6. Estructura analítica y vida humana singular
Me he referido antes a que Julián Marías utiliza la expresión “punto de inflexión” para denominar el descubrimiento de la nueva metafísica de Ortega. Ese “punto de inflexión” lo formuló Ortega en Meditaciones del Quijote, en 1914, con su tesis “Yo soy yo y mi circunstancia” (Ortega, 1990: 77), concepto equivalente a vida personal, es decir: en la persona que soy yo (el primero de la frase orteguiana), el segundo yo –quién o alma– es inseparable de mi cuerpo.
Ortega pensaba que, por una parte, se da la teoría general o analítica de la vida personal, los requisitos indispensables, necesarios y, por tanto universales, para que haya esa vida personal; las estructuras previas a cada vida concreta; las condiciones sine quibus non, sin las cuales no es posible; su máxima condensación es esa tesis “yo soy yo y mi circunstancia” (circunstancia como escenario y mundo; yo como proyecto o pretensión; toda vida personal es circunstancial); la teoría abstracta de la vida, a priori, con su necesidad de hacer algo para vivir, de decidir o elegir mediante la razón; con su temporalidad; con su anticipación imaginativa del futuro; con su sociabilidad, etc. Esta estructura analítica puede darse en cualquier planeta del universo: acaso en otros planetas haya vida personal, pero no humana. Descubro esa estructura por análisis de mi vida; el resultado de ese análisis es una teoría que por eso llamamos analítica [7].
Desde esa teoría se pasa, por otra parte, al conocimiento real, circunstancial, de cada vida individual, la estructura concreta de mi vida, la realidad radical, que es biográfica (me encuentro hic et nunc, aquí y ahora, en una circunstancia determinada, y tengo que hacer algo con ella para vivir). Mi vida no es el yo, ni la conciencia, ni la existencia, ni la subjetividad, ni la naturaleza, ni el animal racional, ni el modo de ser de ese ente que somos nosotros, ni cosa alguna, sino el área donde todo ello –realidades radicadas– puede aparecer.
Marías ha visto que es menester algo más: un eslabón entre la estructura analítica y cada vida humana singular. Para que haya vida humana es menester que haya “yo” (alma, si se quiere) y esta determinada circunstancia que es el cuerpo humano: este alguien corporal que se encuentra en la Tierra. A este eslabón lo llama “la estructura empírica”: la zona de realidad que llamamos “el hombre”, asunto de la antropología, que es el conjunto de las estructuras psicofísicas que no constituyen requisitos a priori de la vida personal (este cuerpo humano, sometido a la gravedad, al espacio y al tiempo; que tiene un tamaño habitual, carácter sexuado –mujer o varón–, determinado aparato sensorial) con que se nos presenta la vida humana en este mundo en que nos encontramos; la forma concreta de la circunstancialidad; la realidad radicada (estructuras a las que no pertenece la necesidad, que podrían ser de otra forma, y acaso lo sean en otro mundo). Recibe el nombre de empírica porque la conocemos por la experiencia de que es efectivamente así.
Los “esquemas que componen la teoría general o analítica de la vida humana no tienen verdadero valor de realidad más que cuando se llenan de contenido; por lo pronto, el que corresponde a la antropología, a lo que llamo ‘la estructura empírica’; pero sobre todo lo que corresponde a cada vida singular y única”. Se preguntará si es posible alcanzar un conocimiento de cada vida, “pues desde Aristóteles se ha dicho que la ciencia lo es de lo universal, y nos encontramos con la necesidad de saber qué es algo absolutamente singular”. Con la modestia acostumbrada, Marías dice lo siguiente: “Tal vez no sea posible alcanzar ese conocimiento. O acaso el gran Aristóteles no tenía enteramente razón y sea posible otra ciencia de lo singular, de lo concreto, de lo único” (Marías, 1989: 21). Esta es una de las preguntas que Julián Marías hace a Aristóteles en la vida perdurable, como le dijo una vez a Menéndez Pidal (Marías, 1998, II: 171).
Y no olvidemos lo que escribió cuando murió Ortega, en 1955: “Como creo en la vida perdurable, cuento con esa conversación infinita. Y como también creo en la resurrección de la carne, espero oír otra vez su voz entrañable y sentir en mi mano su mano eternamente amiga” (Marías, 1991: 104).
En la muerte de Azorín escribió:
Creo que ahora tendrá Azorín, junto, ante sus ojos nuevamente abiertos, todo lo que fue mirando con amor durante casi un siglo [...] Siento ahora la necesidad de tender la mano a Azorín, en despedida, y darle las gracias. Y de darle gracias a Dios por él (Marías, 1975: 132) [8].
