Juan de Dios Larrú
1. Introducción: la grandeza de una vida
El centenario del nacimiento de Karol Wojtyla es ocasión privilegiada para ahondar en los surcos abiertos por un Papa santo que ha iluminado el siglo XX, —en el que no faltaron oscuras sombras y densas tinieblas—, con el resplandor del testimonio de una vida grande, vivida desde una enorme pasión por el hombre que tenía su fuente en el misterio de la redención de Cristo.
Contemplar con la perspectiva de un siglo la vida de san Juan Pablo II nos hace más conscientes de que la figura de los santos no cesa de crecer con el devenir del tiempo. Es el Espíritu Santo el artífice principal de la santidad de cada persona. Él va modelando la carne del hombre de modo discreto, sigiloso, paciente, para ir paulatinamente configurándola con la carne gloriosa de Cristo. En el caso del Papa polaco tres rasgos destacan de esta labor del Paráclito: su ser padre, ser pastor y ser profeta.
Su paternidad podría ser sintetizada en este versículo paulino tantas veces citado por él: “Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef 3, 14-15). En efecto, quedando huérfano en su juventud, experimentó con un gran vigor que su paternidad tenía su fundamento último en el Padre (tam Pater nemo) [1]. La grandeza de su paternidad se refleja, entre múltiples destellos, en que condujo con magnanimidad a la Iglesia al tercer milenio en medio de un cambio de época. En esta transición de hondo calado antropológico, él supo reconocer la luz de la familia como el lugar privilegiado donde se anuncia el Evangelio y se genera al cristiano. La pregunta familia, ¿qué dices de ti misma? revela la novedad de perspectiva del Papa de la familia; considerarla como un auténtico sujeto social y eclesial en un tiempo en que únicamente el individuo y el Estado parecen ser relevantes en el ámbito público. De este modo, lejos de un reductivo paternalismo, san Juan Pablo II insistió en que entre todos los caminos que la Iglesia había de recorrer, la familia es el primero y el más importante [2]. Su corazón de gran pastor se mostró en su enorme capacidad de oración y de entrega al pueblo de Dios [3]. Unido inseparablemente a su cayado con la cruz de Cristo, su potente palabra apuntaba siempre hacia el misterio del Redentor del que nace la sobreabundante Misericordia divina. La urgencia de una nueva evangelización [4] ardía en su corazón, unido a la cruz que se alza en medio de nuestro mundo secularizado para descubrir cuánto nos ama Dios.
Por otro lado, su capacidad profética se pone de relieve en el testimonio personal ofrecido a favor de la verdad del amor humano. El vínculo entre el profeta y la verdad siempre resulta incómodo, y más en una época en que lo que prima es la posverdad. El profeta anuncia una nueva acción de Dios y revela el sentido de la historia. Como afirma Benedicto XVI, a diferencia del visionario, el profeta “nos muestra el rostro de Dios y con ello nos muestra el camino que hemos de tomar” [5]. La estrecha vinculación de la profecía con la verdad anunciada se sella, con frecuencia, en el cuerpo del profeta con el don del martirio [6]. En su teología del cuerpo, san Juan Pablo II ha aludido a este profetismo del cuerpo, por el que el cuerpo habla “por” y “de parte de” [7].
La imponente herencia legada por uno de los hombres más insignes del siglo XX nos invita a hacer memoria del futuro, es decir, a secundar los caminos abiertos, siguiendo las sendas y el rastro dejado por el “Papa de la familia” [8]. Los acontecimientos actuales nos hacen ver la necesidad perentoria de interpretar la historia. Son precisamente los profetas, los que ofrecen luces para el camino y por ello son los que nuestro mundo tanto necesita. San Juan Pablo II fue indudablemente uno de los grandes profetas del siglo XX, sabiendo reconocer la acción de Dios en el mundo que le tocó vivir.
Tanto la profecía como la paternidad encuentran un punto de convergencia en el tema clave del amor. Profeta del amor humano, y maestro y padre singular en la escuela del mismo, san Juan Pablo II supo abrir un nuevo horizonte en la experiencia humana del amor a la luz de la Revelación del amor de Dios en el rostro de Cristo. Este novedoso acercamiento en la reciprocidad de Revelación y experiencia le va a permitir dirigir al hombre de hoy un apremiante llamamiento a responder al amor de Dios.
2. La belleza y el amor
“La belleza sirve para entusiasmar en el trabajo, y el trabajo es para resurgir” [9]. Esta expresión del gran poeta polaco Cyprian Kamil Norwid (1821-1883), amigo de Chopin e inspirador de la poesía de Juan Pablo II, se encuentra en la obra poética Promethidion, publicada en 1851 en París, donde el poeta vivió desterrado. Se trata de un libro de filosofía estética compuesto de una introducción, dos diálogos en verso, mas un epílogo en prosa. Norwid va a usar tres términos para acercarse a la belleza: molde, perfil y forma.
San Juan Pablo II comentaba del siguiente modo este texto en el discurso que dirigió en el año 2001 a los representantes del Instituto del patrimonio nacional polaco con motivo del 180 aniversario del nacimiento de Norwid: “La fe en el Amor que se revela en la Belleza que “entusiasma” al trabajo, abre la palabra de Norwid al misterio de la alianza, que Dios estrecha con el hombre, a fin que el hombre pueda vivir, como vive Dios. El canto sobre la belleza del Amor y sobre el trabajo, Promethidion, indica el acto mismo de la creación, en el cual Dios revela a los hombres el ligamen que une el trabajo al amor (cfr. Gn 1, 28); en el amor laborioso el hombre nace y resurge. El lector debe madurar hacia una palabra que mira tan lejos. Lo sabía muy bien el poeta cuando dijo: “el hijo ignorará, pero tú, nieto, recordarás” [10].
Según la lectura de Juan Pablo II, la belleza tiene su fuente escondida en el misterio de la creación, cuyo motivo primero es el amor de Dios. El Creador es, de este modo, el manantial primordial de toda la belleza que se difunde en las criaturas. Así, en el Principio, Dios revela al hombre el vínculo que existe entre el amor y el trabajo. Y es que podemos decir que ya la acción creadora de Dios incluye en sí el amor y el trabajo. Así como el Logos es a la vez palabra y acción, Dios crea amando y trabajando simultáneamente. El hombre, como imagen de Dios, participa de la acción creadora de Dios, y experimenta que en el amor laborioso nace una y otra vez, resurge, buscando vivir la plenitud de la Alianza con Dios.
Años antes, con motivo del discurso a los artistas en la iglesia de la Santa Cruz en Varsovia el año 1987, Juan Pablo II volvió a citar el Promethidion de Norwid. Lo hizo en estos términos hablando de la Eucaristía y de la necesidad de vivir de ella: “El espíritu humano se nutre de verdad y de amor. Y de aquí nace la necesidad de la belleza. El poeta dijo: “¿Qué sabes tú de la belleza…? La belleza es la forma del amor” [11]. Y es un amor creativo, un amor que inspira al hombre e impregna sus actividades de motivaciones de lo más profundas… y por tanto, ¿no hay en ella una íntima y real relación con Aquel que amó hasta el fin? ¿Que ha revelado la definitiva medida del amor en la historia del hombre y del mundo? ¿Una medida definitiva: redentora y salvífica?” [12].
Esta sintética definición de la belleza como forma amoris es sumamente sugerente para comprender el “amor hermoso”. Para santo Tomás de Aquino, la forma de un ser es una cierta irradiación que proviene de la claridad primitiva [13]. Así podríamos decir que la belleza de cada criatura irradia el amor que tiene su origen último en Dios Creador.
En la oración dirigida a la imagen de la Inmaculada de la Plaza de España en Roma el 8 de diciembre de 1996, Juan Pablo II explicaba así la expresión Tota pulchra es perteneciente a una antiquísima oración dirigida a la Virgen María: “quiere decir: en ti no hay nada que desluzca la belleza que el Creador quiso para el ser humano. No hay en ti ni mancha del pecado original, ni ninguna otra mancha de culpas personales. El Creador ha conservado incontaminada en ti la belleza original de la creación, a fin de preparar una digna morada a su Hijo unigénito, que se hizo hombre para la salvación del hombre” [14].
Así pues, en la Virgen María se concentra toda la belleza que el Creador ha querido para el ser humano. Notemos que no se refiere aquí a la dimensión estética sino a la santidad, a la dimensión espiritual y moral de la misma. La experiencia estética y la experiencia moral se asemejan en el conocimiento por con-naturalidad, como un conocimiento dirigido a reconocer que algo es bello o bueno, que incluye un movimiento de trascendencia que conduce a la admiración. La diferencia entre ambas experiencias es su diferente articulación en la acción humana, pues la belleza apunta a la contemplación y la bondad a su realización [15].
La teleología de este derroche de la gracia divina sobre la Virgen María es bien clara: se dirige a la Encarnación y la salvación del género humano. De modo que podemos decir que por María creación y salvación quedan enlazados. A continuación, en su oración el Papa volvía a recordar la cita de Norwid, y la comentaba en los siguientes términos: “Sí, la belleza, encarnación del amor, es fuente de un fortísimo impulso al trabajo, al esfuerzo y a las luchas creativas para una forma mejor de vida humana; es un estímulo para superar las fuerzas de muerte y para la continua resurrección. Porque el amor, la belleza y la vida están íntimamente unidos entre sí, Nosotros, que vivimos en Roma, nos reunimos en torno a esta columna, cuya estatua de la Inmaculada domina sobre la ciudad, a fin de encontrar aquí la fuente del asombro, pero también para estar entusiasmados con la belleza espiritual de María. Este descubrimiento renovado es capaz de suscitar en nosotros nuevas fuerzas y nuevos motivos para vivir, para trabajar, para combatir el mal y el pecado, y para resurgir cada día” [16].
Notemos, en primer lugar, que la palabra “forma” del amor, se interpreta como encarnación del mismo. El hombre vive siempre el amor de un modo concreto, encarnado. Por otro lado, una segunda anotación tiene que ver con este entrelazamiento que el texto establece entre la belleza, el amor y la vida. El amor, por consiguiente, no es un objeto a observar, elegir o aceptar. Tiene que ver con una verdad dinámica que mueve al hombre, que lo hace luchar y vivir; y a la vez con una verdad extática, pues lo transporta más allá de él, para superar la muerte hacia una continua resurrección.
Norwid es un poeta de inspiración platónica. Es bien conocido que Platón fue el primer filósofo que estableció un profundo nexo entre amor y belleza. Eros, hijo de Poros y Penia, es al tiempo pobre y audaz, a caballo entre lo mortal y lo inmortal, entre lo humano y lo divino [17]. En esta tensión entre plenitud y carencia, para Platón el camino del amor es como una escalera, una ascensión gradual por los peldaños de las cosas bellas. Así el amor es entusiasmo, una fuerza e impulso que eleva el alma, que trasciende lo sensible para unirse a la divinidad. Por eso el nombre que le dan los dioses es pteros (el que da alas) [18]. El eros es mediador de la belleza en un juego de máscaras entre manifestación y ocultamiento de la verdad del hombre.
Juan Pablo II en la catequesis 22 nota 1, a propósito del eros platónico comenta, inspirándose en Anders Nygren, que para Platón “el «eros» es el amor sediento de la Belleza trascendente y expresa la insaciabilidad que tiende a su objeto eterno; él, pues, eleva siempre lo que es humano hacia lo divino, que es lo único en condición de saciar la nostalgia del alma prisionera en la materia; es un amor que no retrocede ante el más grande esfuerzo, para alcanzar el éxtasis de la unión; por lo tanto es un amor egocéntrico, es ansia, aunque dirigida hacia valores sublimes” [19].
Comenta el Papa en la nota que el significado del eros ha sido reducido de múltiples modos a lo largo de la historia. Y establece una comparación entre el “conocimiento bíblico” y el “eros” platónico [20]. La visión espiritualista de Platón se funda en la idea de reminiscencia que exige la preexistencia de las almas inmortales [21]. Así, el espíritu humano sería impulsado por el amor como fuerza primera. Esta concepción no supera el orden cósmico y no reconoce el valor fundamental de las relaciones humanas. Para Juan Pablo II lo bíblico y lo platónico son dos ámbitos conceptuales, dos lenguajes diferentes, que solamente con gran cautela pueden ser interpretados el uno con el otro. De este modo, una de las aportaciones de la Teología del cuerpo es alejarse de una visión espiritualista del amor, que impide desplegar una verdadera espiritualidad conyugal y familiar [22], en la que el carácter “sacramental” del cuerpo humano va a ser central [23].
3. La vocación al amor [24]
“Siendo aún un joven sacerdote aprendí a amar el amor humano” [25]. Con estas palabras, en el libro entrevista Cruzando el umbral de la esperanza, san Juan Pablo II desvelaba lo que podríamos denominar una singular vocación dentro de su vocación sacerdotal. Esta llamada a aprender a amar el amor humano, llevaba aparejada la misión de enseñar a amar a los jóvenes. La gracia que recibió el joven sacerdote Karol Wojtyla es la de reconocer que la vocación al amor es el elemento más íntimamente unido a los jóvenes, y por extensión a todo ser humano.
La expresión vocación al amor denota ya una forma muy original de acercarse al misterio del amor humano. No se trata de considerarlo un objeto de investigación que puede resultar más o menos interesante y atractivo, sino más bien la necesidad de adentrarse en su lógica interna. Así lo expresaba en el mencionado libro: “El amor no es cosa que se aprenda, ¡y sin embargo no hay nada que sea más necesario enseñar!” [26]. La novedad que encierra la enseñanza de Juan Pablo II sobre el amor humano se encuentra en palabras de Benedicto XVI, en “su modo original de leer el plan de Dios precisamente en la confluencia de la revelación divina con la experiencia humana. En Cristo, en efecto, plenitud de la revelación de amor del Padre, se manifiesta también la verdad plena de la vocación al amor del hombre, que puede reencontrarse cumplidamente solamente en el don sincero de sí” [27].
El amor es una vocación divina. Aprender a amar implica, en primer lugar, reconocer que Dios nos ha amado primero, es decir, descubrir el amor de Dios como la fuente originaria de todo amor. Ya en Amor y responsabilidad, Wojtyla afirmaba que “el concepto de vocación está estrechamente asociado al mundo de las personas y al orden del amor” [28]. Su experiencia de acompañamiento a matrimonios y familias para ayudarlas a descubrir cómo el amor puede construir una historia, le va a consentir penetrar en la esencial naturaleza vocacional del amor. En el drama El taller del orfebre expresará lo mismo, esta vez en el registro poético: “El amor no es una aventura. Posee el sabor de toda la persona. Tiene su peso específico. Y el peso de todo su destino. No puede durar sólo un instante” [29]. De este modo, la entera existencia del hombre es vocacional, la vida humana es una permanente posibilidad de diálogo con Dios para generar una comunión de personas. Dirigiéndose a capellanes universitarios en 1973 lo expresaba de este modo: “El amor es, ante todo, una realidad. Es una realidad específica, profunda, interna a la persona. Y a la vez, es una realidad interpersonal, de una persona a otra, comunitaria. Y en cada una de estas dimensiones (interior, interpersonal, comunitaria) tiene su particularidad evangélica. Ha recibido una luz” [30].
El término vocación al amor adquiere su forma más madura y acabada, al inicio de su pontificado. Lo corroboran dos conocidos e importantes textos de Redemptor hominis [31] y de la exhortación apostólica post-sinodal Familiaris consortio [32]. Los dos adjetivos que cualifican el amor como vocación, fundamental e innata, revelan que el amor hunde sus raíces en el misterio de Dios creador, en el misterio del Principio como lo llama en las Catequesis sobre el amor humano [33]. Así, pues, en el origen de toda vocación se encuentra el amor creador de Dios. Se trata de un amor de comunión entre las personas divinas. El amor trinitario es un amor de comunión perfecto. El amor que une al Padre, al Hijo y al Espíritu se comunica por desbordamiento al hombre, creado como varón y mujer. La diferencia sexual es así íntimamente vinculada al amor originario. El varón y la mujer pueden reflejar en su amor humano ese misterioso amor trinitario que está en la fuente de la existencia de todo ser humano.
En la lógica interna del texto el hombre es creado “por amor” y “para amar”. Este paso del sustantivo al verbo nos indica que la experiencia humana radical del amor es una respuesta libre a una llamada que nos provoca. Esta respuesta al amor divino el hombre la vive tal como narra Gn 2, 23, como un despertar al amor. Se trata de un éxtasis, vinculado a una singular acción divina, que provoca el canto nupcial del primer hombre ante la aparición de la amada en toda su fascinante presencia. Este singular despertar del amor nos habla de la presencia en nuestro interior de la persona amada. El reconocimiento de esta presencia personal es una realidad “mágica”, fabulosa, que maravilla al amante hasta el punto de convertirse en foco de su atención y de su intención. El canto nupcial es simbólicamente significativo en cuanto que supone poner palabras a la unión afectiva que ha surgido [34]. Esta vinculación amor-lenguaje es importante para superar una emotividad que resulta incapaz de poner palabras al afecto que siente y experimenta.
En Tríptico Romano este momento del despertar del amor viene descrito como un atravesar el umbral del asombro. Entre los seres que no se asombran, únicamente el hombre se asombra [35]. Esta originalidad del ser humano, su capacidad de asombro, está vinculada a descubrir el significado y el sentido de las cosas. Dado que la acción de despertar tiene relación con abrir los ojos, el asombro está en estrecha relación con una teoría de la visión en sentido amplio. Podríamos decir que el asombro es la circunstancia en la que la visión está obligada a convertirse en mirada.
Es bien conocido que para la filosofía griega la vista es el sentido más perfecto. Platón atribuye a la vista dos características fundamentales: la agudeza y la pureza. Se trata de dos aspectos que muestran la capacidad de relación humana, de su capacidad de entrar íntimamente en contacto con la realidad sin falsificarla. Para Platón, el ojo no es solamente capaz de ver sino propiamente de mirar. Es decir, realizar una actividad dirigida por el sujeto mismo. El hijo ha de aprender a mirar que es como saber ver. El asombro favorece este paso del ver al mirar.
Aristóteles reafirma esta conexión entre ver-conocer-saber situando el acto de ver entre las acciones perfectas. Éstas son aquellas que conteniendo el propio fin, no comportan ninguna escisión o dilación en el tiempo. De este modo el acto de ver se especifica como acción perfecta en cuanto realizada, instantánea y estable. Junto a la agudeza y la pureza aparece también la instantaneidad como característica propia de la visión humana. El asombro no se reduce, sin embargo, a una simple sensación óptica. En Platón el asombro es un maravillarse que abre el espíritu al misterio del origen divino de lo inteligible. En Aristóteles es lo que hace progresar la ciencia para el placer del sabio.
En la tradición cristiana, el amor tiene sus propios ojos. Lo expresa maravillosamente el dicho de Ricardo de San Víctor: “Donde está el amor, allí está el ojo” [36]. Y es que el amor contiene una verdad que guía internamente la libertad hacia la comunión. De este modo, al amor genera su propia mirada para dirigirse hacia el amado y poder construir una comunión con él. El conocimiento amoroso es superior al intelectual porque produce atracción y comunión, hasta el punto que se verifica una transformación y una asimilación entre el amante y el amado. Esta reciprocidad de afecto consiente un conocimiento profundamente personal.
4. La hermosura del amor: la virtud de la castidad
La conclusión que san Juan Pablo II extrae en el libro entrevista Cruzando el umbral de la esperanza es muy elocuente: “Si se ama el amor humano, nace también la viva necesidad de dedicar todas las fuerzas a la búsqueda de un “amor hermoso”. Porque el amor es hermoso. Los jóvenes, en el fondo, buscan siempre la belleza del amor, quieren que su amor sea bello. Si ceden a las debilidades, imitando modelos de comportamiento que bien pueden calificarse como “un escándalo del mundo contemporáneo” (y son modelos desgraciadamente muy difundidos), en lo profundo del corazón desean un amor hermoso y puro. Esto es válido tanto para los chicos como para las chicas. En definitiva, saben que nadie puede concederles un amor así, fuera de Dios. Y, por tanto, están dispuestos a seguir a Cristo, sin mirar los sacrificios que eso pueda comportar” [37].
La consecuencia de amar el amor humano es, por tanto, buscar con todas las fuerzas un amor hermoso. El deseo de alcanzar una vida lograda, inscrito por Dios en cada corazón humano, impulsa a los jóvenes a esta búsqueda, no de un amor cualquiera, sino de uno plenamente bello. El Papa es bien consciente que se trata de una lucha dramática, pues siempre acecha la tentación de reducir la grandeza del amor al que está llamado el hombre. Ceder a las propias debilidades e imitar comportamientos escandalosos son posibilidades reales. Pero en lo más profundo del corazón permanece siempre este deseo de un amor hermoso y puro.
Dado que ese amor es inalcanzable por las solas fuerzas humanas, es necesario descubrir que únicamente Dios puede conceder un amor así. Dios dona este amor hermoso entregándonos a su Hijo, por lo que seguir a Cristo es el camino para encontrar este amor hermoso. Este seguimiento de Cristo supone siempre sacrificios que es necesario asumir gozosamente, con la viva conciencia que merecen la pena para alcanzar la hermosura del amor.
El amor hermoso es, para Juan Pablo II, el amor casto. Ya en Amor y responsabilidad, Karol Wojtyla se hace la pregunta por el verdadero sentido de la castidad [38]. La perspectiva de su reflexión es la estrecha relación entre castidad y amor verdadero. Se trata de una visión que desea redimensionar el acercamiento a la castidad únicamente desde la virtud de la templanza. En tal sentido, la virtud de la castidad no aparece como la represión de la espontaneidad del amor, ni como manifestación de un resentimiento, sino como la virtud propia del amante, que es vivida conforme al estado de vida de cada persona. El término fundamental para comprender su concepción de las virtudes es el de integración [39]. Desde esta perspectiva, la castidad va a integrar los sentidos, los afectos, los distintos dinamismos operativos de la persona en el amor pleno y total hacia la otra persona. En las Catequesis expresa el mismo contenido pero con otros términos, en el contexto de mostrar cómo la castidad se encuentra en el centro de la espiritualidad conyugal: “La castidad es vivir en el orden del corazón. Este orden permite el desarrollo de las «manifestaciones afectivas» en la proporción y en el significado propios de ellas” [40]. Este orden no es únicamente fruto de las virtudes, sino de la vinculación entre dones, afectos y virtudes. En el caso de la castidad se vincula singularmente con el don de piedad, como un don que reconoce y respeta lo que viene de Dios, concretamente la masculinidad y feminidad de la persona humana, la grandeza del acto conyugal, y la nueva vida que puede surgir de la unión conyugal.
En Familiaris consortio, comentando la enseñanza de San Pablo VI en Humanae vitae y de la importancia de la castidad y su educación permanente, afirma: “Según la visión cristiana, la castidad no significa absolutamente rechazo ni menosprecio de la sexualidad humana: significa más bien energía espiritual que sabe defender el amor de los peligros del egoísmo y de la agresividad, y sabe promoverlo hacia su realización plena” [41].
De este modo, la virtud de la castidad custodia el amor auténtico y promueve su plena realización. Su adquisición y crecimiento requiere una disciplina interior permanente, una ejercitación cotidiana y un asiduo recurso a Dios en la oración. En este sentido, conviene recordar que en las catequesis se establece una relación orgánica entre la teología del cuerpo y la pedagogía del cuerpo, que constituye el núcleo de la espiritualidad conyugal [42]. En este contexto, y a propósito de las anotaciones acerca del Cantar de los Cantares, san Juan Pablo II afirma que “el amor desencadena una particular experiencia de la belleza, que se centra en lo que es visible, pero envuelve simultáneamente a la persona entera. La experiencia de la belleza engendra la complacencia, que es recíproca. «Oh la más hermosa entre las mujeres…» (Ct 1, 8), dice el esposo, al que hacen eco las palabras de la esposa: «Morena soy, pero hermosa, oh hijas de Jerusalén» (Ct 1, 5)” [43].
El hombre moderno ha enfatizado la dimensión estética de lo bello. De este modo se ha eclipsado que la belleza está muy emparentada con la bondad, como ya sabían los griegos. Para santo Tomás de Aquino, el esplendor y la armonía de la belleza no constituyen cualidades estáticas del ser, sino que revelan la cualidad moral de la acción excelente iluminada por la razón virtuosa [44]. Siguiendo a Aristóteles, valora positivamente el placer en la acción humana y, por tanto, la virtud de la templanza no elimina los deseos placenteros ligados al tacto, sino que busca una medida conforme a la razón prudente. Así como en los cuerpos bellos se da una proporción entre los miembros y un conveniente esplendor, así también las acciones humanas son hermosas cuando resplandece en ellas la luz de la razón, y se da proporción entre los hechos, palabras y razón [45].
La intrínseca belleza de la acción temperante es, para el Doctor común, la honestas [46]. Si el pudor es una reacción que manifiesta una ausencia de perfección moral, la honestas es causada por la excelencia de la persona que ama la belleza de la templanza. La honestas une el concepto de la belleza interior de la persona y su bondad moral.
La castidad, que requiere el pudor y la honestas, es una virtud que toca el interior del corazón del hombre. No se reduce, por tanto, a obedecer un código de comportamiento exterior, sino que plasma y modela los deseos sexuales desde su interior. La castidad es una conformación del deseo sexual, cuya bondad deriva del fin último al que tiende. La belleza de la castidad se encuentra en el deseo bello que dirige a la plenitud de un amor personal. Se trata del deseo conformado por la razón en vista del amor recibido, lo que santo Tomás denomina deseo “recto”. La persona casta ama inteligentemente, fascina por su belleza, por su encanto, que se trasluce y expresa en sus gestos que revelan una intimidad habitada por la persona amada y en tensión hacia la plenitud de una comunión [47].
El Pseudo-Dionisio, inspirándose en la tradición platónica, establece un parentesco entre la belleza y la vocación. Con la cercanía etimológica entre las palabras kalós (bello)-kaléo (llamar), encontramos que la belleza es una llamada a un amor de comunión. Para él, Dios es causa de la armonía y el esplendor de todas las cosas. “Llama (kaloûn) a todas las cosas a sí mismo; por ello es llamado kallos, belleza” [48]. La vocación de lo bello tiene su origen en el Dios creador, y la llamada adquiere el sentido bíblico de la elección [49].
5. La madre del amor hermoso
El título mariano “Madre del amor hermoso” se inspira en el versículo Si 24,18: «Yo soy la madre del amor hermoso y del temor; del conocimiento y de la santa esperanza, me doy a todos mis hijos, escogidos por él desde toda la eternidad», en el contexto del elogio de la sabiduría. La liturgia de la Iglesia emplea el texto desde el siglo X en las Misas de María. Como afirma la introducción al formulario de esta misa votiva de la Virgen: “la Iglesia, según la tradición tanto del Oriente como del Occidente, celebrando el misterio y la función de María, contempla con gozo su espiritual belleza. La belleza como resplandor de la santidad y de la verdad de Dios, «fuente de toda belleza», e imagen de la bondad y de la fidelidad de Cristo, el “más bello de los hijos de los hombres” [50].
El vínculo que une a san Juan Pablo II con la Virgen María a lo largo de toda su vida se expresa de modo bien elocuente en el lema de su pontificado: “Totus Tuus”. La fórmula, tomada de San Luis Mª Grignon de Montfort, supone un redescubrimiento de la piedad mariana, anclada en Cristo como había reflejado el capítulo VIII de la Lumen Gentium, e implica el cultivo de un total abandono y confianza en la Virgen María [51]. La devoción mariana de nuestro santo, hunde sus raíces en la imagen de NªSª del Perpetuo Socorro en su parroquia de Wadowice, unida a la tradición del escapulario de la Virgen del Carmen, lo que le vinculó desde niño a la espiritualidad carmelitana que profundizó después al conocer a san Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús. Junto a ello, fueron decisivas las peregrinaciones a los santuarios de Kalwaria y Czestochowa, donde se encuentra el santuario paulino de Jasna Góra con el icono de la Virgen Negra, Reina de Polonia.
El título de “peregrina de la fe”, estrella del tercer milenio, es muy querido para nuestro pontífice, pues el camino de fe de María es punto constante de referencia para la Iglesia [52]. La encíclica Redemptoris Mater [53], con motivo del año santo mariano de 1987, la carta Mulieris dignitatem [54], las catequesis de las audiencias entre el 6 de septiembre de 1995 y el 12 de noviembre de 1997 [55], y la carta sobre el Rosario [56] son botones de muestra de la enseñanza mariana de san Juan Pablo II.
La Carta a las familias nos ofrece una estupenda síntesis de la historia del amor hermoso desde la clave de la historia de la salvación [57]. Así, aunque en sentido estricto esta historia comienza en el misterio de la Anunciación a la Virgen María, se puede decir también que tiene su inicio con Adán y Eva en el paraíso. Tobías y Sara son testigos de que tras la caída de nuestros primeros padres no se les privó totalmente de la capacidad de este amor hermoso. Todo amor hermoso se origina con la auto-manifestación de la persona que posibilita la unión de los dos. Este amor es descrito en el libro del Cantar de los Cantares. En el umbral de la Nueva Alianza, María y José viven la experiencia del amor descrito en el Cantar con toda la novedad del Espíritu.
Para que el amor sea realmente hermoso ha de ser recibido como un don de Dios. La Fuente del don, el Espíritu Santo, dador de vida, se derrama en los corazones humanos (Rm 5, 5), generando, alimentado y haciendo crecer la mutua entrega. La particular vinculación entre el Espíritu Santo y la Virgen María, hace de la Esposa del Espíritu, la testigo por antonomasia de que el amor y la belleza proceden de Dios. María es bella porque es amada; y es de aquella hermosura que llamamos santidad. María nos introduce en la escuela del amor hermoso, nos enseña como buena Madre, el arte de amar.
El misterio de la Encarnación del Verbo se convierte en fuente de una belleza nueva que ha inspirado innumerables obras maestras del arte. De este modo, la Iglesia es consciente de su misión en el desarrollo de la cultura. Inspirándose en la afirmación de Santo Tomás de Aquino “Genus humanum arte et ratione vivit” [58], Juan Pablo II afirma que la cultura es un modo específico del “existir” y del “ser” del hombre. Por ello “la cultura es aquello a través de lo cual el hombre, en cuanto hombre, se hace más hombre, "es" más, accede más al "ser” [59]. Y es que “el hombre es él mismo mediante la verdad, y llega a ser más él mismo mediante el conocimiento cada vez más perfecto de la verdad” [60]. Por tanto, el hombre no es solo creador de la cultura, sino que también vive de la cultura y mediante la cultura.
La recíproca promesa que los esposos hacen el día de la celebración del sacramento del matrimonio, únicamente es posible, según la Carta a las familias, en la dimensión del «amor hermoso». Este amor se recibe y aprende sobre todo rezando, pues es en la oración donde actúa de un modo singular el Espíritu Santo. Derramado en el corazón de los cónyuges (Rm 5, 5), se convierte en verdadera fuente y manantial de unidad, de cohesión y fortaleza para el matrimonio y la familia. De este modo, la hermosura del amor consiste en que el amor conyugal se puede transformar en verdadera caridad conyugal [61].
6. Conclusión: ¿por qué el amor es hermoso?
Vivimos inmersos en un cambio de época que genera una gran incertidumbre ante el futuro. El prefijo post- que define nuestro tiempo revela que la referencia principal se encuentra siempre en el pasado. En llamativo contraste, san Juan Pablo II aprendió a mirar siempre hacia el futuro de modo profético, anticipándose a su tiempo. Es decir, pensar el presente como una semilla que mira al futuro. En lugar de ir detrás, a remolque de los acontecimientos de una época que pasa, Él supo ir preparando una época que se acerca, pues está ya en germen en el presente. En este sentido, conducir a la Iglesia hacia el tercer milenio fue siempre su deseo y la misión que recibió. Formado en la escuela del Concilio Vaticano II supo ver que la cuestión del hombre era decisiva, y que la cuestión antropológica se jugaba principalmente en el campo del matrimonio y la familia, pues es en ellas donde el hombre aprende a amar y madurar en su vocación divina.
Nos encontramos en nuestros días ante un hombre, caracterizado de modo predominante por su emotividad, por buscar un bienestar incesante. A primera vista, sentirse bien, buscar sensaciones nuevas en experiencias diferentes, no parece nada sospechoso. Sin embargo, el hombre emotivo es muy frágil y tremendamente manipulable. Las emociones colectivas y los afectos privados revelan que estamos inmersos en un gran analfabetismo afectivo, que conduce a un amor mudo, indecible e incomunicable. Un amor temeroso de prometer, que se licúa por el entorno de de-socialización y de-construcción que lo circunda, y termina por hacer naufragar la navegación del hombre por este mundo.
Por este motivo, en primer lugar, hemos de ponernos en guardia de que el amor hermoso del que nos habla el Papa de la familia se pueda interpretar en clave esteticista, romántica, absolutizando la belleza de la contemplación del instante. El ensimismamiento y la dispersión son las notas del narcisismo que caracteriza el culto a la emoción [62]. La verdad del amor no se mide por la intensidad del instante, sino que se verifica en las obras y en el bien que se comunica al amado.
En segundo lugar, hemos de reconocer la actualidad de la propuesta de san Juan Pablo II para generar una nueva cultura del amor hermoso, una civilización del amor, a través del método de las minorías creativas [63]. ¿Qué amor nos propone el santo Papa polaco? Ciertamente no el amor líquido, no el amor emotivo, no el amor superficial y vano. En la escuela de la Cruz redentora y junto a María, Madre del amor hermoso, este Maestro del amor nos invita a vivir el amor verdadero, el amor casto, el amor virtuoso, el amor que hace grande la existencia humana, porque es capaz de dilatar el corazón y de realizar el don de sí total de la persona. La belleza de la que nos habla Juan Pablo II proviene del amor de Dios Creador y Padre. Es una belleza, siempre antigua y siempre nueva, como decía San Agustín, que se oculta para hacer resplandecer al amado más que al amor.
San Juan Pablo II es testigo de esperanza fundada porque nos ha testimoniado en primera persona el amor más hermoso, el amor más grande, aquel que Cristo revela a sus discípulos en el Cenáculo: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos” (Jn 15, 15). El amor de Dios se nos ha comunicado de un modo máximo en el don de sí de Cristo en la Eucaristía. Se nos invita así a entrar más hondamente en la lógica de la sobreabundancia, en el misterio de la fecundidad del amor, que crece en hermosura en la medida en que el don de sí es más pleno.
Juan de Dios Larrú en dialnet.unirioja.es/
Notas:
1 TERTULIANO, De paenitentia, 8 (CCL 1, 335).
2 JUAN PABLO II, Carta a las familias, n.2.
3 FRANCISCO, Homilía centenario nacimiento san Juan Pablo II, (20.05.2020).
4 JUAN PABLO II, Homilía santuario de la Santa Cruz en Mogila, (9.06.1979).
5 BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Estudios de cristología, Obras completas, BAC, Madrid 2015,109.
6 Cf. P. BOVATI, «Così parla il Signore». Studi sul profetismo biblico, EDB, Bologna 2008.
7 JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó. El amor humano en el plan divino, Catequesis 107 (26 enero 1983), 566-568.
8 L. MELINA, “El legado de Juan Pablo II sobre matrimonio y familia”, Alpha Omega 11 (2008) 179-190.
9 C.K. NORWID, Promethidion: Bougmil vv. 185-186.
10 JUAN PABLO II, Udienza ai rappresentanti dell’istituto del patrimonio nazionale polaco in occasione del 180° aniversario della nascita del poeta Cyprian Norwid, (1 julio 2001).
11 Cf. C.K. NORWID, Promethidion, Bogumil, v. 109.
12 JUAN PABLO II, Homilía Celebración de la Palabra con el mundo de la cultura y el arte, (Varsovia, 13.06.1987).
13 SANTO TOMÁS DE AQUINO, In Dyionisii, De divinis nominibus, IV, 6.
14 JUAN PABLO II, Oración a los pies de la Inmaculada, (8.12.1996).
15 L. MELINA-J. NORIEGA-J.J. PÉREZ-SOBA, Caminar a la luz del amor. Los fundamentos de la moral cristiana, Palabra, Madrid 2007, 142.
16 JUAN PABLO II, Oración a los pies de la Inmaculada, (8.12.1996).
17 G. REALE, Eros: dèmone mediatore. Una lettura del Simposio di Platone, Rizzoli, Milano 1997.
18 Cf. J. ÁLVAREZ-E. GUTIÉRREZ, “La etimología del nombre Eros en el Fedro de Platón”, Fortunatae: Revista canaria de Filología, Cultura y Humanidades Clásicas 7 (1995) 13-26.
19 JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó. El amor humano en el plan divino, Catequesis 22 (26 marzo 1980), 158.
20 Ibíd.: “La comparación del «conocimiento» bíblico con el «eros» platónico revela la divergencia de estas dos concepciones. La concepción platónica se basa en la nostalgia de la Belleza trascendente y en la huida de la materia; la concepción bíblica, en cambio, se dirige hacia la realidad concreta, y le resulta ajeno el dualismo del espíritu y de la materia como también la específica hostilidad hacia la materia («Y vio Dios que era bueno»: Gn 1, 10.12.18.21.25). Así como el concepto platónico de «eros» sobrepasa el alcance bíblico del «conocimiento» humano, el concepto contemporáneo parece demasiado restringido. El «conocimiento» bíblico no se limita a satisfacer el instinto o el goce hedonista, sino que es un acto plenamente humano, dirigido conscientemente hacia la procreación, y es también la expresión del amor interpersonal (Cf. Gn 29, 20; 1S 1, 8; 2S 12, 24)”.
21 J.M. RIST, Eros y Psiche. Studi sulla filosofía di Platone, Plotino e Origene, Vita e Pensiero, Milano 1995, 196.
22 P. KWIATKOWSKI, Lo Sposo passa per questa strada…La spiritualità coniugale nel pensiero di Karol Wojtyla. Le origine, Cantagalli, Siena 2011.
23 J. MERECKI, “Il corpo, sacramento de la persona”, en: L. MELINA-S. GRYGIEL, Amare l'amore umano, Cantagalli, Siena 2007, 173-185.
