3. Cristo, plenitud del Padre
Este punto de nuestra presentación, a lo mejor, debería aparecer después de haber hablado del misterio de la Encarnación. Pero consideramos que, colocando el tema en este momento, subrayamos mejor lo que vamos a tratar, puesto que Cristo es la imagen perfecta del Padre no solamente en cuanto segunda Persona de la Trinidad, sino también por la obra redentora que ha realizado. Así descubrimos en Cristo, al mismo tiempo, la fuente de la verdad, el fundamento de la fe, y la fuente de la gracia, es decir, el origen de la nueva vida que se nos ha dado.
Es bien conocido el precioso capítulo 22 de la Subida, en el cual el santo de Fontiveros intenta responder a una cuestión teológica: ¿por qué ahora, «en la Ley Nueva y de gracia», no es lícito preguntar a Dios y pedir de El nuevas visiones y revelaciones como lo había sido en el Antiguo Testamento? Su respuesta se centra en Cristo, que es la revelación plena y perfecta de Dios. El hombre no necesita ninguna nueva noticia, porque todo ya está dicho en la única Palabra que es Cristo. Es más, no hay nada que sea nuevo y suplementario a Él. Y para que la respuesta adquiera más solemnidad la pone directamente en la boca del Padre. «Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en él, porque en él te lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas. Porque tú pides locuciones y revelaciones en parte y, si pones en él los ojos, la hallarás en todo, porque él es toda mi locución y respuesta, y es toda mi visión y toda mi revelación; lo cual os he ya hablado, respondido, manifestado y revelado, dándoosle por Hermano, Compañero y Maestro, Precio y Premio» (nº 5). De esta manera Dios se ha quedado «mudo», por lo que se refiere a las locuciones y escondido, en lo concerniente a las visitas por las que se hacía presente a su pueblo. «El Hijo de Dios se encarna para hacer humanamente perceptible el rostro y la palabra de Dios. Mirada, gestos, palabras son manifestaciones personales y directas de Dios. De este modo, en Cristo-hombre se manifiesta, no solamente el Verbo, sino la Trinidad por entero y toda la economía de salvación» [40]. El camino a Dios, en todos los sentidos, viene ahora por Cristo.
Como se observa, el párrafo se refiere en primer lugar a las noticias sobrenaturales, a lo que podemos saber acerca de Dios. Pero la plenitud de Cristo tiene también otra dimensión. En el siguiente punto san Juan de la Cruz menciona la obra salvífica de Cristo, sobre todo su muerte en la cruz. Cristo es por lo tanto no sólo fuente perfecta de la sabiduría de Dios, sino también fuente de todas las gracias. A este aspecto apunta otro texto, esta vez del Cántico, que compara a Cristo con una «mina», o «cueva» en la cual se esconden los tesoros de Dios. «Hay mucho que ahondar en Cristo; porque es como una abundante mina con muchos senos de tesoros» (CB 37, 4). A estas profundidades lleva al alma la gracia de la unión mística. Por lo tanto, podemos afirmar que el santo piensa también en la plenitud de los dones vitales que hay en Cristo, es decir, en las gracias que fundamentan la nueva vida en Dios [41].
Hemos de notar que el santo doctor habla de Cristo en cuanto el Todo del Padre pensando en la persona total de Jesucristo. No sólo el Verbo expresa al Padre, lo hace Cristo-Hombre. En este sentido Jesucristo es al mismo tiempo el Todo de Dios, como revelación plena del Padre, y el Todo, de los hombres y de la creación, en cuanto principio de la gracia que nos eleva al estado sobrenatural y de esta manera perfecciona lo más posible al hombre mismo [42]. Cristo poseyó la plenitud de gracia en virtud de su unión personal con el Verbo. Por eso le llama el «Verbo lleno de gracias» [43]. Pero en cuanto fue el verdadero Hombre era la cabeza de toda la humanidad y tuvo la gracia extensiva, o sea, la capacitad de comunicar su gracia a los demás [44]. Así lo expresa san Juan de la Cruz: «El era la cabeza / de la esposa que tenía, / a la cual todos los miembros / de los justos juntaría, / que son cuerpo de la esposa» (P 7, 4, vv. 149-153). En el Romance la palabra esposa una vez está atribuida a Cristo, otra vez a la humanidad. Lo que podría parecer una incoherencia se explica ahora con el concepto de la «cabeza». El Verbo encarnado es la única esposa de Dios, pero en cuanto El es al mismo tiempo la cabeza de la humanidad, ella puede ser llamada también la esposa. En la medida en que el hombre participa en el cuerpo de Cristo participa en su plenitud de gracia, es decir tiene la condición necesaria para la unión con Dios. El hombre es miembro de este cuerpo de la esposa precisamente por su condición de ser justo, es decir, justificado por la gracia. En Cristo el hombre merece la participación en la santidad única de Dios. «Por tu valor merezca tener nuestra compañía» (Ibídem, v. 80).
4. Cristo, vida del hombre
La verdad que acabamos de describir es el presupuesto de la obra del santo y punto de partida en el camino que emprende el alma hacia la unión. Y eso por la simple razón de que es posible la unión con Dios en Cristo Hombre, en el cual -como afirma san Pablo- «reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2, 9) [45]. «Todo lo que el Verbo es en sí, lo es para las almas. El Verbo es Hijo de Dios, Sabiduría del Padre, resplandor de su gloria y figura de su sustancia, Creador y lleno de gracias, pues, eso mismo es para las almas. En una palabra, el Verbo tan bellamente concebido por san Juan de la Cruz es el objeto de las aspiraciones, de los deseos y peticiones del alma que marcha hacia la perfección» [46]. Así, al principio del Cántico, describe el objeto que pretende conseguir el alma, que le sea mostrada «la esencia del Verbo divino, su Hijo, porque el Padre no se apacienta en otra cosa que en su único Hijo» (CB 1, 5). Esta unión con Dios, que aquí llama por esta razón «pasto», consiste en descubrir a Cristo y entrar con El en la relación de Amado-amante. Este pasto, pues, del Verbo Esposo, donde el Padre se apacienta en infinita gloria, y este pecho florido, donde con el infinito deleite de amor se recuesta escondido profundamente de todo ojo mortal y de toda criatura, pide aquí el alma esposa cuando dice: ¿Adónde te escondiste? (Ibídem).
