La reescritura de la microhistoria y el determinismo
En el siglo XIX continental no parece haber inquietado mucho a los historiadores la reescritura de la microhistoria. Era tan visible y manifiesto el proceso de la macro-historia, que unas pinceladas erróneas no podían alterar la amplitud, consistencia, contenido y verdad del cuadro entero. La creencia en alguna clase de determinismo histórico formaba parte de las ideologías de la época y se halla en una pluralidad de autores continentales (en particular franceses) tanto racionalistas modernizadores y cuasi-revolucionarios, como Saint-Simon, o bien en deterministas reaccionarios, como Gobineau. Supuestas, o asumidas de modo apriorístico, ciertas causas o factores, éstas debían operar intrínseca y necesariamente en una dirección dada y con unas consecuencias y no otras.
Véanse estos párrafos que cito a continuación, como ejemplos aducibles entre otros de su estilo, párrafos que hoy nos dejan más que perplejos, asombrados. Dice Saint-Simon:
«La ley superior del progreso del espíritu humano conduce y domina todo; para ella, los hombres no son sino instrumentos. Aunque esta fuerza deriva de nosotros, no está en nuestro poder sustraernos a su influjo o controlar su acción, como tampoco podemos cambiar a voluntad el impulso primigenio que hace circular a nuestro planeta alrededor del sol. Todo cuanto podemos es obedecer esta ley dándonos cuenta del camino que nos prescribe en vez de ser ciegamente empujados por ella» [8].
«El porvenir está compuesto de los últimos términos de una serie cuyos términos primeros constituyen el pasado. Cuando se estudia a fondo los primeros términos de una serie, es fácil deducir los siguientes; así, del pasado bien observado, es posible deducir fácilmente el porvenir» [9].
Si esto decía el fundador del positivismo, decenios más tarde el ultranacionalista Gobineau no era menos categórico:
«Me considero ahora provisto de todo lo necesario para resolver el problema de la vida y la muerte de las naciones.»
«La Historia no es una ciencia constituida de distinto modo que las demás. [...] Se trata de hacer entrar a la Historia en la familia de las ciencias naturales, de darle [...] toda la precisión de esta clase de conocimientos a fin de sustraerla a la jurisdicción [...] de facciones políticas.»
«La jerarquía de las lenguas (nacionales) corresponde rigurosamente a la jerarquía de las razas» [10].
Poniendo en términos generales el abordaje de la Historia como ciencia «natural» (sic), puede decirse esto: aquella gente, fuesen de derecha reaccionaria o fuesen modernizadores revolucionarios, estimaban que el proceso histórico está rigurosamente determinado; por tanto, el conocimiento del objeto científico debía ser determinista; esto requería a su vez que el proceso científico emplease métodos e ideas heurísticas deterministas. Dadas tales premisas, la cientificidad del producto era asimismo algo asegurado, objetivamente necesario. Este tipo de fe lo abrazaron acríticamente, en el siglo XX, muchos soi-disant marxistas, desde Stalin hasta la señora Marta Harnecker.
Ahora el clima de ideas heurísticas prevalecientes nos ha llevado al extremo opuesto [11]. De modo coherente con la concepción del mundo empirista propia de una mayoría de intelectuales y profesores anglosajones, y en particular norteamericanos, se rehúsa la idea simple de causación para enfatizar la ilimitada pluri-funcionalidad de cada evento, y la aleatoriedad de las cadenas de eventos. Generalizaciones a partir de verdades locales. Así, en esa obra el autor norteamericano considera, a veces con excesiva humildad, que la faena científica del historiador debe limitarse a proponer, razonar, y probar, paradigmas de interpretación. Y que no es una mera conveniencia que empiece su capítulo citado con un enunciado de Ludwig Wittgenstein que dice «Der Glaube an den Kau- salnexus ist der Aberglaube» (la creencia en el vínculo causal es superstición).
La idea de que la escritura de la Historia es un diálogo con el pasado, influido por los intereses políticos del presente, es común a muchos autores, aunque no todos con el énfasis con que se halla, sea en Benedetto Croce, sea en los marxistas. E. H. Carr, en What is History?, expresa la misma idea. Y Collingwood está en idéntico campo cuando pretende que el historiador reproduce, en su pensamiento, el pensamiento de los actores históricos que cumplieron determinados actos.
