II. Filosofía y cristianismo a la vez: un imposible real
La expresión «un imposible real» [75] pertenece al pensar de María Zambrano y se refiere a la unidad que puede darse entre experiencia religiosa y experiencia filosófica. Aunque ella la dirige primariamente a los planteamientos de Platón y de Plotino, encontrando en ellos su justificación, un examen detenido de la obra de Zambrano muestra que esta expresión conviene perfectamente a la esencia de su propio quehacer filosófico, es más, a su propio itinerario vital.
Tras haber encontrado y mostrado en el capítulo I el quicio de su pensamiento, identificándolo con la relación que se establece entre el hombre y la divinidad y, más concretamente, con su misión filosófica de poner el logos humano creado y creador –composición de pasividad y actividad– en el Logos divino y trascendente, increado y creador –puramente activo–; una vez revivida en los capítulos II y III la experiencia de destierro provocada por el doloroso desgarramiento inicial entre razón humana y razón divina, un itinerario muchas veces penoso a través de los grandes hitos del pensamiento occidental; y después de haber descrito en el capítulo IV su noción de racionalidad inclusiva dependiente de la realidad de lo sagrado; el último capítulo de esta investigación doctoral tiene como finalidad mostrar si, dentro de esta propuesta de razón, el desempeño filosófico de María Zambrano puede ser calificado como filosofía cristiana.
Para ello, en un primer momento, se analizará la relación que existe entre razón y salvación, recuperando un fragmento de la ya citada Carta a Dieste. En segundo lugar, tomando como base una de sus últimas obras, Los bienaventurados, intentará responderse a la pregunta sobre la razón de ser y la necesidad de la filosofía si, como ella confiesa, el Logos divino se hizo carne. La respuesta, como podrá verse, está en la esperanza como energía que alienta la búsqueda vital de la verdad. Por último, ya de modo marcadamente conclusivo, se presentará la reciprocidad que existe entre Dios y el ser humano, la fe y la razón, la filosofía y la teología, en la propuesta filosófica de María Zambrano. Una relación que justificaría plenamente la calificación de filosofía cristiana.
1. «Lo que ha de Salvarnos»
La filosofía de María Zambrano es una filosofía de luz, como el cristianismo es una religión de luz. No en vano, en el ir y venir de las reflexiones acerca de la razón, Zambrano recurre al prólogo del Evangelio según san Juan, para mostrar cómo el pensamiento es «luz que se enciende en la oscuridad hasta que la claridad del verbo aparece como una aurora consurgens» [76]. Luz y logos son conceptos clave de ese canto que inaugura el evangelio joánico y que, en línea complementaria a la metafísica del ser, constituyen la también clásica –y, por qué no, neoplatónica y cristiana– metafísica del logos [77]. Este carácter iluminativo es el que alienta a Zambrano a soñar y a buscar una forma de racionalidad que tenga como ámbito lo universal, lo necesario y lo evidente y que, rompiendo la frecuente reducción a una racionalidad instrumental y desde un carácter frecuentemente fronterizo, se inserte en la tradición filosófica y se abra al mismo tiempo a la dimensión práctica del ser humano en su sentido más clásico.
Esta constatación tan amplia hace que la utilización indiscriminada de la locución razón poética [78] tenga el riesgo de ser reductiva, hasta el punto de poder considerarse «un icono en el que María Zambrano ha quedado prisionera» [79]. Pero si se trata de un concepto tan asentado y representativo que aparece en seguida que se menciona a Zambrano, ¿cómo salvar esta dificultad terminológica?
Una de las caracterizaciones más tempranas y más detalladas de la razón que ofrece María Zambrano es la que aparece en 1945 en la correspondencia con el poeta Rafael Dieste y, en ella, se encuentra claramente la fórmula razón poética. Podría pensarse legítimamente que, si se trata de la conversación epistolar entre un poeta y una filósofa, el adjetivo poética es una referencia inequívoca a la poesía. Sin embargo, hay que ir más allá. Nuevamente la cuestión zambraniana exige arriesgar y dar el salto al relato bíblico y teológico: razón poética es razón creadora; o, con la precisión de la síntesis teológica de los padres de la Iglesia y de los escritores eclesiásticos, Logos creador. Se trata ni más ni menos que del momento inicial en el que, según la teología joánica, «por medio de él (=el Logos) se hizo todo» (Jn 1, 3). Solo puede entenderse adecuadamente la expresión razón poética –en el sentido en el que la usa María Zambrano–, si se sitúa en el contexto creador y si se refiere a la totalidad de la creación, no solo a determinados productos literarios capaces de transmitir sentido, a los que genéricamente se denomina poesía. Del mismo modo que en el cántico se exalta al Logos que, por atribución divina, se encarna, toma carne humana, la razón poética toma carne en los saberes de sentido –filosofía, poesía y religión–, sin que ninguno de ellos pueda arrogarse en exclusividad esta presencia creadora.
En la misma clave joánica es necesario introducir otra de las llamadas atribuciones divinas, en este caso, la redención. Solo de esta manera puede justificarse y entenderse en toda su extensión la misión filosófica de Zambrano de devolver el logos al Logos. Así la razón poética se convierte en «lo que ha de salvarnos» [80]. No se trata de reformular principios ni siquiera del intento de Ortega de una reforma de la razón, sino de un logos que llegue al interior, que sea alma, incluso espíritu. Una razón que no se reduzca a logicismo, sino que sea vivificante, capaz de conjugar [81] los diferentes aspectos de la vida. Y esta razón –marcadamente espiritual– no será como «la otra», que puede caracterizarse como superficial, externa, beligerante, ácida, triste, sino que logrará conectar y cohesionar toda experiencia de lo real, incluso las que más tengan que ver con el misterio, ya que procede de él y a él tiende, en cuanto experiencia de lo sagrado. Estas sencillas acotaciones hacen que surja una pregunta que, al menos formalmente, no se ha planteado nunca: ¿Por qué la historia del logos que propone María Zambrano se parece tanto a la historia de la salvación? Parece que el itinerario es el mismo: un momento originario en el que el increado crea; el desgarramiento que sitúa a lo creado en soledad y, al mismo tiempo, en una dinámica de exilio; el tiempo de una encarnación en la que lo desprendido vuelve a reconciliarse con clara preeminencia del trascendente –activo y encarnado– que viene en ayuda del transcendido –pasivo y elevado–; un momento extático de bienaventuranza, de la que también participa lo corporal transido de espíritu. Así, la razón, en cuanto fuerza armonizadora, redime al ser humano de «una especie de imperativo de la filosofía, desde su origen mismo, el presentarse sola, prescindiendo de todo cuanto en verdad ha necesitado para ser» [82]. En efecto, esta nueva razón libera de los ínferos o de la cárcel de las sombras a todo lo que pertenece al misterio de lo sagrado y a todas aquellas disciplinas que se acercan a él con la humildad y la reverencia debidas, librando, al mismo tiempo, al sujeto del ya comentado individualismo de corazón, propio del ser que ha olvidado la unidad originaria que brota de la dependencia universal de lo sagrado y de su lugar en ella.
A este logos buscado por María Zambrano que cumple una misión salvadora, se le atribuye otra de revelación o desvelación. Así, uno de los focos de su pensamiento consistirá en la recuperación de todo lo que supone pasividad y receptividad en el conocer y vivir humanos. En este sentido juega un importante papel un determinado saber sobre el alma, que, en primer lugar, supone reconocerla y reconocerla como dada. Sirva como ilustración una de las conversaciones con su maestro ortega recreadas en su obra autobiográfica Delirio y destino, donde escribe: «el alma existe. ¿Tú sabes? Y nos la dan impresa» [83]. Esta alma dada es, además, un alma religiosa [84]. Junto al alma, cobran una importancia excepcional los sueños, no en clave freudiana –como instancia predictiva o reveladora que manifiesta los deseos reprimidos de la persona–, sino como epifanía de la propia identidad de cada alma, de cada ser humano, que se corresponde con una vida al margen del tiempo o atemporal. En su obra El sueño creador, escribe:
La situación inicial del hombre es, pues, la de pasividad; estar enclaustrado, entrañado, con el ser recibido que tiende irreprimiblemente a desentrañarse, a manifestarse. Es decir, el estado de sueño, sea dormido o despierto [85].