a) Relación de Amado-amante
Dios en la gracia comunica al hombre todos los bienes que por naturaleza posee Cristo. Esta comunicación, como una donación perfecta, sólo se puede realizar en el marco del amor. Por eso san Juan de la Cruz la describe en términos de la relación Amado-amante. Cristo entrega los bienes que posee en plenitud cuando el alma se convierte en amante de ÉL La regla fundamental de este proceso es la siguiente: «el verdadero amante entonces está contento cuando todo lo que él es en sí y vale y recibe lo emplea en el amado, y cuanto más ello es, tanto más gusto recibe en darlo» (LB 3, 1).
En la medida en que el alma se entrega más a su Amante recibe más dones y más gracias que culminan en la consumación del amor durante el matrimonio espiritual. Sin embargo, Cristo está presente en todo este proceso, desde el principio, y además es quien lo estimula. El inicio tiene lugar a causa del enamoramiento de Jesucristo, luego pasa por la búsqueda del Amado en el mundo, para que al final el alma le encuentre escondido en su más profundo fondo. En cada momento la presencia del Amado se muestra a través de lo que denomina el santo «llagas de amor» que alcanzan diversos grados, según responde el alma. «La Trinidad llaga a la persona en el toque o encuentro profundo con Cristo. La llaga de amor de que ahora hablamos viene produciéndose desde el principio, cuando el alma salió «con ansias en amores inflamada»; más adelante las realidades creadas, al trasparentar a su Hacedor, llagan a la esposa: «y todas más me llagan» (CB 7, 8). Y en este momento, que ahora comentamos (de matrimonio espiritual) el alma está plenamente llagada por ese toque de Cristo. Una vez más Juan de la Cruz hace una interpretación erística de estas gracias, entendiéndolas como el premio prometido por Jesús; se cumple «la promesa del Esposo en el Evangelio que daría ciento por uno»» [47].
El inicio de este camino está determinado por la inflamación del amor. Cristo está presente en el alma no sólo por la presencia de inmensidad sino está presente en virtud de la gracia santificante del bautismo. Esta gracia provoca a través de las virtudes teologales la inflamación del amor, el cual, si el alma responde, termina en una determinada conversión al servicio de Dios [48]. El santo carmelita utiliza la palabra «inflamación» para subrayar la pasividad del alma, el amor de Dios lo recibe como un don absolutamente gratuito, al cual puede luego responder. Pero el primer paso pertenece a Dios, el hombre no es capaz de amar sobrenaturalmente a Dios sin que El primero no lo habilite para esto. Dar la gracia santificante significa incorporar al hombre en Cristo y desde ese mismo momento el alma se convierte en la esposa de Dios, según lo que es el Verbo en relación al Padre. «Dice, pues, el alma que con ansias, en amores inflamada, pasó y salió en esta Noche oscura del sentido a la unión del Amado, porque, para vencer todos los apetitos y negar los gustos de todas las cosas -con cuyo amor se suele inflamar la voluntad para gozar de ellos- era menester otra inflamación mayor de otro amor mejor, que es el de su Esposo» (1S 14, 2). A partir de este momento empieza a percibir y mirar a Cristo como a su Amado. E inmediatamente viene la experiencia de la ausencia.
Parece que en los escritos de san Juan de la Cruz, el concepto del Amado está estrechamente vinculado con la experiencia de su ausencia. Podemos notar, en primer lugar, que no habla de la ausencia de Dios en el mundo. Todo lo contrario, destaca su presencia en todas las cosas, incluso allí donde difícilmente el hombre piadoso lo esperaría, como es el caso de un pecador. Pero al mismo tiempo habla de la ausencia, casi insuperable, incluso en la unión del matrimonio. ¿Cómo se explica esta ambigüedad? Precisamente por el concepto de Amado. Dios puede ser experimentado como ausente en cuanto se ha convertido para el alma en el Amado. Sólo a alguien a quien se ama se echa de menos, se desea un contacto con él, se busca la unión mayor posible y aún al conseguirla no se está satisfecho. Hablar, pues, de la ausencia del Amado sólo es posible a aquél que ama y se siente amado, y que, además es consciente de su deficiencia en el amor. Con lo cual la ausencia no es el alejamiento y abandono de Dios; es más bien encerramiento del hombre en sí mismo y en sus apetitos y aficiones que oscurecen el descubrimiento total del Amado. En cuanto el hombre supera los obstáculos y se abre a este «amor mejor», descubre a Dios que se le presenta como Amado. «Entonces le puede el alma de verdad llamar Amado, cuando ella está entera con Él, no teniendo su corazón a alguna cosa fuera de Él, y así, de ordinario, trae su pensamiento en Él (...). Algunos llaman al Esposo Amado, y no es amado de veras» (CB 1, 13). En definitiva, el hombre sólo siente el abandono de Dios, cuando no le ama, y no cuando Dios ha dejado de amar al hombre, porque esto no sucede nunca. En cambio, cuando responde positivamente a la «inflamación del amor», el aparente abandono se convierte en la ausencia que es más bien la expresión de un deseo cada vez mayor de amar y de buscar el encuentro con el amado.