Ortega y Marías han visto “claramente lo que es vida humana, cuál es la forma de realidad que le pertenece. Ello ha permitido comprender hasta cierto punto lo que significa ser persona –y asombra la resistencia de que esto penetre en las mentes–”. La moral se refiere a la vida humana. Y “esta aparece como personal, sin que esto agote todas las posibilidades de este concepto. La moral tiene que ver con la convergencia de las nociones de vida y persona en esa realidad que llamamos humana” (Marías, 1995: 19). Marías define al hombre como “el animal que tiene una vida humana” “para indicar que lo decisivo es esta, antes que el soporte orgánico” (Marías, 1996: 32). Porque el hombre no es una realidad “dada” como las cosas, con un ser fijo que llamamos naturaleza. Lo que el hombre hace no le viene dado por una naturaleza, sino que lo tiene que elegir, ha de imaginarlo y después intentar realizarlo. Por tanto, la vida humana es “intrínsecamente moral, en un sentido más radical y profundo de lo que ha solido pensarse” (Marías, 1995: 28). Todo “lo que se puede llamar real aparece de alguna manera en mi vida, incluso si eso que es real trasciende de mi vida y hasta es su causa” (Marías, 1991: 121-130). Se es
lo que se hace; la vida es el repertorio de nuestros haceres. Por eso el hombre tiene que elegir qué va a ser, elige su “sí mismo” entre muchos posibles. Si no se elige el más auténtico, esto es una inautenticidad, un suicidio. Entre lo que se puede hacer hay que elegir lo que hay que hacer, lo que expresa la profunda palabra española quehacer (Marías, 1983: 272).
Como Julián Marías enseña, ese verbo es la más correcta traducción de la voz griega ousía, esencia, que no significa sustancia (como erróneamente Guillermo de Moerbeke vertió para Aquino, el cual no sabía griego), sino haber, hacienda, agenda o quehacer. Porque la auténtica ousía del hombre no es su naturaleza biológica, sino su quehacer biográfico, su misma vida histórica, única, insustituible y, desde este punto de vista, necesaria.
Esta nueva metafísica obliga a
una renovación de muchos conceptos filosóficos –anquilosados, arcaicos– usados hasta ahora, que cosifican la persona porque están pensados para entender las cosas, y que no siempre tienen en cuenta la entera realidad del hombre. Se trata de liberarnos de la cosificación en la visión de casi todo, porque hay la propensión a deshumanizar la realidad personal, a deslizar en las disciplinas humanísticas el modo de ser de las cosas. Es preciso renacer a un punto de vista más humano. Esta humanización de la Filosofía permitirá iluminar las demás disciplinas, incluyendo la Teología, y dentro de ella la Liturgia (González Fernández, 2002: XIII).
Y si la categoría de sustancia es un concepto apropiado para entender las cosas, pero no las personas, entonces habrá que revisar el término de transustanciación, porque tras la consagración eucarística el pan deja de ser pan para convertirse en el Cuerpo de Cristo, que no es una cosa, algo muerto, sino la misma Vida: alguien corporal que es la segunda persona divina, mostrada y presente en ese su cuerpo. Por eso prefiero hablar de “conversión esencial” (González Fernández, 2013b). Fíjense ustedes en la fecundidad teológica de esta filosofía nueva de Marías, que permite una nueva y mejor comprensión tanto de Dios como del hombre.
Marías ha señalado las dificultades,
sobre todo, si la teología se aferra a conceptos inadecuados, de origen ajeno al cristianismo, y se enreda en ellos. No se puede pensar a Dios como un “Ser Supremo” escasamente personal, en el fondo deísta; es necesario intentar pensar personalmente a Dios, con todos los recursos de que disponemos; si se mira bien, algunos son muy recientes, y ello no es motivo suficiente para renunciar a ellos. Es menester la incorporación de lo personal a la perspectiva cristiana (Marías, 1999: 47).
En este sentido, “lo personal no tiene que ver con el sustancialismo o la cosificación, sino con el divino quehacer de la razón y del amor en la circunstancia de este mundo y, sobre todo, del otro” (González Fernández, 2009: 304).
Una vez Marías (que fue investido Doctor honoris causa en Teología por la Universidad Pontificia de Salamanca en 1996) le preguntó a Ortega: “‘¿Qué le parecería una Suma Teológica según la razón vital?’. Se quedó un momento en silencio y me dijo: ‘No estaría mal: sería posible’. Creí ver una chispa de ilusión en sus ojos, pero ciertamente aquella empresa no era suya” (Marías, 1983: 503).
