9. La urgencia de la aceptación
La llamada de Jesús de Nazaret a sus discípulos se presenta a estos con cierto carácter perentorio. Es una invitación imperativa. Quienes la reciben adquieren conciencia de que el seguimiento exigido representa un deber y es al mismo tiempo un don, un don divino que se tiene la obligación de aceptar.
«Al pasar vio Jesús a Leví...y le dice: “Sígueme”» (Mc 2, 14). Mateo ha tomado una decisión que en un recaudador de tributos era social y políticamente irrevocable [35]. En otro lugar leemos: «Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo: “Sólo una cosa te falta: vete, vende lo que tienes...; luego, ven y sígueme”» (id. Lc 21). El sumario requerimiento del Señor tiene algo de inapelable. La persona invitada se da cuenta de algún modo que se ha encontrado con el mensajero mesiánico y que seguirle no significa sino seguir a Dios mismo. Ha entrado en acción la Palabra divina, que sitúa al hombre ante una opción decisiva, después de haber traspasado su espíritu y haber creado en él una situación de innegable autoconocimiento y de íntima claridad.
La Palabra coloca al hombre ante sí mismo, con Dios como testigo. Es un momento de verdad absoluta. «Ciertamente es viva la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que una espada de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón. No hay para ella criatura invisible a los ojos de Aquél a quien hemos de dar cuenta» (Hb 4, 12-13).
Esta experiencia ayuda a entender la prontitud con la que los hombres de buena voluntad y entrenados en la sinceridad consigo mismos atienden el llamamiento.
Un hombre y una mujer sinceros no pueden no escuchar, reconocer, y admitir la llamada divina, porque no están acostumbrados, como tantos, a silenciar su conciencia y negar la evidencia interior.
Las palabras de Jesús que describen en una parábola las excusas de los que no quieren asistir al banquete nupcial, que es el Banquete del Reino, traducen cierta tristeza y desilusión. Es el pesar por el destino de hombres que sin aducir razones mentirosas —«el primero dijo: he comprado un campo...; otro dijo: he comprado cinco yuntas de bueyes...; otro dijo: me he casado») (Lc 14, 15s.)— hablan, sin embargo, con mala conciencia. No han oído ni querido reconocer la voz exterior de quien les invita, porque tampoco desean oír la voz interior de Dios que les habla en lo íntimo.
La llamada de Jesús plantea a la persona un asunto urgente. Nada sería tan imprudente como diferirlo, asignarle un rango secundario de importancia, o considerarlo una cuestión simplemente interesante. Las palabras del Maestro desean ser operativas de inmediato. Quieren decir lo que dicen y el discípulo ha de actuar sin dilación. El momento único creado por la invitación se asemeja de alguna manera a la convocatoria del tránsito a la otra vida que, una vez producida, no admite ni siquiera el aplazamiento de un segundo.
El ahora del llamamiento adquiere suma transcendencia. Es como si la existencia del hombre se hubiera concentrado en el instante de la llamada de Jesús. El presente se configura como resumen de la vida de la persona y la penumbra en que siempre se hallan el pasado y el futuro se acentúa todavía más.
«Mirad, ahora es el tiempo favorable; ahora es el día de salvación» (2Co 6, 2). Se encierra aquí mucho más que la filosofía humana del «carpe diem» horaciano, porque la prudente actitud pagana de aprovechar el tiempo breve del que se dispone se origina y desarrolla dentro del sujeto y está impregnada de sano aunque limitado pragmatismo.
En la invitación evangélica es el más allá escatológico lo que irrumpe en la vida de la persona, manifestando la unidad estrecha que forman el tiempo y la eternidad.
«Como dice el Espíritu Santo: “si oís hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones”» (Hb 3, 7; cfr. Sal 95, 7.11). «He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno me abre, entraré y cenaré con él, y él conmigo» (Ap 3, 20).
«Yo con él y él conmigo». La situación se individualiza al máximo y la respuesta personal es ineludible. Para el hombre y la mujer llamados, el encuentro con Jesús —cuyo sentido es bien interpretado por las palabras invitadoras del Maestro— es un momento de extraordinaria lucidez espiritual. Es como un río de claridad que viene a iluminar la conciencia y a facilitar la respuesta favorable de la voluntad.
