1. Los primeros discípulos de Jesús
La llamada de los discípulos ocurre, según el Evangelio, en el mismo inicio del ministerio público de Jesús de Nazareth. Apenas ha comenzado su predicación del reino de Dios cuando Jesús se dispone a llamar y llama a los primeros seguidores.
San Marcos, el más antiguo de los evangelistas, describe con lacónica sencillez, después de un breve prólogo (Mc 1, 14-15), la vocación de los cuatro primeros discípulos.
«Bordeando el mar de Galilea vio a Simón y Andrés, hermano de Simón, que extendían las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: “Venid conmigo, y haré de vosotros pescadores de hombres”. La expresión “pescadores de hombres” no es un juego de palabras, se refiere principalmente a la tarea de salvar a los hombres apresados por la tempestad del mundo [1]. Al instante, dejando las redes, le siguieron.
«Poco adelante, vio a Santiago, el hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca arreglando las redes; y los llamó. Y ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, se fueron tras él» (Mt 1, 16-20; cfr. Mt 4, 18-22).
Con estilo y tono semejantes narra San Marcos en el capítulo siguiente la vocación de Mateo. «Al pasar vio a Leví, el de Alfeo, sentado en la mesa de los impuestos, y le dice: «Sígueme. Él se levantó y le siguió: (Mc 2, 14; cfr. Mt 9, 9 y Lc 5, 27-28). Las tres historias de vocación son semejantes y participan del mismo género literario [2].
Las escenas evangélicas de vocación recuerdan los relatos del Antiguo Testamento que nos describen el llamamiento de los profetas de Israel. «Los pasajes de seguimiento en Marcos están fuertemente influenciados por la vocación de Eliseo, realizada por mediación de Elías, en 1R 19, 19-21» [3]. Las coincidencias literarias sirven admirablemente para indicar la semejanza de las situaciones espirituales. Profetas y discípulos son destinatarios de una llamada rápida —«al pasar»—, poderosa e inesperada que va a cambiar el rumbo y el sentido de sus vidas.
Los sencillos elementos del relato evangélico consiguen formar sin aparato alguno una escena de gran intensidad. Se ordenan todos en último término a destacar el extraordinario poder de la llamada de Jesús, que es lo determinante en cada una de las situaciones descritas.
Puede sorprender tal vez la facilidad y soltura con que se produce un hecho tan importante para la existencia de los futuros discípulos y Apóstoles. Se diría que por unos momentos se ha suspendido la vigencia de las formas y convencionalismos que suelen proteger en el trato humano el mundo personal, y también el egoísmo de los individuos. Se observa en la conducta de Jesús y de los que acogen su llamamiento una superación de modos y actitudes meramente sociales. Caen por tierra los resortes y mecanismos que los hombres emplean frecuentemente para defenderse de lo importante cuando llega a sus vidas y se han propuesto esquivarlo.
Jesús requiere de los llamados una atención a sus palabras que no es denegada y ni siquiera aplazada para otro momento más oportuno. Los discípulos no sugieren condiciones y mucho menos las establecen. Tampoco piden una modificación de circunstancias. El tiempo y el lugar son decididos por Jesús y aceptados por ellos sin cualificación alguna.
Las cosas se desenvuelven con tanta suavidad exterior que parecen preparadas e incluso ensayadas de antemano. Es muy posible que la escena haya sido estilizada por el Evangelista al ser incluida en su relato, pero no hay ningún motivo para dudar de su fidelidad respecto a los hechos en lo fundamental.
La llamada que se narra en estos episodios puede haber sido muy probablemente la coronación de encuentros anteriores con Jesús, el momento crítico que ha sido precedido de significativas invitaciones preparatorias, la hora de la verdad provocada finalmente por Jesús y entendida como desenlace por los interesados. Pero esta llamada tiene un carácter único y marca en cualquier caso un punto culminante en la relación del Maestro con los discípulos [4].
