1. Introducción
Cierto pensador francés calificó a Julián Marías –en el año 1982 en un texto prácticamente desconocido– como una inteligencia soberana, un espíritu libre, indiferente para las modas y los uniformes del pensamiento contemporáneo, animado por la sola pasión de la verdad; un hombre de diálogo, dispuesto tanto a escuchar como a decir; un pensamiento noble y generoso, que hace pensar al mismo tiempo que piensa. Discípulo y amigo de Ortega y Gasset, comparte con él el mismo cuidado de la expresión perfecta y del pensamiento preciso, y si hoy es una de las glorias, por no decir la gloria de la filosofía española, sin embargo no ha sido nunca profesor de universidad en España, sino en varias universidades de los Estados Unidos, como Yale, Harvard e Indiana. Falta que los franceses descubran su considerable obra, todavía poco traducida, pero que les reserva hallazgos tan excepcionales que llegará a ser imposible, a continuación, volver a esos insignificantes libros que tanto estorban los debates filosóficos de hoy día (Chabanis, 1982: 291-292) [1].
Tras esas palabras de Christian Chabanis en que invita a los franceses a descubrir al pensador español, ocurre que también falta que los españoles sigan abriéndose a conocer a quien el escritor francés llama la “gloria de la filosofía española”. Es una empresa cuya puerta ha quedado abierta de par en par gracias, sobre todo, a la admirable labor de D. José Luis Sánchez, Vicerrector de Extensión Universitaria y Cultural de la Universidad Católica de Valencia.
Todavía falta, en efecto, que los españoles dejen de considerar a Julián Marías como un mero discípulo de Ortega. En su Historia de la filosofía, Marías (1999: 430) escribió que Ortega es “el máximo filósofo español”. Pero reconoce que Ortega es “esencialmente incompleto” (Marías, 1989: 99). La filosofía de Ortega es una invitación a proseguirla; él empezó a hacer aquello que debía continuar Julián Marías, que comienza a hacer filosofía desde Ortega –porque considera que en él “se llegó a plena claridad” (Marías, 1993: 94)–, pero no para quedarse en él, sino para seguir. Piensa Marías (1993: 94-95) que la filosofía de Ortega, “lejos de estar acabada y conclusa, fue una incitación a seguir adelante; no hizo más que empezar, pero empezar a hacer lo que había que hacer”.
Yo me atrevo a decir que lo que Aristóteles fue para Tomás de Aquino es en nuestro tiempo comparable a lo que Ortega ha sido para Julián Marías, con la ventaja de que estos últimos fueron amigos y contemporáneos, algo que no sucedió con los primeros, tan separados no solo en el tiempo y en el espacio, sino también porque procedían de ámbitos culturales enormemente distintos.
2. Julián Marías, con humildad, siempre hacía constar que él partía de Ortega
Para hacer filosofía en nuestro tiempo es necesario partir de Ortega, sin el cual todo intento constituye un arcaísmo. Con el fin de darse importancia, incluso para evitar muchos problemas, Julián Marías hubiera podido partir solamente de sí mismo –sin tener en cuenta a Ortega– movido por un esterilizador afán de originalidad, por la pretensión de hacer algo distinto. Esto último es lo que hizo, por ejemplo, Zubiri, que quería evitar a su maestro Ortega, a quien no solía citar, y en sus libros hace grandes rodeos, enormes digresiones con neologismos difíciles de entender que podía haberse ahorrado porque al final de ellas siempre desembocaba en ideas con las que Ortega comenzaba sus obras. Sin embargo, Julián Marías, con humildad, siempre hacía constar que él partía de Ortega, al que admiraba profundamente, del que decía era el filósofo más importante de nuestro tiempo.
