrección del Señor semanal había unido una de la Virgen María, especialmente solemnizada la del Adviento, que naturalmente se identificaba con su Asunción como glorificación plena de María. Por primera vez encontramos esta fiesta celebrada en Oxford en 1387 y en un calendario astronómico de Nicolás de Lynn. Poco a poco va apareciendo en diferentes misales (Londres, 1387-93) y breviarios (Oxford 1375-93) y extendiéndose muy lentamente por el continente.

Pero con la difusión del escapulario, catapultada por la famosa Bula del privilegio sabatino, en algunas partes, sobre todo en Inglaterra, se relacionó esta commemoratio solemnis, a partir de la celebración de los beneficios recibidos de su Patrona, -con tal devoción, dando lugar a la solemne conmemoración de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo.

Su fijación en julio parece depender de la fecha de la última sesión del II Concilio de Lyon, celebrada el diecisiete de julio de 1274, en que se decretó que las órdenes carmelitana y agustina, que corrían peligro de ser suprimidas, permanecieran en su estado mientras no se decretara otra cosa, aunque la aprobación definitiva no llegaría hasta 1298 con Bonifacio VIII Gaetani en 1298.

Esta fiesta de acción de gracias a la Virgen se adelantó en el siglo XV al dieciséis de julio. Sixto V Peretti aprobó la fiesta del dieciséis de julio en 1587, y en el Capítulo General carmelitano del 1609, habiéndose preguntado a todos los capitulares qué festividad debía tenerse como titular o patronal de la Orden, todos unánimemente contestaron que ésta, sin duda alguna.

A pesar de haberse dictado algunos decretos restringiéndola, esta fiesta, que ya se había difundido por Inglaterra, Italia, España y América, se fue propagando rápidamente en el siglo XVII por el resto de Europa y algunas zonas de Oriente. España fue la primera nación en obtener del papa Clemente X Rezzonico, en 1674, el permiso para celebrar esta festividad en todos los dominios del Rey Católico.

A esta petición siguieron otras muchas, hasta que el veinticuatro de septiembre 1726 Benedicto XIII Orsini, tras haberla impuesto el año antes en los Estados Pontificios, la extendía a toda la cristiandad con rito doble mayor y con la misma oración y lecciones para el segundo nocturno que desde el siglo anterior rezaban ya los religiosos carmelitas.

En la reforma del Beato Juan XXIII Roncalli de 1960 fue reducida a simple conmemoración, y en el calendario del uso ordinario es memoria libre. También fue introducida en los ritos ambrosiano, caldeo, maronita, mozárabe y greco-albanés.

Dedicación de la Basílica Santa María la Mayor (cinco de agosto)

Fiesta conocida popularmente por Santa María de las Nieves o la Blanca por la leyenda de la fundación de la basílica de Santa María la Mayor de Roma: el patricio romano Juan tuvo una visión de la Virgen en el 358 que le ordenaba edificar una iglesia en un solar que encontraría cubierto de nieve, lo que comunicó al Papa Liberio, que trazó el plano del nuevo templo en la cumbre del Esquilino, nevada prodigiosamente, por lo que se la conoce como Basílica Liberiana.

Se la encuentra ya registrada en el calendario jeronimiano, pero por ser una celebración local romana, no aparece en los sacramentarios. Hasta el siglo XIV fue una fiesta exclusiva de la basílica, en que se extendió a todas las iglesias de Roma y a otras diócesis. Fue extendida definitivamente a la Iglesia Latina en 1570 por San Pío V Ghislieri, que determinó incluso sepultarse allí, y Clemente VIII Aldobrandini (+1605) la elevó a doble mayor. En el calendario de 1969 fue incluida memoria libre.

Aparte de la historicidad de la leyenda, el conmemorar la dedicación de la Basílica de Santa María la Mayor de Roma nos invita a reflexionar que María es imagen y tipo de la Iglesia, su origen como la primera creyente del nuevo orden salvífico y su representación en el Calvario y ante el sepulcro, así como la esperanza escatológica eclesial de la futura glorificación consumada en su Asunción. El templo material de María, que alberga a Jesús Eucaristía es signo del cristiano, templo vivo del Espíritu Santo.

Dulcísimo Nombre María (12 de septiembre)

La propagación de la devoción al Santísimo Nombre de Jesús por parte de dominicos, con las Hermandades del Dulce Nombre, y de franciscanos en sus predicaciones populares, tales como las de San Bernardino de Siena, abrió naturalmente el camino para una conmemoración similar del Santo Nombre de María.

Fiesta de origen ibérico, fue aprobada con Oficio propio por Julio II della Rovere en 1513 para la Diócesis de Cuenca, y señalada el quince de septiembre, Octava de la Natividad. Suprimida en la reforma litúrgica de San Pío V Ghislieri, por decreto de Sixto V Peretti de dieciséis de enero de 1587, fue rehabilitada y trasladada al diecisiete de septiembre.

En 1622 fue extendida a la Archidiócesis de Toledo por Gregorio XV Ludovisi. Aunque después de 1625 la Congregación de los Ritos titubeó durante un tiempo conceder más extensiones de la fiesta, sabemos que era celebrada por los trinitarios españoles en 1640 y que fue concedida a Austria como doble de segunda clase el uno de agosto de 1654. En 1666 los Carmelitas Descalzos recibieron la facultad de recitar el Oficio del Nombre de María cuatro veces al año con la categoría de doble. Finalmente, fue concedida a toda España, al Reino de Nápoles y al Milanesado el veintiséis de enero de 1671.

Inocencio XI Odescalchi la introdujo en el calendario general de la Iglesia Latina con la categoría litúrgica de duplex majus por decreto del veinticinco de noviembre de l683 tras la victoria de Viena sobre los turcos por las fuerzas de Juan Sobieski, rey de Polonia, y la asignó al domingo después de la Natividad de María.

De acuerdo al decreto del ocho de julio de 1908, cuando la fiesta no pudiera ser celebrada en su propio domingo porque éste lo ocupara una fiesta de mayor jerarquía, debería trasladarse al doce de septiembre, el día aniversario de la victoria de Sobieski, fecha en que fue fijada en la reforma del calendario de San Pío X Sarto de 1911.

Aunque esta fiesta fue suprimida en el Misal Romano de 1969, se repuso en la edición del año 2002, bajo San Juan Pablo II Wojtyla, entre las memorias libres marianas.

La oración colecta de la misa es la siguiente: “Concédenos, Dios omnipotente, que el glorioso nombre de la bienaventurada Virgen María que ahora celebramos, nos obtenga los beneficios de tu misericordia”.

La superoblata: “Por la intercesión de la siempre Virgen María, te pedimos, Señor, que aceptes estos dones que te presentamos, y nos transformes a quienes veneramos tu Santo Nombre”.

La postcomunión: “Concédenos, Padre, alcanzar la gracia de tu bendición por intercesión de María, la Madre de Dios, para que, quienes hemos celebrado su nombre venerable obtengamos su auxilio en todas nuestras necesidades”.

Dolores de María (15 de septiembre)

Una segunda conmemoración de los Dolores de Nuestra Señora surge al calor de la Orden de los Siervos de María, pero en este caso considerando globalmente los sufrimientos de la Virgen a lo largo de toda su vida por su íntima asociación a la Obra de la Redención, y no sólo centrándose en el Calvario, aunque éste fuera el momento culminante.

Esta Orden, los servitas, es la institución eclesial que más ha contribuido a expandir la devoción a los Dolores de María. Fundada en el Monte Senario, Florencia, en 1233 con un marcado tinte mariano, ésta arraigó en ella y se fue acrecentando, hasta el punto que declararon como Patrona a Nuestra Señora de los Dolores el ocho de agosto de 1692.

Constituida como instituto mendicante, está compuesta de tres Órdenes: Primera, la de los frailes; Segunda, la de las monjas de clausura, y Tercera, la de los laicos, que fue la gran difusora, junto con las cofradías servitas, agregadas a la Orden, de la devoción a Nuestra Señora de los Dolores y a su hábito, el negro de su viudez, propio del instituto, en forma de escapulario, pues éstas llegaron donde no alcanzaron ni la primera ni la segunda rama, además de que no fueron afectadas, por su carácter seglar, por las exclaustraciones de la Edad Contemporánea.

Los servitas solían tener una reunión con los Hermanos de su Compañía del Hábito de los VII Dolores de la Virgen el tercer domingo de cada mes. A principios del siglo XVII comenzaron a solemnizarse estas reuniones, escogiéndose la de septiembre como la principal, hasta que llega a considerarse todo el mes de septiembre como consagrado a la devoción de los Siete Dolores de la Bienaventurada Virgen María; por ejemplo, el Papa León XIII Pecci concede indulgencia plenaria en la forma acostumbrada cualquier día de septiembre o del día uno al ocho de octubre.

El nueve de junio de 1668, el Papa Clemente IX Rospigliosi concedió para ese día, tercer domingo de septiembre, a la Orden de los Siervos de María celebrar Fiesta de los Siete Dolores de la Virgen, con rito doble y octava, y un formulario similar al de 1482, que fue el introducido en lo esencial en el Misal de San Pío V Ghislieri para el Viernes de Dolores.

El dieciséis de septiembre de 1673 la otorgó a la Diócesis de Córdoba el Papa Clemente X Altieri. Fue confirmada por Inocencio XI Odescalchi en 1688, y poco a poco se va extendiendo por toda la Iglesia.

A todos los territorios españoles fue extendida por el Papa Clemente XII Corsini, a petición del Rey Felipe V, el veinte de septiembre de 1735, tras el parecer favorable de la Sagrada Congregación de Ritos, fechado tres días antes.

El Papa Pío VI Braschi, en 1777, concedió a la Diócesis de Méjico indulto perpetuo de rezar Oficio y Misa de los Siete Dolores de Nuestra Señora con rito doble de segunda clase. En 1785, autorizó Misa votiva de los Siete Dolores todos los sábados en la iglesia de los Mínimos de Mallorca. En 1786, concedió a la Diócesis de Santa Fe (Argentina) rezar el Oficio de los Siete Dolores propio de la Orden de Siervos de María.

Pío VII Chiaramonti, muy influido por los servitas, la declaró en 1801 fiesta de precepto de segunda clase para la isla de Cerdeña, la concedió a la Archidiócesis de Sevilla en 1807, así como a la Toscana, como doble de segunda clase con octava, y finalmente la extendió a toda la Iglesia Latina el ocho de septiembre de 1814, en memoria de su liberación del cautiverio que le infringió Napoleón, adoptando la misa y oficio de los servitas.

En 1908 el Papa Pío X Sarto la incluyó entre las dobles de segunda clase. Los servitas la celebraban como de primera clase con octava y vigilia, como los Pasionistas, y en Florencia, donde había surgido la Orden de los Siervos de María, y Granada, cuya patrona es Nuestra Señora de las Angustias.

En la reforma litúrgica de este mismo Pontífice de 1914, con el fin de despejar el ciclo dominical, se fijó el quince de septiembre, día en que ya se celebraba en el rito ambrosiano por no tener octava la fiesta de la Natividad de la Virgen, haciendo pareja con la del día anterior: la Exaltación de la Santa Cruz. Contemplamos desde la perspectiva de la glorificación los frutos de la Redención de la pareja salvadora, Cristo, Nuevo Adán, y María. Nueva Eva.

Tras ser reducida a simple conmemoración optativa la fiesta del Viernes de Dolores en el Calendario Universal de 1960, fue suprimida en el actual de 1969 según los criterios de simplificación y eliminación de las duplicaciones, quedando sólo la de septiembre, para dejar lo más libre posible el último tramo cuaresmal, como memoria obligatoria, bajo el título de Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores. Su ubicación, en opinión de muchos autores, le perjudica al quedar desarticulada del ciclo pascual.

El antiguo título de Compasión es conservado por la Diócesis de Hildesheim con una fiesta el sábado posterior a la Octava del Corpus, y con la denominación de la Bienaventurada Virgen María de la Piedad, con un bonito Oficio de origen medieval, existe una conmemoración en Goa (India) y en Braga (Portugal) el tercer sábado de octubre.

Nuestra Señora de las Mercedes (24 de septiembre)

La Virgen de la Merced o Nuestra Señora de las Mercedes es una advocación, que deriva del latín merces, que significa: dádiva, gracia, por lo que puede entenderse como Nuestra Señora de la Misericordia.

San Pedro Nolasco, un joven mercader de telas de Barcelona, empezó a actuar en la compra y rescate de cautivos, vendiendo cuanto tenía en 1203. Se dice que el uno de agosto de 1218, fiesta de San Pietro ad Vincula, tuvo una visita de la Santísima Virgen, dándose a conocer como La Merced, que lo exhortaba a fundar una Orden religiosa con ese fin principal de redimir a cristianos cautivos de los musulmanes y piratas sarracenos.

San Pedro Nolasco consumó la creación de la Orden de la Merced en la Catedral de Barcelona con el apoyo del rey Jaime I el Conquistador y el asesoramiento del dominico canonista San Raimundo de Peñafort, el diez de agosto de ese mismo año 1218: recibieron la institución canónica del obispo de Barcelona y la investidura militar del rey Jaime I el Conquistador. El Papa Gregorio IX de Segni, quien aprobó la orden el diecisiete de enero de 1235, con la Regla de San Agustín. En 1245, muere el fundador.

Se tienen testimonios de esta advocación mariana en medallas desde mediados del siglo XIII. En las primeras Constituciones de la Orden, de 1272, redactadas en Capítulo General, la Orden recibe ya el título de Orden de la Virgen de la Merced de la Redención de los cristianos cautivos de Santa Eulalia de Barcelona.

La devoción a la Virgen de la Merced se difundió a partir de la fundación de la Orden como un reguero de pólvora por Cataluña y por toda España, incluida Cerdeña, por Francia y por Italia, con la labor de redención de estos religiosos y sus cofrades.

Con la evangelización de América, en la que la Orden de la Merced participó desde sus mismos inicios, la devoción se extendió y arraigó profundamente en todo el territorio americano.

La fiesta dedicada a su patrona fue instituida a instancias de los mercedarios como acción de gracias por la fundación de la Orden. La primera concesión a los mercedarios de un Oficio para esta fiesta se hizo el cuatro de abril de 1615.

Inocencio XI Odescalchi la extendió a la Iglesia española en 1680 e Inocencio XII Pignatelli a toda la Iglesia Latina el doce de febrero de 1696. Reducida en 1960 a simple conmemoración en la reforma del Beato Juan XXIII, fue suprimida del calendario universal e incluso nacional de España en el del uso ordinario de 1969.

Nuestra Señora del Rosario (7 de octubre) [23]

Esta fiesta, ligada al ejercicio piadoso del rezo del salterio mariano, tiene su origen en las Cofradías del Rosario, que florecieron en la segunda mitad del siglo XV, las cuales acostumbraban a solemnizar el primer domingo de octubre con la misa de la Virgen Salve radix sancta del Rito Dominicano.

El diecisiete de marzo de 1572 inscribió San Pío V Ghislieri en el Martirologio Romano en el día siete de octubre el título de Santa María de la Victoria para conmemorar la victoria de Lepanto, que había acaecido el domingo siete de octubre del año anterior, 1571.

Dos años más tarde, Gregorio XIII Boncompagni, por la Bula Monet Apostolus de uno de abril de 1573, permitió que se celebrase una fiesta en honor del Santísimo Rosario el primer domingo de octubre en las iglesias o capillas que venerasen tal advocación mariana en memoria de la intercesión mariana en la victoria naval.

Fue extendida a toda la Iglesia Latina el tres de octubre de 1716 por Clemente XI Albani tras la victoria sobre los turcos en Peterwardein. Benedicto XIII Orsini, dominico, le introdujo lecciones propias. León XIII Pecci, gran devoto y propagador del rosario le concedió Oficio propio en 1888. Fue fijada en la fecha actual el año 1913 en la reforma del calendario de San Pío X Sarto y en el 1969 figura como memoria obligatoria.

Aparición de la Medalla Milagrosa (veintisiete de noviembre)

Esta memoria hace referencia a la devoción a la Inmaculada Milagrosa y su medalla, que tiene como divulgadora a Santa Catalina Labouré, que atribuyó a inspiración divina. En el año 1830, en la Casa Madre de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, en París, Francia, narró que la Virgen se le había aparecido en tres ocasiones cuando era una humilde y piadosa novicia. En las tres, Catalina vio a la Virgen, recibió mensajes y fue tratada con amorosa y maternal atención.

La primera visión fue hacia las 11,30 horas de la noche del dieciocho de julio, en que oyó que alguien la llamaba por su nombre: “Sor Labouré, Sor Labouré, ven a la capilla. Allí te espera la Santísima Virgen”. Quien la llamaba era un niño pequeño y él mismo la condujo hasta la capilla. Catalina se puso a rezar y después de oír un ruido semejante al roce de un vestido de seda, vio a la Virgen sentada al lado del Altar.

Catalina fue hacia Ella, cayó de hinojos apoyando sus manos en las rodillas de la Santísima Virgen y oyó una voz que le dijo: “Hija mía, Dios quiere encomendarte una misión... tendrás que sufrir, pero lo soportarás porque lo que vas a hacer será para Gloria de Dios. Serás contradecida, pero tendrás gracias. No temas”.

La Virgen señaló al pie del Altar y recomendó a Catalina acudir allí en los momentos de pena a desahogar su corazón pues allí, dijo, serían derramadas las gracias que grandes y chicos pidan con confianza y sencillez.

En la segunda visión, hacia las 5,30 horas de la tarde del veintisiete de Noviembre, la Virgen comunicó a su vidente el mensaje que le quería transmitir. Esta aparición tuvo tres momentos distintos. Oyó nuevamente el ruido semejante al roce de la seda y vio a la Virgen.

En un primer momento, Ésta estaba de pie, sobre la mitad de un globo, aplastando con sus pies a una serpiente. Tenía un vestido cerrado de seda aurora con mangas lisas; un velo blanco le cubría la cabeza y le caía por ambos lados. Como vemos, presentaba la iconografía habitual de la Inmaculada.

En sus manos, a la altura del pecho, sostenía un globo con una pequeña cruz en su parte superior. La Virgen ofrecía ese globo al Señor, con tono suplicante. Sus dedos tenían anillos con piedras, algunas de las cuales despedían luz y otras no. La Santísima Virgen bajó la mirada. Y Catalina oyó: “Este globo que ves, representa al mundo y a cada uno en particular. Los rayos de luz son el símbolo de las gracias que obtengo para quienes me las piden. Las piedras que no arrojan rayos, son las gracias que dejan de pedirme".

Cuando el globo desapareció, las manos de la Virgen se extendieron resplandecientes de luz hacia la tierra; los haces de luz no dejaban ver sus pies. Se formó un cuadro ovalado alrededor de la Virgen y en semicírculo, comenzando a la altura de la mano derecha, pasando sobre la cabeza de Ella y terminando a la altura de la mano izquierda, se leía: "OH MARÍA SIN PECADO CONCEBIDA, RUEGA POR NOSOTROS, QUE RECURRIMOS A TI". Catalina oyó una voz que le dijo: “Haz acuñar una medalla según este modelo, las personas que la lleven en el cuello recibirán grandes gracias: las gracias serán abundantes para las personas que la llevaren con confianza”.

El cuadro se dio vuelta mostrando la letra M, coronada con una cruz apoyada sobre una barra y debajo de la letra M, los Sagrados Corazones de Jesús y de María, que Catalina distinguió porque uno estaba coronado de espinas y el otro traspasado por una espada. Alrededor del monograma había doce estrellas.

En el curso del mes de diciembre del mismo año, Catalina fue favorecida con una nueva aparición, similar a la del veintisiete de Noviembre. También durante la oración de la tarde. Catalina recibió nuevamente la orden dada por la Virgen de hacer acuñar una medalla, según el modelo que se le había mostrado el día citado, y que se le mostró nuevamente en esta aparición.

Quiso la Virgen que su vidente tuviera muy claros los simbolismos de su aparición, por eso insistió de una manera especial que el globo, que Ella tenía en sus manos, representaba al mundo entero y cada persona en particular; en que los rayos de luz que arrojaban las piedras de sus anillos, eran las gracias que Ella conseguía para las personas que se las pedían, que las piedras que no arrojaban rayos, eran las gracias que dejaban de pedirle; que el Altar era el lugar a donde debían recurrir grandes y chicos, con confianza y sencillez, a desahogar sus penas.

Después de vencer Catalina todos los obstáculos y contradicciones que le había anunciado la Santísima Virgen, en el año 1832, las autoridades eclesiásticas aprobaron la acuñación de la medalla. Una vez acuñada, se difundió rápidamente. Fueron tantos y tan abundantes los milagros obtenidos a través de ella, que se la llamó, la medalla que cura, la medalla que salva, la medalla que obra milagros, y finalmente la medalla milagrosa. La Iglesia aprobó esta devoción con el decreto de institución de la fiesta de la Medalla Milagrosa, el veintisiete de noviembre, sancionado por León XIII Pecci.

Nuestra Señora de Guadalupe (doce de diciembre)

El sábado nueve de diciembre de 1531, un indio llamado Juan Diego iba muy de madrugada del pueblo en que residía a la ciudad de México a asistir a sus clases de catecismo y a oír misa. Al llegar, al amanecer, junto al cerro llamado Tepeyac escuchó una voz que lo llamaba por su nombre.

Él subió a la cumbre y vio a una Señora de sobrehumana belleza, cuyo vestido era brillante como el sol, la cual con palabras muy amables y atentas le dijo: "Juanito: el más pequeño de mis hijos, yo soy la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios, por quien se vive. Deseo vivamente que se me construya aquí un templo, para en él mostrar y prodigar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa a todos los moradores de esta tierra y a todos los que me invoquen y en Mí confíen. Ve donde el Señor Obispo y dile que deseo un templo en este llano. Anda y pon en ello todo tu esfuerzo".

El Obispo, sin embargo, no lo atendió. De regreso a su pueblo, Juan Diego se encontró de nuevo con la Virgen María y le explicó lo ocurrido. La Virgen le pidió que al día siguiente fuera nuevamente a hablar con el obispo y le repitiera el mensaje. Esta vez el Obispo, luego de oír a Juan Diego, le dijo que debía ir y decirle a la Señora que le diese alguna señal que probara que era la Madre de Dios y que era su voluntad que se le construyera un templo.

De nuevo, Juan Diego halló a María y le narró los hechos. La Virgen le mandó que volviese al día siguiente al mismo lugar, pues allí le daría la señal. Juan Diego no pudo volver al cerro pues su tío Juan Bernardino estaba muy enfermo. La madrugada del doce del dicho diciembre Juan Diego marchó a toda prisa para conseguir un sacerdote a su tío pues se estaba muriendo. Al llegar al lugar por donde debía encontrarse con la Señora, prefirió tomar otro camino para evitarla.

De pronto María salió a su encuentro y le preguntó a dónde iba. El indio avergonzado le explicó lo que ocurría. La Virgen dijo a Juan Diego que no se preocupara, que su tío no moriría y que ya estaba sano. Entonces el indio le pidió la señal que debía llevar al Obispo. María le dijo que subiera a la cumbre del cerro donde hallaría rosas frescas para llevarle al prelado.

Poniéndose la tilma, cortó cuantas pudo y se las llevó envueltas en ella al Obispo. Una vez ante Zumárraga, Juan Diego desplegó su manta y cayeron al suelo las rosas, y en la tilma estaba pintada la imagen de la Virgen de Guadalupe. Viendo esto, el Obispo llevó la imagen santa a la Iglesia Mayor y edificó una ermita en el lugar que había señalado el indio, origen de los templos actuales.

Empezó a celebrarse en la fiesta de la Natividad de María. Su devoción no sólo se extendió por América, sino que pronto cruzó el Atlántico. El canónigo Francisco de Siles pidió infructuosamente a la Sagrada Congregación de Ritos, en el pontificado de Alejandro VII Chigi, la concesión de un Oficio y misa propios para una festividad dedicada a ella el doce de diciembre, porque faltaba documentación que respaldara dicha petición, por lo que se realizó un proceso jurídico formal para recoger las tradiciones que la avalaran.

En 1737 la Santísima Virgen María de Guadalupe es elegida como Patrona de la Ciudad de México. En 1746 el patronazgo de Nuestra Señora de Guadalupe es aceptado para toda la Nueva España, la que entonces comprendía las regiones desde el norte de California hasta El Salvador.

Por bula del veinticinco de mayo de 1754 Benedicto XIV Lambertini aprueba el patronazgo de Nueva España y otorga una Misa y Oficio para la celebración de la fiesta el doce de diciembre. En 1757 la Virgen de Guadalupe fue declarada Patrona de los ciudadanos de Ciudad Ponce en Puerto Rico. En 1895 se lleva a cabo la Coronación canónica de la imagen por un legado pontificio ante gran parte del Episcopado del continente.

Pío X Sarto en 1910 la proclamó Patrona de toda la América Latina; Pío XI Ratti, de todas las Américas, extendiendo su patronazgo a Filipinas en 1935; el Venerable Pío XII Pacelli, Emperatriz de las Américas en 1946, y San Juan XXIII Roncalli, la Misionera Celeste del Nuevo Mundo y la Madre de las Américas en 1961. La imagen de la Virgen de Guadalupe se sigue venerando en México con grandísima devoción, y los milagros obtenidos por los que rezan a la Virgen de Guadalupe son extraordinarios.

La celebración litúrgica de Nuestra Señora de Guadalupe del doce de diciembre fue elevada al rango de fiesta en todas las diócesis de los Estados Unidos en 1988. Sane Juan Pablo II, en 1999, durante su tercera visita al santuario, le otorgó el mismo rango litúrgico de fiesta para todo el continente de las Américas. En el resto de la Iglesia Latina es memoria libre.

El doce de febrero de 2004 el mismo papa quiso que se añadiese a la fiesta de la Bienaventurada Virgen María de Guadalupe el grado de memoria libre en el calendario general, y que se añadiese también la celebración de San Juan Diego Cuauhtlatoatzin, nacido de la raza de los indígenas del territorio que se llama hoy México, el cual dio testimonio del gran amor de la Madre de Jesús, beatificado en 1990 y canonizado en el 2002, para que, todos los años, sea también celebrada el nueve de diciembre, con el grado de memoria libre.

Ramón de la Campa Carmona, en revistas.unav.edu

Notas:

19 En un estadio anterior, antes de establecerse una memoria litúrgica dedicada a la Virgen, se cargó de un indudable tinte mariano el IV Domingo de Adviento, como podemos deducir de los textos eucológicos y de la Carta 61 de San León I Magno (+361) [Patrología Latina t. 54, col. 697], así como Catro Sermones de la Anunciación de San Pedro Crisólogo (+ca. 450) para este domingo [Patrología Latina 52]. En la liturgia ambrosiana se llama a esta jornada Domingo VI de Adviento o de Santa María.

20    Marialis cultus, nº 6.

21    RUIZ MOLINA, Antonio, O. Carm., “La devoción mariana en la Orden del Carmen y la advocación Virgen del Carmen”, en: Advocaciones marianas de gloria, San Lorenzo del Escorial 2012, pp. 53-74.

22    1R, 18, 41 ss.

23    MARTÍNEZ PUCHE, José Antonio, O.P., El libro del Rosario, Edibesa, Madrid 2003; MARTÍNEZ PUCHE, José Antonio, O.P., La Virgen del Rosario y Santo Domingo, en el arte, Edibesa, Madrid 2003.

Ramón de la Campa Carmona,

La Virgen, madre de Dios y socia corredentora

La Virgen María, por su papel preeminente en la Obra de la Salvación, unido indisolublemente al de Cristo como Madre y Socia Corredentora, aunque subordinado a éste, ocupa un lugar destacado en el santoral.

La Iglesia, que celebra los misterios de Cristo en el año litúrgico, tiene también muy presente a la Madre, que junto a Él y por Él cooperó en nuestra redención como Nueva Eva, por lo que recibe un culto de hiperdulía, una veneración superior a la concedida a ángeles y santos.

Una memoria diaria se encuentra en la misa, en la plegaria eucarística o canon, registrada ya en los siglos IV-V, y en la antífona mariana al final de Completas, cerrando el Oficio Divino. Semanalmente tenemos el culto sabatino, con la Memoria de Santa María en Sábado, que también comentaremos, en la misa a partir del siglo VIII y en el Oficio a partir del X, que se generaliza desde el siglo XIII.

