Mario Veloso

El Espíritu conduce la evangelización

Ocurrió en la fiesta de Pentecostés (Hch 2, 1-13). Durante los días que precedieron a la fiesta, los discípulos estuvieron todos juntos, unidos. Lucas ya había informado acerca de la unidad espiritual de sus pensamientos ocurrida cuando volvieron del Monte de los Olivos, después de la ascensión de Jesús (Hch 1, 14). Al llegar la fecha de la fiesta, presintiendo que el tiempo de recibir el poder estaba llegando, agregaron un elemento más a su unidad: la acción. Sus mentes se acercaron aún más uno al otro y todos al Señor, motivados por la misión cuyo comienzo, para ellos, tenía que ocurrir en cualquier momento. Estaban listos. Habían confesado sus pecados y sentían el perdón. Analizaron sus pensamientos y sentimientos con profundo escrutinio tratando de descubrir en ellos cualquier resquicio de egoísmo. No había. Solo un intenso deseo de redimir el tiempo y, con todas sus energías, consagrarse a la misión. Pedían capacidad para ejecutarla y disposición para hablar el evangelio a la gente utilizando el trato diario normal y cualquier otra oportunidad que se les presentara.

De repente, vino del cielo un estruendo con un viento fuerte que llenó toda la casa donde ellos estaban. Había llegado el momento.

Cuando Cristo entró por los portales celestiales, fue entronizado en medio de la adoración de los ángeles. Tan pronto como esta ceremonia hubo terminado, el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos en abundantes raudales, y Cristo fue de veras glorificado con la misma gloria que había tenido con el Padre, desde toda la eternidad. El derramamiento pentecostal era la comunicación del Cielo de que el Redentor había iniciado su ministerio celestial. De acuerdo con su promesa, había enviado el Espíritu Santo del cielo, a sus seguidores como prueba de que, como sacerdote y rey, había recibido toda autoridad en el cielo y en la tierra, y era el Ungido sobre su pueblo [2].

Aparecieron unas lenguas de fuego que descendieron sobre cada uno de los discípulos y todos fueron llenos del Espíritu Santo. Comenzaron a hablar en otros idiomas, como el Espíritu les daba que hablasen. Había una razón muy grande por la cual el Espíritu Santo actuó con ellos de esa manera. Estaban en Jerusalén, por causa de la fiesta, judíos piadosos que, procedentes de todas las naciones existentes bajo el cielo, habían llegado a Jerusalén para adorar. Muchos de esos judíos, integrantes de la diáspora judía, dispersos por todo el mundo, habían nacido en los países donde vivían y solo hablaban el idioma local.

Cuando oyeron el estruendo, se juntaron en torno a los discípulos que comenzaron a hablarles en los distintos idiomas de ellos. Se asombraron. ¿No son galileos estos que hablan?, preguntaban. ¿Cómo, pues, los oímos nosotros hablando cada uno en nuestro idioma, en el que hemos nacido? El mundo de entonces estaba presente allí. Desde el imperio parto, más allá de Persia, en el Oriente, hasta Roma en el Occidente. Y desde el Ponto, en el norte, junto al Mar Negro, hasta Egipto y más allá de Cirene, África, en el sur.

La enumeración de los lugares, ofrecida por Lucas, es detallada. Dice que había partos, medos, elamitas, gente de Mesopotamia, de Capadocia y el Ponto, de Asia, Frigia y Panfilia, de Egipto y las regiones de África más allá de Cirene, romanos —tanto judíos como prosélitos—, cretenses y árabes.

¿Qué quiere decir esto?, se preguntaban muchos. Atónitos y perplejos, no sabían que Dios estaba haciendo un gran milagro para que ellos escucharan el evangelio y lo llevaran a todo el mundo. Y lo harían cuando llegaran a sus lugares, por convicción o sin ella, pues los incrédulos nunca dejan de contar lo que han visto en sus viajes. Contarían esta extraordinaria experiencia que, en ese momento, comenzaban a vivir en Jerusalén. Y los incrédulos ciertamente estaban allí: “Están borrachos”, dijeron ellos.

Discurso de Pedro bajo el poder del Espíritu

“Estos no están borrachos como ustedes suponen” (Hch 2, 15ª), comenzó Pedro su discurso. Era el primer discurso de Pedro pronunciado fuera del círculo íntimo de la iglesia. Lo pronunció bajo la dirección del Espíritu Santo, que estaba operando en él, como en todos los demás discípulos (Hch 2, 14-36).

Se dirigió Pedro a los judíos de la diáspora y a todos los habitantes de Jerusalén.

“No pueden estar borrachos puesto que es la hora tercera del día” (Hch 2, 15b), agregó. Las nueve de la mañana. Hora de trabajo. Nadie comía ni bebía a esa hora. Desayunaban antes de ir al trabajo que comenzaba a las seis de la mañana. La otra comida principal la tenían cuando el trabajo terminaba, poco antes de la puesta del sol.

Luego de esa introducción aclaratoria, entró de lleno en el tema de su discurso. Aparece claramente enunciado en la conclusión cuando dice: “Sepa, pues, ciertísimamente, toda la casa de Israel, que a este Jesús, a quien ustedes crucificaron, Dios ha hecho Señor y Cristo” (Hch 2, 36). El tema, entonces, fue: Jesús, Señor y Mesías.

Los argumentos que Pedro utiliza para probar que Jesús es Señor y Mesías, son los siguientes: No olvidemos que por estar, Pedro, bajo la conducción del Espíritu Santo, son argumentos del Espíritu.

1.       Cumple la profecía del profeta Joel y es el Señor quien trae salvación (Hch 2,16-31). En realidad lo que está ocurriendo es lo que el profeta Joel anunció, dijo Pedro, y citó textualmente la profecía de Jl 2, 28-32, a través de la cual Dios revela su plan de otorgar las bendiciones espirituales al estado de Israel restaurado, inaugurando el reino mesiánico después del cautiverio babilónico. Pero Israel no cumplió las condiciones. Por eso, la bendición del Espíritu, como promesa y como realidad, pasó a la iglesia cristiana.

La profecía, de acuerdo a la interpretación de Pedro, debía cumplirse en dos momentos específicos: en los últimos días, últimos días de la nación israelita como pueblo de Dios o comienzos de la iglesia cristiana, y antes del día del Señor o día del juicio final. Lo que están presenciando es el primer cumplimiento.

La profecía también informaba cómo se cumpliría el derramamiento del Espíritu Santo: visiones, sueños, profecías. Tomando como base la familia entera —padre, madre, hijos, hijas, abuelos y abuelas, siervos y siervas—,  estos dones serían otorgados a todos indiscriminadamente. Lo mismo ocurrirá antes que llegue el día del Señor, antes del juicio final que será precedido y anunciado por señales especiales en la tierra, en el sol y en la luna.

Entre esos dos momentos de la historia cristiana, todo aquel que invocara el nombre del Señor sería salvo. La salvación viene por medio de Jesús, él es el Señor.

1.       Fue aprobado por Dios con maravillas, prodigios y señales (Hch 2, 22-23). Jesús de Nazaret —continuó Pedro— fue un hombre aprobado por Dios delante de ustedes. Les mostró su aprobación por medio de las maravillas, los prodigios y las señales que Dios hizo entre ustedes por medio de él. Ustedes lo vieron, fueron los beneficiarios de sus milagros y, por eso, lo saben bien. Sin embargo, sabiéndolo Dios anticipadamente y en armonía con su plan, ustedes lo prendieron, lo mataron y lo crucificaron con la mano de los inicuos. Y ustedes lo saben. Saben bien que ningún mortal, por sí mismo, puede hacer todas esas maravillas. Solo el Hijo de Dios puede. No puede ningún mortal morir como él murió, pero él pudo porque era el Hijo de Dios.

2.       Dios lo resucitó (Hch 2, 24-28). Además, Dios lo resucitó. Destruyó los dolores de la muerte pues era imposible que fuese retenido por ella. ¿Por qué imposible? Jesús era el Señor y el Señor tenía poder sobre la muerte. Esta no podía retenerlo.

David lo dijo, y todos ustedes lo saben:

Veía al Señor siempre delante de mí –escribió–, porque está a mi diestra no seré conmovido. Por eso mi corazón se gozó y se alegró mi lengua y hasta mi carne descansará en esperanza. No dejarás mi alma en el hades, ni permitirás que tu Santo vea corrupción. Me hiciste conocer los caminos de la vida y me llenarás de alegría en tu presencia (Sal 16, 8-11).

David no se refiere a sí mismo, argumenta Pedro, porque él murió y su cuerpo se corrompió. Solo Jesús de Nazaret puede ser el Mesías porque Dios lo resucitó y su cuerpo no quedó en el sepulcro para corromperse.

3.       Es la descendencia de David (Hch 2, 29-32). David fue sepultado y su sepulcro está con nosotros hasta el día de hoy, siguió diciendo Pedro. Pero como él era profeta y sabía que Dios, con juramento, le había prometido que de su descendencia, en cuanto a la carne, levantaría al Cristo para que se sentara en su trono, habiendo visto de antemano lo que le ocurriría, habló de la resurrección de Cristo, el Mesías, que su alma no sería dejada en el Hades ni su carne vería corrupción. A este descendiente de David, Jesús, el Mesías, resucitó Dios y todos nosotros somos testigos de estas cosas.

4.       Jesús subió a los cielos y envió al Espíritu Santo (Hch 2, 33-35). Así que, la conclusión inevitable es esta, dijo Pedro. Ya que Jesús fue exaltado por la diestra de Dios, y valiéndose de la promesa sobre el Espíritu Santo hecha por Dios, derramó esto que ustedes ven y oyen. No fue David quien subió a los cielos, pues él mismo dice: “Dijo el Señor a mi Señor, siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies” (Hch 2, 34-35). Fue Jesús. Y porque él subió al Padre, envió al Espíritu Santo. Sepan bien, todos ustedes, israelitas, que a este Jesús, crucificado por ustedes, Dios lo ha hecho Señor y Cristo.

El diálogo de la conversión: resultados

La argumentación de Pedro, para la mente israelita de la época, fue extremadamente convincente. Unió las profecías mesiánicas, bien conocidas por sus oyentes, con la experiencia que todos los habitantes de Jerusalén habían tenido sobre Jesús y que los extranjeros, llegados allí para asistir a la fiesta, habían oído de ellos desde que llegaron a Jerusalén. Escritura y experiencia personal de los oyentes, integrados por la fe de convicción sólida y atractiva del predicador, bajo el poder del Espíritu Santo, produjeron uno de los mejores sermones de la iglesia cristiana del tiempo apostólico y de siempre. Por eso, generó un diálogo entre Pedro, el predicador, y sus oyentes (Hch 2, 37-42).

“Al oír esto —dice Lucas— se compungieron de corazón y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: ‘Hermanos ¿qué haremos?’” (Hch 2, 37).

La convicción de Pedro, sustentada por el Espíritu Santo, clara y sin vacilaciones, con respecto a Jesús como Señor y Mesías, produjo convicción en sus oyentes. Los convenció de que Jesús, en verdad, era el Mesías. La convicción, cuando auténtica, siempre se manifiesta en acciones. Por eso, lo primero que pensaron los oyentes de Pedro, cuando se convencieron, fue:

¿Qué haremos? Procedían de muchos lugares del mundo, dispersos y distantes, pero eran todos judíos.

¿Era esa una pregunta legalista o no? Sería muy superficial someter a juicio la reacción de gente cuyo corazón fue tocado espiritualmente por el poder del Espíritu Santo. No, ciertamente no pedían una religión de salvación por obras. Querían responder a Jesús de una manera total. Por eso, Pedro no argumentó con ellos. Simplemente cubrió, con su respuesta, la totalidad de la persona humana: lo interno y lo externo.

El apóstol les dijo que se arrepintieran —atendiendo así la parte espiritual de ellos— y que se bautizaran. De este modo, demandó una acción externa y visible. La religión cristiana no es un misticismo espiritual cuyo contenido y expresión total se reducen a lo que está dentro de la persona cristiana. Abarca sus capacidades espirituales internas y sus acciones externas, sin despreciar una ni otra. El cristianismo es una religión para la persona entera. El bautismo tenía que ser en el nombre de Jesucristo, para perdón de los pecados y para la recepción del Espíritu Santo. La promesa del Espíritu Santo no era solo para los apóstoles o dirigentes. Era para todos los cristianos.

“Para ustedes es la promesa, —dijo Pedro— para los hijos de ustedes y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llame” (Hch 2, 39).

Esto, naturalmente, incluía los llamados en el tiempo de los apóstoles y en todos los tiempos que vinieran después de ellos. Ocurre que, sin la presencia del Espíritu Santo, no es posible, para nadie, nunca, vivir el cristianismo con autenticidad. Y no existe un cristianismo hipócrita. Pueden existir cristianos hipócritas, pero el cristianismo como tal, como creencia y modo de vida, como imitación de la persona entera de Jesús, no puede ser falso. Sin embargo, para que ese cristianismo sea una realidad en la persona creyente, esta necesita la acción del Espíritu Santo en su vida. Acción por presencia real. El Espíritu Santo no realiza acciones virtuales. Todas ellas son reales, hechas a la medida de la persona cristiana individual: en ella y con ella, para el éxito en su vida, para el servicio de la misión y para gloria de Dios.

El punto de partida para una vida cristiana genuina es el arrepentimiento como acción de arrepentirse.

Arrepentirse implica saber lo que es el arrepentimiento y transformar ese conocimiento en vida además de experimentar un cambio de corazón, abandonando el corazón de piedra y adquiriendo un corazón de carne, por obra del Espíritu Santo, donde él escribe las leyes de Dios y todo el estilo de vida aprobado por Jesús. Es un cambio del estilo de vida propio, egoísta y perdedor por el estilo de vida cristiano, centrado en Cristo, altruista y vencedor, para servir a los demás y para glorificar a Dios.

Cambian los pensamientos y las actitudes con respecto al pecado y a la justicia. Ya el pecado no produce placer sino tristeza y rechazo. La sola insinuación de su presencia provoca una especie de asco espiritual, náusea, repulsión. Una repugnancia que nace de las vísceras espirituales más íntimas de la persona arrepentida. También esa repulsión, en sí misma, es obra del Espíritu Santo.

El arrepentimiento produce un cambio de la mente y de la conducta. Modifica los pensamientos y las acciones. La justicia se torna una atracción y un gozo, porque el pecador arrepentido la posee por regalo de Jesucristo, como justificación; y la vive, por obra del Espíritu Santo, como santificación.

A la predicación siguió el testimonio.

“Con otras muchas palabras —escribió Lucas— Pedro testificaba y los exhortaba diciendo: Sean salvos de esta perversa generación” (Hch 2, 40).

El resultado del primer sermón fue extraordinario. “Los que recibieron su palabra —agregó Lucas— fueron bautizados y se añadieron aquel día como tres mil personas” (Hch 2, 41).

Un crecimiento asombroso. Unas horas antes eran ciento veinte, después de la predicación, en el día de Pentecostés, tres mil ciento veinte. Un aumento de 2500 por ciento. Además de eso estaba la calidad de vida espiritual y comunitaria que vivían esos nuevos cristianos. Lucas la describe con el verbo perseverar: continuamente dedicados a Cristo y a sus prójimos, con intenso esfuerzo, enfrentando cualquier clase de dificultades que pudieran surgir.

Perseveraban en cuatro actividades o experiencias clave de la vida cristiana (Hch 2, 42).

1.       En la doctrina de los apóstoles. No significa que los apóstoles hubieran inventado una nueva doctrina, propia de ellos, diferente de las enseñanzas del pasado. Tampoco era un credo. El llamado Credo de los Apóstoles, derivado del Antiguo Credo Romano (s. IV), adquirió su forma actual en los siglos VII y VIII. La doctrina de los apóstoles estaba basada en la palabra de Dios y era la misma doctrina del Señor (Hch 13, 5.7.12). La recibieron directamente de Jesús y a través del Espíritu Santo. Por eso era autoritativa y confiable como la Escritura.

Los nuevos cristianos perseveraban en oír y en practicar la enseñanza de los apóstoles. Cada vez que un apóstol predicaba o enseñaba, ellos estaban presentes. Nunca faltaban a las reuniones de la naciente iglesia, sino que perseveraban en ellas.

2.       Perseveraban en la comunión unos con otros. Vivían en koinonía con la íntima relación que se produce, en un grupo pequeño, cuando todos tienen igual derecho a un regalo común o a una herencia recibida. Esa asociación dura hasta que el regalo o la herencia se haya repartido. Después, se deshace el grupo. Solo que la integración de los cristianos se producía por Jesús, el regalo de Dios, otorgado a todos los que creían. Cuanto más se repartía, más presente estaba entre ellos, más personas se agregaban a ellos, y el grupo, por permanecer en él, se consolidaba como grupo para siempre.

El modo de perseverar en este compañerismo era doble: siempre estaban con Jesús y siempre lo compartían con otros.

3.       Perseveraban en el partimiento del pan. Entre los judíos, partir el pan significaba comer las comidas normales de cada día. Perseverar en el partimiento del pan, según esto, podría significar que muchas veces comían juntos disfrutando de una integración comunitaria muy rica. Más tarde, cuando la crisis provocada por una hambruna azotó la ciudad, los cristianos compartieron en comunidad lo que tenían para que a nadie le faltara el alimento necesario. Una acción natural para quienes ya tenían costumbre de comer juntos.

Lucas señala el sentido espiritual que tenía el partimiento del pan para la vida de la comunidad cristiana indicando, posiblemente, que a menudo celebraban el servicio de la comunión con la constante participación de todos. Esto constituye un testimonio de la excelente integración que había entre ellos y que todos tenían con Jesucristo.

1.       Perseveraban en las oraciones. Todos oraban constantemente. Cada  uno en forma personal y todos juntos, como grupo. Abrían su corazón a Jesús como a un amigo. No era extraño entonces, que la vida del grupo fuera tan atractiva para todos: los que ya habían creído la doctrina de los apóstoles y los que la escuchaban por primera vez.

Todos, conducidos por el Espíritu Santo, solo podían sentirse bien y hacer que sus prójimos, creyentes o no, se sintieran tan bien como ellos o mejor, lo cual contribuía al desarrollo de la misión en forma natural y casi espontánea. Por obra del Espíritu los cristianos eran felices por la fe y por la fe trataban de hacer felices y triunfadores en Cristo a toda persona con quien se relacionaran.

El Espíritu conduce la acción de los dirigentes

Un cojo, en el tiempo de los apóstoles, mucho más que ahora, dependía enteramente de los demás. No podía trasladarse por sí mismo, y el hecho de que estuviera en el templo pidiendo limosna indicaba que había personas generosas con él: las que le daban limosnas y, especialmente, las que lo llevaban al templo y lo retornaban a su casa cada día. Lo llevaban temprano y lo dejaban allí durante todo el día para recogerlo en la tarde, cerca de la puesta del sol, cuando casi todas las actividades comunitarias terminaban en Israel.

Una rutina diaria. ¿Cansadora para sus protectores? Posiblemente, sí. Toda rutina resulta cansadora, más o menos, dependiendo de la motivación que tengan las personas sometidas a ella. Si amaban al cojo por ser parientes de él, o amigos, tenían la mejor motivación para ayudarlo, y la rutina, posiblemente, no los cansaba ni los aburría. En todo caso, al final del día, lo único que producía alguna expectativa, en sus protectores, era la cantidad que el cojo hubiera reunido, casi siempre magra, pero variable. Variaba cada día de acuerdo a la generosidad de los adoradores.

cuando la crisis provocada por una hambruna azotó la ciudad, los cristianos compartieron en comunidad lo que tenían para que a nadie le faltara el alimento necesario. Una acción natural para quienes ya tenían costumbre de comer juntos.

Lucas señala el sentido espiritual que tenía el partimiento del pan para la vida de la comunidad cristiana indicando, posiblemente, que a menudo celebraban el servicio de la comunión con la constante participación de todos. Esto constituye un testimonio de la excelente integración que había entre ellos y que todos tenían con Jesucristo.

1.       Perseveraban en las oraciones. Todos oraban constantemente. Cada  uno en forma personal y todos juntos, como grupo. Abrían su corazón a Jesús como a un amigo. No era extraño entonces, que la vida del grupo fuera tan atractiva para todos: los que ya habían creído la doctrina de los apóstoles y los que la escuchaban por primera vez.

Todos, conducidos por el Espíritu Santo, solo podían sentirse bien y hacer que sus prójimos, creyentes o no, se sintieran tan bien como ellos o mejor, lo cual contribuía al desarrollo de la misión en forma natural y casi espontánea. Por obra del Espíritu los cristianos eran felices por la fe y por la fe trataban de hacer felices y triunfadores en Cristo a toda persona con quien se relacionaran.

El Espíritu conduce la acción de los dirigentes

Un cojo, en el tiempo de los apóstoles, mucho más que ahora, dependía enteramente de los demás. No podía trasladarse por sí mismo, y el hecho de que estuviera en el templo pidiendo limosna indicaba que había personas generosas con él: las que le daban limosnas y, especialmente, las que lo llevaban al templo y lo retornaban a su casa cada día. Lo llevaban temprano y lo dejaban allí durante todo el día para recogerlo en la tarde, cerca de la puesta del sol, cuando casi todas las actividades comunitarias terminaban en Israel.

Una rutina diaria. ¿Cansadora para sus protectores? Posiblemente, sí. Toda rutina resulta cansadora, más o menos, dependiendo de la motivación que tengan las personas sometidas a ella. Si amaban al cojo por ser parientes de él, o amigos, tenían la mejor motivación para ayudarlo, y la rutina, posiblemente, no los cansaba ni los aburría. En todo caso, al final del día, lo único que producía alguna expectativa, en sus protectores, era la cantidad que el cojo hubiera reunido, casi siempre magra, pero variable. Variaba cada día de acuerdo a la generosidad de los adoradores.

El Espíritu Santo en acción

Un día todo cambió para él, sin tiempo en el tiempo, instantáneamente. El cojo había pasado, casi todo el día, repitiendo su rutina diaria. Lo trajeron temprano, lo convirtieron en un don nadie que mendigaba, lo dejaron junto a la puerta llamada La Hermosa (Hch 3, 1-10). Nombre desconocido. Ninguna descripción del templo, bíblica o extra-bíblica, la menciona. Los eruditos han tratado de identificarla con alguna de las puertas, ya que se conocen los nombres de todas ellas, pero en vano. Símbolo de la vida anónima que vivía el cojo. Lo único seguro es que se trataba de una entrada al templo y que el cojo era dejado en esa entrada, sin nunca haber podido entrar en él. No iba allí para adorar a Dios. Iba para pedir limosna.

A las tres de la tarde, ese día, el cojo de nacimiento, inmóvil por cojo y por atrofia de sus músculos sin actividad durante cuarenta años, vio a dos hombres que se aproximaban. No sabía que eran dirigentes de la iglesia. No los conocía. Ni le importó eso. Siguió su rutina. Extendió la mano hacia ellos y les suplicó una limosna.

¿Cuánto esperaba de ellos? Su agotada imaginación no produjo cifra alguna. Lo que fuera. Siempre ocurría lo mismo. Los pocos que le daban algo, lo hacían como de paso, sin detenerse, sin mirarlo siquiera. Solo miraban su mano y, colocando la limosna en ella, entraban en el templo.

Pedro y Juan se detuvieron. Fijando los ojos en él, Pedro le dijo: “Míranos”. Los miró. Su atención concentrada en ellos, seguro de que le darían algo. “No tengo plata ni oro”, le dijo. Y el ciego bajó su mano sin esperar ya nada. “Mas lo que tengo te doy”, continuó Pedro (Hch 3, 4-6a).

De nuevo, sus emociones reactivadas, sintió que, después de todo, algo le darían. No sería mucho, pero ¿cuál era la diferencia? Todos le daban poco. Aunque poco fuera, sumando todos los pocos del día, algo tendría en la tarde.

“En el nombre de Jesucristo de Nazaret —continuó diciendo Pedro— levántate y anda” (Hch 3, 6b).

Algo extraño ocurrió en la mente del cojo. Olvidó la limosna. Olvidó sus expectativas, tan limitadas, tan rutinarias, tan tristes. Olvidó las monedas del día. Todo cayó en el olvido y una especie de luz, nunca antes vista por él, penetró los rincones oscuros, abandonados y solos de su mente cansada y sin vida. ¿Caminar? Nunca aprendió a caminar. Nunca pudo. ¡Caminar! Sintió que la mano de Pedro tomaba la suya y una fuerza firme y gentil, levantaba su cuerpo, sin que el peso ni el tiempo resistieran en nada. Se afirmaron sus pies. Sus tobillos, herrumbrados y viejos, nunca activados, muertos, se llenaron de vida, con fuerza y con acción, con movimiento. Saltó. Quedó erguido su cuerpo y anduvo.

La nueva luz de su mente se hizo un grito de gozo. No lo detuvo su espacio, tan limitado y tan fijo; no lo detuvo el prejuicio. Entró en el templo con ellos. Él ya no era un mendigo de puertas afuera. Se había convertido en un adorador de puertas adentro, en el templo. Andando y saltando alababa a Dios con el gozo más libre; con la libertad más alegre; con la alegría más suelta, más contagiosa, más fuerte.

Todo el pueblo lo vio, lo reconoció, antes cojo y limosnero, ahora saltando y alabando a Dios. Llenos de asombro, espantados, también ellos alababan a Dios, como si ellos mismos hubieran recibido el milagro.

Consecuencias del milagro conducidas por el Espíritu

Además de la reacción en la gente, el milagro produjo otras consecuencias más amplias y más influyentes, consecuencias positivas multiplicadas por el Espíritu Santo.

Primera consecuencia: el segundo discurso de Pedro ante la multitud. Esta vez, en la puerta de Salomón. Objetivo: el mismo del milagro, glorificar a Jesucristo como Dios (Hch 3, 13b-15).

Segunda consecuencia: testimonio de los apóstoles ante el Sanedrín (Hch 4, 1-22). Esta ocasión ofreció la oportunidad para responder la pregunta: ¿con qué poder, o en qué nombre han hecho ustedes esto? Lucas, en su relato afirma: “Entonces Pedro, lleno del Espíritu Santo, les dijo...” y sigue el relato de todo el testimonio (Hch 4, 7-8).

Tercera consecuencia: toda la iglesia unida ora pidiendo valentía para predicar y Dios responde su oración: ¿Cómo? Enviando su Espíritu Santo. Lucas lo informa de la siguiente manera: “Cuando hubieron orado, el lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios” (Hch 4, 31).

El Espíritu Santo conducía la acción de los dirigentes de la iglesia y también la acción de sus miembros para que todos tuvieran la osadía  espiritual necesaria y el poder divino indispensables para la predicación del evangelio.

El Espíritu en la elección de los siete

La acción del Espíritu conduciendo a los dirigentes de la iglesia vuelve a aparecer en la elección de los siete, más tarde llamados diáconos. La instrucción que los apóstoles dieron a los miembros, en cuanto a quiénes elegir, incluyó la acción del Espíritu Santo en ellos. “Busquen, pues, hermanos, de entre ustedes a siete varones de buen testimonio, llenos del Espíritu Santo  y de sabiduría a quienes encarguemos de este trabajo” (Hch 6, 3).

El Espíritu Santo condujo la experiencia de la iglesia

La manera como el Espíritu condujo y conduce la experiencia de la iglesia se ejemplifica en Hechos de los Apóstoles con la vida y la misión de Pablo. Pablo es el personaje humano central en la segunda mitad del libro de Hechos de los Apóstoles. El Espíritu Santo sigue siendo el actor divino, siempre presente, como en la primera mitad. La historia de Pablo abarca toda su obra, desde la conversión hasta el final de su vida.

Cuando Ananías, discípulo residente en Damasco (Hch 3, 10), se encontró con Saulo en esa ciudad, después de la visión que Pablo tuvo en el camino, le dijo: “El Señor Jesús que se te apareció en el camino por donde venías, me ha enviado para que recibas la vista y seas lleno del Espíritu Santo” (Hch 9, 17).

La idea de llenar la persona de Pablo, como cualquier persona, expresa el concepto de conducción de la personalidad entera, por consentimiento. Esta metáfora compara el cuerpo humano con un vaso. Cuando el vaso está lleno no existe ningún espacio vacío en él. Y el consentimiento elimina las reservas de espacio para uso propio. La persona entera está disponible para el Espíritu y el Espíritu la ocupa de manera total. Hay algo más en el vínculo del Espíritu con la persona que lo recibe de manera total. El Espíritu trae con él a Cristo y a la iglesia.

Cuando, en medio de su ciego error y prejuicio, se le dio a Saulo una revelación del Cristo a quien perseguía, se lo colocó en directa comunicación con la iglesia, que es la luz del mundo. En este caso, Ananías representa a Cristo, y también representa a los ministros de Cristo en la tierra, asignados para que actúen por él. En lugar de Cristo, Ananías toca los ojos de Saulo, para que reciba la vista, coloca sus manos sobre él, y mientras ora en el nombre de Cristo, Saulo recibe el Espíritu Santo. Todo se hace en el nombre y por la autoridad de Cristo. Cristo es la fuente, la iglesia es el medio de comunicación [3].

Sobre la base de este nuevo vínculo —con Cristo y con la iglesia, por medio del Espíritu Santo— Pablo adquiere una nueva misión, diferente de la extraña misión perseguidora que lo conducía a Damasco. Dios la informa a Ananías cuando lo envía a encontrarse con Saulo. Lucas dice lo siguiente: “El Señor le dijo: ‘Ve, porque instrumento escogido me es este para llevar mi nombre en presencia de los gentiles, de reyes y de los hijos de Israel’” (Hch 9, 15).

En ese instante, gracias a la presencia del Espíritu en él, Pablo lo tiene todo: Jesús, la iglesia, la misión y el poder espiritual necesario para ejecutarla.

Conducción del Espíritu Santo en la misión a los gentiles

El lugar donde la misión a los gentiles, los no creyentes, vivió su mayor impulso, fue Antioquía de Siria. Allí llegó Bernabé, “varón bueno y lleno del Espíritu Santo y de fe” (Hch 11, 24ª). Tuvo un éxito extraordinario: “una gran multitud fue agregada al Señor” (Hch 11, 24b). Luego, invitó a Pablo, desde Tarso, donde estaba y durante un año enseñaron juntos en Antioquía. Como resultado, según el registro inspirado de Lucas: “El Espíritu Santo dijo: ‘Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado’” (Hch 13, 2).

Así se expandió el evangelio por Asia Menor y por Europa. El Espíritu realizó todas las actividades en la misión del equipo misionero de Pablo: algunas de ellas son notables.

El Espíritu ayuda a distinguir y reprimir la conducta engañosa y la maldad

Así ocurrió en el caso de Barjesús, también llamado Elimas, el mago, en Pafos, al comienzo del primer viaje misionero, cuando quiso desviar del evangelio a Sergio Paulo, procónsul romano.

“Entonces Saulo —informa Lucas— que también es Pablo, lleno del Espíritu Santo, fijando en él los ojos, le dijo: ‘¡Lleno de todo engaño y de toda maldad, hijo del diablo, enemigo de toda justicia! ¿No cesarás de trastornar los caminos rectos del Señor?’” (Hch 13, 9-10).

El Espíritu ayuda a resolver problemas sobre doctrina

Ocurrió cuando algunos cristianos judíos, provenientes de Jerusalén, visitaron Antioquía y trataron de imponer la circuncisión entre los conversos gentiles. Pablo y sus asociados se opusieron. Hubo una gran disputa entre ellos. Los dirigentes de la iglesia convocaron un concilio general con representantes de todas las iglesias para estudiar el asunto. Se reunieron en Jerusalén en el año 49 d. C. En el concilio hubo una amplia discusión sobre el asunto (Hch 15, 7). Los principales argumentos utilizados fueron  los siguientes:

1.       Experiencias de aceptación guiadas por el Espíritu (Hch 15, 7-11). Caso específico recordado por Pedro: Cornelio, el centurión de Cesarea (Hch 10, 7-48). La intervención de Pedro ante el Concilio, de la siguiente manera:

Después de mucha discusión —cuenta Lucas—, Pedro se levantó y les dijo: ‘Hermanos, ustedes saben cómo ya hace algún tiempo Dios escogió que los gentiles oyeran por mi boca la palabra del evangelio y creyeran. Y Dios, que conoce los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros (Hch 15, 7-8).

El Espíritu tomó la iniciativa en la aceptación de los gentiles.

El argumento era contundente. ¿Podría haber una señal de aceptación mayor que la presencia del Espíritu Santo en ellos? Dios había hablado, por medio del Espíritu, en la propia experiencia de la iglesia. El poder no estaba en la experiencia como tal, ni la revelación surge de la vida histórica de la iglesia, como si hubiera en ella algún tipo de magisterio especial equivalente a la revelación de Dios o semejante a ella. No es eso lo que dice Pedro. Él da importancia a la intervención de Dios, por medio del Espíritu, en ella.

2.       Realización de señales y maravillas. Este fue el argumento de Pablo y Bernabé. Lucas no registra nada del discurso de ellos. Solo resume su contenido: “Entonces, toda la multitud calló —dice— y oyeron a Pablo y Bernabé que contaban cuán grandes señales y cuántas maravillas había hecho Dios por medio de ellos, entre los gentiles” (Hch 15, 12).

Así como la presencia del Espíritu Santo, según Pedro, había mostrado la aprobación divina en la experiencia vivida con Cornelio en Cesarea, las señales y maravillas que Dios hizo entre los gentiles demostraban que los había aceptado.

3.       Las Escrituras aprueban la aceptación de los gentiles. El último en hablar fue Jacobo o Santiago, el hermano de Jesús, líder de la iglesia en Jerusalén. Habló con la prudencia de un verdadero presidente del concilio. El presidente preside, coordina, integra. No dicta. Eso lo hacen los dictadores. Muy acertadamente resumió los argumentos de Pedro y agregó el suyo, en la misma dirección de los anteriores (Hch 15, 13-18). Citó palabras del profeta Amós acerca de la incorporación de los gentiles  la conformación del pueblo de Dios (Hch 9, 11-12).

Luego de oír los argumentos de todos, el Concilio, bajo la conducción del Espíritu Santo, decidió: “Ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros, no imponer sobre ustedes ninguna carga más que estas cosas necesarias” (Hch 15, 28).

Luego, enumeró los asuntos decididos, pero lo más importante es el registro conciliar de sumisión de los delegados a la conducción del Espíritu Santo. Él decide y la iglesia de Cristo decide con él y como él.

El Espíritu Santo conduce el avance misionero en forma directa

Pablo, Silas y Timoteo, en el segundo viaje misionero, planearon seguir

penetrando el Asia Menor. Pero la autoridad del Espíritu Santo se hizo presente. El Espíritu se comunicó directamente con ellos. Lucas lo informa así: “Les fue prohibido por el Espíritu Santo hablar la palabra en Asia” (Hch 16, 6).

Hay dos prohibiciones en este sentido. Esta es la primera. ¿Les prohibió predicar en Asia antes de llegar a Frigia y Galacia o cuando estaban en Galacia? Algunos piensan que fue antes. Pero como el verbo griego no coloca el acento en el tiempo sino en la calidad de la acción, uno tiene que prestar atención al carácter terminante de la orden de no continuar predicando en Asia fuera de los lugares donde ya habían predicado, esto es Derbe, Listra, otras ciudades que estaban en el camino, Frigia y Galacia. De ahí en adelante tenían que avanzar hacia otro lugar que el mismo Espíritu Santo les mostraría después.

De hecho, cuando llegaron a Misia, territorio contiguo a Frigia hacia el Oeste, pensaron en avanzar hacia el norte de Asia para predicar en Bitinia, junto al Mar Negro, pero entonces, ocurrió la segunda prohibición del Espíritu Santo. Lucas dice: “Pero el Espíritu no se lo permitió” (Hch 16, 7).

La orden directa del Espíritu Santo era terminante. Tenían que ser fieles al gobierno directo del Espíritu, más aún que la fidelidad manifestada por ellos al gobierno institucional de la iglesia, en lo tocante a los acuerdos del Concilio general de Jerusalén.