24 T. CID, Persona, amor y vocación. Dar un nombre al amor o la luz del sí, Edicep, Valencia 2009.
25 Cf. JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza y Janés, Barcelona 1994, 133.
26 Ibíd.
27 BENEDICTO XVI, Discurso con ocasión del XXV aniversario de la fundación del Instituto Juan Pablo II, (11.05.2006).
28 K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Palabra, Madrid 2008, 311.
29 K. WOJTYLA, El taller del orfebre, BAC, Madrid 2005, 55.
30 K. WOJTYLA, Los jóvenes y el amor. Preparación al matrimonio, Encuentro, Madrid 2018, 48.
31 JUAN PABLO II, Redemptor hominis, n.10: “El hombre no puede vivir sin amor. El permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no es encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por esto precisamente, Cristo Redentor, como se ha dicho anteriormente, revela plenamente el hombre al mismo hombre”.
32 JUAN PABLO II, Familiaris consortio, n.11: “Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor. Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser humano”.
33 Cf. JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Cristiandad, Madrid 2000, nota a), 63.
34 G. BIFFI, Canto nuziale. Esercitazione di teologia anagogica, Jaca Book, Milano 2000.
35 JUAN PABLO II, Tríptico Romano. Poemas, Ucam, Murcia 2003, 20-21.
36 RICARDO DE SAN VÍCTOR, Benjamin minor c. 13 (SCh 419,126): “Ubi oculus, ibi amor”.
37 JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1995, 133.
38 K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Palabra, Madrid 2005, 203-211.
39 Para la experiencia de la integración en Wojtyla, particularmente en Persona y acción, puede verse: A. PÉREZ LÓPEZ, De la experiencia de la integración a la visión integral de la persona. Estudio histórico-analítico de la integración en Persona y acción de Karol Wojtyla, Edicep, Valencia 2012.
40 JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Cristiandad, Madrid 2000, Cat. 131 (14.11.1984), 669. Un estudio monográfico sobre la virtud de la castidad en las catequesis, puede verse en: F. CORTÉS, El esplendor del amor esponsal y la communio personarum. La doctrina de la castidad en las Catequesis de san Juan Pablo II sobre El amor humano en el Plan Divino, Cantagalli, Siena 2018.
41 JUAN PABLO II, Familiaris consortio, n. 33.
42 JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Cristiandad, Madrid 2000, Cat. 127 (3.10.1984), 653.
43 Ibíd., Apéndice (23.05.1984), 683.
44 La relación entre belleza y castidad en Santo Tomás ha sido estudiada por O. GOTIA, L’amore e il suo fascono. Bellezza e castità nella prospettiva di San Tommaso d’Aquino, Cantagalli, Siena 2011.
45 SANTO TOMÁS DE AQUINO, In 1Co, XI, II, n. 592.
46 Cf. O. GOTIA, op.cit., 226-231.
47 J. NORIEGA, No solo de sexo…Hambre, libido y felicidad: las formas del deseo, Monte Carmelo, Burgos 2012, 183.
48 DIONISIO AREOPAGITA, De divinis nominibus, IV, 7: PG 3, 701 C.
49 Cf. J.-L. CHRÉTIEN, La llamada y la respuesta, Caparrós, Madrid 1997, 31-33.
50 MISAS DE LA VIRGEN MARÍA, Coeditores litúrgicos, Madrid 1987, n. 36.
51 JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1994, 207-209.
52 JUAN PABLO II, Catequesis audiencia general (21.03.2001).
53 JUAN PABLO II, Redemptoris mater, (25.03.1987); AAS 79 (1987) 361-443.
54 JUAN PABLO II, Mulieris dignitatem, (15.08.1988); AAS 80 (1988) 1653-1729.
55 Recogidas en castellano en: JUAN PABLO II, La Virgen María, Palabra, Madrid 1998.
56 JUAN PABLO II, Carta Rosarium Virigins Mariae, (16.10.2002); AAS 95 (2003) 5-36.
57 JUAN PABLO II, Carta a las familias, n. 20.
58 SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a Posteriora Analytica de Aristóteles, n. 1.
59 JUAN PABLO II, Discurso a la Unesco, (2.06.1980) n.7. El tema de la cultura en Juan Pablo II lo ha estudiado: L. NEGRI, L’uomo e la cultura nel magisterio di Giovanni Paolo II, Jaca Book, Milano 1988; en español: F. MIGUENS, Fe y cultura en la enseñanza de Juan Pablo II, Palabra, Madrid 1994.
60 Ibíd., n. 17.
61 L. DE PRADA, La caridad conyugal, una amistad que construye una vida. Estudio teológico-pastoral en Familiaris consortio y Carta a las familias (Juan Pablo II), Didaskalos, Madrid 2017.
62 M. LACROIX, Le culte del l’émotion, Flammarion, París 2001.
63 L. GRANADOS-I. DE RIBERA, Minoría creativas. El Fermento del Cristianismo, Monte Carmelo, Burgos 2011.
Israel Galván Delgado
¿Por qué está huyendo?
-Porque él es el héroe que se merece la ciudad pero no el que necesitamos ahora. Así que lo perseguiremos, él puede resistirlo.
Porque él no es un héroe, es un guardián
silencioso…
The Dark Knight (2008)
I- INTRODUCCIÓN
1-Contexto y el concepto de «cristiandad» en Kierkegaard
En el contexto político y el momento histórico que vivió Søren Kierkegaard (1813- 1855) –y que guarda muchas características con la actualidad- la sociedad danesa en general se consideraba “cristiana” por antonomasia, debido a la primacía del protestantismo luterano que en aquél tiempo se extendía casi por todos los países escandinavos. Las personas se hacían conocer por los corredores y las calles como “cristianos” jactándose de dicho título por cumplir los estatutos que la institución religiosa les dictaminaba: dar el diezmo, ir al templo, escuchar el sermón, reunirse en cafés y lugares para discutir y tratar temas religiosos que estaban íntimamente relacionados con lo político.. En aquella época bastaba con ser un miembro regular y reconocido frente a la institución religiosa oficial para obtener un amplio respeto por la sociedad.
Entre sus principales labores críticas surgidas por su inconformidad a la degradación que había sufrido el cristianismo, al cual, le había dedicado muchos años de su vida personal y su formación académica, Kierkegaard se enfoca a ese fenómeno que afectaba a toda Dinamarca y le asigna el nombre de cristiandad.
El pensador danés observó que la cristiandad solo era una ilusión [1]. La gente era religiosa, sí, pero sus vidas estaban conducidas en la indiferencia a las problemáticas que ocurrían y que afectaban a cada uno de los particulares de su entorno. El sistema filosófico de Hegel se había convertido en la bandera de conocimiento de los «caballeros» que abarcaban casi todos los horizontes y campos de pensamiento y acción -desde lo científico hasta lo teológico- y los individuos habían pasado a ser «platos de segunda mesa» regidos por un sistema irreal que solo complacía a unos cuantos y que a través de una dialéctica del amo y el esclavo la clase burguesa mantenía sus privilegios.
A través de su libro Kierkegaard's Relation to Hegel Reconsidered [2], Jon Stewart expone que debido al tamaño pequeño de la comunidad intelectual en Dinamarca, la polémica de Kierkegaard tenía que ser un poco velada e indirecta.
Kierkegaard critica la aplicación de la doctrina de la mediación de la encarnación y de la relación Dios-hombre; una crítica que se dirigía específicamente a los textos de un contemporáneo de Kierkegaard llamado Hans Lasen Martensen. La forma de hacer filosofía y teología evocaban a una cosa: la imposibilidad de la relación directa a través de la encarnación, una condición que solo podía desembocar en una falta de libertad de la cual se habían apropiado los daneses en aquella época.
Debido a esto, a través de la figura del caballero de la resignación infinita, Kierkegaard lanza una crítica diciendo:
Es fácil reconocer a los caballeros de la resignación infinita, pues caminan con paso ágil y decidido. En cambio engañan con facilidad aquellos que llevan consigo el tesoro de la fe, dado que su aspecto exterior presenta una sorprendente semejanza con quienes desprecian profundamente tanto la infinita resignación como la fe, es decir, con la burguesía. (Kierkegaard, p.109).
Para Kierkegaard, sus contemporáneos habían ahogado su individualidad en el mar de la totalidad, habían olvidado que su importancia no solo radicaba en formar parte de un corpus (cuerpo), sino por ser miembros particulares, cada uno diferentes entre sí. Habían olvidado que cada individuo tenía en sí mismo la tarea de determinar su propia existencia.
Aquel sistema que solo veía números marcados en la frente de los sujetos, extinguió la voluntad de ser en sus corazones. Contra esta sociedad que se había perdido en la enajenación, Kierkegaard aboga por traer de vuelta una nueva manera en que los individuos pudieran relacionarse entre sí y que pudiera ser una realidad en la vida de cada uno y en consecuencia, en lo comunitario.
II- NACE EL CABALLERO DE [LA] FE
Es por [la] fe que Kierkegaard le dedica todo un libro a Abraham (porque Abraham ha sido, es y será el padre de la fe) [3], y al testimonio de la prueba que enfrentó cuando Dios le pidió que entregara en sacrificio a Isaac; a este libro lo titula Temor y temblor (1843/1994) porque en Kierkegaard no existe otra manera de nombrar semejante experiencia [4].
Kierkegaard le da un giro completo a la interpretación del relato del Génesis [5] en el que descubre que la fe no tiene nada que ver con alguna categoría epistémica, ni tampoco es un producto de lo racional, ni algo que se adquiera de manera positiva a través de la mediación brindada por la educación o formación religiosa. No, [la] fe es una experiencia que acontece cuando se elige correr el riesgo de creer lo imposible [6].
En otras palabras, la fe no es algo que se adquiera por medio de un método, no es un aprendizaje que se obtiene a través de la mediación (porque si así fuera Hegel tendría razón); tampoco es producto de una herencia cultural o histórica. La fe no se sujeta a las creencias religiosas o conocimientos teológicos, ni tampoco es algo que la filosofía con sus exhaustivas indagaciones puede brindar. Solo se puede acceder a la fe cuando en el instante [7] del encuentro con aquél Absolutamente Diferente [8], sin tener conocimiento de sus motivos o razones, (como Dios que llama a su elegido y a su vez éste ha decidido responder). Es decir, a la fe se accede cuando el individuo decide dar un salto al absurdo [9].
Sin embargo, ejecutar dicho salto no es una experiencia placentera, no aterriza en el confort o el consuelo, por el contrario, se experimenta en la angustia, aquella a la que Kierkegaard relaciona con el vértigo que acontece cuando se salta sin saber en dónde se caerá, porque solo así se puede experimentar un verdadero salto [10]. La angustia es «el vértigo de la libertad [11]», de aquella libertad dada cuando ese Particular se ha reivindicado por encima de lo General al elegir lo Absolutamente Diferente, tal como lo hizo Abraham al responder a ese llamado que estaba por encima de lo ético.
Cuando Dios pide a Abraham sacrificar a Isaac (a quién más ama en el mundo) le está pidiendo que renuncie a su simiente [12], que entregue a su hijo amado, y con ello, que se entregue a sí mismo puesto que Isaac -como hijo de la promesa- haría de Abraham padre de muchedumbre lo cual generaría que su nombre se mantuviese vivo hasta la muerte. Este acto aterrador, a diferencia de cualquier otro, no trae consigo ninguna recompensa, aquí no entra la ley de la reciprocidad [13]. Dios le está pidiendo a Abraham «todo a cambio de nada», y más aún, sin la posibilidad de encontrar consuelo por su perdida, puesto que no puede justificarse ante los demás (ante sus compatriotas, ante Sara y sus siervos)
Abraham no se encuentra en el mismo estadio que los héroes trágicos como Agamenón que entrega a su hija en sacrificio dictado por la tradición para salvar a la polis de la ira de los dioses, o en el de Jefté que sacrifica la inocencia de su hija para que el castigo de Yahvé no azotara contra el pueblo tal como señalaban los sacerdotes. Así lo dice de Silentio:
Cuando, llegado el momento crítico, Agamenón, Jefté y Bruto, se sobreponen heroicamente a su dolor, cuando heroicamente han renunciado a la persona amada y sólo falta llevar a término la parte material del sacrificio, no habrá en ningún lugar un alma generosa que no derrame lágrimas de compasión por su dolor y de admiración por la hazaña.
[…]
Es muy clara la diferencia que existe entre el héroe trágico y Abraham: el héroe trágico no abandona nunca la esfera de lo ético. Para él cualquier expresión de lo ético encuentra su telos en otra expresión más alta de lo ético y reduce la relación ética entre padre e hijo o entre hija y padre a un sentimiento que encuentra su dialéctica en su relación con la idea de moralidad. Y ahí no puede existir, por lo tanto, una suspensión ideológica de la propia ética. (Kierkegaard, p. 154)
Abraham no es el caballero heroico que salga abanderado y elogiado por múltiples cantos de poetas o de rapsodas que cuenten su leyenda para ser ejemplo de otros; tampoco encuentra consuelo en las lágrimas de alguien que escuchara su testimonio –puesto que Abraham no habla, ni cuenta lo ocurrido-. Porque él no es un héroe, es un guardián silencioso que ha elegido proteger el secreto que él y Dios tienen, y que calla [pero también responde y es responsable] ante la imposibilidad de comunicar lo que ha sucedido. Abraham es un creyente, un caballero de [la] fe.
III- PRUEBA Y TENTACIÓN
En el relato bíblico se encuentra solo una participación activa de Isaac en el momento en que pregunta a Abraham ¿dónde está el cordero para el sacrificio? [14], Abraham responde brevemente con la afirmación -Dios proveerá. De lo anterior se explica por qué en Dar la muerte (1999) Derrida afirma que Abraham no dice una verdad puesto que la pregunta de Isaac apuntaba a una respuesta más específica, pero tampoco dice una no-verdad porque efectivamente Dios había provisto del cordero: el mismo Isaac. Abraham, dice y no dice. Le responde a Isaac pero Abraham elige a Dios al mantener a salvo el secreto que tiene con él.
El caballero de [la] fe sube al monte Moriah atravesando la tentación, la prueba, porque la verdadera tentación es según Johannes de Silentio elegir la ética; es decir, elegir a Isaac por encima de Dios [15]. Abraham tiene en sus manos elegir o lo uno o lo otro [16]. O cumple su deber de padre (porque Abraham ama a Isaac y no hay mayor muestra de amor que el deber que tiene el padre hacia su hijo), o bien, cumple su deber absoluto hacia Dios (sin tener conocimiento alguno del porvenir, ni tener razón alguna de porqué Dios da y Dios quita [17]).
¡Qué tremenda paradoja! pero Abraham toma una decisión y elige a Dios sobre todas las cosas, siendo su decisión la que genera en Dios el deseo de relacionarse con él de una manera distinta. Dios lo llama «amigo» [18], y será este llamado la señal de que Abraham ha alcanzado la esfera de máxima de la existencia. ¡Qué locura! Abraham ha ido más allá de lo imposible, pero ¿a qué costo?
IV- ¡TIEMBLA! [EL] CABALLERO DE [LA] FE
En Dar la muerte (1999), Derrida destaca la importancia de que Kierkegaard haya elegido como seudónimo a Johannes de Silentio como el autor de Temor y Temblor, puesto que el silencio es clave fundamental y primaria para la recepción de dicha obra. Johannes de Silentio es el poeta de Abraham, pero un poeta que asume la dificultad en la que se encuentra al intentar hablar sobre el caballero de fe, porque entiende que el camino de vida que Abraham emprendió - el de dar [la] muerte a lo más amado sin justificación- es ante los ojos de la razón locura, arrojando constantemente la cuestión ¿quién se halla en grado de comprenderlo? [19].
De lo anterior se entiende que Derrida asuma que el camino de [la] fe se encuentre en terrenos de la paradoja, porque la responsabilidad y la irresponsabilidad son las dos caras de una misma moneda, y solo aquél que manifieste tener el «gusto del secreto» [20] -tal como Derrida se había declarado gustoso- puede transitar. El pensador sin lugar natal [21] reconoce en Kierkegaard el portador de un secreto que solo le concierne a la interioridad y que solo a través del silencio se puede guardar, es por esto que reivindica la figura seudónima utilizada y a su vez la relaciona con el propio Kierkegaard, refiriéndose al escritor como «Kierkegaard/de Silentio».
La importancia que encontramos en el encuentro de Derrida con la obra kierkegaardiana radica en el efecto que ésta [le] produce. Derrida comprende muy bien que el Temor y temblor de quien guarda el secreto no es algo que pueda reducirse a la pura expresión del lenguaje (sea escrita sea hablada) sino a la experiencia que acontece cuando se entra en el espacio y tiempo de lo indecible. De lo anterior se comprende por qué antes de escribir su reflexión ético-política -y con un estilo más poético- Derrida dedica unas líneas a la experiencia del temblar y [lo] qué hace temblar. Derrida dice:
Temblar. ¿Qué hacemos cuando temblamos? ¿Qué hace temblar?
Un secreto siempre hace temblar. No solo estremecerse o tiritar, lo que también ocurre a
veces, sino temblar (…) Tiemblo ante lo que me excede mi ver y mi saber aun cuando ello me afecte en lo más íntimo, en cuerpo y alma, como se suele decir. Tendido hacia aquello que hace fracasar el ver y el saber, el temblor es efectivamente una experiencia del secreto o del misterio, pero otro secreto distinto, otro enigma u otro misterio vienen a precintar la experiencia invivible, añadiendo un precinto o una custodia de más al tremar. (Derrida, p.67)
Solo se tiembla cuando se está frente a la causa última –afirma Derrida. ¿Cuál es esa causa que encuentra el escritor de Dar el tiempo? Y en todo caso, ¿Cuál es la causa que lleva a Abraham al temblor? es el don del amor infinito, la disimetría entre la mirada divina que me ve y yo mismo que no veo aquello mismo que mira –porque la fe es creer lo que no se ve- [22], la muerte dada y soportada de lo irreemplazable (como Isaac que es el hijo de la promesa, el hijo que no se puede reemplazar). Más adelante dice Derrida:
El temblor de Temor y temblor es, según parece, la experiencia misma del sacrificio. No, ante todo, en el sentido hebreo, korban. Que quiere decir más bien la aproximación y que abusivamente se traduce por sacrificio, sino en el sentido en el que el sacrificio supone matar a lo único en lo que tiene único, de irreemplazable y de más valioso. Se trata pues también de la sustitución imposible, de lo insustituible pero también de la sustitución del animal por el hombre y asimismo, sobre todo, en esta misma sustitución imposible de lo que vincula a lo sagrado del sacrificio y al sacrificio con el secreto. (Derrida, p.70)
V- ¡TIEMBLA! LA TIERRA: CRISTO COMO FIGURA DEL SER SOBRE- ÉTICO
Dios reconoce a Abraham como su igual, como su amigo, y le imita. Por eso en los evangelios de la tradición neo-testamentaria encontramos un sacrificio consumado en Dios al entregar en holocausto a su hijo: el Cristo, así como en el pasado lo hizo el caballero de la fe con Isaac. Ya no es Abraham, sino Dios el que escucha la petición de su pueblo que en aquel momento se siente abandonado. Ahora es Dios el que ama, así como Abraham le amó en el pasado, sobre todas las cosas: “con todo su corazón, con toda su mente, con todas sus fuerzas” [23]. Tal como lo menciona el Mtro. Juan Ramón González en su trabajo El sacrificio del otro: una lectura necesaria sobre el estadio religioso en S. Kierkegaard (2014):
¿Qué dice Dios?: [Yo tengo que aprender de éste que le mande ofrecer en holocausto a Isaac porque él sabe algo que yo no sé, ¿Qué es lo que sabe que yo no sé? Amar; amar a Dios sobre todas las cosas]. Entonces Dios manda a Jesús para que sea el cordero y entonces a partir de eso: tiembla la tierra. (González, p.2).
Dios imita a Abraham, y al imitarle entrega en sacrificio a su hijo –lo que más ama-. Abraham ama a Dios y Dios le ama, y lo ama a través de su pueblo, su muchedumbre. Es por esto que para Kierkegaard la figura del Cristo viene a ser la consumación de una relación que ha durado toda una historia. Kierkegaard, ve en Cristo la plenitud de la fe en el acto de entrega. Por eso para Kierkegaard (además de Sócrates), Cristo es la figura que más impresionante e impactante, y será el centro de sus escritos edificantes. No puede ser Sócrates, porque Kierkegaard ha entendido que la filosofía no edifica, no puede hacerlo, pero sí la fe y la obra del amor que se da en consecuencia.
Kierkegaard comprende que la praxis del Cristo no fue más que el fruto de esa fe de la que Abraham dio muestra y que le permitió acceder a esa realidad en la que puede relacionarse con aquello que está en lo secreto. Para Kierkegaard, Cristo entiende que amar a Dios sobre todas las cosas es el mysterium tremendum que consiste en descubrir el rostro secreto de Dios en el otro. Él fue capaz de relacionarse con lo absolutamente diferente, y no solo eso, encontró en lo diferente el síntoma de una realidad que solo es accesible a aquellos que han decidido mirar a través de la fe.
Entonces ¡Tiembla [la] Tierra!, porque ahora el absurdo, la locura, se ha encarnado en la figura del Cristo. Ese Cristo que [les] revela a través de sus parábolas y actos que el rostro de aquél Cualquier/radicalmente otro -siguiendo a Derrida- se oculta en un ave del cielo o un lirio del campo [24], o en una prostituta [25], o en un huérfano o una viuda [26], o un leproso [27], o una mujer griega [28], o un centurión homosexual (como aquél soldado romano que pidió salud para su amado) [29], y en todas esas figuras de exclusión; desechados por aquella sociedad del siglo I despreciadas por no-ser iguales a lo que el sistema imperante (judío-romano) consideraban que era un ser-viviente [30]. Por eso bien apunta Juan Ramón González (2014):
El vínculo con el otro es inefable, más allá de lo estético y de lo ético, no hay una ética de lo igual, tiene que ser una ética de lo diferente y lo incomprensible; solo así se puede sostener una relación con el otro en la medida en que es otro (...), si uno puede sostener al otro como radicalmente otro y, siguiendo a Lévinas, donde "el otro es aquél que nos muestra el rostro", y en el rostro nos muestra la diferencia. (González, p.6)
En la figura de Cristo se consuma el acto realizado por Abraham, y tampoco nadie se halló en grado de comprenderlo, a tal suerte que su muerte (porque su muerte de cruz no fue sino la de un criminal) hizo evidentes los vacíos de la ética de una sociedad que durante toda su historia le dio más importancia a las leyes, a los conceptos, a lo General, que a sus propios co-existentes. Por esto se entiende que el Cristo sea el cordero que encarne en sí mismo el sacrificio –el que ahora Dios hará- por un deber absoluto hacia la humanidad. Cristo se convierte en el ser que encarne una ética por encima de la ética, una ética basada en el sacrifico, es decir, una sobre-ética. Esto explica por qué en Las obras del amor (1847), Kierkegaard exponga que solo a través de la praxis cristiana [las obras que se hacen desde el amor de Cristo] sea posible la edificación [31].
Por este motivo Johannes de Silentio afirma que la felicidad no es el télos de [la] fe, sino todo lo contrario, es el camino más difícil de seguir. Posteriormente Kierkegaard en Para un examen de sí mismo recomendado a este tiempo les recuerda a sus oyentes el motivo por el cual el evangelista nombra al Cristo como el «camino angosto» [32], no solo por una condición espacial, sino por la experiencia tan agitadora como lo es la «angustus» [33] [angustia], llevando a quién decide ir por él a un salto al abismo por el que pocos están dispuestos a ir. Para el danés ser-cristiano es la existencia más prodigiosa pero también la más exigente que solo se puede experimentar desde la locura de la fe.
VI- A MANERA DE CONCLUSIÓN:
Era imprescindible que Kierkegaard eligiera la figura del Caballero de [la] fe para la creación de su obra Temor y Temblor en 1843. Es por esto que este trabajo se concentró exclusivamente en la importancia que tiene dicha figura como enlace intermedio entre lo que consideraría Kierkegaard como lo ético y lo religioso. En la narrativa de Kierkegaard, si bien no en todas sus obras explícitamente, la fe jugará un papel importante a pesar de que no se enuncie siempre este término. El caballero de [la] fe, será el eslabón clave comprender el pensamiento kierkegaardiano, no solo a través de su trabajo como escritor, sino su segunda ética con base en el amor que desarrollaría posteriormente en sus obras edificantes como sus Discursos Edificantes, Las obras del amor, Los lirios del campo y las aves del cielo, entre otras.
Asimismo, era necesario para el sostenimiento de su discurso que Derrida haya dedicado una obra completa al estudio del texto de Kierkegaard-de Silentio. Para el autor de Canallas, Abraham ejemplifica a la perfección lo que el considerará como un acto de la híper-ética, alguien que ejecuta un doblete ético y paradójico que experimenta en su máxima expresión la doble cara del deber como responsabilidad e irresponsabilidad, una vida que solo puede vivirse asumiendo el sufrimiento y el constante temblar.
El caballero de la fe, como figura de alteridad (pues no cabe ni en lo uno ni en lo otro), como figura silenciosa y silenciada (porque sin el silencio no se podría concebir la fe) y como guardián del secreto del corpus kierkegaardiano, es sin duda, una pieza importante al momento de análisis de la obra del oriundo de Copenhague. No en vano que Kierkegaard en su Diario de 1843 mencione que bastará su libro Temor y temblor para que se convierta en un autor inmortal.
Israel Galván Delgado en academia.edu
Notas:
1 Así lo dice Kierkegaard en Mi punto de vista (1952/1859)
El contenido de este pequeño libro afirma, pues, lo que realmente soy como escritor, que soy y he sido un escritor religioso, que la totalidad de mi trabajo como escritor se relaciona con el cristianismo, con el problema de ‘llegar a ser cristiano’, con una polémica directa o indirecta contra la monstruosa ilusión que llamamos cristiandad, o contra la ilusión de que en un país como el nuestro todos somos cristianos. (p.17)
2 Fuente: https://ndpr.nd.edu/news/23802-kierkegaard-s-relation-to-hegel-reconsidered/
3 (Romanos 4:16)
4 Kierkegaard así lo refiere en el prólogo de su texto:
(…)pues se habla de ello con temor y temblor, es decir, con el respeto que produce lo que es grande; de este modo no se olvidan las cosas que han sido grandes, lo cual ocurriría si se temiesen los daños que pudiera acarrear el hablar de tal manera, pues el tratar de lo grande produce espanto. Pero sin espanto no se puede comprender lo que es grande. (p.149)
5 (Génesis 22)
6 Recomiendo leer el artículo de Laura Llevadot bajo el mismo título Creer lo imposible: Kierkegaard y Derrida publicado en 2010, basado en una cita de Kierkegaard del texto que hemos tomado para este trabajo:
Cada uno de nosotros perdurará en el recuerdo, pero siempre en relación a la grandeza de su expectativa: uno alcanzará la grandeza porque esperó lo posible y otro porque esperó lo eterno, pero quien esperó lo imposible, ese es el más grande de todos (p.71)
7 El instante es un concepto clave en la obra de Kierkegaard. Kierkegaard define en Migajas Filosóficas de la siguiente manera:
“Y ahora el instante. Este instante es de naturaleza especial. Es breve y temporal como instante que es, pasajero como instante que es, es pasado como le sucede a cada instante en el instante siguiente, y decisivo por estar lleno de eternidad. Para este instante tendremos que contar con un nombre singular. Llamémosle: plenitud en el tiempo.”
Por cuestiones de este ensayo omitiremos el uso de este concepto constantemente, sin embargo, el instante se mantiene presente cada vez que hablamos de la decisión de Abraham. El instante de la decisión es locura, dice Climacus ahí mismo en Migajas. Será en este parpadeo (como lo describe Kierkegaard) en esta plenitud en el tiempo, en el cual la decisión puede hacerse una realidad.
8 En su texto Migajas filosóficas o un poco de filosofía (1844), a través del seudónimo Johannes Climacus, se hace mención de Dios como el Absolutamente Diferente. Este texto es uno de los primeros escritos de Kierkegaard donde se puede observar con claridad su metodología filosófica a partir de una dialéctica existencial. Este texto será clave para pensadores de la talla de Heidegger que poco reconocen su influencia, puesto que Kierkegaard abordará ya desde este momento el problema de la no-verdad en el sujeto, por lo que el sujeto entra en la dinámica de un no-ser, que solo puede ser si la verdad que se halla fuera de él (ser afuera) entra en sí mismo. Esta dialéctica entre el no-ser y el ser afuera (absolutamente diferente) será el comienzo de una nueva interpretación filosófica respecto al problema de la existencia y el sentido.
9 Del latín «absordus» (sordo hacia). En sentido estricto, es lo contrario a la razón o lo que repugna de la misma. Se opone a ello, por ello, a lo lógicamente verdadero. Lo que no se puede comprobar empíricamente. Fuente: Filosofía del lenguaje y lógica (Ed. Mad, Año: 2003)
10 Kierkegaard constantemente hace referencias a los saltos. En Temor y temblor, a través del ejemplo de un bailarín, ilustra como el salto verdadero es aquél en el cual no se sabe dónde se va a caer y por eso vacilan (P.103). Por otra parte, Kierkegaard menciona esta cita en La Repetición que para el presente autor, goza de ser una de sus favoritas:
"Probablemente no existe una persona que no haya atravesado un periodo donde ni la riqueza del lenguaje, o la pasión de la interjección le eran suficientes, ni la expresión, ni los gestos satisfacían; nada le satisfizo más que romper en los más extraños saltos y acrobacias. Quizás el mismo individuo aprendió a bailar. Quizás frecuentemente asistió al ballet y admiró el arte del bailarín. Quizás hubo un tiempo en el que el ballet ya no le conmovió y sin embargo, hubo momentos en los que volvió a su cuarto y, consintiéndose un poco, encontró un alivio indescriptiblemente humorístico en pararse en una pierna en pose pintoresca o, sin importarle un comino el mundo, arreglarlo todo con un Entrechat".. Howard y Edna Hong, Princeton University Press: Princeton. 1982 p. 158
11 Cita tomada de El concepto de la angustia, editado por Alianza, Madrid. (P.61)
12 El Yo en el pensamiento semita no es una categoría existente. Esta es una reiteración que diversos exégetas, lingüistas y teólogos comparten. La Unidad como categoría única, explica a la perfección porque cuando se dice que la simiente (semilla) de Abraham reposa en Isaac, en realidad quiere decir que en Isaac va implícita la vida de Abraham, y por ende, su recuerdo en la historia. Esta es una aclaración que quise hacer debido a que esto explica con más fuerza, la dificultad y angustia que atraviesa Abraham durante el proceso del sacrificio. Véase: Teología del Antiguo Testamento: un juicio a Yahvé de Walter Brueggemman (2001)
13 Al respecto Paul Ricœur (1989) expuso una conferencia titulada El amor y la justicia, en la que explica la importancia de comprender la ley de la reciprocidad en contra de la ley de la entrega. Por mención de Ricœur me permito compartir un poco de lo incluido en ese texto:
Que la Regla de Oro provenga de o remita a una lógica de equivalencia, es algo que está marcado por la reciprocidad o la reversibilidad que esta regla instaura entre lo que el uno hace, y lo que es hecho al otro, entre actuar y sufrir, y, por implicación, entre el agente y el paciente, quienes, aunque irremplazables, son proclamados sustituibles. (p,38)
14 (Génesis 22:7)
15 Op. Ct. P.128
16 Es el nombre de una de sus obras estético-éticas de Kierkegaard producida y publicada en el mismo año que Temor y temblor, O lo uno o lo otro, Aut-Aut. Se encuentra disponible en castellano por Ed. Trotta.
17 Es una cita bíblica tomada de Job (1:21). Kierkegaard le dedicará dos trabajos a Job a lo largo de su carrera. Por una parte La repetición en la cual tomará el momento de la pasión de Job en la que se muestra indignado frente a Dios, y por la otra, un Discurso Edificante en el cual hará mención de dicha cita. Las constantes relaciones que se hacen de Abraham y Job como dos figuras clave para la obra kierkegaardiana han sido expuestas por varios autores.
18 Así está escrito en la epístola de Santiago (2:23): Así se cumplió la Escritura que dice: «Le creyó Abraham a Dios, y esto se le tomó en cuenta como justicia», y fue llamado amigo de Dios.
19 Es una pregunta retórica que constantemente hace Kierkegaard para realzar el absurdo del acto de Abraham frente a lo considerado éticamente correcto. En Temor y temblor encontramos esta pregunta 7 veces.
20 En 2009 se publicó una entrevista a Jacques Derrida bajo el mismo nombre El gusto del secreto. Su edición en castellano se encuentra editada por Amorrortu Editores.
21 Una de las declaraciones más fuertes que realizó Derrida en vida, fue su testimonio referente a su exilio. Expulsado de Argelia su país natal debido a conflictos civiles y despreciados en Francia por varios de sus colegas, Derrida ha sido un autor excepcional que toma su experiencia de vida para su propuesta de pensamiento.
22 (Hebreos 11:1)
23 Es un fragmento del shemá hebreo, la máxima declaración de reconocimiento hacia Yahvé: “Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es el único Señor. Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Grábate en el corazón estas palabras que hoy te mando” (Deuteronomio 6:4-6)
24 (Mateo 6:25-34)
25 (Mateo 21:31)
26 (Santiago 1:27)
27 (Lucas 5: 12-16)
28 (Marcos 7:24-30)
29 (Mateo 8:5-13)
30 Es el segundo relato de la creación encontrado en el Génesis 2. Este relato es base central para la cosmovisión semita, puesto que a diferencia del primer relato que solo aborda una cuestión cosmogónica, en este se configuran los roles que el género humano ha de llevar a cabo: “Y Dios el Señor formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente.” (2:7)
31 Dos capítulos de esta obra de los 47’s destacan lo que queremos decir. Por un lado en la primera parte localizamos un capítulo titulado La caridad es la plenitud de la ley, en la cual Kierkegaard desarrolla una comparación dialéctica entre la cualidad que tiene la legalidad sobre el individuo y el poder liberador del amor. Por otro lado en El amor edifica, Kierkegaard enuncia magistralmente que no es desde el lenguaje, ni una praxis desde lo ético que el amor se hace visible, sino a través de un acto edificante que surge como producto de la entrega desinteresada.
32 En Para un examen de sí mismo recomendado a este tiempo, conjunto de sermones que expusiera en 1851, en su reflexión de Hechos de los Apóstoles, Kierkegaard expresa lo siguiente:
Cristo es el camino. Son sus propias palabras, de modo que debe ser verdad.
Y este camino es angosto. Aun cuando no lo hubiera dicho, sería verdad. Aquí tienes el ejemplo de lo que es «predicar» en el más alto sentido. Pues aunque Cristo nunca hubiera dicho: «la puerta es estrecha y es angosto el camino que conduce a la vida», míralo a él y lo verás de inmediato: es angosto este camino. (Kierkegaard, p. 74)
33 El concepto proveniente del latín «angustus» hace referencia a un desfiladero o abismo profundo y estrecho. De aquí la derivación de estrecho como espacio reducido, el cual, se tenía que saltar. La sensación provocada por el hecho de estar junto a dicho desfiladero vacío pasó a llamarse «angustia». Fuente: http://etimologias.dechile.net/?angustia.
Héctor Domínguez
2.2. Las cuestiones eclesiológicas decisivas para el ecumenismo
El decreto sobre ecumenismo, Unitatis redintegratio, empezaría subrayando que la restauración de la unidad entre los cristianos era «uno de los fines primarios del Concilio» (UR 1). Esto fue efecto de una toma de conciencia en profundidad, por parte de los padres, de lo que es la Iglesia. El Vaticano II es el primer Concilio que aborda in extenso una reflexión eclesiológica [36]. El Vaticano I lo intentó pero quedó interrumpido, y lo que de él nos ha llegado como definitivo muestra un planteamiento diferente: preocupaban las corrientes racionalistas que atacaban la fe [37]. De las dos constituciones dogmáticas de aquel Concilio, la primera, Dei Filius, trataba directamente de la fe católica. La segunda, Pastor aeternus, intentaba apuntalar la defensa de esa fe dando un referente claro: la autoridad y el magisterio del obispo de Roma. El tema de la Iglesia se abordó, pues, desde una inquietud apologética inmediata.
El Vaticano II en cambio se acercó a la doctrina eclesiológica como fruto de una maduración en la que resultaron decisivos los movimientos litúrgico, bíblico y ecuménico y un laicado cada vez más consciente de sí mismo [38].
PABLO VI, al inaugurar la segunda sesión del Vaticano II no dudó en afirmar: “No hay por qué extrañarse si después de veinte siglos de cristianismo... el concepto verdadero, profundo y completo de la Iglesia, como Cristo la fundó y los apóstoles la comenzaron a construir, tiene todavía necesidad de ser enunciado con más exactitud. La Iglesia es misterio, es decir, realidad penetrada por la divina presencia, y por esto siempre capaz de nuevas y más profundas investigaciones” [39].
El hecho mismo de que sea éste el primer intento de tal ambición en un Concilio nos hace comprender que estamos sólo ante un primer paso, de gran alcance, pero con inevitables tanteos e imprecisiones.
Lumen Gentium presenta la Iglesia ante todo, como un misterio enmarcado en el misterio de Dios. Los cuatro primeros números se resumen en la frase final: “así toda la Iglesia aparece como un pueblo que funda su unidad en la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (LG 4:2) [40]. Consecuentemente el capítulo segundo trata del Pueblo de Dios, como sujeto activo, el gran protagonista, el interlocutor de Dios. Y así, la jerarquía pasa a ocupar el tercer lugar: los ministerios -papa, obispos, presbíteros, diáconos...- constituyen un servicio dentro del Pueblo de Dios.
Notemos que la estructuración de LG tiene gran repercusión ecuménica aunque aquí sólo nos limitemos a mencionarlos. Nos detenemos en otra aportación de la LG, que además de su importancia ecuménica tiene valor de principio, y es la visión escatológica de la Iglesia.