La relación Amado-amante expresa, en el pensamiento del santo, la realidad de gracia santificante, la presencia real de Cristo en el alma y la consiguiente confirmación con ÉL. El estado ideal de esta relación lo define en el Cántico con una fórmula clave: «cuando hay unión de amor (...) es verdad decir que el Amado vive en el amante y el amante en el Amado» (CB 12, 7). Estas palabras hacen clara referencia -sin que el santo lo anotara expresamente- a la definición que da santo Tomás de la presencia de Dios en el alma por la gracia [49]. Sin embargo, notamos algunas diferencias. Primero, el místico no se refiere al conocimiento, por lo cual podríamos justificar que en este mismo momento está hablando del amor entre Dios y el alma, y por eso sólo aprovecha la segunda parte de la frase. Esto, por supuesto, no quiere decir que desconoce el valor del conocimiento y su relación con el amor, del que trata ampliamente en otros lugares. La diferencia más importante estriba en que parece completar de alguna manera la expresión de santo Tomás. Ya no es solamente el amado el que vive en el amante, sino también, en virtud del mismo amor que les une, el amante el que habita en el amado. ¿Qué pensar de esto? A nuestro parecer caben dos posibilidades. Primero, que el santo pone de relieve que no solamente el alma posee a Dios, sino también -y esto tal vez es la expresión más correcta- se halla poseída por Dios, de manera que, como él mismo dice, todas las operaciones del alma son las de Dios [50]. La segunda posibilidad es que el santo está pensando en la gracia mística de la unión, que alcanza ya tal perfección que tiene lugar el intercambio del amor, es decir, el alma ama con la misma intensidad con que es amada. Esta reciprocidad del amor la llama el santo carmelita la consumación del amor. En virtud, pues, de esta reciprocidad se puede hablar de que también el amante vive en el amado. Ambas interpretaciones no se excluyen, más bien apuntan a una unidad del proceso que empieza por la donación del Amado en la gracia santificante y termina en la unión perfecta en el estado místico. Ahora dejamos el problema de la relación que puede existir entre ambas gracias. En cambio nos detenemos en las consecuencias que saca el santo de esta expresión. El santo determina tres características o niveles de la unión amorosa.
— El amor iguala los amantes. La relación del amor entre dos sujetos es de tal clase que provoca la igualdad y semejanza: «la propiedad del amor es igualar al que ama con la cosa amada» (CB 28, 1). Es uno de los presupuestos filosóficos alrededor del cual se construye la visión del santo, tanto de la mortificación como de la unión entre Dios y el hombre [51]. Esta regla vale en todo tipo de relaciones que surgen no solamente entre los hombres, sino también entre el hombre y las cosas o con Dios. De todos modos en el caso de la relación con las cosas materiales, el santo doctor prefiere hablar de la «afición» y «asimiento» más que de amor. El fundamento de esta tesis estriba en que san Juan de la Cruz percibe el amor sobre todo como donación de sí mismo. De ahí brota la igualdad que es de tipo moral. El hombre, al ofrecerse al otro, deja que éste domine su voluntad y pensamiento y dirija las acciones según sus valores y su modo de ser. Por tanto, el santo precisa todavía más esta relación.
— El amor sujeta el amante al amado. «El amor no sólo iguala, mas aun sujeta al amante a lo que ama» (1S 4,3). Es un paso más adelante, y en cierto sentido consecuencia de la igualdad. Esta observación la aprovecha el santo para argumentar que si el hombre pone su afición en las cosas se degrada, porque se sujeta a ellas, que son criaturas inferiores a él. En cambio, si ama a Dios se engrandece, hasta trascender su humano modo de ser. Por eso introduce otra conclusión.
— El amor lleva a transformación. Si en los casos anteriores las reglas valían para todo tipo de relaciones, en éste, san Juan de la Cruz sólo piensa en la relación hombre-Dios. Ya no es una simple dominación o subordinación moral que ejerce el objeto amado en el amante. Aquí se trata de una transformación real, física, aunque sin confundir la naturaleza humana con la divina. «Y tal manera de semejanza hace el amor en la transformación de los amados, que se puede decir que cada uno es el otro y que entre ambos son uno. La razón es porque en la unión y transformación de amor el uno da posesión de sí al otro, y cada uno se deja y da y trueca por el otro y el uno es el otro y entre ambos son uno por transformación de amor» (CB 12, 7). Esta presencia real la expresa el santo carmelita con una imagen del dibujo de Amado que posee dentro de sí el alma. El dibujo supone la presencia del Amado condicionada por las virtudes teologales, por .eso todavía no perfecta tal como se dará en la visión beatífica [52]. «Porque aquí el alma se siente con cierto dibujo de amor, deseando que se acabe de figurar con la figura cuyo es el dibujo, que es su Esposo el Verbo Hijo de Dios (...), porque esta figura es la que aquí entiende el alma en que se desea transfigurar por amor» (CB 11, 12).
De su unión con el Amado el alma recibe dos propiedades, es decir, la plena posesión de los dones vitales y la sabiduría sobrenatural.
b) Incorporación en Cristo
En el contexto de la transformación del amante en el Amado aparece la frase de san Pablo Vivo yo, ya no yo, sino que vive en mi Cristo (Ga 2, 20). Según una interpretación común, dada a lo largo de los siglos por teólogos y santos, el texto habla de una situación de incorporación en la vida de Cristo por la gracia [53]. Esto significa la participación en la condición de hijo de Dios y por consiguiente en la naturaleza divina.
Constatamos que el santo de Fontiveros se inserta plenamente en esta corriente de reflexión teológica. Presenta a Cristo como plenitud vital del Padre, El es la vida que desciende a los hombres. En Romance lo declara como «Vida que de arriba descendía» (vv. 215) y para que «dentro de Dios absorta, / vida de Dios viviría» (vv. 165-166). Este movimiento descendente-ascendente responde a la unidad del misterio de Cristo expresado en el doble momento de la Encarnación-Redención. El Hijo de Dios nace en la carne para luego morir en ella, y en consecuencia «nacer» de nuevo por la resurrección. De esta manera, la vid de Dios se implantó en la humanidad, porque, gracias a la muerte de Cristo, la muerte dejó de ser un obstáculo, y quedó integrada en la vida.