En todos los tiempos litúrgicos aparece María mencionada y celebrada, hasta tal punto que algunas fiestas cristológicas exaltan tanto la misión de María que pueden considerarse también fiestas mariales, tales como la Anunciación o la Presentación en el Templo.

Pero, además, ya desde la primitiva Iglesia se empezó a tributar a María un culto propio, aunque no podemos documentar una fiesta litúrgica en su honor antes del siglo IV, pues en la primitiva Iglesia se empezó a conmemorar a los santos en el lugar de su sepultura, por lo que el ciclo santoral surge con la conmemoración de los mártires. A mediados de este siglo, en Oriente, ya hay testimonios de una fiesta mariana celebrada el domingo anterior a Navidad, llamada Memoria o Conmemoración de Santa María.

Pronto pasó a Occidente, particularmente a la Iglesia milanesa. En Roma se señaló el primero de enero, anterior a la Octava de Navidad y a la fiesta de la Circuncisión, pero pronto fue suplantada por la del quince de agosto, que parece que en su origen no conmemoraba ningún misterio particular mariano. La primera fiesta mariana vinculada a un acontecimiento de la vida de María parece ser la Purificación, entre los griegos Hypapante.

En cuanto al origen de las fiestas marianas actuales, podemos establecer varios periodos. Uno primero, que se extiende desde el paleo-cristianismo a la Edad Media, en que surgen las fiestas memoriales: concepción, natividad, presentación, anunciación, visitación, asunción. Todas ellas se hallan también en la liturgia ambrosiana en Occidente y en la bizantino-eslava.

Un segundo periodo está marcado por la piedad pos-tridentina, y son fiestas devocionales, marcadas muchas por la influencia de las órdenes religiosas: dedicación de Santa María la Mayor (tradición local romana extendida a la Iglesia Universal), Virgen del Carmen (carmelitas), Dolores de María (servitas), Virgen de la Merced (mercedarios), Virgen del Rosario (dominicos), Nombre de María (vinculada al providencialismo mariano). Estas fiestas son desconocidas en Oriente. En el rito ambrosiano no existen formularios especiales para el cinco de agosto ni para el dieciséis de julio, y se ignora la fiesta del veinticuatro de septiembre.

Un tercer momento está marcado por el movimiento mariano contemporáneo, e incluye fiestas de carácter teológico (realeza de María, maternidad divina) o devocional (Medalla Milagrosa, Corazón de María, Lourdes, Fátima). Son exclusivas del rito romano.

FIESTAS MEMORIALES

Purificación de Nuestra Señora (dos de febrero)

La primera noticia conservada de la conmemoración litúrgica de la presentación de Jesús en el Templo (Lc 2, 21 ss.) nos la da Egeria en su peregrinación a Jerusalén a finales del siglo IV. Se llamaba Cuadragésima de Epiphania porque entonces se celebraba aún el nacimiento también el seis de enero, es decir, el catorce de febrero.

Junto a la Presentación del Señor como primogénito (cf. Ex 13, 1 ss.), motivo central de la fiesta pese a su título mantenido hasta la última reforma del calendario romano, en la que también María cobra una importancia especial por la profecía de la espada, va pareja la purificación de María (cf. Lv 12, 1 ss.), pues toda mujer que pariera un varón debía presentarse para su purificación acaba la cuarentena, rito al que se somete por humildad. Ambas ceremonias se reseñan en aparece en Lc 2, 22: “Cumplidos los días de la purificación de María, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor”.

Desde Jerusalén se fue extendiendo por Oriente. En Constantinopla, donde se celebraba ya a principios del siglo VI, tenía ya esta fiesta un carácter mariano muy marcado, pues se invitaba en ella a recurrir a la intercesión mariana y la corte imperial la celebraba en el templo mariano de la Blancherna.

El Emperador Justiniano I, en agradecimiento por atribuir a la intercesión mariana el cese de una epidemia, en el 542 extendió su celebración a todo su Imperio como día festivo. Se trasladó al dos de febrero porque la Navidad ya había sido fijada el veinticinco de diciembre.

A Roma la debieron llevar los monjes bizantinos. Según el Liber Pontificalis, la fiesta de la Purificación, a la que, según la ley mosaica tuvo que someterse María (Lv 12, 2-8), se celebraba ya en Roma con carácter mariano en el pontificado de Sergio I (687-701), de origen sirio.

El título de Purificación aparece por primera vez en el Sacramentario Gelasiano (siglo VIII), y se cree de procedencia galicana, aunque este tema no desempeña papel alguno en los textos eucológicos que se centran en la figura de Jesús, aunque pasó al Misal Romano, hasta la reforma de 1969, en que pasó a denominarse de la Presentación del Señor.

San Cirilo de Alejandría, a principios del siglo V, ya habla de las candelas [1]. En Roma aparece ya la procesión de los cirios en el Orden de San Pedro, del 667, que es ratificada por el citado Sergio I, por lo que la fiesta recibe el nombre popular de Candelaria. El origen de las luces quizá provenga de que estas procesiones eran nocturnas.

Esta procesión en Roma tenía un marcado carácter penitencial, pues la comitiva pontificia iba descalza, con ornamentos primero negros y luego morados, color que se conservó hasta la reforma de 1969. Debió adquirirlo, lo que se cree a partir de Beda, como desagravio por los Amburbalia, fiesta pagana de purificación de la ciudad, que consistía en recorrer la muralla procesionalmente llevando las víctimas a sacrificar una vez acabado el itinerario, celebrada por última vez el 394. Aunque era una fiesta movible, se solía celebrar en febrero.

La primera bendición de las candelas se remonta a finales del siglo IX y era precedida de la bendición del fuego como en la vigilia pascual: se interpreta como una fiesta de la luz como símbolo de Cristo, basándose en la profecía de Simeón: “Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”.

La bendición solemne de las candelas empezó en la Iglesia galicana en el siglo X, y de ahí se fue difundiendo con lentitud En Roma se documenta por el Sacramentario de Padua, en una adición del mismo siglo X. En la Península Ibérica, ya presente en el siglo XI, y después por el resto de Europa.

Anunciación (veinticinco de marzo)

Fiesta derivada del primitivo ciclo natalicio. Seguramente proceda de la conmemoración que debía hacerse en Nazaret en la Basílica de la Anunciación erigida por Santa Elena, porque en cada basílica se celebraba anualmente el misterio que allí era recordado a la par que su dedicación.

En el siglo VI ya se encuentra algún indicio de celebración de esta fiesta, pues una de las homilías de Abrahán Obispo de Éfeso, que vivió en la época del Emperador Justiniano (mediados del siglo VI), lleva de título: En la Anunciación de la Madre de Dios.

Fiesta de la maternidad virginal, primero se fija en los días preparatorios de Navidad, por relación con el nacimiento y por consideración a la cuaresma: la liturgia romana, el miércoles de témporas de Adviento; la ambrosiana, el IV domingo de dicho tiempo, y la hispánica, el dieciocho de diciembre (X Concilio de Toledo, 656).

Alternó y después se complementó con una centrada ya en la concepción de Jesús, que se fija el veinticinco de marzo, una vez que se había extendido desde Roma la fiesta del veinticinco de diciembre de la Natividad del Señor, unida, por tanto, al recuerdo festivo de la Anunciación de María (nueve meses antes), cuyo nombre recibe, llegando a oscurecerse las celebraciones de otras fechas.

Aparte de su correlación con la Navidad, no olvidemos que coincide con el equinoccio de primavera, que se vinculaba con la creación del mundo y del hombre, y por tanto adquiere una gran carga simbólica, al celebrarse la concepción de Cristo, el Nuevo Adán, el hombre de la Nueva Creación. Posteriormente se añadió también la conmemoración de la muerte de Cristo.

Sin ninguna duda, se celebraba, tanto en Oriente como en Occidente, en el siglo VII, y documentamos la fecha del veinticinco de marzo en el Chronicon Paschale de Alejandría del 624, que la titula Anunciación de la Madre de Dios, y en un decreto del Concilio Quinisexto Trulano (Constantinopla, 692), que ordenaba se celebrase aunque cayera en cuaresma.

El Papa Sergio I (+701) la incluye entre las cuatro fiestas marianas en las que debía organizarse procesión; la de ésta fiesta cayó en desuso en la Baja Edad Media. Ya aparece en el Sacramentario Gelasiano y en el Gregoriano (siglo VIII).

Originariamente del Señor, adquirió en Occidente un marcado tinte mariano, pero, a diferencia del caso de la Purificación, la figura de la Virgen resplandece con luz propia, porque en el misterio de la Encarnación no se puede prescindir de la Madre. Aunque, como es natural, la glorificación de María es a la par glorificación del Señor.

En la reforma de 1969 se le ha devuelto su primario tinte cristológico, denominándola Anunciación del Señor, nombre que ya había recibido en los inicios de la fiesta.

Visitación de Nuestra Señora (treinta y uno de mayo)

La fiesta deriva del ciclo navideño y parte de Lc 1, 39-56. Aunque parezca extraño, porque es un acontecimiento salvífico evangélico, antes del siglo XIII no hay documentos históricos que la atestigüen, en que consta que los franciscanos la celebraban fervorosamente según prescripción del Capítulo General de 1263, siguiendo la exhortación de por San Buenaventura.

La predicación de los Menores hizo que se extendiera a muchas Iglesias, aunque con diversos días de celebración: por ejemplo, en Praga (de cuyo caso hablamos a continuación) y Ratisbona,  el  veintiocho  de  abril;  en París,  el  veintisiete  de  junio;  en Reims y Ginebra, el ocho de julio. Se conservan hasta nueve Oficios de esta fiesta.

Para su extensión definitiva a la Iglesia Latina fue fundamental la labor del poderoso Arzobispo de Praga y Canciller del Emperador Juan Jenstein (+1400), que en el fragor del Cisma de Occidente se interesó por la fiesta y, habiéndole preparado personalmente Oficio rimado y Misa, la promulgó para su Iglesia en un sínodo diocesano el dieciséis de junio de 1386, señalándole el veintiocho de abril y trabajó por extenderla a otras diócesis y congregaciones, escribiendo a obispos y superiores y dirigiendo varias peticiones a Urbano VI Prignano para que la extendiera a toda la Iglesia para rogar que se erradicara el cisma que azotaba a la Iglesia.

El papa el mismo 1386 le prometió acceder a su petición en cuanto las turbulencias políticas se lo permitieran, porque se encontraba exiliado en Génova. Habiendo regresado a Roma y estudiado el tema, el citado Urbano VI, en consistorio público, promulgó la fiesta para toda la Iglesia Latina con voto de que se recompusiera su unidad perdida el seis de abril de 1389. En un segundo consistorio público, en los meses de mayo o junio del mismo año, determinó que se fijase el dos de julio y que tuviese vigilia y octava como la del Corpus, y que se rezaran los textos eucológicos de Jenstein.

Pero el decreto definitivo no pudo promulgarlo porque le sorprendió la muerte, tras haberla celebrado en Santa María la Mayor, en el mes de octubre del mismo año; la dilación pudo ser por sus múltiples ocupaciones o por objeciones de algunos teólogos a los textos de Jenstein.

Le correspondió publicarlo a su sucesor Bonifacio IX Tomacelli el nueve de noviembre del citado año, con la esperanza de que Cristo y su Madre visitaran la Iglesia y pusieran fin al Gran Cisma que dividía la túnica inconsútil de Cristo. El Oficio fue definitivamente redactado por el Cardenal Adam Easton, monje benedictino inglés y Obispo de Lincoln.

Como fue extendida durante el Cisma, muchos obispos de la obediencia opuesta no habían adoptado la nueva fiesta, por lo que fue confirmada, republicando la bula de Bonifacio IX, por el Concilio de Florencia en 1441, bajo la presidencia de Eugenio IV Condulmer, y se ordenó a Tomás de Corcellis un oficio nuevo, que tuvo bastante difusión. En dicho concilio aceptaron también la fiesta en la misma fecha los patriarcas sirio, maronita y copto.

Nicolás V Parentucelli, para que se produjera una total introducción de la fiesta en las Iglesias particulares, volvió a republicar la bula bonifaciana en la suya Romanorum gesta Pontificum de veintiséis de marzo de 1451. Sixto IV della Rovere, por su parte, franciscano conventual, en 1475, hizo introducir en los libros libros litúrgicos de su Orden un nuevo Oficio propio.

Fue ratificada, aunque sin octava, por el calendario pos-tridentino de San Pío V Ghislieri, que abolió todos los Oficios propios y le señaló el mismo Oficio de la Natividad mutatis mutandis. Sin embargo, muchas órdenes religiosas, como los carmelitas, los dominicos, los cistercienses, los mercedarios, los servitas, entre otras, así como Siena, Pisa, Loreto, Vercelli, Colonia y otras diócesis, conservaron la octava, así como Bohemia, que celebraba la fiesta el primer domingo de julio como doble de la primera clase.

Poco después, Clemente VIII Aldobrandini, en la revisión de los libros litúrgicos de 1602, la elevó a doble mayor e introdujo un Oficio propio compuesto por el franciscano Padre Ruiz. El Beato Pío IX Mastai-Ferretti la elevó, después de su vuelta a Roma del destierro de Gaeta, el trece de mayo de 1850, a doble de segunda clase.

Se señaló primeramente para su celebración el dos de julio, porque es el primer día después de la octava de la Natividad de San Juan Bautista, estimándose que para aquella fecha acabaría la estancia de María en casa de su prima Isabel. Si se hubiera escogido el comienzo de la misma, habría coincido con la cuaresma.

Fue trasladada en la reforma de 1969 al treinta y uno de mayo como colofón del Mes de María, con el rango de memoria obligatoria, insertándola así entre la Anunciación y la Natividad del Bautista. La Iglesia alemana, sin embargo, ha conservado la fecha del dos de julio, para celebrarla junto con los luteranos. En la comunión anglicana es una conmemoración.

Si es verdad que los bizantinos celebran el dos de julio una fiesta mariana, nada tiene que ver con esta celebración, pues lo que conmemoran es la colocación del vestido de la Virgen en la basílica de las Blanchernas (año 473).

Para el establecimiento de una fiesta que conmemore la Visitación en la Iglesia Ortodoxa hay que esperar al siglo XIX, por la labor litúrgica del Archimandrita Antonin Kapustin (+1894), cabeza de la Misión Eclesiástica Ortodoxa de Rusia en Jerusalén, que incluso compuso un servicio para el Menaion, que la incluyó en el calendario después de la consagración de la Iglesia del Encuentro de la Virgen y Santa Isabel, promovida por él en Jerusalén, el treinta de marzo de 1883 según el calendario juliano, día que quedó señalado para la fiesta. Sin embargo, no ha sido aceptada por todas las Iglesias bizantinas.

Asunción de María (quince de agosto) [2]

En Oriente, donde surge, se la denomina Dormición o Tránsito de María. Se la cree fiesta de origen jerosolimitano, surgida como memoria de la dedicación de la iglesia que hizo construir la Emperatriz Eudoxia (+404) en el lugar de la Tumba de la Virgen en Getsemaní [3], que se debió extender progresivamente, dedicada, con el apoyo de los apócrifos asuncionistas, a la glorificación de María.

No olvidemos que esta fiesta corresponde al dies natalis de otro santo pero con una completa glorificación por la radicalidad de su redención, pues es inmaculada, y su íntima unión a su Hijo en la Obra de la Redención, por su maternidad divina y su corredención.

Se celebraba ya en el siglo V en Palestina, en Siria y en sus áreas de influencia. Hacia la mitad del siglo VI estaba difundida con la dedicación a este misterio de la Asunción por todo Oriente, al asumir tal carácter la fiesta mariana del siglo IV, hasta convertirse en una fiesta muy popular y de precepto.

El Emperador Mauricio (+602) la extendió a todo el Imperio Bizantino en la fecha del quince de agosto. Juan de Tesalónica, a principios del siglo VII, en su sermón sobre la dormición de la Virgen, afirma que se celebraba en casi todas las Iglesias orientales.

Fue introducida en Occidente en el siglo VII, seguramente por la influencia de los monjes orientales, pero en enero. El día uno en Roma y el dieciocho en otras partes, como consta en el Martirologio Jeronimiano, en el Calendario de Luca, en el de Corbia y en otros. De la Galia conservamos la más antigua mención a esta fecha, quizá importada de Antioquía, donde se celebraba la Memoria de la Santa Madre de Dios, por obra de Casiano y los monjes lirinenses, como lo atestigua ya San Gregorio de Tours (+594).

Fue ratificada por el Papa Sergio I (687-701), de origen sirio, que, como ya hemos comentado, prescribió en esta fiesta una procesión como en las de la Anunciación, la Purificación y la Natividad de la Virgen, que se estuvo celebrando hasta 1566, y fue quien la dotó seguro de solemne vigilia con ayuno.

Inglaterra la adoptó de manera oficial en el Concilio de Cloverhoe del 747, presidido por Cutberto, Arzobispo de Canterbury, y en Francia, en el Concilio de Maguncia del 813, en su canon 36, la declara de precepto.

Hacia fines del siglo VIII se cambió en Occidente el título de Dormición por el de Asunción, como consta en el sacramentario que el Papa Adriano I (+795) envió a Carlomagno. León IV en el 847 revigorizó su solemne vigilia y le añadió octava.

En Francia, aunque se adoptó la fiesta, hubo cierta oposición a la entonces creencia de la asunción corporal de María, que no fue suficientemente fuerte para rechazar el término Asunción.

De su introducción en la Península Ibérica no hay nada seguro antes del siglo VII, en que dan testimonio de ella San Isidoro de Sevilla y, más claramente, San Ildefonso de Toledo.

Durante el periodo carolingio la fiesta sufre un cierto eclipse en Occidente por la difusión de un tratado en contra de la creencia asuncionista escrito por Pascasio Radberto bajo el pseudónimo de San Jerónimo. Un segundo tratado anónimo de finales del siglo IX, atribuido a San Agustín, que aceptaba las críticas de los apócrifos y se basaba en bases teológicas sólidas, relanza de nuevo el tema.

Consumada la separación de las Iglesias orientales, la fiesta siguió tomando auge en ellas. El Emperador Manuel Commeno prescribió para ella el descanso festivo en 1166. Más tarde, en el siglo XIV, el Emperador Andrónico II emitió un decreto por el que consagraba a la Asunción el mes de agosto.

En la Baja Edad Media se fue perfilando con precisión el contenido de fe de la fiesta y se fue popularizando. En el Breviario de San Pío V Ghislieri se suprimieron las dudas o imprecisiones de los textos de la fiesta.

Finalmente, en 1950, con motivo de la proclamación dogmática de este misterio, se redactaron unos nuevos formularios en que se exponía más claramente la verdad dogmática, recogidos en la Misa Signum magnum publicada al año siguiente. En el Misal actual del uso ordinario se han enriquecido de nuevo los textos y se le añadido una misa de vigilia.

En el área alemana se practica en esta fiesta la bendición de hierbas, que no está originariamente vinculada a ella. Se remonta a orígenes paganos, y se ubica en esta fecha por ser verano avanzado, en que aquéllas esparcen su más fuerte aroma. Las hierbas que se bendicen varían según las comarcas, para la que encontramos un Ordo en el siglo X. Se guardan estas plantas como protección contra el fuego y contra el rayo. Posteriormente estas plantas se vinculan simbólicamente a María, flor de las flores.

 En la Iglesia Bizantina es la fiesta mariana por excelencia y se prolonga por todo el mes de agosto, que es en Oriente, por eso, el mes de María: catorce días de preparación (cuaresma de la Virgen) y octava. Así el año litúrgico oriental adquiere un marcado carácter mariano, pues desarrollándose entre el uno de septiembre y el treinta y uno de agosto, comienza con la fiesta de la Natividad de María y termina con la de su Asunción.

Natividad de María (ocho de septiembre)

Primera fiesta relativa a la infancia de María, con unos orígenes bastante oscuros. Debió surgir como conmemoración en la basílica levantada en su honor en Jerusalén junto a la piscina probática, que está atestiguada a partir del siglo V y confirmada por la arqueología, en el lugar que el apócrifo Protoevangelio de Santiago señala su nacimiento, sobre esta época. Los cruzados levantaron allí la Basílica de Santa Ana [4].

La fecha del ocho de septiembre debió fijarse porque al ser el principio de la Obra de la Redención, era oportuno colocarla al principio del año eclesiástico, según el Menologium Basilianum. Condicionó posteriormente la del ocho de diciembre de la Inmaculada.

Existe un himno escrito por Romano el Meloda hacia el 550 en honor de la Natividad de la Virgen María, pero se duda de que fuera compuesto para la liturgia, aunque habla de la celebración de la fiesta. En Oriente adquirió pronto notorio auge, y ya en el periodo justinianeo se la atestigua en Bizancio.

En el siglo VII fue introducida en Occidente. Aparece en el calendario de Sonnacio, Obispo de Reims (614-631). Sergio I (+701) prescribe en Roma letanías en esta fiesta, como en las demás marianas, con procesión que partía desde San Adriano (edificio de la Curia en el Foro Romano) hasta Santa María la Mayor. Los antiguos sacramentarios, excepto el Leoniano, ofrecen ya formularios para una fiesta del nacimiento de la Virgen.

Fue dotada de octava por Inocencio IV Fieschi en 1243, como cumplimiento de un voto hecho por los cardenales en el cónclave de 1241, cuando estuvieron presos tres meses del Emperador Federico II. Gregorio XI Beaufort ha hizo preceder de vigilia en 1378. Declarada fiesta de precepto, perdió este carácter en la reforma de San Pío X Sarto, y actualmente tiene el rango litúrgico de fiesta.

En cuanto a la elección del día, hay quien opina que se impuso esta fecha porque, al considerar el nacimiento de María el principio de la culminación de la Obra de la Redención, se impuso septiembre por ser el comienzo del año litúrgico de los griegos.

No obstante, otras fechas se registran para la fiesta: el antiguo calendario jeronimiano le señala el diez de agosto; los coptos la celebraban el veintiséis de abril y ahora el uno de mayo; los abisinios la conmemoraban durante treinta y tres días seguidos bajo el título de Semilla de Jacob.

La consolidación y generalización de la fecha del ocho de septiembre parece deberse a que, instituida la de la Inmaculada Concepción el ocho de diciembre por ella, al retrotraerse nueve meses de gestación, al popularizarse, incidió reflejamente en la de la Natividad.

Presentación de María en el Templo (veintiuno de noviembre)

Fiesta de origen oriental, probablemente jerosolimitano, quizá date de la dedicación el veintiuno de noviembre del 543 por orden del Emperador Justiniano de una iglesia en memoria de este episodio mariano transmitido por los apócrifos, sobre todo por el Protoevangelio de Santiago, de la consagración de la Virgen en el Templo a los tres años, sobre las mismas ruinas del Templo de Jerusalén, Santa María la Nueva, y que ha sido confirmada por la arqueología.

Por este origen local, la destrucción de esta iglesia por los persas en el 614 frenó por algún tiempo la extensión de la fiesta. La primera mención clara la encontramos en San Germán Patriarca de Constantinopla del 715 al 730, del que conservamos dos homilías para ella [5]. En la crónica del monasterio de Studio (Constantinopla) de Teodoro Estudita (+826) se habla de la celebración de esta fiesta.

A partir de Constantinopla se divulga enseguida por Oriente y genera una abundante literatura homilética; así la encontramos celebrada en el mismo día en las Iglesias siria, armenia y maronita, el veintinueve de noviembre en la etíope y el doce de diciembre en la copta. En 1143 pasó a ser de precepto en el Imperio Bizantino, y en 1166 Manuel I Commeno la señala como fiesta de precepto de primera clase.

Esta fiesta cobró tal importancia en la Iglesia Bizantina que entró a formar parte del Dodecaorton o ciclo de las doce principales fiestas del año litúrgico y a considerarse de precepto, lo que se mantiene en la actualidad, y su celebración tiene vigilia y se prolonga cuatro días más en vez de ocho por estar dentro del periodo penitencial preparatorio de la Navidad que empieza el quince de noviembre.

En Occidente, una vez que no fue introducida en Roma por el Papa Sergio I (+701), empezó a celebrarse en los monasterios griegos del sur de Italia, en donde ya aparece en el siglo IX. De aquí pasó a Inglaterra en el siglo XI.

Pero su lanzamiento definitivo vino de la mano del noble francés Felipe de Mazières, Canciller del Rey de Chipre que, cuando regresó de Oriente a una misión en la corte de Aviñón, trajo consigo un ejemplar del Oficio de los griegos y se lo presentó a Gregorio XI de Beaufort, quien, tras hacerlo examinar por una comisión especial, la celebró con los cardenales adaptando el Oficio griego y autorizó en 1373 su celebración en Aviñón y en algunas otras Iglesias; en el mismo 1373 fue adoptada en la Sainte Chapelle de París.

Se propagó la fiesta por Occidente a finales del siglo XIV y durante el siglo XV: en 1418 se introdujo en Metz, en 1420 en Colonia. Pío II Piccolomini la concedió en 1460 con vigilia al Duque de Sajonia. En Toledo fue asignada en 1500 por el Cardenal Cisneros al treinta de septiembre.

Sixto IV della Rovere la introdujo en Roma en 1472 con Oficio propio. Tras haber sido suprimida por San Pío V Ghislieri, por el decreto Quod a nobis de 1568, debido a su dependencia de los apócrifos, y Sixto V Peretti la restableció oficialmente en la Iglesia Latina por la Bula Intemeratae del uno de septiembre de 1585, ordenándose el Oficio de la Natividad de la Virgen, al que se le cambiaba simplemente el título.

Clemente VIII Aldobrandini enriqueció el Oficio y elevó la fiesta, como otras menores de María, a la categoría de doble mayor. En la reforma del calendario de 1969 se redujo a memoria obligatoria con el Oficio del Común de la Virgen.

Conmemora no sólo este hecho puntual, independientemente de su historicidad [6], sino la vida de María desde su concepción inmaculada y su nacimiento hasta la anunciación, que supone un tiempo de preparación y de afianzamiento de su vocación de entrega voluntaria por completo a Dios.

Inmaculada Concepción (ocho de diciembre) [7]

Su fecha obedece al cómputo de nueve meses antes del nacimiento; es la primera fiesta grande del año litúrgico y la presentación de la figura de María en la liturgia. Contrariamente a lo habitual, el fervor popular con su sensus fidei y su plasmación en la liturgia le llevaron la delantera a la reflexión teológica y al magisterio jerárquico.

Originalmente celebraba la concepción prodigiosa de San Joaquín y Santa Ana, siguiendo los apócrifos Protoevangelio de Santiago (siglo II) y Evangelio de la Natividad de María (siglo IV). Por eso los libros litúrgicos orientales la designan todavía hoy con el título de Concepción de Santa Ana, lo cual no quiere decir que no se crea en el misterio de la Inmaculada Concepción, y la señalaban para el nueve de diciembre, sin duda dependiendo de la del ocho de septiembre, de la Natividad, más antigua.

La fiesta surge en Oriente en los siglos VII-VIII, en cuya área se desenvuelve la primera fase de ella. Se documenta por primera vez en el canon (himno) de San Andrés de Creta (+720) y en un sermón de Juan Obispo de Eubea (+740) [8], que hace una relación de las fiestas marianas existentes, aunque le concede una importancia menor que las de las cuatro fiestas principales: Natividad, Purificación, Anunciación y Asunción.

Poco a poco se va extendiendo y ganando importancia; en el siglo IX aparece en el Nomocanon de Focio (883) y en el calendario marmóreo de Nápoles (850), que como otros lugares de Italia meridional estaba sujeto a influencias bizantinas. El Emperador Manuel Commeno decretó la abstención de trabajo servil en ella en 1166 y el Emperador León VI (+912) el Filósofo la extendió a todo el imperio a principios del siglo X.

