0. Introducción
El mes de noviembre del pasado año fue pródigo en noticias que tienen que ver con el ecumenismo. El día 21 R. Williams, 104º Arzobispo de Canterbury, primado de la Iglesia de Inglaterra, llegó a Roma donde se entrevistó con Benedicto XVI, el cual, en su discurso de bienvenida, quiso recordar que existían innumerables motivos para mirar con satisfacción las relaciones entre ambas Iglesias a lo largo de los últimos cuarenta años, algo que ha dado su fruto en el trabajo de la Comisión Internacional Anglicano-Católica para la Unidad y la Misión, que ha afrontado con coraje el examen de las cuestiones doctrinales que separan a ambas confesiones desde el pasado a pesar de encontrarse en el momento actual en una posición delicada, dados los debates en torno al ministerio ordenado y a ciertas cuestiones morales planteadas al interior de la comunión anglicana. La semana anterior había tenido lugar en Leeds, en el Reino Unido, un encuentro entre católicos y anglicanos preparado con tesón durante casi cuatro años, al final del cual tanto el primado anglicano R. Williams como el arzobispo de Westminster, Cardenal Murphy-O´Connor, afirmaban: «Reconocemos la importancia de trabajar juntos para presentar un testimonio cristiano compartido a nuestra sociedad, y la importancia de trabajar con otras denominaciones cristianas, y con aquellos de otros credos para hacer progresar el bien común de la sociedad».
Antes de terminar el mes tuvo lugar también una histórica visita de Benedicto XVI a Turquía donde, además de saludar a las autoridades estatales y de orar en el interior de la mezquita azul, celebró una serie de encuentros y diálogos con miembros de la Iglesia Ortodoxa. Fruto de estos encuentros es la declaración conjunta del Patriarca ecuménico de Constantinopla, Bartolomé I y del propio Benedicto XVI en la que ambos se felicitan por la reciente reanudación del trabajo teológico conjunto en el seno de la Comisión mixta reunida en Belgrado del 19 al 25 de Septiembre de 2006 bajo la presidencia conjunta del cardenal E. Cassidy y del metropolita J. Zizioulas, obispo titular de Pérgamo, el cual, abordando un tema decisivo (“Conciliarismo y autoridad en la iglesia” a nivel local, regional y universal), ha sentado las bases para un estudio de las consecuencias eclesiológicas y canónicas de la naturaleza sacramental de la Iglesia.
Para iluminar la trascendencia de estas visitas y de las palabras proferidas en las mismas, vamos a intentar una aproximación a la historia del movimiento ecuménico, a los logros eclesiológicos del Concilio Vaticano II que favorecieron el establecimiento de diálogos con las demás confesiones cristianas, y, por último, a la historia de los diálogos con la Iglesia ortodoxa en los últimos cuarenta años.
1. Historia del movimiento ecuménico [1]
La primera de las dos escisiones más conocidas en la historia de la Iglesia fue, en la medida en que se pueden señalar fechas, la de 1054 [2], que marca el distanciamiento entre Oriente y Roma [3]. La otra escisión se consuma a lo largo del s. XVI y ha dado lugar a tres tendencias principales, tal como hoy se las puede describir a grandes rasgos: el protestantismo clásico en sus dos versiones, evangélica (luterana) y reformada (calvinista), el anglicanismo, reforma menos revolucionaria, especie de vía media, pensaban ellos, entre protestantismo y catolicismo y las «Iglesias libres», grupos de doctrina más radical acerca de la Iglesia, que reprochaban al protestantismo haberse convertido en iglesias “establecidas”, en consorcio con las autoridades civiles y que surgieron especialmente en el área anglo-sajona: baptistas, congregacionalistas, presbiterianos, metodistas, etc.
Tras el Cisma entre Oriente y Occidente, hubo intentos de reconciliación de los que dan testimonio los dos Concilios llamados “de unión” (Lyon 1274 y Florencia 1439), pero sin éxito duradero. Lo mismo se puede decir de los intentos realizados entre protestantes y católicos, por ejemplo, en la Dieta de Augsburgo de 1530. Todos esos esfuerzos se distinguen netamente de lo que hoy llamamos “movimiento ecuménico”. Estaban influidos, en buena parte, por motivaciones políticas y no se puede afirmar que entonces se diera el respeto real “al otro” en lo específico de sus diferencias, ni que, por tanto, se estuviera en disposición de comprender a fondo los factores teológicos y espirituales, origen de tales discrepancias.
En el siglo XIX se dieron pasos hacia un ecumenismo inter-confesional. El principal motor de esta evolución fue la preocupación misionera. La expansión colonial de Occidente, especialmente en el mundo anglosajón, despertó en las grandes confesiones protestantes y en la Iglesia anglicana la conciencia de una responsabilidad común en la tarea evangelizadora: la desunión era obstáculo para la misión. La motivación no era, pues, política sino teológica. Estas primeras iniciativas, con todo, fueron fruto de gestiones individuales y congregaron también a gente que actuaba en nombre propio. Así, el proyecto de un gran misionero baptista (William Carey, 1804) de una conferencia inter-confesional de misiones a escala mundial, que se haría realidad un siglo después en la conferencia misionera de Edimburgo (1910). O, todavía en el XIX, la Federación mundial de estudiantes cristianos fundada en 1895 por otro gran pionero, el laico John Mott.