«Esta causalidad de Cristo se debe entender como una redención histórica y personal de cada hombre hasta su plena «absorción» por la Vida, es decir, hasta la plena «victoria» del alma sobre sus enemigos y su correspondiente «conformidad» con Cristo. De tal forma, la expresión «que dentro de Dios absorta, vida de Dios viviría» viene a realizarse en esta vida cuando el alma puede cantar con el Apóstol el himno de triunfo: «Yo que soy la Vida, siendo muerte de la muerte, la muerte quedará absorta en vida» (LB 2, 33). La «absorción» de vida en Dios equivale, según esto, a la perfecta liberación de los enemigos espirituales, que Cristo lleva a cabo rescatando a su esposa hasta poderla llamar «reina» suya» [54].
Para san Juan de la Cruz está claro que la frase de san Pablo sólo es válida en cuanto el hombre se identifica con el misterio de Cristo, no solamente de manera moral, o espiritual, sino que sacramentalmente participa en su misterio de muerte-vida. Pero tal situación exige algo más, es decir, es preciso que el hombre haga que sus operaciones del alma sean conformes con las operaciones de Dios. Por eso, cuando alega esta frase de san Pablo, habla de la conformidad del pensamiento con Cristo en la fe y la voluntad en el amor. Con esto, creemos, añade un matiz nuevo a las interpretaciones que se han dado. Y es que -según él- esto sucede cuando el hombre se une perfectamente con Cristo en el matrimonio espiritual, porque entonces quedan asumidas todas sus fuerzas y potencias en Él. «¿Qué increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad, pero por modo comunicado y participado, obrándolo Dios en la misma alma» (CB 39, 4). Esto, por otra parte, equivale a decir que el hombre es «Dios por participación» (Ibídem). Vivir en Cristo, significa, pues, vivir la vida de Dios, más aún, participar en su misma naturaleza.
En los tres lugares en que cita la frase (CB 12, 7; CB 22, 6; LB 2, 34) siempre lo hace en el contexto de la unión mística, no porque la vida en Cristo fuese una propiedad exclusiva de la gracia mística, sino porque es entonces cuando la expresión de san Pablo se hace plenamente realidad. Siendo transformadas las operaciones del alma ya no queda nada que obstaculice la perfecta identificación con la voluntad y sabiduría de Cristo, lo que no siempre sucede cuando el hombre pasa todavía por los caminos de purificación. Este camino se realiza también en la unión con Cristo que es la Puerta de la perfección, y Cristo presta en virtud de esta unión su ayuda para poder vencer a los enemigos del alma (cfr. 2S 7, 2-3). En este estado, el alma más bien saca fuerzas y provecho de la vida de Cristo, sin embargo todavía no es capaz de responder con lo mismo. Pero, para san Juan de la Cruz, la vida, y más todavía la vida divina, es continuo intercambio de amor y de los dones que hay para ofrecer. Por lo tanto, la vida de Cristo en el alma se hace plena realidad cuando ella es capaz de responder con el mismo amor con que es amada.
c) El hombre nuevo
La configuración con Cristo constituye la base para hablar del «hombre nuevo», otra expresión literaria genuina y exclusiva de san Pablo que incorporó en su obra san Juan de la Cruz. El concepto estaba muy presente en la literatura espiritual de todo género, pero más todavía en el ámbito de la vida religiosa. La pro pia liturgia carmelitana la recoge en la toma del hábito religioso [55]. El santo, siendo varios años superior de sus frailes, comentaba su rico contenido teológico. Sin duda, las influencias de estos hechos marcaron su visión, y podemos encontrar en sus escritos huellas de aquellas reflexiones, cuando habla de «desnudarse del hombre viejo y vestirse del nuevo».
Podemos encontrar varios lugares, dispersos por toda la obra, donde hace referencia a esta expresión, pero sobre todo hay tres párrafos donde habla de la realidad subyacente en ella, es decir: 2N; CB 20-21; LB 2, 33 [56].
En 2N 3, 3 advierte que el objeto de todas las purificaciones y noches que está pasando el alma son los sentidos, tanto exteriores como interiores, y las potencias del alma, que han de cesar en sus operaciones. Por supuesto que no se trata de una suspensión total, lo que equivaldría a una muerte física del hombre. El santo habla siempre en referencia a Dios, y desde este punto de vista, los sentidos y potencias no pueden con su natural modo de obrar unirse con Dios. El hombre nuevo aparece como condición de esta unión. «Queriendo Dios desnudarlos de hecho de este viejo hombre y vestirlos del nuevo, que según Dios es criado en la novedad del sentido, que dice el Apóstol (Col 3, 10), desnúdales las potencias y afecciones y sentidos, así espirituales como sensitivos, así exteriores como interiores, dejando a oscuras el entendimiento y la voluntad a secas, y vacía la memoria y las afecciones del alma en suma aflicción, amargura y aprieto». Esta obra de «desnudación» se realiza por medio -según el santo- de la «pura y oscura contemplación» (Ibídem). La Subida y las Noches tratan de como alcanzar en la práctica esta purificación, que podríamos calificar como un estado preparatorio de claro aspecto negativo para el nacimiento del hombre nuevo. En este estado, adquieren especial importancia tres actitudes del hombre: la pobreza, en cuanto conciencia de la propia nada; el sacrificio como actitud que lleva al dominio sobre la carne; y la humildad como reconocimiento de la necesidad de la ayuda divina [57]. El término ya está marcado, las operaciones del alma han de convertirse en las operaciones divinas. El problema que queda es el modo de hacerlo.