La lectura de este fragmento evoca la definición de lo sagrado como placenta a la que ya se ha aludido en el capítulo anterior y que conlleva el depender como fuente de la existencia; y, al mismo tiempo, la libertad como signo de un despertar que se convierte en una sucesión de despertares, pues ni la dependencia se agota ni la libertad es absoluta. Es, en definitiva, una «escala» [86] por la que el alma –y, por tanto, la persona humana– transita y asciende hasta el lugar fuera de todo lugar y el tiempo sobre todo tiempo que es la bienaventuranza.
Vista la relación que existe entre el logos buscado por María Zambrano y el dogma cristiano en lo que refiere a creación, encarnación y redención, surge una pregunta muy importante y que ella misma formula en su obra Los bienaventurados, publicada poco antes de su muerte: si la historia del Logos cristiano está cumplida universalmente, ¿qué papel puede jugar una filosofía que tenga el mismo objeto? Una virtud sobrenatural asentada sobre una experiencia humana fundamental, como es la esperanza, ofrece la respuesta.
2. «y si el verbo se hizo carne, ¿a qué la Filosofía?»
Los bienaventurados es el último libro que María Zambrano publica en vida. Comenzó a preparar su edición en 1989, ayudada por Rosa Mascarell –su secretaria en los últimos años–, y salió a la luz en 1990. Esta obra puede considerarse como el clímax de la explanación mística de su planteamiento filosófico, que ya había iniciado en la década de 1970 con Claros de bosque. Es cierto que, como se ha visto en el capítulo IV, María Zambrano ofrece una definición de filosofía desde sus obras más tempranas y que va planteándola en su relación con los demás saberes de sentido y con la fuente misma de la racionalidad; sin embargo, es en su madurez cuando se decide a verbalizar lo que ya iba precipitándose como la quintaesencia de sus reflexiones: «Y si el verbo se hizo carne, ¿a qué la filosofía?» [87]. Esta es una pregunta radical. Radical para el filósofo y radical para el teólogo. Radical, en definitiva, para el cristiano filósofo que comprende que no puede diseccionar su vida en dos compartimentos estancos: el de la teoría y el de la vida o, por qué no, el de la razón y el de la fe.
Máximamente radical, en una cultura en que realidad y verdad se han confinado a los más o menos escasos resultados de las ciencias experimentales, que dan para ir viviendo, pero no para vivir [88]. La pregunta de Zambrano es una pregunta de creyente y de pensante, que aúna la convicción personal de la fe profesada con la de la racionalidad humanamente ejercida. Por supuesto no es una pregunta escéptica que niegue la posibilidad de uno de los términos o de los dos, como tampoco suspende el juicio. María Zambrano responde y esta respuesta es su contribución final a la misión filosófica aceptada de resituar el logos en el origen del cual nunca ha dejado de sentir nostalgia, aunque haya renegado de él.
En primer lugar, y como bien señala José Miguel Ullán [89], hay que hacer una precisión. El pensar de María Zambrano destaca el momento ‘y’ o, en latín, ‘et’. La respuesta va a ser un sí rotundo tanto a la fe, como a la filosofía, y a las dos, en su relación. La clave nuevamente está en el dogma cristiano: si la anunciación es el momento que une la actividad divina ‘y’ la pasividad humana; si la encarnación une la naturaleza divina ‘y’ la naturaleza humana –uniendo al Logos divino con un logos humano–, ¿por qué va a haber un abismo infranqueable entre ambas orillas? ¿Un abismo tan infranqueable que hasta haga dudar de la existencia de la otra orilla?
La primera respuesta es una confesión –ese género tan apreciado por Zambrano–: «No hay filosofía propiamente si en ella no se da algo que sostiene y abandona al par a la arquitectura de la razón» [90]. Y a esta respuesta sigue –paradójicamente– una pregunta: ¿en qué consiste ese algo? Parece que es un movimiento del espíritu que invita a transitar de un lado a otro, algo que es necesario para cubrir un camino y, sin embargo, al llegar a cierto punto, resulta incapaz por innecesario. Este algo tiene nombre de virtud teologal: es, y Zambrano lo plantea sin ningún tipo de prevención, la esperanza. No obstante, antes de llegar a esta respuesta definitiva, María Zambrano propone un meta-discurso acerca del ser de la filosofía, que poco a poco se va acercando a «las raíces de la esperanza» [91].
2.1. Filosofía tras la creación y la encarnación
La encarnación representa para Zambrano el primer paso de la salvación del logos desprendido por violento desgarro de su origen sagrado. En cierto modo y parafraseando a Steiner, puede afirmarse que toda creación humana tiene como razón y condición necesaria la creación [92]. Pero ¿cómo hacerla categoría filosófica aceptable para una cultura que sospecha de lo religioso o, incluso, lo elimina en aras de una racionalidad positivista autosuficiente que solo aspira a «ceñirse a los hechos»? [93].
Para dar respuesta a este desafío, María Zambrano propone una filosofía que se ocupe de lo que está por debajo de los hechos. Así la define como «la visibilidad de segundo grado» [94]. Esta visión no solo es la propia del pensamiento filosófico, sino que además es un peldaño indispensable para que el místico o el iniciado puedan experimentar la visibilidad fundamental que es contemplación y éxtasis en la esfera de los misterios. La filosofía entonces no es que posea, sino que es poseída por lo más universal, el «Todo y el Uno» [95]. Postular la universalidad como nota esencial choca de lleno con la idea moderna de una filosofía reducida a su forma discursiva: una filosofía de coordenadas, marcada por el cartesianismo y «nacida de una respuesta evidente, concluyente, imperante, pues, en grado sumo» [96].
Así pues, es vital romper con la idea de una filosofía que tenga como finalidad principal «sujetar el pensamiento» [97], en lugar de plantear en esperanza el escatológico ya pero todavía no. Esta expresión ya clásica en la teología expresa la tensión entre la posesión en arras y la posesión completa de una vida en la gloria, la tensión entre la llegada y la consumación del reino; de ahí que María Zambrano se sirva de ella –o al menos de su sentido– para introducir en su planteamiento otra expresión netamente cristiana, llegando a afirmar que la filosofía es «la manifestación no de Dios sino de su reino», culminando inmediatamente con la segunda petición del padrenuestro: «Adveniat regnum tuum» [98]. Es el deseo místico de quien ha gustado la presencia y la figura de la realidad misteriosa y que ha comprendido su carácter de don.
La única filosofía posible tras la encarnación no renuncia a la herencia de Heráclito. María Zambrano, de modo recurrente, señala como imagen de la continuidad anhelada el «fuego incesantemente encendido» y un «torpe arroyo». No son dos metáforas aisladas, sino que en el colmo de la visión zambraniana resulta necesario que el fuego «encienda el agua». En este sentido, la filosofía, al mismo tiempo que supera las reducciones cartesiana y positivista, que explican los hechos como «inercia y obstinación», las cosas, como «hechos condensados, fijados», que subyugan «irremediablemente» tanto al sujeto, como al objeto, debe abrirse a la «posibilidad de desbordamiento» [99].
Este desbordamiento sirve a María Zambrano para introducir otras dimensiones esenciales de una filosofía adecuada a una racionalidad ensanchada. Por ejemplo, el ser expresión de libertad, el conllevar abandono y obediencia, determinada violencia y, finalmente, la felicidad y la bendición. Cualquier lector familiarizado con los itinerarios espirituales y las vías que conducen a la intimidad con el Absoluto notará que son nociones que forman parte del vocabulario de la ascética o de la teología espiritual.
En primer lugar, la libertad. No el sentimiento fingido de libertad que brota de la cosificación de lo real. María Zambrano entiende que la libertad es romper con un «universo fatalmente conformado», fruto de la cristalización de los hallazgos filosóficos en sistemas en los que, para que todo encaje y para que nada se escape, exigen del ser humano la renuncia a pensar a lo grande, «obligándolo a servir y a dejarse usar», sacrificando la experiencia del alma en favor de la experiencia de lo materialmente sensible o de lo lógicamente coherente. Zambrano entiende la libertad propia de la actitud filosófica como la sorpresa, muchas veces padecida, ante el «encuentro con la realidad prometida que al fin accede a hacerse presente» [100]. En este contexto de libertad como ausencia de prejuicios negativos es en donde lo buscado se revela. Por esta razón, la libertad supone para el filósofo entrar en la noche oscura. Esta expresión originaria de la mística española del Siglo de oro es empleada recurrentemente por Zambrano, quien entiende y explica «que la actitud filosófica es lo más parecido a un abandono» [101], a un entrar en estado de contemplación, sintiendo cómo la propia vida forma parte de un plan más amplio, en el que el azar es solo la noción de la que se sirven tanto racionalistas, como vitalistas para evitar penetrar en el ámbito del misterio y de la transcendencia, omitiendo que la pasividad es dimensión fundamental del conocimiento humano.
