Reescribiendo la historia
En 1960, el filósofo polaco Adam Schaff publicó en la revista internacional Diógenes (edición francesa: Diogène, núm. 30, París, Gallimard) un ensayo bajo el título «Pourquoi récrit-on sans cesse l’Histoire?». Era un trabajo erudito en el cual se compactaban en reducido número de páginas una cantidad de problemas. Adam Schaff se proponía la refutación de dos tesis que él juzgaba erróneas, a saber, las codificables bajo los conceptos de «presentismo» y de «perspectivismo». Digo codificables, pues la simple lectura del ensayo de Schaff y de los autores que él citaba muestra una pluralidad de dimensiones (no solamente historiográficas sino asimismo filosóficas y epistemológicas) subyacentes a cada concepto. A causa de esta pluralidad debo proceder aquí a una simplificación. Si ésta no se hiciese nos perderíamos en un bosque de problemas de diverso orden, naturaleza y jerarquía, y no podríamos atenernos a lo que debe ser claro, distinto y fundamental.
La primera tesis está sobre todo vinculada al nombre de Croce y dice, en lo sustantivo, lo siguiente: la Historia constituye una proyección, sobre el pasado, de la política del presente [1]. Por esta causa no existen verdades históricas objetivas: la producción de Historia está subordinada a la política del período en que se produce. Se reescribe sin cesar la Historia a causa de que se transforman las condiciones (a veces coactivas) sociales, ideológicas, corporativas y políticas, desde las que se hace descripción, interpretación o análisis histórico. El historiador pertenece a una estructura social dada, está adherido por ascription o por achievement a unos grupos, a los que se debe, y respecto a los cuales refleja o asume los intereses políticos y sociales, tal como éstos actúan en el presente.
La segunda tesis está vinculada sobre todo al primer historicismo alemán [2], y dice en lo sustantivo lo siguiente:
a) El objeto histórico carece de existencia intrínseca: es una construcción intelectual del historiador. Esta construcción es discrecional e incluso, a veces, arbitraria: él selecciona períodos, datos, fechas, documentos, ideas, procesos, y los nombra, clasifica y adjetiva con categorías que forman su instrumental profesional.
b) Esas categorías que él emplea para la construcción del objeto no son puros instrumentos lógicos o científicos; ellas mismas son históricas, y además de su función cognitiva conllevan ideas que traducen o reflejan, directa o indirectamente, la cultura del tiempo y del contexto, son una manifestación de la constante creatividad humana, y con ella una novación, total o parcial, en horizontes y en perspectiva.
Como es obvio, ambas tesis tienen ciertas dimensiones comunes que se refuerzan recíprocamente. Su resultado conjunto es la negación de las condiciones requeribles para producir proposiciones o tesis que sean generalmente aceptadas como verdaderas y de modo conclusivo y cumulativo. Todo producto historiográfico estaría sesgado desde sus orígenes, tanto los motivacionales del sujeto como los cognitivos que delimitan el objeto.
Hasta aquí mi resumen de las tesis combatidas por Schaff. No entraré en la exposición de las soluciones que daba el filósofo polaco, algunas brillantes y otras muy endebles (ingenuas). Ello exigiría varias docenas de páginas, y éstas que ahora escribo tienen por meta una justificación de mi estudio y de la técnica empleada. El lector deseará además, sin duda, que se le hable lo más pronto posible de Barcelona (y por extensión de Cataluña y de España) durante un período de algo más de tres decenios; primero bajo la Guerra Civil, que yo viví siendo apenas un adolescente, y luego bajo el Régimen que en tiempos más cercanos quedó archivado con el término de «franquista». Ahora bien, mi justificación exige que hablemos todavía de estas cosas que, en apariencia, son sola- mente querellas del mundo académico.
Las tesis negadoras de la probabilidad de objetivación de verdad histórica generalmente aceptable de modo conclusivo y cumulativo son re-pensables en dos versiones, una que llamaré débil, embellecedora o estética, y que concierne sobre todo al perspectivismo; y la otra que llamaré fuerte, escéptica o política, y que concierne al presentismo.