Hasta ahora todo nos hace pensar en las más estrictas exigencias ascéticas y en los métodos de mortificación y sacrificio. ¿Acaso el ser «hombre nuevo» tiene rasgos de construcción, que pone de relieve la actitud propia o tiene aspecto de nacimiento que naturalmente ha de pensar en otro y ver en la novedad el trasfondo de gracia? Es interesante notar que el santo doctor habla poco en términos de nuevo nacimiento. Toda su visión se centra en el concepto de transformación, donde el hombre participa con todas sus fuerzas, aunque es cierto que en buena parte del proceso su actitud es pasiva. Algo semejante notamos en este caso. El cambio de hombre viejo en hombre nuevo lo describe en términos de cambio de vestido. Eso sí, no es una ropa cualquiera, es un hábito que, dada su conexión con el significado teológico de esta palabra, hace pensar en el más profundo y definitivo cambio. El problema se explica, a nuestro entender, porque san Juan de la Cruz habla para los que ya han nacido de nuevo por la gracia. No ve necesario, por lo tanto, destacar todo lo que se refiere al cambio de principio en la vida cristiana, que efectivamente tiene mucho que ver con el concepto de nacimiento. Ahora se trata de cómo responder al acontecimiento del bautismo en el cual hemos sido incorporados en Cristo [58]. Hay que conformarse con El, es decir, recibir de El todo lo que El es. Por lo tanto el concepto de «revestirse» le parece al santo más adecuado. Eso, por otra parte, no quiere decir que la iniciativa sea exclusivamente de parte del hombre. Todo lo contrario, tanto la vestidura como la actitud de vestir son de Dios.
En un texto, posterior del segundo libro de la Noche, lo subraya más detalladamente. Destaca el papel principal de Dios, al mismo tiempo que explica en qué consiste el cambio. «Dios hace merced aquí al alma de limpiarla y curarla con fuerte lejía y amarga purga (...), oscureciéndole las potencias interiores y vaciándoselas acerca de todo eso, y apretándole y enjugándole las afecciones sensitivas y espirituales, y debilitándole y adelgazándole las fuerzas naturales del alma acerca de todo ello (lo cual nunca el alma por sí misma pudiera conseguir}, (...) y así se la renueve, como el águila su juventud (Sal 102, 5), quedando vestida del nuevo hombre, que es criado, como dice el Apóstol, según Dios. Lo cual no es otra cosa sino alumbrarle el entendimiento con la lumbre sobrenatural, de manera que de entendimiento humano se haga divino unido con el divino; y ni más ni menos, informarle la voluntad de amor divino, de manera que ya no sea voluntad menos que divina (...); y la memoria, ni más ni menos; y también las afecciones y apetitos todos mundanos y vueltos según Dios divinamente» (2N 13, 11).
Estas expresiones obligan a acudir al otro texto donde el santo habla del nuevo vestido que se ha puesto el alma, primero para salir de su casa inadvertida por los amigos, y segundo, para ser grata delante de los ojos del Amado. «Sale disfrazada con aquel disfraz que más al vivo represente las aficiones de su espíritu y con que más segura vaya de los adversarios suyos y enemigos, que son demonio, mundo y carne. Así, la librea que lleva es de tres colores, que son blanco, verde y colorado, por los cuales son denotados las tres virtudes teologales, que son fe, esperanza y caridad, con las cuales no solamente ganará la gracia y voluntad de su Amado, pero irá muy amparada y segura de sus tres enemigos» (2N 21, 3). El cambio que tiene lugar en el hombre que pasa de su condición vieja a la nueva, se realiza a través de las virtudes teologales que Dios infunde en el alma por la gracia. Ellas operan sobre las potencias del alma y las habilitan para las operaciones sobrenaturales, es decir, posibilitan el encuentro y la unión con Dios. El nuevo modo de entender es desde ahora la fe, el nuevo modo de obrar la caridad y la esperanza. Es el mismo hombre el que piensa y ama, pero el objeto de su pensamiento y amor, el motivo y carácter es sobrenatural, es decir concordante con la voluntad divina.
En Llama, al aludir otra vez al tema del «hombre nuevo», subraya precisamente este aspecto vital. La muerte significa los im perfectos hábitos y natural «uso de las potencias». En cambio, la vida significa no tanto una mejoría notable de lo que el hombre es capaz, sino un cambio radical. Es la vida de Dios. «Y, como quiera que cada viviente viva por su operación, como dicen los filósofos, teniendo el alma sus operaciones en Dios por la unión que tiene con Dios, vive vida de Dios, y así se ha trocado su muerte en vida, que es vida animal en vida espiritual» (LB 2, 33).
Este trueque muerte-vida es posible sólo en la participación de Cristo, de su muerte y de la resurrección que se realiza en nosotros por la gracia. Aunque el santo no parte del hecho del bautismo, y así la figura de Cristo queda un poco en la sombra en el tema del «hombre nuevo», sin embargo, es consciente de que el cambio sólo es posible gracias a Él y su gracia. En definitiva, Cristo es el modelo del hombre nuevo, porque Él es nuevo Adán y la Cabeza de la nueva humanidad. «Jesucristo ha venido a convertirse para el hombre en figura y modelo. El nos ha conseguido el despojarnos del hombre viejo, para ser en El hombres nuevos. Al habernos otorgado la filiación divina, nos ha posibilitado un modo nuevo de conocer en Cristo, quedando transformado y renovado todo nuestro ser personal. El es por eso, la medida de ese hombre nuevo en quien hemos sido recreados y renovados» [59].
II. La gracia de Cristo, medio de nuestra filiación
Cristo, al ser la plenitud del Padre, revela el misterio eterno del divino amor que constituye el principio de nuestra salvación. Desde el momento de la Encarnación este misterio de Dios es misterio de Cristo y de esta manera el misterio de nuestra salvación se realiza en Cristo por ser El Hijo de Dios encarnado, es decir, por ser «instrumento», o realización del plan salvífico de Dios. Participar en la redención significa tener parte en Cristo, estar estrechamente unido con Él por la gracia en el Espíritu Santo. Ya hemos visto en el párrafo anterior que al hablar de Cristo en la visión de san Juan de la Cruz fue imposible prescindir de la gracia vinculada, o con el misterio de la Encarnación, o con la muerte en la Cruz. Podemos decir que el Cristo desvelado, «humanado» es la gracia poderosa de Dios entre los hombres y sus dones son inseparables de Él. En Cristo, pues, que es Mediador de nuestra unión con Dios, encontramos al mismo tiempo el medio de esta unión que es la gracia. «Según el místico doctor, medio es todo aquello en que deben convenir dos cosas para unirse. Para que Jesucristo sea verdaderamente Mediador entre el alma y Dios, necesariamente ha de convenir el alma en Cristo, es decir, unirse con Cristo; y como quiera que en Cristo habita la plenitud de la Divinidad, en Cristo se une el alma con Dios» [60], según las palabras de san Juan (Jn 14, 6), que cita el místico en la Subida: «ninguno viene al Padre sino por él» (2S 7, 8). La unión con Cristo se realiza entonces a través de la gracia que es el don más grande de su amor, porque hace compartir con el hombre todo lo que El es, es la perfecta entrega de sí mismo.