A partir de este momento, en menos de veinte páginas, María Zambrano va enlazando notas –siempre en sentido musical [102]– que permiten progresar en la caracterización de una filosofía adecuada a la razón que ha de salvarnos. Notas que, como ya se advirtió, forman parte del dominio de la lengua referido a la ascética, tanto la propia de la comunidad pitagórica –religiosa y pagana–, como la cristiana. El siguiente paso en esta concatenación es la obediencia, entendida en acuerdo con su etimología: la filosofía sabe escuchar y pasar a la acción. La actitud filosófica es obediente cuando no rehúye su dimensión de receptividad, cuando no deja de ser «una pasión que conduce a la muerte, a una vida, a un conocimiento» [103]. De una forma más clásica, Zambrano combinará la noción aristotélica de apetito con las platónicas de inspiración y de delirio. De hecho, se servirá del discurso de Diotima, con el mito de la concepción y el alumbramiento del amor (El Banquete, 203b-204b), para mostrar el verdadero sentido de una filosofía mediadora entre el movimiento y la quietud, «abierta a la circulación sin trabas de la luz» [104], donde el mayor enemigo es el yo cartesiano, metódico y moderno, que ha crecido a costa del logos y que «en su obstinación» tapa el horizonte y anega el camino, «ensanchándose, creciendo, representándose hasta convertirse en un verdadero personaje» [105].
La filosofía de la libertad y de la obediencia –del abandono– se presenta finalmente como una misión que compromete toda la vida, una especie de sacerdocio a mitad de camino entre lo místico y lo ritual, donde «pensar propiamente es arrancar algo de las entrañas a la realidad en cualquiera de sus aspectos y modalidades» [106]. Parece que esta expresión sirve para explicar en qué consiste la filosofía y, en particular, la metafísica. No es una ciencia fenomenológica que vea desde lejos los objetos o sus representaciones, sino que penetra hasta lo más hondo de los seres –de todos y cada uno– no para incluirlos en catálogos ontológicos, sino para poseer algo de ellos. Este trabajo metafísico se presenta como costoso, no en vano el verbo empleado es «arrancar» y el lugar en el que tiene lugar esta acción es la «entraña» de los seres, no las apariencias, sino su fondo más profundo. ¿Hasta dónde llega esta razón? Su objeto es el todo, toda la realidad, añadiendo «en cualquiera de sus aspectos y modalidades». Este objeto universal asimila a la filosofía con sus hermanas en el saber de sentido, la religión y la poesía.
Contrasta este «arrancar de las entrañas» con la recapitulación final en la que, utilizando la expresión de Hegel «lo que se busca», muestra cómo solo una filosofía de este tipo tiene sentido tras la encarnación del verbo, porque lo que aporta es «acción y saber, razón de nuevo, nuevamente quiciada, lo que desde la filosofía y la poesía se busca, la respuesta de la filosofía con la acción de la poesía» [107]. La filosofía tendrá que cuidar de quedarse en enquistar respuestas, porque lo suyo es enquiciar preguntas, sin separarse del logos originario. Esta situación de hermanamiento racional de filosofía, poesía y religión es la insinuación de un logos de la bienaventuranza, «lo cual sería ya más que la felicidad como respuesta, sería la bendición» [108].
2.2. «Las raíces de la esperanza»
En el capítulo IV de esta investigación doctoral, se ha mostrado cómo la filosofía anhela cubrir una nostalgia: la nostalgia del ser. Zambrano entiende al filósofo verdadero como una persona que camina en pos de una unidad deseada, como un buscador del locus en el que todo es uno y no necesita de más explicaciones, sino de contemplación. Esta búsqueda tiene tanto que ver con el origen como con el porvenir, por eso es al mismo tiempo nostalgia y esperanza, y no, progreso –esperanza secularizada–. La zambraniana nostalgia del ser está muy cerca de la política platónica que muestra al ser humano siempre en comercio con lo divino, anhelando un orden primigenio [109].
En ese orden original, originario y originante, está la razón de todo. María Zambrano, en claro ejercicio sapiencial, afirma que:
es la esperanza que crece en el desierto que se libra de esperarnos por no esperar nada a tiempo fijo, la esperanza librada de la infinitud sin término que abarca y atraviesa toda la longitud de las edades [110].
La esperanza es presentada no solo como una realidad esencial del ser humano, constitutiva de su ser y, por tanto, esencial, sino también como propia de las experiencias sociales que se han configurado a lo largo de la historia. Este convencimiento de Zambrano se ve refrendado por otro de sus textos esenciales y que conviene tener muy en cuenta:
Si la filosofía existe como algo propio del hombre, ha de poder franquear distancias históricas, ha de viajar a través de la historia; y aun por encima de ellas, en una suerte de supra-temporalidad, sin la cual, por lo demás, el ser humano no sería uno, ni en sí mismo... ni en la unidad de la especie [111].
Estas palabras han sido magistralmente comentadas por Joaquina Labajo, al afirmar que «a través de la defensa de la autonomía y extra-temporalidad de la filosofía, concebida como capacidad inherente al hombre, María Zambrano firmaba su adhesión a la unidad del género humano» [112]. No obstante, es necesario hacer dos precisiones respecto a la expresión unidad de la especie: la primera consiste en reafirmar la distancia que existe entre María Zambrano y el marxismo, tal y como confesó a su amiga Elena Croce [113]. La segunda es que esta distancia que existe entre filosofía y tiempo no supone una separación absoluta entre ambas experiencias, sino más bien, y como ya se ha referido, la consideración del logos humano como una puerta al presente divino, en el que cobra sentido la pregunta por el ser humano y su actividad.
Una vez introducida la problemática en torno a la relación entre filosofía, esperanza y tiempo, puede accederse a lo que María Zambrano denomina «las raíces de la esperanza» y que se correspondería con una tercera serie de respuestas a la pregunta por ese quejido esperanzado de «¿a qué la filosofía?».
Si María Zambrano afirma en El hombre y lo divino que el fondo de lo real es lo sagrado, ahora precisa que el ser humano tiene como fondo último de la vida la esperanza, ya que «la vida del ser humano se dirige inexorablemente a una finalidad» [114]. Esta afirmación es enormemente relevante para calificar la propuesta filosófica de María Zambrano, por si no fuera suficiente con la claridad con la que reclama la existencia de un origen real común para todos los órdenes de la existencia, ahora postula inequívocamente la existencia de una finalidad. Sin ella, es inexplicable la vida humana y su fondo último que, como se ha señalado anteriormente, es la esperanza. Al polinomio filosofía/esperanza/vida, se añade ahora el convencimiento de la existencia de una finalidad necesaria para superar los prejuicios de la razón moderna que, poco a poco, se redujo a una razón que solo entiende con seguridad de procesos materiales y de causas eficientes con referencia empírica.
El lugar donde bulle la esperanza –donde llama con verdadera auctoritas– es el corazón. No el de una hermenéutica trivial de las razones del corazón de Pascal, sino más bien el de san Agustín, aquel corazón en el que tienen lugar sus confesiones, una interioridad que tiene la virtualidad de la intensión y de la intensidad. El corazón-interioridad de Agustín y Zambrano es el lugar donde la memoria va rescatando lo primero y descubriendo en ello lo último. Se trata de sucesivos niveles de profundidad, en los que acontecen no solo sucesos psicológicos –no es una interioridad meramente natural–, sino el encuentro con Dios ante quien se realiza la confesión y que posibilita la apertura a los demás seres humanos [115] en la historia. Es en el corazón, donde Agustín, rompiendo con la pretensión platónica de inmortalidad, se abre al deseo de eternidad de carácter netamente cristiano [116]. En la misma clave, María Zambrano recela de las propuestas parciales de futuro y se inclina por las onmiabarcantes de eternidad, no sin denunciar que a lo largo de su historia «la filosofía [...] ha descuidado esa intimidad del ser oscura y palpitante» [117]. El ser oscura y palpitante, en coherencia con los textos y con la lectura que se está proponiendo, puede entenderse como ser profunda y viva.