El hecho de este Jesús, que dice a cada uno «sígueme», se reviste de sentido vocacional. Lo que parece un suceso igual que otros a los ojos de espectadores corrientes que no pueden percibir su sentido, es un acontecimiento del todo singular e irrepetible para los discípulos. La llamada es experimentada por ellos como llamada de Dios.
Lo expresa vivamente el texto de la vocación de Pedro que leemos en San Lucas. Los detalles añadidos por el tercer Evangelista al relato de San Marcos citado más arriba sitúan la llamada del Apóstol en el marco de la pesca milagrosa.
Jesús se encuentra en la barca y, confiados en su palabra que les anima a continuar, Simón y sus compañeros han capturado una gran cantidad de peces. «Al verlo Simón Pedro, cayó a las rodillas de Jesús, diciendo: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador”. Pues el estupor se había apoderado de él y de cuantos con él estaban, a causa de los peces que habían pescado... Jesús dijo entonces a Simón: “No temas. Desde ahora serás pescador de hombres”. Llevaron a tierra las barcas, y dejándolo todo, le siguieron» (Lc 5, 8-11).
Como quien se deslumbra de noche ante un paisaje iluminado súbitamente por la luz cegadora de un relámpago, Simón se da cuenta en un segundo de que ha sido testigo de una acción de Dios, imprevista y formidable. Ha visto un milagro. Siente que la tierra, el fondo de la barca en este caso, le falla debajo de los pies. La presencia de Dios en Jesús se le hace inequívoca y la percibe con todas las energías y todos los aspectos de su ser [5].
En el mismo instante de ver a Dios en Jesús advierte Simón con claridad única su propia condición pecadora, así como lo indigno que es de estar junto al Maestro oyendo su palabra y recibiendo sus dones. La de Simón Pedro es la misma experiencia religiosa de Isaías ante la majestad divina. «Se conmovieron los quicios y los dinteles a la voz del que clamaba, y la Casa se llenó de humo —escribe el profeta—. Y dije: “¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros...”. Entonces voló hacia mí uno de los serafines con una brasa en la mano... y tocó mi boca y dijo: “He aquí que esto ha tocado tus labios: se ha retirado tu culpa y tu pecado ha sido expiado”. Entonces oí la voz del Señor que decía: “¿A quién enviaré?” Dije: “Heme aquí: envíame”. Dijo: “Ve y habla a ese pueblo...”» (Is 6, 4-9). «La llamada del profeta implica una consagración y una preparación para la palabra profética que llega» [6].
Precisamente en el momento de la pesca milagrosa, cuando Simón ha descubierto quién es Jesús y sabe también mucho mejor que antes quién es él, oye la llamada del Maestro y se decide a seguirle.
El llamamiento de Saulo en el camino de Damasco es igualmente una llamada de Jesús. Las circunstancias son muy diferentes de las que acompañan la vocación de los primeros discípulos. Pero los elementos fundamentales del episodio y sus signos son los mismos.
Lo que se desarrolla con normalidad cotidiana en los Evangelios sinópticos adquiere rasgos dramáticos en el caso de Pablo. El perseguidor de cristianos tiene que ser alcanzado por Cristo en su desgraciada carrera, y dirigido con energía divina por un nuevo camino.
La escena descrita en Hch 9, 3-5, es interpretada más tarde por el mismo Pablo en la Carta a los Gálatas, donde habla de «Aquél que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia» (Ga 1, 15). San Pablo ve aquí su llamada en analogía a la de algunos profetas, como Jeremías (Jr 1, 5) e Isaías (Is 49, 1), suscitados también por Dios para anunciar entre otras cosas su plan de salvación para las naciones gentiles [7]. También en el camino de Damasco tiene lugar un hecho incomprensible para los acompañantes de Saulo, pero inequívoco para el futuro Apóstol de las gentes. Los compañeros «oían voces, pero no veían a nadie» (Hch 9, 7) o, según otra versión, «Veían la luz pero no entendían las palabras» (Hch 22, 9).
Lo importante es que la visión y la voz de Jesús glorioso, obedecidas por Saulo, han hecho confluir los hilos dispersos de su vida en la unidad coherente de la nueva situación querida por Dios. Como Simón se cambió en Pedro, Saulo de Tarso ha devenido Pablo.