El artículo titulado “El joven Zubiri” –cada uno de cuyos párrafos fue comentado por Julián Marías conmigo detenidamente, como era su costumbre antes de enviar su colaboración al periódico– es bien significativo. Allí escribió: “A lo largo de los años he tenido discrepancias filosóficas con Zubiri y algunas decepciones personales” (Marías, 2002: 521). Ortega, además, dejó escrito que respecto a él mismo, a Zubiri y a Marías “el único lío que nos hemos hecho los tres es no saber ya si somos cada cuál de los otros dos discípulos o maestros” (Marías, 2002: 524). En un estudio titulado En torno a la importancia pan-ibérica de la obra de Julián Marías, el gran sociólogo brasileño Gilberto Freyre se refiere al “lúcido continuador de Ortega que es Julián Marías” [2] porque, sin este Ortega, es incompleto e insuficiente.
Otro importante sociólogo, el norteamericano Robert K. Merton, escribió: “En todo momento, Julián Marías sabe lo que se trae entre manos”. Con “la facilidad del experto”, Marías “tiene un profundo conocimiento”. Y “hace a sus lectores los beneficiarios de su agudo conocimiento”. Como “consecuencia de su propio conocimiento, la validez de la obra de Marías abarca hasta sus partes ocultas”. Esto “queda plasmado de diversas maneras en la modestia del auténtico erudito”. La “modestia discreta de Marías encuentra también su forma de expresión en el homenaje que rinde a los eruditos que prepararon el camino para que él pudiese llevar a cabo su propio trabajo, y sobre todo, a José Ortega y Gasset, su maestro, su amigo y su colaborador a lo largo de muchos años”. Marías “ha heredado, y orgullosamente ostenta, el cetro de Ortega”. Y “a medida que avanza Marías en su obra, Ortega retrocede”. Aunque hay mucho en la extensa obra de Julián Marías “que tiene su origen en el pensamiento de su maestro, hay mucho más en ella que nunca se ha vislumbrado en la filosofía de Ortega” (Merton, 1993: 408, 409, 412, 413 y 414). Como escribe Raley (1977: 116), la
filosofía orteguiana nació en parte de la conciencia de los defectos del pensamiento contemporáneo, y fueron los errores de sus predecesores los que impulsaron a Ortega, y más tarde a Marías, a buscar una doctrina de mayor precisión y entidad.
3. El punto de inflexión
Ortega se dio cuenta enseguida de que la fenomenología, con su énfasis en la conciencia pura, “supone un retroceso al idealismo” (Raley, 1977: 145). Entre 1911 y 1912 la fenomenología de Husserl pareció ofrecerle a Ortega una superación del neokantismo alemán y del neopositivismo predominante; pero, apenas recibida, la descarta por insuficiente, ya que se dio cuenta de que culmina en una recaída en el viejo cogito cartesiano. Ortega, sin embargo, considera que lo que yo descubro primero no es mi conciencia de las cosas, sino yo con las cosas mismas: yo me encuentro circunstancialmente con las cosas, siempre haciendo algo con ellas, a lo cual se llama vivir. Esto es calificado por Julián Marías el “punto de inflexión” en la historia de la filosofía. La vida es el ámbito donde encuentro todas las realidades.
Se trata –escribe Marías en Razón de la filosofía– “de la vida real, ejecutiva, algo que no puede coincidir con el idealismo refinado de Husserl”. Tampoco coincide con “el Dasein de Heidegger, que es ‘el modo de ser de ese ente que somos nosotros’, cuyo análisis es necesario para comprender el sentido del ser”. Lo que “Ortega llama teoría analítica de la vida humana no se puede confundir con la ‘analítica existencial del existir’, porque esta es solo una propedéutica para plantear el problema del sentido del ser, mientras que en Ortega es la teoría de la realidad radical, no una preparación para la metafísica, sino ya la metafísica”. Desde mi vida “como realidad radical hay que descubrir y comprender las realidades ‘radicadas’, con una distinción que es operante, y que falta en todas las demás filosofías de nuestro tiempo. Esto va a obligar a buscar categorías y conceptos adecuados para la intelección de lo descubierto, cuya posesión no puede lograrse con los elaborados para entender lo que son las ‘cosas’”. Porque la vida humana “no es cosa, ni material ni espiritual, consiste en hacer o quehacer” (Marías, 1993: 103).