En el Occidente latino, en donde se desarrolla la segunda fase de la fiesta, se empieza a celebrar, al menos, en el siglo IX, a partir de las ciudades italianas meridionales, sometidas al Imperio Bizantino, como Nápoles, Sicilia y Cerdeña. De aquí pasó a Irlanda, donde se la menciona en el martirologio de Tallaght (ca. 800) y en el calendario de Oengus (ca. 825), con el nombre de Concepción de María Virgen, aunque fijada el tres de mayo, seguramente por influencia de la tradición copto-alejandrina, que celebraba en este día a los Santos Joaquín y Ana.

De Irlanda pasó a Inglaterra, donde fue puesta en relación con la Natividad y señalada el ocho de diciembre; en el siglo IX se documenta ampliamente la celebración allí como Concepción de la Santísima Virgen María. En dos abadías de Winchester es mencionada sobre el 1030, y poco después, en torno al 1050, en el Misal y en el Pontifical de Leofrico, Obispo de Exeter. Pero fue suprimida por los clérigos normandos que llegaron allí con Guillermo el Conquistador en el 1066, por lo que no aparece en los libros litúrgicos de finales del XI y principios del XII.

Pero pronto refloreció, en parte por un milagro legendario. Helsin, Abad de Ramsay, Kent, en un viaje a Dinamarca como embajador de Guillermo el Conquistador, envuelto en una feroz tormenta en el Mar del Norte, fue informado en una visión que se salvaría si hacía voto de celebrar el ocho de diciembre la fiesta de la Inmaculada y de difundir esta devoción en sus sermones [9].

Igualmente, fue apoyada por la escuela de San Anselmo de Canterbury (+1109), pues Anselmo el Joven (ca. 1125), su sobrino, fue gran promotor de la misma [10], junto con su discípulo y biógrafo Eadmero de Canterbury (+1124), que defendió piadosa creencia y fiesta [11], y Osberto de Clara, Prior de Westminster (ca. 1119), y adquirió entonces un decidido tinte inmaculista: de celebrar la concepción de la futura Madre de Dios pasa a conmemorarse su santidad original desde el primer momento de su ser natural.

Esta nueva oleada concepcionista hizo que la fiesta pasase a Francia por Normandía; la Archidiócesis de Ruán con sus seis sufragáneas fue la primera en acogerla, hasta llegar a otorgarle en los tiempos del Arzobispo Otorico (+1183) igual dignidad que a la de la Anunciación, y los estudiantes normandos de la Universidad de París la tomaron como su fiesta patronal.

El avance siguió, extendiéndose por el resto de Francia, los Países Bajos y Alemania, e, incluso, cruzó los Alpes y penetró en Italia: Ogero de Vercelli (ca. 1160) alude a ella en un sermón, y Sicardo de Cremona (+1215) en un sermón indicó que en su ciudad, pese a cierta polémica, se celebraba desde hacía ya tiempo. Del siglo XII se conservan ya una quincena de Oficios de esta fiesta.

Todo ello pese a las objeciones que le habían puesto personajes de la talla de San Bernardo de Claraval, decididamente mariano por otro lado, que desaconsejó su celebración a los canónigos de Lyon, que la habían introducido en su catedral en torno a 1140 por decantarse, siguiendo rigurosamente a San Agustín, por la opinión maculista [12].

Algunos piensan sin mucho fundamento que el Papa León IX Egisheim-Dagsburg (+1054) celebró la fiesta de la Concepción. Más probable parece que la introdujera Adriano IV Breakspeare (+1159), además de por su origen inglés por haber sido devoto y apologeta de este misterio mariano. Con más peso se puede afirmar, ya a principios del siglo XIII, de Inocencio III dei Conti di Segni (+1216), por testimonios coetáneos, que se celebraba la Inmaculada en la capilla pontificia, lo cual no es de extrañar por haber apoyado la Inmaculada en sus escritos como doctor privado.

San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino, entre los dominicos, y San Buenaventura, entre los franciscanos secundaron la tesis maculista. Pero este último no prohibió su celebración entre los Menores, en parte porque aceptó la leyenda de Helsin como una revelación privada auténtica, pues en el Capítulo General de Pisa de 1263 se prescribió la fiesta de la Inmaculada para los Menores [13].

Esto hizo que comenzara la controversia en el campo litúrgico y su celebración pasara por un periodo de declive y fuera suprimida en muchos calendarios, aunque vuelve a resurgir su celebración en el siglo XIV, en que se hizo prácticamente universal.

A partir de las diatribas del Beato franciscano Juan Duns Scoto (+1308) [14], en Cambridge, Oxford, París y Colonia, se llegó a una solución teológica aceptable al problema de la redención universal, de la que no podía ser exceptuada María como criatura, con la doctrina preservativa.

La opinión inmaculista ganó entonces rápidamente terreno, y a ella se adhirieron muchas familias religiosas, con los franciscanos a la cabeza: carmelitas, agustinos, cistercienses… así como numerosísimas Iglesias particulares, frente a los irreductibles tomistas, que no aceptaban la fiesta o llamaban a la celebración fiesta de la santificación de María.

Incluso, por influencia de los carmelitas, el Papa Juan XXII Duèze llegó a celebrarla con la corte pontificia en Avignon hacia 1330, un año en la iglesia de éstos y después en la propia capilla, con Oficio propio y solemnidad. Aunque sólo se tratara de un gesto de devoción privada, era un paso adelante hacia el reconocimiento oficial de la fiesta por el papado.

Entretanto, el Reino de Aragón se decantó por la defensa de la Inmaculada y extensión de su fiesta, lo que heredaría la monarquía hispánica y habría de convertirse en casi una cuestión de Estado en la era del barroco, que no podemos desarrollar aquí por cuestión de espacio [15].

El catorce de marzo de 1374 Juan I de Aragón ordenó que se celebrara esta festividad en sus dominios así como prohibía predicar en contra de esta por entonces opinión piadosa [16]. La misma prohibición pidieron que sancionara el Rey de Aragón las Cortes Catalanas el nueve de abril de 1456, a la que accedió y promulgó el veintiocho de mayo de 1456 [17].

La Inmaculada Concepción planteada por los legados hispanos a petición del Rey Alfonso V de Aragón, fue definida en el Concilio de Basilea el diecisiete de septiembre de 1438 [18]. Juan de Segovia, por orden conciliar, compuso Oficio propio. Aunque no se le reconoció valor dogmático porque los legados papales habían ya retirado su participación, sí pesó decisivamente entre los argumentos inmaculistas.

Sin embargo, Roma, que en un principio adoptó una actitud de tolerancia con respecto a las demás Iglesias, a partir de este momento pasó a introducirla oficialmente en su liturgia e, igualmente, en la de toda la Iglesia Latina, por obra de Sixto IV della Rovere, que había sido franciscano conventual, famoso teólogo de la escuela escotista, que aprobó por la Constitución Cum praeexcelsa de veintiocho de febrero de 1476, la misa y Oficio compuestos por Leonardo de Nogaroles, clérigo de Verona y Protonotario Apostólico, indulgenciándolos como los del Corpus, y con el Breve Libenter ea de cuatro de octubre de 1480 los redactados por el franciscano observante Bernardino de Bustis (+1513).

Por el hecho de estar indulgenciados, obtuvieron una mayor propagación los textos del primero. A estos dos Oficios se añadieron los de los franciscanos el Cardenal Francisco de Quiñones (+1540), aprobado por Clemente VII Médici, y el de Ambrosio Montesino (+1514) para las monjas concepcionistas, sancionado por Inocencio VIII Cybo en la aprobación de la Orden del treinta de abril de 1489.

Una segunda Constitución de este papa en 1481, la Grave nimis, en la que condenaba los ataques a la opinión inmaculista del dominico Vicente Bandelli (+1506), ratificaba el asunto, reafirmada por una segunda homónima en 1483. La fiesta, por tanto, quedaba preservada de ulteriores ataques.

En la reforma de San Pío V Ghislieri fueron abolidos los Oficios propios y sustituidos por el Oficio de la Natividad, sustituyendo la palabra nativitas por conceptio. Sin embargo, posteriormente, fue restablecido el Oficio de Nogaroles para la familia franciscana por Gregorio XIII Buoncompagni el nueve de junio de 1583, por Sixto V Peretti el treinta de mayo de 1588 y Paulo V Borghese el veintiuno de enero de 1609.

Los dominicos, entretanto, aunque habían aceptado la fiesta, la seguían llamando equívocamente Santificación de María, hasta que un decreto de Gregorio XV Ludovisi por un decreto del veinticuatro de mayo de 1622 Sanctissimus prohibió cualquier pronunciamiento contra la doctrina inmaculista y el uso del término santificación por concepción, que es tanto como añadir inmaculada.

Clemente VIII Aldobrandini (+1605) elevó la fiesta a rito de doble mayor. Tras petición regia, por Breve de diez de noviembre de 1644 de Inocencio X Pamphili fue declarada fiesta de precepto en los reinos de España, pues por decreto de Urbano VIII Barberini había dejado de celebrarse con tal rango litúrgico por no ser patrona principal. Francia siguió el ejemplo de su vecina.

Finalmente, Alejandro VII Chigi en la constitución Sollicitudo omnium ecclesiarum de ocho de diciembre de 1661 definió exactamente el objeto de la fiesta: la inmunidad del alma de María del pecado original en el primer instante de su creación e infusión en el cuerpo. A partir de aquí prácticamente cesó la polémica concepcionista.

El Rey Felipe IV de España, en 1664, según propuesta de su Junta de la Inmaculada de treinta y uno de enero, pidió al mencionado papa, que se le añadiera a la fiesta octava en todos los dominios hispánicos, que tenían ya concedida algunas diócesis, como Málaga, Sevilla y Valencia y algunas familias religiosas, como franciscanos y carmelitas.

El veintiuno de junio entrego el memorial el Embajador al papa. Éste encargó el asunto a la Sagrada Congregación de Ritos, la que nombró una Junta, y finalmente dio un decreto favorable el dos de julio, sancionado por el Breve Quae inter praeclara del siete del mes citado.

Impuso bajo precepto a ambos cleros (incluidos los dominicos) de España y de sus Indias el rezo del Oficio de la Inmaculada con octava. Después fue extendido a los demás Estados, a petición del Rey, que no llegó a saberlo por su fallecimiento: Nápoles el dieciocho de septiembre, Sicilia y Cerdeña el veinticuatro de octubre, Flandes y Borgoña el veintiséis de dicho mes.

La Reina Gobernadora Mariana de Austria elevó una petición al papa en 1667 para que extendiera a toda la Iglesia el rezo de la Inmaculada que resultó infructuosa, aunque sí le concedió la Sagrada Congregación de Ritos el Oficio y misa de la Inmaculada para España y sus dominios con rito de segunda clase, como se practicaba en Roma y en los Estados Pontificios.

Inocencio XII Pignatelli, a instancias del Rey Carlos II de España, elevó la fiesta en 1693 a doble de segunda clase con octava para la Iglesia Latina. Clemente XI Albani la hizo fiesta de guardar para toda la Iglesia Latina en 1708 por la Bula Commissi nobis.

Los últimos coletazos de la oposición maculista surgieron en la primera mitad del XVIII, y fueron definitivamente contestados por el gran San Alfonso de María de Ligorio, que fundamentó su defensa en el sentimiento casi unánime del pueblo de Dios y en la celebración universal de su fiesta. Su doctrina se extendió como reguero de pólvora gracias a su libro Las Glorias de María, publicado en 1750.

Clemente XIII Rezzonico, el mismo año que declaró, a ruegos del Rey Carlos III, a la Inmaculada Concepción patrona de España y de sus Indias, 1761, concedió para España y sus Indias que se rezase el Oficio Sicut lilium y la misa Egredimini de los franciscanos. A pesar de ello, en muchos sitios siguieron rezando los suyos de siempre, hasta que se impuso como obligación por Cédula Real de diez de mayo de 1788, a petición de la Junta de la Inmaculada del día anterior.

En 1863, el Beato Pío IX Mastai-Ferretti, que había definido en 1854 la Inmaculada Concepción como dogma de fe, promulgó un nuevo Oficio y misa. Éste había sido encargado a Monseñor Luca Pacifici, el redactor de la bula de definición, pero por haberle sobrevenido la muerte de manera inopinada, el papa lo encargó a una comisión presidida por el Cardenal Costantino Patrizi y con Monseñor Domingo Bartolini como secretario, que aprobó tras muchas correcciones el Oficio de Luigi Marchesi. León XIII Pecci, así mismo, elevó la fiesta a doble de primera clase con misa vigiliar, suprimida en la reforma de 1962.

En el calendario de 1969 tiene el máximo rango de solemnidad con precepto. El hecho de que caiga en el Adviento para nada distrae de su carácter contemplativo de gozosa espera navideña, pues en la Inmaculada Concepción Dios se prepara una Madre digna de sí; es por tanto, como dice el Cardenal Gomá, una auténtica fiesta de pureza en un tiempo de purificación.

Ramón de la Campa Carmona, en https://revistas.unav.edu

Notas:

1   Patrología Graeca, vol. 77, col. 1040 s.

2   GARCÍA CASTRO, Manuel, El dogma de la Asunción, Escelicer, Madrid 1947.

3   DÍEZ, Florentino, Guía de Tierra Santa. Historia-Arqueología-Biblia, Verbo  Divino, Madrid  1993, pp. 84-87.

4   DÍEZ, Florentino, Guía de Tierra Santa, op. cit., p. 132.

5   Patrología Griega, vol. 98, col. 291-320.

6   En cuanto a la consagración de hijos e hijas al servicio del Señor, viene reflejado en Levítico 27, 1-8. Resulta más improbable el que desde los tres años permaneciera al servicio del Templo.

7   MIR Y NOGUERA, Juan, S.J., La Inmaculada Concepción, Sáenz de Jubera Hermanos, Madrid 1905; PÉREZ, Nazario, S.J., El año de la Inmaculada. Proyectos y esperanzas, Sucesores de Ribadeneyra, Madrid 1904.

8   Patrología Graeca, t. 117, col. 1305.

9   Esta leyenda fue difundida en un documento erróneamente atribuido a San Anselmo de Canterbury, titulado Miraculum de conceptione sanctae Mariae [TAVARD, George H., The thousand faces of the Virgin Mary, Orden de San Benito, Collegeville, Minesota 1996, p. 91].

10    SALISBURY, Giovannni de, Vita di Sant’Anselmo. A cura di Inos Biffi, Jaca Book, Milano 2009, p. 21.

11    Escribió un Tractatus de conceptione sanctae Mariae [COVOLO,Enrico dal, e SERRA, A.  (a cura  di), Storia della Mariologia, Città Nova, Roma 2009, vol. 1, pp. 677 ss.; MARTÍNEZ PUCHE, José Antonio, O.P., El libro de la Inmaculada, Edibesa, Madrid 2005, pp. 104 s.].

12    Epístola 174 ad cánones lugdunenses, en: Patrología Latina, t. 182, col. 132-136).

13    In IV Sententiarum Commentarium, dist. 3, q. 2, citado en: TAVARD, op. cit., 1996, p. 99.

14    ROSINI, Ruggero, O.F.M., Mariología del beato Giovanni Duns Scoto, Editrice Mariana “La Corredentrice”, Castelpetroso 1994, pp. 74 ss.; APOLLONIO, Alessandro María, F.I., Mariología francescana, Roma 1997, pp. 75 ss.; MARTÍNEZ PUCHE, José Antonio, O.P., El libro de la Inmaculada, op. cit., pp. 105 s.

15    PÉREZ, Nazario, S.J., La Inmaculada y España, Editorial Sal Terrae, Santander 1954; MESEGUER, Juan, O.F.M., “La Real Junta de la Inmaculada Concepción”, en: Archivo Ibero-Americano, Año xv, Julio-Diciembre de 1955, números 59-60, pp. 621-866; ROS CARBALLAR, Carlos, La Inmaculada y Sevilla, Castillejo, Sevilla 1994.

16    MARTÍNEZ PUCHE, José Antonio, O.P., El libro de la Inmaculada, op. cit., p. 124.

17    MARTÍNEZ PUCHE, José Antonio, O.P., El libro de la Inmaculada, op. cit., p. 125.

18    TAVARD, op. cit., 1996, p. 92.

H. C. F. Mansilla

La teoría hegeliana de la evolución religiosa

En su inmensa obra Hegel explica porqué apreciaba altamente los valores de amor y solidaridad propalados por el cristianismo y porqué suponía que no todas las religiones son iguales entre sí. La filosofía hegeliana ha establecido una jerarquía de los credos religiosos, fundamentada en la evolución histórica de las religiones. Esta gradación de los diferentes credos está obviamente a contrapelo de la corrección política contemporánea, y esto la hace particularmente interesante. En su análisis de las religiones Hegel llegó a la misma conclusión que en su estudio de la historia, las instituciones políticas, la estética y el pensamiento en general: todos los fenómenos humanos están concatenados en una evolución progresiva hacia formas cada vez más complejas y razonables [41]. Todas las religiones son necesarias para el desarrollo mundial de un gran credo, pero no son equivalentes entre sí en calidad intelectual y desarrollo racional. Para Hegel el cristianismo representa la religión filosófica por excelencia, porque está basado en un principio racional, en una consciencia aguda de sí mismo, en la evolución más avanzada del pensamiento teológico, en la experiencia de la libertad individual y en la ley suprema del amor y la caridad.

La abolición de la esclavitud –el régimen socio-económico habitual durante la Antigüedad clásica– fue posible, según Hegel, gracias al cristianismo y a su idea central de la igualdad de todos los mortales ante Dios. Jesucristo y Sócrates fueron percibidos por Hegel como maestros similares de la moral y la sabiduría. Mucho más tarde, el cristianismo del mundo germánico se transformaría en la gran síntesis de Oriente (la temprana religión evangélica del amor) y Occidente (la filosofía y los esfuerzos racionales) [42]. Los pueblos germánicos habrían llevado a cabo la magna labor histórica de una combinación bien lograda entre razón y fe. De acuerdo a Hegel no hay una contradicción absoluta entre ambos términos ni tampoco una identificación total, sino una compleja relación de complementación. La religión es la razón humana, pero situada en los sentimientos y en el corazón. Las naciones germánicas habrían adoptado lo mejor del mundo grecolatino: la vida urbana, las leyes, los estudios y la religión cristiana, y habrían unido estos elementos con la esencia de su ámbito propio: el amor a la verdad y la libertad [43]. Los germanos, según Hegel, aceptaron y ennoblecieron la herencia de los filósofos griegos y del Estado romano; la superación y síntesis elaborada por estos pueblos –cuyo símbolo fue Carlomagno– puede ser vista en la convivencia entre Iglesia y Estado en Europa Occidental, una convivencia ciertamente difícil, pero que puede ser considerada como una síntesis superior que resguarda la autonomía de ambas partes y crea al mismo tiempo un nivel más elevado del desarrollo humano [44]. Como lo vislumbró Hegel, la separación entre Estado e Iglesia adquiere una enorme relevancia histórica, porque ella posibilita de manera efectiva la vigencia de la religión en un mundo que se moderniza de forma acelerada. Esta evolución –tan diferente a lo que prevalece todavía en el ámbito islámico–, es precisamente lo que dificulta, según Hans Maier (siguiendo a Hegel), el surgimiento de regímenes totalitarios [45].

Con la Reforma protestante los alemanes habrían salvado y consolidado la prevalencia de una mentalidad exenta de la corrupción y la decadencia propias de la Iglesia católica [46]. Hegel tuvo una posición muy crítica con respecto al desarrollo del catolicismo en la Edad Media y el Renacimiento: condenó las cruzadas, censuró los abusos y el engaño subyacente a la adoración de las reliquias y formas similares del culto; rebatió la equiparación de superstición con piedad; rechazó la manipulación de las ilusiones populares por parte de la Iglesia; e impugnó toda utilización religiosa de la sensualidad que no fuese amortiguada o ennoblecida por la razón [47].

Por lo tanto el credo racional y autoconsciente de sí mismo que Hegel propugnó era el cristianismo que ha experimentado la Reforma protestante luterana, que es –de acuerdo a este autor– como el sol que todo aclara y embellece. Este cristianismo reformado puede ser considerado, según Hegel, como la restitución de la intención evangélica primigenia. Surgió a causa de la decadencia, los abusos y la corrupción de la Iglesia católica y, sobre todo, del aprendizaje que se pudo hacer de los errores mencionados. De acuerdo a nuestro autor, la confesión luterana podría ser percibida como la necesaria espiritualización del cristianismo y, al mismo tiempo, como la devolución de lo más noble del ser humano. Hegel celebró en todo sentido la obra racionalizadora y modernizante de Martín Lutero y de los príncipes protestantes que lo apoyaron: la instauración de la alfabetización popular, el rechazo de la infalibilidad papal, la prescindencia del sacerdocio en las relaciones entre Dios y los fieles, la abolición del celibato y de las órdenes monacales, la restitución de la dignidad a la familia y la vida laboral y el fomento de las universidades laicas. Hegel elogió el examen de consciencia de los protestantes como una forma preparatoria e indispensable de la autoconciencia crítica de la filosofía, precisamente porque hacía superflua la ayuda interesada y la manipulación de parte del sacerdocio [48].

La jerarquía de las religiones que subyace a la teoría hegeliana tiene evidentemente un carácter euro-céntrico, lo que se manifiesta en su celebración del protestantismo. Hoy en día no podemos compartir sin más estas valoraciones y la teoría que se desprende de ellas, pero debemos considerar algunos de sus argumentos observando la evolución posterior, especialmente los experimentos sociopolíticos del siglo XX. Como lo han visto Hegel y otros pensadores, las religiones conllevan –entre otros aspectos– un ordenamiento simbólico de la realidad y poseen, por lo mismo, un “alto grado de racionalidad” [49]. Este último puede ser entendido como un rol históricamente creativo, sobre todo en los tiempos formativos de los diferentes modelos civilizatorios, rol que, por supuesto, no ha sido siempre benéfico ni progresivo. No todas las culturas y sus credos correspondientes han desarrollado, sin embargo, una exégesis crítica, racional e histórica con respecto a sus propios hechos fundacionales, a sus raíces profundas y a sus textos sagrados. Ahí reside una de las ventajas comparativas del cristianismo racionalizado occidental (como lo concibió Hegel).

Por otra parte, hoy en día es inadecuado percibir el Islam [50] como lo hizo Hegel en las primeras décadas del siglo XIX, pero su apreciación general de este credo sigue siendo ilustrativa e interesante. Esta mención del Islam sirve para ilustrar la tesis heterodoxa e incómoda de que no todas las religiones son equivalentes a la hora de generar una consciencia social favorable a la protección de los ecosistemas o una praxis basada en la solidaridad cuando intervienen comunidades muy diferentes en sus hábitos culturales, políticos y religiosos en un mundo, como el actual, cada día más pequeño e intercomunicado.

De acuerdo a Hegel, el profeta Mahoma tuvo el mérito de suprimir los particularismos religiosos y culturales en el Cercano Oriente y edificar un orden general-abstracto que significó un notable progreso evolutivo. El Islam representaría una religión con fuertes rasgos intelectuales: no permite imágenes de Dios, no existen santos ni vírgenes, es igualitario, no favorece a una etnia en particular y no define a un pueblo determinado como el elegido de Dios [51]. De acuerdo a Hegel, al Islam le falta, empero, un sólido principio organizador de instituciones políticas y culturales con vida propia. La vinculación demasiado estrecha y absorbente entre religión y sociedad, entre fe y Estado y entre credo y vida civil impide el despliegue de elementos sociales autónomos, de factores políticos independientes y de otras “particularidades” fuera del Estado central que podrían fructificar el desarrollo modernizador de las naciones musulmanas. Este nexo excesivamente englobante entre religión y sociedad favorece el fanatismo y la intolerancia y se manifiesta, dice Hegel, en un entusiasmo continuo con características infantiles [52].

La ley suprema del amor y la caridad existe probablemente en casi todos los credos religiosos, pero hoy, para contrarrestar los efectos nocivos de una modernidad desbocada, necesitamos un sentimiento religioso que combine una consciencia aguda de sí mismo con una comprensión efectiva de nuestras limitaciones ecológicas y con una manifiesta inclinación positiva hacia la libertad y autonomía individuales. Con el riesgo de una crasa equivocación, se puede aseverar que la experiencia histórica nos sugiere que las religiones de este tipo presuponen una evolución muy avanzada de su propio pensamiento teológico-filosófico y una aceptación concomitante de los progresos políticos conseguidos desde la época de la Ilustración, como la vigencia la libertad y autonomía individuales [53]. Ya no podemos renunciar a esta conquista de la cultura occidental. Y los credos religiosos pertenecientes a este ámbito cultural parecen ser los más apropiados a nuestras necesidades actuales.

No deberíamos, por consiguiente, apoyar y legitimar la reinvención de cultos animistas y similares (como las religiones andinas), que pueden tener elementos importantes de solidaridad entre los fieles y respeto a la naturaleza, una solidaridad no mediada mediante instrumentos burocráticos, pero que carecen de las cualidades intelectuales que se logran a través del desarrollo   de una religión que ha pasado y asimilado todos los peldaños del proceso de autoconsciencia. No se consigue una crítica racional de la modernidad –y, por consiguiente, una que sea efectiva en nuestro tiempo– mediante el renacimiento de credos religiosos que no hayan transcurrido por un largo proceso de auto- conocimiento teológico-filosófico y de autocrítica filosófico-política, por más prestigio social e histórico que tengan estos fenómenos religiosos. Esta insistencia en un proceso racional-autocrítico de conformación de una fe religiosa a la altura de la modernidad puede dar la impresión de un argumento altamente euro-céntrico que, como tal, no serviría para explicar la evolución de los credos en otros ámbitos geográfico-culturales. Pero, como asevera Jürgen Habermas, el notable mérito de las religiones intelectuales ha sido justamente generar respuestas productivas frente a desafíos cognitivos y superar un pensamiento concretista, es decir poco abstracto. Este desarrollo no se podría explicar mediante el conocido recurso de acudir a las cambiantes condiciones sociales (y económicas) en las que se despliegan las religiones [54]. El cristianismo, por ejemplo, habría creado de manera original la base cognitiva de las modernas estructuras de consciencia y de la organización social contemporánea; sin el cristianismo no se podría comprender el universalismo igualitario, la concepción de una vida individual regulada de forma autónoma y la responsabilidad ética personal [55]. Con el alto riesgo de un error se puede decir que el cristianismo racionalizado de Occidente, sobre todo en los últimos siglos, fomentó paulatinamente una desactivación de las formas militantes de dogmatismo religioso y, tal vez a pesar de sus dirigencias institucionales, creó la posibilidad de un pluralismo de ideas y doctrinas de todo tipo: la coexistencia de los credos ha llevado a la coexistencia de diversas verdades filosófico-políticas.

Hoy no podemos retroceder al calor indiferenciado de las tribus y de las organizaciones sociales arcaicas, por más atrayente y humana que parezca esta concepción, celebrada ahora por los teóricos del comunitarismo radical. No podemos volver a sumergirnos en ese mundo pre-moderno que brindaba generosamente solidaridad, reconocimiento e identidad, porque sería recaer en un anacronismo, en el cual los prejuicios del lugar y del tiempo, el desconocimiento de otras culturas y el cultivo del provincianismo se constituían en leyes de muy difícil modificación. La obediencia ciega que prescribía el orden pre-moderno a sus súbditos impedía el despliegue de una individualidad creativa y segura de sí misma, que representa una de las conquistas más apreciadas y más valiosas de la modernidad. Las palabras finales de El espíritu del cristianismo, obra de la juventud de Hegel, nos recuerdan que es imposible volver a la fusión original de Iglesia y Estado o vida cotidiana y credo religioso, y que esta separación es a largo plazo buena y razonable [56].

Justicia y religión

Es altamente probable que en el mundo occidental la sustancia normativa de los principales códigos éticos y de la justicia política [57] haya sido determinada por los grandes credos religiosos, aunque estos tiendan a convertirse hoy en un asunto privado e individual. De acuerdo a Jürgen Habermas, dos elementos han tenido una influencia decisiva: los contenidos de la moral hebrea de justicia y rectitud del Antiguo Testamento y la ética del amor cristiano del Nuevo Testamento [58]. Él calificó la vinculación entre el “cristianismo paulino” y la “metafísica griega” como “productiva” [59]. En el curso de los siglos varias corrientes histórico-culturales han transmitido estos principios a sociedades diferentes de las originales; los códigos morales de Europa Occidental son el resultado del enriquecimiento y las modificaciones de los mencionados principios básicos, que hoy se hallan en un proceso de marcada secularización. Hasta se puede afirmar que fue su núcleo religioso lo que posibilitó que hayan alcanzado una fuerza notable de vigencia, perdurabilidad y convicción públicas [60].