El movimiento ecuménico no había entrado aún en su fase institucional. Antes de llegar a ella hay que mencionar otro hecho importante del siglo XIX, de carácter oficial pero intra-confesional, lo que podríamos llamar un ecumenismo dentro de cada confesión cristiana. El proceso de fragmentación que había multiplicado las divisiones dentro de cada Iglesia (por ej., metodistas del Canadá, de Inglaterra, de USA...) alcanzó su punto de inflexión a mediados de aquel siglo. Comienza entonces el movimiento de vuelta, la reagrupación, que da lugar a la unión de la Comunión anglicana (en la primera Lambeth Conference de 1867), a la Alianza Mundial presbiteriana (1875) y a la Conferencia ecuménica metodista (1881). Lo mismo ocurre con los Congregacionalistas (1891) y Baptistas (1905). La Alianza luterana, por su parte, se realizaría en dos etapas, a nivel alemán (1868) y a nivel mundial (Lund 1947).
Por último se funda en Ámsterdam, en 1948 el Consejo Mundial de las Iglesias (World Council of Churches = WCC) [4]. En este momento nos encontramos ya en pleno ecumenismo institucional. Los desencadenantes de aquel encuentro fueron:
- en Occidente: la ya mencionada Conferencia misionera de Edimburgo (1910) que, aunque de carácter no oficial, daría lugar a tres hechos prometedores: la creación del Consejo Internacional de misiones (1921), el movimiento Life and Work, (“Cristianismo práctico”), con su primer encuentro en Estocolmo (1925) y el movimiento Fe y Constitución (Faith and Order) que celebró su primer congreso en Lausanne (1927).
- en Oriente, la encíclica del Patriarca de Constantinopla en 1920. El primer Secretario general del WCC reconocerá más tarde que la de Constantinopla fue “la primera Iglesia en proponer un órgano permanente de comunidad y cooperación entre las Iglesias” [5]. Una liga de Iglesias, decía la encíclica, evocando la «Sociedad de Naciones», nacida poco antes tras la primera Guerra mundial, a propuesta del presidente americano Wilson.
- La encíclica que publicaron, pocos meses después de la del Patriarca de Constantinopla, los obispos anglicanos reunidos en Lambeth (Londres), en la que formulaban más claramente el fin a alcanzar: la unidad visible de todos los cristianos en una única Iglesia católica tal como Cristo la quería [6].
A la hora de valorar la transición de un ecumenismo de iniciativa carismática, de cristianos de a pie, a un ecumenismo aceptado oficialmente, en el que las Iglesias, de desconocerse y hasta hostilizarse pasan a encontrarse, es importante recordar que coincidió con la pérdida de protagonismo social y político de las Iglesias. Los cambios drásticos en el mapa del Oriente ortodoxo, ya desde 1917 y 1918, y el avance de la desacralización de Europa occidental entre las dos Guerras mundiales, invitaban a dejar atrás viejos contenciosos y mutua cerrazón, es decir, favorecían en la Cristiandad una conversión que todavía está en marcha.
1.2 La actitud de la Iglesia católica ante el movimiento ecuménico
Hasta la celebración del Concilio Vaticano II hay que distinguir, como en el seno de las demás iglesias, entre lo que fueron iniciativas de grupos e individuos, a título particular y lo que podemos llamar la “postura oficial”.
A título personal hubo grandes pioneros de la inquietud por la causa de la unidad y, así conviene recordar, por un lado, las iniciativas que fructificaron en seminarios y grupos (como las conversaciones de Malinas) y, por otro, las figuras más eminentes dentro del campo católico por sus iniciativas en pro del ecumenismo.
Las conversaciones de Malinas, celebradas entre 1921 y 1926, entre anglicanos y católicos fueron promovidas con carácter privado por LORD HALIFAX (Ch. L.Wood, anglicano) y el Abbé FERDINAND PORTAL, aunque el anfitrión fue el arzobispo de Malinas-Bruselas, cardenal D.-J. MERCIER. Demostraron al menos que un “diálogo teológico sincero y desde el respeto mutuo era posible”. En la etapa final ayudó también el benedictino LAMBERT BEAUDUIN, que redactó el famoso rapport de Mercier titulado “La Iglesia anglicana unida, no absorbida”, que se conoce como el «memorandum de Malinas». Lo que el lema sugería era «demasiado» para aquel momento [7]. Años más tarde, sin embargo, diría ANGELO RONCALLI: “el verdadero método de trabajo para la reunión de las Iglesias es el de Dom Beauduin” [8].