Pero –como escribe Marías en un texto poco considerado– la “vida humana es una realidad de tal modo inexplorada que, contra lo que pudiera esperarse, está llena de tierras incógnitas, por las que muy pocos o nadie se han aventurado hasta ahora” (Marías, 1963: 747).
Hoy parece haberse olvidado que por inspiración de Ortega se tradujeron al español (la primera traducción del alemán) las Investigaciones lógicas de Husserl, publicadas el año 1929 en la editorial que él mismo fundó en Madrid, la Revista de Occidente (versión de Manuel García Morente y José Gaos), sin traducir desde esa fecha a ninguna otra lengua hasta que veinte años más tarde, en 1949, aparecieron en francés. Además, a Ortega, entonces, le parecía que el término que él mismo acuñaba para traducir la palabra alemana Erlebnis, utilizada por Husserl, “vivencia”, era un neologismo malsonante, pero a nosotros ya nos resulta clásico. La palabra en francés que sigue empleándose para traducir Erlebnis es el masculino vécu, que significa “vivido”. Decir hoy en francés vivence resultaría tan malsonante como lo fue en España en el año 1913.
Esa realidad radical que es nuestra vida supone además una enorme modificación de la vieja ontología según la cual lo que hay se reduce a lo que es: mi vida no “es” del mismo modo que “son” las cosas, porque estas desconocen la intimidad, la amistad y el amor. Por ello Ortega también discrepa de Heidegger, el cual reduce la persona a ser un Dasein, término que Julián Marías traduce con el infinitivo sustantivado “el existir”, mucho mejor que el que utiliza José Gaos: “ser ahí”.
4. La persona: mismidad y unicidad
Pero la persona es mucho más; no es un mero ente, algo o qué, sino principalmente alguien que solo es inteligible narrando su historia, una realidad biográfica, mi vida, la de cada cual, que es una articulación entre quién y qué. Me parece a mí que la nota más distintiva de la filosofía de Marías es la descosificación que hace al pensar la persona. Él mismo escribe en su Antropología metafísica: “Creo que por primera vez se presentaba la realidad humana como algo estrictamente biográfico, y por consiguiente dramático, sin residuo de la interpretación del hombre como ‘cosa’” (Marías, 1987: 14).
Y en La felicidad humana emplea de nuevo la expresión “por primera vez en la historia” Marías (1989: 362). Por otro lado, él afirma que su libro Persona
tiene muy poco que ver con lo que el pensamiento filosófico ha acumulado desde sus orígenes para intentar comprender qué es persona. Su punto de partida es esencialmente distinto, y ha consistido precisamente en la presencia de lo que entendemos por persona, de lo que vivimos como tal, sin intentar “derivarla” de otras cosas, de ninguna cosa. Esto ha obligado a lo más dificultoso: una torsión de los hábitos milenarios del pensamiento, para instalarse en una perspectiva alcanzada recientemente por la filosofía (Marías, 1996: 116).
Incluso manifiesta su “discrepancia de toda la tradición filosófica”, aunque parte de su totalidad aprovechando sus hallazgos
que permiten una perspectiva nueva, adecuada al planteamiento fiel del problema de la persona: en lugar de partir de la noción de “cosa” –en una forma o en otra–, ver la persona allí donde aparece: en la vida humana, cuyo modo de realidad se ha comprendido por primera vez (Marías, 1996: 116)
en el siglo XX. Vuelve a confesar que algunas perspectivas ensayadas por él lo son “por primera vez en la historia del pensamiento”. Otras han sido aplicadas en otras ocasiones, “pero desde puntos de vista muy diferentes, en otros contextos y con distinto propósito” (Marías, 1996: 118). Marías parte de Ortega, pero para ir más allá dice que “la palabra persona aparece muy pocas veces, y solo alusivamente, en su obra. Ahora reclama nuestra plena, directa atención” (Marías, 1996: 136). Y escribe en otra obra:
Creo que la filosofía de nuestro siglo, que ha indagado con tal acierto, aunque a veces con nombres inadecuados, la realidad de la vida humana, ha dejado relativamente en sombra, relegada a una posición marginal, la significación de la persona –sin que sea una excepción lo que se ha llamado “personalismo” (Marías, 1993b: 11-12).