2. Llamada directa
La iniciativa del llamamiento en los relatos evangélicos de vocación no sólo proviene de Jesús sino que es Él mismo quien llama directamente a los que van a ser sus discípulos.
Los interesados sienten su llamada como una acción definitiva de Dios a través de Jesús. Es principalmente en el momento de su vocación cuando ellos han sido capaces de identificar el carácter y condición divinos del Maestro. Tanto el origen de la vocación como su declaración histórica al hombre que la recibe son en los Evangelios acciones divinas en el sentido más propio de la palabra.
En el Antiguo Testamento Dios confía con frecuencia solemnemente a un intermediario distinguido —por ejemplo, a un profeta— el encargo de llamar a otro hombre para el servicio de los fines divinos. Ocurre así con Samuel, que por mandato expreso de Dios llama a Saúl (1S 9, 14 s.) y a David (1S 16, 1 s.); y con el profeta Ajías, que llama a Jeroboam (1R 11, 31,5). Ocurre también con Elías, que llama y apodera como profeta a su discípulo Eliseo (1R 19, 15-18), etc.
La llamada de Jesús, en cambio, no es encargada a una tercera persona. La realiza personalmente el mismo Jesús en virtud de su poder mesiánico.
Lo vemos en los relatos que narran la vocación de Pedro y Andrés, Juan y Santiago, Leví, etc. En ocasiones alguien es invitado por un discípulo a conocer a Jesús y llevado hasta Él, pero esa invitación no es llamamiento. Será el Señor quien llame directamente al nuevo candidato después de haberle conocido.
«Fijándose en Jesús que pasaba», Juan el Bautista dice a dos discípulos: «“He ahí el Cordero de Dios” [8]. Los dos discípulos le oyeron hablar así y siguieron a Jesús. Jesús se vuelve y al ver que le seguían les dice: “¿Qué queréis?”. Ellos le respondieron: “Rabbí” —que quiere decir “Maestro”— ¿dónde vives? Les responde: “Venid y lo veréis”. Fueron, vieron donde habitaba y se quedaron con él aquel día» (Jn 1, 36-39).
No se trata de una llamada hecha por Juan, que transfiera a continuación sus discípulos a Jesús de Nazaret. Se trata de una llamada original de Jesús, que inaugura de ese modo una nueva y definitiva etapa en la vida de los dos jóvenes. En el discipulado de estos hombres —primero respecto al Bautista y luego con Jesús— hay una clara solución de continuidad.
Lo mismo viene a suceder, según el relato de San Juan con Andrés y Pedro. «Andrés se encuentra al amanecer con su hermano Simón y le dice: hemos encontrado al Mesías»... y le llevó donde Jesús. Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás “Cefas” —que quiere decir piedra». «Jesús le habla como revelador» [9].
En un momento que debió ser anterior a la escena descrita por San Marcos en el capítulo primero de su Evangelio, Andrés invita a su hermano a comprobar por sí mismo lo que le dice y a hacer la experiencia directa de Jesús. Pero Simón no será llamado hasta encontrarse con Cristo y recibir de éste la invitación a seguirle.
La situación se repite con Felipe, que lleva a Natanael a la presencia del Maestro después de decirle: «Hemos encontrado a aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y también los profetas: Jesús, el hijo de José, el de Nazaret» (Jn 1, 45). El diálogo que sigue entre Natanael y Jesús (Jn 1, 47-51) equivale a la llamada del Apóstol.
El modo directo de llamar Jesús se indica simbólica pero claramente en las palabras sencillas de Marta a su hermana después de la muerte de Lázaro. «Fue a llamar a su hermana María y le dijo al oído: “El Maestro está aquí y te llama”. Al oírlo, ella se levantó rápidamente, y se fue donde Él» (Jn 11, 28-29). Es siempre Jesús el sujeto de la acción, aunque en este caso la llamada no significa como es lógico el llamamiento mismo de la vocación.