«Caminad mientras tenéis luz, para que no os sorprendan las tinieblas» (Jn 12, 35). Jesús parece llamar cuando las disposiciones son más propicias. Podría no haber una segunda llamada o podría venir ésta en una situación menos positiva o fácil para la escucha.
La llamada del Señor es siempre misericordiosa y nunca amenazadora, pero recuerda implícitamente el juicio venidero —donde Jesús es también protagonista— y manifiesta la tensión que existe entre la vida presente y la vida futura.
La vocación no sólo se presenta con carácter urgente sino también con un llamativo aspecto de radicalidad. El atractivo y la suavidad de Jesús se hacen compatibles con un lenguaje y unos gestos decididos y con frecuencia severos.
«Si alguno quiere venir en pos de mi, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mc 8, 34). El entero pasaje de san Marcos encabezado por estas palabras reúne un grupo de sentencias de Jesús en las que se expresa inequívocamente la necesidad del seguimiento incondicional [36].
Lo mismo se dice en otros lugares que, en medio de una gran diversidad de circunstancias, manifiestan claramente que la existencia de quien sigue a Jesús está determinada en su conjunto por una amable exigencia.
«Se acercó un escriba y le dijo: “Maestro, te seguiré a dondequiera que vayas”. Dícele Jesús: “Las zorras tienen guaridas y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”» (Mt 8, 19-20). Se trata de compartir la vida de Jesús y de remover cualquier obstáculo que pueda dificultarlo. El llamado no acepta sólo el don de Dios sino a Dios mismo que se le hace presente en Jesucristo.
Es evidente que Jesús no es un simple maestro que se presenta ante sus discípulos con una enseñanza más o menos importante y que se contenta con que ellos se limiten a aceptarla. Siempre que el Señor emplea la palabra discípulo lo hace de modo que se entienda que se refiere no a seguidores de una doctrina sino a imitadores de una vida.
Tal como Jesús lo exige, el discipulado del Evangelio no es un seguimiento para el estudio de la Ley o la expresión de simpatía personal hacia una causa. El discipulado creado por Cristo se ordena por entero al servicio y ayuda del Maestro en su misión. Constituye una institución y realidad completamente originales, que poco tienen que ver con las tradiciones y usos rabínicos.
El seguimiento de Jesús por los discípulos llamados equivale a una confesión de fe por parte de éstos, porque al ir tras Él de modo incondicional están afirmando en definitiva que Jesús de Nazaret es el Cristo de Dios, el Mesías.
El Señor y su misión invaden la vida del discípulo y puede decirse que la totalizan, haciendo relativas todas las demás misiones y dedicaciones particulares o sectoriales. La intervención de Jesús en la vida de los discípulos, que queda transformada y recomienza, por así decirlo, a partir del llamamiento, manifiesta un carácter creativo. Es decir, hace secundarias las normas y costumbres tradicionales del Judaísmo y por encima de ellas coloca al discípulo ante una situación nueva.
«Lo mesiánico es redescubrimiento de lo que es original y conforme a la creación. Implica el reconocimiento inquebrantable y radical de Dios» [37].
Que la misión recibida por los discípulos en la vocación no sea una tarea más junto a otras, hace que estos hombres no consideren su nueva condición como algo extrínseco a su vida [38].
Los discípulos de Jesús lo son desde luego ante los demás, pero lo son sobre todo ante sí mismos y para sí mismos. Perciben su misión como algo irrevocable, como núcleo de su destino personal. No es para ellos una circunstancia pasajera y anecdótica, o como un papel que deben desempeñar en la vida durante un tiempo. La vida ha adquirido para ellos absoluta unidad y si pensaran en sí mismos podrían decir que han encontrado su propia y auténtica persona.
10. Seguimiento sin condiciones
La imperativa llamada que Jesús de Nazaret dirige a sus discípulos tiene el poder de eliminar condicionamientos y suspender obligaciones anteriores, o por lo menos de colocar a unos y a otras bajo una luz y un planteamiento nuevos.
«Otro de los discípulos le dijo: “Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre”. Dícele Jesús: “Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos”» (Mt 8, 21-22; cfr. Mt 9, 61s.). Los dos versículos de san Mateo presentan una breve escena en la que el mismo Señor desarrolla para este caso las consecuencias que se contienen en su invitación a seguirle. Cuando Jesús pedía a su seguidor sobreponerse al 4.º mandamiento y a las obras de misericordia, lo exigía de la misma manera en que solo Dios en el AT obligaba a los profetas a obedecer en lo referente al anuncio de su juicio próximo.