Cuando un espacio social se halla muy fragmentado por diferentes sub-culturas puede acontecer lo siguiente: una pequeña minoría está obsesionada por un problema, el cual es «su» problema; y cuando alguien de esa minoría se pone a escribir la Historia de la entidad social, política o geográfico-política más englobante y general, entonces escribe esa Historia imputando a toda la sociedad, o generalizando a toda la población, lo que era nada más el problema de la minoría de su adscripción o pertenencia. Tal procedimiento conduce a anacronismos gigantescos, por decir lo menos grave. La cosa deviene delirante cuando los actores históricos del pasado son definidos, juzgados, etc., por su conciencia o su inconsciencia del problema de aquella minoría, y no por los intereses y motivaciones que les eran propios y que marcaban el cauce de los acontecimientos. Este tipo de falacia lo oímos ahora casi cada semana por algunos medios de comunicación en Barcelona.
El oficio de historiador no ha podido liberarse todavía del estigma original que lleva en sí desde su nacimiento, cuando era función reservada a un cronista en el entorno cortesano de algún autócrata. Se escribe Historia para servir al poder constituido, se escribe Historia como biografía apologética, hagiografía ejemplarizante o como biografía condenatoria y estigmatizadora. Se escribe Historia-ficción, como ya denunciaba un antiguo diálogo platónico, el Menexeno. Se escribe sobre todo Historia con el objetivo de reforzar la cohesión de un grupo social, una etnia, una nacionalidad; de crear, mantener o incrementar la conciencia política, para lo cual se recurre a veces a la fabricación de mitos, en el sentido que Georges Sorel dio al término «mito», el sentido de instrumento político. Y esto seguirá probablemente siendo así porque, como decía el gran maestro Enrique Gómez Arboleya (1957), «toda sociedad es una organización discutible, que vive justificándose». En fin, se escribe Historia para que el historiador acceda con éxito al mercado por la originalidad o el escándalo, y se convierta episódicamente en personaje público, con una cotización de su papel.
No es suficiente, por tanto, la existencia de un instrumental técnico historiográfico y de un repertorio de conceptos con estatus científico. Hacen falta unas condiciones organizativas e institucionales que creo pueden enunciarse así:
a) Que exista una comunidad científica de la que formen parte los historiadores.
b) Que los miembros de la comunidad científica que se dedican a la producción de Historia estén motivados por normas de ética profesional y de autocrítica.
c) Que el esclarecimiento del pasado sea valorado públicamente, bien por la belleza de su reconstrucción (criterio estético), bien por la comprensión de cómo eran, cómo trabajaban, pensaban y vivían otros hombres (criterio humanístico comparativo), bien por la trascendencia que el conocimiento de los problemas del pasado puede tener para la gestión del presente (criterio pragmático).
d) Que haya otros profesionales de la ciencia social interesados en aprender de los errores del pasado, y por tanto interesados en los servicios desinteresados de los historiadores (criterio interdisciplinario).
Violencia pública y violencia privada
El problema que se insinúa en el presente texto es de una extrema complejidad y admite diferentes tratamientos. Hay que responder a preguntas del orden de las siguientes:
— ¿Por qué causas en los primeros meses de la Guerra Civil se formaron espontáneamente, tanto en el lado nacionalista como en el republicano, bandas compuestas por tres o cuatro individuos, aleatorias, no sujetas a organización jerárquica alguna, las cuales se dedicaron a asesinar oponentes políticos o religiosos?
— ¿Se trataba de individuos ya predispuestos a aquel comportamiento?
— ¿Hubo una especie de droga-adicción en el asesinato de modo que cada banda se profesionalizó, por así decir, en las ejecuciones?
— ¿Eran siempre, verdaderamente, individuos jóvenes, grosso modo entre 18 y 25 años?
— ¿De qué clases o grupos sociales procedían?
— ¿Tenían alguna noción del mal, o algún criterio moral?
— ¿Cómo había sido su socialización, para que ésta se transformase en ese comportamiento individual?
— ¿Qué factores contextuales podrían explicar, o contribuir a explicar, la adopción de la violencia asesina en aquella magnitud?