Efectivamente, el redescubrimiento de la dimensión escatológica ha sido considerado como uno de los rasgos más nuevos y más llenos de promesas de la LG. Con él, el Concilio relativiza la institución y subraya su índole provisional. «La Iglesia deja atrás todo lo que pudiera parecer autosuficiencia de [...] sus estructuras» [41]. Dicho de otro modo: con la recuperación de lo escatológico en eclesiología queda de relieve el principio que legitima los cambios en la Iglesia –los introducidos por el Concilio mismo, en primer lugar el cambio de actitud de la Iglesia católica ante el movimiento ecuménico-. El esquema de ecclesia de la comisión preconciliar no dedicaba especial atención a la escatología. Tampoco el esquema presentado al comienzo de la Segunda sesión del Concilio (septiembre 1963). No puede extrañarnos esto si tenemos en cuenta que la escatología era hasta entonces, en teología, el tratado «de las últimas cosas», de novissimis: muerte juicio infierno gloria, “la caída del telón” [42]. Es posible que la voz de PAUL TILLICH alertando, en vísperas de la apertura del Concilio, sobre la pérdida en el catolicismo de la conciencia profético-escatológica en beneficio de la otra dimensión (sacramental-sacerdotal) de la Iglesia, suscitara en algunos padres la necesidad de subsanar esta laguna en la presentación que de la Iglesia hacía Lumen Gentium [43]. El hecho es que el card. J. FRINGS, en nombre de 66 padres, pedía en la congregación 37 un capítulo nuevo en esa dirección [44]. Una página del entonces teólogo de Frings, J. RATZINGER, escrita con el título de «Iglesia e historia», refleja bien lo que subyacía a la petición [45]:
“Se pedía un enfoque de la Iglesia menos estático y más en la dinámica vital de su historia (heilsgeschichtlich...). La Iglesia no es una magnitud ya lista y acabada, definida de una vez por todas y por encima del tiempo y del espacio. Sino que por su naturaleza sigue en camino y pone de manifiesto la historia de Dios con los hombres -del Dios que desde Adán y Abel se abre paso hasta ellos y, en la Alianza, va con ellos por la historia. Así quedaría trazada una imagen viva de la Iglesia, nunca terminada, peregrinación de la humanidad con y hacia el Dios que la llama […] Entendida así la Iglesia como historia que siempre acontece de nuevo entre Dios y el hombre, brota también una 'visión escatológica' de la Iglesia. Porque si la Iglesia por su propio ser está en camino, no puede quedar conectada sólo con el pasado, aunque su centro permanente e inalterable sea el acontecimiento único de Cristo: justamente este Cristo, al que ella vuelve la vista y del que procede, es también el Señor que viene, y ella, precisamente al mirarlo, está también en marcha hacia el futuro. Una Iglesia cristo-céntricamente marcada no está sólo vuelta hacia el acontecer salvífico del pasado, es siempre también Iglesia bajo el signo de la esperanza. Tiene todavía pendientes ante sí su conversión y un futuro decisivo”.
La LG recupera, pues, la perspectiva escatológica de la institución. Datos esparcidos en los dos primeros capítulos corrigen la visión de los manuales de la primera mitad de este siglo, cuando se tendía apologéticamente a identificar dos realidades, Iglesia y Reino de Dios [46]. Se matizaba que el Reino se halla en la Iglesia sólo en germen (LG 5:2), incoado (9:2), praesens in mysterio (3); la Iglesia todavía “está en camino, lejos” (peregrinatur: 6:5), “anhela el Reino consumado” (5:2). Es el «ya / todavía no», que hizo famoso el exegeta congregacionalista CHARLES H. DODD. Todo ello obtiene nueva fuerza al añadírsele el cap. 7º, “Índole escatológica de la Iglesia peregrinante y su unión con la Iglesia celestial”. Obsérvese que suponía un cambio por cuanto en el esquema penúltimo todavía se decía «carácter escatológico de nuestra vocación, y nuestra unión...» que no era sino un enfoque puramente individualista: la orientación escatológica y el paso a la perfección definitiva parecían ser sólo cosa de los miembros de la Iglesia –como si los autores del esquema tuvieran reparo en atribuir fragilidad y provisionalidad terrenas a la Iglesia misma. Este prejuicio fue criticado al comienzo de la sesión tercera, y así se logró que en el título apareciera la Iglesia peregrina como sujeto [47].
El Concilio mostraba así sentido de la historicidad de la Iglesia, que había faltado en la mayoría de los que asistieron al Vaticano I el siglo anterior, pero que era ya una adquisición de las nuevas generaciones. La Iglesia, Pueblo de Dios en marcha, subrayaba su condición de hallarse siempre en proceso, abocada hacia adelante junto con todo lo creado. Es éste el fundamento de la revisión crítica a que está llamado, en cada etapa de su existencia, el Reino hecho historia [48]. El fundamento del aggiornamento [49].
Finalmente, hay que añadir que lo dicho en la frase de LG 48:3 acerca de los «sacramentos e instituciones» [50] se puede también aplicar, aunque el texto no lo mencione, a «la formulación de los documentos dogmáticos de la Iglesia, en cuanto tentativas de aproximación a la Verdad eterna en un lenguaje humano y por tanto limitado en sus medios» [51]. Es lo que enseñó más tarde Mysterium ecclesiae en su nº 5 [52].
2.2.1. La eclesialidad de los cristianos separados
Estudiamos ahora dos modificaciones realizadas por el Vaticano II acerca de la eclesialidad de los cristianos que no están en comunión con la Sede Apostólica romana. La primera se refiere a los individuos; la segunda, a sus comunidades.
a) Los individuos: bautismo y pertenencia a la Iglesia
La encíclica Mystici corporis (MC) publicada durante la II Guerra mundial (1943), ha sido considerada «un hito en la evolución de la moderna eclesiología» (P. HÜNERMANN); con todo, no se distinguió por su apertura ecuménica. En el punto que nos ocupa afirmaba:
«En realidad, sólo ha de contarse entre los miembros de la Iglesia a quienes han recibido el baño de la regeneración y profesan la verdadera fe, y ni se han separado lamentablemente (misere) de la contextura de este Cuerpo ni han sido apartados de él por la autoridad legítima por faltas gravísimas. (...) Como en la verdadera asamblea de los fieles de Cristo no hay sino un solo Cuerpo, un solo Espíritu, un solo Señor y un solo bautismo, así no puede haber sino una sola fe (cf. Ef 4, 5), y por tanto el que rehúsa escuchar a la Iglesia debe ser considerado, según lo manda el Señor, como pagano y publicano (cf. Mt 18, 17). Por lo cual, los que están divididos entre sí por la fe o por el gobierno no pueden vivir en este Cuerpo único ni de su único Espíritu divino» (DSch 3802 / 2286) [53].
«No cualquier pecado, por grave que sea, separa por su naturaleza al hombre del cuerpo de la Iglesia -como en cambio lo hacen el cisma, la herejía o la apostasía» (DSch 3803 / 2286) [54].
«El Espíritu Paráclito (...) rehúsa habitar con su gracia santificante en los miembros totalmente separados del Cuerpo» (DSch 3808 / 2288) [55].
Esos textos defendían una posición que «ni el esquema reformado de J. KLEUTGEN en el Vaticano I había profesado» [56]. Se recibieron por algunos teólogos con gran reticencia. Terminada la guerra, los autores se esforzaron por interpretarlos del modo más benigno. El primero fue KLAUS MÖRSDORF, con su distinción entre pertenencia constitucional y activa; la primera es la producida por el bautismo, la activa es la realización personal del carácter bautismal. Todo bautizado es miembro constitucional, pero puede tener un obstáculo canónico que le impida la pertenencia activa plena [57]. K. RAHNER, por su parte, recordó la doctrina anterior a la encíclica sobre membrum re y membrum voto y sugería distinguir entre «pertenencia» (concepto más amplio) y «carácter de miembro» (Gliedschaft), al que MC daba un sentido muy estricto [58]. Otros teólogos ideaban otras fórmulas [59]. Las propuestas, sin embargo, no fueron bien vistas: «Algunos reducen a una fórmula vana la necesidad de pertenecer a la verdadera Iglesia para alcanzar la salvación eterna», decía la Humani generis [60].
El tema, pues, era delicado. Urgía una matización, pero tenía que venir del magisterio. A prepararla se aprestó AUGUSTIN BEA en su calidad de presidente del Secretariado para la Unidad. Había que contar, como se vio enseguida, con la oposición de «un teólogo de Roma, no italiano, influyente y que 'ejercía autoridad'» y que reaccionaría enseguida tachando de inaceptables las explicaciones de Bea [61].
A sus ochenta años, el cardenal recorrió los principales centros intelectuales de Centroeuropa e Inglaterra. Al abordar el tema que nos ocupa, su punto de partida eran documentos de la misma autoridad que los de Pío XII [62]. Bea citaba a Juan XXIII, que llamaba a los cristianos separados «nuestros hijos» y «nuestros hermanos» (discurso en el conclave y encíclica Ad Petri cathedram) y a Pío XII mismo en otra de sus encíclicas (Mediator Dei) donde decía que los creyentes en Cristo «se convierten por el bautismo, con el título general de cristiano, en miembros del Cuerpo místico de Cristo» [63] y procuraba hacer referencia al cn. 87 del antiguo CIC [64]. Citaba también los textos bautismales de s. Pablo (1Co 12, 13; Ga 3, 27). Y concluía:
«La doctrina de Mediator Dei y de s. Pablo es universal: habla del efecto del bautismo como tal, con la sola condición de que sea válido. Por tanto tiene que poder aplicarse también de alguna manera a nuestros hermanos separados de la Sede apostólica como consecuencia de una herejía o de un cisma heredados de sus antepasados».
Las declaraciones rígidas de MC las interpretaba el cardenal Bea así:
«La encíclica MC niega la pertenencia de herejes y cismáticos al Cuerpo místico, que es la Iglesia, sólo en aquel sentido pleno en el que se afirma de los católicos; esto es, niega la plena participación en la vida que Cristo comunica a su Iglesia y en el Espíritu divino de Cristo que la anima y vivifica. Los hermanos separados están privados ciertamente del disfrute de tantos privilegios y gracias propios de los miembros unidos visiblemente con la Iglesia católica, pero la encíclica no excluye de ningún modo toda pertenencia a la Iglesia y todo influjo de la gracia de Cristo [...]. Como consecuencia de su pertenencia fundamental, aunque no plena, a la Iglesia, gozan ellos también del influjo de la gracia de Cristo. [...] El Espíritu Santo obra por tanto de manera especial y abundante también en ellos aunque, ya lo hemos dicho, no tan plena...» [65].
El lenguaje de Bea «era un lenguaje nuevo» en los oídos que le escuchaban en las ciudades suizas, alemanas, inglesas, comentará J. Willebrands en el centenario del nacimiento del cardenal. Así, el de Unitatis redintegratio:
«Quienes ahora nacen en esas comunidades [separadas] y se nutren en ellas con la fe de Cristo (...) y han recibido debidamente el bautismo quedan constituidos en cierta comunión -aunque no perfecta- con la Iglesia católica. Es cierto que por discrepancias existentes (...) se oponen no pocos obstáculos, a veces bastante graves, a la plena comunión eclesial, obstáculos que intenta superar el movimiento ecuménico. Sin embargo, justificados en el bautismo por la fe, están incorporados a Cristo y, por tanto, con todo derecho se honran con el nombre de cristianos, y los hijos de la Iglesia católica los reconocen con razón como hermanos en el Señor» (UR 3:1).
b) La eclesialidad de las comunidades
Quizá el modo más existencial de acercarnos al problema sea citar una frase del obispo protestante de Oslo, ANDREAS AARFLOOT, en su discurso de bienvenida al Papa durante el viaje de éste a los Países nórdicos, junio de 1989:
“Desde el Concilio Vaticano II, (...) hemos advertido un reconocimiento creciente, por parte de la Iglesia católica, de otras estructuras y tradiciones eclesiales. Indirectamente, el hecho de que la Iglesia católica se haya comprometido en diálogos bilaterales con las iglesias luteranas a través de la Federación Luterana Mundial nos parece una señal de práctico reconocimiento eclesiológico. Nosotros nos consideramos genuinas iglesias, con la necesaria cualidad sacramental y estructural. Pero estamos aguardando el día en que Su Santidad reconozca expresa e inequívocamente el carácter eclesial de las Iglesias luteranas y demás Iglesias protestantes.”
El noruego simplificaba quizá el punto de vista luterano [66], pero planteaba un interrogante serio. A su modo, lo había planteado ya el P. CONGAR en 1937: «qué son, a los ojos de la Iglesia, las cristiandades disidentes» [67]. No bastaba con preguntarse qué son, a los ojos de la Iglesia, los cristianos disidentes; el ecumenismo comenzaba cuando se admite que los otros -no sólo los individuos, sino los cuerpos eclesiásticos como tales- tienen también dones de Dios; «en la medida en que las cristiandades disidentes hayan conservado principios de comunión con Dios, puestos por Cristo en su Iglesia, (...) podrá ser verdadero decir que las almas se santifican en ellas no a pesar de su confesión sino en y por ella» [68].
Pero fue después de la segunda Guerra mundial, con la fundación del WCC, cuando empezó a preocupar al Magisterio romano el problema de la realidad eclesial de esas comunidades [69].
Juan Pablo II no dio respuesta, en su discurso, al obispo luterano de Oslo. Sin embargo el Vaticano II, como reconocía Aarfloot, ha dejado abierta una vía importante para dialogar sobre ello.
2.2.2. La dialéctica obispos-papa
Lo que ahora abordamos recoge el resultado de un debate, el más largo de los mantenidos en el Vaticano II, pero que es mucho más viejo que el Concilio: el del equilibro de papeles entre los obispos y el papa. Con desigual éxito, la discusión ha estado presente en la vida de la Iglesia católica durante todo el segundo milenio. Su desenlace sigue pendiente, pero se han dado nuevos pasos hacia él. Si los incluimos aquí es porque están relacionados con el punto más sensible del diálogo ecuménico, el del primado papal.
Digamos que el Concilio inició la apertura de una brecha en la concepción primacial que el Vaticano I pareció sancionar, primero porque, por el hecho de reunirse, “refutó el dogma de 1870 que parecía volver inútil y hasta teológicamente imposible la celebración del Concilio” [70]; pero, además, porque devolvió al ministerio episcopal su plena sacramentalidad y restableció la responsabilidad colegiada común del Papa y los obispos para conducir la Iglesia universal. Fue esto fundamentalmente lo que alargó tanto la discusión sobre el capítulo III de Lumen Gentium y lo que, al centrar la preocupación en un solo extremo, impidió se tratara con detenimiento del ministerio presbiteral [71].
Esto dicho, es innegable la gran aportación positiva que el capítulo III contiene.
Señalamos al menos tres de sus matizaciones importantes:
a) La primera, la decisión del Concilio de fundamentar las estructuras eclesiales en una ontología de gracia sacramental:
«Este santo Sínodo enseña que en la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden (...), cumbre del ministerio sagrado. La consagración episcopal confiere también, junto con el oficio de santificar, los oficios de enseñar y de regir, los cuales sin embargo, por su misma naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la cabeza y los miembros del Colegio.» (LG 21:2).
GÉRARD PHILIPS, que tanta parte tuvo en la preparación de LG, escribió acerca de ese párrafo: «El episcopado considerado como sacramento y como colegio, he ahí la parte más original del capítulo»; y más adelante: «El vínculo entre la sacramentalidad y la colegialidad de la función episcopal constituye, a nuestro parecer, el progreso teológico más importante efectuado por el Concilio» [72].
La oscuridad que sobre este punto reinó había llegado hasta nuestro tiempo. Parece que san Jerónimo tuvo mucha parte en ello. Según él, un colegio de presbíteros de Alejandría habría estado ordenando durante un cierto tiempo al obispo del lugar. Jerónimo y su fuente (el Ambrosiaster) parecen movidos por el afán de mostrar la superioridad del presbítero frente al diácono, pero la actitud polémica del santo ha pesado mucho «en el desarrollo ulterior de la teología latina, que ha dado a veces en no saber lo que distingue al presbítero del obispo» [73].
b) La segunda, que el Concilio redescubre el significado de la Iglesia local: en ella está presente la plenitud de la Iglesia universal toda entera. La idea de que la Iglesia local representa a toda la Iglesia era fundamental en la Iglesia primitiva. Esta idea se halla claramente expresada en la constitución sobre la liturgia, donde se presenta a la Iglesia local como «la más alta manifestación de la Iglesia» cuando se reúne en torno al obispo en asamblea litúrgica, en especial al celebrar la Eucaristía (SC 41:2). Por su parte, el decreto Christus Dominus sobre los obispos dice que en la diócesis o Iglesia local, «adherida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y la Eucaristía, ... se halla y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo, Una, Santa, Católica y Apostólica» (ChD 11:1). Y también, por supuesto, Lumen Gentium en los nn. 23:1 («en ellas y a partir de ellas») y 26:1:
«La Iglesia de Cristo está verdaderamente presente (vere adest) en todas las legítimas comunidades locales de los fieles, que, unidas a sus pastores, también son llamadas iglesias en el NT. Ellas son, en su lugar, el Pueblo nuevo convocado por Dios en el Espíritu Santo y en gran plenitud (cf. 1Ts 1, 5). En ellas son congregados los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo».
Por la Cena (prosigue el Conc.) queda unida toda la fraternidad. «En estas comunidades, ya sean pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, está presente Cristo, por cuyo poder se congrega la Iglesia una, santa, católica y apostólica» [74].
Desde la reforma gregoriana (fines del s. XI), había adolecido el catolicismo de una teología insuficiente de las Iglesias locales. Se privilegiaba la consideración de la Iglesia universal, con insistencia creciente en el poder papal [75]. ¿Es una casualidad que el momento decisivo, o punto de inflexión, de este fenómeno de atrofia/hipertrofia tuviera lugar poco después del distanciamiento entre Oriente y Occidente? [76]
c) Tercero, la apuesta por la colegialidad que es prolongación de las dos afirmaciones anteriores. El término mismo no está en los textos del Concilio (sí está collegium). Pero es una consecuencia de lo que dice LG 22:2: «El orden de los obispos (...) en el que perdura el colegio apostólico, es también, junto con su cabeza (...), sujeto de la potestad plena y suprema en la Iglesia universal» [77].
No es posible aquí explicar la colegialidad tal como se debatió en el aula conciliar. Se la ha llamado exageradamente «espina dorsal de todo el Concilio», «centro de gravedad del Vaticano II»; en todo caso, éste fue el debate más animado. Pero ha de mencionarse algo referente al capítulo III de LG acerca de que sigue pendiente el desenlace del contencioso teológico obispos-papa: lo acontecido en la semana negra (15-21 nov. 1964), en especial la «nota explicativa previa a los modos» sobre el capítulo III que se comunico a los padres «por mandato de la autoridad superior» inmediatamente antes de la votación final de la LG, demostró que:
«no se ha encontrado aún la forma de realización del primado ni de formulación de su doctrina que deje claro ante las Iglesias de Oriente que una unión con Roma no significaría someterse a una monarquía papal sino restablecer el vínculo de comunión con la sede de Pedro» [78].
Resumiendo, el Concilio afirma la conexión entre la gracia sacramental y la estructura eclesial, la importancia de la iglesia local, la competencia y responsabilidad colegiales del episcopado. Se vuelve así a una conciencia más viva de continuidad con la Iglesia del primer milenio. Pero el Concilio en el último momento no ha podido llegar al final esperado.
Comprendamos los inevitables tanteos, imprecisiones y compromisos de un Concilio que por primera vez abordaba detenidamente el tema de la Iglesia. Habrá que continuar «liberando» la fuerza que late en tantos pasajes, a veces dispersos, y lograr su mayor reajuste. Pero lo que se ha avanzado y descubierto es mucho y está llamado a tener repercusión en el futuro. A no ser que se detuviera el cambio de orientación iniciado en el Vaticano II [79]. Un poco de nostalgia queda, sin embargo, sobre todo al releer lo que el teólogo E. AMANN escribía doce años antes de que comenzara el Vaticano II:
«Desde el tiempo de Gregorio VII los papas habían reivindicado con energía extraordinaria a veces este poder casi absoluto y discrecional sobre el episcopado. Los grandes debates de los siglos XV y XVI habían traído el repliegue de tales ideas. Reimpulsadas un tanto a comienzos del XIX no habían recuperado toda la fuerza lograda en tiempos de la 'monarquía pontificia'. Ahora [en el Vaticano Primero] lo conseguían. Los años que siguieron al Concilio iban a traer un reforzamiento de la acción directa del papa sobre las diócesis y, digamos la palabra, de la centralización papal. Lamentablemente, el problema de la conciliación de los derechos divinos del episcopado con los derechos divinos del papa no pudo discutirse (...). Sin embargo, una teología bien equilibrada de la Iglesia reclama que este problema sea planteado; y la vida práctica pide asimismo que sus aplicaciones queden reguladas. ¿Será ésta la obra del Vaticano II? Es el secreto del futuro» [80].
Héctor Domínguez en dialnet.unirioja.es
Notas:
36 K. RAHNER, Das neue Bild der Kirche (= La nueva imagen de la Iglesia), en: Schriften zur Theologie, VIII (Einsiedeln 1967 [no está traducido]), 330: “En este Concilio, la Iglesia ha sido no sólo el sujeto sino también el objeto de las afirmaciones conciliares; éste ha sido el Concilio en que la Iglesia reflexiona sobre la conciencia que tiene de sí misma.”
37 Sin olvidar la preocupación romana por apagar cualquier rescoldo de galicanismo...
38 La cosecha teológica del medio siglo anterior al Concilio está bien presentada en la obra de ROGER AUBERT, La théologie catholique au milieu du XXe siècle, Paris-Tournai 1954.
39 Nº 17 del discurso, en la edic. de la BAC, Concilio Vaticano II. Constituciones. Decretos. Declaraciones..., Madrid 41967, 1006s.
40 La misma orientación en el primer texto de la comisión ortodoxo-católica (1982): El misterio de la Iglesia... a la luz del misterio de la Santísima Trinidad, en: Enchiridion oecumenicum, I, 504.
41 Y. CONGAR, Le diaconat dans la théologie des ministères, en coll. Unam Sanctam, t. 59 (Paris 1966) 127.
42 Todavía dos años antes de convocarse el Concilio, era un exegeta, no un teólogo, el que trataba la voz eschatologie en el diccionario Catholicisme (4, 410-414); cf. M. MICHEL, “Le retour de l'eschatologie dans la théologie contemporaine”: Revue des Sciences Religieuses 58 (1984) 180-183.
43 TILLICH, “Die Wiederentdeckung der prophetischen Tradition in der Reformation” (= El redescubrimiento de la tradición profética en la Reforma): NZSystTh 3 (1961) 237-238; ID., “Die bleibende Bedeutung der katholischen Kirche für den Protestantismus” (= La relevancia permanente de la Iglesia católica para el protestantismo): ThL 87 (1962) 641-648 (ambos art. también en sus obras completas, tomo VII del año 1962). Tillich propugnaba en el protestantismo el movimiento contrario: revalorizar la dimensión sacramental-sacerdotal; ahí veía él el valor de la aportación católica.
45 J. RATZINGER, Das Konzil auf dem Weg. Rückblicke auf die Zweite Sitzungsperiode des Zweiten Vatikanischen Konzils, Köln 1964, 28-30.
46 En el Vaticano I, el esquema segundo de ecclesia que no llegó a discutirse decía que la Iglesia era Dei civitas et regnum caelorum merito appellata (cap. 2º); y el título del cap. 9º: ecclesiam esse verum regnum, divinum, immutabile et sempiternum (MANSI 53, 309 y 315).
47 Cf. O. SEMMELROTH en su comentario al capítulo VII de LG (en: Das Zweite vatikanische Konzil, suplemento del Lexikon für Theologie und Kirche I (1966) 314-316. El autor comenta que sin la dinámica escatológica lo institucional de la Iglesia hubiera quedado “incorrectamente descrito”.
48 Proceso de revisión necesario pero delicado. “Que el Pueblo peregrino de Dios, en su camino a través del segundo milenio, haya venido a ser un pueblo en desacuerdo y escindido encuentra su explicación en último término en la distinta manera de comprender, en cristología y eclesiología, la escatología hecha historia” (H. SCHÜRMANN, Orientierungen am Neuen Testament, III, Düsseldorf 1978, 11).
49 “La extensión de la afirmación de transitoriedad a las 'instituciones' sugiere, salvas siempre aquellas cosas que Cristo quiso inmutables en su Iglesia, la necesidad de la puesta al día de muchas de las instituciones eclesiásticas; en otras palabras, en la transitoriedad de esas instituciones radica el fundamento teórico del trabajo de 'aggiornamento'“, en: C. POZO, Teología del más allá, Madrid 1980, 554.
50 “Y mientras llegan los cielos nuevos y la tierra nueva, en los que tiene su morada la santidad, la Iglesia peregrinante, en sus sacramentos e instituciones que pertenecen a este tiempo, lleva consigo la imagen de este mundo que pasa [...]” (LG 48:3)
51 G. PHILIPS, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano, II, Barcelona 1969, 218s.
52 AAS 45 (1973) 402s; Ecclesia (1973) 882s.
56 G. DEJAIFVE, “L'appartenance à l'Eglise du concile de Florence à Vatican II”: NRTh 99 (1977) 34.
57 KL. MÖRSDORF, Die Kirchengliedschaft im Lichte der kirchlichen Rechtsordnung (=La pertenencia a la Iglesia a la luz de la ordenación jurídica eclesiástica): Theologie und Seelsorge 1 (1944) 115-131; art. recogido y reelaborado en sus Schriften zum Kanonischen Recht, Paderborn-München 1980, 148-167.
58 Die Zugehörigkeit zur Kirche nach der Lehre der Enzyklika Pius' XII M.C.C, ZkTh 69 (1947) 129-188; en español, Escritos de teología, II 9-94 (el título original dice “pertenencia”, no “incorporación”).
59 Citas y resumen en DEJAIFVE a.c., 36-37.
60 Encíclica Humani generis, AAS 42 (1950) 571. Precede a esas palabras la identificación del Cuerpo místico con la Iglesia católica romana, que veremos más adelante.
61 Sigo en estos datos a un testigo de excepción, el card. JAN WILLEBRANDS, a quien Bea incorporó a su equipo de trabajo (cf. supra pág. 12 con la referencia en nota 20).
62 Su conferencia, en A. BEA, La unión de los cristianos, Barcelona 1963, 11-38.
63 AAS 39 (1947) 555; DSch 3850 / 2300.
64 El canon 87 decía: “Por el bautismo queda el ser humano constituido persona en la Iglesia de Cristo con todos los derechos y obligaciones de los cristianos a no ser que, en lo tocante a los derechos, obste algún óbice que impida el vínculo de la comunión eclesiástica o una censura infligida por la Iglesia”. En el nuevo código es el canon 96.
65 A. BEA, o. c., 28.30.32.33. La conferencia se publicó como primicia en La civiltà cattolica 112/1 (1961) 113ss. Los textos que cito están cotejados con esa primera versión.
66 Algunas comunidades protestantes no desean ser llamadas Iglesias.
67 Chrétiens désunis. Principes d'un “oecuménisme” catholique, Paris 1937, XV y título de la página 300.
69 G. DEJAIFVE, Un tournant décisif de l'ecclésiologie à Vatican II, Paris 1978, 79.
70 O. CLÉMENT, Roma, de otra manera. Un ortodoxo reflexiona sobre el papado, Cristiandad, Madrid 2004, 97.
71 Unilateralidad hubo también dentro de la cuestión misma obispos-papa: la dialéctica Iglesia universal/comunión de Iglesias apenas si fue contemplada. Es éste un contencioso postconciliar incómodo entre teólogos y Curia romana.
72 G. PHILIPS, o. c., II, 305 y 306.
73 R. LAURENTIN, L'enjeu du Concile. Bilan de la deuxième session, Paris 1964, 47.
74 K. RAHNER, o. c., 334-335, comenta la inserción tardía de este párrafo en un texto ya ultimado: “prescindamos de si éste era el sitio más acertado; lo importante es que está y que dice lo que había que decir”. G. PHILIPS reconoce lo “inesperado” de que el tema de la Iglesia local sea tratado “en conexión con el poder santificador del obispo”, y pide que se lea el texto con “una cierta simpatía” pero, pese a las dos páginas que dedica a explicarlo, silencia que el párrafo intercalado se debió a la protesta de muchos padres (rogantibus pluribus patribus: AS III/I 253) que dentro y fuera del aula conciliar se quejaban de que la LG enfocara la Iglesia “demasiado unilateralmente” desde el punto de vista de la Iglesia universal y su estructura dejando menos clara no sólo la vida concreta de la Iglesia donde realmente tiene lugar sino las consecuencias de la relación fundamental entre la ekklesía como comunidad local, que es “cuerpo de Xto”, y la ekklesía como unidad de esas Iglesias, fundada en la verdad y el amor en Cristo. Rahner, del que tomo este resumen, menciona en especial la intervención del arzobispo E. ZOGHBY vicario del patriarca oriental MAXIMOS IV (Das Zweite Vatikanische Konzil, suplemento del Lexikon für Theologie und Kirche, I (1966), 242s); la referencia de Philips, en: La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano, I, ad numerum 26 de LG.
75 Cf. Y. CONGAR, “Autonomie et pouvoir central dans l'Eglise vus par la théologie catholique”: Irénikon 53 (1980) 291-313; ID., De la communion des Eglises à une ecclésiologie de l'Eglise universelle, en: L'épiscopat et l'Eglise universelle, Paris 1962, 227-260. Sobre la Iglesia local, cf. H. LEGRAND, “La Iglesia local”, en: Iniciación a la práctica de la teología. III. Dogmática, 2, Madrid 1985, 138-319; J. M. R. TILLARD, L'Eglise locale. Ecclésiologie de communion et catholicité, Paris 1995.
76 Aquí tenemos quizá un caso de aplicación del sentido de la historicidad en la Iglesia para no considerar necesariamente la fortaleza del papado en un momento de lucha con el Imperio (en el que muchos obispos eran señores feudales) como una adquisición eclesiológica. Lo que fue, entre otros factores, una necesidad política por el bien de la Iglesia permite, y exige, distinguir entre esencia y formas históricas.
77 Se puede leer a H. LEGRAND, Colegialidad y primado según el Vaticano II, en: Iniciación a la práctica de la teología. III. Dogmática, 2, Madrid 1985, 289-303.
78 J. RATZINGER, Ergebnisse und Probleme der dritten Konzilsperiode, Colonia 1965, 49s.
79 Cf. las serias reflexiones de PIERRE DUPREY, del Secretariado para la Unidad, en Herder-Korrespondenz 39 (1985) 213ss.
80 E. AMANN, “Concile du Vatican ”, en : Dictionnaire de théologie catholique XV, 1950, col. 2583.
Héctor Domínguez
0. Introducción
El mes de noviembre del pasado año fue pródigo en noticias que tienen que ver con el ecumenismo. El día 21 R. Williams, 104º Arzobispo de Canterbury, primado de la Iglesia de Inglaterra, llegó a Roma donde se entrevistó con Benedicto XVI, el cual, en su discurso de bienvenida, quiso recordar que existían innumerables motivos para mirar con satisfacción las relaciones entre ambas Iglesias a lo largo de los últimos cuarenta años, algo que ha dado su fruto en el trabajo de la Comisión Internacional Anglicano-Católica para la Unidad y la Misión, que ha afrontado con coraje el examen de las cuestiones doctrinales que separan a ambas confesiones desde el pasado a pesar de encontrarse en el momento actual en una posición delicada, dados los debates en torno al ministerio ordenado y a ciertas cuestiones morales planteadas al interior de la comunión anglicana. La semana anterior había tenido lugar en Leeds, en el Reino Unido, un encuentro entre católicos y anglicanos preparado con tesón durante casi cuatro años, al final del cual tanto el primado anglicano R. Williams como el arzobispo de Westminster, Cardenal Murphy-O´Connor, afirmaban: «Reconocemos la importancia de trabajar juntos para presentar un testimonio cristiano compartido a nuestra sociedad, y la importancia de trabajar con otras denominaciones cristianas, y con aquellos de otros credos para hacer progresar el bien común de la sociedad».
Antes de terminar el mes tuvo lugar también una histórica visita de Benedicto XVI a Turquía donde, además de saludar a las autoridades estatales y de orar en el interior de la mezquita azul, celebró una serie de encuentros y diálogos con miembros de la Iglesia Ortodoxa. Fruto de estos encuentros es la declaración conjunta del Patriarca ecuménico de Constantinopla, Bartolomé I y del propio Benedicto XVI en la que ambos se felicitan por la reciente reanudación del trabajo teológico conjunto en el seno de la Comisión mixta reunida en Belgrado del 19 al 25 de Septiembre de 2006 bajo la presidencia conjunta del cardenal E. Cassidy y del metropolita J. Zizioulas, obispo titular de Pérgamo, el cual, abordando un tema decisivo (“Conciliarismo y autoridad en la iglesia” a nivel local, regional y universal), ha sentado las bases para un estudio de las consecuencias eclesiológicas y canónicas de la naturaleza sacramental de la Iglesia.
Para iluminar la trascendencia de estas visitas y de las palabras proferidas en las mismas, vamos a intentar una aproximación a la historia del movimiento ecuménico, a los logros eclesiológicos del Concilio Vaticano II que favorecieron el establecimiento de diálogos con las demás confesiones cristianas, y, por último, a la historia de los diálogos con la Iglesia ortodoxa en los últimos cuarenta años.
1. Historia del movimiento ecuménico [1]
La primera de las dos escisiones más conocidas en la historia de la Iglesia fue, en la medida en que se pueden señalar fechas, la de 1054 [2], que marca el distanciamiento entre Oriente y Roma [3]. La otra escisión se consuma a lo largo del s. XVI y ha dado lugar a tres tendencias principales, tal como hoy se las puede describir a grandes rasgos: el protestantismo clásico en sus dos versiones, evangélica (luterana) y reformada (calvinista), el anglicanismo, reforma menos revolucionaria, especie de vía media, pensaban ellos, entre protestantismo y catolicismo y las «Iglesias libres», grupos de doctrina más radical acerca de la Iglesia, que reprochaban al protestantismo haberse convertido en iglesias “establecidas”, en consorcio con las autoridades civiles y que surgieron especialmente en el área anglo-sajona: baptistas, congregacionalistas, presbiterianos, metodistas, etc.
Tras el Cisma entre Oriente y Occidente, hubo intentos de reconciliación de los que dan testimonio los dos Concilios llamados “de unión” (Lyon 1274 y Florencia 1439), pero sin éxito duradero. Lo mismo se puede decir de los intentos realizados entre protestantes y católicos, por ejemplo, en la Dieta de Augsburgo de 1530. Todos esos esfuerzos se distinguen netamente de lo que hoy llamamos “movimiento ecuménico”. Estaban influidos, en buena parte, por motivaciones políticas y no se puede afirmar que entonces se diera el respeto real “al otro” en lo específico de sus diferencias, ni que, por tanto, se estuviera en disposición de comprender a fondo los factores teológicos y espirituales, origen de tales discrepancias.
En el siglo XIX se dieron pasos hacia un ecumenismo inter-confesional. El principal motor de esta evolución fue la preocupación misionera. La expansión colonial de Occidente, especialmente en el mundo anglosajón, despertó en las grandes confesiones protestantes y en la Iglesia anglicana la conciencia de una responsabilidad común en la tarea evangelizadora: la desunión era obstáculo para la misión. La motivación no era, pues, política sino teológica. Estas primeras iniciativas, con todo, fueron fruto de gestiones individuales y congregaron también a gente que actuaba en nombre propio. Así, el proyecto de un gran misionero baptista (William Carey, 1804) de una conferencia inter-confesional de misiones a escala mundial, que se haría realidad un siglo después en la conferencia misionera de Edimburgo (1910). O, todavía en el XIX, la Federación mundial de estudiantes cristianos fundada en 1895 por otro gran pionero, el laico John Mott.
El movimiento ecuménico no había entrado aún en su fase institucional. Antes de llegar a ella hay que mencionar otro hecho importante del siglo XIX, de carácter oficial pero intra-confesional, lo que podríamos llamar un ecumenismo dentro de cada confesión cristiana. El proceso de fragmentación que había multiplicado las divisiones dentro de cada Iglesia (por ej., metodistas del Canadá, de Inglaterra, de USA...) alcanzó su punto de inflexión a mediados de aquel siglo. Comienza entonces el movimiento de vuelta, la reagrupación, que da lugar a la unión de la Comunión anglicana (en la primera Lambeth Conference de 1867), a la Alianza Mundial presbiteriana (1875) y a la Conferencia ecuménica metodista (1881). Lo mismo ocurre con los Congregacionalistas (1891) y Baptistas (1905). La Alianza luterana, por su parte, se realizaría en dos etapas, a nivel alemán (1868) y a nivel mundial (Lund 1947).
Por último se funda en Ámsterdam, en 1948 el Consejo Mundial de las Iglesias (World Council of Churches = WCC) [4]. En este momento nos encontramos ya en pleno ecumenismo institucional. Los desencadenantes de aquel encuentro fueron:
- en Occidente: la ya mencionada Conferencia misionera de Edimburgo (1910) que, aunque de carácter no oficial, daría lugar a tres hechos prometedores: la creación del Consejo Internacional de misiones (1921), el movimiento Life and Work, (“Cristianismo práctico”), con su primer encuentro en Estocolmo (1925) y el movimiento Fe y Constitución (Faith and Order) que celebró su primer congreso en Lausanne (1927).
- en Oriente, la encíclica del Patriarca de Constantinopla en 1920. El primer Secretario general del WCC reconocerá más tarde que la de Constantinopla fue “la primera Iglesia en proponer un órgano permanente de comunidad y cooperación entre las Iglesias” [5]. Una liga de Iglesias, decía la encíclica, evocando la «Sociedad de Naciones», nacida poco antes tras la primera Guerra mundial, a propuesta del presidente americano Wilson.
- La encíclica que publicaron, pocos meses después de la del Patriarca de Constantinopla, los obispos anglicanos reunidos en Lambeth (Londres), en la que formulaban más claramente el fin a alcanzar: la unidad visible de todos los cristianos en una única Iglesia católica tal como Cristo la quería [6].
A la hora de valorar la transición de un ecumenismo de iniciativa carismática, de cristianos de a pie, a un ecumenismo aceptado oficialmente, en el que las Iglesias, de desconocerse y hasta hostilizarse pasan a encontrarse, es importante recordar que coincidió con la pérdida de protagonismo social y político de las Iglesias. Los cambios drásticos en el mapa del Oriente ortodoxo, ya desde 1917 y 1918, y el avance de la desacralización de Europa occidental entre las dos Guerras mundiales, invitaban a dejar atrás viejos contenciosos y mutua cerrazón, es decir, favorecían en la Cristiandad una conversión que todavía está en marcha.