A este respecto escribe Harold Raley en su tratado de teología según la razón vital:
La antigua descripción de Dios como motor inmóvil e impasible es sin duda pobre, mezquina, poco inspiradora para que ese motor “arranque”. En cambio, Dios se mueve primariamente amando, y tanto las cosas como las criaturas se mueven en correspondiente armonía con él. No es de extrañar, por tanto, que la posible felicidad humana en este mundo surge cuando amamos y actuamos creativamente respondiendo al móvil y creciente amor de Dios (Raley, 2011: 103).
Por otro lado, el descubrimiento metafísico de vida como realidad radical concuerda admirablemente con la preferencia que por este concepto tiene el Nuevo Testamento, en que Jesús narra tantas parábolas de vidas biográficas para enseñarnos que seremos juzgados atendiendo a nuestro haber u obras, auténtica esencia, no atendiendo a nuestra naturaleza, de la que se encontraban tan orgullosos los fariseos. Además, yo mismo he mostrado que el concepto de “vida” (biográfica, cuya esencia es quehacer de alguien o quién perdurable; no vida biológica, cuya esencia es estar ya hecha, algo o qué mortal) es el preferido por la liturgia (González Fernández, 2014, 2014b).
El llamado principio de individuación –lo que hace que cada uno sea quien es– ha concebido al hombre con resabios materialistas y cosificadores. Dicho principio de individuación es aquello por lo cual se constituye un individuo: la esencia del hombre se individualiza en cada miembro de la especie, en cada persona. Sócrates, por ejemplo, es distinto de Platón porque tiene una materia concreta, la materia determinada por la cantidad (materia signata quantitate), que es el principio de individuación. Se reduce así la explicación del hombre al modo de ser de las cosas.
Pero la vida humana es siempre “mi vida”, la de cada cual, el quién proyectivo que es cada uno de nosotros. Piénsese en el carácter único de cada vida humana, a pesar de que atravesemos una época en que se hacen esfuerzos constantes por despersonalizar al hombre y reducirlo a cosa.
Según Aristóteles, de la sustancia segunda, de lo universal, vamos a la primera, a lo singular, por la materia concreta, principio de individuación. La vieja metafísica ha solido considerar la realidad desde el punto de vista de las especies y los individuos. Dada una especie, por ejemplo, la humana, puede acontecer que se individualice en una pluralidad de individuos intercambiables; la individualización aparecía como algo accidental a la especie, resultado de una operación del entendimiento. De ahí la artificiosa discusión de los universales. Pero la vida, en la medida en que es humana, es mía, irreductible a ninguna otra y menos aún a la materia (González Fernández, 2013: 80).
Por eso Julián Marías propone un nuevo principio de individuación:
cuando se trata del hombre, el verdadero principio de individuación reside en las experiencias radicales. Las experiencias radicales –constitutivas unas, eventuales otras– determinan quiénes somos. No proceden de ninguna “naturaleza”, de los ingredientes de nuestro mundo o de nuestros recursos psicofísicos, sino de lo que hacemos y nos pasa, es decir, de nuestra vida personal, que ciertamente está condicionada –pero no determinada– por los factores naturales de nuestra circunstancia. De esta manera el principio de individuación, que nos hace ser quienes realmente somos, procede de nuestra vida, y no de ninguno de sus elementos integrantes (Marías, 1996: 64).
La estructura empírica (o naturaleza humana) es “cerrada”, tiene un círculo biológico que termina, pero mi vida es “abierta”. El hombre, según Marías, es “el animal que tiene una vida humana”. Lo humano no ha de buscarse en sus caracteres orgánicos, biológicos, ni siquiera psíquicos, sino en su persona como alguien corporal, en su vida biográfica, la cual consiste en proyectar, imaginar, anticipar, en seguir proyectando, imaginando y anticipando; soy futurizo, orientado o proyectado hacia el futuro. Porque yo estoy “proyectado, es decir, lanzado hacia adelante” (Marías, 1976: 277). Con la muerte no hay razón alguna para que se agote la proyección argumental de mi vida. Lo que se agota es el argumento de mi vida biológica y psicofísica, pero no de mi vida biográfica. La muerte corporal no es mi muerte. Esto explica esa “descalificación” de la muerte, como algo irreal, que hacemos frente a la muerte ajena. Esa descalificación se ejecuta desde mi vida.
Más todavía, la muerte de la persona amada
resulta ininteligible y, en cierto sentido, increíble. Cuando Gabriel Marcel dice: “Toi que j’aime, tu ne mourras pas”, tú a quien amo no morirás, está expresando en forma ejecutiva, convivencial, esta misma intuición. La muerte personal es enteramente ininteligible desde la biología, porque yo soy absolutamente irreductible a mi cuerpo –tan absolutamente como soy corpóreo (Marías, 1987: 216).