Obedecieron. Lucas lo dice claramente: pasaron de largo por el límite de Misia (Hch 16, 8). No entraron en ese territorio. Hacerlo no tenía sentido alguno ya que no podían predicar el evangelio allí. Siguieron adelante abiertos a las indicaciones del Espíritu. Y en Troas, el Espíritu, por medio de una visión, le mostró a Pablo lo que debían hacer. “Un varón macedonio estaba en pie, rogándole y diciendo: ‘Pasa a Macedonia y ayúdanos’” (Hch 16, 9).

Pablo no podía resistirse. ¿Cómo? Si desde su estada en Galacia, el Espíritu Santo lo estaba preparando para ese momento. Le prohibió predicar en Asia. No le permitió ir a Bitinia. Y en ese electrificado instante, como razón y objetivo de todo lo que le había dicho y hecho anteriormente, lo llamó a penetrar Europa. Pablo y su grupo sintieron tan intensamente la importancia crucial del momento que Lucas, al relatar lo ocurrido, a sí mismo se incluyó, por primera vez, en la historia de la iglesia apostólica, diciendo: “Cuando vio la visión, inmediatamente nos dispusimos a partir para Macedonia seguros de que Dios nos había llamado a anunciar el evangelio a los macedonios” (Hch 16, 10).

Bendita seguridad la que el Espíritu Santo transmite con cada orden que pronuncia. Sea en sueños o visiones, sea en fuertes impresiones sobre la  mente o en las claras instrucciones de la Escritura Sagrada, siempre otorga una certeza inamovible a los que quieren cumplir la voluntad de Dios y están dispuestos a obedecerlo, en todo, especialmente en el cumplimiento de la misión.

El Espíritu Santo conduce la vida de los convertidos a Cristo

Cuando Pablo llegó a Éfeso, en su tercer viaje misionero, se encontró con un grupo de ciertos discípulos, siete en total, a quienes preguntó: “¿Recibieron ustedes el Espíritu Santo cuando creyeron?” (Hch 19, 2ª). La respuesta escueta y honesta fue: “Ni siquiera hemos oído si hay Espíritu Santo” (Hch 19, 2b).

Luego, Pablo conversó con ellos sobre Jesús y su obra y después fueron bautizados en el nombre del Señor Jesucristo (Hch 19, 5). A continuación, les ocurrió lo más importante para su vida de santificación y para la acción misionera que, como convertidos, debían realizar. “Y habiéndoles impuesto Pablo las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo; y hablaban en lenguas y profetizaban” (Hch 19, 6).

El Espíritu Santo conduce la voluntad y las emociones del creyente. Cuando en Mileto, Pablo se encontró con los ancianos de Éfeso, entre otras cosas les habló acerca la manera cómo el Espíritu controlaba su voluntad y acerca de la seguridad que le daba en cuanto a los hechos futuros de su vida.

Ahora, bajo la conducción del Espíritu, que controla mi voluntad con su poder, voy yo a Jerusalén sin saber lo que allá me espera. Lo único que sé es que, por todas las ciudades, el Espíritu Santo me asegura que me esperan prisiones y sufrimientos (Hch 20, 23).

El control de la voluntad no es por la fuerza, como una imposición, pero ocurre con toda su fuerza, como una ayuda. Pablo aceptaba su control voluntariamente. En ese sentido, la voluntad del Espíritu y la voluntad de Pablo eran una sola y la misma: la del Espíritu. Por eso, el Espíritu controlaba la voluntad de Pablo.

La seguridad comunicada por el Espíritu es como la seguridad del testimonio. Cuando alguien habla de lo que vio y oyó, no vacila. No tiene dudas y, por no tenerlas, no las transmite. El Espíritu tiene más seguridad que un testigo. Él, como Dios, por ser Dios, sabe todas las cosas del pasado, del presente y del futuro. Por eso, además, posee el poder de la persuasión. La persona que se entrega a él, cumple su voluntad, con el poder que el mismo Espíritu le transmite y posee la capacidad necesaria para controlar sus emociones con la misma fuerza espiritual que el Espíritu le otorga.

El Espíritu Santo conduce la elección de los obispos-ancianos-pastores

A los mismos ancianos de Éfeso, en la misma reunión de Mileto, les dijo:

“Tengan cuidado de ustedes mismos y de todo el rebaño sobre el cual el Espíritu Santo los ha puesto como obispos para pastorear el rebaño compuesto por la iglesia de Dios” (Hch 20, 28).

La iglesia los elige, es cierto, pero no por ella misma ni ante sí. Los elige con un sistema creado por el Espíritu, bajo la dirección de Cristo y Dios, y los elige individualmente de acuerdo a sus orientaciones. Nunca sola. El ejemplo clásico está en la elección y ordenación de Pablo y Bernabé en Antioquía cuando fueron enviados a predicar a los gentiles de Asia Menor, primero, y de Europa, después. “Ministrando estos al Señor y ayunando, dijo el Espíritu Santo: ‘Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado’. Entonces, habiendo ayunado y orado, les impusieron las manos y los despidieron” (Hch 13, 2-3).

Conclusiones

El libro de Hechos contiene lo que el Espíritu Santo revela acerca de sus propias relaciones con los apóstoles y con la iglesia. No desarrolla una doctrina sobre la persona del Espíritu Santo. Solo se ocupa de su realidad, de sus acciones y de su intimidad con creyentes, líderes de la iglesia y con la iglesia misma como entidad divino-humana, sujeta a Cristo y a Dios el Padre en el cumplimiento de la misión que ellos le encomendaron.

De esa revelación acerca de sus relaciones surgen varios asuntos de importancia capital para los creyentes, para la iglesia, para su historia, para su administración, para la evangelización, para sus dirigentes y para su experiencia en general ejemplificada por el ministerio de Pablo en su acción misionera. La realizó, desde el comienzo, con la visión más universal que dirigente cristiano alguno de la época haya tenido.

1.       Los creyentes, por el Espíritu, pueden obedecer los mandamientos de Jesús que también son mandamientos del Espíritu y pueden testificar de manera convincente por el poder del Espíritu Santo.

2.       La iglesia, por la presencia del Espíritu en ella, es testigo de Cristo en todo el mundo, comenzando desde Jerusalén.

3.       La historia de la iglesia, por el Espíritu, tiene tres dimensiones:

Primera. Como toda otra institución tiene una historia real: no está basada en mitos ni leyendas ni ideologías sino en hechos realmente ocurridos a través de su existencia, desde la ascensión de Cristo hasta hoy, y, en el futuro, hasta  el retorno del Señor.

Segunda. Tiene una historia espiritual. Solo el Espíritu Santo otorga una vida espiritual verdadera a creyentes en forma personal y a la iglesia.

Tercera. Superior a las anteriores, tiene una historia divina, no porque esté integrada por personas santas sino por su vínculo con Cristo, de pertenencia plena, y por su intimidad con el Espíritu Santo, en todos los aspectos de existencia y de su actividad, especialmente en la misión.

4.       La administración de la iglesia por el Espíritu adquiere una seguridad superior a la administración de cualquier institución humana. Sus acciones erradas se reducen. Su única posibilidad de errar se encuentra en una acción independiente, acción que puede ocurrir, y ocurre, por simple autoconsentimiento.

5.       La evangelización de la iglesia por el Espíritu se torna bíblica y convincente.

6.       Los dirigentes de la iglesia, por el Espíritu, adquieren valentía para realizar su obra y eficiencia para ejecutarla bien.

7.       La experiencia general de la iglesia, por el Espíritu, es sólida, coherente, y fiel a Dios. Le ayuda a distinguir conductas engañosas y malvadas para rechazarlas; le da el conocimiento de la Escritura, necesario para resolver problemas doctrinales; le permite aceptar que el Espíritu intervenga directamente en sus planes de penetración misionera; la sostiene para vivir la realidad de la conducción directa del Espíritu en la vida de sus conversos; y la ayuda a aceptar que el Espíritu elija a sus dirigentes: ancianos, presbíteros, pastores y otros.

Mario Veloso en dialnet.unirioja.es/

Notas:

2       Elena G. de White, Hechos de los Apóstoles (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 1977), 31-32.

3       E.G.White, Hechos de los Apóstoles, 1957, 100

Mario Veloso

El Espíritu Santo y Jesús: mandamientos y poder

Lucas no demora en introducir la acción del Espíritu Santo (Hch 1, 2b). Ni puede hacerlo porque tampoco se demoró el Espíritu Santo en comenzar su obra a favor de la iglesia. Estando en el aposento alto, la noche del quinto día de su última semana, Jesús prometió a sus discípulos: “Yo rogaré al Padre, y él les dará otro Consolador que estará con ustedes para siempre, el Espíritu de verdad a quien el mundo no conoce, pero ustedes sí lo conocen, porque con ustedes vive y entre ustedes estará” (Jn 14, 16-17).

Esta promesa sobre la presencia continuada del Espíritu en el futuro de la comunidad apostólica —en los discursos de Jesús, a esta altura de su vida, un día antes de la crucifixión— siempre incluye la iglesia: su vida y su obra. Adelante, en el mismo discurso, Jesús describió la obra del Espíritu por la iglesia. “El Consolador —les dijo— el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Jn 14, 26).

Gracias a que el Espíritu guía y conduce a la iglesia, esta se mantiene en la verdad, la verdad pasada, presente y futura. La verdad no se altera nunca, es siempre verdad (Jn 16, 14). Esta obra del Espíritu por la iglesia iba a estar relacionada con el mundo pues existe un dinamismo en lo que Jesús enseñó a la iglesia, inolvidable para ella y el mundo. La misión de la iglesia consiste en convencer al mundo de pecado, de justicia y de juicio. Sin la acción del Espíritu Santo esto sería imposible. Por eso, la promesa del Espíritu incluyó esa obra (Jn 16, 8).

Lucas hace recordar a sus lectores que la promesa del Espíritu está en relación con los mandamientos, con el poder y con la testificación.

El Espíritu transmite mandamientos

“Jesús —escribió Lucas a Teófilo— sólo ascendió al cielo después de haber dado mandamientos, por medio del Espíritu Santo, a los apóstoles que había escogido” (Hch 1, 2b).

Esos mandamientos eran semejantes a los Diez Mandamientos de la ley moral, en relación con los cuales Moisés dijo: “Dios habló y ordenó todos estos mandamientos” (Ex 20, 1).

Son como el mandamiento del amor que ordenó Jesús a sus discípulos, cuando les dijo: “Esto les mando: que se amen unos a otros” (Jn 15,17).

En la misma categoría está el mandamiento de la misión. “Con la autoridad que tengo en el cielo y en la tierra —ordenó Jesús a sus discípulos—: vayan y hagan discípulos de todas las naciones” (Mt 28, 18-19).

En este mismo contexto, Pablo y Bernabé, explicando a los judíos de Antioquía de Pisidia, después que ellos los rechazaran, por qué se irían a los gentiles, dijeron: “El Señor nos ha mandado así: Te he puesto para luz de los gentiles, a fin de que seas para salvación hasta lo último de la tierra” (Hch 13, 47).

Cuando Jesús en persona transmitió estas órdenes a sus discípulos, no estaba solo. El Espíritu Santo estaba con él y el Espíritu fue la persona divina que colocó los mandamientos en el corazón de ellos, a fin de que por su poder y compañía, pudieran comprenderlos, aceptarlos y cumplirlos.

El Espíritu Santo transmite poder

Lucas cuenta a Teófilo que, después de su muerte, Jesús, por cuarenta días, se apareció a los discípulos y les habló del poder de la resurrección, del poder del reino de Dios y del poder del Espíritu Santo (Hch 1, 3-8ª).

El poder de la resurrección

“Después de padecer la muerte —escribió Lucas— Jesús se presentó vivo a sus discípulos con muchas pruebas indubitables” (Hch 1, 3ª).

Muchas demostraciones, hechos ciertos, muestras de poder. Algunas fueron simples, por ejemplo, comer para demostrar que no era un espíritu, sino una persona real. Otras, más complejas y hasta milagrosas, entre ellas saber lo que exigía Tomás para creer, y, con divina tolerancia, responder a sus exigencias mostrándole su costado y sus manos para que las tocara y creyera.

¿Podía Jesús convencer a dos desanimados discípulos que viajaban por un camino de triste soledad y de silencio, hacia Emaús, pensando que estaba muerto y ya nunca más podrían verlo? Podía y lo hizo. Extrajo argumentos de las Escrituras. Hizo que los profetas adquirieran un nuevo significado ante sus mentes entorpecidas e incrédulas. “¿Acaso no tenía que sufrir el Cristo, estas cosas, antes de entrar en su gloria?” (Lc 24, 26), les dijo.

Finalmente, les abrió los ojos, ojos físicos y espirituales, para que lo reconocieran. Estaba ahí. Vivo. Ningún argumento más poderoso, para probar la resurrección de un muerto, que la presencia viva del muerto. El poder que actuó para resucitarlo fue su propio poder, fue el poder del Padre, fue el poder del Espíritu Santo. Fue el poder de Dios. Él era Dios. Aceptó la muerte en lugar de los pecadores y por ellos, para que ellos pudieran recibir la vida que era toda suya y nadie podría habérsela quitado, si él no la hubiera entregado voluntariamente y por sí mismo. Todo el poder de Dios se hizo visible en la resurrección de Jesús. En ella ofreció Dios la vida eterna a todo aquel que crea en él.

El poder del reino de Dios

“Jesús se presentó a sus discípulos durante cuarenta días —escribió Lucas— y les habló acerca del reino de Dios” (Hch 1,3).

No era la primera vez. Ya había hablado con ellos muchas veces, en forma directa o a través de la multitud mientras predicaba. Lo hizo por medio de parábolas. Cuando explicó el reino de los cielos, dijo: “Es semejante a diez vírgenes que esperan el esposo para sus bodas, unas estaban preparadas para recibirlo cuando él llegara, las otras no. Las preparadas entraron con él a la fiesta de bodas, las otras quedaron fuera” (Mt 25,1-13). El poder del reino llegó a ellas por medio del Espíritu Santo que las ayudó en la debida preparación para la boda.

El reino de los cielos, dijo también, es semejante a un hombre que se fue lejos y dio sus bienes a sus siervos para que los administraran. Cuando el hombre volvió hizo cuentas con ellos y el que recibió cinco talentos y el que recibió dos fueron fieles y entraron en el gozo de su señor, pero uno fue infiel y quedó fuera (Mt 25,14-30). El poder del reino, con justicia, discrimina las acciones de los seres humanos.

En otra oportunidad, Jesús dijo:

El reino de los cielos es semejante a un rey que hizo fiesta de bodas a su hijo: invitó a muchos personajes importantes, supuestamente dignos de las bodas, pero ellos no hicieron caso de los siervos que fueron a llamarlos cuando llegó el tiempo de la boda, pues no eran dignos. Invitó el rey a los menos importantes, indignos, que andaban por los caminos. Todos fueron hechos dignos por el rey y entraron en la boda con el traje de bodas que el mismo rey proveyó para todos indiscriminadamente. Pero uno de ellos no quiso usarlo y permaneció indigno como los primeros invitados. El rey, utilizando todo el poder del reino, hizo dignos de la boda a unos y a los que no aceptaron sus reglas los dejó fuera, donde sólo encontraron llanto, auto recriminaciones, destrucción y muerte (Mt 22, 1-14).

El poder del reino provee los medios para que los indignos que acepten la provisión del rey, entren en aquel.

También les había hablado del reino en expresiones de discurso directo. “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria —dijo una vez— y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en el trono de su gloria” (Mt 25, 31).

Todas las naciones serán reunidas delante de él y apartará a todos ellos en dos grupos, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Las ovejas, a la derecha; a la izquierda, los cabritos. Los de la izquierda, por su vida egoísta,  sin interés alguno por el prójimo, serán condenados al castigo de una eterna destrucción. Los que colocó a su derecha, que tanto bien hicieron a cada persona necesitada, y, sin pretenderlo, sirvieron fielmente al Señor, recibirán el reino preparado para ellos desde la fundación del mundo (Mt 25, 32-46).

El poder del reino es vida para siempre.

El poder de la promesa

Y estando juntos —dice Lucas— les dio una orden que debían obedecer estrictamente: “No salgan de Jerusalén, sino esperen la promesa del Padre. La promesa que ustedes oyeron de mí” (Hch 1, 4).

El envío del Espíritu Santo equivale a un nuevo bautismo.

“Juan bautizó con agua, pero dentro de pocos días ustedes serán bautizados con el Espíritu Santo” (Hch 1, 5). Se refería a un bautismo de poder.

Los discípulos escucharon la orden, sin que, de su mente, se borrara la fuerza y el poder del reino. El poder de un reino es siempre más visible, más impresionante, más grandioso, más pomposo, más codiciable, más buscado que el poder espiritual de la promesa. Por lo menos, la mente de los discípulos había sido atrapada con más fuerza por las palabras sobre el reino que por la orden de esperar en Jerusalén hasta que recibieran el poder de la promesa. “Señor —dijeron a Jesús— ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” (Hch 1, 6).

Todavía, por la mente de los discípulos, como un fantasma triste, rondaba el reino de Israel. Esa pregunta acerca del reino fue la última que incomodaría sus mentes, pues la aclaración de Jesús resultó ser taxativa y terminante.

“No les toca a ustedes —les respondió— saber los tiempos de eventos generales, ni el tiempo de los eventos específicos que el Padre colocó bajo el control de su propia autoridad” (Hch 1, 7). La pregunta de ustedes es irrelevante. Ya no tiene sentido alguno, para ustedes ni para nadie. El poder del reino que ustedes han soñado para Israel, no está accesible para nadie de Israel en este tiempo. Sin embargo, para ustedes, israelitas convertidos al cristianismo, existe un poder disponible que deben recibir muy pronto. Es el poder de la promesa. ¿Qué promesa? La promesa sobre la recepción del Espíritu Santo para testificar.

El Espíritu en la testificación

“Cuando venga sobre ustedes el Espíritu Santo” (Hch 1, 8) —dijo Cristo— recibirán el poder que aumentará la fortaleza, las habilidades, las capacidades, y los medios de ustedes, y ustedes, en forma personal, serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y por todo el mundo hasta el final de la tierra.

Se pueden destacar tres asuntos muy importantes:

La recepción del poder

Yo quiero que ustedes reciban el poder y cuando el Espíritu llegue a ustedes para otorgárselo, tienen que asirlo por ustedes mismos. El Espíritu Santo no colocará en ustedes, por la fuerza, ninguna capacidad del poder que yo deseo para ustedes y que él está empeñado en otorgarles. La acción del Espíritu será siempre generosa, siempre determinada, siempre cierta. No faltará nunca. Pero ustedes determinan si esa acción generosa queda con ustedes o si dejarán que se vaya sin producir el aumento de las capacidades que en ustedes yo deseo.

El poder mismo

No se trata de un poder de comando, como si ustedes, desde el momento que reciban el Espíritu Santo, en adelante, se convirtieran en jefes que dan órdenes para que otros ejecuten la misión. Cada persona cristiana tiene que ejecutarla.

El poder que les dará el Espíritu es una capacitación para que puedan realizar la misión, tarea que demanda más capacidades de las que naturalmente tienen.

Incluye el aumento de la fortaleza física y espiritual que ustedes tengan. La adquisición de habilidades que recibirán, aunque no las tengan, entre otras, incluye la buena disposición para la misión, la destreza para ejecutarla, el ingenio para vencer los desafíos y la agilidad para negociar sin caer en sincretismos.

El poder del Espíritu Santo incluye también el aumento de las capacidades, las aptitudes, los talentos, los medios económicos y otros, para cumplir la misión. El Espíritu no les dará estos beneficios para que ustedes los usen por pura vanidad, para el engrandecimiento de ustedes mismos. El negocio del Espíritu, y de ustedes también, no es la construcción de fama personal, sino el cumplimiento de la misión; aunque también puede levantar el prestigio de ustedes, si eso contribuyera a la misión.

Ser testigos de Cristo

En primer lugar, esto es lo que yo espero de ustedes y lo espero de la misma manera como espero obediencia cuando doy un mandamiento. La misión no es opcional, como algo que pueda hacerse o no, de acuerdo al  deseo de ustedes. La misión representa mi deseo, mi voluntad. Les estoy diciendo: serán mis testigos. No les digo: ojalá quieran ser mis testigos.

En segundo lugar, ser mis testigos significa estar siempre a mi favor y declararlo. Tienen que ser testigos objetivos y contar lo que realmente han experimentado conmigo, en su propia vida, y algo más. Ese algo más incluye  el compromiso de estar conmigo, a favor de mí, bajo cualquier circunstancia y bajo cualquier tipo de riesgo, inclusive el martirio. Solo así podrán ustedes ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta lo último de la tierra. Yendo a todo el mundo encontrarán lugares de extrema intransigencia y agresiva intolerancia donde otros no vacilarán en condenarlos a la muerte, solo porque ustedes vivirán en armonía con mi estilo de vida y hablarán bien acerca de mí.

No se preocupen por los riesgos. Yo cuidaré de ellos. En algunas ocasiones los libraré de todo el mal que pretendan hacerles, pero habrá otras, cuando la muerte de ustedes será necesaria para que le gente crea el testimonio que les den. En esos casos, ustedes no perderán la vida que les he prometido. Solo se acortará el tiempo que vivan ahora, antes de la eliminación del mal que existe en este mundo; porque la vida después, cuando el mal haya llegado a su fin, será eterna; y esa vida nadie puede quitarla de ustedes. Entonces, los que testificaron por mí, en este mundo, tendrán, en el juicio final, mi testimonio favorable y serán absueltos de todo pecado. Vivirán para siempre conmigo, en mi reino.

El Espíritu Santo conduce la historia de la iglesia

En una sección relativamente corta (Hch 1, 12-Hch 7, 60), Lucas concentra la historia del comienzo de la iglesia. Ese comienzo tiene suma importancia. Recordemos que los hechos en la vida de la iglesia, desde los días apostólicos hasta la segunda venida de Jesús, siendo hechos históricos reales, semejantes a los de cualquier otra institución humana, tienen una dimensión divina que procede de su relación con Dios y le da una dimensión espiritual por la presencia del Espíritu Santo en ella.

El Espíritu Santo es el guía real de todas sus acciones, a menos que la iglesia elija desviarse de la revelación divina hacia la apostasía de una acción independiente, inconsulta y rebelde a Dios, pero la iglesia tendrá siempre un grupo fiel a Jesús y a la misión. Siendo así, los hechos históricos de la iglesia cristiana, como testigo de Cristo, son tan válidos para la enseñanza de los creyentes de todos los tiempos, como válidos fueron los hechos del pasado, en la historia de Israel. Así lo entendió Pablo y lo explicó a los cristianos de Roma. Su forma de explicarlo es clara y directa. “Las cosas que se escribieron antes —les dijo— para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que, por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza” (Rm 15, 4).

La vida de la iglesia tiene una dimensión espiritual divino-humana que surge nítidamente de la historia escrita por Lucas, una realidad que todos los cristianos debemos admirar en la iglesia apostólica y, en la iglesia de hoy vivirla en total integración con Jesús (Dios Hijo) y con Dios Padre. Como veremos, este tipo de integración superior, solo se hizo y se hace posible para la iglesia, por la obra que el Espíritu Santo realizó y realiza en ella. Esa realidad divino- humana de la iglesia constituye su propio ser, un ser al mismo tiempo espiritual y terreno, práctico y sublime, que, en la misión, se vuelve historia y vida eterna.

El Espíritu Santo conduce la administración de la iglesia

La vida de la iglesia tenía que comenzar en Jerusalén y allí comenzó. Los discípulos no perdieron tiempo. Atendieron primero un asunto administrativo que debía ser resuelto. Eligieron un reemplazante de Judas en el grupo apostólico. Luego, se prepararon para la recepción del Espíritu Santo. Nada fue casual. Ni la organización de la iglesia, ni la vida espiritual, ni la misión surgieron por generación espontánea. Ellos así lo entendieron y actuaron con determinación y eficiencia (Hch 1, 12-Hch 2, 47).

Elección de Matías: procedimiento y dirección divina

“Entonces —escribió Lucas— desde el monte que se llama el Olivar, los discípulos volvieron a Jerusalén.” Desde ese monte, Jesús había sido levantado hacia el cielo, en su viaje de retorno al Padre y al gobierno de todo el universo (Hch 1, 12). El monte de los Olivos, junto a Betania, no estaba lejos de Jerusalén. Solo el camino de un sábado. Es decir, la distancia que, según la tradición judía, un israelita, sin transgredir el cuarto mandamiento de la ley moral, podía caminar durante el sábado. Flavio Josefo dice que Betania estaba a cinco estadios, más o menos un kilómetro, de Jerusalén.

Cuando llegaron a la casa donde se hospedaban, escribió Lucas que subieron al aposento alto. Ahí se alojaban los once apóstoles. Lucas menciona los nombres de todos, organizados en cuatro grupos. ¿Ya estructurados para la misión? Primer grupo: Pedro, Juan, Jacobo y Andrés. Segundo: Felipe y Tomás. Tercero: Bartolomé y Mateo. Cuarto: Jacobo hijo de Alfeo, Simón el Zelote y Judas hermano de Jacobo. Vivían en comunidad.

Sabían que no permanecerían físicamente juntos por mucho tiempo, pues tendrían que trabajar también en Judea, Samaria y por todo el mundo. Pero hasta que recibieran el poder del Espíritu Santo, podían estar juntos y disfrutar la compañía de todos. Tuvieron oportunidad para superar sus diferencias, para integrarse los unos con los otros sin la ambición por los primeros lugares que antes los había distanciado, para apreciar los valores que cada uno tenía, para darse cuenta de que todos eran necesarios para la misión; y la aprovecharon. Con humildad se pidieron disculpas y manifestaron su firme propósito de actuar siempre en unidad. A menudo, se reunían todos ellos con María, madre de Jesús, con los hermanos de él, y con las mujeres, posiblemente María Magdalena, Juana, Susana, las esposas de los apóstoles casados y otras. Los hermanos de Jesús que dudaban de él cuando trabajaba en Galilea habían superado sus dudas y como los once discípulos, creían que Jesús era el Hijo de Dios y el Mesías prometido. Todo el grupo estaba unido en un solo pensamiento, oraban juntos y juntos se preparaban para las acciones futuras que todos esperaban (Hch 1, 13-14).

Un día de esos, hicieron una reunión de negocios con todos los creyentes. Eran ciento veinte personas. Hombres y mujeres. Estaban todos allí. No había machismo cultural, ni feminismo reivindicativo. La iglesia nació libre de las presiones culturales externas, con una actitud contra-cultura, pero no anti- cultural. No era enemiga de la cultura, ni se dejó influir por ella. Tomó su propio curso bajo la dirección del Espíritu Santo. La pidió en oración, desde el mismo comienzo de su existencia.

Pedro tomó la palabra y pronunció su primer discurso (Hch 1, 15-22). Ningún complejo. Ya no había ninguna disculpa que pedir. Todo estaba en orden y nadie recordaba más sus errores del pasado. Todos habían aceptado la restauración que le ofreció Jesús junto al Mar de Galilea y no tenían sospecha alguna. Pedro hizo una propuesta. La hizo en el mejor estilo cristiano. Basada en ella, la iglesia tomó una decisión sin presiones de nadie. Propuesta y decisión, emblemáticas en su forma de presentación y en el procedimiento que siguieron; bajo la inspiración del Espíritu Santo. Lucas describió el procedimiento para mostrar a sus lectores la manera cristalina, espiritual, basada en las Escrituras y sujeta a la voluntad de Dios como procedió la iglesia en sus negocios internos. En nada parecidos a los procedimientos políticamente corruptos, egoístas, y muchas veces cargados de presiones violentas del Imperio.

El discurso de Pedro

Un discurso muy breve. Tiene dos partes: la primera es una sólida fundamentación basada en la Escritura (Hch 1, 15-20), y la segunda es la propuesta (Hch 1, 21-22). Va directamente al asunto.

Fundamentación de la propuesta

“Hermanos —dijo Pedro— tenía que cumplirse la Escritura que, por boca de David, había predicho el Espíritu Santo” (Hch 1, 16ª).

De paso, Pedro hace referencia al modo en el que las revelaciones de Dios llegan a sus destinatarios. Dios elige un instrumento humano, en este caso David, y el Espíritu Santo trabaja con él para colocar en su mente lo que, de parte de Dios, debe comunicar. En el caso referido por Pedro, se trataba de una profecía. Toda profecía posee un contenido de cumplimiento futuro.

La profecía —dijo Pedro— es acerca de Judas, el que sirvió de guía para los que prendieron a Jesús. Él era miembro de nuestro grupo y recibió, de parte del Señor -no lo usurpó- un rango de importancia en este ministerio (Hch 1, 16b-17).

Ese rango de importancia, en griego κλρος, más tarde daría origen al concepto de clérigo. No necesita repetir la causa, ya la dijo. Solo describe las consecuencias de la traición y lo hace de la manera más trágica posible. Hace recordar que con el dinero recibido por la traición, salario de su iniquidad, compró un campo y que al quitarse la vida cayó de cabeza, se reventó por la mitad y sus entrañas se derramaron. Luego da el nombre del campo: Acéldama, campo de sangre.

Entonces, cita dos textos de Salmos, profecías que aplica a Judas. Primero, sea hecha desierta su habitación y no haya quien more en ella (Sal 69, 25). Con esto explica el trágico fin de Judas. Segundo, tome otro su oficio (Sal 109, 8). Con estas profecías abre el camino para la propuesta que luego presenta a la asamblea de creyentes.

Propuesta

Elegir un reemplazante de Judas en el grupo apostólico.

Por tanto —agregó— es necesario que uno de los hombres sea hecho testigo de la resurrección, para que se una a nosotros. Un varón que haya estado con nosotros todo el tiempo mientras Jesús entraba y salía entre nosotros, comenzando desde el bautismo realizado por Juan, hasta el día cuando, de entre nosotros, fue recibido arriba (Hch 1, 21-22).

Pedro cubrió todo. Dio las razones que produjeron la vacante. No fueron intrigas, ni cuestiones personales, ni maniobras políticas. Fue el procedimiento traidor del que anteriormente tenía el oficio. Pedro lo dijo sin eufemismos, en forma directa, clara y completa. Ningún intento de salvar la cara de nadie, ni de cubrir las razones reales con explicaciones de conveniencia para nadie. Lo único que Pedro tomó en cuenta, como siempre ocurre en la Escritura, fue la realidad de lo ocurrido.

Al informe de lo que Judas realmente había hecho, agregó los contenidos de la Escritura que se aplicaban al caso. No existe ninguna luz mejor que la luz de la revelación, inspirada por el Espíritu Santo, para ver con claridad la forma de solucionar los problemas que la iglesia tenga.

Había que elegir un hombre. Y Pedro propuso la elección. No ofreció un nombre como candidato. Describió las características que debía tener el hombre elegido, características que lo calificaban para cumplir bien el oficio vacante. Luego, en la historia de Lucas, sigue lo que hizo la iglesia.

El proceso de la elección bajo la conducción del Espíritu Santo

La elección siguió un proceso simple. Varios hechos realmente notables con los cuales la iglesia cristiana se posicionó contra el gobierno dictatorial, contra el control del gobierno por parte de grupos con intereses propios, contra la manipulación de los electores; y a favor de la transparencia, de la conducción divina por medio del Espíritu, y de la espiritualidad en el proceso:

1.       Prepararon una lista de candidatos

Propusieron dos, dice Lucas: a José llamado Barsabás, apodado el Justo, y  a Matías.

¿Quiénes propusieron los nombres? Evidentemente, la asamblea, porque Pedro, con su propuesta, se había dirigido a ella. No era necesario conformar una comisión de nombramientos porque la asamblea no era muy numerosa. Solo había ciento veinte personas. De algún modo, llegaron a una lista con dos nombres propuestos.

¿Propuestos a quién? No fueron propuestos a los apóstoles, para que ellos hicieran la elección final. Tampoco a un apóstol específico quien,  como cabeza dirigente, decidiera solo. Por lo que sigue, la asamblea hizo la propuesta a Dios.

2.       Sometieron los candidatos a Dios en oración

“Señor —le dijeron— tú que conoces los corazones de todos, muestra cuál de estos dos has elegido para que tome el lugar, en este ministerio y apostolado, que Judas abandonó por transgresión, para irse a su propio lugar” (Hch 1, 24-25).

Ellos conocían las características externas de los dos candidatos. Sabían que habían estado junto con los once apóstoles, todo el tiempo que Jesús estuvo entre ellos. Pero no conocían su interior. Por eso, en última instancia, todos los hombres que integren el ministerio, en la iglesia, no los elije la  iglesia, sino Dios por medio del Espíritu Santo. Dios utiliza la iglesia, como su instrumento, pero el instrumento no debe jamás usurpar la decisión final que solo corresponde a Dios. No puede decir: la elección de los ministros es una cuestión puramente eclesiástica, en el sentido de que la determinación de quienes puedan ser ministros y la elección de ellos sea una decisión de la iglesia, independiente de la voluntad de Dios.

La primera asamblea de la iglesia cristiana, cuyo primer asunto administrativo fue la elección de un ministro, para integrar el grupo  apostólico, no lo entendió así. Se sometió a la voluntad de Dios y siguió la orientación divina. ¿Cómo produjo Dios su orientación?

3.       La asamblea votó

“Entonces echaron suertes sobre ellos —dice la traducción de lo  que Lucas escribió— y la suerte cayó sobre Matías, quien fue contado con los once apóstoles” (Hch 1, 26).

¿Fue este echar suertes como tirar una moneda al aire para saber qué elegir o fue como usar dados para saber de qué lado está la suerte, como una apuesta? La respuesta obvia es no. Y la razón es sencilla. La moneda en el aire y el rodar de los dados no son instrumentos que Dios usa para expresar su voluntad. Cuando están en el aire o rondando, sin control racional alguno, Satanás puede manejarlos con suma facilidad y, bajo la superstición de que Dios pudiera intervenir a través de ellos, imponer su voluntad en los asuntos que, así, estuvieran en juego para una decisión. “Echar suertes para elegir los dirigentes de la iglesia no está en el sistema de Dios. Dios influye en las decisiones de la iglesia utilizando la mente de sus hijos, la Escritura y el Espíritu Santo” [1].

Cuando la asamblea oró, Dios impresionó la mente de ellos y ellos, al expresarse, lo hicieron bajo esas impresiones. ¿Cómo se expresaron? La siguiente frase lo explica: “Fue contado con los once apóstoles” (Hch 1, 26).

Fue contado, es la traducción de una palabra griega que significa “fue votado contando las piedras”. Eran piedras pequeñas, negras y blancas. Las blancas eran voto positivo y las negras, negativo. Este tipo de votación implicaba un intercambio previo de opiniones que se expresaban en alta voz. Pablo usa el mismo término cuando cuenta al rey Agripa los daños que él, antes de su conversión, hizo contra los cristianos, en Jerusalén (Hch 1, 26b). “Y cuando los mataban –le dijo– yo di mi voto” (Hch 26, 10).

Después de votar, contaron las piedras y eligieron oficialmente a Matías para que ocupara la vacante que Judas había dejado. La votación fue libre. Cada miembro de la asamblea, por medio de la oración colectiva, dejó su mente abierta a la influencia del Señor, por medio del Espíritu Santo, para que él, como anteriormente había elegido a sus apóstoles, eligiera al que faltaba. Y él lo hizo expresando su voluntad a través de la mente de todos los que votaron.

Del mismo modo, la iglesia cristiana, en todos los tiempos, debiera decidir sus asuntos administrativos. Por votación libre. Cada votante, sin coerciones de ninguna naturaleza, con la mente abierta a la influencia del Espíritu Santo, vota. Los asuntos que afecten a la iglesia local, por los miembros de la iglesia local; los que afecten a un grupo de iglesias en un territorio específico, por los delegados de ese territorio; y así sucesivamente hasta llegar a los asuntos que afecten a la iglesia mundial, cuyas decisiones debieran ser hechas por los representantes de la iglesia mundial, reunidos en asamblea debidamente convocada. Veremos más adelante que el ministerio, las doctrinas, las prácticas de la iglesia y el estilo de vida de sus miembros, eran asuntos que afectaban a la iglesia mundial.