Por lo tanto después de haber hablado de la mediación de Cristo pasamos directamente a tratar de la realidad de la gracia que realiza en el hombre la semejanza con Dios.
1. Las nociones de la gracia
Como era de esperar en los escritos de san Juan de la Cruz, que tienen principalmente un objetivo pastoral, el instrumento semántico no es homogéneo. El santo doctor emplea unas palabras que no siempre tienen el mismo preciso significado teológico. Otras veces para describir la misma realidad utiliza diferentes palabras, que aparentemente no tienen mucho que ver con lo que describe. En este caso se nota una fuerte influencia de su modo poético de mirar las cosas y de expresar lo que siente y piensa. Por último, hemos de añadir que en sus obras muy a menudo tienen un valor más fuerte las imágenes que las palabras. Todo esto debemos tenerlo en cuenta a la hora de hablar sobre el concepto de gracia. Por lo tanto hacemos primero unas observaciones lingüísticas.
a) La diversidad de términos
La palabra «gracia» tiene en sus escritos diverso y amplio significado. Funciona como expresión de encanto, amabilidad, amorosidad, algo que aparece atractivo, que contiene en sí algunas cualidades buenas. Lo mismo puede expresar cualquier don, regalo, dádiva o favor que recibe el hombre. Es más bien el significado natural, que no siempre se refiere a las relaciones espirituales entre el hombre y Dios. Igual está hablando de las gracias que tienen las cosas y por lo tanto las llama «graciosas» [61]. Pero, al mismo tiempo hay que subrayar, que con esta manera de hablar pone de relieve la dependencia de todo el mundo de Dios; todo lo que existe está hecho por Dios y ha recibido diversos dones de Él [62].
Pero el uso más frecuente de la palabra responde, sin duda, a su significado propiamente teológico en cuanto describe la realidad salvífica y el principio de nuestra transformación en Dios, cuya causa eficiente y ejemplar es Cristo. En este sentido utiliza la palabra tanto para designar el sentido objetivo de la gracia como una propiedad del hombre justo que tiene el principio objetivo de la vida divina, como para describir su sentido subjetivo en cuanto la acción amorosa y gratuita de Dios que eleva al alma al nuevo, sobrenatural modo de vivir, su favor que hace al hombre, o incluso habla de Dios mismo que está presente en el alma o que hace visitas a ella. En el primer caso se apoya en palabras como: «merced», «favor», «virtud», «maravilla», o simplemente «don». En el segundo caso emplea sinónimos: «bondad», «misericordia», «caridad», «comunicación de Dios» [63]. Sin embargo, no encontramos lugares donde distinga claramente entre, por ejemplo, la gracia actual y habitual, la gracia creada o increada, etc. Esta terminología, típica de la teología sistemática, es ajena a su estilo, a pesar de que en determinados momentos estas realidades constituyen el objeto de la reflexión del santo. Para captar un contenido correcto necesitamos recurrir en estas ocasiones al contexto, o hacer un análisis comparativo con otros lugares.
b) Las categorías bíblicas
Más que de los conceptos elaborados por la tradición teológica san Juan de la Cruz se sirve del lenguaje bíblico que habla de la relación especial de amistad y caridad del hombre con Dios establecida en y por Cristo. Especialmente aprovecha las expresiones de san Pablo y las imágenes de san Juan.
La fórmula de san Pablo, de que ya hemos hablado en este capítulo, es decir, in Cristo Iesu, pone de relieve dos aspectos. En primer lugar está la muerte, o desprendimiento del hombre viejo, y en segundo, el revestimiento en Cristo, que supone un nuevo vestido que viste el hombre redimido por la gracia. El santo doctor utiliza esta expresión no solamente para describir la realidad de la gracia santificante sino también para referirse al estado de gracia, es decir, a la gracia habitual. En este caso el vestido o hábitus significa para el santo fundamentalmente el don de Dios, pero al mismo tiempo significa las virtudes y buenas obras que hace el hombre en la unión con Dios y con la ayuda de su amor. Para entrar en la unión con Dios es necesario «disfrazarse», o sea, vivir plenamente de la gracia que le ofreció el Amado. Como dice en texto ya citado «el alma, pues, tocada del amor del Esposo Cristo, pretendiendo a caerle en gracia y ganarle la voluntad, aquí sale disfrazada con aquel disfraz que más al vivo represente las aficiones de su espíritu y con que más segura vaya de los adversarios suyos y enemigos, que son demonio, mundo y carne. Así la librea que lleva es de tres colores principales, que son blanco, verde y colorado, por los cuales son denotados las tres virtudes teologales, que son fe, esperanza y caridad, con los cuales no solamente ganará la gracia y voluntad de su Amado, pero irá muy amparada y segura de sus tres enemigos» (2N 21, 3).
En la canción 30 del Cántico habla de las «flores y esmeraldas» por las cuales entiende respectivamente las virtudes del alma y los dones que tiene de Dios. De ellas hará «guirnaldas» para agradecer a su Amado. «Para cuya inteligencia es de saber que todas las virtudes y dones que el alma y Dios adquieren en ella son en ella como una guirnalda de varias flores con que está admirablemente hermoseada, así como de una vestidura de preciosa variedad» (CB 30, 6). Evidentemente lo que agradece a Dios es sólo la gracia, es decir la semejanza y la identificación con Cristo. Pero esta unión con Cristo el santo no la considera solamente en cuanto don de Dios, sino también es en cierto sentido como resultado de la actitud del alma. No es, sin embargo, una actitud cualquiera, son las obras hechas en la unión con Cristo cuando todo lo que hace el alma es divinizado y transformado en las operaciones divinas. Este modo de hablar sobre la gracia pone de relieve no tanto una cualidad estática, una propiedad del alma, sino una vida del alma, una vida de amor en perfecta conformidad con Cristo, don de no obstante, puede realizarse toda la persona con sus propias peculiaridades y su libertad. Precisamente en esta situación la libertad humana puede realizarse plenamente porque ha entrado en comunión con la fuente misma de la vida, Cristo que es la plenitud del Padre, y también por eso puede liberarse de sus tres enemigos.