En los últimos años de su vida en este mundo lo que más quería y le importaba era estar con personas, hablar con ellas, asistir a sus vidas, interesarse por ellas, que le contaran sus proyectos e ilusiones. Me pidió que, al hacer la recopilación de Entre dos siglos, su segunda parte se titulara “Personas”, y que incluyera ahí los artículos que se refirieran estrictamente a ellas (Marías, 2002: 483-635).
Ortega abrió un camino que había que continuar.
Todo intento de dar a Ortega por terminado y concluso es la absoluta impiedad. Todo intento de repetirlo de manera inerte es la forma más refinada de infidelidad, de deslealtad. Hay que seguir pensando, como Ortega pedía cuando se le decía algo que no estaba del todo mal. En ese “seguir pensando” consiste la filosofía, y también la historia, porque es la condición irrenunciable de la vida humana (Marías, 1983: 506).
En todo caso, ante nosotros, según Marías,
se extiende un fabuloso continente, cuya exploración, ya muy avanzada, por lo demás, es capaz de encender de entusiasmo a cualquier mente con vocación teórica. Hay algunos mapas, hay instrumentos precisos, se han recolectado frutos incitantes y promisores –ante los cuales pasan, distraídos, los que no tienen esperanza de encontrar más–. Para los que hablamos español se abre, por primera vez en la historia, la posibilidad de hacer una filosofía rigurosa que brote de nuestras propias raíces. Y para los que hablan otras lenguas, esta filosofía significa una exploración por mares antes nunca navegados, el enriquecimiento con un nuevo “modo de pensar” que no les es ajeno, porque ha brotado precisamente del conjunto del pensamiento occidental (Marías, 1983: 506).
Julián Marías escribe que, de todos modos, algunos dicen que Ortega murió hace bastantes años
y solo hizo lo que pudo hacer. Es cierto. Pero Magallanes dobló el continente americano, cruzó, sesgándolo, todo el Océano Pacífico, llegó a las Filipinas y allí murió y terminó su historia. Y, si no recuerdo mal, Elcano siguió adelante, con el único barco que le quedaba y un puñado de supervivientes, y dio la vuelta al mundo (Marías, 1983: 506-507).
Con esas palabras parece que Julián Marías se olvidaba de su habitual modestia porque, si bien compara a Ortega con Magallanes, a nosotros no nos queda más remedio que compararlo a él con Elcano. Y esto es completamente cierto. No olvidemos que la humildad es la verdad.
El propio Julián Marías declaró una vez algo que, a propósito de ese barco, nos emociona hoy:
Yo he sentido una necesidad personal de la filosofía, que para mí ha sido irrenunciable, fuesen las que fuesen las presiones sociales y las vigencias académicas. Este es el sentido más riguroso de lo que suelo llamar fidelidad al futuro, no al pasado sino a los proyectos no realizados, identificados con esa vida que es la propia, con esa forma concreta en que se realiza la vida de cada cual –y sigue diciendo que– aun con tantas dificultades como encontró, socialmente tenía que vivir en el destierro: literalmente en mi circunstancia española, pero también dentro del panorama que, de modo creciente, iba siendo el de la filosofía dominante en toda Europa. No había más remedio que intentar construirse una pequeña isla personal, en la que pudiera uno sentirse en casa; o, si se prefiere, una mínima barquilla que permitiera salir a alta mar, con riesgo de naufragar y perderse (Marías, 1993: 26 y 29).
La decadencia intelectual lleva consigo una decadencia de la vida misma, la cual llega a ser menos de lo que puede ser, de lo que tiene que ser. La “única razón válida para hacer filosofía es no tener más remedio que hacerla. Pero si esa razón existe, es inexorable”, bajo pena de no ser “quien se tiene que ser” (Marías, 1993: 29).