Por el estímulo de sus necesidades y capacidades culturales, que trascienden el sustrato biológico, el hombre ha devenido actor que se redescubre y se reinterpreta discontinua y sucesivamente. Desde cada lugar y tiempo piensa las acciones de otros hombres (que fueron protagonistas individuales y colectivos), y al hacerlo enriquece no sólo sus motivaciones (las de aquéllos), sino también sus cogniciones: cómo ellos percibían las otras gentes y las cosas, y sus propios problemas, y valoraban sus medios en relación a sus fines, etc. Este enriquecimiento a posteriori en motivación y en cognición añade una realidad virtual a la realidad fragmentaria y mal conocida de los actores desaparecidos. En qué medida esta realidad virtual es (fue) verdadera, no podemos ni saberlo ni demostrarlo. Y, con todo, tiene una parte cada vez más importante en la reescritura de la Historia.
Si la vida cultural de una formación social es sierva de sucesivos dogmatismos políticos, no actúa como valor vigente el amor a la verdad, una especie de lucidus ordo interiorizado. Lo que se produce es la alternancia de vencidos humillados y vencedores arrogantes. En la radicalización de esta situación lo que hay no es ya creatividad, reinterpretación, enriquecimiento, etc., sino una forma burda y miserable del presentismo que puede incluir la fabricación tanto de la Historia remota, más abstracta, como de la Historiografía más reciente y concreta.
En el último decenio asistimos, en el contexto cultural en el que escribo, a una gigantesca empresa de reescritura de la Historia. Casi cada semana uno puede constatar, y más particularmente oír por alguno de los medios locales de comunicación de masas, a historiadores (o a gentes que usurpan la dignidad del historiador) para decir cosas que le dejan a uno atónito, sea porque se hallan en oposición con hechos de los que uno ha sido coetáneo pasivo, sea porque uno los ha vivido comprometidamente.
Esta percepción no es efecto de un solipsismo. En un libro de notable valor literario, biográfico e histórico, el primer volumen de las memorias del arquitecto Oriol Bohigas (que lleva el significativo e inteligente, título de Combat d’incertesses), puede leerse el siguiente párrafo:
«Ja ho he dit moltes vegades: les falsedats imposades pels historiadors franquistes han quedat —desgraciadament— compensades pels favoritismes documentals i per les memóries voluntáriament i esporuguidament vindicadores dels que abans o ara han fet militáncia de l’anti-franquisme» [3].
Estas frases de Oriol Bohigas no hacen sino confirmarnos que todo el problema sigue en pie, y que no era una constatación gremial, eventual y efímera aquel famoso juicio de uno de los fundadores de los Annales, Marc Bloch (autor no citado por Schaff en su ensayo), juicio que dice que desde 1830 no se hace Historia, sino que se hace política.
Las dimensiones del problema no respetan tampoco a los historiadores que pretenden no estar atados por el principio de solidaridad (o, en otras palabras, que aspiran a no ser etiquetados en una facción política). Pondré un ejemplo que viene de la circunstancia misma que alberga los materiales de mi objeto de estudio. En 1945, recién terminada (en Europa, no en el Océano Pacífico) la Segunda Guerra Mundial, empezó a publicarse en Barcelona una revista cultural titulada Leonardo: Revista de las Ideas y de las Formas. Esta revista, inicialmente muy ceñida (como sugiere la inspiración d’orsiana de su título) a materias de arte y de estética, fue introduciendo cada vez más contenidos políticos, algo que era coherente con la preocupación de muchas gentes del país que, en aquellos momentos, se preguntaban cómo le sería posible al Régimen subsistir frente a la presión internacional, en el aislamiento político y con una situación interna de degradación económica.