El hecho de la iniciativa y llamada personal de Jesús se hace patente cuando alguien que no ha sido llamado intenta alcanzar por sí mismo la condición de discípulo. «El que había estado endemoniado le pedía quedarse con él. Pero no se lo concedió, sino que le dijo: “Vete a tu casa...”» (Mc 5, 18-19), que era como decirle: «Vuelve con tu familia» [10].
No es extraño que sea el mismo Jesús quien llame. Porque la llamada es primeramente en el Nuevo Testamento una llamada de infinita misericordia a participar en los bienes de la salvación eterna, que son el mayor don divino del «que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1P 2, 9). No se trata de una simple invitación a superar una situación personal difícil, a conocerse mejor, a dar testimonio de la verdad o a demostrar la excelencia de unos determinados principios. Está sencillamente en juego el destino último y definitivo de la persona.
La llamada de Jesús coloca al hombre directamente ante Dios; es una llamada de la que el hombre no puede disponer por su cuenta en el sentido de que no puede originarla ni ignorarla. Indica que la vocación no es tanto camino del hombre hacia Dios como un amoroso y compasivo inclinarse de Dios hacia el hombre.
3. Llamada personal
Jesús no llama a multitudes ni a grupos en cuanto tales. Su llamada se dirige siempre a personas concretas y éstas perfectamente localizadas en el espacio y en el tiempo. Los Doce han sido llamados primero como discípulos uno a uno. De ahí deriva sin duda el visible interés de los Evangelios sinópticos por transmitir cuidadosamente la relación completa y los nombres de estos seguidores más próximos de Jesús (cfr. Mc 3, 16,5; Mt 10, 2,5).
Los que forman al grupo amplio de discípulos llegarían también individualmente a establecer su relación con el Señor, que se mueve sin cesar entre la gente.
Algunas de las mujeres que siguen al Maestro (cfr. Lc 8, 1s.) habían sido curadas, cada una de ellas y por separado, «de espíritus malignos y enfermedades» [11].
«La llamada de Jesús a seguirle es intransferible. Según los Sinópticos acontece en virtud del propio poder mesiánico» [12].
Jesús se muestra en todo momento atento a las personas y conoce mejor que nadie el carácter irrepetible de cada una. Puede adivinarse que ha penetrado los rasgos íntimos y los aspectos misteriosos de la individualidad. Incluso cuando tiene delante a una muchedumbre, Jesús está viendo y considerando personas individuales, que son —como si se tratara de un conjunto de encuentros independientes unos de otros— objeto de su palabra, su solicitud, su perdón y su poder de curar. «Poniendo él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba» (Lc 4, 40).
«Al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor» (Mt 10, 36). No es una compasión genérica. Esta muchedumbre no es una masa anónima sino un grupo numeroso de personas, cada una de ellas conocida, tenida en cuenta y amada por Jesús.
La curación del hombre de la mano paralizada, un hombre salido de una multitud que se acrecienta y disminuye alternativamente es un testimonio elocuente y conmovedor de la compasión de Cristo por el individuo y de su justa ira hacia quienes no quieren comprender el valor de una persona (cfr. Mc 3, 3-5).
Jesús condena el falso celo de los que recorren «mar y tierra para hacer un prosélito» y cuando por fin lo han conseguido le olvidan con un abandono que compromete su destino eterno (cfr. Mt 23, 15). El Señor recuerda igualmente a quienes le escuchan que en determinadas ocasiones un hombre puede significar más que el Sábado, porque el Sábado ha sido hecho para él y no viceversa (cfr. Mc 2, 27).
A lo largo del ministerio público y en base al conocimiento que posee de cada persona, Jesús llama y trata de modo distinto a gentes distintas. El estilo diverso, el tono del lenguaje y la gradualidad de los llamamientos y relaciones con Jesús que encontramos en el Evangelio, indican que el Señor considera con agudeza, tacto y respeto las peculiaridades de los hombres y mujeres que pueblan el relato y mantienen algún contacto con él [13].