El «Grupo de Dombes», grupo de diálogo no oficial, fue iniciado en 1937 por otro pionero católico, PAUL COUTURIER. En la Trapa de Dombes, cerca de Lyon, se reúnen periódicamente católicos y protestantes, casi todos sacerdotes y pastores, para conocerse, orar juntos y escucharse mutuamente. De una teología comparada pasaron en sus encuentros a elaborar los elementos de una teología común. Desde 1971 publican textos importantes. Los dos más recientes son: Pour la conversion des Eglises. Identité et changement dans la dynamique de communion y la primera parte de Marie dans le dessein de Dieu et la communion des saints [9]. Señalar también que el grupo de Dombes influyó en la creación de la comunidad de Taizé.
Entre las figuras que brillan con luz propia hay que destacar, en primer lugar, a Yves Congar, dominico, que en 1937 publicó el libro Chrétiens désunis. La obra recogía las conferencias pronunciadas un año antes durante el octavario de la unidad, en Montmartre, e inauguraba la colección «Unam Sanctam» de estudios ecuménicos sobre la Iglesia, dirigida por Congar mismo [10], uno de los teólogos que más huella han dejado en la eclesiología de los últimos 50 años, y de gran influjo en el mundo ecuménico. Algunas de sus actuaciones en este campo son menos conocidas, dada la discreción con que se llevaron a cabo, por ejemplo, en los preparativos de Ámsterdam 1948 o en las reflexiones previas a la declaración de Toronto 1950 [11]. Entre los teólogos centroeuropeos conviene destacar, entre los alemanes, al menos a ROBERT GROSCHE, fundador de la revista «Catholica» y a JOSEF LORTZ, ecumenista indirecto, que desde su cátedra de Maguncia contribuyó como pocos a un conocimiento distinto de la figura de Lutero y de «la Reforma en Alemania» [12]; en Holanda JAN WILLEBRANDS fundaba en 1951 la «Conferencia católica para cuestiones ecuménicas», que celebraría reuniones en varias ciudades de Centroeuropa con participación de 70-80 teólogos. De entre ellos escogería el card. AGUSTÍN BEA a algunos de sus colaboradores para el «Secretariado para la unidad» (Willebrands sucedería a Bea en la dirección de ese organismo) [13].
La actitud de las instancias oficiales ha sido más reticente y de pasos mucho más pausados. Se suele hablar de tres estadios, que no son siempre deslindables: misión, unionismo, ecumenismo. Por eso van aquí los datos algo entremezclados [14]:
Misión. La actividad pastoral, tanto en el Este de Europa como en los Países Nórdicos, estuvo encuadrada mucho tiempo en la congregación «de Propaganda Fide»; la creación de una Congregación especial ocupada del Oriente es tardía, en tiempo de BENEDICTO XV, y la emancipación del Norte europeo del «dicasterio de la evangelización de los pueblos» no tiene lugar hasta 1977. Todavía en 1989 se le escaparía al Papa más de una vez, en su viaje por Escandinavia y Finlandia, la palabra «diáspora», que es como se venían llamando las minorías católicas en poblaciones de predominio protestante (con inevitable evocación de las vicisitudes de Israel en tierra extraña).
Unionismo. La actitud unionista aspira al «retorno» de los separados (reditus dissidentium), la ecuménica, sin embargo, tiende a la «reconciliación». En el fondo laten dos concepciones distintas de la Iglesia. Los primeros años de LEÓN XIII son alentadores (diálogo sobre las ordenaciones anglicanas, por ejemplo) pero en 1896 el Papa da marcha atrás. El retroceso se agudiza en tiempo de PÍO X. Con Benedicto XV, además de cierta apertura al Oriente, pueden iniciarse las «conversaciones de Malinas» [15], que PÍO XI detendrá. Este Papa, sin embargo, mostró interés por el Oriente y a él corresponde la fundación del Pontificio Instituto Oriental y el «Russicum». En cambio la encíclica Mortalium animos (1928) es un non possumus a los sondeos hechos de nuevo para interesar a los católicos en los trabajos de Faith and Order.
En tiempo ya de PÍO XII, que se mostró abierto en no pocos puntos vitales dentro de la Iglesia católica -piénsese en la encíclica Divino afflante sobre los estudios de la Biblia, o en la evolución litúrgica: Vigilia pascual, ayuno eucarístico, misas vespertinas...-, la sensación dada hacia fuera era de distancia. Mystici corporis ofrece una visión estrecha de los miembros de la Iglesia. En 1948 no se permite la presencia de observadores católicos en Ámsterdam (tampoco en Evanston, siete años después). La encíclica Humani generis (1950) parece ironizar sobre los que “se abrasan en irenismo imprudente” (imprudenti aestuantes irenismo) [16]. En cambio la instrucción del Santo Oficio Ecclesia catholica, pese a su enfoque «unionista», dará pie a que por fin vayan observadores a la 3ª asamblea de Faith and Order en Lund (1952).