El sígueme de Jesús provoca en la vida del discípulo un comienzo absoluto, según el cual podría decirse que el hombre y la mujer llamados dejan de tener un pasado condicionante. El discípulo ha devenido una persona sin ataduras. Porque, de un lado, no debe permitir que viejos lazos permanezcan en su vida, y de otro la gracia de Dios le introduce ahora en una situación de auténtica libertad que le permite alejarse de todo condicionamiento terreno.
Ante la llamada del Maestro se relativizan los vínculos humanos más nobles y desaparecen los lazos perniciosos y encadenantes al mal. Nos dice, por ejemplo, san Marcos que Jesús había arrojado de María Magdalena «siete demonios» (Mc 16, 9).
Oír el llamamiento equivale a descubrir el tesoro por el que debe dejarse todo lo demás: «El Reino de los cielos es semejante a un Tesoro escondido en un campo que al encontrarlo un hombre, lo vuelve a esconder y por la alegría que recibe va, vende todo lo que tiene y compra aquel campo» (Mt 12, 44).
Sólo el Reino y Jesús que lo trae deben representar para el discípulo un valor absoluto. El Señor lo advierte y hasta lo dramatiza con palabras que pueden parecer radicales. «El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mi; el que ama a su hijo o a su hija más que a mi no es digno de mi» (Mt 10, 37; cfr. Mt 10, 35).
Son términos que recuerdan inevitablemente el comportamiento de Jesús niño, que se separa de María y de José y permanece en Jerusalén para atender a los asuntos de su Padre del cielo. «Porqué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía ocuparme en las cosas de mi Padre?») (Lc 2, 49). Jesús proclama deberes especiales de Hijo respecto a su Padre y una consiguiente total independencia de las criaturas para poder cumplirlos.
«Es natural suponer —escribe Hengel— que la severidad de Jesús sobre la incondicionalidad del seguimiento no se entiende bien desde la perspectiva de su actividad como maestro. Semejante radicalidad solo puede explicarse bajo el punto de vista de su poder único como heraldo del Reino próximo. En vista de esta proximidad apremiante, no hay tiempo que perder y es necesario seguirle sin dilación, renunciando a todas las consideraciones y vinculaciones humanas» [39].
Cuando Jesús exige a un discípulo que deje momentáneamente como en suspenso el cuarto mandamiento de la Ley y las obras de misericordia (cfr. Mt 8, 21-22: «deja que los muertos entierren a sus muertos»), lo pide del mismo modo en que solamente Dios obligaba a los profetas del Antiguo Testamento a anunciar el juicio inminente y vivir conforme a este anuncio (cfr. Ez 4, 9-15; Os 1, 2s.; Is 20, 1-6). En ambos casos se proclama la disolución escatológica de los vínculos familiares.
Jesús y el Evangelio parecen situarse justamente en la posición contraria al conformismo que es típico de cualquier sociedad más o menos normalizada y llena de costumbres, hábitos, rutinas, prejuicios y tradiciones. Es ésta una normalización social que asigna a cada uno una función determinada y tiende a inmovilizar en ella a las personas, de modo que cualquier comportamiento no previsto provocará necesariamente la resistencia, la incomprensión y a veces el escándalo.
El Evangelio, respetuoso en principio con el orden de este mundo, que viene también de Dios, modifica, sin embargo, profundamente muchos criterios y cometidos terrenos. «Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer», escribe san Pablo a los Gálatas (Ga 3, 28). «La frase subraya fuertemente la igualdad de todos en Cristo Jesús» 40. Las estadísticas humanas y ley de los grandes números —que son determinantes cara conocer y estimular las acciones de los hombres— dejan ahora de tener importancia. El comportamiento del reducido grupo que oye la llamada de Jesús y acepta la venida del Reino es el hecho que mejor caracteriza la época histórica en la que Jesús vive. La vida cotidiana de la mayoría de hombres y mujeres contemporáneos reviste importancia secundaria.
11. Seguridad y riesgo
El conocimiento de la llamada de Jesús por el discípulo provoca necesariamente en éste una aceptación de Jesús (cfr. Mt 9, 9) o una negativa al seguimiento (cfr. Mc 10, 21s.; Lc 14, 15s.). No hay término medio posible, porque no prestar atención a la llamada o aplazar la decisión para otro momento equivalen en el Evangelio a rechazar la vocación. La Palabra urgente de Dios en Jesucristo pide contestación inmediata. Todo aplazamiento es una negativa [41].