En el volumen X de Leonardo: Revista de las Ideas y de las Formas, aparecido en enero de 1946, hay un artículo del escritor catalán Joan Estelrich, una de las figuras intelectuales más conocidas por su colaboración en la «Lliga Regionalista» y por su amistad con Cambó. En este artículo, titulado «Un diálogo político», Estelrich planteaba con toda transparencia el problema del observador, o del político, que se mantiene fiel a sí mismo en tiempos de continuo cambio de ortodoxias:
«Cuando los tiempos se muestran tan rápidamente mudables, el hombre que no cambia se pone en trance de resultar el más inconsecuente. [...] Imaginad un político idealista que, en España, entre 1920 y 1940, haya tenido por norte y guía de sus actos un programa concreto de reformas económicas, sociales o culturales. Durante dicho período España ha tenido monarquía constitucional, dictadura militar, república democrática, guerra civil, régimen falangista. Cada cambio ha producido una verdadera revolución de programas y de personal político; después de cada cambio las ideologías y las fuerzas políticas ofrecían un panorama absolutamente nuevo. El hombre que durante este período no haya hecho ningún cambio de posición o de táctica, se ha eliminado sin más ni más. Y para quienes han cambiado de fines, incluso sin darse cuenta, llevados de los acontecimientos cuando no de las pasiones, aquel que, por no cambiar de objetivos, haya cambiado sus amistades, colaboraciones y alianzas, aparecerá como un inconsecuente» [4].
En otros números de la misma revista aparecen reiterativamente reflexiones sobre el problema de la Historia como ciencia (en su mayoría debidas al historiador, profesor en la Universidad de Barcelona, Rafael Ballester Escalas). En estas reflexiones se hallan, súbita y aisladamente, relámpagos geniales que quedan sin desarrollar ni sistematizar, perdidos en medio de un mar de frases circunstanciales sobre Hegel, Nietzsche, Spengler, etc. El autor no se pregunta por qué se reescribe continuamente la Historia, pero dice cosas que contribuyen a pensar otras respuestas que las vulgares sobre la subordinación de la Historia a la política del presente. Tengamos en cuenta que aquellos ensayos estaban escritos cuando acababan de derrumbarse todas las utopías fascistas, desde la del Reich de los Mil Años hasta los fascismos caseros y folklóricos de otros países menores (no solamente en el Sur de Europa). En uno de aquellos ensayos, Rafael Ballester Escalas hacía un lúcido examen de la relación entre utopía y ucronía. Y escribe que en Historia, como en teoría de la relatividad, tiempo y espacio son una misma cosa, y por tanto que la utopía exige la ucronía:
«A la utopía le estorba el tiempo, que no constituye para ella nada esencial. La característica de lo utópico es la perfección, y el tiempo es algo demasiado delator. [...] En cambio, la tragedia sin el tiempo no se concibe, porque la tragedia es historia» [5].
Lo que el autor está sugiriendo (aunque no lo diga literalmente con estas palabras, o más bien lo diga únicamente con referencia a Inglaterra) es que cada espacio territorial (y social y político) tiene su tiempo, un tiempo que le es propio y que está ligado a su constitución como entidad histórica. Al contrario de la ilusión racionalista y positivista, no hay una historia lineal de la humanidad, en constante progreso:
«El siglo positivista arrastraba una especie de mística cultural, y no se daba cuenta de ello. Acostumbrado a considerar la Humanidad como una Idea platónica, como una entidad homogénea destinada a evolucionar siempre hacia adelante, sin que se estancase ninguna de sus partes, había acabado por sacrificar el factor espacio en aras del factor tiempo» [6].
Esta reflexión es aplicable asimismo dentro de un Estado y dentro de una nación, e incluso dentro de una metrópoli. Y no solamente por las distintas pertenencias, o adscripciones, de cada historiador a una clase social o a un bando político, sino por algo más esencial y que solicita un análisis más profundo: la pluralidad de espacios sociales, sea en el interior de un Estado, sea en el ámbito de una misma gran ciudad, conlleva potencialmente (y a veces necesariamente) una pluralidad de tiempos. Cada actor —universitario, político, financiero, empresario, sindicalista, etc.— y cada aspirante a actor es portador en alguna medida de un tiempo que es propio a su colectivo. Y, con éste, es portador de una cierta manera de percibir la duración histórica, su permanencia y su decadencia.