Jesús contempla con mirada de eternidad a estos hombres y mujeres concretos, y precisamente por esta razón su comportamiento con cada uno de ellos desborda de humanidad y de tierna diferenciación. Se diría que Jesús discrimina en el mejor y más noble sentido de la palabra. El Señor ve siempre unidos la vocación a un destino último y las circunstancias temporales más triviales e ínfimas.
Entre Jesús y cada persona existe en el Evangelio una relación con características propias. El Jesús que habla y trata con su madre parece diferente al Maestro que se relaciona con discípulos, seguidores y conocidos. En realidad la diferencia no está en el Señor sino en los otros, que tienen una personalidad y un camino distinto hacia Jesús y con él.
La relación de Jesús con Pedro es diferente a la que mantiene, por ejemplo, con Juan, a quien se llama «el discípulo amado». El Señor no se repite en ningún caso. Lo que dice a cada persona no ha sido dicho antes a nadie. Es algo completamente nuevo, creado en el momento de decirlo.
Jesús identifica y define a Natanael como «un verdadero Israelita» (Jn 1, 47) [14] y después de la Resurrección se preocupa de fortalecer la fe vacilante de Tomás (cfr. Jn 20, 24s.).
Conoce bien a Judas, ve venir su traición y procura hacerle reaccionar incluso cuando las cosas ya no tienen remedio humano (cfr. Lc 22, 48). Idéntica actitud personalizada al máximo advertimos en el Señor respecto a María Magdalena (cfr. Lc 8, 2; Jn 20, 11s.) y al buen ladrón. «La respuesta que le da Jesús, que se revela aquí de nuevo como el redentor de los pecadores, sobrepasa el ruego del malhechor arrepentido» [15] (cfr. Lc 23, 39s.). No puede olvidarse tampoco la estrecha amistad que le une con Lázaro y sus hermanas. «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro», escribe San Juan (Jn 11, 5),
La presencia de Jesús en estas vidas y la comunicación que los interesados han establecido con él supone para cada uno un encuentro ineludible con su vocación. Lo hacen a través de un conocimiento más hondo de Dios y también de un conocimiento verdadero de sí mismos, provocados por el Maestro.
Estos hombres y mujeres han descubierto en el momento de la llamada los rasgos importantes de su ser, han conocido la verdad sobre su propia vida, han comprendido su destino y saben ya de una vez para siempre quiénes son. Es como si su existencia se hubiera resumido o concentrado en un solo instante: el instante en el que se deciden a escuchar el llamamiento de Jesús sin dilación alguna. Es un segundo de tiempo en el que el mundo, las cosas y las personas no importan o por lo menos pasan transitoriamente a ocupar un segundo plano.
La mención del momento y de las circunstancias de la llamada indican bien a las claras su carácter individual. El encuentro decisivo con Jesús ha dejado una huella. Permanece firme un recuerdo que sobresale en la secuencia de sucesos que forman la vida externa de la persona.
Los detalles de la ocasión son retenidos sin esfuerzo alguno y perviven en la conciencia con singular relieve. Algunos de los primeros recuerdan la hora del día en la que conocieron a Jesús y hablaron con él (cfr. Jn 1, 39) y no han olvidado tampoco que arreglaban las redes y se hallaban con el padre cuando fueron llamados (cfr. Mc 1, 16.19) [16].
La memoria tenía que registrar para siempre los pormenores de un hecho que desvela la unidad radical de la existencia y la divide al mismo tiempo en dos mitades.
4. Una invitación imprevisible
La llamada de Jesús no es simplemente el resultado final o la consecuencia prevista de una búsqueda religiosa por parte de los hombres que la reciben.
Cualquiera puede y debe ciertamente buscar a Dios y preguntarse sobre el modo de hacer la voluntad divina y de encontrar el sentido último de la propia existencia. Pero nadie es capaz de anticipar el llamamiento divino o de saber con certeza que su trayectoria espiritual se dirige al encuentro de una vocación.
Dios se hace presente a la persona llamada de manera imprevisible y, con frecuencia, sorprendente. La voz divina se deja oír en Jesús de modo inesperado. Es el mismo estilo de actuación que hemos observado ya en el Antiguo Testamento. La voz de Dios sobreviene. Dios establece soberanamente cuando lo desea y en libertad creadora absoluta su relación con el hombre [17].