1.2 La actitud de la Iglesia católica ante el movimiento ecuménico
Hasta la celebración del Concilio Vaticano II hay que distinguir, como en el seno de las demás iglesias, entre lo que fueron iniciativas de grupos e individuos, a título particular y lo que podemos llamar la “postura oficial”.
A título personal hubo grandes pioneros de la inquietud por la causa de la unidad y, así conviene recordar, por un lado, las iniciativas que fructificaron en seminarios y grupos (como las conversaciones de Malinas) y, por otro, las figuras más eminentes dentro del campo católico por sus iniciativas en pro del ecumenismo.
Las conversaciones de Malinas, celebradas entre 1921 y 1926, entre anglicanos y católicos fueron promovidas con carácter privado por LORD HALIFAX (Ch. L.Wood, anglicano) y el Abbé FERDINAND PORTAL, aunque el anfitrión fue el arzobispo de Malinas-Bruselas, cardenal D.-J. MERCIER. Demostraron al menos que un “diálogo teológico sincero y desde el respeto mutuo era posible”. En la etapa final ayudó también el benedictino LAMBERT BEAUDUIN, que redactó el famoso rapport de Mercier titulado “La Iglesia anglicana unida, no absorbida”, que se conoce como el «memorandum de Malinas». Lo que el lema sugería era «demasiado» para aquel momento [7]. Años más tarde, sin embargo, diría ANGELO RONCALLI: “el verdadero método de trabajo para la reunión de las Iglesias es el de Dom Beauduin” [8].
El «Grupo de Dombes», grupo de diálogo no oficial, fue iniciado en 1937 por otro pionero católico, PAUL COUTURIER. En la Trapa de Dombes, cerca de Lyon, se reúnen periódicamente católicos y protestantes, casi todos sacerdotes y pastores, para conocerse, orar juntos y escucharse mutuamente. De una teología comparada pasaron en sus encuentros a elaborar los elementos de una teología común. Desde 1971 publican textos importantes. Los dos más recientes son: Pour la conversion des Eglises. Identité et changement dans la dynamique de communion y la primera parte de Marie dans le dessein de Dieu et la communion des saints [9]. Señalar también que el grupo de Dombes influyó en la creación de la comunidad de Taizé.
Entre las figuras que brillan con luz propia hay que destacar, en primer lugar, a Yves Congar, dominico, que en 1937 publicó el libro Chrétiens désunis. La obra recogía las conferencias pronunciadas un año antes durante el octavario de la unidad, en Montmartre, e inauguraba la colección «Unam Sanctam» de estudios ecuménicos sobre la Iglesia, dirigida por Congar mismo [10], uno de los teólogos que más huella han dejado en la eclesiología de los últimos 50 años, y de gran influjo en el mundo ecuménico. Algunas de sus actuaciones en este campo son menos conocidas, dada la discreción con que se llevaron a cabo, por ejemplo, en los preparativos de Ámsterdam 1948 o en las reflexiones previas a la declaración de Toronto 1950 [11]. Entre los teólogos centroeuropeos conviene destacar, entre los alemanes, al menos a ROBERT GROSCHE, fundador de la revista «Catholica» y a JOSEF LORTZ, ecumenista indirecto, que desde su cátedra de Maguncia contribuyó como pocos a un conocimiento distinto de la figura de Lutero y de «la Reforma en Alemania» [12]; en Holanda JAN WILLEBRANDS fundaba en 1951 la «Conferencia católica para cuestiones ecuménicas», que celebraría reuniones en varias ciudades de Centroeuropa con participación de 70-80 teólogos. De entre ellos escogería el card. AGUSTÍN BEA a algunos de sus colaboradores para el «Secretariado para la unidad» (Willebrands sucedería a Bea en la dirección de ese organismo) [13].
La actitud de las instancias oficiales ha sido más reticente y de pasos mucho más pausados. Se suele hablar de tres estadios, que no son siempre deslindables: misión, unionismo, ecumenismo. Por eso van aquí los datos algo entremezclados [14]:
Misión. La actividad pastoral, tanto en el Este de Europa como en los Países Nórdicos, estuvo encuadrada mucho tiempo en la congregación «de Propaganda Fide»; la creación de una Congregación especial ocupada del Oriente es tardía, en tiempo de BENEDICTO XV, y la emancipación del Norte europeo del «dicasterio de la evangelización de los pueblos» no tiene lugar hasta 1977. Todavía en 1989 se le escaparía al Papa más de una vez, en su viaje por Escandinavia y Finlandia, la palabra «diáspora», que es como se venían llamando las minorías católicas en poblaciones de predominio protestante (con inevitable evocación de las vicisitudes de Israel en tierra extraña).
Unionismo. La actitud unionista aspira al «retorno» de los separados (reditus dissidentium), la ecuménica, sin embargo, tiende a la «reconciliación». En el fondo laten dos concepciones distintas de la Iglesia. Los primeros años de LEÓN XIII son alentadores (diálogo sobre las ordenaciones anglicanas, por ejemplo) pero en 1896 el Papa da marcha atrás. El retroceso se agudiza en tiempo de PÍO X. Con Benedicto XV, además de cierta apertura al Oriente, pueden iniciarse las «conversaciones de Malinas» [15], que PÍO XI detendrá. Este Papa, sin embargo, mostró interés por el Oriente y a él corresponde la fundación del Pontificio Instituto Oriental y el «Russicum». En cambio la encíclica Mortalium animos (1928) es un non possumus a los sondeos hechos de nuevo para interesar a los católicos en los trabajos de Faith and Order.
En tiempo ya de PÍO XII, que se mostró abierto en no pocos puntos vitales dentro de la Iglesia católica -piénsese en la encíclica Divino afflante sobre los estudios de la Biblia, o en la evolución litúrgica: Vigilia pascual, ayuno eucarístico, misas vespertinas...-, la sensación dada hacia fuera era de distancia. Mystici corporis ofrece una visión estrecha de los miembros de la Iglesia. En 1948 no se permite la presencia de observadores católicos en Ámsterdam (tampoco en Evanston, siete años después). La encíclica Humani generis (1950) parece ironizar sobre los que “se abrasan en irenismo imprudente” (imprudenti aestuantes irenismo) [16]. En cambio la instrucción del Santo Oficio Ecclesia catholica, pese a su enfoque «unionista», dará pie a que por fin vayan observadores a la 3ª asamblea de Faith and Order en Lund (1952).
Como se ve, en el aspecto y tiempo que estamos evocando, hay momentos esperanzadores pero prevalece el freno. Teólogo hubo que, ante la mentalidad oficial reinante en cuestiones ecuménicas, temía que el Concilio anunciado por Juan XXIII en enero de 1959, uno de cuyos fines iba a ser promover la unidad, fuera a tocar el problema y lo dejara peor.
Al ecumenismo, por tanto, no se le daría paso hasta el Concilio. Sin embargo, no es justo enfocar con severidad simplista (blanco-negro) la actitud reservada de la Santa Sede. Allí se entendía entonces que una participación en el movimiento ecuménico era renunciar a la conciencia de plenitud eclesial. Fue éste el principio dominante.
2. El Concilio Vaticano II
2.1. El enfoque global de la eclesiología del Concilio
La visión global que de la Iglesia tiene el Concilio puede sintetizarse en una serie de afirmaciones que vamos a ir analizando.
a) La Iglesia de Cristo es una y única. «Una sola es la Iglesia fundada por Cristo Señor» (UR 1:1), «que en el Símbolo confesamos como una, santa, católica y apostólica» (LG 8:2), «realidad compleja que está integrada de un elemento humano y de otro divino» (LG 8:1).
b) La Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica: «Esta Iglesia... subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él, si bien fuera de su estructura se encuentran muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica» (LG 8:2).
La expresión subsiste en es muy importante pero también difícil de traducir. El secretario de la Comisión doctrinal, G. PHILIPS, predecía poco después del Concilio «ríos de tinta» a costa de ese verbo. Una cosa está clara: el Concilio no quiso afirmar «la Iglesia católica romana es el Cuerpo místico de Cristo», como se leía en el esquema previo; y todavía en el siguiente: «haec igitur Ecclesia [Iesu Christi]... est Ecclesia catholica, a Romano Pontífice... directa» [17]. Lo cual se habría entendido como identidad exclusiva. La voz de alerta la dio ya el cardenal LIÉNART en la primera sesión:
«No se enuncie la relación entre la Iglesia romana y el Cuerpo místico, y su identidad, como si el Cuerpo místico estuviese totalmente incluido en los límites de la Iglesia romana. La Iglesia romana es el verdadero Cuerpo de Cristo pero no lo agota. Todos los que han sido justificados pertenecen al Cuerpo místico de Cristo, ya que no es dada a los hombres gracia alguna que no sea la gracia de Cristo, y nadie es justificado sin ser incorporado a Cristo. Pero a la Iglesia romana sólo pertenecen los que han sido agregados a ella por el sacramento del bautismo debidamente recibido y no han roto los vínculos de la fe y de la comunión. (...)
«¿Qué decir de los cristianos separados que, sin embargo, por un bautismo válido han sido 'sepultados con Cristo' para resucitar en él a la vida sobrenatural, y en él permanecen insertos? Lamento que los que están fuera de la Iglesia romana no gocen con nosotros de todos los dones sobrenaturales de que ella es dispensadora. Pero no me atrevería a decir que de ningún modo se adhieren al Cuerpo místico, pese a no estar incorporados a la Iglesia católica.
«Está claro, por tanto, que nuestra Iglesia, aunque es la manifestación visible del Cuerpo místico de Jesucristo, no puede identificarse con él en el sentido absoluto de que he hablado. (...) Pido pues instantemente que se suprima el párrafo en que se equipara absolutamente a la Iglesia católica con el Cuerpo místico Cuerpo místico y que se revise enteramente este esquema...» [18].
La oposición del obispo CARLI, dos años después, ilumina también e contrario el sentido del «subsiste en»: Non placet, dice, el «subsistit in», «porque podría parecer que la Iglesia de Cristo y la Iglesia católica son dos cosas distintas, y que aquélla subsiste en ésta como en un sujeto. Dígase simpliciter et verius: 'est', porque así lo dicen las fuentes» [19]. La comisión doctrinal mantuvo, sin embargo –por unanimidad–, la expresión criticada: «standum est textui admisso» [20].
También es clara la explicación que dio en el aula el relator Mons. ANDRÉ CHARUE: «en lugar de est se dice subsistit in para que la expresión concuerde mejor con la afirmación acerca de los elementos eclesiales que se dan en otra parte -quae alibi adsunt-” [21]. La afirmación a que alude Charue está en el mismo núm. 8:2 de LG: «aunque fuera de su estructura se den muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica». Y en otros textos que encontraremos enseguida.
“¿Cómo se ha de traducir entonces subsistit in? A nosotros, los de lenguas románicas, nos es muy cómodo emplear el mismo verbo, «subsiste en», con lo que no aclaramos nada. Habrá que decir «está», «se halla en», «continúa existiendo en», entendiendo estas expresiones sin el carácter excluyente del verbo «es». Es decir: la única Iglesia de Cristo, en toda su plenitud y fuerza, se halla en la Iglesia católica, pero no se agota en ella; puede existir «fuera de sus fronteras aunque sin tal plenitud» [22].Con otras palabras: «decir que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica equivale a afirmar que la Iglesia del Nuevo Testamento ha continuado existiendo siempre, con todas sus propiedades indefectibles, en la Iglesia en comunión con Roma, pero no equivale a negar la presencia y la actividad salvífica de la Iglesia de Cristo también en otras comunidades cristianas» [23].
Y así, podemos apurar este análisis, utilizando otras indicaciones que hallamos en el mismo Concilio. Para ello necesitamos de UR, texto aprobado el mismo día que LG y muy especialmente el nº 2, que describe la unidad dada por Cristo a su Iglesia, y el 4:3 que dice: «creemos que esta unidad (...) que Cristo concedió desde el principio a su Iglesia subsiste, inamisible, en la Iglesia católica...». Esta es una precisión de gran valor para no desmesurar la interpretación que se ha de dar al subsistit in.
Por tanto, ateniéndonos a LG 8:2 y a UR, se puede concluir: la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica con aquella unidad descrita en UR 2. Lo mismo de otra manera: esta unidad puede aún ser encontrada en la Iglesia católica, pese al cisma de 1054 y a las divisiones del siglo XVI. Tal afirmación no excluye una cierta comunión que une a todos los bautizados, como dice UR 3:1, pero UR añade: «los hermanos separados no gozan, ni individualmente ni sus comunidades e Iglesias, de aquella unidad» que Cristo quiso tuviera su Iglesia.
Con todo, se hacen necesarias tres salvedades:
- primera, lo que se afirma de la Iglesia católica no significa que posea ya la santidad perfecta ni, en general, la perfección escatológica (LG 48:3);
- segunda, en el citado UR 3 se hacen declaraciones muy positivas acerca de las otras comunidades cristianas;
- y, por último, el estado actual de división de los cristianos hace difícil a «la misma Iglesia expresar ... la plenitud de su catolicidad» (UR 4:10).
Pese a estas puntualizaciones, UR insiste: «sólo por medio de la Iglesia católica (...) se puede alcanzar la plenitud de los medios de salvación» (3:5). Esta advertencia previene, de hecho, de conclusiones precipitadas ante el cambio del est por el subsistit. Por ejemplo, acerca del valor de la infalibilidad definida en el Vaticano I: sólo un consenso de toda la Cristiandad, se ha dicho, podría disfrutar de la infalibilidad, al no identificarse plenamente la Iglesia de Cristo con la Iglesia católica. La objeción pone de manifiesto que no se han examinado ulteriormente los demás textos del Concilio; [su autor] «no considera, replica SULLIVAN, las implicaciones de la declaración conciliar sobre la unidad que Cristo dio a su Iglesia, unidad que no puede perderse y que subsiste en la Iglesia católica. Si la unidad de la Iglesia es esencialmente su unidad en la fe, entonces no pueden faltar a la Iglesia los medios efectivos para promover y salvaguardar dicha unidad, y esto implica en último término su capacidad para responder a cuestiones de fe y con garantía divina de verdad en sus últimas decisiones» [24].
c) Hay “elementos de Iglesia” en las otras confesiones cristianas. Son realidades que el Concilio llama indistintamente «elementos» o «bienes» (UR 3:2). De ellos afirma el Concilio, sucesivamente, que se hallan también «fuera de la estructura» o «del recinto visible» de la Iglesia católica (LG 8:2 y UR 3:2); que son «dones propios de la Iglesia de Cristo» (LG 8:2); que son elementos «de santidad y verdad» (ibíd.); que pueden ser «muchos», «más aún, muchísimos» y «muy valiosos» (LG y UR loc. cit.); que «impulsan a la unidad católica» y, finalmente, que estos «elementos» precisamente por darse también «en otra parte» (alibi), no llevan al texto a afirmar la perfecta adecuación entre Iglesia de Cristo e Iglesia católica.
El Concilio no da un catálogo de tales bienes o dones pero pone ejemplos importantes. Así, en LG 15:1: fe en Dios Padre todopoderoso y en Cristo, Hijo de Dios y Salvador -el sello del bautismo- veneración de la S. Escritura como norma de fe y de vida -otros sacramentos (episcopado, Eucaristía...)- devoción a la Virgen, Madre de Dios -la comunión de oraciones- la fuerza santificadora del Espíritu Santo. Y en UR 3:2: la Palabra escrita de Dios -la vida de la gracia- fe, esperanza y caridad -otros dones interiores del Espíritu Santo- elementos visibles. Pueden estudiarse también UR 20-23.
d) El Concilio llama a esas comunidades «Iglesias y comunidades eclesiales». El Vaticano II, además de incorporar la idea de los «elementos de Iglesia» que tuvo su primer germen en el debate de san Agustín con los donatistas (los vestigia ecclesiae) [25], da un paso más. Padres conciliares y observadores no católicos, pedían que se considerase en los textos la entidad misma de las comunidades eclesiales en cuanto tales [26]. El primer efecto de tales planteamientos se encuentra en el nº 15, ya citado, de LG. Es el nombre mismo, «Iglesias o comunidades eclesiales», con la justificación que de él daba la Relatio: «los elementos que aquí se enumeran no conciernen solamente a los individuos, sino también a las comunidades: en esto precisamente radica el principio del movimiento ecuménico» [27]. La misma expresión, Iglesias o comunidades eclesiales, se seguirá usando en UR 3 y passim.
Advirtamos la importancia del paso dado: al reconocer el Concilio el carácter eclesial de otras comunidades (ante todo, de las Iglesias orientales separadas), la Iglesia católica «no puede afirmar ya que se identifica pura y simplemente con la Iglesia de Cristo» [28]. Y aun a las Iglesias de la Reforma, sin equipararlas a la Iglesia ortodoxa ni a las pre-calcedónicas, el Concilio les reconoce implícitamente una cierta apostolicidad de su ministerio, por ver en ellas «comunidades eclesiales». Así lo entienden muchos teólogos católicos [29].
e) A tales Iglesias y Comunidades separadas el Concilio les reconoce «significación y valor en el misterio de la salvación» (UR 3:4). «No pocas acciones sagradas» que se celebran en ellas «pueden realmente, según la condición de cada Iglesia o Comunidad, engendrar la vida de la gracia, y hay que considerarlas aptas para abrir el acceso a la comunión de la salvación» (3:3).
La Relatio de 23 de septiembre de 1964, al explicar la terminología usada en UR, afirma:
«No debe olvidarse que los grupos que nacieron de la división en Occidente no son meramente suma o conglomerado de individuos cristianos sino que están constituidos de elementos sociales eclesiásticos, conservados de nuestro patrimonio común y que confieren carácter verdaderamente eclesial a dichos grupos. En ellos está presente, aunque imperfectamente, la única Iglesia de Cristo, de una manera análoga a su presencia en las Iglesias particulares; en ellos está actuando de algún modo la Iglesia de Cristo mediante aquellos elementos eclesiásticos» [30].
f) Se distingue entre comunión plena y comunión imperfecta. El Concilio remata estas enseñanzas con la distinción de comunión plena e imperfecta. Entre LG 15 y UR 3 hay un progreso de matiz en la formulación de este punto. Donde LG dice «coniunctio», pone UR decididamente «communio», término arraigado en el cristianismo desde muy antiguo. La comunión pervive: la división entre cristianos, aunque atenta gravemente al ser de la Iglesia y a su testimonio, y es, por tanto, escándalo permanente, no es ruptura completa de la comunión:
«Comunidades no pequeñas se separaron de la plena comunión con la Iglesia católica, no sin culpa a veces de los hombres de ambas partes. (...) «Los que [en esas Comunidades] creen en Cristo y recibieron debidamente el bautismo están constituidos en una cierta comunión, aunque no perfecta, con la Iglesia católica» (UR 3:1).
En UR 14:4 habla el Concilio de «quienes se proponen dedicarse a restablecer la plena comunión entre las Iglesias orientales y la Iglesia católica». Y el apartado de UR que trata de las confesiones venidas de la Reforma se titula: «De las Iglesias y Comunidades eclesiales separadas en Occidente» (UR 19); el esquema-borrador decía secamente: «Las Comunidades surgidas a partir del siglo XVI». Obsérvese también cómo afina el título de todo el capítulo III: «Iglesias y Comunidades eclesiales separadas de la Sede Apostólica Romana», mientras que el esquema rezaba: «De los cristianos separados de la Iglesia católica» [31].
Es decir que, si bien el Concilio afirma repetidas veces la plenitud única de la relación de la Iglesia católica con la Iglesia de Cristo, no deja de subrayar igualmente con distintas formulaciones el vínculo de comunión, aunque no plena, entre la Iglesia católica y las «Iglesias y comunidades separadas».
g) Por último, no llega a formularse un claro criterio de eclesialidad para discernir a qué comunidades se aplican los términos. Tras las afirmaciones comunes a todas las comunidades no católicas, UR 13 distingue en ellas diversos grados de situación eclesial pero conviene observar la distinción que este capítulo traza entre las «Iglesias orientales» (sección I, nn. 14-18) y las otras «Iglesias y comunidades» (sección II, nn. 19-23). A las iglesias orientales el Concilio las considera sin vacilar Iglesias particulares. Más aún: «por la celebración de la Eucaristía en cada una de estas Iglesias, se edifica y crece la Iglesia de Dios» (UR 15:1); la frase está inspirada en san Juan Crisóstomo [32].
Acerca de la eclesialidad de las comunidades separadas en Occidente, sin embargo, el Concilio es más circunspecto. A la relatio de 23.09.1964 otra de 7 oct. 1964 añade para declarar el encabezamiento de UR 19: «(con ese título: 'Iglesias y Comunidades eclesiales separadas en Occidente') queremos abarcar a todos los que se honran con el nombre cristiano. Pero de ningún modo entramos en la cuestión disputada de los requisitos para que una Comunidad cristiana pueda ser llamada teológicamente Iglesia» [33]. De nuevo once días antes de la promulgación de UR respondía la Comisión: «No toca al Concilio investigar y determinar qué Comunidades, entre las otras [las no Orientales separadas] han de ser llamadas, en sentido teológico, Iglesias» [34].
Terminamos este apartado sobre la eclesialidad de las comunidades con una cita de un luterano, ANDRÉ BIRMELÉ:
«El Vaticano II habla de las comunidades de hermanos separados en donde subsisten numerosos elementos de la verdadera Iglesia pero no la plenitud, que sólo conoce la Iglesia romana (UR 3s). Esta visión, que marcaba un progreso considerable hace veinticinco años, ¿puede ser revisada al cabo de este tiempo? Un paso importante sería la anulación de los anatemas. Para que esta etapa sea posible, es necesario un complemento de diálogo teológico, que sobre todo deberá determinar lo que constituye el fundamento común indispensable» [35].
Héctor Domínguez en dialnet.unirioja.es
Notas:
1 G. THILS, Histoire doctrinale du mouvement oecuménique, Paris-Louvain 1962 (hay trad. esp., Madrid 1965); abundante material en: A History of the Ecumenical Movement, ed. por R. ROUSE Y S.C. NEILL, v. 1 (1517-1948) y en: H. E. FEY v. II (The Ecumenical Advance 1948-1970), Londres 1967 y 1970; véase también W. DE VRIES, Oriente cristiano: ayer, Sociedad de educación Atenas, Madrid 1953.
2 1054 fue el año de la ruptura con Miguel Cerulario. Se puede discutir si este episodio fue el comienzo del cisma o más bien un intento fallido de resolver la escisión producida ya con anterioridad. Porque ya a principios de ese mismo siglo se había borrado, en los dípticos de Constantinopla, el nombre del obispo de Roma (cf. W. DE VRIES, Ortodoxia y catolicismo, Barcelona 1967, 77).
3 Notemos que no se tienen en cuenta las Iglesias orientales separadas mucho antes, a raíz de las decisiones dogmáticas de los Concilios de Éfeso y Calcedonia, a las que se refiere UR 13:2.
4 Aunque los estatutos provisionales para el WCC habían sido aprobados en 1938 en Utrecht, la Segunda Guerra Mundial hizo retrasar la Asamblea fundacional hasta agosto 1948 en Ámsterdam.
5 W. A. VISSER'T HOOFT, The Genesis and Formation of the World Council of Churches, Ginebra 1982, 1. El texto de la encíclica, “Unto the Churches of Christ everywhere”, en 94-97.
6 El texto, An Appeal to all Christian People from the Bishops assembled in the Lambeth Conference of 1920, en inglés y francés, en: W. H. VAN DE POL, La communion anglicane et l'oecuménisme d'après les documents officiels, Paris 1967, 267-270 y 271-274.
7 La frase sin embargo es recogida en la carta que JUAN PABLO II dirigió al arzobispo de Malinas-Bruselas en 1996 a los 75 años de aquellas reuniones (Istina 42 (1997) 303). Sobre las “conversaciones de Malinas” hizo un relato sincero el card. WILLEBRANDS en el cincuentenario de la muerte de Mercier y Porta, recogido en La Documentation catholique 74 (1977) 18-25.
8 DOM BEAUDUIN fundó la comunidad “los monjes de la unión”, trasladada luego a Chevetogne, y la revista Irénikon. Sobre Beauduin cf. O. ROUSSEAU, “In memoriam: Dom Lambert Beauduin (1873-1960)”: Irénikon 33 (1960) 3-28. Y de L. BEAUDUIN mismo, “Le vrai travail pour l'union ”, Irénikon 2 (1927) 5-10.
9 Paris 1991 y 1997, respectivamente. Todos los textos anteriores, en Pour la communion des Eglises. L'apport du Groupe des Dombes 1937-1987, Paris 1988.
10 W. A. VISSER'T HOOFT comenta así el libro en sus memorias: “Era el primer intento católico romano de elaborar una teoría del ecumenismo, y su influencia fue grande. Yo expresé, en una larga recensión, todo mi agradecimiento por un trabajo tan notable. El libro podía inaugurar una era nueva en la discusión entre católicos y cristianos de otras confesiones” (W. A. VISSER'T HOOFT, Le temps du rassemblement. Mémoires, Paris 1975, 96).
11 W. A. VISSER'T HOOFT, al reconocer cuántas preguntas quedaban sin respuesta tras la asamblea de Ámsterdam (1948), añade: “Era necesario discutirlas con teólogos católicos bien informados e interesados en el movimiento ecuménico. Tuvo lugar, pues, una importante reunión, oficiosa y confidencial, en 1949 en el Centro Istina, en París.” Nombra a Congar, Daniélou y ocho más. “Las discusiones fueron de gran franqueza. (...) Muchos malentendidos se disiparon (...). Nuestros interlocutores (...), con su agudo sentido de los problemas sobre la naturaleza de la Iglesia, plantearon preguntas que nos fueron muy útiles para comprender que teníamos que esforzarnos por definir mejor lo que era el Consejo ecuménico y lo que no era. El encuentro de Istina fue así una etapa importante en la preparación [de la declaración de Toronto (1950)]”: o. c. en nota anterior, 397-398. Sobre la ausencia católica en Ámsterdam, cf. Y. CONGAR, “La question des observateurs catholiques à la conférence d'Amsterdam, 1948”, en: Die Einheit der Kirche (homenaje a Meinhold), Wiesbaden 1977, 241-254.
12 Con este título publicó en Friburgo de Brisgovia (1941) su obra más conocida.
13 Más datos en: J. WILLEBRANDS, “La contribution du cardinal Bea au mouvement oecuménique”: La documentation catholique 79 (1982) 199ss.
14 Para una exposición detallada, consultar E. FOUILLOUX, Les catholiques et l'unité chrétienne du XIXe au XXe siècle. Itinéraires européens d'expression française, Paris 1982. De él tomo la triple distinción. La obra abarca los años 1880-1950. El autor la presentó dos años antes en Irénikon 53 (1980) 314-330.
15 Que la elección de Benedicto XV inspiró confianza fuera del catolicismo se ve en la rapidez con que, tras su instalación, tomaron contacto con Roma los que preparaban la Conferencia mundial sobre “Fe y Constitución”. Pero la respuesta del papa a la comisión que le rogaba enviara una delegación fue tan personalmente cordial como oficialmente rígida, dirían ellos después. “Su Santidad ruega para que... los que participen en el Congreso vean la luz con la gracia de Dios y se unan al jefe visible de la Iglesia, que los recibirá con los brazos abiertos”, resumía el comunicado tras la audiencia (cf. Irénikon 43 (1970) 340-341).
17 Era el título en cursiva que resumía para los padres conciliares el número 7 del esquema previo (Acta Synodalia –AS– I/IV 15); y en el esquema siguiente se decía todavía: “haec igitur Ecclesia [Iesu Christi]... est Ecclesia catholica, a Romano Pontifice et Episcopis in eius communione directa” (AS II/I 219s). Ésta era la afirmación de Pío XII en Humani generis: “Algunos piensan que no les obliga la enseñanza expuesta en nuestra encíclica [MC], y apoyada en las fuentes 'de la revelación', que enseña que el cuerpo místico de Cristo y la Iglesia católica romana unum idemque esse” (AAS 42 [1950] 571).
18 AS I/IV 126s. LIÉNART actuó el 1.12.62, el primer día en que empezó a debatirse la constitución LG.
22 Cf. J. M. R. TILLARD OP, L'évêque de Rome, Paris 1982, 28.
23 FRANCIS A. SULLIVAN SJ, “Lo Spirito Santo si serve delle Chiese separate per operare la salvezza dei loro aderenti”: L'Osservatore romano, 14.10.1982.
24 F. A. SULLIVAN, en Vaticano II. Balance y perspectivas (ed. R. Latourelle), Salamanca 1987, 607-616; la objeción la pone L. M. BERMEJO SJ, en Towards Christian Reunion, Anand (India) 1984.
25 Véase el interesante art. de E. LAMIRANDE, “La signification ecclésiologique des communautés dissidentes et la doctrine des “vestigia ecclesiae”. Panorama théologique des vingtcinq dernières années”: Istina 10 (1964) 25-58, publicado durante el Concilio.
26 Dom CHRISTOPHER BUTLER, de la congregación benedictina inglesa, dijo que no se puede olvidar el hecho de que los cristianos “separados de la plena comunión católica” están congregados “en comunidades o comuniones o incluso Iglesias”, que “no son meras sociedades naturales” sino que viven “de principios evangélicos ... aunque incompletos”. Y añadía: “La naturaleza social y visible de la Iglesia se refleja de algún modo también fuera de sí en tales comunidades” (AS II/I 462).
28 Cf. G. DEJAIFVE, “L'appartenance à l'Eglise du concile de Florence à Vatican II”: NRTh 99 (1977) 50.
29 Cf. J. FINKENZELLER, Reflexiones sobre el enfoque de la sucesión apostólica en la discusión teológica actual (en alemán), en: Ortskirche Weltkirche (homenaje a Döpfner), Würzburg 1973, 325-356; y el comentario de H. LEGRAND, OP en: “Bulletin d'ecclésiologie”: RScPhTh 59 (1975) 702s.
31 Otro detalle: “se seiunxerunt” en el esquema de 13:3 (AS III/II 310) se convirtió en “seiunctae sunt”, para no repartir culpas unilateralmente.
32 Este texto se puede relacionar con UR 2:1; con las últimas líneas de LG 11:1 y con el comienzo de LG 26:1. La “nota praevia” a LG, por su parte, muestra falta de armonía con UR 14-17 y OE 27-28.
35 A. BIRMELE, “Les dialogues entre Eglises chrétiennes. Bilan et perspectivas”: Etudes 373 (1990) 685.
Antonio García-Moreno
1. En los comienzos
Sobre el tema de la libertad ya estudiamos el célebre texto «veritas liberabit vos» de Jn 8, 32 [1]. Entonces nos referimos de pasada a la pasión por la libertad que siempre tuvo el fundador de esta Universidad. Pudimos recorrer muchos de sus escritos y comprobar la riqueza de su doctrina. Ahora volvemos a dicha cuestión, deseosos no sólo de conocer mejor su figura, sino sobre todo de difundir su doctrina, esas luces que el Señor puso en su corazón y en su mente, reconocidas como válidas y valiosas para la nueva y perenne evangelización. En nuestro caso, el tema de la libertad, comenta Cornelio Fabro refiriéndose al fundador del Opus Dei, era «su tema favorito —y, a nuestro juicio, el aspecto más genial y nuevo de su itinerario de la santidad... la sustancia es la santidad en la “verdad que libera para la libertad”...» [2]. En algún momento, hablando a un grupo de miembros de la Obra, dijo que en lo humano les quería dejar como herencia su amor a la libertad y su buen humor. La cita no es literal, pero el sentido de sus palabras era ese. Lo cual no extrañará a nadie que le haya tratado un poco.
Su amor a la libertad es una constante que ya aparece desde el principio de su actividad sacerdotal, allá por los años treinta. Era una época en la que el ambiente estaba enrarecido y hablar de libertad era el modo demagógico habitual de difundir las doctrinas del liberalismo radical.
Hago esta digresión porque, quizás por eso, nunca se usa en Camino ni en Santo Rosario [3] el vocablo libertad. Para entender e interpretar los hechos ocurridos es bueno, imprescindible desde una correcta diacronía, conocer el entorno histórico, existencial o vital, de un escrito, eso que en exégesis bíblica llamamos el «Sitz in Lebem». Ya hemos dicho que la versión abreviada de Camino, titulada Consideraciones espirituales, sale en Cuenca año 1934, el mismo año en que aparece Santo Rosario, es decir, en plena efervescencia revolucionaria, cuando se iniciaba el preludio dramático de la guerra civil española de 1936.
Muchos años más tarde, en 1956, Josemaría Escrivá recuerda el recelo y la sorpresa que provocaba en algunos al hablar claramente de su amor por la libertad: «Cuando, durante mis años de sacerdocio, no diré que predico, sino que grito mi amor a la libertad personal, noto en algunos un gesto de desconfianza, como si sospechasen que la defensa de la libertad entrañara un peligro para la fe. Que se tranquilicen esos pusilánimes. Exclusivamente atenta contra la fe una equivocada interpretación de la libertad, una libertad sin fin alguno, sin norma objetiva, sin ley, sin responsabilidad. En una palabra: el libertinaje. Desgraciadamente, es eso lo que algunos propugnan; esta reivindicación sí que constituye un atentado a la fe» [4].
Por tanto, la doctrina de Escrivá sobre el respeto y valoración de la libertad fue una constante desde los comienzos, allá por el Otoño del año 1928. Así lo han testimoniado quienes convivieron con el fundador del Opus Dei, presentes aún entre nosotros. «Algunos de los que me escucháis me conocéis desde muchos años atrás —decía en 1970—. Podéis atestiguar que llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante» [5].
2. Escritos posteriores
Nos detenemos ahora en otros escritos posteriores, según su fecha de aparición al público, indicando cuando proceda el momento en que fueron predicados por san Josemaría [6]. Comenzamos por las entrevistas recogidas en Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer [7], donde se usa el término «libertad» noventa y tres veces [8]. Es Cristo que pasa [9], como es sabido recoge una serie de homilías predicadas en diversas ocasiones, al hilo de la liturgia. En esta obra encontramos el término «libertad» cuarenta y una vez [10]. Amigos de Dios [11] es el otro volumen de homilías, con temas ascéticos diversos, entre los que hay que destacar el de la libertad, pues le dedica una homilía completa con el título de La libertad, don de Dios, pronunciada el 10-IV-1956. Por lo demás, el término «libertad» aparece ochenta y dos veces [12]. En el Vía Crucis [13] se habla de libertad tres veces [14]. En Surco [15] se usa el término «libertad» diecinueve veces [16]. En Forja [17] son diez veces las que se usa el término en cuestión [18]. En total hemos contabilizado doscientas treinta y nueve citas con el término «libertad». No incluimos los textos en que de forma indirecta tratan de la libertad, por ejemplo al hablar de la liberación, o referirse al hombre libre.
En cuanto a los aspectos que se pueden destacar de todos esos pasajes, nos limitamos a ciertos puntos que consideramos de especial interés. Lo primero que se deduce de lo que hemos dicho es que Escrivá apreciaba en sumo grado la libertad. En este sentido escribe que «en todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad» [19].
Es un bien que uno «deberá siempre buscar especialmente» [20]. Es un don que Dios nos da de forma gratuita, una «maravillosa dádiva humana, la libertad personal» [21]. «Nuestra Santa Madre la Iglesia se ha pronunciado siempre por la libertad, y ha rechazado todos los fatalismos, antiguos y menos antiguos» [22]. El hecho de que el hombre tenga la tremenda capacidad de actuar con plena libertad resulta sorprendente, pero «esa realidad revela a la vez el signo de nuestra nobleza» [23], derivada de nuestra condición de hijos de Dios, realidad que fundamenta el respeto a nuestra dignidad de hombres libres [24]. Persuadidos del derecho básico a nuestra libertad personal, es preciso reconocer y defender la libertad de los demás [25].
En efecto, con el Bautismo los hombres participan de «la común dignidad, libertad y responsabilidad de los hijos de Dios» [26]. San Josemaría recurre con frecuencia a la expresión paulina «la gloriosa libertad de los hijos de Dios» [27]. Esta verdad, explica, le lleva a ponerse siempre al lado de la legítima libertad de todos los hombres como jurista, o como teólogo y creyente [28]. Por la misma razón declara su amor a la libertad de las conciencias, lo cual conlleva que nadie obstaculice al hombre dar culto a Dios [29]. Esa estima y respeto a la libertad de todos ha de ser objeto de la predicación de los sacerdotes, pues se trata de una virtud humana de primera categoría [30]. Añade que la fe nos ha de ayudar a reconocer y admirar la huella de Dios en la creación, sobre todo a «reconocer la dignidad de cada persona, hecha a imagen de Dios, y a admirar ese don especialísimo de la libertad...» [31].
3. Amor a la libertad
Ese amor a la libertad le llevó siempre a respetar en grado sumo las ideas políticas de todos los laicos [32]. En su actuación en la vida pública los considera libérrimos de optar por uno u otro partido, con la única y lógica orientación vinculadora de la doctrina de la Iglesia [33]. Es la misma libertad que tienen todos los católicos para seguir la opción que mejor les parezca, dentro del amplio abanico de las cuestiones en las que la Iglesia no se ha definido [34]. «Esta doctrina de libertad ciudadana, de convivencia y de comprensión, forma parte muy principal del mensaje que el Opus Dei difunde» [35]. Es una característica del espíritu de la Obra desde los principios [36].
Como una derivación de estos principios está la defensa de la libertad de enseñanza, así como la autonomía en la actividad docente [37]. También estima fundamental que la educación tenga en cuenta la libertad de los hijos y aconseja a los padres que sepan, una vez dados los consejos oportunos, retirarse con delicadeza para que nada perjudique la libertad del hijo. «Deben recordar que Dios mismo ha querido que se le ame y se le sirva en libertad, y respeta siempre nuestras decisiones personales...» [38]. El mismo criterio rige para la enseñanza y la educación en todos los centros docentes, en especial en las universidades y centros superiores de estudio e investigación [39].
