Hugo Emilio Costarelli Brandi

IV.    Vita contemplativa y belleza

Si es cierto que la belleza implica claridad y proporción, y que en el caso de las praxeis ella brota de la presencia ordenadora de la ratio en las potencias, entonces “en la vida contemplativa, que consiste en el acto mismo de la razón, se halla la belleza per se y esencialmente” [69]. Se ha visto que entre las virtudes de la vida activa, la templanza se destaca por adecuar al apetito que más puede desordenar al hombre. Sin embargo, cabe advertir que ella no es el orden humano mismo sino un caso.

Por el contrario, la vita contemplativa es el orden mismo, es intellectus [70], el conocimiento de las cosas en su causa última, la percepción del fin universal de todo ser y desde allí la inteligencia de las relaciones entre todas las cosas [71]. En breve, ella no es la instauración de un tipo o clase de orden sino la visión gozosa del orden mismo, que a su vez es principio de orden para toda otra potencia, y por ello es que se da allí la belleza humana por sí y no sólo dispositivamente [72].

Quizás pudiera pensarse que esta belleza de la vida contemplativa es meramente intelectual, ya que su sentido primero es la tensión “a la contemplación de la verdad” [73]. Tomás, por el contrario, advierte desde el inicio que ese orden implica la totalidad de la persona humana al involucrar tanto al afecto cuanto al intelecto. Hay que recordar que la vida activa es por la contemplativa [74], pues una dispone a la otra [75]. En tal sentido, la vida activa con todos sus afectos está reunida por la contemplativa desde el momento que ésta marca la proporción adecuada habitual entre las acciones y sus fines, unificando así el organismo de las virtudes al dirigirlas a su único y último fin.

Pero además, y de un modo más radical, la vida contemplativa nace del deseo, en cuanto ella quiere contemplar. El Aquinate lo explica del siguiente modo: “la vida contemplativa, en cuanto a la misma esencia de la acción pertenece al intelecto, pero en cuanto a lo que mueve a ejercer tal operación pertenece a la voluntad que mueve al intelecto y a todas las demás potencias a su acto” [76]. La vida contemplativa no es el acto de una potencia, es por el contrario la vida de un ser completo, y en tal sentido la doble dimensión de la vida humana, el conocer y el querer, se hallan presentes: no se puede concebir un ver que no quiera o un querer que no vea. La esencia de la vida contemplativa es un ver amante [77], o como afirma Pieper: “es un mirar que se despliega a partir de la inclinación amorosa y positiva, de modo que sólo así se puede formular de manera plena, sin mengua alguna, un sentido de la contemplación con pretensiones de ser conceptualmente completo” [78].

Tomás subraya aún más este aspecto al traer las palabras de Agustín quien habla de la caritas veritatis: “la vida contemplativa pertenece directa e inmediatamente al amor de Dios; en efecto, dice Agustín en el libro XIX, (19) de su De Civitate Dei que la caridad de la verdad, es decir de las cosas divinas, busca el santo ocio, es decir el que pertenece a la vida contemplativa” [79]. La contemplación como tal conlleva el deseo de Dios, implica al más alto de los amores, a la caridad, como aquella que ordena los deseos humanos dirigiéndolos al único y verdadero fin [80], es decir, a la contemplación de Dios. Y esta pertenencia de la vida contemplativa al amor sobrenatural trae nuevamente la atención al tema de la belleza.

En efecto, el Angélico advierte que “Gregorio funda la vida contemplativa en la caridad de Dios en cuanto alguien, a partir del amor de Dios se inflama para contemplar su belleza”  [81]. Esta última afirmación es llamativa. En el texto anterior, la caridad aparecía como motor de la tensión a la verdad; ahora también se torna en motor de la contemplación pero asociada a la belleza. Lo que el Aquínate parece subrayar con estas indicaciones es la unidad de la experiencia contemplativa donde ninguna dimensión entitativa queda relegada: el bien mueve a ver lo verdadero y al gozo de la visión de lo bello; y esto es posible gracias al orden generado por la caridad, que al informar a todas las otras virtudes pone belleza en el alma y con ello habilita la percepción y el deseo de bellezas aún mayores.

En efecto, esta dinámica de la vida contemplativa que nace del amor, se prolonga en un ver que augura amores más intensos. Tomás así lo indica al referirse a la unidad de la vida contemplativa: “[...] pues alguien se deleita en la visión de la cosa amada, y la misma delectación de la cosa vista [ipsa delectatio rei visae] excita aún más el amor” [82]. El texto vuelve –aunque de un modo no tan evidente– sobre la unidad de la experiencia de los trascendentales del ente en solidaria armonía con la plenitud humana: en primer lugar se destaca la visio intelectual que refiere al verum; luego, se menciona la delectatio rei visae –que parece remitir sin más al quae visa placent advertido al inicio de este trabajo– destacando así la presencia del pulchrum como aquel que inflama el amor, lo que remite en definitiva al bonum. En conclusión, la sinergia dinámica de la vida contemplativa, guiada por la caridad, transitando los trascendentales desde el ente hasta el Ente, redime la creación –según el mandato del Génesis [83]– al pronunciarla desde la experiencia humana como verdad-belleza-bien.

Ahora bien, este camino pulchrificante de la vida contemplativa supone en su término a la misma visio beatifica Dei; sin embargo, en su devenir implica diversas instancias de belleza que como escalones aproximan y colaboran dispositivamente. Tomás resume esta idea en un precioso texto:

[...] por esto, a partir de lo dicho, queda claro que en un cierto orden pertenecen a la vida contemplativa cuatro cosas: primero sin duda las virtudes morales, en segundo lugar, los otros actos distintos de la contemplación, en tercer lugar la contemplación de los divinos efectos y por último el que completa [los anteriores] es la misma contemplación de Verdad Divina [84].