Es fácil ver que estas preguntas remiten a análisis pluridisciplinarios, no exhaustivos: histórico-sociales, económicos, antropológicos, psicológicos, etc. Es difícil transmitir ahora al lector el sentimiento de estupor, primero, y de horror, seguidamente, que invadió a no pocos ciudadanos de Barcelona (y desde luego a mi padre, a mi gobernanta, la viuda Herbst, y a mí mismo) cuando los anarquistas y las llamadas Patrullas de Control, o individuos sueltos sin fe ni ley emergiendo de esos colectivos, se pusieron a asesinar a docenas de religiosos y religiosas, médicos, abogados, arquitectos, burgueses, empresarios, etcétera, cuyos cadáveres aparecían de madrugada en las estribaciones de Vall- vidriera o de la carretera de la Rabassada (grafía de entonces). Algunas de estas bandas, erráticas e impredictibles en sus territorios y en sus modos de acción, incursionaron en zonas rurales, bien porque alguno de los componentes de la banda era inmigrado suburbial de origen rural y tenía cuentas antiguas que liquidar, bien porque eran llamados por algún revolucionario marginal en la localidad, o en otros casos porque el comité anarco que ocupaba el poder local tenía alguna relación, no jerárquica ni organizada, con una banda de la gran urbe. El lenguaje popular designó durante meses a estas bandas como «los incontrolados». Y si, como bien decía Leibniz, conocemos diferenciando, aquella apelación señala precisamente el rasgo diferencial entre un conjunto de rasgos comunes con otros tipos de terrorismo. Lo característico de aquel fenómeno es que se trataba de individuos aleatoriamente coaligados, portadores de una voluntad de matar, sin recepción de órdenes superiores, sin jefes aparentes, sin una organización común a todas, o la mayoría, de las bandas y sin conocimiento público de su existencia ni por las autoridades estatales republicanas ni por las autonómicas, los partidos políticos ni los sindicatos. Por tanto, fue algo distinto de los componentes de las Strafexpeditionen nazis, de las razzias del partido fascista italiano, de los «escuadrones de la muerte» centro y sudamericanos o, en fin, de la Triple A argentina, formas de terrorismo privado a veces paga- das con dinero público o con dinero de terratenientes, y organizadas por algún individuo dirigente, más o menos conocido, con graduación militar.
Al fin, el silencio se rompió en Cataluña porque un valiente sindicalista de la CNT dijo que aquella forma de terrorismo individual ensuciaba el movimiento obrero (opinión que le costó la vida), y el Presidente Companys dijo, a finales de octubre de 1936, que si aquello continuaba, él no podría seguir donde estaba; i.e., como jefe —nominal— del gobierno autonómico. Más tarde, ya en 1938, el gobierno de la República (el estatal) hizo constituir tribunales ad hoc y fusiló media docena de terroristas que pudieron ser localizados o que fueron denunciados por la población. Pero, entre tanto, reinó la más lamentable cobardía.
En la inmediata posguerra, los vencedores en la Guerra Civil hicieron uso instrumental del terrorismo precedente, como una de las justificaciones del alzamiento militar. Ahora bien, en la entonces llamada Zona Nacional hubo asimismo un fenómeno de terrorismo individual e incontrolado. Y que este hecho era moralmente shocking para mentalidades distintas de las aquí predominantes, tiene su prueba en que el gobierno italiano encargó, a principios de 1937, a su primer embajador cerca de la Junta Militar en Salamanca, Roberto Cantalupo, que hiciese ante el general Franco las gestiones necesarias para que el poder que se estaba institucionalizando (i.e., militar) terminase con ejecuciones sumarias en Andalucía, en las que no estaba claro qué parte procedía de terrorismo individual y cuál era por sentencias de tribunales militares.
El problema del mal, y más exactamente de la voluntad humana deliberada para el mal, empezó a preocuparme cuando todavía estábamos, en 1935, en Soria, y mi padre fue objeto de amenazas por parte de un familiar y vecino nuestro. Después de la Guerra Civil quise saber qué clase de explicaciones, racionalizaciones o argumentos afines a estas últimas se tenían por más pertinentes en el juicio de lo acontecido en el país. No obtuve otra idea más brillante que la siguiente: que hay épocas en que Dios abandona el mundo y los hombres quedan entregados a la acción del demonio. Es superfluo añadir que se trataba de respuestas de sacerdotes. Y no parecían ser conscientes de que esa clase de palabras lo que hacía era plantear inmediatamente una serie de preguntas más difíciles y apremiantes: ¿Por qué Dios abandona el mundo? ¿Cómo lo podemos saber los hombres? ¿Qué signos nos lo indican? ¿Qué hay que hacer para resistir al imperio del demonio? El lector actual se sonreirá ante el carácter medieval de estas preguntas, pero así eran las cosas hacia 1939, 1943, en los años de gran crisis moral y espiritual. Finalmente, la conversación que- daba cortada en seco de modo autoritario: Doctores tiene la Iglesia. Y uno salía del trance aureolado peyorativamente con la imagen de muchacho impertinente, preguntón, dado a pensar demasiado (lo que siempre fue, según Cervantes y su eximio exégeta don Américo Castro, una inclinación muy peligrosa en este país) [12].