El Espíritu Santo actuó creando un ambiente integrado por  libre expresión, voto personal ante Dios y la conciencia de cada uno, ausencia de presiones para inclinar la votación en la dirección establecida por alguna persona en particular o por los líderes, profunda espiritualidad en el proceso, sumisión incondicional a la voluntad de Dios, votación general de todos los presentes en la asamblea integrada por hombres y mujeres. Con esos principios, el Espíritu guió la primera asamblea administrativa de la iglesia cristiana apostólica.

Mario Veloso en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1       Elena G. de White, Carta 37 (1900).

Ramiro Pellitero

En el cuarto domingo de Pascua la liturgia católica presenta la figura de Cristo como buen pastor (Jn, capítulo 10). Es instructivo lo que al respecto escribe Fray Luis de León (†1591) en su obra “De los nombres de Cristo” [1], una de las cumbres de la literatura española. Comienza por preguntarse por qué le conviene a Cristo el nombre de “Pastor” y en qué consiste ese oficio. Luego explica detalladamente cómo lo ejercita Cristo con nosotros.

El punto de partida es que Cristo mismo dice en el evangelio de San Juan: “Yo soy buen pastor”. Y la carta a los Hebreos dice de Dios «que resucitó a Jesús, Pastor grande de ovejas.» También san Pedro dice del mismo: «Cuando apareciere el Príncipe de los Pastores.» Y los profetas le anuncian con ese nombre (cf. Is, cap. 40; Ez, cap. 34 y Zac, cap. 11). Destaquemos algunos de los argumentos de Fray Luis sobre Cristo como buen pastor

Comparación entre los pastores y Cristo

En primer lugar –aduce Fray Luis–, como corresponde a la vida pastoril, Jesús ama el sosiego de la soledad y del campo, la sencillez y la naturaleza. Esto predispone al amor puro y verdadero, y favorece la finura en el sentir, así como la amistad, el orden y la armonía.

En cuanto al oficio del pastor –adelanta Fray Luis lo que luego desmenuzará– Jesús gobierna y rige no por medio de leyes ni mandamientos; sino que apacienta y alimenta a los que gobierna. Además, a semejanza del pastor, “no guarda una regla generalmente con todos y en todos los tiempos, sino que en cada tiempo y en cada ocasión ordena su gobierno conforme al caso particular del que rige” [2]. Al mismo tiempo, “no es gobierno el suyo que se reparte y ejercita por muchos ministros, sino él solo administra todo lo que a su grey le conviene: que él la apasta, y la abreva, y la baña y la tresquila, y la cura, y la castiga, y la reposa, y la recrea y hace música, y la ampara y defiende” [3]. Y por último, “es propio de su oficio recoger lo esparcido y traer a un rebaño a muchos, que de suyo cada uno dellos caminara por sí” [4].

En síntesis, la vida de Jesús, de modo parecido a la del pastor, observa Fray Luis, “es inocente y sosegada y deleitosa; y la condición de su estado es inclinada al amor; y su ejercicio es gobernar dando pasto y acomodando su gobierno a las condiciones particulares de cada uno, y siendo él solo para los que gobierna todo lo que les es necesario, y enderezando siempre su obra a esto, que es hacer rebaño y grey” [5]. Consideremos ahora con más detalle cómo ejerce Cristo su oficio de pastor, y veremos la excelencia de su pastoreo.

El pasto de Cristo es su amor

¿En qué consiste el “pastoreo” de Cristo? Cristo es pastor, subraya nuestro autor, porque “sus obras son amor (que en nacer nos amó, y viviendo nos ama, y por nuestro amor padeció muerte, y todo lo que en la vida hizo, y todo lo que en el morir padeció, y cuanto glorioso ahora y asentado a la diestra del Padre negocia y entiende, lo ordena todo con amor para nuestro provecho; así que, además de que todo su obrar es amar, la afición y la terneza de entrañas, y la solicitud y cuidado amoroso, y el encendimiento e intensión de voluntad con que siempre hace esas mismas obras de amor que por nosotros obró, excede todo cuanto se puede imaginar y decir” [6].

Y continúa ponderando Fray Luis: “Porque antes que le amemos nos ama; y, ofendiéndole y despreciándole locamente, nos busca; y no puede tanto la ceguedad de mi vista ni mi obstinada dureza, que no pueda más la blandura ardiente de su misericordia dulcísima. (…) Cristo, como fuente viva de amor que nunca se agota, mana de continuo en amor, y en su rostro y en su figura siempre está bullendo este fuego, y por todo su traje y persona traspasan y se nos vienen a los ojos sus llamas, y todo es rayos de amor cuanto del se parece” [7].

En cuanto al modo del oficio de pastorear de Cristo, continúa Fray Luis considerando que Cristo es Pastor porque gobierna apacentando, y porque sus mandamientos se dirigen a mantener nuestra vida más auténtica (que es la vida del amor a Dios y a los demás).

Atención a nuestra situación concreta

También es Cristo buen Pastor –y se detiene Fray Luis especialmente en ello– “porque en su regir no mide a sus ganados por un mismo rasero, sino atiende a lo particular de cada uno que rige, porque rige apacentando, y el pasto se mide según la hambre y necesidad de cada uno que pace. (…) Llama por su nombre a cada una de sus ovejas, que es decir que conoce lo particular de cada una dellas, y la rige y llama al bien en la forma particular que más le conviene, no a todas por una forma, sino a cada cual por la suya. Que de una manera pace Cristo a los flacos y de otra a los crecidos en fuerza; (…) y tiene con cada uno su estilo, y es negocio maravilloso el secreto trato que tiene con sus ovejas, y sus diferentes y admirables maneras” [8].

De hecho –observa Fray Luis–, en el tiempo que Cristo vivió en la tierra con nosotros, en los cuidados y beneficios que dispensó, “no guardó con todos una misma forma de hacer, sino a unos curó con su sola palabra, a otros con su palabra y presencia, a otros tocó con la mano, a otros no los sanaba luego después de tocados, sino cuando iban su camino, y ya del apartados les enviaba salud, a unos que se la pedían y a otros que le miraban callando, ansí en este trato oculto y en esta medicina secreta que en sus ovejas contino hace, es extraño milagro ver la variedad de que usa y cómo se hace y se mide a las figuras y condiciones de todos” [9]. Por eso llama bien san Pedro “multiforme” a la gracia que Cristo nos otorga (cf. 1P 4, 10), porque se transforma con cada uno en diferentes figuras.

Aduce Fray Luis el ejemplo del maná como figura del alimento que Cristo nos da (es tradicional ver el maná como figura de la Eucaristía) para explicar cómo el pastoreo de Cristo se adapta a cada uno: “Y como en el maná dice la Sabiduría que hallaba cada uno su gusto, así diferencia sus pastos Cristo, conformándose con las diferencias de todos. Por lo cual su gobierno es gobierno extremadamente perfecto” [10] (cf. Sb 16, 20)

También tiene en cuenta Cristo-pastor las situaciones concretas y particulares sin limitarse a una ley escrita y estática. “Porque, como dice Platón, no es la mejor gobernación la de leyes escritas, porque son unas y no se mudan, y los casos particulares son muchos y que se varían, según las circunstancias, por horas. (…) La perfecta gobernación es de ley viva, que entienda siempre lo mejor y que quiera siempre aquello bueno que entiende, de manera que la ley sea el bueno y sano juicio del que gobierna, que se ajusta siempre con la particular de aquel a quien rige.  (…) [Cristo] como está perfectamente dotado de saber y bondad, ni yerra en lo justo ni quiere lo que es malo, y así, siempre ve lo que a cada uno conviene, y a eso mismo le guía, y, como san Pablo de sí dice, «a todos se hace todas las cosas, para ganarlos a todos” (cf. 1Co 9, 22) [11].

Cristo nos atrae hacia Sí

Además, Cristo no apacienta a sus ovejas como desde fuera, sino y sobre todo desde dentro, desde el corazón, que es el núcleo de persona: “Este Pastor que Dios promete y tiene dado a su Iglesia dice que ha de estar levantado en medio de sus ovejas, que es decir que ha de residir en lo secreto de sus entrañas, enseñoreándose dellas, y que las ha de apacentar dentro de sí. Porque cierto es que el verdadero pasto del hombre está dentro del mismo hombre, y en los bienes de que es señor cada uno. (…) Por cuanto la buena suerte del hombre consiste en el buen uso de aquellas obras y cosas de que es señor enteramente, todas las cuales obras y cosas tiene el hombre dentro de sí mismo y debajo de su gobierno, sin respeto a fuerza exterior, por eso el regir y el apacentar al hombre, es el hacer que use bien de esto que es suyo y que tiene encerrado en sí mismo. Y así Dios con justa causa pone a Cristo, que es su Pastor, en medio de las entrañas del hombre, para que, poderoso sobre ellas, guíe sus opiniones, sus juicios, sus apetitos y deseos al bien, con que se alimente y cobre siempre mayores fuerzas el alma” [12].

De esta manera, Cristo, en su pastorear, busca nuestra verdadera vida que consiste en la unidad con Él y entre nosotros. Y porque Cristo tiene en sí todos los bienes soberanos del cielo como en montes altísimos, por esa misma causa, “lanzándose en medio de su ganado, mueve siempre a sí sus ovejas, y no lanzándose solamente, sino levantándose y encumbrándose en ellas, según lo que el Profeta del dice. Porque en sí es alto por el amontonamiento de bienes soberanos que tiene, y en ellas es alto también, porque, apacentándolas, las levanta del suelo, y las aleja cuanto más va de la tierra, y las tira siempre hacia sí mismo, y las enrisca en su alteza, encumbrándolas siempre más y entrañándolas en los altísimos bienes suyos. Y porque él uno mismo está en los pechos de cada una de sus ovejas, y porque su pacerlas es ayuntarlas consigo y entrañarlas en sí, como agora decía, por eso le conviene también lo postrero que pertenece al Pastor, que es hacer unidad y rebaño” [13].

Cristo sobresale así por encima de todos los pastores. Para Él ser nuestro pastor es la razón de su vida, que llegó a dar por nosotros, para convertirse en nuestro pasto. Él “nació para ser Pastor” y “murió por el bien de su grey”. Es a la vez Pastor y pasto, “su apacentar es darse a sí a sus ovejas (…) Porque cebándose ellas de Él, se desnudan así de sí mismas y se visten de sus cualidades de Cristo y, creciendo con este dichoso pasto el ganado, viene por sus pasos contados a ser con su pastor una cosa” [14]

Finalmente, concluye Fray Luis, el nombre de “pastor” le conviene a Cristo desde el principio de los tiempos (cuida de todas las criaturas) y no tiene fin. También como hombre antes y después de su ascensión. Y será para siempre así en el cielo. Allí cuidará eternamente de sus ovejas, “que vivirán eternamente con él, él vivirá en ellas, comunicándoles su misma vida, hecho su pastor y su pasto” [15].

Ramiro Pellitero en iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com/

Notas:

[1]   Cf. “Pastor”, en Fray Luis de León, De los nombres de Cristo (ed. de Javier San José Lera, vol. 39 de la Biblioteca clásica de la Real Academia Española), Madrid 2023, pp. 80-96. Las notas aquí son nuestras

[2]   p. 82.

[3]   pp. 82-83.

[4]   p. 83.

[5]   Ibíd.

[6]   p. 85. Es importante el hecho de que Jesús solo tiene un sentido en todo lo que hace: el amor.

[7]   p. 86.

[8]   pp. 89-90. Dice Yves Congar (cf. Verdadera y falsa reforma en la Iglesia, orig. francés de 1950, Santander 2014, parte II: “Condiciones para una auténtica reforma”) que es propio del “sentido pastoral” (es decir, de la preocupación por el bien de las almas y la conversión, la santidad y el apostolado), el tener en cuenta las situaciones concretas y las circunstancias de las personas, sin dejarse llevar por lo que llama un “espíritu de sistema”, lo que conduce a destruir la verdadera vida cristiana. Por espíritu de sistema entiende “la actitud intelectual y crítica que toma como punto de partida una representación de ideas y desarrolla un sistema que busca reformar la realidad existente bajo la influencia de ese sistema” . Al mismo tiempo, advierte que el buen sentido pastoral no consiste en dejarse llevar sin más por los cambios y avances en la teología o en la pastoral, sino en preocuparse primero de lo esencial (el esse, el ser esencial), y en segundo lugar, de la vida práctica de la Iglesia (el bene-esse, el que esa vida sea lo más buena posible).

[9]   p. 90.

[10]    Ibíd.

[11]    pp.90-91. Aquí pueden verse las características del discernimiento eclesial o pastoral: el adaptarse a cada persona, el situarse, el hacerse cargo, el comprender, el saber bajar a lo particular y a lo concreto, no quedarse en lo universal, en lo abstracto y, menos aún, en lo legalista.

[12]    pp. 92-93. Cristo es nuestro Camino, Verdad y Vida (cf. Jn 14, 6); nuestro centro y nuestro impulso, nuestra meta, siempre respetando nuestra libertad. 

[13]    p. 94. “Cristo hace unidad y rebaño”, busca nuestra unidad y la paz con Él y entre nosotros.

[14]    p. 96.

[15]    Ibíd.

Ramiro Pellitero

Los especialistas suelen decir que es difícil comprender a un enfermo mental, a menos que hayas pasado por su enfermedad. Esto puede suceder no sólo con los enfermos mentales, sino con todos los enfermos y aún los sanos. Cada uno es muy sensible a lo que le afecta de verdad, pero a veces ¡tan poco! sensible por lo que afecta a los demás. Pero no hay que caer en el pesimismo: es difícil comprender, no imposible, sobre todo para un cristiano que se esfuerce en vivir la caridad.

Comprender: tarea difícil, pero no imposible

      Según el diccionario, “hacerse cargo” significa tomar sobre sí un asunto, formarse la idea de algo, considerar todas las circunstancias de un caso. Cuando se trata de personas hay que suponer que, en principio, no terminamos de “hacernos cargo” totalmente de la situación de las otros, aunque hayamos vivido largo tiempo con ellos. Y es que somos diferentes de carácter, quizá hemos sido educados de forma diferente, tenemos experiencias diferentes, ilusiones diferentes y las heridas nos han dejado cicatrices diferentes. Por eso nos enfadamos con frecuencia si nos llevan la contraria, o al menos, nos desconcertamos. No comprendemos.

Atención, oración, acción

      Por eso, antes de juzgar a una persona –suele citarse como proverbio indio–, hay que caminar tres lunas en sus mocasines. Se requiere un esfuerzo continuo –que no cuesta tanto si uno la quiere de verdad– apoyado en la oración, para ponerse en el lugar del otro. Y seguir luego reflexionando y observando, ¡rezando y actuando!, quizá en detalles que él o ella no percibirán, para poder ayudarle de verdad. Y tal vez pasado el tiempo se puede llegar a comprender mejor aquello que no se comprendía, porque no se sabían los antecedentes, las circunstancias, los contextos. Y entonces puede que se descubra que aquella persona no podía pensar de otra forma, o debía actuar así y tenía mucho mérito al hacerlo. O no se descubre del todo, porque una parte de ese misterio que cada uno lleva dentro sólo la conoce Dios y cuenta con eso (¡la cruz!), para cambiar cosas que no pueden ser cambiadas de otra manera.

      En cuanto a los enfermos, decía el doctor don Eduardo (Ortíz de Landázuri) que el paciente siempre tiene razón. Y así es, porque, aunque no se tratara de un problema orgánico, su dolencia puede ser psicológica, o tal vez espiritual. En todo caso necesita ayuda y se la deben especialmente quienes le atienden en un hospital o en su casa.

Respeto, coherencia, responsabilidad

     La educación, la experiencia y una vida coherente contribuyen mucho en este “hacerse cargo” de las personas y sus situaciones. Esto se espera, desde luego, de un cristiano que hace oración. Escribe GustaveThibon: “Cuando te digo: ‘rezo por ti’, esto no significa que de vez en cuando musite algunas palabras pensando en tu recuerdo, sino que quiero cargar sobre mis espaldas con toda tu responsabilidad, que te llevo dentro de mí como una madre lleva a su hijo, que deseo compartir, y no sólo compartir, sino atraer enteramente sobre mí todo el mal, todo el dolor que te amenaza, y que ofrezco a Dios toda mi noche para que Él te la devuelva transformada en luz” (1). ¿No es eso lo que hizo Cristo?

     Josemaría Escrivá señalaba: “Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: éste es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama” (2). Sin pretender una exclusividad, el “hacerse cargo” es característico del cristianismo coherente.

    En su segunda encíclica, sobre la esperanza (Spesalvi), dice Benedicto XVI: “La capacidad de aceptar el sufrimiento por amor del bien, de la verdad y de la justicia, es constitutiva de la grandeza de la humanidad” (3).

Comprender y ayudar

    Según Guardini en su libro sobre las virtudes (4), comprensión quiere decir capacidad para entender la realidad y poder así ayudar al otro. Eso pide atención, sensibilidad, perspicacia para saber mirar detrás de lo que aparece en la superficie; pide integrar los gestos o actitudes en la línea de la trayectoria vital de esa persona; aprovechar la experiencia propia para hacer el bien, sin clasificar a las personas en dos cajas: amigos o enemigos; intentar ver al otro en lo que es, dejándole libre y permaneciendo uno mismo libre.

    Quien carece de comprensión, le falta suficiente experiencia de la vida y de sus caminos. "Quien ve la vida con demasiada simplicidad cree expresar la verdad mientras que, por el contrario, la daña. Por ejemplo, dice de otro: '¡Ese es un perezoso!' En realidad, ese hombre no tiene lo propio de quien está seguro de sí mismo: es de conciencia miedosa, y no se atreve a actuar. El juicio parece acertado, pero quien lo pronunció carecía de conocimiento de la vida, pues, si no, habría comprendido en el otro las señales de su cohibimiento. O bien el juicio es que el otro es un atrevido, mientras que, por el contrario, es tímido y trata de superar sus obstáculos interiores…" (5).

    Las otras virtudes requieren comprensión: "Por ejemplo, no es posible ninguna paciencia sin comprensión: sin saber el modo como va la vida. Paciencia es sabiduría, comprensión de lo que significa: tengo esto, y nada más; soy así, y no de otro modo; la persona con que estoy vinculado es así y no como todos los demás. Cierto que me gustaría que fuera de otro modo, que también se podrá cambiar mucho con tenaz esfuerzo; pero, en principio, las cosas están como están, y tengo que aceptarlo. Sabiduría es comprensión del modo como tiene lugar la realización; de cómo un pensamiento se hace real en la sustancia de la existencia partiendo de la imaginación; de qué lento es el proceso y en cuántos sentidos puesto en riesgo; de qué fácilmente se engaña uno a sí mismo y se va de la mano" (6).

    Por el solo hecho de la existencia, el otro "tiene derecho a ser como es, de modo que también hemos de concedérselo. Y no sólo teóricamente, sino en nuestra disposición de ánimo y en nuestros pensamientos, en el trato y la actividad de cada día. Y eso, ante todo, en nuestro círculo más próximo: la familia, las amistades, el trabajo. Sería justicia comprender al otro partiendo de él mismo y conduciéndose con él en consecuencia. En vez de eso acentuamos la injusticia de la existencia aumentando y envenenando las diferencias con nuestros juicios y acciones" (7).

    También la comprensión necesita, a su vez, de otras virtudes, por ejemplo, la fidelidad, la bondad y la fortaleza: "La vida quiere ser comprendida, pero esto fatiga. Requiere ayuda; pero sólo puede ayudar realmente quien comprende, y quien comprende precisamente este dolor: quien encuentra las palabras que aquí son necesarias y ve lo que debe ocurrir para suavizarlo. ¡Ay de la bondad si es débil, por más que tenga buena intención! Le puede ocurrir que se deshaga sólo en compartir sentimientos o, por el contrario, que se vuelva violenta para defenderse. La auténtica bondad implica paciencia. El dolor vuelve una vez y otra, queriendo ser comprendido: una vez y otra las faltas del prójimo se hacen per¬ceptibles, y éste se vuelve insoportable precisamente porque se le conoce de memoria. Una vez y otra la bondad debe ofrecerse y aplicarse" (8).

    Basta contemplar, por ejemplo, las historias narrada en la película “Amor bajo el espino blanco” (Z. Yimou, 2012) o “Diarios de la calle” (R. LaGravenese, 2007). Eso es difícil en la vida misma, y clave para el educador.

    El creyente, en su relación yo-tú con Dios puede "aprender a comprender" los acontecimientos y las personas desde Dios y colaborar a llevarlos hacia Dios. La condición para todo ello es lo que Guardini llama "concentración" y otros "recogimiento", dedicando un tiempo concreto a la oración (diálogo con Dios) y algunos minutos al examen de conciencia.

    Pues "¿cómo ha de ser posible eso, si el hombre vive en constante dispersión; siempre atraído hacia fuera, llevado de acá para allá por las impresiones que se agolpan contra él? En efecto, esa existencia en diálogo sólo la puede realizar si el centro que hay en él está vivo: si está atento, escuchando, y escuchando de un modo que se transforma en acción, esto es, 'en obediencia'" (9).

    Así es, porque la raíz de la obediencia es la escucha: ob-audire, la escucha a Dios, a los demás, a la realidad.

    "Nadie –señala el Papa Francisco– es más paciente que el Padre Dios, nadie comprende y espera como Él. Invita siempre a dar un paso más, pero no exige una respuesta plena si todavía no hemos recorrido el camino que la hace posible. Simplemente quiere que miremos con sinceridad la propia existencia y la presentemos sin mentiras ante sus ojos, que estemos dispuestos a seguir creciendo, y que le pidamos a Él lo que todavía no podemos lograr (10).

Comprender para discernir

    Ya se ve la importancia de la comprensión para captar y valorar la realidad; y, por tanto, para el discernimiento. Se podría decir que la comprensión es una virtud "icónica" del discernimiento. Y esto, como muestra Francisco en su exhortación Evangelii gaudium, tanto en las múltiples relaciones que comporta la vida corriente, como más concretamente en la educación y, en particular la pedagogía de la fe (11): en el uso del lenguaje, en la formación de los jóvenes (12) y de los demás según la edad y las circunstancias de cada uno; en el trato con los hijos y con los padres; en el apostolado personal y en la evangelización de las culturas (13), en la enseñanza de la religión (14), en la predicación (15), la catequesis (16) y el acompañamiento espiritual (17); en la justicia (18) y los demás aspectos de la ética y de la Doctrina social de la Iglesia.

    Todo ello –así comenzábamos– especialmente en el trato con los enfermos, los niños y los más débiles y necesitados.

    En el momento sociocultural y eclesial presente, la comprensión es necesaria para gestionar los conflictos, ofrecer soluciones –y no solo críticas– y avanzar en la sinodalidad.

   Y para quien se adentra en caminos de vida interior, le puede llevar hasta comprender a Cristo (19).

Ramiro Pellitero en iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com/

Notas:

(1)   G. Thibon, en Nuestra mirada ciega ante la luz.

(2)   San Josemaría, Es Cristo que pasa, 22.

(3)   Benedicto XVI, enc. Spe salvi, 38

(4)   Cf. R. Guardini, " Comprensión", capítulo XII de Una ética para nuestro tiempo (original alemán Tugenden, 1963), obra publicada en español como segunda parte de La esencia del cristianismo, ed. Cristiandad, Madrid 2006.

(5)   R. Guardini, Ibíd., capítulo II.

(6)   Ibíd., capítulo IV. 

(7)   Ibíd., capítulo V.

(8)   Ibíd., capítulo XI.

(9)   Ibíd., capítulo XVI.

(10)    Francisco, exhort. ap. Evangelii gaudium, 153.

(11)    Cf. Ibíd., 39, 41-45.

(12)    Cf. Ibíd.., 105.

(13)    Cf. Ibíd., 118.

(14)    Cf. Ibíd., 146 ss.

(15)    Cf. ibíd., 156 ss.

(16)    Cf. Ibíd., 165 ss.

(17)    Cf. Ibíd., 171.

(18)    Cf. Ibíd., 179.

(19)    Una primera versión de este texto fue publicada en www.ssbenedictoxvi.org -México- el 17-IX-2008, y reproducida en el libro " Al hilo de un pontificado: el gran sí de Dios" ed. Eunsa, Pamplona 2010.

Gloria M. Comesaña Santalices

Procreación/Producción

Por otra parte, la procreación deja tras de sí un producto: el hijo(a). Marx nos dice que procreación es la "producción de " vida extraña" [45] que asegura la supervivencia de la especie. Aunque esto pueda resultar chocante si se lo toma al pie de la letra, no podemos menos que reconocer que aquí se aplican también los criterios que estamos manejando de duración y "valor de cambio". En efecto, la vida del hijo(a), no sólo permanece en el tiempo durante un lapso determinado, como toda vida humana [46], sino que, dada la sociedad mercantil en que vivimos, está destinada a entrar en el mercado de labor/trabajo a cambio de un salario. Así señalábamos en otra oportunidad:

"En efecto, en una economía basada siempre en la producción de valores de cambio y en la cual a los valores de uso se les reconoce una importancia sólo accesoria, la maternidad no podía dejar de ser afectada. El hijo se transforma entonces en un producto, en el producto de la función biológica procreadora de la mujer. Poco importa que se diga que aquí no ha habido trabajo [47] productor que condujese a la elaboración de la mercancía: durante nueve meses el cuerpo de la mujer ha hecho el trabajo, dejándola además libre para ocuparse en otros quehaceres, domésticos o labores y trabajos por los cuales se perciba un salario. Ahora bien, el hijo se convierte en producto, y eso debe quedar claro, por la apropiación que sobre él ejerce originariamente el padre a través del Derecho paterno, o en último caso el Estado, el Capital y a veces hasta la mis ma madre a instancias insidiosas del Sistema  [48]."

Está claro que la apropiación de la que aquí se habla sólo puede darse por el carácter duradero de la vida humana, en este caso del hijo(a). Por otra parte, como se percibe en el texto citado, la fuerza de labor del hijo(a), ha de ingresar también en el mercado laboral, a cambio de un salario. En ese sentido tiene en efecto un "valor de cambio" y es el producto de la procreación, "producción" de vida extraña según Marx. Así se cumplen aquí también, como venimos señalando, los criterios que hemos estado utilizando para caracterizar al producto como tal: la durabilidad y el "valor de cambio".

Revalorización de la Labor. Crítica de la desvalorización arendtiana de la misma

A partir de esta nueva revalorización de la labor que estamos aquí haciendo del resultado de la labor, podemos ya bosquejar una consideración más valorizante y por supuesto menos peyorativa de la misma. El criterio de futilidad, según el cual la labor no deja nada tras de sí, no produce nada, no puede seguir utilizándose. Aunque el bien de consumo que es su resultado inmediato no dura mucho [49] y desaparece en aras de la subsistencia del cuerpo, a partir de su consumo, la vida, fuerza de labor, se mantiene y permanece como producto. Y aquí ya podemos apreciar en toda su dimensión la fertilidad y la productividad extraordinarias de la labor que tanto destacaron todos los autores que hemos citado. En efecto, esta fertilidad de la labor es tal que  no sólo produce la propia vida como producto, sino que por el "superávit" de fuerza de labor que le es propio, por lo general produce también como productos suyos, muchas otras vidas que subsisten a partir de su único esfuerzo. Así, la fuerza de labor de un sólo individuo, reproduce su vida y la de muchos otros. La labor pues, lejos de ser fútil tiene una utilidad [50] y un valor (valía y valor de cambio) considerables. Lo que deja tras de sí es igualmente durable, utilizable e intercambiable.

Más difícil es hacer desaparecer el concepto de fardo o pesada carga que desde tiempos inmemoriales afecta a la labor; la idea de que a través de ella, es el "sometimiento a la necesidad" lo que nos afecta y nos impide ser libres.

Sin embargo, aquí también podemos argumentar en contra de la exageración de dicha interpretación, que depende en buena medida de épocas e ideologías. En efecto, es evidente que con el avance en artefactos y tecnologías, muchos duros aspectos de la labor, incluso de la que se refiere a la procreación, se han suavizado y aliviado un poco, como bien lo reconoce Arendt:

"Es cierto que el enorme progreso de nuestros instrumentos de labor (...) ha hecho más fácil y menos penosa la doble labor de la vida: el esfuerzo para su mantenimiento y el dolor del nacimiento" [51].

Y más adelante señala:

"Útiles e instrumentos disminuyen el dolor y el esfuerzo y, por lo tanto modifican las maneras en que la urgente necesidad inherente a la labor se manifestó anteriormente. No cambian la necesidad; únicamente sirven para ocultarla de nuestros sentidos. [52]"

Sin embargo, manteniéndose en una línea pesimista, Hannah Arendt insiste en considerar que "esto no ha eliminado el apremio de la actividad laboral o la condición de estar sujeto a las necesidades de la vida humana" [53], (lo cual es cierto); no obstante, unas líneas después sin temor a la incoherencia y marcando aún más este pesimismo, escribe:

"(...) a diferencia de la sociedad esclavista, donde la "maldición" de la necesidad seguía siendo una vívida realidad, debido a que la vida de un esclavo atestiguaba a diario que  la "vida es esclavitud",  esta condición ya no está plenamente manifiesta y su no-apariencia la ha hecho más difícil de observar y recordar. El peligro es claro. El hombre no puede ser libre si no sabe que está sujeto a la necesidad, debido a que gana siempre su libertad con sus intentos nunca logrados por entero de liberarse de la necesidad. Y si bien puede ser cierto que su impulso más fuerte hacia esa liberación procede de su "repugnancia por la futilidad", también es posible que el impulso pueda debilitarse si esta "futilidad"  se muestra más fácil, requiere menos esfuerzo. [54]"

De modo que, si bien primero nos dice que los instrumentos que facilitan la labor, no eliminan la sujeción a la necesidad y siempre sentiremos la urgencia de ésta, unas líneas después nos dice lo peligroso que puede ser el que la condición de esclavitud de la vida no esté plenamente manifiesta, pues esto haría aparentemente menos intensa la lucha por la libertad, que por lo que se ve es siempre una lucha contra la necesidad, pero una lucha que es mejor no ganar. Estas contradicciones nos parecen consecuencia de una interpretación negativa y peyorativa de la labor, que sin embargo es reconocida como elemento de la condición humana y como contraparte dialéctica necesaria para que la posibilidad de libertad de la realidad humana se manifieste por completo.

¿Por qué no asumir entonces, la labor, y es lo que nos proponemos, según el modelo bíblico del Antiguo Testamento, al cual con tanto agrado se refiere la misma Arendt?:

"La bendición o "júbilo de la labor" es el modo humano de experimentar la pura gloria de estar vivo que compartimos con todas las criaturas vivientes, e incluso es el único modo  de  que  también  los  hombres  permanezcan y giren contentamente con el prescrito ciclo de la naturaleza, afanándose y descansando, laborando y consumiendo, con la misma regularidad feliz y sin propósito con que se siguen el día y  la  noche, la  vida  y la muerte. La recompensa a la fatiga y molestia radica en la fertilidad de la naturaleza, en la serena confianza de que quien ha realizado su parte con "fatiga y molestia", queda como una porción de la naturaleza en el futuro de sus  hijos y de los hijos de estos. El Antiguo Testamento, que a diferencia  de la  antigüedad clásica,  sostiene que la  vida es sagrada y , por lo tanto, ni la muerte ni la labor son un mal (y menos aún un argumento contra  la vida), muestra  en las historias de los patriarcas la despreocupación de éstos por la muerte, su no necesidad de inmortalidad individual y terrena , ni de seguridad en la eternidad de su alma, y cómo la muerte les llegaba bajo el familiar aspecto de sereno, nocturno y tranquilo descanso a una "edad avanzada y cargados de años" [55]".

Según este modelo, a diferencia del modelo de la antigüedad clásica, el "júbilo de la labor" es la forma humana de experimentar el gozo de estar vivo. A través de la labor realizada repetitivamente, el individuo humano se siente parte de ese cíclico ir y venir de la naturaleza, de su regularidad "sin propósito", dice Arendt, dejando aquí surgir una expresión que refleja bien la mentalidad racionalista y utilitaria en la cual, (a pesar de criticar sus excesos), ella se ubica. ¿Por qué todo habría de tener un propósito? ¿Acaso lo tiene la contemplación, que es la suprema aspiración del ser humano?

La labor y sus fatigas, desde esta otra perspectiva, no son vistas como esclavizantes, ni la satisfacción de las necesidades como una sumisión, ya que nos sentimos, al laborar y estar vivos, como parte integrante de la realidad natural que nos sostiene [56]. El cansancio que queda después de la labor, y la labor misma, son recompensados con la fertilidad de la naturaleza, con las buenas cosas que ella nos entrega, y con la beatitud del descanso, que quizás está emparentada con la beatitud de la contemplación. Así mismo, la "serena confianza" de quedar "como una porción de la naturaleza en el futuro de sus hijos y de los hijos de éstos" es también una recompensa [57] y no una de las menores, de las que componen el cuadro del júbilo y gozo de la labor.

Este cuadro se complementa con la serenidad con la que el laborante, en armonía con la naturaleza, espera la muerte, como los patriarcas del Antiguo Testamento de los que habla H. Arendt. En este sentido creemos pertinente recordar un párrafo de Rosemary Radford Ruether, en la obra que recomendamos en una cita anterior:

"El reconocimiento de este profundo parentesco (con la naturaleza y aún el universo)  debe  ayudarnos a sobreponer las arrogantes barreras que los humanos hemos erigido para aislarnos no sólo de otros animales conscientes, sino también de animales más simples, de las plantas y de la matriz abiótica de vida de las rocas, los suelos, el aire y el agua. Como Francisco de Asis, gran místico de la naturaleza, debemos a aprender a dar la bienvenida a nuestros hermanos y hermanas, lobo y cordero, árboles y pastos, fuego y agua, y aún a la santa muerte, medio por el cual todas las cosas vivientes regresan a la tierra para ser regeneradas como nuevos organismos" [58].

Si asumimos esta visión de la labor, y no la de la antigüedad clásica, tan cara al parecer a Arendt, veremos la labor no como algo abyecto, ni como una terrible maldición y servidumbre, sino como la forma más normal y fundamental de "asentarnos" en la tierra (¿madre?) que condiciona éste nuestro estar aquí y nuestra posibilidad de trabajar para fabricar un mundo de objetos duraderos en medio de los cuales podamos habitar. A partir de todo ello podemos luego adentrarnos en el mundo de la acción, único según ella en el cual la libertad humana puede realmente aparecer y hacer eclosión sostenida por la condición de la pluralidad. Pero esto sería tema para otro trabajo [59].

Descargarse de la Labor: violencia e injusticia

En todo caso, de esta consideración negativa y peyorativa de la labor, se deriva a su vez la interpretación según la cual todo el que puede trata de liberarse de su yugo, descargándolo en otros individuos (esclavos, sirvientes, y aunque ella no lo menciona, mujeres):

"La carga de la vida  biológica, que lastra y  consume el período de vida humana entre el nacimiento y la muerte, sólo puede eliminarse con el empleo de sirvientes, y la función principal de los antiguos esclavos era más llevar la carga de consumo del hogar que producir para la sociedad en general" [60].

"La institución de la esclavitud en la antigüedad (...) no era un recurso para obtener trabajo barato o un instrumento de explotación en beneficio de los dueños, sino más bien el intento de excluir la  labor de las condiciones de la vida del hombre" [61].

Evidentemente, esta liberación del yugo de la necesidad y de la labor, no se da sin violencia:

"Para el modo de pensar griego, obligar a las personas por medio de la violencia, mandar en vez de persuadir, eran formas pre-políticas para tratar con la gente cuya existencia estaba al margen de la polis,(la gente)del hogar y la vida familiar, con ese tipo de gente en que el cabeza de familia gobernaba con poderes despóticos e indisputados..." [62].