Si lo anterior tiene que ver con el tiempo y la eternidad, puede darse un paso adelante, afirmando que la esperanza, en su lugar del corazón, es de por sí «un puente entre la pasividad [...] y la acción» [118]. María Zambrano entiende que la esperanza, como posibilidad para la filosofía, constituye el nexo de unión –la razón zambraniana es razón mediadora– entre origen y fin, entre pasión y acción. La Zambrano que critica abiertamente a Aristóteles, tendrá que concederle en este momento que la esperanza como puente se asemeja casi hasta la identidad con la más alta actividad del ser humano que es el acto de la contemplación, propio de lo divino que hay en él. Este acto es de por sí el único que puede mantenerse en mayor continuidad y el que otorga la felicidad más perfecta (Ética a Nicómaco, X, 7, 1177a). Para Zambrano esta esperanza conlleva la desaparición del sujeto como invento moderno y, al mismo tiempo, la actualización de la finalidad propia de la persona humana [119].
Como la esperanza tiene lugar en la intimidad-corazón y esta es siempre susceptible de mayor profundización y crecimiento, debido a su carácter esencial de apertura, al fondo podrá encontrarse «algo que la sostiene: la confianza» [120]. Si la esperanza sostiene la vida, la esperanza es sostenida por la confianza. Este necesario y fundamental cimiento –Zambrano nunca se referirá a la esperanza y a la confianza como virtudes– posibilita el crecimiento: acrecentamiento, ahondamiento, vivificación son los términos que utiliza [121].
El puente de la esperanza tiene unos arcos, que pueden ser calificados como etapas de un itinerario o pasos de un caminar. Estos arcos son fáciles de nombrar y, nuevamente, se corresponden con estados de la ascética cristiana: aceptación, llamada, don. La aceptación tiene que ver con la realidad y supone el ineludible trato del ser humano y la obligación de una mirada en verdad [122]. La llamada también tiene su lugar en el corazón y presupone el estado previo de relación verdadera con la realidad. Esta llamada-vocación es el arco central del puente y tiene que ver con la presencia del otro envuelta en el silencio y que necesita ser expresada en la voz y la palabra del ser humano en el que alienta. Esta es la caracterización más fina del logos creado y creador: la creación humana es respuesta a lo previamente dado. Sin la continua referencia del logos al Logos es imposible que exista o se ejercite algo tal como la razón poética. El tercero de los arcos es el del don: «ofrenda y, si llega el caso, sacrificio» [123]. La esperanza se dirige a ofrecer, tiende irremediablemente a lo que no es la propia persona, aunque la comprometa totalmente. María Zambrano concluye esta reflexión afirmando que:
cuando de verdad la esperanza se dirige a ofrecer, puede ir más allá de lo que la razón común presenta, mas sin crear espejismos porque o va en la oscuridad –en la noche oscura– o en la luz directa de la verdad no aparente [124].
Búsqueda y unión son los caminos sobre los que deambula la filosofía tras la encarnación del Logos, rutas verdaderas sólo cuando lo que se busca es ofrecer. Si lo que se pretende es recibir, si cae en la avidez y la impaciencia, se convierte en ilusión, «esclava de la luz refleja» [125].
3. La reciprocidad y la «unidad superior».
La vida y la obra de María Zambrano son consciencia y conciencia del exilio. No la resignación ni la aceptación de un exilio forzado por razones ideológicas –que, indudablemente, existen–, sino el exilio que toda persona apasionadamente reflexiva puede descubrir en los itinerarios de su alma: del hogar, a la sociedad; de la intimidad, a la comunidad; del sosiego, al vértigo de la cultura contemporánea. Exilio es la realidad trágica del logos humano desprendido –desgarrado– de su origen sagrado. Dramático exilio es cumplir la voluntad paterna del Logos divino sometido a la carne y a la muerte. Y en el drama y la tragedia se experimenta la conexión creadora. Zambrano lo aprende con sacrificio y por eso puede decir que:
en mi exilio, como en todos los exilios de verdad, hay algo sacro e inefable [...]. Son más grandes las raíces que las ramas que ven la luz. Es la hora del amanecer, trágico y de aurora, en que las sombras de la noche comienzan a mostrar su sentido y las figuras inciertas comienzan a desvelarse ante la luz, la hora de la luz en que se congregan pasado y porvenir [126].
Congregación, sacro, inefable... son palabras que Zambrano utiliza para confesar –confesar, según el intento agustiniano– su experiencia vital, que sin duda ha marcado también su misión y propuesta filosófica. Este momento de unidad auroral es un momento de comunión. hablando de Rafael Dieste y de un artículo suyo publicado en Ínsula sobre su Galicia natal, María Zambrano da con una clave que se aplica perfectamente a la culminación de su exilio vital y a la del exilio filosófico de la razón: «Se trataba, pues de la Eucaristía, no de la comunidad, sino de la comunión, que es lo que se busca en toda peregrinación y en toda romería» [127]. En la comunión, el exilio se transforma en peregrinación y romería. Quizá sea este el verdadero sentido de cualquier existencia humana y, al mismo tiempo, el del itinerario de la razón que María Zambrano describe en toda su obra.
Los compases finales de esta investigación tienen como título reciprocidad y «unidad superior». La reciprocidad ha quedado suficientemente fundamentada en el capítulo IV, al presentar exigentemente la necesidad de que los saberes de sentido reconozcan la deuda que tienen contraída los unos con los otros. Por otra parte, la «unidad superior» que añora María Zambrano queda descrita en un artículo suyo publicado en la revista Educación, que lleva como título «La unificación del conocimiento y las fronteras de lo humano en la unidad» [128]. En estas páginas vuelve a denunciar la especialización, así como los límites insostenibles que supone, llamando a la misión acuciante de «establecer nexos entre las diversas disciplinas» [129].
La especialización que olvida y recela de la unidad conlleva para María Zambrano el riesgo de caer en una «verdadera barbarie, en un nuevo paganismo en el sentido peyorativo de la palabra» [130]. Pocas líneas después explica en qué consiste la barbarie a la que se está refiriendo:
Barbarie es vivir como extranjero a las grandes preocupaciones de la época, ignorar las leyes que están rigiendo la vida más cotidiana, usar de los productos de la técnica más refinada sin la menor idea del saber que los hace posibles; vivir, ir viviendo sin darse cuenta, como un objeto entre los objetos; seguir el camino trazado sin la menor intervención personal, propia, al modo de un autómata [131].
Barbarie es el hábitat en el que camina el exiliado. Barbarie es la situación del logos desasido de su origen. Sin embargo –todavía queda en el terreno de la denuncia fenomenológica–, es necesario que exponga la razón por la que la barbarie se impone como forma de la sociedad contemporánea. Zambrano no lo atribuye, por supuesto, a la falta de datos científicos ni a la falta de noticias, sino a la «falta de unidad superior que integra ciencia y ciencias, filosofía, historia, poesía, arte. Por falta de reflexión» [132].
«Por falta de reflexión». El último párrafo de este artículo que se viene citando explica en qué consiste esta reflexión, como elemento constitutivo e inexcusable del saber. En primer lugar, la consideración cuantitativa de los saberes, aunque sean grandes, es definitivamente infecunda. Saber sin reflexión se «disgrega, se desgrana como arena del desierto, es decir: es estéril». En segundo lugar, la reflexión es necesaria porque cumple una misión unificadora de los saberes que conlleva tres ganancias: «los hace asimilables», los hace visibles «para que aparezcan conjuntamente» y «los hace íntimos». La suma de ganancias es que el conocimiento vivido en un medio reflexivo se hace vivificante. «Y solo el conocimiento que se hace vida merece su nombre; solo él está a la altura de la condición humana» [133]. Solo en el conocimiento que pasa de ser apropiación intelectual a ser apropiación cordial, saber de experiencia, vida.
En las próximas páginas, la investigación se dirige a valorar si la propuesta de circulación-reciprocidad-perichóresis de los saberes, ensanchamiento de la consciencia por la reflexión, unidad superior lograda que busca, investiga y propone María Zambrano puede recibir el calificativo de filosofía cristiana y por qué.