Nos acaba de referir Julián Marías que él se construyó “una pequeña isla personal”. Frecuentemente, con su habitual buen humor, él se comparaba con Robinson Crusoe, porque trabajaba solo, sin secretaria [3]: sin fichas, únicamente rodeado por los miles y miles de libros que invadían cada vez más su hogar, incluso colocados sobre el sofá y las butacas, a pesar de que hasta algunos historiadores distinguidos le ponderaban el archivo del que carecía. Por eso, al hablar sobre la creación personal filosófica, dice: “Solamente es posible desde la soledad radical que constituye la condición de la vida humana. El filósofo piensa desde sí mismo, por una necesidad de ver con claridad, de saber a qué atenerse respecto a su vida, rigurosamente individual y única”. Pero el que filosofa se encuentra “a una determinada altura, es decir, acompañado por los demás que han filosofado antes que él, unidos por sus relaciones de filiación y alteridad. Si intenta escapar a esto, recae en una abstracción y, paradójicamente, deja de ser él mismo” (Marías, 1993: 142-143).
De esas palabras de Julián Marías no olvidemos dos conceptos, que ha señalado, de su nueva metafísica: mismidad y unicidad. Sobre el primero retengamos lo que dice en su libro Persona: frente “al concepto de ‘impenetrabilidad’ de los cuerpos, encontramos la situación “interpenetración” de personas, de convivencia que no rompe la soledad, que puede incluso reforzar e intensificar la mismidad” (Marías, 1996: 42).
Y le dijo hablando en francés a Chabanis que esta “es una palabra que empleo en español, pero que encontré en Voltaire: se la puede entonces utilizar en francés (mêmeté)” (Chabanis, 1982: 296) [4].
La “vida humana es una totalidad unitaria determinada por la mismidad de la persona” (Marías, 1993: 101). Según Marías, Cervantes no tenía nada de filósofo; pero cuando presenta la vida humana en sus personajes de ficción o cuando nos dice algo de la suya propia, parece que conoce su estructura. Y en todo caso se remite a la otra vida con la cual cuenta. Sabe quién es, quién ha querido ser, y lo sigue queriendo. No se olvide esta frase: “llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir”; en este mundo o en el otro (Marías, 2003: 147).
Conmueven las últimas frases que escribió Cervantes el 19 de abril de 1616, cuatro días antes de morir: “¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!” (Cervantes, 2001: 49). Cervantes sigue
proyectando, sigue esperando contra toda esperanza, porque ya no la tiene en este mundo pero la prolonga, la traslada al otro, a ese otro que seguirá siendo el suyo, con los regocijados amigos a quienes espera ver contentos. Sabe quién es, quién ha querido ser y, repito, lo sigue queriendo; y quiere ser ese, ese mismo… [Cervantes] dice: yo sé quién soy y quién voy a ser siempre. Esta es la palabra decisiva, la que nos da la clave de la actitud de Cervantes –a Julián Marías no se le ocurría– otro ejemplo de posesión más modesta y al mismo tiempo más intensa de una vida. Imagínese el grado de posesión de una vida modesta, marginal, no muy afortunada ni muy lograda, traída y llevada, pero con un asombroso grado de conexión con esa mismidad, con ese proyecto articulado en trayectorias distintas, divergentes, frustradas muchas, realizadas muy pocas, que convergen en un anhelo final (Marías, 2003: 147-148).
Porque “como siempre se narra desde el futuro, aunque el contenido de lo narrado sea pretérito, en él se puede hallar la fuerza para superar las heridas y continuar, con ellas, el proyecto en que se consiste” (Marías, 1995: 112) [5].