En numerosos párrafos aparece claramente lo injusto, pero también al parecer lo inevitable de esta violencia que permitía a algunos descargarse del duro esfuerzo de la labor y su abyección. Ella se ejercía pues, para los griegos, particularmente en la privacidad, en la vida doméstica, hacia quienes, privados de formar parte de la polis como ciudadanos, estaban sometidos a aquellas actividades "no humanas" que exige el servicio de la vida biológica y sus necesidades. Todas estas personas sometidas a la férula del paterfamilias, los esclavos, las mujeres y los niños, no podían ser considerados, de ninguna manera como sus iguales, pues sólo entre los ciudadanos de la polis existía la igualdad. Por el contrario, entre los miembros de la familia reinaba la "más estricta desigualdad", lo cual según Arendt no debe entenderse en el sentido de nuestro moderno concepto de justicia.

"La polis se diferenciaba de la familia en que aquella sólo conocía "iguales", mientras que la segunda era el centro de la  más  estricta  desigualdad. Ser libre significaba no estar  sometido a  la necesidad de la vida ni bajo el mando de alguien y no mandar sobre nadie, es decir, ni gobernar ni ser gobernado. Así pues, dentro de la esfera doméstica la libertad no existía, ya que al cabeza de familia sólo se le consideraba libre en cuanto que tenía la facultad de abandonar  el hogar  y  entrar  en  la esfera política, donde todos eran iguales.

Ni que decir tiene que esta igualdad tiene muy poco en común con nuestro concepto de igualdad: significaba vivir y tratar sólo entre pares, lo que presuponía la existencia de "desiguales" que, naturalmente, siempre constituían la mayoría de la población de una ciudad-estado. Por lo tanto la igualdad, lejos de estar relacionada con la justicia, como en los tiempos modernos,  era la propia esencia de la libertad: ser libre era serlo de la desigualdad presente en la gobernación y moverse en una esfera en la que no existían gobernantes ni gobernados"  [63].

Rol de las mujeres y liberación de la carga de la labor. Crítica a la posición arendtiana.

Sin embargo, ¿cómo no considerar injusto un régimen en el cual la libertad de unos se compra a expensas de la violencia que implica obligar a la mayoría a laborar en su lugar, encerrándolos en la denigrada vida privada y excluyéndolos de toda participación ciudadana? ¿Cómo puede, en nombre de la libertad y de la más humana condición de la acción, mantenerse a la mayoría en situación de desigualdad y de violencia? Para Arendt, el desagrado y la natural repugnancia del hombre por la futilidad [64] de la vida explican y en cierto modo justifican que éste someta a otros con tal de verse libre de la pesada carga de la labor a fin de ser más propiamente humano. Además de rechazar por parcial esta interpretación [65], creemos que es preciso hacerle a Arendt una crítica que nos parece fundamental: se refiere a su omisión del rol que siempre se ha asignado a las mujeres en esta liberación de la carga de la labor y del sometimiento a la vida biológica. Hannah Arendt sólo ha rozado tangencialmente esta problemática. Quizás las condiciones conceptuales de su época no lo facilitaban [66], pero debe decirse también en descarga de la autora, que el pensamiento filosófico siempre fue reacio a plantear este tipo de cuestiones, que por referirse a la condición femenina eran consideradas de poca monta e indignas del discurso filosófico.

Sin embargo, en muchas partes de su obra, las mujeres aparecen mencionadas como tales, quedando claro que la autora ve el lugar que les ha sido atribuido en la sociedad patriarcal. Así, por ejemplo, en este texto en el cual queda clara la ubicación de las mujeres con los esclavos y su reducción a la privacidad, debido a su consagración a la procreación y eventualmente a la labor:

"(...) resulta sorprendente que desde el comienzo de la  historia hasta nuestros días siempre haya sido la parte corporal de la existencia humana lo que ha necesitado mantenerse oculto en privado, cosas  todas relacionadas con la necesidad del proceso de la vida, que antes de la Edad Moderna abarcaba todas las actividades que servían para la subsistencia del individuo y para la supervivencia de la especie. Apartados estaban los trabajadores, quienes "con su cuerpo atendían las necesidades (corporales) de la vida", y las mujeres, que con el suyo garantizaban la supervivencia física de la especie. Mujeres y esclavos pertenecían a la misma categoría y estaban apartados no sólo porque  eran  la  propiedad de alguien, sino también porque su vida era "laboriosa"", dedicada a las funciones corporales. (...) El hecho de que la Edad Moderna emancipara a las mujeres y a las  clases  trabajadoras casi al mismo momento histórico, ha de contarse entre las características de  una  época que ya no cree que las funciones corporales y los intereses materiales tengan que ocultarse"  [67].

Según este texto, Arendt ha visto con bastante agudeza la sumisión de las mujeres junto con los esclavos, debido sobre todo a su dedicación a la supervivencia de la especie, aunque luego se refiere a su existencia "laboriosa" [68], dando a entender que quizás también percibió la dedicación de las mujeres a las labores domésticas. Sin embargo, salvo esta mención, pareciera que para ella el rol "atribuido" a las mujeres es sólo el  de la procreación, pues al hablar de lo que corresponde a cada sexo, insiste constantemente en ello [69]. Si, como creemos, captó la relación de "atribución" entre las mujeres y las labores domésticas, no reflexionó sobre esto ni se percató de su verdadera dimensión, pues insiste más en el hecho de que las labores las cumplen esclavos o sirvientes [70]. Un elemento que nos motiva a creer que entendió la "destinación" de las mujeres a las actividades domésticas, es el hecho de que en la cita anterior, junto con la "emancipación" de los trabajadores en la época Moderna, habla de la "emancipación" de las mujeres, si bien no queda claro qué significa para ella esta emancipación. Es evidente que no era esto asunto de su interés, probablemente por las razones que ya señalamos.

La mujer: privacidad y domesticidad

Sin insistir mucho sobre esto, pues ya lo hemos mencionado en otros trabajos [71], creemos que debemos incidir en el análisis de la reducción de la mujer a la esfera doméstica y privada. Y lo primero que es preciso decir, y esto lo reconoce la autora, es que esta reducción no se hace sin violencia [72], y nosotros añadimos que es por ende injusta. Tanto más injusta cuanto que atraviesa todas las épocas. En efecto, esta interpretación de las mujeres como destinadas a la domesticidad, se apoya arbitrariamente en su condición biológica, sobre la cual se elabora una estructura artificial de género. Según esto, la mujer, por ser tal, estaría consagrada a la procreación y por ello a las labores domésticas de producción y reproducción de la vida. Hasta el esclavo o el siervo, al igual que el trabajador explotado, pueden a su vez oprimir a su mujer. Todo esto se agrava por el hecho de que, no sólo la labor doméstica de la mujer no es valorada en ningún sentido, ni se le confiere ningún interés económico a escala social, sino que además, tal como lo hace Arendt, que aquí refleja la ideología corriente, las labores domésticas son consideradas como inferiorizantes y abyectas, razón por la cual, unida a la comodidad, los hombres huyen de ellas.

Sin embargo, y tal como lo hemos estado manteniendo en este trabajo, pensamos que la labor doméstica de la mujer tiene desde todo punto de vista un valor fundamental. Sobre esta labor, reproductora y productora, de la mujer, reposa el más fácil funcionamiento de todas las economías sociales, de la índole que sean. El esfuerzo invisibilizado de la mujer en el hogar, no reconocido y no pagado, permite a todos los sistemas económicos mantenerse en pie con mayor comodidad. Sobre la opresión de la mujer y la explotación de su fuerza de labor, se han construido todos los sistemas económicos que conocemos. La división sexual del trabajo es así universal, tanto temporal como espacialmente.

Reflexión sobre la invisibilidad e importancia de la labor femenina

Si desglosamos la labor femenina nos encontramos con un enorme e injusto sistema de aprovechamiento de la fuerza de labor de unas, para el beneficio de todos. En efecto, la mujer, en la privacidad y el aislamiento de la vida doméstica, labora en muchos sentidos. Básicamente elaborando los bienes de consumo que permiten la producción y reproducción de la fuerza de labor/trabajo de los integrantes de la familia, y procreando-reproduciendo la vida de nuevos individuos, que han de ingresar también en el mercado de la fuerza de labor/trabajo. Y todo ello sin recibir ningún tipo de reconocimiento y retribución como no sea simbólico, por lo cual su esfuerzo, como diría Arendt, parecería afectado por una "futilidad" sin límites.

A todo ello tendríamos que añadir el trabajo "emancipado" asalariado de la mujer que trabaja o labora fuera de su hogar, el cual se suma a sus labores y obligaciones domésticas como una doble o triple jornada. Todo ello como consecuencia de la arbitraria asimilación entre el sexo femenino y las labores requeridas para mantenerse en vida. Sobre todo esto las investigadoras feministas y algunos pocos teóricos(as) de la economía han reflexionado bastante en los últimos tiempos, sin que aún se vean reflejados en lo concreto, en la situación real de las mujeres, los resultados de estas investigaciones. Puestas así las cosas, es preciso destacar que las mujeres han sido y son, el grupo humano "de elección", (más que esclavos o sirvientes), sobre el cual ha recaído la obligación de la labor, sobre todo entendida como labor doméstica; el peso de la liberación de los hombres como grupo para dedicarse a tareas "más humanas". Y si bien las mujeres también pueden dedicarse a estas tareas "más humanas", no por ello dejan de estar obligadas a asumir la responsabilidad del  ámbito doméstico. Lo que hace a ésta más terrible, es el hecho de su universalidad, en la medida en que en todas las culturas, épocas y sistemas, la labor doméstica ha recaído sobre las mujeres, mediante una acomodaticia y arbitraria confusión entre su biología y esta actividad laborante, donde la una se hace derivar de la otra como algo "natural". A partir de allí las mujeres han sido siempre las "vigas de carga" invisibles de la economía de todas las sociedades. Y ello, como hemos dicho antes, y por eso utilizamos la palabra "invisibles", sin que su actividad sea reconocida y valorizada como debe serlo. Es por eso por lo que, además de lo dura y exigente que pueda ser la labor doméstica, es tan peyorativamente considerada.

Ya hemos dicho antes que la labor puede ser considerada de una manera más positiva, siguiendo el modelo bíblico más que el modelo de la antigüedad clásica. Sin embargo, esta consideración positiva de la  labor doméstica y aún más en nuestro tiempo, no se dará sin un previo reconocimiento a nivel teórico, por parte de la ciencia económica oficial, de los productos de la labor doméstica como tales con su consiguiente "valor de cambio", y sin que se le asigne a ésta a su vez, el "valor de cambio" que en justicia le corresponde. Tal es el "rescate" que actualmente hay que pagar para que la labor doméstica recupere la dignidad que nunca debió perder. En cuanto a los otros casos en que puede hablarse de labor dentro del concepto arendtiano, las labores del campo o el equivalente de la labor doméstica hecha a escala industrial, por ejemplo, hace tiempo que entraron a formar parte del mercado de cambio y de las transformaciones que el mundo industrializado impone a la labor.

Conclusión

A modo de conclusión queremos añadir, que el problema no reside en la dureza o la dificultad, o incluso en el carácter cíclico y repetitivo de la labor, que indudablemente no puede dejar de reconocerse. Todo reside en la ideología a partir de la cual consideramos esta actividad como algo abyecto de lo que debe huirse, o como algo a través de lo cual asumimos y experimentamos el goce de estar vivos. El trabajo también es duro y penoso, también requiere difíciles esfuerzos, y aunque esto no es en él un carácter fundamental y propio, también es y de hecho ha devenido algo repetitivo y en cierto sentido, "cíclico". Lo que sin embargo redimía al trabajo de una consideración tan negativa como la de la labor, era según Arendt su carácter mundano, su carácter de constructor del artificio humano, de la mundanidad como mundo de objetos en el cual la existencia humana habita y encuentra una identidad estable y segura. Era así su ser fabricante de productos estables y duraderos, objetos del mundo, lo que garantizaba al trabajo su mayor dignidad. Sin embargo, como ya hemos  visto, la labor también deja productos tras de sí, y no de menor importancia que los productos del trabajo. Se trata nada menos que de nuestra vida (fuerza de labor/trabajo) y de la vida de nuestros hijos (a su vez fuerza de labor-trabajo) y de muchas otras vidas reproducidas en toda su "fertilidad" por la labor. A partir de allí, una vez sustentada nuestra vida y asentada en el habitat creado por el artificio humano, podremos pasar al ámbito de la acción, en el cual nos realizamos mediante la palabra y el acto en el seno de la vida pública. Pero este es tema para un análisis posterior.

Una última reflexión: tal es la imbricación actual entre labor y trabajo en el seno de la condición humana, que a veces es imposible distinguirlos en el sentido deseado y a partir de los criterios desglosados por Hannah Arendt, que como hemos visto, no siempre nos han convencido. Y aunque seguimos creyendo en la pertinencia de su distinción para hacer un análisis más verídico de la condición humana, pensamos que ahora cabe preguntarse sobre la necesidad, en la vida práctica, de que ambas esferas de actividad sean vistas como algo radicalmente separado. En la actualidad creemos que ello es imposible, como no sea en función de análisis como los que hemos venido haciendo. En este sentido pensamos, y con ello concluimos, que labor es aquella actividad de la que no podemos quedar exentos [73] so pena de perder nuestra vida biológica, mientras que el trabajo es aquello sin lo cual eventualmente podríamos pasar, sin vernos tampoco en la necesidad de encontrar quién lo asumiese por nosotros. En todo caso, labor y trabajo son actividades fundamentales que caracterizan la humana condición, y, so pena de no ser plenamente todas nuestras posibilidades, no deberíamos, aunque elijamos desarrollar más alguna otra esfera de la vida activa, o dedicarnos a la vida contemplativa, eximirnos de ellas.

Gloria M. Comesaña Santalices, en maytemunoz.net/

Notas:

45        Arendt, H. Op. cit., p.117.

46        La esperanza de vida en países como el nuestro, si nada externo (violencia) interfiere, es de alrededor de 70 años o más. Es aún mayor en los países industrializados.

47        Ahora diríamos labor, siguiendo a H. Arendt.

48        Cfr. Comesaña. S. Gloria. Mujer, Poder y Violencia. Op. cit., pp.49-50.

49        Ya vimos que al convertirse en ciertos casos en un valor de cambio, tenemos que considerarlo como producto.

50        Criterio utilizado por Arendt para caracterizar básicamente a los productos del trabajo.

51        Arendt, H. Op.cit., p.130.

52        Ibíd., p.134.

53        Ibíd., p. 130.

54        Ibídem.

55        Ibid., p.118. Este texto trae una pertinente cita que dice así: "En ninguna parte del Antiguo Testamento figura la muerte como "salario del pecado". Ni la maldición que expulsó al hombre del Paraíso le castiga con el trabajo y el nacimiento; únicamente hizo más dura su labor y penoso el nacimiento. Según el Génesis, el hombre (Adam) fue creado para que cuidara el suelo (adamah), como su nombre, forma masculina de "suelo", indica (véase Gén.II.5.15). "Y Adam no tenía que cultivar adamah... y El, Dios, creó a Adán del polvo de adamah... Él, Dios, tomó a Adán y le puso en el jardín del Edén para que lo cultivase y guardase " (sigo la traducción de Martín Bubery y Franz Rosenzweig, Die Schrift, Berlin, sin fecha). La palabra que indica "cultivar", que más tarde se convirtió en la que indicaba laborar en hebreo, leawod, tiene el sentido de "servir". La maldición (III.17-19) no menciona esta palabra, pero el significado es claro: "el servicio para el cual fue creado el hombre se convirtió en servidumbre. El corriente y popular malentendido de la maldición se debe a una inconsciente interpretación del Antiguo Testamento a la luz del pensamiento griego. Dicho malentendido suelen evitarlo los escritores católicos. Véase, por ejemplo, Jacques Leclerq, "Travail, Propriété", en Lecons de Droit Naturel, 1946, vol. IV. parte 2, pág.31: " La peine du travail est le résultat du péche original...L homme non déchu eüt travaillé dans la joie mais il eüt travaillé" o J. Chr. Nattermann, Die Moderne Arbeit,soziologisch und theologisch betrachtet, 1953, pág. 9. En este contexto resulta interesante comparar la maldición del Antiguo Testamento con la en apariencia similar explicación de la rudeza de la labor en Hesíodo. Este dice que los dioses, para castigar al hombre, le escondieron la vida (véase n.8) y tuvo que ir en su busca, mientras que antes sólo tenía que recoger los frutos que la tierra le proporcionaba en campos y árboles. Aquí la maldición no sólo consiste en la rudeza de la labor, sino en la propia labor.

56        Véase a este respecto, el extraordinario libro de la Teóloga católica norteamericana Rosemary Radford Ruether: Gaia y Dios: una teología ecofeminista para la recuperación de la tierra. Ed. Demac, México. 1993. Sobre todo en el Cap.2: "Las Leyes de la Naturaleza y la Ética humana" y el Cap.7: "El Desprendimiento ascético de la tierra y La Reforma y la revolución científica".

57        Quizás equivalente al hecho de considerar al hijo(a) como fuerza de labor (producto) cuya vida es producida y reproducida básicamente por la labor (doméstica) de la madre y excepcionalmente (raro aún hoy en día) del padre.

58        Radford Ruether, R. Gaia y Dios... Ed. cit., p.60.

59        Así como su insistente distinción entre la esfera pública y la esfera privada. A esta última, que ella afecta, siguiendo a los griegos, con una cierta cualidad vergonzosa, pertenecían la labor y el trabajo, que no debían aparecer públicamente. Siendo actividades serviles o en todo caso una esclavitud y servidumbre a la que estamos sometidos, no tendrían dignidad para presentarse en la esfera pública. Esta última está reservada solamente a la acción, que para los griegos era la vida política en la polis, o las grandes hazañas guerreras. Hoy en día, hay muchas otras actividades que pueden signarse como acción y presentarse como parte de nuestra aparición pública. Todo eso por supuesto sin afectar a la vida privada de ningún carácter de indignidad o vergüenza.

60        Arendt, H. La Condición Humana. Op. cit., p.128. Negritas mías.

61        Ibíd., p.100. Negritas mías.

62        Ibíd., p.40.

63        Ibíd., pp.44-45.

64        Ibíd., p.128.

65        Pensamos que, más que liberarse de la necesidad de la vida biológica y de la labor, lo que lleva a los individuos a someter a otros es básicamente una voluntad de poder y de afirmación personal acrecentadas por organizaciones sociales e ideológicas justificatorias de las mismas. El disponer de la fuerza de labor y de la fuerza de trabajo de otros es sólo una manifestación de esta misma voluntad de la que venimos hablando.

66        Permítasenos sin embargo añadir, con todo el respeto y la admiración que sentimos por toda la obra de Hannah Arendt, que para cuando La Condición Humana fue escrita (1958),ya una obra tan fundamental para la consideración de la situación de la mujer, como lo fue el Segundo Sexo de Simone de Beauvoir, publicada en 1949, tenía nueve años de carrera pública mundialmente exitosa.

67        Arendt, H. Op.cit., p.78.

68        Sin embargo las comillas parecieran indicar que no se refiere a las labores domésticas en sí mismas, sino al hecho de que las funciones corporales al servicio de la vida, en este caso la procreación, son "laboriosas", es decir, asimiladas a la labor.

69        Por ejemplo, Arendt, H, Op.cit., p.43.

70        Por ejemplo, Ibíd., pp. 99, 100, 102,128 y 131.

71        Comesaña, S. Gloria. M. "La Alteridad, estructura ontológica de las relaciones entre los sexos", en Revista de Filosofía.Vol.3. (198O). CEF-LUZ. pp. 82-112.

72        Cfr. Arendt, A. La Condición Humana. Op. cit., p.1O3: "Mediante la opresión violenta en una sociedad de esclavos o de explotación en la sociedad capitalista de la época de Marx, puede canalizarse (la labor) de tal modo que la labor de unos baste para la vida de todos."

73        A menos que busquemos a alguien que la realice en nuestro lugar. Esto plantea el problema ya analizado de la violencia y la injusticia contenidas en el acto de atribuir a cualquier grupo humano, por la razón que sea, la exclusividad de la labor. Lo correcto en este caso sería reconocer el "valor de cambio" de la labor realizada y pagar por ella.

Gloria M. Comesaña Santalices

La Condición Humana

¿De qué habla Hannah Arendt cuando escribe condición humana? Desde el primer momento debe quedar claro que no se trata aquí, con estos términos, de desentrañar la "esencia" o la "naturaleza" de lo humano. Para nuestra autora está desde el principio claro que semejante pretensión concluirá en un fracaso. "Nada nos da derecho a dar por sentado que el hombre tiene una naturaleza o esencia en el mismo sentido que otras cosas" [1], escribe. Condición designa para ella entonces un conjunto de constantes que, a pesar de los cambios históricos que puedan afectarlas, acompañan siempre la relación entre el ser humano y el mundo, entre lo humano y la naturaleza. Precisamente, esa relación entre el ser humano y el mundo (natural o cultural), es planteada por ella en términos de condicionalidad: "El choque del mundo de la realidad sobre la existencia humana se recibe y siente con fuerza condicionadora [2]".

En la medida en que la realidad humana no surge ni actúa en el vacío sino dentro de unas determinadas coordenadas o contexto, la existencia humana será siempre condicionada, siempre habrá unas constantes que podemos develar o analizar. Las condiciones básicas a partir de las cuales se construye la existencia humana, son así para Arendt, la vida misma, la natalidad, la mortalidad, la mundanidad, la pluralidad, y la tierra. Sobre esas condiciones básicas se constituyen los dos ejes a partir de los cuales el ser humano afronta, necesaria o libremente, su realidad. Estos dos ejes son la "vita activa" y la "vita contemplativa", uno que hunde sus raíces en la condición humana, y otro que trata de escapar de ella. En efecto, la contemplación, que es lo propio del filósofo, lo pone en contacto con lo eterno, con lo indecible y transcendente, y lo aleja de la pluralidad y lo mundano. Esta aspiración hacia lo que se llamó la Verdad, alcanzada sólo en la absoluta quietud de la contemplación, aunque originariamente según Arendt fue lo propio de la experiencia filosófica, se impuso definitivamente como fin superior de la existencia humana, al devenir el cristianismo la "religión exclusiva de la humanidad occidental [3] ".

Pero no es la vita contemplativa [4], casi arrogante en su siempre alabada superioridad lo que interesa a Hannah Arendt en el libro La Condición Humana, sino la vita activa, cuyo designio, nos dice en abierta contradicción con la tradición, no es superior ni inferior al interés fundamental que sirve de base a la vita contemplativa, sino simplemente diferente.

La Vita Activa

Mientras que la perfecta contemplación nos pone en contacto con la eternidad, con la transcendencia, la vita activa es una constante lucha del ser humano por alcanzar la inmortalidad, por escapar a las limitaciones y al olvido que inevitablemente aquejan a las actividades humanas. Así pues, la vita activa, tradicionalmente sometida a la vita contemplativa, es reivindicada en esta obra, no sólo en toda su riqueza y variedad, en igualdad de méritos con la contemplación, sino en la medida en que la búsqueda de la permanencia en el tiempo, la inmortalidad, le confieren todo su peso y su grandeza.

Es pues a partir de la noción de  inmortalidad, como mejor  puede accederse a la reflexión sobre la vita activa, sobre los aspectos fundamentales de la condición humana elaborando así simultáneamente un análisis basado en la noción temporal de la duración, tal como lo hace Paul Ricoeur en el prefacio a la edición francesa del libro de Arendt [5]. La inmortalidad vendría entonces a ser el tiempo mismo considerado en toda su extensión posible como un tiempo sin fin, como una idea directriz a partir de la cual, "deshaciendo" la madeja, podemos develar algunos de los aspectos fundamentales de la condición humana. Pero no podemos entender el tiempo sin fin, la duración o la permanencia  es  decir la inmortalidad, sin referirnos  a sus  contrarios:   la  mortalidad,  el transcurrir limitado, la finitud. Entre esos dos extremos la condición humana, en su aspectos constantes (otra vez relación al tiempo),se juega y se define. Y se construye progresivamente en tres esferas que coexisten y se imbrican inevitablemente, aunque no lo queramos, unas a otras.

Estas tres esferas, son, nos dice la autora, "labor, trabajo y acción". Son fundamentales porque cada una corresponde a una de las condiciones básicas bajo las que se ha dado al hombre la vida en la tierra " [6].

Aunque esta clasificación ha valido a Arendt algunas críticas de quienes dudan de la coherencia y del rigor de sus análisis para distinguir estos tres aspectos de la condición humana, nosotros la consideramos válida y pertinente, pues no sólo abarca, como ella misma dice, "las condiciones básicas bajo las que se ha dado al hombre la vida en la tierra" [7],sino que además le permite analizar filosóficamente, actividades humanas de las que poco se había ocupado hasta entonces el pensamiento filosófico. Y de las cuales pensamos, que aún hoy en día hace caso omiso la "reflexión sobre las primeras y últimas causas", ocupada como está por asuntos de "mayor envergadura y nobleza". Así los análisis de Arendt, que en algunos casos se quedan cortos, nos  permiten ahondar aún más en aspectos fundamentales de la condición humana.

De cada una de ellas, desde el primer capítulo de su obra, Hannah Arendt nos da una definición más o menos escueta, salvo al tratarse de la acción, en cuyo caso se extiende un poco más, pareciendo indicar de antemano entre las tres esferas una jerarquía ascendente que en ella culminaría.

"La labor -nos dice- es la actividad correspondiente al proceso biológico del cuerpo humano, cuyo espontáneo crecimiento, metabolismo y decadencia final están ligados a las necesidades vitales producidas y alimentadas por la labor en el proceso de la vida. La condición humana de la labor es la misma vida   [8]".

En cuanto al trabajo, afirma:

"(...) es la actividad que corresponde a lo no natural de la existencia del hombre, que no está  inmerso en el constantemente repetido ciclo vital de la especie, ni cuya mortalidad  queda compensada por dicho ciclo. El trabajo proporciona un "artificial" mundo de cosas, claramente distintas de todas las circunstancias naturales. Dentro de sus límites se alberga cada una de las vidas individuales, mientras que este mundo sobrevive y trasciende a todas ellas. La condición humana del trabajo es  la mundanidad   [9]".

Diferencia Labor-Trabajo

La labor y el trabajo que en otros tiempos se distinguían tan radicalmente como lo expresan las definiciones de Hannah Arendt, no pueden ya, debido a la manera como la modernidad, y aún más nuestro tiempo, las han confundido, estudiarse por separado. De modo que, aunque cada una de estas esferas de la humana condición es analizada en un capítulo aparte, esta separación es sólo aparente. Constantemente, las reflexiones sobre cada una de ellas remiten a la otra, en casi molesta imbricación. Así, no tiene nada de sorprendente que Arendt inicie el capítulo sobre la labor ,diciendo que, "en este capítulo se crítica a Karl Marx" [10],el más importante entre los autores modernos, que al ocuparse de la actividad humana para él fundamental, constantemente pasa de la labor al trabajo, mezclando características que claramente se refieren a esferas diferentes.

Arendt argumenta a favor de su distinción entre labor y trabajo, el hecho de que las lenguas europeas, antiguas y modernas, contengan en su vocabulario dos palabras "etimológicamente no relacionadas" [11] para referirse a estas actividades, lo cual prueba que hay en ellas muchas características que permiten distinguirlas. Y es en efecto lo que ella se aplica a hacer en este libro, a pesar de que muy pocos autores se han preocupado por hacer esta distinción, tanto en la tradición pre-moderna como entre los modernos.

Ni siquiera muchos que como Locke, Smith o el mismo Marx encontraron en sus reflexiones la diferencia entre labor-trabajo, la captaron y desarrollaron, de modo que a causa de ello su obra aparece en este sentido atravesada por una contradicción fundamental, particularmente en el caso de Marx.

La mejor manera de establecer esta diferencia consiste en destacar el carácter mundano de la cosa producida, ya sea por la labor o el trabajo. Así nos dice Arendt:

"Parece que  la  diferencia entre labor y trabajo que nuestros teóricos tanto se han obstinado en olvidar y nuestros idiomas tan tercamente en conservar, se convierte simplemente en una diferencia de grado si el carácter  mundano de la cosa  producida -su lugar, función y tiempo de permanencia en el mundo- no se tiene en cuenta. La diferencia entre un pan , cuya "expectativa de vida" en el mundo es  apenas  de más de un día, y una mesa, que fácilmente puede sobrevivir a generaciones de hombres, es mucho más clara y decisiva que la distinción entre un panadero y un carpintero" [12].

De modo que si solamente nos detenemos a observar a un laborante, o a un trabajador (animal laborans u homo faber, según la insistencia de la autora),no captaremos quizás en toda su acuidad, la diferencia profunda entre las actitudes de ambos, notando a lo máximo entre ellas una diferencia de grado que de todas formas ya es, aunque mínima, una distinción... Si nos detenemos por el contrario ante el resultante de la acción de laborar o trabajar, se nos hará de inmediato evidente que lo producido [13], en su relación al mundo, en su carácter duradero o efímero, es decir, en su mayor o menor mundanidad, implica en su origen, actividades bastantes diferentes. Detrás de estas distinciones: laborar-trabajar, resultado de la labor y resultado del trabajo, encontramos de nuevo al tiempo, concepto que, hemos dicho antes, es fundamental para entender mejor la vita activa y sus articulaciones.

Podemos pues acceder a la real distinción entre labor y trabajo a través del análisis de lo que en cada una de estas actividades el ser humano produce. Y como veremos, este término mismo: producir, requiere de una clarificación que la misma autora, sin duda preocupada por otras demostraciones, no elabora en su texto. Mientras que los productos del trabajo permanecen, son duraderos objetos de uso que permiten al individuo recuperar su unicidad, dando "al artificio humano la estabilidad y solidez sin las que no merecería confianza para albergar a la inestable y mortal criatura que es el hombre" [14] los productos de la labor son "fútiles y no duraderos" [15];"son los bienes de consumo que aseguran a la vida los medios para su propia supervivencia" [16]. Estos bienes de consumo, aunque son: "necesarios para nuestro cuerpo y producidos por su laborar, pero sin propia estabilidad (...) aparecen y desaparecen..."  [17] casi sin dejar huella, más que la vida nutrida y crecida que dejan tras de sí.

Productividad, Fertilidad

Aunque a partir de la etimología de las palabras y luego del concepto temporal de duración de lo producido, Arendt parece tener muy clara la diferencia entre estas dos actividades humanas que analizamos, encontramos sin embargo en ella los ecos de muchas de las dificultades que enfrentaron los autores que ella crítica.

La clave de todo está en la forma como se usa el concepto de productividad y las implicaciones que ello tiene para una correcta caracterización de las actividades analizadas y de su significación. Con respecto concretamente a la labor, nos dice: "En efecto, signo de todo laborar es que no deja nada tras de sí, que el resultado de su esfuerzo se consume tan rápidamente como se gasta el esfuerzo" [18] La labor pues sólo "produce" [19] algo inestable, inmediatamente consumido, en otras palabras, desde el punto de vista temporal, no duradero, efímero. Y a ese bien de consumo efímero, pero del cual "depende la propia vida" [20] lo califica, poco apropiadamente nos parece, como fútil.

Sin embargo, unas líneas más adelante, y dándole el mayor mérito a Marx, escribe, sin notar la contradicción, y sin sacar luego todas las posibles consecuencias de sus observaciones:

"(...)  Un  hecho  más   significativo  a  este  respecto   ya observado por los economistas clásicos y claramente descubierto y analizado por Karl Marx, es que la propia actividad laboral, (...) posee una "productividad" suya, por fútiles y no duraderos que sean sus productos. Dicha productividad no se basa en los productos de la labor, sino en el "poder" humano, cuya fuerza no queda agotada cuando ha producido los medios para su propia subsistencia y supervivencia, que es capaz de producir un "superávit", es decir, más de lo necesario para su propia  "reproducción".  Debido  a que lo  que  explica la productividad de la labor no es ésta en sí misma, sino el superávit del "poder de la labor" humana (Arbeitskraft), la introducción de este término por Marx constituyó, como Engels señaló acertadamente, el elemento más original y revolucianario de todo su sistema. A diferencia de la productividad del trabajo, que añade nuevos objetos al artificio humano, la productividad del poder de la labor sólo  produce  objetos de  manera incidental y fundamentalmente se interesa  por  los medios  de su propia reproducción; puesto que su poder no se agota una vez asegurada su propia reproducción, puede usarse para la reproducción de más de un proceso de vida, si bien no "produce" más que vida. Mediante la opresión violenta en una sociedad de esclavos o de explotación en la sociedad capitalista de la época de Marx, puede canalizarse de tal modo que la labor de unos baste para la vida de todos"[21].

Henos aquí en el corazón del problema. Todo se debe al "descubrimiento" de la productividad de la labor como una peculiar productividad, la cual no depende de los productos fútiles e inestables que entrega, sino del "poder" que tiene esta productividad de proporcionar un "superávit", un plus que va más allá de sí misma.  En efecto, la labor, no sólo proporciona lo necesario para su propia subsistencia, para su propia reproducción, sino que puede proporcionar los productos necesarios para la subsistencia de otros laborantes. En otras palabras, lo que aquí aparece destacado es lo que Marx, genialmente llamó la fuerza de la labor (Arbeitskraft), es decir, la capacidad de la labor de producir más que lo necesario para su propia subsistencia. La  palabra que mejor refleja esa característica de la labor es fertilidad, y no tarda Arendt en señalarlo refiriéndose a Marx:

"Quizá nada indica con más claridad el nivel del pensamiento de Marx (...) que el hecho de basar toda su teoría en el entendimiento del laborar y procrear como dos modos del mismo fértil proceso de la vida. Para él, labor era la "reproducción de la propia vida de uno" que aseguraba la supervivencia del individuo, y procreación era la producción de "vida extraña" que aseguraba la supervivencia de la especie. Cronológicamente, esta percepción es el origen nunca olvidado de su teoría, que luego  elaboró sustituyendo la fuerza de labor de un organismo vivo por la "labor abstracta" y entendiendo el superávit de labor como esa cantidad de fuerza laboral que aún queda después de haber sido producidos los medios para la propia reproducción del laborante" [22].

Disgresión en torno al carácter esclavizante de la labor y su reparto desigual

La labor pues, aunque aparentemente no deja tras de sí un producto durable como cosa mundana destinada al uso, se caracteriza por su fertilidad, por una productividad extraordinaria que, a partir de los objetos efímeros que entrega, produce, reproduciéndola, la vida, la fuerza de labor, no sólo la suya sino la de muchos más. Sobre esta posibilidad de la labor se ha asentado desde tiempos inmemoriales la enorme injusticia que siempre significó su reparto desigual:

"Mediante la opresión violenta en una sociedad de esclavos o de explotación en la sociedad capitalista de la época de Marx, el poder de la labor puede canalizarse de tal modo que la labor de unos baste para la vida de todos" [23].

Efectivamente, es lo que siempre ha sucedido. Los esclavos y las mujeres en la antigüedad, los diferentes tipos de laborantes y las mujeres después, siempre ha habido algunos(as), la mayoría, que portan el "fardo" de la labor de todos, dejando siempre libre a una minoría privilegiada.

Porque aunque aún no lo hemos señalado, la labor es vista como un "pesado fardo" para la condición humana. Este carácter y su relación con la necesidad, lo cual la ha hecho siempre despreciable a los ojos filosóficos, marcan con un terrible estigma a la labor. Así encontramos en Arendt, que no escapa a esta tradición, expresiones como las siguientes:

"El desprecio hacia la labor, que originariamente surge de la apasionada lucha por la libertad, mediante la superación de las necesidades, y del no menos apasionado rechazo de todo esfuerzo que no dejara huella, monumento ni obra digna de ser recordada..."[ 24].

"(...) la labor de nuestro cuerpo, requerida por sus necesidades, resulta abyecta. De allí que las ocupaciones que no consistían en laborar, cuando se emprendían no por su propio fin sino para hacer frente a las necesidades de la vida, se asimilaban al status de la labor..." [25]

"Laborar significaba estar esclavizado por la necesidad, y esta servidumbre era inherente a las condiciones de la vida humana" [26].