3.1. ¿O lo uno o lo otro?
Una de las preguntas que más azota la sensibilidad filosófica y humana de María Zambrano es aquella que le obliga a escoger de modo excluyente entre un saber y otro saber, escoger un determinado ejercicio de la razón que se sitúa frente a los demás, despreciándolos. Esa razón beligerante y ácida que, a fuerza de ir recortándose, ha autocensurado su capacidad de transcender y volar hasta su origen sagrado, se ha recluido en la tristeza y en el inmovilismo más recalcitrante. La razón buscada por Zambrano no obliga a elegir entre saberes, sino que permite abrirse a todos, poniéndolos en su lugar, en circulación y dependencia, es la gota de aceite que suaviza y permite abrir una cerradura deformada por la herrumbre, causada por haber estado inutilizada durante siglos de racionalismo. Como ella misma escribe, utilizando de nuevo la imagen que había presentado en la ya citada Carta a Dieste, se tenía que sentir la gota de aceite llena de sabiduría que evita, dada a tiempo, la cerrazón de las entrañas, su petrificación. Y el hombre, ser de interioridad, no puede permanecer mucho tiempo con ellas cerradas o vacías [134].
La anchura de la razón humana tiene las mismas dimensiones que la vida y, en el caso de María Zambrano, también quiere manifestarse en el lugar que habita –en su habitación–, tal como lo ha descrito Ullán, refiriéndose a la casita de La Pièce, junto al monte Jura: «Sea como fuere a aquel hogar María Zambrano llegó a llamarle de todo. Cierro los ojos: convento abandonado, choza, nido, cenobio, granja, catacumba, gruta, cámara de tortura, jaula, madriguera... Cielos e infiernos; islas movedizas, con el anhelo compartido de conformar un solo espacio donde volviera a ser pensable aquello que de suyo no es: redimirse en esta vida por amor a lo uno y a lo otro, por hermanar eso que no se alcanza, con lo que no se deja de padecer. Integridad de los espíritus: penas y gozos del alma» [135]. Un solo espacio, amor a lo uno y lo otro, hermanamiento... son expresiones que denotan el deseo de unidad que bulle en la experiencia de Zambrano. Como ya se apuntó al principio de este capítulo, la conjunción –la conjunción ‘y’– requiere hacer una pausa reflexiva y valorar su alcance. Uno de los síntomas de la modernidad es el haber roto con la unidad de los saberes y, por tanto, con la realidad que la sustenta. Este síntoma es quizá más notorio en la filosofía y en la teología. En primer lugar, con la inauguración de dos itinerarios excluyentes: razón o revelación; ciencia o fe; pensamiento crítico o pensamiento dogmático; ciencias experimentales o especulativas. En segundo lugar, con la ruptura de la continuidad entre filosofía y teología, recelando de la metafísica o de una disciplina clásica como es la teología natural. En tercer lugar, con la reducción de la filosofía a determinado análisis de los enunciados que busca la referencialidad indexical y empírica como garantía de existencia y, por tanto, de significatividad. rota la conjunción, se instala la disyunción –la disyunción ‘o’–: primero como planteamiento de dos rutas inconmensurables entre sí, segundo como elección de una de ellas, tercero como negación de la otra o, en el mejor de los casos, como ficción de una posibilidad de relación, que permita dotar de sentido fingido al ser humano y su experiencia.
Este planteamiento de oposición no es ajeno a la posibilidad de una filosofía cristiana y tiene un origen fehaciente en la reforma emprendida por Lutero. La célebre afirmación del cardenal Willebrands de que el cristianismo solo tendrá futuro en la comunión [136] puede aplicarse perfectamente, en clave zambraniana, a la razón: solo en la comunión de saberes la razón es razón, la razón tiene futuro; y, por qué no, solo en la comunión de saberes la universidad tiene futuro. El envés de esta afirmación es el desencuentro, consecuencia del racionalismo esencial.
El pensamiento del encuentro y el ejercicio de la comunión –de la conjunción ‘y’– en el pensamiento cristiano católico es más o menos claro y en él se injerta la propuesta de racionalidad de María Zambrano.
Como ha señalado Blaumeiser [137], para el católico la realidad está atravesada por el sentido vertebrador de una metafísica de la creación, que se ve reforzado por el misterio de la encarnación. Estos dos misterios no solo articulan la teología, sino que permiten una contemplación armoniosa de la realidad y de los acercamientos a ella. Si Tales pudo afirmar en razón que todo está lleno de dioses, el cristiano católico puede acercarse a la realidad sabiendo en razón que todo está dotado de un logos conciliador. Sin embargo, Lutero no comenzó por la creación y el «vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno» (Gn 1, 31), sino por el pecado como potencia dialéctica que solo tiene solución en el misterio del Crucificado, «escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1Co 1, 23). Desde esta perspectiva, fe y razón son ejercicios antitéticos. Es más, Dios mismo es la antítesis del ser humano. No es este el lugar para seguir ahondando en el análisis de cómo el pensamiento cristiano católico ha conservado una visión de la realidad afianzada en la conjunción et, mientras que los reformados han optado por un pensamiento desde el aut; sin embargo es preciso notar que la filosofía de María Zambrano en su pars destruens es la crítica de una razón edificada en la oposición, en la dialéctica negativa y en la condenación, mientras que en su pars construens es la afirmación de la reciprocidad, tal y como queda señalada en su obra fundamental El hombre y lo divino –nuevamente la conjunción ‘y’–, en su planteamiento de razón inclusiva, con su intento de reintegración del ser humano, que tanto tiene que ver con la creación, la anunciación-encarnación y la redención –momentos ‘y’ de la experiencia judeocristiana–, constituyentes de su saber de reconciliación.
3.2. La razón es posible
Esta afirmación es clara para cualquier pensamiento de corte realista. Es verdad que se puede enunciar con multitud de matices, igual que María Zambrano matiza la afirmación de la filosofía, al reconocer que solo puede mantenerse desde un «voto de pobreza virginal» [138]. Esta pobreza es el sello de autenticidad del logos que no renuncia a su misión, aun viéndose hoy en una época pos-filosófica, marcada por la destrucción de la ontología invocada por Heidegger y por la deconstrucción del lenguaje propuesta por Derrida. Pero no es cualquier pobreza, es una «pobreza virginal», la propia de una virgen. Tampoco es cualquier virgen, sino aquella que en su regazo va más allá del éxtasis, va y viene de lo sagrado, concibiendo, sabiendo que lo concebido es obra no del espíritu absoluto –«fantasma que absorbe» [139]–, sino del concurso entre el Logos divino y el logos humano, que es carne y entrañas. De esta pobreza, también escriben Inciarte y Llano, contraponiendo el desasosegado interés sofístico de la conquista, a la tranquila espera/búsqueda de quienes creen en el don de la verdad [140].
María Zambrano confía en la razón que se despoja de afanes de control, que es apertura a lo divino y a lo humano, que funda, media y establece relaciones de adecuación, que cree en la intencionalidad y la justifica. Por esta razón –aquí ‘razón’ significa al mismo tiempo causa y racionalidad–, su pensamiento puede ser contemplado como una propuesta filosófica cristiana. Una al lado de otras. Si la exclusividad no es propia de la razón, tampoco puede serlo de una filosofía frente a otras. Las palabras de Schimidinger ayudan a entender la situación: «Una ‘filosofía cristiana’, por su misma identidad, debe estar al lado de los que defienden la posibilidad de la razón» [141]. Esta afirmación sería suficiente para considerar cristiana la propuesta filosófica de María Zambrano, sin embargo, teniendo en cuenta alguna de las consideraciones iniciales de la magna obra Filosofía cristiana [142], es necesario hacer alguna reflexión más, aun a sabiendas de que está escrita antes de la publicación de Fides et Ratio, a la que también será necesario acudir.