En Surco, n. 389, distingue entre la libertad de conciencia y la libertad de las conciencias. Estima que la primera no es admisible pues incluye el error que «permite actuar en contra de los propios dictados íntimos». En otro momento añade que esa libertad «equivale a avalorar como buena categoría moral que el hombre rechace a Dios» [40]. En cambio, hay que defender la libertad de las conciencias «que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura dé culto a Dios» [41]. El hombre tiene por naturaleza ansias de conocer la verdad, hambre de encontrar a Dios. Y en ese sentido tiene plena libertad, incluso «el deber de seguir ese imperativo interior... ¡ah, pero después de haber recibido una seria formación».
Esta referencia a una buena formación de la conciencia es un aspecto de gran importancia: no vale seguir sin más el propio instinto, o el parecer arbitrario del momento, o lo que en un momento dado resulta más apetecible. El uso de la libertad para que sea correcto ha de ser coherente con la recta razón. De ahí la necesaria clarividencia para conocer lo que conviene hacer y hacerlo libremente, gustosamente [42]. Pero, para tener una conciencia debidamente formada, advierte Escrivá, es necesario «adquirir una buena preparación intelectual y profesional» [43], pues nunca podrá hacer recto uso de la libertad «quien carezca de suficiente formación cristiana» [44]. Así lo exige la responsabilidad [45], y también la necesaria coherencia con nuestra fe, que implica un recto criterio al actuar con libertad [46]
Junto a ese conocimiento y buena formación, hay que admitir también la conveniencia de un buen consejo, que nunca puede considerarse una coacción que disminuya la libertad. Al contrario la libertad queda potenciada en cuanto que con el consejo adquiere un elemento más de juicio que amplía sus posibilidades de elección [47]. De todas maneras, ante el problema que sea, aún después de oír la opinión o consejo de otra persona, es necesario estudiar el asunto para asumir la decisión con toda libertad y responsabilidad personal [48].
4. Libertad y responsabilidad
Estos dos aspectos son las dos caras de la misma moneda. Es decir, si la libertad es un derecho fundamental del hombre, la responsabilidad es la lógica obligación correspondiente que, como en todo derecho, se da. Por eso libertad y responsabilidad suelen ir emparejadas en la enseñanza de J. Escrivá. Así, afirma que «somos responsables ante Dios de todas las acciones que realizamos libremente» [49]. Esta enseñanza la subraya con fuerza cuando habla de la educación, que ha de realizarse con un respeto máximo a la libertad, pero al mismo tiempo insistiendo en la responsabilidad que nuestra libertad comporta [50]. Hay que crear un clima de confianza mutua. Pues si se advierte que se desconfía, brota la tentación de engañar [51].
Esta doctrina tiene una especial aplicación en el comportamiento profesional, social y político de todos los cristianos que han de actuar con toda libertad y responsabilidad personal en sus comportamientos habituales, sean en el campo que sean. Rechaza la idea de que los fieles corrientes no pueden hacer otra cosa en el campo apostólico que ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos. Es cierto que todos estamos llamados a ser santos y a contribuir a la santificación de los demás. Pero hay que «advertir que, para lograr este fin sobrenatural, los hombres necesitan ser y sentirse personalmente libres, con la libertad que Jesucristo nos ganó» [52]. Ello supone asumir las consecuencias de las actuaciones personales, sin servirse nunca de la Iglesia [53].
Se refiere a la actuación de los miembros del Opus Dei y repite que, dentro de los límites que se derivan de la fe católica, cada uno actúa como estima oportuno, con toda libertad y responsabilidad. De ahí que la labor de los directores de la Obra se encamina a que todos conozcan y vivan el espíritu auténtico del Evangelio. «Después, cada uno obra con completa libertad personal y, formando autónomamente su propia conciencia, procura buscar la perfección cristiana y cristianizar su ambiente, santificando su propio trabajo, intelectual o manual, en cualquier circunstancia de su vida y en su propio hogar» [54].
Eso conlleva diversidad de opiniones y pareceres, un pluralismo que manifiesta la realidad de un respeto mutuo, la práctica de una teoría que va más allá del enunciado de unos principios. «Precisamente porque el pluralismo no es temido, sino amado como legítima consecuencia de la libertad personal, las diversas opiniones de los socios no impiden en el Opus Dei la máxima caridad en el trato, la mutua comprensión. Libertad y caridad: estamos hablando siempre de lo mismo. Y es que son condiciones esenciales: vivir con la libertad que Jesucristo nos ganó, y vivir la caridad que El nos dio como mandamiento nuevo» [55].
Estima también que la santidad en la vida ordinaria no es posible sin la libertad personal, esencial en la vida cristiana. Por si acaso alguno interpreta de forma indebida, tomando la libertad, como pretexto para obrar mal [56], insiste en la responsabilidad personal.
Refiere que siempre ha procurado enfrentar a cada uno con las exigencias de su propia vida, recordándole su propia independencia a la hora de actuar y su responsabilidad consiguiente [57]. Es con esa actuación libre y responsable como contribuimos a nuestra salvación, pues «Dios escribe con el concurso de nuestra libertad» [58]. Así se entienden muy bien aquellas palabras del Obispo de Hipona: Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti [59]. Considera de tal importancia la libertad y responsabilidad personal que llega a afirmar que «son la mejor garantía de la finalidad sobrenatural de la Obra de Dios» [60].
5. Libertad de asociación
En los años sesenta, antes y después del Concilio Vaticano I, se produjo un movimiento entre el clero secular, que trataba de solucionar el problema ya antiguo de la soledad de muchos sacerdotes diocesanos. Se daba un cierto abandono a la suerte de cada uno. Resultaba un tanto paradójico que durante la formación del Seminario se proporcionara una asistencia espiritual asidua, en un clima que hoy nos resulta quizás excesivamente cerrado. En cambio cuando el seminarista recibía la ordenación sacerdotal se producía un cierto abandono y olvido, no tanto como a veces se ha dicho, pero sí bastante frecuente.
En esas circunstancias comienzan a surgir los grupos sacerdotales para ayudarse mutuamente, así como diversas organizaciones y asociaciones. A menudo se miraban con cierto recelo. En el Concilio Vaticano I se aborda la cuestión y surgen quienes consideran poco recomendables esas iniciativas asociacionistas, llegando incluso a rechazar su posibilidad. Es decir, se negaba el derecho de asociarse a los clérigos seculares. Pronto prevaleció el sentido común que se resistía a negar dicho derecho pues lesionaba gravemente la libertad de los sacerdotes. Es una cuestión que ha sido estudiada con amplitud y profundidad, que no pretendemos abordar aquí [61]. Tratamos sencillamente de señalar la sensibilidad y preocupación del fundador del Opus Dei ante la libertad de los sacerdotes diocesanos, en orden a vivir su ministerio sacerdotal sometidos, libre y gustosamente, al propio Ordinario, pero al mismo tiempo dentro de un sano y rico pluralismo.
San Josemaría vivió muy de cerca ese problema, dada su experiencia como sacerdote secular, formado en un Seminario, e incardinado durante cierto tiempo a la archidiócesis de Zaragoza. Aparte de eso, siempre mostró una gran preocupación por los sacerdotes diocesanos a quienes en muchas ocasiones, llamado por algunos obispos, dirigió ejercicios espirituales. Damos por sabido cómo encontró el modo de que los sacerdotes diocesanos, sin dejar sus diócesis ni su vinculación jurídica con los respectivos ordinarios, pudieran formar parte del Opus Dei, a través de la Asociación Sacerdotal de la Santa Cruz. Como es natural, él consideraba legítimo «el ámbito personal de autonomía, de libertad y de responsabilidad personales, en el que el Presbítero goza de los mismos derechos y obligaciones que tienen las demás personas en la Iglesia...» [62].
6. El riesgo de la libertad
A nadie se le escapa que la libertad tiene su riesgo. Empezando por la posibilidad de cambiar de rumbo en nuestra vida. Es una realidad que se recuerda con estas palabras: «Es verdad que nadie puede estar cierto de su perseverancia... Pero esa incertidumbre es un motivo más de humildad, y prueba evidente de nuestra libertad» [63]. De ahí que la tarea a realizar no se culmina hasta el último momento de nuestra vida. Dios dispone que seamos colaboradores suyos en la transformación del mundo, pero sabe que podemos rechazarle y, a pesar de ello, «ha querido correr el riesgo de nuestra libertad» [64]. El Señor condesciende con nuestra debilidad, ha puesto sus tesoros en nuestros vasos de barro, y de ese modo se pone de manifiesto el poder divino y nos ofrece la ocasión de ser colaboradores suyos [65].
Dios abomina las injusticias y condena al que las comete. «Pero, como respeta la libertad de cada individuo, permite que las haya» [66]. Eso implica que lo que es un bien en sí, sea un mal por su indebido uso. Es decir hay una libertad mala, o falsa libertad, la de responder que no a Dios [67]. En ese caso las consecuencias pueden ser nefastas para quien ha elegido mal, ya que es lógico que cada uno responda, para bien o para mal, de sus propios actos libremente realizados.
En ocasiones puede ocurrir que se respete la decisión tomada, pero al mismo tiempo quede latente una disconformidad con la elección hecha. Lo cual es lógico e inevitable. Lo que no es de recibo es manifestar esa disconformidad, o lo que es peor descalificar o ignorar a quien tuvo la osadía de hacer lo contrario de lo que se le proponía. No es respetar la libertad si se desprecia, o menosprecia, a quien libremente, y dentro de su derecho, no hizo lo que deseaba el que aconsejaba.
De todas maneras, es preciso contar las consecuencias derivadas de nuestra libre decisión, aun a sabiendas de que quizás sean injustas. Podemos decir que asumir las consecuencias de nuestros actos, para bien o para mal, es el precio de la libertad. Sin embargo, es preciso advertir que quien dice respetar la libertad ajena, y luego mira con prevención al que optó algo diverso a lo aconsejado, ese no es sincero, su amor y respeto a la libertad ajena es una triste farsa.
Quizás sea conveniente advertir ya la diferencia entre la libertad y el libertinaje, o dicho de otro modo, entre la libertad bien usada, y el abuso de la libertad. La primera es de por sí un bien en cuanto tal, pero si la libertad se inclina por el pecado, entonces es algo malo, no por sí, sino por el resultado.
En definitiva la libertad bien usada comporta la capacidad de decidirse por lo que es bueno, actúa de modo reflexivo y en ocasiones abnegado, sopesa el resultado último y las consecuencias que se pueden derivar para otros. En contraposición, la libertad mal usada, o libertinaje, actúa de forma espontánea y placentera, sólo mira la ventaja inmediata y personal, sin importarle las consecuencias dañinas para los demás.
Como es evidente, la libertad deseada es la que conoce lo que ha de hacer y lo hace, aunque conlleve cierto esfuerzo. La libertad consciente y esforzada logrará siempre un resultado óptimo. Por el contrario, la libertad que se ejerce de forma ciega, puede conducir a resultados nefastos.
Ante esta doble posibilidad en el uso de la libertad, san Josemaría calibra el valor del recto uso de la libertad si se dispone hacia el bien, y su equivocada orientación cuando esa facultad se inclina hacia el mal [68]. Por tanto, «para ganar el cielo hemos de empeñarnos libremente con una plena, constante y voluntaria decisión» [69], dirigidos siempre hacia el norte de nuestra vida, es decir, hacia Cristo, cuya libertad es «inmensa —infinita— como su amor» [70], ese amor que le lleva a la entrega incondicional, al holocausto para redimir y salvar a los hombres.
En esa línea marcada por Jesús ha de moverse nuestra libertad. A este respecto cita a Orígenes cuando dice: «No cabe que el alma ande sin ninguno que la rija; y para esto se la ha redimido de modo que tenga por Rey a Cristo, cuyo yugo es suave y su carga ligera (Mt XI, 30), y no el diablo, cuyo reino es pesado» [71]. De ahí que haya de rechazarse el engaño de los que se conforman con el grito de ¡libertad, libertad¡. «Muchas veces, en ese mismo clamor se esconde una trágica servidumbre: porque la elección que prefiere el error, no libera; el único que libera es Cristo [72], ya que sólo El es el Camino, la Verdad y la Vida...» [73].
Por tanto, la libertad ha de regirse por una norma recta de conducta. De lo contrario, esa enorme riqueza se vuelve estéril o produce frutos irrisorios. El hombre que procede sin una adecuada orientación será manipulado por otros, vivirá en la indolencia, zarandeado por cualquier viento. Los que así viven «son nubes sin agua, llevadas de aquí para allá por los vientos, árboles otoñales, infructuosos, dos veces muertos, sin raíces» [74]. Cuando uno se decide por actuar según el querer divino, el de la verdad, «nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas» [75].
De lo contrario, nuestra libertad se malogra. Sigue siendo una realidad, pero una realidad nociva. Ya no es un don positivo, no es libertad para bien sino para mal. Se trata de una falsa libertad, esa que dice no a Dios [76]. Para vencer esa actitud de soberbia, recomienda san Josemaría acudir a la Virgen, que dijo sí con una disponibilidad absoluta, para obtener de ella la «fuerza de amor y de liberación» [77].
Esta relación entre amor y libertad la vuelve a destacar cuando estima que jamás se siente uno más libre que cuando la «libertad está tejida de amor» [78]. Por eso, dice también, Dios se hace el encontradizo con nosotros, se humilla para que podamos alcanzarlo, conocerle y amarlo, corresponderle con nuestra libertad rendida ante la maravilla no sólo de su poder, sino sobre todo por la maravilla de su condescendencia y cercanía [79]. De esa forma nuestra respuesta no será forzada, sino una decisión salida «de la intimidad del corazón» [80], como personas libres, con una actuación «del dominio y del señorío propios de los que aman al señor por encima de todas las cosas» [81].
Por eso es falso contraponer la libertad a la entrega amorosa, pues ésta es una consecuencia de la libertad. En efecto, «la libertad y la entrega no se contradicen; se sostienen mutuamente» [82]. En la entrega amorosa la libertad se renueva, se excede con generosidad, se hace operativa y fecunda [83]. Es cierto que la entrega implica atarse, pero esa atadura no es una pesada cadena, sino un yugo suave y una carga ligera [84]. En otro momento, al hablar de que el Reino de Cristo es Reino de libertad, afirma que en él no hay más siervos que los que lo son por amor a Dios: «Bendita esclavitud de amor, que nos hace libres» [85]. Por tanto, podemos admitir que al entregarnos nos hacemos esclavos, pero esclavos de Dios por amor, esto es, con toda libertad, si coacción alguna, «porque me da la gana» [86].
Y desde «ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos. Y aquí se manifiesta la diferencia: afrontamos las honestas ocupaciones del mundo con la misma pasión, con el mismo afán que los demás, pero con paz en el fondo del alma; con alegría y serenidad, también en las contradicciones» [87]. ¿De dónde nos viene esa libertad?, se pregunta nuestro autor, para responder que nos viene de Cristo, según la doctrina paulina cuando afirma que «no somos hijos de la esclava, sino de la libre» [88]. Por eso nos recuerda como Jesús les dice a los judíos: «Si el Hijo os alcanza la libertad, seréis verdaderamente libres» [89].
El que Jesús nos conceda el don de la libertad no significa que anule nuestra capacidad de respuesta, la posibilidad de rechazar esa fe. No somos forzados a creer, porque, como enseña San Agustín: «Si somos arrastrados a Cristo, creemos sin querer; se usa entonces la violencia, no la libertad. Sin que uno quiera se puede entrar en la Iglesia; sin que uno quiera se puede acercar al altar; puede, sin quererlo, recibir el Sacramento. Pero sólo puede creer el que quiere» [90]. Con palabras firmes describe esa opción libérrima: «libremente, sin coacción alguna, porque me da la gana, me decido por Dios. Y me comprometo a servir, a convertir mi existencia en una entrega a los demás, por amor a mi Señor Jesús» [91].
Antonio García-Moreno en dialnet.unirioja.es/
Notas:
1 Cfr. Antonio GARCÍA-MORENO, Libertad del hombre en Jn 8, 32, en Antonio ARANDA (dir.) et al., Dios y el hombre. VI Simposio Internacional de Teología, Pamplona 1985, pp. 641-658.
2 Cornelio FABRO et al., Santos en el mundo, Madrid 1992, p. 42.
3 Este importante y paradigmático libro aparece por vez primera en Valencia el año 1939, aunque más breve y con el título de Consideraciones espirituales, se publica en Cuenca el año 1934. De este año es también Santo Rosario. Edición crítico-histórica a cargo de Pedro Rodríguez, Rialp, Madrid 2002.
4 La libertad, don de Dios (Homilía del 10-IV-1956), en Amigos de Dios, Madrid 1977, n. 32.
6 En Santo Rosario, Madrid 1934, no se usa nunca el término «libertad». Tampoco en las homilías tituladas Sacerdotes para la eternidad, Fin sobrenatural de la Iglesia y Lealtad a la Iglesia.
8 Cfr., cit., nn. 2, 5, 8, 12, 14, 19, 22, 26, 27 (dos veces), 28 (cuatro veces), 29 (cinco veces), 30 (tres veces), 33 (dos veces), 35 (dos veces), 44 (cuatro veces), 48 (tres veces), 50, 52, 53, 56, 59 (dos veces), 60, 65 (dos veces), 66 (cuatro veces), 67 (cinco veces), 73, 76, 77 (cuatro veces), 79 (cuatro veces), 81, 84 (cuatro veces), 90 (dos veces), 92, 98 (tres veces), 99, 100 (dos veces), 104 (cinco veces), 116, 117 (tres veces), 118, 120.
10 Cfr. cit., nn. 17 (dos veces), 18, 27 (dos veces), 33 (dos veces), 34 (dos veces), 35 (dos veces), 99 (tres veces), 111, 113 (dos veces), 114, 124, 129, 130, 131 (dos veces), 137, 148, 167, 168, 173, 175 (dos veces), 179, 184 (diez veces), 185 (dos veces).
12 Cfr. cit., nn. 10 (dos veces), 21, 24 (tres veces), 25 (dos veces), 26 (cinco veces), 27 (cuatro veces), 28 (dos veces), 29 (cinco veces), 30 (seis veces), 31 (seis veces), 32 (seis veces), 33 (dos veces), 34, 35 (cinco veces), 36 (cuatro veces), 37 (cinco veces), 38 (cuatro veces), 67, 171 (dos veces), 179, 180, 259 (dos veces), 297 (dos veces).
14 Cfr. Prólogo, Segunda y Décima estación.
16 16. Cfr. cit., nn. 11, 164, 219, 284, 301, 302, 313, 384 (dos veces), 389 (dos veces), 401, 423 (tres veces), 571, 787, 931, 933.
18 Cfr. cit., nn. 144, 552, 712, 714, 717, 720, 819 (dos veces), 840, 946.
19 Amigos de Dios, n. 25. Sigue el texto: «La Trinidad Beatísima saca de la nada el mundo y el hombre, en un libre derroche de amor. El Verbo baja del Cielo y toma nuestra carne con este sello estupendo de la libertad en el sometimiento: heme aquí que vengo, según está escrito de mí en el principio del libro, para cumplir, ¡oh Dios!, tu voluntad (Hebr X, 7). Cuando llega la hora marcada por Dios para salvar a la humanidad de la esclavitud del pecado, contemplamos a Jesucristo en Getsemaní, sufriendo dolorosamente hasta derramar un sudor de sangre (cfr. Lc XXII, 44), que acepta espontánea y rendidamente el sacrificio que el Padre le reclama: como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores(Is LIII, 7). Ya lo había anunciado a los suyos, en una de esas conversaciones en las que volcaba su Corazón, con el fin de que los que le aman conozcan que El es el Camino —no hay otro— para acercarse al Padre: por eso mi Padre me ama, porque doy mi vida para tomarla otra vez. Nadie me la arranca, sino que yo la doy de mi propia voluntad, y yo soy dueño de darla y dueño de recobrarla (Jn X, 17-18)».
20 Es Cristo que pasa, n. 184.
24 Cfr. Conversaciones, n. 22.
25 Cfr. Es Cristo que pasa, 124. 26. O.c., n. 14.
26 Rm 8, 21. Cfr. Es Cristo que pasa, nn. 129, 130; Amigos de Dios, n. 297; Vía Crucis,
28 Cfr. Amigos de Dios, n. 77.
29 «Hay que respetar las legítimas ansias de verdad: el hombre tiene obligación grave de buscar al Señor, de conocerle y de adorarle, pero nadie en la tierra debe permitirse imponer al prójimo la práctica de una fe de la que carece; lo mismo que nadie puede arrogarse el derecho de hacer daño al que la ha recibido de Dios», Amigos de Dios, n. 32.
32 «No he preguntado ni preguntaré jamás a ningún miembro de la Obra de qué partido es o qué doctrina política sostiene, porque me parecería un atentado a su legítima libertad. Y lo mismo hacen los directores del Opus Dei en todo el mundo... Ese pluralismo no es, para la Obra, un problema. Por el contrario, es una manifestación de buen espíritu, que pone patente la legítima libertad de cada uno». Conversaciones, 48.
34 Cfr. Conversaciones, n. 29.
36 En la Homilía El triunfo de Cristo en la humildad, predicada el 24-2-1963, decía: «El espíritu del Opus Dei, que he procurado practicar y enseñar desde hace más de treinta y cinco años, me ha hecho comprender y amar la libertad personal» (Es Cristo que pasa, n. 17).
37 «Libertad de enseñanza, por tanto, en todos los niveles y para todas las personas. Es decir, que toda persona o asociación capacitada, tenga la posibilidad de fundar centro de enseñanza en igualdad de condiciones y sin trabas innecesarias... El Estado tiene evidentes funciones de promoción, de control, de vigilancia. Y eso exige igualdad de oportunidades entre la iniciativa privada y la del Estado: vigilar no es poner obstáculos, ni impedir o coartar la libertad... Por eso considero necesaria la autonomía docente: autonomía es otra manera de decir libertad de enseñanza. La Universidad, como corporación, ha de tener la independencia de un órgano en un cuerpo vivo: libertad, dentro de su tarea específica en favor del bien común» (Conversaciones, 79).
39 «A todos se debe que la Universidad sea un foco, cada vez más vivo, de libertad cívica, de preparación intelectual, de emulación profesional, y un estímulo para la enseñanza universitaria» (Conversaciones, 120).
42 En este sentido se puede entender Jn 8, 32 («conoceréis la verdad, y la verdad os hará realmente libres»). Es decir, se actúa realmente con libertad, y no de forma libertina, si se ve con claridad el objetivo perseguido, la verdad, cuyo esplendor y belleza atrae de tal forma que hace posible una actuación libérrima y gozosa, por arduo que sea el esfuerzo por conseguir dicho objetivo. Sobre esta cuestión pueden verse las actas del Simposio XXVIII de la Facultad de Teología, del año 2002, en el que presenté una comunicación sobre el sentido de Jn 8, 32.
45 Forja 712: «Necesitas formación, porque has de tener un hondo sentido de responsabilidad, que promueva y anime la actuación de los católicos en la vida pública, con el respeto debido a la libertad de cada uno, y recordando a todos que han de ser coherentes con su fe».
46 Forja 840: «¡Siente siempre y en todo con la Iglesia! —Adquiere, por eso, la formación espiritual y doctrinal necesaria, que te haga persona de recto criterio en tus opciones temporales, pronto y humilde para rectificar, cuando adviertas que te equivocas. —La noble rectificación de los errores personales es un modo, muy humano y muy sobrenatural, de ejercitar la personal libertad».
47 Cfr. Conversaciones, n. 104.
50 «... educación en la libertad personal y en la responsabilidad también personal. Con libertad y responsabilidad se trabaja a gusto, se rinde, no hay necesidad de controles ni de vigilancia: porque todos se sienten en su casa, y basta un simple horario. Luego, el espíritu de convivencia, sin discriminaciones de ningún tipo. Es en la convivencia donde se forma la persona; allí aprende cada uno que, para poder exigir que respeten su libertad, debe saber respetar la libertad de los otros» (Conversaciones, n. 84).
51 «La clave suele estar en la confianza: que los padres sepan educar en un clima de familiaridad, que no den jamás la impresión de que desconfían, que den libertad y que enseñen a administrarla con responsabilidad personal. Es preferible que se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar siempre» (Conversaciones, n. 100).
53 «No se trata de representar oficial u oficiosamente a la Iglesia en la vida pública, y menos aún de servirse de la Iglesia para la propia carrera personal o para intereses de partido. Al contrario, se trata de formar con libertad las propias opiniones en todos estos asuntos temporales donde los cristianos son libres, y de asumir la responsabilidad personal de su pensamiento y de su actuación, siendo siempre consecuente con la fe que se profesa» (Conversaciones, n. 90).
55 Conversaciones, n. 98. Sobre la libertad de los socios del Opus Dei, en este mismo libro habla también en los nn. 19, 26, 28, 30, 44, 48, 52, 60, 67, 77.
57 Cfr. Es Cristo que pasa, n. 99. 58.
59 SAN AGUSTÍN, Sermo CLXIX, 13 (PL 38, 923).
61 Cfr. Julián HERRANZ, Unidad y pluralidad en la acción pastoral de los presbíteros,en AA.VV. La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales. XI Simposio Internacional de Teología, Pamplona 1990, pp. 429-448. En p. 440, nt. 38 dice: «Sobre el enriquecimiento doctrinal aportado por el Concilio en esta materia», cfr. entre otros trabajos, Álvaro DEL PORTILLO, Ius associationis et Associationes fidelilum iuxta Concilii Vaticani II doctrinam, en «Ius Canonicum» VIII (1968) 5-28. Alfonso DÍAZ, Derecho fundamental de asociación en la Iglesia, Pamplona 1972; Luis MARTÍNEZ SISTACH, Las asociaciones de fieles, Barcelona 1986. Con respecto al derecho de asociación de los presbíteros, cfr. Rafael RODRÍGUEZ-OCAÑA, Las asociaciones de clérigos en la Iglesia, Pamplona 1989.
64 Es Cristo que pasa, n. 113.
68 Cfr. Amigos de Dios, n. 26.
71 ORÍGENES, Commentarii in Epistolam ad Romanos, 5, 6 (PG 14, 1034-1035).
72 Cfr. Jn 8, 32. Como vemos la traducción implícita que se hace aquí opta por liberar, en lugar de hacer libres. Volveremos a esta cuestión.
75 Cfr. Amigos de Dios, n. 38. Y sigue diciendo: «Esta es la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Los cristianos amilanados —cohibidos o envidiosos— en su conducta, ante el libertinaje de los que no han acogido la Palabra de Dios, demostrarían tener un concepto miserable de nuestra fe. Si cumplimos de verdad la Ley de Cristo —si nos esforzamos por cumplirla, porque no siempre lo conseguiremos—, nos descubriremos dotados de esa maravillosa gallardía de espíritu, que no necesita ir a buscar en otro sitio el sentido de la más plena dignidad humana».
76 Cfr. Surco, n. 301. Es Cristo que pasa, n. 175.
78 Surco, n. 787. En esta frase vemos relacionados dos elementos que consideramos fundamentales en la interpretación de Jn 8, 32, el amor y la liberación o libertad, aspecto que tratamos en la comunicación del Simposio del 2002 de la Facultad de Teología.
79 Cfr. Es Cristo que pasa, n. 18.
84 Cfr. Mt 11, 29-30. «el yugo es la libertad, el yugo es el amor, el yugo es la unidad, el yugo es la vida, que El nos ganó en la Cruz». Amigos de Dios, 31.
85 Es Cristo que pasa, n. 184.
86 Esta frase la repite y suele añadir «que es una razón muy sobrenatural». Con ello se indica que esa voluntariedad no es fruto del capricho sino de un profundo amor a Dios. Cfr. cit., nn. 35, 36.
89 Jn 8, 36. «Conviene que dejemos que el Señor se meta en nuestras vidas, y que entre confiadamente, sin encontrar obstáculos ni recovecos. Los hombres tendemos a defendernos, a apegarnos a nuestro egoísmo. Siempre intentamos ser reyes, aunque sea del reino de nuestra miseria. Entended, con esta consideración, por qué tenemos necesidad de acudir a Jesús: para que El nos haga verdaderamente libres y de esa forma podamos servir a Dios y a todos los hombres» (Es Cristo que pasa, n. 17).
90 SAN AGUSTÍN, In Ioannis Evangelium tractatus, 26, 2 (PL 35, 1607).
Enrique González Lorca
“La injusticia no es invencible”
Francisco
1. Siglo XXI: el desafío de la sobrevivencia de nuestra civilización
El siglo XXI nos abre las puertas a desafíos históricos en los que la humanidad y el planeta, que es su casa común, se debaten en un drama de auténtica supervivencia. Constatamos que todos estamos conectados. Estamos conectados con el resto de la familia humana, con la naturaleza, y con los que vendrán después de nosotros en las generaciones futuras.
El desarrollo económico y social de los dos últimos siglos ha estado a espaldas de esta realidad y se ha basado en la falsa creencia de que vivíamos en un mundo de recursos inagotables. Una educación ajena a estos hechos basada en el individualismo y la competitividad ha contribuido a perpetuar patrones de consumo no sostenibles y miradas ajenas a un análisis crítico de los fenómenos globales de ámbito planetario.
El sistema productivo actual que ignora los límites biofísicos del planeta está conectado con la crisis del deterioro ambiental global. En este sistema el consumidor está al servicio de la producción ya que ésta necesita asegurar sus salidas necesitando un suministro ilimitado de energía, agua y materias primas. Sin embargo, los bienes están acotados dentro de límites naturales que no se puede transgredir. Este tipo de sociedad es insustentable en el tiempo, ya que causa destrucción de biodiversidad, cambios climáticos globales, entre otros. (Elizalde, 2000) [2].
Los bienes que disponemos en el planeta son por naturaleza sociales y desde una ética del consumo esta concepción neoliberal de la economía nos aboca a una forma de consumo injusto e inmoral que no permite el igual desarrollo de las capacidades básicas de todos los seres humanos, donde el sobreconsumo de unos pocos es carencia para otros (Cortina 2003) [3].
Las personas en situación de pobreza son las que menos han contribuido al cambio climático, y sin embargo se ven desproporcionadamente impactadas por este. Como resultado del uso excesivo de los recursos naturales por los países ricos, los pobres sufren contaminación, falta de acceso al agua potable, hambre y en definitiva vulneración de sus derechos fundamentales.
El desarrollo tecnológico y económico debe estar al servicio de los seres humanos y acrecentar la dignidad humana en lugar de crear una economía de la exclusión. Todas las personas han de tener acceso a lo que se necesita para un auténtico desarrollo humano. Y éste no es entendido como crecimiento económico ilimitado en términos de renta per cápita o PIB sino como ampliación de las libertades, derechos fundamentales y las oportunidades de las personas poniendo el énfasis en valores como la sostenibilidad y la reducción de los niveles de desigualdad entre continentes en educación, sanidad, oportunidades o esperanza de vida. Este es, por ejemplo, el enfoque de crecimiento de del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) [4].
Transformación radical de nuestros sistemas educativos. Educación transformadora para la ciudadanía global.
La educación para el desarrollo sostenible es una educación para la construcción de otro mundo posible. Se debe empezar por una transformación radical de nuestros sistemas educativos que han formado tanta gente no para la sostenibilidad del planeta sino para su destrucción. Desgraciadamente nuestros sistemas educativos centrados en la competitividad sin solidaridad son instrumentos de insostenibilidad. “Los ciudadanos que están destruyendo el planeta han sido educados en nuestros sistemas educativos” (Gadotti, 2009) [5]. Debemos empezar por gestionar profundamente la forma en que enfocamos nuestra educación para que a partir de esta década podamos formar a nuestro alumnado como ciudadanos que construyan sociedades dignas en su desarrollo humano y ambiental.
El paradigma educativo que necesitamos promover se le ha denominado educación transformadora para la ciudadanía global (ETCG) y se concibe como un proceso socioeducativo continuado que promueve una ciudadanía crítica, responsable y comprometida con la construcción de un mundo más justo, equitativo y respetuoso con las personas y el medioambiente, tanto a nivel local como global (Oliveros 2018) [6].
En este escenario la categoría de Desarrollo Sostenible se convierte en un compromiso ético global que ha de trasladarse al ámbito educativo, a la investigación científica y a la agenda legislativa de los países para asegurar condiciones sociales, ambientales, económicas, políticas y culturales que permitan a las generaciones actuales y futuras disfrutar del derecho a una vida digna. Es necesaria más que nunca una firme apuesta de una educación transversal en valores que estén relacionados con la construcción de una sociedad, una economía y una cultura sustentable. La forma de realizarlo es hacer presente esta visión desde todas áreas curriculares de nuestros sistemas educativos. Los objetivos y contenidos educativos y estándares de aprendizaje en todas las etapas deben facilitar el desarrollo de una conciencia crítica en el alumnado desde edades tempranas que permita, ya desde la escuela y en el día a día de las aulas, iniciar los cambios para cimentar una sociedad sostenible que armonice sus necesidades con las de la naturaleza y los derechos de todos los seres humanos que habitan el planeta.
Los valores que habrán de presidir la acción educativa para conseguir este objetivo son, entre otros, la cooperación, la convivencia, los bienes comunes, la aceptación de la diversidad como riqueza, la igualdad, la equidad, la reciprocidad, la solidaridad, la comunicación, la responsabilidad intergeneracional, el compromiso social, el entusiasmo, la generosidad, la capacidad para asumir riesgos (Ojeda & Martínez, 1998 [7]), la vida austera, el reconocimiento del valor “del otro”, la compasión (Mínguez 2019) [8], la sobriedad ecológica ante la ebriedad tecnológica (Moratalla 2020) [9].
En este contexto la Educación para el Desarrollo (en adelante EpD), también llamada Educación Transformadora o Educación para la Ciudadanía Global, se estructura como respuesta a la urgencia de los cambios necesarios para conservar y mejorar las condiciones de vida de nuestra generación y de las generaciones venideras y del mundo donde habitarán.
La EpD es una dimensión que se va incorporando progresivamente en nuestros sistemas educativos y que facilita el conocimiento y la comprensión del mundo como una realidad globalizada e interdependiente, provoca en el alumnado una actitud crítica y comprometida con la justicia social y medioambiental, genera compromiso y corresponsabilidad en la lucha contra la pobreza y fomenta actitudes y valores de ciudadanía global.
Entendemos la EpD como un proceso educativo que aspira a generar una conciencia crítica y transformadora en toda la comunidad educativa. En este enfoque se aborda el conocimiento de los fenómenos naturales, sociales, económicos y culturales en una interconexión mutua en donde curricularmente se analiza la repercusión de cualquier acción humana local en los ecosistemas globales y que tiene en cuenta las múltiples identidades que configuran al ser humano. Desde esta orientación las personas se consideran como parte de los problemas y también de las soluciones, reconociéndose como agentes de cambio que buscan la justicia social.
La EpD entendida como Educación para la Ciudadanía Global se define como “proceso educativo (formal, no formal e informal) constante encaminado, a través de conocimientos, actitudes y valores, a promover una ciudadanía global generadora de una cultura de la solidaridad comprometida en la lucha contra la pobreza y la exclusión, así como con la promoción del desarrollo humano y sostenible” (Ortega 2007) [10]. Es por ello que hace falta avanzar en el desarrollo de esta nueva mirada que aporta la EpD en todo el sistema educativo formal y no formal. Y esto ha de incorporarse también en todos los niveles de los sistemas educativos de cada país en sus normativas y legislación de ámbito estatal y autonómico y de forma transversal en la administración, docentes, familias y alumnado y tercer sector.
Ponemos énfasis en las características de la EpD tal y como la define el enfoque de la UNESCO afirmando que la EpD debería ser holística (aborda el contenido y los resultados del aprendizaje, la pedagogía y el entorno de aprendizaje en contextos formales, no formales e informales), transformadora (que permita a los estudiantes transformarse a sí mismos y a la sociedad), promotora de valores universalmente compartidos como la no discriminación, la igualdad, el respeto y el diálogo, y partir de un mayor compromiso de apoyar la calidad y relevancia de la educación en estos logros. Desde esta conciencia la escuela apoya y promueve un modelo social basado en el disfrute pleno de los derechos humanos en cualquier parte del planeta.
Como nos recuerda la UNESCO (UNESCO, 2014b: 17) [11], la EpD tiene que ser “integrada en los marcos, planes, estrategias, programas y procesos sub-nacionales, nacionales, subregionales, regionales e internacionales relacionados con la educación y el desarrollo
El reto de la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas
La intención de convertir nuestros centros en espacios educativos transformadores cuenta con el viento a favor de la Agenda 2030 y sus ODS de Naciones Unidas. La EpD asume en sus objetivos y metodología la decisión adoptada el 25 de septiembre de 2015 por la Asamblea General de las Naciones Unidas de establecer la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible (ONU, 2015) [12]. Los Objetivos de Desarrollo Sostenible (en adelante “ODS”) recogen los principales desafíos de desarrollo para la humanidad para este decenio. La finalidad de los 17 ODS es garantizar una vida sostenible, pacífica, próspera y justa en la tierra para todos, ahora y en el futuro.
La Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible representa un ambicioso plan de trabajo para los próximos años en favor de las personas, el planeta y la prosperidad. El objetivo de esta Agenda es impulsar una sociedad cuyo modelo de desarrollo se base en la sostenibilidad y en la resiliencia: 17 objetivos y 169 metas. Estos objetivos que debemos de ser capaces de alcanzar antes del año 2030, son objetivos mundiales y afectan tanto a países desarrollados como en desarrollo; son de carácter integrado e indivisible; y conjugan las tres dimensiones del desarrollo sostenible: la económica, la social y la ecológica.
El marco internacional de los Objetivos de Desarrollo Sostenible y en especial la meta 4.7 dentro del objetivo de educación de calidad, nos reta a plantear dentro de la educación el impulso de una educación para el desarrollo sostenible y la ciudadanía global:
“Para 2030, la meta consiste en garantizar que todos los alumnos adquieran los conocimientos teóricos y prácticos necesarios para promover el desarrollo sostenible, entre otros medios con la adopción de estilos de vida sostenibles, los derechos humanos, la igualdad entre los géneros, la promoción de una cultura de paz y no violencia, la ciudadanía mundial y la valoración de la diversidad cultural y de la contribución de la cultura al desarrollo sostenible [13].”