Este criterio hermenéutico podría trivializarse hasta el ridículo de nuestros empiristas universitarios si se dice, ex. gr., que la temporalidad que vive el especulador en Bolsa (que debe pagar o liquidar en la tercera semana del mes) es de alcance diferente a la temporalidad del cultivador de viñedos (que calcula no solamente cosechas sino también esperanza de vida de sus viñas). Lo que aquí importa es algo de otra naturaleza menos subjetiva y más trans-personal. Cuanto menos homogéneo, social y culturalmente, sea un contexto, cuanto más dividido esté por marcadas diferencias económicas, sociales, culturales, étnicas o lingüísticas, tanta mayor probabilidad hay de que cada sujeto se focalice sobre objetos que le son estrictamente propios, portadores de su temporalidad particular. La pluralidad de objetos (cogniciones, motivaciones, acciones) queda incrementada en los casos en que operan fracturas generacionales intensas, lo cual es a su vez inevitable cuando no hay un sistema educativo público bien institucionalizado, unificado, centralmente orientado y dirigido, y transmisor de valores generalmente aceptados, de los que se hace cargo, transitivamente, una generación tras otra. Si este sistema existe (o existió), como en Francia, entonces resulta que desde el pequeño espacio-tiempo local hasta el gran espacio-tiempo estatal, la comprensión de las acciones humanas viene en última instancia determinada por el espacio-tiempo estatal; éste es determinante nada remoto de las expectativas y carreras de los actores. En el bien entendido siguiente: lo es siempre y cuando exista y esté actuante una auténtica clase dirigente, portadora de un proyecto, dueña de un nivel de gestión pública observable y compartible. Si lo que hay es, en vez de eso, una ficción institucional, como aconteció bajo el Régimen del general Franco, o bien no hay en absoluto clase dirigente, como acontece ahora, entonces no hay tampoco unificación de los micro-tiempos en la serie gobernada del macro-tiempo, y aquéllos se imponen con su desorden, su caos, y sus mediocridades con figura de protagonistas.
A veces, el historiador se ve conducido por las características propias de su objeto y recorre el camino en sentido inverso: de lo estatal a lo local. Este es un rasgo en la carrera de Pierre Vilar. Su primer trabajo importante fue hecho en Barcelona, en 1934, y versaba sobre «Le rail et la route: Leur rôle dans le problème général des transports en Espagne» (publicado en Annales d’Histoire Economique et Sociale, París, Librairie Armand Colin, pp. 571-580). Aunque en aquel estudio Vilar analizaba la política general de transportes en la dictadura de Primo de Rivera y la Segunda República, es ya obvio que su atención queda atraída por particularidades catalanas y, más estrictamente, barcelonesas. El objeto histórico no es, pues, una construcción tan arbitraria como suponen algunas de las tesis criticadas justamente por Schaff. En el análisis de la acción colectiva pueden construirse modelos portadores de una capacidad heurística. Para que ésta se produzca, no sólo han de ser operativas y verdaderas las relaciones entre conceptos y contextos; además de ello, los referentes de los conceptos han de estar ligados de un modo necesario, con coherencia sincrónica y con consistencia serial y diacrónica. La acción colectiva se inscribe en, y forma, sistemas. Tal como he dicho y escrito otras veces, si queremos poner el análisis de la acción humana al nivel científico comparable a análisis en las ciencias «duras», hay que satisfacer no solamente normas lógicas, sino también tres procesos indispensables: conceptualización, contextualización, matematización. Conceptualización: selección y uso de conceptos pertinentes para el sujeto colectivo y para el objeto a explicar. Contextualización: situación social del sujeto y sus relaciones. Matematización: algo más que la mera cuantificación: correlacionar las condiciones mayores de cada estructura con la magnitud y orientaciones de la acción. Se pierde todo rigor científico cuando resulta que, como decía Marx, abstraigo el abstracto de su concreto: entonces no me queda nada más que el abstracto. (Ejemplo actual, la palabrería sobre la contractualidad en la postmodernidad y otras preciosidades de algunos soi disant sociólogos.)