Muchos años después constaté que el Terror plebeyo en la Revolución francesa había despertado, como reacción, una cantidad de reflexiones y análisis sobre libertad y necesidad en el ser humano, conciencia e inconciencia del mal, determinismo y voluntad, la diferencia entre la acción humana no racional y la acción en el animal. En estas reflexiones, mezcladas con argumentos religiosos, hubo considerables tonterías, y lo genuina, realmente importante, es muy minoritario. Cuando el pensador había sido un entusiasta de la Revolución francesa (como lo fueron casi todos los Ilustrados en Occidente y los participantes en el movimiento de la Aufklärung en el mundo germánico) y frente a la realidad del Terror, se encontró obligado a subrayar sus distancias públicas y su más cauta visión del hombre y de la historia, entonces se produjeron algunos escritos de calidad y que conservan su fuerza. Obviamente, esta creatividad tenía que ser mayor, o más madura, allí donde existía viva una cultura filosófica y ética, hábitos de examen racional de conciencia, autonomía sistemática en filosofía, i.e., las ciudades y universidades de tradición protestante. La tradición filosófica idealista alemana estaba llegando a su máxima madurez. Sus cantos a la libertad del espíritu no tenían otro límite que el cuidado del filósofo para que alguna autoridad no le declarase públicamente ateo. (Y de aquí, quizá, ciertas espectaculares denuncias de difamación y reivindicaciones de no- ateísmo.) Y, dado que en esta parte occidental del Rhin había materialistas audaces y convincentes que pretendían ser científicos, y filántropos ciegos para la realidad del mal, aquellos idealistas alemanes se esforzaron al mismo tiempo en ser, y aparecer, como realistas, y esto en dos dimensiones: no sólo en sus fundamentos epistemológicos, sino también en sus escritos que hoy clasificamos como antropológicos.
Fue el caso del joven Schelling. Cuando estaba en la Academia de Munich terminó un ensayo titulado Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana (Philosophische Untersuchungen über das Wesen der menschlichen Freiheit, para una edición de sus Philosophische Schriften, Landhust, 1809). Soberbiamente escrito, este trabajo más bien breve contiene destellos de gran penetración sobre libertad y necesidad, libre albedrío y determinismo, conciencia e inconciencia del mal, abordajes que están en las antípodas de los lugares comunes que siguen oyéndose ahora sobre esos problemas. (Digo abordajes, no soluciones; criba del trigo; distanciamiento crítico de los lenguajes de los filósofos y de los eclesiásticos, lo que no es poco.) El lector puede prescindir de las últimas veinte páginas, irritante anticipo de lo que sería el idealismo teosófico, romántico, místico, y delirante, del Schelling ulterior, y en algunas frases de penosa reescritura de la misma sopa, en el Schelling anterior (lo que le había valido, más tarde, algún sarcasmo del joven Marx en un apéndice a su disertación doctoral). Después de lo que allí quedaba dicho sobre el ser humano y su lugar en la creación, los vínculos primigenios entre necesidad y libertad, el hombre como acción y voluntad en devenir, y la actualización de la posibilidad del mal en el individuo, uno comprende que hubiese filósofos ateos, educadores fichteanos y neokantianos. Lo que uno no comprende es que se siguieran diciendo ingenuidades sobre el mal como una especie de eclipse de la razón, o como el mal que le llega al individuo heterónomamente, desde la sociedad.
Este error trágico, tardía lectura populista de lo que en Rousseau era un a priori metódico, estuvo muy extendido en la España de los krausistas y sus epígonos, los neokantianos y los educadores de la Segunda República. Elite con pretensión de super-civilizada, y víctimas de sí mismos y de la población que tenían debajo.
Ahora bien, todos mamamos de jóvenes en ese equívoco. En 1969, la Universidad Autónoma de Madrid me invitó a participar en un seminario sobre el tema general de las ideologías en la España de hoy. Envié desde París, y luego defendí en Madrid, una ponencia sobre la relación entre violencia pública e ideologías en la sociedad española inmediatamente anterior a la Guerra Civil. No hay en aquel texto ni una leve insinuación sobre causas intrínsecas a los individuos; todos los factores eran contextuales. Tampoco se explicaba en qué modo los individuos interiorizaban la violencia pública para aplicarla a causas privadas y transformarla en violencia privada. Esta autocrítica no implica que los factores contextuales estuvieran mal seleccionados o mal definidos. Al contrario; los sigo pensando como realmente actuantes. Lo que creo ahora es que esa selección era radicalmente insuficiente. Es más: creo algo grave, ya razonado por mí en En Menos de la Libertad (pp. 222-234: La racionalización de la violencia y el des-aprendizaje colectivo), a saber: tendencialmente esta población se halla en situación de inconciencia ante el mal, y por tanto es vulnerable, indefensa, ante el terrorismo. País de mucha moral tribal, pero de poca ética personal.
Para una explicación rigurosa, siguiendo cánones de razonamiento (ya que la prueba de las hipótesis es imposible), el problema no consiste en ir acumulando variables contextuales. El método admite todo cuanto sea plausible y validado por la experiencia, biográfica o documental, o ambas. La cuestión está en explicar con universalidad y coherencia un grupo de relaciones entre propiedades del entorno y atributos de los individuos. Y como fruto del examen, presentar esquemas de explicación que sean válidos para otros hechos semejantes de violencia que es a la vez privada y colectiva.
El caso es un buen ejemplo de la dificultad del método científico en ciencias sociales. No resuelve la dificultad explicar que, por disolución del orden legal y de los vínculos sociales, todo individuo estaba entonces en situación de anomia, y además que (como dijo un ex capitán médico del Ejército republicano) los asesinos eran, en su mayoría, bien excarcelados, bien psicópatas fugados del hospital, y el resto «vagos y maleantes» (expresión jurídico-penal de la época) a quienes alguien había distribuido armas, sin determinar su acción posterior. Estas explicaciones son descriptivas, ad hoc, y valen en el nivel conversacional. La amplitud y duración de los hechos requieren otros planteamientos. El concepto mismo de anomia exige una especificación. ¿En qué medida reenvía a la disolución del orden institucional —en el sentido más extenso de este último término, i.e., incluyendo instituciones sociales y culturales que pautan los comportamientos de la vida cotidiana— y en qué medida reenvía al naufragio de toda clase de valores y de normas en el propio individuo? Un concepto aislado no constituye una explicación.
En el escrito que antes cité, ya en la primera página del ensayo y todavía con profundo acento kantiano, dice Schelling que «ningún concepto puede determinarse aisladamente: es la demostración de su relación con el todo lo que le da su perfección científica». Aserción verdadera en sí misma, apodícticamente, y trascendente a la práctica científica. Lo que nos está diciendo es que las relaciones entre el todo y la parte son recíprocas, no sólo en el ámbito conceptual sino también en su sustrato empírico. En términos más próximos al problema: el entorno (determinadas propiedades suyas) actúa sobre el individuo (portador de determinados atributos) y, a su vez, el individuo tiende con su acción a reforzar aquella parte del entorno que conviene para su propia acción, su comportamiento, su justificación. Por tanto, el individuo no es un nihilista indiferente a valores y que permanece aislado, solitario como tal individuo, disponible para coaligarse temporal y aleatoriamente con otros individuos semejantes a él. El asesino potencial se transforma en actual en cuanto siente que satisface una necesidad. Ha asumido el Mal en la definición misma de Schelling: una voluntad individual que impone su particularismo. La voluntad de este particularismo se estima a sí misma como libertad y como necesaria. Y con ella suprime un universalismo. La actualización del Mal empieza con la voluntad de un particularismo. Obviamente, el universalismo implica también una trabazón entre necesidad y libertad. Pero aquí el concepto y sus referentes empíricos se sitúan en otro nivel, que es supra-individual.
Ignoro si Durkheim, durante su época de estudio en Alemania, tuvo ocasión de leer el breve trabajo de Schelling u otros análogos de pensadores alemanes de los primeros decenios del siglo XIX, indirectamente provocados por la reacción antirrevolucionaria o por la consternación ante el Terror plebeyo durante la Revolución francesa. Probablemente, Durkheim no leyó nada de aquello, porque en 1886 Schelling había sido ya archivado entre los clásicos del romanticismo y había otros filósofos que atraían la atención del público (Hartmann, Wundt, Schäffle, Nietzsche, etc.). En aquel decenio, Durkheim no había elaborado todavía su teoría moral de bases sociológicas. Ahora bien, la distinción durkheimiana entre individualidad y personalidad, aunque sea puramente analítica, es aquí de suma pertinencia heurística. Tanto el individuo como la persona, emergente sobre aquél, interiorizan materiales (representaciones colectivas, hábitos, comportamientos, etc.) que son sociales. Pero la construcción de la persona implica una jerarquía. La persona es portadora de otro nivel de conciencia. La conciencia del individuo expresa el cuerpo y sus esta- dos. La conciencia de la persona reelabora e interioriza valores y vínculos sociales. En su nivel más cualitativo percibe que en la sociedad, y en otras personas, hay algo que es sagrado. A principios de siglo, Unamuno enunció (simplemente enunció, no elaboró) una distinción análoga a la de Durkheim entre individualidad y personalidad. Y el entonces joven Unamuno decía que la educación católica tradicional que se daba a los adolescentes en España (o en su Vizcaya natal) creaba seres con máxima individualidad y mínima personalidad.
Con lo que queda dicho hasta aquí, basta para advertir que argumentos como el que recurre al concepto de anomia y explicaciones que reenvían al vacío de poder, la debilidad del Estado, la incompetencia de los gobernantes (más bien cobardía), son insuficientes para comprender (en el sentido weberiano) la acción de una cantidad de individuos que necesitaban matar, repetitivamente. En un análisis con rigor científico sería incluso pertinente reducir la extensión de la noción de contexto (cuyos referentes son institucionales) y sustituirla por la de entorno del individuo (construida con referentes más próximos, culturales, educativos, sociales, territoriales: el barrio, el suburbio, o en el caso de los asesinos de la Zona nacionalista, jóvenes carlistas, miembros de las Juventudes de la CEDA, etcétera, determinados colegios religiosos, o poblaciones de terratenientes a la defensiva rodeados de un proletariado que ya no reconocía jerarquías sociales, etcétera). Ahora se ha puesto de moda el término clusters, que es ciertamente más apto para cubrir la interacción recíproca entre el individuo y su entorno. El contexto resulta demasiado extenso para los individuos sin poder alguno.
Puestas las cosas en estos términos, es factible establecer órdenes de pertinencia, desde los más externos (la crisis económica, la violencia mundial generalizada, las guerras en Asia, en África, en América del Sur, contemporáneas con la formación de una cultura de la violencia en Europa, y concretamente en Cataluña) hasta otros que implican necesariamente la interacción del individuo con, o contra, su entorno. Pensemos que la crisis fue precedida por un período de plenitud, lujo, expectativas al alza, maravillas técnicas súbitamente introducidas en la vida cotidiana aportando horizontes inimaginables para el habitante rural, como la radio y el cine, espejismos permanentes, urbanos, que hacían explotar los cerebros de los adolescentes. Barcelona pasa en siete años de 730.000 a un millón de habitantes. Como todo desarrollo económico capitalista, éste fue fuertemente desigual, en la dimensión territorial horizontal y en la vertical o social.
Era un tiempo de ubicua, generalizada, difusión de utopías, pero sin formación de una cultura política. O, en otras palabras (aspecto central en mi comunicación al seminario de la Universidad Autónoma de Madrid en 1969), las ideologías eran débiles relativamente a unas utopías que eran muy fuertes. La ideología desempeña en determinados contextos y coyunturas una función positiva en la medida en que codifica aspectos de la realidad. La utopía imagina un futuro ideal o trata de restaurar un pasado mítico. Estas particulares especies de representaciones colectivas se insertaron en una situación de frustración, tanto para las clases altas como para la baja clase media y los lumpen (no sólo los proletarios, fuesen campesinos o industriales). Las clases económicamente dominantes habían dejado de ser políticamente dominantes, en muchas provincias y en el vértice del Estado ya no eran tampoco políticamente dirigentes. No había políticos al timón ni empresarios dispuestos a reformar para conservar. El concepto mismo de «sociedad española» era en 1936 problemático: había un mosaico de sociedades disjuntas (y en rigor, en el concepto y en los hechos, la sociedad en el sentido durkheimiano había desaparecido; nada era ya sagrado; ni el hombre).
En fin, las clases altas habían fracasado en una capacidad que es fundamental en las formaciones sociales: la violencia latente ha de mantenerse oculta, enmascarada, disimulada detrás de un bosque de legalidades y legitimidades parciales. Que las formaciones sociales (fuese en el campo andaluz o en la fábrica en Cataluña) descansan en última instancia sobre la fuerza y que en ese nivel el Derecho es el lenguaje del Poder, son conocimientos que deben reservarse a unos pocos, precisamente porque el recurso a ellos no puede (ni debe) ser permanente. La paz civil implica que las clases subordinadas siguen, sin resistencia visible, la lógica de las clases dominantes. Esta no era la situación.
Los jóvenes hijos de terratenientes o de fabricantes burgueses iban armados con una pequeña pistola en el bolsillo. La «cultura» de la pistola determinó incluso la fabricación de auténticas maravillas de artesanía, como la Astra con incrustaciones de nácar. Y si un joven burgués tenía un incidente en, digamos, las Ramblas, en una noche de farra, al día siguiente los lenguajes populares o los semanarios satíricos habían construido su particular adaptación de algún viejo Quatrain plébéien de las revoluciones transpirenaicas del siglo XIX, generalizando para toda una burguesía barcelonesa lo que era, a lo sumo, descripción de la cadena generacional en una familia [13]:
Abuelo negrero,
Padre banquero,
Hijo caballero,
Nieto pistolero.
El odio a las clases altas era más impactante en la clase media, y en particular la media-baja, que en las clases trabajadoras industriales urbanas. Entre los trabajadores de la tierra en Cataluña debió existir una situación de clusters, unos más pacíficos, con vigencia residual de la vieja jerarquía social, y otros rebosantes de violencia latente. No sé si correspondían a una realidad extensa o no, pero años después de la guerra me contaron, en pueblos donde los trabajadores alternaban trabajo agrícola con trabajo en fábricas textiles, casos increíbles del acoso sexual a las muchachas de la fábrica textil por parte de contramaestres, encargados, jefes de personal de la empresa, etc.
Esta situación de clusters, unos estallando de violencia latente, otros más pacíficos, siempre en esperanza del milenio final y feliz, se daba asimismo en Andalucía. Extraigo del olvido histórico el texto siguiente, que describe a maravilla lo que era la situación en ciertas áreas del campo andaluz:
«Yo he vivido largos años en Andalucía, he administrado allí justicia, he estado en contacto con las necesidades del campo en aquellos pueblos. Voy a relatar a la Cámara [el Congreso de Diputados, Segunda República] un caso impresionante que ha quedado en mi memoria y que quiero que todos conozcáis. Se trata de un cortijo en un pueblo del partido judicial de Carmona y propiedad de un gran señor. [...] Este gran señor vive en Madrid, y aquí venían de Sevilla, como las moscas a la miel, aspirantes al arriendo del cortijo. Por amistad o por influencia con el administrador se conseguía el arriendo, por ejemplo en 50.000 ptas., y el arrendatario que obtenía en Madrid el arrendamiento en 50.000 ptas. marchaba a Sevilla y allí lo subarrendaba a otro caballero de Carmona que daba por él 80.000 ptas., y ya el sevillano constituía una renta o base de capital de 30 mil anuales que le permitían pasar las tardes detrás de las vidrieras del Círculo de Labradores. El de Carmona subarrendaba aquello por lo cual pagaba 80, a 100 a otro individuo de El Viso, quien se constituía otro buen pasar con la diferencia; y el de El Viso parcelaba las tierras y las entregaba directamente a los cultivadores para obtener 130. De manera que aquello que a los cultivadores les costaba 130.000 de sudores y esfuerzos, cuando llegaba al dueño había quedado reducido a 50 y la diferencia se había distribuido entre los señoritos de Sevilla, Carmona y El Viso, para gastarlo en chatos de manzanilla» [14].
Es obvio que la peste parásita era la burguesía intermediaria. El «gran señor» era un ocioso incompetente y absentista. Esta red de relaciones sociales forman una genuina variable contextual. Los individuos tienen comportamientos sociales que están determinados de modo heterónomo por la estructura de clases sociales. Y acciones que se les aparecen, a ellos mismos, como autónomas, reproducen propiedades de la identidad de cada clase. Eventualmente practican una reacción, sea directa, o bien indirecta, o bien parasitaria, frente a otra (u otras) clases presentes en la singularidad de cada contexto económico-social, dentro de una dimensión de dominación a subordinación. Puede así explicarse, en parte, que años más tarde las víctimas del terrorismo anarco fuesen proporcionalmente más en la burguesía media que en la clase alta o aristocracia (o sus equivalentes territoriales). Cabe añadir que aquella burguesía parásita e intermediaria contribuía a una coyuntura de inestabilidad económica y laboral, inseguridad en la cadena de situaciones personales e impotencia de los proletarios, eslabón final. Y, en fin, reactivamente, la utopía de los de abajo se focalizaba de modo patéticamente absoluto en la abolición de cualquier rasgo de jerarquía social: «naide es más que naide», «todos hemos nacido iguales», etc.
Sobre los nexos entre inseguridad y agresividad se hicieron una cantidad de estudios en la Alemania de Weimar, motivados por la gran crisis mundial de los años treinta y el ascenso político de los nacionalsocialistas, en un clima de violencia pública que, con todo, no se transformó en violencia privada, y a la vez colectiva, de la forma que asumió en España. Con lo dicho queda claro (o eso espero) por qué es preciso distinguir esta violencia, tipificándola como de naturaleza diferente a otras violencias, las de Estado, las paraestatales, las de milicias de partidos políticos con fracciones militarizadas, la violencia discontinua de policías locales, la de milicias privadas, etc. Es de otra cosa de lo que he venido hablando: una interacción recíproca entre determinadas propiedades de un contexto y los atributos de determinados individuos sin fe ni ley. Es así como de una violencia pública nace una violencia privada, la cual luego deviene colectiva no por organización sino por acumulación [15].
Esteban Pinilla de las Heras, en dialnet.unirioja.es/
Notas:
8 L’Organisateur, 1819, en Oeuvres, IV, p. 119.
9 Mémoire sur la science de l’homme, 1813, en Oeuvres, XI, p. 288.
10 Conde DE GOBINEAU, Essai sur l’inégalité...; traducción española, Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, Barcelona, editorial Apolo, 1937, respectivamente pp. 44, 623, 629 y 149.
11 Véase en el útil libro de David HACKETT FISCHER, Historians’ Fallacies: Towards a Logic of Historical Thought (Londres, Routledge & Kegan Paul, 1971), el capítulo titulado «Fallacies of Causation» (pp. 164-186).
12 Por lo demás, ¿qué podía exigirse de los cerebros eclesiásticos en una época en que los obispos, e incluso el Cardenal Primado con sede en Toledo, Monseñor Enrique Pla y Deniel, multiplicaban los textos sobre la urgencia de alargar hasta el tobillo las faldas de todos los ejemplares, de cualquier edad, del sexo femenino, y la necesidad imperiosa de prohibir el baile agarrado?
13 Esta estrofa, no sé si de 1935 o ya más antigua y reelaborada, perdió en tierras del Caribe y del Río de La Plata su carácter político y se convirtió en una mera descripción del fracaso de familias de Cantabria o Galicia, emigradas: Abuelo negrero, Padre caballero, Nieto pordiosero. En Barcelona, o en la costa catalana, Hijo caballero significaba, probablemente, ennoblecido por el rey Alfonso XIII.
14 «La Reforma Agraria: debate sobre la totalidad», en Arturo MORI, Crónica de las Cortes Constituyentes de la Segunda República Española, Madrid, editorial Aguilar, 1932, tomo VII, p. 475. Del discurso del diputado, por Madrid-provincia, Luis Fernández Clérigo
15 Mi comunicación al seminario antes citado en la Universidad Autónoma de Madrid, diciembre 1969, se halla en el volumen colectivo (con J. Solé Tura, J. Prados Arrarte, Carlos Moya, Antoni Jutglar, J. Jiménez Blanco, etc.) Las ideologías en la España de hoy, Madrid, Ed. Seminarios y Ediciones, 1972. Hay algunas erratas de cierta importancia. El final de la comunicación está alterado por la censura
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
La Justicia Restaurativa en España y en otros ordenamientos jurídicos |
Justicia Restaurativa: una respuesta democrática a la realidad en Méxicoxico |
Tengo derecho a no perdonar. Testimonios italianos de víctimas del terrorismo |
Construyendo perdón y reconciliación |
El perdón. La importancia de la memoria y el sentido de justicia |
Amor, perdón y liberación |
San Josemaría, maestro de perdón (2ª parte) |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
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