La meta 4.7 nos propone desarrollar en los procesos de enseñanza una identificación de nuestro alumnado con una ciudadanía activa y comprometida con los desafíos globales de modo que las nuevas generaciones tengan la disposición de buscar la transformación de prácticas y actitudes que nos acerquen a una justicia en los derechos de las personas y del planeta.
Para el desarrollo de esta tarea, es importante que, desde diferentes espacios, organizaciones, instituciones y personas, tanto del sector social como del educativo, reflexionemos y debatamos con el objetivo común de construir alternativas que fomenten una educación transformadora capaz de desarrollar estilos de vida sostenibles y promover una ciudadanía activa a favor de la paz y no violencia, la valoración de las culturas y la contribución al desarrollo sostenible.
2. Las Jornadas y su publicación
En este contexto de urgentes compromisos por un cambio de dimensiones globales las I Jornadas Nacionales de Educación para el Desarrollo y Objetivos de Desarrollo Sostenible celebradas en Murcia los días 28 de febrero y 1 de marzo de 2019 surgieron con el finalidad de dar a conocer experiencias, metodologías y enfoques de la EpD y ODS a docentes, profesionales que trabajan en educación no formal, miembros de la comunidad universitaria y profesionales de las diferentes administraciones públicas implicadas en la educación de modo que puedan transferir esta mirada a la actuación educativa del día a día de los centros educativos en los ámbitos de educación obligatoria, bachillerato, formación profesional y universitaria y de las acciones educativas de los municipios, asociaciones, ONGs, así como concienciar en el papel de los medios de comunicación y su influencia en la construcción de una conciencia crítica de la ciudadanía en los ámbitos de la justicia social y medioambiental.
En el marco de interés de estas Jornadas nos preguntamos: ¿Cómo podemos contribuir desde la educación a la construcción de Ciudadanía Global? ¿Cómo abordamos la cuestión d la transversalidad -género, paz y derechos humanos, interculturalidad, sostenibilidad- en el día a día de nuestras aulas? ¿Cómo lograr que desde todos los niveles educativos el compromiso ético y solidario con la justicia social vaya indisolublemente unido al currículo en la educación?
La celebración de estas Jornadas y la publicación que la acompaña en este volumen ha tenido como objetivos:
1. La generación de un espacio compartido de reconocimiento de la educación como herramienta de transformación social y dar a conocer los fundamentos de la Educación para el Desarrollo.
2. La transmisión de experiencias de EpD en centros docentes transformadores.
3. Facilitar Información sobre los organismos estatales que promueven la Educación para el Desarrollo (Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo –AECID-, Red Nacional de Docentes para el Desarrollo – Ministerio de Educación y Formación Profesional). Visibilizar, de igual manera, el trabajo de las entidades del Tercer Sector implicadas en la cooperación y la contribución de estas a la implantación de la EpD.
4. Motivar a docentes de todas las etapas educativas de educación formal (infantil, primaria, secundaria y la comunidad universitaria), no formal e informal sobre la corresponsabilidad, junto con la de todos los actores sociales, en el cumplimiento de la Agenda 2030 en favor de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, ODS, a fin de promover el desarrollo de las competencias de sostenibilidad y de resultados específicos de aprendizaje relacionados.
5. Reflexionar y debatir sobre la necesidad de una Estrategia Regional de EpD que produzca cambios en las normativas que afectan al ámbito educativo en la dirección de propiciar una verdadera coherencia de políticas alineadas con la visión de la Educación para el Desarrollo y la Ciudadanía Global.
3. Conclusiones: Somos actores del cambio
El trabajo que aquí se presenta nace con la voluntad firme de compartir el conocimiento sobre la Educación para la Ciudadanía Global entre la comunidad educativa de forma que pueda inspirar la movilización de todos los agentes implicados en un inexcusable cambio de mirada para “transformar el mundo transformando la educación”. Es urgente incorporar la dimensión de una Educación transformadora en el imaginarium de nuestros docentes impregnar todo el curriculum escolar de esta nueva sensibilidad.
Toda la ciudadanía sin exclusiones, los agentes educativos de asociaciones, las ONGs para el desarrollo y la sociedad en su conjunto, pero especialmente el profesorado de los centros educativos, hemos de convertirnos en agentes de una educación que estimule en alumnos y alumnas una conciencia crítica y transformadora que les permita conectar lo local con lo global para cambiar el mundo en la dirección de las sostenibilidad ambiental y el respeto a los derechos de las personas y los pueblos, haciendo que se reconozcan como parte de los problemas, pero también de las soluciones y que se vean como actores de cambio que buscan la justicia social y la sostenibilidad del planeta.
Como nos recuerda María Novo (Novo, 2017) [14], se nos olvida que los niños y adolescentes no se forman exclusivamente para el día de mañana ser buenos profesionales sino para ser felices, para ser buenas personas y desarrollar su talento y creatividad enfocado al desarrollo humano. Lo que necesitamos no son personas que corran detrás del dinero, sino personas que sepan cómo mejorar el mundo y cómo ser felices.
Nuestro sincero deseo que la publicación de este volumen contribuya a que los docentes y agentes educativos de todos los sectores evolucionemos como profesionales, seamos mejores personas y desarrollemos nuestro talento y creatividad para ser protagonistas de una educación que forme en nuestras aulas a ciudadanos que sepan cómo responder a los desafíos de sociedades más justas y un planeta habitable para futuras generaciones.
Enrique González Lorca, en carm.es/
Notas:
2 Elizalde, A. (2000, mayo). Desarrollo humano sustentable: sus exigencias éticas, económicas y políticas. Ponencia presentada en la Conferencia en el Tercer Congreso de Bioética de Latinoamérica y el Caribe, Ciudad de Panamá, Panamá
3 A. Cortina, Por una ética del consumo. La ciudadanía del consumidor en un mundo global, Taurus, Madrid, 2002
4 Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. El PNUD en acción, consultado 14 junio de 2019 https://bit.ly/382jz3z
5 Gadotti, M. (2000). Pedagogía de la Tierra y cultura de la sustentabilidad. Foro sobre nuestros retos globales Comisión Costa Rica 2000: Un Nuevo Milenio de Paz "Si vis pacem, para pacem". 6 al 10 de noviembre del 2000. Universidad Para La Paz. San José, Costa Rica
6 Documento marco Educación transformadora y para una ciudadanía global en redes. Consultado 25 abril 2019
7 Ojeda, Fernando; Martínez Villar, Alberto. La educación global y la ética ecológica como herramientas para la sustentabilidad. 1998 Consultado 4 mayo 2019 https://www.miteco.gob.es/es/ceneam/articulos-deopinion/1998-ojeda-martinezvillar_tcm30-163523.pdf
8 Mínguez, Ramón. La pedagogía de la alteridad ante el fenómeno de la exclusión: cuestiones y propuestas. 2016. Educación & Pensamiento ISSN 1692-2697
9 Moratalla, Domingo; Ecología y solidaridad: de la ebriedad tecnológica a la sobriedad ecológica. Sal Terrae, 1991. Cuadernos Fe y Secularidad, 14.
10 Ortega Carpio, Mª Luz. La Educación para el Desarrollo: dimensión estratégica de la cooperación española. 2008/06/01
11 Education for Sustainable Development Goals - Learning Objectives Publicado en 2017 por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura sostenible”.
12 Consultado 15 junio 2019 https://www.un.org/sustainabledevelopment/es/2015/09/la-asamblea-generaladopta-la-agenda-2030-para-el-desarrollo-sostenible/
13 Consultado 8 de junio 2019 https://es.unesco.org/gem-report/node/1346
14 María Novo, El desarrollo sostenible. Su dimensión ambiental y educativa, UNESCO - Pearson Educación S.A., Madrid, 2006, 431 p
José Morales
9. La urgencia de la aceptación
La llamada de Jesús de Nazaret a sus discípulos se presenta a estos con cierto carácter perentorio. Es una invitación imperativa. Quienes la reciben adquieren conciencia de que el seguimiento exigido representa un deber y es al mismo tiempo un don, un don divino que se tiene la obligación de aceptar.
«Al pasar vio Jesús a Leví...y le dice: “Sígueme”» (Mc 2, 14). Mateo ha tomado una decisión que en un recaudador de tributos era social y políticamente irrevocable [35]. En otro lugar leemos: «Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo: “Sólo una cosa te falta: vete, vende lo que tienes...; luego, ven y sígueme”» (id. Lc 21). El sumario requerimiento del Señor tiene algo de inapelable. La persona invitada se da cuenta de algún modo que se ha encontrado con el mensajero mesiánico y que seguirle no significa sino seguir a Dios mismo. Ha entrado en acción la Palabra divina, que sitúa al hombre ante una opción decisiva, después de haber traspasado su espíritu y haber creado en él una situación de innegable autoconocimiento y de íntima claridad.
La Palabra coloca al hombre ante sí mismo, con Dios como testigo. Es un momento de verdad absoluta. «Ciertamente es viva la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que una espada de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón. No hay para ella criatura invisible a los ojos de Aquél a quien hemos de dar cuenta» (Hb 4, 12-13).
Esta experiencia ayuda a entender la prontitud con la que los hombres de buena voluntad y entrenados en la sinceridad consigo mismos atienden el llamamiento.
Un hombre y una mujer sinceros no pueden no escuchar, reconocer, y admitir la llamada divina, porque no están acostumbrados, como tantos, a silenciar su conciencia y negar la evidencia interior.
Las palabras de Jesús que describen en una parábola las excusas de los que no quieren asistir al banquete nupcial, que es el Banquete del Reino, traducen cierta tristeza y desilusión. Es el pesar por el destino de hombres que sin aducir razones mentirosas —«el primero dijo: he comprado un campo...; otro dijo: he comprado cinco yuntas de bueyes...; otro dijo: me he casado») (Lc 14, 15s.)— hablan, sin embargo, con mala conciencia. No han oído ni querido reconocer la voz exterior de quien les invita, porque tampoco desean oír la voz interior de Dios que les habla en lo íntimo.
La llamada de Jesús plantea a la persona un asunto urgente. Nada sería tan imprudente como diferirlo, asignarle un rango secundario de importancia, o considerarlo una cuestión simplemente interesante. Las palabras del Maestro desean ser operativas de inmediato. Quieren decir lo que dicen y el discípulo ha de actuar sin dilación. El momento único creado por la invitación se asemeja de alguna manera a la convocatoria del tránsito a la otra vida que, una vez producida, no admite ni siquiera el aplazamiento de un segundo.
El ahora del llamamiento adquiere suma transcendencia. Es como si la existencia del hombre se hubiera concentrado en el instante de la llamada de Jesús. El presente se configura como resumen de la vida de la persona y la penumbra en que siempre se hallan el pasado y el futuro se acentúa todavía más.
«Mirad, ahora es el tiempo favorable; ahora es el día de salvación» (2Co 6, 2). Se encierra aquí mucho más que la filosofía humana del «carpe diem» horaciano, porque la prudente actitud pagana de aprovechar el tiempo breve del que se dispone se origina y desarrolla dentro del sujeto y está impregnada de sano aunque limitado pragmatismo.
En la invitación evangélica es el más allá escatológico lo que irrumpe en la vida de la persona, manifestando la unidad estrecha que forman el tiempo y la eternidad.
«Como dice el Espíritu Santo: “si oís hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones”» (Hb 3, 7; cfr. Sal 95, 7.11). «He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno me abre, entraré y cenaré con él, y él conmigo» (Ap 3, 20).
«Yo con él y él conmigo». La situación se individualiza al máximo y la respuesta personal es ineludible. Para el hombre y la mujer llamados, el encuentro con Jesús —cuyo sentido es bien interpretado por las palabras invitadoras del Maestro— es un momento de extraordinaria lucidez espiritual. Es como un río de claridad que viene a iluminar la conciencia y a facilitar la respuesta favorable de la voluntad.
«Caminad mientras tenéis luz, para que no os sorprendan las tinieblas» (Jn 12, 35). Jesús parece llamar cuando las disposiciones son más propicias. Podría no haber una segunda llamada o podría venir ésta en una situación menos positiva o fácil para la escucha.
La llamada del Señor es siempre misericordiosa y nunca amenazadora, pero recuerda implícitamente el juicio venidero —donde Jesús es también protagonista— y manifiesta la tensión que existe entre la vida presente y la vida futura.
La vocación no sólo se presenta con carácter urgente sino también con un llamativo aspecto de radicalidad. El atractivo y la suavidad de Jesús se hacen compatibles con un lenguaje y unos gestos decididos y con frecuencia severos.
«Si alguno quiere venir en pos de mi, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mc 8, 34). El entero pasaje de san Marcos encabezado por estas palabras reúne un grupo de sentencias de Jesús en las que se expresa inequívocamente la necesidad del seguimiento incondicional [36].
Lo mismo se dice en otros lugares que, en medio de una gran diversidad de circunstancias, manifiestan claramente que la existencia de quien sigue a Jesús está determinada en su conjunto por una amable exigencia.
«Se acercó un escriba y le dijo: “Maestro, te seguiré a dondequiera que vayas”. Dícele Jesús: “Las zorras tienen guaridas y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”» (Mt 8, 19-20). Se trata de compartir la vida de Jesús y de remover cualquier obstáculo que pueda dificultarlo. El llamado no acepta sólo el don de Dios sino a Dios mismo que se le hace presente en Jesucristo.
Es evidente que Jesús no es un simple maestro que se presenta ante sus discípulos con una enseñanza más o menos importante y que se contenta con que ellos se limiten a aceptarla. Siempre que el Señor emplea la palabra discípulo lo hace de modo que se entienda que se refiere no a seguidores de una doctrina sino a imitadores de una vida.
Tal como Jesús lo exige, el discipulado del Evangelio no es un seguimiento para el estudio de la Ley o la expresión de simpatía personal hacia una causa. El discipulado creado por Cristo se ordena por entero al servicio y ayuda del Maestro en su misión. Constituye una institución y realidad completamente originales, que poco tienen que ver con las tradiciones y usos rabínicos.
El seguimiento de Jesús por los discípulos llamados equivale a una confesión de fe por parte de éstos, porque al ir tras Él de modo incondicional están afirmando en definitiva que Jesús de Nazaret es el Cristo de Dios, el Mesías.
El Señor y su misión invaden la vida del discípulo y puede decirse que la totalizan, haciendo relativas todas las demás misiones y dedicaciones particulares o sectoriales. La intervención de Jesús en la vida de los discípulos, que queda transformada y recomienza, por así decirlo, a partir del llamamiento, manifiesta un carácter creativo. Es decir, hace secundarias las normas y costumbres tradicionales del Judaísmo y por encima de ellas coloca al discípulo ante una situación nueva.
«Lo mesiánico es redescubrimiento de lo que es original y conforme a la creación. Implica el reconocimiento inquebrantable y radical de Dios» [37].
Que la misión recibida por los discípulos en la vocación no sea una tarea más junto a otras, hace que estos hombres no consideren su nueva condición como algo extrínseco a su vida [38].
Los discípulos de Jesús lo son desde luego ante los demás, pero lo son sobre todo ante sí mismos y para sí mismos. Perciben su misión como algo irrevocable, como núcleo de su destino personal. No es para ellos una circunstancia pasajera y anecdótica, o como un papel que deben desempeñar en la vida durante un tiempo. La vida ha adquirido para ellos absoluta unidad y si pensaran en sí mismos podrían decir que han encontrado su propia y auténtica persona.
10. Seguimiento sin condiciones
La imperativa llamada que Jesús de Nazaret dirige a sus discípulos tiene el poder de eliminar condicionamientos y suspender obligaciones anteriores, o por lo menos de colocar a unos y a otras bajo una luz y un planteamiento nuevos.
«Otro de los discípulos le dijo: “Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre”. Dícele Jesús: “Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos”» (Mt 8, 21-22; cfr. Mt 9, 61s.). Los dos versículos de san Mateo presentan una breve escena en la que el mismo Señor desarrolla para este caso las consecuencias que se contienen en su invitación a seguirle. Cuando Jesús pedía a su seguidor sobreponerse al 4.º mandamiento y a las obras de misericordia, lo exigía de la misma manera en que solo Dios en el AT obligaba a los profetas a obedecer en lo referente al anuncio de su juicio próximo.
El sígueme de Jesús provoca en la vida del discípulo un comienzo absoluto, según el cual podría decirse que el hombre y la mujer llamados dejan de tener un pasado condicionante. El discípulo ha devenido una persona sin ataduras. Porque, de un lado, no debe permitir que viejos lazos permanezcan en su vida, y de otro la gracia de Dios le introduce ahora en una situación de auténtica libertad que le permite alejarse de todo condicionamiento terreno.
Ante la llamada del Maestro se relativizan los vínculos humanos más nobles y desaparecen los lazos perniciosos y encadenantes al mal. Nos dice, por ejemplo, san Marcos que Jesús había arrojado de María Magdalena «siete demonios» (Mc 16, 9).
Oír el llamamiento equivale a descubrir el tesoro por el que debe dejarse todo lo demás: «El Reino de los cielos es semejante a un Tesoro escondido en un campo que al encontrarlo un hombre, lo vuelve a esconder y por la alegría que recibe va, vende todo lo que tiene y compra aquel campo» (Mt 12, 44).
Sólo el Reino y Jesús que lo trae deben representar para el discípulo un valor absoluto. El Señor lo advierte y hasta lo dramatiza con palabras que pueden parecer radicales. «El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mi; el que ama a su hijo o a su hija más que a mi no es digno de mi» (Mt 10, 37; cfr. Mt 10, 35).
Son términos que recuerdan inevitablemente el comportamiento de Jesús niño, que se separa de María y de José y permanece en Jerusalén para atender a los asuntos de su Padre del cielo. «Porqué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía ocuparme en las cosas de mi Padre?») (Lc 2, 49). Jesús proclama deberes especiales de Hijo respecto a su Padre y una consiguiente total independencia de las criaturas para poder cumplirlos.
«Es natural suponer —escribe Hengel— que la severidad de Jesús sobre la incondicionalidad del seguimiento no se entiende bien desde la perspectiva de su actividad como maestro. Semejante radicalidad solo puede explicarse bajo el punto de vista de su poder único como heraldo del Reino próximo. En vista de esta proximidad apremiante, no hay tiempo que perder y es necesario seguirle sin dilación, renunciando a todas las consideraciones y vinculaciones humanas» [39].
Cuando Jesús exige a un discípulo que deje momentáneamente como en suspenso el cuarto mandamiento de la Ley y las obras de misericordia (cfr. Mt 8, 21-22: «deja que los muertos entierren a sus muertos»), lo pide del mismo modo en que solamente Dios obligaba a los profetas del Antiguo Testamento a anunciar el juicio inminente y vivir conforme a este anuncio (cfr. Ez 4, 9-15; Os 1, 2s.; Is 20, 1-6). En ambos casos se proclama la disolución escatológica de los vínculos familiares.
Jesús y el Evangelio parecen situarse justamente en la posición contraria al conformismo que es típico de cualquier sociedad más o menos normalizada y llena de costumbres, hábitos, rutinas, prejuicios y tradiciones. Es ésta una normalización social que asigna a cada uno una función determinada y tiende a inmovilizar en ella a las personas, de modo que cualquier comportamiento no previsto provocará necesariamente la resistencia, la incomprensión y a veces el escándalo.
El Evangelio, respetuoso en principio con el orden de este mundo, que viene también de Dios, modifica, sin embargo, profundamente muchos criterios y cometidos terrenos. «Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer», escribe san Pablo a los Gálatas (Ga 3, 28). «La frase subraya fuertemente la igualdad de todos en Cristo Jesús» 40. Las estadísticas humanas y ley de los grandes números —que son determinantes cara conocer y estimular las acciones de los hombres— dejan ahora de tener importancia. El comportamiento del reducido grupo que oye la llamada de Jesús y acepta la venida del Reino es el hecho que mejor caracteriza la época histórica en la que Jesús vive. La vida cotidiana de la mayoría de hombres y mujeres contemporáneos reviste importancia secundaria.
11. Seguridad y riesgo
El conocimiento de la llamada de Jesús por el discípulo provoca necesariamente en éste una aceptación de Jesús (cfr. Mt 9, 9) o una negativa al seguimiento (cfr. Mc 10, 21s.; Lc 14, 15s.). No hay término medio posible, porque no prestar atención a la llamada o aplazar la decisión para otro momento equivalen en el Evangelio a rechazar la vocación. La Palabra urgente de Dios en Jesucristo pide contestación inmediata. Todo aplazamiento es una negativa [41].
Aceptada la llamada del Señor, el discípulo comienza un camino que se caracteriza por la seguridad y la certeza, pero que está expuesto también a la inestabilidad y a las sorpresas de las tentaciones del mundo y de las debilidades humanas..
Una manifiesta tensión se aprecia entre el inicio de la vocación y su realización final en el Reino definitivo. La tensión se origina en los riesgos asumidos por el discípulo y que éste debe sortear a medida que se presentan durante su vida con Jesús. Mientras el discípulo está en camino cabe la triste posibilidad de que, como Judas, traicione su llamada o de que interrumpa sin más el seguimiento de Jesús (cfr. Jn 6, 66). San Pedro conoció por experiencia propia el drama de la debilidad y todos los discípulos llegaron por un tiempo a abandonar al Maestro cuando más necesidad tenía de ellos.
«Seguir a Jesús», «correr hacia la meta», «afianzar la vocación» son expresiones equivalentes usadas por el Nuevo Testamento para referirse a la vida de los que han recibido una llamada y lo saben. Estos hombres saben también que cuando Dios ha llamado una vez sigue llamando para hacer posible la fidelidad en todas las etapas del camino [42].
La vida terrena de Jesús está marcada por una impresionante solicitud hacia sus discípulos. El Señor está empeñado en la perseverancia de cada uno de ellos y lo demuestra continuamente. La mirada de Cristo alcanza y ve mucho más lejos que la de los hombres jóvenes que le acompañan, demasiado seguros a veces en sus propias fuerzas e inexpertos todavía en el gran combate entre el bien y el mal. Jesús quiere defender y de hecho defiende a los suyos para que no les afecte la misteriosa y gradual disminución o criba del número de llamados (cfr. Mt 22, 14), que ocurre silenciosa y sin detenerse hasta el final del tiempo.
La fidelidad de los discípulos es la primera preocupación del Maestro, junto al anuncio del Reino. «También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6, 67). Las palabras entre afectuosas y terminantes de Jesús, dirigidas a los Doce después de que «muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él» (id. Jn 6, 66), están cargadas de amor y celo por su perseverancia. Son en realidad una nueva y eficaz invitación para que todos continúen su camino con Él.
Jesús se ha empleado a fondo como Buen pastor para que ninguna de sus ovejas le sea arrebatada. «Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano» (Jn 10, 28). El Señor descubre a san Pedro, con palabras que éste no puede entender del todo, algo del misterio sobrecogedor de su destino personal y de las potencias sobrehumanas que lo amenazan o lo protegen. «¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca» (Lc 22, 31).
Llegada la hora triste de la pasión, Jesús sigue pendiente de Pedro, que acaba de negarle tres veces y podría volver definitivamente la espalda a su vocación. «El Señor se volvió y miró a Pedro» (Lc 22, 61). Una mirada compasiva y consoladora del Maestro ha estimulado a Pedro y remediado en un instante la difícil situación espiritual y humana del Apóstol.
Jesús llama «amigo» a Judas en el momento culminante de la traición (Mt 26, 50). Es como si quisiera hacerle reaccionar, aunque sabe que su propia suerte personal está echada y las consecuencias de la traición son ya irreversibles.
El Resucitado confirma finalmente con sus apariciones la fe vacilante de los discípulos (cfr. Jn 20, 19s.; 1Co 15, 5-8), se ocupa especialmente de fortalecer a Tomás (cfr. Jn 20, 24-29.) y envía sobre todos la «Promesa» del Padre (Lc 24, 49), es decir, el Espíritu como don absoluto que, en continuidad con la llamada primera, les capacitará para llevar a cabo su misión.
12. La vocación como gracia
En las manifestaciones de Jesús sobre la vocación de sus discípulos se nota un cierto contraste. De un lado les invita al seguimiento, les acostumbra a perseguir metas elevadas y les anima en las inevitables dificultades. De otro lado, se esfuerza en que comprendan que las raíces de su vocación se hunden en la profundidad de un misterio divino, que tienen una idea solamente aproximada de sus pocos merecimientos y que su debilidad última para alcanzar la meta que les ha propuesto haría fracasar la empresa si no fuera por la ayuda inmensa que han recibido y reciben de Dios [43].
«Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo conquistan» (Mt 11,12). El Reino es un objetivo previsto para los fuertes y para los que han aprendido en humildad a hacerse violencia a sí mismos. Las palabras de Jesús contienen un tono de estímulo que permite interpretarlas como un reto a la libertad y noble ambición espiritual humanas. Los discípulos han de escoger entre la vida y la muerte (cfr. Dt 30, 19) y entrar» por la puerta angosta» (Mt 7, 13) si desean seguir a Jesús.
Pero el Señor les recuerda también que la gracia de acompañarle hasta el Reino está totalmente fuera de su alcance por la misma naturaleza de las cosas.
«No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber, o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?» (Mc 10, 38). Los jóvenes apóstoles desconocen aún el costo de seguir a Jesús, y no perciben que cáliz es aquí sinónimo de sufrimiento [44], como en Mc 14, 36. No saben el riesgo que corren si el Señor tomase sus generosas palabras al pie de la letra y les hiciera recorrer el camino tal como ellos se lo imaginan en su optimismo sin experiencia. No conocen la peligrosa naturaleza de sus deseos si Jesús no los llegara a purificar e hiciera posibles. De hecho no han comprendido del todo al Señor y sólo el tiempo y la paciente ayuda del Maestro lograrán que lo consigan.
Mientras tanto se abatirán con frecuencia por su falta de poder sobre los demonios (cfr. Mc 9, 28s.), por el retraso de la parusía (cfr. id. Mc 13, 33s.), por las persecuciones (cfr. id. Mc 14, 17) y sobre todo por el aparente fracaso humano de Jesús (cfr. id. Mc 14, 50), que parece sucumbir ante las insidias de sus enemigos.
A pesar de todo, Jesús acepta el «podemos» de Santiago y de Juan (cfr. Mc 10, 39-40), que les llevará como discípulos a la meta deseada, aunque por una vía muy distinta de la que podían suponer sus ingenuas previsiones. A la vista del pasaje evangélico hay que decir, sin embargo, que «no es presunción afirmar possumus!. Jesucristo nos enseña este camino divino y nos pide que lo emprendamos, porque Él lo ha hecho humano y asequible a nuestra flaqueza» [45].
Es evidente que las palabras de Jesús y las discusiones que provocan no se orientan ni se mueven dentro del terreno ordinario donde podía ser usual y estar autorizado el debate religioso en el seno del Judaísmo. Jesús lleva a cabo en realidad una cierta impugnación de ideas y planteamientos religiosos, y en ocasiones no elude la confrontación abierta.
Era inevitable que así ocurriera si tenemos en cuenta que el Señor se manifiesta con suma libertad respecto a la Ley mosaica y a las costumbres de sus contemporáneos judíos. Jesús no se presenta únicamente como un intérprete de la Ley, sino que viene a disponer de ella, porque de otro modo no podría llevarla a su verdadero y pleno cumplimiento (cfr. Mt 5, 17).
No sólo permanece ajeno al espíritu y métodos de erudición rabínicos y adopta la costumbre excepcional de predicar al aire libre, sino que su mensaje se caracteriza, como hemos visto, por un rigor que sorprende incluso a los más incondicionales.
Esta severidad de las condiciones y exigencias del Señor con los que ha llamado para su seguimiento solamente se explica desde la misión al servicio del Reino que esos hombres reciben. Aunque lo realicen en otro plano, los discípulos deben ofrecerse y entregarse a su tarea con la misma intensidad que Jesús. Deben anunciar también el Reino próximo de Dios y el acontecimiento salvador que contiene.
Los discípulos adquieren de este modo, sin haberlo pedido y ni siquiera imaginado, una participación directa en la misma obra de Jesús y se convierten no solo en sus mensajeros sino en íntimos colaboradores a los que el Señor llama amigos, porque les ha dado a conocer todo lo que ha oído a su Padre (cfr. Jn 15, 15).
Existe entonces una estrecha relación entre la llamada al seguimiento, el apoderamiento para predicar el Reino, y el envío. La elección de los discípulos por Jesús se orienta al servicio, lo cual no excluye, sin embargo, que se trate de un singular privilegio.
13. Elegidos en el hijo
Los discípulos de Jesús, y todos los que después de ellos son llamados a seguirle en el curso de la historia, reciben de Dios la elección y la vocación no solo a través del Hijo sino en el Hijo. Es decir, llegamos a ser hijos de Dios en el Hijo único, que es «primogénito entre muchos hermanos».
Es ésta una verdad de enorme alcance que declara solemnemente san Pablo al comienzo de la Carta a los cristianos de Éfeso: «Dios nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor, escogiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (Ef 1, 4-5).
El hombre y la mujer, en cuanto personas elegidas y, llamadas y salvadas por Dios, se encuentran básicamente referidos a Jesús a partir de su mismo ser de criaturas. Porque Jesús es el primer llamado por el Padre, es el primogénito de la Creación (Hb 1, 6) y el primogénito de la Redención (Rm 8, 29; Ap 1, 5). Es Dios quien habla en la Sagrada Escritura cuando leemos: «De Egipto llamé a mi hijo» (Os 11, 1; cfr. Mt 2, 15). En el anuncio a María dice el arcángel: «Lo que nacerá de ti será llamado Santo, Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Jesucristo es en realidad el único que merece el nombre de Elegido. «La elección de Jesús antecede y preside a toda otra elección» [46]. Él tiene también una vocación, la vocación por excelencia, en cuya naturaleza está el ser extendida a todos los elegidos por Dios desde la eternidad. «Desde toda la eternidad Dios ha pronunciado su Verbo, en el que estaba dicho que los santos tendrían en Él la vida eterna» [47].
San Pablo formula el misterio de la elección de los hombres en Jesucristo como parte esencial de la historia la salvación, que describe con las siguientes palabras: «Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que de antemano conoció también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera Él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a esos también los llamó; y a los que llamó, a esos también los justificó; a los que justificó, a esos también los glorificó» (Rm 8, 28-30).
Según la Sagrada Escritura, Dios es nuestro Padre no en base a la común naturaleza humana, sino precisamente en base a la elección (cfr. Os 11, 1; Jr 31, 20), que tiene lugar en y a través de Jesucristo.
Jesucristo, Elegido de Dios, es un tema central del Nuevo Testamento. «Se dejó oír una voz de la nube, que decía: Este es mi Hijo, el elegido; escuchadle» (Lc 9, 35). Es ésta misma la revelación que ha recibido Juan el Bautista y que no cesa de anunciar: «Yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Elegido de Dios» (Jn 1, 34).
Se trata de una noticia gozosa que supone, sin embargo, un juicio para los que habiendo percibido de algún modo la personalidad singular de Jesús, no se deciden a aceptarle. Son los mismos que dirán injuriosamente delante del crucificado: «a otros salvó; sálvese a sí mismo, si es el Cristo, el elegido de Dios» (Lc 23, 35).
La elección y vocación de Jesús no sólo hacen posibles las nuestras sino que nos capacitan en la práctica para seguirle como Maestro incomparable, que es arquetipo, no ideal sino concreto y tangible, de nuestras acciones y de nuestros sentimientos como cristianos.
La elección del Señor hace para él una feliz tarea en su vida terrena el ir por delante de los discípulos hacia su fin. Les ha precedido en la elección eterna y les precede también en los episodios, decisiones y esfuerzos temporales donde se manifiesta esa elección para el servicio de Dios y de los hombres.
«Algunos harán la guerra al Cordero, pero el Cordero, como es Señor de Señores, y Rey de Reyes, los vencerá en unión con los suyos, los llamados, los elegidos y los fieles» (Ap 17, 14).
Jesús quiere ejercitarse desde el mismo comienzo de su vida pública en resistir y vencer las tentaciones que pretenden apartarle de su misión. Tiene prisa por ir al desierto, morada de los demonios para los antiguos judíos [48], para medirse con Satanás en una batalla que será decisiva para su camino terreno y para el destino de los que van a seguirle [49].
«El Espíritu le impulsa al desierto» (Mc 1, 12) para que venza la tentación del maligno precisamente en el lugar donde había sucumbido antes el pueblo elegido. El desierto deja ya de ser un marco de oprobio y de vergüenza y se convierte de este modo en un lugar de elección y de victoria de Dios. La escena de las tentaciones de Jesús, tal como es recogida por san Mateo (Mt 4, 1-11) y san Lucas (Lc 4, 1-13) tiene probablemente a la vista las pruebas sufridas por los Israelitas durante su larga marcha hacia la tierra prometida a través de la península del Sinaí (cfr. Dt 6, 13s.; Dt 8, 3; 34; Ex 17, 1s.).
La imaginación de los cristianos experimenta cierto vértigo ante el hecho misterioso de que Jesús fuese «probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Hb 4, 15). Jesús conoció la tentación, y podernos afirmar que la conoció con mucha más hondura e intensidad que cualquier otro hombre. Porque los hombres cedemos ante ella con frecuencia y dejamos por tanto de experimentarla en toda su fuerza desatada y acumulada. La tentación no necesita muchas veces desplegar y hacer sentir toda su energía sobre nosotros, porque antes de que lo haya hecho hemos claudicado ya ante ella.
Pero no ocurrió así con Jesús. El Señor le plantó cara a la tentación, la probó en toda su intensidad una y otra vez y la venció siempre. Por eso quiere y puede «compadecerse de nuestras flaquezas». Jesús no sólo fue tentado igual que nosotros sino que fue tentado por nosotros, es decir, en favor nuestro y para nuestro beneficio definitivo.
La energía espiritual incomparable que fluye de la vida de Jesús capacita al discípulo para seguir sus huellas (cfr. 1P 2, 21) y llegar hasta donde las solas fuerzas humanas no alcanzan.
El cristiano comparte en vida, de modo místico pero real, el destino de su Señor. Muere al pecado, en imitación de la muerte de Jesús, y resucita con Él en el Bautismo a una vida nueva.
Todo prefigura y anticipa la realidad futura en la que Jesús, que ha resucitado «de entre los muertos como primicias de los que durmieron» (1Co 15, 20) hará posible nuestra propia resurrección. «Si nos hemos hecho una misma cosa con Él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante» (Rm 6, 5).
¡Elegidos en el Elegido, nuestro destino temporal y eterno se cumple en el mismo destino de Cristo, Unigénito y Primogénito de Dios Padre. La Iglesia expresa en su Liturgia sentimientos que equivalen a una verdadera confesión de fe en la suerte final de sus hijos. Lo indica muy bien una oración entre muchas incluida en la Liturgia de las Horas: «Te damos gracias, Señor, porque nos has elegido como primicias para la salvación, y nos has llamado a participar en la gloria de Nuestro Señor Jesucristo (Preces de Vísperas, Feria IV, Semana III).
José Morales en unav.edu/
Notas:
35. Cfr. C.S. MANN, Mark, «The Anchor bible», vol. 27, New York 1988, 229; B.M. Van IERSEL, La vocation de Levi (Mc 2, 13-17 pas). Tradition et rèdaction, De Jesús aux Évangiles, II, 1967, 212-232.
36. Cfr. T. AERTS, Suivre Jésus, EThLov 42, (1966), 476-512; J.G. GRIFFITHS, The Disciple´s Cross, NTS 16, (1970), 358-64; E. BEST, Discipleship in Mark: Mark 8, 22-10, 52, «Scottish Journal of Theology» 23, (1970), 323-337.
37. Cfr. M. HENGEL, Seguimiento y Carisma, Santander 1981, 104.
38. Cfr. D. RHOADS, Mission in the Gospel of Mark, «Curr. Theol. Miss.» 22, (1995), 340-355.
39. Cfr. M. HENGEL, Seguimiento y Carisma, o.c., 29.
40. H. SCHLIER, Lettera ai Galati, Brescia 1965, 180.
41. Cfr. R. BUSEMANN, Die Jüngergemeinde nach Markus 10, Bonn 1983.
42. Cfr. J. BUTTS, The Voyage of Discipleship, «Early Jewish and Christian Exegesis», New York, (1987), 199-219.
43. Cfr. J.P. BURCHILL, Discipleship is Perfection: Discipleship in Matthew, RR 39, (1980), 36-42.
44. C.S. MANN, Mark, «The Anchor Bible», vol. 27, 412; Cfr. S. LÉGASSE, Approche de l’Episode prévangelique des Fils de Zébédée (Mc 10, 35-40 pas), «New Testament Studies» 19, (1972-73), 161-176.
45. JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 15, Madrid 331997.
46. J.L. ILLANES, Mundo y Santidad, n. 102, Madrid 1984.
47. TOMÁS DE AQUINO, Comentario al Evangelio de San Juan, n. 1384; (ed. Marietti).
48. C.S. MANN, Mark, «The Anchor Bible», vol. 27, 203.
49. Cfr. B. GERHARDSSON, The Testing of God’s Son, London, 1966.
José Morales
5. La eficacia de la llamada
El lector del Evangelio se sentirá necesariamente admirado por la eficacia de la llamada de Jesús. El Señor llama a los discípulos y estos le siguen sin dilación ni aplazamiento alguno. Le siguen de inmediato. «Les dice: “venid conmigo y os haré pescadores de hombres”. Y ellos al instante, dejando las redes, le siguieron» (Mt 4, 1.9-20; cfr. Mt 4, 22) [19].
Las palabras mismas de Jesús que mueven al seguimiento son como una invitación imperativa que parece contar con una respuesta pronta y casi la dan por supuesta. Jesús espera la reacción afirmativa de los que llama, y la obtiene.
Escribe Tomas de Aquino que «la voz de Cristo poseía una fuerza por la que no solamente movía el corazón exteriormente sino también por dentro. La de Jesús se llamaba voz no sólo por su sonido sino porque inflamaba con su amor las entrañas de sus fieles» (In Ioann. 19 lect. 16, n. 1).
La palabra del Maestro no se asemeja a la de ningún otro. Los discípulos lo habían experimentado, como todos los demás oyentes de Jesús, desde el momento que le conocieron. «Entró en la sinagoga y comenzó a enseñar. Y quedaron asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas» (Mc 1, 22; cfr. Mt 7, 28). «La postura de Jesús es única y sin ejemplos ni precedentes dentro del Judaísmo» [20].