Como se sabe por los avances de la antropología y la historia de las ideas, el pensamiento científico y el religioso tienen probablemente una fuente común. La formación de concepciones filosóficas ha estado, a lo largo de milenios, influida por inspiraciones religiosas y teológicas, lo que, según Habermas, afecta inevitablemente el contenido mismo de las teorías [61]. De acuerdo a este autor, hasta el pensamiento post-metafísico del presente sólo puede ser entendido adecuadamente si se incluye en su propia genealogía a la metafísica y las grandes tradiciones religiosas. Sería irracional el desechar este legado como un resto arcaico sin importancia.

Con alguna reserva, Habermas llamó la atención sobre los fundamentos pre-políticos del Estado de Derecho [62], los cuales provienen de las grandes religiones, del pensamiento profético y de la reflexión teológica. Las concepciones entretanto clásicas de autonomía, individualidad, emancipación y derechos humanos serían impensables sin el aporte de la concepción judía de justicia y de la ética cristiana del amor [63]. Hasta hoy, dice este autor, las religiones articulan “una consciencia de lo que falta” [64]. Es decir: mantienen despierta una sensibilidad con respecto a fallos y carencias y, para nombrar un ejemplo actual, preservan del olvido la memoria de la destrucción causada por el progreso racional. Las religiones expresan intuiciones morales acerca de nuestras formas de convivencia y nuestras soluciones políticas. Y, sobre todo, contribuyen a vincular las reglas frías y abstractas de la moral universalista con imágenes de un mundo mejor, es decir con nociones de felicidad y paz.

No se trata de un retorno a un cristianismo helenizado (la razón proviene de Grecia y la fe de Israel), porque esta alternativa amputaría lo racional del cristianismo primigenio, que es la resistencia al olvido del sufrimiento pasado. Como lo ha visto Johann Baptist Metz, el rasgo principal de los grandes credos religiosos es un elemento utópico: la posibilidad de vivir sin miedo. Esta razón recordatoria o anamnética [65] no está contrapuesta al núcleo de la Ilustración, pues se basa en poder experimentar el sentimiento de culpa y responsabilidad, que es la precondición de la libertad individual. La razón anamnética está consagrada a mantener viva la memoria de las catástrofes históricas y el dolor personal –el sufrimiento en general– y es, por lo tanto, adversa a la fuerza normativa de la facticidad, la costumbre y el olvido y también opuesta a los sistemas conexos de legitimar la realidad del momento por ser la única existente. Según Habermas, estos fragmentos de origen judío y cristiano –sentimientos y valoraciones morales de inspiración religiosa– han posibilitado, a veces por vía indirecta, la existencia de elementos fundamentales de la tradición racional-democrática y la constitución de una razón comunicativa. Entre ellos se encuentran la concepción de la libertad subjetiva, la demanda de un respeto igual para todos, el reconocimiento recíproco (derivado de la auto-restricción de la voluntad por consideraciones éticas) y la consciencia de la falibilidad del espíritu humano en medio de la contingencia de las condiciones históricas, sin dejar caer por ello las exigencias morales [66]. Por todo ello sería injusto e irracional excluir a los credos y sentimientos religiosos de todo debate público en las sociedades del presente porque la religión sigue siendo la gran fuente para la dotación de sentido y porque aun hoy la frontera entre lo santo y lo profano permanece fluida.

Contribución de la religión a hacer más razonable este mundo

No hay duda de que las religiones institucionalizadas han estado vinculadas a la intolerancia, al dogmatismo y a crímenes aún peores, pero si se las separa de una exigencia de verdad absoluta, se puede observar que también han estado asociadas a una cierta praxis de la solidaridad, el amor al prójimo y la democracia, como aseveró Richard Rorty [67]. Desde un comienzo la religiosidad en general transcendió, por lo menos parcialmente, esa función odiosa de ser un instrumento con respecto a los peores designios humanos. El credo aceptado por una comunidad ha contribuido también a mediar entre los intereses egoístas y las necesidades colectivas, evitando de este modo, aunque sea precariamente, serias perturbaciones de la evolución socio-cultural. Y esto ha sido posible precisamente porque la religión, en la mayoría de los casos, engloba creencias, normativas, prácticas y visiones del mundo compartidas por los más variados estratos sociales.

El fenómeno religioso transciende la característica de un mero encandilamiento, una ideología justificatoria o un instrumento manipulativo de consciencias porque representa la necesidad y el anhelo de los mortales de comunicarse con lo infinito, de acercarse a lo absoluto, anhelo constitutivo de la naturaleza humana, que emerge desde lo más íntimo del Hombre y que se halla fuera de sus múltiples estrategias para mejorar su existencia terrenal. Los mortales requieren del sentimiento religioso para ganar un indicio de su propia identidad y de su lugar en el cosmos; su consciencia de sí mismos, que los diferencia fundamentalmente del reino animal, los hace a menudo terribles, destructivos (basta mencionar Hiroshima y Auschwitz) y autodestructivos (basta recordar la crisis ecológica), pero también los empuja a buscar algo más y, a veces, a realizar un agudo examen de consciencia. Como lo vio Blaise Pascal, un ser finito y espiritual en un mundo infinito y material está atormentado por todo tipo de dudas, perplejidades y recelos; el presuponer que el Hombre, un fenómeno pasajero, secundario e inestable, pueda ser el fin y el sentido del universo, eterno y primario, suena a menudo como una pretensión desmesurada y hueca. Pero lo que permanece es la necesidad de dignidad, sentido e identidad del ser humano, a lo cual los credos religiosos pueden dar respuestas provisionales. La religiosidad puede ayudar a satisfacer esa necesidad porque la capacidad de la ciencia de comprender y describir ese desierto que es la vida no satisface todos los anhelos y las esperanzas de los mortales.

La atadura de los creyentes a Dios –a un absoluto– significa, según Hans Küng, que estos están libres de otros vínculos absolutos, como las naciones, los partidos y las iglesias [68]. Algo muy similar expresó Erich Fromm al afirmar que “la obediencia a Dios es también la negación de la sumisión al hombre” [69]. Aun sin compartir del todo esta visión optimista de la religión, debemos prestar un oído abierto a las notables posibilidades que los credos religiosos nos brindan para enriquecer el campo sociopolítico. Como dice Jürgen Habermas, Dios se confirma en su libertad al crear un alter ego también libre, cuyas capacidades comunicativas están dirigidas hacia el ideal de la reconciliación [70].

H. C. F. Mansilla, dialnet.unirioja.es/

Notas:

41      G. W. F. Hegel, Vorlesungen…, op. cit. (nota 22), pp. 68-72, 405.- El desplazamiento de los credos paganos por el cristianismo fue visto por Hegel como una “revolución prodigiosa”: G. W. F. Hegel, Die Positivität…, op. cit. (nota 29), p. 203.

42      G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die Philosophie der Religion (Lecciones sobre la filosofía de la religión), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vols. 16 y 17, passim.

43      G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte, op. cit. (nota 22), pp. 385-406, especialmente p. 395, 405.

44      Ibíd., pp. 413-417.

45      En una perspectiva similar a la de Hegel cf. el brillante texto de Hans Maier, Welt ohne Christentum –was wäre anders? (El mundo sin cristianismo– ¿qué sería diferente?), Freiburg: Herder 1999, p. 159, 165.

46      G. W. F. Hegel, Vorlesungen…, op. cit. (nota 22), pp. 413, 423, 440, 492-495.

47      Ibíd., pp. 467-477.

48      Ibíd., pp. 492-508, especialmente p. 497.- Sobre la significación de la Reforma protestante cf. Jürgen Habermas, Rawls’ politischer Liberalismus (El liberalismo político de Rawls), en: Jürgen Habermas, Nachmetaphysisches Denken II, op. cit. (nota 14), pp. 277-307, especialmente p. 300.

49      Fernando Mires, op. cit. (nota 10), p. 50.

50      Hans Küng ha tratado de hacer justicia al Islam mediante una obra realmente notable por su dimensión y erudición: Hans Küng, Der Islam. Geschichte, Gegenwart, Zukunft (El Islam. Historia, presente, futuro), Munich / Zurich: Piper 2006.

51      G. W. F. Hegel, Vorlesungen…, op. cit. (nota 22), pp. 428-430.

52      Ibíd., pp. 430-434, especialmente p. 431.- Hoy podemos decir que de ahí se deriva una posible predisposición a percibir actos terroristas como su fueran manifestaciones de apego a una ortodoxia simplificada, pero relativamente popular.

53      No se puede concebir la cultura occidental sin el cristianismo, dice Gianni Vattimo, Das Zeitalter der Interpretation (La era de la interpretación), en: Richard Rorty / Gianni Vattimo, (nota 23), pp. 49-63, aquí pp. 61-62.

54      Jürgen Habermas, Religion und nachmetaphysisches Denken (La religión y el pensamiento post-metafísico), en: Habermas, Nachmetaphysisches Denken II, op. cit. (nota 14), pp. 120-182, aquí p. 123, 125.

55      Jürgen Habermas, Ein Gespräch über Gott und die Welt (Una conversación sobre Dios y el mundo), en: Habermas, Zeit der Übergänge. Kleine politische Schriften IX (Tiempo de transiciones. Escritos políticos breves IX), Frankfurt: Suhrkamp 2001, pp. 173-196, aquí pp. 174-175.

56      G. W. F. Hegel, [Der Geist des Christentums] (El espíritu del cristianismo), versión de 1798-1799, op. cit. (nota 36), p. 418.

57      Sobre la justicia política cf. la magna obra de Otfried Höffe, Politische Gerechtigkeit. Grundlegung einer kritischen Philosophie von Recht und Staat (Justicia política. Fundamentación de una filosofía crítica del derecho y el Estado), Frankfurt: Suhrkamp 1987.

58      Jürgen Habermas, Die Einbeziehung des Anderen. Studien zur politischen Theorie (La inclusión del otro. Estudios sobre teoría política), Frankfurt: Suhrkamp 1999, pp. 16-19.

59      Jürgen Habermas, Von den Weltbildern zur Lebenswelt (De las visiones del mundo al mundo de la vida), en: Jürgen Habermas, Nachmetaphysisches Denken II, op. cit. (nota 14), pp. 19-53, aquí p. 33.

60      Cf. entre otros: Stefan Grätzel / Armin Kreiner, Religionsphilosophie (Filosofía de la religión), Stuttgart: Metzler 1999; Kurt Hübner, Glaube und Denken. Dimensionen der Wirklichkeit (Creencia y pensamiento. Dimensiones de la realidad), Tübingen: Mohr-Siebeck 2001.

61      Jürgen Habermas, Die Grenze zwischen Glauben und Wissen. Zur Wirkungsgeschichte und aktuellen Bedeutung von Kants Religionsphilosophie (La frontera entre fe y saber. La historia de la influencia y la importancia actual de la filosofía de la religión de Kant), en: Jürgen Habermas, Zwischen Naturalismus und Religion. Philosophische Aufsätze (Entre naturalismo y religión. Ensayos filosóficos), Frankfurt: Suhrkamp 2005, pp. 216-257, aquí p. 234.- Según Habermas, esta concepción está esbozada en: Immanuel Kant, Die Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft (La religión dentro de los límites de la razón pura) [1793], en: Kant, Werke in zehn Bänden (Obras en diez tomos), compilación de Wilhelm Weischedel, Darmstadt: WBG 1968, t. 7, pp. 752-753.

62      Jürgen Habermas, Vorpolitische Grundlagen des demokratischen Rechtsstaates? (Fundamentos pre-políticos del Estado democrático de Derecho?), en: Jürgen Habermas, Zwischen…, op. cit. (nota 60), pp. 106-118.

63      Jürgen Habermas, Eine Replik (Una réplica), en: Michael Reder / Josef Schmidt (comps.), Ein Bewusstsein von dem, was fehlt. Eine Diskussion mit Jürgen Habermas (Una consciencia de lo que falta. Una discusión mit Jürgen Habermas), Frankfurt: Suhrkamp 2008, pp. 94-107, aquí p. 104; Jürgen Habermas, Israel oder Athen: Wem gehört die anamnetische Vernunft? Johann Baptist Metz zur Einheit in der multikulturellen Vielfalt (¿Israel o Atenas: a quién pertenece la razón anamnética? Johann Baptist Metz sobre la unidad en la pluralidad multicultural), en: Habermas, Vom sinnlichen Eindruck zum sym- bolischen Ausdruck. Philosophische Essays (De la impresión sensorial a la expresión simbólica. Ensayos filosóficos), Frankfurt: Suhrkamp 1997, pp. 98-111, especialmente p. 103.

64      Jürgen Habermas, Ein Bewusstsein von dem, was fehlt (Una consciencia de lo que falta), en: Michael Reder / Josef Schmidt (comps.), op. cit. (nota 62), pp. 26-36, aquí p. 29, 31.- Cf. también: Jürgen Habermas, Einleitung (Introducción), en: Habermas, Zwischen..., op. cit. (nota 60), pp. 12-14.; Habermas, Religion in der Öffentlichkeit (Religión en el ámbito público), en: ibid., p. 137, 149.- La concepción de Habermas está inspirada en: Immanuel Kant, Kritik der praktischen Vernunft (Crítica de la razón práctica) [1788], en: Kant, Werke, op. cit. (nota 60), t. 6, p. 260.

65      Johann Baptist Metz, Anamnetische Vernunft (Razón anamnética), en: Axel Honneth et al. (comps.), Zwischenbetrachtungen. Im Prozess der Aufklärung (Observaciones interinas. En el proceso de la Ilustración), Frankfurt: Suhrkamp 1989, pp. 733, 736-738.

66      Jürgen Habermas, Israel…, op. cit. (nota 62), pp. 100-103.- En un importante ensayo, publicado junto con un texto de Habermas, que trata de dilucidar los aspectos pre-políticos de la democracia moderna,  el ex-pontífice Benedicto XVI postuló la teoría de que los derechos humanos constituyen el puente ético de entendimiento entre los diversos actores en una sociedad secularizada y pluralista. Los derechos humanos conforman el último elemento válido del derecho natural. Los hombres se distinguen como miembros de la especie humana en cuanto son sujetos y portadores de ellos. Sus valores básicos pueden ser encontrados, pero no pueden ser inventados arbitrariamente. Cf. Joseph Ratzinger, Was die Welt zusammenhält. Vorpolitische moralische Grundlagen eines freiheitlichen Staates (Lo que mantiene unido al mundo. Fundamentos morales pre-políticos de un Estado liberal), en: Jürgen Habermas / Joseph Ratzinger, Dialektik der Säkularisierung. Über Vernunft und Religion (Dialéctica de la secularización. Sobre razón y religión), Freiburg etc.: Herder 2005, pp. 50-53.

67      Richard Rorty, Antiklerikalismus und Atheismus (Anticlericalismo y ateísmo), en: Richard Rorty / Gianni Vattimo, op. cit. (nota 23), pp. 33-47.

68      Hans Küng, Der Islam, op. cit. (nota 49), p. 707.

69      Erich Fromm, Y seréis como dioses, Buenos Aires: Paidós 1967, p. 70.

70      Jürgen Habermas, Kommunikative Freiheit und negative Theologie (Liberta comunicativa y teología negativa), en: Habermas, Vom sinnlichen…, op. cit. (nota 62), pp. 112-135, especialmente pp. 120-122, 12

H. C. F. Mansilla

Acercamiento preliminar a los fenómenos religiosos

Es muy difícil lograr definiciones adecuadas de religión, religiosidad y sentimiento religioso, definiciones que tengan, por un lado, la suficiente amplitud para aprehender fenómenos muy complejos y diversos y que, por otro, no se disuelvan en meras generalidades conocidas [2].

Determinar con precisión estos conceptos es tarea muy ardua, pero se los puede intuir de manera relativamente aceptable. Puede contribuir a ello el procedimiento de explicitarlos indirectamente a lo largo del texto, mostrando significados a veces distintos en contextos cambiantes, pero constatando también una cierta unidad de sentido, pese a la pluralidad de tiempos y culturas. Desde tiempos inmemoriales el fenómeno religioso ha denotado tantas diferencias y diversidades, que aún hoy es laborioso delimitar una temática común. Los unos perciben en él la unión mística con la divinidad, aspirando a ser partícipes inmediatos de la gracia de Dios. Los otros lo comprenden como la necesidad compulsiva de cumplir con ciertos ritos y mandamientos, bajo la amenaza de quedar fuera de la ley divina por el incumplimiento de los mismos. Algunos lo interpretan como la posibilidad de escapar del ritmo inmisericorde de la vida y sus reencarnaciones incesantes e intentan alcanzar así una especie de redención en la auto-aniquilación.

Los credos teocéntricos vinculados a las religiones occidentales no son asimilables a las grandes religiones cosmo-céntricas de Oriente: los primeros son favorables, después de todo, a la dominación del mundo y la materia por el Hombre, mientras los segundos propugnan en última instancia una comunión mística con la naturaleza y su destino insondable [3].

En un primer acercamiento se puede afirmar que mediante las religiones todas las sociedades han acariciado la esperanza de dilucidar cuestiones fundamentales, como el origen y la meta final de los seres humanos. Como lo vislumbraron los griegos clásicos, lo divino puede ser apreciado como el intento de percibir la unidad de todas las cosas en la diversidad del mundo. Ha existido en casi todos los modelos civilizatorios un esfuerzo interpretativo dirigido a descubrir un sentido que conecte entre sí los fenómenos del universo, especialmente la debilidad y brevedad de la vida humana con la fortaleza y eternidad atribuidas a los fenómenos celestiales. Al lado de la inmensa variedad de las formas y estructuras simbólicas y de los grandes sistemas filosóficos que ha creado el Hombre –muchos de ellos de carácter ateísta–, permanece siempre vivo el anhelo de comprender el sentido del universo y de nuestra existencia en él.

Las religiones, dice Werner Gephart, se han especializado en la contestación de las preguntas elementales del ser humano y, por consiguiente, en la dotación de sentido e identidad [4]. A pesar de que estas cuestiones centrales están enlazadas a menudo con un pasado mítico y con un futuro incierto, ellas preservan una nostalgia de la humanidad que no puede ser eliminada pese a los notables éxitos materiales de una modernidad exenta de preocupaciones teológicas. La religión puede haberse originado en el mencionado ámbito del mito, pero desde muy temprano ha estado conectada a la esfera del logos, de la reflexión racional, nexo que le brinda un carácter extraordinariamente interesante y fructífero, entre otras cosas para aprehender algunos de los rasgos fundamentales de los diferentes modelos civilizatorios [5]. En un texto olvidado Herbert Marcuse afirmó que la “idea de la razón” no es necesariamente antirreligiosa. “La razón deja abierta la posibilidad de que el mundo sea una creación de Dios y que    su ordenamiento sea divino y dirigido a un fin“[6]. Esto nos permite, por otro lado, postular la –relativa– inteligibilidad del universo, y, por otro, suponer que los credos religiosos todavía nos pueden brindar conocimientos razonables en varios terrenos. Pueden, por ejemplo, enriquecer el campo sociopolítico mediante reflexiones de largo aliento, indispensable para la problemática del medio ambiente. Las religiones, aseveró Octavio Paz, han constituido la respuesta a una necesidad profunda, pero apenas transmisible mediante conceptos racionales: el “regreso a esa totalidad de la que fuimos arrancados”. El anhelo de retorno a esa “patria original” [7] exhibe aspectos claramente pre-racionales porque representa una esperanza honda y perenne de los mortales, anterior a la reflexión filosófica, que también puede ser expresada como la superación de los variados fenómenos de alienación. De acuerdo a Octavio Paz, el sentimiento religioso abarca la veneración de toda la obra de la Creación, una especie de participación solidaria y fraternal que se expresa hoy mediante el designio de la protección ecológica [8].

La religión ha sido hasta ahora el proyecto más amplio y efectivo para reducir el temor básico derivado de una incertidumbre fundamental: nuestro lugar en la Creación. Y la religión puede ser considerada todavía como un designio serio y fructífero porque es algo más que una ilusión y un auto-engaño: además de reducir el terror primigenio, la fe religiosa representa un ensayo más o menos consistente de dar sentido a ciertos anhelos profundos y persistentes, como los expresados por Blaise Pascal. En el siglo XVII Pascal se dio cuenta de que el magnífico despliegue del racionalismo y el avance de las ciencias no podían satisfacer la esperanza humana de felicidad y la necesidad de una explicación en torno al sentido de la existencia [9]. Una respuesta a estas interrogantes sólo puede ser brindada por la religión, la literatura y las artes. Entre los aspectos positivos de la religión puede mencionarse, por consiguiente, un sentimiento de confianza básica en el entorno (como se tiene durante una infancia feliz), por una parte, y la posibilidad de una razonable integración en el medio ambiente social, por otra. A este concepto de religión se refiere este ensayo, y no a la moderna religión del progreso, conformada, según Erich Fromm, por la nueva trinidad de la producción económica irrestricta, la libertad individual absoluta y la felicidad personal ilimitada [10], credo que llena a sus adeptos de energía y vitalidad, pero que no les transmite ni sentido de la vida ni felicidad duradera.

Hoy podrá parecer pueril el dedicar esfuerzos teóricos al esclarecimiento del aporte que la religión y el sentimiento religioso pueden brindar a la sociedad y a la política. Pese a ello y partiendo de una perspectiva que privilegia los enfoques laterales y marginales, debemos recordar y reconstruir el valor sociopolítico de los fenómenos religiosos en (a) el campo de la protección ecológica (como se puede deducir, por ejemplo, del Génesis bíblico), (b) en lo referente a la necesidad de amor y solidaridad en las relaciones sociales (de acuerdo a planteamientos de G. W. F. Hegel) y (c) en la fundamentación de una concepción amplia y perdurable de justicia (según un teorema de Jürgen Habermas).

El amplio proceso de secularización y la crítica racionalista han devaluado considerablemente el rol que ha tenido la religión a lo largo de milenios, cuando fue el “principal arquitecto” [11] de la cultura, según la expresión de Fernando Mires. Hasta el siglo XVIII en Europa Occidental y hasta el XX en el resto del mundo no hubo probablemente ningún terreno de la actividad humana que no estuviese influido fuertemente por normativas y valores religiosos. Todavía al comienzo del siglo XIX pensadores adscritos al idealismo clásico alemán atribuyeron una importancia decisiva a la religión en cuanto fundamento de la cultura y de la identidad de los pueblos [12]. Asimismo los credos religiosos han tenido una relevancia preponderante en la conformación de la vida cotidiana, en la relación del Hombre con la naturaleza, en la formulación de las grandes obras del pensamiento humano y en las concepciones en torno a la vida bien lograda [13].

El desarrollo de las ciencias, por un lado, y las diferentes corrientes del racionalismo, por otro, han modificado fuertemente los vínculos de los seres humanos con el fenómeno religioso, y por ello la pregunta del comienzo puede parecer ahora como anacrónica y superflua, sobre todo porque la filosofía y los saberes científicos han analizado de tal modo y con tal intensidad las funciones prosaicas y manipuladoras de la religión [14], que poca gente se atreve a poner en duda los resultados generales de la crítica racionalista, desde la clásica producida durante el siglo XVIII por la Ilustración hasta aquella creación intelectual altamente refinada que es el psicoanálisis de Sigmund Freud. De acuerdo con este insigne pensador la religión sería una neurosis coercitiva, contraria a la corriente emancipadora de la razón. Tendencias muy diferentes entre sí suponen ahora que la religión es una especie de invento muy efectivo que tiene la tarea de minimizar los peligros que entraña todo contacto con la naturaleza, protegernos de la omnipotencia de la muerte y brindarnos consuelo ante las adversidades constantes de la vida. Los credos religiosos, por consiguiente, harían bien en consagrarse hoy a una tarea esencialmente privada, como el cuidado y el asesoramiento de los creyentes con dudas y problemas.

Pero, como afirma Jürgen Habermas, no podemos saber si la transposición de lo sagrado al medio del lenguaje es un proceso ya concluido o no. Todavía persiste la tarea filosófica de descubrir las energías pre-políticas y los potenciales semánticos que se encuentran en aquellas tradiciones religiosas que no han sido recuperadas aún para las prácticas sociales; habría que conducir estas herencias religiosas a un lenguaje accesible al juego discursivo de los debates y las razones públicas [15]. Por ello una filosofía que todavía quiere aprender debería fomentar el diálogo con los representantes de los credos religiosos, sin pretender que sea un juego de suma cero. Las comunidades religiosas, dice Habermas, permanecen importantes para la legitimación democrática del orden político, también después de un prolongado proceso de secularización de la esfera pública. La secularización de los credos religiosos, su transformación en un asunto privado-individual y, en general, los decursos modernizadores no habrían generado obligatoriamente una pérdida global de la relevancia de las religiones [16].

En esta constelación el breve texto presente representa un esfuerzo por compilar argumentos ya conocidos en torno a lo que la religión nos ha enseñado en el campo sociopolítico. No trata de establecer ninguna verdad definitiva, sino sólo de informar y recordar algunos aspectos acerca de una temática que no ha perdido actualidad [17]. Pese al descrédito contemporáneo de las doctrinas religiosas, debemos considerar a los sentimientos religiosos como una posible fuente de inspiración para debatir algunos dilemas del presente, puesto que una función central de la religión ha sido y es mostrar los límites y las limitaciones de nuestras actuaciones en un mundo finito y, por ende, las consecuencias nefastas de la soberbia (hybris) humana [18]. Deberíamos reconocer, por ejemplo, que el amor al prójimo, la solidaridad entre los mortales y los derechos de la naturaleza representan valores normativos de la praxis humana en todo tiempo, es decir por encima de los intentos actuales de relativizar todo valor de orientación. Hoy en día, cuando ya conocemos los resultados de la destrucción del medio ambiente y los efectos de los sistemas totalitarios –todos ellos posibilitados por el desarrollo hipertrófico de la razón instrumental–, debemos volcar la vista hacia creencias, como las religiosas, que desde muy temprano han practicado una crítica de la arrogancia intelectual y han promovido, aunque de manera muy incipiente, el cuidado del medio ambiente. El complejo desarrollo de la razón instrumental, que es, en el fondo, lo que más enorgullece a los humanos y lo que conforma la base de su dominio sobre las fuerzas naturales, se ha manifestado ahora como la principal amenaza para nuestra pervivencia en la Tierra y a largo plazo. El Hombre ha creído, desde tiempos inmemoriales, que puede disponer libre y soberanamente sobre todos los recursos naturales, y ello se revela precisamente como un error imputable a su soberbia. La precariedad de nuestra base material –que emerge en nuestros tiempos como un conocimiento traumático en medio de la evolución más exitosa de nuestra especie– nos muestra los peligros de la tríada sagrada (progreso, crecimiento, desarrollo) para el ser humano del presente. Y por ello hay que insistir en lo rescatable   de la religión para el mundo de hoy, lo que, según el gran teólogo suizo Hans Küng, se revelaría en las cuatro bases morales del orden social: la cultura de la no-violencia, la solidaridad en el ámbito económico, la inclinación hacia la tolerancia y la veracidad y la praxis de la ecuanimidad y la igualdad de derechos entre los humanos. Estos cuatro principios estarían enmarcados en uno mayor, que puede ser definido como el respeto efectivo a la vida en todas sus formas y que hoy se manifiesta, como ya se mencionó, en el proyecto de tomar en serio los derechos de la naturaleza y de resguardar el medio ambiente [19].