Como se ve, en el aspecto y tiempo que estamos evocando, hay momentos esperanzadores pero prevalece el freno. Teólogo hubo que, ante la mentalidad oficial reinante en cuestiones ecuménicas, temía que el Concilio anunciado por Juan XXIII en enero de 1959, uno de cuyos fines iba a ser promover la unidad, fuera a tocar el problema y lo dejara peor.
Al ecumenismo, por tanto, no se le daría paso hasta el Concilio. Sin embargo, no es justo enfocar con severidad simplista (blanco-negro) la actitud reservada de la Santa Sede. Allí se entendía entonces que una participación en el movimiento ecuménico era renunciar a la conciencia de plenitud eclesial. Fue éste el principio dominante.
2. El Concilio Vaticano II
2.1. El enfoque global de la eclesiología del Concilio
La visión global que de la Iglesia tiene el Concilio puede sintetizarse en una serie de afirmaciones que vamos a ir analizando.
a) La Iglesia de Cristo es una y única. «Una sola es la Iglesia fundada por Cristo Señor» (UR 1:1), «que en el Símbolo confesamos como una, santa, católica y apostólica» (LG 8:2), «realidad compleja que está integrada de un elemento humano y de otro divino» (LG 8:1).
b) La Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica: «Esta Iglesia... subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él, si bien fuera de su estructura se encuentran muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica» (LG 8:2).
La expresión subsiste en es muy importante pero también difícil de traducir. El secretario de la Comisión doctrinal, G. PHILIPS, predecía poco después del Concilio «ríos de tinta» a costa de ese verbo. Una cosa está clara: el Concilio no quiso afirmar «la Iglesia católica romana es el Cuerpo místico de Cristo», como se leía en el esquema previo; y todavía en el siguiente: «haec igitur Ecclesia [Iesu Christi]... est Ecclesia catholica, a Romano Pontífice... directa» [17]. Lo cual se habría entendido como identidad exclusiva. La voz de alerta la dio ya el cardenal LIÉNART en la primera sesión:
«No se enuncie la relación entre la Iglesia romana y el Cuerpo místico, y su identidad, como si el Cuerpo místico estuviese totalmente incluido en los límites de la Iglesia romana. La Iglesia romana es el verdadero Cuerpo de Cristo pero no lo agota. Todos los que han sido justificados pertenecen al Cuerpo místico de Cristo, ya que no es dada a los hombres gracia alguna que no sea la gracia de Cristo, y nadie es justificado sin ser incorporado a Cristo. Pero a la Iglesia romana sólo pertenecen los que han sido agregados a ella por el sacramento del bautismo debidamente recibido y no han roto los vínculos de la fe y de la comunión. (...)
«¿Qué decir de los cristianos separados que, sin embargo, por un bautismo válido han sido 'sepultados con Cristo' para resucitar en él a la vida sobrenatural, y en él permanecen insertos? Lamento que los que están fuera de la Iglesia romana no gocen con nosotros de todos los dones sobrenaturales de que ella es dispensadora. Pero no me atrevería a decir que de ningún modo se adhieren al Cuerpo místico, pese a no estar incorporados a la Iglesia católica.
«Está claro, por tanto, que nuestra Iglesia, aunque es la manifestación visible del Cuerpo místico de Jesucristo, no puede identificarse con él en el sentido absoluto de que he hablado. (...) Pido pues instantemente que se suprima el párrafo en que se equipara absolutamente a la Iglesia católica con el Cuerpo místico Cuerpo místico y que se revise enteramente este esquema...» [18].
La oposición del obispo CARLI, dos años después, ilumina también e contrario el sentido del «subsiste en»: Non placet, dice, el «subsistit in», «porque podría parecer que la Iglesia de Cristo y la Iglesia católica son dos cosas distintas, y que aquélla subsiste en ésta como en un sujeto. Dígase simpliciter et verius: 'est', porque así lo dicen las fuentes» [19]. La comisión doctrinal mantuvo, sin embargo –por unanimidad–, la expresión criticada: «standum est textui admisso» [20].
También es clara la explicación que dio en el aula el relator Mons. ANDRÉ CHARUE: «en lugar de est se dice subsistit in para que la expresión concuerde mejor con la afirmación acerca de los elementos eclesiales que se dan en otra parte -quae alibi adsunt-” [21]. La afirmación a que alude Charue está en el mismo núm. 8:2 de LG: «aunque fuera de su estructura se den muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica». Y en otros textos que encontraremos enseguida.
“¿Cómo se ha de traducir entonces subsistit in? A nosotros, los de lenguas románicas, nos es muy cómodo emplear el mismo verbo, «subsiste en», con lo que no aclaramos nada. Habrá que decir «está», «se halla en», «continúa existiendo en», entendiendo estas expresiones sin el carácter excluyente del verbo «es». Es decir: la única Iglesia de Cristo, en toda su plenitud y fuerza, se halla en la Iglesia católica, pero no se agota en ella; puede existir «fuera de sus fronteras aunque sin tal plenitud» [22].Con otras palabras: «decir que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica equivale a afirmar que la Iglesia del Nuevo Testamento ha continuado existiendo siempre, con todas sus propiedades indefectibles, en la Iglesia en comunión con Roma, pero no equivale a negar la presencia y la actividad salvífica de la Iglesia de Cristo también en otras comunidades cristianas» [23].