Dicho en otros términos: aunque el objeto es una construcción discrecional, ésta es sui generis porque incluye una realidad que presenta resistencia a la deformación. El investigador motivado por la verdad sabe ponerlo de manifiesto y revelar la pertinencia de la cognición de Renan: «ces choses complexes où tout se tient, où les quelités sortent des défauts, et où l’on ne peut rien changer sans faire crouler l’ensemble».
Por esto es tan esencial, si queremos comprender y explicar, que el historiador permita hablar a los propios actores dentro del contexto de problemas que eran decisivos para ellos y desde la escena donde ellos se agitaban. Esta gentileza científica del historiador incrementa la parte de no manipulación del objeto histórico. Y por esto es también tan esencial que, cuando el historiador ha sido testigo contemporáneo a los hechos, él mismo se convierta en documento: actor frustrado que aporta su testimonio verdadero.
Claro es que esas acciones humanas, individuales y colectivas, que requieren ser comprendidas y explicadas, se inscriben dentro de procesos cuya consistencia y cuya duración y dirección escapan a la conciencia de la inmensa mayoría de los actores. Estos procesos de longue durée son como el cauce de un río respecto a cada gota anónima del agua. Pero de esto no debemos deducir, ni como teoría ni como técnica historiográfica, que los hombres son como sonámbulos dando golpes en la oscuridad, excepto unos pocos que descubren una criatura mística que se pasea por las calles, visible solamente para ellos. La criatura mística puede ser la raza, la nación, la nacionalidad, el Volksgeist, una dinastía real, el sujeto histórico proletario, la vanguardia política del sujeto histórico, la clase social portadora de la Civilización y que es la clase final de la historia, alguna confesión religiosa o las instancias supremas de alguna orden que domina una iglesia universal. El delirio en la materia está bien nutrido. Y claro es que la búsqueda auto-confirmada de la criatura mística no es científicamente admisible como sustitutivo, ni teórico ni técnico, de los datos contextuales de la longue durée producto de acciones colectivas. La comprensión y explicación de la acción humana requiere la síntesis del micro-tiempo y del macro-tiempo.
Diez años después de que Schaff publicase su ensayo, apareció en París un pequeño libro de un gran historiador francés, Maurice Bouvier-Ajam. Era el resultado de la reelaboración de ideas ofrecidas a los estudiantes y profesores de Poznan, con ocasión de haberle sido concedido a Maurice Bouvier-Ajam un doctorado honoris causa por la Universidad Adam Mickiewicz de esa ciudad polaca. El librito (Essai de Méthodologie Historique, París, 1970, ed. Le Pavillon) lleva un prefacio de Gaston Wiet, y tanto éste como el texto son, re-leídos ahora, una pequeña maravilla de humildad, de concisión, lucidez y amor a la ciencia y a la razón racional.
La estrategia del autor del ensayo emerge en las últimas cuarenta páginas, de mucha mayor densidad de lo que deja traslucir un estilo sencillo y en apariencia conductor de obviedades. Después de haber postulado, bien alta, la función de la teoría en el trabajo del historiador (lo cual es algo distinto de la fabricación de una teoría de la Historia), y después de haber dicho que le theóricien a donc des droits, et même des devoirs, Maurice Bouvier-Ajam escribía:
«En Histoire, les faits n’ont jamais tort. [...] Celui qui part d’un postulat, celui qui veut plier les faits aux caprices de sa pensée, celui qui entend prouver le bien-fondé d’une thèse préconçue, celui qui ne cherche qu’à faire triompher ses conceptions [...] aucun d’eux n’est historien et tous sont des doctrinaires.»
«Qu’est-ce donc que la doctrine, si souvent confondue par le grand public avec la théorie?»
El análisis de las formas de doctrina lleva al autor a distinguir seis tipos de doctrina enlazados lógicamente en tres parejas: doctrine-postulat/doctrine-conclusion, doctrine-précepte/doctrine-système y doctrine-préjugé/doctrine-prévision.