Aportes en el campo de la comprensión ecológica

Para comprender las raíces del designio de la protección ecológica debemos echar un vistazo a los comienzos de la reflexión filosófica y de los grandes textos religiosos. En un famoso fragmento de Anaximandro (610-547 a. C.) [20], el primero auténtico en la historia de la filosofía, encontramos un fuerte pensamiento proto-religioso, estructuralmente similar al núcleo del pecado original del Antiguo Testamento, que nos ayuda a entender la responsabilidad humana en cuestiones ecológicas. Anaximandro sostuvo que el surgimiento de las cosas produce necesariamente su declinación y desaparición, porque las cosas pagan unas a otras castigo y pena por su injusticia, según el orden del tiempo. Uno vive a costa del otro, mejor dicho: a costa de la vida del otro. Esa es la injusticia liminar [21]. Unos se comen literalmente a otros, como el ser humano, que para vivir, destruye diariamente millones de estructuras orgánicas. Es también la idea de la compensación (casi jurídica) aplicada a todo el universo, donde tiene que haber una especie de resarcimiento de daños, una indemnización inevitable en la sucesión temporal. Partiendo de este saber quasi-religioso de Anaximandro, desde muy temprano han tenido lugar una vinculación y hasta una identificación del conocimiento con la culpa. La teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, especialmente el enfoque de Theodor W. Adorno, es sólo un testimonio contemporáneo de una larga cadena de reflexiones en torno a la presencia de algo catastrófico que se transluce en la responsabilidad de los seres humanos, basada en su capacidad de conocer, por los daños y pecados que se producen contra la naturaleza [22]. La concepción del pecado original en el Génesis –pese a su irracionalismo aparente– nos obliga a reflexionar en torno a esta compleja temática. Nuestra vida se basa cotidianamente en la utilización destructiva e irresponsable de innumerables organismos vivientes y en el uso desmedido de los ecosistemas naturales. En un pasaje relativamente conocido, G. W. F. Hegel aseveró que el pecado original y la expulsión del paraíso están vinculados inextricablemente al surgimiento de la consciencia humana y al nacimiento del conocimiento racional [23], que, a su vez, están enlazados con la dominación de la naturaleza por el Hombre y con la utilización irrestricta de los ecosistemas en favor del despliegue siempre creciente de nuestra especie. La expulsión del paraíso significó el fin de la inocencia: los seres humanos dejaron atrás su naturaleza animal –su unidad primigenia con Dios– y se convirtieron en sujetos del ámbito cultural. Pero esto, como lo vio Hegel, tiene su aspecto negativo: el Hombre, al disponer libremente sobre los recursos naturales, no es consciente de los costes que su desarrollo conlleva para todos los otros seres vivientes y de los límites a los cuales su evolución está sujeta en una perspectiva de varias generaciones. A largo plazo un crecimiento infinito no podrá tener lugar en un mundo finito.

Procediendo de manera razonable, deberíamos someternos a un aprendizaje enriquecedor, pues cada instante podemos comprobar que no sabemos todo sobre el funcionamiento y las potencialidades del medio ambiente. Pero en general los seres humanos suponen que ya saben lo suficiente sobre estos asuntos y sus aspectos prácticos cotidianos, lo cual configura una manera habitual de soberbia, que no es percibida como tal a causa de su extrema difusión. En esta cuestión se anudan las temáticas de la arrogancia, el descuido de la protección ecológica y la carencia de genuina solidaridad a largo plazo, que englobe también a los ecosistemas naturales. Una de las posibilidades efectivas –si es que las hay– de restringir esta evolución negativa podría darse mediante la praxis de una fraternidad dirigida no sólo a nuestros semejantes, sino a todos los seres vivientes de la Creación. Hasta en la filosofía postmodernista gana espacio la convicción de que el futuro de las religiones se encontraría en un sentimiento efectivo de solidaridad universal y amor al prójimo (que no debería estar exento de una pizca de ironía). Si es que queda algo de la propensión clásica de la filosofía por la verdad, dice Santiago Zabala, esta última debería ser interpretada como amor al prójimo y no como búsqueda laboriosa (e inútil) de objetividad en el conocimiento, lo que constituye un ethos anti-dogmático, propio de la mejor hermenéutica religiosa y de la democracia [24].

Las reglas prácticas derivadas de principios religiosos nos brindan asimismo una pista de lo que hay que evitar en comportamientos humanos reiterativos. Casi todos los credos religiosos condenan la tendencia humana a la expansión irrestricta de sus actividades y potencialidades, lo que constituye una forma evidente de hybris convencional. El mundo actual, en cambio, celebra el activismo por el activismo, el apetito permanente por nuevas experiencias, la superación de toda frontera y de todo tabú, y todo esto en medio de la nostalgia del ser humano por algo permanente, estable y confiable. Entre las consecuencias paradójicas de este desasosiego perenne se halla la carencia de satisfacciones genuinas en casi todas las esferas del quehacer humano, incluidas, en primer término, las prácticas políticas rutinarias. Un ejemplo de esta adicción enfermiza al cambio por el cambio mismo, sin especificaciones de límites y riesgos, se puede detectar actualmente entre los militantes de corrientes progresistas, como los populistas y socialistas radicales latinoamericanos, quienes olvidan el incómodo análisis crítico y lo reemplazan por la fe en el progreso histórico ilimitado, en el crecimiento irrestricto de la estructura económica respectiva y en la continuación del saqueo convencional de los recursos naturales [25]. Todo esto tiene lugar porque olvidamos los límites del mundo finito, sin que la consideración de estos límites signifique una nostalgia por un severo ascetismo individual y colectivo y por la auto-renuncia a la esfera de los placeres [26].

La necesidad de la solidaridad en el ámbito social

Para comprender el aporte de la religión al terreno de una praxis sociopolítica adecuada, nos puede ayudar la obra enciclopédica de G. W. F. Hegel, quien trató de integrar todos los fenómenos celestes y mundanos en una gran síntesis. Su filosofía fue calificada por él mismo como la “casa del espíritu”. Presuponía la racionalidad “redonda” [27], es decir completa de la filosofía y el universo: “Lo verdadero es el todo” [28]. En nuestro contexto son particularmente interesantes sus primeros y brillantes escritos (1793-1800), en su mayoría de carácter teológico-filosófico [29], en los cuales Hegel nos muestra la importancia sociopolítica de una religiosidad basada en el amor al prójimo, la caridad, la solidaridad y el agradecimiento al Creador.

Es cierto que en toda su obra Hegel se decantó por un credo religioso fuertemente intelectualista, basado en principios éticos y en una interpretación muy diferenciada de los textos sagrados: una religión que renunciaba a milagros, ritos, instituciones y dogmas, pero esto es sólo una parte de su notable empeño. En cierta manera, Hegel continuó la obra de los grandes teólogos medievales católicos, quienes ensayaron la conocida y magna síntesis de razón y fe. También Hegel fue partidario de una religión universal, como la que predicó San Pablo, que no se restringía a determinados grupos étnicos o lingüísticos, sino que se dirigía a todos los hombres de buena voluntad [30]. Es cierto que Hegel fue muy severo con el sacerdocio y las instituciones [31] y que favoreció una enseñanza religiosa basada en una lógica discursivo-argumentativa, que estaba destinada al cerebro y no al corazón [32]. Pero al mismo tiempo enalteció al cristianismo por ser la religión del amor, la caridad y la espontaneidad [33]; celebró el valor supremo del Sermón de la Montaña; criticó duramente el formalismo y la hipocresía del antiguo judaísmo; y postuló la idea de que para los cristianos Dios es padre y hermano, y no amo y señor como en el Antiguo Testamento [34]. En estos escritos tempranos Hegel enfatizó vigorosamente el valor de lo emocional-moral, y llegó a identificar la religión con el ejercicio del amor [35]: el mortal que ama, supera la separación con la persona amada y alcanza así el “germen de la inmortalidad” [36]. El perdón de las deudas y ofensas, la práctica de la modestia, la beneficencia y la fraternidad y la superación del formalismo adquieren en su teoría la categoría de criterios sociopolíticos de primera magnitud e importancia [37]. Se trata, por supuesto, de valores normativos que se encuentran también en variados códigos éticos de carácter laico, pero el mérito de las religiones es haberlos formulado por primera vez, con una claridad encomiable y, sobre todo, como algo básico e irrenunciable para las relaciones entre los seres humanos.

Se puede argumentar, evidentemente, que estas concepciones de amor y solidaridad son demasiado generales y de poca eficacia en la praxis moderna, pero no podemos –o no debemos– renunciar a ellas en cuanto ideas regulativas. Hegel mismo, eminente filósofo político y perspicaz pensador de la incipiente modernidad, nos dio la pista principal para este postulado: no se puede fundar un orden social estable y razonablemente justo que esté basado exclusivamente sobre los presupuestos del liberalismo político y de la ética individualista [38]. Para contrarrestar las tendencias disolventes adheridas a los múltiples fenómenos de las alienaciones inevitables del capitalismo, Hegel trató de popularizar intelectualmente las virtudes sociales que él percibía en el cristianismo ilustrado. De acuerdo a Karl Löwith, este designio es uno de los principios básicos de la filosofía hegeliana [39].

Por otra parte, es probable que Hegel haya sido uno de los primeros filósofos modernos en llevar a cabo una disolución de la religión y la teología en el saber filosófico, concibiendo a la religión como mero antecedente intelectual de la filosofía y denegando a la teología una autonomía de la misma dignidad que la atribuida convencionalmente a la filosofía. El dilema de esta religión intelectual (o natural, según otros autores) reside en su falta de impulsos emocionales. Según el modelo de la reconciliación de la vida escindida, Hegel logró construir una gran síntesis de fe y razón, más profunda y más exigente que las edificadas desde la Antigüedad, entre las que sobresalen las de Proclo y Boecio. De acuerdo a Löwith, el intento de Hegel debe ser considerado como una intelectualización de la religión, que disuelve a esta última en mera filosofía [40]. No hay duda de que este paso puede ser visto como una carencia, puesto de los seres humanos necesitan también un credo que les brinde amor, comprensión y solidaridad y no sólo una brillante elucubración acerca de las compatibilidades entre filosofía y religión.

H. C. F. Mansilla [1], dialnet.unirioja.es/

Notas:

1     Profesor (e), Universidad de Berlín.

2     Cf. Por ejemplo: Wilfred Cantwell Smith, Bedeutung und Ende der Religion (Significación y fin de la religión), en: Jens Schlieter (comp.), Was ist Religion? Texte von Cicero bis Luhmann (¿Qué es la religión? Textos desde Cicerón hasta Luhmann), Stuttgart: Reclam 2010, pp. 188-191; Roderick Ninian Smart, Die religiöse Erfahrung der Menschheit (La experiencia religiosa de la humanidad), en: ibid., pp. 213-222.

3     Cf. Wolfgang Schluchter, Die Entwicklung des okzidentales Rationalismus. Eine Analyse von Max Webers Gesellschaftsgeschichte (El desarrollo del racionalismo occidental. Un análisis de la historia social de Max Weber), Tübingen: Mohr-Siebeck 1979, pp. 230-233, 242

4     Werner Gephart, Zur Bedeutung der Religionen zur Identitätsbildung (Sobre la significación de las religiones para la formación de la identidad), en: Werner Gephart / Hans Waldenfels (comps.), Religion und Identität. Im Horizont des Pluralismus (Religión e identidad. En el horizonte del pluralismo), Frankfurt: Suhrkamp 1999, p. 261.- El gran teólogo católico Hans Waldenfels sostuvo que el rasgo identificatorio más importante del cristianismo actual no es una identidad limitante y excluyente, sino un símbolo de comunión, que trata de comprender y aceptar al otro. La identidad cristiana hoy sería más un puente que una frontera. Cf. Hans Waldenfels, Zur gebrochenen Identität des abendländischen Christentums (Sobre la identidad quebrada del cristianismo occidental), en: Gephart / Waldenfels (comps.), ibid., pp. 105-124.

5     Friedrich Wilhelm Graf, Religion (Religión), en: Stefan Jordan / Christian Nimtz (comps.), Lexikon Philosophie. 100 Grundbegriffe (Léxico de filosofía. 100 conceptos básicos), Stuttgart: Reclam 2011, pp. 237-240.

6     Herbert Marcuse, Vernunft und Revolution. Hegel und die Entstehung der Gesellschaftstheorie (Razón y revolución. Hegel y el surgimiento de la teoría social), Neuwied / Berlin: Luchterhand 1962, p. 225.

7     Octavio Paz, Itinerario, Barcelona: Seix Barral 1994, p. 136.

8     Ibíd. pp. 138-139.

9     Blaise Pascal, Pensées sur la religion et sur quelques autres sujets (compilación de Louis Lafuma), París 1951 (3 vols.); cf. Reinhold Schneider, Pascals Drama (El drama de Pascal), en: R. Schneider (comp.), Pascal, Frankfurt: Fischer 1954, pp. 7-37; Albert Béguin, Blaise Pascal, Reinbek: Rowohlt 1959, p. 48. Cf. también: Peter L. Berger, Zur Dialektik von Religion und Gesellschaft. Elemente einer soziologischen Theorie (Sobre la dialéctica entre religión y sociedad. Elementos de una teoría sociológica), Frankfurt: Fischer 1988, pp. 7, 23-24, 87.

10      Erich Fromm, Haben oder Sein. Die seelischen Grundlagen der neuen Gesellschaft (Tener o ser. Las bases anímicas de la nueva sociedad), Munich: dtv 1981, pp. 13-14.

11      Fernando Mires, El malestar en la barbarie. Erotismo y cultura en la formación de la sociedad política, Caracas: Nueva Sociedad 1998, p. 12; sobre la diferencia fundamental entre religión y filosofía cf. Fernando Mires, Política como religión, en: CUADERNOS DEL CENDES (Caracas), vol. 27, Nº 73, enero-abril de 2010, pp. 1-30, especialmente pp. 3-4.

12      David Sobrevilla, Repensando la tradición occidental. Filosofía, historia y arte en el pensamiento alemán: exposición y crítica, Lima: Amaru 1986, p. 212.

13      Ursula Wolf, Die Philosophie und die Frage nach dem guten Leben (La filosofía y la cuestión de la buena vida), Reinbek: Rowohlt 1999; Martin Löw-Beer, Das gute Leben und die Werte: ein Streitgrspräch über die Existenz von Werten (La buena vida y los valores: una disputa en torno a la existencia de valores), en: Christoph Menke / Martin Seel (comps.), Zur Verteidigung der Vernunft gegen ihre Liebhaber und Verächter (Para defender la razón contra sus aficionados y sus oponentes), Frankfurt: Suhrkamp 1993, pp. 164-180.

14      Sobre esta temática cf. un texto entretanto clásico: Paul Tillich, Religion als eine Funktion des menschlichen Geistes? (¿La religión como una función del espíritu humano?), en: Werner Schüssler (comp.), Religionsphilosophie (Filosofía de la religión), Freiburg: Alber 2000, pp. 156-161.

15      Jürgen Habermas, Versprachlichung des Sakralen. Anstelle eines Vorworts (Transposición de lo sagrado al lenguaje. En lugar de un prólogo), en: Jürgen Habermas, Nachmetaphysisches Denken II. Aufsätze und Repliken (Pensamiento postmetafísico II. Ensayos y réplicas), Frankfurt: Suhrkamp 2012, pp. 7-18, aquí p. 17.

16      Ibíd., p. 17; cf. también Jürgen Habermas, Ein neues Interesse der Philosophie an der Religion? (¿Un nuevo interés de la filosofía por la religión?), en: Habermas, Nachmetaphysisches…, op. cit. (nota 14), pp. 96-119, especialmente p. 96.

17      Cf. DIÁLOGO POLÍTICO (Montevideo), vol. XXIX, Nº 4, diciembre de 2012, número monográfico dedicado al tema: “Influencia de los cultos y/o confesiones en la política”.

18      Sobre la hybris humana cf. Friedrich Nietzsche, Die Philosophie im tragischen Zeitalter der Griechen (La filosofía en la época trágica de los griegos), en: Friedrich Nietzsche, Studienausgabe (Edición de estudio), compilación de Hans Heinz Holz, Frankfurt: Fischer 1968, vol. I, pp. 136-187, aquí pp. 148-149, 156.

19      Hans Küng, Gesellschaft und Ethos (Sociedad y ethos), en: Karin Feiler (comp.), Nachhaltigkeit schafft neuen Wohlstand. Bericht an den Club of Rome (La sostenibilidad crea un nuevo bienestar. Informe al Club de Roma), Frankfurt etc.: Peter Lang 2003, pp. 245-262, aquí p. 261.

20      Hermann Diels / Walther Kranz (comps.), Die Fragmente der Vorsokratiker (Los fragmentos de los presocráticos), Hamburgo: Rowohlt 1957, p. 14 (Anaximandro de Mileto, fragmento 1).- Cf. el comentario de Theodor W. Adorno, Metaphysik. Begriff und Probleme (Metafísica. Concepto y problemas), Frankfurt: Suhrkamp 2006, pp. 117-119.

21      Sobre Anaximandro y esta temática cf. Wolfgang Schadewaldt, Die Anfänge der Philosophie bei den Griechen. Die Vorsokratiker und ihre Voraussetzungen (Los comienzos de la filosofía entre los griegos. Los presocráticos y sus condiciones previas), Tübinger Vorlesungen Band I (Lecciones de Tübingen vol. I), Frankfurt: Suhrkamp 1978, pp. 241-245; Karl Vorländer, Philosophie des Altertums. Geschichte der Philosophie I (Filosofía de la Antigüedad. Historia de la filosofía I), Reinbek: Rowohlt 1963, p. 14; Otfried Höffe, Kleine Geschichte der Philosophie (Breve historia de la filosofía), Munich: Beck 2008, p. 21.

22      Cf. el brillante ensayo de Thomas Rentsch, Vermittlung als permanente Negativität. Der Wahrheitsanspruch der “Negativen Dialektik” auf der Folie von Adornos Hegelkritik (Mediación como negatividad permanente. La pretension de verdad de la “Dialéctica negativa” ante el trasfondo de la crítica de Hegel por Adorno), en: Christoph Menke / Martin Seel (comps.), op. cit. (nota 12), pp. 84-102, aquí p. 97.

23      G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte (Lecciones sobre la filosofía de la historia), en: G. W. F. Hegel, Werke in zwanzig Bänden (Obras en veinte tomos), compilación de Eva Moldenhauer y Karl Markus Michel, Frankfurt: Suhrkamp 1970, vol. 12, p. 389.

24      Santiago Zabala, Eine Religion ohne Theisten und Atheisten (Una religión sin teístas y ateístas), en: Richard Rorty / Gianni Vattimo, Die Zukunft der Religion (El futuro de la religión), compilación de Santiago Zabala, Frankfurt: Suhrkamp 2006, pp. 11-32, especialmente p. 18.

25      Cf. los interesantes análisis de Eduardo Gudynas, Si eres tan progresista, por qué destruyes la naturaleza? Neo-extractivismo, izquierda y alternativas, en: ECUADOR DEBATE (Quito), Nº 79, abril de 2010, pp. 61-81; Eduardo Gudynas, El malestar moderno con el Buen Vivir: reacciones y resistencias frente a una alternativa al desarrollo, en: ECUADOR DEBATE, Nº 88, abril de 2013, pp. 183-205.

26      En relación a autores que propugnan un ascetismo contemporáneo (como Hans Jonas y Friedrich Rapp) cf. Amán Rosales Rodríguez, ¿Libertad sin medida, libertad que destruye? Acerca de un diagnóstico crítico de la modernidad, en: REVISTA DE FILOSOFÍA DE LA UNIVERSIDAD DE COSTA RICA (San José), vol. XLII, Nº 105, enero-abril de 2004, pp. 175-181; Friedrich Rapp, Destruktive Freiheit. Ein Plädoyer gegen die Masslosigkeit der modernen Welt (La libertad destructiva. Un alegato contra la desmesura del mundo moderno), Münster: Lit 2003.

27      G. W. F. Hegel, Konzept der Rede beim Antritt des philosophischen Lehramtes an der Universität Berlin (Borrador para la alocución en la toma de posesión de la cátedra filosófica en la Universidad de Berlín), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. 10, pp. 399-417, aquí p. 405.

28      G. W. F. Hegel, Phänomenologie des Geistes (Fenomenología del espíritu), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. 3, p. 24.

29      Sobre esta temática cf. la obra monumental de Georg Lukács, Der junge Hegel. Über die Beziehung von Dialektik und Ökonomie (El joven Hegel. Sobre la relación entre dialéctica y economía), Neuwied/ Berlin: Luchterhand 1967.

30      G. W. F. Hegel, [Fragmente über Volksreligion und Christentum, 1793-1794] (Fragmentos sobre religión popular y cristianismo), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. I: Frühe Schriften (Escritos tempranos), pp. 9-103, aquí p. 21, 45 (título de la obra entre corchetes porque corresponde a los compiladores); G. W. F. Hegel, [Die Positivität der christlichen Religion, 1795-1796] (La positividad de la religión cristiana), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. I, pp. 104-229, aquí p. 228 (aditamento de 1800).

31      G. W. F. Hegel, [Das älteste Systemprogramm des deutschen Idealismus] (El programa-sistema más antiguo del idealismo alemán), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. I, pp. 234-236, aquí p. 236.

32      Se trata de una praxis religiosa claramente opuesta al pentecostalismo habitual en América Latina desde la segunda mitad del siglo XX, que privilegia los ritos y las ceremonias, los milagros y las sanaciones  y hasta las experiencias sensoriales en el culto. Sobre esta temática cf. el interesante texto de Charles Taylor, Die Formen des Religiösen in der Gegenwart (Las formas de lo religioso en la actualidad); Frankfurt: Suhrkamp 2002, pp. 36-38.

33      G. W. F. Hegel, Fragmente…, op. cit. (nota 29), p. 57.

34      Ibíd., pp. 90-92; G. W. F. Hegel, Die Positivität…, op. cit. (nota 29), pp. 109-113; G. W. F. Hegel, [Entwürfe über Religion und Liebe, 1797-1798] (Esbozos sobre religión y amor), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. I, pp. 239-254.

35      G. W. F. Hegel, Entwürfe…, op. cit. (nota 33), p. 244.

36      Ibíd., p. 248.

37      G. W. F. Hegel, [Der Geist des Christentums und sein Schicksal] (El espíritu del cristianismo y su destino), fragmento: [Grundkonzept zum Geist des Christentums] (Concepto básico del espíritu del cristianismo), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. I, pp. 297-316, aquí pp. 299-304.- Hegel enfatiza en varios lugares que Jesucristo vino a salvar el mundo, no a juzgarlo. Cf. G. W. F. Hegel, [Der Geist des Christentums] (El espíritu del cristianismo), versión de 1798-1799, en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. I, pp. 317-418, aquí p. 378.

38      Sobre este enfoque de Hegel cf. Herbert Marcuse, op. cit. (nota 5), pp. 212-220, 223-228.

39      Cf. la notable obra de Karl Löwith, Von Hegel zu Nietzsche. Der revolutionäre Bruch im Denken des 19. Jahrhunderts (De Hegel a Nietzsche. La ruptura revolucionaria en el pensamiento del siglo XIX), Stuttgart: Kohlhammer 1964, pp. 260-265, 330-333.

40      Ibíd., pp. 351-356. Sobre los problemas de una religión intelectual cf. Jürgen Habermas, Ein Symposion über Glauben und Wissen (Un simposio sobre fe y saber), en: Jürgen Habermas, Nachmetaphysisches Denken II, op. cit. (nota 14), pp. 183-237, especialmente pp. 184-201.

Gonzalo F. Fernández

Reflexiones sobre una vieja cuestión que quiere reiterarse

Desde el Concilio Vaticano II ha quedado doctrinariamente concluida la discusión acerca de la confesionalidad del Estado y la libertad religiosa. Sin embargo, en lo que se entiende como “mundo culturalmente cristiano”, el conflicto se replantea a raíz de problemas prácticos en los que el ejercicio de la libertad religiosa, en especial por parte de la Iglesia católica, entra en colisión con decisiones de los Estados o con otros puntos de vista. El derecho a la vida y su respeto en todos sus aspectos (aborto, eutanasia, manipulación genética), los dramas derivados de las grandes migraciones, la cuestión ecológica, la lucha contra la pobreza, genera pronunciamientos públicos y acciones concretas por parte de instituciones religiosas, que son entendidas como una indebida intromisión en las responsabilidades de los Estados. Sin embargo, el Papa Benedicto XVI ha hablado en los parlamentos de Alemania y Gran Bretaña, y Francisco en el Congreso de Estados Unidos, donde  se han referido a los problemas más acuciantes para la vida y la con- vivencia humanas. Estos hechos revelan que la naturaleza laica de los Estados, que esos países preservan, no es incompatible con la valoración del mensaje que, a partir de valores religiosos, la Iglesia Católica da a la sociedad.

1.       El tema en los Evangelios y su consecuencia

La cuestión de las relaciones entre Iglesia y Estado es parte de la problemática más amplia de las relaciones entre religión y política. Desde la antigüedad, ella ha oscilado desde la subordinación de una a la otra, hasta el respeto mutuo y colaboración de sus respectivas áreas de competencia, pasando por la de absoluta indiferencia de la autoridad civil al hecho religioso.

Es que el mismo protagonista del hecho religioso es el súbdito o ciudadano de la relación política, y tanto la religión como la política generan normas de conducta que pueden coincidir o no.

Contrariamente a lo que se cree, la delimitación de las esferas política y religiosa en el mundo cristiano no es una creación del Iluminismo sino un aporte del cristianismo, receptado de diversas formas en diferentes geografías y épocas. Su punto de partida no está en una reflexión teológica, filosófica o política, sino que está narrado en los Evangelios. Es el bien conocido episodio en el que Jesús indica a los enviados de los fariseos que le preguntan si es lícito pagar tributo al César, que deben dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Mateo 22, 15-21; Lucas 20, 24 y Marcos 12, 17). De él Maritain (1952) enseña que:

…dicha distinción, al desarrollar sus virtualidades en el curso de la naturaleza humana, ha desembocado en la noción de la naturaleza intrínsecamente laica o secular del cuerpo político”, lo que no significa que sea “irreligioso o indiferente” sino que “está únicamente interesado en la vida temporal de los hombres y su bien común temporal”.

2.       La relación en la “cristiandad medieval”

Esa clara distinción tuvo, sin embargo, diferentes grados de aplicación en el mundo cristiano. La conversión del emperador Constantino al cristianismo, en el siglo IV, hizo que se inmiscuyera en la vida de la Iglesia naciente, a la par que colaboraba en su difusión, tipo de relación que se mantuvo durante largos siglos. El emperador no se privaba de llamar a concilios, en los que se discutían las más complejas cuestiones teológicas.

En una carta dirigida por el Papa Gelasio I al emperador Bizantino Anastasio de Constantinopla entre 494-495, para contener un avance cesaro-papista, dijo que existían dos poderes con los cuales se gobierna soberanamente este mundo: la autoridad (autorictas) sagra-da de los pontífices y el poder real (regalis potestas). De allí nació la alegoría de las dos espadas que dio nombre a la teoría, que reconoce la existencia de los dos poderes claramente delimitados. Ella fue una idea central del pensamiento político cristiano de todo el Medioevo, lo que no impidió importantes conflictos entre ambos ámbitos de autoridad. La cuestión era eminentemente práctica y consistía en “saber cuáles eran los criterios que permitirían separar lo temporal de lo espiritual y, sobre todo, quien debía trazar la línea de demarcación” (Ullmann, 1983, p. 133). Estas precisiones se daban en el marco de una sociedad religiosa y culturalmente unificada, que conocemos como “cristiandad”.

Luego de la reforma protestante, que quebró la unidad religiosa  de Europa occidental, surgió la lucha entre los bandos religiosamente enfrentados, que apaciguaron sus enfrentamientos bajo la consigna “cuius regio, eius religio” (la religión del rey es la del reino y sus súbdi- tos), que se atribuye a Martín Lutero y que identifica comunidad política con religión. Después de la Guerra de los Treinta Años y con la firma de la Paz de Westfalia en 1648, empieza un proceso hacia la libertad religiosa, pues el pensamiento confesional ya no era lo importante, sino la libertad individual, lo que es fruto de la Ilustración. Así va perdiendo fuerza la idea de una Iglesia del Estado y de unidad de Estado y religión, sustituida por la libertad religiosa del individuo contra el Estado y también contra la Iglesia, entendiéndose que todas las confesiones pueden igualmente ser consideradas ante el gobierno, por no tener posiciones encontradas en lo referido a la moral. La tolerancia es, de esa manera, una concesión a los ciudadanos que profesen otras religiones sin que el Estado deje de ser confesional.