Y así, podemos apurar este análisis, utilizando otras indicaciones que hallamos en el mismo Concilio. Para ello necesitamos de UR, texto aprobado el mismo día que LG y muy especialmente el nº 2, que describe la unidad dada por Cristo a su Iglesia, y el 4:3 que dice: «creemos que esta unidad (...) que Cristo concedió desde el principio a su Iglesia subsiste, inamisible, en la Iglesia católica...». Esta es una precisión de gran valor para no desmesurar la interpretación que se ha de dar al subsistit in.
Por tanto, ateniéndonos a LG 8:2 y a UR, se puede concluir: la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica con aquella unidad descrita en UR 2. Lo mismo de otra manera: esta unidad puede aún ser encontrada en la Iglesia católica, pese al cisma de 1054 y a las divisiones del siglo XVI. Tal afirmación no excluye una cierta comunión que une a todos los bautizados, como dice UR 3:1, pero UR añade: «los hermanos separados no gozan, ni individualmente ni sus comunidades e Iglesias, de aquella unidad» que Cristo quiso tuviera su Iglesia.
Con todo, se hacen necesarias tres salvedades:
- primera, lo que se afirma de la Iglesia católica no significa que posea ya la santidad perfecta ni, en general, la perfección escatológica (LG 48:3);
- segunda, en el citado UR 3 se hacen declaraciones muy positivas acerca de las otras comunidades cristianas;
- y, por último, el estado actual de división de los cristianos hace difícil a «la misma Iglesia expresar ... la plenitud de su catolicidad» (UR 4:10).
Pese a estas puntualizaciones, UR insiste: «sólo por medio de la Iglesia católica (...) se puede alcanzar la plenitud de los medios de salvación» (3:5). Esta advertencia previene, de hecho, de conclusiones precipitadas ante el cambio del est por el subsistit. Por ejemplo, acerca del valor de la infalibilidad definida en el Vaticano I: sólo un consenso de toda la Cristiandad, se ha dicho, podría disfrutar de la infalibilidad, al no identificarse plenamente la Iglesia de Cristo con la Iglesia católica. La objeción pone de manifiesto que no se han examinado ulteriormente los demás textos del Concilio; [su autor] «no considera, replica SULLIVAN, las implicaciones de la declaración conciliar sobre la unidad que Cristo dio a su Iglesia, unidad que no puede perderse y que subsiste en la Iglesia católica. Si la unidad de la Iglesia es esencialmente su unidad en la fe, entonces no pueden faltar a la Iglesia los medios efectivos para promover y salvaguardar dicha unidad, y esto implica en último término su capacidad para responder a cuestiones de fe y con garantía divina de verdad en sus últimas decisiones» [24].
c) Hay “elementos de Iglesia” en las otras confesiones cristianas. Son realidades que el Concilio llama indistintamente «elementos» o «bienes» (UR 3:2). De ellos afirma el Concilio, sucesivamente, que se hallan también «fuera de la estructura» o «del recinto visible» de la Iglesia católica (LG 8:2 y UR 3:2); que son «dones propios de la Iglesia de Cristo» (LG 8:2); que son elementos «de santidad y verdad» (ibíd.); que pueden ser «muchos», «más aún, muchísimos» y «muy valiosos» (LG y UR loc. cit.); que «impulsan a la unidad católica» y, finalmente, que estos «elementos» precisamente por darse también «en otra parte» (alibi), no llevan al texto a afirmar la perfecta adecuación entre Iglesia de Cristo e Iglesia católica.
El Concilio no da un catálogo de tales bienes o dones pero pone ejemplos importantes. Así, en LG 15:1: fe en Dios Padre todopoderoso y en Cristo, Hijo de Dios y Salvador -el sello del bautismo- veneración de la S. Escritura como norma de fe y de vida -otros sacramentos (episcopado, Eucaristía...)- devoción a la Virgen, Madre de Dios -la comunión de oraciones- la fuerza santificadora del Espíritu Santo. Y en UR 3:2: la Palabra escrita de Dios -la vida de la gracia- fe, esperanza y caridad -otros dones interiores del Espíritu Santo- elementos visibles. Pueden estudiarse también UR 20-23.
d) El Concilio llama a esas comunidades «Iglesias y comunidades eclesiales». El Vaticano II, además de incorporar la idea de los «elementos de Iglesia» que tuvo su primer germen en el debate de san Agustín con los donatistas (los vestigia ecclesiae) [25], da un paso más. Padres conciliares y observadores no católicos, pedían que se considerase en los textos la entidad misma de las comunidades eclesiales en cuanto tales [26]. El primer efecto de tales planteamientos se encuentra en el nº 15, ya citado, de LG. Es el nombre mismo, «Iglesias o comunidades eclesiales», con la justificación que de él daba la Relatio: «los elementos que aquí se enumeran no conciernen solamente a los individuos, sino también a las comunidades: en esto precisamente radica el principio del movimiento ecuménico» [27]. La misma expresión, Iglesias o comunidades eclesiales, se seguirá usando en UR 3 y passim.