Obviamente, no puedo entrar aquí en el detalle sustantivo ni en los ejemplos. Lo importante para lo que estoy diciendo es observar que, después de este ataque fundamental a los doctrinarios, Maurice Bouvier-Ajam recupera la función necesaria del conocimiento de las doctrinas como integrantes de la realidad histórica, e incluso como función supletiva de la teoría:
«La doctrine est, parmi d’autres, un témoin de temps et de mouvements de l’Histoire; elle est, parmi d’autres, une cause d’actions, de réactions, d’impulsions, de réticences, de sobresauts; à un autre titre, elle joue, normalement d’une façon temporaire, un rôle supplétif par rapport à la théorie; elle offre a la recherche scientifique des moyens d’investigation par les suppositions qu’elle soumet aux éventuels contrôles ultérieurs. Encore faut-il que, considérée sous ce dernier aspect, elle reste aussi réaliste que les données concrètes parallèlement acquises le permettent. Ses expressions les plus subjectives, ses utopies, ses normes morales ne rentrent pas dans la discipline historique, sauf, éventuelle- ment, en tant que sources de tendances susceptibles d’engendrer des phénomènes ou d’infléchir des orientations positivement exprimées. Les “doctrines pures” [...] requièrent évidemment l’attention, comme toutes les manifestations de l’intelligence humaine; si passionantes qu’elles puissent être de ce fait, elles ne sont pas des instruments de la recherche scientifique» [7].
Pienso que, de una lectura meditada de estos párrafos, quedan algunas cosas claras:
a) Las doctrinas son constructs intelectuales poseídos por los actores. Corresponde al historiador examinar cuándo esos objetos son asumidos de modo acrítico y apriorístico por un actor, y cuándo resulta que son (al menos en parte) reelaboraciones de la experiencia del actor. En este último caso existe alguna clase de relación o correspondencia positiva entre una vida, un contexto y una ideología. En el primer caso pueden darse correspondencias irracionales o ilógicas, asociaciones sorprendentes. Las cuales se traducen en hechos erráticos, inesperados o irresponsables.
b) El historiador no ha de intentar probar sus propias doctrinas, en el sentido fuerte de probar, el que tiene en las ciencias «duras». La Historia no es una ciencia «dura» (si bien existen, ciertamente, técnicas «duras» para demostrar hipótesis y decidir sobre ellas; por ejemplo, la autenticidad de un documento, la existencia de un problema político, jurídico, etc.).
c) A estas alturas de la historia, escribir racionalmente la Historia es, más que nunca, una cuestión de civilización, esto es, de matices.
d) Cuestión de civilización, en su sentido más exigente: porque la imprenta es demasiado fácil de manipular y reinventar.
Esteban Pinilla de las Heras, en dialnet.unirioja.es/
Notas:
1 En lo sucesivo, Historia (mayúscula) designa el resultado de un trabajo normado por una disciplina universitaria, e historia (minúscula) designa el flujo de eventos. Algún autor anglosajón ha dicho que este último es el input de aquél (que sería el output).
2 Los matices de diferenciación interna en las corrientes de pensamiento y de metodología designadas por el término de historicismo alemán están accesibles a profesores, estudiantes y público, gracias a la edición póstuma de lecciones de Raymond Aron en el Collège de France. Véase Raymond ARON, Leçons sur l’Histoire: Cours du Collège de France, París, Editions de Fallois, 1989, pp. 13 y ss.
3 Op. cit., p. 85, edición de octubre 1989, Barcelona, Edicions 62.
4 Loc. cit., p. 19.
5 R. BALLESTER ESCALAS, «Utopía y tragedia: Ensayo sobre dos modos de concebir la Historia», en Leonardo: Revista de las Ideas y de las Formas, Barcelona, vol. 5, agosto 1945, p. 152.
6 Loc. cit., p. 149 (cursiva en el original).
7 Maurice BOUVIER-AJAM, op. cit., pp. 81-82.
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