Puede decirse que, en el caso de la llamada vocacional, Dios no avisa. Este carácter misterioso, súbito e indisponible de la voz que llama es un signo más de la transcendencia de Dios. La voz de lo alto puede sonar en cualquier momento.
Bajo cierto aspecto, la vocación es desde luego el desenlace de un desarrollo espiritual en la persona llamada. Puede hablarse de un periodo formativo de la vocación durante el cual Dios ha preparado la mente, el corazón y los sentimientos del futuro discípulo. La vocación tiene en este sentido una historia previa.
Vemos así que las personas que se encuentran con el Mesías niño y le reconocen eran las primicias espirituales del pueblo judío, hombres y mujeres como Zacarías e Isabel, José el esposo de la Virgen María, Simeón y Ana, que esperaban la redención de Israel, acostumbrados de por vida, con ayuda de la gracia, a buscar la verdad y a obedecer sus conciencias.
Los llamados por Dios a conocer la llegada del Reino y recibirlo con prontitud y alegría se habían preparado asimismo, tal vez sin saberlo, para la venida de Cristo a sus vidas. Lo sugieren con suficiente claridad las palabras y acciones de la familia de Betania, de José de Arimatea y Nicodemo, de Cornelio, etc.
Lo mismo se observa en la vida de la mayoría de los discípulos inmediatos de Cristo y futuros Apóstoles, que eran cuanto menos hombres imbuidos de una religiosidad normal según el espíritu y los preceptos de la Ley de Moisés. Ellos han sido iluminados también acerca de la verdad por la vida y las palabras de Jesús desde el momento en que le han conocido y tratado.
San Pablo ha sido llamado y se ha convertido en el camino de Damasco, pero no deben descartarse en su vida anterior experiencias sobre los cristianos mismos que perseguía y su comportamiento, que habrían preparado de lejos su conversión. Saulo pudo muy bien estar entre los que fijaron su mirada en el protomártir Esteban y «vieron su rostro como el rostro de un ángel» (Hch 6, 15) y haber sido testigo involuntario del amor, paciencia y alegría de los cristianos objeto de su persecución fanática.
Y sin embargo hay que decir que la vocación llega de modo absoluto, sin condicionamientos ni preparación obligada de ninguna clase. Lo expresa muy bien el mismo Pablo cuando tiene en nada sus méritos religiosos y títulos legales según las prescripciones mosaicas. «Circuncidado al octavo día..., hebreo, hijo de hebreos, en cuanto a la Ley, fariseo; en cuanto a la justicia, irreprensible. Pero lo que era para mí ganancia lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo» (Flp 3, 5-7).
Pablo simboliza y encarna en sí misma una magnífica y hasta envidiable situación religiosa. Pero este patrimonio ha dejado de interesarle. No lo estima causa de su vocación y lo considera del todo irrelevante una vez recibida su llamada como cristiano.
La historia previa de la vocación no hace prever necesariamente que Dios llamará ni resta originalidad al momento preciso en que Dios llama y el hombre llamado oye su voz.
La vocación es en último término independiente y separable de su preparación histórica. Dios nunca actúa condicionado.
La llamada en cuanto tal no cuenta con precedentes. Se produce ante el asombro de uno mismo y de los demás, que creían tal vez haber entendido la regularidad y penetrado las leyes de los caminos divinos. La aparente uniformidad y normalidad de la Providencia de Dios no deja nunca de reservar y de producir sorpresas.
El Señor ha sugerido la enseñanza de que Dios actúa sin tener en cuenta criterios y pautas humanos. «Cuando des un banquete —dice— llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos...» (Lc 14, 13). No vemos venir la voluntad divina ni podemos imaginarnos sus decisiones respecto al destino de las personas [18].
San Pablo se hace eco de esta gran verdad cuando escribe a los Corintios: «¡Mirad, hermanos, quienes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza. Ha elegido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha elegido Dios lo débil del mundo para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios» (1Co 1, 26-29).