Sobre el segundo concepto, unicidad, él considera que cada persona es única, es decir: que como yo no ha habido ni nunca habrá otro, desde mi concepción, tanto respecto de ese quién que soy como de mi qué; no soy un mero individuo de una especie, sino una innovación radical de realidad, y en esto Marías coincide sorprendentemente con lo que describe el padre de la genética moderna, Jérôme Lejeune, el cual exclama que la unicidad está demostrada científicamente, como he señalado en mi libro Dejar vivir. Marías y Lejeune en defensa de la vida. Pocas veces ha habido mayor afinidad entre un científico y un filósofo (la causa de beatificación del primero está abierta; esperemos algo parecido respecto del segundo, cuya vida en este mundo ha sido asimismo heroica) (González Fernández, 2006). También Julián Marías nos ha hablado, en el texto que he citado más arriba, sobre esa “mínima barquilla”, que le permitió salir a alta mar, con riesgo de naufragar y perderse. Imaginemos la escena. Navegando en esa frágil embarcación, pasando tantas calamidades, él nunca cayó en la tentación de incumplir la promesa que, siendo niño, hizo de no mentir nunca. Tampoco, durante las tormentas, perdió la calma ni se desanimó.
Él mismo escribe que “el filósofo debe ser el que hace la calma, se sosiega a sí mismo y procede serenamente en medio de la tormenta” (Marías, 1989: 392). No se altera o desasosiega. “El desasosiego es la pérdida del sosiego, del asiento y la calma que el hombre había conseguido, que se había procurado al sosegarse” (Marías, 1968: 36). Se trata de la angustia, que es una privación, porque “lo propio del hombre no es ella, sino el sosiego” (Marías, 1968: 36). Pero “éste, a su vez, no le es dado de balde, sino que el hombre tiene que conquistarlo y ganarlo” (Marías, 1968: 36). Para “tener sosiego tiene primero que sosegarse” (Marías, 1968: 36). El hombre,
aun en las situaciones más apretadas, es capaz de retraerse a sí mismo y sosegarse, acaso mediante un enérgico esfuerzo. Es siempre algo que el hombre hace, que tiene que lograr, pero cuando lo consigue no ha llegado a otra cosa, sino a sí mismo. El sosiego es la autenticidad conquistada desde la alteración o el enajenamiento (Marías, 1968: 36-37).
No es en la angustia, sino en la calma “donde el hombre puede verdaderamente tomar posesión de su vida y, en efecto, existir; en ella propiamente se humaniza” (Marías, 1968: 40).
Las ideas que los contemporáneos usan para entenderse a sí mismos le parecen a Marías de inaudita tosquedad. “¿Es posible volver a la personalización?”. Responde diciendo: “Creo que basta con abrir los ojos y ver lo que cada uno de nosotros somos y esperamos ser” (Marías, 2005: 182).
5. Marías y su amistad con otros filósofos
Julián Marías ha sido tanto y esperó ser tanto que, incluso durante el periodo en que navegaba al timón de esa “barquilla”, importantes pensadores del mundo llegaban a Madrid con el deseo de conocerlo. Un ejemplo: el del filósofo y dramaturgo francés Gabriel Marcel. El propio Marías escribe así su encuentro con él:
El primer autor europeo con quien tuve amistad próxima fue Gabriel Marcel. En 1947 había llegado a Madrid, invitado a dar conferencias en el Instituto Francés y en algunas instituciones españolas. Dijo que quería ver a tres personas: Ortega, Zubiri y Marías. Me invitaron a un almuerzo en el Instituto de Cultura Hispánica. No quería asistir, pero no quería tampoco ser desatento con Marcel, a quien conocía como lector y estimaba. Decidí mandar una tarjeta excusándome, y con ella un ejemplar de mi reciente Introducción a la Filosofía. A media tarde, llamaron a la puerta; me pasaron una tarjeta: “Gabriel Marcel”. Después del almuerzo había vuelto al hotel; se había puesto a leer el libro; al llegar a la página 80, se había puesto el sombrero y había ido a verme a mi casa, sin estar siquiera seguro de encontrarme –y sigue diciendo Marías– Tuvimos una larga conversación; al despedirnos éramos amigos (Marías, 1989: 65-66).