Aceptada la llamada del Señor, el discípulo comienza un camino que se caracteriza por la seguridad y la certeza, pero que está expuesto también a la inestabilidad y a las sorpresas de las tentaciones del mundo y de las debilidades humanas..
Una manifiesta tensión se aprecia entre el inicio de la vocación y su realización final en el Reino definitivo. La tensión se origina en los riesgos asumidos por el discípulo y que éste debe sortear a medida que se presentan durante su vida con Jesús. Mientras el discípulo está en camino cabe la triste posibilidad de que, como Judas, traicione su llamada o de que interrumpa sin más el seguimiento de Jesús (cfr. Jn 6, 66). San Pedro conoció por experiencia propia el drama de la debilidad y todos los discípulos llegaron por un tiempo a abandonar al Maestro cuando más necesidad tenía de ellos.
«Seguir a Jesús», «correr hacia la meta», «afianzar la vocación» son expresiones equivalentes usadas por el Nuevo Testamento para referirse a la vida de los que han recibido una llamada y lo saben. Estos hombres saben también que cuando Dios ha llamado una vez sigue llamando para hacer posible la fidelidad en todas las etapas del camino [42].
La vida terrena de Jesús está marcada por una impresionante solicitud hacia sus discípulos. El Señor está empeñado en la perseverancia de cada uno de ellos y lo demuestra continuamente. La mirada de Cristo alcanza y ve mucho más lejos que la de los hombres jóvenes que le acompañan, demasiado seguros a veces en sus propias fuerzas e inexpertos todavía en el gran combate entre el bien y el mal. Jesús quiere defender y de hecho defiende a los suyos para que no les afecte la misteriosa y gradual disminución o criba del número de llamados (cfr. Mt 22, 14), que ocurre silenciosa y sin detenerse hasta el final del tiempo.
La fidelidad de los discípulos es la primera preocupación del Maestro, junto al anuncio del Reino. «También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6, 67). Las palabras entre afectuosas y terminantes de Jesús, dirigidas a los Doce después de que «muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él» (id. Jn 6, 66), están cargadas de amor y celo por su perseverancia. Son en realidad una nueva y eficaz invitación para que todos continúen su camino con Él.
Jesús se ha empleado a fondo como Buen pastor para que ninguna de sus ovejas le sea arrebatada. «Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano» (Jn 10, 28). El Señor descubre a san Pedro, con palabras que éste no puede entender del todo, algo del misterio sobrecogedor de su destino personal y de las potencias sobrehumanas que lo amenazan o lo protegen. «¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca» (Lc 22, 31).
Llegada la hora triste de la pasión, Jesús sigue pendiente de Pedro, que acaba de negarle tres veces y podría volver definitivamente la espalda a su vocación. «El Señor se volvió y miró a Pedro» (Lc 22, 61). Una mirada compasiva y consoladora del Maestro ha estimulado a Pedro y remediado en un instante la difícil situación espiritual y humana del Apóstol.
Jesús llama «amigo» a Judas en el momento culminante de la traición (Mt 26, 50). Es como si quisiera hacerle reaccionar, aunque sabe que su propia suerte personal está echada y las consecuencias de la traición son ya irreversibles.
El Resucitado confirma finalmente con sus apariciones la fe vacilante de los discípulos (cfr. Jn 20, 19s.; 1Co 15, 5-8), se ocupa especialmente de fortalecer a Tomás (cfr. Jn 20, 24-29.) y envía sobre todos la «Promesa» del Padre (Lc 24, 49), es decir, el Espíritu como don absoluto que, en continuidad con la llamada primera, les capacitará para llevar a cabo su misión.
12. La vocación como gracia
En las manifestaciones de Jesús sobre la vocación de sus discípulos se nota un cierto contraste. De un lado les invita al seguimiento, les acostumbra a perseguir metas elevadas y les anima en las inevitables dificultades. De otro lado, se esfuerza en que comprendan que las raíces de su vocación se hunden en la profundidad de un misterio divino, que tienen una idea solamente aproximada de sus pocos merecimientos y que su debilidad última para alcanzar la meta que les ha propuesto haría fracasar la empresa si no fuera por la ayuda inmensa que han recibido y reciben de Dios [43].
«Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo conquistan» (Mt 11,12). El Reino es un objetivo previsto para los fuertes y para los que han aprendido en humildad a hacerse violencia a sí mismos. Las palabras de Jesús contienen un tono de estímulo que permite interpretarlas como un reto a la libertad y noble ambición espiritual humanas. Los discípulos han de escoger entre la vida y la muerte (cfr. Dt 30, 19) y entrar» por la puerta angosta» (Mt 7, 13) si desean seguir a Jesús.
Pero el Señor les recuerda también que la gracia de acompañarle hasta el Reino está totalmente fuera de su alcance por la misma naturaleza de las cosas.
«No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber, o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?» (Mc 10, 38). Los jóvenes apóstoles desconocen aún el costo de seguir a Jesús, y no perciben que cáliz es aquí sinónimo de sufrimiento [44], como en Mc 14, 36. No saben el riesgo que corren si el Señor tomase sus generosas palabras al pie de la letra y les hiciera recorrer el camino tal como ellos se lo imaginan en su optimismo sin experiencia. No conocen la peligrosa naturaleza de sus deseos si Jesús no los llegara a purificar e hiciera posibles. De hecho no han comprendido del todo al Señor y sólo el tiempo y la paciente ayuda del Maestro lograrán que lo consigan.
Mientras tanto se abatirán con frecuencia por su falta de poder sobre los demonios (cfr. Mc 9, 28s.), por el retraso de la parusía (cfr. id. Mc 13, 33s.), por las persecuciones (cfr. id. Mc 14, 17) y sobre todo por el aparente fracaso humano de Jesús (cfr. id. Mc 14, 50), que parece sucumbir ante las insidias de sus enemigos.
A pesar de todo, Jesús acepta el «podemos» de Santiago y de Juan (cfr. Mc 10, 39-40), que les llevará como discípulos a la meta deseada, aunque por una vía muy distinta de la que podían suponer sus ingenuas previsiones. A la vista del pasaje evangélico hay que decir, sin embargo, que «no es presunción afirmar possumus!. Jesucristo nos enseña este camino divino y nos pide que lo emprendamos, porque Él lo ha hecho humano y asequible a nuestra flaqueza» [45].
Es evidente que las palabras de Jesús y las discusiones que provocan no se orientan ni se mueven dentro del terreno ordinario donde podía ser usual y estar autorizado el debate religioso en el seno del Judaísmo. Jesús lleva a cabo en realidad una cierta impugnación de ideas y planteamientos religiosos, y en ocasiones no elude la confrontación abierta.
Era inevitable que así ocurriera si tenemos en cuenta que el Señor se manifiesta con suma libertad respecto a la Ley mosaica y a las costumbres de sus contemporáneos judíos. Jesús no se presenta únicamente como un intérprete de la Ley, sino que viene a disponer de ella, porque de otro modo no podría llevarla a su verdadero y pleno cumplimiento (cfr. Mt 5, 17).
No sólo permanece ajeno al espíritu y métodos de erudición rabínicos y adopta la costumbre excepcional de predicar al aire libre, sino que su mensaje se caracteriza, como hemos visto, por un rigor que sorprende incluso a los más incondicionales.
Esta severidad de las condiciones y exigencias del Señor con los que ha llamado para su seguimiento solamente se explica desde la misión al servicio del Reino que esos hombres reciben. Aunque lo realicen en otro plano, los discípulos deben ofrecerse y entregarse a su tarea con la misma intensidad que Jesús. Deben anunciar también el Reino próximo de Dios y el acontecimiento salvador que contiene.
Los discípulos adquieren de este modo, sin haberlo pedido y ni siquiera imaginado, una participación directa en la misma obra de Jesús y se convierten no solo en sus mensajeros sino en íntimos colaboradores a los que el Señor llama amigos, porque les ha dado a conocer todo lo que ha oído a su Padre (cfr. Jn 15, 15).
Existe entonces una estrecha relación entre la llamada al seguimiento, el apoderamiento para predicar el Reino, y el envío. La elección de los discípulos por Jesús se orienta al servicio, lo cual no excluye, sin embargo, que se trate de un singular privilegio.
13. Elegidos en el hijo
Los discípulos de Jesús, y todos los que después de ellos son llamados a seguirle en el curso de la historia, reciben de Dios la elección y la vocación no solo a través del Hijo sino en el Hijo. Es decir, llegamos a ser hijos de Dios en el Hijo único, que es «primogénito entre muchos hermanos».