Jesús no se limita a apoyar sus palabras en la tradición, sino que habla por sí mismo. «Habéis oído que se dijo a nuestros antepasados... Pero yo os digo...» (Mt 5, 21) [21].
Está claro para los que van a seguir a Jesús que su Maestro no es un rabino corriente. Han entendido gradualmente que entre él y los rabinos y escribas no existe solamente una diferencia de grado, como la que puede haber entre un intérprete de la Ley y otro de mayor o menor personalidad y ciencia. Jesús enseña como quien posee un especial poder para hacerlo y un título único y excepcional para ser escuchado por cualquier persona a la que se dirija.
Su palabra guarda una relación inconfundible y directa con la palabra de Dios y no resulta posible —al menos no resulta fácil— sustraerse a su influjo. Los discípulos y la muchedumbre no barruntan que no tienen delante a un Rabí, aunque inicialmente se dirijan a él con ese término a falta de otro mejor (cfr. Jn 1, 39; Mt 26, 25).
El estilo de la enseñanza general que Jesús imparte a todos los oyentes con el atractivo y el poder de su singular autoridad forma el marco de la llamada personal que dirige a unos pocos.
El Maestro de la doctrina interesante y lúcida ofrecida a la multitud ha convertido ahora su palabra en un mensaje particular destinado solamente a una persona. La impresionante autoridad de Jesús se ha concentrado sobre una vida. Gravita entera sobre la existencia de un hombre a través del mandato-invitación que le dice: «Sígueme».
Se ha producido una nueva situación. Conocimiento y voluntad actúan juntos para identificar y acoger la llamada. La disposición y el deseo de querer oír facilitan la comprensión de la invitación de Jesús y ayudan a aceptarla en total disponibilidad.
Aunque la llamada de Jesús es suave y fuerte al mismo tiempo, no puede decirse que sea arrolladora hasta el extremo de eliminar o suspender la libertad del hombre llamado. La palabra de Jesús arrastra la voluntad de la persona no porque la ignore sino porque la gana.
Los llamamientos divinos del Nuevo Testamento solicitan la obediencia libre del sujeto interpelado por Dios. Los futuros Apóstoles obedecen la llamada del Señor. San Pablo explica apasionadamente al rey Agripa: «No fui desobediente a la visión celestial» (Hch 26, 19). El mismo libro de los Hechos nos dice que, al oír la predicación apostólica, muchos «obedecían la llamada de la fe» (Hch 6, 7).
Jesús quiere como don y regalo voluntarios del discípulo lo que sin duda podría haber tomado por la fuerza. Los hombres y mujeres llamados aceptan a Dios con la obediencia de la fe y gracias a la persuasión íntima que la gracia divina opera en sus corazones. La voz exterior y la voz interior han coincidido, se han hecho una sola palabra en el fondo del alma, y el discípulo se da cuenta de que debe seguir sin dilaciones la llamada de Jesús.
El hombre no se siente simplemente urgido en este caso por la atracción poderosa de un precepto abstracto que solicite su adhesión intelectual. La llamada evangélica no es un seco e inapelable mandato imperativo entendido como principio o ley que venga a gobernar la vida.
Al seguir la llamada, la persona no se limita a obedecer una norma estática de validez absoluta. Hace mucho más. El hombre y la mujer que aceptan el llamamiento de Jesús han percibido el valor de la vida de Cristo y se sienten invitados no sólo a la obediencia sino también y sobre todo al reconocimiento y a la participación.
«Maestro, ¿dónde vives? Les respondió: Venid y lo veréis. Fueron, vieron donde vivía y se quedaron con él» (Jn 1, 38-39). El mandato de seguir a Jesús no es sólo un requerimiento solemne y poderoso. Es también una exhortación y una invitación a entrar en la existencia de Cristo, que es la verdadera existencia humana, la única que merece en realidad tal nombre.
Una vez conocido el Señor de cerca, todos los valores que se concentran en su vida se hacen sencillamente evidentes e irrefutables para los futuros discípulos. Perciben éstos que la llamada que reciben contiene y lleva en sí misma su propio fundamento, que es un dato último más allá del cual no se puede ir. Porque un valor de estas características no se puede demostrar. Puede solamente encontrarse. Sin olvidar que el Señor ha dicho a través del profeta Isaías: «Me he dejado encontrar de quienes no preguntaban por mí; me he dejado hallar de quienes no me buscaban» (Is 65, 1).
La decisión de seguir a Jesús y permanecer con él es asunto de toda la persona. Tiene que ver con sus convicciones, sus deseos íntimos y sus sentimientos más vivos. No es un impulso irracional pero tampoco deriva únicamente de la razón. Es una decisión sensata, apasionada y prudente en grado sumo. La persona actúa en base a una convicción y seguridad que son diferentes y se encuentran más allá y por encima de los argumentos y razones que las han producido.
El discípulo advierte que su decisión de seguir a Jesús ha sido una decisión afortunada. Está seguro de haber acertado y de que su vida discurre por el camino justo. La libertad ha dejado opciones menores y ha sabido retener la importante, «lo único necesario» (cfr. Lc 10, 42) [22].
Y sin embargo hay que decir que aunque el seguimiento de la llamada de Jesús tiene carácter de decisión se puede describir mejor aún como abandono en las manos de Dios. Decisión y abandono indican que la actitud del discípulo que marcha tras el Maestro es a la vez activa y pasiva.
El discípulo barrunta que no tiene en realidad que elegir porque más bien ha sido elegido. Ha sido en efecto Jesús quien ha dicho: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado a que vayáis y deis fruto, y sea un fruto que permanezca» (Jn 15, 16).
La doctrina de la elección divina es fundamental tanto en el Antiguo como en el nuevo Testamento. «La elección de Israel se renueva en la elección de la Iglesia, en la de los hombres llamados por Jesús» [23]. Lo vemos en los llamamientos de San Pedro, San Mateo y San Pablo, que nos sirven admirablemente como muestra de lo que sucede en todos los demás.
San Pedro sigue a Cristo para ser «pescador de hombres» (Mt 4, 19) pero en realidad no sabe con exactitud lo que le ocurre. Experimenta ya de algún modo en su juventud lo mismo que Jesús le predecirá, para el final de su vida: «cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras» (Jn 21, 18).
Cuando deja su mesa de recaudador tampoco Leví logra entender del todo el sentido último de lo que le acontece. Y Saulo, tan seguro poco antes de sí mismo y de su ciencia religiosa, tiene que preguntar tembloroso: «¿Quién eres, Señor? ¿Qué quieres que haga? (Hch 9, 5; Hch 22, 10). Pablo es el prototipo del pecador salvado casi a pesar de él mismo por expreso deseo de Dios [24].
Todos han vivido el abandono de la obediencia, entendida en su significado más radical, y de la fe que la mueve.
La llamada de Dios revela y al mismo tiempo oculta su destino al hombre. Se le dice únicamente lo necesario para comenzar a andar detrás de Jesús. «Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba» (Hb 11, 8). Son palabras de un autor cristiano inspirado, que señalan la fe y la confianza de Abraham como precedente bíblico capital de las disposiciones más necesarias para el seguimiento de Cristo.
La prontitud en seguir la llamada de Jesús, resaltada muy deliberadamente por los autores sagrados en las escenas de vocación del Nuevo Testamento, indica que se trata de una iniciativa que la persona debe secundar sin dilación.
Indica asimismo que Dios elige gratuitamente, es decir, sin condiciones y que espera también un seguimiento sin condiciones por parte del hombre y la mujer elegidos.
Expresa finalmente la conversión que se ha operado en el llamado, sin lo cual no le habría sido posible escuchar el llamamiento de Jesús.
La voz del Señor ha hecho que la persona termine un silencioso proceso de transformación espiritual. El hombre ha «entrado en sí mismo» (Lc 15, 17) finalmente y ha podido así dejar entrar al Señor, después de oír sus palabras. «Sé ferviente y arrepiéntete. Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con y él conmigo» (Ap 3, 19b-20). Ha sido invitado a la gran Cena y ha aceptado la invitación (cfr. Lc 14, 16s.). Se ha producido un giro interior y le ha sido posible cruzar una frontera del espíritu. Ha repudiado un pasado pecador y nacido a una vida nueva [25].
6. El núcleo de los discípulos: los doce
Los grupos. de personas que son llamadas al Evangelio y lo acogen en sus vidas se congregan en torno a Jesús como en círculos concéntricos.
El núcleo de discípulos está formado por los Doce. Estos hombres son el centro de la comunidad que acepta el mensaje de Jesús y que al hacerlo suyo pertenece ya desde ese momento al Reino de Dios [26].
«La expresión los doce procede sin duda de la época primera después de la Resurrección, como designación corriente de los discípulos, elegidos por el mismo Jesús real e histórico» [27].
Jesús distingue claramente entre los Doce y el resto de los discípulos. «Por aquellos días —escribe san Lucas— se fue al monte a orar y pasó la noche en la oración de Dios. Cuando se hizo de día llamó a sus discípulos y eligió doce de entre ellos, a los que denominó también apóstoles» (Lc 6, 12-13).
No se puede, sin embargo, restringir a los doce el número de discípulos llamados por Jesús para servir al anuncio del Reino. Los Doce han sido entresacados de un grupo más numeroso de discípulos. Y más tarde se nos dice en efecto que «designó el Señor a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos delante de él, a todas las ciudades y lugares por donde había de pasar» (Lc 10, 1).
Diferentes de este segundo grupo son a su vez los demás múltiples seguidores del Maestro de Nazaret.
Los Doce son en cualquier caso la porción decisiva de entre los discípulos. «Aparecen ya en la antigua confesión de fe de 1Co 15, 5» [28]. Los componentes del grupo se mencionan nominalmente cuatro veces en el Nuevo Testamento: aparecen en los tres Evangelios sinópticos (cfr. Mc 3, 16-19; Mt 10, 2-4; Lc 6, 14-16) y (Hch 1, 13) cuando san Lucas habla de la reconstitución numérica del grupo con la elección de Matías como sustituto de Judas Iscariote.
La expresión los Doce deriva del tiempo inmediato a la Resurrección del Señor y es la designación usual de los primeros apóstoles, elegidos por el mismo Jesús histórico. Esta expresión constituye una prueba fehaciente y sencilla de la historicidad de la elección de los doce discípulos por Jesús.
Lo señala también poderosamente la inclusión sorprendente de Judas en su número (Mc 14, 10.20.43: «uno de los Doce»), que sería difícilmente explicable si el hecho de la elección del grupo hubiera sido una construcción y un añadido tardíos.
«Instituyó a los Doce —escribe san Marcos— y paso a Simón el nombre de Pedro; a Santiago el de Zebedeo y a Juan, hermano de Santiago, a quienes puso por nombre Boanerges, es decir, hijos del trueno; a Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el Cananeo, y Judas Iscariote, el mismo que le entregó» (Mc 3, 13-19).
La lista de Apóstoles recogida por Marcos, que es la más antigua del Nuevo Testamento, no solamente transmite los nombres de los Doce sino que señala también los cambios de apelación efectuados por Jesús. Los Doce son presentados de este modo como creación espiritual del Señor con vistas a la predicación e instauración del Reino que viene con Él y que se anticipará en la Iglesia.
San Mateo consigna de manera algo diferente la misma relación de Apóstoles. «Los nombres de los doce Apóstoles —dice— son: primero Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago, el de Zebedeo y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo el publicano; Santiago el de Alfeo y Tadeo (Judas de Santiago: Lc y Hch 1, 13); Simón el Cananeo y Judas el Iscariote» (Mt 10, 2-4).
La particularidad de esta lista (cfr. Hch 1, 13) estriba en que los nombres de los Doce se disponen en pares. La mención y distribución de apóstoles y discípulos en pares desempeña un papel importante en el Nuevo Testamento. «Llamó a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos dándoles poder sobre los espíritus inmundos» (Mc 6, 7). San Lucas relata que «designó el Señor a otros setenta y dos y los envió de dos en dos delante de sí, a todas las ciudades y sitios por donde él había de pasar» [29].
En otras ocasiones Jesús envía también a dos discípulos para llevar a cabo determinados cometidos o encargos (cfr. Mc 11, 1; Mc 14, 13). Es una costumbre que sobrepasa el marco del discipulado evangélico. La encontramos ya en Juan el Bautista (cfr. Lc 7, 8) y más tarde en los episodios relacionados con la conversión del romano Cornelio (cfr. Hch 10, 7). También los cristianos de Joppe envían a dos discípulos a Lida para llamar a Pedro con motivo de la muerte de Tabita (cfr. id. Hch 9, 38).
La disposición en pares de los nombres de los Doce alude especialmente a su vocación de enviados y a su misión inmediata de anunciadores del Reino llegado con Jesús. Los dos enviados de cada grupo se refuerzan mutuamente en su testimonio. Porque en realidad únicamente Cristo puede actuar y de hecho actúa solo como enviado singular del Padre. Solamente Cristo es sencillamente el Apóstol (Hb 3, 1) que puede usar este título con toda la plenitud de su sentido. Los discípulos lo adquieren de Jesús y lo llevan por derivación.
Los Doce son el círculo de discípulos más próximo a Jesús. Son los íntimos del Maestro, los hombres a quienes éste ha llamado y considera «amigos» (cfr. Jn 15, 15). «Instituyó a Doce para que estuvieran con Él». Es un hecho notorio y todos saben en efecto que estos hombres «habían estado con Jesús» (Hch 4, 13).
A ellos corresponderá la responsabilidad de ser testigos cualificados de la Resurrección de Cristo (cfr. Hch 1, 22) [30] y «de realizar este testimonio mediante el «ministerio de la Palabra» (Hch 6, 4). La elección de que han sido objeto y el papel determinante que van a desempeñar en la Iglesia naciente se traducirá en una posición especial dentro del reino futuro, una vez llegada la renovación mesiánica. «Jesús les dijo: Yo os aseguro que vosotros que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentareis también vosotros en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Mt 19, 28).
7. La llamada para el servicio del reino
El resto de los discípulos llamados por Jesús durante su ministerio público forman un grupo relativamente amplio de hombres y mujeres estrechamente vinculados a la vida del Maestro. No solamente son allegados y «conocidos» del Señor (cfr. Lc 22, 49). El mismo Jesús no vacila en considerarlos y llamarlos públicamente sus verdaderos familiares.
«¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y mirando en torno a los que estaban sentados en círculo a su alrededor dice: “estos son mi madre y mis hermanos”» (Mc 3, 33-34) [31]. «La familia escatológica debe sustituir a la familia terrena» [32].
Estos discípulos reciben una predicación y una instrucción especiales y más intensas por parte de Jesús, y sólo a ellos desvela el Maestro el significado escondido de sus parábolas (cfr. Mt 13, 36; Mt 18, 1s.). Tendrán junto con los Doce la gozosa obligación de anunciar el evangelio del Reino y el privilegio de ver a Cristo Resucitado (cfr. 1Co 15, 6). Constituida la comunidad cristiana de Jerusalén, serán considerados, en palabras de San Pedro, como «los hombres que anduvieron con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús convivió con nosotros, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que nos fue llevado» (Hch 1, 21-22).
Cuando Pedro habla a Cornelio de la Resurrección de Jesús y afirma que su aparición fue «no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos, y nos mandó que predicásemos al pueblo» (Hch 10, 40-42) no se refiere solamente a los Doce sino a todos los discípulos que conocieron como ellos al Maestro.
El llamamiento de Jesús parece revestir a veces la forma de una invitación general a su seguimiento. Un ejemplo de esta clase de exhortación se encuentra en el Evangelio de san Mateo: «Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados» (Mt 11, 28).
Semejante sentencia del Señor no es indicativa de su modo normal de proceder en la cuestión del discipulado, porque, a diferencia de otros líderes de su tiempo con mensajes de renovación o de carácter escatológico, Jesús no llamó nunca al pueblo como conjunto a seguirle. Pero aunque Jesús sólo llamaba a individuos, no fundó, como el Maestro de Justicia de los Esenios, una comunidad del resto santo, aislada hacia afuera. Jesús siguió abierto a todo Israel.
La frase de Jesús citada por san Mateo nos aproxima en su verdadero sentido a la noción de pobre que tiene el Señor. Expresiones como
«todo el mundo se va detrás de él» (Jn 12, 19) aluden simplemente a la gran popularidad del Maestro de Nazaret.
Hay que afirmar que, sin lugar a dudas, Jesús llamó siempre a personas concretas una a una, y que nunca llamó a muchedumbre o grupos en cuanto tales. Lo indican claramente las llamadas “sentencias de seguimiento” de los Evangelios sinópticos. Dice Jesús «El que ama a su padre o a su madre más que a mi no es digno de mí. El que ama a su hijo o a su hija más que a mi no es digno de mi. El que no tome su cruz y me siga no es digno de mi. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 10, 37-39; cfr. Lc 14, 25s.)
En otro lugar leemos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame;... ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?» (Mc 8, 34.26). Jesús llama a gente determinada. Se dirige sólo a individuos.
Este llamamiento hecho exclusivamente a individuos no significa, sin embargo, que Jesús haya querido formar un grupo separado del conjunto del pueblo y cerrado al resto de la comunidad judía. Jesús y sus discípulos permanecen en todo momento abiertos al entero Israel.
Los discípulos de Jesús no tienen que romper los vínculos con su familia, como hacían, por ejemplo, los esenios de Qumran, ni constituyen un círculo esotérico de hombres ritualmente puros e iniciados en misterios arcanos.
La personalización del llamamiento se armoniza perfectamente en Jesús con una extraordinaria universalidad, de modo que el Evangelio viene a colmar la separación abismal existente en el judaísmo entre los eruditos y los ignorantes, entre los sabios y la masa despreciada (cfr. Jn 9, 24s.).
Es el mismo Jesús quien lo expresa no sólo con su comportamiento sino también con sus palabras cuando exclama: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes, y se las has revelado a los pequeños» (Lc 10, 21; cfr. Mt 11, 25). «Los últimos serán primeros y los primeros, últimos», dice en otra ocasión. (Mt 20, 16) y desconcierta especialmente a los oyentes confiados y seguros en su propia justicia cuando les advierte: «Los publicanos y las rameras se os adelantan en el Reino de los cielos» (Mt 21, 31). «No he venido a llamar a justos sino a pecadores» (Mt 9, 13; cfr. Lc 5, 32).
A diferencia de la denominada conversión filosófica del paganismo, donde el impulso o carisma se consideran cualidades divinas que habitan naturalmente dentro del hombre, todos los hombres y mujeres llamados por Jesús están convencidos de que es Dios y únicamente Dios quien regala la gracia, opera la conversión y concede las energías para entregarse a la causa de Jesús y del Reino [33].
8. Llamada de Jesús y elección divina
La llamada de Jesús logra transmitir a todos los interpelados por Él la conciencia de una elección divina cierta. La aceptación de la llamada engendra, por tanto, sentimientos de gozo. Para quienes la declinan es, sin embargo, ocasión motivo de tristeza. «El que oye la Palabra. y al punto la recibe» lo hace «con alegría», escribe san Mateo (Mt 13, 20), que ha hecho personalmente la experiencia. San Lucas nos dice de Zaqueo el publicano que, llamado por el Señor, «se apresuró a bajar y le recibió con alegría» (Lc 19, 6). Pero el joven rico, invitado directamente por Jesús a una vida más perfecta, «se marchó triste porque tenía muchos bienes» (Mt 19, 22), que no estaba dispuesto a dejar.
La gran satisfacción íntima y más duradera de los discípulos es la seguridad moral de haber sido elegidos por Dios. «No os alegréis de que los espíritus malignos se os someten; alegraos de que vuestros nombres están escritos en los cielos» (Lc 10, 20).
San Pablo ha esbozado en sus escritos una vigorosa teología de la elección en la que se entrecruzan misteriosamente los designios eternos de Dios y la libertad humana situada y operante en el tiempo.
La elección divina es en cualquier caso para el Apóstol el punto de partida y el dato básico que debe ser tenido en cuenta a la hora de plantear adecuadamente el tema del destino del hombre. «Nos ha elegido en Él —escribe Pablo a los Efesios— antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor, eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su Voluntad» (Ef 1, 4-5).
Para san Pablo, la vocación o llamada divina es siempre eficaz e inmutable. «Los dones y la vocación de Dios son irrevocables», dice a los Romanos (Rm 11, 29). San Pedro recoge la misma idea cuando en el día de Pentecostés dirige a los judíos las siguientes palabras: «La promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro» (Hch 2, 39).
Los elegidos se hallan seguros en Dios aunque la elección es también fuente de compromisos y de riesgos [34]. Los elegidos son hombres y mujeres de quienes habla Jesús cuando afirma: «Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano» (Jn 10, 28).
No es posible que sucumban (Jn 24, 12) y Dios se demuestra dispuesto a abreviar incluso en su favor los días difíciles en la historia del mundo (cfr. Mc 13, 20) para evitar que puedan perecer por fracasar en su vocación. El curso de la historia está sometido a los designios providentes de Dios y se ordena en último término a asegurar la incolumidad de los elegidos.
Pero la ejecución de los planes divinos para cada persona se realiza temporalmente y pasa necesariamente por la libertad humana. Los elegidos y llamados no dejan en ningún momento de ser criaturas libres que deben no resistir, que deben aceptar activamente el llamamiento de Jesús, que podrían en definitiva no colaborar, y que no tienen desde luego una certeza física o absoluta de su perseverancia.
Observa el Señor que María, la hermana de Lázaro y Marta, «ha elegido la mejor parte, que no le será arrebatada» (Lc 10, 42). Es una afirmación que contiene varias dimensiones y planos de realidad, porque contempla el caso de María desde Dios y desde ella misma. La suerte y el destino que nunca le serán arrebatados se encuentran en las manos del Señor y tienen garantizados una permanencia y una dirección salvadora. Al mismo tiempo se nos dice que la joven mujer ha elegido, es decir, ha decidido con libertad el curso de su vida junto a Jesús. «Creyeron cuantos estaban destinados a la vida eterna» (Hch 13, 48).
La predicación de Pablo y Bernabé en Antioquía de Pisidia consigue sus frutos y muchos gentiles aceptan la Palabra de Dios. La frase que resume el efecto benéfico y final de la acción de los dos predicadores cristianos viene a decirnos que aquellos gentiles de buena voluntad creyeron porque estaban destinados por Dios a la vida eterna; pero podemos también entenderla legítimamente con el sentido de que estaban destinados a la vida eterna porque creyeron el mensaje de los Apóstoles. Es el mismo hecho misterioso escrutado desde dos observatorios distintos. Es la vocación contemplada desde Dios o desde la persona humana libre.
Es muy probablemente en este contexto donde han de interpretarse las oscuras palabras «muchos son llamados, mas pocos escogidos» (Mt 22, 14), que permiten atisbar algo del enigma sobrecogedor que forman en bloque la elección divina, la respuesta humana y el destino definitivo de la persona.
Sólo Dios conoce lo que se contiene en el libro de la vida (cfr. Flp 4, 3; Ap 20, 12). Corresponde al hombre en buena ley no inquirir ni preguntarse más de lo debido y prudente por misterios que escapan a su capacidad y a su mirada, y esforzarse en cambio «con temor y temblor» (Flp 2, 12) por alcanzar su salvación última. Porque «no se trata de querer o de correr», sino sobre todo se trata «de que Dios tenga misericordia» (Rm 9, 16).
San Pedro invita a los cristianos a acercarse a Cristo «piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida y preciosa ante Dios», y les dice a continuación: «también vosotros, como piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual» (1P 2, 4-5).
El texto habla de la participación de los cristianos en el destino de Cristo, elegido de Dios por excelencia (vide infra) y piedra angular del templo definitivo de Dios. Habla también de los cristianos como piedras contadas y dispuestas de antemano para la construcción de ese mismo edificio espiritual, pero piedras vivas y por lo tanto libres. Se está afirmando de algún modo la conjunción de elección divina y libertad humana.
José Morales en unav.edu/
Notas:
19. W. CARTER, Mat. 4, 18-22 and Matthean Discipleship, «Catholic Bibl. Quarterly», 59, (1997), 58-75.
20. 20 J. JEREMIAS, Teología del Nuevo Testamento, vol. I, Salamanca 1974, 247; J.S. UK-PONG, Jesus and the exercise of Authority, «African Christian Studies» 12, (1966), 1-16.
21. Cfr. id. El paralelismo antitético, 27s.
22. Cfr. M. BOVER, «Porro unum est necessarium», XIV Semana bíblica española, Madrid 1954, 383-390; J. SCHMID, El Evangelio según San Lucas, Barcelona 1968, 283.
23. Cfr. H.H. ROWLEY, The Biblical doctrine of election, London 1950, 15.
24. Escribe San Agustín: «Las elegidas son las voluntades de los hombres. Mas la voluntad no puede ser movida de ningún modo si no se le brinda algo que la gane y atraiga el ánimo, lo cual no está en el poder del hombre. ¿Qué pretendía Saulo sino apoderarse, arrastrar, maniatar y matar cristianos? ¡Qué rabia y furia y ceguera se acumulaban en su voluntad! Y sin embargo, derribado con una sola palabra que oyó del cielo, sobrevínole también una visión para que, amansada su ferocidad, su mente y su corazón se doblegasen y sometiesen a la fe; y en un instante, de admirable perseguidor del Evangelio se hizo más admirable aún predicador del cristianismo» A. Simpliciano I, II 22.
25. Cfr. P.J. ACHTEMEIER, «And he followed him»: Miracles and Discipleship in Mark 10, 46-52, «Semeia» 11, (1978), 115-145.
26. Cfr. J.P. MEIER, The Circle of the Twelve, «Journal Bibl. Literature», 116, (1997), 635-672.
27. J. SCHMID, El Evangelio según San Marcos, Barcelona 1967, 114; Cfr. R. PESCH, Das Markus Evangelium 1, Freiburg 1976, 203-204.
28. J. JEREMIAS, Teología del Nuevo Testamento, vol. I, Salamanca 1974, 272.
29. Cfr. S. JELLICOE, St. Luke and the Seventy-Two, «New Test. Studies» 6, (1959-6), 319-321.
30. Cfr. J. MUNCK, Paul, The Apostles and the Twelve, «Studia Theologica» (Lund), 3, (1949), 96-110; J. CAMBIER, Le critère paulinien de l’apostolat en 2 Cor 12, 6 s. «Bíblica» 43, (1962), 481-518.
31. Cfr. V. BENASSI, «Chi è mia madre, chi sono i mei fratelli?», «Marianum» 18, (1956), 347-354; J. LAMBRECHT, The relatives of Jesus in Mark, «Novum Testamentum» 16, (1974), 241-258.
32. Cfr. J. JEREMIAS, Teología del Nuevo Testamento, Vol. I, Salamanca 1974, 201.
33. Cfr. M. HENGEL, Seguimiento y Carisma, Santander 1981, 54; F. TAEGER, Charisma, Stuttgart 1957, 60.
34. Cfr. H.H. ROWLEY, The Biblical doctrine of election, London 1950, 95s.
José Morales
1. Los primeros discípulos de Jesús
La llamada de los discípulos ocurre, según el Evangelio, en el mismo inicio del ministerio público de Jesús de Nazareth. Apenas ha comenzado su predicación del reino de Dios cuando Jesús se dispone a llamar y llama a los primeros seguidores.
San Marcos, el más antiguo de los evangelistas, describe con lacónica sencillez, después de un breve prólogo (Mc 1, 14-15), la vocación de los cuatro primeros discípulos.
«Bordeando el mar de Galilea vio a Simón y Andrés, hermano de Simón, que extendían las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: “Venid conmigo, y haré de vosotros pescadores de hombres”. La expresión “pescadores de hombres” no es un juego de palabras, se refiere principalmente a la tarea de salvar a los hombres apresados por la tempestad del mundo [1]. Al instante, dejando las redes, le siguieron.
«Poco adelante, vio a Santiago, el hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca arreglando las redes; y los llamó. Y ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, se fueron tras él» (Mt 1, 16-20; cfr. Mt 4, 18-22).
Con estilo y tono semejantes narra San Marcos en el capítulo siguiente la vocación de Mateo. «Al pasar vio a Leví, el de Alfeo, sentado en la mesa de los impuestos, y le dice: «Sígueme. Él se levantó y le siguió: (Mc 2, 14; cfr. Mt 9, 9 y Lc 5, 27-28). Las tres historias de vocación son semejantes y participan del mismo género literario [2].
Las escenas evangélicas de vocación recuerdan los relatos del Antiguo Testamento que nos describen el llamamiento de los profetas de Israel. «Los pasajes de seguimiento en Marcos están fuertemente influenciados por la vocación de Eliseo, realizada por mediación de Elías, en 1R 19, 19-21» [3]. Las coincidencias literarias sirven admirablemente para indicar la semejanza de las situaciones espirituales. Profetas y discípulos son destinatarios de una llamada rápida —«al pasar»—, poderosa e inesperada que va a cambiar el rumbo y el sentido de sus vidas.
Los sencillos elementos del relato evangélico consiguen formar sin aparato alguno una escena de gran intensidad. Se ordenan todos en último término a destacar el extraordinario poder de la llamada de Jesús, que es lo determinante en cada una de las situaciones descritas.
Puede sorprender tal vez la facilidad y soltura con que se produce un hecho tan importante para la existencia de los futuros discípulos y Apóstoles. Se diría que por unos momentos se ha suspendido la vigencia de las formas y convencionalismos que suelen proteger en el trato humano el mundo personal, y también el egoísmo de los individuos. Se observa en la conducta de Jesús y de los que acogen su llamamiento una superación de modos y actitudes meramente sociales. Caen por tierra los resortes y mecanismos que los hombres emplean frecuentemente para defenderse de lo importante cuando llega a sus vidas y se han propuesto esquivarlo.
Jesús requiere de los llamados una atención a sus palabras que no es denegada y ni siquiera aplazada para otro momento más oportuno. Los discípulos no sugieren condiciones y mucho menos las establecen. Tampoco piden una modificación de circunstancias. El tiempo y el lugar son decididos por Jesús y aceptados por ellos sin cualificación alguna.
Las cosas se desenvuelven con tanta suavidad exterior que parecen preparadas e incluso ensayadas de antemano. Es muy posible que la escena haya sido estilizada por el Evangelista al ser incluida en su relato, pero no hay ningún motivo para dudar de su fidelidad respecto a los hechos en lo fundamental.
La llamada que se narra en estos episodios puede haber sido muy probablemente la coronación de encuentros anteriores con Jesús, el momento crítico que ha sido precedido de significativas invitaciones preparatorias, la hora de la verdad provocada finalmente por Jesús y entendida como desenlace por los interesados. Pero esta llamada tiene un carácter único y marca en cualquier caso un punto culminante en la relación del Maestro con los discípulos [4].
El hecho de este Jesús, que dice a cada uno «sígueme», se reviste de sentido vocacional. Lo que parece un suceso igual que otros a los ojos de espectadores corrientes que no pueden percibir su sentido, es un acontecimiento del todo singular e irrepetible para los discípulos. La llamada es experimentada por ellos como llamada de Dios.
Lo expresa vivamente el texto de la vocación de Pedro que leemos en San Lucas. Los detalles añadidos por el tercer Evangelista al relato de San Marcos citado más arriba sitúan la llamada del Apóstol en el marco de la pesca milagrosa.
Jesús se encuentra en la barca y, confiados en su palabra que les anima a continuar, Simón y sus compañeros han capturado una gran cantidad de peces. «Al verlo Simón Pedro, cayó a las rodillas de Jesús, diciendo: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador”. Pues el estupor se había apoderado de él y de cuantos con él estaban, a causa de los peces que habían pescado... Jesús dijo entonces a Simón: “No temas. Desde ahora serás pescador de hombres”. Llevaron a tierra las barcas, y dejándolo todo, le siguieron» (Lc 5, 8-11).
Como quien se deslumbra de noche ante un paisaje iluminado súbitamente por la luz cegadora de un relámpago, Simón se da cuenta en un segundo de que ha sido testigo de una acción de Dios, imprevista y formidable. Ha visto un milagro. Siente que la tierra, el fondo de la barca en este caso, le falla debajo de los pies. La presencia de Dios en Jesús se le hace inequívoca y la percibe con todas las energías y todos los aspectos de su ser [5].
En el mismo instante de ver a Dios en Jesús advierte Simón con claridad única su propia condición pecadora, así como lo indigno que es de estar junto al Maestro oyendo su palabra y recibiendo sus dones. La de Simón Pedro es la misma experiencia religiosa de Isaías ante la majestad divina. «Se conmovieron los quicios y los dinteles a la voz del que clamaba, y la Casa se llenó de humo —escribe el profeta—. Y dije: “¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros...”. Entonces voló hacia mí uno de los serafines con una brasa en la mano... y tocó mi boca y dijo: “He aquí que esto ha tocado tus labios: se ha retirado tu culpa y tu pecado ha sido expiado”. Entonces oí la voz del Señor que decía: “¿A quién enviaré?” Dije: “Heme aquí: envíame”. Dijo: “Ve y habla a ese pueblo...”» (Is 6, 4-9). «La llamada del profeta implica una consagración y una preparación para la palabra profética que llega» [6].
Precisamente en el momento de la pesca milagrosa, cuando Simón ha descubierto quién es Jesús y sabe también mucho mejor que antes quién es él, oye la llamada del Maestro y se decide a seguirle.
El llamamiento de Saulo en el camino de Damasco es igualmente una llamada de Jesús. Las circunstancias son muy diferentes de las que acompañan la vocación de los primeros discípulos. Pero los elementos fundamentales del episodio y sus signos son los mismos.
Lo que se desarrolla con normalidad cotidiana en los Evangelios sinópticos adquiere rasgos dramáticos en el caso de Pablo. El perseguidor de cristianos tiene que ser alcanzado por Cristo en su desgraciada carrera, y dirigido con energía divina por un nuevo camino.
La escena descrita en Hch 9, 3-5, es interpretada más tarde por el mismo Pablo en la Carta a los Gálatas, donde habla de «Aquél que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia» (Ga 1, 15). San Pablo ve aquí su llamada en analogía a la de algunos profetas, como Jeremías (Jr 1, 5) e Isaías (Is 49, 1), suscitados también por Dios para anunciar entre otras cosas su plan de salvación para las naciones gentiles [7]. También en el camino de Damasco tiene lugar un hecho incomprensible para los acompañantes de Saulo, pero inequívoco para el futuro Apóstol de las gentes. Los compañeros «oían voces, pero no veían a nadie» (Hch 9, 7) o, según otra versión, «Veían la luz pero no entendían las palabras» (Hch 22, 9).
Lo importante es que la visión y la voz de Jesús glorioso, obedecidas por Saulo, han hecho confluir los hilos dispersos de su vida en la unidad coherente de la nueva situación querida por Dios. Como Simón se cambió en Pedro, Saulo de Tarso ha devenido Pablo.
2. Llamada directa
La iniciativa del llamamiento en los relatos evangélicos de vocación no sólo proviene de Jesús sino que es Él mismo quien llama directamente a los que van a ser sus discípulos.
Los interesados sienten su llamada como una acción definitiva de Dios a través de Jesús. Es principalmente en el momento de su vocación cuando ellos han sido capaces de identificar el carácter y condición divinos del Maestro. Tanto el origen de la vocación como su declaración histórica al hombre que la recibe son en los Evangelios acciones divinas en el sentido más propio de la palabra.
En el Antiguo Testamento Dios confía con frecuencia solemnemente a un intermediario distinguido —por ejemplo, a un profeta— el encargo de llamar a otro hombre para el servicio de los fines divinos. Ocurre así con Samuel, que por mandato expreso de Dios llama a Saúl (1S 9, 14 s.) y a David (1S 16, 1 s.); y con el profeta Ajías, que llama a Jeroboam (1R 11, 31,5). Ocurre también con Elías, que llama y apodera como profeta a su discípulo Eliseo (1R 19, 15-18), etc.
La llamada de Jesús, en cambio, no es encargada a una tercera persona. La realiza personalmente el mismo Jesús en virtud de su poder mesiánico.
Lo vemos en los relatos que narran la vocación de Pedro y Andrés, Juan y Santiago, Leví, etc. En ocasiones alguien es invitado por un discípulo a conocer a Jesús y llevado hasta Él, pero esa invitación no es llamamiento. Será el Señor quien llame directamente al nuevo candidato después de haberle conocido.
«Fijándose en Jesús que pasaba», Juan el Bautista dice a dos discípulos: «“He ahí el Cordero de Dios” [8]. Los dos discípulos le oyeron hablar así y siguieron a Jesús. Jesús se vuelve y al ver que le seguían les dice: “¿Qué queréis?”. Ellos le respondieron: “Rabbí” —que quiere decir “Maestro”— ¿dónde vives? Les responde: “Venid y lo veréis”. Fueron, vieron donde habitaba y se quedaron con él aquel día» (Jn 1, 36-39).
No se trata de una llamada hecha por Juan, que transfiera a continuación sus discípulos a Jesús de Nazaret. Se trata de una llamada original de Jesús, que inaugura de ese modo una nueva y definitiva etapa en la vida de los dos jóvenes. En el discipulado de estos hombres —primero respecto al Bautista y luego con Jesús— hay una clara solución de continuidad.
Lo mismo viene a suceder, según el relato de San Juan con Andrés y Pedro. «Andrés se encuentra al amanecer con su hermano Simón y le dice: hemos encontrado al Mesías»... y le llevó donde Jesús. Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás “Cefas” —que quiere decir piedra». «Jesús le habla como revelador» [9].
En un momento que debió ser anterior a la escena descrita por San Marcos en el capítulo primero de su Evangelio, Andrés invita a su hermano a comprobar por sí mismo lo que le dice y a hacer la experiencia directa de Jesús. Pero Simón no será llamado hasta encontrarse con Cristo y recibir de éste la invitación a seguirle.
La situación se repite con Felipe, que lleva a Natanael a la presencia del Maestro después de decirle: «Hemos encontrado a aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y también los profetas: Jesús, el hijo de José, el de Nazaret» (Jn 1, 45). El diálogo que sigue entre Natanael y Jesús (Jn 1, 47-51) equivale a la llamada del Apóstol.