Precisamente esa era una característica destacada de nuestro filósofo: la capacidad de hacer amigos, a todas las edades de su vida en este mundo, y ¡cuánto disfrutaba con ellos! Y nosotros con él. Tanto que, por ejemplo, en cualquier restaurante a los demás comensales y hasta a los camareros les llamaba la atención el que un octogenario como él disfrutara enormemente almorzando o cenando con grupos de jóvenes, a los que hacía reír y por cuyas vidas se interesaba tanto [6]. Volvamos a Gabriel Marcel, el cual (después de conocer a Marías) escribió en Le Mystère de l’être que el
joven filósofo español Julián Marías, en su notable Introducción a la Filosofía, presenta una observación que se revela aquí muy preciosa. Nota que el verbo “vivir” presenta un sentido preciso y claramente formulable cuando se trata de un tiburón o una oveja. En ese caso significa respirar gracias a tal órgano y no tal otro, alimentarse de cierta manera, etc. Pero en el hombre cesa de presentar una significación tan bien limitada; lo que quiere decir que para el hombre vivir no es algo que pueda reducirse al conjunto de sus funciones, aunque las presuponga (Marcel, 1971: 75).
Hasta aquí esa cita de Marcel, que seguramente quedaría impresionado, al entrar en casa de Julián Marías, al ver algo que también ha impresionado a todos los que entrábamos a su hogar: una excelente copia de la Anunciación de Fra Angélico, del Prado, que fue pintada para él y su mujer recién casados. Era su primer “mueble”, el centro de su hogar, símbolo de muchas cosas; este cuadro lo acompañó siempre (Marías, 1989a: 315).
Añado que yo me emocioné cuando, entrando al salón de esa casa, por primera vez, el año 1990, vi sobre la chimenea el cuadro, al lado del cual pidió que me sentara. No puedo contar aquí lo que desde muchos años antes ese mismo cuadro significaba para mí y cómo yo lo tenía presente sobre todo a partir de la fiesta de la Anunciación de 1985. Me di cuenta entonces de que el propietario de aquel cuadro, que él mismo consideraba el centro de su hogar, tenía que ser, por lo menos, una persona en quien se podía confiar plenamente. Durante muchos años, conversando los dos bajo esa pintura en el sofá azul de su luminoso salón, invadidos por los libros (depositados hasta en los brazos del mismo sofá), me decía tantas veces que de lo que más satisfecho se encontraba, en su vejez, era de que había cumplido siempre esa solemne promesa que de niño hizo de no mentir nunca, y que, según él, la verdad es el Espíritu Santo (principal protagonista, como sabemos, de ese cuadro).
Otro filósofo europeo a quien trató fue Heidegger, que propuso que Julián Marías, Gabriel Marcel, Paul Ricoeur y Lucien Goldmann expusieran sus diferentes puntos de vista o sus discrepancias respecto de él durante diez días, entre agosto y septiembre de 1955, en el Château de Cerisy, en Normandía (Francia). El filósofo español describió a Heidegger como “un hombre de bosque”, “con algo de campesino o guardabosques alemán” (Marías, 1989b: 94). Cuando el filósofo alemán llegó a ese castillo
iba vestido normalmente, con un traje de ciudad, pero en seguida lo abandonó para vestir una chaqueta de gris verdoso con hojas verdes en las solapas. “Va vestido de Dasein”, comentó Julián Marías en broma. Como Zubiri había estado largo tiempo con él, en Friburgo, antes de que Marías lo conociera y fuera alumno suyo, le propuso Don Julián a Heidegger que le escribieran ambos una postal. Heidegger contestó: “Sí, y otra a Ortega”. Y allá fueron sus “postales hacia Madrid” (Marías, 1989b: 94 y 96).
Parece que Heidegger no se enteró muy bien de lo que Julián Marías le dijo en su conferencia ante él, aunque le habló primero en perfecto francés y, como el filósofo alemán no acababa de comprender, también en su perfecto alemán con el que había leído, muchos años antes, Ser y tiempo.
Lo que hace Heidegger es la “analítica existencial del Dasein”; es decir, permanece en el plano de la teoría “analítica”, “desde la cual no se puede pasar inmediatamente a la realidad concreta de la vida individual, de ‘cada’ vida” (Marías, 1998: 389).