Advirtamos la importancia del paso dado: al reconocer el Concilio el carácter eclesial de otras comunidades (ante todo, de las Iglesias orientales separadas), la Iglesia católica «no puede afirmar ya que se identifica pura y simplemente con la Iglesia de Cristo» [28]. Y aun a las Iglesias de la Reforma, sin equipararlas a la Iglesia ortodoxa ni a las pre-calcedónicas, el Concilio les reconoce implícitamente una cierta apostolicidad de su ministerio, por ver en ellas «comunidades eclesiales». Así lo entienden muchos teólogos católicos [29].
e) A tales Iglesias y Comunidades separadas el Concilio les reconoce «significación y valor en el misterio de la salvación» (UR 3:4). «No pocas acciones sagradas» que se celebran en ellas «pueden realmente, según la condición de cada Iglesia o Comunidad, engendrar la vida de la gracia, y hay que considerarlas aptas para abrir el acceso a la comunión de la salvación» (3:3).
La Relatio de 23 de septiembre de 1964, al explicar la terminología usada en UR, afirma:
«No debe olvidarse que los grupos que nacieron de la división en Occidente no son meramente suma o conglomerado de individuos cristianos sino que están constituidos de elementos sociales eclesiásticos, conservados de nuestro patrimonio común y que confieren carácter verdaderamente eclesial a dichos grupos. En ellos está presente, aunque imperfectamente, la única Iglesia de Cristo, de una manera análoga a su presencia en las Iglesias particulares; en ellos está actuando de algún modo la Iglesia de Cristo mediante aquellos elementos eclesiásticos» [30].
f) Se distingue entre comunión plena y comunión imperfecta. El Concilio remata estas enseñanzas con la distinción de comunión plena e imperfecta. Entre LG 15 y UR 3 hay un progreso de matiz en la formulación de este punto. Donde LG dice «coniunctio», pone UR decididamente «communio», término arraigado en el cristianismo desde muy antiguo. La comunión pervive: la división entre cristianos, aunque atenta gravemente al ser de la Iglesia y a su testimonio, y es, por tanto, escándalo permanente, no es ruptura completa de la comunión:
«Comunidades no pequeñas se separaron de la plena comunión con la Iglesia católica, no sin culpa a veces de los hombres de ambas partes. (...) «Los que [en esas Comunidades] creen en Cristo y recibieron debidamente el bautismo están constituidos en una cierta comunión, aunque no perfecta, con la Iglesia católica» (UR 3:1).
En UR 14:4 habla el Concilio de «quienes se proponen dedicarse a restablecer la plena comunión entre las Iglesias orientales y la Iglesia católica». Y el apartado de UR que trata de las confesiones venidas de la Reforma se titula: «De las Iglesias y Comunidades eclesiales separadas en Occidente» (UR 19); el esquema-borrador decía secamente: «Las Comunidades surgidas a partir del siglo XVI». Obsérvese también cómo afina el título de todo el capítulo III: «Iglesias y Comunidades eclesiales separadas de la Sede Apostólica Romana», mientras que el esquema rezaba: «De los cristianos separados de la Iglesia católica» [31].
Es decir que, si bien el Concilio afirma repetidas veces la plenitud única de la relación de la Iglesia católica con la Iglesia de Cristo, no deja de subrayar igualmente con distintas formulaciones el vínculo de comunión, aunque no plena, entre la Iglesia católica y las «Iglesias y comunidades separadas».
g) Por último, no llega a formularse un claro criterio de eclesialidad para discernir a qué comunidades se aplican los términos. Tras las afirmaciones comunes a todas las comunidades no católicas, UR 13 distingue en ellas diversos grados de situación eclesial pero conviene observar la distinción que este capítulo traza entre las «Iglesias orientales» (sección I, nn. 14-18) y las otras «Iglesias y comunidades» (sección II, nn. 19-23). A las iglesias orientales el Concilio las considera sin vacilar Iglesias particulares. Más aún: «por la celebración de la Eucaristía en cada una de estas Iglesias, se edifica y crece la Iglesia de Dios» (UR 15:1); la frase está inspirada en san Juan Crisóstomo [32].
Acerca de la eclesialidad de las comunidades separadas en Occidente, sin embargo, el Concilio es más circunspecto. A la relatio de 23.09.1964 otra de 7 oct. 1964 añade para declarar el encabezamiento de UR 19: «(con ese título: 'Iglesias y Comunidades eclesiales separadas en Occidente') queremos abarcar a todos los que se honran con el nombre cristiano. Pero de ningún modo entramos en la cuestión disputada de los requisitos para que una Comunidad cristiana pueda ser llamada teológicamente Iglesia» [33]. De nuevo once días antes de la promulgación de UR respondía la Comisión: «No toca al Concilio investigar y determinar qué Comunidades, entre las otras [las no Orientales separadas] han de ser llamadas, en sentido teológico, Iglesias» [34].