3.       De la tolerancia a la libertad religiosa

Después de la independencia de los Estados Unidos, en 1776, la antigua tradición europea de unidad entre el poder secular y la religión, que también se practicó en las colonias norteamericanas, fue expresamente abolida, y el libre ejercicio de la religión fue garantizado.

Es interesante la precisión de Christian Starck (1996), profesor de la Universidad Georg August de Götingen, para quien la tolerancia religiosa supone una forma de Estado confesional, que no cesa en reconocer la existencia de una verdad religiosa. En cambio, la libertad religiosa solamente puede reconocerse en un sistema de separación Iglesia-Estado, que se da cuando se implanta en un Estado la convicción de que las cuestiones religiosas no son tareas de competencia estatal, y de que el Estado debe ser neutral.

En el caso de la Revolución francesa, en cambio, los acontecimientos fueron totalmente distintos. Pese a que el art. 10 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano garantizaba a todos la libertad religiosa mientras no alterara el orden público, el Estado avanzó paulatinamente sobre la organización de la Iglesia católica hasta que, proclamada la República, fue abiertamente perseguida, sustituido el calendario por otro llamado “civil”, y se entronizó la “Diosa Razón” en la Iglesia de Notre Dame y el culto al “Ser Supremo”. Es el germen del “laicismo”, un movimiento que, bajo la apariencia de exigir el respeto de la religión de cada uno, en realidad procura la eliminación de la re- ligión en la vida pública y su confinamiento al ámbito de la conciencia individual. Esta situación se mantuvo hasta que Napoleón Bonaparte celebró un Concordato con la Iglesia, en 1801. La convivencia entre Estado y religión durante el siglo XIX (particularmente con la Iglesia católica) fue cambiante.

En 1905 se sancionó la ley de separación de la Iglesia y el Estado aún vigente. Nació como una expresión de laicismo militante, heredero de la Ilustración, que se presenta como una ideología que compite con la religión. Paulatinamente su interpretación fue evolucionando, surgiendo el concepto de “laicidad” que, si bien parte del dualismo entre la Iglesia y el Estado, no ignora que los sujetos sometidos a la soberanía del Estado tienen necesidades religiosas, por lo que es permitido que los creyentes practiquen el ejercicio de la religión de modo colectivo y público, dentro del marco del orden público. Sin embargo, el hecho religioso no tiene el mismo trato que en Estados Unidos (Maritain, 1952) [1], lo que se expresa con diversas restricciones a las manifestaciones religiosas públicas, últimamente hacia la comunidad musulmana.

Durante el siglo XIX casi todas las constituciones modernas habían legislado acerca de las relaciones entre el Estado y las religiones, sobre la base de la libertad de profesar creencias y de practicarlas públicamente con algunas restricciones, conforme a diversos modelos.

4.       Clasificación actual de las relaciones Estado e Iglesia (o confesiones religiosas) y la libertad religiosa de sus ciudadanos

Una vez que la evolución del proceso relacionado en los puntos anteriores ha culminado en la libertad religiosa, las formas de relación entre la Iglesia católica —y, en su caso, de otros cultos— y el Estado ha dado lugar a diferentes clasificaciones.

Por su sencillez y amplia captación del problema, seguimos aquí la clasificación de María Angélica Gelli (2005), para quien esas relaciones Estado-Iglesia pueden configurar tres formas prototípicas: la sacrali- dad, en la que existe una religión oficial y el Estado asume —dentro del bien común temporal— importantes aspectos del bien espiritual o religioso de la comunidad, convirtiéndose casi en un instrumento de lo espiritual; la secularidad, en la que el Estado reconoce el valor de la religiosidad, pero sin asumir lo espiritual como tarea específica suya, aunque cooperando con las iglesias (acotamos que es lo que también se denomina “laicidad”), y el laicismo, en el que el Estado adopta una actitud de neutralidad respecto del poder religioso, separando drásticamente el poder político del espiritual en las decisiones que toma, agregando, de mi parte, que es una actitud indiferente y a menudo hos- til frente al hecho religioso.

Otro aporte interesante lo hace el profesor Carlos Corral Salvador (2004) de la Universidad Complutense de Madrid, quien describe que, mirando en especial las constituciones de los Estados miembros de la Unión Europea, el criterio calificador mínimo de sus sistemas de relacionarse con las iglesias es la existencia o la inexistencia de al menos una religión o Iglesia del Estado, es decir, la “confesionalidad del Estado”, la que en Alemania hasta la Primera Guerra Mundial era, en realidad, bi-confesionalidad (la confesión luterana o católica según las regiones); mientras que en Rumania, hasta la Segunda Guerra Mundial, era triconfesionalidad (la confesión ortodoxa, católica y protestante). Este sistema de Estado confesional, normal en la antigüedad y en el llamado “Antiguo Régimen”, hasta hoy se mantiene en al menos 53 Es- tados islámicos —nada menos que en una cuarta parte de la ONU, con alrededor de 1.000 millones de personas—. Pero, sorpresivamente, se mantiene dentro de la Unión Europea en seis Estados, que son Inglaterra (la Iglesia anglicana); Dinamarca, Finlandia, Noruega, Suecia [hasta el 2000] (la Iglesia evangélica luterana); y Grecia (la Iglesia ortodoxa). Debemos aclarar, sin embargo, que en los cinco primeros casos es una unión meramente jurídica, prácticamente sin efectos políticos, pues se trata de sociedades altamente secularizadas y con un amplio ámbito de libertad religiosa. Una forma no mencionada es la de “ateísmo de Estado”, que se dio en los Estados de Europa oriental antes de 1989 y al presente en Cuba, China y Vietnam: estos casos, puedo acotar, son de “confesionalidad inversa”, pues el ateísmo es un sistema de creencias que suplanta a las religiones, limitadas éstas al máximo en su libertad de acción.

5.       Laicidad

Cabe ahora precisar las coincidencias y diferencias de dos conceptos lingüística e históricamente emparentados, pero que en nuestros días se han diferenciado notablemente: “laicidad” y “laicismo”. Debe hacerse la precisión de que ninguno de ellos tiene un sentido unívoco.

La palabra “laicidad” se comenzó a utilizar en Francia para referirse a la prescindencia religiosa del Estado. Se utilizaba indistinta- mente con “laicismo”, aunque desde 1925 adquiere una connotación de neutralidad y colaboración. Cobra relevancia para la Iglesia católica al fin de la Segunda Guerra Mundial, en la que muchos católicos habían participado activamente en la resistencia. La Constitución de la IV República se autodefinía como “laica”, lo que provocó problemas de conciencia en muchos católicos. Ese concepto fue asumido por la Constitución de 1958.

El Episcopado francés se pronunció sobre el punto en su carta pastoral del 12 de noviembre de 1945, distinguiendo cuatro acepciones de “laicidad”: laicidad respetuosamente neutral, laicidad simplemente profana, laicismo hostil o agnóstico, laicismo neutral e indiferente, admitiendo como legítimas las dos primeras. La primera (profanidad o autonomía), se refiere a “proclamar la autonomía soberana del Estado en sus dominios de orden temporal, su derecho a regir por sí solo toda la organización política, administrativa, fiscal y militar de la sociedad temporal”. Lo mismo cabe decir respecto de la segunda acepción (neutralidad respetuosa), referida a que, en un país dividido en cuanto a creencias religiosas, cada ciudadano pueda practicar libremente su religión. Ambas acepciones, se precisa, son conforme al pensamiento de la Iglesia.

Numerosas son, a partir de entonces, las ocasiones en que, desde el pensamiento cristiano —y en particular católico—, la palabra es utilizada para relacionarla principalmente a la “independencia y cola- boración” con el Estado. Maritain, Murray, Nell-Breuning y Messineo refieren que no es lo mismo “laico que laicizante”, “secular que secularizado”, “laicisme que laïcité”; “seculier et secularisé que laiciste”, “laicizing, secularist, laicized”. Tan es así que F. Rossi llega a exclamar, en el Osservatore Romano (28-VIII-1946, 1), “Stato laico, sí; stato laicista, no”.

Entre los dignatarios de la Iglesia, por su parte, el Papa Benedicto XVI (2005) abogó por una “laicidad positiva”. Con motivo de un en- cuentro sobre “Libertad y Laicidad”, en la ciudad de Nursia, remitió una carta en la que expresaba que la relación entre la Iglesia y el Estado no es de “hostilidad”, sino que la “laicidad positiva” garantiza “a cada ciudadano el derecho de vivir su propia fe religiosa con auténtica libertad, incluso en el ámbito público (…) en el respeto de las exigencias del bien común”.

De manera similar, y con ocasión de su visita a Francia en septiembre de 2009, en un discurso en el palacio del Elíseo dirigido al entonces presidente Sarkozy y su comitiva, Benedicto XVI (2009) resaltó que, tanto las raíces de Francia como las de Europa, “son cristianas” y abogó por una “laicidad positiva” (término que había utilizado el presidente Sarkozy) para una “comprensión más abierta” de la Iglesia y del Estado, tras precisar que “la desconfianza del pasado se ha transformado en un diálogo sereno y positivo”, y que “una nueva reflexión sobre el significado auténtico y la importancia de la ‘laicidad’ es cada vez más necesaria”. En ese sentido, el Papa agregó que “es fundamental insistir en la distinción entre el ámbito político y el religioso, para tutelar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos como la responsabilidad del Estado hacia ellos” y, por sociedad, define un sistema de gobierno político que impone esa concepción a los funcionarios hasta en su vida privada, a las escuelas del Estado, a la nación entera, nos erguimos, con todas nuestras fuerzas, contra esa doctrina; la condenamos en nombre de la verdadera misión del Estado y de la misión de la Iglesia.

Finalmente, ese documento cuestiona también lo que llama “laicismo indiferente”, para el cual “la laicidad del Estado significa la voluntad del Estado de no someterse a ninguna moral superior y de no reconocer sino su interés como regla de acción”.

6. Laicismo

El laicismo es entendido generalmente como una ausencia de relaciones entre las confesiones religiosas y el Estado, a las que éste debe ignorar. Esta posición sustituye a las religiones, haciendo jugar a esa ideología el mismo rol que ella imputaba a las religiones en el pasado.  Según este concepto de “laicismo”, no puede haber capillas o capellanes en los hospitales o cuarteles o prisiones, ni debe haber colabora[1]ción entre las autoridades religiosas y civiles. Tampoco se admite cooperación económica para los establecimientos escolares gestionados por los cultos religiosos, en el caso de que sean admitidos.

Algunas doctrinas laicistas negativas llegan a criticar que las insti[1]tuciones religiosas den indicaciones a los fieles sobre asuntos de actualidad con trasfondo religioso, como el aborto o la eutanasia o la homosexualidad. Se niega así a las iglesias y sus autoridades, por el mero hecho de ser tales, un derecho tan fundamental como es la libertad de expresión. Sería una discriminación por motivos religiosos que los obispos no pudieran expresar la doctrina de la Iglesia católica sobre determinados asuntos.

Las doctrinas laicistas negativas más radicales pretenden prohibir que haya símbolos o manifestaciones religiosas públicas, como crucifijos o procesiones, o que las autoridades públicas asistan a ceremonias religiosas, como bendiciones de edificios o misas. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, promulgada por las Naciones Unidas en 1948, en su artículo 18, garantiza a todas las personas la “libertad de manifestar su religión o creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado”.

En el ya mencionado documento de noviembre de 1945, el episcopado francés rechazó por incompatibles con la doctrina de la Iglesia las acepciones tercera y cuarta del concepto de “laicidad”. Respecto de la tercera, que designa como “laicidad agnóstica u hostil” —y se refiere al comunismo, entonces poderoso en ese país—, afirma que

si la laicidad del Estado es una doctrina filosófica que encierra una perfecta concepción materialista y atea de la vida humana y de la sociedad, define un sistema de gobierno político que impone esa concepción a los funcionarios hasta en su vida privada, a las escuelas del Estado, a la nación entera, nos erguimos, con todas nuestras fuerzas, contra esa doctrina; la condenamos en nombre de la verdadera misión del Estado y de la misión de la Iglesia.

Finalmente, ese documento cuestiona también lo que llama “lai[1]cismo indiferente”, para el cual “la laicidad del Estado significa la vo[1]luntad del Estado de no someterse a ninguna moral superior y de no reconocer sino su interés como regla de acción”

7.       Autonomía y cooperación

En las últimas décadas, en el mundo occidental y culturalmente cristiano, las relaciones del Estado con la Iglesia católica y otros cultos religiosos han tendido a regularse por principios de autonomía y cooperación, en el marco de una amplia libertad religiosa, lo que no significa que cada tanto no surjan situaciones de tensión, como recientemente, en Argentina, con motivo de la discusión de la ley del aborto, mucho más permisiva que la existente hasta el momento según el Código Penal de 1921.

Cuando Maritain escribió El hombre y el Estado, en 1949, fijó algunas posiciones que, podemos decir, se acercan mucho a la situación existente en el ámbito cultural de Occidente, aunque lamentablemente con sociedades mucho más secularizadas que las de entonces. Ello ha sido posible por cambios en las posiciones de la Iglesia, especialmente desde el Concilio Vaticano II, y porque las posiciones laicas y aun laicistas se han abierto con más comprensión al hecho religioso [2]. Así, Maritain (1952) refiere como “formas específicas de la cooperación mutua” entre el “cuerpo político” (concepto que aproximadamente equivale al de Estado en un sentido amplio), el del “reconocimiento y garantía por parte del Estado de la plena libertad de la Iglesia” (p. 200), y “pidiendo la ayuda de la Iglesia para el bien común temporal” (p. 202).

Podemos concluir diciendo, con Maritain (1952), que, en este mundo secularizado, la separación de Iglesia y Estado (diríamos un “Estado laico”) significa,

…junto con la negativa a conceder a ninguna confesión religiosa una preferencia sobre las demás y a establecer una religión del Es- tado, una distinción entre el Estado y las Iglesias que es compatible con las buenas relaciones y la cooperación mutua. (p. 206)

Gonzalo F. Fernández en dialnet.unirioja.es

Notas:

1      Maritain destacó en El hombre y el Estado el distinto alcance que la separación de la Iglesia y el Estado tenía (y tiene) en Estados Unidos y en Europa.

2      Es notable la referencia del filósofo alemán Jurgen Habermas al aporte de la reli- gión cristiana a la cultura occidental, aun a la que llama “sociedad post-secular, en su intervención en el famoso debate con Joseph Ratzinger –después Benedicto XVI- en la Academia Católica de Baviera, en enero de 2004. Cf. Entre razón y religión, Fondo de Cultura Económica, Méjico, 2008.

Jorge Miras

7.       La vocación común de los fieles: principales reflejos jurídicos

El c. 204 § 1 expresa la noción de fiel a partir de la eficacia específica del sacramento del bautismo: “Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el pueblo de Dios, y hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo”.

El c. 208, por su parte, extrae la primera consecuencia jurídica de la condición de fiel, al reconocer que “Por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del Cuerpo de Cristo”.

Así, antes de cualquier distinción o diversificación, el CIC, siguiendo las enseñanzas conciliares, reconoce la condición de fiel, que da lugar a una igualdad fundamental entre todos los miembros del Cuerpo de Cristo, basada en la común vocación bautismal a la santidad y a participar en la misión de Cristo y de la Iglesia (principio de igualdad) [39]. Una igualdad fundamental que se conjuga sin estridencias con la distinción de funciones propia del principio jerárquico, de institución divina [40], y que no se traduce en una rígida uniformidad a la hora de vivir la vocación cristiana, ya que en ella se da una rica variedad en cuanto a los caminos de santidad y en cuanto a las formas de perseguir el fin de la Iglesia, que no contradice la igualdad fundamental, sino que enriquece la comunión que es la Iglesia (principio de diversidad) [41].

Tanto el principio de igualdad como los principios jerárquico y de diversidad tienen consecuencias relevantes para el tratamiento jurídico de la vocación en la Iglesia católica, como trataré de mostrar seguidamente, comenzando por apuntar las relativas a la igualdad fundamental.

En efecto, el reconocimiento de la común vocación de todos los cristianos da lugar al estatuto jurídico fundamental del fiel, recogido en el título del Libro II del CIC: De las obligaciones y derechos de todos los fieles (cc. 208223), cuyo contenido forma parte también del Título I del Codex Canonum Ecclesiarum Orientalium.

En primer lugar, el c. 209 establece el deber de todos los fieles de mantener la comunión con la Iglesia, concretamente respetando los vínculos de comunión descritos en el c. 205. Si se recuerdan las consideraciones anteriores sobre la dimensión eclesial de la vocación cristiana, se advierte inmediatamente que nos hallamos aquí ante uno de sus reflejos jurídicos más básicos. La comunión con la Iglesia constituye precisamente el espacio, teológico y jurídico, en el que se desenvuelve de manera genuina la dinámica de la vocación [42]. De ahí que vivir en comunión con la Iglesia constituya no solo un deber, sino también un derecho, que —como comenta Cenalmor— “preserva el bien más básico para el fiel, comparable al bien de la vida en el ámbito natural, y en el que se sintetizan y del que derivan los principales deberes y derechos del bautizado” [43].

En ese marco de posibilidad constituido por la comunión eclesial, los cánones dedicados a los deberes y derechos fundamentales tratan de diversos ámbitos de desarrollo de la vocación cristiana [44]. Destacaremos brevemente algunos de ellos, a título ilustrativo, sin detenernos en su análisis detallado [45].

El c. 210 se refiere al deber de esforzarse por llevar una vida santa, incrementar la Iglesia y promover su continua santificación. Se trata de un deber moral, no exigible jurídicamente de manera directa. Sin embargo, conviene mencionarlo porque muestra cómo la Iglesia ha considerado oportuno recordar de modo explícito, en el contexto del estatuto jurídico fundamental de los fieles, una exigencia derivada inmediatamente de la vocación bautismal a la santidad. El mismo canon añade que ese deber ha de ser cumplido por cada uno de los fieles “según su propia condición”. De este modo, reconoce que junto al título del bautismo puede haber —hay de hecho— otros que especifican con concreciones más o menos diversas ese deber fundamental (cfr., por ejemplo, cc. 276 § 1, 573 § 1).

La vocación cristiana es, inescindiblemente, vocación a la santidad y al apostolado [46]. De ahí que junto al deber de tender a la santidad se recoja en el c. 211 el deber y el derecho de difundir el Evangelio, radicado también en la vocación bautismal y, por tanto, anterior a cualquier mandato de los sagrados Pastores y a cualquier deber específico anejo a la condición personal.

Aunque este deber sea también, de suyo, de carácter moral, su existencia fundamenta la juridicidad del derecho al apostolado, en la medida en que su ejercicio dependa de la actividad de otros, particularmente de los sagrados Pastores, que deben reconocerlo, fomentarlo, prestarle el auxilio espiritual necesario, y ordenar su ejercicio en el seno de la comunión eclesial [47].

El c. 213 muestra otro reflejo jurídico fundamental de la vocación cristiana al enunciar el derecho de los fieles “a recibir de los Pastores sagrados la ayuda de los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente la palabra de Dios y los sacramentos”. En efecto, los medios de salvación resultan absolutamente imprescindibles para poder alcanzar el fin de la vocación bautismal. Además, en virtud de la voluntad fundacional de Cristo, los fieles no pueden autodonarse esos bienes, ya que han sido confiados a los sagrados Pastores para que los administren. A esa finalidad sirve enteramente la constitución jerárquica de la Iglesia, la distinción y ordenación recíproca entre Jerarquía y pueblo cristiano, sacerdocio común y sacerdocio ministerial a la que antes he aludido.

Esta exigencia básica reclama ante todo que la Jerarquía de la Iglesia organice la cura pastoral de los fieles de modo adecuado y eficaz para ofrecerles el acceso a los bienes espirituales conforme a sus necesidades y a su propia vocación en la Iglesia [48]. Da lugar, además a múltiples concreciones de los deberes ministeriales, reguladas en diversos lugares del CIC [49].

Como un corolario del derecho a recibir la palabra de Dios, el c. 217 especifica el derecho de los fieles a recibir una educación cristiana, fundamentándolo explícitamente en el hecho de que todos han sido llamados “por el bautismo a llevar una vida congruente con la doctrina evangélica”, que por tanto deben poder conocer con autenticidad y profundamente, comenzando por el nivel catequético básico hasta llegar incluso a la formación de nivel universitario (cfr. c. 229) [50].

El c. 214 regula, como manifestaciones específicas de la variedad con que acontece la correspondencia a la vocación cristiana en la Iglesia, los derechos de todo fiel al propio rito y a la propia espiritualidad.

El derecho a dar culto a Dios según las normas del propio rito (expresión que designa primariamente la propia Iglesia ritual sui iuris) se basa en la conveniencia de favorecer el bien espiritual que implica para los fieles desarrollar su trato con Dios conforme a las tradiciones litúrgicas y espirituales en las que arraiga su condición cristiana [51]. La norma del c. 214 se acompaña, para hacerla operativa, de diversas disposiciones de organización pastoral en el Código latino [52].

El derecho a seguir la propia forma de vida espiritual —limitado solo por la conformidad con la doctrina de la Iglesia— se basa en la multiforme pluralidad de caminos por los que cabe perseguir la meta de la identificación con Cristo, la santidad, conforme a la variedad de dones que el Espíritu distribuye. Al impedir que se establezcan arbitrariamente cánones uniformadores y restrictivos para la vida espiritual —más allá de los medios generales presentes en la tradición viva de la Iglesia—, abre un cauce de libertad que permite a los fieles desarrollar sus propios carismas y secundar la acción del Espíritu Santo según los modos que les resulten más fructíferos [53]. La organización de la atención pastoral de los fieles encuentra también aquí un principio informador fundamental.

Los derechos de asociación y reunión para fines y materias propios de la misión eclesial, sancionados en el c. 215 y desarrollados en otras normas del CIC [54], constituyen cauces para que los fieles que lo deseen puedan poner en práctica, de manera asociada o colectiva, diversísimas iniciativas relacionadas con su vocación cristiana.

Mencionaré, por último, el derecho a la libertad en la elección del propio estado de vida, que guarda, evidentemente, relación directa con la personal vocación cristiana. Se trata fundamentalmente aquí de la inmunidad de coacción, tanto a la hora de adoptar el estado de vida libremente elegido, como a la hora de mantenerlo, sin más restricciones que las legítimamente establecidas por el derecho (señaladamente, en virtud de sanción penal). A la vez, desde el punto de vista positivo, este derecho reclama de toda la comunidad eclesial (pastores, padres, educadores), cada uno según sus responsabilidades, que se facilite a los fieles el clima y los subsidios necesarios para que puedan reconocer su propia vocación y seguirla.

Sin embargo, la libertad en la elección de estado no otorga a cada fiel acceso absoluto e ilimitado a cualquier estado que subjetivamente desee. Cuando se trata de condiciones de vida en las que entra en juego el bien público o los derechos y libertades de otros sujetos, el interesado tiene derecho a manifestar su deseo o inclinación, pero debe cumplir las condiciones legítimamente establecidas y recibir el consentimiento o la llamada de otros a tenor del derecho. Así sucede, evidentemente, con el matrimonio; y de manera peculiar con el sacramento del orden o con la asunción de estados de vida que exigen ser admitido por la autoridad competente. Este es, como veremos, uno de los puntos en que se muestra de modo más específico la relación entre derecho y vocación.

8.       La vocación cristiana en los fieles laicos

El CIC, desde el punto de vista de la constitución jerárquica de la Iglesia, llama laico a todo fiel que no ha recibido el sacramento del orden (cfr. c. 207 § 1). Pero usa también el término, conforme a la doctrina del Concilio Vaticano II, para designar una modalidad de fieles cristianos que se distingue, tanto de los ministros sagrados o clérigos, como de los fieles que asumen alguna de las formas canónicas de vida consagrada (cfr. c. 207 § 2).

En este sentido específico, los laicos son los fieles corrientes, los bautizados que viven en las circunstancias comunes de la existencia ordinaria en el mundo. Su posición eclesial no se delimita de modo meramente negativo, sino que se caracteriza positivamente por la nota de la secularidad, ya que "la índole secular es propia y peculiar de los laicos" [55], de modo que determina su misión en la Iglesia y en el mundo, y da razón de su estatuto jurídico.

Al señalar precisamente la secularidad como "índole propia" de los fieles laicos, el Concilio Vaticano II indica el rasgo que define su modo propio [56] de buscar la santidad y de participar en la misión evangelizadora de la Iglesia, la forma peculiar que asume en los laicos la vocación cristiana: "La común dignidad bautismal asume en el fiel laico una modalidad que lo distingue, sin separarlo, del presbítero, del religioso y de la religiosa. El Concilio Vaticano II ha señalado esta modalidad en la índole secular" [57].

Si la misión específica que corresponde por vocación a los laicos es santificar el mundo "desde dentro", a modo de fermento, la eficacia de su aportación a la misión de la Iglesia dependerá en buena medida de que se mantengan fieles a su modo de ser cristianos: la secularidad (cfr. c. 225). Y ésta implica: que viven plenamente inmersos en las realidades temporales y que esa vida es plenamente cristiana [58].

La peculiaridad de la vocación laical ha sido acogida también en el CIC, cuya característica más importante respecto a los laicos es, sin duda, el cambio de perspectiva que supone la proclamación del principio de igualdad y la formalización de la común condición jurídica de fiel, con todos sus derechos y obligaciones.

Se ha dicho a veces, no obstante, que, en contraste con la revalorización conciliar de la vocación y misión de los laicos, el Código les presta poca atención, mientras que dedica gran número de cánones a los clérigos, a la Jerarquía y a la vida consagrada, como si perdurase una concepción de la Iglesia en la que los laicos no tuvieran más  que un papel auxiliar o subalterno. Sin embargo, si se tiene en cuenta la índole secular que es característica peculiar de los fieles laicos, se advierte que el CIC acoge fielmente los rasgos propios de su vocación y misión expuestos en el Concilio.

Hay, en efecto, algunas normas —pocas— que se refieren a capacidades y responsabilidades de los laicos en tareas internas de la Iglesia; y nada se dice sobre la mayoría de los aspectos de su vida. Pero ese silencio no es sino manifestación de que la vida cristiana de los laicos, en su mayor parte, se desarrolla en las vicisitudes y circunstancias del mundo —que no son regulables desde el Derecho canónico—, y ello por su propia vocación, que se reconoce (cfr. c. 225) y se sostiene con todos los medios de santificación.

Además, el Código incluye, bajo el título "De las obligaciones y derechos de los fieles laicos", ocho cánones (224231) que precisan en algunos aspectos su posición jurídica en la Iglesia.

Son, como sucede con los que componen el estatuto jurídico fundamental de los fieles, cánones de contenido heterogéneo: no todos recogen propiamente deberes y derechos, ya que varios tratan de capacidades, o de deberes no jurídicos, sino morales [59]; algunos enuncian deberes, derechos o capacidades no exclusivamente laicales (pero que el CIC explicita por referirse a ámbitos en los que no se había precisado la posición de los laicos [60]); otros no afectan a todos los laicos, sino solo a algunos [61]; y, finalmente, los hay que tratan aspectos muy circunscritos [62], mientras que otros aluden a la parte esencial de la vida y misión de los laicos [63].

En cuanto a los contenidos concretos de ese título, en primer lugar se trata del apostolado de los laicos. Reiterando y concretando la disposición del c. 211, el c. 225 § 1 se refiere al deber de hacer apostolado, y reconoce el correspondiente derecho de los laicos a trabajar apostólicamente, de modo personal o asociándose con otros. El canon citado funda este deber y derecho de hacer apostolado en el bautismo y en la confirmación, no en un encargo de la Jerarquía [64]. El apostolado propio de los fieles laicos es inseparable de su secularidad. Resulta imposible, por eso, hacer un elenco de sus manifestaciones [65] puesto que son tan diversas como las situaciones y vicisitudes de la vida en el mundo. Pero es indudable que la misión de "iluminar y ordenar las realidades temporales" [66], se ha de ejercer, ante todo, en la vida ordinaria: familia, trabajo, vida social, amistad, etc.