Marías escribió en 1989 que ha sido
menester descubrir y elaborar el sistema de categorías y conceptos propios de la vida humana, no solo en cuanto “vida personal” sino en su concreción empírica que la hace ser humana. Esto, por supuesto, está ausente del pensamiento de Heidegger –no solo de él, ciertamente– y es uno de los motivos por los que, si lo repensamos en español, vemos que no podemos olvidarlo ni contentarnos con él (Marías, 1998: 389).
El año 2001, en uno de los (alrededor de) 250 artículos que Julián Marías me dictó, recordaba que
llegué un día, como todos, a la Revista de Occidente; estaban solos y en conversación Ortega y Zubiri; me dijo el primero: “Estábamos hablando de usted, de la suerte que había sido para usted el no ir a estudiar a Alemania” (ambos lo habían hecho largamente). Me quedé pensando que había sentido muchas veces lo deseable que hubiera sido esa experiencia, pero me había hecho esta reflexión: un curso en Heidelberg o en Friburgo es algo muy tentador, pero significa un curso lejos de Madrid; un año en la proximidad de Heidegger puede ser algo precioso; pero quiere decir un año lejos de Ortega. Rara vez se hacen estas cuentas; pensé una vez y otra que no valía la pena, que era un precio demasiado alto (Marías, 2002: 603).
En 2002 Marías me dictaba que el año “1927 publicó Heidegger, a sus 38 años, el libro filosófico que es probablemente el más importante del siglo XX: Sein und Zeit”. Es “un espléndido libro, de algo más de cuatrocientas páginas, escrito en un excelente alemán, fuertemente matizado por el estilo de su autor”. Heidegger “era un hombre muy concentrado en su pensamiento, en sus fuentes principales, limitadas pero enérgicamente poseídas, bastante ajeno a los asuntos públicos y al mundo en general. Los reproches de índole política que mucho tiempo después se le hicieron me parecieron enteramente desenfocados”. Ese libro capital de Heidegger lo leyó Marías, en su original alemán a sus veinte años de edad, según él “‘desde Ortega’, después de absorber y repensar la filosofía de éste, y esto me permitió escapar a la fascinación de Heidegger, al deslumbramiento justificado que provocó en muchas mentes, y al mismo tiempo a entenderlo mejor y descubrir sus deficiencias”. La más “importante es la casi total ausencia de la idea de razón”. Cuando “se relee el genial libro de Heidegger, se advierte lo que a pesar de su penetración le falta”. Si al sustantivo “razón” “se añade el adjetivo ‘vital’, aparece claro que se trata de la vida humana misma, que ésta es el verdadero instrumento de comprensión de toda realidad como tal” (Marías, 2005: 175-178).
Enrique González Fernández, dialnet.unirioja.es/
Notas:
1 La traducción es mía (EGF).
2 Cfr. Freyre (1993: 391).
3 A partir de la primavera del año 2000, dictó Julián Marías sus escritos al autor de este trabajo: su correspondencia y unos 250 artículos.
4 La traducción es mía (EGF).
5 En cuanto publicó este libro, Julián Marías me pidió con mucha ilusión hacer una recensión para Cuenta y Razón, la revista que fundó y que dirigía Leticia Escardó; así lo hice, y le entregué mi trabajo (González Fernández, 1995) para que lo leyera y corrigiera lo que le pareciera.
6 La imagen equivocada que suele tenerse de Julián Marías es la de un pensador muy serio, cuando en realidad era divertidísimo, siempre de buen humor, y contaba chistes como nadie (de eso somos testigos sus amigos más jóvenes, como Alejandro Abad o Lourdes Durán). Incluso en el estado de abatimiento en que amanecía cada día después de morir su mujer, se esforzaba por alegrar la vida de los demás (recuerdo que cuando, tras una larga enfermedad, falleció el marido de Mari-ángeles Durán, nos invitó a ella y a mí a ver una divertidísima obra de teatro, en primera fila, y pueden ustedes figurarse la risa de los tres).
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