Terminamos este apartado sobre la eclesialidad de las comunidades con una cita de un luterano, ANDRÉ BIRMELÉ:
«El Vaticano II habla de las comunidades de hermanos separados en donde subsisten numerosos elementos de la verdadera Iglesia pero no la plenitud, que sólo conoce la Iglesia romana (UR 3s). Esta visión, que marcaba un progreso considerable hace veinticinco años, ¿puede ser revisada al cabo de este tiempo? Un paso importante sería la anulación de los anatemas. Para que esta etapa sea posible, es necesario un complemento de diálogo teológico, que sobre todo deberá determinar lo que constituye el fundamento común indispensable» [35].
Héctor Domínguez en dialnet.unirioja.es
Notas:
1 G. THILS, Histoire doctrinale du mouvement oecuménique, Paris-Louvain 1962 (hay trad. esp., Madrid 1965); abundante material en: A History of the Ecumenical Movement, ed. por R. ROUSE Y S.C. NEILL, v. 1 (1517-1948) y en: H. E. FEY v. II (The Ecumenical Advance 1948-1970), Londres 1967 y 1970; véase también W. DE VRIES, Oriente cristiano: ayer, Sociedad de educación Atenas, Madrid 1953.
2 1054 fue el año de la ruptura con Miguel Cerulario. Se puede discutir si este episodio fue el comienzo del cisma o más bien un intento fallido de resolver la escisión producida ya con anterioridad. Porque ya a principios de ese mismo siglo se había borrado, en los dípticos de Constantinopla, el nombre del obispo de Roma (cf. W. DE VRIES, Ortodoxia y catolicismo, Barcelona 1967, 77).
3 Notemos que no se tienen en cuenta las Iglesias orientales separadas mucho antes, a raíz de las decisiones dogmáticas de los Concilios de Éfeso y Calcedonia, a las que se refiere UR 13:2.
4 Aunque los estatutos provisionales para el WCC habían sido aprobados en 1938 en Utrecht, la Segunda Guerra Mundial hizo retrasar la Asamblea fundacional hasta agosto 1948 en Ámsterdam.
5 W. A. VISSER'T HOOFT, The Genesis and Formation of the World Council of Churches, Ginebra 1982, 1. El texto de la encíclica, “Unto the Churches of Christ everywhere”, en 94-97.
6 El texto, An Appeal to all Christian People from the Bishops assembled in the Lambeth Conference of 1920, en inglés y francés, en: W. H. VAN DE POL, La communion anglicane et l'oecuménisme d'après les documents officiels, Paris 1967, 267-270 y 271-274.
7 La frase sin embargo es recogida en la carta que JUAN PABLO II dirigió al arzobispo de Malinas-Bruselas en 1996 a los 75 años de aquellas reuniones (Istina 42 (1997) 303). Sobre las “conversaciones de Malinas” hizo un relato sincero el card. WILLEBRANDS en el cincuentenario de la muerte de Mercier y Porta, recogido en La Documentation catholique 74 (1977) 18-25.
8 DOM BEAUDUIN fundó la comunidad “los monjes de la unión”, trasladada luego a Chevetogne, y la revista Irénikon. Sobre Beauduin cf. O. ROUSSEAU, “In memoriam: Dom Lambert Beauduin (1873-1960)”: Irénikon 33 (1960) 3-28. Y de L. BEAUDUIN mismo, “Le vrai travail pour l'union ”, Irénikon 2 (1927) 5-10.
9 Paris 1991 y 1997, respectivamente. Todos los textos anteriores, en Pour la communion des Eglises. L'apport du Groupe des Dombes 1937-1987, Paris 1988.
10 W. A. VISSER'T HOOFT comenta así el libro en sus memorias: “Era el primer intento católico romano de elaborar una teoría del ecumenismo, y su influencia fue grande. Yo expresé, en una larga recensión, todo mi agradecimiento por un trabajo tan notable. El libro podía inaugurar una era nueva en la discusión entre católicos y cristianos de otras confesiones” (W. A. VISSER'T HOOFT, Le temps du rassemblement. Mémoires, Paris 1975, 96).
11 W. A. VISSER'T HOOFT, al reconocer cuántas preguntas quedaban sin respuesta tras la asamblea de Ámsterdam (1948), añade: “Era necesario discutirlas con teólogos católicos bien informados e interesados en el movimiento ecuménico. Tuvo lugar, pues, una importante reunión, oficiosa y confidencial, en 1949 en el Centro Istina, en París.” Nombra a Congar, Daniélou y ocho más. “Las discusiones fueron de gran franqueza. (...) Muchos malentendidos se disiparon (...). Nuestros interlocutores (...), con su agudo sentido de los problemas sobre la naturaleza de la Iglesia, plantearon preguntas que nos fueron muy útiles para comprender que teníamos que esforzarnos por definir mejor lo que era el Consejo ecuménico y lo que no era. El encuentro de Istina fue así una etapa importante en la preparación [de la declaración de Toronto (1950)]”: o. c. en nota anterior, 397-398. Sobre la ausencia católica en Ámsterdam, cf. Y. CONGAR, “La question des observateurs catholiques à la conférence d'Amsterdam, 1948”, en: Die Einheit der Kirche (homenaje a Meinhold), Wiesbaden 1977, 241-254.