Además de resaltar la dimensión apostólica de la vida cotidiana, el Concilio llamaba a los laicos, precisamente por su índole secular, a asumir su responsabilidad apostólica especialmente en aquellos lugares, circunstancias y actividades en los que la Iglesia solo puede ser sal de la tierra a través de ellos [67]; y el c. 225 § 1 se hace eco de esa llamada.

Por su parte, reconociendo otro de los elementos fundamentales de la peculiar vocación laical, el c. 227 recoge el derecho de los laicos a que se les reconozca, por parte de las autoridades eclesiásticas, la libertad que compete a todos los ciudadanos en los asuntos terrenos. Ese reconocimiento es esencial para que no se coarte el desarrollo de su misión propia (cfr. c. 275 § 2).

Las cuestiones temporales tienen su propia autonomía [68], y no es misión de la Iglesia gobernarlas: en ese aspecto no tiene competencia. Son éstas precisamente aquellas actividades, antes mencionadas, en las que la Iglesia no puede ser sal de la tierra sino a través de los laicos, de su libre iniciativa y responsabilidad en su misión de iluminar cristianamente esas realidades, ordenándolas según Dios [69]. Pero la autonomía de lo temporal no puede legitimar una quiebra de la autenticidad de la vida cristiana [70]. El propio c. 227 recuerda por eso que, al ejercer su libertad en las cuestiones temporales, los laicos "han de cuidar de que sus acciones estén inspiradas por el espíritu evangélico, y han de prestar atención a la doctrina propuesta por el magisterio de la Iglesia", que, lógicamente, no propondrá soluciones concretas, sino que se limitará a iluminar las conciencias acerca de los aspectos y dimensiones morales de esas cuestiones. Puesto que en muchos asuntos caben diversas opiniones coherentes con la fe, los fieles laicos deben evitar "presentar como doctrina de la Iglesia su propio criterio, en materias opinables" (c. 227).

El c. 229 § 1 conecta el deber de apostolado con el deber y el derecho de los laicos de adquirir conocimiento de la doctrina cristiana, de acuerdo con la capacidad y condición de cada uno (cfr. c. 217). Se sigue de aquí el correlativo deber de los sagrados Pastores de ofrecer y organizar los medios necesarios para esa formación.

En efecto, para estar en condiciones de cumplir la misión de iluminar todas las realidades seculares, evitando la tentación del secularismo, resulta imprescindible una formación que proporcione la capacidad de discernimiento, de juzgar lo que agrada a Dios [71], sin dejarse llevar acríticamente por los criterios de comportamiento imperantes. Se necesita, en particular, un conocimiento exacto y profundo de las verdades de la fe; una recta antropología; la ciencia moral esencial, especialmente sobre las cuestiones más relacionadas con las propias circunstancias; un conocimiento sólido de la doctrina social de la Iglesia. Y todo ello orientado a la formación de la conciencia personal, ya que la coherencia cristiana debe darse en una vida secular presidida por la más amplia libertad de decisión y de acción (cfr. c. 227).

El derecho de los laicos a la formación doctrinal se prolonga en el derecho a recibirla, si se tiene la necesaria preparación intelectual, al más alto nivel en las facultades e institutos eclesiásticos, y a obtener los correspondientes grados académicos (c. 229 § 2). El c. 229 § 3 reconoce, asimismo, a los laicos capacidad para recibir mandato de enseñar ciencias sagradas, si cumplen los requisitos de idoneidad establecidos por el Derecho (cfr. c. 812).

Por lo que se refiere a la asunción de cometidos intraeclesiales por parte de los laicos, el c. 230 recoge algunas capacidades concretas en materia litúrgica; y en su § 3 se refiere al supuesto extraordinario de suplencia, por parte de fieles laicos, de algunas funciones de los ministros sagrados. Esa suplencia solo es lícita en caso de necesidad y si no hay ministros sagrados que puedan realizarlas [72].

Igualmente, quienes reúnan las condiciones de idoneidad pueden  recibir aquellos oficios eclesiásticos y encargos que pueden cumplir los laicos (c. 228 § 1). Y los fieles laicos que se distingan por su ciencia, prudencia e integridad pueden ser llamados a ayudar como peritos y consejeros a los Pastores de la Iglesia (c. 228 § 2). Quienes reciben esos encargos tienen el deber de formarse para ejercerlos bien, y tienen derecho a una retribución adecuada, de acuerdo también con la legislación estatal (c. 231).

La regulación de las funciones, habilidades y capacidades de los fieles laicos muestra una faceta lógica de su condición de fieles, miembros del Pueblo de Dios, investidos por el bautismo del sacerdocio común. A la vez, el derecho canónico procede cuidadosamente para proteger en el ámbito jurídico la naturaleza propia de la Iglesia y, dentro de ella, de la vocación laical. En efecto, Concebir la plena asunción de la vocación cristiana por parte de los laicos como incremento de su actividad intra-eclesial supondría incurrir en el error que el Sínodo de Obispos sobre los laicos llamó clericalización [73].

La correcta comprensión de la vocación peculiar de los laicos implica entender que su dedicación a las tareas seculares es dedicación a la misión de la Iglesia, en la parte que les es propia por su vocación. No existe aquí un dilema: o misión en la Iglesia o misión en el mundo; sino que ambas dimensiones convergen en unidad de vida [74].

Puede decirse, pues, que toda la vida de los laicos, incluso en sus  manifestaciones más terrenas y cotidianas, posee una dimensión eclesial. Pero, evidentemente, solo si esa vida es plenamente cristiana, vivida en comunión con Dios y con la Iglesia, sin ceder a la tentación de legitimar la indebida separación entre fe y vida, que constituye "uno de los más graves errores de nuestra época" [75]. Y a favorecer y posibilitar esa plenitud cristiana de la vida ordinaria de los laicos se orientan las breves normas que integran su estatuto jurídico, en conjunción con las que enuncian los deberes y derechos de todos los fieles.

9.       La vocación matrimonial

Al tratar del contenido del Título del CIC sobre los derechos de los fieles laicos, he dejado aparte los que se refieren a la vida matrimonial y familiar, precisamente para subrayar cómo, también en este punto, el CIC adopta la perspectiva propia de la vocación.

El significado radical de la vocación cristiana, expuesto en páginas anteriores, implica que cada bautizado puede y debe vivir todas las realidades y circunstancias que componen su vida como ocasiones de responder a la llamada de Dios, como parte de su vida cristiana y camino de santidad, del mismo modo que el Hijo de Dios, al hacerse verdadero hombre, asumió en su vida divina todo lo humano, santificándolo. Así lo confirma la doctrina conciliar cuando, refiriéndose directamente a los cristianos corrientes, afirma que "todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo" [76].

Sin embargo, desde el punto de vista de la vocación cristiana, hay que advertir que el matrimonio es más que una mera circunstancia personal, que pueda y deba santificarse del mismo modo que todas las otras. Constituye una precisa determinación, una concreción de la vocación bautismal, a través del sacramento del matrimonio: "la vocación universal a la santidad está dirigida también a los cónyuges y padres cristianos. Para ellos está especificada por el sacramento celebrado y traducida concretamente en las realidades propias de la existencia conyugal y familiar (cfr. LG, 41)" [77].

En ese sentido, el mismo matrimonio es vocación cristiana, "una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, dice San Pablo (...): signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra" [78].

Para comprender esta dimensión vocacional del matrimonio es preciso reflexionar sobre el hecho de que marido y mujer ya no son dos, sino una sola carne [79]. Su unión no es, pues, una relación superficial, sino que incide en el ser de los esposos: el matrimonio une sus personas en todos los aspectos conyugales, que están íntimamente implicados en la vocación fundamental de la persona al amor [80] y, por eso mismo, en la vocación a la santidad, que no es otra cosa que la plenitud de la caridad, del amor.

Así pues, una vez que el ser de cada esposo ha quedado afectado por la vinculación indisoluble con el otro, al que debe en justicia las obras del amor, su personal respuesta a la vocación bautismal no puede darse al margen de esa realidad, de su identidad de esposo o esposa.

Por tanto, no es que los esposos reciban una segunda vocación —ya hemos visto que la vocación identifica a la persona, que es una—, sino que, al constituirse en matrimonio, se especifica el camino por el que han de responder a su vocación eterna a la santidad [81]: un camino marcado decisivamente por la naturaleza sacramental de su unión conyugal, y que adquiere una peculiar fuerza santificadora, intrínseca, por la gracia del sacramento: "el sacramento del matrimonio, que presupone y especifica la gracia santificadora del bautismo, es fuente y medio original de santificación propia para los cónyuges y para la familia cristiana" [82].

Pues bien, en coherencia con esta concepción, el c. 226 se refiere a la misión peculiar de aquellos laicos que, "según su propia vocación, viven en el estado matrimonial". En su caso el deber general de trabajar en la edificación del Pueblo de Dios se realiza de modo especial a través del matrimonio y de la familia, "Iglesia doméstica". Esto lo harán en primer lugar, aunque no exclusivamente, mediante el cumplimiento fiel del gravísimo deber (c. 226) —al que corresponde un derecho, ante la Iglesia y ante el Estado— de procurar la educación cristiana de sus hijos, que constituye el primer apostolado de los padres cristianos, el primer e insustituible ámbito de su participación en la misión evangelizadora.

10.     Un aspecto peculiar de la relación entre vocación y derecho en el régimen jurídico de los ministros sagrados y de la vida consagrada

Entrando ya a reflexionar sobre los fenómenos vocacionales más conocidos, y tradicionalmente más tratados —la vocación al ministerio ordenado y a la vida consagrada—, parece innecesario detallar aquí la mayoría de las cuestiones que se integran en su tratamiento jurídico que, evidentemente, muestra numerosísimos reflejos de la fe de la Iglesia en la vocación de Dios, de la reverencia, aprecio y gratitud con que la trata y la protege.

Las normas jurídicas que se refieren al sacerdocio y a la vida consagrada van desde el fomento de las condiciones óptimas para que surjan en el Pueblo de Dios las vocaciones necesarias para la misión de la Iglesia, hasta el cuidado de la vocación recibida, mediante precisas normas y exhortaciones de vida dirigidas a los interesados y a quienes tienen la responsabilidad de intervenir en su formación previa y permanente. Me ceñiré ahora, sin embargo, solo a un aspecto, de especial interés desde el punto de vista aquí adoptado, que es peculiar de estos fenómenos vocacionales, aunque se configura jurídicamente de maneras distintas.

Me refiero a la necesaria intervención de una autoridad externa al sujeto, tras una tarea previa de discernimiento, para que la vocación sea eclesialmente reconocida y se despliegue legítimamente, también en sus efectos jurídicos, más allá de la interioridad subjetiva. Se trata, en efecto, de dos casos paradigmáticos en los que la vocación aparece como presupuesto meta-jurídico de la legítima atribución y asunción de funciones o condiciones de vida que tienen evidentes dimensiones de orden público.

Conviene traer a la memoria en este punto, como contexto y fundamento, algunas de las consideraciones ya expuestas en los apartados 1 y 2, acerca del carácter meta-jurídico y la dimensión intrínsecamente eclesial de la vocación.

a)       La vocación al ministerio ordenado

La Iglesia ha considerado constantemente el sacerdocio como un don recibido, un ministerio de institución divina que hace sacramentalmente presente a Cristo el Señor y su acción redentora en medio de su Pueblo.

"Cristo el Señor, para dirigir al Pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios que están ordenados al bien de todo el Cuerpo. En efecto, los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios (...) lleguen a la salvación" [83]. La función propia de los ministros sagrados en la Iglesia es hacer presente a Cristo, no ya al modo en que todos los fieles, cooperando en pie de igualdad en cuanto a dignidad y acción (cfr. c. 208), edifican su Cuerpo, sino ejerciendo la acción específica que corresponde a Cristo, como Cabeza y Pastor, para guiar y apacentar a su grey. Esto requiere en los clérigos una específica capacitación ontológica que depende esencialmente de su participación personal en la consagración y misión de Cristo [84].

La función ministerial no se basa, por tanto, en una simple decisión personal, o en una designación de la comunidad, sino en la sagrada potestad de Cristo. Se trata de una destinación sacramental a desempeñar en nombre —y los sacerdotes (obispos y presbíteros), en determinadas acciones, también en persona— de Cristo Cabeza las funciones sagradas de enseñar, santificar y regir, que cada uno de los ministros desempeña según su propio grado [85].

La asunción del ministerio sagrado presupone, ciertamente, una vocación divina, cuya realidad primaria es carismática y misteriosa. La Iglesia sabe bien que “nadie se toma por sí mismo este honor, sino el que es llamado por Dios como Aarón” [86] y, a la vez, siente la grave responsabilidad de no imponer a nadie las manos precipitadamente [87], sin comprobar que posee las debidas condiciones para desempeñar fructuosamente el ministerio sagrado en bien de los fieles, pues de lo contrario permitiría que se causase un grave daño al Pueblo de Dios y al interesado.

El decreto conciliar sobre la formación sacerdotal expresa, a este respecto, plena confianza en “la acción de la divina Providencia, que concede las dotes necesarias a los hombres elegidos por Dios a participar en el Sacerdocio jerárquico de Cristo, y los ayuda con su gracia” [88]. Opera aquí la certeza, siempre presente en la Tradición cristiana, de que Dios, al elegir a una persona para una misión determinada, le otorga los dones, cualidades y auxilios que necesita para llevarla a cabo fiel y fructuosamente [89].

Si se tiene presente que, como considerábamos más arriba, la elección de Dios es eterna, anterior a la creación, se comprende que no es temerario, sino perfectamente coherente aspirar a discernir prudentemente y con la ayuda de Dios ciertos signos externos de que una persona determinada ha recibido la vocación sacerdotal. Por eso el mismo decreto conciliar añade que Dios no solo llama interiormente a los que ha elegido, sino que “confía a los legítimos ministros de la Iglesia que, una vez conocida la idoneidad, llamen a los candidatos bien probados que solicitan tan gran dignidad con intención recta y libertad plena, y los consagren con el sello del Espíritu Santo para el culto de Dios y el servicio de la Iglesia” [90]. De este modo, la vocación al orden sagrado es, a la vez, divina y canónica [91].

Así, entre las condiciones de licitud para recibir la ordenación diaconal o presbiteral, resumidas en el c. 1025 § 1, se exige en primer lugar que el sujeto reúna las debidas cualidades, que corresponde valorar al Obispo propio o —tratándose de un candidato miembro de un instituto de vida consagrada— al superior mayor competente. La autoridad competente debe valorar esas cualidades conforme a derecho, según dispone el mismo canon, con el fin de comprobar la autenticidad de los signos de la vocación del candidato y, en su caso, llamarlo a las órdenes.

De ahí que nadie pueda invocar propiamente un derecho a la ordenación [92]. En virtud del c. 212 § 2, quien cree tener vocación sacerdotal tiene derecho a manifestar a los sagrados Pastores su creencia de ser llamado por Dios, y su deseo consecuente de recibir la ordenación, si cuenta con las condiciones personales necesarias y una vez recibida la oportuna preparación.

Además, del mismo modo que está “terminantemente prohibido obligar a alguien, de cualquier modo y por cualquier motivo, a recibir las órdenes”, se prohíbe igualmente “apartar de su recepción a uno que es canónicamente idóneo” (c. 1026; cfr. c. 1038). Por tanto, ante la manifestación del deseo de recibir la ordenación por parte de un fiel, los Pastores sagrados tienen el deber de valorarlo adecuadamente, poner los medios para llevar a cabo el discernimiento y no exigir condiciones arbitrarias ni poner obstáculos innecesarios.

El discernimiento vocacional debe procurar determinar, en la medida en que ello es humanamente factible, la idoneidad personal del candidato (cfr. c. 1029) que, como he señalado, guarda una profunda relación con la autenticidad de su vocación divina. Ciertamente, se trata de un terreno en el que entran en juego de manera muy singular la prudencia, la experiencia y la recta capacidad de juicio. A la hora de alcanzar la certeza moral requerida para llevar a cabo la llamada canónica a las órdenes de un candidato intervienen factores que escapan a la determinación jurídica, si bien el derecho procura objetivar en cierta medida —a veces enunciándolas mediante conceptos jurídicos indeterminados— algunas de las principales cualidades que configuran positivamente la idoneidad personal (cfr. c. 1029).

b)       La vida consagrada

La modalidad de vida a la que da lugar la consagración a Dios por la profesión de los consejos evangélicos es manifestación del principio de variedad, no del principio jerárquico; sin embargo, es "parte integrante de la vida de la Iglesia, a la que aporta un preciso impulso hacia una mayor coherencia evangélica" [93]. De ahí la afirmación conciliar de que "aunque no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece indiscutiblemente a su vida y santidad" [94].

Juan Pablo II ha glosado en diversas ocasiones esa expresión del Concilio: "Esto significa que la vida consagrada, presente desde el comienzo, no podrá faltar nunca a la Iglesia como uno de sus elementos irrenunciables y característicos, como expresión de su misma naturaleza" [95]. Esta es la razón de que todos los fieles deban apoyar y promover la vida consagrada, aunque Dios llame a ella solo a algunos (cfr. c. 574).

Por estas razones radicadas en el bien público eclesial, unidas a otras particulares que tienen que ver con la tutela de la integridad de los carismas y de la vida regular de los institutos de vida consagrada, también el derecho canónico —de modo análogo a como lo hace en el caso de los candidatos al orden— interviene en el discernimiento de la vocación para abrazar la vida consagrada en una de las formas aprobada por la Iglesia.

Así, el c. 597, al enumerar los requisitos generales para que un fiel pueda ejercer eficazmente la libertad de incorporarse a un instituto de vida consagrada (cfr. c. 573 § 2), y para que el instituto pueda admitirlo, exige que, además de ser católico, sin impedimentos y con la debida preparación, esté movido por recta intención y tenga las cualidades exigidas por el derecho universal y por el derecho propio.

Estas normas básicas se concretan ulteriormente en los cánones dedicados a la admisión, formación e incorporación de los miembros de los diversos tipos de institutos [96]; y en el derecho propio de cada uno de ellos, que regulan las condiciones en que debe efectuarse el discernimiento de la idoneidad personal y la admisión para incorporarse —temporalmente, hasta llegar a la incorporación definitiva— al instituto.

* * *

Debo poner fin ya a estas páginas, para no extenderme más de lo admisible. Espero haber sido capaz de mostrar, aunque de modo más bien panorámico, dada la extensión de la materia, que la vocación es un concepto fundamental en la vida de la Iglesia católica y, en consecuencia, posee reflejos muy identificables también en su legislación. Como expresó Juan Pablo II en la Const. Ap. Sacrae disciplinae leges, la finalidad del Código de Derecho Canónico —y otro tanto podría decirse de toda norma canónica— “no es suplantar, en la vida de la Iglesia, la fe de los fieles, su gracia, sus carismas y, sobre todo, su caridad. Por el contrario, el Código tiende más bien a generar en la sociedad eclesial un orden que, dando la primacía al amor, a la gracia y al carisma, facilite al tiempo su ordenado crecimiento en la vida, tanto de la sociedad eclesial, como de todos los que a ella pertenecen”.

Jorge Miras, en unav.edu/

Notas:

39    Imprescindible, en este tema, la doctrina de Hervada: cfr., para su exposición originaria, J. Hervada – P. Lombardía, El derecho del pueblo de Dios, I, Pamplona 1970; J. Hervada, Elementos de Derecho constitucional canónico, 2ª ed. Pamplona 2001.

40    En la base de esa desigualdad funcional se encuentra la distinción —esencial, y no solo de grado—, que existe por institución divina entre el sacerdocio común de todos los fieles y el sacerdocio ministerial, que están recíprocamente ordenados el uno al otro. La Iglesia tiene una estructura jerárquica precisamente en orden a la administración de los medios de salvación: aparece como una comunidad sacerdotal orgánicamente estructurada (cfr. LG, 1011).

41    Las múltiples manifestaciones verdaderas de esa variedad, que suele indicarse hablando de carismas, vocaciones, espiritualidades (c. 214), condiciones de vida (cfr. c. 219) y formas de apostolado (cfr. c.  216), no solo son legítimas, sino que se dan "por designio divino" (LG, 32): como ha subrayado Hervada, obedecen a la voluntad fundacional de Cristo y a la acción del Espíritu Santo.

42    Cfr. A. Marzoa, La 'communio' como espacio de los derechos fundamentales del fiel cristiano, en “Fidelium Iura” 10 (2000) 147-180.

43    Cfr. la sintética exposición de D. Cenalmor, en D. Cenalmor – J. Miras, El derecho de la Iglesia. Curso básico de derecho canónico, Pamplona, 2ª ed. reimpresa 2006, Lecc. 9. Directamente relacionado con este deber y derecho se encuentran los enunciados en los tres parágrafos del c. 212 (obediencia, petición y opinión), que se refieren a otros tantos aspectos de la relación entre los fieles y los sagrados Pastores.

44    Si bien todos ellos se incluyen en un texto jurídico, no todos son susceptibles propiamente de tratamiento jurídico. Como precisa Cenalmor, siguiendo a Hervada y a Viladrich, “no todo lo incluido en estos cánones tiene índole jurídica. Los derechos sí, porque de lo contrario no serían auténticos derechos, que reclaman tutela jurídica; pero algunos deberes (cf., p. ej., c. 210) son prevalentemente morales, y pueden exigirse en justicia solo en determinados ámbitos. Por lo demás, el elenco de obligaciones y derechos de todos los fieles de los cc. 209‐223 (...) no es exhaustivo ni sistemático”. Ibid.

45    Para un estudio pormenorizado, cfr. J. Hervada, Comentario a los cc. 204-231, en CIC anotado (a cargo del Instituto Martín de Azpilcueta), 7.ª ed., Eunsa, Pamplona 2007; J. Fornés, Comentario a los cc. 204-208; en VV.AA., Comentario Exegético al CIC (Dir. A. Marzoa, J. Miras, R. Rodríguez-Ocaña), vol. II/1, Pamplona, 3º ed. 2002; D. Cenalmor, Comentario a los cc. 209-223, ibid.

46    Cfr. Concilio Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem [AA], 2-3; LG, 33.

47    Cfr. AA, 24. Muy relacionado con este derecho‐deber está el derecho, enunciado en el c. 216, a crear y sostener iniciativas apostólicas, como cauce institucional posible para corresponder a la vocación apostólica, y los deberes que se recogen en el c. 222, acerca de la ayuda a las necesidades de sostenimiento de la Iglesia, de promover la justicia social y de ayudar a los más pobres.

48    Cfr. LG, 37, fuente de esta norma, que matiza que los fieles deben poder recibir abundantemente esos medios.

49    Cfr., por ejemplo, cc. 386 § 1, 528, 843 § 1, 885 § 1, 912, 918, 980, etc.

50    En el libro III del CIC, De la función de enseñar de la Iglesia, se regulan con más detalle los distintos cauces y formas con los que la Iglesia proporciona la formación cristiana adecuada a cada fiel en las distintas circunstancias. Por su parte, el c. 218 reconoce a quienes se dedican al cultivo de las ciencias sagradas los derechos de investigación y de manifestar prudentemente su opinión en aquello en lo que son expertos.

51    Cfr. Concilio Vaticano II, Decr. Orientalium Ecclesiarum, 4.

52    Cfr. cc. 111-112, 372 § 2, 383 § 2, 450 § 1, 476, 518, etc.

53    También este derecho encuentra ulteriores concreciones en normas como las de los cc. 239 § 2, 240 § 1, 246 § 4, 991, etc.

54    En especial, el derecho de asociación, que se desarrolla detalladamente en el vigente régimen canónico de las asociaciones de fieles (cc. 298-329).

55    LG, 31; cfr. c. 225 § 2.

56    Cfr. LG, 31.

57    Juan Pablo II, Ex. Ap. Christifideles laici [CL], 15. El Concilio describe así esa índole secular: "Corresponde a los laicos, por su vocación propia, buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. Viven en el mundo, es decir, en todas y cada una de las profesiones y actividades del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Es ahí donde son llamados por Dios para que, realizando su función propia, bajo la guía del Evangelio, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a semejanza del fermento, y de esta manera, sobre todo con el testimonio de su vida, iluminando con la fe, la esperanza y la caridad, muestren a Cristo a los demás. Por tanto, a ellos les  corresponde de manera especial iluminar y ordenar todas las realidades temporales, a las que están estrechamente unidos, de tal manera que éstas lleguen a ser y se desarrollen constantemente según Cristo, y sean para alabanza del Creador y Redentor" (LG, 31).

58    Cfr. CL, 2. Más desarrollado en J. Miras, Fieles..., cit.

59    Cfr., por ejemplo, c. 225.

60    Cfr., por ejemplo, cc. 225 § 1; 228; 229 §§ 2‐3.

61    Cfr., por ejemplo, cc. 226; 230 § 1; 231.

62    Cfr., por ejemplo, c. 230.

63    Cfr., por ejemplo, cc. 225 § 2; 226 § 1.

64    Cfr. CCE, 900. Se acoge de este modo en el canon la doctrina conciliar, que superó una concepción reductiva del apostolado laical como mera cooperación en el apostolado jerárquico (esto no supone que no se dé también esa cooperación —cfr. LG, 33; AA, 20—; ni excluye el papel que corresponde a los Pastores en la promoción y ordenación del apostolado laical: cfr. AA, 24).

65    Cfr. AA, 16.

66    LG, 31; c. 225 § 2.

67    Cfr. LG, 33.

68    Cfr. GS, 36.

69    Cfr. LG, 31; c. 225 § 2.

70    Cfr. LG, 36.

71    Cfr. Rm 12, 2; Ef 5, 10.

72    La Instrucción Ecclesiae de mysterio, de 15.VIII.1997, precisó diversas cuestiones al respecto, con la preocupación —entre otras— de evitar que una indebida generalización de esos supuestos pueda tergiversar la naturaleza del sacerdocio común de los fieles (cfr. Principios teológicos, n. 2).

73    Cfr. CL, 23. Dicho error consistiría en entender la "promoción del laicado" como si se tratara sobre todo de abrir a los laicos el acceso a funciones y cometidos antes reservados a los clérigos, o de contar más con su colaboración en tareas intra-eclesiales.

74    Cfr. CL, 17 y 59. Unidad de vida significa especialmente —como enseñó con especial fuerza desde 1928 San Josemaría Escrivá— que en la existencia del cristiano no se pueden separar o contraponer los aspectos propios de su condición de cristiano y los de su condición de hombre y ciudadano.

75    GS, 43; cfr. CL, 2.

76    LG, 34; cfr. LG 10.

77    Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio [FC], 56.

78    San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 23. Cfr. J. HERVADA, Diálogos sobre el amor y el matrimonio, 3.ª ed., Eunsa, Pamplona 1987, pp. 347-348.

79    Gn 2, 24; Mt 19, 6; cfr. GS, 48.

80    Cfr. FC, 11; RH 10.

81    Cfr. A. Sarmiento, El matrimonio cristiano, Pamplona 1997, pp. 141 ss,

82    FC, 56. Cfr., para una exposición más amplia, J. Miras – J.I. Bañares, Matrimonio y familia, Madrid, 5ª ed. 2007, Lecc. 13.

83    LG, 18.

84    "El mismo Cristo es la fuente del ministerio en la Iglesia. Él lo ha instituido, le ha dado autoridad y misión, orientación y finalidad (...) Nadie, ningún individuo ni ninguna comunidad, puede anunciarse a sí mismo el Evangelio (...) Nadie se puede dar a sí mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio. El enviado del Señor habla y obra no con autoridad propia, sino en virtud de la autoridad de Cristo; no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en nombre de Cristo. Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia: debe ser dada y ofrecida. Eso supone ministros de la gracia, autorizados y habilitados por parte de Cristo" (CEC, 874-875).

85    Cfr. c. 1008. "Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo (...), ha hecho partícipes de su consagración y de su misión, por medio de sus apóstoles, a los sucesores de éstos, es decir, a los obispos, los cuales han encomendado legítimamente el oficio de su ministerio, en diverso grado, a diversos sujetos en la Iglesia" (LG, 28). "De Él los obispos y los presbíteros reciben la misión y la facultad (el 'poder sagrado') de actuar in persona Christi Capitis; los diáconos las fuerzas para servir al pueblo de Dios en la 'diaconía' de la liturgia, de la palabra y de la caridad, en comunión con el Obispo y su presbiterio (...)" (CEC, 875).