El modo directo de llamar Jesús se indica simbólica pero claramente en las palabras sencillas de Marta a su hermana después de la muerte de Lázaro. «Fue a llamar a su hermana María y le dijo al oído: “El Maestro está aquí y te llama”. Al oírlo, ella se levantó rápidamente, y se fue donde Él» (Jn 11, 28-29). Es siempre Jesús el sujeto de la acción, aunque en este caso la llamada no significa como es lógico el llamamiento mismo de la vocación.
El hecho de la iniciativa y llamada personal de Jesús se hace patente cuando alguien que no ha sido llamado intenta alcanzar por sí mismo la condición de discípulo. «El que había estado endemoniado le pedía quedarse con él. Pero no se lo concedió, sino que le dijo: “Vete a tu casa...”» (Mc 5, 18-19), que era como decirle: «Vuelve con tu familia» [10].
No es extraño que sea el mismo Jesús quien llame. Porque la llamada es primeramente en el Nuevo Testamento una llamada de infinita misericordia a participar en los bienes de la salvación eterna, que son el mayor don divino del «que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1P 2, 9). No se trata de una simple invitación a superar una situación personal difícil, a conocerse mejor, a dar testimonio de la verdad o a demostrar la excelencia de unos determinados principios. Está sencillamente en juego el destino último y definitivo de la persona.
La llamada de Jesús coloca al hombre directamente ante Dios; es una llamada de la que el hombre no puede disponer por su cuenta en el sentido de que no puede originarla ni ignorarla. Indica que la vocación no es tanto camino del hombre hacia Dios como un amoroso y compasivo inclinarse de Dios hacia el hombre.
3. Llamada personal
Jesús no llama a multitudes ni a grupos en cuanto tales. Su llamada se dirige siempre a personas concretas y éstas perfectamente localizadas en el espacio y en el tiempo. Los Doce han sido llamados primero como discípulos uno a uno. De ahí deriva sin duda el visible interés de los Evangelios sinópticos por transmitir cuidadosamente la relación completa y los nombres de estos seguidores más próximos de Jesús (cfr. Mc 3, 16,5; Mt 10, 2,5).
Los que forman al grupo amplio de discípulos llegarían también individualmente a establecer su relación con el Señor, que se mueve sin cesar entre la gente.
Algunas de las mujeres que siguen al Maestro (cfr. Lc 8, 1s.) habían sido curadas, cada una de ellas y por separado, «de espíritus malignos y enfermedades» [11].
«La llamada de Jesús a seguirle es intransferible. Según los Sinópticos acontece en virtud del propio poder mesiánico» [12].
Jesús se muestra en todo momento atento a las personas y conoce mejor que nadie el carácter irrepetible de cada una. Puede adivinarse que ha penetrado los rasgos íntimos y los aspectos misteriosos de la individualidad. Incluso cuando tiene delante a una muchedumbre, Jesús está viendo y considerando personas individuales, que son —como si se tratara de un conjunto de encuentros independientes unos de otros— objeto de su palabra, su solicitud, su perdón y su poder de curar. «Poniendo él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba» (Lc 4, 40).
«Al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor» (Mt 10, 36). No es una compasión genérica. Esta muchedumbre no es una masa anónima sino un grupo numeroso de personas, cada una de ellas conocida, tenida en cuenta y amada por Jesús.
La curación del hombre de la mano paralizada, un hombre salido de una multitud que se acrecienta y disminuye alternativamente es un testimonio elocuente y conmovedor de la compasión de Cristo por el individuo y de su justa ira hacia quienes no quieren comprender el valor de una persona (cfr. Mc 3, 3-5).
Jesús condena el falso celo de los que recorren «mar y tierra para hacer un prosélito» y cuando por fin lo han conseguido le olvidan con un abandono que compromete su destino eterno (cfr. Mt 23, 15). El Señor recuerda igualmente a quienes le escuchan que en determinadas ocasiones un hombre puede significar más que el Sábado, porque el Sábado ha sido hecho para él y no viceversa (cfr. Mc 2, 27).
A lo largo del ministerio público y en base al conocimiento que posee de cada persona, Jesús llama y trata de modo distinto a gentes distintas. El estilo diverso, el tono del lenguaje y la gradualidad de los llamamientos y relaciones con Jesús que encontramos en el Evangelio, indican que el Señor considera con agudeza, tacto y respeto las peculiaridades de los hombres y mujeres que pueblan el relato y mantienen algún contacto con él [13].
Jesús contempla con mirada de eternidad a estos hombres y mujeres concretos, y precisamente por esta razón su comportamiento con cada uno de ellos desborda de humanidad y de tierna diferenciación. Se diría que Jesús discrimina en el mejor y más noble sentido de la palabra. El Señor ve siempre unidos la vocación a un destino último y las circunstancias temporales más triviales e ínfimas.
Entre Jesús y cada persona existe en el Evangelio una relación con características propias. El Jesús que habla y trata con su madre parece diferente al Maestro que se relaciona con discípulos, seguidores y conocidos. En realidad la diferencia no está en el Señor sino en los otros, que tienen una personalidad y un camino distinto hacia Jesús y con él.
La relación de Jesús con Pedro es diferente a la que mantiene, por ejemplo, con Juan, a quien se llama «el discípulo amado». El Señor no se repite en ningún caso. Lo que dice a cada persona no ha sido dicho antes a nadie. Es algo completamente nuevo, creado en el momento de decirlo.
Jesús identifica y define a Natanael como «un verdadero Israelita» (Jn 1, 47) [14] y después de la Resurrección se preocupa de fortalecer la fe vacilante de Tomás (cfr. Jn 20, 24s.).
Conoce bien a Judas, ve venir su traición y procura hacerle reaccionar incluso cuando las cosas ya no tienen remedio humano (cfr. Lc 22, 48). Idéntica actitud personalizada al máximo advertimos en el Señor respecto a María Magdalena (cfr. Lc 8, 2; Jn 20, 11s.) y al buen ladrón. «La respuesta que le da Jesús, que se revela aquí de nuevo como el redentor de los pecadores, sobrepasa el ruego del malhechor arrepentido» [15] (cfr. Lc 23, 39s.). No puede olvidarse tampoco la estrecha amistad que le une con Lázaro y sus hermanas. «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro», escribe San Juan (Jn 11, 5),
La presencia de Jesús en estas vidas y la comunicación que los interesados han establecido con él supone para cada uno un encuentro ineludible con su vocación. Lo hacen a través de un conocimiento más hondo de Dios y también de un conocimiento verdadero de sí mismos, provocados por el Maestro.
Estos hombres y mujeres han descubierto en el momento de la llamada los rasgos importantes de su ser, han conocido la verdad sobre su propia vida, han comprendido su destino y saben ya de una vez para siempre quiénes son. Es como si su existencia se hubiera resumido o concentrado en un solo instante: el instante en el que se deciden a escuchar el llamamiento de Jesús sin dilación alguna. Es un segundo de tiempo en el que el mundo, las cosas y las personas no importan o por lo menos pasan transitoriamente a ocupar un segundo plano.
La mención del momento y de las circunstancias de la llamada indican bien a las claras su carácter individual. El encuentro decisivo con Jesús ha dejado una huella. Permanece firme un recuerdo que sobresale en la secuencia de sucesos que forman la vida externa de la persona.
Los detalles de la ocasión son retenidos sin esfuerzo alguno y perviven en la conciencia con singular relieve. Algunos de los primeros recuerdan la hora del día en la que conocieron a Jesús y hablaron con él (cfr. Jn 1, 39) y no han olvidado tampoco que arreglaban las redes y se hallaban con el padre cuando fueron llamados (cfr. Mc 1, 16.19) [16].
La memoria tenía que registrar para siempre los pormenores de un hecho que desvela la unidad radical de la existencia y la divide al mismo tiempo en dos mitades.
4. Una invitación imprevisible
La llamada de Jesús no es simplemente el resultado final o la consecuencia prevista de una búsqueda religiosa por parte de los hombres que la reciben.
Cualquiera puede y debe ciertamente buscar a Dios y preguntarse sobre el modo de hacer la voluntad divina y de encontrar el sentido último de la propia existencia. Pero nadie es capaz de anticipar el llamamiento divino o de saber con certeza que su trayectoria espiritual se dirige al encuentro de una vocación.
Dios se hace presente a la persona llamada de manera imprevisible y, con frecuencia, sorprendente. La voz divina se deja oír en Jesús de modo inesperado. Es el mismo estilo de actuación que hemos observado ya en el Antiguo Testamento. La voz de Dios sobreviene. Dios establece soberanamente cuando lo desea y en libertad creadora absoluta su relación con el hombre [17].
Puede decirse que, en el caso de la llamada vocacional, Dios no avisa. Este carácter misterioso, súbito e indisponible de la voz que llama es un signo más de la transcendencia de Dios. La voz de lo alto puede sonar en cualquier momento.
Bajo cierto aspecto, la vocación es desde luego el desenlace de un desarrollo espiritual en la persona llamada. Puede hablarse de un periodo formativo de la vocación durante el cual Dios ha preparado la mente, el corazón y los sentimientos del futuro discípulo. La vocación tiene en este sentido una historia previa.
Vemos así que las personas que se encuentran con el Mesías niño y le reconocen eran las primicias espirituales del pueblo judío, hombres y mujeres como Zacarías e Isabel, José el esposo de la Virgen María, Simeón y Ana, que esperaban la redención de Israel, acostumbrados de por vida, con ayuda de la gracia, a buscar la verdad y a obedecer sus conciencias.
Los llamados por Dios a conocer la llegada del Reino y recibirlo con prontitud y alegría se habían preparado asimismo, tal vez sin saberlo, para la venida de Cristo a sus vidas. Lo sugieren con suficiente claridad las palabras y acciones de la familia de Betania, de José de Arimatea y Nicodemo, de Cornelio, etc.
Lo mismo se observa en la vida de la mayoría de los discípulos inmediatos de Cristo y futuros Apóstoles, que eran cuanto menos hombres imbuidos de una religiosidad normal según el espíritu y los preceptos de la Ley de Moisés. Ellos han sido iluminados también acerca de la verdad por la vida y las palabras de Jesús desde el momento en que le han conocido y tratado.
San Pablo ha sido llamado y se ha convertido en el camino de Damasco, pero no deben descartarse en su vida anterior experiencias sobre los cristianos mismos que perseguía y su comportamiento, que habrían preparado de lejos su conversión. Saulo pudo muy bien estar entre los que fijaron su mirada en el protomártir Esteban y «vieron su rostro como el rostro de un ángel» (Hch 6, 15) y haber sido testigo involuntario del amor, paciencia y alegría de los cristianos objeto de su persecución fanática.
Y sin embargo hay que decir que la vocación llega de modo absoluto, sin condicionamientos ni preparación obligada de ninguna clase. Lo expresa muy bien el mismo Pablo cuando tiene en nada sus méritos religiosos y títulos legales según las prescripciones mosaicas. «Circuncidado al octavo día..., hebreo, hijo de hebreos, en cuanto a la Ley, fariseo; en cuanto a la justicia, irreprensible. Pero lo que era para mí ganancia lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo» (Flp 3, 5-7).
Pablo simboliza y encarna en sí misma una magnífica y hasta envidiable situación religiosa. Pero este patrimonio ha dejado de interesarle. No lo estima causa de su vocación y lo considera del todo irrelevante una vez recibida su llamada como cristiano.
La historia previa de la vocación no hace prever necesariamente que Dios llamará ni resta originalidad al momento preciso en que Dios llama y el hombre llamado oye su voz.
La vocación es en último término independiente y separable de su preparación histórica. Dios nunca actúa condicionado.
La llamada en cuanto tal no cuenta con precedentes. Se produce ante el asombro de uno mismo y de los demás, que creían tal vez haber entendido la regularidad y penetrado las leyes de los caminos divinos. La aparente uniformidad y normalidad de la Providencia de Dios no deja nunca de reservar y de producir sorpresas.
El Señor ha sugerido la enseñanza de que Dios actúa sin tener en cuenta criterios y pautas humanos. «Cuando des un banquete —dice— llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos...» (Lc 14, 13). No vemos venir la voluntad divina ni podemos imaginarnos sus decisiones respecto al destino de las personas [18].
San Pablo se hace eco de esta gran verdad cuando escribe a los Corintios: «¡Mirad, hermanos, quienes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza. Ha elegido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha elegido Dios lo débil del mundo para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios» (1Co 1, 26-29).
San Josemaría Escrivá de Balaguer llama la atención sobre este hecho en tono de diálogo personal cuando escribe: «Te reconoces miserable. Y lo eres. —A pesar de todo— más aún: por eso te buscó Dios. Siempre emplea instrumentos desproporcionados: para que se vea que la “obra” es suya. A ti sólo te pide docilidad» (Camino 475).
Dios no juzga según apariencias ni hace acepción de personas (cfr. Hch 10, 34; 1P 1, 17).
Lo cierto es en cualquier caso que la vida de todo hombre y de toda mujer supone un conflicto interior y un avance hacia una confrontación crítica que tarde o temprano se producirá. En esa crisis, la persona encontrará su camino y abrazará la verdad o comenzará a separarse de ella.
José Morales en unav.edu/
Notas:
1. Ch.W. SMITH, Fishers of Man, HThR, Sl, (1959), 188; J. MANEK, Fishers of Man, «Novum Testamentum» 2, (1950), 138-141; W. WUELLNER, The Meaning of «Fishers of men», Philadelphia 1967.
2. Cfr. W. STENGER, New Testament Exegesis, Grand Rapids, Michigan 1993, 66-67.
3. M. HENGEL, Seguimiento y carisma, Santander 1981, 31; J.P. MEIER, The Disciples of Jesus: Who were they?, «Mid-Stream» 38, (1999), 129-135.
4. Cfr. R. SCHNACKENBURG, Das vierte Evangelium und die Johannesjünger, «Historisches Jahrbuch» 77, (1958), 21-38; D.G. Van der MERWE, Towards a theological understanding of Johannine discipleship, «Neo-testamentica» 31, (1997), 339-359.
5. Cfr. R. MICHIELS, La conception lucanielnne de la conversion, ETh 41, (1965), 42-78.
6. J. LINDBLOM, Prophecy in Ancient Israel, Oxford 1965, 192.
7. Cfr. A.M. DENIS, L’election et la vocation de Paul, faveurs cèlestes. Étude thèmatique de Gal 1, 15, «Revue Thomiste» 57, (1957), 405-428.
8. Cfr. A. GEORGE, Le paralléle entre Jean-Baptiste et Jesus en Luc, Mélanges Rigoux, Gembloux 1970, 147-172.
9. R. SCHNACKENBURG, El Evangelio según San Juan, vol. I, Barcelona 1980, 348.
10. Cfr. C.S. MANN, Mark, «The Anchor Bible» vol. 27, New York 1986, 280.
11. Cfr. E. STAGG, Woman in the world of Jesus, Philadelphia 1978; R. RYAN, The Women from Galilee and Discipleship in Luke, BTB 15, (1985), 56-59; J. DEWEY, Women in the Synoptic Gospels, «Bib. Theol. Bulletin» 27, (1997), 53-60.
12. M. HENGEL, Seguimiento y Carisma, Santander 1981, 32; M.A. CONNOLLY, The Leadership of Jesus, «Bible Today» 34, (1996), 74-82.
13. Cfr. J.K. RICHES, The Social World of Jesus, «Interpretation» 50, (1996), 383-93.
14. Cfr. G. QUISPEL, Nathanael under Menschensohn, «Zeits f.d. Neut.wis.» 47, (1956), 281-284.
15. J. SCHMID, El Evangelio según S. Lucas, Barcelona 1968, 501.
16. Cfr. J. HANSON, The Disciples in Mark’s Gospel, «Hor. Bib. Theol.» 20, (1998), 128-155.
17. Cfr. H.H. ROWLEY, The Biblical doctrine of election, London 1950, 95-120; A.J. DROGE, Call Stories in Greek Biography and the Gospels, SBLSP, 22, (1983), 245-257; P.S. MINEAR, The Salt of the Earth, «Interpretation» 51, (1997), 31-41.
18. Cfr. K.S. KRIEGER, Die Zöllner: Jesu Umgang mit einem verachteten Beruf, «Bib. Kirch» 52, (1997),
Enrique González Fernández
6. Estructura analítica y vida humana singular
Me he referido antes a que Julián Marías utiliza la expresión “punto de inflexión” para denominar el descubrimiento de la nueva metafísica de Ortega. Ese “punto de inflexión” lo formuló Ortega en Meditaciones del Quijote, en 1914, con su tesis “Yo soy yo y mi circunstancia” (Ortega, 1990: 77), concepto equivalente a vida personal, es decir: en la persona que soy yo (el primero de la frase orteguiana), el segundo yo –quién o alma– es inseparable de mi cuerpo.
Ortega pensaba que, por una parte, se da la teoría general o analítica de la vida personal, los requisitos indispensables, necesarios y, por tanto universales, para que haya esa vida personal; las estructuras previas a cada vida concreta; las condiciones sine quibus non, sin las cuales no es posible; su máxima condensación es esa tesis “yo soy yo y mi circunstancia” (circunstancia como escenario y mundo; yo como proyecto o pretensión; toda vida personal es circunstancial); la teoría abstracta de la vida, a priori, con su necesidad de hacer algo para vivir, de decidir o elegir mediante la razón; con su temporalidad; con su anticipación imaginativa del futuro; con su sociabilidad, etc. Esta estructura analítica puede darse en cualquier planeta del universo: acaso en otros planetas haya vida personal, pero no humana. Descubro esa estructura por análisis de mi vida; el resultado de ese análisis es una teoría que por eso llamamos analítica [7].
Desde esa teoría se pasa, por otra parte, al conocimiento real, circunstancial, de cada vida individual, la estructura concreta de mi vida, la realidad radical, que es biográfica (me encuentro hic et nunc, aquí y ahora, en una circunstancia determinada, y tengo que hacer algo con ella para vivir). Mi vida no es el yo, ni la conciencia, ni la existencia, ni la subjetividad, ni la naturaleza, ni el animal racional, ni el modo de ser de ese ente que somos nosotros, ni cosa alguna, sino el área donde todo ello –realidades radicadas– puede aparecer.
Marías ha visto que es menester algo más: un eslabón entre la estructura analítica y cada vida humana singular. Para que haya vida humana es menester que haya “yo” (alma, si se quiere) y esta determinada circunstancia que es el cuerpo humano: este alguien corporal que se encuentra en la Tierra. A este eslabón lo llama “la estructura empírica”: la zona de realidad que llamamos “el hombre”, asunto de la antropología, que es el conjunto de las estructuras psicofísicas que no constituyen requisitos a priori de la vida personal (este cuerpo humano, sometido a la gravedad, al espacio y al tiempo; que tiene un tamaño habitual, carácter sexuado –mujer o varón–, determinado aparato sensorial) con que se nos presenta la vida humana en este mundo en que nos encontramos; la forma concreta de la circunstancialidad; la realidad radicada (estructuras a las que no pertenece la necesidad, que podrían ser de otra forma, y acaso lo sean en otro mundo). Recibe el nombre de empírica porque la conocemos por la experiencia de que es efectivamente así.
Los “esquemas que componen la teoría general o analítica de la vida humana no tienen verdadero valor de realidad más que cuando se llenan de contenido; por lo pronto, el que corresponde a la antropología, a lo que llamo ‘la estructura empírica’; pero sobre todo lo que corresponde a cada vida singular y única”. Se preguntará si es posible alcanzar un conocimiento de cada vida, “pues desde Aristóteles se ha dicho que la ciencia lo es de lo universal, y nos encontramos con la necesidad de saber qué es algo absolutamente singular”. Con la modestia acostumbrada, Marías dice lo siguiente: “Tal vez no sea posible alcanzar ese conocimiento. O acaso el gran Aristóteles no tenía enteramente razón y sea posible otra ciencia de lo singular, de lo concreto, de lo único” (Marías, 1989: 21). Esta es una de las preguntas que Julián Marías hace a Aristóteles en la vida perdurable, como le dijo una vez a Menéndez Pidal (Marías, 1998, II: 171).
Y no olvidemos lo que escribió cuando murió Ortega, en 1955: “Como creo en la vida perdurable, cuento con esa conversación infinita. Y como también creo en la resurrección de la carne, espero oír otra vez su voz entrañable y sentir en mi mano su mano eternamente amiga” (Marías, 1991: 104).
En la muerte de Azorín escribió:
Creo que ahora tendrá Azorín, junto, ante sus ojos nuevamente abiertos, todo lo que fue mirando con amor durante casi un siglo [...] Siento ahora la necesidad de tender la mano a Azorín, en despedida, y darle las gracias. Y de darle gracias a Dios por él (Marías, 1975: 132) [8].
Ortega y Marías han visto “claramente lo que es vida humana, cuál es la forma de realidad que le pertenece. Ello ha permitido comprender hasta cierto punto lo que significa ser persona –y asombra la resistencia de que esto penetre en las mentes–”. La moral se refiere a la vida humana. Y “esta aparece como personal, sin que esto agote todas las posibilidades de este concepto. La moral tiene que ver con la convergencia de las nociones de vida y persona en esa realidad que llamamos humana” (Marías, 1995: 19). Marías define al hombre como “el animal que tiene una vida humana” “para indicar que lo decisivo es esta, antes que el soporte orgánico” (Marías, 1996: 32). Porque el hombre no es una realidad “dada” como las cosas, con un ser fijo que llamamos naturaleza. Lo que el hombre hace no le viene dado por una naturaleza, sino que lo tiene que elegir, ha de imaginarlo y después intentar realizarlo. Por tanto, la vida humana es “intrínsecamente moral, en un sentido más radical y profundo de lo que ha solido pensarse” (Marías, 1995: 28). Todo “lo que se puede llamar real aparece de alguna manera en mi vida, incluso si eso que es real trasciende de mi vida y hasta es su causa” (Marías, 1991: 121-130). Se es
lo que se hace; la vida es el repertorio de nuestros haceres. Por eso el hombre tiene que elegir qué va a ser, elige su “sí mismo” entre muchos posibles. Si no se elige el más auténtico, esto es una inautenticidad, un suicidio. Entre lo que se puede hacer hay que elegir lo que hay que hacer, lo que expresa la profunda palabra española quehacer (Marías, 1983: 272).
Como Julián Marías enseña, ese verbo es la más correcta traducción de la voz griega ousía, esencia, que no significa sustancia (como erróneamente Guillermo de Moerbeke vertió para Aquino, el cual no sabía griego), sino haber, hacienda, agenda o quehacer. Porque la auténtica ousía del hombre no es su naturaleza biológica, sino su quehacer biográfico, su misma vida histórica, única, insustituible y, desde este punto de vista, necesaria.
Esta nueva metafísica obliga a
una renovación de muchos conceptos filosóficos –anquilosados, arcaicos– usados hasta ahora, que cosifican la persona porque están pensados para entender las cosas, y que no siempre tienen en cuenta la entera realidad del hombre. Se trata de liberarnos de la cosificación en la visión de casi todo, porque hay la propensión a deshumanizar la realidad personal, a deslizar en las disciplinas humanísticas el modo de ser de las cosas. Es preciso renacer a un punto de vista más humano. Esta humanización de la Filosofía permitirá iluminar las demás disciplinas, incluyendo la Teología, y dentro de ella la Liturgia (González Fernández, 2002: XIII).
Y si la categoría de sustancia es un concepto apropiado para entender las cosas, pero no las personas, entonces habrá que revisar el término de transustanciación, porque tras la consagración eucarística el pan deja de ser pan para convertirse en el Cuerpo de Cristo, que no es una cosa, algo muerto, sino la misma Vida: alguien corporal que es la segunda persona divina, mostrada y presente en ese su cuerpo. Por eso prefiero hablar de “conversión esencial” (González Fernández, 2013b). Fíjense ustedes en la fecundidad teológica de esta filosofía nueva de Marías, que permite una nueva y mejor comprensión tanto de Dios como del hombre.
Marías ha señalado las dificultades,
sobre todo, si la teología se aferra a conceptos inadecuados, de origen ajeno al cristianismo, y se enreda en ellos. No se puede pensar a Dios como un “Ser Supremo” escasamente personal, en el fondo deísta; es necesario intentar pensar personalmente a Dios, con todos los recursos de que disponemos; si se mira bien, algunos son muy recientes, y ello no es motivo suficiente para renunciar a ellos. Es menester la incorporación de lo personal a la perspectiva cristiana (Marías, 1999: 47).
En este sentido, “lo personal no tiene que ver con el sustancialismo o la cosificación, sino con el divino quehacer de la razón y del amor en la circunstancia de este mundo y, sobre todo, del otro” (González Fernández, 2009: 304).
Una vez Marías (que fue investido Doctor honoris causa en Teología por la Universidad Pontificia de Salamanca en 1996) le preguntó a Ortega: “‘¿Qué le parecería una Suma Teológica según la razón vital?’. Se quedó un momento en silencio y me dijo: ‘No estaría mal: sería posible’. Creí ver una chispa de ilusión en sus ojos, pero ciertamente aquella empresa no era suya” (Marías, 1983: 503).
A este respecto escribe Harold Raley en su tratado de teología según la razón vital:
La antigua descripción de Dios como motor inmóvil e impasible es sin duda pobre, mezquina, poco inspiradora para que ese motor “arranque”. En cambio, Dios se mueve primariamente amando, y tanto las cosas como las criaturas se mueven en correspondiente armonía con él. No es de extrañar, por tanto, que la posible felicidad humana en este mundo surge cuando amamos y actuamos creativamente respondiendo al móvil y creciente amor de Dios (Raley, 2011: 103).
Por otro lado, el descubrimiento metafísico de vida como realidad radical concuerda admirablemente con la preferencia que por este concepto tiene el Nuevo Testamento, en que Jesús narra tantas parábolas de vidas biográficas para enseñarnos que seremos juzgados atendiendo a nuestro haber u obras, auténtica esencia, no atendiendo a nuestra naturaleza, de la que se encontraban tan orgullosos los fariseos. Además, yo mismo he mostrado que el concepto de “vida” (biográfica, cuya esencia es quehacer de alguien o quién perdurable; no vida biológica, cuya esencia es estar ya hecha, algo o qué mortal) es el preferido por la liturgia (González Fernández, 2014, 2014b).
El llamado principio de individuación –lo que hace que cada uno sea quien es– ha concebido al hombre con resabios materialistas y cosificadores. Dicho principio de individuación es aquello por lo cual se constituye un individuo: la esencia del hombre se individualiza en cada miembro de la especie, en cada persona. Sócrates, por ejemplo, es distinto de Platón porque tiene una materia concreta, la materia determinada por la cantidad (materia signata quantitate), que es el principio de individuación. Se reduce así la explicación del hombre al modo de ser de las cosas.
Pero la vida humana es siempre “mi vida”, la de cada cual, el quién proyectivo que es cada uno de nosotros. Piénsese en el carácter único de cada vida humana, a pesar de que atravesemos una época en que se hacen esfuerzos constantes por despersonalizar al hombre y reducirlo a cosa.
Según Aristóteles, de la sustancia segunda, de lo universal, vamos a la primera, a lo singular, por la materia concreta, principio de individuación. La vieja metafísica ha solido considerar la realidad desde el punto de vista de las especies y los individuos. Dada una especie, por ejemplo, la humana, puede acontecer que se individualice en una pluralidad de individuos intercambiables; la individualización aparecía como algo accidental a la especie, resultado de una operación del entendimiento. De ahí la artificiosa discusión de los universales. Pero la vida, en la medida en que es humana, es mía, irreductible a ninguna otra y menos aún a la materia (González Fernández, 2013: 80).
Por eso Julián Marías propone un nuevo principio de individuación:
cuando se trata del hombre, el verdadero principio de individuación reside en las experiencias radicales. Las experiencias radicales –constitutivas unas, eventuales otras– determinan quiénes somos. No proceden de ninguna “naturaleza”, de los ingredientes de nuestro mundo o de nuestros recursos psicofísicos, sino de lo que hacemos y nos pasa, es decir, de nuestra vida personal, que ciertamente está condicionada –pero no determinada– por los factores naturales de nuestra circunstancia. De esta manera el principio de individuación, que nos hace ser quienes realmente somos, procede de nuestra vida, y no de ninguno de sus elementos integrantes (Marías, 1996: 64).
La estructura empírica (o naturaleza humana) es “cerrada”, tiene un círculo biológico que termina, pero mi vida es “abierta”. El hombre, según Marías, es “el animal que tiene una vida humana”. Lo humano no ha de buscarse en sus caracteres orgánicos, biológicos, ni siquiera psíquicos, sino en su persona como alguien corporal, en su vida biográfica, la cual consiste en proyectar, imaginar, anticipar, en seguir proyectando, imaginando y anticipando; soy futurizo, orientado o proyectado hacia el futuro. Porque yo estoy “proyectado, es decir, lanzado hacia adelante” (Marías, 1976: 277). Con la muerte no hay razón alguna para que se agote la proyección argumental de mi vida. Lo que se agota es el argumento de mi vida biológica y psicofísica, pero no de mi vida biográfica. La muerte corporal no es mi muerte. Esto explica esa “descalificación” de la muerte, como algo irreal, que hacemos frente a la muerte ajena. Esa descalificación se ejecuta desde mi vida.
Más todavía, la muerte de la persona amada
resulta ininteligible y, en cierto sentido, increíble. Cuando Gabriel Marcel dice: “Toi que j’aime, tu ne mourras pas”, tú a quien amo no morirás, está expresando en forma ejecutiva, convivencial, esta misma intuición. La muerte personal es enteramente ininteligible desde la biología, porque yo soy absolutamente irreductible a mi cuerpo –tan absolutamente como soy corpóreo (Marías, 1987: 216).
Si esa estructura empírica es “cerrada” y remite a su mortalidad, “la estructura proyectiva y futuriza de la vida biográfica como tal es ‘abierta’ y argumental, y en ese sentido postula su permanencia, su indefinida e ilimitada persistencia”.
Al carácter de
“criatura” que tiene esencialmente la persona como irreductible realidad corresponde ahora, frente a la muerte, su carácter absolutamente personal, también irreductible a toda cosa o a todo lo que pueda pasarles a las cosas. Por ejemplo, a mi cuerpo. La conexión que un proceso somático –la enfermedad, la destrucción mecánica, la muerte biológica, en suma– pueda tener conmigo, con la persona que soy yo, es literalmente problemática, exactamente lo mismo que los procesos biológicos de mis padres tienen una relación problemática y extrínseca con esa posición personal que soy yo como un tercero absolutamente irreductible. Descriptivamente me descubro, a la vez, como criatura y como vocado a la perduración, cuando no me miro como cosa, sino como persona proyectiva, viniente, como un quién que tiene que articularse con un qué haciendo su vida (Marías, 1987: 221-222).
El hombre
como conjunto de las estructuras empíricas de la vida es necesariamente mortal, moriturus, con un sistema de edades de las cuales hay una última, tras la cual no hay otra; es, pues, una estructura cerrada que desemboca en la muerte. Pero si se ensaya la otra perspectiva, que por cierto es la primaria, la del yo viniente, la de la vida como tal, lo que se encuentra es, por el contrario, una estructura abierta, proyectiva, que no tiene por qué cesar, porque no hay motivo para que deje de proyectar. Es decir, que, lejos de estar vocada a la muerte, postula la perduración (Marías, 1993: 274-275).
Si el nacimiento, “la llegada a la existencia de una persona humana, es una innovación radical, la muerte de esa misma persona tendrá que ser entendida como aniquilación. Si se trata de una realidad irreductible y que no se puede derivar de otras, su destrucción tampoco puede meramente derivarse de procesos somáticos”. Ahora bien, “la aniquilación no se admite para realidades físicas, transformadas en otras o en consecuencias energéticas; es decir, no parece aceptable para realidades inferiores; paradójicamente se reserva y acepta con facilidad para la suprema realidad conocida. Lo primero que salta a la vista es la extremada inverosimilitud de esta suposición”. La aceptación “de esta suposición, la creencia difundida de que el onus probandi corresponde al que afirma la posibilidad de una supervivencia de la persona y no al que la niega, es una muestra de la falta de rigor con que suele procederse”. Y “adviértase que si la muerte fuese la aniquilación, es decir, la supresión total del futuro, como este es la condición misma de la vida, el ámbito más propio en que se realiza, ello significaría la negación del modo de realidad que pertenece a la vida humana en sus trayectorias temporales” (Marías, 1993: 275-276).
La persona humana
aparece como criatura, de realidad recibida pero nueva e irreductible, menesterosa e indigente, consignada a una estructura empírica cerrada y vocada a la mortalidad, pero consistente en espera incesante: un proyecto perdurable que lucha con la muerte. “Lo que” yo soy es mortal, pero “quien” yo soy consiste en pretender ser inmortal y no puede imaginarse como no siéndolo, porque mi vida es la realidad radical (Marías, 1987: 222).
7. Marías y la vida perdurable
Marías considera que es menester imaginar la vida perdurable para poder desearla, y emprendió tal tarea, que requiere un ejercicio intenso de esa imaginación, pero escribe que la mayor parte de la literatura religiosa y de la teología no incita a ello. A esto ha dedicado Marías una parte considerable de su pensamiento, especialmente el penúltimo capítulo de su libro La felicidad humana, titulado La imaginación de la vida perdurable, que considero un texto importantísimo, que habría que leer una y otra vez para mantener viva esa esperanza en la “vida del mundo futuro”, como recitamos en el Credo.
Afirma que “es menester imaginar la vida perdurable para poder desearla; en hueco y de un modo abstracto no se la puede desear” (Marías, 1989: 359). Para “sentir ilusión por la otra vida es menester entenderla dándole el significado que para nosotros tiene, sumando y restando lo que sea, subrayando cuanto sea menester que se trata de otra, pero de manera que nos siga pareciendo vida”. Sin “un elemento de proyecto, no hay tal vida en el sentido humano, biográfico; sin circunstancialidad (la Jerusalén celeste), esa vida es inconcebible; sin conexión con nuestra vida terrenal, esa vida no es nuestra”. Hace falta imaginar esa vida ultra-terrena “para poder auténticamente desearla, para que se pueda encender la ilusión por ella” (Marías, 1990: 131-132). En su libro Persona escribe que la imaginación de la vida perdurable, condición para desearla, puede ser más o menos adecuada:
Hay cierta tendencia a olvidar la evidencia de lo que es la vida personal cuando se trata de la otra, ultraterrena. ¿Es forzosa esa renuncia? ¿No se desliza la noción de “cosa” cuando se piensa en plenitud, reposo, satisfacción, y se pierde de vista lo que entendemos por persona, lo que conocemos sin lugar a duda como nuestra condición personal? (Marías, 1996).
En la misma liturgia por los muertos [9]
hay una dosis de vacilación o ambigüedad. Se reza: “Requiem aeternam dona ei, Domine”, pero se añade: “et lux perpetua luceat ei”. Se pide el descanso eterno, el reposo, el haber llegado, tal vez el sueño; pero a la vez se pide que una luz perpetua luzca para el que ha muerto; es decir, se lo imagina despierto, alerta, abierto a la realidad” (Marías, 1996: 93-94).
Hay el peligro de concebir una vida después de la muerte “residual” o espectral. Dentro del cristianismo se dan no pocas veces tendencias a lo espectral o espiritado. Pero en el centro mismo de la esperanza cristiana de la inmortalidad está la resurrección de la carne. El Credo habla de esa resurrección “de la carne”. “En la concepción cristiana no hay lugar para esa imagen residual o espectral de la inmortalidad”.
Se debe imaginar la vida perdurable con otra estructura empírica, más perfecta de la que tenemos aquí. Es decir, ya no será este cuerpo humano sometido a la gravedad, al espacio y al tiempo, sino liberado de ellos. Precisamente ese concepto filosófico de estructura empírica que ha descubierto Marías resulta de suma utilidad a la hora de comprender la vida perdurable.
Se trata, pues, de una vida corporal y mundana. Se habla del otro mundo –todo lo otro que se quiera, pero mundo–, de la “nueva Jerusalén”. “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva”, dice San Juan. Se trataría, y es lo que habría que intentar comprender, de una vida humana con otra estructura empírica; pero no lo que pudiera ser otra especie, otro tipo de realidad, porque es mi vida, la de cada cual, la que habría de existir con esa nueva estructura. En lugar de buscar un resto o residuo, algo que simplemente quede o se salve, hay que intentar metódicamente suprimir las limitaciones y así imaginar la otra vida como una dilatación de esta, como una plenitud sin deficiencias.
Termino con un párrafo muy significativo de ese capítulo titulado La imaginación de la vida perdurable:
Lo que sucede es que el pensamiento arrastra, desde Grecia, un inveterado sustancialismo que a última hora es también materialismo, y esto ha impedido trasladar a otra forma de realidad los caracteres de la vida como tal. Hasta hace poco tiempo no se ha pensado la vida con conceptos adecuados, y es en ellos donde podemos hacer pie; el único punto de apoyo para la empresa imposible que estoy intentando es precisamente la posesión, por primera vez en la historia, de los recursos para entender qué es vida en el sentido de vida humana, personal, biográfica, eso que entendemos cuando decimos “mi vida” (Marías, 1989: 362)
Enrique González Fernández, dialnet.unirioja.es/
Notas:
7 Mientras esa estructura analítica orteguiana ocupa el mismo estrato o nivel que la analítica existencial de Heidegger, y ambas usan la descripción fenomenológica, sin embargo, el Dasein (el existir, como lo traduce Marías) no es “vida humana” (yo y mi circunstancia), sino el modo de ser de ese ente que somos nosotros. Además, la Daseinsanalytik es propedéutica de la metafísica, mientras que la teoría de la vida humana como realidad radical es ya la metafísica. Sobre mi vida como realidad radical construyo una teoría (metafísica) que la analiza e interpreta. Gracias a esta teoría la comprendo y me oriento. A esto Marías lo llama “teoría intrínseca” porque al ir viviendo, interpreto mi vida. Mi vida es la realidad sin más; en cambio, “vida humana” es una interpretación metafísica a la cual tengo que llegar.
8 Cfr. asimismo González Fernández (2014c: 29).
9 Cfr. el capítulo “Una Liturgia más cristiana” de mi libro El Renacimiento del Humanismo (González Fernández, 2003: 127-143). Y el capítulo “La Religión del Cuerpo” de mi libro La belleza de Cristo. Una comprensión filosófica del Evangelio (González Fernández, 2002: 267-278).
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