Anthony Bloom
Esta parábola es sumamente rica de significado. Constituye la médula de la espiritualidad cristiana y de nuestra vida en Cristo; considera al hombre en el momento mismo en que se aleja de Dios, olvidándole para seguir su propio camino hacia la tierra del desamparo, donde espera encontrar la plenitud y vida en abundancia.
La parábola describe, pues, el progreso -lento al principio, pero triunfante al final- que le hace regresar, con el corazón quebrantado y libremente abandonado, a la casa de su padre.
Un primer punto es que esta parábola no es simplemente la historia de un pecado particular. Es el pecado en su naturaleza más esencial lo que se nos revela, juntamente con su poder destructivo.
Malicia
Un hombre tenía dos hijos; el más joven reclama a su padre al punto su parte en la herencia. Estamos tan acostumbrados a los límites en que el Evangelio describe la escena, que la leemos impasiblemente; para nosotros es justamente el comienzo de la historia. Y, sin embargo, si nos detenemos un momento a ver lo que las palabras realmente implican, quedaremos sobrecogidos de horror. Esta sencilla frase: «Padre, dame...», significa: «Padre, dame, ya ahora, lo que de cualquier modo ha de ser mío cuando mueras. Deseo vivir mi vida; tú sigue tu camino; no puedo esperar a que tú mueras; seré demasiado viejo entonces para disfrutar de lo que la riqueza y la libertad pueden brindarme; por tanto, ¡muérete!; para mí ya no existes; soy mayor, no necesito un padre; lo que necesito es libertad y todo el fruto de tu vida y tu trabajo; muérete y déjame ir.» ¿No es esto la verdadera esencia del pecado? ¿No le hablamos también nosotros a Dios tan claramente como el hijo menor del Evangelio, pero con la misma ingenua crueldad, reclamando de Dios todo lo que puede darnos: salud, fuerza corporal, inspiración, brillantez intelectual, todo lo que podemos ser y todo lo que podemos tener, para irnos lejos de él y disiparlo, dejándole completamente olvidado y desamparado? ¿No cometemos también nosotros repetidamente este asesinato espiritual contra Dios y contra nuestros semejantes: hijos y padres, esposos y esposas, amigos y parientes, compañeros de clase y de trabajo? ¿No nos conducimos como si Dios y el hombre estuvieran ahí únicamente para sudar y regalarnos el fruto de sus vidas, hasta sus mismas vidas, mientras que en sí mismo no tienen ningún significado para nosotros? La gente, Dios mismo, no son ya personas, sino circunstancias y cosas. Y, cuando hemos tomado todo lo que pueden darnos, les volvemos la espalda y nos encontramos infinitamente lejos de aquellos que no tienen ya rostro para nosotros, ni ojos con que poder encontrarnos. Después de borrar de la existencia al dador, nos convertimos en posesores de derecho propio y nos excluimos del misterio del amor, porque ya no podemos recibir y somos incapaces de dar. Tal es la esencia misma del pecado: descartar el amor, reclamando del que ama y da que salga de nuestra vida, que acepte el aniquilamiento y la muerte; este asesinato metafísico de amor es el acto del pecado, el pecado de Satán, de Adán y de Caín.
Una vez en posesión de todas las riquezas que la «muerte» de su padre le había procurado, sin volver siquiera la vista atrás como lo hacen los jóvenes atolondrados, el joven deja la insípida seguridad del hogar y, apresurando el paso, corre hacia la tierra donde nada le impedirá ser libre; libre de coacciones, de todos los lazos morales, puede entregarse ahora sin reservas a todos los impulsos de su corazón descarriado. El pasado ya no está; sólo existe el presente, fascinante de promesas, resplandeciente como un nuevo amanecer, y el futuro se extiende ante él ilimitado. Está rodeado de amigos, es el centro de todo, la vida es seductora y no sospecha aún que no mantendrá sus promesas. Imagina que es a él a quien se adhieren sus nuevos amigos; la verdad es que es tratado como él ha tratado a su padre; existe para sus amigos solamente en la medida en que es rico, solamente en cuanto participan del hechizo de su vida despilfarradora. Comen, beben, se alegran; él se siente pletórico de alegría; pero, ¡cuán diferente es esta alegría de la serena y profunda felicidad del reino de Dios revelada en las bodas de Caná de Galilea!
Pero llega entonces el momento en que las riquezas le traicionan, en que todo se ha acabado y a sus amigos no les queda otra cosa que él mismo. De acuerdo con la ley inexorable del mundo secular y espiritual (Mt 7, 2: «con la medida con que midáis seréis medidos»), le abandonan, porque nunca habían tenido necesidad de su persona, reflejando su destino el de su padre: ya no existe para ellos, está solo y abandonado. Tiene hambre, sed, frío, se siente desolado y rechazado. Le dejan solo como él dejó solo a su padre, pero frente a una miseria infinitamente mayor: su nada interior; mientras que su padre, aunque abandonado, era rico con una caridad invencible, aquella caridad que le llevó a entregar la vida por su hijo y aceptar el repudio para que su hijo pudiera seguir su camino libremente. Encuentra trabajo, pero eso es para él una miseria y una degradación mayores; nadie le da de comer y no sabe cómo encontrarlo. ¡Qué humillación cuidar de los cerdos, símbolo de impureza para los judíos, tan impuros como los demonios que Cristo expulsa! Su trabajo es una parábola de su condición; su impureza interior iguala a la impureza ritual de su piara de cerdos. Ha tocado fondo, y desde lo más hondo lamenta ahora su miseria.
También nosotros lloramos nuestra propia miseria con mucha más frecuencia que damos gracias por las alegrías de nuestra vida; no porque nuestras pruebas sean tan pesadas, sino porque nos enfrentamos con ellas con tanta cobardía y tan impacientemente.
Abandonado de todos sus amigos, rechazado en todas partes, se queda frente a frente consigo mismo, y por primera vez mira su interior. Libre de toda seducción y atracción, de todos los lazos y trampas que él tenía por liberación y plenitud, recuerda su infancia, el tiempo en que tenía un padre, en que no era huérfano, en que no se había convertido aún en un vagabundo sin corazón y sin hogar. Se da cuenta también de que el asesinato moral que perpetró no mató a su padre sino a él; que su padre dio su vida con un amor tan total, que puede permitirle esperar; y se levanta, dejando atrás su precaria existencia, y se pone en camino hacia la casa de su padre, resuelto a arrojarse a los pies de la clemencia de su padre. No es sólo el recuerdo de su casa, del fuego del hogar y de una mesa repleta de alimentos lo que le mueve a partir, la primera palabra de su confesión es no «perdón», sino «padre». Recuerda que el amor de su padre le hizo libre, y que todas las cosas buenas de la vida provenían de él. (Cristo dice: Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas se os darán por añadidura»). No regresa a un extraño que no le reconocerá, al cual habrá de decirle: «¿No te acuerdas de mí? Hubo un tiempo en que tenías un hijo que te traicionó y te abandonó; soy yo.» No, es el nombre de padre el que brota de lo profundo, el que acelera su paso, el que le permite esperar.
Arrepentimiento remordimiento
Y en esto descubre la verdadera naturaleza del arrepentimiento, porque el verdadero arrepentimiento combina a la vez la visión del propio mal personal y la certeza de que también para nosotros hay perdón, porque el verdadero amor no puede vacilar ni extinguirse. Cuando solamente existe una visión sin esperanza de nuestras propias culpas produce remordimientos y lleva a la desesperación. Judas comprendió lo que había dicho; vio que su traición era irremediable: Cristo fue condenado y murió. Pero no recordó lo que el Señor había revelado de sí mismo y de su Padre celestial; no comprendió que Dios no quería traicionarle como él había traicionado a su Dios. Pierde toda esperanza, va y se ahorca. Estaba preocupado por su pecado, por sí mismo, no pensaba en Dios, el Padre de Jesús y también su Padre.
El hijo pródigo va a casa porque el recuerdo de su padre le infunde valor para volver, y su confesión brota varonil y perfecta: «Padre, pequé contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros.» Queda condenado ante su propia conciencia, no puede obtener el perdón para sí mismo, pero en el perdón hay un misterio de humildad que hemos de aprender repetidamente; hemos de aprender a aceptar el perdón mediante un acto de fe en el amor del otro, en la victoria del amor y de la vida, humildemente para recibir el don gratuito del perdón cuando se nos brinda. Y porque el hijo pródigo tenía así abierto el corazón a su padre, está preparado para el perdón. Según se va acercando a casa, el padre lo ve, se apresura a ir a su encuentro, le echa los brazos al cuello y le besa. ¡Cuántas veces había permanecido en el umbral, mirando el camino por el que su hijo se había alejado de él!
Había esperado y aguardado. Y ahora había llegado el día en que su esperanza se veía cumplida. Ve al hijo que había partido ricamente vestido, adornado de joyas, sin volver ni siquiera la mirada a la casa de su infancia porque sus pensamientos y sentimientos estaban dominados solamente por lo desconocido que le fascinaba. Y ahora el padre le ve volver como un mendigo, harapiento, profundamente abatido, cargado con un pasado del que está avergonzado y sin futuro...; ¿cómo le saldrá su padre al encuentro? «Padre, pequé...»
Pero el padre no le permite renegar de su filiación, como si fuera a decirle: «Al venir a casa me has devuelto la vida; cuando intentaste matarme, fue a ti mismo a quien mataste, y ahora que de nuevo estoy vivo por ti, has vuelto a vivir tú mismo.» Y. volviéndose a sus criados, el padre dice: «Inmediatamente, traed el primer vestido y ponédselo; ponedle también un anillo en su mano y sandalias en sus pies.»
Muchas traducciones leen «el mejor vestido», pero el texto griego habla del «primer vestido». Por supuesto, «el primer vestido» podía ser el más precioso de la casa, pero, ¿no es más probable que el padre dijera a los sirvientes: «Id a buscar la ropa que mi hijo llevaba el día en que se fue, el traje que dejó cuando se puso la ropa de la traición»? Llevándole la ropa más preciosa de la casa, el muchacho habría de sentirse molesto y de etiqueta; tendría la impresión de no encontrarse en casa, sino de ser un huésped distinguido recibido con toda deferencia y hospitalidad posibles. No nos ponemos la mejor ropa de casa cuando estamos cómodos en el hogar. Parece más probable, según el contexto, pensar que el padre manda por la ropa que el hijo rechazó, pero que el padre recogió, dobló y guardó cuidadosamente, como Jacob conservó la túnica de José, que sus hermanos llevaron a su padre, la túnica polícroma, rociada con la sangre del hijo que debía de haber perecido. Así ahora el joven se quita los harapos y vuelve a ponerse la ropa familiar, un poco gastada, a la debida medida, adaptada a su cuerpo. Se siente a gusto en ella y mira a su alrededor; los años lejos de su padre, pasados en la fornicación, la perfidia y la infidelidad, le parecen una pesadilla; algo que nunca ocurrió. Está aquí y aquí ha estado siempre, llevando la ropa que siempre usaba. Su padre está aquí; un poco más viejo, con arrugas más profundas. Aquí están los servidores, respetuosos, observando con ojos de felicidad: «Ha vuelto con nosotros, y nosotros pensábamos que se había ido para siempre; ha vuelto a la vida, y nosotros temíamos que al inferir un golpe mortal a su padre había dado muerte a su alma eterna y había destruido su propia vida.»
Es una vuelta que borraba el abismo que le mantenía lejos de la casa paterna. El padre va más allá; le da su anillo, que no era precisamente un anillo ordinario. Es sabido que en tiempos remotos, cuando la gente no sabía escribir, era el anillo con el sello el que garantizaba cualquier documento. Dar a alguien el propio sello significaba que uno ponía en sus manos la propia vida, las posesiones, la familia, el honor, todo. Recordemos a Daniel en Babilonia y a José en Egipto; por la entrega de un anillo les confió el rey la autoridad para gobernar en su nombre. Recordemos el intercambio de anillos entre dos desposados, intercambio que significa: «Tengo fe en ti, me pongo enteramente en tus manos. Cuanto tengo, cuanto soy, te pertenece sin reserva.» ¿Recordáis el pasaje de Kierkegaard: «Cuando decimos: "Mi patria, mi amada", significa no que yo las poseo, sino que yo pertenezco a ellas sin reserva»?
Esta parábola nos proporciona otro ejemplo de entrega propia. El hijo que había pedido la mitad de los bienes de su padre, que deseaba tomar posesión de lo que habría de tener después de la muerte del padre..., ahora el padre pone su confianza en él. ¿Por qué? Simplemente porque ha vuelto a casa. No le pide cuentas de lo que ha hecho cuando estaba fuera. No dice: «Cuando me lo cuentes todo, veré si puedo confiar en ti.» No dice, como hacemos nosotros continuamente, de una manera explícita o implícita, cuando alguien con quien hemos reñido vuelve a nosotros: «Bien, te aceptaré a prueba; haremos un esfuerzo para reanudar nuestra amistad, y si veo que eres infiel resurgirá todo tu pasado de nuevo y te rechazaré a causa del pasado que da testimonio en contra tuya, demostrando que siempre serás infiel.» El padre no pide nada. No dice: «Veremos.» Por deducción, dice: «Has vuelto. El terrible período de tu ausencia lo borraremos juntos. Mira, la ropa que llevas muestra que nada ha ocurrido. Eres el mismo hoy que el que eras antes de irte. Este anillo que te doy prueba que no tengo duda alguna respecto a ti. Todas las cosas te pertenecen porque eres mi hijo.» Y le calza las sandalias para que puedan estar calzados sus pies «en preparación del evangelio de la paz», como escribe san Pablo en la carta a los Efesios. Y matan el ternero cebado para la fiesta, que es la fiesta de la resurrección, la fiesta de la vida eterna, el banquete del Cordero, del reino. El hijo que había muerto está vivo; el que andaba perdido en tierra extraña, en un país yermo, sin forma y vacío, como leemos al principio del libro del Génesis, ha vuelto a casa. Ahora el hijo está en el reino, porque este reino es el reino del amor, del padre que le ama, del padre que rescata, reintegra y devuelve la vida.
Aparece ahora el otro hijo en escena; el hijo que había sido siempre un buen operario en casa de su padre y que lleva una vida irreprochable, pero que jamás ha caído en la cuenta de que el factor capital en las relaciones entre padre e hijo no es el trabajo sino el corazón, no el deber sino el amor. Ha sido fiel en todas las cosas, pero jamás ha tenido un padre ni ha sido un hijo sino externamente. Ni tampoco ha tenido un hermano. Oigamos lo que le dice a su padre. Al oír la música y el baile, llama a un servidor y le pregunta lo que aquello significa. El servidor le responde: «Es que ha vuelto tu hermano, y tu padre, como lo ha recobrado sano y salvo ha mandado matar el becerro cebado.» El hijo mayor se enfada y se niega a entrar. Su padre sale a su encuentro a rogarle que entre, pero él responde: «Hace ya tantos años que te vengo sirviendo (y la palabra sirviendo es una palabra fuerte, tanto en griego como en latín, que indica esclavitud, servidumbre, tener que hacer toda suerte de tareas desagradables) «sin haber quebrantado jamás ninguna orden tuya» (piensa sólo en términos de órdenes y transgresiones, jamás supo ver la intención de las palabras, el corazón en el tono de la voz, la participación en el calor de una vida común, en la cual le correspondía a él su parte y a su padre la suya; para él ha sido siempre cuestión de órdenes y deberes que nunca ha violado). «Y nunca», prosigue, «me diste un cabrito para que yo celebrara alegremente una fiesta con mis amigos; pero cuando llega ese hijo tuyo, que ha devorado tus bienes con prostitutas, has mandado matar para él el becerro cebado.» Observemos que dice «tu hijo», no «mi hermano»; no quiere tener nada que ver con este hermano. He conocido una familia como ésa; un padre y una madre, una hija que era la favorita de su padre y un hijo que era su dolor; él decía siempre a su mujer: «mi hija» o «tu hijo».
Tenemos la situación: «tu hijo». De ser «mi hermano» no hubiera sido así -no hubiera violado los preceptos de su padre- ni tampoco hubiera tenido un becerro cebado. ¿Qué responde el padre? «Hijo, tú siempre has estado conmigo.» El padre le considera su hijo. Para él, es su hijo; siempre han estado juntos. Para el hijo, no; están el uno junto al otro, lo cual no es lo mismo. No hay vida común para ellos; no hay separación -tienen la casa en común-, pero tampoco hay unidad o profundidad. «Todas mis cosas son tuyas»: las palabras que Cristo empleó en su oración al Padre antes de la traición. «Pero», prosigue, «habrá que hacer fiesta y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado».
Así pues, el viaje es la vuelta desde lo profundo del pecado a la casa del padre. Esto es lo que tenemos delante de nosotros cuando nos resolvemos a vivir no ya según la pública opinión, sino que dejamos que el juicio de Dios nos sirva de criterio, escuchando en la voz de la conciencia, revelado en las Escrituras, manifestado en la persona de aquel que es la verdad, el camino y la vida. Tan pronto como estamos conformes en que Dios y nuestra conciencia sean los únicos jueces, caen las escamas de nuestros ojos; somos capaces de ver y sabemos lo que es el pecado: un acto que niega, tanto a Dios como a aquellos que nos rodean, su realidad como personas, degradándolos a la condición de objetos, que existen únicamente en la medida en que podemos usarlos y abusar de ellos. Cuando nos hemos dado cuenta de esto, podemos entrar dentro de nosotros mismos, librarnos de las garras de todo lo que nos tiene prisioneros; entrar dentro de nosotros mismos y encontrarnos cara a cara con todas las bendiciones que, para aquel joven, eran su infancia y el tiempo en que vivió en casa de su padre.
¿Recordáis el final del pasaje del Evangelio de san Mateo, donde Cristo dice a sus discípulos que regresen a Galilea? Acababan de vivir los días más terribles y desoladores de su vida. Habían visto a su Señor rodeado de odio, le habían visto traicionado y ellos mismos le habían traicionado con su debilidad. Habían sucumbido al sueño en el jardín de los Olivos y habían huido al aparecer Judas. Dos de ellos habían seguido desde lejos a su Señor y a su Dios desde la casa de Caifás, donde permanecieron sentados con los servidores, no con él como sus discípulos. Uno de ellos, Pedro, que había dicho durante la última cena que aunque los demás le traicionaran él permanecería fiel, le negó tres veces. Habían visto la pasión de Cristo. Y ahora le habían visto vivo y con ellos. Judea significa para ellos el desierto, la devastación, el final de toda vida y esperanza. Cristo los envía a Galilea: «Volved a donde me conocisteis primero, donde nos descubrimos en la intimidad de cada día, donde no había daños, ni sufrimientos ni traición. Volved al tiempo en que todo era inocente con posibilidades infinitas. Volved al pasado, al fondo del pasado. Id y enseñad a todas las naciones, bautizándolas en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándolas todo lo que os he enseñado.»
Esta vuelta dentro de uno mismo conduce a lo profundo, donde descubrimos la vida, una vida nueva, donde vivíamos en Dios con otros hombres. Desde el fondo de este oasis del pasado, distante o cercano, podemos iniciar nuestro viaje, el viaje de vuelta, con la palabra «Padre» -no «Juez»- en nuestros labios, con una confesión del pecado y de esperanza que nada ha sido capaz de destruir, y con la certeza de que Dios no habrá de aceptar nunca ninguna degradación nuestra, de que será siempre garante de nuestra dignidad humana. Nunca permitirá que nos convirtamos en esclavos, puesto que hemos sido llamados por la palabra creadora y nuestra vocación última es ser hijos e hijas de su adopción. Podemos ir a él confiadamente, sabiendo que nos ha estado esperando todo el tiempo que hemos permanecido olvidados de él.
Él es quien desea salir a nuestro encuentro, cuando vacilantes nos acercamos a casa. El quien nos echa los brazos al cuello y llora nuestra miseria; una miseria que no podemos nosotros medir porque no sabemos de dónde hemos caído ni cuán alta es la vocación que desdeñamos. Podemos ir a él sabiendo que nos vestirá de nuevo con nuestra ropa primera, con la gloria que Adán perdió en el paraíso. Él nos vestirá de Cristo, que es más «prístino» que el frescor primaveral en que nacimos. Él es hombre como le quiso Dios. Él es aquel de quien hemos de revestirnos, es la gloria del Espíritu que ha de protegernos cuando el pecado quiera dejarnos desnudos. Sabemos ahora que Dios, apenas nos hemos vuelto a él, quiere devolvernos la confianza en nosotros, darnos el anillo que concedió a Adán la facultad de destruir la armonía que Dios había creado y querido, el anillo del hijo unigénito que murió en la cruz por la traición del hombre, y cuya muerte fue la victoria sobre la muerte, cuya resurrección y ascensión -nuestra vuelta- están ya escatológicamente realizadas en la plenitud de la unión con el Padre.
Cuando volvamos a esta casa del Padre, cuando nos encontremos frente a frente con el juicio de nuestra conciencia y de Dios, el juicio no se basará en la profundidad de nuestra visión teológica. No se funda en lo que solamente Dios puede darnos en forma de comunión con su vida. El juicio de Dios se funda en una sola cosa: «¿Eres un ser humano o careces de dignidad humana?» En este contexto, quizás recordéis la parábola de los corderos y los cabritos, en Mt 25, 31-46: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento... o sediento... o forastero... o desnudo... o enfermo... o en la cárcel...?» Si no sabemos conducirnos como seres humanos, no tendremos idea de cómo hemos de conducirnos a escala divina. Cuando hemos vuelto a la casa del Padre, cuando nos hemos revestido de Cristo, cuando el esplendor del Espíritu tome posesión de nosotros, cuando deseemos realizar nuestra vocación y convertirnos en verdaderos hijos del Padre, en hijos e hijas suyos, primero y ante todo hemos de hacer cuanto esté en nuestras manos para ejecutar lo que está en nuestro poder: ser humanos; pues el compañerismo, la compasión, la misericordia están a nuestro alcance, seamos buenos o malos.
Podemos volver al Padre. Podemos volver con confianza, puesto que él es el sello de nuestra dignidad. Él es quien desea salvarnos. Él no nos pide más que una sola cosa: «Dame, hijo mío tu corazón, y todo lo demás te lo concederé», como dice el Eclesiástico. Este es el camino que nos conduce a todos desde donde estamos, ciegos y fuera del reino que anhelamos ver realizado dentro de nosotros y abarcando todas las cosas, paso a paso, hasta encontrarnos a nosotros mismos ante el juicio de Dios. Vemos cuán simple es este juicio, cuán grande debe ser la esperanza en nosotros, y cómo, con esta esperanza, podemos realizar nuestro viaje hacia Dios confiadamente, sabiendo que él es el juez, pero, sobre todo, la propiciación por nuestros pecados, el único para quien el hombre es tan querido, tan precioso, que toda la vida, toda la muerte, toda la agonía y la pérdida de Dios, todo el infierno sufrido por el Hijo unigénito, es la medida del valor que concede a nuestra salvación.
Anthony Bloom en mercaba.org
Trinidad León
Afrontamos un tema que, por muy “imposible” que parezca, no deja de atraernos. El contenido de estas páginas va a girar sobre tres términos que ya están enunciados en el título: “experiencia”, “Dios” y “lo cotidiano”. Nos aproximaremos, en primer lugar a eso que se suele llamar A lo cotidiano”, tratando de mirar a través de la realidad espacio-temporal aquello que nombramos con mucha pretensión, Aexperiencia de Dios”. Esta reflexión tiene un contenido que apunta, obviamente, hacia lo teológico, es decir, hacia un cierto hablar sobre Dios o, si se quiere, ese balbuceo sobre las huellas que la Divinidad va dejando en el día a día de nuestra vida.
Hay mucho escrito sobre cómo se “experimenta” a Dios dentro del prisma de sensaciones y vivencias que acumulamos a lo largo de los minutos y de las horas del día, pero seguimos planteándonos el interrogante acerca de ese tipo de “experiencia” que no abarcamos sino que nos abarca, señal de que ninguna de las mucha respuestas han agotado mínimamente la inquietud que lleva a plantear la cuestión una y otra vez. Y es que esta pregunta no tiene, ni mucho menos, una respuesta simple. Si es que la tiene.
Partimos de la idea de que quien se plantea semejante interrogante es creyente o, al menos quiere serlo, o lo es a su pesar... Y si es creyente, la siguiente cuestión es ¿en qué Dios cree? Porque, se puede creer en Dios o creer en los dioses... De hecho, la Escritura cristiana nos presenta a Jesús de Nazaret ante el reto de optar entre vivir apegado a Dios o a los Adioses” (cf. Mt 4, 1-11). Pero esto sería otro tema y lo vamos a dejar así.
Por otra parte, se dice, y con razón, que experimentar es vivir; o, a la inversa, que vivir verdaderamente es experimentar, llegar a ser una persona “experta”, “adiestrada” en algo, lo que sea... Sabemos que la vida es, por sí misma, un caudal inagotable de experiencias, de existir sintiendo o, mejor dicho, padeciendo (viviendo apasionadamente) aquello de la realidad que logramos aprehender conscientemente, aquello que logramos aferrar hasta hacerlo parte de nuestra vida. Cosas simples, pero imprescindibles para saber que existimos: levantarnos cada día con las fuerzas y el ánimo renovados, mirar al cielo y acercarnos a la inmensidad, aunque sea a través del sombrero de contaminación o de los bloques de cemento; encontrarnos con la sonrisa de los que nos rodean, con la mirada que acaricia, o tal vez con aquella que corta hasta la respiración...; con la palabra que abre intimidades, o con la tosca negación de ella. Cosas sin las cuales nadie puede vivir, por muy dolorosas que puedan llegar a ser.
1. La experiencia “de Dios” como experiencia de nuestra condición “religada” a Dios
Parto de la convicción de que la “experiencia de Dios” tiene una innegable dimensión antropo-teológica. La experiencia religiosa fundamental es la apertura del ser humano a la raíz, a la arkhéo, a la “Roca” de su propia realidad, este es el presupuesto antropológico de la experiencia religiosa y de la interioridad que ésta conlleva [1].
Decir que la experiencia de Dios posee una dimensión antropológica no significa afirmar que esa experiencia sea algo meramente psicológico. “Nadie tiene experiencia psicológica de Dios” afirma el filósofo X. Zubiri [2]. Porque nadie puede encerrar la inmensidad en la finitud. Todo lo más, advierte el autor citado, se tiene una experiencia moral de lo divino, es decir, se vive a Dios desde la vida y desde los gestos, opciones, actitudes que conforman la vida cotidiana [3].
Nadie, afirma el evangelio de Juan, ha visto nunca a Dios directamente, nadie lo ha “experimentado”, excepto aquel que ha venido de Dios, el Verbo encarnado que nos lo ha explicado (cf. Jn 1, 18). Esta explicación, sin embargo, es la mejor confrontación experiencial: acogiendo la experiencia del Dios de Jesús podemos cotejar qué de nuestra propia vivencia dice algo acerca de lo Divino.
Cada creyente, al realizar el reconocimiento en el que consiste, por ejemplo, la experiencia orante de la fe, inscribe su propia vida dentro de un horizonte relacional que encierra toda una tradición religiosa en la que palabras tales como “YHWH”, “Dios”, “Alah”, “Brahman”, cobran significado más allá de la experiencia transmitida por lo dado en la realidad material, e incluso, íntima y trascendentalmente.
El reconocimiento de esto que podríamos llamar presencia transcendental en la propia interioridad del ser humano, el consentimiento y respuesta a la llamada y a la entrega en el encuentro personal con esa Presencia, es lo que la fenomenología de la religión identifica con la Aexperiencia religiosa fundamental” en cualquiera de las expresiones religiosas: entrega en fe, esperanza y caridad (cristianismo), en fidelidad obediencial (judaísmo), en absoluta sumisión (islamismo), en la búsqueda de la identificación plena “tu eres eso” (brahmanismo), nirvana o extinción del sujeto en el absoluto (budismo), etc...
Es decir, sin esta actitud fundamental que acoge y expresa lo que nos religa a la Trascendencia no se da ningún tipo de experiencia religiosa. Y lo cotidiano, el día a día, vendría a ser algo así como el lugar en el que experimentamos la relación-religación personal respecto a todo eso que nos rodea: el cordón umbilical que nos une a la existencia y a todo lo que existe.
La vida “en Dios”, sin etiquetas
Ahora bien, ¿cómo experimentamos, en lo cotidiano de la vida, esa vinculación personal a Dios?. ¿Cómo vivimos los cristianos, los bautizados en Cristo, la experiencia de Dios? Después de indagar he llegado a una conclusión, tal vez poco original, pero real: no es posible hacer un cliché único, ni etiquetar nuestras experiencias cotidianas de Dios bajo un mismo y único signo, una idea clave o una sensación superior e inefable. Por más que nuestra condición de creyentes cristianos haga de nosotros una “comunidad creyente” (Iglesia), la experiencia que tenemos de Dios es múltiple y compleja.
Tratando, pues, de crear un cuadro referencial amplio podríamos decir que los hombres y mujeres de nuestro tiempo estamos bastante despistados acerca de las cosas de Dios y sobre todo, de las cosas que pueden decirnos algo sobre Dios dentro de los acontecimientos cotidianos; aunque es muy cierto eso de que “La experiencia de Dios sólo puede darse en medio de y en contacto con determinadas experiencias mundanas” [4], con lo más cercano y lo que va creando el entramado de nuestra vida de cada día.
Una auténtica experiencia humana de la vida cotidiana tiene ya los elementos necesarios para ser llamada una auténtica experiencia de Dios. Podríamos decir que la persona que cree y vive esa fe como entrega y comunicación o proyección de sí al modo en que entiende que Dios se le comunica: gratuita, justa y misericordiosamente, comienza a experimentar lo incomunicable de aquello a lo que está llamada y no puede alcanzar por sus propias fuerzas, porque la trasciende absolutamente y de manera misteriosa, no manipulable.
Combinando los elementos que la experiencia humana proporciona en la vida de cada día con la experiencia de fe, es decir, de entrega al proyecto del Reino de Dios, en todo lo que ese proyecto tiene de empeño y compromiso por crear lo que se ha dado en llamar Auna sociedad de contraste”, que fue la misión de Jesucristo y sigue siendo la misión de la Iglesia en el mundo, podemos imaginar algo de lo que implica una verdadera experiencia de la Divinidad en nuestra existencia real y concreta, en medio de las cosas que nos resulta familiares, adheridas a nuestra existencia de cada instante.
Pero este ejercicio o compromiso creyente supone un verdadero proceso de crecimiento y madurez personal, supone aceptar cada día la tensión entre: libertad -normatividad, personalización-institucionalización, provisionalidad-perpetuidad, presente-futuro (pasado), pluralidad-unidad,... Los datos que ofrecen estas categorías bipolares que, podríamos, pero no vamos a desarrollar aquí, servirían para situarnos en el punto adecuado desde el cual comprender el tipo de “experiencia de Dios” que vivimos la mayoría de los creyentes, de manera cotidiana, tratando de tener en cuenta la integridad del Mensaje evangélico y la honestidad de nuestra adhesión a él; contando con la incoherencias de las que muchas veces adolecemos ente ese mensaje y su sentido salvífico. Lo cotidiano está lleno, precisamente y dolorosamente, de incoherencias...
2. Riqueza, problematicidad y humillación de “lo divinamente cotidiano”
Lo que llamamos cotidiano no es sencillamente lo “simple”, ni mucho menos, lo “banal”. Lo cotidiano encierra mucha complejidad y, por lo mismo, una infinita gama de vivencias, de sentimientos, de perspectivas..., un arco iris de colores que abarca todo lo más íntimo de nuestro horizonte existencial: contiene albas, amaneceres radiantes y noches envueltas en una cierta semioscuridad, atardeceres radiantes y también llenos de espesos nubarrones... ¡Toda la creación parece estar dentro de las horas del día y del alma!
Por otra parte, eso que llamamos experiencia está muy lejos de ser algo uniforme o perfectamente programable. De una manera más o menos empírica sabemos que experimentar significa ir haciéndonos personas expertas (peritas) en algo, a partir del pathos: apasionamiento vital, lleno de amor y de sufrimiento volcado y como emergiendo de todo lo que toda vida trae y lleva consigo.
Pero tampoco es algo simple preguntarnos por esa realidad que llamamos Dios y que bien podríamos llamar Diosa, si nuestro intelecto o nuestra sensibilidad Areligiosa” no estuvieran tan encorsetados en los términos y en lo que ellos, más que revelarnos, nos encubren... Hablar de Ala experiencia de Dios en la vida cotidiana” significa tratar de encerrar en palabras esa Realidad totalmente inalcanzable que nos alcanza enteramente y a cada instante, de todas las maneras posibles. Dice el o la orante de la Escritura antigua:
“Señor, tú me has examinado y me conoces;
sabes cuándo me acuesto y cuándo me levanto, de lejos te das
cuenta de mis pensamientos; tú ves mi caminar y mi descanso, te
son familiares todos mis caminos... Tú me envuelves por detrás y
por delante, y tienes puesta tu mano sobre mí... ¿A dónde podría ir
lejos de tu espíritu, a dónde podría huir lejos de tu presencia?...” [5]
La oración continúa mostrando que ni los cielos ni el abismo, ni un confín u otro de la creación, ni la luz ni las tinieblas, pueden alejarnos de la Presencia que lo llena todo.
Con esta certeza metida en el corazón podemos decir, con palabras de una mujer apasionada por Dios pero, sobre todo, por la vida, que en lo que llamamos experiencia cotidiana de Dios se trata de “... realizar lo posible para alcanzar lo imposible” [6]. Lo posible, en este espacio, es, a mi entender, hablar de la experiencia de la cotidianidad hecha de momentos entrelazados, de pequeños retazos y de profundos vacíos, de vitalidad y de dicha, de languidez y de melancolía, o de todo a la vez... Lo imposible, tal vez, sea pretender atrapar, de alguna manera, aunque sea imaginada, esa Presencia que intuimos cercana y que sabemos también lejana, definitivamente no identificable con ninguna de las otras presencias que llenan nuestra vida.
La experiencia de Dios, conquista humilde de Dios
De la Divinidad experimentamos la urgencia de su mirada, sin poder jamás definir su Rostro ni sus maneras de estar presente en esta vivencia nuestra del tiempo y del espacio. La experiencia “de Dios” se va adquiriendo cada día en la comunión afectiva, no sólo con las cosas reales, sino a través de ellas. Es ahí, en la realidad donde se siente la brisa Divina, ese Misterio que, como tal, nos envuelve, nos abraza, nos mete dentro de sí y nos hace “hogar” en sus propias entrañas.
Pero ésta es una experiencia que nos supera y nos desconcierta siempre... Nos lanza al abismo aterrador de lo que no podemos definir, porque no entra dentro de ninguna de nuestras categorías, aunque sí de nuestras intuiciones.
Sin embargo, una manera de experimentar a Dios, sobre todo al Dios revelado en Jesucristo, y es a través de sentir su propio anonadamiento. No como el Todopoderoso, ni como el absolutamente inalcanzable Dios de los conceptos filosóficos, sino como esa enamorada compañía que nos observa embelesada sin hacer otra cosa que amarnos y ofrecernos su amor, retirándose casi con timidez, a fin de no presionar ni obstaculizar nuestra búsqueda en libertad de aquello que él mismo nos da. Dice S. Weil:
“Dios se agota, a través del infinito espesor del tiempo y del espacio, para alcanzar el alma y seducirla. Si ésta se deja arrancar, aunque no sea más que lo que dura un soplo, un consentimiento puro y completo, entonces Dios se alza con su conquista. Y una vez se ha convertido en algo completamente suyo, la abandona. La deja completamente sola. Y entonces le toca a ella atravesar, esta vez a tientas, el infinito espesor del tiempo y el espacio en busca de aquél a quien ama. De esa manera el alma vuelve a hacer en sentido inverso el viaje que Dios hizo hasta ella” [7].
Dios “se agota” entiendo que es una manera de definir la entrega, el abajamiento o la humillación de Dios en la Encarnación: Dios metido en la historia, nuestra historia de cada instante: perecedera y, sin embargo, llamada al infinito.
En el hombre Jesús de Nazaret, Dios nos ha dado alcance, se ha puesto a nuestro lado, ha caminado y experimentado nuestra vida y, al alejarse históricamente, al situarse en el lugar transcendente que le corresponde desde la eternidad, ha dejado nuestra existencia abierta a esa eternidad en la que él mismo existe desde siempre. Pero esta apertura es también herida, porque al Dios de Jesús no le vemos como algo completamente asequible y mucho menos manejable, sino como una seductora utopía de lo que jamás obtendremos de manera plena en esta vida, dentro de este tiempo ni de esta realidad.
Por eso, de la divina Presencia experimentamos siempre mucho más su ausencia que su cercanía. El grito del “Hijo del hombre” sobre la cruz sigue siendo el mismo grito a lo largo de la historia de muchos hombres y mujeres: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”... Experimentar a Dios en la cotidianidad de nuestra existencia, supone, con frecuencia, sentir la llamada y el abandono de Dios: atravesar el camino de la existencia buscando su rostro, sin verle; experimentar el dolor lacerante de los muchos límites y descubrir que la fe no nos exonera de ninguno de ellos.
Y esto duelo, aún teniendo la certeza de que somos criaturas miradas desde, no sabemos bien qué dimensión de la realidad, con infinita ternura, tanto si la amamos como si no, si confiamos en ella como si no, si aceptamos su absoluta libertad como si nos enfurece su indisponibilidad... Esa experiencia paradójica no siempre es llevadera, con frecuencia suele convertirse en un verdadero problema, tal vez, sin saberlo, en el problema más profundo de nuestra vida.
3. “Experiencia” de Dios o “hacerle” sitio a Dios en la cotidianidad de nuestra vida
Como venimos observando, lo que podemos intuir como experiencia cotidiana “de Dios” tiene al menos dos polos o vertientes desde las que podemos asomarnos: lo objetivo y lo subjetivo. No hay verdadera experiencia si no hay algo objetivo, algo que yo pueda oír, ver, tocar, sentir... Y, obviamente, es la persona, con toda su subjetividad, la que siente, experimenta. Son dos dimensiones irrenunciables de nuestra manera de conocer y por tanto de dejarnos afectar por la vida y por el Dios de la vida: “Venid y lo veréis” (Jn 1, 39), dice Jesús a aquellos que querían seguirle por la rivera del Jordán. Y se fueron con él. Al final del proceso, llamémoslo de experimentación, de seguimiento diario por los caminos de la vida cotidiana, pasando por pueblos y ciudades, visitando y dejándose visitar, sanando y dejándose sanar, aquellos hombres y mujeres que le siguieron desde el principio, afirmaban: “...lo que hemos oído, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos, es lo que os decimos” (1Jn 1, 1).
Dios, siempre “inadecuado” a nuestra vida
La nuestra es una experiencia mediada de Dios. Nuestra propia condición humana, compartida por el Hijo encarnado, es la vía de encuentro con la Divinidad que nos sale al encuentro. Experimentar a Dios en la cotidianidad de la vida es experimentar la vida misma, sentir el latido de lo divino resonando, paso a paso, en la interioridad de cada acontecimiento, por sencillo o difícil que se nos presente ante los ojos y en el corazón.
Sin embargo, la distancia o la tensión entre esas dos realidades: la objetiva y la subjetiva, la exterior y la interior, puede convertírsenos en un abismo aterrador, en una distancia infranqueable porque ¿dónde está Dios cuando le necesito?, ¿dónde cuando el mundo, la creación entera reclama su “presencia”, su actuación?
Desde luego, Dios no está en algún lugar recóndito, esperando, como el genio de la lámpara de Aladino que se le convoque para actuar... ¡eso quisiéramos! Dios no es, como decía L. Feuerbach, una mera creación de nuestra mente, una proyección de todo aquello que no podemos ser ni alcanzar por nosotros mismos... “Dios” no es un término abstracto que en ciertos momentos podamos convertir en un soporte más o menos adecuado a nuestra vida. Dios es en la realidad que vivimos y es completamente inadecuado.
Ninguna “experiencia de Dios” no se amolda a nuestros criterios, por elevados y santos que sean o pretendan ser, pero esa experiencia forma parte de la existencia, una existencia tanto más auténtica y veraz, cuanto más se va abriendo a esa Realidad que nunca, aquí, podremos llegar a conocer plenamente, porque, como afirmaba Agustín de Hipona: “Si dices que le conoces, ya no es Dios”. Y, con todo, según otro teólogo del siglo IV, Gregorio Nazianzeno, la experiencia de Dios determina la entera existencia del creyente: “Hemos de pensar en Dios aún más a menudo que respiramos”.
Pensar a Dios y “pensarle” precisamente como “Hogar de Comunión” (Trinidad), debería sernos tan connatural como la respiración misma, pero eso es mucho decir, sobre todo para los hombres y mujeres de una época en la que el Dios manifestado en la vida y en la misión de Jesús de Nazaret, se ha convertido en un tema cada vez más paradójico e irritante, incluso para los mismos cristianos. En este sentido, seguramente nos vendría mejor, más a la medida de nuestra capacidad de entendimiento, un Dios que cumple siempre un rol determinado, aquel que quisiéramos darle: de dominio y de señorío absoluto, de poder arbitrario, e incluso de cierta condescendiente misericordia, incapaz de compartir con nadie su misteriosa e infinita, pero conveniente soledad. En definitiva, un Dios que nos deja en paz, que no incomode nuestra vida cotidiana, que no se acerca pidiendo ser hospedado en nuestro espacio humano... Pero la Divinidad, desde el acontecimiento Jesucristo, ya no puede ser contemplada ni entendida como absoluta lejanía, sino como Presencia que viene y nos considera suyos: familiares y amigos.
En definitiva, si queremos experimentar a Dios en aquello que vivimos cada día, si queremos hacerle espacio en el corazón de nuestra existencia cotidiana, debemos dejarnos afectar de otro modo por la realidad misma, abandonando muchas veces lo que considerábamos “nuestra” privacidad más irrenunciable, que en el fondo puede no ser otra cosa que nuestra comodidad más egocéntrica.
La “experiencia de Dios” en el día a día es una invitación a abandonar el espacio seguro de nuestros criterios y de nuestra sapiencia humana para lanzarnos a vivir un proyecto que apasiona en todos los sentidos: el proyecto de un Dios que se “exilia” de su Gloria (cf. Flp 2, 6-11) para hacerse experiencia encarnada y apasionada en la historia, nuestra propia historia. Con todo lo que ella tiene de gozo y de sufrimiento, de triunfo y de fracaso, de vida y de muerte.
4. Dios, memoria del deseo Aexiliado” y llamada a la “interioridad”
A la distancia entre el vacío y el anhelo que experimentamos por dentro quienes a lo largo del día, de una manera más o menos intensa, más o menos consciente, buscamos a Dios, podemos llamarle deseo. Un deseo que está hecho de infinito, dentro de nuestra finitud, de grandeza dentro de nuestra pequeñez, de certeza dentro de nuestras dudas, de gozo en medio de todos los sufrimientos... El deseo de Dios supone tensión entre lo que creemos de él y lo que llegamos a experimentar verdaderamente de esa Realidad que nos abraza y nos transciende...
Y la tensión puede convertírsenos en angustia, en ansiedad desbordante, insoportable, hasta el punto de hacernos desear no desear que Dios sea, ni exista, ni se nos haga presente... Entre otras cosas, porque el hecho de que nuestra vida esté abierta a la Presencia divina no nos garantiza que todo lo que vivimos en el día a día sea algo satisfactorio, exitoso; por el contrario, puede ser frustrante y desalentador.
“Y es que al Dios vivo, al Dios humano, no se llega por camino de razón, sino por camino de amor y de sufrimiento. La razón nos aparta más bien de Él. No es posible conocerle para luego amarle, hay que empezar por amarle, por anhelarle, por tener hambre de Él... Dios es indefinible. Querer definir a Dios es pretender limitarlo a nuestra mente, es decir, matarlo. En cuanto tratemos de definirlo, no surge la nada” [8].
Dios, ni en el momento de experiencia mística (cercana) más intensa, se deja manipular ni dirigir por nuestros deseos, por “santos” que éstos sean o creamos que pueden ser. De hecho, lo que sentimos, como decía S. Weil, es que Dios se ha adueñado de nuestra vida para después dejarla inmersa en una búsqueda que hacemos a tientas, con muy pocas o ninguna certeza...
Nuestro deseo de experimentar a Dios se queda como “exiliado”, sacado de sí, al descubierto, en la más profunda indigencia. Existen situaciones en la vida personal contradictorias: al momento en el que Dios parece estar al alcance de nuestra la mano le sucede la noche de los sentidos y del espíritu en que la experiencia de Dios se nos convierte en transcendencia y lejanía. Lo que no acabamos de entender es que esta experiencia sea, precisamente la “kénosis” o anonadamiento de lo divino en nuestro “exilio” humano. Experimentar a Dios, de alguna manera, por dolorosa o gozosa que sea, es, ante todo, querer que él sea y tener la certeza de no poder vivir sin él [9].
La experiencia de Dios como experiencia abismal
Cuesta creer que “Dios” sea esa Realidad Infinita dispuesta a dejar su espacio (esté donde esté y sea lo que sea...) y venir a habitar en medio de nosotros; que Dios sea precisamente eso: Presencia implicada en la cotidianidad de nuestra existencia exiliada y la única manera de llegar a ese lugar perdido que llamamos “cielo” “paraíso”..., el lugar-seno acogedor donde experimentar a Dios es sencillamente vivirse en Dios.
Exilio y regreso son los dos polos de este binomio tensional entre el mundo material de lo externo que vivimos y el mundo espiritual e interno que reclama nuestra atención, porque somos seres llamados a existir en él y desde él. El exilio es, en realidad, salir del recinto superficial y amurallado de nuestros intereses materiales y regresar a la profundidad en la que se afirma lo mejor de nuestra existencia cotidiana.
Sin embargo, la interioridad que nos abre a nuestra propia transcendencia, como seres abiertos a la Transcendencia Divina, produce vértigo, y no siempre estamos dispuestos o dispuestas a sufrirlo. El científico, místico y... teólogo Pierre Teilhard de Chardin escribía:
“Penetremos en lo más secreto de nosotros mismos, circundemos nuestro corazón. Busquemos afanosamente el océano de fuerzas que padecemos y en la que nuestro crecimiento se haya inmerso. Es un ejercicio saludable: la profundidad y la universalidad de nuestras relaciones formarán la intimidad envolvente de nuestra comunión” [10].
Experimentar a Dios en la vida cotidiana exige circundar, navegar reciamente, con fuerza, cada momento, cada acontecimiento, firmes ante los embistes que recibimos, oleadas y oleadas de todo tipo de sentimientos y de vivencias, padecimientos, en suma, que pueden hacernos zozobrar y que, no obstante, encierran el secreto de la verdadera sabiduría de la existencia, porque nos lanza a la profundidad, a lo más íntimo y verdadero.
Realizar esa inmersión es “saludable”, puede ser el camino de sanación de muchas de las heridas que la vida nos va produciendo, día a día. Puede ser también camino de encuentro y de comunión, en primer lugar, con ese Abismo sin fondo que es Dios y que somos cada ser humano en Dios. Vale la pena seguir la idea de este buscador y acoger su experiencia:
“Así pues, acaso por primera vez en mi vida (¡yo, que se supone medito todos los días!) tomé una lámpara y, abandonando la zona, en apariencia clara, de mis ocupaciones y de mis relaciones cotidianas, bajé a lo más íntimo de mí mismo, al abismo profundo de donde percibo, confusamente, que emana mi poder de acción. Ahora bien, a medida que me alejaba de las evidencias convencionales que iluminan superficialmente la vida social, me di cuenta de que me escapaba de mí mismo. A cada peldaño que descendía, se descubría en mí otro personaje, al que no podía denominar exactamente y que ya no me obedecía. Y cuando hube de detener mi exploración, porque me faltaba suelo bajo los pies, me hallé sobre un abismo si fondo del que surgía, viniendo no sé de dónde, el chorro que me atrevo a llamar mi vida” [11].
San Agustín hace un llamado a la interioridad en la vida cotidiana que hoy sigue siendo completamente actual: “(Oh hombre!, )hasta cuando vas a estar dando vueltas en torno a la creación? Vuélvete a ti mismo, contémplate, sondéate, examínate... No quieras ir fuera de ti mismo, es en el hombre interior donde habita la verdad” [12].
Pero, el recogimiento en sí, en el lugar en el que habita la verdad, no es, ni mucho menos, un llamado al aislamiento sino a la autenticidad que se enraíza en el conocimiento de sí. La interioridad no es una huida, una evasión, es un compromiso con la vida tal cual. Es optar por la vida real, con todas sus consecuencias. Una opción que lleva al creyente a descubrir la Presencia que lo habita, lo mantiene en la existencia y lo lleva en ella hacia Ella. Una Presencia que es impulso y fuerza para emprender un itinerario hacia sí, hacia el interior de sí mismo, con vistas al encuentro que tiene lugar, según san Juan de la Cruz “del alma en el más profundo centro”.
De ahí que lo que venimos llamando interioridad se asemeje mucho a la experiencia que tiene lugar en lo más auténtico de nuestro ser y que se descubre sólo a través del reconocimiento personal, en un movimiento constante de concentración y descentración, de bajada a lo más profundo y de subida hacia lo que se descubre como lo más allá y lo más absoluto de sí mismo: Dios en los otros.
El esfuerzo que supone el ahondar en sí está orientado, en este camino de experiencia religiosa, a vaciar el propio interior, a tomar auténtica conciencia de sí frente a la realidad; a hacer experiencia de la realidad misma que nos rodea desde el propio señorío interior; en un estado que permita conocer esta realidad tal cual es; con sosiego, profundidad y, sobre todo, con verdad.
5. La experiencia de Dios como despojo de la superficialidad en lo cotidiano
Lo venimos afirmando constantemente: lo que llamamos experiencia de Dios, en el día a día, acarrea mucho de dolor y, por lo mismo, exige de la persona mucho valor. Dolor y valor que conlleva la misma vida. No es demasiado común que alguien quiera hacer experiencia de la Divinidad en profundidad y verdad; sentir las cosas, sentirse a sí misma/o, a los otros, la realidad, el mundo y la transcendencia, exponiéndose, quedándose a la intemperie de la vida, desde su propia fragilidad interior. La filósofa y mística Edith Stein afirmaba al respecto:
“El yo personal se encuentra enteramente en él, en la interioridad más profunda del alma. Cuando vive en esa interioridad, dispone de la fuerza total del alma y puede utilizarla libremente. Además, está abierto a las exigencias que se le presentan, puede apreciar mejor su significado y su importancia. Pero pocos hombres viven tan concentrados en sí mismos. En la mayor parte el yo se sitúa más bien en la superficie...” [13].
Podemos estar, cotidianamente, ante la tentación de sucumbir en la vorágine de la superficialidad o, lo que es peor, la hipocresía, dejarnos llevar por lo que no compromete de forma definitiva ni vincula íntimamente, ni nos toca realmente la vida. La búsqueda de la gratificación inmediata condiciona la continuidad de toda verdadera experiencia, mucho más de la experiencia de “Dios”. Con frecuencia solo interesa aquello que resulta compatible con lo efectivo y con las apetencias del momento presente; nos atrae todo lo que esté apoyado en un fuerte sentido de independencia personal y de respuesta inmediata a nuestras necesidades, reales o no.
Con el paso del tiempo, con la experiencia que vamos acumulando y que nos va llevando a la madurez, más o menos dificultosamente alcanzada, se va relativizando lo que cada día conlleva de banal y asumiendo lo que tiene un cierto sabor a imperecedero, aunque no sepamos exactamente qué sea esto, porque todo lo que somos capaces de experimentar tiende a convertirse en caduco y transitorio, hasta lo más querido: la vida, nuestra vida y la de los seres que amamos. Pero incluso ahí, precisamente ahí, podemos encontrarnos con “Dios”.
En la experiencia de la vida interior el hombre y la mujer creyentes descubrimos lo extraordinario de la propia finitud: miseria y grandeza irremediablemente unidas. Toda la grandeza y dignidad del ser humano radica aquí: en su aspiración a Dios “Los hombres están, por lo general, ávidos de divinidad” afirma san Agustín [14]. Somos seres complejos y misteriosos; fuente de incalculables riquezas y de carencias abismales. El ser humano es un ser para sí mismo incomprensible y a veces desesperante. Es toda una tarea aprender a esperar algo de nosotros mismos, incluso a través de la monotonía del día a día.
Experimentar a Dios en la vida cotidiana, como vemos, es aferrarse a aquello se nos escapa. Trata de aferrar la huidiza esperanza de algo que no se domina: el futuro, la felicidad, la realización personal... Pero es, sobre todo, dejar paso a la fe, muchas veces aprendida y pocas veces profundizada. Una fe trasmitida que se nos ha quedado, con frecuencia, ridículamente corta. Por eso, y concluimos:
1. La experiencia cotidiana de Dios no es un simple saber acerca de Dios, pero tampoco llega a ser una contemplación en sentido místico; consiste en una disposición del pensamiento que reflexiona lo cotidiano. La mente del ser humano es un pozo profundo del cual, con el esfuerzo que supone considerarse a sí mismo lugar de encuentro con Dios, puede llegar a sacar de sí mismo el agua viva, es decir: las buenas opciones, los planes y proyectos válidos que llenan de sentido divino la existencia humana. Porque, se pregunta Pablo de Tarso “¿Quién conoce profundamente el modo de ser del hombre, sino el espíritu del hombre que habita dentro de él...?” (cf. 1Co 2, 11). Se trata, en todo caso, de una verdadera catarsis espiritual, indispensable para adquirir la verdadera sabiduría del Espíritu.