86    Hb 5, 4.

87    Cfr. 1Tm 5, 22.

88    Concilio Vaticano II, Decr. Optatam totius [OT], 2.

89    Cfr., por ejemplo, Sto. Tomás de Aquino, S. Th., III, q. 25, a.5, ad 1.

90    OT, 2.

91    Cfr. para un estudio histórico de esta concepción, E. de la Lama, ¿Vocación divina o vocación eclesiástica? Una dialéctica superada para explicar la naturaleza de la vocación sacerdotal (I y II), en “Ius Canonicum” XXXI, n. 61 (1991), 13-56; y n. 62 (1991), 431-507.

92    “Nadie tiene derecho a recibir el sacramento del Orden. En efecto, nadie se arroga para sí mismo este oficio. Al sacramento se es llamado por Dios (cfr. Hb 5, 4). Quien cree reconocer las señales de la llamada de Dios al ministerio ordenado, debe someter humildemente su deseo a la autoridad de la Iglesia a la que corresponde la responsabilidad y el derecho de llamar a recibir este sacramento. Como toda gracia, el sacramento sólo puede ser recibido como un don inmerecido” (CEC, 1578).

93    Juan Pablo II, Ex. Ap. Vita consecrata [VC], 3.

94    LG, 44; cc. 207 § 2, 574 § 1.

95    VC, 29.

96    Cfr., por ejemplo, cc. 641-653, para los institutos religiosos.

Jorge Miras

1.       Vocación y derecho: algunas precisiones

Al aceptar la amable invitación para colaborar en este volumen con un trabajo sobre la vocación en la Iglesia católica, tema extenso y que puede abordarse en muy diversas perspectivas, he optado, como canonista, por intentar poner de relieve algunas líneas fundamentales del tratamiento de la vocación por el derecho canónico vigente.

No obstante, parece ineludible anteponer al menos una precisión, a la vista del contraste que implica ya la mera alusión a una posible relación entre vocación y derecho. Se trata, en efecto, de dos realidades cuyas características más evidentes parecen, a primera vista, difícilmente conciliables.

En la reflexión cristiana [1], la vocación se considera un fenómeno de gracia cuya experiencia —una vez cerrado el tiempo del caminar terreno de Jesucristo— acontece fundamentalmente en la intimidad de la relación personal entre la persona humana y Dios, en el santuario de la conciencia, sin acompañarse por lo general de manifestaciones externas, sensibles e inequívocas.

Por su parte el derecho, como ordenación jurídica, se orienta a estructurar la vida social; y lo hace precisamente en cuanto a las cosas externas, o al menos en cuanto a las dimensiones o manifestaciones externas de las diversas realidades humanas, que son las únicas con directa relevancia social.

Desde ese punto de vista, no cabe duda de que la vocación se sitúa en un plano metajurídico, ya que ni las relaciones personales del hombre con Dios (que no poseen las características propias de la juridicidad), ni la intimidad de la conciencia, ni la gracia son de suyo objeto del derecho.

Habría que precisar, por esto, que el derecho canónico, cuando entra en contacto con la realidad vocacional, no pretende desbordar el ámbito propio de lo jurídico, ni efectúa un retroceso en la adecuada distinción y coordinación entre fuero interno y fuero externo [2]. La relación entre derecho y vocación se entabla precisamente en la medida en que el fenómeno vocacional trasciende el ámbito puramente interior  a la persona, presenta dimensiones externas y, por tanto, con relevancia eclesial.

Conviene entender bien esta afirmación. Es bien cierto que, en virtud de la misteriosa solidaridad sobrenatural existente entre los bautizados, la comunión de los santos [3], incluso los aspectos más privados e íntimos de la vida personal —la oración, el mérito, el pecado...— influyen sobre todos los miembros del Cuerpo Místico. Pero esto no significa que esos aspectos de la vida personal sean propiamente objeto de la justicia y, por ende, de las normas jurídicas. Una realidad personal es susceptible de tratamiento jurídico solo cuando posee manifestaciones externas que pueden afectar  a otros o verse afectadas por otros.

2.       Dimensión eclesial de la vocación

¿En qué ámbito o en qué aspectos tiene sentido, entonces, hablar de tratamiento jurídico de la vocación?

A mi juicio, para plantear adecuadamente esta cuestión es imprescindible reparar en que la dimensión eclesial —social— no es un añadido extrínseco a la vocación cristiana, sino un elemento esencial que la caracteriza y la hace posible. Sería reductivo, en efecto, concebir la vocación como una pura experiencia subjetiva individual que acontece exclusivamente en la intimidad de la conciencia y en la relación directa del hombre con Dios.

En la providencia amorosa de Dios, la vocación cristiana acontece y se vive en la Iglesia [4], que es el gran misterio de vocación (de convocación) de todos los hombres y, concretamente, de todos los fieles.

De hecho, quizá no exista una perspectiva más radical para situarse en la comprensión de sí misma que posee la Iglesia católica que la de la vocación, que se encuentra ya apuntada en la misma etimología de la voz ekklesia.

En efecto, Dios no ha querido “santificar y salvar a los hombres individualmente y aislados entre sí, sino constituirlos en un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente” [5]. “La palabra ‘Iglesia’ (...) significa ‘convocación’ (...) En ella, Dios ‘convoca’ a su Pueblo desde todos los confines de la tierra” [6], y lo llama, precisamente, a la comunión en la vida divina, cuya culminación es lo que llamamos santidad: “Dios creó el mundo en orden a la comunión en su vida divina, ‘comunión’ que se realiza mediante la ‘convocación’ de los hombres en Cristo, y esta ‘convocación’ es la Iglesia” [7]. Dejando aparte ahora otras consideraciones, cabe recordar que la Iglesia, en su realidad a la vez visible e invisible, humana y divina, “es asumida por Cristo ‘como instrumento de redención universal’ [8], ‘sacramento universal de salvación’ [9], por medio del cual Cristo ‘manifiesta y realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre’ [10]. Ella ‘es el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad’ [11]” [12].

Dios, por tanto, no solo llama —convoca— a todos los hombres y a cada hombre a formar parte de la Iglesia, sino que los llama en la Iglesia y a través de la Iglesia, instrumento del plan amoroso de Dios, cuya “estructura está totalmente ordenada a la santidad de los miembros de Cristo” [13].

Dios llama, ante todo, mediante el bautismo que la Iglesia ha recibido la misión de administrar: “Al entrar en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo se participa en la vocación única de este Pueblo” [14]. Por eso se habla de vocación bautismal, para todos los cristianos [15].

Llama asimismo cuando la Iglesia proclama la Palabra de Dios, de múltiples y variadas formas, y cuando se dirige a cada hombre, y especialmente a cada cristiano, actuando como instrumento de los cuidados personales que Dios le prodiga a través de la acción pastoral.

Llama, en fin, a través de las gracias y carismas que el Espíritu distribuye con toda libertad, algunos sencillos y comunes, y otros especiales, con los que prepara a determinados fieles y los “dispone para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia” [16]. Entre estos últimos, algunos poseen una gran trascendencia eclesial, incluso estructurante, que justifica y reclama una especial intervención del derecho.

Cuando se considera la realidad sobrenatural de la vocación en el seno de la Iglesia se advierte, así, que puede presentar verdaderas dimensiones de justicia que el derecho debe tomar en consideración y tutelar.

Con esta perspectiva analizaremos, sin pretensión de exhaustividad, algunos de los puntos de contacto más relevantes entre orden jurídico y realidad vocacional que aparecen en el derecho vigente.

3.       La vocación de todos los fieles a la santidad y al apostolado

Para plantear adecuadamente esta materia, es preciso tener en cuenta ante todo la doctrina del concilio Vaticano II [17] acerca de la llamada universal a la santidad [18], considerando precisamente su carácter de llamada, es decir, de vocación.

Como es sabido, en la época anterior al Vaticano II se encontraba ampliamente difundida —no de modo unánime en la doctrina espiritual católica, que presentaba matices diversos, a veces sutiles [19]; pero sí hondamente arraigada en la mentalidad común— una concepción de la vida cristiana que consideraba la santidad una aspiración asequible solamente para ciertos estados de vida o ciertas categorías de cristianos; y la misión apostólica, una tarea propia de la Jerarquía en la que los demás fieles podían ser llamados a colaborar.

En ese contexto conceptual, la expresión “llamada universal”, que alcanza a todos los fieles sin exclusión, pone el acento precisamente en la “novedad” que supone, respecto a la situación doctrinal antecedente, esa enseñanza conciliar que recupera y propone solemnemente la genuina doctrina evangélica, oscurecida durante siglos.

Pero su carácter universal no significa que se trate de una llamada genérica, impersonal, sin destinatario determinado. Por el contrario, esa llamada es, para cada cristiano, personalísima. Toda llamada de Dios, incluso cuando se dirige a una colectividad, se traduce siempre en vocación personal a la que cada uno ha de responder.

Y conviene señalar que se trata de vocación en sentido fuerte, porque el concepto de vocación ha experimentado históricamente un proceso paralelo al oscurecimiento de la llamada de todos los cristianos a la santidad y al apostolado.

Juan Pablo II aludía en 1985 a esta cuestión, que afecta directamente al tratamiento de la vocación en la Iglesia católica: “En el periodo anterior al Concilio Vaticano II, el concepto de ‘vocación’ se aplicaba ante todo respecto al sacerdocio y a la vida religiosa, como si Cristo hubiera dirigido al joven su ‘sígueme’ evangélico únicamente para esos casos. El Concilio ha ampliado esa visión” [20].

Evidentemente, el Concilio no ha negado que “la vocación sacerdotal y la religiosa conservan su carácter particular y su importancia sacramental y carismática en la vida del Pueblo de Dios”; pero ha ampliado esa visión precisamente sobre la base de la renovada toma de conciencia de la llamada universal a la santidad y de la participación de todos los bautizados en la misión de Cristo y de la Iglesia [21].

Por esta razón, para hacerse cargo adecuadamente del sentido y de las consecuencias de esa llamada universal, resulta muy necesaria una reflexión renovada sobre el significado de la vocación cristiana.

4.       Renovación de la “cultura vocacional”

La mentalidad común, desarrollada paralelamente al oscurecimiento histórico de la llamada universal a la santidad y al apostolado, a la que antes me refería, comporta una manera casi estereotipada de entender la vocación, que podría describirse en estos o parecidos términos:

—Existen multitud de hombres y mujeres que, al nacer o siendo adultos, han recibido el bautismo, por el cual se han incorporado a la Iglesia y han obtenido acceso a los medios de salvación.

—Algunos de ellos reciben posteriormente una vocación, y respondiendo a ella cumplen una misión determinada en la Iglesia, que comporta compromisos más exigentes. Lógicamente, ya que dedican su vida exclusivamente a su vocación, pueden y deben tener una vida cristiana más perfecta.

—Los demás bautizados, puesto que no tienen vocación, se dedican a las cosas normales de la vida y procuran esforzarse por hacer compatibles sus obligaciones con la fe y la práctica cristiana. Eso sí, teniendo en cuenta la máxima según la cual “primero es la obligación y después la devoción”; y como las obligaciones profesionales, familiares y sociales son tan absorbentes, generalmente no pueden dedicar mucho tiempo a las cosas de Dios, de modo que han de contentarse con una vida cristiana menos perfecta. Lógicamente, también tienen menos exigencias y compromisos que quienes sí han recibido vocación [22].

Aparte de otras razones que tienen que ver con la historia de la espiritualidad y de la teología espiritual, en planteamientos de ese tipo influye la equivocidad que posee en el lenguaje usual la palabra “vocación”:

—En su uso en la vida corriente, indica de manera general la inclinación o predisposición que alguien siente a dedicarse a algo determinado. Así, por ejemplo, se dice que alguien tiene vocación, o incluso “mucha” vocación para ser médico, policía o maestro.

—Se llama también vocación, ya en el ámbito religioso, a una inclinación semejante a la anterior, pero que el sujeto atribuye a una llamada de Dios que le trasciende: es la conciencia o la convicción que alguien tiene de ser llamado por Dios.

—En este mismo plano, también se da el nombre de vocación a la llamada misma, considerada como iniciativa y acción de Dios. Así, si se habla de la vocación de Moisés, vocación es la llamada de Dios y también la percepción, por parte de Moisés, de esa llamada: Moisés tiene vocación, se dice en este sentido.

—Por último, en lo que aquí nos interesa, se habla de vocación para referirse a alguno de los caminos concretos por los que Dios llama a seguirle, que presenta ciertos rasgos distintivos respecto a otros caminos. Se dice, en este sentido, que hay personas con vocación sacerdotal, o con vocación para determinada orden monástica, etc.

De estos cuatro sentidos, se suelen emplear con valor específicamente religioso los tres últimos: la vocación como llamada de Dios, como conciencia de la llamada en el sujeto y como camino concreto de respuesta a la llamada. Pero la equivocidad del término da lugar fácilmente a la idea de que los tres han de darse siempre unidos. Es decir, que quienes no tienen conciencia de haber sido especialmente llamados por Dios para seguirle por un camino concreto, no tienen vocación.

Desde los presupuestos de esta “cultura vocacional” no es difícil, en efecto, que la vocación a la santidad, a la plenitud de la caridad, de los cristianos corrientes, que no son llamados al sacerdocio o a la vida consagrada se entienda como algo distinto a la vocación propiamente dicha.

Sin embargo, esta reflexión de Juan Pablo II propone una perspectiva renovadora: “El Espíritu Santo de Dios escribe en el corazón y en la vida de cada bautizado un proyecto de amor y de gracia (...) El descubrimiento de que cada hombre y mujer tiene su lugar en el corazón de Dios y en la historia de la humanidad, constituye el punto de partida para una nueva cultura vocacional” [23].

Cada hombre y cada mujer, como persona única, irrepetible, protagoniza una relación personal y única con Dios, que arranca de la elección eterna a la que se refiere San Pablo: “Nos ha elegido en Cristo, antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia por el amor” (Ef 1, 4). El misterio proclamado en ese pasaje paulino posee una dimensión universal y colectiva, comunitaria, como la misma vocación a la santidad [24]. Pero no es menos cierto que, en definitiva, esa elección y vocación desde toda la eternidad alcanza individualmente a cada hombre y  a cada mujer: es también singular, única e irrepetible [25] para cada uno.

El propio Juan Pablo II comenta de modo muy sugerente el citado texto de la carta a los efesios: “podemos decir que Dios primero elige al hombre, en el Hijo eterno y consustancial, para participar en la filiación divina, y solo después quiere la creación” [26]. Una afirmación que, como el texto paulino, posee primariamente sentido universal, pero puede entenderse igualmente en sentido personal e individual: Dios primero conoce y elige a cada persona y después la llama a la existencia, para que esa vocación y elección se realicen con la respuesta libre de la persona bajo su providencia amorosa, pues, en definitiva, “la vocación última del hombre en realmente una sola, es decir, la vocación divina” [27].

5.       La vocación, clave de la identidad personal

Ninguna persona existe casualmente o sin sentido. El hombre “no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador” [28]. La existencia de cada hombre y de cada mujer, su verdad, solo se explica adecuada y totalmente a la luz de ese misterio de amor y de elección, que es “la razón más alta de la dignidad humana” [29].

Por ese motivo, la cultura vocacional que venimos considerando debe corregirse ante todo comprendiendo que la vocación, en sentido propio y radical (es decir, antes aún de la conciencia de la llamada o del camino específico de la respuesta), no es algo añadido a la persona, una incidencia aleatoria, que puede o no sobrevenir en algún momento de la vida. Por el contrario, la vocación, en cierto modo, configura y constituye a la persona misma, es la clave más profunda de su identidad y la razón de su existir [30].

Cada persona es un misterio original de amor y de elección: “Dios no deja a ningún alma abandonada a un destino ciego: para todas tiene un designio, a todas las llama con una vocación personalísima, intransferible” [31], de modo que puede afirmarse, con Juan Pablo II, que “la vocación de cada uno se funde, hasta cierto punto, con su propio ser: se puede decir que vocación y persona se hacen una misma cosa” [32].

Esa visión de la vocación como clave profunda de la identidad —de la unicidad irrepetible— de la persona se insinúa muchas veces en la Sagrada Escritura cuando Dios, al llamar a alguien para una misión, le da un nombre que expresa la estrecha unidad entre su existencia, su identidad y su misión. Los ejemplos son abundantes, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, culminando en el mismo nombre de Jesús (cfr. Mt 1, 21).

El nombre representa la identidad de una persona, pero existe una diferencia decisiva entre el modo de “dar nombre” de los hombres y el de Dios. El nombre que unos padres eligen, por diversas motivaciones, para su hijo no contiene toda la verdad de la persona, es solamente una representación, una referencia que remite a ella y permite identificarla. Pero si posteriormente esa persona cambia su nombre por cualquier razón, no por eso cambia su identidad, aunque la llamemos de otro modo.

En cambio, Dios da nombre en virtud de su conocimiento creador. Solo Él, que ha conocido y elegido a cada persona desde la eternidad (cfr. Rm 8, 28), puede llamarla por un nombre que expresa plenamente toda su verdad, y que no se puede cambiar. En ese sentido, a cada persona puede aplicarse lo que dice Dios a Israel por boca del profeta Isaías: “Yo te he redimido y te he llamado por tu nombre: tú eres mío” (Is 43, 1).

Ese nombre por el que Dios llama a cada persona a ser suya es la vocación, la identidad verdadera de cada una. En ese sentido, dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Vivir en el cielo es “estar con Cristo” (...) Los elegidos viven ‘en Él’, aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre” [33]; y apoya esa afirmación en el texto del Apocalipsis que expresa simbólicamente esta promesa: “Al que venza (...) le daré también una piedrecita blanca, y escrito en la piedrecita un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe” (Ap 2, 17).

Efectivamente, la vocación es la clave de la propia identidad, pero no como una voluntad puramente externa que se imponga a la persona, o como un destino inexorable ya perfectamente predeterminado, al que deba plegarse. El ejercicio de la libertad, en su misteriosa conjugación con la gracia, contribuye de diversos modos a configurar la vocación; de ahí la exhortación de San Pedro: “hermanos, poned el mayor esmero en fortalecer vuestra vocación y elección” (2P 1, 10).

Por eso se afirma que la vocación es don y, a la vez, tarea: elección eterna de Dios y propuesta que Él hace a la libertad de cada persona. En la correspondencia a la vocación de Dios se cifra la autenticidad y la plenitud de la realización personal, de tal modo que en realidad, en el horizonte de la libertad humana, no solo no hay contradicción entre buscar la propia realización y responder a la vocación, sino que el máximo grado de coherencia con uno mismo —el ser yo mismo— se da precisamente en la fidelidad a la vocación: “el compromiso más fuerte ante mí mismo, la más completa honradez y coherencia en mi propio ser, acontecen ante el Dios que llama” [34].

6.       Vocación y conciencia de vocación

Es necesario referirse ahora a una cuestión que, muy razonablemente, se plantea al reflexionar sobre la llamada universal a la santidad y al apostolado como verdadera vocación personal: “Cuando se reflexiona sobre la universalidad de la llamada a la santidad, viene espontáneamente a la cabeza el pensar en la multitud de hombres y mujeres que no tienen noción alguna de esa vocación. ¿No es contradictorio sostener que Dios llama a la santidad también a aquellos que ni siquiera se dan cuenta?”[35]. Dicho de otro modo, ¿se dan necesariamente unidas la verdadera vocación (iniciativa de Dios que eligellama) y la conciencia personal de vocación?

Ciertamente, muchos bautizados, que además desean vivir cristianamente, no son conscientes de “tener vocación”, es decir, de haber percibido una llamada de Dios que les haya llevado a tomar una especial decisión de correspondencia. Esto no significa, sin embargo, que no tengan en absoluto conciencia y experiencia del contenido fundamental de la vocación a la santidad: de un deber, de una inquietud, de un buen deseo e incluso de un impulso que les mueve a orientar la propia vida hacia Dios. Otra cosa es que el interesado —quizá por influencia de la mentalidad común antes descrita— no dé a esa orientación fundamental el nombre de vocación y no sea, en consecuencia, consciente de tener vocación.

Pero describir la vocación, en su sentido más radical, como la elección que Dios hace desde la eternidad y por la que llama a cada persona a la existencia, implica ante todo que la vida de cada persona es objeto de una providencia especialísima de Dios, que no crea en vano, sino que al llamar predispone las gracias necesarias para que la llamada “se abra camino” y fructifique [36].

La providencia divina encuentra caminos, ordinarios y extraordinarios para darse a conocer gestis verbisque: a través de palabras y nociones explícitas, y también a través de los hechos y de los sucesos —interiores y exteriores— de la vida de cada persona.

Así, en primer lugar, es preciso contar —y la Iglesia lo hace, indudablemente— con la realidad de la gracia y de la acción invisible y callada del Espíritu Santo, que mueve interiormente a cada alma por su camino, con suavidad y fuertemente a la vez (cfr. Sb 8, 1).

Por otra parte, como indicaba anteriormente, hay que contar con el hecho, rico en consecuencias, de que Dios llama en la Iglesia y a través de la Iglesia, de manera  que la conciencia de pertenencia a la Iglesia es una suerte de materialización de la vocación personal, que implica un constante recordatorio y una permanente renovación de la llamada divina, a la vez que proporciona el camino y los medios necesarios para responder adecuadamente a ella.

En definitiva, el hecho de que en muchos cristianos no se dé una conciencia explícita y personal de “tener vocación” en nada merma el carácter de verdadera vocación personal de la llamada a la santidad y al apostolado contenida en el bautismo. Pero eso no significa que baste que alguien esté bautizado para que de forma automática e inconsciente, lo quiera o no, su vida se desarrolle santamente, o que solo sea necesaria la respuesta consciente del cristiano en el caso de las vocaciones que llaman a seguir a Cristo por algún camino específico.

La llamada de Dios exige, en todo caso, docilidad. Pero de ordinario para esa respuesta basta darse cuenta de que se es cristiano, hijo de Dios, y querer vivir como cristiano sirviéndose de los medios que la Iglesia administra. El bautismo siembra en el alma una semilla cuyo desarrollo propio es la santidad [37]: esa realidad viva es vocación, es atracción de Dios. Y, de suyo, posee la fuerza y la grandeza que he intentado ilustrar. Quien —a través de cualquiera de los variados caminos y experiencias de los que se sirve la gracia de Dios— es consciente de su condición de cristiano y procura vivirla fielmente, conoce su vocación y responde realmente a ella [38].

En esta perspectiva se comprende que la enseñanza conciliar sobre la grandeza y la exigencia de la vocación cristiana a la santidad es un don de Dios muy apreciable para toda la Iglesia. Para los sagrados pastores, porque esa renovada conciencia fomenta una organización y una acción pastoral que, de hecho, impulsen y favorezcan objetivamente la respuesta de todos los cristianos a esa llamada. Para cada uno de los cristianos porque descubrir con luces nuevas la fuerza y la exigencia de la vocación bautismal entusiasma e impulsa a corresponder con voluntariedad más explícita. Con toda esa fuerza exhortaba San Pablo a los primeros cristianos: “Os ruego yo, el prisionero por el Señor, que viváis una vida digna de la vocación con la que habéis sido llamados” (Ef 4, 1).

Jorge Miras, en unav.edu/

Notas:

1   Cfr., para una exposición reciente y las oportunas referencias bibliográficas, J.L. Illanes, Tratado de Teología Espiritual, Pamplona, 2007, pp. 155 ss.

2   Cuestión que, como es sabido, era objeto del segundo de los principios directivos para la reforma del Código de 1917, cuyo texto íntegro fue publicado en la revista Communicationes 1 (1967).

3   Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica [CEC], 946 ss.

4   Cfr., para un mayor desarrollo, F. Ocáriz, Naturaleza, gracia y gloria, Pamplona 2000, especialmente cap. X, Vocación a la santidad en Cristo y en la Iglesia, y la bibliografía allí citada.

5   Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium [LG], 9.

6   CEC, 751.

7   CEC, 760.

8   LG, 9.

9   LG, 48.

10    Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes [GS], 45.

11    Pablo VI, Discurso 22.VI.73.

12    CEC, 776.

13    Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem, 27.

14    CEC, 784; cfr. CEC 786.

15    “El Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía son los sacramentos de la iniciación cristiana. Fundamentan la vocación común de todos los discípulos de Cristo, que es vocación a la santidad y a la misión de evangelizar el mundo. Confieren las gracias necesarias para vivir según el Espíritu en esta vida de peregrinos en marcha hacia la patria” (CEC, 1533).

16    Cfr. LG, 12.

17    Cfr. LG, 11; 39; 40; 41; etc.

18    Doctrina calificada por Pablo VI como “la característica más peculiar y la finalidad última de todo el magisterio conciliar”: Motu proprio Sanctitas clarior, 19.III.1969, AAS 61 (1969) 159.

19    Cfr. V. Bosch, Llamados a ser santos. Historia contemporánea de una doctrina, Madrid 2008.

20    Juan Pablo II, Carta a los jóvenes, 9.

21    Cfr. Ibid.

22    Cfr. J. Miras, Fieles en el mundo. La secularidad de los laicos cristianos, Pamplona 2000.

23    Juan Pablo II, Mensaje para la XXXV Jornada Mundial de oración por las vocaciones, 24.IX.1997.

24    Cfr., más ampliamente, F. Ocáriz, Naturaleza..., cit.

25    Cfr. Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis [RH], 21

26    Juan Pablo II, Discurso 28.V.86.

27    GS, 22.

28    GS, 19.

29    Ibid.; cfr. también CEC, 27, 44, 505, 518, 549, etc. En estas páginas consideraré únicamente  la vocación en los bautizados; pero la noción radical de vocación sería incompleta si no se subrayara que, como afirma Juan Pablo II, “todo hombre está penetrado por aquel soplo de vida que proviene de Cristo” (RH, 18): una vida que culmina en la eternidad, “final cumplimiento de la vocación del hombre (...), de la ‘suerte’ que Dios desde la eternidad le ha preparado” y que “se abre camino por encima de todos los enigmas, incógnitas, tortuosidades, curvas, de la ‘suerte humana’ en el mundo temporal” (RH, 18). A la luz de este misterio de vocación deben contemplarse incluso las existencias humanas más oscuras e inadvertidas, también las que parecen no tener sentido alguno, contempladas desde una lógica puramente humana. Por difícil o inasequible que pueda resultar para nuestra comprensión uno u otro caso concreto, lo cierto es que ninguna existencia humana está entregada al azar (cfr. E. de la Lama, La vocación sacerdotal, Madrid 1994, p. 204).

30    Ciertamente, deben distinguirse el orden de la naturaleza y el de la gracia, el de la creación y el de la redención; y en ese sentido la vocación no es una realidad “natural”. Sin embargo, considerando a la persona concretamente existente, naturaleza y gracia, creación y vocación se funden, sin confusión, en una existencia elevada al orden sobrenatural. Cfr. a este respecto E. de la Lama, La vocación sacerdotal, cit., pp. 145-151.

31    San Josemaría Escrivá, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 106.

32    Juan Pablo II, Encuentro con seminaristas en Porto Alegre, 5.VI.1980.

33    CEC, 1025.

34    P. Rodríguez, Vocación, trabajo, contemplación, 2ª ed. Pamplona 1987, p. 19.

35    F. Ocáriz, Naturaleza…, cit., p. 233.

36    Cfr. RH, 18.

37    “La ambición es alta y nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad. Pero no hay otro camino, si se desea ser coherente con la vida divina que, por el Bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas. El avance es progreso en santidad; el retroceso es negarse al desarrollo normal de la vida cristiana”. San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 58.

38    Aunque se está tratando aquí de la vocación a la santidad en el ámbito eclesial humanamente identificable (la vocación cristiana de los bautizados), conviene anotar que la redención abarca a toda la humanidad y el misterio de la vocación no puede encerrarse en ninguna tipología que limite la infinita originalidad del Amor, que quiere que todos los hombres —uno por uno— se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1Tm 2, 3-4). Cfr. CEC, 1260.