San Josemaría Escrivá de Balaguer llama la atención sobre este hecho en tono de diálogo personal cuando escribe: «Te reconoces miserable. Y lo eres. —A pesar de todo— más aún: por eso te buscó Dios. Siempre emplea instrumentos desproporcionados: para que se vea que la “obra” es suya. A ti sólo te pide docilidad» (Camino 475).
Dios no juzga según apariencias ni hace acepción de personas (cfr. Hch 10, 34; 1P 1, 17).
Lo cierto es en cualquier caso que la vida de todo hombre y de toda mujer supone un conflicto interior y un avance hacia una confrontación crítica que tarde o temprano se producirá. En esa crisis, la persona encontrará su camino y abrazará la verdad o comenzará a separarse de ella.
José Morales en unav.edu/
Notas:
1. Ch.W. SMITH, Fishers of Man, HThR, Sl, (1959), 188; J. MANEK, Fishers of Man, «Novum Testamentum» 2, (1950), 138-141; W. WUELLNER, The Meaning of «Fishers of men», Philadelphia 1967.
2. Cfr. W. STENGER, New Testament Exegesis, Grand Rapids, Michigan 1993, 66-67.
3. M. HENGEL, Seguimiento y carisma, Santander 1981, 31; J.P. MEIER, The Disciples of Jesus: Who were they?, «Mid-Stream» 38, (1999), 129-135.
4. Cfr. R. SCHNACKENBURG, Das vierte Evangelium und die Johannesjünger, «Historisches Jahrbuch» 77, (1958), 21-38; D.G. Van der MERWE, Towards a theological understanding of Johannine discipleship, «Neo-testamentica» 31, (1997), 339-359.
5. Cfr. R. MICHIELS, La conception lucanielnne de la conversion, ETh 41, (1965), 42-78.
6. J. LINDBLOM, Prophecy in Ancient Israel, Oxford 1965, 192.
7. Cfr. A.M. DENIS, L’election et la vocation de Paul, faveurs cèlestes. Étude thèmatique de Gal 1, 15, «Revue Thomiste» 57, (1957), 405-428.
8. Cfr. A. GEORGE, Le paralléle entre Jean-Baptiste et Jesus en Luc, Mélanges Rigoux, Gembloux 1970, 147-172.
9. R. SCHNACKENBURG, El Evangelio según San Juan, vol. I, Barcelona 1980, 348.
10. Cfr. C.S. MANN, Mark, «The Anchor Bible» vol. 27, New York 1986, 280.
11. Cfr. E. STAGG, Woman in the world of Jesus, Philadelphia 1978; R. RYAN, The Women from Galilee and Discipleship in Luke, BTB 15, (1985), 56-59; J. DEWEY, Women in the Synoptic Gospels, «Bib. Theol. Bulletin» 27, (1997), 53-60.
12. M. HENGEL, Seguimiento y Carisma, Santander 1981, 32; M.A. CONNOLLY, The Leadership of Jesus, «Bible Today» 34, (1996), 74-82.
13. Cfr. J.K. RICHES, The Social World of Jesus, «Interpretation» 50, (1996), 383-93.
14. Cfr. G. QUISPEL, Nathanael under Menschensohn, «Zeits f.d. Neut.wis.» 47, (1956), 281-284.
15. J. SCHMID, El Evangelio según S. Lucas, Barcelona 1968, 501.
16. Cfr. J. HANSON, The Disciples in Mark’s Gospel, «Hor. Bib. Theol.» 20, (1998), 128-155.
17. Cfr. H.H. ROWLEY, The Biblical doctrine of election, London 1950, 95-120; A.J. DROGE, Call Stories in Greek Biography and the Gospels, SBLSP, 22, (1983), 245-257; P.S. MINEAR, The Salt of the Earth, «Interpretation» 51, (1997), 31-41.
18. Cfr. K.S. KRIEGER, Die Zöllner: Jesu Umgang mit einem verachteten Beruf, «Bib. Kirch» 52, (1997),
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