Es ésta una verdad de enorme alcance que declara solemnemente san Pablo al comienzo de la Carta a los cristianos de Éfeso: «Dios nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor, escogiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (Ef 1, 4-5).
El hombre y la mujer, en cuanto personas elegidas y, llamadas y salvadas por Dios, se encuentran básicamente referidos a Jesús a partir de su mismo ser de criaturas. Porque Jesús es el primer llamado por el Padre, es el primogénito de la Creación (Hb 1, 6) y el primogénito de la Redención (Rm 8, 29; Ap 1, 5). Es Dios quien habla en la Sagrada Escritura cuando leemos: «De Egipto llamé a mi hijo» (Os 11, 1; cfr. Mt 2, 15). En el anuncio a María dice el arcángel: «Lo que nacerá de ti será llamado Santo, Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Jesucristo es en realidad el único que merece el nombre de Elegido. «La elección de Jesús antecede y preside a toda otra elección» [46]. Él tiene también una vocación, la vocación por excelencia, en cuya naturaleza está el ser extendida a todos los elegidos por Dios desde la eternidad. «Desde toda la eternidad Dios ha pronunciado su Verbo, en el que estaba dicho que los santos tendrían en Él la vida eterna» [47].
San Pablo formula el misterio de la elección de los hombres en Jesucristo como parte esencial de la historia la salvación, que describe con las siguientes palabras: «Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que de antemano conoció también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera Él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a esos también los llamó; y a los que llamó, a esos también los justificó; a los que justificó, a esos también los glorificó» (Rm 8, 28-30).
Según la Sagrada Escritura, Dios es nuestro Padre no en base a la común naturaleza humana, sino precisamente en base a la elección (cfr. Os 11, 1; Jr 31, 20), que tiene lugar en y a través de Jesucristo.
Jesucristo, Elegido de Dios, es un tema central del Nuevo Testamento. «Se dejó oír una voz de la nube, que decía: Este es mi Hijo, el elegido; escuchadle» (Lc 9, 35). Es ésta misma la revelación que ha recibido Juan el Bautista y que no cesa de anunciar: «Yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Elegido de Dios» (Jn 1, 34).
Se trata de una noticia gozosa que supone, sin embargo, un juicio para los que habiendo percibido de algún modo la personalidad singular de Jesús, no se deciden a aceptarle. Son los mismos que dirán injuriosamente delante del crucificado: «a otros salvó; sálvese a sí mismo, si es el Cristo, el elegido de Dios» (Lc 23, 35).
La elección y vocación de Jesús no sólo hacen posibles las nuestras sino que nos capacitan en la práctica para seguirle como Maestro incomparable, que es arquetipo, no ideal sino concreto y tangible, de nuestras acciones y de nuestros sentimientos como cristianos.
La elección del Señor hace para él una feliz tarea en su vida terrena el ir por delante de los discípulos hacia su fin. Les ha precedido en la elección eterna y les precede también en los episodios, decisiones y esfuerzos temporales donde se manifiesta esa elección para el servicio de Dios y de los hombres.
«Algunos harán la guerra al Cordero, pero el Cordero, como es Señor de Señores, y Rey de Reyes, los vencerá en unión con los suyos, los llamados, los elegidos y los fieles» (Ap 17, 14).
Jesús quiere ejercitarse desde el mismo comienzo de su vida pública en resistir y vencer las tentaciones que pretenden apartarle de su misión. Tiene prisa por ir al desierto, morada de los demonios para los antiguos judíos [48], para medirse con Satanás en una batalla que será decisiva para su camino terreno y para el destino de los que van a seguirle [49].
«El Espíritu le impulsa al desierto» (Mc 1, 12) para que venza la tentación del maligno precisamente en el lugar donde había sucumbido antes el pueblo elegido. El desierto deja ya de ser un marco de oprobio y de vergüenza y se convierte de este modo en un lugar de elección y de victoria de Dios. La escena de las tentaciones de Jesús, tal como es recogida por san Mateo (Mt 4, 1-11) y san Lucas (Lc 4, 1-13) tiene probablemente a la vista las pruebas sufridas por los Israelitas durante su larga marcha hacia la tierra prometida a través de la península del Sinaí (cfr. Dt 6, 13s.; Dt 8, 3; 34; Ex 17, 1s.).