Si esa estructura empírica es “cerrada” y remite a su mortalidad, “la estructura proyectiva y futuriza de la vida biográfica como tal es ‘abierta’ y argumental, y en ese sentido postula su permanencia, su indefinida e ilimitada persistencia”.
Al carácter de
“criatura” que tiene esencialmente la persona como irreductible realidad corresponde ahora, frente a la muerte, su carácter absolutamente personal, también irreductible a toda cosa o a todo lo que pueda pasarles a las cosas. Por ejemplo, a mi cuerpo. La conexión que un proceso somático –la enfermedad, la destrucción mecánica, la muerte biológica, en suma– pueda tener conmigo, con la persona que soy yo, es literalmente problemática, exactamente lo mismo que los procesos biológicos de mis padres tienen una relación problemática y extrínseca con esa posición personal que soy yo como un tercero absolutamente irreductible. Descriptivamente me descubro, a la vez, como criatura y como vocado a la perduración, cuando no me miro como cosa, sino como persona proyectiva, viniente, como un quién que tiene que articularse con un qué haciendo su vida (Marías, 1987: 221-222).
El hombre
como conjunto de las estructuras empíricas de la vida es necesariamente mortal, moriturus, con un sistema de edades de las cuales hay una última, tras la cual no hay otra; es, pues, una estructura cerrada que desemboca en la muerte. Pero si se ensaya la otra perspectiva, que por cierto es la primaria, la del yo viniente, la de la vida como tal, lo que se encuentra es, por el contrario, una estructura abierta, proyectiva, que no tiene por qué cesar, porque no hay motivo para que deje de proyectar. Es decir, que, lejos de estar vocada a la muerte, postula la perduración (Marías, 1993: 274-275).
Si el nacimiento, “la llegada a la existencia de una persona humana, es una innovación radical, la muerte de esa misma persona tendrá que ser entendida como aniquilación. Si se trata de una realidad irreductible y que no se puede derivar de otras, su destrucción tampoco puede meramente derivarse de procesos somáticos”. Ahora bien, “la aniquilación no se admite para realidades físicas, transformadas en otras o en consecuencias energéticas; es decir, no parece aceptable para realidades inferiores; paradójicamente se reserva y acepta con facilidad para la suprema realidad conocida. Lo primero que salta a la vista es la extremada inverosimilitud de esta suposición”. La aceptación “de esta suposición, la creencia difundida de que el onus probandi corresponde al que afirma la posibilidad de una supervivencia de la persona y no al que la niega, es una muestra de la falta de rigor con que suele procederse”. Y “adviértase que si la muerte fuese la aniquilación, es decir, la supresión total del futuro, como este es la condición misma de la vida, el ámbito más propio en que se realiza, ello significaría la negación del modo de realidad que pertenece a la vida humana en sus trayectorias temporales” (Marías, 1993: 275-276).
La persona humana
aparece como criatura, de realidad recibida pero nueva e irreductible, menesterosa e indigente, consignada a una estructura empírica cerrada y vocada a la mortalidad, pero consistente en espera incesante: un proyecto perdurable que lucha con la muerte. “Lo que” yo soy es mortal, pero “quien” yo soy consiste en pretender ser inmortal y no puede imaginarse como no siéndolo, porque mi vida es la realidad radical (Marías, 1987: 222).
7. Marías y la vida perdurable
Marías considera que es menester imaginar la vida perdurable para poder desearla, y emprendió tal tarea, que requiere un ejercicio intenso de esa imaginación, pero escribe que la mayor parte de la literatura religiosa y de la teología no incita a ello. A esto ha dedicado Marías una parte considerable de su pensamiento, especialmente el penúltimo capítulo de su libro La felicidad humana, titulado La imaginación de la vida perdurable, que considero un texto importantísimo, que habría que leer una y otra vez para mantener viva esa esperanza en la “vida del mundo futuro”, como recitamos en el Credo.