La persona que quiera ver a Dios en los acontecimientos de la vida, tal y como Él se suele mostrar: dentro del misterio, de lo no-predecible, de lo no-abarcable con nuestra lógica, tiene que estar concentrada no distraída; tiene que saber vivirse en la intimidad desbordante y en el silencio sonoro; en la clara oscuridad de la fe y en la disponibilidad al compromiso que lleva, con frecuencia, a la cruz.
2. El encuentro con Dios en la vida cotidiana supone la madurez humana de alguien que se vive, como criatura, orientada hacia dentro y volcada, desde dentro, a los otros, hacia todo lo que Dios mira y ama con predilección absoluta: su creación. Porque ese Dios a nuestro pesar, hace acepción de personas (se fija en lo más miserable), no se hace visible a una mirada superficial ni al alboroto que distrae de la intimidad y de la pasión del mundo.
3. El silencio, que a muchos atrae y a otros muchos aterra, es un elemento fundamental e indispensable para vivir la experiencia cotidiana de Dios. Es necesario saber pasar del ruido ensordecedor al silencio dialogante, de la dispersión a la concentración, de la superficialidad a la hondura, del individualismo a la relación que hace comunión.
Se trata de un silencio que tiene que ser elocuente con la vida, que es disposición para la escucha de la voz de Dios en la propia existencia, y que no tiene nada que ver con la cerrazón huraña o con la hosca mudez en la que, con demasiada frecuencia, pretendemos esconder nuestra falta de autocomprensión de nuestra propia realidad y, obviamente, de los acontecimientos que vivimos a lo largo de las horas, del tiempo y del espacio.
En el silencio interior, a veces obligado, se fragua y crece la vida en el Espíritu o la vida espiritual. Ese silencio no es lo opuesto a la palabra, es lo opuesto al ruido y a la distracción permanente. Este silencio es también condición indispensable para que se dé el diálogo con el Huésped interior y con aquellos seres humanos que lo hacen visible: los que siempre resultan marginados y silenciados, los que no cuentan porque no interesa que cuenten, los que no son significativos porque les restamos constantemente significatividad y dignidad. Esos Aaquellos” son cada una de las personas que, sabiéndolo o no, son el rostro visible del Dios invisible” (Mt 25, 31-46). Ninguneados por la sociedad y engrandecidos en el Reino de Dios que construimos día a día [15].
Intentado una conclusión de lo siempre abierto
La experiencia de Dios en la vida cotidiana es acercamiento apasionado al mundo de Dios y a las cosas de Dios, en las cosas que nos pasan y por las que pasamos cada día. Esto supone que vivimos, en efecto, dentro de una realidad concreta, hecha de relaciones concretas, positivas, gozosas y constructoras en ocasiones y muchas veces, demasiadas tal vez, negativas y destructoras. Y aquí entra todo: relaciones familiares, vecinos, amigos, trabajo, acontecimientos que nos superan de manera absoluta...
La experiencia así entendida consiste en la forma peculiar en que la vida va poniendo la realidad en nuestras manos, y supone, en este sentido, algo previo, que existe y en lo que nos vivimos. Viene a ser algo así como la existencia de un campo visual, dentro del cual son posibles múltiples y diversas perspectivas, según el punto desde el cual nos situemos ante la realidad y sus complejas manifestaciones.
El problema, a mi entender, es que, precisamente lo cotidiano de nuestra vida personal puede llegar a convertir ese campo visual, más que en un balcón abierto hacia el Horizonte Infinito, en una cada vez más estrecha rendija a través de la cual pretendemos ver y conocer todo lo que acontece en la inmensidad del universo y de la historia. Y, algo que vemos o sentimos o experimentamos, cada vez con un margen de apertura más limitada es nuestra relación con la Transcendencia Divina. Por muchas razones:
- por la influencia de lo que podríamos llamar la cultura de la tecnocracia pragmática,
- por las incoherencias entre lo que la religión predica acerca de la Divinidad y lo que la comunidad creyente, nosotros y nosotras dentro de ella, olvida vivir en relación a esa Divinidad,
- por ese afán de globalizar todo e incluir en ese todo incluso la Aexperiencia de Dios”, como si Dios fuera un producto más de la sociedad humana y de los sistemas de convivencia o de intolerancia que creamos a todos los niveles... [16]
Voy a terminar esta reflexión con unas palabras de la pensadora María Zambrano que, sin estar directamente vinculadas al tema que nos ocupa, pueden ayudarnos a entender la universalidad de eso que hemos venido llamando: experiencia de Dios en la vida cotidiana. Porque, quién nos puede impedir sentir que experimentar a Dios en la vida de cada día es como salir de la realidad para entrar más profundamente en ella, de una manera que no podemos ni imaginar ni mucho menos programar? La “experiencia de Dios” es el cada instante en el que vivimos, lleno de una luz que se nos da tan gratuitamente como el nuevo día, que siempre amanece:
“Salimos del presente para caer en el futuro desconocido, pero sin olvidar el pasado, nuestra alma está cruzada por sedimentos de siglos, son más grandes las raíces que las ramas que ven la luz. Es en la hora del amanecer, trágica y de aurora en que las sombras de la noche comienzan a mostrar su sentido y las figuras inciertas comienzan a desvelarse ante la luz, la hora de la luz en que se congregan pasado y porvenir” [17].
Trinidad León, en dialnet.unirioja.es/
Notas:
1 ZUBIRI, X., Naturaleza, historia, Dios Madrid 1987, 180-182. (citado NHD)
2 Nacido en 1898 en San Sebastián
3 Zubiri advierte que en realidad no hay experiencia de Dios..., hay experiencia de las cosas reales y en ellas, se hace un tanteo de Dios. La posesión de la existencia no es experiencia en ningún sentido, y por tanto, tampoco lo es de Dios (Cf ZUBIRI, X., NHD, 435).
4 MARTÍN VELASCO, J., La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 19962, 42.
5 Cfr. Salmo 138.
6 WEIL S., La gravedad y la gracia, Trotta, Madrid 1994, 159.
7 Ibid., p. 128.
8 UNAMUNO, M., Del sentimiento trágico de la vida -en los hombres y en los pueblos-, Alianza Editorial, Madrid 1986, 163-164.
9 Teología kenótica
10 TEILHARD DE CHARDIN, P., El medio divino, Alianza Editorial, Barcelona 2000, 48.
11 Ídem.
12 En Sermón 52, 17.
13 STEIN E., Ser finito y ser eterno, FCE, México D.F. 1996, 453.
14 Cf. SAN AGUSTÍN, Epístola 137, 3, 12.
15 Cf CASTILLO, J. M., El Reino de Dios -por la vida y la dignidad de los seres humanos-, DDB, Bilbao 1999. El estudio, no sólo la lectura, de esta obra ayuda mucho a entender qué significa, en cristiano, “experimentar” al Dios de Jesucristo.
16 En este sentido y en muchos otros, interesante y esclarecedor el libro de ESTRADA, J.A., Imágenes de Dios -la filosofía ante el lenguaje religioso-, Trotta, Madrid 2003.
17 ZAMBRANO, M., en el artículo “Amo mi exilio”, aparecido en el ABC, 28 de agosto de 1989, pág. 3.
Gabriel Martí Andrés
La justicia, la fortaleza, la templanza y sus virtudes derivadas.
Pero los hábitos intelectuales, como sugerimos antes, solo son realmente virtudes si se ordenan al buen ejercicio de la voluntad y, con ello, a las virtudes morales [78]. Nos centraremos en la templanza, la fortaleza y la justicia que, junto con la prudencia, constituyen las cuatro virtudes cardinales, a las que todas las demás remiten en última instancia y que «reivindican para sí aquello que pertenece comúnmente a todas las virtudes» [79]. La justicia es la virtud cardinal de la voluntad, que radica en ella como en su sujeto; la fortaleza, la del apetito irascible; la templanza, la del apetito concupiscible; y la prudencia, como hemos visto, la del entendimiento en su conexión con la voluntad.
● «Lo propio de la justicia entre las demás virtudes es que rija al hombre en las cosas relativas a otro» [80]. Dicho en palabras de Pieper, justicia es «la capacidad de vivir en la verdad “con el prójimo”» [81]; «por eso —dice Aristóteles— muchas veces la justicia parece la más excelente de las virtudes»[82]. De esta forma «se dice justo lo que corresponde a otro según alguna igualdad […]. De ahí que el objeto de la justicia, especialmente y a diferencia de las demás virtudes, se determina por sí mismo, y es llamado lo justo. Esto es el derecho» [83]. De este modo, «justicia es el hábito según el cual uno, con constante y perpetua voluntad, da a cada cual su derecho» [84]. Este dar a cada cual su derecho ha de entenderse en su correcto sentido: no se trata de dar a cada cual lo que le pertenece en propiedad, lo cual puede ser un mal en determinados casos, sino de darle lo que se le debe «según igualdad de proporción» [85].
La justicia se divide en tres especies, y toda otra forma de justicia se reduce a alguna de ellas:
— Justicia general. Es la justicia legal (o social), que ordena al hombre inmediatamente al bien común. Es virtud general, pues, cuando se pone en ejercicio, «ordena el acto de todas las virtudes al bien común» [86].
Cualquier virtud, según su propia esencia, ordena su acto a su fin propio. Sin embargo, el que el acto sea ordenado a un fin ulterior, bien siempre bien algunas veces, no pertenece a la propia esencia de dicha virtud, sino que es necesario que haya alguna virtud superior por la cual sea ordenada a aquel fin. Y así es necesario que haya una virtud superior que ordene todas las virtudes al bien común, que es la justicia legal [87].
— Justicia particular, que se ordena al bien particular de la persona singular. Tiene, a su vez, dos especies:
• Justicia distributiva.- Atiende al orden del todo a las partes, es decir, de la comunidad a cada una de las personas que la integran. La justicia distributiva reparte en justa proporción los bienes comunes entre los miembros de la comunidad.
• Justicia conmutativa.- Atiende al orden de una persona concreta a otra persona concreta, y esto en lo que respecta a cosas (en función de la buena o mala ordenación en este ámbito hablamos de hurto-restitución, fraude…), obras (contraprestación por algún servicio…) o a las personas mismas (injuria-reverencia, atentado a la dignidad, adulterio…). Se sustenta sobre la igualdad de la contraprestación [88].
La justicia es la virtud suprema entre todas las virtudes morales (con alguna excepción como la religión, de la que ya hablaremos). Y ello tanto en lo que respecta a la justicia general o legal como en cuanto a la justicia particular (distributiva y conmutativa). En el primer caso, porque el bien común es superior al particular; en el segundo, porque es «bien de otro» [89]; en ambos casos, porque reside en la parte más noble del alma. Además, en la justicia legal, como dice Aristóteles, se dan de algún modo todas las virtudes morales, pues la ley ordena hacer lo propio del fuerte, como no arrojar las armas, lo propio del templado, como no ser insolente, e igualmente lo propio de las demás virtudes: «la ley manda vivir de acuerdo con todas las virtudes y prohíbe que se viva en conformidad con todos los vicios», en la esfera —claro está, puesto que hablamos de la ley positiva— de «la vida en comunidad» [90].
El vicio opuesto a la justicia es la injusticia, cuyo objeto es cierta desigualdad en las cosas exteriores, «en cuanto se atribuye a alguien más o menos de lo que le corresponde» [91]. Pues bien, si tres son las especies de justicia, tres son los tipos de injusticia. Cada una de estas especies de injusticia se diversifica, a su vez, en distintos vicios. Sin embargo, Santo Tomás no encontró en la tradición o en los textos aristotélicos nombres y tratamiento especiales para los vicios opuestos a la justicia política (legal y distributiva), soslayando por completo el estudio de las formas concretas de injusticia legal y recurriendo a los textos sagrados para la injusticia distributiva, que considera solo someramente. La injusticia conmutativa, en cambio, sí es estudiada en toda su amplitud y sus distintas formas, con todo detalle y gran profundidad. Intentaremos, no obstante, dar una clasificación completa en coherencia con los planteamientos aristotélico-tomistas:
— Vicios opuestos a la justicia legal: injusticia en el legislar y desprecio al bien común en el incumplimiento de la ley (en los casos en los que no hay contradicción entre la ley moral y la positiva).
— Vicios opuestos a la justicia distributiva: la acepción de personas. Consiste en la distribución habitual de los bienes en atención a las personas y no a la causa por la cual los individuos son dignos de tales bienes (acepción de causa) [92].
— Vicios opuestos a la justicia conmutativa: injuria, fraude y usura.
• Contra las conmutaciones involuntarias: injuria de obra (como el homicidio, el hurto, la rapiña, la mutilación, el maltrato, el adulterio y cualquier violación de obra de los derechos del prójimo) o de palabra (prevaricación, calumnia —en el juicio—, contumelia, detracción —fuera del juicio— y demás lesiones de palabra de los derechos del prójimo).
• Contra las conmutaciones voluntarias: fraude en las compraventas —que se da al vender una cosa por un precio superior al valor real u ocultando sus defectos— y usura en los préstamos.
Terminaremos nuestro estudio de la justicia con la enumeración de sus partes integrales y potenciales. Las partes integrales, como dijimos al hablar de la prudencia, son los elementos necesarios para que el acto perfecto y completo de la virtud en cuestión. Y así, las partes integrales de la justicia son hacer el bien debido y evitar el mal indebido:
Es propio del mismo principio constituir algo y conservar lo constituido. Pues bien, alguien constituye la igualdad de la justicia haciendo el bien, es decir, dando al otro lo que le es debido, y conserva la igualdad de la justicia ya constituida apartándose de lo malo, es decir, no infiriendo al prójimo ningún daño [93].
Por lo demás, los vicios opuestos a estos elementos son la transgresión, que consiste en obrar contra los preceptos negativos de la justicia (general y particular), y la omisión, que consiste en obrar contra los preceptos positivos de la justicia (general y particular), o dicho de otro modo, en dejar de obrar a favor del bien debido.
Las partes potenciales o virtudes anejas a la justicia particular (por razón de la igualdad y el débito moral, pues el débito legal está adecuadamente atendido por la virtud principal) son la religión, la piedad, la observancia, la penitencia, la gratitud, la vindicación, la veracidad, la liberalidad y la afabilidad. Veámoslas una por una.
La religión consiste en rendir a Dios el honor y culto debidos mediante la devoción, la oración, la adoración, el sacrificio, la ofrenda, el voto... No es una virtud teologal, por cuanto versa sobre los medios y no tiene a Dios mismo por objeto, sino moral, aunque es la suprema entre todas las virtudes morales. Ahora bien, la virtud moral está en el justo medio [94], de tal modo que se atenta contra ella tanto por exceso como por defecto. En el caso concreto de la religión, el exceso nunca se da en lo que respecta a la cantidad, sino en atención a otras circunstancias, como rendir culto a quien no se debe o cuando no se debe. Y así, el paradigma de vicio opuesto a la religión por exceso es la superstición (idolatría, adivinación y prácticas supersticiosas). Y por defecto se le opone la irreligiosidad (tentación de Dios, perjurio, sacrilegio y simonía).
La piedad consiste en rendir a los padres (y, por extensión, a todos los consanguíneos) y a la patria (y, por extensión, a todos los conciudadanos y amigos de la patria) el honor y el culto debidos, a través de la reverencia y la obediencia (sumisión o servicio). «Después de Dios, a quien más debe el hombre es a los padres y a la patria» [95]. Esta misma jerarquía establece el límite de la piedad: «Si nuestros padres nos inducen a pecar y nos apartan del culto divino, debemos abandonarles y odiarles» [96]; el vicio por exceso sería, pues, el culto exagerado a los padres (y a la patria). Pero si no inducen a pecar y en cuanto que «el culto rendido a los padres por piedad puede referirse a Dios» [97], no debemos abandonarles por seguir la religión: este sería un caso de impiedad o vicio por defecto.
La observancia consiste en rendir el culto, el honor y la obediencia debidos a las personas «constituidas en dignidad» [98] (príncipes, jefes del ejército, maestros y, en sentido amplio, a los virtuosos). Tiene dos especies, a saber, la dulía, por la que se honra a los superiores (en sentido amplio, a los que gozan de alguna excelencia), y la obediencia, por la que se les obedece. Frente a la observancia, el exceso de culto y la inobservancia.
Por la penitencia nos dolemos y arrepentimos moderadamente de nuestros malos actos pasados [99] en cuanto ofensas a Dios y nos esforzamos por enmendarnos y reparar el pecado. Los vicios contrarios son la impenitencia —por defecto— y la exageración en el dolor y el esfuerzo por faltas nimias.
Por la gratitud recompensamos (retribución afectiva y efectiva) a todo aquel que nos hace algún bien gratuitamente, con lo que la observancia, la piedad y la religión serían formas superiores de gratitud. La gratitud tiene tres momentos: reconocer el beneficio recibido, dar las gracias y recompensarlo según las propias posibilidades y en buen tiempo y lugar. La recompensa en casos en los que no se debe o antes de lo debido, por un lado, y la ingratitud, por otro, engendran los vicios opuestos.
Por la vindicación (venganza) damos al culpable el justo castigo a sus acciones, atendiendo a todas las circunstancias y con la intención de conseguir algún bien (enmienda del culpable, tranquilidad de los demás, conservación de la justicia y honor debido a Dios…). Frente a ella, el cruel o inhumano, por un lado, y el excesivamente remiso, por otro.
Por la veracidad manifestamos siempre la verdad a las demás personas, mostrándonos tal cual somos y pensamos en palabras, gestos y en la misma vida. Se trata de un débito moral, exigencia de honestidad, pues es necesario para la convivencia dar mutuo crédito. Los vicios opuestos son la mentira (oficiosa, jocosa y perniciosa)
—en las palabras—, la simulación (e hipocresía, que es la especie de simulación por la cual se finge tener una personalidad distinta) —en los hechos—, la jactancia —vicio por exceso que surge por exageración de la alabanza propia ante los demás— y la ironía —vicio por defecto que surge cuando se finge ante los demás ser menos de lo que se es— [100].
La generosidad, liberalidad, largueza o dadivosidad es la buena disposición (mediante la moderación del amor, la concupiscencia, el gozo y la tristeza) para administrar con prudencia en beneficio del prójimo —sin descuidar el propio sustento y el de la propia familia— los bienes exteriores, en concreto «el dinero y todo aquello cuyo valor puede ser medido en dinero» [101]. Su acto supremo y mayor mérito es el acto de dar. La liberalidad es parte potencial de la justicia, sin embargo, es muy débil en ella la razón de débito: existe un mero débito moral de decencia hacia el prójimo, pues es más liberal un acto en la medida en que menos débito existe. A ella se opone la prodigalidad —por exceso—, que consiste en no poner cuidado en la conservación de los bienes, dando cuando no se debe, y la avaricia o codicia —por defecto—, que consiste en un amor excesivo a las riquezas, no dando cuando se debe [102]. Vicio por defecto es también «la falta de interés y voluntad en la adquisición de bienes personales, cosas necesarias para la vida» [103].
Por la amabilidad o afabilidad seguimos las reglas del decoro en nuestras relaciones con los demás tanto en las palabras como en los hechos, agradando al prójimo. Al igual que la veracidad, se trata de un deber de honestidad más que de un deber legal. El vicio por exceso es la adulación y el vicio por defecto, el litigio. Santo Tomás utiliza para referirse a esta virtud también el término amicitia (amistad). Sigue en esto a Aristóteles que, al no encontrar un nombre preciso, se decanta por φιλια (amistad) como el más aproximado [104]. Sin embargo, en su sentido más propio y elevado, la amistad es una concreción del amor de benevolencia. Así la ve también el Estagirita, y así entendida le dedica gran parte de su Ética a Nicómaco; de hecho, es el hábito al que presta una mayor atención, pues, en sus propias palabras, es “lo más necesario para la vida” [105]: Sin amigos nadie querría vivir […]; hasta los ricos y los que tienen cargos y poder parecen tener necesidad sobre todo de amigos; porque ¿de qué sirve esa clase de prosperidad si se la priva de la facultad de hacer bien, que se ejerce preferentemente y del modo más laudable respecto de los amigos? […] En la pobreza y en los demás infortunios se considera a los amigos como el único refugio. Los jóvenes los necesitan para evitar el error; los viejos para su asistencia y como una ayuda que supla las menguas que la debilidad pone a su actividad; los que están en la flor de la vida, para las acciones nobles… [106].
Cuando la benevolencia se hace recíproca y consciente, surge la amistad; con razón dice Aristóteles que, además de algo necesario, es algo hermoso. La amistad, en este sentido, más que virtud, es algo que acompaña o sigue a la virtud [107], por ello «la amistad perfecta es la de los hombres buenos e iguales en virtud; porque éstos quieren el bien el uno del otro en cuanto son buenos, y son buenos en sí mismos; y los que quieren el bien de sus amigos por causa de éstos, son los mejores amigos, puesto que es por su propia índole por lo que tienen esos sentimientos y no por accidente; de modo que su amistad permanece mientras son buenos, y la virtud es una cosa permanente» [108]. Así, dice el Estagirita en otro lugar, «cuando los hombres son amigos, ninguna necesidad hay de justicia» [109].
La justicia legal también tiene una virtud aneja, denominada epiqueya o equidad. Su función es seguir lo que dicta el espíritu de la ley en aquellos casos particulares en los que seguir su letra conllevaría un atentado contra la razón de justicia y el bien común. Y así, por ejemplo, la ley manda devolver lo ajeno a su propietario, pero sería perjudicial devolver su arma a un desequilibrado en pleno ataque de furia. Esto también puede exigir la disminución de la pena a un reo en determinados casos.
En el ámbito de la justicia se inscribe el don de piedad. Por el don de piedad el Espíritu Santo despierta en nosotros un afecto filial hacia Dios, y a él pertenece como acto principal manifestarle culto y reverencia justamente como Padre. El culto de latría que rendimos a Dios como Padre —por el don de piedad— es más excelente que el que le manifestamos como Creador y Señor —por la virtud de la religión—. Este afecto se extiende a todos los hombres en cuanto hermanos nuestros e hijos del mismo Padre, igual que la virtud de la piedad se extiende a todos los consanguíneos.
El bien del hombre consiste en conformarse a la recta razón. De la rectificación de la razón misma se ocupan las virtudes intelectuales, con la prudencia en un lugar de privilegio [110]; de la aplicación de dicha rectitud a las cosas propiamente humanas o dependientes de la voluntad se ocupa la justicia; de los obstáculos que dificultan dicha aplicación de la voluntad se ocupan la fortaleza (lo difícil) y la templanza (lo deleitable) [111]. Toca ahora hablar de estas dos últimas. Y empezamos por la fortaleza.
● La fortaleza robustece el ánimo para que el apetito irascible y, con él, la voluntad no se vean impedidos en su camino recto hacia el bien arduo y difícil de la razón por una audacia disminuida o, principalmente, por un temor excesivo, atemperando el miedo de verse superado por las dificultades y animando a combatirlas con audacia moderada y la ayuda de la ira cuando han de ser eliminadas. La fortaleza, en sentido estricto, «conlleva firmeza de ánimo para resistir y repeler aquellas cosas ante las cuales es muy difícil tener firmeza, a saber, los peligros graves» [112] y, entre ellos, el más grave de todos, el peligro de muerte [113]. Aristóteles restringe este peligro al riesgo de muerte en la guerra; no en vano habla de ανδρεια, cuyo sentido es más bien el de valor, valentía [114]. Ahora bien, «quien permanece firme ante los mayores males —dice Tomás de Aquino—, consecuentemente permanecerá firme ante los menores» [115], de tal modo que la fortaleza —por extensión— afianza el ánimo para soportar ataques y combatir peligros también de menor dificultad, siendo esta más bien, no obstante, la materia de sus partes potenciales.
La fortaleza no suprime el dolor físico, solo evita que la razón se vea absorbida por él; ni tampoco el sufrimiento ante el peligro de muerte, si bien «la delectación de la virtud vence en el fuerte a la tristeza del alma» [116]. Por lo demás, donde mejor se manifiesta esta virtud es en los sucesos repentinos, pues en ellos obra el hábito de modo connatural. Y su acto más excelente es el martirio.
Los vicios opuestos a la fortaleza son:
— Timidez (timiditas): temor desordenado por exceso —muy especialmente a los peligros de muerte— que se da cuando el apetito rehúye aquello que la razón manda soportar. Como dice Aristóteles, es la cobardía del que «de todo huye y tiene miedo y no resiste nada» [117].
— Impavidez o intimidez (impaviditas o intimiditas): se opone a la fortaleza por defecto de temor, pues el impávido teme la muerte y otros males temporales menos de lo debido —siendo dichos males, no obstante, obstáculos o impedimentos para el ejercicio de la virtud—, algo que puede tener su origen en la falta de amor, en la soberbia o en el defecto de razón.
— Temeridad (audacia) [118]: exceso de audacia que acompaña no pocas veces a la impavidez. Y así, por ejemplo, la falta de temor alguno a la muerte puede llevar a poner la vida en riesgo innecesario con un movimiento excesivamente audaz. «Se considera también al temerario —añade Aristóteles— como un jactancioso que aparenta valor» [119].
Las partes integrales de la fortaleza vinculadas a la audacia son la disposición del ánimo para un pronto ataque y la aptitud para no abandonar en la ejecución de las obras y los propósitos emprendidos con confianza. Y en lo referente al temor, la fortaleza requiere que el ánimo no se debilite por la tristeza ante la dificultad de los males inminentes y que no se fatigue y ceda ante las pasiones de lo difícil cuando estas son especialmente duraderas. Pues bien, estas cosas, «si se reducen a la materia propia de la fortaleza, a saber, a los peligros de muerte, serán como partes integrales de ella, sin las cuales no puede darse. Sin embargo, si se refieren a otras materias en las cuales hay menos dificultad, serán virtudes específicamente distintas a la fortaleza, unidas sin embargo a ella como lo secundario a lo principal» [120]. Estas materias, que en ningún caso podrán perder la razón de arduo —por cuanto es el objeto propio del apetito irascible—, dan lugar a las siguientes virtudes: magnanimidad, magnificencia, paciencia y perseverancia.
La magnanimidad, «como su propio nombre indica, implica cierta tendencia del ánimo hacia cosas magnas» [121] —o también grandeza de ánimo—: es magnánimo el que tiene su ánimo orientado hacia actos en sí mismos y absolutamente grandes (la grandeza pertenece a la razón de arduo) [122]. En definitiva, el magnánimo se afana en realizar grandes obras en toda virtud, exponiéndose prontamente a los peligros que pudieran presentarse, de acuerdo siempre, claro está, con el orden de la razón. Los vicios opuestos a la magnanimidad son, por exceso, la presunción (afán de hacer lo que excede nuestra capacidad sin auxilio o con desprecio de la justicia divina por confianza desordenada en la misericordia), la ambición (apetito desordenado del honor, que es deseado para sí —sin referirlo a Dios—, buscado por una excelencia de la que se carece o tomado como fin) y la vanagloria (deseo de una gloria —esplendor del honor— vana o vacía, por buscarla en algo frágil o caduco, por desvincularla del honor de Dios o la salvación del prójimo o por buscar solo la gloria humana —o buscarla como fin—) [123];y por defecto, la pusilanimidad (frente al presumido, el pusilánime se niega a tender a lo que es proporcionado a su capacidad, renunciando a los grandes proyectos que por sus propias fuerzas podría acometer).
La magnificencia, como su mismo nombre indica, tiene como función propia el “hacer algo grande” [124], entendiéndose aquí hacer (facere) —como en el caso del arte— en el sentido de operar en materia exterior. La magnificencia se refiere, pues, a las acciones transeúntes, y en esto justamente estriba su especificidad y su diferencia con respecto a la magnanimidad, que tiende a lo grande en toda materia, pero más propiamente en materia agible (agere) u operaciones internas o inmanentes. Ahora bien, para hacer grandes obras, y siempre —claro está— en la proporción dictada por la recta razón, se precisan grandes gastos pecuniarios. A estos, pues, dice relación la magnificencia, y en ello se diferencia de la liberalidad, que se refiere a los gastos comunes, de tal modo que no todo liberal es magnífico en acto, aunque sí al menos en disposición próxima (acto interno o inicial) [125]. El magnífico, en este sentido, ha de moderar el amor al dinero, por cuanto un excesivo apego al mismo imposibilita los grandes gastos requeridos por la virtud.
Los vicios opuestos a la magnificencia son la parvificencia o mezquindad —por defecto—, que tiende a hacer cosas pequeñas buscando ante todo el menor gasto posible por afecto desordenado hacia el dinero [126], y la prodigalidad o despilfarro (consumptio, en latín, y banausia o apirocalia, en griego) —por exceso—, que tiende a excederse en el gasto, atentando contra la proporción debida con la obra —muy especialmente con las grandes obras— y cayendo no pocas veces en el dispendio.
La paciencia es la virtud por la cual «el bien de la razón es conservado contra la tristeza, para que la razón no sucumba ante ella» [127] y evitando que las adversidades —cualquier adversidad— nos aparten del bien:
La posesión conlleva quietud de dominio. Y por esto se dice que el hombre posee su alma por la paciencia, en cuanto arranca de raíz las pasiones de las adversidades, las cuales inquietan al alma [128].
Hay dos matices que diferencian a la fortaleza de la paciencia, siendo esta no obstante parte potencial de aquella. En primer lugar, la fortaleza tiene como función propia soportar los males más difíciles de resistir, a saber, los peligros de muerte, mientras que a la paciencia compete soportar cualquier mal. En segundo lugar, la fortaleza reside propiamente en el apetito irascible —pues versa sobre los temores—, mientras que la paciencia se ubica en el concupiscible —pues se ocupa de las tristezas— [129].Son formas de la paciencia la longanimidad —que fortalece al ánimo en su tendencia hacia el bien cuando este es lejano— y la constancia —que hace lo propio cuando la buena obra requiere un esfuerzo continuado—. El vicio opuesto a la paciencia es la impaciencia.
La perseverancia fortalece al ánimo para que pueda llevar a término la obra virtuosa, persistiendo firmemente en el bien cuando la obra se haya de prolongar en el tiempo o sea necesaria una repetición continua de actos mediante la moderación del temor a la fatiga, al tedio, al desfallecimiento, a la monotonía... [130]. La dificultad en este caso proviene de la misma duración de la obra virtuosa; y en esto justamente difiere de la constancia, pues esta fortalece para persistir en el bien frente a los impedimentos externos.
Los vicios opuestos a la perseverancia son la molicie o flojedad —por defecto—, y la terquedad o pertinacia —por exceso—. La primera hace apartarse del bien ante dificultades que por su levedad podrían ser soportadas; la presión más débil la ejerce la tristeza causada por la privación de placeres, de tal modo que la molicie en su máxima expresión llega a despreciar el trabajo y todo lo laborioso (delicia) y buscar por encima de otras muchas cosas superiores el alivio del juego o cualquier otro descanso. La segunda hace persistir en algo con obstinación y porfía, aferrándose —por ejemplo— a la propia opinión más de lo conveniente.
A la virtud de la fortaleza corresponde en el cristiano el don homónimo que, cuando Dios quiere, robustece el alma para el ejercicio de la virtud heroica infundiendo en ella la absoluta seguridad de que podrá superar todas las dificultades —por grandes que estas sean— y llevar a término la obra virtuosa. Este es el don más propio de los mártires, y es dirigido por el don del consejo.
● La templanza o morigeración [131] atempera, modera o reprime, según el caso, los deseos y placeres sensibles [132] —e indirectamente el resto de las pasiones— para que la inclinación del apetito concupiscible (propiamente en lo que respecta a las pasiones principales, más naturales y más atrayentes, que son las pasiones del tacto y del gusto pertenecientes a la conservación de la naturaleza, como el deseo de comer o los placeres venéreos) permanezca dentro de los límites racionales, de tal modo que no aparte, sino que acerque, al bien de la razón [133]. Y es que las pasiones que tienden a los bienes sensibles no repugnan en sí mismas a la razón, pero han de ser subordinadas a ella, de tal modo que esta pueda utilizarlas como instrumentos para la consecución de bienes superiores. Merece la pena traer un texto sumamente clarificador de J. A. Brage Tuñón:
Templanza indica moderación: esta es su razón formal. Pero no una moderación cualquiera, sino aquella propia de la razón. Por tanto, para Santo Tomás, la templanza no es una oposición a la inclinación natural del hombre, ser racional por esencia, sino la virtud que le permite dirigirse al bien con todas las fuerzas de su naturaleza, corporal y espiritual, creando un orden interior en sus potencias y tendencias sensibles. Este orden es el dictado por la razón: el «ordo rationis». La templanza, en definitiva, permite al hombre «ser más» hombre [134].
Los vicios opuestos a la templanza son la insensibilidad —por defecto—, que rechaza por completo los placeres connaturales a la vida humana y, por tanto, las operaciones deleitables sin ordenar la abstención a ningún fin superior; y la intemperancia, desenfreno o licencia [135] —por exceso—, con la cual el hombre se deja arrastrar por los placeres sensibles, con la consecuente turbación de la razón. «A la intemperancia se le atribuye una fealdad máxima, porque nos hunde en el mar de los placeres animales, y porque nos priva de la luz de la razón» [136].
Las partes integrales de la templanza son la vergüenza —de la que ya dijimos algo más arriba—, que es el temor al oprobio por un acto reprobable y vituperable; y la honorabilidad u honestidad (honestas, bien honesto), que es el amor a la belleza moral, al esplendor, al decoro, en definitiva, a la proporción y conformidad con la razón del acto virtuoso, y muy especialmente del acto temperado: «honesto se dice de algo en cuanto que tiene cierta excelencia digna de honor por su belleza espiritual» [137].
La templanza, que se divide —como partes subjetivas— en abstinencia (con respecto a la comida) [138], sobriedad (con respecto a la bebida) [139], castidad-virginidad (moderación de los deleites venéreos principales) [140] y pudor (moderación de los placeres venéreos secundarios) [141], tiene fundamentalmente cuatro partes potenciales o virtudes secundarias, a saber, continencia, mansedumbre, clemencia y modestia. Veámoslas.
La continencia —con sede en la voluntad— es la resistencia (que no moderación, por ser obra de la templanza) a los movimientos violentos de las concupiscencias —muy especialmente a los placeres del tacto— desordenadas, con firmeza en la recta razón, para que no empujen a realizar acciones que deben ser evitadas. En definitiva, «el continente, aunque padezca las concupiscencias intensas, sin embargo elige no seguirlas, obrando conforme a la razón, mientras que el incontinente elige seguirlas, en contradicción con la razón» [142]. Y así, el vicio opuesto es la incontinencia, bien por desenfreno —que no atiende al juicio de la razón—, bien por debilidad —que no persevera en él— [143].
La mansedumbre modera la ira —disminuyendo el apetito de venganza al que esta incita— siempre conforme a la recta razón. Los hábitos contrarios a esta virtud son, por defecto, la paciencia irracional [144] del que no se aíra cuando debe y, por exceso, la iracundia, que es el exceso de ira del que no controla su efervescencia interna —encolerizándose muy ardientemente, con excesiva frecuencia, por motivos nimios o por demasiado tiempo (rencor e implacabilidad)— o sus manifestaciones externas —con arrebatos y signos de cólera excesivos—, y la ira por vicio del que clama venganza contra el orden de la razón, deseando castigo para el que no lo merece, o más de lo que merece, o en orden a un fin distinto a la conservación de la justicia o la corrección de la culpa y al margen de la caridad[145].
Íntimamente relacionada con la mansedumbre está la clemencia, que —con dulzura y suavidad de ánimo— atenúa el mismo acto de venganza, moderando la pena exterior conforme a la recta razón, al hacer prevalecer el amor al reo frente al ejercicio de poder. Se compara a la severidad como la epiqueya a la justicia legal (de la que la severidad forma parte), pues la recta razón exige rigor pero, en determinados casos concretos y en atención a las circunstancias, reclama una disminución de la pena. A la virtud de la clemencia se opone el vicio de la crueldad —también opuesto a la vindicación, como vimos—, que es exceso en el castigo del que castiga sin amor, tomando en consideración la culpa pero con gran severidad de ánimo y «como habiendo perdido el afecto humano, por el cual naturalmente el hombre ama al hombre» [146].
La modestia, por su parte, es la encargada de moderar las pasiones «que encierran alguna dificultad, pero no dificultad notable en cuanto a la conservación del justo medio, de la medida recta y racional» [147], así como sus manifestaciones externas. Tiene cuatro especies: humildad, estudiosidad, modestia en palabras y obras y modestia en el ornato.
La humildad modera la esperanza para que el ánimo no aspire a lo que excede sus propias limitaciones, para que no se empeñe de forma desmedida en alcanzar cosas elevadas —en contra de la recta razón—, para que su apetito de grandeza o excelencia sea acorde a las limitaciones de su ser, en definitiva, para que no se afane en ser más de lo que es o en alcanzar aquellos bienes que están supra se [148]. La humildad se complementa con la magnanimidad, que fortalece el ánimo contra la desesperanza dotándole de grandeza para aspirar a grandes bienes que sí persigue de acuerdo con la recta razón:
La humildad reprime el apetito para que no tienda a cosas grandes en contra de la recta razón. La magnanimidad, por su parte, empuja al ánimo a grandes cosas según la recta razón. Queda claro, pues, que la magnanimidad no se opone a la humildad, sino que convienen en que ambas siguen a la recta razón. [149]
La humildad es la virtud del que «no se considera superior a lo que es», del que reconoce sus defectos y «no tiende desordenadamente a la propia gloria» [150], en definitiva, del que se reconoce —con auténtico juicio interior de la mente— [151] pequeño frente a Dios y se humilla ante Él con reverencia y temor —así como ante el prójimo en lo que tiene de Dios—, bien por poseer mayor bondad o menos defectos, bien por enfrentar nuestros defectos a sus dones. A la humildad compete «alejar el ánimo del apetito desordenado de cosas grandes, contra la presunción» [152]. «No quiere esto decir que el humilde jamás pueda aspirar a nada; no puede aspirar a nada que sea desordenado, incongruente. Llevado de la mano de Dios, puede aspirar al mismo Dios, al mismo tiempo que afirma su propia pequeñez y miseria» [153]. La humildad se opone a la soberbia del que se rebela contra Dios y su grandeza —y contra todo lo que es de algún modo superior—, al aspirar a una excelencia excesiva, desmedida o desproporcionada confiando solo en las propias fuerzas [154]; y también a la falsa humildad del que solo busca la propia gloria mediante la exhibición de signos externos de humildad que no responden a movimientos interiores del alma. [155]
Por otra parte, el hombre, de acuerdo con su naturaleza espiritual, desea conocer. La estudiosidad es la virtud que modera este deseo para que la fuerza intelectiva sea aplicada con el esfuerzo del que a veces aparta la naturaleza corporal, pero con apetito recto y sin vehemencia [156]. Se opone por defecto a la pereza intelectual. Y por exceso a la curiosidad, que implica desorden en el deseo de saber, bien porque se busca el conocimiento por razón de algún mal (como la soberbia o el pecado), bien por distracción de la mente en conocimientos triviales o en las enseñanzas de falsos maestros, bien por el empeño en conocer verdades que superan las capacidades humanas, bien por no ordenar debidamente el conocimiento de la verdad de las criaturas al de la verdad suprema.
Una tercera especie de modestia es la que modera los movimientos externos del cuerpo [157], y esto tanto en los momentos de seriedad como en el juego. La virtud que regula los movimientos externos cuando se obra con seriedad es conocida como saber estar, rectitud de orden, decencia, compostura, rectitud de costumbres… (frente a la insolencia, la ofensa, la falta de delicadeza…). La virtud que regula los momentos de juego, rehuyendo tanto el defecto como el exceso, es la eutrapelia. La eutrapelia rechaza los juegos contrarios a la dignidad del hombre, así como aquellos que se realizan en lugares o tiempos indebidos, y la actitud de aquellos que entienden la diversión como el fin de sus vidas; pero el ocio, la fiesta, el espectáculo, el recreo… son necesarios para el descanso del cuerpo y del alma, con lo que la eutrapelia también rechaza la dureza y rudeza de quien evita cualquier forma de esparcimiento.
Por último, la modestia en el ornato modera el uso de vestidos y adornos contra la ostentación, la vanagloria, el atrevimiento y un cuidado exagerado —por exceso— o deficiente —por defecto—. Esta moderación no excluye el lujo en todo caso, y así, por ejemplo, las personas constituidas en dignidad pueden lucir vestidos y adornos preciosos que manifiesten la grandeza de su cargo, siempre y cuando no se busque la propia gloria. En definitiva, «el cuidado exterior debe estar proporcionado a la condición de la persona según la costumbre común» [158].
A la virtud de la templanza corresponde el don de temor, que se refiere fundamentalmente a Dios:
A la templanza corresponde un don, a saber, el don de temor, que pone freno a las delectaciones de la carne […]. El don de temor se refiere principalmente a Dios, cuya ofensa evita, y por ello ciertamente corresponde a la virtud de la esperanza […]. Sin embargo, secundariamente puede referirse a cualquier cosa de la que se huye para evitar la ofensa a Dios, siendo en aquellas cosas que más atraen donde se torna más necesario. Pues bien, alrededor de estas cosas gira la templanza, y por ello a la templanza también corresponde el don de temor [159].
En definitiva, el temor proporciona al hombre, cuando Dios quiere, un miedo a causarle ofensa, ayudándole a apartarse de todo aquello que, con su fuerte atracción, le aleja del Creador y a someterse así totalmente a su voluntad. Es, por tanto, más que un temor a Dios mismo, un temor a la propia culpabilidad, pues somos nosotros los que nos condenamos. Pieper lo explica con claridad: «El temor de Dios es la respuesta adecuada a este horror de la separación culpable y siempre posible de su última razón de ser. Esta culpabilidad constituye lo que definitivamente hemos de temer» [160].
Las virtudes teologales.
Puesto que hablamos de la naturaleza del alma, no ha lugar un estudio detallado de las virtudes sobrenaturales. Diremos solo algunas palabras de las virtudes teologales para ofrecer una visión de conjunto. Las virtudes teologales son la fe, la esperanza y la caridad, virtudes que, junto con los dones del Espíritu Santo y las virtudes morales sobrenaturales, son infundidas en el alma con la gracia[161].
La fe está en el entendimiento como en su sujeto. No obstante, el acto de fe es acto del entendimiento «en cuanto es movido a asentir por la voluntad» [162], y, en este sentido, también la voluntad está directamente implicada. Por otra parte, «en cuanto por la fe el intelecto es determinado a la verdad, la fe tiene orden a cierto bien [su bien es la verdad]; y ulteriormente, siendo la fe informada por la caridad, tiene también orden al bien en cuanto objeto de la voluntad» [163]. Y es que «por la caridad es ordenado el acto de todas las demás virtudes al último fin» [164]. Sus vicios opuestos son la infidelidad (herejía y apostasía) y la blasfemia.
La esperanza es la virtud por la cual confiamos alcanzar, con el auxilio divino, la bienaventuranza eterna. Tiene su sujeto propio en la voluntad, y sus vicios opuestos son la desesperación y la presunción. Pero las virtudes dependen todas de la caridad, siendo la virtud más excelente. La caridad es «cierta amistad del hombre con Dios fundada en la comunicación de la felicidad eterna» [165]. En este sentido, su sujeto propio es la voluntad. Sus vicios opuestos son el odio a Dios (y el odio al prójimo) que, en cuanto se opone al mismo amor, es el vicio más directamente contrario a la caridad; la acidia [166] y la envidia —que se oponen al gozo de la caridad—; la discordia, la contienda o porfía, el cisma, la guerra, la riña y la sedición —opuestos a la paz—; y la ofensa y el escándalo —que se oponen a la beneficiencia y a la corrección fraterna— [167].
Los dones correspondientes a las virtudes teologales, a saber, los dones de ciencia y entendimiento —para la fe—, de temor —para la esperanza— y de sabiduría —para la caridad—, que también perfeccionan sendas virtudes naturales, como hemos visto, completan la lista de los siete dones consagrados por la tradición a partir de numerosos textos bíblicos [168]:
Según estos dones, la razón del hombre se ve elevada y perfeccionada por el don de entendimiento, para penetrar la verdad; de sabiduría, para juzgar de las cosas divinas; de ciencia, sobre las cosas creadas; y de consejo, para la conducta práctica. Mientras que la voluntad y las inclinaciones sensibles de los apetitos son perfeccionadas por los dones de piedad, en orden a Dios y a los padres; por el don de fortaleza, contra el temor a peligros; y por el don de temor, contra el desorden de la concupiscencia [169].
Corolario: conexión de las virtudes.
Pues bien, al comienzo de este artículo advertimos que el hábito es lo más relevante de la vida moral: más que los actos en sí, lo que nos hace buenos, lo que nos hace crecer, es la virtud. Ahora, después del estudio de cada una de las virtudes de modo particular, y a modo de corolario, hay que hacer constar que dicho progreso solo será posible con el crecimiento conjunto de todas las virtudes. Es el momento de desarrollar un aspecto que en la primera parte de este trabajo solo presentamos y que se torna de capital importancia en este punto, y es el de la conexión de las virtudes.
Las virtudes cardinales (con sus partes potenciales) están intrínsecamente conexas entre sí [170], de tal modo que o se tienen todas o no se tiene ninguna: todas las virtudes cardinales, dice García López, «son necesarias para cada una de ellas, y cada una de ellas lo es para todas las demás», y esto es lo que hace que formen «un verdadero sistema» [171]. En efecto, las virtudes tienen muy diversas materias, pero comparten un mismo elemento formal que es, como ya vimos, la preparación del ánimo. Esta disposición del ánimo, este elemento formal de toda virtud, se adquiere con la prudencia —en el plano natural— y con la caridad (a través de la prudencia infusa) —en el plano sobrenatural—. Y así, «la caridad es la forma, motor y raíz de toda virtud» [172], de tal modo que «quien tenga caridad es necesario que tenga también todas las demás virtudes» [173]: con la caridad son infundidas simultáneamente todas las virtudes sobrenaturales, a saber, las virtudes teologales, la prudencia sobrenatural, la justicia infusa, la fortaleza sobrenatural…, recibidas con la gracia [174].
Pero hablamos del bien humano, del plano natural, de la naturaleza del alma, y aquí la conexión entre las virtudes se produce en la prudencia adquirida. «Todas las virtudes morales se conectan con la prudencia, y cuando se conectan entre sí, lo hacen a través de la prudencia. Tal es el sistema que liga entre sí a las virtudes morales o activas» [175]. En efecto, a partir del ejercicio de las distintas virtudes morales —pues para la recta razón de prudencia hay que estar bien dispuesto respecto de los fines [176]—bajo la dirección de la prudencia imperfecta o parcial —el primer ejercicio de la prudencia—, se va forjando la prudencia perfecta, completa, total o unitaria, que tiene por materia todas las virtudes morales y dispone para hacer el bien en todas las circunstancias: «la virtud moral perfecta es el hábito que inclina a hacer bien la obra buena» [177].Y así «resulta claro, por tanto, de lo que hemos dicho, que no es posible ser bueno en sentido estricto sin prudencia, ni prudente sin la virtud moral» [178] o, dicho en otros términos, «ninguna virtud [moral] puede darse sin prudencia, y es imposible tener prudencia sin las virtudes morales» [179].
En conclusión, en las virtudes cardinales solo puede hablarse de una prioridad en el orden de los actos, por cuanto el acto de una de ellas presupone el de otra, pero no de una prioridad temporal en el orden de los hábitos, pues en cuanto virtudes, en cuanto virtudes perfectas, «todas comienzan a ser simultáneamente en el alma» [180]. De ahí la importancia de cultivarlas todas ellas para el crecimiento moral o, dicho de otro modo, para el perfeccionamiento de la segunda naturaleza del alma. La virtud —dice Pieper— es «lo máximo a que puede aspirar el hombre, o sea, la realización de las posibilidades humanas en el aspecto natural y sobrenatural» [181]. Y este es el camino de la felicidad, como sentimiento estable derivado de la virtud, un camino que en la misma medida de su conveniencia a la naturaleza primera —un camino que en la misma medida en que nos acerca al Bien—, resulta más hondamente deleitable [182].
Gabriel Martí Andrés, en revistas.uma.es/
Notas:
78 Magnífica la definición de Ana Marta González: «la virtud moral es un modo de acción que resulta de introducir racionalidad en nuestra dimensión apetitiva, o —si consideramos que Aristóteles toma la naturaleza como órexis— en nuestra naturaleza» (González, Ana Marta: “Las fuentes de la moralidad a la luz de la ética aristotélica de la virtud”; en Sapientia, vol. LVI, 2001, p. 366).
79 S. Th., II-II, q. 123, a. 11, co.
80 «Respondeo dicendum quod iustitiae proprium est inter alias virtutes ut ordinet hominem in his quae sunt ad alterum» (S. Th., II-II, q. 57, a. 1, co).
81 Pieper, Josef: o. c., p. 19.
82 Aristóteles: o. c., libro quinto, cap. I, 1129 b.
83 «Rectum vero quod est in opere iustitiae, etiam praeter comparationem ad agentem, constituitur per comparationem ad alium, illud enim in opere nostro dicitur esse iustum quod respondet secundum aliquam aequalitatem alteri (…). Sed in aliis virtutibus non determinatur aliquid rectum nisi secundum quod aliqualiter fit ab agente. Et propter hoc specialiter iustitiae prae aliis virtutibus determinatur secundum se obiectum, quod vocatur iustum. Et hoc quidem est ius» (S. Th., II-II, q. 57, a. 1, co). No hemos de confundir el derecho con la norma, pues todo el orden moral es en definitiva normativo. El derecho establece lo debido en justicia, atendiendo así a las exigencias del otro (debitum legale). Este rasgo —que implica la alteridad de la relación y la igualdad de lo debido—, junto con la objetividad, la exterioridad y la coercibilidad, son las notas esenciales del derecho y el orden jurídico en el conjunto de la normatividad ética. El estudio detenido de la ley (divina, eterna, natural y humana) en cuanto razón y raíz del derecho, en cuanto regla y medida de todos los actos humanos (razón práctica-prudencia) y principio rector, por tanto, de todo el orden moral, escapa a las pretensiones de este trabajo.
84 «Et si quis vellet in debitam formam definitionis reducere, posset sic dicere, quod iustitia est habitus secundum quem aliquis constanti et perpetua voluntate ius suum unicuique tribuit» (S. Th., II-II, q. 58, a. 1, co).
85 S. Th., II-II, q. 58, a. 11, co.
86 S. Th., II-II, q. 58, a. 6, co; cf. De ver., q. 28, a. 1. En el plano de las virtudes teologales, también la caridad puede decirse ‘virtud general’, por cuanto ordena el acto de todas las virtudes al bien divino. Por lo demás, Santo Tomás da a “bien común” en sus distintas obras un sentido muy amplio, incluyendo todos los tipos de comunidad, como la comunidad de fines. Y así podríamos hablar de Dios —bien común por esencia— y de la bienaventuranza natural y sobrenatural —en cuanto que fin en el que convienen todos los hombres—. Pero aquí nos referimos al bien común de la sociedad, cuyo orden es regulado por la justicia y, más en concreto, por la justicia legal, que recibe este nombre precisamente por cuanto la ley es ordenada al bien común.
87 «Ad quartum dicendum quod quaelibet virtus secundum propriam rationem ordinat actum suum ad proprium finem illius virtutis. Quod autem ordinetur ad ulteriorem finem, sive semper sive aliquando, hoc non habet ex propria ratione, sed oportet esse aliam superiorem virtutem a qua in illum finem ordinetur. Et sic oportet esse unam virtutem superiorem quae ordinet omnes virtutes in bonum commune, quae est iustitia legalis» (S. Th., II-II, q. 58, a. 6, ad 4).
88 Al margen quedan los derechos fundamentales, que, en cuanto que pertenecen a la propia naturaleza del hombre, en ningún caso pueden ser usados como moneda de cambio para la contraprestación.
89 S. Th., II-II, q. 58, a. 12, co.
90 Aristóteles: o. c., libro quinto, cap. I, 1129 b, et cap. II, 1130 b
91 S. Th., II-II, q. 59, a. 2, co; cf. In Psalm, ps. 35. Evidentemente, hay que distinguir entre la injusticia como hábito y el acto de injusticia. Una persona justa puede cometer un acto de injusticia sin que esto suponga la adquisición del vicio; y a la inversa. Por ello Santo Tomás distingue entre el pecado de injusticia y el hábito de injusticia, algo que podríamos hacer también en el resto de los vicios. Aquí nos referimos a la injusticia habitual, a la injusticia como vicio.
92 En este sentido, el comunismo radical supone un claro atentado a la justicia distributiva.
93 S. Th., II-II, q. 79, a. 1, co.
94 “…oportet quod rectum virtutis consistat in medio ejus quod superabundat, et ejus quod deficit a mensura rationis recta” (In III Sent., d. 33, q. 1, a. 3, qc. 1, co). Por su gran importancia para la ética, ya se encargó Aristóteles de ponerlo de manifiesto en numerosísimos lugares (v. gr. Aristóteles, o. c., libro segundo, cap. VI, 1106 b, 1107 a, 1108b…). El Estagirita es consciente, no obstante, de la dificultad que entraña encontrar el justo medio (es fácil dar dinero —dice—, pero difícil hacerlo en el momento y en la cuantía adecuados y por la razón y de la manera debidas), por ello propone empezar por apartarse de los extremos (cf. Aristóteles, o. c., libro segundo, cap. IX, 1109 a).
95 S. Th., II-II, q. 101, a. 1, co; cf. In I Tim 4, lect. 2.
96 S. Th., II-II, q. 101, a. 4, ad 1
97 S. Th., II-II, q. 101, a. 4, ad 3
98 S. Th., II-II, q. 102, a. 1, co
99 En esto se diferencia de la vergüenza, que se refiere a los malos actos presentes.
100 La verdad tiene que ser salvaguardada siempre y, en este sentido, cualquier forma de mentira es un acto contrario a la virtud. Sin embargo, se puede pecar también contra ella por exceso si difundimos una verdad sin motivo o que no reporta beneficio alguno (cf. S. Th., II-II, q. 109, a. 1, ad 2; Sententia Ethic., lib. 4, l. 15).
101 S. Th., II-II, q. 117, a. 3, co; Sententia Ethic., lib. 4, l. 1
102 Como dice Canals, la codicia de riquezas es el vicio “que más inmediatamente pone en marcha una conversio ad creaturas y que puede llevar a una pérdida del fin último de la vida humana” (Canals, Francisco: “La pereza activa”; en E-aquinas, año 2, Enero-2004, pp. 3-4).
103 Canals, Francisco: art. cit., p. 4
104 Aristóteles: o. c., libro cuarto, cap. VI, 1126 b.
105 Ib., libro octavo, cap. I, 1155 a.
106 Ib.
107 Cf. ib., libro octavo, cap. I, 1155 a; S. Th., II-II, q. 23, a. 3, ad 1.
108 Aristóteles: o. c., libro octavo, cap. III, 1156 b.
109 Ib., libro octavo, cap. I, 1155 a.
110 Cf. Ib., libro sexto, cap. XIII, 1144 b.
111 Este es el orden real de las virtudes cardinales. Y es que la prudencia posee el bien de la razón; la justicia, lo realiza; la fortaleza y la templanza, lo conservan. Y, dentro de estas últimas, el temor al peligro de muerte es mucho más poderoso que las delectaciones del tacto, con lo que la fortaleza ocupa el tercer lugar en la escala de las virtudes principales.
112 S. Th., II-II, q. 123, a. 2, co.
113 Cf. De virt., q. 1, a. 12, ad 23; S. Th., II-II, q. 123, a. 4.
114 Aristóteles: o. c., libro tercero, cap. VI, 1115 a.
115 S. Th., II-II, q. 123, a. 4, co.
116 «Ad tertium dicendum quod tristitia animalis vincitur in forti a delectatione virtutis» (S. Th., II-II, q. 123, a. 8, ad 3).
117 Aristóteles: o. c., libro segundo, cap. II, 1104 a
118 «Sumuntur autem quandoque nomina passionum a superabundanti: sicut ira dicitur non quaecumque, sed superabundans, prout scilicet est vitiosa» (S. Th., II-II, q. 127, a. 1, co).
119 Aristóteles: o. c., libro tercero, cap. VII, 1115 b
120 S. Th., II-II, q. 128, a. 1, co; cf. In III Sent, d. 33, q. 3, a. 3.
121 «Respondeo dicendum quod magnanimitas ex suo nomine importat quandam extensionem animi ad magna» (S. Th., II-II, q. 129, a. 1, co). La cursiva es mía.
122 Cf. S. Th., II-II, q. 128, a. 1, ad 1
123 Las “hijas” de la vanagloria son la desobediencia (inobedientia, que en su afán de gloria se niega a cumplir los preceptos de los superiores), la jactancia (iactantia, que busca la gloria como fin por medio de palabras), la hipocresía (hypocrisis, que busca la gloria como fin por medio de hechos fingidos), la disputa (contentio, que en su afán de gloria discute a gritos en lugar de buscar acuerdos), la pertinacia (pertinacia, que desprecia el parecer de los mejores para alcanzar la gloria, buscada como fin), la discordia (discordia, que no cede para armonizar su voluntad con la de los demás, con el afán de alcanzar la gloria) y el afán de novedades (novitatum praesumptio, que busca la gloria como fin por medio de hechos reales). La vanagloria, por lo demás, difiere de la soberbia —de la que luego hablaremos— en que esta busca la propia excelencia (desordenada), mientras que aquella busca la manifestación de dicha excelencia (cf. S. Th, II-II, q. 162, a. 8, ad 2; De Mal., q. 8, a. 1).
124 S. Th., II-II, q. 134, a. 2, co.
125 Dicho en otros términos, si bien el pobre no puede realizar un acto externo de magnificencia simpliciter, sí que puede realizar un cierto acto de magnificencia secundum quid, en relación al tipo de obra que realiza (cf. S. Th., II-II, q. 134, a. 3, ad 4). Esto también es aplicable al vicio opuesto de la mezquindad.
126 «Ad tertium dicendum quod sicut magnificus convenit cum liberali in hoc quod prompte et delectabiliter pecunias emittit, ita etiam parvificus convenit cum illiberali sive avaro in hoc quod cum tristitia et tarditate expensas facit. Differt autem in hoc quod illiberalitas attenditur circa communes sumptus, parvificentia autem circa magnos sumptus, quos difficilius est facere. Et ideo minus vitium est parvificentia quam illiberalitas» (S. Th., II-II, q. 135, a. 1, ad 3).
127 «Unde necesse est habere aliquam virtutem per quam bonum rationis conservetur contra tristitiam, ne scilicet ratio tristitiae succumbat. Hoc autem facit patientia» (S. Th., II-II, q. 136, a. 1, co; cf. In Heb. 10, lect. 4).
128 «Ad secundum dicendum quod possessio importat quietum dominium. Et ideo per patientiam dicitur homo suam animam possidere, inquantum radicitus evellit passiones adversitatum, quibus anima inquietatur» (S. Th., II-II, q. 136, a. 2, ad 2).
129 «Nec tamen patientia ponitur pars temperantiae, quamvis utraque sit in concupiscibili. Quia temperantia est solum circa tristitias quae opponuntur delectationibus tactus, puta quae sunt ex abstinentia ciborum vel venereorum, sed patientia praecipue est circa tristitias quae ab aliis inferuntur. Et iterum ad temperantiam pertinet refrenare huiusmodi tristitias, sicut et delectationes contrarias, ad patientiam autem pertinet ut propter huiusmodi tristitias, quantaecumque sint, homo non recedat a bono virtutis» (S. Th., II-II, q. 136, a. 4, ad 2).
130 Hay virtudes cuyos actos deben durar toda la vida, por decir orden al último fin de toda la vida humana. Tal es el caso de la fe, la esperanza y la caridad. En estos casos el acto de perseverancia no es consumado hasta el fin de la vida (cf. S. Th., II-II, q. 137, a. 1, ad 2). Por lo demás, hay bienes en los que resulta más difícil persistir. Y así, por ejemplo, es más difícil persistir en las grandes obras o las excesivamente laboriosas. Qué duda cabe que en estos casos es requerida una mayor perseverancia.
131 Aristóteles usa el término sωfrωn para referirse al hombre temperado (Aristóteles: o. c., libro tercero, cap. XI, 1119 a).
132 «Vel dicendum quod delectationes spirituales, per se loquendo, sunt secundum rationem. Unde non sunt refrenandae, nisi per accidens, inquantum scilicet una delectatio spiritualis retrahit ab alia potiori et magis debita» (S. Th., II-II, q. 141, a. 4, ad 4).
133 «Unde patet quod temperantia non contrariatur inclinationi naturae humanae, sed convenit cum ea. Contrariatur tamen inclinationi naturae bestialis non subiectae rationi» (S. Th., II-II, q. 141, a. 1, ad 1). Aristóteles ya había dicho que los placeres objeto de la templanza son «los placeres de que participan también los demás animales», placeres que por eso «parecen serviles y bestiales», si no son regulados por la razón (Aristóteles: o. c., libro tercero, cap. X, 1118 a).
134 Brage Tuñón, José Antonio: “La naturaleza de la templanza según Santo Tomás de Aquino”; en Cuadernos de Filosofía, vol. XVIII, n. 5 (2008), Pamplona, p. 477. De gran interés resulta la relación que este autor establece entre la templanza y la salud psíquica pues, como dice, el deseo inmoderado de bienes sensibles lleva a la constante insatisfacción, a la frustración y, en última instancia, a la ansiedad (ib. pp. 443-444).
135 Aristóteles utiliza el término akólastos (Aristóteles: o. c., libro segundo, cap. II, 1104 a).
136 Brage Tuñón, José Antonio: art. cit., p. 453. Y es que, si bien toda virtud es bella, la templanza goza de una especial belleza: «Ad tertium dicendum quod quamvis pulchritudo conveniat cuilibet virtuti, excellenter tamen attribuitur temperantiae, duplici ratione. Primo quidem, secundum communem rationem temperantiae, ad quam pertinet quaedam moderata et conveniens proportio, in qua consistit ratio pulchritudinis, ut patet per Dionysium, IV cap. de Div. Nom. Alio modo, quia ea a quibus refrenat temperantia sunt infima in homine, convenientia sibi secundum naturam bestialem, ut infra dicetur, et ideo ex eis maxime natus est homo deturpari. Et per consequens pulchritudo maxime attribuitur temperantiae, quae praecipue turpitudinem hominis tollit» (S. Th., II-II, q. 141, a. 2, ad 3).
137 «Nam honestum dicitur secundum quod aliquid habet quandam excellentiam dignam honore propter spiritualem pulchritudinem» (S. Th., II-II, q. 145, a. 3, co).
138 Su vicio opuesto es la gula, que da lugar a la alegría necia (inepta laetitia), a la bufonería (scurrilitas), a la locuacidad (multiloquium), a la estupidez (hebetudo mentis circa intelligentiam)..
139 Su vicio opuesto es la ebriedad o embriaguez.
140 Su vicio opuesto es la lujuria, que da lugar a la ceguera mental (caecitas mentis), a la precipitación (praecipitatio), a la inconsideración (inconsideratio), a la inconstancia (inconstantia), al egoísmo (amor sui), al amor desordenado del presente (affectus praesentis saeculi)…
141 Su vicio opuesto es la impudicia.
142 S. Th., II-II, q. 155, a. 3, co.
143 La vehemencia de las pasiones o la fragilidad de la complexión no justifican la incontinencia. Constituyen “mera ocasión”, pues no impiden que el espíritu resista a las pasiones con firmeza (S. Th., II-II, q. 156, a. 1, co et ad 2).
144 Denominación adoptada por Tomás de Aquino del Pseudo Crisóstomo.
145 Los hijos de la ira desordenada o vicios derivados son la querella, la hinchazón de espíritu, el clamor, la injuria, la indignación, la blasfemia y la contumelia (cf. De mal., q. 12, a. 5; S. Th., II-II, q. 158, a. 7).
146 S. Th., II-II, q. 157, a. 1, ad 3. Mención aparte merece la sevicia o fiereza, que es el vicio del que goza castigando, sin considerar la culpa; no se opone a virtud natural alguna, sino al don de piedad (cf. S. Th., II-II, q. 159, a. 2).
147 Aniz, Cándido: Introducción al ‘Tratado de la templanza’ de la Suma teológica. Madrid: BAC, 1955, tomo X, p. 306.
148 S. Th., II-II, q. 161, a. 2, co.
149 «Ad tertium dicendum quod humilitas reprimit appetitum, ne tendat in magna praeter rationem rectam. Magnanimitas autem animum ad magna impellit secundum rationem rectam. Unde patet quod magnanimitas non opponitur humilitati, sed conveniunt in hoc quod utraque est secundum rationem rectam» (S. Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 3).
150 «Respondeo dicendum quod, sicut ex supra dictis patet, humilitas essentialiter in appetitu consistit, secundum quod aliquis refrenat impetum animi sui, ne inordinate tendat in magna, sed regulam habet in cognitione, ut scilicet aliquis non se existimet esse supra id quod est (…). Et ideo in praedictis gradibus humilitatis ponitur aliquid quod pertinet ad humilitatis radicem, scilicet duodecimus gradus, qui est, ut homo Deum timeat, et memor sit omnium quae praecepit. Ponitur etiam aliquid pertinens ad appetitum, ne scilicet in propriam excellentiam inordinate tendat» (S. Th., II-II, q. 161, a. 6, co).
151 Cf. S. Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 2.
152 S. Th., II-II, q. 162, a. 1, ad 3
153 Aniz, Cándido: o. c., p. 313.
154 La soberbia es «reina y madre de todos los vicios» (S. Th., II-II, q. 162, a. 8, co; cf. In II Sent., d. 42, q. 2, a. 3) —como la definió San Gregorio— e implica jactancia como arrogancia interior, ingratitud, desprecio a los demás… Es vicio universal pues, si bien hay malos actos singulares que tienen su origen en la ignorancia o la flaqueza (cf. S. Th., II-II, q. 162, a. 2, co et a. 7 ad 1), todos los vicios como tales se pueden explicar por el deseo desordenado de la propia excelencia (cf. S. Th., I-II, q. 84, a. 2, co et ar. 4, co). Y así, más que un vicio capital, es el principio de los vicios capitales, que son la vanagloria —más bien que la soberbia, por los motivos apuntados—, la iracundia, la envidia, la gula, la lujuria, la avaricia y la pereza/acidia y que constituyen a su vez la fuente de todos los vicios morales (cf. S. Th., I-II, q. 84, a. 4, co et ad 4-5). La soberbia suele ir acompañada de signos externos, como la arrogancia exterior, el exceso en el modo de hablar, el afán por destacar… (cf. S. Th., II-II, q. 161, a. 6, co). Por lo demás, su sujeto propio es el apetito irascible, pues la propia excelencia tiene la razón de arduo, pero entendiendo ‘apetito irascible’ en un sentido extenso, que incluye tanto el apetito irascible sensible (que es el apetito irascible en sentido propio) como el apetito irascible racional (voluntad misma en cuanto principio de operaciones libres arduas y difíciles). Y es que la excelencia objeto de la soberbia se da tanto en lo sensible como en lo espiritual (cf. S. Th., II-II, q. 162, a. 3, co; De mal., q. 8, a. 3).
155 Cf. S. Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 2
156 Cf. S. Th., II-II, q. 166, a. 2, co et ad 2.
157 Como vimos al hablar de la veracidad, hemos de mostrarnos tal cual somos, en honor a la verdad, y en este sentido, esta tercera especie de modestia ha de responder a las virtudes que moderan las disposiciones internas (cf. S. Th., II-II, q. 168, a. 1, ad 1 et ad 3), de tal modo que un cuidado excesivo de las formas que no responde a una buena disposición del espíritu es del todo censurable (cf. S. Th., II-II, q. 168, a. 1, ad 4; In III Sent., d. 33, q. 3, a. 2, qc. 1, ad 3).
158 S. Th., II-II, q. 169, a. 2, ad 3
159 «Ad tertium dicendum quod temperantiae etiam respondet aliquod donum, scilicet timoris, quo aliquis refrenatur a delectationibus carnis (…). Donum autem timoris principaliter quidem respicit Deum, cuius offensam vitat, et secundum hoc correspondet virtuti spei (…). Secundario autem potest respicere quaecumque aliquis refugit ad vitandam Dei offensam. Maxime autem homo indiget timore divino ad fugiendum ea quae maxime alliciunt, circa quae est temperantia. Et ideo temperantiae etiam respondet donum timoris» (S. Th., II-II, q. 141, a. 1, ad 3).
160 Pieper, Josef: o. c., p. 22
161 Hablamos, claro está, de la gracia santificante. Mención aparte merecería la gracia gratis data, ordenada, no a la santificación del que la recibe, como la anterior, sino a la conversión y justificación de los otros. La tradición, a partir de un texto de San Pablo, reconoce nueve gracias gratis dadas: fe, palabra de sabiduría, palabra de ciencia, don de lenguas, don de palabra, don de hacer milagros, don de curaciones, profecía y discreción o discernimiento de espíritus. No hemos de confundir la fe como virtud teologal ni la sabiduría y la ciencia como dones del Espíritu Santo con la fe, la sabiduría y la ciencia como gracias gratis dadas, pues estas, además de la certeza en el conocimiento, implican un carisma especial para instruir a otros (cf. S. Th., I-II, q. 111, ad 4).
162 S. Th., II-II, q. 4, a. 2, co, la cursiva es mía; cf. De ver., q. 14, a. 4.
163 «Et ideo inquantum per fidem intellectus determinatur ad verum, fides habet ordinem in bonum quoddam. Sed ulterius, inquantum fides formatur per caritatem, habet etiam ordinem ad bonum secundum quod est voluntatis obiectum» (S. Th., II-II, q. 4, a. 5, ad 1).
164 S. Th., II-II, q. 23, a. 8, co.
165 S. Th., II-II, q. 24, a. 2, co.
166 La acidia, acedia o acedía de la que aquí hablamos difiere de la acidia pasional. Esta equivale a tristeza o angustia; la acidia viciosa equivale a flojedad o pereza, aunque con matices, pues “la esencia de la acedia no estriba en una reacción ante dificultades corporales, exteriores al alma, sino en una cierta ‘disposición interior’” (Echevarría, Mauricio: “La acedia y el bien del hombre en Santo Tomás”; en E-quinas, año 2, Enero-2004, p. 16). “La acedia es el entristecerse del bien Divino del que la caridad se goza. Y este vicio específico que está muy bien delimitado se llama acedia, que no es el cansancio, no es la pereza, no es rehuir el esfuerzo, no es el cansancio de llenar la vida interior. La acedia es no tener dentro de sí el gozo del bien Divino, que sólo puede tenerse como fruto de la caridad. La acedia es consecuencia privativa de la falta de ejercicio del amar, del amor a Dios dentro de uno mismo, del amor al bien” (Canals, Francisco: art. cit., p. 9).
167 Tras la muerte, las virtudes intelectuales y las morales permanecerán en cuanto a su elemento formal. También permanecerá la caridad, aunque perfeccionada, pero no así la fe, que será sustituida por el conocimiento perfecto propio de la bienaventuranza, ni la esperanza, pues ya estaremos en posesión de aquello que esperábamos, la misma fruición divina (cf. In III Sent., d. 33, q. 1, a. 4; De Virt., q. 5, a. 4; S. Th., I-II, q. 67).
168 Muy especialmente Is 11, 2-3.
169 Iraburu, José María: o. c., p. 20
170 No podemos decir lo mismo de las virtudes intelectuales no cardinales. En efecto, en las virtudes intelectuales no existe esta dependencia, ni en la relación entre ellas mismas (cf. S. Th., I-II, q. 65, a. 1, ad 2), ni en la relación con las morales. En este último caso, claro está, con excepción de la prudencia (cf. Sententia Ethic., lib. 6, l. 10; Quodl., XII, q. 15, a. 1; S. Th., I-II, q. 58, a. 5, co), que sí guarda una estrecha relación con las virtudes morales, pues «la virtud moral presta oídos a la razón que se hace cargo de la variedad de circunstancias. Por eso, en la práctica, es el hombre con virtud moral el que está en condiciones de ser dócil al precepto de la recta razón» (González, Ana Marta: art. cit., p. 363). Pero esto no quiere decir que entre las virtudes dianoéticas no exista unidad y, por tanto, cierta conexión, pues, como dice García López, la segunda naturaleza del alma «constituye un sistema ordenado y armónico» (García López, Jesús: o. c., p. 191). Y así, «las virtudes especulativas comienzan con la inteligencia, que es la primera en el orden de la generación o de la adquisición, y que no puede faltar en ningún hombre; continúan con la ciencia (o mejor, las ciencias todas), que se apoya en la inteligencia y prepara el camino a la sabiduría; y concluyen con esta última, que supera a las dos anteriores, que las culmina y las reasume» (Ib., p. 193). Esta unidad también se da entre ellas y las virtudes morales, pues «las virtudes activas o morales dependen de las especulativas […] en el orden de la especificación» (Ib., p. 201).
171 García López, Jesús: o. c., 193. “Así, nadie puede poseer la prudencia como virtud cabal y completa, si no posee también la justicia y la fortaleza y la temperancia; ni hay alguien que pueda ser justo, de manera perfecta, si no posee las virtudes de la prudencia, de la fortaleza y de la temperancia, y así sucesivamente” (Ib., p. 194).
172 De virt., q. 2, a. 3, co.
173 De virt., q. 5, a. 2, co.
174 Podemos hablar, no obstante, de un orden dispositivo entre las virtudes teologales, pues la fe dispone para la esperanza y esta para la caridad. Esto hace posible perder una virtud teologal sin perder sus virtudes dispositivas, si bien sin caridad los otros hábitos teologales no serían virtudes perfectas. Las virtudes morales sobrenaturales, por lo demás, guardan una estrecha relación con las teologales, pues “son hábitos operativos infundidos por Dios en las potencias del hombre, para que todos los actos cuyo objeto no es Dios mismo, se vean iluminados por la fe y movidos por la caridad, de modo que se ordenen siempre a Dios” (Iraburu, José María: o. c., p. 19).
175 García López, Jesús: o. c., p. 196.
176 Y sobre todo respecto del último fin. Por ello las virtudes naturales solo serán absolutamente perfectas con la caridad y las demás virtudes sobrenaturales, si bien pueden darse en un estado de semiperfección también en los “gentiles”, en el plano exclusivamente natural.
177 «Perfecta autem virtus moralis est habitus inclinans in bonum opus bene agendum» (S. Th., I-II, q. 65, a. 1, co). Este es el sentido de las palabras de Séneca que oportunamente recoge el Angélico: «omne quod bene fit, juste prudenter, fortiter, temperate fieri» (In III Sent., d. 36, q. 1, a. 1, co).
178 Aristóteles: o. c., libro sexto, cap. XIII, 1144 b; cf. De virt., q. 5, a. 2, co, Quodl. XII, q. 15, co et Sententia Ethic., lib. 6, l. 11, n. 1.
179 Quodl. XII, q. 15, co.
180 S. Th., III, q. 85, ar. 6, co.
181 Pieper, Josef: o. c., p. 15.
182 La tesis de que las operaciones virtuosas, por cuanto se ejercen de modo natural y en conformidad con la primera naturaleza, resultan deleitables, está bien desarrollada por Aristóteles y Santo Tomás. Este texto es uno de los más clarificadores: «Signum autem oportet facere et cetera. Postquam philosophus ostendit quales debeant esse operationes ex quibus causantur virtutes, hic ostendit quid sit signum virtutis iam generatae. Et circa hoc duo facit. Primo proponit quod intendit. Secundo probat propositum, ibi, propter voluptatem quidem enim et cetera. Circa primum considerandum quod, cum virtus similia operetur his operationibus ex quibus generata est, ut supra dictum est, differt executio huiusmodi operationum post virtutem et ante virtutem. Nam ante virtutem facit homo sibi quamdam violentiam ad operandum huiusmodi. Et ideo tales operationes habent aliquam tristitiam admixtam. Sed post habitum virtutis generatum, huiusmodi operationes fiunt delectabiliter. Quia habitus inest per modum cuiusdam naturae. Ex hoc autem est aliquid delectabile, quod convenit alicui secundum naturam» (Sententia Ethic., lib. 2, l. 3, n. 1). Eduardo Sánchez, estudiando la esencia del hábito, establece que una de las condiciones para que una cualidad constituya segunda naturaleza es que sea “fácilmente operable”, desdoblando con acierto este fácilmente en «pronta y deleitablemente» (Sánchez, Eduardo: La esencia del hábito según Tomás de Aquino y Aristóteles. Pamplona: Cuadernos de Anuario filosófico, 2000, p. 59).
Gabriel Martí Andrés
1. Las virtudes morales como clave del perfeccionamiento espiritual y el crecimiento personal
Existen distintos tipos de disposiciones tanto operativas como entitativas en el alma espiritual, con distintos grados de estabilidad. Y así, podríamos hablar de la fortaleza, la opinión, la ciencia, la sospecha, la prudencia, las habilidades técnicas… Pero, entre las disposiciones operativas, es el hábito (virtud-vicio) el que goza de un mayor grado de permanencia [1], como ya explicamos en la primera parte de este trabajo [2]. En tanto que perfeccionan de una manera estable al alma, los hábitos pueden ser considerados en cierto modo parte de su naturaleza [3]; su condición de accidentes, de cualidades, de perfecciones secundarias, nos obliga a situarlas en un segundo nivel, en una secunda natura. Conforman la personalidad del ser humano, aquellos rasgos que van definiendo su carácter individual determinando o su particular ordenación al fin y que vienen a sumarse a la dotación natural del hombre (personeidad), que recibe al ser engendrado y que le sitúa en el grupo de los entes espirituales o racionales. A ello se refieren los griegos con el término ethos, siendo así la Ética la disciplina que estudia la formación —el crecimiento y el empobrecimiento— de la personalidad (moral) del hombre, que estudia la virtud y los hábitos operativos en general.
Pues bien, es realmente aquí donde los actos adquieren su más alta dimesión moral. Desde un punto de vista ético, lo más relevante y decisivo de los actos buenos o malos no son los mismos actos en sí; lo realmente importante es que nos hacen buenos o malos, prudentes o imprudentes, justos o injustos… Como dice Aristóteles, «practicando la justicia nos hacemos justos, practicando la templanza, templados, y practicando la fortaleza, fuertes» [4]. Hacer el bien nos hace virtuosos; la virtud nos hace crecer como personas, aumentando nuestra capacidad de amar y haciéndonos más dignos de ser amados; y así se facilita el crecimiento y la mejora de los demás. Y, en el lado opuesto, hacer el mal nos hace peores personas:
Entre todos estos pensamientos —dice Platón— sobresale uno inquebrantable, a saber, que se debe temer más cometer una injusticia que padecerla, y procurar, más que parecer bueno, serlo de veras, en público y en privado; que si alguien faltare en algo, debe ser castigado, y que, después del bien de ser justo, está el segundo de llegar a serlo sufriendo el castigo correspondiente [5].
Con el ejercicio del mal vemos dañada nuestra naturaleza y frustrada nuestra natural aspiración a la felicidad. En efecto, «la felicidad —dice Aristóteles— es una actividad conforme a la virtud» [6] o, dicho aún más claramente, es «el premio y el fin de la virtud» [7].La auténtica felicidad se corresponde con la perfección (beatitudo), y solo es alcanzada en la medida en que perfeccionamos nuestra naturaleza con la práctica de la virtud. Se trata de un sentimiento estable derivado del ejercicio del bien, derivado del ejercicio de la virtud, que, en cuanto que tal, se inscribe en el ámbito de la naturaleza, de la segunda naturaleza del alma, si bien es cierto, como dice Tomás Melendo, que «especialmente en los estados de honda exaltación humana, en las alegrías más entrañables y profundas, el alborozo y la satisfacción interiores se nos ofrecen como algo radicalmente gratuito, como una delicia que viene a colmar nuestras ambiciones mucho más allá de lo que en estricta justicia considerábamos merecer» [8]. El mal moral constituye un innoble ejercicio de nuestra libertad que nos aleja paulatinamente de la auténtica felicidad.
Los ángeles, disfrutando de perfección de naturaleza desde el primer momento (con la consecuente felicidad-beatitud natural), creados en gracia [9] y, por tanto, ordenados a la felicidad sobrenatural, se hacen merecedores o no de esta bienaventuranza sobrenatural, así como de un determinado grado de gloria (gracia consumada o perfecta) o de pena, con un solo acto de su voluntad: meritorio (acto caritativo de conversión a Dios) o demeritorio (acto soberbio de aversión a Dios) [10]. En cambio, «el hombre según su naturaleza no alcanza la última perfección al instante, como el ángel, y por esto al hombre, para merecer la bienaventuranza, le ha sido dado un camino más largo que al ángel» [11]. Y este camino es el del crecimiento en la virtud.
Como hemos sugerido en varias ocasiones, existen hábitos entitativos y hábitos operativos. En el plano natural, los hábitos (más bien disposiciones) entitativos son los del cuerpo [12] y los operativos, los del alma (entendimiento y voluntad) [13]. En el sobrenatural también encontramos hábitos entitativos —como la gracia, con la que el cristiano recibe una participación en la misma naturaleza divina— y hábitos operativos —como la fe (en el entendimiento) y la caridad (en la voluntad) y, en general, todas las virtudes operativas del cristiano— [14].
Pero hablamos de la naturaleza del alma y, en este sentido, nos centraremos en el plano natural —aunque, para facilitar la comprensión, hagamos algunas referencias al sobrenatural— y, en concreto, en los hábitos naturales operativos. Por lo demás, si bien las virtudes intelectuales o dianoéticas tienen una importancia capital, las que hacen bueno al hombre son las virtudes apetitivas o éticas:
De dos maneras un hábito se ordena al acto bueno. Primero, en cuanto que por el hábito adquiere el hombre la capacidad para el acto bueno […]. Segundo, un hábito puede conferir no solo la capacidad de obrar, sino también el recto uso de tal aptitud […]. Y como la virtud es lo que hace bueno al que la tiene y buena su obra, son estos hábitos los que se dicen virtudes en sentido propio […]. No se le dice a algún hombre bueno absolutamente hablando porque sea sabio o maestro en un arte, sino solo en un sentido relativo, por ejemplo, buen gramático o buen artesano. Y por esto a menudo la ciencia y el arte son clasificados por oposición a la virtud y otras veces se dicen virtudes [15].
Ya Aristóteles lo había advertido con bastante claridad muchos siglos antes:
Con razón se dice, pues, que realizando acciones justas se hace uno justo, y con acciones morigeradas, morigerado. Y sin hacerlas ninguno tiene la menor probabilidad de llegar a ser bueno. Pero los más no practican estas cosas, sino que se refugian en la teoría y creen filosofar y poder llegar así a ser hombres cabales; se comportan de un modo parecido a los enfermos que escuchan atentamente a los médicos y no hacen nada de lo que les prescriben. Y así, lo mismo que éstos no sanarán del cuerpo con tal tratamiento, tampoco aquéllos sanarán del alma con tal filosofía [16].
La facultad apetitiva del alma es la que pone en acto [facit uti] todas las potencias y hábitos, y de ella depende su recto uso [bene uti] [17]. Lo que nos hace buenos no es el conocer lo que está bien, que, no obstante, es algo de suma importancia, sino el quererlo, el estar inclinados a buscar lo bueno y a rechazar lo malo, y esto se consigue con la justicia, la fortaleza y la templanza [18]. Nos centraremos, pues, en los hábitos morales y muy especialmente en las virtudes, pues a ellas se ordena la naturaleza del alma. Pero para encuadrar correctamente dichas virtudes, es necesario clasificar y definir antes las intelectuales, a saber, arte, ciencia, sabiduría, intelecto y prudencia [19], tratando esta última con un poco de más detenimiento por su importancia para las virtudes éticas.
La prudencia y las demás virtudes intelectuales.-
Las virtudes intelectuales se encuentran propiamente en el entendimiento posible, y solo secundariamente en los sentidos internos:
Como las potencias aprehensivas preparan internamente el objeto propio del entendimiento posible, de las buenas disposiciones de estas virtudes, a lo cual ayuda la buena disposición del cuerpo, depende que el hombre entienda con facilidad. Y así los hábitos intelectivos pueden estar secundariamente en estas potencias, pero principalmente en el entendimiento posible [20].
Y en otro lugar:
En el hombre, aquello que se adquiere por costumbre en la memoria y en las demás potencias aprehensivas sensitivas, no es hábito por sí mismo, sino algo anejo a los hábitos de la parte intelectiva [21].
En efecto. En las potencias aprehensivas sensitivas se dan ciertas disposiciones.
«Santo Tomás —nos dice Teófilo Urdanoz— invoca sobre esto la frase Aristotélica: “Con el ejercicio y la costumbre se adquiere buena memoria”, lo mismo que la fantasía con la práctica aprende y se habitúa a sus propias funciones, v. gr., a la facilidad de versificar, a la representación de piezas musicales, de discursos, operaciones matemáticas, etc., y la cogitativa —como ya notaba Suárez— también se habilita a secundar la razón en la estimación práctica de las cosas singulares» [22]. Ahora bien, «la voluntad solo puede moverlas [a las facultades cognoscitivas sensibles] al ejercicio, no a la especificación de sus actos; bajo este aspecto se hallan determinadas por sus objetos, las especies recibidas de los sentidos externos […]. No se dan, pues, en ellas hábitos perfectos, porque no participan plenamente del obrar voluntario ni son, por consiguiente, modificables en diversos sentidos respecto de sus objetos» [23]. La memoria, la imaginación, la cogitativa y el sentido común dependen de la voluntad para ponerse en acción y ejercitarse en ella hasta la adquisición del hábito —algo que no puede decirse del sentido externo, por cuanto se ordena a sus actos determinados por la misma disposición de su naturaleza— [24],pero en cuanto al objeto o acto concreto, dichas facultades sensitivas tienen un carácter previo a la razón y, por ende, a la voluntad. En este sentido, pueden estar mal dispuestas (lo cual es no estar dispuestas en absoluto), pero no pueden disponerse al mal: al modo de la voluntas ut natura, están orientadas ad unum. Solo podemos hablar, pues, de hábitos imperfectos, disposiciones que determinan en gran medida la buena disposición del entendimiento [25], pero que son subsidiarias de los hábitos intelectuales; y en este sentido dice Santo Tomás que los hábitos del entendimiento se dan en las potencias aprehensivas sensitivas de un modo secundario.
En definitiva, «la acción de conocer se consuma en el entendimiento, y por esto las virtudes cognoscitivas están en el mismo intelecto o razón» [26]. Pues bien, según que capaciten a la razón teórica o a la razón práctica [27], podemos hablar de virtudes intelectuales especulativas y de virtudes intelectuales prácticas.
● «La virtud intelectual especulativa es aquella por la cual el intelecto especulativo es perfeccionado para considerar la verdad» [28]. Ahora, lo verdadero puede ser conocido por sí mismo o por otro; a su vez, las verdades que son conocidas mediante la investigación de la razón pueden ser últimas en un determinado género o últimas respecto de todo el conocimiento humano. Y así, podemos hablar de tres virtudes especulativas:
— Intellectus, que es el hábito que perfecciona al entendimiento en el conocimiento de las verdades evidentes. Estas verdades son los primeros principios (identidad
—con respecto a la unidad—, no contradicción —en relación a la aliquidad—, razón suficiente —en atención a la verdad—, conveniencia [29] —con respecto a la bondad— y principios derivados, como los de causalidad —concreción del de razón suficiente— o finalidad —concreción del de conveniencia— [30]),y por ello el intellectus es denominado también hábito de los primeros principios. Es un hábito innato, aunque, como el resto, susceptible de crecimiento [31].
— Ciencia, que perfecciona al entendimiento en el conocimiento de las verdades que son últimas en un determinado género. En cuanto hay muy diversos géneros de verdades cognoscibles, la virtud de la ciencia se diversifica en múltiples hábitos científicos.
— Sabiduría, que perfecciona al entendimiento en el conocimiento de las causas supremas —que son absolutamente últimas en el conocimiento humano— a partir del correcto juicio y ordenación de todas las verdades. Es, como Aristóteles ya defiende y ahora veremos con más detenimiento, «el más perfecto de los modos de conocimiento» [32].
Intellectus, ciencia y sabiduría no se distinguen por igual entre sí, sino que existe cierto orden entre ellos: constituyen una especie de “todo potencial”. Santo Tomás describe también la mente como un todo potencial, y hace lo propio con el alma en su conjunto, así como con la gracia como fuente de virtudes [33]. Si bien es cierto que las virtudes especulativas no constituyen una unidad tan completa y acabada como la mente, pues se abre a otras virtudes intelectuales y morales que le son irreductibles, sí que gozan de una unidad sistémica en la que «una parte es más perfecta que la otra» [34]. En efecto, el intellectus proporciona el conocimiento de los principios más universales; bajo la luz del intellectus la razón discursiva se dispersa en gran variedad de conocimientos deductivos o ciencias, que dependen de él como del hábito principal; y «ambas virtudes dependen de la sabiduría como del hábito principalísimo, por cuanto en ella se contiene tanto el intellectus como la ciencia» [35], juzgando de las conclusiones de las ciencias y de los principios de las mismas desde las causas últimas y principios supremos y estableciendo así la correcta ordenación de todos los conocimientos [36].
Estas tres virtudes naturales se corresponden con tres hábitos en el plano sobrenatural, con tres dones del Espíritu Santo [37]. Reciben los mismos nombres que sus hábitos naturales respectivos y, siendo no obstante infundidos por Dios, también son susceptibles de crecimiento, y requieren de buena disposición por nuestra parte para su actuación, para la acción divina:— El intellectus como conocimiento de los principios evidentes se corresponde con el intellectus como don que proporciona un penetrante conocimiento intuitivo de las verdades reveladas y asentidas por la fe.— La ciencia matemática, física, biológica… se corresponde con la ciencia como don que proporciona un recto juicio acerca de las verdades reveladas referentes a las cosas humanas o creadas (causas particulares).— La virtud de la sabiduría, tan necesaria en la Filosofía y la Teología, se corresponde con la sabiduría como don que proporciona un recto juicio acerca de las verdades reveladas referentes a las cosas divinas, a Dios mismo y al misterio divino (Causa Universal) [38].
Por último, los vicios contrarios al intellectus, a la ciencia y a la sabiduría como hábitos naturales son, respectivamente, la ceguera intelectual del que se niega a reconocer lo evidente, la ignorancia del que desea mantenerse en el desconocimiento y la necedad del que, al estar absorbido por las cosas terrenas, no puede elevar la mirada hacia Dios para juzgar desde Él.
● Las virtudes intelectuales de la razón práctica son el arte o técnica y la prudencia. En efecto, «estos hábitos de dirección práctica son de doble género, pues la humana actividad puede ser regulada desde un doble punto de vista: en cuanto es libre ejercicio de la actividad voluntaria en orden al fin moral (agere) y en cuanto es realización o acción productora de algo exterior (facere). La perfección de la razón práctica para dirigir la producción de una obra es el arte; la dirección racional de la actividad voluntaria constituye la prudencia» [39].
El arte es «la recta razón de algunas cosas que han de ser hechas [facere]» [40], a saber, de los artificios o artefactos producidos por el hombre, desde las bellas artes hasta los productos de la industria, pasando por la mecánica, la artesanía, la técnica..., diversificándose así al modo de las ciencias en muy numerosos hábitos (se pueden tener unos sin poseer otros). Todos ellos, sin embargo, con un punto en común: todos los hábitos artísticos tienen por materia la producción de algo exterior al hombre, no la pura actividad intelectual, y tampoco la fantasía y otras facultades sensibles, que ya vimos que cuentan con sus disposiciones propias. Al igual que las especulativas, el arte es una virtud imperfecta, pues no asegura el buen uso:
Para que el hombre use bien del arte que tiene, se requiere buena voluntad, que es perfeccionada por la virtud moral; por esto dice el Filósofo que hay una virtud del arte como virtud moral, en cuanto que para su buen uso se requiere una virtud moral [41].
Y no solo eso, sino que «la moral, y máxime la vida sobrenatural, deben influir positivamente en el arte mismo y perfeccionarlo, elevarlo y ennoblecerlo en su fondo mismo artístico» [42]. Y así, por ejemplo, «en el artista cristiano, la fe y el amor ardientes pueden fecundar y animar todas sus facultades de creación artística, llevándole a aquel grado de elevación y pureza, de maravillosas expresiones del arte, que se admiran en los grandes creadores cristianos [43].»
Si el arte es «la recta razón de lo factible» o «la recta razón en la producción de las cosas», la prudencia es «la recta razón de lo agible» o «la recta razón en el obrar». A diferencia del arte, la prudencia sí es ya una virtud perfecta, pues «presupone la rectitud del apetito» o estar «bien dispuesto acerca de los fines». «De ahí que la prudencia requiera la virtud moral, por la cual el apetito adquiere rectitud» [44]. En efecto, la buena disposición en orden a los medios (prudencia) requiere de la buena disposición en orden a los fines (virtudes morales): el prudente es el que delibera y elige los medios adecuados en orden al fin debido [45]. En este sentido, el injusto difícilmente puede ser prudente.
Y el imprudente difícilmente puede actuar conforme a la justicia o ser justo con virtud bien formada: sin prudencia, las virtudes morales son fuerzas ciegas. Y es que «las virtudes morales no se autodirigen, pues no es propio de la voluntad conocer nada. Su forma se la deben a la prudencia» [46]. En toda operación virtuosa hay dos elementos, la disposición al fin-bien y la recta elección de los medios concretos, pues no se puede practicar la justicia sin la recta disposición de dicha virtud, pero tampoco sin la recta elección de lo justo en cada caso: las virtudes morales —decía Aristóteles, siguiendo en esto a Sócrates— «no se dan sin la prudencia», pues solo es recta la razón que se conforma a ella [47].
Respondo diciendo que el fin propio de toda virtud moral es conformarse con la recta razón; así, la templanza esto procura, a saber, que el hombre no se aparte de la razón por las concupiscencias; y del mismo modo la fortaleza procura que el hombre no se aparte del recto juicio de la razón por el temor o la audacia. Este fin le es impuesto al hombre por la razón natural, pues esta ordena a todos obrar según la razón. Pero cómo y por qué el hombre alcanza en el obrar el medio de la razón pertenece a la disposición de la prudencia [48].
Platón decía que la prudencia es auriga de las virtudes, en cuanto rige todas las virtudes morales. Tomás de Aquino añade que es genitrix virtutum [49], en cuanto principio de las mismas. «La prudencia —como dice M. A. Belmonte— ocupa respecto a las virtudes morales un lugar análogo al de la caridad respecto a las teologales. Así como la caridad es la forma de todas las virtudes, la prudencia es la madre de las virtudes morales» [50]. Volveremos sobre ello al hablar de la conexión entre las virtudes.
En el ejercicio de la prudencia se dan tres actos o momentos: el consejo-indagación, el juicio acerca de los medios hallados —ambos actos pertenecientes a la razón especulativa— y el mandato —que es acto ya de la razón práctica consistente en la «aplicación de los consejos y juicios a la operación»— [51]. En cuanto que la prudencia es la recta razón de lo agible, el mandato o imperio es su acto principal o específico. En efecto, el mandato es lo que define propiamente a la prudencia, si bien la orden —para ser prudencial— debe ser el fruto de una correcta deliberación y de un recto juicio, los cuales, en este sentido, son actos secundarios y preparatorios. De aquí resultan tres virtudes auxiliares: la eubulía o virtud del buen consejo, que es el hábito de la buena deliberación [52], la sínesis o sensatez, que capacita para juzgar y sentenciar bien en los casos ordinarios, según las leyes comunes del buen obrar [53], y la gnome o perspicacia, que capacita para juzgar conforme a una razón superior en los casos extraordinarios no previstos por la ley común [54].
Por lo demás, para el acto perfecto de prudencia son necesarios los siguientes elementos o “partes integrales”:
— Partes de la prudencia en cuanto cognoscitiva (consejo y juicio): memoria (conocimiento de las cosas pasadas), inteligencia (conocimiento de los principios del obrar), sagacidad o solercia (conocimiento ágil por propio descubrimiento), razón (conocimiento de unas cosas a partir de otras) y docilidad (que nos dispone para recibir bien el conocimiento de los sabios y prudentes).
— Partes de la prudencia en cuanto directiva (mandato): previsión o providencia (del fin que se pretende y al que se ordenan los medios), circunspección (para tener en cuenta todas las circunstancias, que pueden hacer malo lo que en principio debería ser bueno) y precaución (para evitar los obstáculos).
En definitiva, como dice Pieper, «el núcleo y la finalidad propia de la doctrina de la prudencia estriba precisamente en demostrar la necesidad de esta conexión entre el deber y el ser, pues en el acto de prudencia, el deber viene determinado por el ser […]. La doctrina de la prudencia […] dice: el bien es aquello que está conforme con la realidad» [55].
No se corresponde la virtud del arte con ningún don específico, si bien los dones del intellectus, la sabiduría y la ciencia, aunque en cuanto que perfeccionan a la fe son fundamentalmente especulativos, tienen una innegable eficacia práctica por la que alcanzan también de algún modo a esta y otras virtudes. Sí hay don propio para la prudencia, el don del consejo, que proporciona una recta deliberación de lo que conviene hacer en orden al fin sobrenatural; como la sabiduría y la ciencia, capacita para un recto juicio acerca de las verdades reveladas, pero en su aplicación a las acciones singulares [56].
Por lo demás, el vicio opuesto al arte, a la destreza del buen artesano o artista, es la torpeza. Hay diversos vicios opuestos a la prudencia. Siguiendo a San Agustín, Tomás de Aquino los divide en dos grupos: los que se oponen manifiestamente, «que proceden de la falta de prudencia o de aquellas cosas que son requeridas para ella», y los que presentan una falsa semejanza con ella, «que se dan por abuso de aquellas cosas que son necesarias para la prudencia» [57].
El primer grupo está formado por la imprudencia, que desprecia el consejo u otro elemento del acto prudencial, y la negligencia, que se opone a la diligencia exigida por el imperio. La imprudencia puede adoptar diversas formas, de acuerdo con los tres momentos de la prudencia (consejo, juicio e imperio —diligente—): precipitación o temeridad en la deliberación o consejo (vicio opuesto a la eubulía) [58] —que incluye los defectos en la docilidad, en la memoria y en la atención—, insensatez o inconsideración de lo necesario para un juicio recto (vicio opuesto a la sínesis y a la gnome) [59] —que incluye la falta de cautela y la ausencia de circunspección—, la inflexibilidad, rigidez o falta de perspicacia del que juzga todos los casos por igual (vicio opuesto específicamente a la gnome) y la inconstancia en el precepto [60] —que incluye la imprevisión y los defectos de inteligencia y de sagacidad—. La negligencia se incluiría en última instancia entre los defectos del imperio y merece una atención especial: «dice el Filósofo en el libro VI de la Ética que se ha de deliberar con calma pero, una vez finalizada la deliberación, se ha de actuar con rápida determinación» [61]. El negligente se diferencia del inconstante en que este falla en el precepto por algún impedimento, mientras que aquel falla por falta de prontitud o solicitud a la hora de imperar sobre lo ya debidamente deliberado y juzgado [62].
El segundo grupo está formado por:
— La prudencia de la carne —término procedente de la Teología, frente a prudencia del espíritu—, que se propone los bienes carnales como fin de la vida. «Pero si eso ocurre, entonces ni se ve ni se puede buscar el último fin de la vida humana, fin que ni consiste ni puede consistir en los bienes del cuerpo, puesto que éstos son variables, sometidos a pérdidas, y respecto de los cuales el hombre no sólo no satura su deseo de felicidad sino que si los persigue con ahínco cae en el estragamiento, se vuelve estólido y aburrido, y a la postre, ni siquiera es capaz de gozar de esos bienes» [63].
— La astucia —se ordena al fin, sea bueno o malo, sin reparar en los medios—, que incluye el engaño, el dolo y el fraude —constituyen la ejecución de la astucia, bien solo con hechos (fraude), bien con palabras (dolo in verbis o mentira), bien con hechos y/o palabras (engaño)—. Surge cuando, en lugar de someter la voluntad a la recta razón, eligiendo los medios adecuados en orden al fin debido, es la razón la que se pone al servicio de la voluntad para legitimar artificialmente —mediante el engaño y las argucias— y llevar a efecto por cualquier medio sus inclinaciones. La astucia, tan reputada por Maquiavelo como virtud del buen Príncipe [64], es en realidad vicio opuesto al buen gobierno de la prudencia. «Compañeros suyos son […] la doblez, la simulación, el disimulo, la apariencia, etc. Se torna, pues, hipócrita» [65].
— La excesiva preocupación por las cosas temporales —pues se ha de atender preferentemente a lo espiritual [66] —y del porvenir —debiéndose reservar la inquietud para su debido tiempo— [67].Y esto bien «a causa de tomar los bienes materiales, las posesiones físicas, el trabajo, los negocios, el placer, etc. como fin en sí», bien «a causa del interés excesivo […] que ponemos para allegar recursos, acarrear méritos, etc.», bien «por el temor excesivo a perder en el futuro lo que se tiene […], y ello a pesar de poner los medios razonables para que no se pierdan los bienes de que se dispone». Y es que «en rigor, sin medida la solicitud no es virtud, sino un “vicio” opuesto a la prudencia» [68].
● Mención aparte merece la sindéresis o razón natural, que es el hábito innato de la razón práctica equivalente al hábito de los primeros principios de la razón teórica. La sindéresis proporciona el conocimiento de los primeros principios de lo operable, los principios prácticos o del orden moral, como «los fines de las virtudes morales» [69] y las potencias del alma y «los preceptos de la ley natural» [70], de tal modo que «la sindéresis mueve a la prudencia como el entendimiento de los principios a la ciencia» [71]. Ambas virtudes —dice García López— son naturales, surgen de manera espontánea y sin esfuerzo alguno; no faltan en ningún hombre, y son la base de todas las demás […]. Nadie puede dejar de ver que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto (primer principio de la inteligencia), ni tampoco que hay que buscar el bien y rechazar el mal (primer principio de la sindéresis)» [72].
Como afirma Juan Fernando Sellés, la sindéresis y el hábito de los primeros principios especulativos «son perfecciones de entrada con que a modo de instrumento cuenta el entendimiento agente» [73]. Así lo dice Santo Tomás explícitamente: «los primeros principios de la demostración […] son en nosotros como los instrumentos del entendimiento agente por cuya luz está vigente la razón natural» [74]. Sin embargo, el Angélico los ubica en el entendimiento posible:
Si hay en el entendimiento posible algún hábito causado inmediatamente por el entendimiento agente, tal hábito es incorruptible tanto por sí como por accidente. Y de esta naturaleza son los hábitos de los primeros principios, tanto de los especulativos como de los prácticos [75].
Pero, ¿cómo es posible que sean innatos y, al mismo tiempo, causados por el entendimiento agente en el posible? Prosiguiendo los planteamientos tomistas y en coherencia con ellos, podemos afirmar que los hábitos de los primeros principios como tales hábitos radican en el entendimiento agente, pero el conocimiento mismo de dichos principios, como cualquier otro conocimiento, reside en el posible. Por lo demás, como el resto de los hábitos, es susceptible de crecimiento, y también de decrecimiento, aunque no pueda desaparecer en cuanto tal [76]. En este sentido, ni en los principios prácticos ni en los especulativos cabe el error [77].
Gabriel Martí Andrés, en revistas.uma.es/
Notas:
1 Esta no es, no obstante, la única diferencia con respecto a las disposiciones no habituales, pues, en función del tipo de disposición con la que se compare, podríamos hablar también de la infinitud potencial, la voluntariedad, la indeterminación…; pero sí es la que más claramente configura al hábito como segunda naturaleza. En el animal son las destrezas, tanto innatas como adquiridas, las que gozan de mayor permanencia; de ahí la importancia del adiestramiento: «Sed quia bruta animalia a ratione hominis per quandam consuetudinem disponuntur ad aliquid operandum sic vel aliter, hoc modo in brutis animalibus habitus quodammodo poni possunt» (S. Th. I-II, q. 50, a. 3, ad 2). Ahora bien, en ningún caso dichas habilidades animales adquirirán la estabilidad de las habilidades técnicas del hombre; y así, un aguilucho cautivo pronto pierde las destrezas transmitidas por su madre, lo cual no sucede con las técnicas adquiridas por el hombre (nadar, montar en bicicleta…).
2 Martí, Gabriel: “El crecimiento en la virtud a la luz del pensamiento aristotélico-tomista (I): las pasiones del alma”; en Metafísica y Persona, año 2 (Julio 2010), nº 4.
3 En esto abunda la idea —defendida por Aristóteles en las Categorías y asumida y desarrollada por los medievales— de que los hábitos constituyen la primera especie de cualidad, refiriéndose esencialmente más a la naturaleza que a la potencia, aunque, claro está, haya hábitos —justo los que estamos estudiando— que impliquen orden inmediato a la acción y que, en este sentido, radiquen propiamente en las potencias del alma.
4 Aristóteles: Ética a Nicómaco, libro segundo, cap. I, 1103 a-b. Traducción castellana: Marías, Julián y Araujo, María. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1985.
5 Platón: Gorgias, 527, b.
6 Aristóteles: o. c., libro décimo, cap. VII, 1177 a.
7 Ib., libro primero, cap. IX, 1099 b.
8 Melendo, Tomás: Felicidad y autoestima. Madrid: Eiunsa, 2006, p. 29.
9 En el grado determinado por sus dotes naturales, que tienen prioridad ontológica o en orden de naturaleza.
10 «…soli Deo beatitudo perfecta est naturalis […]» (S. Th. I, q. 62, a. 4, co). Por lo demás, el acto con el que el ángel decide su destino definitivo es el primer acto de libre arbitrio, pues hay que tener en cuenta que en el ángel no hay nada que impida o retarde el movimiento de su naturaleza intelectual (cf. S. Th. I, q. 62, a. 6, ad 3). De este modo, la decisión se da en un segundo instante tras la creación, pues, así como en el hombre el punto inicial en el procedimiento de antecedencias mutuas voluntad-entendimiento es el conocimiento de los primeros principios, en el ángel la primera operación es la vuelta a sí por el conocimiento vespertino. «Sed ab hac operatione quidam per matutinam cognitionem ad laudem verbi sunt conversi, quidam vero, in seipsis remanentes, facti sunt nox, per superbiam intumescentes, ut Augustinus dicit, IV super Gn. ad Litt. Et sic prima operatio fuit omnibus communis; sed in secunda sunt discreti. Et ideo in primo instanti omnes fuerunt boni; sed in secundo fuerunt boni a malis distincti» (S. Th. I, q. 63, a. 6, ad 4). Se puede hablar por tanto —doctrina que Sto. Tomás toma de S. Agustín— de dos conocimientos en el ángel: el conocimiento vespertino —común a todos—, que es aquel por el cual conoce la realidad —también el Verbo (por su imagen) — en su naturaleza propia (cf. De ver. q. 8, a. 16; De pot. q. 4, a. 2; S. Th. I, q. 58, a. 7, co) y el conocimiento matutino —exclusivo de los ángeles buenos— que es el conocimiento perfecto de la gloria, el conocimiento del Verbo (y de la realidad) por la visión directa de Su esencia (cf. De ver. q. 8, a. 16; De pot. q. 4, a. 2; S. Th. I, q. 62, a. 1, ad 3). En consecuencia, la primera operación del ángel es un acto de entendimiento; el segundo, un acto de voluntad. Esto es lógico, si se tiene en cuenta que el objeto de la voluntad es el bien aprehendido. Es en este segundo acto, el primero de libre arbitrio, en el que el ángel decide su destino (cf. S. Th. I, q. 62-63; In II Sent, d. 5, q. 2, a. 2; Quodl. IX, q. 4, a. 3; De ver. q. 29, a. 8, ad 2; De mal. q. 16, a. 4).
11 S. Th. I, q. 62, a. 5, ad 1. «Ad secundum dicendum quod Angelus est supra tempus rerum corporalium, unde instantia diversa in his quae ad Angelos pertinent, non accipiuntur nisi secundum successionem in ipsorum actibus» (S. Th. I, q. 62, a. 5, ad 2). Ciertamente, podemos hablar de ciertos hábitos también en el ángel. En el orden sobrenatural se dan en él los mismos que en el hombre, en cuanto a su potencia obediencial. Y en el orden natural no podemos hablar de hábitos entitativos, puesto que son sustancias puramente espirituales, ni de hábitos operativos intelectuales —más que en un sentido impropio (especies infusas) —, por cuanto su conocimiento es intuitivo; pero sí de ciertos hábitos operativos de la voluntad: «En cuanto a la voluntad angélica, se actuaría en el orden natural por un simple hábito de conversión al bien, precedido de otro prudencial en la razón en práctica. Estos, en el orden actual, son sustituidos por la gloria y caridad en los buenos y por la ceguera y hábito de obstinación en los ángeles malos» (Urdanoz, Teófilo: Introducción al ‘Tratado de los hábitos y virtudes’ de la Suma teológica. Madrid: BAC, 1954, tomo V, p. 54). Pero en ningún caso se da en el ángel este largo camino de crecimiento paulatino en la virtud.
12 Hablamos fundamentalmente de tres, a saber, el vigor físico (frente a la debilidad), la salud (frente a la enfermedad) y la belleza exterior (frente a la deformidad). En el hombre, en última instancia, son las disposiciones para la recepción del alma. Este es, por lo demás, el único sentido en el que Sto. Tomás atribuye hábitos/disposiciones a los animales: «vires sensitivae in brutis animalibus non operantur ex imperio rationis; sed si sibi relinquantur bruta animalia, operantur ex instinctu naturae. Et sic in brutis animalibus non sunt aliqui habitus ordinati ad operationes. Sunt tamen in eis aliquae dispositiones in ordine ad naturam, ut sanitas et pulchritudo» (S. Th. I-II, q. 50, a. 3, ad 2). Y también en el alma nutritiva podemos hablar de ciertas disposiciones entitativas, si bien en los animales y plantas las tres disposiciones entitativas mencionadas adquieren formas peculiares, como la estampa de un pura sangre (belleza exterior) o la resistencia a las heladas de un cactus (vigor físico). Por otra parte, hay ciertas destrezas o habilidades en el cuerpo que constituyen, sin duda, disposiciones —que no hábitos— operativas, pero dichas disposiciones lo son del cuerpo solo secundariamente, pues en el viviente el principio de operaciones es el alma. Es cierto que tienen una correspondencia en los miembros, igual que la potencia motriz, pero son en un sentido primario disposiciones del alma (dependientes de la técnica). Así se concilian las posturas de Juan de Santo Tomás y de Cayetano. Por lo demás, también en este sentido podemos hablar de disposiciones en el animal, como en los casos ya mencionados más arriba de amaestramiento o domesticación —en un sentido positivo— (solo sería propiamente técnica, en cuanto virtud intelectual, en el entrenador, que se valdría del animal a modo de instrumento) o de pérdida de habilidades naturales en las situaciones de vida en cautividad —en un sentido negativo—, si bien las destrezas humanas, elevadas a técnica, gozan, como vimos, de mayor estabilidad.
13 Solo caben hábitos en las potencias inferiores del alma en cuanto estas son imperadas por el entendimiento y la voluntad. Y así, los hábitos intelectuales requieren una buena educación de los sentidos internos, y las morales, de los apetitos sensibles —en los que propiamente radican algunas de ellas—.
14 Juan Fernando Sellés dice con bastante acierto que la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza sobrenaturales son «virtudes infusas en la naturaleza», mientras que la fe, la esperanza y la caridad son «virtudes sobrenaturales infusas en la persona» (Sellés, Juan Fernando: Los hábitos adquiridos. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 2000, p. 9). Supuesta la infusión, las virtudes sobrenaturales pueden ser actualizadas cuando el hombre quiera, y en esto se diferencian de los dones, que solo actúan cuando Dios quiere, como veremos más adelante. Merece la pena citar un brillante artículo de Enrique Martínez acerca de la educación de la virtud: «Sin embargo, en la vida sobrenatural el agente educativo principal siempre es Dios, y el educando tratará de responder adecuadamente a la iniciativa divina, cooperando con ella en el caso de las virtudes, o no poniendo obstáculos en el caso de los dones». Y más adelante: «Es verdad que la iniciativa en toda la vida sobrenatural es de Dios, especialmente en la actuación de los dones del Espíritu Santo; mas en lo que puede actuar el hombre —las virtudes infusas, presupuesta la gracia—, éste puede enseñar a disponerse adecuadamente a la recepción de estos dones, lo que se hace, sobre todo, por medio de la oración nacida de una fe viva» (Martínez, Enrique: “Educar en la virtud. Principios pedagógicos de Santo Tomás”; en E-aquinas, nº 1, Enero-2003, pp. 38 y 46).
15 «Dupliciter autem habitus aliquis ordinatur ad bonum actum. Uno modo, inquantum per huius modi habitum acquiritur homini facultas ad bonum actum […]. Alio modo, aliquis habitus non solum facit facultatem agendi, sed etiam facit quod aliquis recte facultate utatur […]. Et quia virtus est quae bonum facit habentem, et opus eius bonum reddit, huiusmodi habitus simpliciter dicuntur virtutes […]. Non enim dicitur simpliciter aliquis homo bonus, ex hoc quod est sciens vel artifex, sed dicitur bonus solum secundum quid, puta bonus grammaticus, aut bonus faber. Et propter hoc, plerumque scientia et ars contra virtutem dividitur, quandoque autem virtutes dicuntur, ut patet in VI Ethic» (S. Th. I-II, q. 56, a. 3, co; cf. In III Sent. d. 23, q. 1, a. 4, qc. 1, co). Podríamos decir que la sabiduría, la ciencia, el intellectus, el arte y la técnica son virtudes en sentido estricto solo en cuanto que son gobernados por las virtudes morales o “perfectas”.
16 Aristóteles: o. c., libro segundo, cap. IV, 1105 b.
17 Cf. S. Th. I-II, q. 57, a. 1, co.
18 Cf. García López, Jesús: Virtud y personalidad según Tomás de Aquino. Pamplona: Eunsa, 2003, p. 194.
19 Cf. Aristóteles: o. c., libro sexto, cap. III, 1139 b.
20 S. Th. I-II, q. 50, a. 4, ad 3.
21 S. Th. I-II, q. 56, a. 5, co.
22 Urdanoz, Teófilo: o. c., p. 46.
23 Ib.
24 Cf. S. Th. I-II, q. 50, a. 3, ad 3; In III Sent, d. 14, a. 1, qc. 2 et d. 23, q. 1, a. 1; De virt. q. 1, a. 1.
25 Así, dice Santo Tomás, por poner un ejemplo, que la buena memoria es una de las condiciones requeridas para la prudencia (cf. S. Th. I-II, q. 56, a. 5, ad 3).
26 «Et ideo opus cognitionis in intellectu terminatur. Et propter hoc, virtutes cognoscitivae sunt in ipso intellectu vel ratione» (S. Th. I-II, q. 56, a. 5, ad 1).
27 El entendimiento es esencialmente especulativo, pues tiende a la contemplación de la verdad en sí, pero «intellectus speculativus extensione fit practicus» (S. Th. II-II, q. 4, a. 2, ad 3), en cuanto que dirige la acción.
28 S. Th. I-II, q. 57, a. 2, co; cf. De virt. q. 1, a. 12.
29 «Sobre la trascendentalidad de la bondad se funda inmediatamente el principio de conveniencia o de bien. Se han propuesto diversas fórmulas de este primer principio. Registremos algunas: “el bien es superior al mal”; “el ser es mejor que el no ser”; “existir es ser amado”; “el bien se ha de hacer y el mal se ha de evitar”. También se ha expresado bajo la forma del llamado principio de finalidad que puede formularse doblemente: “la potencia es por el acto”, y “todo agente obra por un fin”» (González Álvarez, Ángel: Tratado de Metafísica. Madrid: Gredos, 1961, p. 165)
30 No todos estos principios encuentran formulación explícita en Tomás de Aquino. Algunos, ciertamente, ya estaban en Aristóteles, como el de no contradicción y conveniencia, y son desarrollados ampliamente por el Angélico. Otros, si bien fueron formulados con anterioridad, no son recogidos como tales por nuestro autor, como el de identidad, ya presente con bastante claridad en Parménides. Y otros fueron formulados con posterioridad; tal es el caso del de razón suficiente (todo ente tiene una razón suficiente de ser o todo ente es inteligible en tanto que es ente), que encuentra antecedentes en Abelardo y en Giordano Bruno, habiendo de esperar a Leibniz, no obstante, para encontrar una formulación explícita.
31 Cf. Sellés, Juan Fernando: o. c., p. 15.
32 Aristóteles: o. c., libro sexto, cap. VII, 1141 a. No podemos incluir en la lista la opinión o la sospecha, por cuanto —aun siendo ciertos hábitos cognoscitivos (imperfectos)— pueden expresar igualmente verdad que falsedad (cf. Aristóteles: o. c., libro sexto, cap. III, 1139 b; S. Th., I-II, q. 57, a. 2, ad 3).
33 Cf. In III Sent., d. 36, q. 1, a. 2, co. «Et sicut ab essentia animae fluunt eius potentiae, ita a gratia fluunt quaedam perfectiones ad potentias animae, quae dicuntur virtutes et dona, quibus potentiae perficiuntur in ordine ad suos actus» (S. Th., III, q. 62, a. 2, co).
34 S. Th., I-II, q. 57, a. 2, ad 2.
35 “Et utrumque dependet a sapientia sicut a principalissimo, quae sub se continet et intellectum et scientiam” (S. Th., I-II, q. 57, a. 2, ad 2).
36 Cf. Super De Trinitate, pars 1, q. 2, a. 2, ad 1
37 Los dones del Espíritu Santo y las virtudes infusas (entre las que destacan las virtudes teologales) son recibidas junto con la gracia en el Bautismo como auxilio necesario al hombre en su camino hacia la felicidad sobrenatural o bienaventuranza. La diferencia entre los primeros y las segundas es que las virtudes, siendo infusas, pueden sin embargo ser actualizadas cuando el hombre quiere, mientras que los dones solo actúan por iniciativa divina: los dones son hábitos operativos ordenados como a fin a la perfección de las virtudes teologales, que disponen al hombre para seguir con prontitud la moción del Espíritu Santo, recibir con facilidad sus iluminaciones u obedecer con diligencia su iniciativa. Con las virtudes sobrenaturales, en definitiva, participamos de la vida del Espíritu Santo al modo humano; con los dones, al modo divino. Unas y otros crecen simultáneamente, pero «es indudable que la actividad ascética de las virtudes predomina en los comienzos de la vida espiritual, y que mientras esta ascesis no está bien adelantada, no se llega a la vida mística pasiva, mucho más perfecta, en la que es predominante el régimen espiritual de los dones» (Iraburu, José María: Por obra del Espíritu Santo. Pamplona: Fundación Gratis Date, 2007, p. 21. La cursiva es mía).
38 En cuanto que dones, no se puede hablar en sentido estricto de vicios opuestos. Sin embargo, sí que se pueden disponer mal las facultades para su actuación por parte de Dios, generándose así una serie de hábitos que, de algún modo, se oponen a los dones, sin que estos desaparezcan en estado de gracia. Así, frente al intellectus, la ciencia y la sabiduría tenemos el embotamiento (incapacidad para penetrar en lo íntimo de las cosas), la ignorancia (mal juicio respecto de lo particular) y la estulticia (mal juicio sobre el fin común de la vida), respectivamente. Por lo demás, si bien estos dones del entendimiento tienen una clara correspondencia con hábitos naturales, constituyen, como claramente se aprecia en sus definiciones, un complemento a la fe (y en el caso de la sabiduría, también y sobre todo a la caridad, como veremos).
39 Urdanoz, Teófilo: o. c., p. 202
40 «Respondeo dicendum quod ars nihil aliud est quam ratio recta aliquorum operum faciendorum» (S. Th., I-II, q. 57, a. 3, co; cf. De virt., q. 1, a. 7).
41 «Ad secundum dicendum quod, quia ad hoc ut homo bene utatur arte quam habet, requiritur bona voluntas, quae perficitur per virtutem moralem; ideo philosophus dicit quod artis est virtus, scilicet moralis, inquantum ad bonum usum eius aliqua virtus moralis requiritur» (S. Th., I-II, q. 57, a. 3, ad 2).
42 Urdanoz, Teófilo: o. c., p. 204.
43 Ib.
44 «Dictum est autem supra quod aliquis habitus habet rationem virtutis ex hoc solum quod facit facultatem boni operis, aliquis autem ex hoc quod facit non solum facultatem boni operis, sed etiam usum. Ars autem facit solum facultatem boni operis, quia non respicit appetitum. Prudentia autem non solum facit boni operis facultatem, sed etiam usum, respicit enim appetitum, tanquam praesupponens rectitudinem appetitus. Cuius differentiae ratio est, quia ars est recta ratio factibilium; prudentia vero est recta ratio agibilium. Differt autem facere et agere quia, ut dicitur in IX Metaphys., factio est actus transiens in exteriorem materiam, sicut aedificare, secare, et huiusmodi; agere autem est actus permanens in ipso agente, sicut videre, velle, et huiusmodi. Sic igitur hoc modo se habet prudentia ad huiusmodi actus humanos, qui sunt usus potentiarum et habituum, sicut se habet ars ad exteriores factiones, quia utraque est perfecta ratio respectu illorum ad quae comparatur. Perfectio autem et rectitudo rationis in speculativis, dependet ex principiis, ex quibus ratio syllogizat, sicut dictum est quod scientia dependet ab intellectu, qui est habitus principiorum, et praesupponit ipsum. In humanis autem actibus se habent fines sicut principia in speculativis, ut dicitur in VII Ethic. Et ideo ad prudentiam, quae est recta ratio agibilium, requiritur quod homo sit bene dispositus circa fines, quod quidem est per appetitum rectum. Et ideo ad prudentiam requiritur moralis virtus, per quam fit appetitus rectus» (S. Th., I-II, q. 57, a. 4, co; cf. De virt., q. 1, a. 12).
45 «Verum autem intellectus practici accipitur per conformitatem ad appetitum rectum» (S. Th., I-II, q. 57, a. 5, ad 3), mientras que la del entendimiento especulativo lo es por conformidad con la cosa.
46 Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 36; cf. In III Sent., d. 27, q. 2, a. 4, co, ad. 1 et ad. 2; cf. De Ver., q. 27, a. 5, ad 5.
47 Aristóteles: o. c., libro sexto, cap. XIII, 1144 b.
48 S. Th., II-II, q. 47, a. 7, co; cf. In III Sent., d. 33, q. 2, a. 3.
49 In III Sent., d. 33, q. 2, a. 5, co.
50 Belmonte, Miguel Ángel: “Aproximación a una genealogía de la prudencia”; en E-aquinas, año 3 (Agosto-2005), p. 11.
51 S. Th., II-II, q. 47, a. 8, co; cf. In Rom. 8, lect. 1.
52 La deliberación es una operación inmanente. No se trata, pues, de aconsejar o pedir consejo a otros —algo que también es importante—, sino de aconsejarse, sopesando los pros y los contras de una acción (cf. Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 45).
53 El matiz que diferencia a la prudencia de la sínesis es claro: «Unde dicit quod prudentia est praeceptiva, inquantum scilicet est finis ipsius determinare quid oporteat agere vel non agere, sed synesis est solum iudicativa» (Sententia Ethic., lib. 6, l. 9, n. 6).
54 Cf. In III Sent., d. 33, q. 3, a. 1, qc 3-4; De Virt., q. 1, a. 12, ad 26 et q. 5, a. 1; S. Th., I-II, q. 57, 55 Pieper, Josef: Las virtudes fundamentales. Madrid: Rialp, 2003, p. 17.
56 El hábito que se opone al don del consejo, en el limitado sentido en el que se puede hablar de vicios opuestos a los dones y que antes explicamos, es la precipitación del que osa obrar sin previa deliberación.
57 S. Th., II-II, q. 53, pr.
58 «En ella la voluntad no queda eximida de culpa, porque es ella quien zanja prematuramente la deliberación racional por motivos infundados, es decir, por ceder a caprichos o apetencias sensibles fáciles de satisfacer, o por soberbia» (Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 96). a. 6.
59 «De esa culpa, obviamente, la voluntad no queda eximida, pues ésta ha devenido débil para elegir, y cede ante la atracción de las pasiones» (Ib., p. 102).
60 «Un hombre inconstante es quien se despreocupa por flojera de llevar a cabo lo propuesto y lo decidido. Lo propuesto se debe al juicio práctico de la razón. Lo decidido, a la elección de la voluntad» (Ib., p. 105).
61 S. Th., II-II, q. 47, a. 9, co.
62 Si bien no todos ellos constituyen en sentido estricto vicios, sino más bien impedimentos para el ejercicio perfecto de la virtud, a cada una de las partes integrales de la prudencia se opone un hábito. Y así, podemos hablar de olvido, ignorancia, irracionalidad, negligencia, indocilidad, imprevisión, falta de circunspección y falta de cautela.
63 Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 172.
64 Cf. Maquiavelo, Nicolás: El Príncipe, cap. XVIII.
65 Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 173. La calumnia, la corrupción, la traición, el hurto, la especulación… también están implicadas no pocas veces en la astucia (cf. Ib., pp. 175-177).
66 «Et ideo concludit quod principaliter nostra sollicitudo esse debet de spiritualibus bonis, sperantes quod etiam temporalia nobis provenient ad necessitatem, si fecerimus quod debemus» (S. Th., II-II, q. 55, a. 6, co).
67 Cf. C. G., lib. 3, cap. 135; S. Th. II-II, q. 55, a. 7, ad 2.
68 Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 177-179
69 S. Th., II-II, q. 47, a. 6, co.
70 S. Th., I-II, q. 94, a. 1, ad 2
71 «Sed synderesis movet prudentiam, sicut intellectus principiorum scientiam» (S. Th., II-II, q. 47, a. 6, ad 3).
72 García López, Jesús: o. c., p. 199.
73 Sellés, Juan Fernando: Los hábitos adquiridos. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 2000, p. 15.
74 «Prima autem principia demonstrationis […] sunt in nobis quasi instrumenta intellectus agentis, cuius lumine in nobis viget ratio naturalis» (De ver., q. 10, a. 13, co).
75 «Unde si aliquis habitus sit in intellectu possibili immediate ab intellectu agente causatus, talis habitus est incorruptibilis et per se et per accidens. Huiusmodi autem sunt habitus primorum principiorum, tam speculabilium quam practicorum» (S. Th., I-II, q. 53, a. 1, co).
76 Cf. In II Sent, d. 24, q. 2, a. 3, ad 5.
77 Cf. Quodl., III, q. 12, a. 1, co.
Waldo Villalpando
La esclavitud en la historia [1]
Adoptando diferentes modalidades, la esclavitud ha existido a lo largo de la historia humana, por lo menos desde los tiempos en que se tenga registro. En muchos casos ha constituido un modo de dominación adicional de un pueblo sobre otro siguiendo a la conquista militar. En otros, la práctica de someter a los seres humanos a un estado total de dependencia, constituyó una manera de organización económica íntimamente ligada a la producción de bienes o el estilo de vida de los pueblos.
Los grandes imperios antiguos –y sus extraordinarias obras arquitectónicas que todavía admiramos- se construyeron con mano de obra esclava. Así en la antigua Mesopotamia, India, China o Egipto. Pero también en otras civilizaciones, como en Grecia, Roma o los imperios precolombinos de América. El tratamiento difería adoptando en muchos casos formas bestiales (por ejemplo en la explotación de minas) y en otros casos, adoptando modos más benignos, cercanos a las actuales servidumbres domésticas. De ese modo, los esclavos fueron empleados en los hogares, comercio, construcción, transporte, explotación de recursos naturales y agricultura al punto de constituir una parte natural de la vida social sin considerar a la esclavitud una práctica éticamente objetable.
Algunos autores vinculan la esclavitud con la aparición de formas de tratamiento más humanitario. Por ejemplo, la costumbre de proteger y no eliminar a los prisioneros de guerra, exigencia del actual derecho internacional humanitario, se conecta con el objetivo de preservarlos para esclavizarlos, emplearlos en trabajos forzosos o algún modo de incorporación social [2]. No siempre los esclavos eran encerrados si no que en algunos casos gozaban de libertad de movimiento y de ciertos derechos como parece haber ocurrido en Atenas. Kitto [3] afirma que en esta polis “los esclavos gozaban en general de una considerable libertad y tenían protección legal… conducta bien conocida porque los espartanos se burlaban de que en las calles de Atenas los esclavos no se distinguían de los ciudadanos”. En la misma línea Géza Alföldy [4] sostiene que el estrato más oprimido del imperio romano no eran los esclavos, apreciados por sus amos y alimentados regularmente, sino los campesinos supuestamente libres pero que no tenían medios de subsistencia y que en la mayoría de las provincias carecían del beneficio de ser “ciudadanos romanos”.
En este contexto puede admitirse que el pensamiento antiguo no objetara la esclavitud, sino que la considerara como innata al sistema de vida de los pueblos. Así, Aristóteles, en consonancia con su época, sostiene que “la economía doméstica, para ser completa, debe comprender hombres libres y esclavos” Y para justificar la esclavitud recurre al único aporte que caracteriza al esclavo: su fuerza física: “A veces uno es inferior a sus semejantes, tanto como lo son el cuerpo respecto del alma y el bruto respecto del hombre. Tal es la condición de todos aquéllos en quienes el empleo de las fuerzas corporales es el mejor y el único partido que puede sacarse de su ser. Entonces se es esclavo por naturaleza” [5].
Las grandes religiones monoteístas tendieron a mitigar las condiciones y el tratamiento a los esclavos, sin llegar a eliminar la propia institución. En el Antiguo Testamento se admite la esclavitud pero se establecen limitaciones temporales: la liberación al séptimo año de la adquisición del esclavo, la libertad de todos los esclavos en el Jubileo (cada cincuenta años) y el tratamiento benigno (Ex 21 1-11; Lv 25, 35-55; Dt 15, 12-18). El cristianismo predica el mensaje de que todos los hombres –libres o esclavos– son hijos de Dios de modo que su doctrina implícita es contraria a la esclavitud. Sin embargo, San Pablo solo exhorta a los siervos a servir con respeto y responsabilidad al patrón, y a éste, tratar sin abusos a los siervos (Ef 6, 5-9; Col 3, 22; Tm 6, 1-2). No hay mención explícita en el Corán sobre la esclavitud propia de su tiempo, pero las interpretaciones más reconocidas consideran que el islamismo es contrario a la esclavitud y que en realidad el Corán propende a su eliminación gradual [6].
El hecho de que la esclavitud sea atenuada y la práctica judía de liberar a los esclavos a los siete años (repitiendo el ciclo de la creación del mundo realizada en seis días y descansar el séptimo aceptado por las tres religiones monoteístas) no es exactamente contradictoria, sino que debe interpretarse como un modo de reparar la injusticia humana. Refiriéndose a la ley judía de liberación de esclavos cada siete años, Crossan [7] se pregunta qué lógica hay de esta práctica si, por otro lado, no se prohibía la esclavitud. ¿Cuál es la lógica detrás? ¿Por qué deben liberarse los esclavos? Los matrimonios, por ejemplo, no se divorcian a los siete años. Estas leyes tienen sentido sólo si hay un supuesto constitucional de que la justicia divina involucra la igualdad radical… involucra un rechazo incesante de la desigualdad que insiste en imponerse entre los hombres”. En suma, las religiones monoteístas de hace algunos siglos consideraban la esclavitud como injusta sobre la base del principio de igualdad del género humano ante Dios. Sus efectos más negativos debían ser evitados pero la institución en sí se admitía.
Durante el período medieval el Imperio Otomano fue el principal captador de esclavos negros provenientes del Sur del Sahara. Una de las rutas, conocida como “transahariana” atravesaba el desierto del Magreb en dirección al Medio Oriente. Esta travesía era especialmente dura. Austen [8] calcula que solo en el cruce del desierto hacia Marruecos morían alrededor del 5% de los esclavos transportados, pero si se iba en dirección a la actual Libia podía alcanzar el 20% e incluso “terminar en una hecatombe”. Este tráfico es menos conocido porque se realizaba por tierra pero se prolongó por siglos. El mismo Austen [9] estima que aproximadamente diecisiete millones de africanos negros habrían sido capturados y esclavizados entre los siglos VII a XIX. Aunque históricamente menor, la práctica todavía continúa, particularmente con mujeres [10]. Volveremos sobre este tema.
Una alternativa al tráfico esclavo partía del África Oriental hacia Asia con diversas bases costeras, la más conocida, la isla de Zanzíbar (etimológicamente “costa de negros”, hoy, parte de Tanzania) de las que salían convoyes en dirección al sudeste asiático e incluso hacia el Río de la Plata. En Asia, el destino eran India y China, en cuyo puerto de Cantón se había asentado un establecimiento de comerciantes árabes [11]. De hecho, la esclavitud y su comercio recién fue abolida en Zanzíbar en 1897 bajo el sultanato de Hamoud bin Mohammed. Mauritania sólo prohibió legalmente la esclavitud en 1982.
Un tercer itinerario esclavista hacia Turquía se desarrolló en el Mar Mediterráneo desde la fundación de la Regencia de Argel (1541) bajo dominio otomano y dentro del proceso de islamización de África del Norte. Entre los siglos XVI y XIX, Argel se convirtió en una potencia militar marítima que controló el comercio de toda la cuenca del Mediterráneo. Este dominio acabó en 1847 con la conquista de la actual Argelia por Francia y la progresiva decadencia del imperio otomano. Durante los siglos de dominación turca se desarrolló también un intenso tráfico de esclavos provenientes de otras regiones. Se capturaban mujeres para los harenes especialmente en Europa Oriental (la palabra “esclavo” proviene de la voz “eslavo”; de ahí surge también el giro “trata de blancas” con que se identificó a la prostitución forzosa femenina). El secuestro de la población eslava coincide, a su vez, con el período de guerras internas del siglo X y siguientes que asolaron la actual Europa Oriental. Desde el siglo XVI esta práctica se vio reforzada por los piratas que incursionaban por el Mar Mediterráneo, muchos de ellos europeos, aliados a los turcos, como lo fueron los hermanos Barbarroja, fundadores de la Regencia. Las mujeres capturadas ingresaban a los harenes o burdeles y los hombres eran destinados a trabajar en las canteras y las minas de sal.
Durante el período medieval, en Europa propiamente dicha, se desarrollaron formas alternativas de dependencia, que fueron las bases del régimen feudal. De hecho, este sistema, llamado de servidumbre o gleba, se desarrolla con la caída del Imperio Romano y la inseguridad general que acompaña a la fragmentación política del imperio. Así, el pequeño propietario y otros individuos se confían o se venden al señor feudal, que, a su vez, les provee de protección contra invasores o maleantes. El sistema se aproxima a una forma contractual de mutua prestación de servicios, en el que las partes intercambian libertad por seguridad: Se comenta de un dicho en boga en la Edad Media, la posesión feudal estable vale más que una propiedad insegura [12].
La trata masiva de esclavos africanos hacia América
La conquista de América por los países europeos llevó consigo la restauración de la esclavitud a fin de explotar las riquezas mineras y agrícolas del nuevo continente. Como ya se ha dicho los africanos subsaharianos habían sido por siglos víctimas de incursiones de levas de esclavos por parte de los árabes del norte de África. Sin embargo, las nuevas necesidades económicas de América generaron un comercio en gran escala de africanos hacia América y secundariamente, también hacia Europa. Se abrió otro itinerario de comercio esclavista, una suerte de triángulo de comercio esclavo entre los países costeros de Europa, el occidente de África y este de América principalmente el Caribe y Brasil.
El tráfico de esclavos negros desde la costa occidental africana fue sustancialmente un negocio privado desarrollado empresarialmente con “licencias” otorgadas por las autoridades coloniales europeas [13] En su origen la trata fue un asunto organizado en pequeña escala pero ya en el siglo XVI se transformó en un formidable negocio de traslado forzoso de población negra hacia América para someterla a condiciones de esclavitud absoluta. Su dureza variaba según los patrones o las circunstancias. Entre los siglos XVI a XIX este proceso –equivalente al árabe, musulmán en Oriente- fue planificado y desarrollado cuidadosamente. Las estadísticas de la población deportada y sometida a esclavitud desde África Occidental solamente, o bien muerta en el intento, sigue siendo polémica aunque puede considerarse que entre 15 y 20 millones de africanos la habrían sufrido [14].
Sirva de ilustración el cuadro que se acompaña elaborado por la UNESCO que proyecta la magnitud y dirección de este trágico negocio. Bajo el título de “La ruta del esclavo” se proyecta una síntesis de este “itinerario de la inhumanidad” como lo define la propia Organización. En los cuadros adicionales se puede observar los inicios del comercio de esclavos africanos en los siglos XV y XVI, su apogeo en el siglo XVIII y su progresiva decadencia a partir del siglo XIX [15].
Aun después de la abolición formal de la esclavitud, algunas regiones africanas, particularmente la del Congo, continuaron siendo un centro de explotación esclava. En 1884 se creó unilateralmente el Estado Libre del Congo que las potencias coloniales donaron al rey de Bélgica Leopoldo II personalmente (no a Bélgica). Bajo su monarquía se organizó la explotación forzada del caucho y del marfil que convirtió al Congo en una suerte de campo de concentración para la producción, en el que murieron alrededor de diez millones de africanos, además de millones de mutilados [16]. Esta ocupación terminó formalmente en 1908 cuando Leopoldo II “donó” ese territorio al reino de Bélgica. Sin embargo, los establecimientos de producción (quizás en condiciones más benignas) continuaron hasta la independencia del país (hoy República Democrática del Congo) en 1960.
Las denuncias por estos hechos son bien conocidas. Además de las investigaciones emprendidas por otros países e instituciones cabe citar las obras literarias de Joseph Conrad (El corazón de las tinieblas) y Mario Vargas Llosa (El sueño del celta) así como la cinematográfica de Francis Ford Cóppola (Apocalypse now, cuyo guión se inspira en la obra de Conrad combinada con escenas de la guerra de Vietnam))
El abolicionismo
Los movimientos abolicionistas de fines del siglo XVIII surgieron especialmente en Inglaterra de las nuevas iglesias protestantes disidentes del anglicanismo. Tal fue el caso del fundador de la Iglesia Metodista, Juan Wesley, que en 1774 publicó “Pensamientos sobre la esclavitud” donde polemizó con la Iglesia Anglicana y calificó la esclavitud como “el más execrable de los comercios… y escándalo de Inglaterra y la Humanidad”. Lo propio ocurrió con la Iglesia de los Amigos, más conocida como “cuáqueros” que se opuso a la esclavitud desde su origen, tanto en Gran Bretaña como en EEUU.
En Inglaterra, el punto de inflexión en la lucha contra la esclavitud lo constituyó el caso de un esclavo negro llamado Jonathan Strong que había sido golpeado brutalmente y abandonado por su amo. El conocido escritor Granville Sharp lo recogió y curó. Cuando Strong sanó, su amo anterior pretendió recuperarlo como esclavo. La lucha para que se declarara su liberación fue defendida pública y clamorosamente por el propio Granville Sharp. El Tribunal Supremo inglés finalmente dispuso su liberación en 1765. Desde entonces Sharp se convirtió en un conocido promotor del abolicionismo y denunciante de los excesos de la esclavitud.
Entre tantos otros luchadores abolicionistas es justo mencionar a William Wilberforce, miembro de la Cámara de los Comunes que mantuvo durante unos quince años en el Parlamento un proyecto de ley de abolición de la esclavitud (que sistemáticamente era rechazado por la Cámara), hasta que finalmente se aprobó en 1807. También Thomas Clarkson, fundador en Londres de la “Sociedad para efectuar la abolición de la Esclavitud”. Otro conocido luchador fue Olaudah Equiano, ex esclavo que logró su liberación y pudo educarse en Londres. Publicó sus memorias y varios libros de apasionada defensa del abolicionismo. Entre otras posturas defendía los matrimonios mixtos como modo de superar el racismo y él mismo se casó con una ciudadana inglesa (Susannah Cullen) con quien tuvo dos hijas.
Similares movimientos siguieron en otros países europeos hasta la abolición de la esclavitud: así, en Inglaterra, a partir de 1807 con diversas leyes que confirmaron la abolición definitiva y en Dinamarca desde 1802. En Holanda y Francia en 1815. La libertad de vientres fue declarada en España en 1870 pero solo aplicada contra el tráfico negrero de modo gradual en los años siguientes. Portugal abolió la esclavitud formalmente en Brasil en 1888. En la medida que los países latinoamericanos se independizaron durante el siglo XIX, se aprobaron leyes contra la esclavitud: libertad de vientres, prohibición del comercio esclavista, abolición total de la esclavitud. En Estados Unidos, la esclavitud fue abolida luego de la Guerra de Secesión, en 1865. En Argentina la “libertad de vientres” se declaró en 1813, tres años después de iniciado el proceso de independencia colonial y la abolición total quedó consagrada como principio constitucional en 1853.
Por otro lado, la evolución que llevó consigo la revolución industrial en Europa, colaboró en la decadencia del esclavismo como sistema económicamente rentable. La organización de la producción de bienes industriales se encaminó hacia un régimen de patrón-asalariado, que técnicamente era más eficaz que la esclavitud. Sin embargo, la producción de bienes primarios, servicios y extracción de recursos naturales, la explotación sexual, continuaron y aún continúan siendo reductos de la trata humana, principalmente en los países menos desarrollados.
La legislación internacional
• El Acuerdo de Bruselas
La prohibición de someter a esclavitud a los prisioneros de guerra o la población civil durante un conflicto figuraba ya en el Código de Lieber (1863¸ arts. 23, 42 y 58). Este documento, uno de los antecedentes más importantes del actual Derecho Internacional Humanitario fue elaborado en ocasión de la Guerra de Secesión.
A su vez, los movimientos abolicionistas que ya existían en casi todos los países europeos y Estados Unidos, lograron finalmente convocar, con el apoyo del rey Leopoldo II de Bégica [17], una Conferencia Internacional realizada en Bruselas en 1889/1890. En ella se dispuso la abolición de la esclavitud y penalizar su comercio, la vigilancia de su aplicación y la limitación o prohibición del consumo de alcohol (puesto que la captura se facilitaba alcoholizando previamente a las víctimas del comercio). Lo importante de esta Conferencia son los Estados signatarios, 17 en total, que comprendían las grandes potencias colonizadoras de África más algún invitado extraterritorial que brindó una imagen cosmopolita. Firmaron el acuerdo Alemania, Austria, Bélgica, Congo (de hecho bajo dominio de la corona belga), Dinamarca, España, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Holanda, Imperio Otomano (invitado por sus intereses en África y así asociar a un país musulmán), Italia, Persia, Rusia, Suecia / Noruega (por entonces un solo reino) y Zanzíbar (en la época bajo dominio inglés, hoy parte de Tanzania). Más tarde se adhirió Japón.
• Convención sobre la Esclavitud (1926).
La Declaración de Bruselas fue confirmada en 1919 poco después de la terminación de la Primera Guerra en la Convención de Saint Germain en Laye. La Sociedad de las Naciones creó una Comisión Temporal Preparatoria para la abolición y castigo de la esclavitud en junio de 1924. Esta Comisión redactó la Convención sobre la Esclavitud que fue firmada en Ginebra el 25 de septiembre de 1926. Además de prohibir la esclavitud, la Convención tenía por objeto impedir que el trabajo forzoso se convirtiera en una condición análoga. Se trata del primer gran documento de vocación universal que protege un derecho fundamental de los seres humanos.
De un modo casi pedagógico, el art.1 define, de un modo sencillo lo que entiende por esclavitud y trata de esclavos:
”La esclavitud es el estado o condición de un individuo sobre el cual se ejercitan los atributos del derecho de propiedad o algunos de ellos.
La trata de esclavos comprende todo acto de captura, adquisición o cesión de un individuo para venderle o cambiarle; todo acto de cesión por venta o cambio de un esclavo, adquirido para venderle o cambiarle, y en general todo acto de comercio o transporte de esclavos” [18].
En consecuencia, los Estados se comprometen (art. 2) a:
a) prevenir y reprimir la trata de esclavos;
b) procurar de una manera progresiva, y tan pronto como sea posible, la supresión completa de la esclavitud en todas sus formas.
Además, los Estados se obligan a adoptar todas las medidas necesarias para que las infracciones a esta Convención sean “castigadas con penas severas” (art. 6). En caso de diferencias en la interpretación o la aplicación, los Estados se someten a la decisión de la Corte Permanente de Justicia (hoy en día su sucesora, la Corte Internacional de Justicia).
A fin de evitar formas encubiertas de esclavitud, particularmente el trabajo forzoso, el art.5 de la Convención establece que los Estados deben “tomar todas las medidas pertinentes para evitar que el trabajo forzoso u obligatorio lleve consigo condiciones análogas a la esclavitud”.
• Convención suplementaria sobre la abolición de la esclavitud, la trata de esclavos y las instituciones y prácticas análogas a la esclavitud” (1956).
Treinta años más tarde, luego de la Segunda Guerra y teniendo a la vista la Declaración Universal de los Derechos Humanos, se sancionó una nueva Convención en línea con la de 1926 a tal punto que le agregó la calificación de “suplementaria”. En efecto, la Convención de 1956 confirma la vigencia de la anterior pero amplía notablemente su alcance y precisión.
Como base las definiciones genéricas de “esclavitud” y “trata de esclavos” reproducen las expuestas en la Convención de 1926 (art. 7). Pero lo importante es que se profundiza en otras situaciones análogas que a partir de entonces se han considerando como equivalentes a esclavitud, a saber (art. 1):
a) La servidumbre por deudas. En consonancia el tradicional principio jurídico de no admitir la prisión por deuda.
b) La servidumbre de la gleba. Se entiende por ella la condición de la persona que queda obligada por la ley, la costumbre o un acuerdo a vivir y trabajar sobre una tierra que pertenece a otra persona y prestar al dueño determinados servicios “sin libertad para cambiar su condición”.
c) La dependencia de la mujer. Se prohíbe la sujeción involuntaria de la mujer a su marido o a su clan cuando: i) sin libertad para oponerse, es prometida o dada en casamiento por una suma de dinero o en especie: ii) el marido de la mujer, la familia o el clan del marido tienen el derecho de cederla a un tercero; iii) a la muerte de su marido puede ser transmitida por herencia a otra persona.
d) La especial protección del menor. Es considerada análoga a la esclavitud toda situación o práctica en virtud de la cual un niño o joven [19] menor de 18 años es entregado por sus padres o uno de ellos o su tutor a otra persona mediante remuneración o sin ella con el propósito de explotar la persona o el trabajo del niño o joven.
Los Estados Partes asumen diversas obligaciones ahora mucho más específicas que las de 1926. Por ejemplo, prescribir disposiciones para garantizar la libre voluntad de los contrayentes a contraer matrimonio y la creación de un registro matrimonial (art.2); prohibir y castigar el transporte o el intento de transportar esclavos de un país a otro y específicamente impedir y castigar el transporte de esclavos en buques o aeronaves autorizados a enarbolar el pabellón nacional; impedir que sus puertos, aeropuertos o costas sean utilizados para el transporte de esclavos (art.3). Queda igualmente prohibido mutilar, marcar a fuego o por otro medio a un esclavo o a una persona en condición servil, sea para indicar su condición, castigarlo o cualquier otra razón (art. 5).
En acuerdo con todo lo anterior, todo esclavo que se refugie a bordo de un buque de un Estado Parte quedará libre ipso facto (art. 4). Esta disposición es luego reproducida en el art. 99 de la Convención del Mar.
Los Estados quedan obligados también a que las prácticas de esclavitud descriptas en la Convención sean castigadas penalmente dentro de sus territorios (art. 6). Se establecen diversas formas de cooperación entre los Estados (art. 8).
Los Estados que ratifiquen la Convención no podrán formular reserva alguna a la Convención (art. 9). Cualquier conflicto que surja de la interpretación de esta Convención que no pueda se resuelta por negociación será sometido a la Corte Internacional de Justicia (art. 10).
• Declaración Universal de los Derechos Humanos. Estatuto de la Corte Penal Internacional
La Declaración Universal de los Derechos Humanos fue aprobada en 1948. Consagró como un derecho personalísimo (art. 4) el de no ser sometido a esclavitud o servidumbre. Declara además que la esclavitud y la trata de esclavos están prohibidas en todas formas.
Prosiguiendo antecedentes penales internacionales, los Estatutos de Nuremberg (1945), y de los Tribunales Penales Internacionales para la Ex Yugoslavia (1993) y para Rwanda (1994), el del Estatuto de la Corte Penal Internacional (1998) estableció que la práctica de la esclavitud es crimen de lesa humanidad. Es interesante notar que la definición de este Estatuto, si bien breve, recoge, por un lado, la tradicional definición de la Convención de 1926, pero agrega una mención nueva al referirse específicamente a mujeres y niños, en consonancia con futuros documentos internacionales (por ejemplo, el Protocolo del año 2000 que se menciona más adelante) que prohibirán con mayor precisión la trata de estos grupos de personas para la prostitución. La definición de la Corte dice así:
“Por esclavitud se entenderá el ejercicio de los atributos del derecho de propiedad sobre una persona, o de algunos de ellos, incluido el ejercicio de esos atributos en el tráfico de personas en particular de mujeres y niños” (art. 7 inc. c)
Tanto la Convención contra la Esclavitud de 1956 como el Estatuto de la Corte Penal Internacional han sido ratificados por Argentina.
La trata de personas en la actualidad.
Formas análogas a la esclavitud se reflejan en nuestros días principalmente en la trata de personas, práctica que ha aumentado de modo alarmante con la aparición de la criminalidad organizada transnacional. La Organización Internacional del Trabajo (OIT, en inglés ILO) estima que la trata involucra unas 2.450.000 víctimas provenientes de 127 países. El total de las ganancias ilícitas obtenidas se calcula, para un año solamente, en treinta y dos mil millones de dólares (32.000.000.000) [20].
La trata de personas de nuestros días tiene, generalmente, dos objetivos: a) la explotación laboral, incluyendo la mano de obra infantil; b) la explotación sexual. Esta última práctica supera ampliamente a la anterior y tiende a ser acompañada de algún tipo de violencia. Aproximadamente dos tercios de las personas traficadas son mujeres y un 79% de ellas destinadas a la prostitución. Si bien existe algún tipo de decisión personal, ésta se ve distorsionada por la violencia, las amenazas de violencia contra ella o sus familias, o bien engaños diversos, seguidos de violencia o abuso de la vulnerabilidad [21].
La criminalidad organizada transnacional ha dado un nuevo relieve a este delito mediante la creación de una suerte de red de cómplices que operan en el reclutamiento, la concentración en áreas de partida hacia el exterior, la falsificación de documentos, el transporte internacional, la nueva localización y la distribución en burdeles o zonas de explotación. Se aplica un capital significativo, utilización de una tecnología de avanzada, transporte rápido y, por supuesto, la corrupción a todo nivel. Si bien la mayor parte de las víctimas proceden de los países menos desarrollados no ocurre en todos, sino en aquéllos en que opera la criminalidad organizada [22].
La legislación internacional sobre la trata de mujeres
La elaboración de los instrumentos interestatales contra la trata de mujeres se inicia con el Acuerdo Internacional del 18 de mayo de 1904 firmado en París por doce Estados, todos ellos europeos. Le siguió el Convenio Internacional relativo a la Trata de Blancas, también firmado en París, en mayo de 1910. En ambos documentos los Estados se comprometen a castigar los que hayan “contratado, arrastrado o desviado… a mujeres o niñas menores con el fin de libertinaje”, aun con su consentimiento (art.1) o bien la misma conducta respecto de mujeres mayores cuando mediara fraude, violencia, amenazas, abusos de autoridad u otro medio de sujeción para “satisfacer las pasiones de otros o con el fin de libertinaje” (art.2). Otros dos documentos auspiciados por la Sociedad de las Naciones en los años 1921 y 1933 respectivamente completaron algunos términos ambiguos de esta legislación. Después de la Segunda Guerra, en 1949, las Naciones Unidas, promovieron la firma de un nuevo Convenio para la represión de la trata de personas y de la explotación de la prostitución ajena que avanzó notablemente sobre la materia.
Sin embargo, en todos estos documentos la definición del delito de trata de mujeres era incompleta, lo que les ha restado eficacia legal. La insistencia de una adecuada definición, en este caso como en muchos otros delitos internacionales, no es sólo una cuestión de buena técnica jurídica, sino que representa el acuerdo de Estados de todo el mundo para calificar una conducta como universalmente sancionable más allá de los diversos sistemas jurídicos, las costumbres sociales y culturas, punto aun más controvertido cuando se refiere a las relaciones de sexo.
Recién en el año 2000 se alcanza un acuerdo internacional para definir el delito de trata de mujeres en el “Protocolo de Naciones Unidas para Prevenir, Reprimir y Sancionar la Trata de Personas, especialmente Mujeres y Niños”. Este documento es anexo a la Convención Internacional contra la Delincuencia Organizada Transnacional aprobada por la Asamblea General también en Noviembre 2000. Como se ha dicho, el Protocolo salva la carencia de una definición internacional suficientemente amplia y eficaz [23]. En síntesis, el delito se describe así:
i. La captación, transporte, traslado, acogida o recepción de personas;
ii. utilizando medios indebidos (amenaza de usar la fuerza, coacción, rapto, fraude, engaño, abuso de poder, vulnerabilidad de la víctima o lograr su disponibilidad mediante beneficios a favor de quien tenga autoridad sobre ella;
iii. con el fin de la explotación sexual, trabajos o servicios forzados, esclavitud o situaciones análogas, por ejemplo servidumbre y extracción de órganos.
iv. Se aclara, además, que cualquiera de las acciones previstas se considerará “trata de personas” cuando se trate de niños (toda persona menor de 18 años) aunque haya mediado consentimiento de las víctimas o sus familias.
Tanto el Protocolo como la Convención no son meras proclamaciones sino instrumentos objetivos que permiten alcanzar uniformidad jurídica internacional para combatir la explotación de seres humanos. Se busca así salvar la gran dispersión jurídica que existe entre los países, obstáculo esencial para una eficaz acción internacional. Castiga también las actividades delictivas anexas a saber: la complicidad así sea circunstancial, la corrupción, el blanqueo de dinero y la obstrucción de la investigación. El análisis de estas Convenciones y su problemática implica un estudio más profundo y especializado que será materia de un trabajo separado.
* * * * *
Si bien las formas históricas más vergonzantes de la esclavitud ya no existen y la condena universal de esa práctica es un hecho, el crimen como tal no ha desaparecido. Persiste a través de lo que ahora se llama trata de personas. Las modernas formas de este crimen son producto de las nuevas condiciones materiales, entre ellas, la globalización, el perfeccionamiento de los medios de comunicación, la facilidad y abaratamiento del transporte, la sobrepoblación mundial, la pobreza endémica de vastas regiones del globo y la aparición del crimen organizado transnacional. Hoy al menos existe una legislación apropiada y que ha ido adquiriendo validez y consenso internacional.
Sin embargo, un comportamiento personal sigue siendo un factor fundamental en la trata de personas y en otros crímenes transnacionales: la corrupción. Estos delitos proliferan sobre la base del soborno, la “vista gorda” de funcionarios y políticos, la obstrucción a las investigaciones, la complicidad en actos menores pero esenciales al crimen mayor y las múltiples variaciones de la inmoralidad. La persistencia de la esclavitud en buena medida refleja la crisis ética individual que a veces parece superar los ideales de justicia e igualdad del género humano. La lucha contra la esclavitud es también, y de modo esencial, una lucha contra la corrupción y en favor de la transparencia personal.
Waldo Villalpando, en dialnet.unirioja.es/
Notas:
1 Para el enfoque general consultamos la siguiente bibliografía: Bastide, Roger, Las Américas negras, Alianza, Madrid, 1969. Ferro, Marc (Coordinador). “El libro negro del colonialismo”, La esfera de los libros, Madrid, 2005. Lengellé, Maurice,”La esclavitud”, Icaria, Barcelona, 1971. Manis, Daniel y Cowley, M. “Historia de la trata de negros”, Alianza, Madrid, 1970. Thomas, Hugh, “La trata de esclavos. Historia del tráfico de seres humanos de 1440 a 1870”, Planeta, Barcelona, 1998. UNESCO, “La ruta del esclavo”, http:/www.lacult.org/docc. Otras fuentes se indican en el texto.
2 Sassoli, Marco, Bouvier, Antoine A., “How does law protect in war?”, Internacional Committee of the Red Cross, Ginebra, 2006, p.83
3 Kitto, H.D.F., “Los griegos”, Eudeba, Buenos Aires, 1962, p.182
4 Alföldy, Géza , Historia Social de Roma, Alianza, Madrid, 1996, p. 145 y ss.
5 Aristóteles, “Política”, Libro I, Cap. II
6 Tapsir Nemune, dirigida por el Ayatollah Nazer Makarem Shirazi, Qom 1993, T.21, p.410 y ss.
7 Crossan, John Dominic, El nacimiento del Cristianismo, Emecé Editores, Buenos Aires, 2003, p. 569
8 Austen, Ralph. The trans-Saharan slave trade, a tentative census, Geremy Arcons, The uncommon market, 23-76. También de Austen, African Economic History, James Currey, 1997, pp.275 y ss.
9 Ídem ant.
10 Un film norteamericano, Ashanti (1979), denuncia este comercio en la actualidad a través de la historia de una operación de secuestro de una médica, que es llevada al norte de África a través del desierto para ser vendida como esclava sexual. El papel del mercader de esclavos en la ficción es desempeñado por Peter Ustinov (1921-2004), un reconocido actor que defendió causas humanitarias desde la pantalla y fuera de ella.
11 Heers, Jacques, Les négriers en terres de l’Islam (vi – xvi siècle), Perrin, París, 2003, p. 117 y ss.
12 Touchard, Jean, Historia de las ideas políticas, Tecnos, Madrid, 1964, p. 132.
13 Véase el espeluznante documento sobre la organización técnica de la captura, transporte y depósito de los esclavos. Se hace una descripción de la logística, el transporte, la seguridad de la mercancía (los esclavos) y las directivas para rentabilizar el negocio. En “Los depósitos de los esclavos como artefactos de funcionamiento múltiple”, ponencia para las VII Jornadas Latinoamericanas de Estudios Sociales y Técnicos, 2008, firmado por Lalouf, A., Santos, G. y Buch, A.
14 Producto de diversas fuentes ya citadas. Este cálculo en particular proviene de Becker, Charles, “Les effets démographiques de la traite des esclaves en Senegambie”, de “De la traite de l’esclavage”, acts du Coloque de Nantes,tomo 2, CRHMA y SFHOM, Nantes, París, 1988. Citado y ampliado a su vez por Diop-Maes, Louise, “Historia de la Esclavitud”, Le Monde Diplomatique, Diciembre 2007. Similar recopilación de información en “De África a la plantación” de Carlo Caranci, en el dossier “La abolición de la esclavitud” de “La aventura de la Historia”, Septiembre 2007. Téngase en cuenta que a los africanos transportados efectivamente para esclavizarlos debe agregarse los muertos en las guerras de captura y las marchas hacia la costa, además, los muertos en los barracones de los barcos durante la travesía y los echados al mar para eliminar pruebas cuando comenzó a perseguirse la trata.
15 Fuente: UNESCO, Joseph Harris,, La ruta del esclavo, Ver en portal UNESCO The slave route Map, 2006.
16 Forbath, Peter, The River Congo, The discovery, exploration and exploitation of the world’s most dramatic river, Harper and Row, New York, 1991. Nzongola Ntalaja, The Congo from Leopold to Kabila:a people history, Zed Books Limited, New York, 2002.
17 A pesar del régimen de explotación que instauró en el Congo, Leopoldo II promovió, por otro lado, iniciativas sociales y humanitarias que resultan incompatibles con su política personal en África. Por ello, y por mucho tiempo el rey Leopoldo mantuvo la imagen de hombre filántropo y sensible a los problemas sociales
18 El primer párrafo de esta definición se reproduce en la Convención Suplementaria de 1956 y define el delito de lesa humanidad de “Esclavitud” en el Estatuto de la Corte Penal Internacional (art. 7, párrafos.1 c) y 2 c)
19 En ambos casos se entiende masculino o femenino
20 ILO, A Global Alliance Against Forced Labour, Ginebra, 2006. La Oficina de Naciones Unidas contra el Crimen y la droga (UNODC en sus siglas en inglés) mantuvo ese cálculo en su Informe 2010, The globalization of the Crime, Viena., 2010, p. 39.
21 Ídem ant.
22 La descripción de los pasos de la prostitución transnacional son descriptos por Denisova, Tatiana, Trafficking in Women and Children for Purposes of Sexual Exploitation, Law Department, Zaporishie State University, http:/ (www.childrentrafficking.com//Docs/Derisova. También en UNODC, The globalization…, op.cit., p.45.
23 En el preámbulo del Protocolo se comenta que “si bien existe una gran variedad de instrumentos jurídicos internacionales que contienen normas y medidas prácticas para combatir la explotación de las personas, especialmente las mujeres y niños, no hay instrumento universal que aborde todos los aspectos de la trata de personas” (párr.3).
Eduardo Sanz de Miguel
1. Introducción
Adolf Loos, el precursor de la arquitectura moderna, explicaba: "Escribo para hombres que poseen una sensibilidad moderna. Para hombres que se consumen en la añoranza del Renacimiento o del Rococó, para esos no escribo". Y todo el sueño de la gran arquitectura moderna ha sido el poner al hombre en "hábitats" de aluminio y cristal para una vida nueva y el nacimiento de un hombre nuevo... En buena parte, el propósito de esta arquitectura ha sido un largo fracaso» (José Jiménez Lozano)
A lo largo del pasado siglo XX hemos asistido a una evolución radical en las costumbres, las relaciones, los valores y las creencias de nuestra sociedad. Naturalmente, esto ha tenido también su reflejo en el Arte. Los poderes políticos, los museos, los medios de comunicación social... han dado su apoyo incondicional a las vanguardias que separaban la creación artística de los cánones de belleza. Estaba vetada toda referencia al realismo, a la tradición, a la permanencia, a la mesura. Para ser modernos había que romper con lo anterior e inventarlo todo cada día. Una corriente de pensamiento, una escuela, una moda, quedaban anticuadas en pocos años. El arte ya no se entendía como un reflejo de la belleza eterna ni como una búsqueda de la armonía; debía manifestar la descomposición de nuestra sociedad y de sus estructuras.
Se pasó de habitar en casas familiares, normalmente heredadas de los mayores, a apartamentos anónimos y funcionales, despojados de toda pretensión estética. En las viejas casas, la distribución de los espacios, las paredes irregulares y los mismos muebles proclamaban la estética de lo hecho a mano, reflejaban las huellas de la historia (de la gran Historia y de las pequeñas historias familiares). En los nuevos «pisos» no había espacio para los viejos muebles. Los objetos de conglomerado, plástico, aluminio o cristal ocupan menos espacio y son más fáciles de limpiar. Pero no hablan de los esfuerzos de quienes los realizaron ni van asociados a recuerdos, por lo que no se reparan cuando se estropean o pasan de moda, sino que se cambian por otros. Algo similar se vivió en la Iglesia: los nuevos templos copiaban las naves industriales, se retiraron los santos a las sacristías, los ornamentos bordados en seda fueron sustituidos por otros de nailon o poliéster, los cálices labrados en plata por otros lisos de barro o de metales oscuros (todos iguales, todos realizados en serie, todos sin alma). Curiosamente, la mayoría vivió este proceso como una liberación.
A pesar de todo, en el corazón humano anida una obstinada nostalgia por los lugares y los objetos relacionados con nuestra infancia o que conservan la huella de las manos que los realizaron o los utilizaron. En las nuevas viviendas se ha regresado al ladrillo cara vista, a los acabados en madera, a las decoraciones tradicionales. Incluso los apartamentos comprados en los años 60-70 se han ido llenando de maderas torneadas, cerámicas, piezas de artesanía, objetos provenientes de anticuarios, curiosidades adquiridas en bazares... No es nada extraño encontrar en viviendas privadas un incensario, la columna de un retablo, o unas sacras retiradas de alguna iglesia.
Todo este proceso al que hemos hecho referencia ha influido en nuestra vida más de lo que a veces pensamos. El tipo de viviendas y los objetos con los que nos relacionamos han cambiado nuestra percepción del entorno y las relaciones inter-generacionales. Por poner sólo un par de ejemplos: Los abuelos o los familiares que llegan de visita ya no caben en nuestras casas; un cuadro o una imagen de la Virgen ya no tienen valor por lo que representan, sino por su condición de antigüedad, por su precio en el mercado. Muchas manifestaciones tradicionales de piedad han pasado a un desuso casi generalizado (las 40 horas, los 7 domingos de S. José, triduos y novenas, la música del órgano, el incienso, las capas pluviales...). Algunas veces han sido sustituidas por clases de Biblia o por el rezo de la Liturgia de las Horas. En otras ocasiones han dejado un vacío que se ha ocupado con telenovelas o paseos al Corte Inglés.
Hay que reconocer que las viejas fórmulas del culto y los antiguos espacios sagrados, aunque recubiertos por un polvo de siglos y necesitados de una revisión, mantenían el sentido del misterio, hacían tomar conciencia de lo sagrado, de los valores eternos e inmutables. Se necesitaba una reforma radical que simplificara el culto y la vida, aunque a veces se hayan producido tensiones y el resultado final no ha sido siempre el deseado. Curiosamente, hoy son los jóvenes los que recuperan el canto gregoriano y restauran lo que la generación anterior había condenado al olvido. Si hace unos años se insistía en la necesidad de odres nuevos para el vino nuevo (Mt 9, 17), hoy se subraya que el Reino de los Cielos es «como el padre de familia que sabe sacar del arcón lo viejo y lo nuevo» (Mt 13, 52), según conviene en cada momento.
Las disciplinas humanísticas, incluida la Teología, también han sufrido una enorme evolución en los años pasados. Las facultades de Teología han entrado en la dinámica de las especializaciones y hoy se puede realizar una licencia en Moral, Antropología Teológica, Liturgia o Mariología. El legítimo deseo de actualizar la vida y la reflexión de los creyentes nos ha hecho profundizar en las fuentes bíblicas y patrísticas y ha relegado al olvido muchas cuestiones que antes eran consideradas fundamentales, subrayando otras que anteriormente sólo se trataban de pasada. Por ejemplo: Hoy podemos encontrar una abundantísima bibliografía sobre la doctrina social de la Iglesia, pero apenas algunos volúmenes sobre los novísimos o sobre el pecado. Una cosa es cierta: nuestra fe se ha hecho más intelectual. Cada día nos resulta más difícil aceptar algo sólo porque lo dice la Iglesia. Las «rationes» han desplazado definitivamente a las «auctoritates».
Unos textos tomados de dos importantes pensadores de tiempos recientes pueden ayudarnos a situar el tema que pretendo desarrollar. El primero es de Unamuno:
«Perdí mi fe pensando en los dogmas, en los misterios en cuanto dogmas; la he recobrado pensando en los misterios, en los dogmas en cuanto misterios». A veces hemos presentado nuestra fe como un conjunto de enunciados que aprender de memoria. Pero Dios no es «algo» que se puede definir, medir o pesar, sino «Alguien» que sale a nuestro encuentro porque quiere entrar en relación con nosotros. En este venir a nuestro encuentro nos ha manifestado su belleza, ternura y generosidad. La experiencia de Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), patrona de Europa, puede servirnos de ilustración. Mujer de capacidades sorprendentes: Filósofa, feminista, políglota, escritora, conferenciante... fue una incansable buscadora de la verdad. Cuando se convirtió, después de leer el Libro de la Vida de Santa Teresa de Jesús, exclamó: «Ésta es la verdad. Yo he creído siempre que la verdad era algo intelectual, comprensible con el poder de la mente, y he descubierto que la verdad es algo vital, relacional: Dios mismo que sale a nuestro encuentro y nos ilumina».
La segunda cita es de Hermann Hesse: «Hay una teología que es arte y otra que es ciencia -o que se esfuerza en serlo-. Y los científicos siempre se han olvidado del vino antiguo en odres nuevos, mientras que los artistas, manteniendo despreocupados algún error externo, han traído consuelo y alegría a muchos. Es la eterna y desigual lucha entre crítica y creación, ciencia y arte, en la que siempre tiene razón aquélla sin que eso le sirva a nadie para nada; ésta, sin embargo, siembra una y otra vez la simiente de la fe, del amor, del consuelo, de la belleza y de la esperanza eterna, y encuentra siempre buen suelo. Porque la vida es más fuerte que la muerte y la fe más poderosa que la duda». Como podéis imaginar, yo abogo por una teología que tiene mucho de experiencia vital, arte, poesía y música, porque estoy convencido de que las palabras ordinarias son insuficientes e inapropiadas para hablar del misterio de Dios. S. Juan de la Cruz utilizó siempre esta manera de hacer teología, y lo justificaba porque así lo hizo Dios mismo: «En la Escritura Divina, no pudiendo el Espíritu Santo dar a entender la abundancia de su sentido por términos vulgares y usados, habla misterios en extrañas figuras y semejanzas».
2. Dios deja su huella en lo que hace
Todos los libros bíblicos utilizan narraciones llenas de imágenes, símbolos, juegos de números y palabras, para transmitirnos el mensaje de la Revelación. De manera especial lo hacen el Génesis y el Apocalipsis; aquellos que quieren reflexionar sobre el misterio de nuestro origen y de nuestro destino último (en definitiva, sobre el sentido de nuestra existencia). Nos acercaremos brevemente a los dos primeros capítulos del Génesis para profundizar en esta afirmación.
Génesis 1 narra de manera poética y solemne la obra creadora de Dios. Durante siete días Dios «habla» y con la fuerza de su Palabra todo llega a existir. Al principio, todo es desorden, tinieblas. Pero Dios va realizando una compleja obra, que corresponde a un plan perfectamente programado, para que del «caos» surja el «cosmos». Separa la luz de las tinieblas, el cielo de la tierra, los mares de los continentes, crea los distintos astros para iluminar el día y la noche, hace que surjan las plantas y los animales según sus especies... Después de cada operación, Dios contempla su obra y ve que es buena, que le ha salido bien. Como artista, se goza ante un proyecto largamente deseado y, finalmente, realizado. Después de crear a los seres humanos bendice su obra recién terminada y se alegra porque «era muy buena». Por último, crea y bendice el «sábado»: el día del descanso, de la contemplación, de la bendición, del gozo, de la comunión.
Génesis 2 presenta el mismo argumento de manera distinta. Es una narración mucho más antigua, con un lenguaje más popular, menos teológico, aunque no menos profundo. Habla de Dios como de un artesano, un «alfarero» que hace las cosas con sus propias manos, que se mancha con el barro, que cultiva un jardín, que pasea entre los árboles al atardecer... El Salmo 8 dice: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado...». Nos habla de la obra de «los dedos» de Dios, lo que hace una referencia más directa al contacto personal con el barro, al trabajo minucioso para crear piezas únicas. Todo lo contrario de las obras en serie. En la Escritura se utiliza muchas veces el verbo «modelar» para hablar del obrar de Dios. Se llega incluso a afirmar que Dios «modeló la luz». Así se indica que él se compromete con lo que hace, como el trabajador que se esfuerza para que su obra le salga bien.
Después de modelar al ser humano, Dios se nos presenta como el primer jardinero, ya que él mismo «planta un jardín». El jardín ocupa un lugar simbólico en toda la historia de la humanidad, porque es la naturaleza transformada por el hombre. El ser humano no puede sobrevivir en la selva, donde no hay sendas por las que desplazarse, ni espacios que cultivar y los animales salvajes suponen un peligro. Pero el jardín es la naturaleza «humanizada», imagen de nuestra propia vida, en la que la cultura y el espíritu transforman los instintos. Pues bien, Dios mismo nos regala un jardín, un espacio a medida humana, habitable, ameno, seguro. Con el pecado, el hombre se exiliará del jardín y volverá a la selva, a los instintos, a la violencia, al mundo animal.
«El Señor Dios plantó un huerto en Edén, y en él puso al hombre que había formado. El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver y buenos para comer... De Edén salía un río que regaba el huerto, y desde allí se dividía en cuatro. El primero se llama Pisón; es el que bordea la región de Evilá. En él hay oro. El oro de esta región es finísimo; y también hay allí resinas olorosas y piedras de ónice» (Gn 2, 8ss). En este jardín de las maravillas que Dios nos regala, deja su impronta. Aquí podemos descubrir claramente las ideas que vamos a desarrollar:
La belleza. Dios deja en sus obras un rastro de su ser. Por eso, los árboles que crea son «bellos» y «buenos» y en el jardín hay oro, piedras preciosas y perfumes. Todo ello nos produce sensaciones profundamente gratificantes.
La ternura. Dios no sólo crea lo necesario para la alimentación. Nos manifiesta su ternura en la creación de elementos totalmente innecesarios, como el oro, las gemas o el incienso, pero que hacen la vida humana más agradable.
La gratuidad. El hombre no puede presentar ningún derecho ante su hacedor. La misma vida es un don. Y todo lo que la acompaña, también. Además, Dios no da con medida, sino generosamente, desbordando cualquier cálculo humano. No nos da una tierra cualquiera, sino un jardín. No un río, sino cuatro. Incluso él mismo se hace compañero del hombre al atardecer, a la hora de la brisa.
Estos elementos se repetirán en cada una de las intervenciones de Dios a favor del pueblo o de los individuos. Coloca una túnica de piel sobre Adán, que se siente desnudo y una señal sobre Caín, que se siente amenazado. No sólo libera a Israel de la esclavitud, sino que lo enriquece con las joyas de los egipcios. No sólo libra del hambre al pueblo en el desierto, sino que le permite saciarse de codornices, etc. Un canto pascual de los israelitas nos servirá para tomar conciencia de lo dicho:
«¡Cuántos bienes nos ha dado el Señor! Si sólo nos hubiera sacado de la esclavitud de Egipto, nos habría bastado. Pero, además, nos ha regalado las riquezas de los egipcios. Si sólo nos hubiera regalado las riquezas de los egipcios, nos habría bastado. Pero, además, nos ha guiado por el desierto. Si sólo nos hubiera guiado por el desierto, nos habría bastado. Pero, además, nos ha hecho cruzar a pie enjuto el mar rojo...». A continuación se van nombrando otras gracias recibidas del Señor: nos ha dado el maná, las codornices, el agua que manaba de la roca, ha hecho alianza con nosotros, nos ha librado de los enemigos, nos ha dado la tierra, etc. A Israel sólo le queda «dar gracias al Señor, porque es eterna su misericordia» (Sal 136).
3. La belleza de Dios
Los clásicos griegos y los Padres de la Iglesia invitaban a descubrir una huella de la belleza de Dios en su obra: la armonía de las esferas celestes, la interrelación entre las especies, la grandeza de la naturaleza... les hablaba de una belleza infinitamente mayor y mejor. S. Agustín de Hipona justifica, en parte, su propio extravío y el de sus contemporáneos, por la hermosura de la creación: «La belleza de tus criaturas me atraía y cautivaba mi corazón; y no sabía descubrir que era sólo un reflejo de tu infinita hermosura». Después de su conversión, la contemplación de la naturaleza le servía para acercarse a Dios. En su búsqueda del amado, S. Juan de la Cruz también pregunta a las criaturas, que le responden: «Mil gracias derramando / pasó por estos sotos con presura / y yéndolos mirando / con sola su figura / vestidos los dejó de su hermosura». Todas las obras de Dios están revestidas de «mil» gracias, son un reflejo de la hermosura de su Creador. Pero, insiste él, son una huella ambigua y, a veces, confusa, ya que han sido realizadas «de paso», mientras que «las obras en las que más se detuvo son las de la Encarnación de su Hijo y los misterios de nuestra religión». En estas obras sí que se manifiesta plenamente la belleza del Creador. Hasta el punto de que el conocimiento que adquirimos de Dios a partir de las criaturas es «vespertino» (es decir, entre sombras), mientras que el conocimiento que nos produce la persona y obra de Jesús es «matutino» (es decir, claro y radiante). S. Juan de la Cruz insiste en que es a partir de la belleza del Señor Jesús, de su obra salvadora, de su revelación, como podemos conocer plenamente la hermosura de Dios y participar en ella.
«El estudio sobre los trascendentales (verum, bonum y pulchrum) ha ido unido desde los clásicos griegos. Se les considera inseparables, conscientes de que el descuido de uno de ellos repercute catastróficamente en los otros» (Hans Urs von Balthasar). A lo largo del s. XX se produjo una ruptura que, efectivamente, se ha demostrado fatal. Se consideraba que verdad, bondad y belleza no tenían por qué ir juntas. La belleza separada de la verdad se ha convertido en modas pasajeras. La verdad al margen de la bondad nos parece inalcanzable o inútil. La bondad sin la verdad se ha transformado en sinónimo de debilidad.
La separación entre verdad, bondad y belleza ya había comenzado con la reforma protestante, en el s. XVI. Mientras en la Iglesia Católica se consideraba el arte como una emanación de la belleza divina y se utilizaba en la transmisión de la fe, Lutero y Calvino insistieron en la vanidad e incluso en la maldad de todas las obras humanas y en la radical incapacidad del hombre de decir o representar algo sensato sobre Dios. De hecho, él mismo se ha manifestado en la fealdad de su contrario: en el dolor y en la muerte de Jesús. Ambos afirman que sólo se nos permitirá gozar de la belleza y de la gloria de Dios en la vida eterna.
«Todo aquel a quien le importen la amplitud universal, los espacios conformados, la humanidad heroica... se sentirá repelido por el Protestantismo. Lutero destruyó las áureas habitaciones del mito y puso en su lugar la estrecha choza del fundador. El que ama lo bello sentirá, como Winckelmann, frío en la buhardilla de la Reforma y marchará a Roma» (Gerhard Nebel, «El acontecimiento de lo bello»). El protestantismo mantiene una actitud polémica hacia todas las formas externas de la religión, a favor de la interioridad de la fe. Se comienza rechazando las ceremonias litúrgicas, las expresiones artísticas, la decoración en el templo, para pasar a poner en tela de juicio el valor de la razón, la analogía y las obras morales del ser humano y se termina eliminando la ejemplaridad de los Santos y persiguiendo la alegría, el goce y la complacencia de la vida. Si el hombre es un pozo de maldad, todo él está deformado por el pecado y todas sus obras son feas y malas, marcadas por el pecado. Precisamente, para salvarnos de nuestra postración, el Hijo de Dios «se ha hecho pecado por nosotros», cargando sobre sus espaldas nuestras miserias.
Pero el hecho de subrayar una teología de la cruz no nos puede hacer olvidar la teología de la gloria. En nuestra pobre historia y en nuestra realidad de pecado se ha revelado el hermoso designio de nuestro Dios, escondido durante siglos y ahora manifestado. Es verdad que la plenitud del Reino no llegará hasta la consumación de los tiempos, pero su presencia entre nosotros ya se ha inaugurado. Es verdad que Cristo se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pero su humanidad transfigurada no puede dejar de manifestar su gloria, así como un frasco de perfume exhala el olor de la esencia que lleva dentro. La escena bíblica de la Transfiguración nos permite entender algo de este misterio: En la humanidad de Jesús se manifiesta su divinidad; en su pobreza, la gloria; en su aparente fracaso (no olvidemos que se produce de camino hacia Jerusalén, después del primer anuncio de la Pasión), un anticipo de su triunfo. La belleza de la creación, del arte, de la liturgia, de la vida entregada de los Santos... nos ayuda a intuir algo de la belleza del Señor y de la gloria del cielo. «El alma quiere hacerse semejante con su Amado, saboreando sus gozos y dulzuras y viviendo su misma vida para actuar como Él. Por medio del ejercicio del amor, absorta en su hermosura, quiere transformarse en su hermosura y hacerse semejante en hermosura para empezar a vivir y a gozar aquella hermosura que se le dará sin límites en la vida eterna» (S. Juan de la Cruz. «Cántico Espiritual»).
4. La ternura de Dios
«Levántate, amada mía, preciosa mía, ven. Que ya ha pasado el invierno, han cesado las lluvias y se han ido. Las flores brotan en el campo y se oye el arrullo de la tórtola» (Ct 2, 10ss). El Cantar de los Cantares celebra el amor emocionado, bello, permanente, de un varón y una mujer que gozan y valoran la vida al encontrarse. Aventura de búsqueda y belleza, de gozo y libertad, de entrega y canto. Su introducción en el canon bíblico sirvió para que judíos y cristianos se sirvieran de él a lo largo de los siglos para hablar de la relación de Dios con su pueblo y con cada creyente. No tanto para hacer reflexiones filosóficas sobre el ser de Dios, cuanto para cantar experiencias de encuentro con él.
Oseas y los profetas posteriores a él ya nos habían acostumbrado a hablar de Dios como de un esposo lleno de paciencia y de ternura, siempre dispuesto a acoger y a perdonar: «Yo sanaré su infidelidad, la amaré gratuitamente» (Os 14, 5). Usaron incluso la imagen de una madre amorosa: «¿Acaso olvida una madre a su hijo y no se apiada del fruto de sus entrañas? Pues aunque ella lo hiciera, yo nunca te olvidaré.
Fíjate en mis manos, te tengo tatuada en mi palma» (Is 49, 15-16).
En la historia de la salvación y especialmente en Jesucristo se nos ha manifestado el amor, la paciencia, la fidelidad de un Dios que nos ama sin medida. Basta recordar la predilección de Jesús por todos los que no contaban entre sus contemporáneos: las mujeres, los niños, los enfermos, los pecadores, los excluidos... y las parábolas de la misericordia. Jesús come con los publicanos, tiene amistades de dudosa moralidad, se acompaña incluso de prostitutas. Ante quienes le reprochan su comportamiento, se justificará afirmando que ésa es la manera de actuar de Dios, que hace llover sobre buenos y malos y hace salir el sol sobre justos e injustos, que hace fiesta en el cielo por cada pecador arrepentido, que está siempre dispuesto a buscar la oveja descarriada, que no nos trata como merecen nuestras culpas ni nos paga con forme a nuestros pecados. Efectivamente, «Dios es más tierno que una madre» (Sta. Teresita). La misma Escritura nos recuerda que «como un padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por sus fieles» (Sal 103, 13).
No podemos olvidar las numerosas veces que la Biblia afirma que «Dios es compasivo y misericordioso». Pues bien, «misericordioso» en hebreo se dice «Rahum», que es una derivación de «Rehem», que significa «seno, útero materno». Lo que quiere decir que Dios nos ama con la ternura de una madre que nos hubiera generado y dado a luz. «Comunícase Dios con tantas veras de amor, que no hay afición de madre que con tanta ternura acaricie a sus hijos, ni amor de hermano, ni amistad de amigo que se le compare. ¡Tan profunda es la dulzura de nuestro Dios! Él se emplea en regalar al alma como la madre en servir y regalar a su hijo, criándole a sus mismos pechos» (S. Juan de la Cruz. «Cántico Espiritual»).
5. La gratuidad de Dios
«El informe EDIS, editado por Cruz Roja Española, revela que la libertad es el valor más altamente calificado por los consumidores de drogas. El estudio llama la atención sobre lo paradójico de la situación, ya que la brutal dependencia que originan algunas drogas, hace que en numerosos casos se pierda por completo la libertad. Si ponemos la libertad en la cumbre de los valores, no encontraremos ningún otro valor que justifique las limitaciones de la libertad, lo que resulta disparatado o criminal. Conviene subrayar que el supremo valor es la autonomía, la capacidad para elegir los propios fines, evaluarlos, justificar nuestra decisión, y tener energía para realizarlos» (José Antonio Marina, «Crónicas de la ultra-modernidad»). Si reducimos la libertad al libre albedrío, a la capacidad de optar entre varias posibilidades, ni Dios es libre (no puede elegir el mal, no puede odiar), ni el hombre tampoco (no puede decidir cuándo o dónde nacer, ni en qué familia).
Según la revelación, la libertad en Dios es la capacidad que constituye su ser, elegido y definido por él mismo, como Padre e Hijo en la unidad del Espíritu Santo, la capacidad que Dios tiene de ser él mismo y de actuar conforme a su propia esencia.
Toda la Sagrada Escritura es un testimonio de la absoluta libertad de Dios. Abrahán no fue elegido por sus méritos, sino por la generosidad de Dios. El pueblo no podía exigir a Dios que le ayudara a liberarse de la esclavitud. La Encarnación del Hijo de Dios no es un premio a nuestro buen comportamiento. «El Dios de Abrahán, Isaac y Jacob» no ha sido ideado, forjado o exaltado por el hombre, no ha sido elegido por Israel. Es él quien se elige, decide y define a favor del pueblo y a favor del hombre. Es él quien ha enviado a su Hijo al mundo para hacernos partícipes de su misma vida.
Y la libertad de Dios, que se manifiesta en la historia de la salvación, es anterior al tiempo. Se manifiesta, en primer lugar, en el mismo acto de la creación. Él no era un ser solitario, que creó otros seres para tener compañía. Él es encuentro y comunión desde siempre. Plenitud de gozo. Vida desbordante. Crea otros seres para hacerles partícipes de su misma vida, su propio ser. «En la libertad de su gracia, Dios se manifiesta a favor del hombre. A pesar de su insignificancia, está con él. Pese al carácter corruptible y transitorio de su ser en la carne, está con él. Pese a su pecado y desobediencia, está con él... Dios nos dice, por el hecho de que su Hijo se hizo y es hermano nuestro, que quiso amarnos precisamente a nosotros, que nos ha amado, nos ama y nos seguirá amando, que ha elegido y decidido ser precisamente nuestro Dios» (Karl Barth, «El don de la libertad»).
S. Pablo se sentía desbordado por el amor de Dios, que nos ha amado primero, no por nuestros méritos, sino por su generosidad; no porque somos buenos o dignos de ser amados, sino porque él es bueno y lleno de amor. Dios nos ama de una manera gratuita por su parte e inmerecida por la nuestra: «Por la fe en Cristo hemos llegado a alcanzar esta situación de gracia en la que nos encontramos... Eramos incapaces de alcanzar la salvación... Dios nos ha mostrado su amor haciendo morir a Cristo por nosotros cuando aún éramos pecadores... Cuando éramos sus enemigos, Dios nos reconcilió consigo por la muerte de su Hijo... ¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de gracia hay en Dios! ¡Qué insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! En efecto, ¿Quién conoció el pensamiento del Señor? O ¿quién le dio primero para que tenga derecho a recompensa?» (Rm 5, 2.6.10; Rm 11, 33-35). «El piadoso y omnipotente Padre, es tan generoso y dadivoso cuanto poderoso y rico. Con la libertad de su generosa gracia sale a nuestro encuentro y nos busca» (S. Juan de la Cruz. «Llama de amor viva»).
6. Conclusión
«Llevo tanto tiempo contigo, ¿y aún no me conoces? Quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14, 9). En el rostro, en la vida y en las palabras de Jesús de Nazaret se nos ha manifestado en plenitud el misterio del Dios vivo, que antes sólo se nos revelaba de manera parcial, incompleta. La continua –y, a veces, tortuosa- búsqueda de la Verdad, la Bondad y la Belleza por parte del ser humano, encuentra su respuesta cumplida en la revelación de Jesucristo, "Palabra única y definitiva del Padre". En la contemplación del más bello de los hijos hombres (Sal 45, 3) y de su amor sin límites han hallado los cristianos de cada generación la fuerza y el consuelo necesarios en su caminar. En él nos disponemos nosotros a encontrar las energías necesarias para enfrentarnos a los retos que la sociedad contemporánea nos presenta. «Cristo es el resplandor de la gloria de Dios e imagen perfecta de su ser» (Hb 1, 3). Con los ojos fijos en él descubrimos que la belleza, la ternura y la gratuidad de Dios se han hecho presentes en nuestra historia y se nos ha dado ya la oportunidad de contemplar en él un anticipo de la gloria futura.
7. Preguntas para el diálogo
Comenta: «La belleza no es sólo la perfecta disposición del rostro o del cuerpo. Cuando se conoce a una persona, la mirada no se detiene en la percepción de su aspecto morfológico corporal, sino que alcanza a la persona en su condición verdadera, única. Entonces la visión del rostro amigo, el sonido de sus palabras, se muestran dotados de la hermosura de la persona con la que se comunica en un amor de amistad» (Antonio Ruiz Retegui. «Pulchrum. Reflexiones sobre la belleza desde la antropología cristiana»).
Los psicólogos de todas las escuelas están de acuerdo en la importancia del sentirse amado y acogido en la primera infancia. Las experiencias de ternura o desafecto van modelando nuestro carácter. Los niños que crecen en un ambiente afectuoso y que se sienten valorados suelen tener una buena autoestima, un rendimiento escolar satisfactorio y maduran más rápido. Un número enorme de personas agredidas sexualmente en la infancia son violentas, tienen dificultades en los estudios y las relaciones y, en la edad adulta, hacen violencia sexual a menores.
¿Puedes compartir algún recuerdo de tu infancia o juventud que despierte en ti ternura y satisfacción?, ¿y alguna experiencia negativa?
«En esto consiste el amor: en que Dios nos amó primero» (1Jn 4, 10). El primer paso en la vida espiritual es caer en la cuenta del amor de Dios que me precede y acompaña. Porque él me ama y me perdona, me siento con fuerzas para amar y perdonar. Yo no merezco el amor de Dios, ¿tengo paciencia y com-pasión hacia aquellos que no merecen mi amor? Fuera de los tiempos de oración que prescriben mis constituciones o se acostumbra en mi comunidad, ¿Cuánto tiempo de «gratuidad» regalo a Dios? Fuera de mis tareas y obligaciones, ¿Cuánto tiempo libre regalo a quien me lo pide, sin esperar nada a cambio?
Éstas son sólo algunas pistas para el diálogo. Se puede compartir aquellas ideas que más nos han llamado la atención u otras reflexiones nuevas sobre el tema.
Eduardo Sanz de Miguel en mercaba.org
José Sánchez Sánchez
1. Introducción
Cuando en diciembre de 1991 se sustituyó en el Kremlim la bandera roja de la Unión Soviética por la tricolor de Rusia, se dio por terminada una experiencia política, económica y social de la más honda transcendencia para la Humanidad. El fracaso del socialismo como sistema económico arrastró a toda la organización política hasta terminar con la desaparición del Estado soviético surgido de la Revolución de 1917.
El debilitamiento del poder central favoreció la aparición de fuerzas centrífugas surgidas en las Repúblicas Federadas. Desde mediados de 1990 hasta finales de 1991, el movimiento reformista de la Perestroika de Mihail Gorbachov fue superado por la tendencia rupturista que encarnaba el nuevo líder Boris Yelsin. Asumiendo la soberanía nacional, las Repúblicas fueron desconectándose del centro de poder soviético, dejando sin contenido político a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Cada república se convirtió en un Estado Independiente y, para poner un poco de orden en el gran caos, se creó la Comunidad de Estados Independientes, a la que se adhirieron, desde el primer momento, muchas de las Repúblicas ex-soviéticas.
Estados de la C.E.I. (Comunidad de Estados Independientes) y Países Bálticos.
La desintegración de la URSS acarreó, además, una crisis económica generalizada que ha supuesto la caída de la producción interior, especialmente industrial, con una pérdida brutal del poder adquisitivo de la población; sobre todo, en aquellos nuevos Estados donde a la crisis económica se unió la explosión de conflictos étnicos o guerras declaradas.
Después de un trienio desolador parece que la situación se está estabilizando. El realismo se impone y. aunque con gran dificultad, se abren paso poco a poco la necesidad y los deseos, al menos, de una cooperación económica que pudiera garantizar la supervivencia como Estados de muchas de las Repúblicas que formaron la antigua Unión Soviética. Y, por razones estratégicas, Rusia está impulsando un proceso que tiene como finalidad la recomposición del antiguo espacio soviético, cuya inmensidad (22 mill. de km2) equivale a más de dos veces Europa y más de cuarenta veces España.
2. Crisis de la socialista y reformas de Gorbachov
Tras medio siglo de socialismo, la URSS —como realidad política— empezó a mostrar en los años 70 resultados contradictorios: era una gran potencia militar y política, pero con insignificante peso comercial; la segunda potencia industrial del mundo no era capaz de producir bienes de consumo y alimentos suficientes para las necesidades de la población.
a) La crisis económica
Desde los años 70, la URSS venía arrastrando una crisis económica que se profundizó en la década de los 80. Al no poder ser detenida por las sucesivas reformas que se llevaron a cabo, terminó por minar los cimientos mismos del sistema político. La apertura del comercio exterior empezó en los años 70, impulsada por la necesidad de importar cereales y de acelerar el desarrollo económico (GAUTIER/REYNAUD, 1987). Sin embargo, esta apertura llevaba implícita la liberalización de la economía que, antes o después, tendría que exigir la democratización de la sociedad. Una y otra eran radicalmente contrarias al sistema político vigente en la Unión Soviética.
En la estructura del comercio exterior soviético predominaban las exportaciones de productos energéticos, materias primas y productos semi-elaborados (2/3 del valor total) y las importaciones de equipos industriales y tecnología (50%). Esta composición reflejaba la economía característica de un «país nuevo» que, con abundancia de fuentes de energía y materias primas, estaba necesitando modernizar profundamente su sistema productivo. La decisión de iniciar el proceso de modernización le llevó a un fuerte endeudamiento exterior que, en 1989, ascendía a 60.000 millones de dólares.
A pesar de que las estadísticas estuvieron mostrando éxitos productivos hasta el final de los años 70, ya a principios de los 80 el sistema económico soviético había llegado a una situación insostenible: a la ineficacia de la planificación central y de la empresa pública se unían el enorme peso de los gastos militares, el retraso tecnológico y la deficiente calidad del trabajo con una mano de obra desmotivada. En 1985, la exportación de máquinas y equipos a Occidente sólo representaba el 4% del total de exportado. Los desafíos del mundo moderno, a los que no podía hacer frente el sistema de economía planificada, de planificación hacían inevitable una reforma en profundidad. La misma sociedad, que ya nada tenía que ver con la de los años 50, demandaba igualmente cambios en el régimen político, rechazando el modelo de partido único, a la vez que exigía la apertura de un proceso democratizador.
b) La Perestroika de Gorbachov
Las reformas de Gorbachov, como otras que ya habían sido ensayadas en años anteriores, sólo pretendían dotar de mayor eficacia al sistema económico socialista. Sin embargo, acabaron por afectar a aspectos fundamentales del sistema soviético. Se iniciaron con la apertura informativa (glasnost) y con el reconocimiento de la gravedad del problema. La libertad de expresión abrió el camino a los debates que pusieron al descubierto los fallos del sistema.
No pasó mucho tiempo para que los dogmas económicos, que hasta entonces parecían inquebrantables, terminasen siendo discutidos y rechazados. Se criticaba abiertamente como inoperante el Plan todopoderoso (Gosplan) que trazaba el desarrollo económico de acuerdo a unas prioridades políticas predeterminadas, sin tener en cuenta los aspectos de la rentabilidad. De este modo, se llegó igualmente a proponer la introducción del mecanismo del mercado, entendido como una tecnología de intercambio. Se animaba a la iniciativa privada y se dictaron normas que daban un mayor protagonismo a los tecnócratas frente a los burócratas, con el objetivo de lograr más rigor, agilidad y eficacia en la gestión económica. Se establecieron incentivos salariales para mejorar la productividad y se amenazó con la regulación de plantillas.
Al mismo tiempo, se propuso disminuir los gastos militares, acordando la reducción de armamento y la retirada del Ejército Rojo de los países socialistas de la Europa del Este. Con ello se pretendía canalizar un mayor volumen de inversiones hacia la industria y la agricultura.
Sin embargo, a pesar de todas estas medidas, los problemas económicos no se resolvían. Por el contrario, no cesaban de surgir nuevas dificultades que hacían imposible el control de una situación, cada día más complicada.
El problema fundamental se planteó, cuando se puso de manifiesto que la verdadera reforma económica, es decir, la introducción de los elementos del mercado en el sistema socialista, era imposible sin la renovación del sistema político que estaba en la base de todos los dogmas económicos. A partir de 1987, ya se hablaba abiertamente del agotamiento del modelo económico y socio-político del socialismo. Fue entonces cuando la Perestroika dio un paso decisivo al adoptar un enfoque más globalizador, reconociendo el vínculo directo que las medidas económicas tenían con el sistema político.
La aceptación explícita de la transición desde una economía centralizada y planificada hacia otra de mercado fue aprobada por el Soviet Supremo en noviembre de 1990, conscientes de lo que ello suponía, los reformadores dieron por terminada la experiencia que tanto entusiasmo había despertado en el mundo entero desde la constitución del Estado Soviético tras la revolución de 1917. Sin pretenderlo, la Perestroika puso en marcha el proceso desintegrador del inmenso Imperio soviético. La transformación profunda de la economía planificada suponía la reforma del sistema político; reforma que llevaba inevitablemente a replantear el papel del Partido Comunista (PCUS) y las relaciones territoriales entre la Repúblicas Federadas.
Gorbachov, en tan sólo cuatro años, terminó asumiendo la ingente tarea de reestructurar en profundidad la Unión: sin abandonar los principios del socialismo e intentando no llegar a la nacional, pretendía una renovación espectacular de la de la sociedad y del Estado soviético. Sin embargo, los acontecimientos ocurrieron tan deprisa que las por desatadas terminaron por desbordarle, provocando la quiebra de un régimen que parecía estable, sin haber sido antes creada una nueva estructura que lo sustituyera. De esta forma, inesperadamente y con gran sorpresa para todos, se produjo la caída del modelo socialista y la desintegración precipitada del gran imperio soviético, heredado del anterior imperio de los zares.
3. La brusca desintegración de la Unión Soviética y sus graves consecuencias
Las nuevas medidas económicas y la inseguridad en el futuro que generaban provocaron el caos en el sistema productivo. El Producto Nacional Bruto, que había crecido en los años 80 entre el 4,3%y 2%, pasó en 1990 a ser negativo (-2.5€); la exportación de petróleo cayó de 200 millones de t en 1980 a 150 millones en 1990 y a 90 en 1991.
La Perestroika estaba provocando una perturbación general de la economía, cuyos efectos inmediatos fueron la caída alarmante de la producción y la desorganización de los circuitos comerciales. Al fuerte deterioro de la calidad de vida se unió también el colapso de los servicios públicos.
a) La desintegración del Imperio Soviético
En este ambiente de crispación, en el que aumentaban los opositores a la Perestroika, Gorbachov se decidió a abordar la reforma del sistema político y lo que ello suponía en relación con el PCUS y con las Repúblicas Federadas.
En 1988, la XIX Conferencia del PCUS ya había abierto la puerta a la reforma constitucional y a una nueva ley electoral para la constitución del nuevo Congreso de Diputados. El Partido Comunista, pieza clave del sistema soviético, perdía poder ante los partidarios de la reforma y aceptaba renunciar al privilegio de ser el partido único; con ello renunciaba igualmente al «papel dirigente» que, desde el principio, le había conferido la Constitución de la URSS. En 1990 se modificó el artículo de la Constitución, dando paso al pluripartidismo; y en 1991 el PCUS renunció al marxismo-leninismo, convirtiéndose así en un partido socialdemócrata.
Respecto a la relación entre las Repúblicas, Gorbachov proyectó un Nuevo Tratado de la Unión que, ante la crisis de poder en la que se encontraba la URSS, con la idea de establecer una estructura de poder más clara y menos centralizada. La propuesta suponía una unidad de «Estados soberanos», una confederación, que iba más allá de la simple ampliación de derechos de las Repúblicas y autonomías, pero sin poner en peligro el espacio político y económico común. Sin embargo, con el debilitamiento del poder central y la pérdida de protagonismo del PCUS, se agitaron aún más los nacionalismos y se aceleraron los movimientos independentistas.
Antes de presentar el proyecto del Nuevo Tratado de la Unión, previsto para el 20 de diciembre, Rusia, Ucrania y Bielorrusia acordaron fundar la Unión firmando el 8 de diciembre de 1991 en Minks (Bielorrusia) la de Estados Independientes.
El Nuevo Tratado de la Unión se iba a aprobar el 20 de agosto de 1991, pero, en la víspera, se produjo el golpe de estado promovido por el PCUS. Su fracaso no hizo más que acelerar el proceso desintegrador. El 25 de diciembre de 1991, con la dimisión de Gorbachov como presidente, la URSS dejaba oficialmente de existir: era sustituida por un conjunto de quince países independientes que iniciaban —muchos reiniciaban— su andadura como Estados, teniendo que afrontar numerosos conflictos interétnicos e inmersos en gravísimas crisis económicas.
Más que el problema de los nacionalismos, fue el desmoronamiento del partido comunista el que trajo consigo la desestabilización general del país. Hasta el golpe de agosto, se quería aprovechar su estructura para llevar a cabo ordenadamente las reformas del Estado; después del golpe, no había nada que aprovechar. Sin la omnipresencia del Partido, la sociedad civil pudo recuperar el protagonismo político y, con la libertad de expresión, pudieron salir a la superficie las reivindicaciones nacionalistas hasta entonces reprimidas. En muchos de los nuevos Estados el partido comunista fue declarado ilegal; sin embargo, en algunos de ellos, la nomenclatura se convirtió al nacionalismo y así pudo seguir detentando el poder.
b) La eclosión de los nacionalismos y los conflictos interétnicos
Hasta mediados de los 80 se pensaba que en los territorios de la URSS felizmente estaba resuelta la cuestión de las nacionalidades. En el Estado multinacional soviético todo parecía indicar que se había concluido el proceso de «fusión de los pueblos» —más de100— en el marco de la estructura política federal del Estado socialista. Sin embargo, esta impresión resultó ser más aparente que real.
El Partido Comunista de la Unión Soviética, pilar fundamental en la vertebración estatal, era mayoritariamente ruso. A través de las migraciones y del aprendizaje de la lengua, se había llevado a cabo un proceso de rusificación muy intenso por todos los territorios de la URSS; no obstante, en el fondo, permanecían casi intactos los resentimientos y las rivalidades interétnicas.
Con la crisis económica, el debilitamiento del poder central y la pérdida de influencia del partido comunista se produjo, casi de golpe, el estallido de las tensiones nacionalistas. Primero, fue un motivo de preocupación para los planes de reforma, por su enorme potencial disgregador; después, se convirtió en el principal obstáculo para salvar la supervivencia de la URSS. La desunión provocada por los nacionalismos acentuaron el caos económico y provocaron el hundimiento del Estado soviético que, sin la intervención decidida del ejército, resultó imposible evitar.
Las repúblicas independentistas más agresivas fueron, desde el principio, las tres bálticas y Moldavia —últimas anexionadas por la URSS, tras la Segunda Guerra Mundial—, las caucásicas, de fuerte personalidad étnica y poco y Ucrania, pero con ansias de cumplir una vieja aspiración.
En contra de lo que se podía pensar, las cinco repúblicas de Asia Central no se destacaron por sus deseos de independencia; a pesar de su fuerte carácter islámico, estas repúblicas eran partidarias del Nuevo Tratado de la Unión que proponía Gorbachov, debido a su fuerte dependencia económica de las otras repúblicas, especialmente de Rusia.
Sin embargo, no todos los problemas étnicos quedaban resueltos con la independencia de las repúblicas. Más bien ocurrió lo contrario: todos los nuevos Estados tenían minorías dentro de sus fronteras que, a su vez, también reivindicaban su propia autonomía o independencia política. De esta manera, los conflictos se han multiplicado, provocando inseguridad y acentuando el caos general. Algunos degeneraron en verdaderas guerras y han sumido a los nuevos Estados donde se han desarrollado en una profunda crisis económica y social muy difícil de superar.
Conflictos y minorías rusas en los estados surgidos de la antigua unión soviética (C.E.I. y Países Bálticos)
Por las causas que los han desatado se pueden distinguir tres tipos de conflictos étnicos (URJEWICZ, Ch., 1993):
a) los que tienen su origen en reivindicaciones territoriales; son los más numerosos y están relacionados con el trazado de las fronteras dentro de la Unión Soviética o con deportaciones de pueblos, impuestas por Stalin al terminar la Segunda Guerra Mundial.
Entre ellos, destacan el conflicto del Alto Karabaj, enclave con mayoría armenia en la república de Azerbaiyán; este conflicto ha enfrentado a dos pueblos con viejas rivalidades: los armenios, indoeuropeos y cristianos, con los azeríes, turcófonos y musulmanes; la guerra ha provocado el desplazamiento de unos 500.000 azeríes de Armenia y de casi toda la población armenia (otros 500.000) de Azerbaiyán.
Otros dos han afectado a Georgia: el de Osetia del Sur, república autónoma dentro de Georgia, que desea unificarse con Osetia del Norte, república también autónoma dentro de la Federación Rusa, y el de Abjasia, república autónoma al Noroeste, de ricas tierras agrícolas y mayoría musulmana, que declaró su independencia de Georgia, provocando una guerra que terminó tras la intervención rusa a favor de ésta.
Otro conflicto de carácter territorial fue el que provocó la minoría rusa y ucraniana de Moldavia en la región del Transniéster, donde a su vez son mayoría; éstos declararon independientes los territorios al Este del Dniéster, ante el temor de que Moldavia terminase uniéndose a Rumania por la afinidad de sus poblaciones; el ejército ruso participó activamente a favor de la minoría independentista que logró así su propósito de mantener las estrechas relaciones de Moldavia con Rusia.
Ucrania ha tenido también que hacer frente a las reivindicaciones de Crimea, poblada por el 65% de rusos que pretenden un estatuto de autonomía o su reunificación con Rusia, de la que fue separada en 1954.
Más enconado parece estar el conflicto de Tayikistán, donde ha surgido y actúa una guerrilla integrista apoyada por los afganos; las diferencias políticas, étnicas y religiosas se han mezclado con los problemas económicos, especialmente graves en esta república; el Sur, nacionalista e islamista reivindica la independencia frente al Norte pro-ruso y laico; el alto valor estratégico de esta frontera, especialmente favorable para el tráfico de drogas y la inmigración ilegal, ha hecho que Rusia intervenga en el conflicto y mantenga su ejército en la zona.
b) Otro tipo de conflicto étnico tienen su origen en la grave situación socio-económica, provocada tras la ruptura de la URSS. Son manifestaciones que hasta ahora parecían propias del Tercer Mundo. La desorganización de las estructuras económicas y comerciales han provocado la aparición del paro y situaciones increíbles de pobreza. En este contexto se ha producido una ola de xenofobia, radicalizándose los conflictos inter-étnicos latentes de «autóctono» contra «extranjero»; así han surgido estallidos de violencia, como las matanzas de armenios en Azerbaiyán y las agresiones de uzbecos contra poblaciones caucásicas deportadas por Stalin a la república de Uzbekistán.
c) El tercer tipo corresponde a los conflictos de soberanía que han surgido en el interior de Rusia: Tatarstán y Chechenia se declararon independientes. Mientras que en el primer caso la situación se ha controlado sin intervención armada, mediante un nuevo estatuto de autonomía, en el que se han concedido ciertas reivindicaciones, en Chechenia ha terminado con la intervención brutal del ejército ruso que ha reducido a escombros la capital Grozni; a pesar del alto el fuego firmado, el problema de soberanía no está todavía resuelto.
Como conflictos de soberanía pueden también considerarse la declaración de independencia que proclamaron los ruso-fonos en la república del Transdniéster en Moldavia y la de la república autónoma de Abjasia en Georgia, ambos resueltos con la intervención del ejército ruso.
En esta situación de inestabilidad, un sentimiento de inseguridad se ha apoderado de los rusos que llegaron como inmigrantes y que hoy viven en otras repúblicas soviéticas. En los nuevos Estados ya independientes se han convertido en minorías que, con frecuencia se ven acosadas. Un movimiento de retorno desde todos los rincones de la antigua URSS ha hecho que entre 1990 y 1994 hayan vuelto unos 3 millones de rusos de los 25 millones que en 1989 vivían en otras repúblicas —12 millones en Ucrania, 10 en Asia Central, 1,5 en la Estados Bálticos, 1,3 en Bielorrusia—; y se prevé que entre 1994 y 1996 regresen otros 5 millones más, principalmente procedentes de las repúblicas caucásicas, de Asia Central y de los Estados Bálticos.
No obstante, para Rusia la presencia de rusos en otros Estados es muy importante; si constituyen minorías fuertes y se concentran en determinadas regiones, como ocurre en Ucrania, Kazajstán o Moldavia, Rusia las puede utilizar como arma de presión contra los intentos de un excesivo alejamiento. Para las repúblicas de Asia Central esta minoría rusa es decisiva para su economía, ya que casi todos llegaron para trabajar como técnicos en las empresas industriales; su emigración puede suponer un grave trastorno para su economía.
c) El hundimiento de la producción: 1991-1993, el trienio catastrófico
La llegada a la independencia de las repúblicas soviéticas se hacía en condiciones muy difíciles, puesto que la crisis en el sistema productivo de la URSS ya se había iniciado en años anteriores. En 1991 la anarquía se instaló en el país y la crisis penetró por todas las ramas de la economía, hasta el punto de que los responsables soviéticos fueron incapaces de controlar el proceso de cambio. Este año marca el principio de un trienio catastrófico para todos los nuevos Estados independientes.
Una vez independientes, los nuevos Estados tenían que hacer frente a un contexto muy desfavorable, sin ninguna experiencia en la gestión económica. En 1992 el deterioro de todas las instituciones estatales de las que dependía la marcha de la economía provocó un grave descontrol en los órganos de decisión y coordinación. Las consecuencias en la producción nacional fueron terribles: el descenso del PIB fue de un 20% afectando especialmente a la ganadería, a la industria y a los servicios. Todos los proyectos de reformas de estructuras tuvieron que ser tomados con gran precaución para evitar un colapso económico y una revolución social.
En 1995 se puede hacer un balance de la situación, pero teniendo en cuenta que los datos disponibles no poseen fiabilidad absoluta debido a las dificultades para homogeneizar las estadísticas de los distintos Estados. Hasta 1992 el desaparecido Servicio Estadístico de la URSS no fue sustituido por el Comité Estadístico de la CEI. Sin embargo, como opina Mª. A. Crosnier con una óptica comparativa, pueden servir como indicadores de la evolución y de las diferentes situaciones de los distintos Estados nacidos de la URSS, unos años después de su independencia.
En primer lugar, hay que destacar que todos los nuevos Estados sufren un descenso significativo, tanto en el Producto Interior Bruto como en la producción industrial, precisamente porque este sector es el primero y el que más intensamente acusó la crisis; en segundo lugar, se puede ver que hay importantes diferencias de intensidad de la crisis entre unos Estados y otros. El único que ha registrado aumento es Uzbekistán los que menos han acusado la caída de la producción general coinciden con los de menor descenso de la producción industrial. Se trata de países agrícolas, como Moldavia; de países con una producción principal de fuentes de energía o de materias primas, como Uzbekistán y Turkmenistán, y de Estados que han retrasado la puesta en marcha de la reforma de las estructuras productivas, como Kazajstán o Turkmenistán
Descenso de la renta per (1991-1993).
Los de mayor descenso de la producción son Estados que han sufrido los efectos negativos de los conflictos bélicos, como Georgia, Armenia, Azerbaiyán y Tayikistán, o los que iniciaron muy pronto las reformas radicales de las estructuras, como los Bálticos, Ucrania o Kirguistán. En 1992 Estonia sufrió un descenso de la producción industrial del 40% respecto a 1991 y Lituania del 51 %. Esto reflejaba la desconexión de su sistema industrial respecto al de Rusia y la caída de la producción de las grandes empresas estatales donde estaba empleada la mayoría de la población rusa.
Son varios los factores que explican esta brusca caída de la producción, sin precedentes en países industrializados. Unos venían ya de la crítica situación económica de la URSS: el envejecimiento del aparato productivo exigía continuas reparaciones; cuando faltaban los créditos para realizarlas, el equipo se paralizaba; esto sucedió con frecuencia en el año de la anarquía de 1991, en el que todavía oficialmente funcionaba la URSS. Ocurrió también que el debilitamiento de la autoridad central permitió que muchas empresas del complejo metalúrgico y químico se cerrasen por motivos ecológicos y ante la presión de la opinión pública local; la falta de recursos económicos impedía sustituir los viejos equipos por otros nuevos no contaminantes.
Estados de la C.E.I. decrecimiento económico 1990-1993
Estados de la C.E.I. producción industrial 1990-1993 (1989=100) M/n
Otros factores más decisivos en la brusca caída de la producción industrial surgieron de la nueva situación política en 1992 (CROSNIER, Mª. A., 1993). En primer lugar, la desorganización de las relaciones comerciales agravada por la dislocación de la zona del rublo y la introducción de nuevas monedas. Las relaciones interestatales se deterioraron mucho y se rompió la fluidez de los intercambios de materias primas y productos industriales; Rusia, poseedora del 90% de los hidrocarburos consumidos en la URSS, presionaba ante las otras Repúblicas, cortándoles en ocasiones el suministro de gas o de petróleo, además de imponerles fuertes aumentos de precio (PALAZUELOS, E., 1994). Finalmente, la inexistencia de una red de relaciones comerciales en todas las empresas y la falta de experiencia en este tema crearon graves dificultades en muchas de ellas, cuando desapareció el organismo central encargado de planificar tanto la entrada de materias primas como la salida de los productos manufacturados.
4. La comunidad de estados independientes (CEI) o la construcción de un nuevo sistema de relaciones
El 20 de diciembre de 1991, cinco días antes de la dimisión de Gorbachov, once de las quince Repúblicas soviéticas constituían la Comunidad de Estados Independientes (CEI) que, diez días después, fue ratificada oficialmente en Minks, capital de Bielonusia. Era la nueva estructura que sustituía a la desaparecida URSS para gestionar el espacio exsoviético. Más tarde, en 1993, Georgia se adhirió a esta comunidad que desde entonces consta de doce Estados. Sólo los Países Bálticos han rechazado categóricamente su incorporación a la misma, impulsados por su fuerte vocación europea-occidental.
a) El nacimiento de la CEI
La CEI no nació de la suma de aspiraciones comunes; más bien quería ser una asociación de los nuevos Estados con el fin de «liquidar» lo más civilizadamente posible la herencia soviética. Sin embargo, muy pocos eran partidarios de una ruptura total de los lazos económicos entre las distintas repúblicas ex-soviéticas. Existía un altísimo nivel de interrelación entre unas y otras a causa de la planificación centralizada. Los criterios políticos habían primado casi siempre en las decisiones de industrialización; de esta manera, Bielorusia estaba fabricando camiones, tractores y componentes de automóviles sin producir acero; Estonia producía cinturones de seguridad para los coches rusos, Kirguistán se había especializado en lavadoras que exportaba a toda la URSS, pero importando el acero y determinadas piezas clave, etc.
Sólo Rusia y Ucrania presentaban en el momento de su independencia un alto índice de autosuficiencia: únicamente importaban de las otras repúblicas un 15% y un 17% de lo que consumen. Y, desde luego, la que destacaba claramente entre todas era Rusia que concentra el 89% de la producción de petróleo, el 75% de gas, el 55% de carbón, el 56% de maíz, el 48% de trigo y de carne, etc. Esta es la gran baza de Rusia que, desde el principio, ha tenido la intención de conservar el espacio económico, como instrumento para mantener el control político y militar de todo el antiguo espacio soviético.
De todas formas, hasta 1995, en el seno de la CEI han coexistido dos tendencias: la integradora, impulsada por el eje Rusia-Kazajstán, y la desintegradora, por Ucrania, que nunca ha querido ver a la CEI más que como una fórmula transitoria para llevar a cabo la separación sin traumas.
Tras los primeros entusiasmos independentistas, la realidad ha terminado por imponerse, ya que ningún Estado, excepto Rusia, ninguna república puede mantener una verdadera independencia económica. La caída de la producción, la desorganización del sistema de transportes y el empobrecimiento dramático de la población en todas las Repúblicas soviéticas han hecho que muchos dirigentes sean partidarios de mantener, al menos, la unidad del espacio económico; y Rusia, con todo tipo de estrategias, intenta recomponer un espacio político tutelado económica y militarmente por ella.
Por otra parte, la amenaza de «balcanización» con multitud de posibles conflictos y guerras étnicas insolubles, es un hecho real. La única alternativa posible, a pesar de los recelos frente a la «vocación» imperialista de Rusia, parece ser la de estrechar los lazos de colaboración entre todos los nuevos Estados, fortaleciendo las interrelaciones económicas, comerciales, políticas y culturales y respetando, a la vez, la soberanía de cada uno de ellos.
b) Lento proceso de reintegración
Al principio, la colaboración avanzó poco. A pesar de haber firmado acuerdos bilaterales de libre comercio con otros diez Estados y de colaboración en el campo de la energía y de la industria agroalimentaria con casi todos ellos, Rusia, a finales de 1992, lamentaba el escaso desarrollo del tratamiento conjunto de los problemas y conflictos de todo género en el seno de la CEI.
Los primeros acuerdos importantes fueron el Tratado de Seguridad Colectiva y la Carta de la CEI. El primero fue firmado en marzo de 1992 por Rusia, Bielorrusia, Armenia, Kazajstán, Uzbekistán y Kirguistán; después, en 1993, se unieron Tayikistán, Azerbaiyán y Georgia; y, en 1994, Moldavia y Ucrania. Con este acuerdo se pretende crear una estructura militar similar a la OTAN: las nuevas Repúblicas independientes pueden disponer de un ejército propio y su participación en la defensa común es voluntaria, pero se realiza bajo el papel dominante de Rusia.
La Carta de la CEI constituye el documento fundacional de la nueva organización supra-estatal. En enero de 1993 la firman Rusia y otros seis Estados más, que se adhieren de manera categórica a la CEI, manifestando, sin reparos, su voluntad de reintegración económica y política y apostando por el restablecimiento de unas relaciones parecidas a las existentes en tiempos de la URSS, aunque respetando la soberanía nacional de cada Estado. Bielorrusia prefiere la colaboración con Rusia, al pensar que la vía independentista que pretende seguir Ucrania es más costosa y encierra mayores peligros. Armenia considera vital la ayuda de Moscú, dado su aislamiento total y el bloqueo económico y energético que le impone su vecina y rival Acerbaiyán. Kazajstán es un Estado multiétnico, con el 45% de la población rusa y ucraniana; partidario de la estructura federal defiende la unión estrecha con Rusia que evite la desmembración de su propio territorio. Uzbekistán y Kirguistán tienen una dependencia económica casi total de Rusia y optan por defender la estabilidad basada en las relaciones tradicionales. Tayikistán sufre una guerra civil y piensa que la unión con las otras repúblicas puede alejar la amenaza real de «afganización».
En los meses siguientes también Azerbaiyán, Georgia, Moldavia, Ucrania y Turkmenistán firmaron la Carta institucional de la CEI, aunque estos dos últimos con evidente recelo y sin estar demasiado convencidos.
La Carta fija cinco objetivos básicos a conseguir por la Comunidad de Estados Independientes: la cooperación en los dominios político, económico, ecológico, humanitario, cultural y otros; el respeto de los derechos humanos; la cooperación para el mantenimiento de la paz y de la seguridad internacionales; la promoción de la libertad de asociación y de circulación de ciudadanos de los Estados miembros en el interior de la Comunidad; y la preocupación por la coordinación de la política exterior.
En esta Carta se establecen también los cuatro órganos institucionales que deben garantizar el funcionamiento de la CEI: el Consejo de Jefes de Estado, con poder de decisión en cuestiones fundamentales; el Consejo de Jefes de Gobierno, que coordina la cooperación de los órganos de poder ejecutivo; el Comité Consultivo de Coordinación, órgano ejecutivo y de coordinación permanente de la Comunidad, y la Asamblea Interparlamentaria, órgano consultivo de representación popular.
c) El inicio de las reformas económicas
Mientras tanto, se intenta llevar adelante la transición del sistema socialista de economía planificada al sistema capitalista de economía de mercado. Sin embargo, la complejidad de la situación, agravada con la cuestión de los nacionalismos y los conflictos étnicos, ha impedido que se haya llegado ya a acuerdos formales en materia de política económica y de coordinación de las reformas. La esperanza de formar inmediatamente un mercado común se alejó con la ruptura de la unidad monetaria, al introducir cada Estado su moneda particular, en muchos casos desligada del rublo. Ello ha contribuido a mantener el caos económico en 1992 y 1993, provocando un fuerte descenso del P.N.B. en el conjunto de la CEI que, como ya hemos visto, alcanza porcentajes superiores al 30%. No obstante, en 1994 se han inició los trabajos para establecer el paso gradual a la Unión Aduanera; mientras tanto, se están firmando acuerdos bilaterales, como los de Rusia con Kazajstán, Armenia, Georgia, etc., o el tratado entre Kazajstán, Uzbekistán y Kirguistán que pretende crear un mercado común entre los tres.
Aunque sin coordinación y siguiendo cada Estado su propia dinámica, el proceso de reformas se ha iniciado en todos ellos. Unos han avanzado extraordinariamente, como los Estados Bálticos que hoy tienen ya una economía muy semejante a la de los países occidentales. Otros han avanzado, pero las grandes dificultades les han impedido hacerlo con más rapidez, como ha sucedido en Ucrania, Rusia, Moldavia, Azerbaiyán o Kirguistán. Otros han progresado mucho menos, debido a los conflictos bélicos sufridos, como ha ocurrido en Georgia, Armenia o Tayikistán. Y, finalmente, todavía quedan algunos, como Turkmenistán, Uzbekistán y Kazajstán que apenas han introducido reformas en su estructura productiva y mantienen en 1994 casi intacto el sistema de economía planificada.
En cualquier caso, allí donde se ha iniciado y ha progresado la transición, el proceso de reformas ha puesto el acento en tres aspectos principales:
1. La liberalización de precios; su objetivo ha sido el eliminar la escasez de artículos de consumo, tratando de resucitar el espíritu de iniciativa y de empresa. Su consecuencia inmediata fue el fuerte y brusco encarecimiento del coste de la vida que ha puesto al 90% de la población al borde de la miseria, mientras que una minoría de mafiosos, en muchos casos parte del aparato productivo estatal, amasaba enormes fortunas y practicaba la evasión de capitales.
2. El saneamiento de la economía; ha llevado consigo la reducción de los presupuestos estatales, afectando sobre todo a los gastos militares, a la educación, sanidad y seguridad social.
3. La privatización; el traspaso de la propiedad estatal a manos privadas no ha tenido todavía el alcance que en un principio se esperaba. Ha progresado sobre todo en las pequeñas empresas y en la agricultura; pero la escasez de capitales en la clase media urbana y campesina ha limitado notablemente el proceso de privatización que, sin embargo, ha favorecido a ciertos grupos financieros y a una minoría de altos cargos socialistas. Mientras se mantienen la mayor parte de los koljoses y sovjoses, con un nombre diferente pero con el carácter de cooperativas, para salvaguardar la gran explotación agrícola, muchas grandes empresas industriales y de servicios han pasado a ser sociedades anónimas; en unos casos pertenecen formalmente a colectivos de trabajadores, pero con el control real del Estado; en otros, la participación de capital extranjero ha propiciado la aparición de empresas mixtas.
Así, pues, en los países de la CEI el protagonismo económico del Estado todavía sigue siendo mayoritario, pudiendo definirse esta fase de transición como la de un capitalismo de iniciativa estatal.
5. Conclusión
La brusca desintegración de la URSS ha dado como resultado la aparición de quince nuevos Estados independientes. Sin embargo, sus profundas relaciones económicas, socia- les y territoriales, establecidas a lo largo de setenta años de centralizada, han obligado a doce de ellos a mantenerse unidos, en el seno de la Comunidad de Estados Independientes. Organización político-económica muy peculiar, todavía con pocas estructuras comunes, la CEI avanza lentamente y con grandes dificultades hacia la reintegración económica y política. La colaboración dentro de un espacio común supraestatal aparece como la única manera de evitar el caos generalizado en este inmenso territorio, poblado por más de 100 nacionalidades.
La Comunidad de Estados Independientes se articula, así, sobre un núcleo central fuerte, constituido por los tres Estados que forman un conjunto territorial imponente. Con 18 millones de km2 y 211 mill. de habitantes, generan el 81% del P.N.B. de todo el bloque ex-soviético, ya que en ellos se localizan las grandes regiones industriales, las mejores tierras agrícolas y los mayores yacimientos minerales y de fuentes de energía.
En Asia, el apoyo más fuerte de la CEI es Kazajstán; no sólo porque es una potencia nuclear, sino porque es también muy rico en minerales y fuentes de energía y se manifiesta como un firme partidario de re-establecer la integración más completa entre las antiguas repúblicas de la URSS.
La debilidad de la CEI proviene del flanco meridional, económicamente más pobre y con un alto riesgo de conflictos, ya que la gran complejidad étnica ha creado conflictos muy difíciles de resolver.
La supervivencia de la CEI parece, por el momento, asegurada. Sin embargo, para que este gran conjunto espacial logre su definitiva consolidación es necesario que los Estados miembros, muy dependientes de la poderosa Rusia y a la vez muy recelosos de su fuerza, consigan encontrar una fórmula flexible de integración, capaz de asegurar en el futuro la estabilidad política y la recuperación económica.
José Sánchez Sánchez, en https://dialnet.unirioja.es/
Ana Marta González, Cristina Abecia y Susana López
Este documento es el resultado de unas Jornadas de trabajo realizadas en enero de 2020 por un grupo interdisciplinar e internacional de mujeres de la Prelatura [1].Durante esos días se profundizó en los rasgos identitarios y en la potencialidad apostólica de la realidad de la Administración [2] en el Opus Dei, partiendo de lo que fue viendo y escribiendo san Josemaría, y teniendo en cuenta la experiencia acumulada en estos años.
La metodología aplicada parte de tres elementos: el estudio y la comprensión de una selección de textos del fundador del Opus Dei referidos a la Administración, con el fin de entender su concepción y perspectiva de esta realidad; la reflexión sobre la evolución histórica de la Administración; y la articulación de un diálogo que integre la perspectiva de diferentes disciplinas y perfiles profesionales para lograr una visión lo más completa posible de su naturaleza. El propósito del documento resultante es proporcionar líneas de reflexión que ayuden a profundizar en la identidad y la proyección apostólica de la Administración, aportando claridad sobre sus rasgos esenciales, que la perfilan como «un trabajo profesional, un modo apostólico y medio de santificación» [3].
Percibimos que, con el transcurso de los años, se ha podido entender la Administración, de forma reductiva, como el conjunto de servicios ofrecidos por mujeres de la Obra, en los centros donde viven numerarios y numerarias, para hacer posible el espíritu de familia y la fidelidad a la propia vocación y encender el sentido de misión. Además, se aspira a que esas tareas sean realizadas con excelencia profesional. Ambas consideraciones unidas podrían llevar a comprender la expresión «apostolado de apostolados», con la que el fundador del Opus Dei se refería a la Administración [4], principalmente en un sentido instrumental: como una realidad que favorece la dedicación de las personas de la Obra a otros campos apostólicos. Ahora bien, pensamos que esta aproximación meramente funcional empobrece la realidad de la Administración tal como la comprendía san Josemaría, propiciando modos alternativos de concebir su tarea, eventualmente más funcionales, pero alejados de su sentido original.
En efecto, una consecuencia de que la Administración se entienda solo en clave funcional o instrumental, como proveedora de servicios, por muy apreciados que estos resulten, podría ser que, según la coyuntura social, cultural y económica de los distintos países, surjan modos alternativos de organizar esos servicios, que en algunos casos pueden llegar a alterar la naturaleza propia de la Administración [5].
Esto puede ocurrir, especialmente, allí donde —por distintas razones— no se percibe ya de forma concreta que la Administración facilita a las personas el sentirse en su casa y, en cambio, se hace notar el coste económico que supone.
Este tipo de valoración, sin embargo, por comprensible que sea en un contexto social marcadamente utilitarista, discrepa de la concepción de la Administración como espina dorsal [6], tal como el fundador del Opus Dei la definió. Tal discrepancia no es un asunto menor, pues podría llevar fácilmente a pensar que este apostolado y la formación que lo sostiene, no serían capaces de adaptarse a la contemporaneidad, ni de ir a la vanguardia de los cambios sociales y culturales, como requiere el mismo espíritu de la Obra. En definitiva, parecería que la columna vertebral hubiera perdido algo de su flexibilidad y su fuerza, lastrando el movimiento ágil de la Obra en su conjunto.
Las consideraciones precedentes contrastan, sin embargo, con la convicción de que, por su propio carisma, la Obra y sus apostolados son siempre actuales; así como con el testimonio de vida de muchas numerarias y numerarias auxiliares que no solo entienden con hondura su misión, sino que han calado de manera experiencial la grandeza de la visión que san Josemaría tiene de la Administración, en cuyos escritos aparece siempre como una realidad atractiva, moderna y fecunda. Cabe entonces preguntarse: ¿cuándo y cómo se ha difuminado el brillo de esa realidad vital y dinámica que es y está llamada a ser la Administración?, ¿cómo liberar su potencial intrínseco, para que dinamice la marcha de todos los apostolados de la Obra?
Este estudio tiene el propósito de buscar nuevas perspectivas desde las que profundizar en la dimensión sobrenatural y humana de lo que san Josemaría no dudaba en llamar «apostolado de apostolados».
1. La Administración como «apostolado de apostolados»
En numerosas ocasiones, san Josemaría ha definido la Administración como apostolado de apostolados. Entre los muchos textos posibles, escogemos como ejemplo éste de la Carta nº 36, conocida como Verba Domini, de 1965, sobre la santificación del trabajo de las mujeres del Opus Dei, y en particular de la atención de los centros de la Obra: «Os incumbe la tarea de atender la Administración de todos nuestros Centros, de una y otra Sección: apostolado de apostolados, vuelvo a escribir, con segura conciencia de no exagerar; tarea que es un servicio a toda la Obra y un verdadero trabajo profesional» [7]. Parece pertinente preguntarse a qué se refería exactamente san Josemaría con esta expresión y qué alcance daba a estas palabras.
Para llegar a entender a fondo lo que en realidad es la Administración, ayudaría profundizar en su concepción como apostolado específico; es decir, como savia apostólica, que vivifica a las tres ramas de apostolado de la Obra [8]. ¿Pero por dónde se empieza a entender a fondo la misión propia de la Administración?
a) La raíz evangélica de este apostolado
San Josemaría encontraba en el Evangelio la clave hermenéutica y la fuente que vivifica todo el apostolado de la Obra: «Como siempre os escribí, nuestro espíritu es (…) viejo como el Evangelio y, como el Evangelio, nuevo (...). Vamos pues a recoger con juventud el tesoro del Evangelio para hacerlo llegar a todos los rincones de la tierra» [9]. Y en otro lugar: «Somos vino nuevo y nuestro espíritu es la doctrina del Evangelio, y nuestro modo de hacer es el modo de hacer de los primeros cristianos» [10].
Para aplicar estas palabras a la realidad de la Administración, se puede partir del hecho de que Dios al encarnarse quiso nacer, crecer y ser cuidado en una familia: primero en la de Nazaret, después en la de los apóstoles y ahora en la Iglesia. El Evangelio de Marcos refiere la vocación de los primeros apóstoles: «Jesús llamó a los Apóstoles para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 14). La buena nueva que predicaba Jesús revela algo novedoso: nuestra filiación en el Hijo; esto es, el mensaje de que Dios es nuestro Padre, que está con nosotros y nos cuida como un padre cuida de sus hijos. Estar con el Señor y ser transformados por él, para luego lanzarlos a la misión, forma parte de la vocación de los primeros discípulos. Lo explica de modo sugerente Joseph Ratzinger en su libro Jesús de Nazareth: «En todas las etapas de la actividad de Jesús sobre las que hemos reflexionado hasta ahora, se ha puesto en relieve la estrecha relación entre Jesús y el “nosotros” de la nueva familia que Él reúne a través de su mensaje y su actuación. También ha aparecido claramente que este “nosotros” según su planteamiento de fondo, es concebido como universal: no se basa ya en la estirpe, sino en la comunión con Jesús, que es Él mismo la Torá viva de Dios. Este “nosotros” de la nueva familia no es algo informe. Jesús llama a un núcleo de íntimos particularmente elegidos por Él, que continúan su misión y dan orden y forma a esa familia» [11].
A su vez, el Evangelio habla también de unas mujeres que acompañaban a Jesús y le servían con sus bienes (cfr. Lc 8, 3). Pero no cuidan solo al Señor, sino a Cristo con sus discípulos (cfr. Lc 8, 1-3; Mt 27, 55; Lc 23, 49) y lo siguen hasta la Cruz [12]. Así actúan también las hermanas de Betania (cfr. Lc 10, 38-42) y, en primer término, la santísima Virgen en Nazaret.
Se trataba de una serie de mujeres que gozaban de una especial intimidad con el Maestro (cfr. Lc 10, 39). Junto a santa María, experimentaban el gran privilegio y el gozo de cuidar del mismo Cristo y de sus apóstoles. Y la gratitud de Jesús se manifestaba en atenciones especiales: se dirige a ellas por su nombre (cfr. Lc 10, 41) y se deja tratar por ellas con gran confianza y sencillez; les exige fe recia y las hace participar de su misión. Los evangelistas nos han transmitido el papel relevante que tienen en torno a la Resurrección de Jesús, indicativo de su responsabilidad respecto a la vida de la comunidad cristiana y a la propagación de la fe (cfr. Mt 28, 8 y Lc 24, 9). La presencia de la Madre de Dios entre ellas marca una singular pauta de comportamiento, tanto espiritual como humano (cfr. Jn 19, 25). El papel de esas mujeres se sitúa en un contexto que bíblicamente es muy claro: la comunidad de discípulos que Jesús reúne es su «verdadera familia» [13]. Esta comunidad constituye el germen y el inicio de la Iglesia como familia de Dios en la tierra y misterio de comunión.
Santa María dio a Dios la vida humana, le ayudó a crecer, cuidó de Él como hombre en sus necesidades humanas y espirituales. Jesucristo entregó los hombres a la Virgen como hijos (cfr. Jn 19, 26) y precisamente en ser Madre de Cristo y de los hombres consiste la específica misión de María. Esas santas mujeres compartieron con ella una misión particular: la de cuidar a Cristo y a su círculo de íntimos.
b) El origen de este apostolado en el Opus Dei: perspectiva histórica
El mensaje fundacional que recibió san Josemaría conduce a la transformación del mundo a través del trabajo y con una dimensión familiar, en la Iglesia, que es familia y pueblo de Dios. El trabajo ordena el mundo a Dios cuando está bien hecho y pone las necesidades de las personas en el centro: es decir, cuando quien trabaja pone en el centro la dimensión personal, de servicio, que toda tarea tiene.
Para desarrollar su labor apostólica, san Josemaría quiso contar pronto con una casa para reservar a Cristo en la Eucaristía, un hogar desde el que se irradiara un ambiente de familia cristiana. Esto requería también atender a los aspectos materiales. Por este motivo, en la primera residencia empleó a personas que realizaran los servicios de limpieza, cocina, etc. Sin embargo, a pesar de que los servicios estaban cubiertos, no se llegaba a crear un auténtico ambiente de familia, un hogar en el que cada uno se sintiera cuidado y querido y, a la vez, protagonista y responsable [14].
En ese contexto, san Josemaría puso a disposición de sus hijos el hogar de su madre y, meditando sobre esa experiencia, advirtió lo decisivo que resultaba ese modo de cuidar —en un entorno de familia— para la asimilación de la formación y la fidelidad de sus hijos. Con el tiempo, su madre, Dolores Albás, a la que llamaban familiarmente Abuela, y su hermana Carmen —tía Carmen para todos—, se hicieron cargo de la Administración, proporcionando un entorno familiar simpático y atractivo, en el que la personalidad de cada cual se podía desarrollar de forma armónica y sin estridencias.
Quedaba patente de qué modo la aportación femenina, concretada en las personas de su madre y de su hermana, contribuía al desarrollo del apostolado. Ellas, con su propia vida y su hacer profesional, no eran una pura solución funcional a un problema práctico, sino parte integrante del proyecto apostólico y familiar del Opus Dei. A partir de 1942, las mujeres de la Obra tomaron el relevo de este apostolado específico, que no consiste en una serie de tareas —que en sí mismas pueden realizar igualmente los hombres, como había sido el caso anteriormente—, sino en cuidar de sus hermanos o hermanas, desde una profesión donde brilla especialmente el servicio a la persona.
c) La Administración como inspiración para todo trabajo
La misión de la Administración, como apostolado específico, puede comprenderse como una dedicación profesional al cuidado de las personas, capaz de inspirar y potenciar el trabajo de todos los fieles de la Prelatura en sus respectivos ámbitos de la sociedad. La Administración está llamada a mostrar con hechos muy concretos lo que supone trabajar para servir y servir con el trabajo, santificar el trabajo y santificarse con el trabajo: hacer la vida amable, cuidar las cosas pequeñas, convertir la propia tarea en oración, vivir sin buscar brillo humano, dando a Dios toda la gloria. La presencia de la Administración repercute así en la fisonomía y en el temple espiritual de la Obra entera, de todos y cada uno de sus miembros, pues recuerda constantemente y de modo vivo que la dimensión de servicio es propia de toda existencia cristiana. Esa riqueza no es accidental, sino columna vertebral, como la definía san Josemaría: sin ella, la Obra no se sustenta, no es sostenible.
Conviene destacar, que además de esta dimensión subjetiva y centrada en la persona, el apostolado de apostolados se hace desde el trabajo santificado, y por esa razón éste ha de ser un trabajo a la altura del propio tiempo, es decir: un trabajo creativo, innovador y sostenible. Trabajar así contribuye a afianzar el modo cristiano de estar en el mundo que es propio de una persona del Opus Dei. En el caso de la Administración, eso comporta también enriquecer la propia tarea formativa, siendo permeables a los valores positivos que, como parte de la Providencia con la que Dios gobierna el curso de la historia, la sociedad enfatiza más en cada época; en nuestro preciso momento histórico, por ejemplo, es lógico que valores como la cooperación, la igualdad, la justicia, la acogida, la inclusión o la responsabilidad ecológica encuentren eco en la tarea ordinaria de la Administración. Así, con su trabajo, la Administración puede facilitar más o menos la contemporaneidad de aquellos a quienes atiende. Cuando la Administración pone la competencia profesional directamente al servicio de las personas, mostrando de modo práctico cómo el mismo espíritu puede materializarse en distintas circunstancias históricas, se convierte en un factor de humanización de la cultura, de vanguardia, y, por tanto, de inspiración para el trabajo profesional de todos.
Estas dos vertientes, que es posible reconocer en el trabajo de la Administración, refuerzan el sentido de pertenencia y la adhesión de las personas de la Obra.
d) Contribución de la Administración a la sostenibilidad de todo apostolado
Otra cuestión de interés, en ese ser soporte de todas las labores, es considerar que la Administración contribuye a la sostenibilidad de todo apostolado en tres ámbitos: atendiendo al cuidado de la persona concreta en el entorno particular en el que se desenvuelve; atendiendo al cuidado de los centros del Opus Dei —donde es necesaria la sostenibilidad económica—; y estimulando, desde su peculiar posición formativa, el cuidado de la sociedad por parte de todos.
Respecto a la persona, la Administración contribuye a la salud corporal y espiritual de los fieles de la Obra haciendo que la casa en la que habitan constituya un auténtico hogar familiar; al que cada fiel contribuye también de forma decisiva, apoyando personalmente y contando con el apoyo de los demás, para que todos sigan llevando a cabo su misión con renovadas energías. Desde esta esfera doméstica, la Administración promueve que el Opus Dei, antes que una organización, sea una comunión de personas.
Por su parte, sostener el centro del Opus Dei supone una buena gestión económica de los instrumentos, que garantiza en el tiempo la labor apostólica. Etimológicamente, «economía» (de οἶκος (oikos), «casa» y νέμειν (némein), «administrar») hace referencia principalmente al cuidado, la administración de la casa, en lo que tiene de más material.
Finalmente, para el desarrollo del Opus Dei en el tiempo, es indispensable garantizar su anclaje en la realidad en todas sus facetas: la material (recursos económicos, suministros, mantenimiento de los inmuebles, etc.), la social (relación con el entorno, legislación laboral, medioambiente) y la cultural: una comprensión correcta del espíritu fundacional exige estar siempre en vivo diálogo con la sociedad circundante, pues de ese diálogo, enraizado en el propio trabajo, es de donde ha de surgir, siempre de forma original, la transformación cristiana de la sociedad. Todas estas facetas se hallan presentes de forma más o menos inmediata en el trabajo de la Administración.
e) Algunos rasgos de la naturaleza y misión de este apostolado
La Administración, tal y como la vio san Josemaría, es un apostolado de las mujeres: esta es una cuestión fundacional [15], cuyo sentido último solo podemos conjeturar. De alguna forma, san Josemaría entrevió que en la Obra la Administración reproduce la misión de cuidar a los apóstoles que pusieron en práctica la Virgen y las santas mujeres: cuidar de los demás fieles de la Obra para fortalecer su comunión con Cristo y contribuir así al dinamismo apostólico de una Iglesia «en salida» [16]. Lo ilustra, por ejemplo, este texto: «Aquellas santas y valientes mujeres —de las que nos habla el Evangelio— querían al Señor, compraron bálsamos, emerunt aromata (Mc 16, 1), para embalsamar su Cuerpo. Vuela otra vez mi imaginación hasta Betania, a aquella casa de Marta y María y de Lázaro, donde acudía Jesús, cansado, y se dejaba cuidar: ¡cómo lo entiendo! Era perfecto Dios, pero también perfecto hombre; necesitaba reponer fuerzas, encontrar la paz y el cariño de un hogar (…). Eso hacéis también vosotras, cuando, por amor a Jesucristo, lográis en el ambiente de nuestras casas la fragancia de un hogar alegre y luminoso: en verdad os digo que cuantas veces os comportáis así con vuestras hermanas y con vuestros hermanos menores, a mí mismo –dice el Señor– habéis hecho ese servicio» [17].
La Administración tiene la responsabilidad también del cuidado de Jesús Sacramentado, porque la Eucaristía es el corazón de la Iglesia y la fuente de la que mana su vida y misión [18]. Si la Obra es en la Iglesia [19], la Eucaristía tiene necesariamente en su vida y misión un lugar central. Partiendo de la fuerza que confiere ese amor, la Administración asume un papel crucial en el cuidado de las personas, proporcionando el entorno en el que puedan prosperar la formación y el apostolado. Es más, al cuidar al Señor, oculto sacramentalmente en el Sagrario de cada centro del Opus Dei, se da mayor relieve a su Presencia: se hace «visible al Dios invisible» y esta es la acción más apostólica que existe. Son numerosas las ocasiones en que san Josemaría se refiere a la Administración como «luz encendida delante del Sagrario» [20].
A la Administración se le encomienda también velar por la unidad, de vocación, de espíritu y de misión [21]. Y esto, al menos, de dos modos principales: por un lado, materializando un espíritu de familia que permite aunar a personas procedentes de entornos muy distintos y cuyas experiencias familiares previas son diversas; por otro, custodiando la separación, rasgo fundacional de los apostolados del Opus Dei [22].
La Administración salvaguarda el espíritu de familia cristiana que Dios quiso para el Opus Dei, facilitando que todos los fieles —numerarios, agregados, supernumerarios— lo difundan después en los ambientes profesionales y sociales en los que desarrollan su vida familiar y profesional [23]. Si el hogar es «el lugar al que se vuelve» [24], la Administración crea un hogar, donde los miembros de la Obra se rehacen espiritualmente para volver a sus responsabilidades y tareas ordinarias con nuevas fuerzas.
Como se ha visto, la Administración contribuye a la sostenibilidad de todo apostolado en esa triple dimensión: personal, de los centros y de la sociedad.
Concluimos que la comprensión integral, no meramente funcional o instrumental, de la expresión apostolado de apostolados es clave para apreciar la naturaleza propia de la Administración y entender por qué, en esa visión fundacional, corresponde a las mujeres de la Obra llevar a cabo esta tarea. Como toda labor apostólica, algunas numerarias asumen su dirección e impulso [25]. Más adelante profundizaremos en esta última cuestión, que encuentra aquí su razón de ser.
2. La importancia central del trabajo y desarrollo profesional
Como se aprecia por lo considerado hasta aquí, reflexionar sobre la naturaleza del trabajo de la Administración se perfila como una cuestión crucial para articular debidamente la dimensión humana de la vocación divina de las numerarias y las numerarias auxiliares, y situarla en el horizonte que señaló san Josemaría: como apostolado de apostolados, como columna vertebral de la Obra. De hecho, parte de la dificultad que hay, en algunos lugares, para apreciar la Administración desde esta perspectiva reside en que se arrastran inercias (estructuras, organización, tareas, etc.) que quizá empequeñecen, en lugar de hacer brillar, su auténtica naturaleza, y limitan el desarrollo humano y profesional de quienes desempeñan ese trabajo.
Algunas de esas dificultades derivan de la legislación vigente en algunos países, que solo conoce la figura de «empleada del hogar» para referirse al trabajo que realizan quienes se dedican a la Administración —tanto numerarias como numerarias auxiliares—, una figura genérica que no se corresponde con la percepción que ellas mismas tienen de la proyección humana y profesional de su tarea. Una consecuencia de este desajuste entre legislación y vivencia personal es la dificultad que experimentan estas personas para explicar su proyecto vital y profesional de forma comprensible para sus contemporáneos: el escaso reconocimiento social y legal de estas tareas representa un obstáculo para irradiar con más eficacia el valor y la belleza que tiene intrínsecamente el cuidado de las personas. Superar este obstáculo requiere reflexionar sobre la naturaleza misma del trabajo profesional.
a) Una labor profesional, con todas sus consecuencias
Resulta importante partir de una visión realista, tanto del trabajo en sí como del mundo contemporáneo del trabajo. Hablar de trabajo profesional supone, además, —por estar implícito en la palabra «profesión»— una dedicación que afecta y da forma a la vida entera; en esto se diferencia la profesión de un encargo, que es recibido y asumido por un tiempo, aunque sea también realizado con «mentalidad profesional».
Actualmente el panorama del trabajo es muy heterogéneo y cambiante: existen pocos itinerarios profesionales prefijados más allá de las profesiones reguladas por su particular cometido social (sanitarias, educativas, asistenciales, etc.). Hoy, las personas entran y salen del mercado laboral con mucha facilidad —o dificultad—, y a menudo el trabajo se organiza en forma de «cartera de proyectos»; las organizaciones de trabajo piramidal altamente jerárquico, muy lentas para gestionar el cambio por su rigidez estructural, ceden el paso a organizaciones más pequeñas y flexibles.
En este contexto laboral, volátil y cambiante, se aprecian ante todo la innovación y la creatividad para generar soluciones rápidas y acertadas a diversas necesidades sociales. Por esta razón, reviste especial importancia que cada persona que se introduce en el mundo del trabajo tenga visión para captar necesidades y oportunidades, y sepa dar razón de la posición que libremente ocupa en el mundo [26].
En el caso de las numerarias y numerarias auxiliares que trabajan en la Administración, esta reflexión personal, particularmente necesaria, no puede darse por supuesta. El hecho de que tengan esa vocación al Opus Dei no produce por sí solo, como algo obvio, una profunda comprensión de su trabajo, que manifieste su condición secular. En efecto, san Josemaría dejó escrito que, al venir a la Obra, uno continúa realizando el trabajo que hubiera realizado sin estar en la Obra, y sigue siendo así para las supernumerarias, agregadas y algunas numerarias y numerarias auxiliares. Sin embargo, esta expresión de san Josemaría necesita ser contextualizada al aplicarla al ámbito que abordamos, ya que hay una mayoría creciente de mujeres en todo el mundo para las que el descubrir el camino de numerarias auxiliares, es decir, la vocación a cuidar de la Obra, supone modificar su inicial proyecto profesional. En eso tampoco se distinguen de cualquiera que, a veces, por las circunstancias de la vida, cambia de profesión. El descubrimiento de su vocación les lleva a configurar una dedicación profesional específica, personal, que no necesariamente coincide con el trabajo que hubieran realizado de no haber conocido la Obra. Esa llamada a santificar su trabajo les impulsa a un desarrollo personal y profesional real. Ahí se advierte de manera especial que el trabajo es el quicio de nuestra búsqueda de la santidad y nuestro lugar en el mundo [27].
Desde su misión específica de cuidar de la Obra como de su propia familia, las personas del Opus Dei dedicadas a la Administración, como cualquier persona hoy, forjan su desarrollo profesional desde su iniciativa y creatividad personales. Por eso, una visión estandarizada, reducida y limitante de lo que está llamado a ser el trabajo de la Administración perjudicaría seriamente el desarrollo personal y vocacional de las numerarias y numerarias auxiliares implicadas en ella. Y, dada la centralidad de esta labor en el Opus Dei, redundaría negativamente en la labor apostólica de toda la Obra. Salvaguardar y potenciar una visión honda y rica, adecuada, de la Administración en su dimensión profesional es un punto clave, tanto en la formación que se imparte a todas las personas de la Obra —hombres y mujeres—, como en las oportunas decisiones que corresponden al gobierno de la Prelatura.
Superar una visión estandarizada del trabajo de la Administración, manteniendo a la vez fielmente lo que le es esencial según el espíritu de la Obra, abre un amplio abanico de itinerarios profesionales específicos. En definitiva, caben tantos perfiles en el trabajo de la Administración como facetas admite la diversidad de las necesidades de las personas, los tipos de centros y los propios talentos.
b) Una labor que requiere unos talentos específicos
En términos generales, el objeto del trabajo de la Administración consiste en «hacer tangible una realidad intangible»: la del cuidado y la centralidad de la persona en la familia. Como se puede apreciar, una misión tan importante requiere, más aún que otros trabajos profesionales, unos talentos personales y una capacitación específica, que permitan:
—asimilar y materializar ese espíritu, que es un espíritu de familia;
—captar la profundidad y el impacto que el propio trabajo tiene en las personas a las que se dirige y en la sociedad en general;
—facilitar el desarrollo y la proyección de la personalidad humana de los hombres y mujeres de la Obra directamente beneficiados por este trabajo, así como a todos aquellos que entran en contacto con sus apostolados; y
—capacitarse en las destrezas y habilidades necesarias para materializar el cuidado de las personas, el mantenimiento de los inmuebles, la gestión de los recursos, etc.
Por todo lo anterior, quienes trabajan en la Administración son conscientes de que necesitan plantearse, con ambición y amplitud de miras, la propia formación y el diálogo con otros profesionales con los que compartir conocimiento y experiencia. En este trabajo, como en cualquier otro, la ambición profesional no está reñida con la expresión tan utilizada por san Josemaría, «ocultarse y desaparecer, que solo Jesús se luzca» [28]: el reconocimiento profesional no pone en peligro la virtud cristiana de la humildad [29].
c) Dimensión pedagógica (o ejemplar) del trabajo de la Administración
Finalmente, la tarea profesional de la Administración tiene una dimensión educativa, pues, al materializar un espíritu, lo comunica del modo más eficaz: por la vía de los hechos concretos y constantes. Ni el espíritu ni los valores que se comunican mediante el trabajo de la Administración se agotan en las virtudes de la puntualidad, el orden, la templanza o el cuidado de los detalles. La sensibilidad hacia las necesidades de los hombres y las mujeres contemporáneos hace que la Administración incorpore —dé cuerpo— y promueva a su vez valores positivos que se encuentran en la sociedad del momento, como son hoy, por ejemplo, la sostenibilidad, la igualdad, la responsabilidad ecológica, la austeridad, etc. En la medida en que todo valor auténticamente humano es también cristiano, es lógico que, en los centros del Opus Dei, el cuidado de las personas y de la casa, liderado por la Administración, incluya y facilite esa clase de contemporaneidad.
Desde esta perspectiva, el potencial transformador del entorno contenido en el trabajo de la Administración es enorme. Desde cierto punto de vista, podríamos decir que, por la proyección de su trabajo, la Administración introduce el talento femenino en la vida social, más allá de las paredes de los centros del Opus Dei. En efecto: más allá de cualesquiera estereotipos culturalmente variables, el modo de actuar históricamente consolidado como «femenino» resulta hoy especialmente reconocible en un estilo de trabajo que promueve la colaboración sobre la competitividad, el cuidado sobre la eficacia, la atención a las personas sobre la gestión de las cosas, la concreción sobre las especulaciones, la tenacidad sobre el brillo... La célebre enumeración de «cualidades femeninas» que lleva a cabo san Josemaría en Conversaciones, n. 87, ilumina esa clave, sin que tal cosa impida, como es obvio, que estas cualidades estén presentes entre los hombres, o las opuestas entre las mujeres.
3. Numerarias auxiliares y numerarias en la Administración
Tras haber profundizado en el sentido de la expresión apostolado de apostolados y haber explicado la importancia del trabajo profesional, nos centramos ahora en la identidad y misión de las numerarias auxiliares y de las numerarias que se dedican a la Administración.
Es un hecho que allí donde hay un aprecio mutuo, un trabajo compartido y una comprensión profunda y sencilla de la especificidad de lo que a cada una le es propio, la vida compartida de numerarias y numerarias auxiliares se desarrolla armónicamente [30]. En cambio, cuando esto no es así se dan situaciones que dificultan la relación. Estas dificultades proceden a veces de una visión jerárquica, rígida y formalista del trabajo de la administración; otras, por el contrario, de una visión superficial que menosprecia la profundidad humana y sobrenatural de ese mismo trabajo, que constituye el valor y la fuerza de la misma Administración.
Parece conveniente adentrarse en esta cuestión, para discernir mejor en qué se asemeja y en qué difiere la misión de numerarias auxiliares y numerarias que trabajan en la Administración, y qué manifestaciones específicas tiene esa diferencia.
a) Identidad de las numerarias auxiliares
Cuando una numeraria auxiliar descubre su vocación, entiende que Dios la llama a santificar su vida ordinaria y, simultáneamente, que está llamada a cuidar de las personas de la Obra y a hacer de cada centro un hogar de familia: en palabras del actual Prelado, «con vuestro trabajo cuidáis y servís la vida en la Obra, poniendo la persona singular como foco y prioridad de vuestra labor» [31]. Ciertamente esta misión corresponde a todos los fieles de la Obra, pero, en el caso de las numerarias auxiliares, configura, determina y concreta su dedicación profesional, al tiempo que sirve de estímulo e inspiración para todos.
Así lo expresa la actual secretaria central en una entrevista: «En el caso del Opus Dei, tanto hombres como mujeres estamos llamados a cuidar las casas de la Obra. A todos compete la limpieza, el orden, y las distintas tareas necesarias para asegurar que ese espacio se reconozca como un hogar. Pero Dios ha querido comprometerse a que nunca falte quien con entrega de madre y con competencia profesional excelente, promueva y custodie el ambiente de familia, haciendo que nadie sume como un número anónimo, sino como alguien querido, conocido en sus gustos y atendido en sus necesidades. Esta es la misión específica que Dios dejó en manos de mujeres que escogen esta como su profesión» [32].
En Statuta se afirma que «las Numerarias Auxiliares, con la misma disponibilidad que las demás Numerarias, dedican su vida principalmente a los trabajos manuales o tareas domésticas, que voluntariamente asumen como su propio trabajo profesional, en las sedes de los Centros de la Obra» [33]. A pesar de que todo en el espíritu de la Obra habla a favor de la igual dignidad de todos los trabajos, ciertos prejuicios culturales respecto a los trabajos manuales hacen que la misma expresión sea considerada por algunas personas como una manifestación de clasismo. Naturalmente, no era esa la visión de san Josemaría que, tanto en las indicaciones prácticas como en sus enseñanzas, se expresó siempre enérgicamente en sentido contrario [34].
Asimismo, puede ser oportuna una explicación que refleje la proyección profesional que el fundador quería para el trabajo de la Administración, y en concreto para las numerarias auxiliares, y que encuentra expresión en muchos textos suyos. Sirva como ejemplo el horizonte profesional que san Josemaría presenta en la Carta n. 36, al hablar del trabajo de la Administración. Entre otros aspectos, señala: responsabilidad económica, control de gastos, ajuste de presupuestos, perfección de laboratorio, cariño de madre, dominio de la dietética, aprendizaje continuo, huir de lo casero y de la monotonía, atención de los enfermos, cualificación, especialización, dedicación de tiempo a la formación...
El actual prelado, en el n. 14 de la Carta pastoral del 28 de octubre de 2020, refleja también la amplitud de ese trabajo: «Como sabéis, no se trata solo de realizar una serie de tareas materiales, que en diversas medidas podemos y debemos hacer entre todos, sino de preverlas, organizarlas y coordinarlas de tal manera que el resultado sea precisamente ese hogar donde todos se sientan en casa, acogidos, afirmados, cuidados y, a la vez, responsables. Esto, que por lo demás tiene gran importancia para toda persona humana, repercute en la fisonomía y en el temple espiritual de la Obra entera, de todos y cada uno de sus miembros».
Como la vocación de las numerarias auxiliares se orienta desde su origen al cuidado de su familia a través del trabajo en la Administración, la preparación profesional que tienen o adquieren se orienta a realizar mejor esa precisa misión. Su trabajo, como todo trabajo, es lugar de encuentro con Dios, de desarrollo personal, de encuentro con los demás y de contribución al bien común.
Para calibrar el alcance de la misión de esta específica vocación, recordemos también otras palabras del Prelado en su carta del 28 de octubre de 2020 donde, al hablar de la misión de sus hijas numerarias auxiliares —que califica de «entusiasmante»—, señala que ésta ha de «transformar este mundo, hoy tan lleno de individualismo e indiferencia, en un auténtico hogar. Vuestra tarea, realizada con amor, puede llegar a todos los ambientes. Estáis construyendo un mundo más humano y más divino, porque lo dignificáis con vuestro trabajo convertido en oración, con vuestro cariño y con la profesionalidad que ponéis en el cuidado de las personas en su integridad».
Si una numeraria auxiliar tenía otra profesión antes de descubrir su vocación a la Obra, lógicamente conserva la mentalidad de la primera, que enriquece el modo de realizar su trabajo en la administración y los diferentes aspectos de su vida; al mismo tiempo, como cualquier persona que cambia de profesión, procura capacitarse y mejorar el modo de ejercer su nueva ocupación. De cualquier forma, en la medida en que la atención a la familia y al apostolado se lo permite, se mantiene al día de su ocupación originaria y cultiva otras habilidades y aficiones. Esto, como es natural, también se aplica a las numerarias que trabajan en la Administración.
Como señala el prelado en la carta del 28 de octubre de 2020,«es una estupenda realidad que las numerarias auxiliares procedéis de todos los ambientes. De hecho, a veces algunas se plantean la duda acerca de si Dios les pide ser numeraria o numeraria auxiliar» [35]. San Josemaría anticipó lo que sucedió años después de su muerte: pedirían la admisión en el Opus Dei numerarias auxiliares con estudios superiores y una cultura y preparación semejante a la de las numerarias [36]. Esto ya es en muchos países una realidad desde hace años [37].
Efectivamente, cada vez es más frecuente que las numerarias auxiliares tengan una sólida preparación profesional que las hace capaces de asumir tareas que durante años han desempeñado las numerarias. Esto puede llevar a preguntarse si en ese caso seguirían haciendo falta numerarias en la Administración. Para responder a esta cuestión, en el marco del espíritu fundacional, conviene profundizar en la misión e identidad de las numerarias.
b) La misión de la numeraria en la Administración
Las numerarias están llamadas a una especial misión de servicio. Se trata de un punto claro en la mente del fundador del Opus Dei, que se recoge en Statuta n. 8 §1: Los numerarios «se ocupan de las iniciativas de apostolado peculiares de la Prelatura, con todas sus fuerzas y con la máxima disponibilidad personal para trabajar (…) y atender esas iniciativas de apostolado y para dedicarse a la formación de los demás fieles de la Prelatura». En una carta de 1957, abundaba en esta cuestión: «En el corazón de la Obra, los Numerarios –llamados a una especial misión de servicio– saben ponerse a los pies de todos sus hermanos, para hacerles amable el camino de santidad; para atenderles en todas sus necesidades del alma y del cuerpo; para ayudarles en sus dificultades, y hacer posible, con su entregado sacrificio, el apostolado fecundo de todos, teniendo presente aquellas palabras del Señor: el mayor entre vosotros será como el menor, y el que manda como el que sirve. Porque ¿quién es mayor, el que está sentado a la mesa o el que sirve? Pues bien, yo soy en medio de vosotros el servidor (Lc 22)» [38].
Este marco puede ayudar a entender el contexto y el sentido de la expresión de san Josemaría sobre el papel de las numerarias en la Administración, cuando dice que han de ser auxiliares de las Auxiliares [39]. Eso comprende facilitar la formación y el acompañamiento espiritual necesario para que puedan llevar a cabo su misión. Por otro lado, la libre disponibilidad de las numerarias para dedicarse profesionalmente a la Administración realza la dignidad de este trabajo y elimina cualquier apariencia de clases en el Opus Dei.
Como para todo trabajo, se requiere un desarrollo profesional específico al que hay que dedicar tiempo y preparación. Además, en el caso de las personas que tengan la responsabilidad de dirigir, es condición obligada que desarrollen competencias profesionales específicas que las capaciten para tener visión de conjunto en la dirección del trabajo, hacer equipo, potenciar la formación y proyección profesional de quienes trabajan en la Administración, etc. De hecho, puede decirse que este es uno de los aspectos de su misión de «auxiliares de las Auxiliares» [40].
Con eso tienen que ver también directamente las palabras de san Josemaría «no las dejéis solas» [41]. En este punto, es especialmente importante no hacer una interpretación paternalista de esa expresión; en la mente de san Josemaría «no dejarlas solas» no significa suplir a una persona en sus decisiones, o evitar que asuma responsabilidades. Todo eso equivaldría a empequeñecer a las personas, cuando la formación —toda formación— va orientada precisamente a fomentar el crecimiento. Para apreciar el sentido de esas palabras es preciso tener presente la cita completa: san Josemaría incide en la necesidad –que califica de deber de justicia– de que las numerarias trabajen juntamente con las auxiliares, tanto en las tareas manuales como orientando la ejecución misma del trabajo [42]. Esto es, se entiende en el sentido de «no las dejéis solas en la misión del cuidado, que se traduce especialmente en el trabajo».
Por otro lado, san Josemaría señala que se dedican profesionalmente a la Administración aquellas numerarias «que tengan inclinación, las que tengan esa vocación profesional, y deseen santificar esa labor y, con ella, santificarse y ayudar a los demás a hacerse santos» [43]. De esto se sigue que no toda numeraria está necesariamente capacitada para ser administradora. Esto se complementa con otras palabras suyas, con las que se subraya también el valor formativo de la Administración para todas las numerarias, aunque no se dediquen profesionalmente a ese trabajo: «Conviene que, por estas ocupaciones, vayan pasando todas mis hijas numerarias. Después se dedicarán específicamente a esta actividad las que tengan cualidades especiales, pero aprenderán, siempre todas, porque todas necesitáis esa formación» [44].
Parece, pues, importante destacar que las numerarias –en cuanto formadoras, especialmente si se encargan más directamente de la formación de las numerarias auxiliares–, deben tener una comprensión profunda de la vocación específica como numeraria auxiliar y de la dimensión formativa de la Administración. Sólo así podrán alentar y potenciar su identidad y su misión.
De todo lo dicho, en relación con el trabajo de la Administración se desprende lo siguiente:
1. La Administración, como labor apostólica que es, requiere de la presencia, dirección y liderazgo formativo de las numerarias. Estas numerarias deberían tener condiciones de formación y dirección y, además, competencia profesional en el trabajo de la Administración.
2. Esto es compatible con la presencia en la Administración de otras numerarias que pueden no asumir responsabilidades de dirección de esos trabajos. Esto último puede deberse a causas muy diversas: bien a que están en el inicio de su formación profesional, que requiere de un tiempo de preparación, bien a que no tienen especiales condiciones para dirigir ese trabajo, bien a que necesitan de un tiempo de descanso de esas responsabilidades, etc.
3. Por tanto, en una administración con varios departamentos, puede darse que un grupo de trabajo del que formen parte numerarias auxiliares, numerarias u otras personas empleadas lo dirija tanto una numeraria como una numeraria auxiliar; de hecho, ya sucede así en algunos casos. En definitiva, la dirección en cada área de trabajo corresponde a quien esté más capacitada para hacerlo.
Después de profundizar y abrir perspectivas, quizá se entienda de una manera más amplia que la misión específica de las numerarias son las tareas de formación y gobierno, y que las numerarias auxiliares colaboran con las numerarias en todos los apostolados de la Obra.
4. Conclusiones
En las páginas anteriores se ha procurado presentar un marco que permita hacer más comprensible en su esencia y actualidad la realidad de la Administración desde la inspiración fundacional. Este desarrollo conceptual lleva a destacar varias cuestiones, que marcan las coordenadas de referencia de esta reflexión:
1. Acercarse con actitud de estudio a la Administración ha puesto de manifiesto que, en ocasiones, dentro de la misma Prelatura existe una comprensión limitada de esta realidad, que hace difícil afrontar las preguntas y los retos actuales. En cualquier caso, es preciso fomentar una comprensión amplia y profunda que permita dar las respuestas adecuadas.
2. La visión de san Josemaría sobre la Administración muestra una realidad querida por Dios y llamada a manifestarse de modo acorde a su tiempo. Para esto, es necesario saber discernir en sus textos lo que se refiere al espíritu, y los ejemplos que responden al contexto histórico. Advertir que «aggiornamento significa sobre todo eso: fidelidad» [45] y que «la sustancia permanece cambiando» [46], resulta clave para afrontar los retos de un mundo en continua evolución, donde Dios nos espera: «Porque lo mismo que permanece la identidad de la persona a lo largo de las diversas etapas del crecimiento: niñez, adolescencia, madurez...; así hay, en nuestro desarrollo, evolución: seríamos, si no, cosa muerta. Permanece inconmovible el meollo, la esencia, el espíritu, pero evolucionan los modos de decir y de hacer, siempre viejos y nuevos, siempre santos. Y es misión vuestra que ningún vagón se estacione en vías muertas» [47].
3. La fuerza de tracción de la Obra no somos nosotros, sino Dios mismo, que nos habla también en y a través del mundo [48].
4. La Administración está llamada a iluminar las realidades de su tiempo desde el espíritu transmitido por san Josemaría. Lo hará en la medida en que se profundice en las implicaciones humanas de algo tan nuclear como la santificación del trabajo.
5. Las personas de la Administración, ni más ni menos que cualquier otra, configuran su posición en la sociedad a través de su trabajo profesional, desarrollado con pasión, capacitación específica y permanente, iniciativa y creatividad.
6. Para cumplir su misión específica con la proyección que vio san Josemaría (ser apostolado de apostolados), la Administración requiere estar en contacto con el mundo mediante el trabajo: no puede convertirse en una realidad autorreferencial y aislada de su contexto. En la medida en que el trabajo nos sitúa en el mundo, lleva consigo un diálogo vivo con las realidades de nuestro tiempo y constituye un factor de contemporaneidad. Una Administración al día (aggiornata, como le gustaba decir a san Josemaría usando el vocablo italiano), permite que las personas de la Obra que residen en los centros estén «al día» (aggiornate).
7. Desde esta perspectiva, el potencial transformador del mundo que contiene el trabajo de la Administración es enorme. En el orden sobrenatural, por el caudal de oración que incorpora; en el orden humano, en cuanto introduce el talento femenino en la vida social, como factor de humanización frente a las lógicas del dominio, la confrontación, la productividad como norma suprema, el individualismo, el éxito a ultranza o el materialismo asfixiante.
8. La adecuada comprensión de la expresión apostolado de apostolados, como eje apostólico para toda la Obra, constituye la clave para entender la identidad de las numerarias auxiliares y la misión de las numerarias en la Administración.
9. La Administración es indispensable en la Obra para su sostenibilidad, entendida como la virtud de mantener el espíritu –especialmente, familia, unidad y separación–, de forma que contribuya a que los miembros de la Obra sean fieles a la llamada y a la misión, y la buena administración material de los recursos sin comprometer el futuro.
10. Ciertos comportamientos (estructuras, estilos de liderazgo, etc.), comprensibles en su momento, pero sostenidos inercialmente en el tiempo más allá de lo razonable, han podido ser causa, tiempo después, de una débil comprensión de la propia identidad de la Administración. Las inercias solo se sacuden volviendo al espíritu fundacional. Desde ahí es responsabilidad de cada generación de miembros de la Obra dar forma, con las palabras y con los hechos, a un estilo de trabajo y a una narrativa que haga justicia a la realidad de la Administración tal y como la vio san Josemaría.
5. Propuesta de definición de Administración
Las reflexiones precedentes permiten volver al punto de partida: elaborar una definición de la Administración, en términos contemporáneos, que refleje su identidad tal como san Josemaría la vio, ilumine los desafíos que se presentan, apunte vías de solución a los problemas actuales y libere el potencial formativo y apostólico que contiene. Proponemos como posible definición la siguiente:
La Administración es un apostolado del Opus Dei, liderado por mujeres de forma profesional y económicamente sostenible, necesario para comunicar, a los fieles de la Obra y a quienes entran en contacto con sus apostolados, un espíritu de familia y de santificación de las realidades ordinarias profundamente entrañados en el Evangelio, que hace que los centros de la Obra sean verdaderos hogares y dinamiza la entera labor que sus fieles realizan en medio del mundo.
Se trata de una expresión sintética que para su correcta comprensión precisa del marco conceptual que hemos presentado.
En definitiva, cuando la Administración refleja su naturaleza y misión, y están armonizados estos diferentes aspectos, se manifiesta en el desarrollo apostólico de la Prelatura.
Ana Marta González, Cristina Abecia y Susana López, en romana.org
Notas:
[1] El resultado del documento incorpora aportaciones de diferentes perspectivas disciplinares: Historia, Filosofía, Sociología, Teología y Comunicación; así como de profesionales de la Administración y del gobierno de la Prelatura.
[2] Como en todo hogar, las personas que viven en los centros de la Obra precisan de un cuidado que contribuya a crear un ambiente de familia, propio de la tarea formativa y apostólica que realiza la Prelatura. Con el término Administración, en sentido general y con mayúscula, se hace referencia a esta labor y a las personas que la realizan. Para referirse a las realizaciones particulares, a las administraciones concretas, se usa la minúscula. Para una breve descripción del nacimiento y la evolución de esta realidad, cfr. “Administración de la Residencia de la Moncloa”, en Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2013.
[3] Inmaculada Alva – Mercedes Montero, El hecho inesperado, Rialp, Madrid, 2021, p. 47.
[4] Cfr. San Josemaría, Carta nº 36, conocida como Verba Domini, de 29 de julio de 1965.
[5] Desde una aproximación meramente instrumental a la Administración, sería razonable no solo proponer soluciones alternativas para la gestión ordinaria de los centros, sino también plantear una involucración más directa de residentes, tanto hombres como mujeres, en esas tareas, también como parte de su formación para la vida, llegando incluso a cuestionar la necesidad misma de la Administración; el mismo planteamiento instrumental podría motivar que, a causa de la escasez de numerarias y numerarias auxiliares en algunos lugares, se plantease externalizar por completo esos servicios, dejándolos en manos de terceros, con el fin de que numerarias y numerarias auxiliares se dediquen a otras tareas. O bien, que se viese en el desarrollo de las tecnologías, que aligeran y facilitan la organización y realización de las tareas del cuidado, principalmente una oportunidad para que unas y otras, al igual que muchos padres y madres de familia, puedan compatibilizar su dedicación a la casa con otras tareas profesionales. De modo parecido, ese mismo planteamiento instrumental, explicaría que, ante la buena capacitación profesional de las numerarias auxiliares y, en algunos casos, la falta de numerarias preparadas para dirigir y realizar ese trabajo, llevaría a cuestionar la necesidad o el papel de numerarias administradoras. De todo ello tratamos en la parte final de este artículo.
[6] «Hay que hacer que la labor de la Administración se ame, porque es como la espina dorsal de toda la acción apostólica de la Obra», en San Josemaría, Carta nº 36, de 29 de julio de 1965, n. 11.
[7] San Josemaría, Carta nº 36, 29 de julio de 1965, n. 9.
[8] Nos referimos a las labores de san Miguel, san Gabriel, san Rafael y, también, a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz; pues la Administración afecta a todas ellas y se proyecta también en el apostolado de la opinión pública. Es significativa la mención que se hace en la introducción de la edición crítica del volumen En diálogo con el Señor, cuando se explica el nacimiento de las revistas Crónica y Noticias: «En 1949, san Josemaría había escrito un largo elenco –siete folios a mano– de iniciativas que se proponía impulsar. Estaban en curso y encarriladas las gestiones para conseguir la aprobación definitiva del Opus Dei por parte de la Santa Sede –llegaría a mediados de 1950–, y el fundador pensaba ya en ulteriores trabajos y labores que habría que acometer.
Entre estas, bajo el epígrafe de “Publicaciones”, se leen las siguientes:
—Una revista general interna,
—Una, para cada obra, duplicadas: San Miguel, San Gabriel, San Rafael, con noticias, guiones de círculos de estudio, temas doctrinales y prácticos. Una hoja especial para las administraciones
—Cartas de familia: fascículo trimestral (…).»
El elenco continúa, pero llama la atención el lugar donde sitúa la hoja para las administraciones: junto con las demás ramas apostólicas; no en una sección aparte, o como “noticias de familia”. En San Josemaría, En diálogo con el Señor. Textos de la predicación oral. Obras completas V/1. Edición crítico-histórica preparada por Luis Cano y Francesc Castells, Rialp, Madrid, 2017, p. 31.
[9] San Josemaría, Carta nº 6, 11 de marzo de 1940, n. 31.
[10] San Josemaría, Instrucción, 8-XII-1941, n. 80 (Ref. “Instrucciones (obra inédita)”, pp. 650-655 en Diccionario de San Josemaría).
[11] Joseph Ratzinger - Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, II, La Esfera de los Libros, Madrid, 2007, cap. 6, “Los discípulos”, p. 207.
[12] «En los versículos 8, 1-3 (San Lucas) nos relata que Jesús, que caminaba junto con los Doce predicando, también iba acompañado de algunas mujeres. Menciona tres nombres y añade: “Y muchas otras que lo ayudaban con sus bienes” (Lc 8, 3). La diferencia entre el discipulado de los Doce y el de las mujeres es evidente: el cometido de ambos es completamente diferente. No obstante, Lucas deja claro algo que también consta en muchos modos en los otros Evangelios: que “muchas” mujeres formaban parte de la comunidad restringida de creyentes, y que su acompañar a Jesús en la fe era esencial para pertenecer a esa comunidad, como se demostraría luego claramente al pie de la cruz y en el contexto de la resurrección», en íd., pp. 219-220.
[13] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 764.
[14] Inmaculada Alva – Mercedes Montero, El hecho inesperado, Rialp, Madrid, 2021, pp. 44-47 (“Nacimiento y desarrollo de la Administración de los centros”).
[15] Statuta, n. 8, § 2: «Las Numerarias atienden además la administración familiar o cuidado doméstico de todos los Centros de la Prelatura».
[16] Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, n.24: «La Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan, que fructifican y festejan».
[17] San Josemaría, Carta nº 36, 29 de julio de 1965, n. 16.
[18] San Juan Pablo II, Enc. Ecclesia de Eucharistia, n. 1.
[19] San Juan Pablo II, Bula Ut sit: «Con grandísima esperanza, la Iglesia dirige sus cuidados maternales y su atención al Opus Dei, que por inspiración divina el Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer fundó en Madrid el 2 de octubre de 1928, con el fin de que siempre sea un instrumento apto y eficaz de la misión salvífica que la Iglesia lleva a cabo para la vida del mundo».
[20] San Josemaría, Carta nº 36, 29 de julio de 1965, n. 18.
[21] Cfr., por ejemplo, Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 28 de octubre de 2020, nn. 2-7.
[22] Cfr. Statuta, n. 4, § 3. En ambas Secciones del Opus Dei por igual, es decir la de hombres y la de mujeres, hay la misma unidad de vocación, de espíritu, de fin y de régimen, aunque cada Sección tenga sus propios apostolados.
[23] Es interesante reparar en que en el grupo de las santas mujeres hay un núcleo permanente de madres: la de Jesús, Salomé (madre de Santiago y Juan), María de Cleofás (madre del otro Santiago). Análogamente, Dios muestra y nos ofrece una “maternidad” en la Obra, a través de la Administración, que sirve de estímulo para los centros y para los hogares de todas las personas del Opus Dei
[24] Cfr. Rafael Alvira, El lugar al que se vuelve. Reflexiones sobre la familia, EUNSA, Pamplona, 2014.
[25] Fernando Ocáriz, Carta pastoral 28 de octubre de 2020, n.11.
[26] «Vuestra vocación humana es parte, y parte importante, de vuestra vocación divina. Esta es la razón por la cual os tenéis que santificar, contribuyendo al mismo tiempo a la santificación de los demás, de vuestros iguales, precisamente santificando vuestro trabajo y vuestro ambiente: esa profesión u oficio que llena vuestros días, que da fisonomía peculiar a vuestra personalidad humana, que es vuestra manera de estar en el mundo; ese hogar, esa familia vuestra; y esa nación, en la que habéis nacido y a la que amáis» (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 46).
[27] En efecto, la vocación divina no otorga a una persona por sí sola la posición en el mundo. La vocación nos da una luz, una fuerza para enfocar nuestra situación en la sociedad y desarrollar una dedicación profesional en la que realizar nuestra misión apostólica.
[28] San Josemaría, Carta con motivo de las bodas de oro sacerdotales, 28-I-1975. Esta frase fue utilizada por San Josemaría reiteradamente en su predicación y sus escritos.
[29] Un ejemplo entre muchos es el de Gloria Gandiaga, primera numeraria auxiliar de Bilbao, que ganó en 1970 el Premio Nacional de Cocina. Escribió un libro de cocina prologado por Pedro Subijana (chef galardonado con tres estrellas Michelin), quien reconoció el prestigio profesional y la categoría humana de Gloria.
[30] Al utilizar la expresión «vida compartida», nos referimos indistintamente a las administraciones en las que numerarias y numerarias auxiliares coinciden solamente en el trabajo y a aquellas en que también comparten la vida familiar porque son centros.
[31] Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 28 de octubre de 2020, n. 15
[32] Palabras de Isabel Sánchez, en Álvaro Sánchez León, En la tierra como en el cielo, Rialp, Madrid, 2018, p. 136.
[33] Statuta, n. 9.
[34] Por lo demás, desde hace algunos años, se está dando una revalorización de ciertos trabajos manuales. Véase, por ejemplo, Michael Crawford, The Case for Working with Your Hands, Viking, New York, 2009; Richard Sennet, The craftsman, Yale University Press, New Haven, 2008.
[35] Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 28 de octubre de 2020, n. 16.
[36] El beato Álvaro del Portillo quiso recordar en 1982 algunas ideas del fundador cercanas a la fecha de su fallecimiento: San Josemaría había afirmado (las palabras no son textuales) que «si, por el desarrollo de un país, va siendo corriente que casi todas las chicas obtengan un título profesional o universitario, lógicamente habrá graduadas universitarias y doctoras que serán numerarias auxiliares del Opus Dei: y encontrarán en esta vocación divina la dicha y honra de su vida» (nota (17/82), AGP, Q.1.3, legajo 08, carpeta 53).
[37] José Luis González Gullón - John F. Coverdale, Historia del Opus Dei, Rialp, Madrid, 2021, pp. 560-561.
[38] San Josemaría. Carta nº 27, 29 de septiembre de 1957, n. 8.
[39] «De modo que las otras Numerarias son también de hecho auxiliares de las Auxiliares» (San Josemaría, Carta nº 36, 29 de julio de 1965, n. 25).
[40] «Mi enseñanza constante ha sido que las otras Numerarias tienen que saber servir a las Auxiliares. (…) Así son instrumentos espléndidos: pueden mirarse en el espejo de vuestra conducta y reflejar la luz que vosotras podéis y debéis dar. (…) Como el Señor servía a sus discípulos, debéis también vosotras servir las Numerarias Auxiliares» (San Josemaría, Carta nº 36, 29 de julio de 1965, n. 30).
[41] Ibíd.
[42] «No las dejéis nunca solas: sería contrario a nuestro espíritu. Y esto no es una manifestación de desconfianza, sino una prueba de cariño y un deber de justicia, porque tienen el derecho a percibir constantemente el calor de vuestro trabajo manual; derecho a que las ayudéis, a que las guieis» (ibíd.).
[43] San Josemaría, Carta nº 36, 29 de julio de 1965, n.18.
[44] Ibíd.
[45] Cfr. Conversaciones, n. 1.
[46] Cfr. Fernando Inciarte, Cultura y verdad, EUNSA, Pamplona, 2015, pp. 250-251.
[47] San Josemaría, Carta nº 27, 29 de septiembre de 1957, n. 27.
[48] Cfr. Paula Hermida Romero - Fernando Ocáriz, Cristianos en la sociedad del siglo XXI: conversación con Monseñor Fernando Ocáriz, Prelado del Opus Dei, Ediciones Cristiandad, Madrid, 2020, p. 25: «No podemos olvidar que, sin ignorar los problemas propios de cada época, Dios es el Señor de la Historia; es Él quien nos ha dado este mundo para cuidarlo y dirigirlo a su gloria, nos lo ha dejado en herencia y cuenta con nuestro esfuerzo para hacerlo cada día mejor». San Josemaría lo explica de este modo: «La caridad no es algo abstracto; quiere decir entrega real y total al servicio de Dios y de todos los hombres; de ese Dios, que nos habla en el silencio de la oración y en el rumor del mundo; de esos hombres, cuya existencia se entrecruza con la nuestra» (Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 62). Cfr. también Dar al mundo su modernidad [https://opusdei.org/es/article/dar-al-mundo-su-modernidad/].
Roberto Rusconi
Introducción
Hace doscientos años falleció el jesuita chileno Manuel de Lacunza y Díaz (1731-1801), que después su destierro (1767) y antes de su muerte en Italia, escribió La venida del Mesías en gloria y majestad, publicada unos diez años después (1812) y oficialmente condenada, a causa de su milenarismo literal, por parte de la Iglesia católica. En su obra se encuentra el análisis más sistemático, y más literal, de los capítulos 20 y 21 del Apocalipsis bíblico: esto sucedía en la misma década de la Revolución francesa, que puede ser considerada el nacimiento de una escatología secularizada.
En esta ponencia hay que indicar el marco de los argumentos, porque tenemos que saber exactamente lo que vamos a tratar: sin aventurarnos en una agotadora discusión acerca de los términos que se emplean en este ámbito, es mejor poner en claro desde el inicio que aquí nos ocupamos solo de la escatología apocalíptica de la tradición judaico-cristiana a lo largo de varios siglos, lo que incluye los problemas relacionados con el milenarismo. Por lo contrario, el pensamiento utópico podría ser considerado una forma de "secularización" de las esperas escatológicas, y también algo más y diferente.
En primer lugar, es central en este argumento el papel de la Sagrada Escritura, que entregó a las comunidades cristianas de los primeros siglos el lenguaje, la cronología y las imágenes de la escatología judía y, sobre todo, de la apocalíptica, cuando se incluyó en el canon de los libro sagrados de la Iglesia también el Apocalipsis de san Juan, es decir, una porción muy especial de aquella escatología, que generó al milenarismo cristiano.
En el curso de la historia, escatología apocalíptica y milenarismo (incluido el mesianismo) no interesaron exclusivamente a una iglesia, ni siquiera solo al cristianismo, ya que en estos argumentos se interesaron también, en su historia milenaria, las comunidades judaicas y el Islam: y tal vez se comunicaron los unos a los otros sus inquietudes para mantenernos al interior del marco de las religiones abrahamíticas. Es solo, tenemos que precisar, en relación al mesianismo, que hay una diferencia, y una contradicción, porque el único y verdadero Mesías es el Cristo, que tiene a venir otra vez para los cristianos y que aún no ha llegado para los judíos. Es decir, en la historia judaico-cristiana no se pueden encontrar verdaderos, sino "pretendidos" Mesías, hasta el final del mundo.
A. El período de la ciudad de Dios
La espera de una primera resurrección y de un milenio bajo el reinado de Cristo formó parte importante de la escatología de los tres primeros siglos del cristianismo.
En el texto del Apocalipsis, según la tradición obra de san Juan Evangelista, y que ha sido incluido en el canon de las Sagradas Escrituras de la Iglesia, se encuentran pasajes que dieron los fundamentos del escatologismo apocalíptico cristiano. En primer lugar, la espera de un reino milenario, en el capítulo Veinte:
"Et vidi angelum descendentem de caelo habentem clavem abyssi et catenam magnam in manu sua. Et adprehendit draconem, serpentem antiquum, qui est diabolus et satanas, et ligavit eum per annos mille; et misit eum in abyssum et clausit et signavit super illum, ut non seducet amplius gentes, donec consummentur mille anni; et post hoc oportet illum solvi modico tempore.
Et vidi sedes, et sederunt super eas, et iudicium datum est illis; et animas decollatorum propter testimonium Iesu et propter verbum Dei, et qui non adoraverunt bestiam, neque imaginem eius, non acceperunt caracterem eius in frontibus aut in manibus suis, et vixerunt et regnaverunt cum Christo mille annis. Ceteri mortuorum non vixerunt donec consummentur mille anni. Haec est resurrectio prima" (Apoc. 20, 1-5). Y más allá:
"Et cum consummati fuerint mille anni, solvetur satanas de carcere suo et exibit et seducet gentes, quae sunt super quattuor angulos terrae, Gog et Magog, et congregabit eos in proelium, quorum numero est sicut harena maris (...). " (Apoc. 20, 7). Y al final de todo este capítulo: "Haec est mors secunda. Et qui non inventus est in libro vitae scriptus, missus est in stagnum ignis" (Ap 20, 15).
La cita ha sido muy larga, pero era necesario leerla, para acordarse que era el texto mismo de la Sagrada Escritura el del Apocalípsis para proponer algunas cuestiones cronólogicas sobre los tiempos venideros, es decir los tiempos últimos del fin del mundo (en el idioma griego, "ta eschata", las cosas últimas). Y, a decir verdad, no se puede tampoco olvidar que la literatura "apocalíptica" en los primeros siglos del cristianismo (también en continuidad con la literatura parecida del judaísmo helenístico) ha sido un extenso fenómeno religioso.
Después de la instauración de la paz constantiniana el tiempo del cristianismo se había convertido en el tiempo de la Iglesia, y fue san Agustín a quien le tocó en suerte el identificar con autoridad a la escatología con la historia eclesiástica, en su Ciudad de Dios (XVIII, LIII, p. 652).
"Así que en vano procuramos contar y definir los años que restan de este siglo, oyendo de la boca de la misma verdad que el saber esto no es para nosotros. Con todo, dicen algunos que podrían ser cuatrocientos años, otros quinientos y otros mil, contando desde la ascensión del Señor hasta su última y final venida, y el intentar manifestar en este lugar el modo con que cada uno funda su opinión sería asunto largo y no necesario, porque solo usan conjeturas humanas, sin traer ni alegar cosa cierta de la autoridad de la Escritura canónica. El que dijo: no es para vosotros saber los tiempos que el Padre puso en su potestad, sin duda confundió e hizo para los dedos de los que pretendían sacar esta cuenta".
Si la alusión en la cita se refiere al así llamado "sermón escatológico" de Cristo (Mt 24, 1-25.46), el argumento más importante es el desprestigio de cualquier cálculo de la cronología apocalíptica, es decir milenarista.
Si tenemos a san Agustín como el mayor responsable de un "enfriamiento" de la escatología cristiana y de un "congelamiento" del milenarismo, y eso tiene valor en primer lugar para el cristianismo occidental, romano y latino, no se puede olvidar que también en la iglesia de oriente, griega y bizantina, el milenarismo, y la escatología apocalíptica en general no tuvieron un plazo particular (al menos antes de la conquista turca de Constantinopla, en 1453, cuando se intentó de explicar lo sucedido con referencia a las predicciones del Apocalipsis). Aunque en las iglesias del Oriente cristiano no se aceptó al Apocalipsis como a un libro del canon bíblico, hay una explicación posible, confirmando la descarga de sus culpas en favor de san Agustín. En el Imperio romano-cristiano del Oriente, que llamamos bizantino en la Edad Media, se estableció una "cristiandad realizada", del mismo modo en el Occidente cristiano-bárbaro no tuvo lugar el conjunto de las esperanzas escatológico-apocalípticas, con excepción del mito político, de origen bizantino, del Ultimo Emperador del Mundo, que, en alguna manera, es una figura mesiánica, ya que su reinado sobre el Imperio y sobre la Iglesia va a coincidir con las, épocas finales de la historia del mundo. (Es posible subrayar también, que los fermentos escatológico-apocalípticos que se produjeron en el Oriente europeo, sobre todo en la Rusia de la edad moderna, fueron fuertemente influenciados por libros e ideas que venían del Occidente, en particular del mundo protestante alemán, más que por su herencia espiritual y teológica).
En el pasaje del Apocalipsis que hemos leído antes, las preguntas que emergen del texto no se refieren exclusivamente a la determinación de una cronología apocalíptica, sino aluden a algunos personajes en latín, dramatis figurae (es decir, los intérpretes del drama), protagonistas y actores de los últimos eventos. En este sentido pertenece al milenarismo apocalíptico sobre todo el anticristo, al cual se hacen otras referencias no solo en el Apocalipsis mismo (Ap 13), sino además en las epístolas de san Pablo (2Ts 2, 3-4), y algunas alusiones explícitas en la primera epístola de san Juan:
"Filioli, novissima hora est, et sicut audivimus quia antichristus venit: et nunc antichristi multi facti sunt; unde scimus quia novissima hora venit Quis est mendax, nisi is, qui negat quoniam Iesus est Christus?. Hic est antichristus" (Ts 2, 18.22). Y en en final de la misma epístola escribe él: "Carissimi, nolite omni spiritui credere, sed probate spiritus si ex Deus sint; quoniam multi pseudoprophetae exierunt in mundum. In hoc cognoscitur spiritus Dei: Omnis spiritus qui confitetur Iesum Christum in carne venisse, ex Deo est; et omnis spiritus, qui solvit Iesum, ex Deo non est, et hic est antichristus, de quo audistis, quoniam venit, et nunc iam in mundo est" (2Ts 4, 1-3).
En el siglo X un monje de la Europa del Norte, Adso de Montier-en-Der, escribió una particular leyenda hagiográfica, es decir la "Vida del Antechristo"que tuvo una singular fortuna en los siglos siguientes, y también más allá del final de la edad media si bien en diferentes versiones, y también a inicios de la época de la imprenta en ediciones con ilustraciones. El último enemigo de la fe cristiana el que en todo es el contrario de Cristo, como escribió ya san Isidoro de Sevilla (en el siglo VII) será un judío y su actuación se caracterizará por presentarse como un Mesías (pretendiendo, al mismo tiempo, ser para los cristianos el que vuelve a ellos por la segunda vez, y para los judíos el que finalmente llega a ellos). En la tradición teológica y religiosa del cristianismo latino occidental, por consiguiente el que pretende de ser un Mesías, no puede que ser más que un falso Mesías.
Durante el medioevo se intentó muchas veces identificar al anticristo, falso Mesías con algunos personajes de la historia, incluso emperadores y romanos pontífices, desde la época de Federico II, en el siglo XIII, a los años de Martín Lutero y de los reformadores alemanes, a principios del siglo XVI, con el objeto de desacreditar a sus opositores y enemigos, no importando si fuesen los emperadores alemanes o los pontífices romanos. A decir verdad, la historia del anticristo en la edad moderna se ha modificado a consecuencia de las opiniones teológicas de la Reforma, y en particular de las del mismo Lutero: en sus escritos, el anticristo no es un único personaje, es decir el Papa de sus tiempos, sino una institución, el papado, que es etiquetada sin reparo como anticristiana.
Además, y más importante aún, es la cuestión de la cronología apocalíptica que ha sido el marco característico del milenarismo medieval (y no solo medieval): es decir, el cálculo exacto de la fecha de los eventos del porvenir, incluyendo en este cómputo también los sucesos del pasado, utilizando algunos pasajes de la literatura bíblica, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, para determinar "las cantidades" del tiempo.
B. La reforma de la iglesia de los siglos X-XI y los movimientos apocalípticos de finales de la edad media
Periódicamente, sin embargo, a todo lo largo de la Edad Media se marchó en pos del milenio bajo la guía de profetas que se ornaban con una aureola mesiánica.
A decir verdad, en los siglos finales de la Edad Media el milenarismo fue sobre todo un interés cultivado por los intelectuales, o sea, prioritariamente los clérigos, cuya reflexión doctrinal se desarrolló en el idioma latín: las esperanzas escatológico-apocalípticas en este tiempo no se difundieron entre los fieles cristianos de una manera notable.
Estos autores quizás se presentaban a sí mismos como "profetas", pero solo en el sentido bíblico según su opinión, y en la práctica su "profecía" para ellos coincidía con una interpretación verdadera de los sucesos del pasado, de su tiempo y del porvenir a la luz del texto de la Sagrada Escritura. El marco más característico de esta orientación fue un tipo de "obsesión cronológica", cuya raíz se encuentra en algunos pasajes del Antiguo Testamento, y en particular del profeta Daniel:
"Vade, Daniel, quia clausi sunt signatique sermones usque ad tempus praefinitum. Purificabuntur et dealbabuntur et probabuntur multi, et impie agent impii, neque intellegent omnes impii; porro docti intelligent. Et a tempore, cum ablatum fuerit iuge sacrificium, et posita fuerit abominatio vastatoris, dies mille ducenti nonaginta. Beatus, qui expectat et pervenit usque ad dies mille trecentotos triginta quinque. Tu autem vade ad finem et requiesce; et stabis in sorte tua in fine dierum" (Dn 12, 9-12).
En este ámbito es oportuno tener en cuenta también el sueño de la estatua de Nabucodonosor (Dn 2, 31-45), el otro sueño de las cuatro bestias (Dn 7, 1-8), y el cálculo de las semanas de "la abominación de la desolación" en los tiempos últimos (Dn 9, 24-27).
Desde el tiempo de la reforma de la Iglesia de los siglos XI y XII comúnmente llamado en los manuales de historia, la época de la "reforma gregoriana" y después de su victoria sobre el imperio, muchos teólogos, monjes y canónicos regulares, esbozaron una teología de la historia que coincidía con la escatología: escritores como Rupert von Deutz, Otto von Fresing, Gerhoh von Reichersberg intentaron dividir la historia del mundo en épocas, en relación con las edades de la historia de la Iglesia. Al final de tal desarrollo se encuentra el abad de Fiore, Joaquín. En este año se celebra el centenario de su muerte, y la diócesis de Cosenza en Calabria intenta alcanzar el reconocimiento oficial de su santidad por parte de la Iglesia romana.
En su complejo sistema exegético, en el cual se combinan el papel del Espíritu Santo, la interpretación del Apocalipsis y la "concordia" entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, la teología de la historia, la escatología (en todos sus aspectos) y la eclesiología se mezclan de una manera inextricable. Lo que más nos interesa en sus obras auténticas es el ingreso de un cálculo numérico exacto, con raíces en una teología bíblica. Véase por ejemplo la siguiente cita de su Expositio in Apocalypsim:
"Y tanto que decimos hasta al año 1200 desde la encarnación de nuestro Señor, en el cual es el término de las cuarenta generaciones, como hasta el tiempo presente, y como hasta el tiempo de la plenitud de las gentes o sea de la conversión de Israel, no resulta diferencia alguna, ya que es costumbre en la divina página de ser entendido el fin en el sentido estrecho o extendido, en manera que a veces es dicho fin del mundo toda la sexta edad, que empezó en Cristo, y a veces aquel último día en el cual tiene que venir el Señor para el juicio final".
A pesar de la fama profética del abad de Fiore, en sus escritos auténticos el tercer estado de la historia seguramente no tendría que durar más que una sola generación humana, y de ninguna manera un milenio, como se puede leer en su Expositio in Apocalypsim:
"Como dice san Agustín en la Ciudad de Dios, algunos creyeron, tomando inspiración en este fundamento, que el tiempo de la séptima edad tenía una duración de mil años, y en este período Cristo tenía que reinar con los santos después de la resurrección, cuando llegaran a su cumplimiento seis mil años desde el principio del mundo. Ellos añadieron algunas conjeturas, que son en todo y por todo contrarias a la fe cristiana En relación a lo que han dicho del Señor, es decir que Él con sus santos se hubiera entregado a banquetes carnales por mil años después de la resurrección, se trata de cosa absolutamente lejana de la fe".
En la herencia joaquinita, por el contrario, se ha dado relevancia a predicciones mucho más concretas, en la convicción de identificar a personajes, aún más que, y no solo, sucesos con los acontecimientos de la historia final del mundo. Si hubo un joaquinismo franciscano, que en primer lugar intentó identificar a la orden con su plazo escatológico, en su ámbito se hicieron las elaboraciones más audaces, con el intento de pronosticar con exactitud la fecha de la llegada del anticristo: empezando con el médico catalán Arnau de Vilanova, cuyo tratado fue condenado por la Sorbona de París antes de la esperada fecha de 1300 o de sus alrededores (si bien sus esperanzas tenían raíces muy complejas, en las que se incluían la literatura judaica y astrológica). Alrededor de la mitad del mismo siglo XIV, le tocó en suerte a un fraile menor de la Francia meridional, Juan de Rocatallada, el agudizar la obsesión cronológica en la escatología apocalíptica, con un extravagante entrelazamiento de todos los ingredientes: desde el Ultimo Emperador del mundo al Papa Angélico, del anticristo al Juicio Final, y también con una importante invención, un enlace entre la escatología apocalíptica y la historia de la Iglesia, que no se fundaba en la sucesión de épocas generales, sino en algunas rupturas de su curso: el cisma eclesiástico, exactamente lo que sucedió cerca veinte años después, en 1378.
"Por lo tanto no afirmo de ser un profeta enviado de Dios, como lo fueron Isaías y Jeremías sino solo afirmo que Dios omnipotente abrió a mi intelecto, y esto es lo que me parece, salvo el mejor juicio de la sacrosanta Iglesia Romana, al cual están sometidas mi misma persona y todos los libros que yo haya escrito o que vaya a escribir. Y es mejor que esta revelación escrita antes sea llamada 'una comunicación del espíritu de comprensión de los profetas al propósito del los eventos futuros" y no "una comunicación del espíritu de la profecía'", escribió fray Juan de Rocatallada en su Libro de los eventos secretos (Liber secretorum eventuum).
Si estas eran la preocupaciones del fraile franciscano, en el álveo de las tradicionales afirmaciones de ortodoxia de parte de los profetas que pretendían no ser tales, este género de predicciones se separó muchas veces del marco de la escatología apocalíptica y llegó a ser una calderilla en el profetismo político en los diferentes países europeos de los últimos siglos de la edad media, en relación a la buena y mala fortuna de los emperadores, de los reyes y de los señores.
En los siglos finales de la edad media hay que tener en cuenta otro personaje o "figura", que tiene un plazo en el marco del mesianismo, es decir el Papa Angélico de los Vaticinia de summis pontificibus, esto es algunas profecías ilustradas, que fueron utilizadas desde el comienzo del siglo XIV para "profetizar" a la llegada de un Papa, cuya elección se pretendía promocionar, o bien para promover el carácter sobrenatural de una reciente elección. Su origen es bastante claro: a finales del siglo XIII se tradujeron en latín los Oracula Leonis, es decir, las profecías milenaristas que circularon en favor del emperador bizantino, las que fueron adaptadas, en un intento propagandístico en favor de los cardenales de una familia aristocrática romana y de sus aspiraciones de elegir a uno de ellos como Papa durante el largo cónclave de Perusa de los años 1304-1305, de manera definitiva fueron redactadas en la forma de quince "profecías papales figuradas", con una figura central de pontífice, con símbolos que eran explicados en una hermética máxima a pie de página, y un "título" encima. Las cuatro figuras finales aludían a la elección sobrenatural de un Papa futuro, coronado por los ángeles.
¿Y esta espera en un Papa Angélico tiene algo que ver, por el contrario, con el milenarismo cristiano, en la medida en que prefigura a un reino final en la historia, el del último pontífice romano sobre la Iglesia y el mundo? No se puede olvidar que el Papa Angélico es, por su parte, también un heredero del mito bizantino del Ultimo Emperador, que en el Occidente latino se dividió, después de la época de la reforma de la Iglesia del siglo XI, en una figura papal y en una figura imperial.
En la historia del Occidente en el bajo medioevo, se han etiquetado como "milenaristas" algunos movimientos, empezando con el que Dolcino capitaneó en la Italia septentrional en los comienzos del siglo XIV. Si en sus cartas cuya redacción original no conocemos él se preocupa de dividir a la historia en períodos, en el marco de la tradición escatológica joaquinista, no prevé ningún papel activo para sus frailes "apostólicos": el protagonista de la lucha final es una vez más el Ultimo Emperador, cuyas obligaciones incluyen una reforma por la fuerza de una iglesia corrompida y el asentamiento de un "Papa Angélico" (con el cual el Dolcino al final se identifica a sí mismo).
En las primeras décadas del siglo XV, la revolución religiosa nacional en Bohemia, después de la ejecución en la hoguera de Jan Hus por orden del concilio de Constanza en 1415, evolucionó en grupos marginales, pretendiendo que el final del mundo tendría lugar en sus montañas, y a una la llamaron Tábor, como el monte en Judea. El fundamento de estas esperas era una interpretación muy literal de las Sagradas Escrituras y su aplicación a las instituciones de la Iglesia romana, en el período del gran cisma eclesiástico de Occidente. Su característica más resaltante es su total literalismo, según se puede leer en una crónica bohemia, escrita en el idioma checo: "Estos mismos sacerdotes predicaron también a propósito del Evangelio de Mateo 7, 15: "Cuidado con los falsos profetas!", y aplicaron esta sentencia a quien no estaba de acuerdo con ellos. Ellos dijeron: "En Bohemia no sobrevivirán más de cinco ciudades y todas la otras serán destruidas por el fuego, a semejanza de Sodoma y Gomorra. Por esta razón todos tendrían que refugiarse en las montañas" y además: "Estos sacerdotes predicaban también así: el Cristo va a descender de las montañas en la tierra, para reinar temporalmente y para preparar a un gran banquete en las montañas. Y el Espíritu Santo será dado a los corazones de los fideles, con total abundancia".
Como ocurrió con Dolcino un siglo antes, la esperada purificación no tuvo lugar en 1420, y en 1421, los ejercitos de los "cruzados" derrotaron también a aquellos milenaristas.
Tanto en los movimientos radicales de los últimos siglos de la Edad Media, y al comienzo de la Edad Moderna desde Dolcino de Novara a principios del siglo XIV hasta a Thomas Müntzer en la Alemania meridional a principios del siglo XVI, sus líderes casi nunca pretendieron ser el mesías, sino su antecesor. En este sentido se dio la recuperación de dos personajes bíblicos, en primer lugar san Juan Bautista, y después de Elías. En realidad, en otros casos, estos personajes se presentaron tal vez como "profetas" que anunciaban los últimos tiempos de la historia, pero no eran nunca pretendidos mesías. También el fraile dominico Jerónimo Savonarola, antes de ser excomulgado y quemado en la hoguera en 1498, sobre el púlpito proclamó a Florencia como a la Nueva Jerusalén, y pretendió para sí mismo el papel del profeta, en una continuación del de los profetas bíblicos: "Volviendo a nuestro propósito, yo digo que estas cosas futuras, por razón de la indisponibilidad del pueblo yo las predecía en aquellos primeros años con la ayuda de las pruebas en las Escrituras y con razones y con diferentes similitudes. Y después empecé a extenderme y a demostrar que estas cosas futuras yo le había por otra luz que la sola inteligencia de las Escrituras; y luego empecé a extenderme más y a llegar a las palabras formales que el cielo me inspiró".
Vale la pena señalar que como ha sucedido con Joaquín de Fiore, también la orden de Savanarola intenta obtener una canonización oficial de parte de la Iglesia: esa es la extraña suerte de sus profetas.
A principios del siglo XVI Thomas Müntzer, en la época de la guerra de los campesinos en la Alemania meridional, escribía expresiones muy semejantes, y a la vez más claras, en una carta de 1523: "Tenéis que saber, que los doctores atribuyen esta doctrina al abad Joaquín y la llaman resueltamente el Evangelio eterno. Yo leí solo el Super Hieremiam, pero mi doctrina llega de más arriba. Yo no la tomo de él, sino de la misma Palabra de Dios: como luego, cuando el tiempo haya llegado, yo demostraré basándome sobre todos los escritos bíblicos".
A finales de la Edad Media y en vísperas de la nueva época, la esperanzas mesiánicas judaicas se inflamaron con la elaboración de la Cábala por Abraham Abulafia, antes que la expulsión de los judíos de Sefarad es decir, la península ibérica el año 1492 pusiese en circulación otros escritos, en los cuales se pretendía predecir al súbito avenimiento de la época mesiánica: más prudente en la identificación de un personaje histórico como el Mesías de las esperanzas de Israel; el milenarismo judaico de este período hace referencia a la cronología de la creación del mundo y a una duración del tiempo de la historia por seis mil años (por consiguiente, sus cálculos cronológicos no se refieren a las predicciones del profeta Daniel cuales entraron en el libro del Apocalipsis de los cristianos). Además, entre los judíos se encuentra cierta renuencia a identificar a alguien con el mesías - como parece muy evidente en el marco de la religión de Israel.
C. El nuevo mundo como reino del milenio y el apocalipsis en Europa en la edad moderna
En el siglo XVI un mundo sería llamado "nuevo" no solo por razones geográficas, sino también por motivos escatológico-mesiánicos. El "descubrimiento" y conquista del Nuevo Mundo se realizaron en un ambiente de particular efervescencia escatológica y mesiánica.
De escatología y de milenarismo en el Nuevo Mundo va a tratar otra ponencia, de un historiador mucho más competente en el tema que yo. Por mi parte, me parecen muy interesantes las raíces medievales de algunas reconstrucciones de la primera historia del Nuevo Mundo, que se hicieron de este lado de la mar Océana (como la llamó el mismo Cristóbal Colón en su "Libro de las profecías"), y más aún preguntarse si el conjunto de las ideas y esperanzas escatológico-apocalípticas tuvieron una especial configuración en el continente nuevo.
En primer lugar, es claro que el pensamiento escatológico-apocalíptico llegó a América desde Europa. Esta evidencia es muy útil para subrayar que en el Nuevo Mundo se estuvo buscando para la confirmación de esperanzas y de temores ya existentes: de una manera no diferente de la actitud de Cristóbal Colón, el cual recogió en su Libro de las profecías, cuando las islas de la Indias habían ya sido "descubiertas", los textos bíblicos y teológicos que podían aportar un sentido a lo sucedido. El mismo Colón nunca intentó proponerse a sí mismo como un mesías: por el contrario, en sus escritos el papel escatológico del Ultimo Emperador pertenecía al rey de España.
Las ideas "milenarias" de los cronistas franciscanos de América, fray Toribio Benavente Motolinía, en la Historia de los indios de la Nueva España (terminada antes de 1541), y fray Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana (antes de 1596), tenían sus raíces en las tradiciones escatológicas medievales de su orden y expresaban más bien el arranque misionero de los frailes.
¿"El mesianismo se ha hecho criollo"?, escribió hace algunos años en la Encyclopedia of Apocalypticism Alain Milhou. En realidad, se constata un agravamiento del milenarismo de raíz europea, porque las esperanzas del fraile dominicano Francisco de la Cruz, condenado por la Inquisición y quemado en la hoguera en 1578, se referían al la destrucción de Europa por los turcos y al traslado del Papa a Lima, la Nueva Jerusalén. El mismo Francisco tenía que ser un "Tercer David" y su hijo el "nuevo Salomón" de un esperado Tercer Testamento.
América había sido también el continente en el cual se pretendió encontrar las diez perdidas tribus de Israel, y se intentó nada menos que identificarlas con la poblaciones nativas de los indios, con fundamento en las Sagradas Escrituras. Y no parece que esta haya sido una preocupación del mesianismo judaico también, antes de los tiempo del "Sabbatianismo", cerca de la mitad el siglo XVII: A la nota de los pretendidos Mesías hay que incorporar personajes como Sabbatai Zevi, cuya actividad presenta muchas semejanzas con las actitudes de otros "lunáticos", que en el mundo cristiano pretendían ser aceptados como el verdadero mesías.
La idea de un traslado del Papa de Roma a América se encuentra otra vez, alrededor de la mitad del siglo siguiente, en el fraile franciscano Gonzalo Tenorio, cuya inspiración se remonta a los escritores medievales de su orden, como Juan de Rocatallada y otro catalán, Francesc Eiximenis (1340-1409): en aquellos tiempos finales un papel escatológico estaba a cargo también de un monarca, el Ultimo Emperador de la descendencia de la casa hasbúrgica. En relación a Gregorio López en México y a otro personaje en Perú, volvió a entrar en circulación la espera de la venida de un "encubierto" una figura escatológica o mejor, mitológica producida en la crisis del imperio y de las monarquías ibéricas en las última décadas del siglo XVI, si bien tuviese su raíz en el mito medieval del emperador alemán Federico II.
Hacia la mitad del siglo XVIII, en fin, el jesuita Francisco Javier Carranza publica en México un volumen, cuyo título no necesita alguna explicación: La transmigración de la Iglesia a Guadalupe, que apareció en 1749. En sus páginas el Monte Tepeyac era el lugar donde la Iglesia tenía que refugiarse, en busca de un amparo contra la persecución del anticristo. A esta época, sin embargo, el cuadro histórico se ha mutado de la raíz y la configuración de una escatología apocalíptica que está siendo influenciada por la confrontación entre la Iglesia y el mundo moderno. Por lo anterior, es posible estar de acuerdo con Alain Milhou, que considera a Francisco de la Cruz, Gonzalo Tenorio y Gregorio López como a "extremos y también casos patológicos" en el marco del mesianismo íbero-americano, y a pesar de esto "representantes de una conciencia criolla, que en la época colonial exigía el reconocimiento de la dignidad del Mundo Nuevo en oposición al Viejo Mundo (y a la madre-patria peninsular)".
El tema de la identificación de una "Nueva Jerusalén" en un plazo que fuera diferente de la ciudad de Tierra Santa, y también de la Roma papal, se encontró por primera vez, en una forma explícita, entre los "alumbrados" de Alemania a principios de la Reforma, y encontró su extrema realización en la ciudad de Munster, en la comunidad bajo la guía de los seguidores del predicador anabaptista Melquior Hoffman en los años 1534-1535: Jan van Leiden se proclamó a sí mismo como el rey de su Nueva Jerusalén. Desde su derrota, siempre se ha considerado la revuelta de Munster como a una "aberración" en la Reforma radical alemana, sin considerar de una manera adecuada sus verdaderas raíces: de un lado, la tradición de la escatología apocalíptica tardo-medieval (sin pretender establecer lazos de parentesco demasiado estrechos); y, del otro, sobre todo el peso de un literalismo bíblico, fruto del la Reforma misma.
En las primeras décadas desde la "protesta" del que fuera fraile agustino Martín Lutero ambos factores jugaron su papel, en un número no insignificante de personajes. Por el contrario, decisiva ha sido la evolución institucional de la misma Reforma, cuyas iglesias y hasta más de la Iglesia católica romana rechazaron y persiguieron a los reformadores más radicales y sus orientaciones escatológico-apocalípticas.
Durante la edad moderna, en los siglos incluidos entre la Revolución religiosa de Lutero, Calvino y los otros, y la Revolución política de los franceses, el Apocalipsis ha jugado su papel en Europa. Ha sido esta una vena muy importante, pero más en al ámbito intelectual y cultural que social y político. En otros términos, el apocalipticismo ha evolucionado en la teología, en la filosofía, y también en el pensamiento científico: sir Isaac Newton (1643-1727), el mismo que descubrió la ley de la gravitación universal, fue el autor de un tratado sobre el Apocalipsis. Por el contrario, casi no existe un milenarismo difundido si bien, como es lógico, hay muchas excepciones.
Existe además otro tema escatológico, el de la Tercera Roma, es decir la ciudad de Moscú en Rusia, como heredera de la Segunda Roma, o sea, la Constantinopla del imperio bizantino medieval, que nos lleva a la orientación distinta de aquellas esperanzas en la cristiandad eslava y al papel del emperador en su marco, a la cabeza en el mismo tiempo de la Iglesia y del Estado.
Conclusiones
Ponemos el final de estas reflexiones en vísperas de la Revolución francesa, por razón que en la edad contemporánea la así llamada secularización de la sociedad y la laicización del Estado modifican el lugar de la Iglesia en la historia, y por consiguiente el conjunto de doctrinas y de esperanzas que se incluyen en la categoría de la escatología apocalíptica, incluso el milenarismo. Esta conclusión, por lo contrario, no significa que no hubo, en los dos último siglos, personajes y episodios que nos recuerdan de la persistencia de una espera del fin de este mundo o bien pretendidos profetas, y el bagaje que a todo esto pertenece.
Aunque la primera impresión es muy diferente, una vena apocalíptica ha sido característica también del catolicismo, donde las catástrofes revolucionarias empezadas ya con la supresión de las órdenes religiosas en el siglo XVIII concentraron la atención sobre la institución, y también en la cumbre de la Iglesia: el enfrentamiento con la sociedad contemporánea ha sido interpretado como una lucha de los sombríos tiempos finales del mundo, según personajes como san Juan Bosco (el mismo Papa Pío IX tenía en su biblioteca personal libros de profecías), y también las apariciones de la Virgen en Lourdes, y en otros lugares hasta al más reciente Medjugorje, no nos dejan olvidarnos de la Mujer del Apocalipsis, que tenía una corona de doce estrellas.
Al parecer una forma de milenarismo está todavía en acto especialmente en los Estados Unidos, y esto ha derivado de una interpretación "fundamentalista" de la Sagrada Escritura en un país considerado por sus habitantes la "nación elegida" desde sus comienzos: lo que pertenece más a la herencia de un literalismo bíblico de raíz "protestante", al interior y al exterior de las mayores Iglesias "establecidas".
Y queda también de preguntarse acerca del sentido y de las raíces de numerosos movimientos milenaristas, que en el siglo pasado han sido característicos del mundo islámico, en África y también de la América meridional, sobre todo en Brasil.
Pero el papel jugado por estos fenómenos en la historia ha sido muy diferente de lo que se pasó en los siglos anteriores, y es por consiguiente otra historia que dejamos a otros.
Roberto Rusconi, en scielo.cl
Antonio Aranda
El título que hemos dado a este trabajo asocia dos realidades que ya de por sí, por su misma naturaleza, piden existir necesariamente unidas, y con una forma de cohesión que va más allá de la pura relación extrínseca. Una y otra, en efecto, aunque cada una de manera distinta -conforme a su condición- se exigen, se llaman, necesitan comunicarse mutuamente la propia vitalidad. Pienso que esta idea es patrimonio común en el pensamiento teológico, el cual consiste justamente en la realización histórica, según formas diversas, de la referida relación. El estudio de esas distintas formas en el plano histórico y, más aún, la reflexión en el terreno sistemático sobre la realidad fundamental que en ellas se manifiesta, constituye un campo de trabajo teológico al que siempre estamos abocados, en cierto intención primordial: buscar el modo de expresar el fundamento de la íntima relación de la que partimos, y mostrar qué sucede cuando falta ese fundamento. Llevar adelante esta intención trae consigo, inevitablemente, dirigir una mirada atenta sobre el presente y el inmediato pasado teológico.
I. La experiencia cristiana como experiencia de unidad
1) ¿Qué entender por experiencia cristiana?
Son tantos los elementos que conforman la noción de experiencia en general, tantas las formas distintas de la experiencia humana sobre las que reflexionar en busca de un substrato común, que es habitual situarla entre las nociones más difíciles de expresar [1]. También el pensamiento teológico contemporáneo ha puesto su atención en ella, con el fin de llegar a una formulación adecuada de lo que suele denominarse experiencia religiosa, o en otros términos experiencia de Dios [2]. Existen incluso diversas propuestas de elaboración teológica sistemática a partir de dicha experiencia, en las que se advierte sin duda una intención evangelizadora, es decir, la inquietud por asumir las categorías racionales y los valores culturales dominantes, con la intención de reformular desde ellos el mensaje cristiano -en una época como la presente, en la que la razón ilustrada ha ido decayendo progresivamente hacia el «agujero negro» del rechazo y negación de Dios-. La cuestión es tan interesante cuanto difícil y arriesgada. Uno de los intentos más característicos a este respecto -quizá también uno de los más problemáticos-, ha sido el realizado en base a la noción de experiencia transcendental y a la aplicación del denominado «método antropológico trascendental» [3].
En líneas generales, la teologá moderna concibe la experiencia religiosa como experiencia del misterio, de lo inabarcable e inefable, y considera la auto-revelación divina como un manifestarse del Dios oculto en cuanto oculto, es decir, un darse Dios a conocer en su propio misterio [4]. Correlativamente se acentúan en mayor grado las dimensiones económico-salvíficas, doxológicas y simbólicas de la experiencia religiosa, menos resaltadas quizá por el pensamiento teológico en épocas anteriores en comparación con la atención prestada a los aspectos gnoseológicos.
Aquí consideraremos la noción de experiencia cristiana desde un punto de vista común e inmediato, que es también a nuestro entender el más acertado: en cuanto experiencia de Dios en Cristo adquirida a través de la Iglesia. Tiene, por tanto, una dimensión colectiva -como experiencia común a todos los creyentes-, en la que no nos detendremos, y una dimensión individual que será el ámbito de esta reflexión. En este segundo sentido, la experiencia personal cristiana exige, evidentemente, como presupuesto lo que, con palabras de Ratzinger, puede denominarse «experiencia de la creación y de la historia» y «experiencia de la comunidad cristiana y de los hombres cristianos». Sin ellas no podría darse una verdadera experiencia personal de Dios en Cristo, que siempre será: «Una experiencia que se instala en la cotidianidad del experimentar común, pero para avanzar se apoya en el ámbito de la experiencia histórica y de la riqueza experimental que ha creado ya el mundo de la fe. La dirección hacia la superación por encima de lo dado y por encima también de la propia demanda es posible porque está ante nosotros la superación ya acontecida en el mundo de la fe» [5].
Desde esa perspectiva cabría decir que la experiencia cristiana personal no consiste sólo en conocer a Dios en Cristo como una realidad trascendente externa a la persona, sino también y principalmente en un saberse el cristiano a sí mismo en Cristo de una manera nueva, capacitado para desarrollar una relación filial con Dios que afecta profundamente su propia intimidad, y le dota de una intelección global tanto de sí mismo como de la entera realidad [6]. Vista así, la experiencia cristiana se muestra como experiencia de fe e inseparablemente como experiencia espiritual, doble faceta de una misma realidad que informa a toda la persona.
2) La experiencia cristiana como experiencia de fe
Al decir de la experiencia personal cristiana que es una experiencia de fe, se quiere indicar que, por su propia condición, no sólo conduce a la persona al centro mismo de la cuestión de la verdad (y del compromiso con ella), que es la cuestión humana por excelencia, sino que le facilita también, al mismo tiempo, la respuesta exacta: la verdad no consiste simplemente en algo, sino que es Alguien: la Verdad es Cristo; más aún: la Verdad no es sólo algo que se acepta, sino también y ante todo Alguien que te acepta. En este sentido, la auténtica experiencia de la persona creyente en cuanto creyente incluye junto a la aceptación de unos determinados contenidos intelectuales (unas verdades) que se deben creer, el saberse aceptado y amado por Cristo. Puede expresarse, entonces, como un saberse el cristiano personalmente de Cristo y, en El, hijo del Padre [7].
Así pues, la respuesta cristiana a la cuestión de la verdad, en la que se plantea la cuestión sobre el hombre mismo, suena así: la verdad es Cristo, encontrarle a Él es hallarla, seguirle es mantenerse en ella. Y desde ese punto de vista, la experiencia cristiana incluye, en cuanto experiencia de fe, una firme conciencia de poseer la verdad, esto es, de haber recibido el don de la verdad plena en la donación de Cristo, y se traduce -como se advierte en la historia del cristianismo- en la necesidad de enunciarla. Como ha escrito Ratzinger: «La fe cristiana nunca ha sido, en razón de su estructura básica, un mero confiar indefinido sino un confiar en Alguien perfectamente concreto y en su palabra, esto es, ha sido siempre también encuentro con una verdad cuyo contenido debe ser enunciado» [8].
En cuanto adhesión personal en Cristo y en la Iglesia a la verdad, es decir, en cuanto fuente de un conocimiento que asume y trasciende la dimensión puramente intelectiva de la persona -es más que un conocimiento: es un saber-, la fe non entrará nunca por sí misma en colisión con las exigencias de la razón, ni se opondrá a ellas. Pero tampoco se someterá pasivamente a la hegemonía epistemológica pretendida por la moderna «razón ilustrada»: sería una incongruencia. Además, ésta plantea ya desde su mismo origen conceptual una irremediable confrontación con la existencia de la verdad como tal y con todo posible fundamento objetivo. Lo que en realidad plantea la razón ilustrada, aunque no sea evidente a primera vista, es un enfrentamiento radical con el contenido mismo del misterio de Cristo, enfrentamiento del que se derivan lógicas consecuencias negativas en otros campos de la teología.
El postulado moderno de la discontinuidad o ruptura entre fe y razón, que tan graves efectos ha provocado en el pensamiento filosófico y teológico -en éste principalmente en los dominios de la Reforma aunque también, quizá sobre todo en nuestro siglo, en el campo católico-, está concebido desde una visión del hombre originariamente no católica. Ni la noción católica de fe, ni su homóloga de razón, están directamente implicadas en la fractura kantiana entre ambas, sino que en ella se postula una drástica separación entre dos nociones que ya de por sí, en su mismo origen, son inconciliables: una noción de fe con una fuerte connotación fiducial y subjetiva, y una noción de razón concebida fundamentalmente como razón instrumental capaz sólo de certezas a partir del conocimiento experimental, altamente influida por el método cognoscitivo propio de la ciencia empírica y sin más presupuestos que su propio de la ciencia empírica y sin más presupuestos que su propio ponerse en ejercício. La fractura entre ambas está implícitamente postulada desde su raíz, pues en realidad ambas nociones están concebidas desde su originaria discontinuidad en la concepción antropológica luterana.
Nunca deben perderse de vista, en efecto, los «profundos condicionamientos luteranos del pensamiento de Kant» [9], al reflexionar sobre esa proclamada fractura tan alejada de la comprensión católica del hombre. Como señala Mondin: «Se ha escrito que Kant es el filósofo del protestantismo [10]. Considero esta afirmación fundamentalmente correcta, y no sólo porque el protestantismo es el horizonte cultural en el que se mueve el filósofo de Königsberg, sino también y sobre todo porque su pensamiento da expresión racional, filosófica, a una de las tesis más propias y específicas del protestantismo: la de la antinomia entre naturaleza y gracia, entre razón y revelación, entre filosofía y teología, entre Iglesia visible e Iglesia invisible» [11].
La noción de fe construida en la tradición filosófico-teológica católica estuvo en cambio, desde el principio -antes y después de la Reforma-, en íntima conexión con una noción de razón abierta a la trascendencia. La fe católica buscó además siempre la colaboración y el diálogo con el pensamiento filosófico; para lograr desarrollar y expresar sus instancias teológicas, esto es, para lograr expresar conceptualmente las verdades que la constituyen. La teología ha brotado, en efecto, como «una racionalidad que existe en el seno mismo de la fe, cuya coherencia auténtica desarrolla» [12]. La fe que busca comprender, fides quaerens intellectum, es la verdadera fe católica, y sólo ella es capaz -esto puede resultar sorprendente para un pensamiento ilustrado- de aceptar los desafíos y las ofertas de la Ilustración, sin plegarse ante ella, y de suscitar una dinámica inversa (intellectus quaerens fidem) como lógico correlato dentro de la mutua relación entre ambos elementos.
La afirmación de la íntima relación y continuidad entre fe y razón, entendidas conforme a la tradición católica, es pura consecuencia, en el plano existencial, de la definición del hombre como capax Dei, y defiende por tanto la imbricación en el sujeto entre los dones de naturaleza y de gracia. Lo natural y lo sobrenatural no son concebidos en el pensamiento católico como dos mundos sin relación, sin contacto, aislados entre sí por fronteras inviolables. Antes al contrario, a la luz de los misterios de la creación y de la redención, aunque puedan ser pensados por separado, piden ser concebidos desde la continuidad establecida por Dios entre ambos en el interior de la persona justificada: allí se entrelazan en unidad operativa, sin confusión. En cierto modo, la experiencia de fe de la que venimos tratando puede llegar a ser en el cristiano experiencia consciente de la unidad en él de naturaleza y gracia, no sólo como meta a alcanzar sino como don ya presente y poseído. Se convierte así en experiencia espiritual, de la que hablaremos.
La mención de las relaciones entre fe y razón trae a la memoria la doctrina expuesta por el Concilio Vaticano I, sobre la que conviene detenerse. En esta materia tenía el Concilio ante sí, como es sabido, dos tipos de dificultades: la concepción/fideísta-tradicionalista, que comprometía la racionalidad del acto de fe al proclamar como único conocimiento verdadero el alcanzado por vía de revelación y tradición; y, por otra parte, en sentido opuesto, el racionalismo, que negaba a la fe un estatuto epistemológico racional, reduciéndola a algo irracional fundado en la obediencia a la norma y a la autoridad. Aunque sus posiciones sean mutuamente excluyentes, ambos errores coinciden sin embargo en muchos aspectos:
— tras una apariencia de solución a un problema de orden epistemológico, ambos mantienen en realidad una visión omni-comprensiva, fundada en una intelección del espíritu humano que va más allá de las dimensiones del conocimiento; sus propuestas de solución a la cuestión humana más radical, la cuestión de la verdad, encierran posiciones globales que predeterminan la actitud a tomar ante el problema de Dios y el sentido del hombre y del mundo
— junto a eso, si bien uno y otro rechazan la relación de continuidad entre fe y razón, y se excluyen mutuamente al negar todo fundamento de validez a la posición intelectual del contrario (disolviendo bien la fe en la razón, bien la razón en la fe, y en cualquier caso comprometiendo a ambas), ambos coinciden no obstante en lo más esencial de lo que les enfrenta: tanto en el fideísmo como en el racionalismo subsiste una visión iluminista de la razón, concebida puramente como razón instrumental o matemática
— consiguientemente, la noción de fe presente en ambas concepciones padece de un aislamiento originario: existe para unos como única fuente de verdad, se admite para otros como principio de certezas subjetivas de orden metafísico no experimentable, pero todos la mantienen siempre al margen de la razón; entre esa fe y esa razón hay una discontinuidad primordial, una fractura previa a toda consideración de sus hipotéticas relaciones; fideísta y racionalistas sólo son, en realidad, mensajeros de esa presunta ruptura originaria.
La Constitución Dei Filius del Concilio Vaticano I nació con una doble vocación: proclamar la contradicción entre esos errores y la doctrina católica y, al mismo tiempo, superarlos al recordar que, por voluntad de Dios, la íntima conexión entre naturaleza y gracia, o -en este caso- entre razón humana y revelación sobrenatural, fundada en el destino eterno del hombre y en los dones que lo hacen posible, es el fundamento irreformable de la continuidad entre conocimiento de fe y conocimiento racional. El Concilio quiso así re-establecer el puente entre los dos polos de la cuestión, y dar solución dogmática al problema debatido: aquella ruptura originaria postulada por unos y otros quedaba doctrinalmente reparada [13].
Cabría, sin embargo, hacer algunas preguntas al hilo de la doctrina conciliar y de su posterior recepción por la teología católica. Supuesto que el Concilio Vaticano I hizo cuanto podía y tenía que hacer (reafirmar la doctrina, definirla y rechazar los errores contrarios), ¿podría decirse también que el pensamiento católico estuvo en aquellos momentos a la altura de la situación histórica e intelectual?,
¿supo la teología comprender y aceptar el desafío que aquellos errores le planteaban en común bajo formas opuestas? En su lógica sobriedad magisterial, la Constitución Dei Filius no había entablado un diálogo de fondo con las dos posturas adversas, ni había pretendido tampoco discernir teológicamente las legítimas inquietudes que pudieran existir en ellas. El Concilio sólo quiso exponer con autoridad la equilibrada doctrina católica sobre la cuestión debatida, y superar por elevación las dificultades planteadas por los errores; su función no pedía que llevara a cabo otras tareas como estudiar los orígenes, las argumentaciones o las posibles conexiones intelectuales de ambas concepciones extremas, más propias de la teología [14].
¿Asumió plenamente la teología de finales del XIX y comienzos del XX aquellas tareas? ¿Se enfrentó decididamente con el fondo de aquellos problemas? [15]. Pienso que no se puede responder afirmativamente a esas preguntas. La teología se limitó más bien a recoger y repetir las enseñanzas del Vaticano I, pero no se plantó el modo de superar en su origen los errores, corrigiendo la fractura que postulaban entre fe y razón o entre gracia y naturaleza, corrección que en realidad sólo podía realizarse por medio de una reflexión más profunda sobre la doctrina antropológica cristiana. No supo conectar con la auténtica tradición católica anterior a la Reforma y al pensamiento ilustrado, para encontrar allí la fuerza argumentativa y espiritual necesaria. En buena medida -y por razones claras tanto de orden histórico como metodológico-, permaneció anclada en la seguridad de la doctrina magisterial y evitó navegar por aguas removidas, más quizá por cierta carencia de horizontes que por falta de buenas cabezas.
Aunque a lo largo de nuestro siglo, para desarraigar aquellos y otros errores, se ha insistido en diversas ocasiones, también por parte del magisterio, en la necesidad de retornar a la gran tradición del pensamiento cristiano, esto es, a los Padres y a la Escolástica, la realidad es que esa vuelta -en lo que se refiere a nuestro tema- ha consistido más bien en interpretar dicho patrimonio desde una perspectiva concorde con la letra del Vaticano I, que en reencontrar el genio teológico y espiritual que encierra, es decir, su espíritu católico. Lo que en la gran tradición se hace patente de distintas maneras, al estudiar cuestiones diferentes, es una concepción unitaria del hombre como criatura destinada a la vida sobrenatural; todo ese riquísimo pensamiento tiene como fundamento la íntima armonía revelada entre naturaleza y sobre-naturaleza, entre creación y salvación, y por tanto -aunque a veces sólo se considere de modo implícito- entre saber racional y saber revelado. En los grandes testigos del patrimonio doctrinal de la Iglesia como Ireneo, Atanasio, Agustín, Gregorio, Buenaventura, Tomás..., se respira ese espíritu y se edifica sobre esa comprensión de la persona humana, porque su teología -más o menos perfecta y elaborada- en cada caso mira todo a través de Cristo y de su misterio de amor y redención. Se contempla en El la Imagen perfecta de Dios, y se advierte también desde El la grandeza del misterio del hombre como criatura en camino hacia su encuentro con el Padre, que progresa por la gracia del Espíritu Santo hacia la conformación plena con el Hijo [16].
En la tradición doctrinal católica, que es un patrimonio de sabiduría sobre el misterio del hombre en el misterio de Cristo -y de toda la realidad contemplada desde el hombre y su destino-, hay cuanto se precisa para aceptar el desafío y la oferta de la Ilustración, siempre que se entienda que volver la mirada a nuestra historia doctrinal no significa quedarse en ella, repitiendo mecánicamente sus argumentos y aceptando sin más sus soluciones. Sólo vale la pena retornar al pasado teológico para recuperar aquel espíritu de contemplación de Cristo, del hombre y de la salvación desde el que se han escrito los capítulos más profundos del pensamiento católico, y volver así a reencontrarse con la unidad entre experiencia de fe y experiencia espiritual. Pero, entonces, eso ya no es un simple retornar al pasado sino una voluntad de conformar con sabiduría el presente. En el pensamiento teológico católico de este siglo se echa en falta, en general, esa unidad, y -salvo honrosas excepciones- no ha sabido recuperar aquel espíritu [17]. No ha logrado salir de una problemática intelectual y metodológica que le ha venido dada desde fuera, y que, o bien ha inducido al teólogo a ir en ocasiones a remolque de formas culturales sucesivas y cambiantes, o bien le ha mantenido ocupado en un farragoso combate contra las reiterativas argumentaciones del pensamiento ilustrado. Y así, en el espíritu cultural moderno, como es bien sabido, permanece abierta una herida que los cristianos -los intelectuales cristianos, particularmente los teólogos- no hemos sido todavía capaces de sanar: la sospecha de la irracionalidad de la fe. Una herida que sigue abierta porque (al pensar la fe, al enseñar la doctrina) seguimos aceptando, de manera más o menos consciente, un concepto de razón más propio del espíritu secularizado de la Ilustración que del patrimonio católico heredado. Por desgracia para la teología, me parece que debe decirse así: nos ha quedado el hábito de aceptar implícitamente ese concepto de razón y hacerlo presente en nuestras reflexiones, en nuestras exposiciones, en la enseñanza...
Quizá vaya llegando ahora el momento, cuando «comienzan a entreabrirse, aunque todavía tímidamente, las puertas de la autocrítica de la razón ilustrada», cuando se advierte que «ha tropezado con sus propios límites» [18], de recuperar aquel impulso creativo que nunca se ha perdido, aunque quedara truncada su actividad. Quizá haya llegado también la oportunidad de aceptar con ese espíritu, y sin temor, la oferta de la Ilustración para «asignarle una tarea que también para la fe es razonable»... Como dice el Cardenal Ratzinger: «Esta es nuestra oportunidad. Deberíamos esforzarnos por aprovecharla» [19].
3) La experiencia cristiana como experiencia espiritual
Si la experiencia de fe propia del cristiano se puede caracterizar como la aceptación y el compromiso personal con la Verdad que es Cristo -un saberse de Cristo y en El hijo del Padre- , la experiencia espiritual que la prolonga y traslada al vivir cotidiano es designable como una actitud existencial coherente con aquel compromiso y expresiva de la profundidad con que ha sido asumido. Von Balthasar la llamaría: «Una determinación activa y habitual de la vida (del creyente) a partir de sus intuiciones objetivas y de sus decisiones últimas» [20].
En su realidad más honda la vida espiritual cristiana es un proceso activo de conformación personal con Cristo y de configuración de todas las realidades creadas según la acción redentora de Cristo. Constituye, por tanto, la vertiente práctica del compromiso existencial de fe, su compañía habitual e inseparable. Completa la experiencia de fe con una aportación específica: cierta con-naturalidad con las cosas de Dios.
De la experiencia espiritual brota esa cualidad peculiar de la existencia cristiana que es la sabiduría, un hondo mirar sobrenatural sobre la realidad que permite «penetrar hasta lo más profundo, ver en la perspectiva de Dios» [21].
La sabiduría del cristiano es, esencialmente, sabiduría de la Cruz, como enseña San Pablo (1Co 1, 3): un encuentro iluminador y gratificante con el misterio de donación, de perdón y gloria, que revela la Cruz del Salvador. La sabiduría cristiana es así mismo, con todo ello, una serena posesión, en el Señor y en la Iglesia, del sentido del hombre y del mundo.
Y así, en cuanto patrimonio de fe y de sabiduría, la experiencia del cristiano tiende a expandirse hacia cotas personales más interiores y hacia metas externas más amplias. El profundo deseo de alcanzar una intelección progresiva y creciente de la Verdad que es Cristo y, correlativamente, de expresar conceptualmente y dar a conocer su misterio de salvación, es el doble momento interior de la experiencia cristiana. Nada hay tan evidente como advertir su conexión con la creatividad teológica.
4) La experiencia cristiana como experiencia de unidad
El profundo entrelazamiento entre fe y sabiduría, es una cuestión ampliamente estudiada por la teología [22]; aunque a veces de manera implícita. Quien conozca, por ejemplo, las reflexiones de Tomás de Aquino en la II-IIae, sabe que ese entrelazamiento está presente en sus afirmaciones sobre el don de la caridad y de entendimiento [23]. La caridad en cuanto amor al Bien que es Dios, es la raíz sobrenatural de la recta ordenación de la voluntad humana y la causa de conocer y amar la verdad como un bien, con el deseo de poseerla. El don de la caridad, por el que la voluntad -a la que pertenece mover las demás facultades y potencias de la persona hacia el fin- una dinámica de unidad en las operaciones del hombre. Nace así, a causa de la presencia intencional del fin sobrenatural en todo el actuar de la persona, una verdadera experiencia de unidad interior o, en otros términos, un fenómeno espiritual que suele denominarse unidad de vida [24]. La caridad, como amor a Dios y en Dios, trasvasa a cada acción de la persona la trascendencia del fin, hace presente allí la intención suprema de someterse voluntariamente a Dios y a su gloria: alumbra, en definitiva, cada paso humano con la sabiduría de la Cruz y hace del caminar terreno una imitación del Modelo que es Cristo.
En este sentido, hablar de la experiencia cristiana como experiencia de unidad, significa reflexionar sobre la fuerza unificadora
— ante todo interior a la persona, consiguientemente exterior de la caridad. Pienso que todavía no se ha reflexionado de manera suficiente sobre este punto dentro de la teología católica, y que, por más que se medite sobre él, nunca podremos dar esa reflexión por concluida. La caridad trae consigo unidad -ante todo interior (unidad de vita), y en consecuencia exterior (unidad entre los hombres)- por su propia condición. Es, en efecto, un don que permite amar a Dios y amarse uno a sí en un mismo acto y bajo un mismo impulso, sin contraposición o ruptura entre ambos amores. En la unidad de la caridad el amor a Dios y el amor propio no son dos amores distintos sino el mismo: y desde ese impulso de amor se aman también todas las cosas creadas. Esta es la principal razón para comprender que la unidad de la caridad da origen a la unidad de vida: la llama hacia sí, la atrae y la establece en el espíritu humano con su sola presencia. Y en ese terreno se funda también la continuidad entre la fe y la razón, pues la acción unificadora de la caridad impulsa no sólo a que la razón se abra a los valores de la creación, sino a que reconozca en ellos el testimonio del Amor creador.
Si la caridad es fuente de la sabiduría cristiana y de la unidad de vida, el pecado -el mysterium iniquitatis, que es lo contrario al mysterium charitatis- debe ser reconocido como la causa de su disolución. Bajo el influjo del pecado la experiencia cristiana se transforma en experiencia de íntima división. También en este punto, tan relacionado con el anterior, se advierte la necesidad de una renovada reflexión teológica, de manera particular en lo que se refiere al pecado original. Con razón se alude hoy día, como no hace mucho Christoph Schónborn, a la urgencia de «recuperar la plena verdad revelada sobre el pecado original, verdad tan poco conocida y, sin embargo, verdad liberadora» [25]; hacía notar el teólogo suizo que «mientras algunos teólogos católicos parecen hoy en día deseosos de minimizar, evacuar e incluso negar la realidad del pecado original, un pensador como Leszek Kolakowski no deja de subrayar la importancia de esa doctrina y de advertir a los teólogos de los peligros de omitirla» [26].
Reflexionar teológicamente sobre el misterio del pecado, sobre su esencia y sus efectos, supone tomar en consideración el núcleo de la verdad revelada sobre el hombre, a la luz del misterio de la caridad de Cristo. De ahí su importancia doctrinal, espiritual y pastoral en la presente situación de renovación por la que atraviesa la Iglesia. Una simple comprobación de las referencias a dicha cuestión en el magisterio de Juan Pablo II, bastaría para probarlo [27].
El pecado original significa en la historia humana la fractura de la unidad en el amor, propia de la condición en que fue creado el hombre y puesto en la existencia. Tras la privación de la justicia original por el pecado, y la supresión del sometimiento amoroso de la voluntad humana a la divina [28], el amor a Dios y el amor a uno mismo tienen objetos radicalmente distintos y hasta opuestos [29]. De aquella ruptura se derivan múltiples consecuencias respecto al auto conocimiento del hombre y a su relación con la creación.
En Cristo y en el Espíritu Santo el pecado es destruido y la caridad reencuentra la unidad perdida: esa es la doctrina de fe de la Iglesia católica. Por eso, la experiencia profunda del cristiano es, incluso a pesar de la realidad del pecado, experiencia de perdón y de íntima unidad... Pero, ¿qué sucederá en una psicología humana y, derivadamente, en un pensamiento teológico coherente con ella
— donde la herida mortal del pecado no puede hallar nunca solución, es decir, donde la caridad ha de permanecer siempre fracturada? ¿Cómo se puede amar a Dios, y en Dios a uno mismo y al mundo, si el pecado no es vencido en mí? Mientras permanezca la conciencia de no ser un verdadero justo en Cristo, es imposible que haya conciencia de ser un verdadero hijo de Dios. Y entonces el amor a Dios tiene más de amor servil que de amor filial, y sigue abierta una fractura existencial en la propia auto-experiencia: al no existir experiencia de perdón, tampoco cabe la experiencia íntima de unidad. De esa fractura, de ese amor servil, puede brotar, tanto una concepción también servil o pasiva de la razón humana ante la verdad revelada -esto es, un fundamentalismo fideísta-, como una postura hipercrítica que postula dos tipos de certezas, dos tipos de conocimiento, regido uno por el principio de la sola fides, conducido el otro por el sapere aude! del criticismo kantiano. En uno de esos ámbitos de certeza, el de las certezas de fe, la razón renuncia a su estatuto cognoscitivo y acepta ciertos postulados prácticos; en el otro, por el contrario, en el de la razón autónoma, sin presupuestos, que es el ámbito del pensamiento secularizado, la razón es por sí misma creadora de certeza y de sentido.
Es indudable la cercanía intelectual y vital entre la concepción luterana del pecado y de la justificación -donde no hay lugar para la unidad de vida porque no puede existir la unidad en el amor-, y los postulados de la razón ilustrada sobre la discontinuidad entre fe y razón. Es evidente también la lejanía de ambas concepciones respecto de la doctrina antropológica católica.
I. Creatividad teológica: pensar teológicamente desde la experiencia de unidad
1. Una teología agotada: el pensar teológico bajo el «síndrome de la razón ilustrada»
Desde el momento en que se estableció como fundamento y como opción metodológica en el pensar la discontinuidad entre fe y razón, ha venido padeciendo la teología católica el «síndrome de la razón ilustrada»: como una cierta influencia, ni claramente aceptada ni claramente rechazada, quizá incluso ni siquiera claramente percibida, de las posiciones básicas del pensamiento moderno. Esa influencia se ha dejado sentir hasta el día de hoy en un punto central: la cuestión sobre la naturaleza de la teología o el problema del conocimiento teológico.
Ya desde la Alta Escolástica, se había impuesto en el pensamiento teológico -no sin dificultades [30]- el principio de que la sacra doctrina se sirve de la ratio fide illustrata para progresar, y consiste esencialmente en un intellectus fidei. En realidad, el papel de la razón filosófica en la comprensión y formulación teológica de los misterios revelados, había sido implícitamente aceptado desde el principio de la reflexión cristiana, como puede comprobarse ya en algunos escritos de los apologistas del siglo II. En los siglos XII y XIII se consolida definitivamente la concepción de que la teología es un saber sobre las verdades de la fe. Fe razón lo construyen y especifican, fundamentan su peculiaridad científica [31].
Había en aquella concepción gran profundidad y coherencia, en cuanto que responde a la esencial visión cristiana, ya mencionada, de la conjunción en el hombre elevado entre naturaleza y gracia. La más audaz formulación de esa conjunción es el famoso desiderium natura/e visionis magistralmente desarrollado por Santo Tomás de Aquino [32]. En la grandeza del hombre creado para Dios y elevado al orden sobrenatural, que lleva en su naturaleza el deseo de ver a Dios, se funda la verdad del entrelazamiento entre los dones de naturaleza y de gracia. De ahí la coherencia de entender la teología como intellectus fidei, y de expresar su naturaleza por medio de la fórmula fides quaerens intellectum: eso es exactamente.
Uno de los grandes problemas de la teología moderna, y en particular de la teología del siglo XX radica en haber querido conciliar esos principios con métodos racionales surgidos de un pensamiento antropológico ajeno y, hasta cierto punto, beligerante. La proclamación de la autonomía de la razón y su separación de la fe, señala acertadamente Colombo, «ha predeterminado la figura de la teología en cuanto que ha sido entendida como combinación de fe y de razón, cada una con una función propia: la fe en función de portadora de la verdad, que no se conoce y que, por tanto, no se sabe: se cree, sí, pero no se sabe; y la razón que en cambio sabe, es el instrumento del saber. Aplicando la razón a la fe se produce el conocimiento de la verdad, el conocimiento crítico de la verdad que es precisamente la teología. En esta concepción se mantiene la separación entre la verdad y el saber; y se atribuye en exclusiva el saber a la razón, mientras que se le niega a la fe, incluso reconociéndole la verdad. Sólo la razón sabe, no la fe, que no es una forma de saber. Consecuentemente, si se quiere saber la verdad de fe, es necesario recurrir a la razón: a la razón de la filosofía neo-escolástica, decía la teología preconciliar, a la razón de la filosofía moderna, dice la teología post-conciliar, unidas ambas teologías en la profesión del postulado de que sólo la razón sabe y no la fe, que no es una forma de saber» [33].
La teología anterior al Concilio Vaticano II podría ser caracterizada, en efecto, por su referencia obligada y exclusiva a la filosofía neo-escolástica, y era generalmente entendida como una combinación entre la fe y ese modelo filosófico de razonar. «La fe aportaba las verdades de partida, y la razón aplicada a ellas propiciaba la comprensión, según un esquema cercano al silogismo: la mayor es la ver dad de fe, la menor es la verdad de razón, la conclusión es la conclusión teológica, en la que propiamente consiste la teología. La filosofía neo-escolástica era la proveedora de verdades racionales coherentes con las verdades de fe, para que el silogismo funcionase» [34]. Una teología tan marcadamente filosófica, donde la fe está cumpliendo también sobre todo una función de tipo gnoseológico, y en la que no se destaca la dimensión salvífica de los misterios revelados, estaba llamada a entrar en crisis, como de hecho sucedió.
El descubrimiento del pluralismo cultural y el impulso de apertura al mundo y al diálogo de la Iglesia con las culturas, que se denomina desde los tiempos del Concilio Vaticano II «aggiornamento», ha influido notablemente en la teología de las últimas décadas. No significa esto que haya variado el antiguo esquema de fondo para comprender la teología y el método teológico, como combinación entre la fe y el pensamiento filosófico (antes fe y filosofía neo-escolástica).
El aggiornamento ha significado más bien que aquella combinación se haya visto transformada en otra, sin que haya variado el fondo de la cuestión: la teología viene ahora expresada como combinación entre fe y «ciencias del hombre» -fe y fenomenología-, puesto que los saberes prácticos sobre el hombre son considerados en este nuevo momento histórico como el paradigma del moderno pensamiento cultural. El esquema de fondo continúa, pero evidentemente su sentido está cada vez más alejado de sus orígenes. La introducción de las ciencias del hombre supone sustituir en el método teológico, y en la comprensión misma de la teología, la razón veritativa propia de la filosofía por la razón instrumental o práctica, centrada en las relaciones de dominio sobre el mundo y desligada del problema de la verdad. Esa sustitución acabará induciendo un pensamiento teológico que encontrará grandes dificultades para reconocer la existencia de la verdad, y que tenderá a centrarse en la praxis y en la cuestión del sentido.
Si se renuncia a la cuestión de la verdad, se renuncia también ipso facto a hacer teología entendida come fides quaerens intellectum, porque la fe dice relación a la verdad absoluta. El interrogante que se ha planteado y no ha resuelto, en general, la teología posconciliar es éste: ¿cómo situarse dentro de la cultura contemporánea, que ha sustituido la verdad por la praxis, sin abandonar las propias raíces?, ¿cómo sostener y hacer valer la cuestión de la verdad, y tener al mismo tiempo una presencia reconocida en la cultura contemporánea? Que ese problema está planteado e irresuelto puede comprobarse en fenómenos recientes, en los que se pone de manifiesto que la cuestión de la teología tiende a personalizarse en la cuestión del teólogo y su papel en la comunidad eclesial o en la sociedad [35].
Tanto la crisis teológica actual, ligada a la crisis cultural general, como aquella otra preconciliar que estaba en relación con otras formas de pensamiento, son manifestaciones de una concepción de la naturaleza de la teología y del método teológico que entiende ilustradamente la letra de la gran tradición católica, sin acabar de aceptar quizá plenamente su espíritu. Pero en esta crisis se adivina otra más profunda, que sólo ahora está saliendo a la luz a través de sus efectos perversos: me refiero a la crisis que llevaba inscrita desde su origen la razón ilustrada, al pretender establecer un saber sobre el hombre sin advertir que partía de la negación de su íntima unidad.
2. La decadencia cultural como desafío teológico: «la alternativa cristiana»
En mayo de 1989 pronunciaba el Cardenal Ratzinger un importante discurso ante los obispos de las comisiones doctrinales de las diferentes Conferencias episcopales europeas. El tema era: Actuales dificultades para la fe en Europa [36]. Tras un inteligente análisis de los problemas y de sus motivaciones profundas, proponía el Cardenal la tesis que en el título de este apartado se sintetiza, y que se expresaría así: la actual decadencia cultural de occidente, a la que va ligada el declinar de una teología basada en modelos culturales caducos, exige una verdadera renovación teológica, un nuevo despertar: no una simple reacción ante los problemas, sino un retomar la iniciativa para hacer patente que la fe cristiana es la alternativa que el mundo espera después de los fracasos del experimento liberal y del marxista. Ese es el desafío que tiene planteado el cristianismo, y la gran responsabilidad de los cristianos de este tiempo.
Los fenómenos contestatarios contra la fe y la praxis moral de la Iglesia, se lee en el texto del Discurso, aún siendo temáticamente diversos -pues se refieren a cuestiones que pertenecen bien al ámbito de la moral sexual, bien al del ordenamiento sacramental- , dependen sin embargo de una básica visión del hombre y de la libertad, esto es, de una orientación antropológica global cuyos conceptos claves son: conciencia y libertad entendidas desde una perspectiva de autodeterminación moral: sólo yo decido lo que es moral para mí en determinada situación... , la norma o la ley moral deben ser entendidas como nociones negativas... , lo que viene de fuera sólo puede ofrecer modelos orientativos per nunca fundar obligaciones definitivas...
Esa visión del hombre se manifiesta de manera paradigmática en los modelos de comportamiento sexual, y en el cambio de relaciones entre el hombre y su cuerpo, entendido como liberación de «pasados tabúes». El cuerpo se considera una posesión de la que cada uno dispone conforme a lo que considera útil para su «calidad de vida». El cuerpo se tiene y se usa. De la corporeidad no se espera un mensaje sobre lo que soy o debo ser, sino que se decide lo que se quiere hacer con ella. Es indiferente si este cuerpo es de un sexo u otro, porque no revela un ser sino que se ha convertido en un tener, en un dominio. Bajo esta orientación, la distinción entre homosexualidad y heterosexualidad, entre actos sexuales dentro o fuera del matrimonio..., es irrelevante; y la diferencia varón-mujer se considera un esquema convencional superado. A esta actitud respecto del cuerpo se ha llegado a través de la total separación, no sólo teórica, entre sexualidad y fecundidad, llevada a plenitud por la ingeniería genética: se pueden «hacer» hombres en laboratorio, con materiales conseguidos no a través de relationes intrahumanas, personales Son fenómenos que muestran una revolución en la imagen contemporánea del hombre, y que piden un estudio detenido de lo que en esa visión pudiera haber de sensata rectificación a los esquemas tradicionales, y de lo que contrasta absolutamente con la imagen antropológica de la fe y no admite acomodación, sino que nos pone ante la alternativa entre fe y oposición a la fe.
¿Cómo es posible que esos modos de entender al hombre se hayan convertido en habituales entre los cristianos? ¿Por qué se ha producido ese profundo cambio de orientación de los paradigmas del ser y del deber ser del hombre? «Todos respiran -dirá el Cardenal- una imagen del hombre y del mundo que hace plausible para ellos una determinada visión e inaccesible la otra. ¿Quién no estaría a favor de la conciencia y de la libertad, contra el juridicismo y la constricción? ¿A quién le puede interesar la defensa de los tabúes? Si se plantean así los problemas, significa que la fe anunciada por el magisterio ha caído ya en una posición sin esperanza. Se deshace por sí misma porque ha perdido su plausibilidad en la estructura de pensamiento del mundo moderno, y es clasificada por la masa de nuestros contemporáneos como algo superado hace tiempo».
¿Cómo responder a esos problemas de modo significativo? Primero, no quedándose detenidos en la discusión de puntos particulares; pero, principalmente, esforzándose en presentar la lógica de la fe en su conjunto: la sensatez y la razonabilidad de su visión de la realidad y de la vida. La respuesta a los problemas concretos sólo es posible si son vistos en su contexto sustentador, cuya desaparición ha despojado a la fe su evidencia.
Existen tres ámbitos doctrinales de la visión del hombre y del mundo según la fe -es decir-, del contexto sustentador de las propuestas y de las respuestas cristianas, en los que en los últimos decenios se ha ido produciendo un cierto «aplanamiento», que ha pre: parado una gradual transición hacia otros paradigmas: a) la casi total desaparición de la doctrina de la creación en la teología, la sucesiva caída de la metafísica y la clausura del hombre en lo empírico con la pérdida del sentido de la trascendencia, b) un aplanamiento de la cristología, y c) la radical reducción de contenidos de la doctrina escatológica de fe.
Largo sería estudiar cada uno de esos puntos, cuya sintomatología de fondo coincide con lo que antes denominábamos «el pensar teológico bajo el síndrome de la razón ilustrada». El aplanamiento del contexto doctrinal sustentador de la visión cristiana del hombre, a causa de la influencia de una teología intelectualmente agotada, ha supuesto en este tiempo un avance -también entre los cristianos- de visiones antropológicas reductoras que no ofrecen soluciones, sino que llevan los problemas a sus últimas y perversas consecuencias. Existe una silenciosa certeza universal de necesitar una alternativa que nos conduzca fuera del callejón, y quizá también una silenciosa esperanza -en realidad, después de los acontecimientos del Este europeo, más que silenciosa es ya clamorosa- de que sólo un cristianismo renovado puede ser esa alternativa. Construir esa alternativa pide elaborar una teología nueva, una teología creativa que quizá debería ser llamada una teología desde la experiencia de unidad.
3. El camino permanente de la creatividad teológica: la teología desde la experiencia de unidad
La línea de respuesta que, como se ha visto, postula el Cardenal Ratzinger para superar las graves dificultades con que tropieza la aceptación de la doctrina de fe en el contexto cultural occidental, consiste en tratar de presentar la lógica de la fe en su conjunto. Es, en efecto, un remedio conocido y reconocidamente eficaz; más aún: es el único, pues nunca se ha dispuesto de otro en el seno de una comunidad de fe como la cristiana que, en medio de cualquier situación cultural y frente a cualquier visión antropológica, se sabe llamada a transmitir la plena verdad sobre Dios y sobre el hombre. Pero, ¿qué quiere decir la expresión lógica de la fe?
Lógica significa lagos, racionalidad, inteligibilidad, leyes internas del pensamiento, orden en la reflexión... Al hablar, por tanto, de la lógica de la fe tenderemos primariamente a pensar en la coherencia intelectual de sus enseñanzas, es decir, en la razonabilidad de la imagen que la doctrina de fe ofrece de toda la realidad, a la luz del misterio de Cristo... Pero debemos hacer notar también, con la máxima fuerza, que la lógica de la fe no puede consistir sólo en esa luminosidad intelectual, porque ni el misterio de Cristo -como síntesis de los misterios revelados- es un puro mensaje doctrinal, ni la fe cristiana es una simple suma de contenidos intelectuales. En realidad, más que de «lógica de la fe» es preferible hablar de «lógica de la experiencia cristiana», en la que se incluye una conjunción de verdad y de sabiduría, de fe como aceptación amorosa de la verdad y actitud de seguimiento... Desde esa perspectiva, la lógica de la fe es más bien la lógica de la experiencia de unidad.
Presentarla ante el mundo quiere decir ante todo mostrar la imponente fuerza humanizadora de la unidad de vida, entendida como unidad en el sujeto de la caridad, esto es, unidad entre el amor a Dios, a uno mismo y a la entera creación. Esa lógica de la experiencia cristiana, antes de mostrarse como desarrollo intelectual de contenidos doctrinales, necesita el fundamento de una sabiduría vital nacida y alimentada en los dominios de una naturaleza planificada por la gracia. Desde esa base de amor y sabiduría despliega también el pensamiento cristiano su lagos, que junto a razones comunes a todo pensar humano posee además, leyes internas propias, como son: la centralidad del misterio de Cristo, la dimensión salvífica de los misterios revelados, la continuidad entre creación y redención dentro del eterno designio del amor de Dios, la conexión de los misterios entre sí y con el fin último del hombre...
Así pues, la lógica de la experiencia cristiana se hace presente tanto con el testimonio de una comprensión de la persona humana coherente con el misterio de Cristo, como con la elaboración de un pensamiento teológico que se esfuerza en trabajar sin perder contacto con la sabiduría de la Cruz. Una cosa llama a la otra, como bien sabe el conocedor de la historia del cristianismo. Cualquier cristiano que ha tomado posesión real, aun no refleja, de los núcleos vitales de su fe por la vía de la unidad interior, está capacitado para mostrar ante el mundo en el que vive el lagos de su experiencia, y para formularla expresivamente en la medida de sus hábitos intelectuales. En el caso de intelectual cristiano y, en particular, del teólogo, esa capacidad es también un compromiso y un deber de servicio a la Iglesia y a sus contemporáneos.
¿Cómo expresar sintéticamente los elementos fundantes de una experiencia cristiana, capaz de llevar a cabo hoy en día esa tarea de manifestar al mundo su propia lógica? ¿Sobre qué bases se fundamenta una cosmovisión esencialmente católica? Conforme a lo que se ha escrito en las páginas anteriores, esos elementos centrales se pueden formular así:
a) sentido vivo del misterio de Cristo
b) inserción consciente en el misterio de la Iglesia
c) afirmación y defensa de la unidad y continuidad entre fe y razón.
Sentido vivo del misterio de Cristo significa aquí, principalmente (renunciamos ahora a un desarrollo más extenso), aquella abierta y sincera actitud de fe en su existencia real y actual como quien es, es decir, como Dios y Hombre verdadero. Señor y Salvador nuestro. La cercanía existencial con este Cristo amable y viviente, la seguri dad de entrar en relación personal con El a través de los medios que la Iglesia administra, la posibilidad siempre abierta de alcanzar en El y en su Espíritu la misericordia y la comunión filial con el Padre, son esenciales para la conciencia católica, que es en su núcleo más íntimo conciencia de la propia pertenencia a Cristo. Si en un bautizado falta esa confianza y veneración por Cristo, si carece del senti do de la amistad con El, que es ya un saber sobre su presencia cercana y sobre la personal vinculación a su misterio, entonces, sólo muy quedamente, sin convicción, cabría decir que posee el espíritu católico, una conciencia católica. El alejamiento de Cristo, la falta de relación con El, es verdadera pérdida del centro de referencia: lejanía de lo cristianamente esencial.
Inserción consciente en el misterio de la Iglesia, segundo elemento que hemos señalado, unido al anterior e inseparable de él, significa aquí principalmente aquella comprensión teologal -incluso no refleja- de la Iglesia histórica, esta Iglesia, como lugar de la presencia del Cristo del amor, del perdón y de la gracia, como ámbito de actuación del Espíritu Santo vivificador, como hogar donde se encuentra el amor paterno de Dios, como signo y realidad de comunión con los demás. Ese sentido teologal de la Iglesia y de la pertenencia a Ella, va acompañado siempre, casi por instinto sobrenatural, de una particular veneración por el sacerdocio ministerial y de una sincera adhesión a las enseñanzas de magisterio. Si en un bautizado estuviese ausente ese sentido teologal de la Iglesia y su -inserción en Ella-, si careciese de esa referencia que le habla de unidad, de comunión, de participación en los dones y en los deberes de la redención..., no podría afirmarse que su conciencia poseyera la deseable madurez católica. Tales carencias son, nuevamente, lejanía de lo esencial.
Por último, en íntima dependencia con los anteriores, hemos señalado como tercer elemento central de una cosmovisión católica la afirmación y defensa de la unidad y continuidad entre fe y razón. La interrelación entre ambas, no sólo en cuanto afirmada como verdad de fe y como postulado intelectual, sino sobre todo asentada y ejercida en la base del propio vivir, es determinante para que una conciencia sea católica y pueda mostrar la lógica de su experiencia de unidad. ¿Cabe acaso hablar de identidad católica donde falta esa íntima compenetración entre fe y razón? ¿Podría asentarse una conciencia católica sobre los postulados intelectuales que sostienen la fractura entre ambas, y seguir siendo católica? No habrá coherencia católica donde esté ausente ese fundamento.
Cuando esos elementos son poseídos en unidad, aun de manera no refleja, por una persona creyente, y vividos en sus habituales manifestaciones prácticas (ejercicio de las virtudes en la vida cotidiana, práctica religiosa-sacramental), forman un armazón espiritual que sostiene con firmeza su entera existencia. Proporcionan al cristiano, como fruto de la interrelación de los dones de naturaleza y de gracia que ha recibido, aquel espíritu esencialmente católico que ha animado siempre el Cuerpo de Cristo y que, con las características propias de cada momento, se encuentra convertido en vida real (pensamiento, acción) en cualquier periodo histórico, desde la época apostólica hasta el final de este siglo XX.
Precisamente ahora, en este final del siglo XX, la recuperación teológica y evangelizadora de la comunidad cristiana, el renacimiento de un pensamiento teológicamente creativo -que es siempre también atrayente desde el punto de vista intelectual, como testimonia la historia de la cultura europea- , está en íntima dependencia con el reencuentro de aquel espíritu de la gran tradición católica, que no era ni tradicionalista ni racionalista, ni fundamentalista ni gnóstico, sino que se había forjado en la comunión con Dios en Cristo y en la defensa de la unidad interior del hombre redimido.
Antonio Aranda, en dadun.unav.edu
Notas:
1 W. KASPER (El Dios de Jesucristo, Salamanca 1985, 105), por ejemplo, califica el concepto de experiencia de «polifacético y polivalente», y señala que «está considerado como uno de los conceptos más arduos y oscuros de la filosofía». Para J. RATZINGER (Teoría de los principios teológicos, Barcelona 1985, 412), dicha noción nunca ha sido expresada «con entera satisfacción», y cita a H.G. GADAMER (Wahrheit und methode, Tübingen 1965, 2 ed., 329) para quien «es uno de los conceptos más confusos».
2 Cfr. L. SCHEFFCZYK, Die Erfahrbarkeit der gottlichen Gnade, en H. ROSSMANN-J, RATZINGER (hrsg.), «Mysterium der Gnade», Festschrift für Johann Auer, Regensburg 1975, pp. 146-159. W. BEINERT, Die Erfahrbarkeit der Glaubenswirlichkeit en ibídem, pp. 132-145, con amplia bibliografía. J. MOUROUX, L'experience chrétienne. Introduction a une théologie, Paris 1952. F. GREGOIRW, Note sur les termes «intuition» et «experiénce», en REVPHLOUV 1 (1946) 402-415. G. GRANNINI-M.M. Rossi, Esperienza, en «Enciclopedia filosófica», II, Fírenze 1968, 938-1001. G. Momu, Teología espiritual, en «Diccionario Teológico Interdisciplinar», I, Salamanca 1982, 27-61. W. KASPER, o.e., pp. 102-110. J. RATZINGER o.e., pp. 412-424.
3 Cfr. K. R. AFRNER, Curso fundamental sobre la fe. Introducción al concepto de cristianismo, Barcelona 1979. J.B. LOTZ, Traszendentale Erfahrung, Freiburg i.B. 1978.
4 Cfr. W. KASPER, o.e., pp. 151-158.
5 J. RATZINGER, o.e., p. 422.
6 Bajo este punto de vista puede ser expresada como participación sobrenatural en la propia experiencia filial que Cristo tiene del Padre. Más aún, cabe decir con H. DE LUBAC que es <<no sólo participación en la experiencia de Cristo (...) sino participación en su propia realidad» (La mystique et les mystíques, París 1965, 26), pues Cristo es «la experiencia de Dios», «la experiencia del Padre», como señala R. BRAGUE, Was hei/3t christliche Erlahrun'g?, en «Internationale katholische Zeitschrift Communio» 5 (1976) 483.
7 Descubrir el hombre en sí mismo su pertenencia a Cristo y la elevación en El a la dignidad de hijo de Dios, es, conforme a la enseñanza de Juan Pablo II, el núcleo central de la antropología cristiana. En ese saberse personalmente de Cristo, cada uno «comprende mejor también su dignidad de hombre, precisamente porque es el sujeto del acercamiento y de la presencia de Dios, sujeto de la condescendencia divina en la que está contenida la perspectiva e incluso la raíz misma de la glorificación definitiva» (cfr. JUAN PABLO II, Ene. Dominum et vivificantem, n. 59c). Cfr. un estudio sobre este texto en nuestro: Libertad, conciencia, magisterio, en «Scripta Theologica» 19 (1987) 853-868.
8 Cfr. J. RATZINGER, o.e., p. 392.
9 Cfr. M.-J. LE GUILLOU, Le mystere du Pere, París 1973, p. 161. Sobre las relaciones entre luteranismo y pensamiento filosófico moderno se encuentran ideas interesantes en ibídem, pp. 135-165.
10 Cfr. H. Hust, Die Idee einer christliche Philosophie mit besonderer Rücksicht auf Kant als Philosophen des protestantismus, en «Jahrbuch der Albertus-Universitiit zu Konígsberg», 1964, pp. 21-50.
11 B. MONDIN, Scienze umane e Teología, Roma 19881 p. 185.
12 J. RATZINGER, o.e., p. 394.
13 Cfr. CONC. VATICANO I, Const. Dog. Dei Filius, cap. 4: De Fide et ratione, D. 3015-3020.
14 Quizá por eso, la noción de fe está contemplada en el texto conciliar desde una perspectiva eminentemente intelectual, es decir, bajo el punto de vista del conocimiento de verdades que facilita, con objeto de mostrar su continuidad con la razón. Eso supone, sin duda, acentuar más débilmente otras dimensiones esenciales de la fe y de su acto propio aunque el Concilio también las menciona (cfr. D. 3008-3010), como su conexión con la caridad, su íntima dependencia de la voluntad Pero los problemas venían entonces no por este camino, sino por aquel.
15 Al decir «el fondo de aquellos problemas», me refiero no tanto a la cuestión de la racionalidad de la fe, tan estudiada por la teología católica, sino a la esencia del problema teológico planteado, que hunde su raíz en la comprensión cristiana del hombre. La cuestión de la racionalidad de la fe sí ha sido, en cambio, ampliamente tratada por la teología católica desde finales del XIX, sobre todo en perspectiva apologética. Se debe resaltar incluso que es una cuestión eminentemente católica, pues la teología protestante apenas se interesa por ella dada su peculiar postura en materia de gracia y de justificación. «Los reformadores del siglo XVI no concedieron mucho peso a los signos externos de la revelación, reconociendo prácticamente como único signo válido el testimonio interior del Espíritu que certifica al creyente el origen divino y la autenticidad de la palabra de Dios. Incluso en nuestros días amplios sectores del protestantismo siguen excluyendo todo tipo de justificación de la fe ante la razón humana, viendo en todo intento de «defensa» de la fe una traición cometida contra la misma fe» (F. Arnusso, Fe (acto de), en «Dice. Teol. Interdisciplinar», II, Salamanca 1982, p. 534).
16 Lo cual no obsta para que, con LE GUILLOU (o.e., p. 204), se deban también señalar algunas limitaciones relacionadas con nuestro tema tanto en la teología del siglo XIII como, sobre todo, en la de los siglos siguientes que asistieron al impetuoso brotar del Humanismo. Si el pensamiento teológico del siglo XIII, en efecto, «no alcanzó a poner suficientemente en claro el nexo entre una metafísica del ser y una metafísica del sentido de la libertad cristiana», ya en el siglo XIV esa limitación se dejó sentir vivamente, pues «frente al extraordinario empuje humanista, la estructura teándrica del misterio cristiano habría necesitado ser pensada según todas sus dimensiones -y no sólo en su racionalidad metafísica-, para poder continuar siendo la matriz histórica y cultural de una civilización transfigurada por el misterio cristiano».
17 En alguna ocasión, además, bajo la apariencia de una proclamada vuelta a Santo Tomás, se ha dado lugar a visiones peculiares de puntos doctrinalmente centrales. Es lo que ha sucedido, por ejemplo, con la denominada «escolástica trascendental», que afirma 1a superación del realismo y del idealismo en la identidad entre el ser y el devenir en la conciencia, a través de una relectura de Santo Tomás desde perspectivas fundamentalmente kantianas. «Por su posición anti-metafísica e historicista, ha sido muy ampliamente responsable de la desintegración actual de la teología», dirá de ella críticamente el P. LE GUILLOU (o.e., p. 205).
18 J. RATZINGER, o.e., p. 390.
19 Ibídem, p. 399. .
20 Cfr. H.U. VON BALTHASAR, Spiritus Creator. Skizzen zur Theologie III, Einsiedeln 1967, p. 247.
21 Cfr. J. RATZINGER, o.e., p. 438.
22 Recuerda Ratzinger, ibídem, algunos ejemplos paradigmáticos a este respecto tomados de grande teólogos. San Agustín, por ejemplo, ha dejado constancia escrita de la admiración que despertaba en él la fe de su madre a la que veía en la cima de la sabiduría, con capacidad para juzgar las cosas desde el centro mismo. San Buenaventura dice de una anciana de profunda fe que tiene más sabiduría que el mayor de los teólogos. Sto. Tomás -que usa también el ejemplo de la fe de la anciana y la ciencia de los filósofos -, hace notar que el amor, la caridad, es para el hombre como un ojo que le permite ver...
23 Cfr. S. Th., II-Ilae, q. 4, a. 2 (la caridad como forma fidei); q. 8, a. 4 (relación entre caridad y don de entendimiento); q. 23, a. 8 (la caridad como forma virtutum); q. 45, aa. 2.4 (relación entre caridad y sabiduría).
24 Cfr. l. DE CELAYA, Vocación cristiana y unidad de vida, en «La misión del laico en la Iglesia y en el mundo», Pamplona 1987, pp. 951-965. M. BELDA, La nozione du «unitci di vita» secando l'Esortazione Apostolica «Christifide!es laici», en «Annales Theologici» 3 (1989) 287-313. R.LANZETTI, L'unita di vita e la missione dei/edeli laici nell'Esortazione Apostolica «Christifideles laici», en «Romana» V (1989) 300-312. A. BovoNE, La unidad de vida del sacerdote, en «Santidad y espiritualidad de los presbíteros. Balance sinodal del pos-concilio», Madrid 1988.
25 C. SCHONBORN, Es el Señor y da la vida, en «Scripta Theologica» 20 (1988) 562.
26 Ibídem, nota 43.
27 Cfr., por ejemplo, Ene. Dominum et vivi/icantem, nn. 27-48; Ex. Ap. Reconciliatio et poenitentia, nn. 13-19.
28 Cfr. STO. TOMAS DE AQUINO, s. Th., I, q. 95, ªª· 1.3; I-II, q. 82, aa·2.3.
29 La formulación históricamente más expresiva de esta realidad es un famoso texto de San Agustín - quizá el, más célebre de su De civitate Dei-: «Fecerunt itaque civitates duas amare duo; terrenam scilicet amor sui usque ad contemptum Dei, caelestem vero amor Dei usque ad contemptum sui» (XIV, 28). En el fondo de esta concepción, tan característica del Doctor africano y tan representativa de su visión cristiana de la historia, late toda su teología de la gracia, es decir, su comprensión de la oposición paulina Adán-Cristo, de los binomios naturaleza-gracia, ley-espíritu, libertad humana-auxilio divino (Cfr. A. TRAPÉ, Introduzione generale a «La Citta di Dio», Roma 1978, p. LXVI).
30 El siglo XII, como momento histórico característico para estudiar la definitiva entrada de la filosofía aristotélica en la elaboración de la teología, está lleno de hechos contradictorios que muestran la fuerte lucha establecida antes de que la razón filosófica encuentre su sitio en el método teológico. Entre tantos estudios sobre esta materia, destacan los conocidos trabajos de M.-D. CHENU, La théologie comme science au xme siecle, París 1943¡ Introduction a l'étude de saint Thomas d'Aquin, Paris 1950.
31 El texto de referencia en esta materia será para siempre el de S, Th., I. q. l.
32 Con la tesis del «deseo natural de ver a Dios» se está afirmando que ese deseo está inscrito en la misma naturaleza del hombre. Se está manteniendo, por tanto, la verdad -central en la antropología cristiana- de que el hombre ha sido ordenado gratuitamente a un único fin sobrenatural, aunque no puede alcanzarlo sin la libre donación de la gracia por parte de Dios. Con esa tesis, Santo Tomás (cfr. S. Th., I, q. 12, a. 1; I-II, q. 3, a. 8) no hizo sino formular la posición mantenida implícitamente por los Padres. (Cfr. H.U. VON BALTHASAR, Regagner une philosophie a partir de la théologie, en <iPour une philosophie chrétienne (philosophie et théologie)», París 1983, pp. 175-187: cfr. pp. 179-180).
33 G. COLOMBO, La teologia del secolo XX, en D. Valentipi (ed.), «La teologia. Aspetti innovatori e loro incidenza sulla ecclesiologia e sulla mariología», Roma 1989, pp. 41-52; cfr. p. 51.
34 Ibídem, p. 44.
35 Cfr. para las ideas contenidas en estos párrafos, ibídem, pp. 46 49.
36 Texto original italiano en «L'Osservatore Romano», 30.VI-l.VII.1989, p. 7. Otro texto del CARD. RATZINGER en la misma línea de reflexión es Su conferencia: Perspectivas y tareas del catolicismo en la actualidad y de cara al futuro, en «Catolicismo y cultura», Madrid 1990, pp. 89-115.
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