12 Con este título publicó en Friburgo de Brisgovia (1941) su obra más conocida.
13 Más datos en: J. WILLEBRANDS, “La contribution du cardinal Bea au mouvement oecuménique”: La documentation catholique 79 (1982) 199ss.
14 Para una exposición detallada, consultar E. FOUILLOUX, Les catholiques et l'unité chrétienne du XIXe au XXe siècle. Itinéraires européens d'expression française, Paris 1982. De él tomo la triple distinción. La obra abarca los años 1880-1950. El autor la presentó dos años antes en Irénikon 53 (1980) 314-330.
15 Que la elección de Benedicto XV inspiró confianza fuera del catolicismo se ve en la rapidez con que, tras su instalación, tomaron contacto con Roma los que preparaban la Conferencia mundial sobre “Fe y Constitución”. Pero la respuesta del papa a la comisión que le rogaba enviara una delegación fue tan personalmente cordial como oficialmente rígida, dirían ellos después. “Su Santidad ruega para que... los que participen en el Congreso vean la luz con la gracia de Dios y se unan al jefe visible de la Iglesia, que los recibirá con los brazos abiertos”, resumía el comunicado tras la audiencia (cf. Irénikon 43 (1970) 340-341).
17 Era el título en cursiva que resumía para los padres conciliares el número 7 del esquema previo (Acta Synodalia –AS– I/IV 15); y en el esquema siguiente se decía todavía: “haec igitur Ecclesia [Iesu Christi]... est Ecclesia catholica, a Romano Pontifice et Episcopis in eius communione directa” (AS II/I 219s). Ésta era la afirmación de Pío XII en Humani generis: “Algunos piensan que no les obliga la enseñanza expuesta en nuestra encíclica [MC], y apoyada en las fuentes 'de la revelación', que enseña que el cuerpo místico de Cristo y la Iglesia católica romana unum idemque esse” (AAS 42 [1950] 571).
18 AS I/IV 126s. LIÉNART actuó el 1.12.62, el primer día en que empezó a debatirse la constitución LG.
22 Cf. J. M. R. TILLARD OP, L'évêque de Rome, Paris 1982, 28.
23 FRANCIS A. SULLIVAN SJ, “Lo Spirito Santo si serve delle Chiese separate per operare la salvezza dei loro aderenti”: L'Osservatore romano, 14.10.1982.
24 F. A. SULLIVAN, en Vaticano II. Balance y perspectivas (ed. R. Latourelle), Salamanca 1987, 607-616; la objeción la pone L. M. BERMEJO SJ, en Towards Christian Reunion, Anand (India) 1984.
25 Véase el interesante art. de E. LAMIRANDE, “La signification ecclésiologique des communautés dissidentes et la doctrine des “vestigia ecclesiae”. Panorama théologique des vingtcinq dernières années”: Istina 10 (1964) 25-58, publicado durante el Concilio.
26 Dom CHRISTOPHER BUTLER, de la congregación benedictina inglesa, dijo que no se puede olvidar el hecho de que los cristianos “separados de la plena comunión católica” están congregados “en comunidades o comuniones o incluso Iglesias”, que “no son meras sociedades naturales” sino que viven “de principios evangélicos ... aunque incompletos”. Y añadía: “La naturaleza social y visible de la Iglesia se refleja de algún modo también fuera de sí en tales comunidades” (AS II/I 462).
28 Cf. G. DEJAIFVE, “L'appartenance à l'Eglise du concile de Florence à Vatican II”: NRTh 99 (1977) 50.
29 Cf. J. FINKENZELLER, Reflexiones sobre el enfoque de la sucesión apostólica en la discusión teológica actual (en alemán), en: Ortskirche Weltkirche (homenaje a Döpfner), Würzburg 1973, 325-356; y el comentario de H. LEGRAND, OP en: “Bulletin d'ecclésiologie”: RScPhTh 59 (1975) 702s.
31 Otro detalle: “se seiunxerunt” en el esquema de 13:3 (AS III/II 310) se convirtió en “seiunctae sunt”, para no repartir culpas unilateralmente.
32 Este texto se puede relacionar con UR 2:1; con las últimas líneas de LG 11:1 y con el comienzo de LG 26:1. La “nota praevia” a LG, por su parte, muestra falta de armonía con UR 14-17 y OE 27-28.
35 A. BIRMELE, “Les dialogues entre Eglises chrétiennes. Bilan et perspectivas”: Etudes 373 (1990) 685.
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