Afirma que “es menester imaginar la vida perdurable para poder desearla; en hueco y de un modo abstracto no se la puede desear” (Marías, 1989: 359). Para “sentir ilusión por la otra vida es menester entenderla dándole el significado que para nosotros tiene, sumando y restando lo que sea, subrayando cuanto sea menester que se trata de otra, pero de manera que nos siga pareciendo vida”. Sin “un elemento de proyecto, no hay tal vida en el sentido humano, biográfico; sin circunstancialidad (la Jerusalén celeste), esa vida es inconcebible; sin conexión con nuestra vida terrenal, esa vida no es nuestra”. Hace falta imaginar esa vida ultra-terrena “para poder auténticamente desearla, para que se pueda encender la ilusión por ella” (Marías, 1990: 131-132). En su libro Persona escribe que la imaginación de la vida perdurable, condición para desearla, puede ser más o menos adecuada:
Hay cierta tendencia a olvidar la evidencia de lo que es la vida personal cuando se trata de la otra, ultraterrena. ¿Es forzosa esa renuncia? ¿No se desliza la noción de “cosa” cuando se piensa en plenitud, reposo, satisfacción, y se pierde de vista lo que entendemos por persona, lo que conocemos sin lugar a duda como nuestra condición personal? (Marías, 1996).
En la misma liturgia por los muertos [9]
hay una dosis de vacilación o ambigüedad. Se reza: “Requiem aeternam dona ei, Domine”, pero se añade: “et lux perpetua luceat ei”. Se pide el descanso eterno, el reposo, el haber llegado, tal vez el sueño; pero a la vez se pide que una luz perpetua luzca para el que ha muerto; es decir, se lo imagina despierto, alerta, abierto a la realidad” (Marías, 1996: 93-94).
Hay el peligro de concebir una vida después de la muerte “residual” o espectral. Dentro del cristianismo se dan no pocas veces tendencias a lo espectral o espiritado. Pero en el centro mismo de la esperanza cristiana de la inmortalidad está la resurrección de la carne. El Credo habla de esa resurrección “de la carne”. “En la concepción cristiana no hay lugar para esa imagen residual o espectral de la inmortalidad”.
Se debe imaginar la vida perdurable con otra estructura empírica, más perfecta de la que tenemos aquí. Es decir, ya no será este cuerpo humano sometido a la gravedad, al espacio y al tiempo, sino liberado de ellos. Precisamente ese concepto filosófico de estructura empírica que ha descubierto Marías resulta de suma utilidad a la hora de comprender la vida perdurable.
Se trata, pues, de una vida corporal y mundana. Se habla del otro mundo –todo lo otro que se quiera, pero mundo–, de la “nueva Jerusalén”. “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva”, dice San Juan. Se trataría, y es lo que habría que intentar comprender, de una vida humana con otra estructura empírica; pero no lo que pudiera ser otra especie, otro tipo de realidad, porque es mi vida, la de cada cual, la que habría de existir con esa nueva estructura. En lugar de buscar un resto o residuo, algo que simplemente quede o se salve, hay que intentar metódicamente suprimir las limitaciones y así imaginar la otra vida como una dilatación de esta, como una plenitud sin deficiencias.
Termino con un párrafo muy significativo de ese capítulo titulado La imaginación de la vida perdurable:
Lo que sucede es que el pensamiento arrastra, desde Grecia, un inveterado sustancialismo que a última hora es también materialismo, y esto ha impedido trasladar a otra forma de realidad los caracteres de la vida como tal. Hasta hace poco tiempo no se ha pensado la vida con conceptos adecuados, y es en ellos donde podemos hacer pie; el único punto de apoyo para la empresa imposible que estoy intentando es precisamente la posesión, por primera vez en la historia, de los recursos para entender qué es vida en el sentido de vida humana, personal, biográfica, eso que entendemos cuando decimos “mi vida” (Marías, 1989: 362)
Enrique González Fernández, dialnet.unirioja.es/
Notas:
7 Mientras esa estructura analítica orteguiana ocupa el mismo estrato o nivel que la analítica existencial de Heidegger, y ambas usan la descripción fenomenológica, sin embargo, el Dasein (el existir, como lo traduce Marías) no es “vida humana” (yo y mi circunstancia), sino el modo de ser de ese ente que somos nosotros. Además, la Daseinsanalytik es propedéutica de la metafísica, mientras que la teoría de la vida humana como realidad radical es ya la metafísica. Sobre mi vida como realidad radical construyo una teoría (metafísica) que la analiza e interpreta. Gracias a esta teoría la comprendo y me oriento. A esto Marías lo llama “teoría intrínseca” porque al ir viviendo, interpreto mi vida. Mi vida es la realidad sin más; en cambio, “vida humana” es una interpretación metafísica a la cual tengo que llegar.
8 Cfr. asimismo González Fernández (2014c: 29).
9 Cfr. el capítulo “Una Liturgia más cristiana” de mi libro El Renacimiento del Humanismo (González Fernández, 2003: 127-143). Y el capítulo “La Religión del Cuerpo” de mi libro La belleza de Cristo. Una comprensión filosófica del Evangelio (González Fernández, 2002: 267-278).
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