La imaginación de los cristianos experimenta cierto vértigo ante el hecho misterioso de que Jesús fuese «probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Hb 4, 15). Jesús conoció la tentación, y podernos afirmar que la conoció con mucha más hondura e intensidad que cualquier otro hombre. Porque los hombres cedemos ante ella con frecuencia y dejamos por tanto de experimentarla en toda su fuerza desatada y acumulada. La tentación no necesita muchas veces desplegar y hacer sentir toda su energía sobre nosotros, porque antes de que lo haya hecho hemos claudicado ya ante ella.
Pero no ocurrió así con Jesús. El Señor le plantó cara a la tentación, la probó en toda su intensidad una y otra vez y la venció siempre. Por eso quiere y puede «compadecerse de nuestras flaquezas». Jesús no sólo fue tentado igual que nosotros sino que fue tentado por nosotros, es decir, en favor nuestro y para nuestro beneficio definitivo.
La energía espiritual incomparable que fluye de la vida de Jesús capacita al discípulo para seguir sus huellas (cfr. 1P 2, 21) y llegar hasta donde las solas fuerzas humanas no alcanzan.
El cristiano comparte en vida, de modo místico pero real, el destino de su Señor. Muere al pecado, en imitación de la muerte de Jesús, y resucita con Él en el Bautismo a una vida nueva.
Todo prefigura y anticipa la realidad futura en la que Jesús, que ha resucitado «de entre los muertos como primicias de los que durmieron» (1Co 15, 20) hará posible nuestra propia resurrección. «Si nos hemos hecho una misma cosa con Él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante» (Rm 6, 5).
¡Elegidos en el Elegido, nuestro destino temporal y eterno se cumple en el mismo destino de Cristo, Unigénito y Primogénito de Dios Padre. La Iglesia expresa en su Liturgia sentimientos que equivalen a una verdadera confesión de fe en la suerte final de sus hijos. Lo indica muy bien una oración entre muchas incluida en la Liturgia de las Horas: «Te damos gracias, Señor, porque nos has elegido como primicias para la salvación, y nos has llamado a participar en la gloria de Nuestro Señor Jesucristo (Preces de Vísperas, Feria IV, Semana III).
José Morales en unav.edu/
Notas:
35. Cfr. C.S. MANN, Mark, «The Anchor bible», vol. 27, New York 1988, 229; B.M. Van IERSEL, La vocation de Levi (Mc 2, 13-17 pas). Tradition et rèdaction, De Jesús aux Évangiles, II, 1967, 212-232.
36. Cfr. T. AERTS, Suivre Jésus, EThLov 42, (1966), 476-512; J.G. GRIFFITHS, The Disciple´s Cross, NTS 16, (1970), 358-64; E. BEST, Discipleship in Mark: Mark 8, 22-10, 52, «Scottish Journal of Theology» 23, (1970), 323-337.
37. Cfr. M. HENGEL, Seguimiento y Carisma, Santander 1981, 104.
38. Cfr. D. RHOADS, Mission in the Gospel of Mark, «Curr. Theol. Miss.» 22, (1995), 340-355.
39. Cfr. M. HENGEL, Seguimiento y Carisma, o.c., 29.
40. H. SCHLIER, Lettera ai Galati, Brescia 1965, 180.
41. Cfr. R. BUSEMANN, Die Jüngergemeinde nach Markus 10, Bonn 1983.
42. Cfr. J. BUTTS, The Voyage of Discipleship, «Early Jewish and Christian Exegesis», New York, (1987), 199-219.
43. Cfr. J.P. BURCHILL, Discipleship is Perfection: Discipleship in Matthew, RR 39, (1980), 36-42.
44. C.S. MANN, Mark, «The Anchor Bible», vol. 27, 412; Cfr. S. LÉGASSE, Approche de l’Episode prévangelique des Fils de Zébédée (Mc 10, 35-40 pas), «New Testament Studies» 19, (1972-73), 161-176.
45. JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 15, Madrid 331997.
46. J.L. ILLANES, Mundo y Santidad, n. 102, Madrid 1984.
47. TOMÁS DE AQUINO, Comentario al Evangelio de San Juan, n. 1384; (ed. Marietti).
48. C.S. MANN, Mark, «The Anchor Bible», vol. 27, 203.
49. Cfr. B. GERHARDSSON, The Testing of God’s Son, London, 1966.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |