5. La eficacia de la llamada
El lector del Evangelio se sentirá necesariamente admirado por la eficacia de la llamada de Jesús. El Señor llama a los discípulos y estos le siguen sin dilación ni aplazamiento alguno. Le siguen de inmediato. «Les dice: “venid conmigo y os haré pescadores de hombres”. Y ellos al instante, dejando las redes, le siguieron» (Mt 4, 1.9-20; cfr. Mt 4, 22) [19].
Las palabras mismas de Jesús que mueven al seguimiento son como una invitación imperativa que parece contar con una respuesta pronta y casi la dan por supuesta. Jesús espera la reacción afirmativa de los que llama, y la obtiene.
Escribe Tomas de Aquino que «la voz de Cristo poseía una fuerza por la que no solamente movía el corazón exteriormente sino también por dentro. La de Jesús se llamaba voz no sólo por su sonido sino porque inflamaba con su amor las entrañas de sus fieles» (In Ioann. 19 lect. 16, n. 1).
La palabra del Maestro no se asemeja a la de ningún otro. Los discípulos lo habían experimentado, como todos los demás oyentes de Jesús, desde el momento que le conocieron. «Entró en la sinagoga y comenzó a enseñar. Y quedaron asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas» (Mc 1, 22; cfr. Mt 7, 28). «La postura de Jesús es única y sin ejemplos ni precedentes dentro del Judaísmo» [20].
Jesús no se limita a apoyar sus palabras en la tradición, sino que habla por sí mismo. «Habéis oído que se dijo a nuestros antepasados... Pero yo os digo...» (Mt 5, 21) [21].
Está claro para los que van a seguir a Jesús que su Maestro no es un rabino corriente. Han entendido gradualmente que entre él y los rabinos y escribas no existe solamente una diferencia de grado, como la que puede haber entre un intérprete de la Ley y otro de mayor o menor personalidad y ciencia. Jesús enseña como quien posee un especial poder para hacerlo y un título único y excepcional para ser escuchado por cualquier persona a la que se dirija.
Su palabra guarda una relación inconfundible y directa con la palabra de Dios y no resulta posible —al menos no resulta fácil— sustraerse a su influjo. Los discípulos y la muchedumbre no barruntan que no tienen delante a un Rabí, aunque inicialmente se dirijan a él con ese término a falta de otro mejor (cfr. Jn 1, 39; Mt 26, 25).
El estilo de la enseñanza general que Jesús imparte a todos los oyentes con el atractivo y el poder de su singular autoridad forma el marco de la llamada personal que dirige a unos pocos.
El Maestro de la doctrina interesante y lúcida ofrecida a la multitud ha convertido ahora su palabra en un mensaje particular destinado solamente a una persona. La impresionante autoridad de Jesús se ha concentrado sobre una vida. Gravita entera sobre la existencia de un hombre a través del mandato-invitación que le dice: «Sígueme».
Se ha producido una nueva situación. Conocimiento y voluntad actúan juntos para identificar y acoger la llamada. La disposición y el deseo de querer oír facilitan la comprensión de la invitación de Jesús y ayudan a aceptarla en total disponibilidad.
Aunque la llamada de Jesús es suave y fuerte al mismo tiempo, no puede decirse que sea arrolladora hasta el extremo de eliminar o suspender la libertad del hombre llamado. La palabra de Jesús arrastra la voluntad de la persona no porque la ignore sino porque la gana.
Los llamamientos divinos del Nuevo Testamento solicitan la obediencia libre del sujeto interpelado por Dios. Los futuros Apóstoles obedecen la llamada del Señor. San Pablo explica apasionadamente al rey Agripa: «No fui desobediente a la visión celestial» (Hch 26, 19). El mismo libro de los Hechos nos dice que, al oír la predicación apostólica, muchos «obedecían la llamada de la fe» (Hch 6, 7).
Jesús quiere como don y regalo voluntarios del discípulo lo que sin duda podría haber tomado por la fuerza. Los hombres y mujeres llamados aceptan a Dios con la obediencia de la fe y gracias a la persuasión íntima que la gracia divina opera en sus corazones. La voz exterior y la voz interior han coincidido, se han hecho una sola palabra en el fondo del alma, y el discípulo se da cuenta de que debe seguir sin dilaciones la llamada de Jesús.
El hombre no se siente simplemente urgido en este caso por la atracción poderosa de un precepto abstracto que solicite su adhesión intelectual. La llamada evangélica no es un seco e inapelable mandato imperativo entendido como principio o ley que venga a gobernar la vida.
Al seguir la llamada, la persona no se limita a obedecer una norma estática de validez absoluta. Hace mucho más. El hombre y la mujer que aceptan el llamamiento de Jesús han percibido el valor de la vida de Cristo y se sienten invitados no sólo a la obediencia sino también y sobre todo al reconocimiento y a la participación.
«Maestro, ¿dónde vives? Les respondió: Venid y lo veréis. Fueron, vieron donde vivía y se quedaron con él» (Jn 1, 38-39). El mandato de seguir a Jesús no es sólo un requerimiento solemne y poderoso. Es también una exhortación y una invitación a entrar en la existencia de Cristo, que es la verdadera existencia humana, la única que merece en realidad tal nombre.
Una vez conocido el Señor de cerca, todos los valores que se concentran en su vida se hacen sencillamente evidentes e irrefutables para los futuros discípulos. Perciben éstos que la llamada que reciben contiene y lleva en sí misma su propio fundamento, que es un dato último más allá del cual no se puede ir. Porque un valor de estas características no se puede demostrar. Puede solamente encontrarse. Sin olvidar que el Señor ha dicho a través del profeta Isaías: «Me he dejado encontrar de quienes no preguntaban por mí; me he dejado hallar de quienes no me buscaban» (Is 65, 1).
La decisión de seguir a Jesús y permanecer con él es asunto de toda la persona. Tiene que ver con sus convicciones, sus deseos íntimos y sus sentimientos más vivos. No es un impulso irracional pero tampoco deriva únicamente de la razón. Es una decisión sensata, apasionada y prudente en grado sumo. La persona actúa en base a una convicción y seguridad que son diferentes y se encuentran más allá y por encima de los argumentos y razones que las han producido.
El discípulo advierte que su decisión de seguir a Jesús ha sido una decisión afortunada. Está seguro de haber acertado y de que su vida discurre por el camino justo. La libertad ha dejado opciones menores y ha sabido retener la importante, «lo único necesario» (cfr. Lc 10, 42) [22].
Y sin embargo hay que decir que aunque el seguimiento de la llamada de Jesús tiene carácter de decisión se puede describir mejor aún como abandono en las manos de Dios. Decisión y abandono indican que la actitud del discípulo que marcha tras el Maestro es a la vez activa y pasiva.
El discípulo barrunta que no tiene en realidad que elegir porque más bien ha sido elegido. Ha sido en efecto Jesús quien ha dicho: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado a que vayáis y deis fruto, y sea un fruto que permanezca» (Jn 15, 16).
La doctrina de la elección divina es fundamental tanto en el Antiguo como en el nuevo Testamento. «La elección de Israel se renueva en la elección de la Iglesia, en la de los hombres llamados por Jesús» [23]. Lo vemos en los llamamientos de San Pedro, San Mateo y San Pablo, que nos sirven admirablemente como muestra de lo que sucede en todos los demás.
San Pedro sigue a Cristo para ser «pescador de hombres» (Mt 4, 19) pero en realidad no sabe con exactitud lo que le ocurre. Experimenta ya de algún modo en su juventud lo mismo que Jesús le predecirá, para el final de su vida: «cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras» (Jn 21, 18).
Cuando deja su mesa de recaudador tampoco Leví logra entender del todo el sentido último de lo que le acontece. Y Saulo, tan seguro poco antes de sí mismo y de su ciencia religiosa, tiene que preguntar tembloroso: «¿Quién eres, Señor? ¿Qué quieres que haga? (Hch 9, 5; Hch 22, 10). Pablo es el prototipo del pecador salvado casi a pesar de él mismo por expreso deseo de Dios [24].
Todos han vivido el abandono de la obediencia, entendida en su significado más radical, y de la fe que la mueve.
La llamada de Dios revela y al mismo tiempo oculta su destino al hombre. Se le dice únicamente lo necesario para comenzar a andar detrás de Jesús. «Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba» (Hb 11, 8). Son palabras de un autor cristiano inspirado, que señalan la fe y la confianza de Abraham como precedente bíblico capital de las disposiciones más necesarias para el seguimiento de Cristo.
La prontitud en seguir la llamada de Jesús, resaltada muy deliberadamente por los autores sagrados en las escenas de vocación del Nuevo Testamento, indica que se trata de una iniciativa que la persona debe secundar sin dilación.
Indica asimismo que Dios elige gratuitamente, es decir, sin condiciones y que espera también un seguimiento sin condiciones por parte del hombre y la mujer elegidos.
Expresa finalmente la conversión que se ha operado en el llamado, sin lo cual no le habría sido posible escuchar el llamamiento de Jesús.
La voz del Señor ha hecho que la persona termine un silencioso proceso de transformación espiritual. El hombre ha «entrado en sí mismo» (Lc 15, 17) finalmente y ha podido así dejar entrar al Señor, después de oír sus palabras. «Sé ferviente y arrepiéntete. Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con y él conmigo» (Ap 3, 19b-20). Ha sido invitado a la gran Cena y ha aceptado la invitación (cfr. Lc 14, 16s.). Se ha producido un giro interior y le ha sido posible cruzar una frontera del espíritu. Ha repudiado un pasado pecador y nacido a una vida nueva [25].
6. El núcleo de los discípulos: los doce
Los grupos. de personas que son llamadas al Evangelio y lo acogen en sus vidas se congregan en torno a Jesús como en círculos concéntricos.
El núcleo de discípulos está formado por los Doce. Estos hombres son el centro de la comunidad que acepta el mensaje de Jesús y que al hacerlo suyo pertenece ya desde ese momento al Reino de Dios [26].
«La expresión los doce procede sin duda de la época primera después de la Resurrección, como designación corriente de los discípulos, elegidos por el mismo Jesús real e histórico» [27].
Jesús distingue claramente entre los Doce y el resto de los discípulos. «Por aquellos días —escribe san Lucas— se fue al monte a orar y pasó la noche en la oración de Dios. Cuando se hizo de día llamó a sus discípulos y eligió doce de entre ellos, a los que denominó también apóstoles» (Lc 6, 12-13).
No se puede, sin embargo, restringir a los doce el número de discípulos llamados por Jesús para servir al anuncio del Reino. Los Doce han sido entresacados de un grupo más numeroso de discípulos. Y más tarde se nos dice en efecto que «designó el Señor a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos delante de él, a todas las ciudades y lugares por donde había de pasar» (Lc 10, 1).
Diferentes de este segundo grupo son a su vez los demás múltiples seguidores del Maestro de Nazaret.
Los Doce son en cualquier caso la porción decisiva de entre los discípulos. «Aparecen ya en la antigua confesión de fe de 1Co 15, 5» [28]. Los componentes del grupo se mencionan nominalmente cuatro veces en el Nuevo Testamento: aparecen en los tres Evangelios sinópticos (cfr. Mc 3, 16-19; Mt 10, 2-4; Lc 6, 14-16) y (Hch 1, 13) cuando san Lucas habla de la reconstitución numérica del grupo con la elección de Matías como sustituto de Judas Iscariote.
La expresión los Doce deriva del tiempo inmediato a la Resurrección del Señor y es la designación usual de los primeros apóstoles, elegidos por el mismo Jesús histórico. Esta expresión constituye una prueba fehaciente y sencilla de la historicidad de la elección de los doce discípulos por Jesús.
Lo señala también poderosamente la inclusión sorprendente de Judas en su número (Mc 14, 10.20.43: «uno de los Doce»), que sería difícilmente explicable si el hecho de la elección del grupo hubiera sido una construcción y un añadido tardíos.
«Instituyó a los Doce —escribe san Marcos— y paso a Simón el nombre de Pedro; a Santiago el de Zebedeo y a Juan, hermano de Santiago, a quienes puso por nombre Boanerges, es decir, hijos del trueno; a Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el Cananeo, y Judas Iscariote, el mismo que le entregó» (Mc 3, 13-19).
La lista de Apóstoles recogida por Marcos, que es la más antigua del Nuevo Testamento, no solamente transmite los nombres de los Doce sino que señala también los cambios de apelación efectuados por Jesús. Los Doce son presentados de este modo como creación espiritual del Señor con vistas a la predicación e instauración del Reino que viene con Él y que se anticipará en la Iglesia.
San Mateo consigna de manera algo diferente la misma relación de Apóstoles. «Los nombres de los doce Apóstoles —dice— son: primero Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago, el de Zebedeo y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo el publicano; Santiago el de Alfeo y Tadeo (Judas de Santiago: Lc y Hch 1, 13); Simón el Cananeo y Judas el Iscariote» (Mt 10, 2-4).
La particularidad de esta lista (cfr. Hch 1, 13) estriba en que los nombres de los Doce se disponen en pares. La mención y distribución de apóstoles y discípulos en pares desempeña un papel importante en el Nuevo Testamento. «Llamó a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos dándoles poder sobre los espíritus inmundos» (Mc 6, 7). San Lucas relata que «designó el Señor a otros setenta y dos y los envió de dos en dos delante de sí, a todas las ciudades y sitios por donde él había de pasar» [29].
En otras ocasiones Jesús envía también a dos discípulos para llevar a cabo determinados cometidos o encargos (cfr. Mc 11, 1; Mc 14, 13). Es una costumbre que sobrepasa el marco del discipulado evangélico. La encontramos ya en Juan el Bautista (cfr. Lc 7, 8) y más tarde en los episodios relacionados con la conversión del romano Cornelio (cfr. Hch 10, 7). También los cristianos de Joppe envían a dos discípulos a Lida para llamar a Pedro con motivo de la muerte de Tabita (cfr. id. Hch 9, 38).
La disposición en pares de los nombres de los Doce alude especialmente a su vocación de enviados y a su misión inmediata de anunciadores del Reino llegado con Jesús. Los dos enviados de cada grupo se refuerzan mutuamente en su testimonio. Porque en realidad únicamente Cristo puede actuar y de hecho actúa solo como enviado singular del Padre. Solamente Cristo es sencillamente el Apóstol (Hb 3, 1) que puede usar este título con toda la plenitud de su sentido. Los discípulos lo adquieren de Jesús y lo llevan por derivación.
Los Doce son el círculo de discípulos más próximo a Jesús. Son los íntimos del Maestro, los hombres a quienes éste ha llamado y considera «amigos» (cfr. Jn 15, 15). «Instituyó a Doce para que estuvieran con Él». Es un hecho notorio y todos saben en efecto que estos hombres «habían estado con Jesús» (Hch 4, 13).
A ellos corresponderá la responsabilidad de ser testigos cualificados de la Resurrección de Cristo (cfr. Hch 1, 22) [30] y «de realizar este testimonio mediante el «ministerio de la Palabra» (Hch 6, 4). La elección de que han sido objeto y el papel determinante que van a desempeñar en la Iglesia naciente se traducirá en una posición especial dentro del reino futuro, una vez llegada la renovación mesiánica. «Jesús les dijo: Yo os aseguro que vosotros que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentareis también vosotros en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Mt 19, 28).
7. La llamada para el servicio del reino
El resto de los discípulos llamados por Jesús durante su ministerio público forman un grupo relativamente amplio de hombres y mujeres estrechamente vinculados a la vida del Maestro. No solamente son allegados y «conocidos» del Señor (cfr. Lc 22, 49). El mismo Jesús no vacila en considerarlos y llamarlos públicamente sus verdaderos familiares.
«¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y mirando en torno a los que estaban sentados en círculo a su alrededor dice: “estos son mi madre y mis hermanos”» (Mc 3, 33-34) [31]. «La familia escatológica debe sustituir a la familia terrena» [32].
Estos discípulos reciben una predicación y una instrucción especiales y más intensas por parte de Jesús, y sólo a ellos desvela el Maestro el significado escondido de sus parábolas (cfr. Mt 13, 36; Mt 18, 1s.). Tendrán junto con los Doce la gozosa obligación de anunciar el evangelio del Reino y el privilegio de ver a Cristo Resucitado (cfr. 1Co 15, 6). Constituida la comunidad cristiana de Jerusalén, serán considerados, en palabras de San Pedro, como «los hombres que anduvieron con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús convivió con nosotros, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que nos fue llevado» (Hch 1, 21-22).
Cuando Pedro habla a Cornelio de la Resurrección de Jesús y afirma que su aparición fue «no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos, y nos mandó que predicásemos al pueblo» (Hch 10, 40-42) no se refiere solamente a los Doce sino a todos los discípulos que conocieron como ellos al Maestro.
El llamamiento de Jesús parece revestir a veces la forma de una invitación general a su seguimiento. Un ejemplo de esta clase de exhortación se encuentra en el Evangelio de san Mateo: «Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados» (Mt 11, 28).
Semejante sentencia del Señor no es indicativa de su modo normal de proceder en la cuestión del discipulado, porque, a diferencia de otros líderes de su tiempo con mensajes de renovación o de carácter escatológico, Jesús no llamó nunca al pueblo como conjunto a seguirle. Pero aunque Jesús sólo llamaba a individuos, no fundó, como el Maestro de Justicia de los Esenios, una comunidad del resto santo, aislada hacia afuera. Jesús siguió abierto a todo Israel.
La frase de Jesús citada por san Mateo nos aproxima en su verdadero sentido a la noción de pobre que tiene el Señor. Expresiones como
«todo el mundo se va detrás de él» (Jn 12, 19) aluden simplemente a la gran popularidad del Maestro de Nazaret.
Hay que afirmar que, sin lugar a dudas, Jesús llamó siempre a personas concretas una a una, y que nunca llamó a muchedumbre o grupos en cuanto tales. Lo indican claramente las llamadas “sentencias de seguimiento” de los Evangelios sinópticos. Dice Jesús «El que ama a su padre o a su madre más que a mi no es digno de mí. El que ama a su hijo o a su hija más que a mi no es digno de mi. El que no tome su cruz y me siga no es digno de mi. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 10, 37-39; cfr. Lc 14, 25s.)
En otro lugar leemos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame;... ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?» (Mc 8, 34.26). Jesús llama a gente determinada. Se dirige sólo a individuos.
Este llamamiento hecho exclusivamente a individuos no significa, sin embargo, que Jesús haya querido formar un grupo separado del conjunto del pueblo y cerrado al resto de la comunidad judía. Jesús y sus discípulos permanecen en todo momento abiertos al entero Israel.
Los discípulos de Jesús no tienen que romper los vínculos con su familia, como hacían, por ejemplo, los esenios de Qumran, ni constituyen un círculo esotérico de hombres ritualmente puros e iniciados en misterios arcanos.
La personalización del llamamiento se armoniza perfectamente en Jesús con una extraordinaria universalidad, de modo que el Evangelio viene a colmar la separación abismal existente en el judaísmo entre los eruditos y los ignorantes, entre los sabios y la masa despreciada (cfr. Jn 9, 24s.).
Es el mismo Jesús quien lo expresa no sólo con su comportamiento sino también con sus palabras cuando exclama: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes, y se las has revelado a los pequeños» (Lc 10, 21; cfr. Mt 11, 25). «Los últimos serán primeros y los primeros, últimos», dice en otra ocasión. (Mt 20, 16) y desconcierta especialmente a los oyentes confiados y seguros en su propia justicia cuando les advierte: «Los publicanos y las rameras se os adelantan en el Reino de los cielos» (Mt 21, 31). «No he venido a llamar a justos sino a pecadores» (Mt 9, 13; cfr. Lc 5, 32).
A diferencia de la denominada conversión filosófica del paganismo, donde el impulso o carisma se consideran cualidades divinas que habitan naturalmente dentro del hombre, todos los hombres y mujeres llamados por Jesús están convencidos de que es Dios y únicamente Dios quien regala la gracia, opera la conversión y concede las energías para entregarse a la causa de Jesús y del Reino [33].
8. Llamada de Jesús y elección divina
La llamada de Jesús logra transmitir a todos los interpelados por Él la conciencia de una elección divina cierta. La aceptación de la llamada engendra, por tanto, sentimientos de gozo. Para quienes la declinan es, sin embargo, ocasión motivo de tristeza. «El que oye la Palabra. y al punto la recibe» lo hace «con alegría», escribe san Mateo (Mt 13, 20), que ha hecho personalmente la experiencia. San Lucas nos dice de Zaqueo el publicano que, llamado por el Señor, «se apresuró a bajar y le recibió con alegría» (Lc 19, 6). Pero el joven rico, invitado directamente por Jesús a una vida más perfecta, «se marchó triste porque tenía muchos bienes» (Mt 19, 22), que no estaba dispuesto a dejar.
La gran satisfacción íntima y más duradera de los discípulos es la seguridad moral de haber sido elegidos por Dios. «No os alegréis de que los espíritus malignos se os someten; alegraos de que vuestros nombres están escritos en los cielos» (Lc 10, 20).
San Pablo ha esbozado en sus escritos una vigorosa teología de la elección en la que se entrecruzan misteriosamente los designios eternos de Dios y la libertad humana situada y operante en el tiempo.
La elección divina es en cualquier caso para el Apóstol el punto de partida y el dato básico que debe ser tenido en cuenta a la hora de plantear adecuadamente el tema del destino del hombre. «Nos ha elegido en Él —escribe Pablo a los Efesios— antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor, eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su Voluntad» (Ef 1, 4-5).
Para san Pablo, la vocación o llamada divina es siempre eficaz e inmutable. «Los dones y la vocación de Dios son irrevocables», dice a los Romanos (Rm 11, 29). San Pedro recoge la misma idea cuando en el día de Pentecostés dirige a los judíos las siguientes palabras: «La promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro» (Hch 2, 39).
Los elegidos se hallan seguros en Dios aunque la elección es también fuente de compromisos y de riesgos [34]. Los elegidos son hombres y mujeres de quienes habla Jesús cuando afirma: «Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano» (Jn 10, 28).
No es posible que sucumban (Jn 24, 12) y Dios se demuestra dispuesto a abreviar incluso en su favor los días difíciles en la historia del mundo (cfr. Mc 13, 20) para evitar que puedan perecer por fracasar en su vocación. El curso de la historia está sometido a los designios providentes de Dios y se ordena en último término a asegurar la incolumidad de los elegidos.
Pero la ejecución de los planes divinos para cada persona se realiza temporalmente y pasa necesariamente por la libertad humana. Los elegidos y llamados no dejan en ningún momento de ser criaturas libres que deben no resistir, que deben aceptar activamente el llamamiento de Jesús, que podrían en definitiva no colaborar, y que no tienen desde luego una certeza física o absoluta de su perseverancia.
Observa el Señor que María, la hermana de Lázaro y Marta, «ha elegido la mejor parte, que no le será arrebatada» (Lc 10, 42). Es una afirmación que contiene varias dimensiones y planos de realidad, porque contempla el caso de María desde Dios y desde ella misma. La suerte y el destino que nunca le serán arrebatados se encuentran en las manos del Señor y tienen garantizados una permanencia y una dirección salvadora. Al mismo tiempo se nos dice que la joven mujer ha elegido, es decir, ha decidido con libertad el curso de su vida junto a Jesús. «Creyeron cuantos estaban destinados a la vida eterna» (Hch 13, 48).
La predicación de Pablo y Bernabé en Antioquía de Pisidia consigue sus frutos y muchos gentiles aceptan la Palabra de Dios. La frase que resume el efecto benéfico y final de la acción de los dos predicadores cristianos viene a decirnos que aquellos gentiles de buena voluntad creyeron porque estaban destinados por Dios a la vida eterna; pero podemos también entenderla legítimamente con el sentido de que estaban destinados a la vida eterna porque creyeron el mensaje de los Apóstoles. Es el mismo hecho misterioso escrutado desde dos observatorios distintos. Es la vocación contemplada desde Dios o desde la persona humana libre.
Es muy probablemente en este contexto donde han de interpretarse las oscuras palabras «muchos son llamados, mas pocos escogidos» (Mt 22, 14), que permiten atisbar algo del enigma sobrecogedor que forman en bloque la elección divina, la respuesta humana y el destino definitivo de la persona.
Sólo Dios conoce lo que se contiene en el libro de la vida (cfr. Flp 4, 3; Ap 20, 12). Corresponde al hombre en buena ley no inquirir ni preguntarse más de lo debido y prudente por misterios que escapan a su capacidad y a su mirada, y esforzarse en cambio «con temor y temblor» (Flp 2, 12) por alcanzar su salvación última. Porque «no se trata de querer o de correr», sino sobre todo se trata «de que Dios tenga misericordia» (Rm 9, 16).
San Pedro invita a los cristianos a acercarse a Cristo «piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida y preciosa ante Dios», y les dice a continuación: «también vosotros, como piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual» (1P 2, 4-5).
El texto habla de la participación de los cristianos en el destino de Cristo, elegido de Dios por excelencia (vide infra) y piedra angular del templo definitivo de Dios. Habla también de los cristianos como piedras contadas y dispuestas de antemano para la construcción de ese mismo edificio espiritual, pero piedras vivas y por lo tanto libres. Se está afirmando de algún modo la conjunción de elección divina y libertad humana.
José Morales en unav.edu/
Notas:
19. W. CARTER, Mat. 4, 18-22 and Matthean Discipleship, «Catholic Bibl. Quarterly», 59, (1997), 58-75.
20. 20 J. JEREMIAS, Teología del Nuevo Testamento, vol. I, Salamanca 1974, 247; J.S. UK-PONG, Jesus and the exercise of Authority, «African Christian Studies» 12, (1966), 1-16.
21. Cfr. id. El paralelismo antitético, 27s.
22. Cfr. M. BOVER, «Porro unum est necessarium», XIV Semana bíblica española, Madrid 1954, 383-390; J. SCHMID, El Evangelio según San Lucas, Barcelona 1968, 283.
23. Cfr. H.H. ROWLEY, The Biblical doctrine of election, London 1950, 15.
24. Escribe San Agustín: «Las elegidas son las voluntades de los hombres. Mas la voluntad no puede ser movida de ningún modo si no se le brinda algo que la gane y atraiga el ánimo, lo cual no está en el poder del hombre. ¿Qué pretendía Saulo sino apoderarse, arrastrar, maniatar y matar cristianos? ¡Qué rabia y furia y ceguera se acumulaban en su voluntad! Y sin embargo, derribado con una sola palabra que oyó del cielo, sobrevínole también una visión para que, amansada su ferocidad, su mente y su corazón se doblegasen y sometiesen a la fe; y en un instante, de admirable perseguidor del Evangelio se hizo más admirable aún predicador del cristianismo» A. Simpliciano I, II 22.
25. Cfr. P.J. ACHTEMEIER, «And he followed him»: Miracles and Discipleship in Mark 10, 46-52, «Semeia» 11, (1978), 115-145.
26. Cfr. J.P. MEIER, The Circle of the Twelve, «Journal Bibl. Literature», 116, (1997), 635-672.
27. J. SCHMID, El Evangelio según San Marcos, Barcelona 1967, 114; Cfr. R. PESCH, Das Markus Evangelium 1, Freiburg 1976, 203-204.
28. J. JEREMIAS, Teología del Nuevo Testamento, vol. I, Salamanca 1974, 272.
29. Cfr. S. JELLICOE, St. Luke and the Seventy-Two, «New Test. Studies» 6, (1959-6), 319-321.
30. Cfr. J. MUNCK, Paul, The Apostles and the Twelve, «Studia Theologica» (Lund), 3, (1949), 96-110; J. CAMBIER, Le critère paulinien de l’apostolat en 2 Cor 12, 6 s. «Bíblica» 43, (1962), 481-518.
31. Cfr. V. BENASSI, «Chi è mia madre, chi sono i mei fratelli?», «Marianum» 18, (1956), 347-354; J. LAMBRECHT, The relatives of Jesus in Mark, «Novum Testamentum» 16, (1974), 241-258.
32. Cfr. J. JEREMIAS, Teología del Nuevo Testamento, Vol. I, Salamanca 1974, 201.
33. Cfr. M. HENGEL, Seguimiento y Carisma, Santander 1981, 54; F. TAEGER, Charisma, Stuttgart 1957, 60.
34. Cfr. H.H. ROWLEY, The Biblical doctrine of election, London 1950, 95s.
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