Otro concepto paulino, con respecto a la gracia, que ha incorporado san Juan de la Cruz es la filiación divina. Nuestra filiación es una semejanza a la del Hijo por naturaleza, reproduce la imagen del Hijo y hace de nosotros herederos de Dios y coherede ros de Cristo, sobre todo en el amor. Para san Juan de la Cruz el amor es el rasgo característico de esta adopción. Fue hecha gratuitamente por Dios ya en el momento de la creación, confirmada y de una manera nueva dada en la cruz y que se cumple plenamente en la unión mística. Entonces es cuando el hombre goza de todas sus propiedades y derechos. «Allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo, y que ella le posee con posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como hijo de Dios adoptivo, por la gracia que Dios le hizo de dársele a sí mismo» (LB 3, 78).
Una de las más frecuentes y queridas imágenes de la gracia que maneja el santo carmelita está inspirada en la teología de san Juan de la vida y de la comunión con Dios. Ambas realidades están estrechamente vinculadas tanto en san Juan como en san Juan de la Cruz, salvo que este último prefiere hablar en vez de «comunión» de la «unión con Dios». La historia del alma enamorada es la historia de una realidad interior del alma que tiene su punto de nacimiento que crece continuamente, que sufre esperando y que padece sus faltas e imperfecciones que en sí descubre. Es la descripción de una vida sobrenatural que está estimulada por el amor de Dios. Ya lo hemos visto en la relación con el mundo; la vida en la tierra es reflejo de la vida de Dios. La comunicación de la vida se da en el grado mucho más alto en caso del hombre justificado, porque es de orden sobrenatural donde intervienen activamente todas las personas de la Trinidad. «Dijo Jesús que en el que le amase vendrían el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, y harían morada en él (...) haciéndole vivir y morar en el Padre, y el Hijo y el Espíritu Santo en vida de Dios» (LB, Pról.). La realidad de la gracia como vida de Dios expresa la anticipación de la gloria celestial que es la participación plena en la vida de Dios. «Según esta transformación, podemos decir que su vida y la vida de Cristo era una vida por unión de amor, lo cual se hará perfectamente en el cielo en divina vida (...) porque transformados en Dios, vivirán vida de Dios y no vida suya, aunque sí vida suya, porque la vida de Dios será vida suya» (CB 12, 8). El santo llega a afirmar que existir sin la unión con Dios no es la vida [64] y por eso para alcanzar la más perfecta cumbre de esta unión fácilmente prescindiría de la vida terrena. Por lo tanto, el alma enamorada desea la muerte para vivir plenamente en Dios. Al contrario, estar en pecado significa la muerte del alma. La gracia en cuanto la vida es reflejo y don de la relación intra-trinitaria de las Tres Personas. «Como el Padre y el Hijo / y el que dellos procedía / el uno vive en el otro, / así la esposa sería, / que, dentro de Dios absorta, / vida de Dios viviría» (P7, vv. 161-166). Por lo tanto la vida que representa la gracia no puede ser de otra índole sino la comunicación del amor.
Krzysztof Gryz, en dianet.unav.edu/
Notas:
40. F. Rurz, Jesucristo: rostro humano..., op. cit., p. 77.
41. X. PIKAZA, al comentar esta canción observa, que las «cavernas» hacen pensar en el viejo mito de la madre tierra (las cuevas son escondidas en la tierra) de donde nació el hombre y que vuelve a nacer otra vez, pero ahora en el amor de Cristo. «El nacimiento primero lo hizo cada uno a solas; de la cueva de la madre tierra vinimos a un mundo de dolores y fatigas. Para este nuevo y segundo nacimiento ya no vamos solos; entramos en pareja, es decir, en comunión dual», El cántico espiritual..., op. cit., p. 384.
42. «Jesucristo es Todo. No solamente el centro, sino el Todo . El Todo de Dios, en primer lugar: su mismo ser y vida, su imagen y su palabra, su hermosura y su amor. Y es, igualmente, el Todo del hombre: su origen y destino, es sentido de su vivir y su morir y servir; el alma de toda la creación, personas y cosas, cielo y tierra», F. Ruíz, Jesucristo: rostro humano..., op. cit., p. 93.
43. «El rostro del Verbo lleno de gracias, que embisten y visten a la reina del alma, de manera que, transformada ella en estas virtudes del Rey del cielo, sea hecha reina» (LB 4, 13).
44. «De igual manera que en la cabeza están todos los sentidos, así en Cristo estuvieron todas las gracias», SAN AGUSTIN, Epist. ad Dardanum, 13, PL 33, 847; cfr. SANTO TOMAS: «El alma de Cristo poseyó la gracia en toda su plenitud . Esta eminencia de su gracia es la que le capacita para comunicar su gracia a los demás; en lo cual consiste precisamente la gracia capital. Por tanto, es esencialmente la misma gracia personal que justifica el alma de Cristo y la gracia que le pertenece como cabeza de la Iglesia y principio justificador de los demás: entre ambas sólo hay una distinción de razón», Summa Theologiae, III, q. 8, a. 5.
45. El texto citado por san Juan de la Cruz en el segundo libro de la Subida, párrafo 6.
46. ANTOLIN DE LA V. DEL CARMEN, Jesucristo..., op. cit., p. 137.
47. S. C ASTRO, Cristo, vida del hombre..., op. cit., p. 154.
48. «El alma, después que determinadamente se convierte a servir a Dios, ordinariamente la va Dios criando en espíritu y regalando, al modo que la amorosa madre hace al niño tierno» (lN 1, 2).
49. «Sobre este modo común (por esencia, presencia y potencia) hay otro especial que conviene a la criatura racional, en la cual se dice que se halla Dios como lo conocido en el que conoce y lo amado en el que ama. Y puesto que la criatura racional, conociendo y amando, alcanza por su operación hasta al mismo Dios, según este modo especial no solamente se dice que Dios está en la criatura racional, sino también que habita en ella como en su templo», Summa Theologiae, I, q. 43, a. 3. En consecuencia la semejante presencia de Dios, que no es simplemente de naturaleza moral, lleva a la verdadera participación en la naturaleza divina. Así comenta el texto M. SANCHEZ SORONDO: «Por la semejanza de la recreación (gracia), a diferencia de la semejanza de la creación (imagen), participamos no sólo en el ser, los trascendentales y las perfecciones absolutas divinas, sino también y en el límite, de la misma naturaleza divina por esencia de modo formal: Dios nos comunica en su esencia (formaliter), aunque por participación, de su mismísima naturaleza y del modo interior de vivir, pensar y amar de su naturaleza», La gracia como participación de la naturaleza divina según Santo Tomás de Aquino, Universidad de Salamanca, Salamanca 1979, p. 151; cfr. R. W. GLEASON, La gracia, Herder, Barcelona 1964, pp. 168-169.
50. «Cuando ha llegado a esta perfección de unión con Dios (...) todos los apetitos del alma y sus potencias según sus inclinaciones y operaciones, que de suyo eran operaciones de muerte y privación de vida espiritual se truecan en divinas» (LB 2, 33).
51. CRISOGONO DE JESUS en su Edición crítica hace esta observación a pie de página: «el axioma: amor pares aut invenit aut facit, posiblemente se incorporó a la literatura mística cristianana gracias a Plotino (Enneades V, 1, 1), quien lo adoptó de Minucio Félix», Vida y obras..., op. cit., p. 371.
52. «Dice que los tiene en sus entrañas dibujados, es a saber, en su alma según el entendimiento y la voluntad. Porque, según el entendimiento, tiene estas verdades infundidas por fe es su alma. Y, porque la noticia de ellas no es perfecta, dice que están dibujadas, porque, así como dibujo no es perfecta pintura, así la noticia de la fe no es perfecto conocimiento; (...) y cuando estén en clara visión estarán en el alma como perfecta y acabada pintura» (CB 12, 6).
53. Escribe }OSEMARIA ESCRIVA DE BALAGUER, el Beato que recientemente puso tan de relieve la fundamental exigencia del Evangelio sobre la vocación universal de la santidad: «El cristiano debe vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, non vivo ego, vivit vero in me Christus, no soy yo el que vive sino que Cristo vive en mí. (...) Hay que unirse a El por la fe, dejan do que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!», Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid, 26 1989, n. 103-104. Dejamos por lo tanto del lado la discusión sobre si esta frase expresa la experiencia mística particular de san Pablo, o es una definición del estado en que se encuentra el cristiano absorbido por la gracia de Cristo, cfr. L CERFAUX, Le chrétien dans la théologie de Saint Paul, París 1962, pp. 335 ss. Si san Juan de la Cruz hace referencia a ella quiere decir que la entiende en su sentido uni versal en cuanto estado de vida cristiana perfecta.
54. M. A. DIEZ GONZALEZ, Pablo..., op. cit., p. 302.
55. «Exuat te Dominus veterem hominem cum actibus suis, qui secundum carnem natus est: et renovare spiritu mentis tuae, et induere novum hominem, qui secundum Deum ceratus est» Missale Ordinis, Lugduni 1559, p. 268, cfr. Regla primitiva y Constituciones de la Provincia de los Frayles Descalzos de nuestra Señora de la Virgen María del Monte Carmelo, Salamanca 1582, en BMC, v. VI, pp 514-515.
56. A estos lugares hay que añadir otros más que empleando otra terminología, también paulina, expresan la misma realidad, aunque con diverso matiz. Tal es el caso de la antítesis «hombre carnal-hombre espiritual»: 3S 26, 4; CB 3, 10; LB 3, 74-75), o semejante a ella: «sabio del mundo-sabio de Dios» (2S 17, 4; CB 26, 13-26).
57. Cfr. F. LOPEZ HERNANDEZ, El «hombre nuevo cristiano» en San Juan de la Cruz, en «La Vida Sobrenatural» 555(1991), pp. 189-198.
58. «No deduce el santo la idea de los textos paulinos que predican el cambio de «hombre-viejo-nuevo» como obrado ya mediante el bautismo. Acude explícitamente a los lugares paulinos que insisten claramente en la renovación necesaria después del bautismo, al estado permanente de reforma, que debe caracterizar a todo cristiano». Y más adelante dice: «Lo «viejo», para san Juan de la Cruz, no equivale al comportamiento habitual que precedió al bautismo regenerador, sino a los malos hábitos contraídos personalmente después de ser cristianos», M. A. DIEZ GONZALEZ, Pablo... , op. cit., p. 185-187.
59. F. GARCIA MUÑOZ, Cristología..., op. cit., p. 129.
60. ANTOLINO DE LA V. DEL CARMEN, Jesucristo en los escritos..., op. cit., p. 175.
61. «Dice que derramando mil gracias pasaba, porque de todas las criaturas los adornaba, que son graciosas» (CB 5, 1).
62. «Dios miró todas las cosas, que fue darles el ser natural, comunicándoles muchas gracias y dones naturales, haciéndolas acabadas y perfectas» (CB 5, 4).
63. Cfr. SIMEON DE LA SAGRADA FAMILIA, la doctrina de la gracia..., op. cit., pp. 522-523.
64. Declara casi al principio de su obra: «Tú, Señor, eres vida, yo muerte» (lS 5, 1).
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