3.2.1. El hábitat de la filosofía cristiana
En primer lugar, es necesario constatar que en un paradigma filosófico, científico o racional moderno e ilustrado es imposible hablar de filosofía cristiana: es el hierro de madera, el equívoco al que se refería Heidegger [143]. Este paradigma es para Zambrano causa de la agonía de occidente, por eso no se cansa de denunciar la piqueta –es expresión suya– que destruye a Europa. Es el devenir de este continente el que «ha tenido la virtud de producir solapados enemigos, de engendrar el rencor en las oscuras cavernas en que se cría» [144]. La siembra de la enemistad y del solipsismo proviene de una auto-comprensión cada vez más sesgada de su cristianismo: del olvido de la creación [145] como momento originario, a favor de la creación como actividad humana escindida de lo que es dado; del olvido de la resurrección como momento de recuperación de la unidad originaria, a favor de la lucha por la pervivencia; del olvido de la esperanza como anhelo de plenitud y cumplimiento, a favor del progreso entendido como proceso secularizado. Ante esta amnesia europea, visible ostensiblemente en el itinerario filosófico occidental, María Zambrano postula otra versión del cristianismo y junto a ella, otra forma de pensar y hacer filosofía.
Tal y como propone Zambrano, el principio de la resurrección de Europa está en su esencia, en «eso que por nada aceptamos» [146]. En efecto, se está refiriendo a su alma cristiana. Un alma puesta en tela de juicio por los grandes totalitarismos del siglo XX –por cierto, María Zambrano escribe esta serie de artículos titulados La agonía de Europa entre los años 1940 y 1944, en el París ocupado– y por el auge de las ideologías que permanece en pleno siglo XXI.
Como ya se ha señalado, el destino de la filosofía corre parejo al destino de Europa. Si Europa agoniza, agoniza la filosofía. Si la posibilidad de resurrección para Europa es la afirmación de su alma cristiana, la posibilidad de la filosofía occidental tendrá que aceptar una forma de razón tan ancha como para que tengan lugar la experiencia religiosa, la fe de la que brota, el lenguaje en que se expresa y su fondo cristiano.
Se trata de emprender la vuelta al Paraíso, a través de un mundo creado por el ser humano en estado de caída y soledad [147]. El a través es entendido, de acuerdo con la propuesta agustiniana, como un proceso de ahondamiento en la interioridad humana, que, según Zambrano, traspone, transciende y atormenta, es inagotable e infinita y «está en el fondo, tiene fondo. Por eso, necesita revelarse, confesarse» [148], dando así el importante paso del yo oscuro al yo uno en su transparencia: una conversión del ser humano que tiene como signo la «aceptación de la realidad en forma reveladora» [149].
Para María Zambrano, esta conversión es previa al nacimiento de «una nueva filosofía, en esta tradición europea» [150], nacida «bajo su Dios» [151]. Una nueva filosofía, que supere el desatado culto al éxito, el idealismo, el naturalismo, el liberalismo [152]; que salga del «fangoso escepticismo» que había quedado de la fe en la razón [153] –en la razón escindida y autosuficiente, indigna de ser creída, esperada, amada–, perdida «por sus dones, más que por sus defectos» [154]. Es decir, por ocultar el «saberse lo más valioso del mundo, [...] bajo la hinchazón, bajo la soberbia» [155], por olvidar que «es imagen de alguien que al mismo tiempo le ampara y le limita» [156]. Este alguien es un ser real, es el otro, el Absoluto, la Divinidad o, más concretamente, Dios mismo, el Dios de la Biblia, que se auto-revela y que hace partícipe de sus perfecciones y de sus predilecciones al ser humano. La unidad superior a la que se viene aludiendo viene dada por este origen, tiene lugar en el alma, la única dimensión del ser humano en la que cabe la reciprocidad propia de la razón ensanchada, donde cabe –inhabita– Dios.
Uno de los mayores enemigos de la filosofía, al que ya se ha hecho alusión, es esa oposición entre Dios y ser humano, entre fe y razón/filosofía, que renace con Lutero: Dios regresa a su infinitud, se desecha la razón/filosofía como instancia mediadora, el ser humano queda en soledad frente a un abismo que no podrá salvar con razón pura, sino con fe pura. Al desaparecer esta conexión, ante el Dios impenetrable solo cabe la combinación de agnosticismo y fideísmo. La razón se ve confinada en el ámbito de las ciencias naturales; la razón queda agnóstica, incapaz de proferir palabra sobre aquel que no solo es semper maior, sino semper terribilis; al ser humano le queda la sola fides, que fácilmente deriva en fideísmo. Será necesaria, afirma Zambrano, la mediación católica, de la Iglesia que confía en la creación divina, en «la hermosa realidad sacada por Dios de la nada» [157]. Realidad que no solo es afirmación de lo creado, sino del Creador, bajo una designación filosófica y más que filosófica: «Logos, principio del Universo; Logos encarnado» [158].
3.2.2. Itinerarios de una filosofía cristiana
La filosofía no es teología y la filosofía cristiana, por ser verdadera filosofía, tampoco puede serlo. otra cosa es que la teología requiera fundamentos filosóficos, lenguajes filosóficos, razonamientos filosóficos. Esto es especialmente claro, por ejemplo, en la teología fundamental [159]. No es el caso de María Zambrano que, como la rica variedad de filósofos cristianos y más concretamente católicos, no se mueven por presupuestos teológicos, sino por un interés filosófico, de acuerdo con el método y los temas propios de este saber de sentido. Entonces, ¿qué es el filósofo cristiano o la filosofía cristiana? Aquella que vive en la revelación cristiana, teniéndola como horizonte y como medio ambiente donde desarrollarse [160]. El concepto de filosofía cristiana puede entenderse como aquella forma de pensamiento especulativo propio de un filósofo que, en su actividad, no pone entre paréntesis su concepción cristiana de la realidad.
Aunque toda la discusión en torno a la historia del concepto de filosofía cristiana es de un profundo valor, no es este el lugar para acometerla, sino para examinar el hecho de que María Zambrano es un ejemplo de filósofa cristiana que piensa de acuerdo con su propuesta de razón ensanchada: su pensamiento es verdadera filosofía en deuda con la fe –la fe cristiana y católica– y con la poesía. ¿Qué supone este acuerdo?
Para Zambrano, en primer lugar, no existe una vida humana que no esté cobijada en el misterio absoluto [161]. Este misterio es luz que aclara y luz que ciega, realidad auroral, y aquí radica el incesante padecer en las entrañas propio del ser humano. Su filosofía está también al amparo de este misterio que es lo sagrado: misterio absoluto, sagrado absoluto.
En segundo lugar, como quedó patente en el capítulo I, María Zambrano utiliza en su pensamiento el dato bíblico, no tanto como revelación en sentido teológico –dispuesta por Dios para comunicarse con el ser humano (cfr. Dei Verbum, 2)–, sino como relato revelador con una significación universal y real para la vida [162]. Y, por supuesto, para el pensamiento filosófico. El culmen de la revelación, tanto en clave teológica pura, como en clave zambraniana, está en la encarnación del Logos.
Por último, desde un punto de vista fenomenológico, en el pensamiento de María Zambrano queda suficientemente probado el convencimiento de que aunque las religiones no proceden de las metafísicas, estas últimas sí que están en indiscutible dependencia de determinadas categorías religiosas fundamentales [163]. No será necesario aludir nuevamente al uso que María Zambrano realiza de las nociones teológicas de creación, encarnación, redención para explicar su misión filosófica y su propuesta de razón inclusiva, ensanchada.
3.3.3. La fe y la razón
La discusión intra-eclesial sobre las relaciones entre la fe y la razón quedó definitivamente orientada por la encíclica Fides et ratio (1998), de san Juan Pablo II. En este documento magisterial se ofrece un marco que regula las relaciones entre revelación, teología y filosofía, salvaguardando la identidad de cada una de ellas. La teología realiza un doble movimiento: en primer lugar, recibe y acepta la revelación –explicitada por la tradición, la Sagrada Escritura y el magisterio–. A este movimiento se le denomina auditus fidei; en segundo lugar, quiere dar razón ante los requerimientos del pensar humano, ofreciendo un desarrollo especulativo. A este segundo movimiento se le denomina intellectus fidei. Es en el intellectus fidei cuando la filosofía puede aportar a la teología conceptos, argumentos que reflejen la inteligibilidad y coherencia de la revelación (Fr, 65 y 66). Sin embargo, no es este el aspecto de mayor relevancia para esta investigación doctoral, sino la determinación del estado de la filosofía de María Zambrano en relación con la fe cristiana. Fides et ratio señala tres posibilidades distintas: una «filosofía totalmente independiente de la revelación evangélica» (Fr, 75); una «filosofía cristiana» (Fr, 76); y una tercera posición en que «la teología misma recurre a la filosofía» (Fr, 77).
La primera de estas posibilidades es claramente inaplicable a María Zambrano: su contexto es indudablemente cristiano, una constatación que no resta un ápice de interés filosófico a su propuesta.
respecto a la segunda, conviene comenzar resaltando que la denominación de filosofía cristiana «es en sí misma aceptable, pero [...] con ella no se pretende aludir a una filosofía oficial de la Iglesia» (Fr, 76). Por tanto, afirmar que la propuesta de María Zambrano puede calificarse como filosofía cristiana no significa darle carta de oficialidad, sino más bien que su modo de filosofar es el de una cristiana que no renuncia a la unión vital entre el pensar y el creer (cfr. Fr, 76). Fides et ratio señala en el mismo número que se viene citando dos constataciones importantes sobre el filosofar cristiano –que no es evidentemente un cambio de estado: un pasar de ser filósofo a ser teólogo–: un aspecto subjetivo, «la fe libera la razón de la presunción», y otro objetivo, «la revelación propone claramente algunas verdades que, aun no siendo por naturaleza inaccesible a la razón, tal vez no hubieran sido nunca descubiertas por ella, si se la hubiera dejado sola». El caso de Zambrano es paradigmático: su interés filosófico es poner a la filosofía en su sitio, buscando que renuncie a la soberbia de la razón, aceptando que toda experiencia humana y todo saber de sentido está interrelacionado y es dependiente. No es una renuncia a la razón, sino la afirmación de una razón más ancha. Al mismo tiempo, y desde el punto de vista objetivo, es evidente que María Zambrano tematiza filosóficamente contenidos revelados, sin renunciar a un método puramente racional ni a la búsqueda de la verdad.
El tercero de los estados es aquel en el que la teología acude a la filosofía para mostrarse como «obra de la razón crítica a la luz de la fe» (Fr, 77). ¿Puede la propuesta de Zambrano cumplir esta misión?
La respuesta definitiva le corresponde a la autoridad y examen del magisterio eclesiástico, sin embargo, puede afirmarse a la luz de la presente investigación doctoral que la filosofía de María Zambrano cumple al menos tres exigencias indispensables para encontrarse de un modo fecundo con la teología: posee una clara dimensión sapiencial (cfr. Fr, 81); evidencia la capacidad del conocimiento humano para llegar a la verdad, a través de una relación adecuada –adaequatio– con la realidad, aunque esta sea mayor que el pensamiento y que la expresión (cfr. Fr, 82); a pesar de su límites metodológicos y de una buscada falta de precisión, tiene un «alcance auténticamente metafísico» (Fr, 83).
Puede defenderse que el pensamiento de María Zambrano es «una filosofía en consonancia con la Palabra de Dios», un «punto de encuentro entre las culturas y la fe cristiana», que sirve de ayuda «para que los creyentes se convenzan de que la profundidad y autenticidad de la fe se favorece cuando está unida al pensamiento y no renuncia a él» (Fr, 79).
* * *
Siempre quedará como una esperanza en la naciente luz auroral la palabra definitiva de María Zambrano sobre filosofía y cristianismo [164]. Tan solo quedan a disposición del lector/pensador sus obras completas, que no terminadas [165]; el deseo truncado de impartir tres clases sobre filosofía y cristianismo en la Facultad de Teología de San Vicente Ferrer de valencia, durante el curso 1975-1976 [166]; y la intuición más hermosa de que es la belleza quien hace de la filosofía y el cristianismo una verdadera comunión.
José Antonio Calvo Gracia en dadun.unav.edu
Notas:
75 Zambrano, M., LB, p. 46.
76 Zambrano, M., LP, p. 37.
77 Los conceptos luz y logos no pueden considerarse privativos de una línea metafísica como la neoplatónica, aunque sea neoplatónica y cristiana. Su presencia está ligada a la categoría de creación, que para santo Tomás de Aquino se realiza por el Logos (=verbum), otorgándole la inteligibilidad luminosa necesaria para que haya conocimiento filosófico del ente y de Dios. Además, esa luz está participada en el ser humano, como ser capax Dei. Cfr. raMoS, A. (2014): «A Metaphysics of the Logos in St. Thomas Aquinas: Creation and Knowledge», en Cauriensia, vol. IX, pp. 95-111, ed. electrónica (03/03/2018): <goo.gl/sEgv5S>. Para entender el alcance de la ‘metafísica del logos’ resulta imprescindible la línea de investigación desarrollada en la Universidad de Navarra por el grupo de trabajo Hermenéutica patrística y medieval (Logos), coordinado por la profesora María Jesús Soto Bruna, editora a su vez del número IX de la revista Cauriensia al que se acaba de referir.
78 La más sintética y precisa aproximación al término razón poética –en Zambrano y en otros autores– en su sentido de facultad creadora es la que se ofrece en labrada, M. A. (1992): Sobre la razón poética, Pamplona, Eunsa.
79 Revilla, C. (2004): «Sobre el ámbito de la razón poética», en Revista de la Asociación de Hispanismo Filosófico, nº 9, p. 1, ed. electrónica (03/03/2018): <goo.gl/1cQueW>.
80 Zambrano, M. (7 de noviembre de 1944), Carta a Dieste, en Boletín Galego de Literatura, nº 6, noviembre, 1991, p. 103. En Moreno Sanz, J., LO, p. 102.
81 Zambrano, M., LP, p. 195.
82 Zambrano, M., NM, p. 65.
83 Zambrano, M. (1952): «Delirio y destino. Los veinte años de una española», en OC, vI, p. 958.
84 Cfr. Zambrano, M., OC, VI, p. 958.
85 Zambrano, M. (1970): «El sueño creador», en Obras Reunidas. Primera entrega, Madrid, Aguilar, p. 30. (En adelante OR).
86 Cfr. Zambrano, M., OR, p. 30.
87 Zambrano, M., LB, p. 56.
88 Cfr. Zambrano, M. (1971): «La unificación del conocimiento y las fronteras de lo humano en la unidad», en Educación (33), p. 91.
89 Cfr. Ullán, J. M., «relato prologal», en Zambrano, M. (2010): Esencia y hermosura. Antología, Barcelona, galaxia Gutenberg, p. 36. Desde este relato «relato prologal» podría calificarse a María Zambrano de una mujer ‘y’. El propio Ullán lo ratifica al describirla como conversadora: «Era un placer, no exento de inquietud reconfortante, oír su entremezclar en armonía las rotundas y las medias palabras, la premonición y la huella, la confidencia personal y el alarido en nombre de los muertos, las toses y las risas, la plegaria y el refunfuño, el sermón y la travesura, la religión y la filosofía, la poesía y la historia, la amistad y el escarmiento».
90 Zambrano, M., LB, p. 76.
91 Ibíd., p. 100.
92 Cfr. Steiner, g. (2017): Presencias reales, Madrid, Siruela, p. 206. También Steiner se pregunta en la tercera parte de esta obra la razón de la creación estética y de la belleza, concluyendo, con una tesis fuerte de carácter metafísico y religioso a la par: la única garantía de la inteligibilidad de lo real es la Transcendencia. Al mismo tiempo que reconoce que solo desde la aceptación del origen, el ser humano puede ser considerado creador y «anfitrión de la belleza». Steiner dirige este convencimiento a la comprensión de la creación estética, Zambrano, en la misma tónica, lo traslada a todo quehacer de sentido.
93 Zambrano, M., LB, p. 77.
94 Ibídem.
95 Ibíd., p. 78.
96 Ibíd., p. 82.
97 Ibídem.
98 Ibíd., p. 78.
99 Ibíd., p. 82.
100 Ibíd., p. 83.
101 Ibíd., p. 84.
102 Zambrano, M., NM, p. 62.
103 Zambrano, M., LB, p. 87.
104 Ibídem.
105 Ibíd., p. 88.
106 Ibíd., p. 91.
107 Ibíd., p. 96.
108 Ibídem.
109 Muy interesante, relacionar el proyecto filosófico de María Zambrano de poner el logos en el Logos, con el ideal de sociedad perfecta de Platón. En ambos casos, la nostalgia funciona como motor capaz de resituar la experiencia humana en su origen divino e ideal. Esta comparación desde la clave de la nostalgia se apoya en García Gual, C. (1985): «Platón, nostalgia, historia, utopía», en Revista de Filosofía Taula, nº 3 (mayo), pp. 27-37, ed. electrónica (03/03/2018): <goo.gl/TJ7fQJ>.