Aunque en todos estos casos ella resume la interpretación que la antigüedad clásica, básicamente los griegos, hicieron de la labor, puede verse a lo largo del texto, que ella misma acepta, al igual que Marx, este concepto de labor como un peso, una sumisión de la que hay que liberarse. En ningún momento argumenta ella algo en otro sentido. Incluso, al analizar la confusión marxista entre labor y trabajo, confusión propia de la modernidad, la cual acompaña la elevación del status de la labor, su aparición con nivel de dignidad en la esfera pública (cuando antes estaba recluida en lo privado), nos hace ver que Marx está proponiendo algo que, de realizarse, como de hecho está sucediendo, nos sometería a todos al fardo implacable de la necesidad.

Esto según ella, forma parte de las contradicciones en las que el propio Marx cayó al confundir labor y trabajo y al destacar los méritos de la labor. Por eso, nos dice, "la actitud de Marx con respecto a la labor, que es el núcleo mismo de su pensamiento, fue siempre equívoca". En efecto, añade unas líneas después:

"Mientras que (la labor) es una "necesidad externa impuesta por la naturaleza" y la más humana y productiva de las actividades del hombre, la revolución, según Marx, no tiene la misión de emancipar a las clases laborales, sino hacer que el hombre se emancipe de la labor; sólo cuando ésta quede abolida, el "reino de la libertad" podrá suplantar al "reino de la necesidad". Porque el "reino de la libertad sólo comienza donde cesa la labor determinada por la necesidad y la externa utilidad", donde acaba el gobierno de las necesidades físicas inmediatas"  [27].

Queda claro pues que para Marx la labor, a pesar de ser "la más humana y productiva de las actividades del hombre", es una esclavitud hasta tal punto, que sólo liberándonos de ella podremos alcanzar el reino de la libertad. Y está claro también que tal es la opinión negativa de Hannah Arendt. Esta es otra de las interpretaciones que no compartimos plenamente, y más adelante volveremos sobre ello. Por ahora continuemos con el análisis de la productividad.

Productividad del Trabajo; 'productividad' (fertilidad) de la Labor

En el caso de Marx y de quienes como él confundieron labor y trabajo, deslumbrados en parte por la fertilidad de la labor, de la cual ya hemos hablado, esta confusión no les impide ver que esta productividad de la labor se vuelve agua que corre entre los dedos comparada con la productividad del trabajo [28], que es la que verdaderamente "fabrica la interminable variedad de cosas cuya suma total constituye el artificio humano" [29]. Estas cosas son principalmente objetos para el uso, duraderos y estables.

Así, "su adecuado uso no las hace desaparecer y dan al artificio humano la estabilidad y solidez sin las que no merecería confianza para albergar a la inestable y mortal criatura que es el hombre"  [30]. Al lado de la durabilidad, estabilidad y utilidad de los productos del trabajo, que quedan en el mundo para dar testimonio de nuestra  actividad,  la  labor  no  deja  nada  tras  de  sí,  como  no  sea  la  reproducción  de  la  propia  vida        (y eventualmente, gracias al superávit del poder de la labor, la reproducción de otras vidas), lo cual para los economistas clásicos y Marx, e incluso para Arendt, no parece ser suficientemente importante como para redimir un poco a la labor de su carácter de fardo y de su desvalorización.

Por el contrario, como hemos visto, frente a la durabilidad de las cosas del mundo, productos del trabajo, los productos de la labor son fútiles, es decir de poco valor e importancia. Este carácter de futilidad [31] de los bienes de consumo producto de la labor es constantemente destacado por Arendt:

"... El peligro radica en que tal sociedad, deslumbrada por la abundancia de su creciente fertilidad y atrapada en el suave funcionamiento de un proceso interminable, no sea capaz de reconocer su propia futilidad, la futilidad de una vida que "no se fija o realiza en una circunstancia permanente que  perdure una vez transcurrida la (su) labor " [32].

Como puede apreciarse, la vida misma es fútil, como su actividad elemental, la labor, si no deja nada tras de sí, y ese es según Arendt y los economistas clásicos (ella cita entre otros a A. Smith), el defecto que aqueja a los bienes de consumo producto de la labor [33]. La durabilidad del producto es lo que le confiere dignidad e importancia, tanto a él como a la actividad correspondiente. Así, frente a la labor fútil e improductiva desde este punto de vista, se eleva el trabajo, realmente productivo y merecedor de estima. Tanto, que si el laborante es con toda propiedad para ella, sólo "animal laborans" ,el trabajador es ya, con todo derecho, " homo faber ".

Sin embargo, está claro para Arendt, como lo estaba para Marx, que la labor es un elemento fundamental de las actividades humanas, sin el cual la vida no puede mantenerse. Así como Marx, ella, mientras que considera a la labor como un peso del que hay que liberarse, por otra parte destaca la "productividad " de la labor, su fertilidad, que produce y reproduce vida, gracias al "superávit" de la fuerza de la labor. Todo esto, como ella reconoce, fue "claramente descubierto y analizado por Karl Marx" [34], para quien además, como ya hemos visto, la "labor era la "reproducción de la propia vida de uno" que aseguraba la supervivencia del individuo, y procreación era la producción de "vida extraña" que aseguraba la supervivencia de la especie" [35].

Análisis crítico de los conceptos de productividad y producto

Hay aquí pues un manejo de los conceptos de productividad y producto a cuatro niveles todos en nuestra opinión igualmente importantes:

a)       la "cosa del mundo", duradera y estable, producto del trabajo del homo faber;

b)       el "bien de consumo", de efímera permanencia en el mundo, producto de la labor;

c)       la "vida biológica" (fuerza laboral) como consecuencia o producto de la labor, que mediante los "bienes de consumo" que produce, la reproduce [36],

d)       la "procreación", que, como el mismo Marx entrevió, es la producción de "vida extraña", de otra vida, la del hijo, que de alguna manera también es producto [37].

Por lo general, sin embargo, el término producto se aplica sólo al resultado del trabajo del homo faber, a la "cosa del mundo" duradera y estable, que además tiene un valor de cambio en el mercado. Esta es la manera en que lo utilizan los economistas. Para la mayoría de los filósofos que tocan el tema, incluidos los economistas clásicos, Locke, y el mismo Marx, el producto es lo que dura, de modo que la reificación, la construcción de un mundo de cosas para ellos era fundamental si se quería hablar propiamente de productividad. Los otros sentidos de los términos productividad o producto son escasamente utilizados, básicamente en sentido metafórico o como equivalentes al término "resultado".

Nosotros pretendemos aquí proceder de otra manera. Ciertamente admitimos que el carácter de durabilidad es fundamental a la hora de caracterizar algo como producto. Sólo donde la actividad humana deja algo que la trasciende puede hablarse de productividad. Posteriormente, ese elemento durable y permanente, la cosa mundana, adquiere otra característica relacionada estrechamente con la productividad y con la durabilidad: es el "valor de cambio", la posibilidad de entrar en el juego del mercado para ser intercambiada por otra. En efecto, el homo faber nos dice Arendt, "está plenamente capacitado para tener una esfera pública propia (...) Su esfera pública es el mercado de cambio donde puede mostrar los productos de sus manos y recibir la estima que se le debe" [38].

Es propio del homo faber relacionarse con otras personas mediante el intercambio de productos. Y en una sociedad de productores que ha hecho del intercambio de productos la forma pública de relacionarse los humanos, es evidente que, como ya lo señaló repetidamente Marx, "incluso los laborantes, debido a que se enfrentan a "dueños de dinero o de artículos de primera necesidad", pasan a ser propietarios, "dueños de su propia fuerza de labor" [39].

Siendo el mercado de cambio la esfera pública propia del homo faber, lo que éste produce, más que objetos de uso son objetos de cambio. Aparece entonces junto al valor de uso, el valor de cambio". Este, es diferente del valor intrínseco, de la valía, que es una cualidad objetiva de la cosa, independientemente de la apreciación que alguien pueda hacer de ella. De esta valía o valor intrínseco Arendt distingue el valor, siempre "valor de cambio", consecuencia de la aparición pública de la cosa en la relación del mercado. Así dice ella tratando de aclarar confusiones,

"Se ha observado con frecuencia y por desgracia se ha olvidado a menudo que el valor, al ser "una idea de proporción entre la posesión de una cosa y la posesión de otra en la concepción del hombre", "siempre significa valor de cambio". Porque sólo es en el mercado de cambio en el que todo puede permutarse por otra cosa, donde todas las cosas, (...) se convierten en "valores [40]".

El producto por excelencia, según todas estas doctrinas, es pues el resultado del trabajo, la cosa mundana duradera y dotada de un "valor de cambio". Comparados con ella, todos los resultados de la labor, son productos sólo por extensión quizás un poco abusiva del término, pues aparentemente no satisfacen los criterios que hemos asumido, de duración y "valor de cambio". Sin embargo, si analizamos esto con más precisión y rigor, y menos parcialidad, veremos que también en esos casos puede hablarse de productividad y de producto, manteniendo los criterios antes mencionados, excepto en el caso del "bien de consumo".

En efecto, éste considerado en sí mismo, es un resultado de la labor que, como la segunda parte de su nombre así lo indica, está destinado a ser consumido, vale decir devorado y destruido para pasar a asimilarse a nuestro ser biológico en vistas a su mantenimiento y crecimiento. En sí mismo pues, el "bien de consumo", por mucho que pueda hoy en día, gracias a las nuevas tecnologías de conservación y almacenamiento, durar, está destinado básicamente a desaparecer, mezclándose, consubstanciándose, con nuestro cuerpo. En este sentido, sólo metafóricamente podría llamársele producto, si tomamos en cuenta el criterio de la duración. No dura lo que se consume. Sin embargo, si aplicamos el criterio moderno del "valor de cambio", el "bien de consumo" ya sería producto con un poco más de derecho. Una lata de vegetales en conserva, (que puede guardarse varios años antes de utilizarse), o una botella de buen vino añejado y valorizado con el tiempo, que se adquieren en el mercado a cambio de dinero, son, al menos para los fabricantes de los mismos, un producto. Lo mismo habría que decir si se toma el "bien de consumo", aún perecedero, como algo que va a ponerse a la venta, a intercambiarse por dinero. En dicho caso habría también un "valor de cambio" y sería por ende también producto.

En este caso, debido a la complejidad y ambigüedad del asunto, nos vemos en la obligación de señalar que aquí la originaria labor de elaboración del alimento, debido tanto a las modernas tecnologías que alargan su duración, como a su ingreso en el mercado de cambio a causa de la industrialización, ha llegado a convertirse prácticamente en el equivalente de un trabajo [41].

Así también el trabajo, por su fragmentación adquiere visos de labor, tal como lo considera Arendt:

"(...) La revolución industrial ha reemplazado la artesanía por la labor, con el resultado  que las cosas del Mundo Moderno se han convertido en productos de la labor cuyo destino natural consiste en ser consumidos en vez de productos del trabajo destinados a usarlos. De la misma manera que los útiles e instrumentos, aunque procedentes del trabajo, siempre se emplearon también en los procesos de la labor, así la división de ésta, enteramente apropiada y concertada con el proceso laboral, ha pasado a ser una de las principales características de los procesos del trabajo moderno,(...). La división de la labor, más que la creciente mecanización, ha reemplazado a la rigurosa especialización que anteriormente requería la artesanía" [42].

Y más adelante, dice:

"El caso es distinto por completo en la corriente transformación moderna del proceso de trabajo por la introducción del principio de la división de la labor. Ahí, la misma naturaleza del trabajo queda modificada y el proceso de producción, aunque en modo alguno produce objetos para el consumo, asume el carácter de labor" [43].

La imbricación actual entre labor y trabajo es tal, que en muchos casos el análisis se hace casi imposible. En última instancia, lo que vendría esencialmente a diferenciarlos, sería el hecho de que la labor (la hagamos nosotros o la asuman otros en nuestro lugar), es imprescindible para nuestra subsistencia como cuerpos; mientras que, eventualmente, podríamos vivir sin trabajar y sin que otro(s) trabaje(n) para o por nosotros.

Vemos pues, volviendo al carácter del "bien de consumo", que según se emplee el criterio de duración o el del "valor de cambio", podrá ser considerado o no propiamente como producto. Sin embargo, si bien en su caso su denominación como tal es ambigua, no ocurre lo mismo con la vida reproducida que deja tras de sí. Esta vida, cuyas necesidades quedan satisfechas y cuya subsistencia es garantizada por la labor y los bienes de consumo que ella elabora, adquiere carácter de producto si pensamos en ella como lo hizo Marx y lo hace el capital, como fuerza de labor que además de durar en el tiempo, tiene un "valor de uso", tal como las cosas mundanas, y un "valor de cambio", al ponerse al servicio del capital a cambio de un salario. El capital se sirve de la fuerza laboral a cambio del salario [44].

Gloria M. Comesaña Santalices, en maytemunoz.net/

Notas:

1       Cfr. Arendt, H. La Condición Humana. Ed. Paidós, Barcelona. 1993. p. 24.

2       Ibíd., p, 23.

3       Ibíd., p, 33.

4       De la cual se ocupa en su obra póstuma e inacabada La Vida del Espíritu.

5       Paul Ricoeur, Prefacio a Arendt, H. Condition de l Homme Moderne. Calmann-Levy. París. 1988. p.16 ss.

6       Arendt, H. Op.cit., p. 21. Negritas mías.

7       Ibídem.

8       Ibíd., p.21. Negritas mía.

9       Ibídem.

10        Ibíd., p.97.

11        Ibíd., p.98. Hubiese sido muy ilustrativo que Arendt se refiriese no sólo al inglés, al alemán y al francés, sino que incluyese en su reflexión a otros idiomas.

12        Ibídem. p.107.

13        Y luego veremos que este término amerita de una detenida consideración.

14        Ibíd., p.157.

15        Ibíd., p.103.

16        Ibíd., p.107.

17        Ibídem.

18        Ibíd., p.102. Negritas mías.

19        Ibídem.

20        Las comillas las utiliza también la propia autora en el texto, quizá no con la misma finalidad que nosotros, sino para indicar al parecer, que no es ésta una verdadera productividad. Nosotros queremos por el contrario, llamar la atención sobre el término en función de las aclaratorias que haremos más adelante.

21        Ibíd., p.103.

22        Ibíd., p.118. Negritas mía.

23        Ibíd., p.103.

24        Ibíd., p.99. Negritas mías.

25        Ibídem. Es de advertir que, guiándonos por la traducción francesa hemos corregido la traducción castellana, la cual nos parece bastante deficiente. Donde dice "cuando se emprendían", decía "aunque se emprendieran" con lo cual el texto resultaba incoherente y además mal redactado.

26        Ibíd., p.100.

27        Ibíd., p.116. Hemos corregido, siempre a partir de la traducción francesa, este texto. En la primera línea se dice en la versión castellana: "mientras fue" "una necesidad...". Nuestra versión hace más comprensible el texto. Cursivas en negritas mías.

28        Ibíd., p.114. A Marx en efecto, el "deslumbramiento" ante el carácter productivo y fértil de la labor, no le impidió darse cuenta de la importancia de la durabilidad del producto, de modo que, aunque definió al hombre como "animal laborans", hubo de admitir que la productividad de la labor, propiamente hablando, comienza con la reificación (...) con "la erección de un objetivo mundo de cosas".

29        Ibíd., p.157.

30        Ibídem.

31        Es de advertir que fútil viene del latín futilis que quiere decir frágil, quebradizo //vano, ligero, frívolo, fútil, sin autoridad // inútil, sin efecto. Cfr.  Diccionario Ilustrado Latino-Español. Spes, Barcelona.1970.

32        Arendt, H. La Condición Humana. Op. cit., p.142.

33        Hablando de la necesidad de escapar a la esclavitud biológica de la labor mediante el empleo de sirvientes o  de esclavos en la antigüedad, Arendt añade: "El motivo de que la labor del esclavo desempeñara tan enorme papel en las sociedades antiguas y de que su improductividad y carácter antieconómico no se descubriera radica en que las antiguas ciudades-estado eran principalmente "centros de consumo" ".Arendt, H. Op.cit., p.128. Está claro que para ella la labor es improductiva, porque sólo produce "bienes de consumo".

34        Ibíd., p.103.

35        Ibíd., p.117.

36        Es de aclarar que en este caso puede tratarse, como en general se trata, no sólo de una, sino de muchas, o en todo caso de varias vidas biológicas que subsisten con la labor de una sola persona. Esta es la situación en la que se encuentra, precisamente, el trabajo doméstico de las mujeres, del que hablaremos más adelante.

37        Esta interpretación del hijo como producto, que a muchos puede resultar chocante, la exponemos y justificamos ampliamente en nuestro libro Mujer, Poder y Violencia. Ediluz, Maracaibo.1991.

38        Arendt, H. La Condición Humana. Op.cit., p.178.

39        Ibíd., p.18O. Lo cual fortalece nuestra tesis de considerar la "fuerza de labor" como producto de la labor, que dura e incluso se convierte en "valor de cambio" que se entrega a cambio de un salario. Sobre esto volveremos más adelante.

40        Ibíd., p.181.

41        Está claro que aquí no sólo hablamos del ingreso del producto de la labor en el mercado de cambio, sino de la labor misma en cuanto adquiere un valor de cambio y se realiza "a cambio" de un salario.

42        Arendt, H. Op.cit., p.133. Negritas mía.

43        Ibíd., p.134. Negritas mías.

44        No es nuestra intención hablar aquí de lo justo o injusto de este sistema de intercambio, ni mucho menos de los factores que puedan degradarlo o volverlo alienante y explotador.

Nicola Bux

Hasta el 26 de abril de 1996, el episcopado argentino era uno de los pocos del mundo en continuar a rechazar la práctica introducida al final de los años ’60 en franca oposición a la voluntad del Papa Pablo VI, de distribuir la Santa Comunión en la mano de los fieles. Recién ese día se obtuvieron en la Asamblea de la Conferencia Episcopal Argentina los votos suficientes para poder pedir a Roma el indulto que permitiera introducir esta práctica contraria a la ley universal de la Iglesia. Roma otorgó inmediatamente dicho indulto, pero lo hizo “ad normam” de la “Instrucción sobre el modo de administración de la Santa Comunión, Memoriale Domini”, en la cual se estipulaba claramente que la prohibición de dar la comunión en la mano debía conservarse universalmente, pero que, allí (y sólo allí) donde el uso ya se había introducido abusivamente y había arraigado de modo que los obispos de la conferencia episcopal local considerasen que no había más remedio que tolerarlo: “El Santo Padre [...] concede que, dentro del territorio de vuestra Conferencia Episcopal cada obispo según su prudencia y su conciencia, pueda autorizar en su diócesis la introducción del nuevo rito para distribuir la Comunión.». El entonces Obispo de San Luis (Argentina) Juan Rodolfo Laise, juzgó que según su prudencia y conciencia esas circunstancias no se daban en su diócesis por lo que no consideró adecuado hacer uso de ese indulto. Esta decisión fue inmediatamente interpretada por muchos como una ruptura de la unidad del episcopado y hasta como una “rebeldía” contra una disposición litúrgica que de ahí en adelante estaría vigente. El Obispo de San Luis consultó sobre esto a los diversos dicasterios Romanos competentes que unánimemente aprobaron su decisión. El pasado 22 de julio se cumplió un año de la desaparición de Mons. Juan Rodolfo Laise quien, una vez convertido en emérito, regresó a la vida conventual de su Orden, los Capuchinos, y desde 2001 se retiró al convento de San Giovanni Rotondo (el lugar en donde vivió y donde ahora se venera al santo Padre Pío, al que el obispo argentino tuvo una gran devoción). Allí Mons. Laise ejerció su ministerio confesando a los peregrinos todos los días durante casi dos décadas, hasta unos meses antes de su muerte a los 93 años. Existen muchos aspectos de su figura, como religioso, sacerdote y obispo, que se podrían evocar, pero nos centraremos en el libro que publicó para explicar su posición en el episodio que hemos mencionado; libro que, a su pedido, he tenido el honor de presentar (https://lanuovabq.it/it/comunione-sulla-mano-unadisobbedienza-legittimata) hace unos años con ocasión de su edición italiana (Comunione sulla mano, Documenti e storia. Cantagalli, 2016) en un acto tenido en el Aula Magna del Instituto Patrístico (Augustinianum) de Roma. Se trata probablemente del primer libro específico s obre la Comunión en la mano que se haya nunca publicado. En él profundiza los aspectos históricos, canónicos y teológicos del modo de comulgar y su influencia en la devoción y la vida espiritual de los fieles. El libro está estructurado como un comentario detallado (párrafo por párrafo) de los documentos en los que está expresada la legislación vigente sobre la forma de comulgar, al que se añade un apéndice con aspectos históricos que nos sitúan en el contexto en el que nacieron aquellos documentos. Todo esto nos permite entender la “mens legistoris”; es decir, la intención del legislador (Pablo VI en este caso), que es un elemento clave al momento de interpretar una ley. Por fin, luego de responder a los principales argumentos utilizados con frecuencia para justificar la introducción del uso de la comunión en la Mano, concluye con una serie de reflexiones en las que se hace una aplicación concreta de los elementos expuestos a lo largo del libro. A continuación veremos los más importantes de estos elementos son verdades olvidadas que contrastan con ciertas ideas recibidas: que en muchos casos Puede sorprender a algunos, por ejemplo, el enterarse, leyendo este libro, de que esta forma de comulgar no fue tratada y ni siquiera fue mencionada en el Concilio y que tampoco forma parte de la reforma litúrgica posterior. En efecto, este uso, contario a las normas, fue introducido sin autorización en ciertas regiones en la mitad de los años '60 y si bien el Papa Pablo VI hizo comunicar inmediatamente (ya en 1965) a los obispos de esas regiones, que debían volver inmediatamente al único uso lícito, es decir, en la boca, éste y otros reclamos de la autoridad suprema no tuvieron ningún efecto. Puesto que la resistencia a estas directivas se mostró inquebrantable, en 1968 se comenzó a considerar la posibilidad de conceder un indulto puntual para los casos concretos que no estaban dispuestos a obedecer, si bien se veía que este uso era en la práctica “muy discutible y peligroso” y se sabía que, en caso de errar en la manera d e resolver el asunto existía “debilitar la fe del pueblo en la presencia eucarística”. Fue así que Pablo VI quien, según sus propias palabras “no podía dejar de considerar la eventual innovación con evidente aprensión”, hizo hacer una consulta “sub secreto” al episcopado mundial a propósito de cómo enfrentar mejor esta desobediencia desafiante. El resultado de la consulta fue que una gran mayoría de los obispos veían peligrosa cualquier concesión. En consecuencia el Papa ordenó a la Sagrada Congregación para el culto divino que preparara un proyecto de documento pontificio en el cual confirmara el pensamiento de la Santa Sede (Las ediciones en español actualmente accesibles son: Comunión en la mano. Documentos e historia, Buenos Aires, Vórtice, 2005; en USA, con el mismo título, fue publicado por Preserving Christian Publications, New York 2014 en España, el título, levemente modificado es La Comunión en la mano. Didackbook, 2020, que también se puede adquirir en formato Kindle. Se puede bajar en Documentos de historia en PDF gratuitamente) acerca de la inoportunidad de la distribución de la sagrada comunión sobre la mano de los fieles indicando las razones (litúrgicas, pastorales, religiosas, etc.). Así fue que el 29 de mayo de 1969, la Congregación para el Culto Divino publicó la instrucción Memoriale Domini, en la que está contenida la legislación que sigue aún ahora vigente y que podría resumirse de esta manera: la prohibición de la comunión en la mano sigue siendo la norma universal y se exhorta firmemente a los Obispos, sacerdotes y fieles a que se sometan diligentemente a esta ley nuevamente confirmada. Sin embargo, donde este uso introducido ilícitamente hubiera arraigado, la Instrucción preveía la posibilidad de otorgar un indulto a aquellos sectores que no estuvieran dispuestos a obedecer a esta exhortación papal de respetar el derecho universal. En esos casos, para “ayudar a las Conferencias Episcopales a cumplir su oficio pastoral, con frecuencia más difícil que nunca a causa de la situación actual” el Papa dispuso que las conferencias episcopales respectivas (con la condición de haber obtenido la aprobación de dos tercios de sus miembros) habrían podido pedir un indulto a Roma para que cada obispo miembro de esa conferencia, según su prudencia y conciencia, pudiera permitir la práctica de la Comunión en la mano en su diócesis. Mons. Laise toma los detalles para la reconstrucción histórica del precioso relato de los hechos que hace, en sus memorias La Riforma liturgica 1948-1975, Mons. Annibale Bugnini quien no solo fue testigo sino también protagonista de ellos. Según los documentos transcritos en este libro, esta concesión tenía como objetivo sobre todo evitar que "en estos tiempos de fuerte impugnación (...) la autoridad no se vea derrotada al mantener una prohibición que difícilmente habría sido respetada en la práctica". De hecho, al considerar las diversas soluciones posibles se había hecho la siguiente advertencia: « ha de preverse también una reacción violenta en algunas zonas y una desobediencia más bien difundida donde el uso ya esté introducido ». Por otra parte, la voluntad evidentemente restrictiva del legislador. El razonamiento de la Instrucción de la Santa Sede es fundamentalmente el siguiente: “Al celebrar el memorial del Señor, la Iglesia atestigua a través del rito mismo la fe y la adoración dirigidas a Cristo, que está presente en el sacrificio y se da como alimento a los que participan de la mesa eucarística. Por esta causa mucho le importa que la Eucaristía se celebre de la manera más digna posible y se participe del modo máximamente fructuoso (cf. Memoriale Domini, números [1] y [2]). Ahora bien, el modo de dar la comunión, en la boca “es propio de la preparación que se requiere para recibir el Cuerpo del Señor del modo más fructuoso posible” [8]. Pues con él “se asegura más eficazmente que la Sagrada Comunión sea distribuida con la reverencia, el decoro y la dignidad que le son debidas de modo que se aparte todo peligro de profanar las especies eucarísticas” [10]. En consecuencia “este modo debe ser conservado, no solamente porque se apoya en un uso transmitido por una tradición de muchos siglos, sino, principalmente, porque significa la reverencia de los fieles cristianos hacia la Eucaristía [8] ya que posibilita, “que se guarde con diligencia el cuidado que la Iglesia ha recomendado siempre aún acerca de los fragmentos del pan consagrado” pues bajo las especies “de modo singular está presente todo y entero Cristo, Dios y hombre, de manera substancial y permanente” [10]. Por eso se considera que “un cambio en un asunto de tanta importancia que se apoya en una antiquísima y venerable tradición, además de lo que toca a la disciplina, puede también traer consigo peligros”, que se puede temer que surjan si se cambiara el modo de administrar la Sagrada Comunión, a saber: “el que se llegue ya a una menor reverencia hacia el augusto Sacramento del altar, ya a la profanación del mismo Sacramento, ya a la adulteración de la recta doctrina”. [12]. El texto completo de la Instrucción puede consultarse al final de este documento (página 12) manifestada claramente en el documento, debería haber hecho que la concesión se interpretase y aplicase de modo que favoreciera lo menos posible la difusión del rito. Esta legislación nunca fue modificada posteriormente, ni las posibilidades de introducir la comunión en la mano fueron nunca ampliadas, sin embargo las solicitudes hechas por las conferencias episcopales por más que no se cumplieran las condiciones exigidas para solicitar el indulto ; la insistencia en reconsiderar el problema en lugares donde ya se había verificado previa mente la ausencia de esas condiciones restrictivas; la demasiado fácil concesión por parte del dicasterio correspondiente y, sobre todo, el absoluto silencio que se hizo posteriormente sobre la irreductible desobediencia que, como bien explica Mons. Laise, fue precisamente la única razón por la que otorgó la concesión; hicieron que la práctica se extendiera casi universalmente. Un segundo punto del estudio de Mons. Laise que puede llamar la atención es cuando demuestra que la nueva praxis no es propiamente un "redescubrimiento" de una "antigua tradición", de "volver a comulgar como en la Iglesia de los orígenes y de los Padres", oye decir con frecuencia. como se A este respecto, expuse ante Mons. Laise la convicción de que el Evangelio de Juan y los escrito s de algunos padres, así como el código purpureo de Rossano (siglo V), de origen siríaco, muestran en cambio que Jesús dio la Comunión a los Apóstoles en boca. En la Instrucción Memoriale Domini está claramente por explicado cómo, si bien en el primitivo la Sagrada Comunión se recibía normalmente en la mano, “con el correr del tiempo se fue profundizando en el conocimiento de la verdad del misterio Eucarístico, de su eficacia y de la presencia de Jesucristo en él de modo que, tanto por el sentido de reverencia hacia este Sacramento como por el sentido de humildad con el que es preciso que sea recibido, se introdujo la costumbre de que la Sagrada Forma sea puesta por el sacerdote en la lengua del comulgante”. Fue así que, en un momento determinado, un uso terminó reemplazando al otro, hasta el punto de que el primero no solo fue abandonado sino incluso explícitamente prohibido. En el contexto, se ve claramente que para Pablo VI este cambio fue un progreso real: el paso de un modo imperfecto a uno más perfecto. Y con razón, en efecto, los antiguos textos patrísticos no mencionan ninguna ventaja específica que se siga del viejo modo de comulgar, ni tampoco hay elogios de los escritos de los Padres referidos a este modo en cuanto tal, sencillamente describen el único modo que conocían; por el contrario, como dice Mons. Laise, al alertar reiteradamente sobre los peligros que conllevaba este modo de comulgar, ponen de manifiesto una imperfección inherente a éste. Por eso dice el autor que se podría afirmar que la comunión en la mano fue, ciertamente, el modo de comulgar que tuvieron los Santos Padres, pero la comunión en la boca es el modo que hubieran deseado tener. Siglos más tarde el uso de comulgar en la mano, “neutro” en la edad patrística, fue retomad o por los Protestantes pero esta vez con una clara connotación doctrinal: Por ejemplo, Martín Bucero, asesor de la Reforma anglicana, afirma que la práctica de no dar la comunión en la mano se debía a dos "supersticiones": “el falso honor que se pretende tributar a este sacramento” y la "creencia perversa" de que las manos de los ministros, por la unción recibida en su ordenación, son mas santas que las manos de los laicos. A partir de este momento, el gesto de recibir la comunión en la mano conllevará un s entido marcadamente polémico que la contrapone a la comunión en la boca como expresando una doctrina opuesta y esto en dos 4puntos fundamentales que distinguen la posición protestante de la católica: la presencia real y el sacerdocio. En adelante esta implicación no podrá ser ignorada. Es por eso que, cuando en la segunda mitad del siglo XX, el uso de dar la Comunión en la mano empezó a penetrar en los círculos católicos, ya no se trataba de un mero retorno a un gesto primitivo. No es casual por lo tanto, c omo destaca Mons. Laise, que justamente en uno de los primeros lugares en que la comunión en la mano comenzó a imponerse, hay sido publicado poco antes el llamado "Nuevo Catecismo", más conocido como "Catecismo Holandés", al cual la santa Sede tuvo que imponer numerosas modificaciones (14 principales y 45 menores) para corregir graves errores doctrinales. En este libro, encargado por el Episcopado holandés y presentado por medio de una "pastoral colectiva" del mismo, se ponía en duda, entre otras cosas, la presencia real y sustancial de Cristo en la Eucaristía, se daba una explicación inadmisible de la transubstanciación y se negaba cualquier clase de presencia de Jesucristo en las partículas o fragmentos de Hostia que se desprendían después de la consagración; por otra parte había una confusión entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio jerárquico. Un tercer aspecto que el llorado obispo argentino pone adecuadamente de relieve es que, aún donde está permitido el dar la comunión en la mano, no se trata de una opción más propuesta por la Iglesia con el mismo valor que el otro uso en vigor. En efecto la posición de la Santa Sede respecto del modo de comulgar no es indiferente: la comunión en la boca es el único modo autorizado por la legislación universal de la Iglesia y está claramente recomendado mientras que el otro, fruto de un indulto, es solamente tolerado (y esto como consecuencia de lo que Laise llama la "desobediencia más grave a la autoridad papal en los últimos tiempos" debiendo tomarse ), , en el caso de utilizarlo, una serie de precauciones, en especial en lo que se refiere a la limpieza de las manos y a la asidua diligencia y cuidado con respecto a las partículas (prescripciones que, por otra parte, no suelen ser tenidas en cuenta en la práctica). Según se afirma en la Instrucción Memoriale Domini, el documento que contiene la legislación vigente, esta forma de comulgar, que desde hace un milenio desplazó universalmente a la comunión en la mano, "es propia de la preparación que se requiere para recibir el cuerpo del Señor del modo más fructuoso posible" y "asegura mas eficazmente que la Sagrada comunión sea distribuida con la reverencia, el decoro y la dignidad que le son debidas, apartando así todo peligro de profanar las especies Eucarísticas … guardando con diligencia el cuidado que la Iglesia ha recomendado siempre aún acerca de los mas pequeños fragmentos de la Sagrada Forma" con la comunión en la mano, en cambio, se necesitaría un milagro para que, en cada comunión, no caiga alguna partícula al suelo o quede adherida en la mano del fiel. Por esta razón Pablo VI recordaba, en la encíclica Mysterium Fidei, que Orígenes que "los fieles se creían culpables conservándolo con todo, dice y con razón, si, habiendo recibido el cuerpo del Señor, con cuidado y veneración, algún fragmento caía por negligencia". En efecto, Mons. Laise, luego de repasar la legislación vigente y el modo como se impuso este modo de comulgar en las últimas décadas, termina su libro diciendo “Por todo esto creemos poder afirmar que la introducción y difusión por todo el mundo de la práctica de la Comunión en la mano constituye la más grave desobediencia a la autoridad papal de los últimos tiempos.” (Comunión en la Mano. “Requidem vera fideles reos se P. 152. credebant, et merito quidem, ut memorat Origenes, si corpore Domini suscepto, et cum omni cautela et veneratione servato, aliquid inde per neglegentiam decidisset ( In Exod. fragm .; PG 12, 56) Las expresiones de los Padres, el cambio de modo de comulgar al fin del primer milenio, y los argumentos de Pablo VI al negarse a permitir la reintroducción del modo arcaico de comulgar reflejan todos la única fe de la Iglesia que es siempre la misma: la Fe en la presencia real, sustancial y permanente, aún en las mas pequeñas partículas que exige cuidado y adoración6. Estos son, en resumen, los temas centrales del libro. Pero alguien se preguntará tal vez si un libro escrito hace un cuarto de siglo no será ya obsoleto. Las sucesivas ediciones y reimpresiones (17 en total), con varias actualizaciones y en diversas lenguas y formatos (seis ediciones en español (1a a 3a 1997, 4a 2005 (Buenos Aires), 5a Nueva York, 2014, 6a España, 2020, 7ª para Kindle), dos francesas (París, 1999-2001), dos italianas (Cantagalli, 2015), una Polaca (Cracovia, 2007) y cinco inglesas (2010, 2011, 2013, 2018, 2020), prueba que, como ya había señalado el propio autor, más allá de las circunstancias vinculadas al tiempo y al lugar que motivaron este estudio, hay, en efecto, aspectos permanentes que aún pueden interesar al lector y proporcionar: a) acceso a legislación auténtica relacionada con este asunto, absolutamente desconocida entre los fieles y también por numerosos pastores; b) la situación histórica en la que de produjo esta legislación, también desconocida c) indicios para comprender las dramáticas consecuencias que la práctica de la comunión en la mano puede tener sobre la fe en la presencia real y la piedad eucarística; d) elementos que ayudan a reflexionar sobre la relación entre el obispo y su Conferencia Episcopal y su independencia en lo que respecta al gobierno de su diócesis; e) una reflexión sobre el funcionamiento de algunos "mecanismos de presión" dentro de la Iglesia, capaces de revertir una decisión papal, que reflejan una forma de actuar que fue y aún ahora es usada en otros dominios. 391). (Pablo VI, Mysterium Fidei”, http://www.vatican.va/content/paul_vi/la/encyclicals/documents/hf_pvi_enc_03091965_mysterium.html ). Dice a propósito de esto Mons. Laise (Comunión en la Mano… Pg. P. 69-70: “Alguno podría, con todo, preguntarse qué debe entenderse aquí por “fragmentos”; ante dudas planteadas en este sentido, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha respondido con claridad: “Después de la sagrada comunión, no sólo las hostias que quedan y las partículas de hostia que se han desprendido de ellas y que conservan el aspecto exterior del pan deben ser conservadas o consumidas respetuosamente, a causa del respeto debido a la presencia eucarística de Cristo, sino que también para los otros fragmentos de hostia (quoad alia hostiarum fragmenta) se debe observar lo prescrito sobre la purificación de la patena y el cáliz en las Normas Generales del Misal Romano...”. El texto original y un comentario a éste pueden verse en la revista oficial de la Congregación de Culto Divino “Notitiae” (75, Vol 8 (1972) Num. 7: pp 227–230): DE FRAGMENTIS EUCHARISTICIS. Cum explanationes ab Apostolica Sede petitae sint circa modum se gerendi quoad fragmenta hostiarum, Sacra Congregatio pro Doctrina Fidei, die 2 maii 1972 (Prot. n. 89/71), declarationem dedit, quae sequitur: «Cum de fragmentis quae post sacram Communionem remanserint, aliqua dubia ad Sedem Apostolicam delata fuerint, haec Sacra Congregatio, consultis Sacris Congregationibus de Disciplina Sacramentorum et pro Cultu Divino, respondendum censuit: Post sacram Communionem, non solum hostiae quae remanserint et particulae hostiarum quae ab eis exciderint, speciem panis retinentes, reverenter conservandae aut consumendae sunt, pro reverentia quae debetur Eucharisticae praesentiae Christi, verum etiam quoad alia hostiarum fragmenta obeserventur praescripta de purificandis patena et calice, prout habetur in Institutione generali Missalis romani, nn. 120, 138, 237-239, in Ordine Missae cum populo, n. 138 et sine populo, n. 31. (Cf. Institutio generalis Missalis romani, n. 276)».

Nicola Bux, infocatolica.com

Jorge Arturo Medina

I.       La Santidad

1.       Introducción

Me parece oportuno comenzar estas reflexiones recordando las recientes palabras del Santo Padre Juan Pablo II en su Carta Apostólica Novo millennio ineunte:

«La santidad.

En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad. ¿Acaso no era éste el sentido último de la indulgencia jubilar, como gracia especial ofrecida por Cristo para que la vida de cada bautizado pudiera purificarse y renovarse profundamente?

Espero que, entre quienes han participado en el Jubileo, hayan sido muchos los beneficiados con esta gracia, plenamente conscientes de su carácter exigente. Terminado el Jubileo, empieza de nuevo el camino ordinario, pero hacer hincapié en la santidad es, más que nunca, una urgencia pastoral.

Conviene además descubrir en todo su valor programático el capítulo V de la Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, dedicado a la “vocación universal a la santidad”. Si los Padres conciliares concedieron tanto relieve a esta temática no fue para dar una especie de toque espiritual a la eclesiología, sino más bien para poner de relieve una dinámica intrínseca y determinante: “descubrir a la Iglesia como ‘misterio’, es decir, como pueblo ‘congregado en la unidad del Padre,  del Hijo y del Espíritu Santo’, lleva a descubrir también su ‘santidad’, entendida en su sentido fundamental de pertenecer a Aquel que por excelencia es el Santo, el ‘tres veces Santo’ (cfr. Is 6, 3). Confesar a la Iglesia como santa significa mostrar su rostro de Esposa de Cristo, por la cual Él se entregó, precisamente para santificarla (cfr. Ef 5, 25-26). Este don de santidad, por así decir, objetiva, se da a cada bautizado”.

Pero el don se plasma a su vez en un compromiso que ha de dirigir toda la vida cristiana: “Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1 Ts 4, 3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor”.

Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de  la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral?

En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias. Significa expresar la convicción de que, si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial. Preguntar a un catecúmeno “¿quieres recibir el Bautismo?”, significa al mismo tiempo preguntarle, “¿quieres ser santo?”. Significa ponerle en el camino del Sermón de la montaña: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 18).

Como el Concilio mismo lo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno.   Doy gracias al Señor que me ha concedido beatificar y canonizar durante estos años a tantos cristianos y, entre ellos, a muchos laicos que se  han santificado en las circunstancias más ordinarias de la vida. Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este “alto grado” de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia» (Tercio millenio ineunte, nn. 30-31).

2.         Jesucristo, el Santo

El nombre de SANTO y el atributo de la santidad son propios de Yavé: ¿Quién puede estar delante de Yavé este Dios santo?... es la pregunta que se hacen, heridas por una plaga, las gentes de Bet Semes (1S 6, 20). Esa santidad de Dios se demuestra ya en el Antiguo Testamento, en la misericordia y en el perdón: «... se han conmovido mis entrañas (dice Yavé). No llevaré a efecto el ardor de mi cólera... porque yo soy Dios y no un hombre, soy santo en medio de ti, y no me complazco en destruir» (Os 11, 8s.). La santidad de Dios está a una distancia infinita de los hombres: «...¿Qué es el hombre para creerse puro, para decirse justo el nacido de mujer? Si (Dios) ni en sus santos se confía, ni los cielos son bastante puros a sus ojos, ¡cuánto menos un ser abominable y corrompido, el hombre que se bebe como el  agua la impiedad!» (Jb 15, 14-16). Esa es la razón por la que el Sumo Sacerdote judío sólo una vez al año, y mediante un especial rito de purificación, pudiera entrar en el «santuario de la tienda de la alianza» (cfr. Lv 16, 1-31), llamado también «santuario de la santidad»  (cfr. Lv 16, 33). La santidad de Yavé se manifiesta en la gloria de sus apariciones o teofanías. En el Nuevo Testamento hay muchas referencias a la santidad de Dios Padre: Jesús mismo lo llama «Padre Santo» (Jn 17, 11); a él dicen los cuatro misteriosos vivientes: «Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es y el que viene» (Ap 4, 8); santo es su nombre (Lc 1, 49), su ley (Rm 7, 12),

su alianza (Lc 1, 72), su templo, que somos nosotros (1Co 3, 17) y la Jerusalén celestial (Ap 21, 2). Jesús es Santo porque es el Hijo de Dios, concebido por obra del Espíritu Santo (Mt 1, 18. 20; Lc 1, 35). Al ser bautizado en el Jordán, recibió la unción del Espíritu Santo (Mt 3, 16; Mc 1, 10; Lc 3, 22; Hch 10, 38) y quedó lleno de él (Lc 4, 1). Tal es su santidad, que así como en el Antiguo Testamento la cercanía de Dios provocaba un sentimiento de la propia indignidad e impureza (cfr. Is 6, 5), así también sucede con Jesús: «viendo (el milagro), Simón Pedro se postró a los pies de Jesús, diciendo: Señor, apártate de mí, que soy pecador» (Lc 5, 8), reacción muy natural ante aquel a quien nadie puede «argüir de pecado» (Jn 8, 46), «que no conoció pecado» (2Co 5, 21), «que no cometió pecado» (1P 2, 22), que es, definitivamente, «sin pecado» (Hb 4, 15), y que, por el contrario, «nos ama y nos ha absuelto de nuestros pecados por la virtud de su sangre» (Ap 1, 5). Cuando Jesús expulsa a los espíritus impuros, éstos, al reconocer el poder y la santidad de Dios en él, le dicen:

«¿Has venido a perdernos? Te conozco: eres el Santo de Dios» (Mc 1, 24); esos mismos espíritus «al verle, se arrojaban ante Él y gritaban diciéndole: Tú eres el Hijo de Dios» (Mc 3, 11), lo que sugiere la identidad de ambos nombres. Pedro le da también los nombres «Santo de Dios» (Jn 6, 69) y de «Mesías de Dios, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16, 16).  En la predicación primitiva también se lo llama así: «vosotros —dice Pedro a los judíos— negasteis al Santo y al Justo» (Hch 3, 14), y se invoca al Padre «por el nombre de tu Santo siervo Jesús» (Hch 4, 30). De Cristo glorioso se habla así: «esto dice el Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David, que abre y nadie cierra y cierra y nadie abre» (Ap 3, 7), y a él se dirigen las almas de los que fueron «degollados por la palabra de Dios y por el testimonio que guardaban, y clamaban a grandes voces diciendo: ¿Hasta cuándo, Señor, Santo, Verdadero, no juzgarás y vengarás nuestra sangre...?» (Ap 6, 9s). La santidad de Jesús es la misma que la del Padre: «Padre santo, guarda en tu nombre a éstos que me has dado, para que sean uno como nosotros (lo somos)» (Jn 17, 11). Finalmente, la gran plegaría de Jesucristo al Padre, en la víspera de su pasión y muerte es: «Santifícalos (a los discípulos) en la verdad, como tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envié a ellos al mundo, y yo por ellos me santifico en la verdad» (Jn 17, 17-19). Jesús se va a «santificar» entregándose a la muerte de cruz, de modo que su obediencia destruya la desobediencia de Adán. Esa obediencia es la causa de nuestra justificación y salvación, y por  lo mismo es la destrucción de la mentira que es inherente al pecado. La muerte de Cristo restablece la verdad, o sea, el reconocimiento de la santidad de Dios, ante quien somos pecadores, y esa verdad nos introduce en la vida de hijos del Padre. Esa obra de salvación se traduce en que los cristianos están «santificados en Cristo Jesús y llamados a ser santos» (1Co 1, 2), y son, en cierta medida, «santos» (Flp 1, 1), siendo su meta: «sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48), mediante la gracia de Dios por la cual cada discípulo de Cristo puede hacer suyas las palabras de San Pablo: «todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4, 13) de manera que «nadie puede gloriarse ante Dios» (1Co 1, 29) sino que, como María, digamos humildemente: «mi alma glorifica al Señor y exulta mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva..., porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso, cuyo nombre es santo» (Lc 1, 46-49).

El nombre de SANTO aplicado a Jesús tiene relación con los de MAESTRO, MEDIADOR, VIDA, JESÚS, SUMO SACERDOTE e HIJO DE DIOS, entre otros.

3.       ¿Qué es la santidad?

Hay no pocos textos de la Sagrada Escritura que describen la santidad. San Pablo dice que «somos nueva creatura, creados en justicia y santidad verdaderas» (Ef 4, 24). «Nueva creatura» es una oposición al «hombre viejo», pecador, que lleva en sí la imagen de Dios maltratada y desfigurada. Esa «novedad» es un retorno a la condición original del hombre, creado a «imagen y semejanza de Dios» (cfr. Gn 1, 27).

La carta a los Efesios nos enseña que el Padre «nos ha elegido en Cristo antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor... para alabanza y gloria de su gracia» (Ef 1, 4.6). Este texto subraya la santidad como la finalidad de la creación del hombre, e indica que la «atmósfera» de la santidad es el amor. Recalca también que la santidad es la glorificación de la gracia de Dios,  o sea, del don gratuito de la salvación y de la justificación.

En la segunda carta de San Pedro se nos dice que el poder divino del Padre nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad «... para que nos hiciéramos partícipes de la naturaleza divina, huyendo  de la corrupción que hay en el mundo por la concupiscencia» (cfr. 2P 1, 3.4). Aquí hay una relación entre la «vida» y la «participación en la naturaleza divina», lo que es muy sugestivo, pues la vida en Dios es la verdadera vida. Esa participación en la naturaleza divina se hace posible por nuestra inserción en Cristo, la verdadera vid, de la que obtienen vida sus discípulos, comparados por Jesús a los sarmientos (cfr. Jn 15, 22). La santidad es la gracia y la vida verdadera, en tanto que el pecado es muerte (Jn 8, 21.24) y esclavitud (Jn 8, 34).

En la carta a los romanos San Pablo nos exhorta «por la misericordia de Dios, a que ofrezcamos nuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios, porque tal será nuestro culto espiritual», y nos advierte que no nos acomodemos al mundo presente, antes bien que nos transformemos «mediante la renovación de nuestra mente,  de modo que podamos distinguir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que es de su agrado, lo que es perfecto» (cfr. Rm 12, 1s). En este texto la santidad aparece en clave litúrgica, haciendo del cristiano una víctima sacrificial, consagrada y entregada totalmente a Dios, lo que no puede ser realidad sin un profundo cambio de mentalidad para repudiar la «sabiduría del mundo» y poder discernir lo  que es grato a Dios.

En la misma carta a los romanos, el Apóstol afirma que «ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor. Así es que ya vivamos, ya muramos, somos del Señor» (Rm 14, 7s).

Es posible interpretar el texto griego del bautismo (Mt 28, 19) como si su sentido fuera: «sumergidos en al agua para que muera el hombre viejo y para salir del poder de Satanás, a fin de ser consagrados para llevar una vida dedicada a la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Entendida así, la fórmula bautismal no es otra cosa que una expresión del llamado a la santidad, don de Dios que es infundido mediante el sacramento del bautismo. La primera y fundamental consagración del cristiano, antes que la consagración sacerdotal o la de la vida religiosa, es, precisamente, la consagración bautismal, la que nos hace a todos iguales en cuanto a la meta común por alcanzar.

La bienaventuranza que proclama «dichosos los puros de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8) invita a considerar la pureza como la perfecta transparencia frente a Dios, sin que haya nada que empañe su presencia ni su acción. Esta bienaventuranza hace alusión a los objetos materiales que son genuinos, sin mezclas ni impurezas, como la pureza de un diamante, o de un metal, o de un animal de fina raza. Pero insinúa también que la pureza perfecta es el resultado de un proceso de purificación a través del cual el corazón del hombre llega a ser genuino, verdadero, sin torceduras o, dicho de otro modo, capaz de buscar solamente la gloria de Dios y no la propia (cfr. Lc 1, 46; Jn 8, 50) y, por lo mismo, ajeno al pecado.

Vista así, la santidad es la condición normal del cristiano: «Sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). Es sinónimo de vida verdadera, de alegría, de realización, de coherencia con la fe, de perfecta comunión con todos los miembros de Cristo. No es una casualidad que uno de los calificativos dados a los cristianos de  las primeras generaciones haya sido el de «santos» (cfr. Flp 4, 21; 1Co 6, 1s; Rm 1, 7; Rm 12, 13; 1Tm 5, 10; 1Tm 15, 25; 1Tm 16, 15; Hch 9, 13; Ef 3, 18;Ef  6, 18; etc.).

Si se reflexiona sobre el Padrenuestro en sus diversas peticiones, se ve que cada una de ellas tiene relación con la santidad. La «santificación del nombre del Padre» no es otra cosa que buscar su gloria. La venida de su Reino es en definitiva que Él lo sea todo en todas las cosas (cfr. 1Co 11, 28), es decir que nada se sustraiga a su soberano señorío. El perfecto cumplimiento de su voluntad es, ante todo, nuestra santificación (1Ts 4, 3). El pan de cada día es la palabra de Dios (Lc 4, 4) y el cuerpo de Cristo que alimentan y transforman nuestra vida hasta que llegue a ser plena verdad la expresión de San Pablo: «yo vivo, pero ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). El perdón que suplicamos es la reparación de las idolatrías, distorsiones y desamor que el pecado ha dejado en nosotros, así como el perdón que ofrecemos es el deseo ferviente de que nuestro corazón se asemeje al corazón misericordioso del Padre. Pedimos no caer en tentación porque el pecado es el peor de todos los males que nos puedan ocurrir, y pedimos ser libres del Malo porque su obra es conducirnos al pecado y, como consecuencia, a la muerte, destruir la santidad y lograr que se frustre en nosotros el designio de  la creación y de la redención.

El Apóstol San Pablo se explaya en la carta a los Gálatas en el tema de las obras de la carne y de las obras del Espíritu (Ga 5, 16-26).

Las obras del Espíritu son la expresión de la santidad, de la fuerza transformante del Espíritu que «hace nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5), en tanto que las obras de la carne son frutos del pecado y desfiguración del rostro interior del hombre llamado a ser hijo del Padre, miembro de Cristo y templo del Espíritu Santo. Así se ve como la moral cristiana es mucho más que una sujeción externa a preceptos y prohibiciones: es el modo de vida propio de quienes han sido llamados a la santidad, han recibido gratuitamente la gracia y la justificación, y tratan cada día, con la gracia de Dios, de poder decir en verdad «para mi la vida es Cristo» (Flp 1, 21).

La frase de Jesús: «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48) es al mismo tiempo un llamado, un imperativo y una promesa posible porque la «sangre de Cristo nos limpia de todo pecado» (1Jn 1, 7), es decir es el precio y la prenda de la santidad.

Séame permitido hacer aquí una reflexión complementaria acerca de la santidad y la fe. Los teólogos distinguen tres formas de emplear el verbo «creo», «credo». «Credere Deum» es decir que creemos que Dios existe. «Credere Deo» es afirmar que creemos que lo que Dios dice es la verdad. «Credere in Deum» es profesar que el único sentido de la vida es Dios y que nada merece adhesión al margen de Dios. La expresión «Credo in Deum» es, pues, equivalente a una adoración que compromete toda la vida y cada momento de ella: es exactamente el mismo sentido de la expresión de San Pablo «nosotros vivimos para Dios».

4.       La vocación universal a la santidad en la iglesia

Es este el título del capítulo quinto de la Constitución dogmática Lumen gentium del Concilio ecuménico Vaticano II. En el primitivo proyecto este capítulo V y el VI eran uno sólo: la doctrina sobre la vida religiosa (actual capítulo VI) formaba un todo con la «vocación universal a la santidad», siendo la vida religiosa uno, no el único, de los caminos posibles hacia la santidad, meta de todo cristiano. Diversas consideraciones hicieron que el texto único se separara en dos, sin que por ello se modificara la redacción, la cual fue solamente separada en dos, introduciendo el título «los religiosos». En realidad el capítulo sobre la «vocación universal a la santidad en la Iglesia» está en cierta forma preanunciado en el capítulo II de Lumen gentium, y especialmente en el n. 9, donde se describen las características del Pueblo de Dios. Allí se lee: «En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia (cfr. Hch 10, 35). Sin embargo (Dios) quiso santificar y salvar a los hombres no individual ni aisladamente, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa» (LG, II, 9).

Tomando como punto de referencia la santidad, se puede decir que ella es la finalidad de la creación, el motivo de la Encarnación, el fruto de la redención, la obra del Espíritu Santo, la razón de ser del hombre, su plenitud, su perfección y su consumación.

Uno podría preguntarse por qué ningún Concilio antes del Vaticano II ha hablado acerca de la «vocación universal a la santidad en la Iglesia». Una respuesta podría ser que esta verdad fue siempre profesada por la fe de la Iglesia, que afirma en el Símbolo su fe en la «comunión de los santos». Otra respuesta adicional podría ser que esta verdad de fe, tan claramente enunciada en las Escrituras, nunca fue directamente rechazada por alguna corriente herética. A ello se podría agregar que el Concilio de Trento, al exponer la doctrina sobre la «justificación» (DH 1520-1583), estableció una enseñanza íntimamente relacionada con la santidad. Por lo demás, la costumbre más que milenaria de la Iglesia de venerar entre sus hijos como santos o beatos a hombres y mujeres de las más diversas condiciones, edades y estados de vida, constituye una expresión válida de su fe en que la santidad es la meta de toda vida cristiana. La presencia de este tema en forma explícita en el cuerpo doctrinal del Concilio Vaticano II, y señaladamente en la Constitución Lumen gentium, tiene su explicación en la evolución homogénea de la eclesiología en los últimos cien años previos al Vaticano II y, muy especialmente, en la valoración del estado laical como forma auténtica y no secundaria de la vocación cristiana.

Es precisamente en el capítulo IV de la Constitución Lumen gentium (capítulo que en una primera etapa de la redacción formaba una unidad con el Cap. II) donde se lee que «el Pueblo elegido de Dios es, por tanto, uno: “un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo” (Ef 4, 5). Los miembros tienen la misma dignidad por su nuevo nacimiento en Cristo, la misma gracia de hijos, la misma vocación a la perfección», una misma gracia, una misma fe, un amor sin divisiones. En la Iglesia y en Cristo, por tanto, no hay ninguna desigualdad por razones de raza o nacionalidad, de sexo o condición social pues “no hay judío ni griego; no hay siervo ni libre; no hay hombre ni mujer. En efecto, todos sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3, 28; cfr. Col 3, 11). Aunque en la Iglesia no todos vayan por el mismo camino, sin embargo «todos están llamados a la santidad y les ha tocado en suerte la misma fe por la justicia de Dios (cfr. 2P 1, 1)» (LG II, 32).

Hubo una época en que una interpretación defectuosa de los «estados de perfección» hizo pensar a muchos que quien quería de veras ser santo debía incorporarse a la vida religiosa y el Código de Derecho Canónico de 1917 exhortaba a los clérigos «a llevar una vida más santa que la de los laicos» (can. 124). Hoy, el Concilio Vaticano II ha vuelto a poner de relieve el dato bíblico del llamado universal a la santidad.

El Cap. V de Lumen gentium afirma sin ambages que «todos en la Iglesia, pertenezcan a la Jerarquía o estén regidos por ella, están llamados a la santidad, según las palabras del Apóstol: “lo que Dios quiere de vosotros es que seáis santos” (1Ts 4, 3; cfr. Ef 1, 4)». «Para todos, pues, está claro que todos los cristianos, de cualquier estado condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor» (LG V, 40). «El Señor Jesús, Maestro divino y modelo de toda perfección, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, de cualquier condición que fueran, la santidad de vida de la que Él es autor y consumador: “sed, pues, perfectos como vuestro Padre del cielo es perfecto” (Mt 5, 48)» (LG V, 40).

El llamado universal a la santidad, ese destino común, fruto de la gracia y de la acción del Espíritu Santo, no implica, sin embargo, una total uniformidad. Si la meta es única, los caminos son variados. Si hay instrumentos y medios comunes a todos para avanzar por el camino de la perfección cristiana, ello no implica que los estilos de vida sean siempre idénticos. La vocación universal a la santidad se realiza, en concreto, a través de diversas vocaciones cristianas, como son la vocación al ministerio ordenado, la vocación al estado religioso u otros afines, la vocación al matrimonio, etc. E incluso se puede hablar de otras vocaciones como las que orientan al ejercicio de una profesión, al desarrollo de cualidades artísticas, a la investigación, al servicio de los que sufren, etc. Lo que es claro es que cada cual, en el lugar y actividad a que Dios lo llamó, allí debe responder al común llamado a la santidad. «En los diversos géneros de vida y ocupación, todos cultivan la misma santidad. En efecto, todos, por la acción del Espíritu de Dios, obedientes a la voz del Padre, adorando a Dios Padre en Espíritu y en verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y con la cruz a cuestas para merecer tener parte en su gloria. Sin embargo, cada uno, según sus dones y funciones, debe avanzar con decisión por el camino de la fe viva que suscita esperanza y se traduce en obras de amor» (LG V, 41).

5.       Los medios de santificación

Es natural que la afirmación de la vocación universal a la santidad plantee la pregunta de cómo se puede alcanzar esa meta, de qué medios disponemos, o mejor dicho, qué instrumentos pone a nuestro alcance la gracia y la misericordia de Dios para ajustarnos a su designio de santidad y plenitud.

No es ésta la ocasión de examinar en detalle los medios de santificación que el Señor nos ofrece. Quien desee tener una información acerca de la doctrina de la Iglesia al respecto, puede consultar el Catecismo de la Iglesia Católica que se refiere al tema en muy diversos lugares, como por ejemplo cuando habla de los sacramentos, de la oración, de los mandamientos, etc. Pero no sería conveniente, en una exposición sobre la vocación a la santidad omitir siquiera una mención rápida acerca de los medios de santificación. Se trata, en realidad, de todo lo que la fe cristiana y católica nos proporciona, como dones de Dios que necesitan ser acogidos con transparencia y gratitud, para que se cumpla en nosotros el designio de Dios que es de justificación, de salvación, de santificación.

Digamos, antes que nada, que todo el edificio de la vida cristiana tiene como cimiento la fe: «sin la fe es imposible agradar a Dios» (Hb 11, 6), y «el justo vive de la fe» (cfr. Rm 1, 17; Ga 3, 11; Hb 10, 38). La fe, que es ya un fruto de la gracia preveniente de Dios, abre  las puertas al don de la adopción divina, en virtud de la cual llegamos a ser verdaderamente «hijos de Dios» (1Jn 3, 1) y participantes de la naturaleza divina (2P 1, 4). La fe va normalmente acompañada por la esperanza de las cosas que no se ven (cfr. Heb 11, 1-3) y por la caridad (cfr. 1Co 13, 1-13). Toda vida cristiana es «vida teologal», es decir, vida de permanente y ojalá creciente ejercicio de la fe, la esperanza y la caridad, sin descuidar por cierto las virtudes llamadas «cardinales» de la justicia, la prudencia, la fortaleza y la templanza.

La «atmósfera» de la vida cristiana es la oración, que asume muy diversas formas como son la lectura meditada de la Palabra de Dios, de la que la Virgen María es ejemplo (cfr. Lc 1, 46-55; L 2, 19.51), la recitación de los salmos, el rezo del Padrenuestro (cfr. Mt 6, 9-13; Lc 11, 2-4), verdadero programa de los «intereses» de los hijos de Dios, la contemplación de los misterios de la vida de Cristo, el santo Rosario, el recorrido del Vía Crucis, etc. La «vida de oración» no se circunscribe a los solos momentos en que nos dedicamos exclusivamente a los ejercicios de piedad, sino que va impregnando todo el día mediante el recuerdo amoroso de Dios «en quien vivimos, nos movemos y existimos» (cfr. Hch 17, 28), recuerdo que proyecta una luz vivificadora y purificadora sobre la actividad cotidiana. Para el cristiano orar es mucho más que el cumplimiento de un «deber»: es la satisfacción de una necesidad.

En la economía de la Nueva Alianza, es decir en el tiempo de la Iglesia, Jesucristo ha querido poner a nuestro alcance unos instrumentos particularmente eficaces de salvación y santificación: son los santos Sacramentos. Ellos son signos sagrados establecidos por voluntad salvífica de Jesucristo para comunicar a los hijos de Dios el don de la gracia. A través de signos compuestos de elementos sensibles y de palabras, los sacramentos, o bien comunican la gracia que aún no se tiene o se ha perdido, o bien fortalecen y acrecientan la que ya se posee. Es decir, son agentes de «divinización», de inserción cada vez más honda en Cristo, la verdadera Vid (cfr. Jn 15, 4s), de transformación en Él, para ir llegando a ser con verdad «alabanza de la gloria de la gracia de Dios» (Ef 1, 6.12.14). Cada sacramento confiere una gracia propia que mira a una especial situación y necesidad espiritual del hombre y por eso el cristiano se esfuerza por recibirlos, cierto de que a través de ellos se irá haciendo verdad lo que san Pablo decía de sí mismo «ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).

El centro de los sacramentos y de la vida de la Iglesia es la celebración de la Eucaristía, el Sacrificio sacramental de la Nueva Alianza. Participando en la celebración eucarística nos incorporamos en la perfecta alabanza que rindió Cristo al Padre en la Cruz, alabanza que se hace presente en cada Misa. El sacrificio es la expresión ritual de la consagración a Dios, del reconocimiento de Dios como lo único absolutamente necesario, como el punto de referencia imprescindible para realizar correctamente todas y cada una de nuestras opciones. La ofrenda sacrificial es una expresión de absoluto rechazo al pecado: por lo mismo que el sacrificio es un acto de adoración, es consiguientemente y al mismo tiempo una expresión de consagración de la vida entera a Dios (cfr. Rm 14, 8) y un rechazo de todos los «ídolos» que a lo largo de nuestra existencia tratan de disputar a Dios lo que le corresponde solamente a Él, consiguiendo de los hombres que dividan su corazón, colocando a creaturas en el lugar que sólo corresponde a Dios. De ahí que el cristiano consciente de su llamado a la santidad, ve en la participación diaria en el santo sacrificio de la Misa una fuente irremplazable para conservar y acrecentar su vida para Dios, precisamente allí donde Dios lo ha colocado.

Todos los medios de santificación apuntan a la persona del cristiano y a su plenitud, que alcanzará su total dimensión en la vida eterna, en el Reino escatológico. Sin embargo esta dimensión personal no se vive en forma aislada e individualista, sino en el Cuerpo de Cristo (cfr. Rm 12,  5; 1Co 10, 17; 1Co 12, 12s.; Ef 4, 4.16; Col 1, 18), que es la Iglesia. La Iglesia es, por la acción del Espíritu Santo, el «lugar» de la santificación: ella nos comunica la Palabra de Dios que despierta la fe; en la Iglesia oramos y ella ora en nosotros; en comunión con ella se celebran los sacramentos y éstos nos vinculan más profundamente a ella. Por eso la santidad no es un asunto exclusivamente personal, sino que —en virtud de la «comunión de los santos»—, interesa a todo el cuerpo eclesial, así como el pecado no sólo es nocivo para la persona del pecador, sino que perjudica en cierta forma a la misma comunidad cristiana.

De todos los medios de santificación habló, en forma concisa y exigente, san Josemaría, y los recomendó con encarecimiento a los miembros de su familia espiritual. No podía ser de otro modo.

II.      La Santidad en la vida cotidiana

6.       Lo cotidiano

Tratando de describir «lo cotidiano» pareciera que es interesante evocar otras palabras que tienen un contenido semejante, aunque con matices, y asimismo algunos términos que insinúan un contenido contrario.

«Cotidiano» puede traducirse por «corriente», «ordinario», «común», «acostumbrado», «usual» y evoca hechos y comportamientos que no tienen especial relieve, que no causan de suyo admiración y que, por lo mismo, pasan habitualmente desapercibidos y no reciben una particular valoración.

Lo contrario de lo «cotidiano» es lo «excepcional», lo «espectacular», lo «desacostumbrado», lo que sale fuera de lo habitual y, que por lo tanto, suscita admiración, atrae la atención y suele recibir una alta valoración.

No se necesita una especial perspicacia para advertir que nuestras vidas se juegan, normalmente, en el nivel de lo cotidiano. En toda vida humana hay algunos componentes, quizás los menos, que pertenecen al nivel de lo excepcional: acontecimientos, opciones, desafíos; pero esos componentes extraordinarios no son lo habitual en la trama de la existencia. Es posible que en ciertos casos lo «extraordinario» sea más frecuente que en otros, pero lo normal es que constituya una proporción reducida de la actividad y de la historia personal.

Hasta aquí se ha hablado de «lo cotidiano» en clave de comprobación experimental: lo que se ve, lo que se puede, en algún modo, medir o comparar. Pero hay que tener en cuenta que bajo la corteza de «lo ordinario» puede ocultarse una realidad extraordinaria no referida a aspectos cuantitativos sino a dimensiones cualitativas, generalmente espirituales y, por lo mismo, no directamente comprobables. Y así es perfectamente posible que algo apreciado como «ordinario» o «cotidiano» sea en realidad «extraordinario», atendida su profundidad espiritual.

Los escritos de san Josemaría Escrivá de Balaguer presentan una nítida insistencia en «lo cotidiano» como marco habitual de la vida cristiana, pero insisten también con fuerza en la calidad «extraordinaria» en virtud de la intención, de la gracia de Dios y de conciencia de la vocación a la santidad.

Cuando se leen ciertas hagiografías, se tiene la impresión que sus autores han querido, deliberadamente, poner el acento en los relieves espectaculares del respectivo santo o bienaventurado, y se presenta su vida como una sucesión ininterrumpida de acontecimientos excepcionales, como una cadena de milagros y prodigios, que dan al santo un aspecto sobrehumano, inalcanzable, inimitable, más proprio para ser admirado que para servir de aliento y estimulo a sus hermanos en la vocación cristiana. Es cierto que la vida de algunos santos estuvo marcada por fenómenos sobrenaturales extraordinarios, pero no es menos cierto que esos mismos santos vivieron, paralelamente, una vida heroicamente anclada en lo cotidiano.

El ejemplo de san José, al que san Josemaría dedicó una hermosísima reflexión, es sumamente sugestivo. La vida del Patriarca transcurrió en un cauce ordinario: el de un artesano de pueblo, jefe de un hogar que no aparecía ante sus paisanos como extraordinario, pariente de sus parientes, sometido a la ley civil como todos, silencioso, justo, observante de los preceptos religiosos de los israelitas, reflexivo y sin plantear exigencias de consideraciones especiales ni de privilegios. Es cierto que en algunas oportunidades san José recibió mensajes de Dios para iluminar su conducta, pero esas revelaciones, habitualmente en sueños, constituyen momentos aislados de su vida, profundamente marcada por lo cotidiano: el trabajo, el sufrimiento, el sometimiento a las leyes religiosas y civiles, el desempeño delicado de sus responsabilidades de jefe de familia.

Para tomar otro ejemplo, muy distante en el tiempo del Patriarca san José, podríamos fijar nuestra atención en el santo padre Pío de Pietrelcina. Es cierto que fue objeto de un don sobrenatural particularísimo, como fue el de haber recibido la estigmatización, pero es también cierto que ese fenómeno tan excepcional no alteró su vida cotidiana de sacerdote, de confesor, de religioso observante. Incluso es sabido que hizo lo que estuvo a su alcance para que la estigmatización pasara desapercibida y poquísimas veces hizo referencia a ella en sus numerosos escritos.

En el año 2002 fue declarado santo Juan Diego, el humilde indio a quien se manifestó la Santísima Virgen María en la colina del Tepeyac. Es verdad que Juan Diego recibió cuatro o cinco manifestaciones sobrenaturales de la «Madre de Aquel por quien se vive», pero no es menos cierto que su vida transcurrió en la simplicidad de un modesto indígena, trabajador, atento a sus deberes religiosos, amante de su familia, humilde, paciente, obediente y que pasó los últimos años de su peregrinación terrenal dedicado al cuidado de la modesta ermita primitiva en que se conservó en los primeros tiempos la tilma que lleva impresa, con sus rasgos mestizos, la imagen de Santa María de Guadalupe.

No es del caso detallar la fuerte incidencia de lo cotidiano en la vida y escritos de san Josemaría, pero lo que sí debe decirse, con toda justicia, es que subrayó en sus escritos la condición de lo cotidiano como el marco en que todo cristiano debe responder al llamado que Dios hace a todos sus hijos a la santidad. Puede decirse que san Josemaría exorcizó la errónea tendencia de querer identificar la santidad con lo extraordinario, poniendo el énfasis en lo espectacular, en vez de situarlo allí donde realmente está: en la perfección de la caridad (1Co 12, 31-1Co 13, 13). No es que san Josemaría haya inventado una doctrina nueva: su intuición, se basa en la Sagrada Escritura, como se vio al principio, tiene en cuenta la riquísima experiencia de la Iglesia cristalizada en la variedad multiforme de aquellos de sus hijos que ella reconoce como santos. San Josemaría fue elegido por Dios para poner de relieve un tesoro siempre actual de la fe católica y precisamente poco antes de la coyuntura histórica del Concilio Vaticano II, que reactualizó la doctrina de la llamada universal a la santidad. Por eso la familia espiritual que reconoce a san Josemaría como su fundador tiene que contar necesariamente entre sus miembros a cristianos ubicados en todas las situaciones sociales y viviendo los más variados desafíos a que el discípulo de Cristo se ve enfrentado en el «hoy» de la historia. El mensaje del santo no se circunscribe a los miembros de su familia espiritual, sino que tiene validez para cualquier cristiano: su enseñanza es un acervo católico del que todos pueden sacar provecho para el bien espiritual de la persona y de la sociedad.

7.       Algunas características de «lo cotidiano»

Parece oportuno hacer un intento de describir algunas notas que son constantes en el «cotidiano» cristiano y que se entrelazan formando un tejido espiritual, a la manera como los hilos de un tapiz se entrecruzan y dan origen al bello efecto proprio de ese género artístico. Van a continuación algunas de esas características que creo merecen una especial atención.

a)       La oración

Un venerable testimonio de la antigüedad cristiana, la «tradición Apostólica» de san Hipólito, que refleja los usos de la Iglesia en Roma a fines del siglo II y comienzos del III, nos dice que en el programa cotidiano de los fieles se contemplaban seis o siete momentos de oración, y nótese que no era ese un uso proprio y exclusivo del clero, sino común a todos los fieles. Es posible que este testimonio tenga un ribete de idealización, pero lo que está fuera de dudas es que un cristiano de esa época oraba varias veces al día. Andando el tiempo, la oración oficial de la Iglesia, el Oficio Divino, el Opus Dei como lo llamaba san Benito, o Liturgia de las Horas como lo llamamos hoy, conserva, aunque reducido, el esquema de la alabanza de Dios distribuida en las principales horas del día. Hay que tener presente que la Liturgia de las Horas no está reservada exclusivamente al clero, pues aunque los sacerdotes y diáconos tienen la obligación canónica de recitarla diariamente, todos los fieles están invitados a tomar parte de ella, pública o privadamente, asociándose así a la Iglesia que eleva incesantemente su oración a Dios. Aparte de la Liturgia de las Horas, existen otras formas de oración recomendadas por la Iglesia y que los fieles practican según sus preferencias: el Santo Rosario, el Ángelus, el Vía Crucis, la meditación, la lectura de las Sagradas Escrituras y otras devociones más particulares de alguna escuela de espiritualidad. La oración es constitutivo imprescindible del cotidiano cristiano. «Es preciso orar siempre y nunca dejar de orar» (Lc 12, 1) y hacerlo en todo lugar (1Tm 2, 8).

b)       El trabajo

Las palabras ora et labora han sido tenidas siempre como un resumen condensado de la vida y de la espiritualidad benedictinas, pero son también expresión de dos características insustituibles de la vida cristiana. Es bueno tener presente que el trabajo pertenece al programa del hombre ya antes del pecado: Dios puso al hombre en el jardín del Edén para que lo cuidara y lo labrara (cfr. Gn 2, 15); después del pecado el trabajo se hace duro y fatigoso y el hombre comerá el pan con el sudor de su frente (cfr. Gn 3, 17-19). Es legítimo afirmar que  el trabajo es una ley de la vida humana y no sólo un medio para asegurar la satisfacción de las necesidades. Por eso no debe extrañar que san Pablo subraye que no comía su pan de balde, sino que trabajaba día y noche con fatiga y cansancio, para no ser carga para los demás (cfr. 2 Ts 3, 8) y a continuación dice severamente que si alguno no quiere trabajar, que no coma (cfr. 2Ts 3, 10).

El trabajo, aunque pueda ser, con frecuencia, cansador y hasta doloroso, constituye, sin embargo, una fuente de alegría cuando el hombre que trabaja ve coronados sus esfuerzos con el éxito, llámese este cosecha, terminación de una obra, conocimiento más profundo de la naturaleza o frutos de la labor apostólica.

En el mundo actual, entre las plagas que amagan la existencia humana hay que contar ciertamente la desocupación, es decir, la imposibilidad para muchos de encontrar un trabajo. El trabajo no tiene sólo una significación en el plano natural y en el de la eficiencia técnica: para el cristiano es un medio de santificación, es decir, de cumplimiento amoroso de la voluntad de Dios y de cooperación a sus designios sobre el mundo y,  en definitiva, sobre la salvación. No nos santificamos «a pesar» del trabajo, sino «en» y «por» el trabajo, a condición de que no lo realicemos con pereza y espíritu mercenario, sino con una perspectiva espiritual; «no para ser vistos, como quien busca agradar a los hombres, sino como quienes ...cumplen de corazón la voluntad de Dios, de buena gana, como quien sirve al Señor y no a los hombres» (Ef 6, 6s.). Visto así el trabajo, es natural que se realice con empeño, con competencia, a cabalidad, con la mayor perfección posible, con profesionalidad, sin engaño, con puntualidad.

c)       La alegría

«Por lo demás, hermanos míos, alegraos en el Señor» (Flp 3, 1). Tantas veces hemos oído decir que «un santo triste es un triste santo». Jesús exultó de alegría (cfr. Lc 10, 21); la Virgen expresó en su cántico todos sus sentimientos de alegría (cfr. Lc 1, 46-55). San Pablo tenía una alegría sobreabundante aún en medio de sus tribulaciones  (cfr. 2Co 7, 4). San Juan Bautista se alegró al ver la llegada de Jesús (cfr. Jn 3, 29). San Benito fue un santo con una alegría serena y discreta, como nos lo deja entrever su Regla monástica. San Francisco de Asís experimentó muchas veces la alegría, aún a causa de las cosas o circunstancias más simples, y nos dejó un verdadero tratado de la «perfecta alegría» en uno de los capítulos de las «Florecillas». San Juan Bosco fue alegre y festivo.

Ser alegre es ser capaz de encontrar alegría en Cristo, aún en medio de las tribulaciones. Ser alegre es ser capaz de comunicar alegría y optimismo aún en medio de circunstancias adversas. Ser alegres es ser capaz de vencerse a sí mismo, para no hacer o decir cosas que pudieran entristecer a los demás. Ser alegre es ser capaz de gozar de las pequeñas cosas que nos regala el Señor y no vivir centrados en las dificultades, las traiciones, los reveses, los fracasos. Ser alegre es ser capaz de tomar las demás personas como son, con sus valores y limitaciones, y no quedarnos rumiando sus defectos y facetas ingratas.

El anciano Simeón, cuando tuvo a Jesús en sus brazos, expresó una serena y profunda alegría de poder partir de este mundo habiendo visto al Salvador (cfr. Lc 2, 28s.) y mi compatriota la beata Laurita Vicuña, moribunda a los doce años y nueve meses de vida terrenal, afirmaba que moría contenta porque el Señor le había concedido la gracia de la conversión de su madre, por la que había ofrecido su vida.

Todos los santos, sin excepción, han conocido lo que es la verdadera alegría, esa alegría que es el meollo de las Bienaventuranzas, o  sea de la dicha y felicidad cristianas, no exactamente igual, por no decir muy diferente y ajena, a lo que el mundo considera como fuente  de alegría y de felicidad.

d)       La cruz

Jesús afirmó categóricamente que quien desea ser su discípulo debe tomar su cruz cada día y seguirlo (cfr. Mt 10, 38; Mc 8, 34). Conviene subrayar lo de «cada día», de modo que la cruz es un ingrediente cotidiano de la vida cristiana. Ser discípulo de Cristo y rechazar la cruz es una contradicción existencial. San Pablo se quejaba de ciertos cristianos que se comportan como enemigos de la cruz de Cristo (cfr. Flp 3, 18) y que acaban siendo servidores de otros dioses (cfr. Flp 3, 19), verdaderos idólatras, incapaces de adorar a Dios en espíritu y verdad (cfr. Jn 4, 23s).

La cruz de Cristo tiene muchas formas y nombres. El martirio fue siempre un signo de la fidelidad en la Iglesia. Una Iglesia que ha tenido mártires tiene ejecutorias de autenticidad y de vitalidad. Cuando en una Iglesia no ha habido mártires, cabe preguntarse si ha sido capaz de ejercitar la bienaventuranza referida a quienes sufren persecución y calumnia por el nombre de Jesús. El cristiano debe al menos soportar la cruz y aceptarla. Más perfecto aún es amarla y abrazarla con alegría.

La cruz asume también la forma de las mortificaciones y penitencias voluntarias en la línea de lo que decía san Pablo que «completaba en su carne lo que falta a la pasión de Cristo» (cfr. Col 1, 24), y el mismo apóstol nos confidencia que «sujetaba su cuerpo y lo reducía a servidumbre» (cfr. 1Co 9, 27). El pecado original y nuestros pecados personales han dejado en nosotros huellas de desorden, de rebeldía, de concupiscencia, que deben sanar y no pueden serlo sino a través de la cruz: «los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias» (cfr. Ga 5, 16-25).

e)       El amor a la verdad

Jesús afirma que «la verdad nos hará libres» (cfr. Jn 8, 32) y se da  a sí mismo el nombre de Verdad (cfr. Jn 14, 6). Él mismo llama al demonio «padre de la mentira» (cfr. Jn 8, 14) y la Sagrada Escritura muestra a Satanás utilizando desde un principio el arma del engaño (cfr. Gn 3, 4s.). Es penoso comprobar hasta qué punto la vida de muchos hombres está marcada por la mentira y el engaño, y hay sociedades en que la mentira parecería estar erigida en sistema. Engañar a todo nivel y con cualquier pretexto; mentir como recurso ordinario que no provoca rechazo. Mentiras cotidianas, como con las que los mismos padres suelen enseñar a sus hijos pequeños, o mentiras clamorosas que esconden corrupción y deshonestidad. Mentiras que fortalecen el culto de las apariencias, de la vanidad, de lo falso. Todo un ambiente que no puede sino generar desconfianza y hacer ingrata la convivencia social. El hombre cristiano vive cotidianamente en el amor a la verdad, aunque por decirla tenga que soportar inconvenientes y hasta persecución, como le sucedió a Juan el Bautista (cfr. Mt 14, 3-10; Mc 6, 17-29; Lc 3, 19s). Ser fiel a la verdad puede constituir una pesada cruz en un mundo habituado a la falsedad y al engaño, pero es un testimonio muy importante de coherencia y honestidad, un aporte inapreciable a la convivencia en confianza y en respeto mutuos, porque la mentira es un menosprecio de la dignidad del interlocutor y una burla a su derecho a conocer la verdad.

f)        Lo pequeño

Es como decir «lo intrascendente», lo que no tiene relieve, lo que no llama la atención, lo que no aparece como «valioso». Es frecuente que los juicios sobre la importancia de cosas o acontecimientos sean equivocados, precisamente porque no se tienen conciencia de la importancia de las cosas pequeñas.

No valorar lo pequeño es muestra de gran superficialidad o de poquísima perspicacia. Pero no se trata sólo de valorar lo pequeño, sino de amarlo, de realizar los pequeños gestos poniendo en ellos tanto corazón y cuidado como si se tratara de cosas trascendentes. «Levantar del suelo un alfiler, por amor, puede salvar un alma» decía santa Teresa del Niño Jesús, esa santa monja que vivió en simplicidad su vida de carmelita, y en tanta simplicidad que, cuando estaba moribunda, otra monja de la comunidad expresó su preocupación acerca de qué cosa que mereciera destacarse podría decir la Priora cuando sor Teresa hubiera fallecido...

g)       Los otros

A lo largo de la jornada uno se encuentra con muchas otras personas: los que nos saludan, los que nos piden un servicio, aquellos a quienes nosotros pedimos algo; los que nos brindan un rato de compañía gratuita, los colegas de trabajo, los que llaman por teléfono, los que nos escriben una carta (pocos), los que nos expresan su apoyo, los que nos critican (rara vez de frente), los amigos, los adversarios, los que se adelantan en las «colas», los que nos hacen zancadillas, los que nos tratan con sinceridad, los que se acercan a nosotros cuando les conviene y se alejan cuando nuestra vecindad puede resultarles perjudicial.

En todos ellos tenemos que descubrir el rostro de Cristo, para servirlos, comprenderlos, no odiarlos, amarlos, valorarlos y poder convivir con ellos, no sólo como quien los soporta, sino como quien en algún modo los acepta y comprende que son parte del plan sabio y misericordioso de Dios.

Cada hombre que cruza nuestro camino o nos trae un mensaje de Dios, o espera de nosotros una actitud que le revele a Jesús. No viene simplemente para pasar desapercibido o para hacernos sacudir la cabeza en signo de molestia, sino porque en él se nos ofrece una presencia de Dios.

Los «otros» que cruzan nuestra jornada son un desafío, una llamada a descubrir a Jesús, a servirlo, a amarlo, a llorarlo desfigurado por la impronta terrible del pecado, pero así y todo llamado a ser redimido —¿Cómo podría ser discípulo de Jesucristo y prescindir de mis hermanos? ¿Cómo podríamos olvidar que, por acción u omisión, el Señor Jesús nos dirá un día «conmigo lo hicisteis» o no lo hicisteis (cfr. Mt 25, 40.45)? Lo cotidiano no es nunca puramente individual, sino siempre «personal» y, por lo tanto, marcado por una especial dimensión social, consecuencia inevitable de la doctrina paulina que nos ve como miembros de Cristo, solidarios unos de otros, no sólo por necesidad, sino por amor (cfr. 1Co 12, 12-13) y por intrínseca interdependencia de naturaleza y de gracia.

8.       Conclusión

En la obra escrita del bienaventurado Josemaría hay un acervo amplísimo de enseñanzas acerca del llamado a la santidad y de la santificación en el quehacer cotidiano. Aunque estoy muy lejos de ser un especialista en los escritos del santo me atrevería a decir que estos tópicos son recurrentes y que constituyen dos de los pilares que estructuran su doctrina espiritual, y ello hasta el punto de conferirle un matiz característico y distintivo.

Me limito aquí a citar unos poquísimos textos que pueden resultar sugerentes, sin pretender por cierto que sean los más notables ni los más apropiados.

El primero se lee en una homilía de 1960 y dice así: «Convenceos de que ordinariamente no encontrareis lugar para hazañas deslumbrantes, entre otras razones, porque no suelen presentarse. En cambio no os faltan ocasiones para demostrar a través de lo pequeño, de lo normal, el amor que tenéis a Jesucristo. “También en lo diminuto —comenta san Jerónimo— se demuestra la grandeza de alma... Así, el alma que se da a Dios pone en las cosas menores el mismo fervor que en las mayores”».

En la homilía de la solemnidad de San José, pronunciada en 1963, encontramos los siguientes textos: «Sois hombres dedicados al trabajo en diversas profesiones humanas, formáis diversos hogares, pertenecéis a distintas naciones, razas y lenguas... Pues bien, os recuerdo, una vez más, que todo eso no es ajeno a los planes divinos. Vuestra vocación humana es parte, y parte importante, de vuestra vocación divina. Esta es la razón por la cual os tenéis que santificar, contribuyendo al mismo tiempo a la santificación de los demás, de vuestros iguales, precisamente santificando vuestro trabajo y vuestro ambiente... Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora».

En el clásico Camino hay pensamientos brevísimos y sugerentes: «La santidad “grande” está en cumplir los “deberes pequeños” de cada instante» (n. 817). «Las almas grandes tienen muy en cuenta las cosas pequeñas» (n. 818). «Tu perfección está en vivir perfectamente en aquel lugar, oficio y grado en que Dios... te coloque» (n. 926). En Surco leemos: «Ante Dios, ninguna ocupación es por sí misma grande ni pequeña. Todo adquiere el valor del amor con que se realiza» (n. 487). En Forja se nos dice que «si queremos de veras santificar el trabajo, hay que cumplir ineludiblemente la primera condición: trabajar, y ¡trabajar bien!, con seriedad humana y sobrenatural» (n. 698).

Les ruego que me excusen por no haber estado a la altura de lo que ustedes esperaban, pero me queda el consuelo de haber procurado mostrar en qué gran medida la doctrina de san Josemaría se inscribe en la más pura tradición católica, y de haber hecho un esfuerzo por mostrar que su enseñanza no constituye una espiritualidad restringida a su familia, sino que es patrimonio de la Iglesia, como suelen serlo las enseñanzas de los grandes santos. Creo que se puede decir que el legado de Josemaría Escrivá de Balaguer está acreditado por una nota de universalidad y de catolicidad.

Jorge Arturo Medina, en cedejbiblioteca.unav.edu

Antonio Miralles

«Cristo permanece en su Iglesia: en sus sacramentos, en su liturgia, en su predicación, en toda su actividad» [1]. Esta realidad de fe, expresada sucintamente por san Josemaría, nos hace pensar que la liturgia  ha ocupado un lugar relevante en su vida y en su pensamiento. Sin embargo no es fácil captarlo debidamente, porque sus escritos no contienen una exposición, más o menos sistemática, sobre la liturgia. Se encuentran referencias explícitas, con frecuencia sustanciosas, pero sobre todo hay que atender a su actividad, a su vida: a cómo vivió la liturgia e impulsó a que otros la vivieran. Contamos para ello con una variada documentación: ante todo, sus escritos, algunos ya publicados, otros inéditos, pero citados por autores que han tenido acceso a ellos, y aquí se pueden colocar también las notas de su predicación oral [2]; finalmente, los testimonios de quienes fueron testigos de actuaciones concretas de san Josemaría acerca de la liturgia y que se han recogido en diversas publicaciones.

Los límites de extensión impuestos a las comunicaciones del presente volumen impiden dar una respuesta completa al asunto que nos ocupa; de ahí la necesidad de restringir el estudio a un periodo limitado de la vida de san Josemaría. ¿Qué mejor que escoger los años anteriores al Concilio Vaticano II, que promovió una reforma general de la liturgia, más en concreto del rito romano? [3]. El estudio de su enseñanza y su vida en este período parece, además, necesario para alcanzar una justa comprensión de cómo recibió después la reforma litúrgica, la vivió personalmente y promovió que fuera acogida. El estudio necesariamente es provisional, hasta que todos los escritos de san Josemaría se hayan publicado y sea, además, posible una consulta completa de la documentación de archivo sobre su actividad de gobierno del Opus Dei en lo que atañe a la vida litúrgica. De todas formas los resultados ya son significativos.

1.       La médula de la liturgia

¿Qué es la liturgia? No encontraremos una respuesta definitoria de san Josemaría, pero sí una comprensión de hondo contenido teológico, que, si bien se refiere directamente a la Misa, arroja luz sobre toda  la liturgia: «Representación de todos los misterios de Cristo, tan viva y perfecta, que se renuevan y vuelven a efectuar misteriosamente en ella» [4]. Si es representación, quiere decir que la liturgia está compuesta de signos sensibles, por cuyo medio el misterio de Cristo, que se desglosa en misterios, se muestra y hace presente con toda su eficacia. La liturgia es mucho más que un recurso humano para expresar la relación cultual a Dios, es ante todo el misterio de Cristo, en el que se compendia toda la historia de la salvación, en el ahora celebrativo. De todas formas, la liturgia, como actuación sumaria del misterio de Cristo, no mira exclusiva o prevalentemente a la salvación de la humanidad, sino en primer lugar a la glorificación de Dios; por eso san Josemaría la resume como «el culto de Dios» [5].

La liturgia es el culto de Dios con una relación personal y filial del cristiano con Él, que, al mismo tiempo, es relación de toda la Iglesia, culto a Dios de todo el Cuerpo Místico: «[…] aun cuando pone en labios de los fieles unas determinadas oraciones, la Iglesia quiere que cada uno se dirija a Dios personalmente, con corazón de hijo; por eso, cuando les invita a rezar juntos, alrededor del sacerdote, es para que vivan la unidad del Cuerpo Místico, pero sin dejar de tratar confiada y filialmente a Jesucristo» [6]. La desarmonía entre piedad personal y oración litúrgica entorpece la santificación del cristiano: «El cristiano que se aísla en una piedad privada, no participa como conviene de la corriente santificadora de la Iglesia (vid y sarmiento)» [7]. San Josemaría asigna la primacía a la frecuencia de sacramentos sobre las devociones particulares: «Pocas devociones y constantes –Mejor, frecuencia de sacramentos» [8]. Igualmente prima la oración litúrgica sobre las oraciones privadas: «Tu oración debe ser litúrgica. –Ojalá te aficiones a recitar los salmos, y las oraciones del misal, en lugar de oraciones privadas o particulares» [9]. En definitiva, como escribe en una de las cartas que dirige a los miembros del Opus Dei: «siempre os he enseñado a encontrar la fuente de vuestra piedad en la Escritura Santa y en la oración oficial de la Iglesia, en la Sagrada Liturgia» [10].

2.       Lo externo en la liturgia

La liturgia por su misma naturaleza es externa, no queda encerrada en la intimidad del espíritu humano, sino que el misterio celebrado se expresa por medio de signos que percibimos a través del cuerpo. Desde esta perspectiva exige unas cualidades que hay que respetar: «Pienso que las personas que ponen amor en todo lo que se refiere al culto, que hacen que las Iglesias estén digna e decorosamente conservadas y limpias, los altares resplandecientes, los ornamentos sagrados pulcros y cuidados, Dios las mirará con especial cariño, y les pasará más fácilmente por alto sus flaquezas, porque demuestran en esos detalles que creen y aman» [11]. No es que san Josemaría propusiera un cuidado artificioso, sino al contrario, en contraste con usos muy extendidos, escribía: «¡Cuántos se han escandalizado al observar la sencillez de nuestros oratorios, la sobriedad del culto, la energía con que hemos intentado volver a la simplicidad primitiva de la liturgia, rompiendo con barroquismos y ñoñerías, que habían invadido la casa y el altar de Dios! Pero estoy seguro de que así agradamos a Dios –facilitamos a tantas almas que se acerquen a Él» [12]. En este sentido, es muy ilustrativo el siguiente punto de Camino:

«Me viste celebrar la Santa Misa sobre un altar desnudo –mesa y ara–, sin retablo. El Crucifijo, grande. Los candeleros recios, con hachones de cera, que se escalonan: más altos, junto a la cruz. Frontal del color del día. Casulla amplia. Severo de líneas, ancha la copa y rico el cáliz. Ausente la luz eléctrica, que no echamos en falta.

–Y te costó trabajo salir del oratorio: se estaba bien allí. ¿Ves cómo lleva a Dios, cómo acerca a Dios el rigor de la liturgia?» (n. 543).

El interrogante final manifiesta una experiencia suya y de tantas otras personas que habían sido testigos de ese rigor celebrativo. En otro punto de Camino añade una razón antropológica: «Ten veneración y respeto por la Santa Liturgia de la Iglesia y por sus ceremonias particulares. –Cúmplelas fielmente. –¿No ves que los pobrecitos hombres necesitamos que hasta lo más grande y noble entre por los sentidos?» (n. 522). La transcendencia de Dios, con su magnitud y nobleza, se hace más perceptible a través de la severidad y rigor de los signos materiales. La corporeidad implicada en la liturgia no sólo está compuesta de gestos y palabras, sino que supone también un contexto material, que completa el signo litúrgico: el espacio litúrgico, el altar, el sagrario, los vasos sagrados, las vestiduras litúrgicas, etc.:

«Hijos, volvamos a la sencillez de los primeros cristianos: riqueza, cuanta podáis, pero jamás a costa de la liturgia. Arte serio, lleno de grave majestad. Nunca floripondios, ni luz eléctrica. El retablo, retro tabulam: a su sitio, detrás del altar, como algo accidental. La Santa Cruz y el ara –completamente aislada de la mesa del altar– ocupen el lugar sobresaliente» [13].

Estas líneas se complementan con un apunte del 3-VIII-1932:

«[…] muy bien podría haber al fondo del presbiterio y bajo un arcosolio, p.e., un altar con Sagrario, a fin de tener allí al Señor reservado, diciéndose en este altar la Sta. Misa una vez a la semana, para renovar las Formas. Y en medio del presbiterio, una mesa de altar aislada –verdadera mesa, riquísima, como todo–, en la que se celebre a diario la Misa de comunidad, consagrando un Copón, que se purifique a diario también» [14].

Estos deseos pudo llevarlos a cabo cuando se trasladó a Roma y promovió la construcción de los edificios de la sede central del Opus Dei, y en ellos el oratorio dedicado a los Santos Apóstoles, de estilo románico y con altar coram populo; se terminó en 1958 [15]. No se ciñó san Josemaría a un determinado estilo arquitectónico, pues también siguió de cerca, sugiriendo ideas a los arquitectos, la construcción del oratorio de Santa María de la Paz, terminado en 1959, que es la actual iglesia prelaticia: es de estilo basilical romano, con el presbiterio elevado sobre la nave y altar coram populo desde su construcción [16].

Le gustaba colocar reliquias insignes de mártires bajo los altares. Cuando regresó de su primer viaje a Roma, pocos meses antes de establecer su residencia en la Ciudad Eterna, llevó consigo a este fin los cuerpos de dos mártires [17].

Para el sagrario tenía una atención particular. Cuando, el 31-III-1935, pudo dejar el Santísimo Sacramento, con el permiso del Obispo de Madrid, en el oratorio de la Residencia universitaria de Ferraz no 50, refiere un testigo ocular: «Aquel sagrario era un sencillo tabernáculo  de madera que unas religiosas habían prestado al Padre. Junto a su alegría, experimentaba una pena grande: la de no poder dedicar al Señor un sagrario y unos vasos sagrados más dignos, porque quería siempre ofrecer a Dios “el sacrificio de Abel”, destinando lo mejor al culto divino» [18]. Así pues, no se contentó y un año después: «El 19 de marzo el Padre tuvo la alegría de poder estrenar un nuevo sagrario, más digno, hecho por el escultor Jenaro Lázaro» [19].

Por lo que se refiere a las vestiduras litúrgicas, es significativo este otro testimonio relativo al año 1940: «yo no había visto antes que el celebrante usara casullas góticas, sino las corrientes en aquellos tiempos, las llamadas “de guitarra”, por la forma de la parte delantera. En Jenner, con permiso del Obispo de Madrid, se empleaban casullas de ese otro estilo, amplias, que daban especial dignidad al acto sagrado» [20].

3.       Participación activa

Veíamos más arriba que la liturgia es culto a Dios de todo el Cuerpo Místico, lo que significa que todos los fieles están implicados en ella: «El sacrificio es ofrecido a Dios juntamente por el sacerdote y los fieles […] Los fieles son oferentes y ofrendas al mismo tiempo: ofrecen a Dios el sacrificio de Cristo, y se ofrecen con Cristo, de modo que es el sacrificio de Cristo y de todos» [21]. Se explica por eso este lamento de san Josemaría: «¡Catedral de Burgos! Mucho clero: el arzobispo, el cabildo de canónigos, los beneficiados, cantores, sirvientes y monagos… Magníficos ornamentos: sedas, oro, plata, piedras preciosas, encajes y terciopelos… Música, voces, arte… Y… ¡sin pueblo! Cultos espléndidos, sin pueblo» [22].

Su propuesta no era que los fieles simplemente asistieran, sino que participaran con la plenitud de la Comunión dentro de la Misa. Así, anotando el plan de vida espiritual de los fieles del Opus Dei, se refería a la participación en la «Santa Misa, comulgando después de la Comunión del sacerdote» [23], y en otro apunte de los años treinta escribía:

«La comunión dentro de la Misa es la regla, no la excepción. Intra Missam, con hostias ofrecidas y consagradas en la Misa. ‘Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre’. Sacrificio unido al sacramento. ¿Por qué separarlo sin causa  razonable?» [24].  Todo  esto  llevaba  a la  Comunión frecuente:

«Se quedó para ti. –No es reverencia dejar de comulgar, si estás bien dispuesto. –Irreverencia es sólo recibirlo indignamente» [25].

La disposición más de fondo que resalta san Josemaría sobre la celebración de la Misa y la participación en ella bien se condensa en este punto del capítulo sobre la «Santa Misa» de Camino:

«“¡Tratádmelo bien, tratádmelo bien!”, decía, entre lágrimas, un anciano Prelado a los nuevos Sacerdotes que acababa de ordenar.

–¡Señor!: ¡Quién me diera voces y autoridad para clamar de este modo al oído y al corazón de muchos cristianos, de muchos!» (n. 531).

Tratar bien a Cristo, pero no entendiendo su presencia eucarística en sentido exclusivamente pasivo, pues se deja llevar de un sitio a otro y permite que se le ignore o se le trate como algo de poco valor, sino también activo, pues lo que ocurre en la celebración eucarística es ante todo obra suya, y la acción de la Iglesia no pasa de ser ministerial.

Otros aspectos de la participación de los fieles en la liturgia, aunque de menos relieve que la Comunión,  son  también  importantes.  Uno de los más significativos lo ofrece este testimonio, que se refiere a la Residencia universitaria de Jenner, nº 6, en 1940: «Se ajustaba [san Josemaría] cuidadosamente a las normas litúrgicas de la Iglesia. Dentro de éstas, procuraba que los asistentes participaran lo más activamente posible en el Santo Sacrificio. Diariamente se celebraba “dialogada”, es decir, no respondía sólo el ayudante, como era usual entonces en las iglesias, sino que todos contestábamos de modo pausado y al unísono» [26]. Entre otros aspectos se encuentran los que forman “la urbanidad de la piedad”:

«Hay una urbanidad de la piedad. –Apréndela. –Dan pena esos hombres “piado- sos”, que no saben asistir a Misa –aunque la oigan a diario–, ni santiguarse –hacen unos raros garabatos, llenos de precipitación–, ni hincar la rodilla ante el Sagrario

–sus genuflexiones ridículas parecen una burla–, ni inclinar reverentemente la cabeza ante una imagen de la Señora» [27].

San Josemaría era consciente de la necesidad de dar formación litúrgica: «Ha de comenzar a instruírseles –se refería a los fieles del Opus Dei– por lo que pudiéramos llamar “Urbanidad de la Casa de Dios”, que realmente serán nociones de Liturgia» [28]. Cuidó con ese fin de que se dieran clases de formación litúrgica, particularmente de canto, a los universitarios que residían o frecuentaban la primera residencia universitaria que abrió en Madrid en los años treinta [29]. No fue un episodio aislado de aquellos años, pues, una vez terminada la guerra civil española, cuando puso en marcha el primer Centro de Estudios para miembros del Opus Dei, en el curso 1941-42, siguió la misma línea formativa: «Preparábamos la celebración diaria de la Santa Misa con rigor litúrgico y cantos, que ayudaban a vivir hondamente el santo Sacrificio. Un piadoso sacerdote, don Enrique Masó, muy amigo del Beato Josemaría y muy perito en música sacra, fue nuestro profesor de canto» [30]. Eran manifestaciones prácticas de su convicción de fondo, que ha dejado plasmada en Camino:

«Canta la Iglesia –se ha dicho– porque hablar no sería bastante para su plegaria.

–Tú, cristiano –y cristiano escogido–, debes  aprender  a  cantar  litúrgicamente» (n. 523).

4.       Predicación litúrgica

Si san Josemaría deseaba y aconsejaba que la oración de cada uno fuera litúrgica, su predicación estaba informada por el mismo criterio. Esto se podrá estudiar detenidamente cuando se publiquen, con metodología crítico-histórica, sus meditaciones predicadas sobre la base de la abundante documentación existente [31]. Sin embargo, ya ahora, para los años anteriores al Concilio, disponemos de algunas publicadas [32]. La primera es una homilía basada en dos meditaciones sucesivas de un retiro del primer domingo de Adviento de 1951 [33]. Inicia con la consideración del verso del introito, que también lo es del gradual:

«Comienza el año litúrgico, y el introito de la Misa nos propone una consideración íntimamente relacionada con el principio de nuestra vida cristiana: la vocación que hemos recibido. Vias tuas, Domine, demonstra mihi, et semitas tuas edoce me (Ps XXIV, 4); Señor, indícame tus caminos, enséñame tus sendas» (n. 1).

La llamada de Dios nos pone en camino, siguiendo una senda que Él nos ha trazado. Esa llamada tiene un paralelo en la vocación de los apóstoles. Sigue luego la consideración de la Epístola:

«La Epístola de la Misa nos recuerda que hemos de asumir esta responsabilidad de apóstoles con nuevo espíritu, con ánimo, despiertos. Ya es hora de despertarnos de nuestro letargo, pues estamos más cerca de nuestra salud que cuando recibimos la fe. La noche avanza y va a llegar el día. Dejemos, pues, las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz (Rom XIII, 11-12)» (n. 4).

Las palabras de san Pablo le dan pie para meditar sobre los obstáculos que se oponen a la vida nueva de la vocación: concupiscentia carnis, concupiscentia oculorum et superbia vitæ (1Jn 2, 16). Se detiene en la lucha contra ellos y vuelve, luego, a la antífona del introito, que se repite en el ofertorio:

«Todas estas situaciones del ánimo son obstáculos ciertos, y su poder perturbador es grande. Por eso la liturgia nos hace implorar la misericordia divina: a Ti, Señor, elevo mi alma; en Ti espero; que no sea confundido, ni se gocen de mí mis adversarios (Ps XXIV, 1-2), hemos rezado en el introito. Y en la antífona del Ofertorio repetiremos: espero en Ti, ¡que yo no sea confundido!» (n. 7).

En el resto de la meditación se contempla la misericordia de Dios, que pide por nuestra parte correspondencia, hecha de vida de oración y mortificación y de formación doctrinal. Para concluir san Josemaría recurre al evangelio de la Misa:

«Abrid los ojos y levantad la cabeza, porque vuestra redención se acerca (Lc XXI, 28) hemos leído en el Evangelio. El tiempo de Adviento es tiempo de esperanza» (n. 11).

Sólo he presentado el itinerario de la meditación según el trazado que marcaban los textos litúrgicos. Otras cualidades habría que señalar –cristocentrismo, llamada a la santidad, lucha ascética, contemplación, etc.–, pero ahora se trata sólo de fijar la atención en la cualidad litúrgica. La redacción del texto definitivo, en vista de la publicación, se concluyó a comienzos de junio de 1972 [34]. El hilo de la homilía, que sigue el de  los textos litúrgicos, hace pensar que habrán caracterizado el desarrollo de la dos meditaciones que le sirven de base. Hay poco fundamento para suponer que se trate de un artificio literario del texto definitivo sin conexión con la predicación oral.

Del mismo volumen es la homilía del 2-III-1952, primer domingo de Cuaresma. De ese día se conservan apuntes de una meditación de san Josemaría, también en un retiro. La primera parte de la homilía corresponde a esos apuntes [35] y se desarrolla al hilo del introito de la Misa, cuyos tres versículos están también incluidos en el tracto, y de la epístola. A partir del introito [36] se fija en la conversión a que  llama la Cuaresma, apoyada en la ayuda de Dios. Seguidamente pasa  a considerar la epístola de la Misa (2Co 6, 1-10), en la que continúa   la llamada a convertirse, con la exhortación a superar las dificultades comportándonos como fieles servidores de Dios. Estos breves trazos no ponen de manifiesto las cualidades de la homilía, sino sólo cómo muestra ser una predicación verdaderamente litúrgica.

La predicación litúrgica de san Josemaría, que hemos considerado un poco más arriba, se basaba sobre las lecturas bíblicas y las antífonas, y es de suponer que eso fuera lo más frecuente. De todas formas en algunas ocasiones tenía un carácter más mistagógico, de explicación de los ritos, como resulta del guión de una meditación de 1935:

«La Santa Misa… Asisten los ángeles…  ¿Y los hombres? fuera el libro de Misa,  si no es un Misal litúrgico. Toda la vida cristiana: Introibo… Confiteor… Osculos. Introito y gloria… Kiries… Oraciones… Epístola… Munda cor meum: Evangelio (besarlo). Credo. Ofertorio, lavabo, Orate fratres… Sanctus (et ideo) Canon (Clemen- tissime Pater. . . Per Jesum) Memento vivos… Consagración. Memento… Per Ipsum omnis. Pater noster… Comunión… Ultimas oraciones… Bendición… Ultimo Evangelio… Preces finales. ¿Misa corta? ¡Que es Hijo de buena Madre! No amáis a Jesús, si no amáis la Misa… larga! Mi caso… » [37].

En consonancia con el final de este guión está escrito este otro punto de Camino: «La Misa es larga, dices, y añado yo: porque tu amor es corto» (n. 529).

El conjunto de las citas consideradas es insuficiente para poder presentar una adecuada visión de conjunto, aun sumaria, sobre la liturgia en la vida y en la enseñanza de san Josemaría. De todas formas, nos permiten concluir que su comprensión y experiencia de la liturgia en aquellos años explican su fiel acogida y puesta en práctica de la reforma litúrgica postconciliar.

Antonio Miralles en cedejbiblioteca.unav.edu

Notas:

1       Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa. Homilías: Edición crítico-histórica, A. Aranda (ed.), Rialp, Madrid 2013, n. 102. En adelante ECPECH.

2       Cfr. J. L. Illanes, Obra escrita y predicación de san Josemaría Escrivá de Balaguer, «Studia et Documenta», 3 (2009), 203-276.

3       Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, nn. 1, 3, 21.

4       De un esquema de meditación sobre la Misa, 9-IX-1938, citado en Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino: Edición crítico-histórica, P. Rodríguez (ed.), Rialp, Madrid 20043, p. 676, nt. 5. En adelante CECH.

5       CECH n. 527.

6       Carta 30-IV-1946, n. 5: citada en E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría: Estudio de teología espiritual, vol. III, Rialp, Madrid 2013, p.503. En adelante VCS.

7       Ficha de 1938, citada en CECH p. 677.

8       Apunte en un breve esquema de charla, anterior al 19-I-1933, citado en CECH p. 704; sobre la datación, cfr. CECH p. 705, nt. 7 y p. 365, nt. 10.

9       CECH n. 86; la primera edición de Camino es del 29-IX-1939.

10     Carta 6-V-1945, n. 29: citada en VCS p. 510.

11     Instrucción, 9-I-1935, nota 167, citada en VCS p. 509. La nota, escrita por Mons. Álvaro del Portillo, entonces Secretario general del Opus Dei, es anterior a 1967 y recoge las palabras citadas sin indicar la fecha, pero como enseñanza habitual de San Josemaría.

12     Carta 6-V-1945, n. 29, citada en VCS p. 506.

13     Instrucción, 9-I-1935, n. 254: citada en CECH p. 692.

14     Citado en CECH 691.

15     Cfr. F. M. Arocena, Liturgia: visión general, en J. L. Illanes (ed.), Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer – Monte Carmelo, Burgos 2013, p. 751.

16     Cfr. ibídem, pp. 750-751.

17     Cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei: Vida de Josemaría Escrivá de Balaguer, vol. III, Rialp, Madrid 2003, p. 55. En nota el Autor escribe: «Cuando se terminó el Santuario de Torreciudad, los restos de san Sinfero se trasladaron a su altar mayor.  El 12 de octubre de 1946 tuvo lugar la apertura de las urnas y el reconocimiento de las reliquias. Actuó como Notario eclesiástico don Juan Botella Valor, en presencia del Fundador» (Ibídem, p. 55, nt. 131).

18     P. Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos: Testimonio sobre el Fundador, de uno de los miembros más antiguos del Opus Dei, Rialp, Madrid 19945, p. 26.

19     Ibídem, p. 68. «Nosotros damos al Señor lo mejor que tenemos: es el sacrificio de Abel. No podemos tener la piedad encogida de hacer para el culto de Dios los vasos sagrados y los instrumentos litúrgicos de barro de botijo» (Apuntes de la predicación, 24-XII-1956: citados en VCS pp. 508-509).

20     J. M. Casciaro, Vale la pena. Tres años cerca del Fundador del Opus Dei: 1939-1942, Rialp, Madrid 1998, pp. 113-114. En adelante JMC.

21     Ficha de 1938, citada en CECH p. 677.

22     Apunte del 26-X-1938, citado en CECH p. 677. En la misma línea se mueve lo que escribe en una carta del 19-24 de abril de 1938: «[Sevilla] Visito la catedral [. . .] Es grandiosa. Lástima de coro en medio, y de presbiterio enjaulado, aunque la jaula de hierro dorado sea magnífica: no dejará participar del culto más que a los privilegiados» (citado por J. L. Gutiérrez Martín, Vida litúrgica en Camino (1932-1939). San Josemaría Escrivá y el movimiento litúrgico, en J. R. Villar [ed.], Communio et sacramentum. En el 70 cumpleaños del Prof. Dr. Pedro Rodríguez, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 2003, pp. 430-431).

23     Anotación del 26-X-1931, citada en CECH p. 687, nt. 40.

24     Citado en CECH p. 686.

25     CECH n. 539.

26     JMC p. 113.

27     CECH n. 541.

28     Apunte del 14-III-1932, citado en CECH p. 690.

29     La carta de un residente, Emiliano Amann, a sus padres el 27-IV-1936, «hace referencia a la formación litúrgica y canto gregoriano que se impartía no sólo a los residentes, sino también a quienes participaban en los medios de formación de la residencia. Al menos, en la carta en que lo narra habla de treinta asistentes» (J. C. Martín de la Hoz – J. Revuelta Somalo, Un estudiante en la Residencia DYA. Cartas de Emiliano Amann a su familia (1935-1936), «Studia et Documenta», 2 [2008] 312). «Don Blas nos daba clases de canto gregoriano, porque el Padre deseaba que cuidásemos con el mayor esmero posible todo lo relacionado con el Señor y, muy en concreto, los actos litúrgicos» (P. Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos, o. c., p. 55).

30     JMC p. 188.

31     Cfr. J. A. Loarte, La predicación de san Josemaría. Descripción de una fuente documental, «Studia et Documenta», 1 (2007), 221-231.

32     Se encuentran en el ya citado volumen ECPECH.

33     Cfr. ECPECH nn. 1-11. La terminología corresponde a la del Misal entonces vigente.

34     Cfr. ECPECH p. 149.

35     Cfr. ECPECH pp. 377-378 y nt 5.

36     «Invocabit me, et ego exaudiam eum: eripiam eum, et glorificabo eum: longitudine dierum adimplebo eum. Qui habitat in adiutorio Altissimi, in protectione Dei cæli commorabitur» (Ps 90, 15-16.1 [Vg])

37     Citado en CECH pp. 677-678.

Juan Pedro Rivero González

Presentación

Para proceder a la canonización de un fiel se efectúa un verdadero proceso judicial de los más rigurosos que existen en el mundo. Es un tema que la Iglesia se toma muy en serio, pues en él se pone en juego tanto la infalibilidad del Santo Padre, como la verdad de la vida litúrgica de los fieles que piden la intercesión de los santos.

Quisiera agradecer a los organizadores de las Jornadas de Historia que hayan asumido este extraordinario tema como objeto de la presente edición. En ocasiones leemos la historia olvidando la vida real. Lo que en la narrativa civil han introducido las series y novelas históricas, ofreciendo la posibilidad de establecer el rostro del tiempo en sus personajes generales, más allá de los reyes y nobles, obispos y jerarcas, en los que se realiza la vida ordinaria.

La techumbre de una catedral, las vidrieras y artesonados, las columnas que los sostienen y la decoración artística de sus paredes, no son nada, ni se sostendrían siquiera, sin la invisible labor de soporte de los cimientos de esa catedral. Ha habido grandes personajes que con sus decisiones han modificado el rumbo del acontecer, claro que sí. Pero la historia de los pueblos la elaboran los pueblos, con sus gentes sencillas que cultivaban, que rezaban, que festejaban, que generaban esa hermosa dinámica que denominamos cultura. Son esos otros protagonistas de la historia, tantas veces olvidados, sin los que las grandes enciclopedias no se sostendrían.

Lo mismo ocurre con la historia de la Iglesia y la santidad. La Iglesia es santa por Jesús, el Santo de los santos, y por la historia de hombres y mujeres que hicieron de la comunión con Dios su identidad personal y fuente de amor al prójimo. La Iglesia es la historia de la santidad de sus miembros.

Hay santidad canonizada, y de ella queremos hablar hoy a petición de  la organización, pero hay santidad más allá del Calendario Romano que incluye la lista de hombres y mujeres que han vivido la santidad de vida en el silencio de un monasterio, en la radicalidad de la misión ad gentes, en el trabajo diario alimentado por las virtudes del Evangelio, en la generación y educación de los hijos, en la amistad fiel y en la generosidad con los más pobres de los pobres. Y muchas veces de manera anónima, sin que la prensa los cite o sin que los mismos obispos lo sepan.

Cuando un fiel cristiano es canonizado, o sea, declarado santo por un proceso canónico, es decir, canónicamente declarado santo, se convierte de alguna manera en un paradigma de otros miles y miles de hombres y mujeres que han vivido como él y que han compartido la heroicidad de sus virtudes. Alegra saber de ese ejército de santos anónimos que hacen rebosar de gracia la nave de la Iglesia y han dado color y sabor a la vida social.

Por canonización se entiende el acto pontificio por el que el Santo Padre declara que un fiel ha alcanzado la santidad. El proceso de canonización es uno de los procesos especiales que están regidos por una norma específica. Por la canonización se autoriza al pueblo cristiano la veneración del nuevo santo de acuerdo con las normas litúrgicas. La canonización actualmente es un acto reservado exclusivamente a la autoridad pontificia. Pero –sin dejar de ser de competencia exclusiva del Pontífice– al acto de la canonización precede un verdadero proceso judicial de los más rigurosos que existen en el mundo. Baste decir que una causa de canonización se desarrolla generalmente durante decenios, y no es extraño encontrar causas que han durado siglos; para llegar a la canonización de un fiel se siguen varios procesos ante diversos tribunales –muchas veces en países distintos– e intervienen diversos organismos de la Santa Sede. Con el paso de los años, hasta llegar a la declaración de canonización, pueden haber intervenido decenas de jueces y oficiales especializados de la Santa Sede que examinan con detalle todos y cada uno de los pasos que se han dado.

El canon 1403 declara que el proceso que se sigue en las causas de canonización se rige por una ley especial:

Canon 1403 § 1: Las causas de canonización de los Siervos de Dios se rigen por una ley pontificia peculiar.

El procedimiento que se debe seguir en las causas de canonización fue inicialmente recogido en la Constitución Apostólica Divinus perfectionis Magister, de 25 de enero de 1983 (AAS 75 (1983) 349-355) y en las Normae servandae in inquisitionibus ab episcopis faciendis in causis sanctorum promulgadas por la Congregación para las Causas de los Santos el 7 de febrero de 1983 (AAS 75 (1983) 396-403). Estas normas modifican y actualizan lo relativo a las causas de canonización, normas que recogen a veces experiencias muy antiguas. Actualmente nos regimos por la Instrucción sobre el Procedimiento instructorio diocesano o Eparquial en las Causas de los santos, Sanctorum Mater, de 17 de mayo de 2007.

Veamos brevemente cómo es el proceso:

El proceso

Al canonizar a ciertos fieles, es decir, al proclamar solemnemente que esos fieles han practicado de manera heroica las virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios, la Iglesia reconoce el poder del Espíritu de santidad, que está en ella, y sostiene la esperanza de los fieles proponiendo a los santos  como modelos e intercesores [1]. Juan Pablo II decía que «Los santos y las santas han sido siempre fuente y origen de renovación en las circunstancias más difíciles de la historia de la Iglesia» [2].

Las etapas del proceso de Canonización son cuatro:

1.       Siervo de Dios

El Obispo diocesano y el Postulador de la Causa piden iniciar el proceso de canonización. Y presentan a la Santa Sede un informe sobre la vida y las virtudes de la persona. La Santa Sede, por medio de la Congregación para las Causas de los Santos, examina el informe y dicta el Decreto diciendo que nada impide iniciar la Causa (Decreto «Nihil obstat»). Este Decreto es la respuesta oficial de la Santa Sede a las autoridades diocesanas que han pedido iniciar el proceso canónico. Obtenido el Decreto de «Nihil obstat», el Obispo diocesano dicta el Decreto de Introducción de la Causa del ahora Siervo de Dios.

2.       Venerable

Esta parte del camino comprende cinco etapas:

a)       La primera etapa es el Proceso sobre la vida y las virtudes del Siervo de Dios. Un Tribunal, designado por el Obispo, recibe los testimonios de las personas que conocieron al Siervo de Dios. Ese Tribunal diocesano no da sentencia alguna; esta queda reservada a la Congregación para las causas de los santos.

b)       La segunda etapa es el Proceso de los escritos. Una comisión de censores, señalados también por el Obispo, analiza la ortodoxia de los escritos del Siervo de Dios.

c)       La tercera etapa se inicia terminados los dos procesos anteriores. El Relator de la Causa nombrado por la Congregación para las Causas de los Santos, elabora el documento denominado «Positio». En este documento se incluyen, además de los testimonios de los testigos, los principales aspectos de la vida, virtudes y escritos del Siervo de Dios.

d)       La cuarta etapa es la Discusión de la «Positio». Este documento, una vez impreso, es discutido por una Comisión de Teólogos consultores, nombrados por la Congregación para las Causas de los Santos. Después, en sesión solemne de Cardenales y Obispos, la Congregación para las Causas de los Santos, a su vez, discute el parecer de la Comisión de Teólogos.

e)       La quinta etapa es el Decreto del Santo Padre. Si la Congregación para las Causas de los Santos aprueba la «Positio», el Santo Padre dicta el Decreto de Heroicidad de Virtudes. El que era Siervo de Dios pasa a ser considerado Venerable.

3.       Beato o Bienaventurado

a)       La primera etapa es mostrar al «Venerable» a la comunidad como modelo de vida e intercesor ante Dios. Para que esto pueda ser, el Postulador de la Causa deber probar ante la Congregación para las Causas de los Santos:

-         La fama de santidad del Venerable. Para ello elabora una lista con las gracias y favores pedidos a Dios por los fieles por intermedio del Venerable.

-         La realización de un milagro atribuido a la intercesión del Venerable. El proceso de examinar este «presunto» milagro se lleva a cabo en la Diócesis donde ha sucedido el hecho y donde viven los testigos.

Generalmente, el Postulador de la Causa presenta hechos relacionados con la salud o la medicina. El Proceso de examinar el «presunto» milagro debe abarcar dos aspectos: a) la presencia de un hecho (la sanación) que los científicos (los médicos) deberán atestiguar como un hecho que va más allá de la ciencia, y b) la intercesión del Venerable Siervo de Dios en la realización de ese hecho que señalarán los testigos del caso.

b)       Durante la segunda etapa la Congregación para las Causas de los Santos examina el milagro presentado.

Dos médicos peritos, designados por la Congregación, examinan si las condiciones del caso merecían un estudio detallado. Su parecer es discutido por la Consulta médica de la Congregación para las Causas de los Santos (cinco médicos peritos).

El hecho extraordinario presentado por la Consulta médica es discutido por el Congreso de Teólogos de la Congregación para las Causas de los Santos. Ocho teólogos estudian el nexo entre el hecho señalado por la Consulta médica y la intercesión atribuida al Siervo de Dios.

Todos los antecedentes y los juicios de la Consulta Médica y del Congreso de Teólogos son estudiados y comunicados por un Cardenal (Cardenal «Ponente») a los demás integrantes de la Congregación, reunidos en Sesión. Luego, en Sesión solemne de los cardenales y obispos de la Congregación para las Causas de los Santos se da su veredicto final sobre el «milagro». Si el veredicto es positivo el Prefecto de la Congregación ordena la confección del Decreto correspondiente para ser sometido a la aprobación del Santo Padre.

c)       En la tercera etapa y con los antecedentes anteriores, el Santo Padre aprueba el Decreto de Beatificación.

d)       En la cuarta etapa el Santo Padre determina la fecha de la ceremonia litúrgica.

e)       La quinta etapa es la Ceremonia de Beatificación.

4.       Santo

a)       La primera etapa es la aprobación de un segundo milagro.

b)       Durante la segunda etapa la Congregación para las Causas de los Santos examina este segundo milagro presentado. Se requiere que este segundo hecho milagroso haya sucedido en una fecha posterior a la Beatificación. Para examinarlo la Congregación sigue los mismos pasos que para el primer milagro.

c)       En la tercera etapa el Santo Padre, con los antecedentes anteriores, aprueba el Decreto de Canonización.

d)       La  cuarta etapa es el Consistorio Ordinario Público, convocado por   el Santo Padre, donde informa a todos los Cardenales de la Iglesia y luego determina la fecha de la canonización.

e)       La última etapa es la Ceremonia de la Canonización.

En el año 2005, el Vaticano estableció nuevas normas para ceremonias de beatificación. En octubre del año 2005, la Congregación para las Causas de los Santos dio a conocer cuatro disposiciones nuevas para las ceremonias de beatificación entre las que destaca su celebración en la diócesis que haya promovido la causa del nuevo beato.

Las disposiciones son fruto del estudio de las razones teológicas y de las exigencias pastorales sobre los ritos de beatificación y canonización aprobadas por Benedicto XVI.

La primera norma indica que mientras el Papa presidirá los ritos de canonización, que atribuye al beato el culto por parte de toda la Iglesia, los de beatificación –considerados siempre un acto pontificio– serán celebrados por un representante del Santo Padre, normalmente por el Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos.

La segunda disposición establece que el rito de beatificación se celebrará en la diócesis que ha promovido la causa del nuevo beato o en otra localidad considerada idónea.

En tercer lugar se indica que por solicitud de los obispos o de los «actores» de la causa, considerando el parecer de la Secretaría de Estado, el mismo rito de beatificación podrá tener lugar en Roma.

Por último, según la cuarta disposición, el mismo rito se desarrollará en la Celebración Eucarística, a menos que algunas razones litúrgicas especiales sugieran que tenga lugar en el curso de la celebración de la Palabra y de la Liturgia de las Horas.

Pero miremos un poco a la historia con perspectiva eclesiológica:

La historia de un proceso

La Iglesia, Madre de los Santos, custodia desde siempre su memoria, presentando a los fieles esos ejemplos de santidad en la sequela Christi. A través de los siglos, los Romanos Pontífices han establecido normas adecuadas para facilitar que se alcance la verdad en esta materia tan importante para la Iglesia.

Desde sus orígenes, cuando la Iglesia toma la decisión de canonizar a un difunto, lo que en realidad hace, además de enaltecer obviamente la memoria del nuevo santo, es presentar al personaje canonizado como modelo del ideal humano y religioso que la misma Iglesia pretende proponer ante la sociedad, para que el proyecto original de Jesús y su Evangelio se realice en las condiciones actuales de vida que lleva consigo el mundo presente. Lo cual significa, que el grupo social que es la Iglesia se expresa de la manera más elocuente en el hecho de su santoral. Las preferencias de la Iglesia, al canonizar a una persona, cuya vida ya ha dado de sí todo lo que podía dar como ejemplaridad, expresan las opciones más profundas de la misma Iglesia.

Tal como se ha realizado la canonización de los santos en la Iglesia hasta nuestros días, resulta patente que, en la historia de las canonizaciones, nos encontramos ante un fenómeno, que es mucho más elocuente de lo que seguramente imaginamos. Elocuente, para conocer cuáles son las verdaderas intenciones y proyectos de la Iglesia y de sus pastores, en el gobierno de la Iglesia. Donde mejor se conoce la Iglesia, que se quiere, es en el modelo de santos que se canonizan. Como es igualmente cierto que el tipo de Iglesia, que no se quiere, donde mejor se expresa es en el modelo de santos que no se canonizan. Porque, a fin de cuentas, tanto los que suben a la gloria de los altares, como los que no, unos y otros, están donde están, porque los unos han pasado y los otros no han podido pasar el filtro de exámenes, juicios, controles, informes y documentos, analizados con lupa, interpretados y vueltos a interpretar, por expertos y jueces, teólogos, obispos y cardenales, que acaban con el dictamen final del Sumo Pontífice, «a quien únicamente compete el derecho de decretar» si el «siervo de Dios», en cuestión, merece o no merece ser propuesto como ejemplo y modelo para “la devoción y la imitación de los fieles.

Con todo esto queremos decir que la historia de las canonizaciones no  es un asunto que pueda interesar simplemente a la historia de la Iglesia. Ni que pueda afectar solamente a la espiritualidad, a la piedad o a la religiosidad de  los fieles. Todo eso es cierto, no cabe duda. Pero es un hecho mucho más profundo. Porque en realidad lo que en la historia de las canonizaciones se expresa, es una de las manifestaciones más claras y más fuertes de la eclesiología. Es decir, en los santos que la Iglesia canoniza o deja de canonizar, en ese hecho,  es donde seguramente se pone en evidencia con más fuerza el modelo de Iglesia que tenemos y, sobre todo, el modelo de Iglesia que se quiere proponer. Porque, cuando hablamos de los santos que se han canonizado o se han dejado de canonizar, no estamos hablando de teorías o de especulaciones teológicas, sino que nos estamos refiriendo a formas de vivir y de situarse en la sociedad. Formas de vida, que, en unos casos, se magnifican hasta glorificarlas y ponerlas como modelo. Y formas de vida, que, en otros casos, se marginan o simplemente se dejan caer en el olvido. He ahí la Iglesia que se quiere. Y también la Iglesia que se rechaza. En esto radica la importancia teológica más elocuente de las canonizaciones.

Como es lógico, la historia del fenómeno que acabo de describir de forma muy resumida, ha evolucionado notablemente a lo largo de los siglos. Pero también esta evolución es significativa en cuanto manifestación de una determinada eclesiología. En efecto, como es sabido, durante los primeros tiempos de la Iglesia, la decisión de venerar a un difunto tributándole culto público no dependía de ningún poder central de la institución eclesiástica, sino que provenía de los fieles. Es decir, era la comunidad creyente la que tomaba la decisión de venerar a los mártires. Cosa que se hacía casi espontáneamente. Más tarde, a partir del s. IV, cuando los cristianos dejaron de ser perseguidos, lógicamente disminuyó el culto a los mártires. Y empezaron a ser considerados como santos determinados personajes (monjes, ascetas, hombres de Dios y mujeres piadosas) que, en una determinada región, eran tenidos como tales por la población creyente. Este procedimiento popular duró casi todo el primer milenio. Así consta en el calendario romano del 354 y en el primer martirologio que se conoce, del año 431. Lo mismo que en la recopilación de santos que, antes del 735, hizo Beda el Venerable o el que, hacia el 875, recogió Usardo de San Germán.

Fue en el año 993, cuando por primera vez un santo fue canonizado por un papa. Ocurrió con la canonización de san Ulrico, obispo de Ausburgo, que fue declarado santo por el papa Juan XV. Sin embargo, aun después de esta primera canonización papal, se siguieron designando santos por el tradicional procedimiento popular o, en algunos casos, por el reconocimiento de un obispo. Este estado de cosas se prolongó hasta el año 1171, cuando el papa Alejandro II prohibió a los obispos la designación de santos «sin la autoridad de la Iglesia Romana». Pero la regulación del procedimiento exclusivamente papal, para las canonizaciones, es mucho más reciente. La normativa sobre este asunto fue dictada por el papa Urbano VIII, en 1634 (Decretalium, lib. III, tit. 45, c. 1. Friedberg II, 650). Cosa que no parece casual. Eran tiempos de Contrarreforma, magnificados culturalmente por los esplendores del Barroco.

No hay, pues, que esforzarse demasiado para comprender que, con el paso de los tiempos, a medida que el poder se fue concentrando y enalteciendo en el papado, en esa misma medida la Iglesia Romana se fue alejando progresivamente de la sencillez del Evangelio y se fue auto-comprendiendo como un poder político y mundano. Como es lógico, en tales condiciones se vio necesario delimitar y fijar cuidadosamente las condiciones y cualidades que era necesario exigir, para proclamar a un cristiano difunto como ejemplo y modelo de lo que es y de lo que quiere ser la Iglesia. Sin duda alguna, este criterio estuvo presente y operativo, de forma más o menos consciente, en el control que, desde entonces, el papado viene ejerciendo en la canonización de los santos.

Así las cosas, se puede comprender que, desde que el papado asumió poder político, además de su autoridad estrictamente evangélica y espiritual, esta extraña y única forma de entender y ejercer el poder en este mundo se haya hecho sentir fuertemente, entre otros aspectos, en las canonizaciones de los cristianos que Roma ha propuesto como ejemplo. Bastan algunos ejemplos para ver hasta qué punto esto ha ocurrido así. Por ejemplo, cuando el papa Eugenio III canonizó, en 1146, al emperador Eugenio II de Baviera, en realidad, fueran las que fuesen las virtudes de aquel emperador, lo que parece bastante claro es que Roma quiso proponer un modelo de gobernante político, piadoso y sumiso a la Santa Sede, que respondía a lo que el papa esperaba del poder imperial. Por la misma razón, la canonización de Eduardo el Confesor por Alejandro III, en 1161, proponía un modelo de rey conforme a las pretensiones de la corte de un papa autoritario, que hizo todo lo posible para afirmar la preeminencia del poder pontificio sobre el poder imperial. Y cuando este mismo papa canonizó, en 1173, a Tomás Becket, solo tres años después de su muerte, todo el mundo entendió en Inglaterra que el papado elevaba a la dignidad de los altares a un obispo rebelde a la autoridad del rey Enrique II.

Otro ejemplo elocuente: una de las consecuencias de las Cruzadas fue la creación de una variante decisiva del ideal de santidad. Los santos militares muy populares, de los primeros tiempos de la Iglesia, habían adquirido su condición de tales renunciando a la guerra terrenal. A partir de las guerras contra los «infieles sarracenos», el hecho mismo de ser militar equivalía a alcanzar la santidad. Este espíritu se advierte en un fresco que todavía se puede contemplar en la cripta de la catedral de Auxerre, donde el obispo, un protegido del papa Urbano II, que tomó parte en la Primera Cruzada, encargó una pintura del Fin del Mundo en la que el propio Cristo aparecía retratado como soldado a caballo. Una imagen imposible de imaginar en los primeros siglos de la Iglesia. Los intereses de la Iglesia habían modificado radicalmente la imagen de la santidad. Eran los tiempos en los que en España se ensalzaba la imagen de Santiago, vestido de militar y montado en un caballo, matando moros con un fervor inimaginable. El «santo» era el «Caballero de Cristo», incluso el conquistador de todos los enemigos, como lo pinta san Ignacio de Loyola en su libro de los Ejercicios Espirituales.

Pero el caso más claro de la respuesta del papado, mediante la exaltación a la gloria de los altares, ante los peligros que Roma veía como amenazas a su poder, fue la canonización de Gregorio VII. Este papa murió en 1085, pero fue canonizado en 1728, o sea seis siglos y medio después de su fallecimiento. Como se sabe, con la mejor intención del mundo, Gregorio VII es el prototipo de la autoridad absoluta del pontificado. Este papa fue el que dio un giro completamente nuevo al ejercicio de la potestad papal en la Iglesia. De forma que, desde entonces, «obedecer a Dios significa obedecer a la Iglesia, y esto, a su vez, significa obedecer al papa y viceversa» (Y. Congar). Pues bien, ni siquiera el papado se atrevió a canonizar este posicionamiento durante más de seis siglos. Hasta que, en el s. XVIII, se produjo la recuperación de la Reforma, con la fuerza que consiguió el «pietismo» de hombres como August H. Franke (1663-1727) y más tarde Nikolaus L. G. Von zizendorf (1700-1760). El deslizamiento de la «luz interior» a la «luz de la razón» fue inevitable. Y la consecuencia fue el terreno abonado para que surgieran las ideas de Lessing, Kant, Schiller, Fichte, Höldering. Las armas que tenía el papado para ofrecer resistencia ante la incipiente modernidad eran muy escasas. Y pronto se vio que una de tales armas era precisamente la exaltación del propio papado. En estas condiciones, uno de los remedios que se encontraron fue recuperar y exaltar la memoria de un papa al que ya pocos podían recordar, pero que urgía dar a conocer. Fue entonces cuando Benedicto XIII canonizó a Gregorio VII.

Estos ejemplos que ponemos no significan que haya habido solo un proceso de manipulación de las canonizaciones y que fueran solo los intereses los que ofrecieran motivos de dichas canonizaciones. Pero son aspectos históricos que debemos considerar dentro de este itinerario histórico para no caer en el buenismo desinformado o en la inocente actitud ciega ante la realidad. Pero  más allá de estos motivos espurios, los santos han sido y son motores de vida cristiana para la Iglesia.

En nuestro tiempo, el Sumo Pontífice Juan Pablo II promulgó el 25 de enero de 1983 la Constitución Apostólica Divinus perfectionis Magister, en la que, entre otras cosas, daba disposiciones sobre la tramitación de los procedimientos instructorios diocesanos o eparquiales realizados por los Obispos en vista de la beatificación y de la canonización de los Siervos de Dios.

En la misma Constitución Apostólica, el Sumo Pontífice concedió a la Congregación de las Causas de los Santos facultad para establecer unas normas peculiares acerca del desarrollo de dichos procedimientos que se refieren a la vida, las virtudes y la fama de santidad así como de gracias y favores (fama signorum); o tratan de la vida, el martirio y la fama de martirio y de gracias y favores de los Siervos de Dios; o tienen por objeto los supuestos milagros atribuidos a la intercesión de los Beatos y de los Siervos de Dios; o, finalmente, si el caso lo pide, investigan sobre el culto antiguo tributado a un Siervo de Dios.

El Pontífice abrogó también las disposiciones promulgadas por sus predecesores y las normas establecidas en los cánones del Código de Derecho Canónico de 1917 acerca de las causas de beatificación y canonización.

El 7 de febrero de 1983, el mismo Sumo Pontífice aprobó las Normae servandae in inquisitionibus ab Episcopis faciendis in Causis Sanctorum, que contienen la normativa peculiar que ha de observarse en los procedimientos instructorios diocesanos o eparquiales sobre las causas de beatificación y de canonización. Después de la promulgación de la Constitución Apostólica y de las Normae servandae, la Congregación, con la experiencia adquirida, publica la Instrucción Sanctorum Magister en 2007 para favorecer una colaboración más estrecha y eficaz entre la Santa Sede y los Obispos en las causas de los Santos.

Esta Instrucción tiene como finalidad aclarar las disposiciones de las leyes en vigor sobre las causas de los Santos, facilitar su aplicación e indicar la manera de llevar a cabo lo establecido en ellas, tanto en las causas recientes como en las antiguas. Por lo tanto, se dirige a los Obispos diocesanos, a los Eparcas, a quienes son equiparados a ellos por el derecho y a cuantos participan en la fase instructoria del procedimiento. Para tutelar de modo eficaz la seriedad del procedimiento instructorio diocesano o eparquial, la Instrucción expone los pasos sucesivos del mismo, determinados por las Normae servandae, subrayando de manera práctica y por orden cronológico el modo de su aplicación.

Se expone en primer lugar cómo se han de instruir los procedimientos diocesanos o eparquiales que tienen por objeto las virtudes heroicas o el martirio de los Siervos de Dios. Antes de aceptar la causa, el Obispo deberá hacer algunas averiguaciones previas, para comprobar si es o no conveniente instruirla. Tomada la decisión de admitir la causa, dará comienzo al procedimiento propiamente dicho, ordenando que se recojan las pruebas documentales de la causa. Si no aparecen obstáculos insuperables, se procederá al interrogatorio de los testigos y, finalmente, a clausurar el procedimiento instructorio y a enviar las actas a la Congregación, donde tendrá lugar la fase romana de la causa, o sea la fase de estudio y de juicio definitivo acerca de la misma.

Por lo que se refiere a los procedimientos acerca de supuestos milagros, la Instrucción pone en evidencia y aclara algunos aspectos de la aplicación de las normas que, en los últimos veinte años, han planteado a veces problemas prácticos.

La Congregación de las Causas de los Santos esperaba que la Instrucción constituyera una ayuda valiosa para los Obispos, con el fin de que el pueblo cristiano, siguiendo más de cerca el ejemplo de Cristo, Divinus perfectionis Magister, testimonie al mundo el Reino de los Cielos. La Constitución dogmática del Concilio Ecuménico Vaticano II Lumen Gentium enseña:

Teniendo en cuenta la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, encontramos un motivo más para sentirnos estimulados a buscar la ciudad futura y, a la vez, aprendemos un camino segurísimo, por el que, a través de la mudable realidad del mundo, podremos llegar a la perfecta unión con Cristo, es decir a la santidad, según el estado y la condición propia de cada uno.

Un inciso personal que ilumina

La incursión que hemos hecho en el estudio del Derecho Canónico nace de una necesidad. Nos propusieron actuar como colaborador externo en la Causa de Canonización de la Sierva de Dios Sor María de Jesús de León, una monja dominica de clausura del Monasterio de Santa Catalina de Siena en la ciudad de San Cristóbal de La Laguna, y sentíamos que la formación canónica era, entre otras, muy necesaria para responder adecuadamente a aquella solicitud. Por tanto, fue la santidad la que nos acercó al Derecho.

Por otra parte, en la actual coyuntura pastoral de la Iglesia, la santidad es la dimensión fundamental de la actual urgencia pastoral si queremos responder a la hora de Dios. Juan Pablo II nos propuso cruzar el umbral del tercer milenio con la mirada puesta en ella como aspecto fundamental de cualquier programación pastoral.

Por otra parte, considero que son cuantitativamente escasos los estudios al respecto, no solo en el ámbito canónico, sino en la reflexión teológica en general de este último decenio. De ahí que debemos cuidar mucho la relación entre Santidad y Derecho.

He dedicado algún tiempo a trabajar el tema de los «medios de santificación» por varios motivos. Los medios de santificación encierran un interés especial al que poder responder con la legislación canónica en la mano, especialmente en situaciones pastorales en las que, como es el caso de los divorciados en nueva unión, se les limita el acceso a la comunión eucarística proponiéndoseles la posibilidad de acceder a otros medios de santificación. Así concluía el Papa Juan Pablo II el nº 84 de Familiaris Consortio:

La Iglesia está firmemente convencida de que también quienes se han alejado del mandato del Señor y viven en tal situación pueden obtener de Dios la gracia de la conversión y de la salvación si perseveran en la oración, en la penitencia y en la caridad.

La imposibilidad de participar en la comunión eucarística no les expulsa de la Iglesia ni les impide seguir buscando la santidad de su vida cristiana, perseverando en los medios de santificación, las conocidas como obras de piedad –oración, ayuno y limosna–, como medios de acceder a la conversión y a la salvación. La santidad es, en la Iglesia, patrimonio de todos los bautizados. Todos, según su peculiar situación, hemos sido llamados a la santidad. La Constitución dogmática del Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, en su número 42 lo afirma con toda claridad desarrollando explícitamente a qué medios nos referimos al hablar de «medios de santificación»:

(...) todo fiel debe escuchar de buena gana la palabra de Dios y poner por obra su voluntad con la ayuda de la gracia. Participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, y en las funciones sagradas. Aplicarse asiduamente a la oración, a la abnegación de sí mismo, al solícito servicio de los hermanos y al ejercicio de todas las virtudes. Pues la caridad, como vínculo de perfección y plenitud de la ley (cf. Col 3, 14; Rm 3, 10), rige todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin. De ahí que la caridad para con Dios y para con el prójimo sea el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo.

El mismo Papa Benedicto XVI lo indicaba en la Exhortación Apostólica Post-sinodal Sacramentum Caritatis con claridad meridiana:

El Sínodo de los Obispos ha confirmado la praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura (cf. Mc 10, 2-12), de no admitir a los sacramentos a los divorciados casados de nuevo, porque su estado y su condición de vida contradicen objetivamente esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia que se significa y se actualiza en la Eucaristía. Sin embargo, los divorciados vueltos a casar, a pesar de su situación, siguen perteneciendo a la Iglesia, que los sigue con especial atención, con el deseo de que, dentro de lo posible, cultiven un estilo de vida cristiano mediante la participación en la santa Misa, aunque sin comulgar, la escucha de la Palabra de Dios, la Adoración eucarística, la oración, la participación en la vida comunitaria, el diálogo con un sacerdote de confianza o un director espiritual, la entrega a obras de caridad, de penitencia, y la tarea de educar a los hijos.

Terminamos dando gracias a quienes nos han permitido compartir estas ideas. Termino reconociendo que es en los santos donde se juega la verdadera identidad eclesial. Que serlo es la tarea, aunque no alcancemos la inmensa mayoría la gloria de los altares de culto. Pero la santidad de la puerta de enfrente, esa sí que la podemos alcanzar todos. Y desde ya…, con la misericordia del Señor.

Permítanme terminar con un poema de Marilina Rébora que nos ayude a desear…

Los santos...

Quisiera saber, madre, de san Marcos y el león;  de san Roque y su perro, san Francisco y las aves; san Huberto y el ciervo, san Jorge y el dragón; de san Pedro y el gallo, con sus signos y claves. De san Martín de Porres, que barriendo su alcoba a las graciosas lauchas se prodigaba tierno para que se durmieran tranquilas en la escoba, de sí mismo olvidándose, aterido en invierno. No me digas que no, ni te rías tampoco.

Háblame de los santos, di por qué se les reza; quisiera parecérmeles, conocerlos un poco, tener un corderito para mi compañía, llevar, lo mismo que ellos, un nimbo en la cabeza y estar en los altares contigo, madre, un día.

Juan Pedro Rivero González en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1      Cfr. CONCILIO VATICANO II, Lumen Gentium, 40. 48-51.

2      JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles Laici, 16, 3.