110 Zambrano, M., LB, p. 112.
111 Zambrano, M., NM, p. 66.
112 Labajo, J. (2011): Sin contar la música, Madrid, Endymion, p. 29.
113 Cfr. ibíd., p. 273. Esta conversación está referida de buenas fuentes en la obra de Labajo.
114 Zambrano, M., LB, p. 100.
115 Cfr. Guardini, r. (2013): La conversión de Aurelio Agustín. El proceso interior en sus Confesiones. Bilbao: Desclée de Brouwer, pp. 23, 41 y ss. Esta obrita de Guardini ofrece algunas claves sobre el concepto de alma en san Agustín que permiten iniciar un estudio comparado con la idea de alma en María Zambrano, doctrina que le acarreó la ruptura con su maestro Ortega.
116 Cfr. Zambrano, M. (2011): Confesiones y guías, Madrid, Eutelequia, p. 59. Por otra parte, para completar esta cuestión es necesario acudir a Zambrano, M. (2016): «La Confesión: género literario y método», en OC II. En estas obras, la autora muestra como vías universales para transmitir, parafraseando su propia obra, un saber acerca del alma las confesiones, de corte agustiniano, y las guías, de corte molinista.
117 Zambrano, M., LB, p. 101.
118 Ibíd., p. 103.
119 Ibídem.
120 Ibíd., p. 101.
121 Cfr. ibídem.
122 Cfr. ibíd., p. 108.
123 Ibíd., p. 111.
124 Ibíd., p. 112.
125 Ibídem.
126 Zambrano, M. (2014): El exilio como patria, Barcelona, Anthropos, p. 59.
127 Zambrano, M., Esencia y hermosura. Antología, p. 588.
128 Zambrano, M. (1971): «La unificación del conocimiento y las fronteras de lo humano en la unidad», en Educación (33), pp. 82-91.
129 Zambrano, M., «La unificación del conocimiento y las fronteras de lo humano en la unidad», p. 84. Al describir la especialización preocupante en los saberes, presenta a los científicos como una «casta», cuya actividad «ha dejado de estar exclusivamente enderezada al conocimiento». Dos razones son las que han conducido a esta derivación: la desmesurada responsabilidad de quienes se consideran «avanzadas del conocimiento» y el «lenguaje mismo de las ciencias», «inaccesible aun para las personas más cultas», fruto de una captación de la realidad realizada «no contemplativamente, sino para operar en ella, sobre ella».
130 Zambrano, M., «La unificación del conocimiento y las fronteras de lo humano en la unidad», p. 91.
131 Ibídem.
132 Ibídem.
133 Ibídem.
134 Zambrano, M., «La agonía de Europa», en OC, II, p. 374.
135 Ullán, J.-M., «relato prologal», en Zambrano, M., Esencia y hermosura. Antología, p. 12.
136 Cfr. Willebrands, J. Discurso del 11 de noviembre de 1983, citado en AA. vv. (2017): Lutero y la teología católica. Tender puentes entre formas de pensamiento diferentes, Madrid, Ciudad Nueva, p. 81.
137 Cfr. Blaumeiser, h. «¿o lo uno o lo otro? Martín Lutero y la perspectiva católica. Para un intercambio de dones», en AA. vv. (2017): Lutero y la teología católica. Tender puentes entre formas de pensamiento diferentes, Madrid, Ciudad Nueva, p. 71.
138 Zambrano, M., LB, p. 11.
139 Rodrigo Andreu, A., María Zambrano. El Dios de su alma, p. 124.
140 Cfr. Inciarte, F. y Llano, A. (2007): Metafísica tras el final de la Metafísica, Madrid, Ediciones Cristiandad, p. 26.
141 Coreth, E.; Neidl, W. M. y Pfligersdorffer, g., FC/1, p. 42 y ss.
142 Coreth, E.; Neidl, W. M. y Pfligersdorffer, g. (eds.) (1997): Filosofía cristiana en el pensamiento católico de los siglos XIX y XX (3 tomos), Madrid, Ediciones Encuentro. Esta es la obra más extensa publicada en español sobre la denominada filosofía cristiana. Cada uno de los tomos se centra en un aspecto o periodo: «Nuevos enfoques en el siglo XIX» (Tomo 1), «vuelta a la herencia escolástica» (Tomo 2) y «Corrientes modernas en el siglo XX» (Tomo 3): La obra atiende a los pensadores cristianos de las distintas lenguas, curiosamente la única mención a María Zambrano la sitúa en Cuba, como una filósofa no «expresamente católica», en la nómina de filósofos de lengua española que en Latinoamérica coincidieron en «formular teorías, adecuadas a la realidad, sobre el hombre como persona, sobre la ética, sobre el fenómeno de lo espiritual, sobre el arte y sobre la sociedad» (Tomo 3, p. 589):
143 Cfr. Heidegger, M. (1969): Introducción a la metafísica. Buenos Aires: Nova, p. 46.
144 Zambrano, M., «La agonía de Europa», en OC, II, p. 333.
145 Cfr. ibíd., p. 361.
146 Ibíd., p. 347.
147 Cfr. ibíd., p. 353.
148 Ibíd., p. 372.
149 Ibíd., p. 360.
150 Ibíd., p. 360.
151 Ibíd., p. 353.
152 Ibíd., pp. 334 y ss.
153 Ibíd., p. 338.
154 Ibíd., p. 337.
155 Ibídem.
156 Ibídem.
157 Ibíd., p. 355.
158 Ibídem.
159 Es importante señalar a este respecto una de las llamadas más acuciantes que María Zambrano realiza a la Iglesia: «Una teoría del conocimiento de la revelación se hace cada día más necesaria y no se deja de echar de menos en la ‘nueva teología’, de la que parecen existir pocas noticias de que se haya empezado esta tarea indispensable, si es que en la Iglesia se quiere salvar la existencia de la revelación, a no ser que, a imagen y semejanza de la mente occidental declarada en crisis o en bancarrota, no se haya renunciado a ella con un disimulado vado retro», en Zambrano, M., LB, p. 30.
160 Cfr. FC/ 1, pp. 24 y 25.
161 Cfr. FC/1, p. 42. En este sentido también resulta importante el acceso directo al artículo de Henri de Lubac publicado en la Revue Théologique (LXIII, 1936), con el título «Sur la philosophie chrétienne», que recientemente ha sido traducido y editado por Marcelo López Cambronero para la editorial Nuevo Inicio. En su estudio crítico, López explica cómo en la polémica sobre la filosofía cristiana hay un componente definitivo: un dualismo de origen teológico entre lo natural y lo sobrenatural, solo este dualismo, en ocasiones maniqueo, hace inaceptable un filosofar cristiano que sea verdadero filosofar e integre determinados contenidos de la revelación, como luz impulsora de la aventura del conocimiento humano. Cfr. de Lubac, h. (2017): Sobre la filosofía cristiana, granada, Nuevo Inicio, p. 105.
162 Cfr. FC/1, p. 28.
163 Cfr. FC/3, p. 55. De esta opinión es Scheler, quien afirma que «estas determinaciones dualistas de la relación entre filosofía y religión contradicen a la esencia de la religión y la filosofía», Max Scheler (2007): De lo eterno en el hombre, Madrid, Encuentro, p. 80.
164 En el archivo de María Zambrano, conservado por la fundación del mismo nombre en Vélez- Málaga, se encuentra un vestigio: la portada de un cuaderno roto en el que escribió «Filosofía y cristianismo», un mes –¿septiembre o noviembre?, no alcancé a descifrar– y unos años 1944 y 1953 (Manuscrito 550): ¿Qué escribió en este cuaderno perdido? Es posible aventurar que sus páginas forman parte de todas sus obras posteriores, como sus ideas, de su pensamiento.
165 Ya que, como recoge Ullán, Zambrano denominó en 1981 a su obra Prólogo a un libro desconocido que es un todo todavía pendiente. Cfr. Zambrano, M., Esencia y hermosura. Antología, p. 606.
166 Zambrano, M., LP, p. 243.
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