Como ya se ha dicho, el ordenamiento de las virtudes morales es un paso dispositivo esencial para la contemplación; es, si se quiere, una primera instancia de belleza. Este primer estadio habilita la posibilidad de otras acciones intelectuales que colaboran también a la contemplación, como ser la captación de los primeros principios y la deducción de las verdades contenidas en esos prima [85]. Nuevamente aflora la belleza de este theoreïn que se caracteriza por la visión y aplicación a diversos aspectos del orden total.

Ahora bien, todo este proceso pulchrificante va preparando y disponiendo contemporáneamente la percepción y gozo de mayores bellezas. Es en este punto donde el universo comienza a ser escuchado, donde el Lógos presente en las cosas encuentra eco en el alma humana dispuesta. Es por ello que la contemplación de los efectos divinos se hace posible, cumpliéndose las palabras de San Pablo: “lo invisible de Dios desde la creación del mundo se deja ver a la inteligencia a través de sus obras” [86]. Por último, lo que pone el verdadero sentido a todo el movimiento es la misma contemplación de la Verdad Divina.

Sobre esto último, Tomás es muy claro. Advierte que la contemplación de esa Verdad sólo es posible de modo pleno en la Visión Beatífica [87], y que en esta vida “nos compete de un modo imperfecto, es decir, por medio de un espejo y como en enigma, haciéndosenos por esto una especie de incoación de la beatitud” [88]. Lo bello, pleno en la Visión, se presenta al viator como algo evidente y a la vez oscuro, como una plenitud que se esconde, o mejor, como algo demasiado luminoso para que nuestros ojos puedan verlo pero a la vez muy evidente como para negarlo. Es por ello que muchos han visto en ello la estructura propia de la esperanza, ya que en la contemplación posible a esta vida “no vemos o participamos de una consecución, sino de una promesa” [89].

Con todo, se debe advertir que esa contemplación, perfecta o imperfecta, opera la unidad total: ella es la que unifica la vida humana, sea en sí, sea en su relación con las cosas o con Dios. En tal sentido el Angélico destaca que “[el alma] hecha uniforme de un modo unitario, es decir integrada, con las virtudes unidas es conducida a lo Bello y a lo Bueno” [90].

Es por ello que la belleza máxima, en última instancia, se da en la felicidad. En efecto, todo el organismo de las virtudes tiene sentido por la felicidad, a la que corresponde de un modo más esencial la contemplación: “la felicidad consiste más principalmente en la vida contemplativa que en la activa” [91]. Las virtudes morales colaboran a la felicidad, de modo que la integran pero no en cuanto al acto mismo sino sólo como dispositivas. Por el contrario, el obrar mismo de la vida contemplativa es la felicidad y por ello es la máxima de las bellezas posibles: “Como la felicidad consiste en las operaciones de las virtudes se sigue que la felicidad es lo mejor, lo más bello y más deleitable” [92]. Esto sucede porque en ella se da la mayor de las armonías posibles, es decir, donde todo el orden generado por las virtudes morales se prolonga en el acto humano por excelencia, la visión, que en enigmas en esta vida y plena en el status comprehensoris esplende claridad al pronunciar lo que cada hombre debía ser.

V.           Gratia non tollit naturam, sed perficit

Cuando en el apartado anterior se indicaba, a propósito de la vida contemplativa, que su belleza –basada en el orden de la razón– en última instancia no era otra cosa más que el acto mismo de la felicidad –entendiendo en ello el obrar completo del organismo de las virtudes en miras de la visión amorosa de la verdad–, no se destacó de manera explícita uno de los puntos centrales de la vida moral cristiana que ahora conviene subrayar.

Es común que la lectura de la Ética Nicomaquea asombre por su claridad y practicabilidad. En especial, el primer libro consagrado a la felicidad, ofrece una mirada prolija y racional sobre lo que aquella es y cómo puede ser alcanzada. Sin embargo, al poner el acento en la práxis humana suele pasarse por alto un texto de gran importancia donde el Estagirita analiza la causa de la que procede la felicidad. En efecto, ella parece venir del aprendizaje y del ejercicio, pero hay una causa más alta aún que conviene destacar: “Pues si hay alguna otra dádiva que los hombres reciban de los dioses, es razonable pensar que la felicidad sea un don de los dioses, especialmente por ser la mejor de las cosas humanas” [93].

Tomás comenta dicho texto indicando que “es razonable que la felicidad sea un don del Dios supremo, ya que ella es lo óptimo entre los bienes humanos” [94]. Tanto la continuidad cuanto la diferencia de tono en las palabras de Tomás son llamativas. El Estagirita atina con su afirmación sobre la necesidad de que la causa de la felicidad sean principalmente los dioses; sin embargo, es claro que para el Aquinate esa causa es el Dios Trinitario mismo que en su donación inhabita el alma humana.

Desde la mirada cristiana, la felicidad ya no es sólo el ejercicio de la virtud sino la visio beatifica, que se inicia de modo imperfecto en esta vida mediante la inhabitación Trinitaria. Es sobre este supuesto que Tomás plantea la necesidad de un hábito que disponga dicho morar, y es en este punto donde la gracia cobra importancia: “[...] por medio de la gracia gratum faciens toda la Trinidad inhabita la mens según aquello de Jn 14, 23: A él vendremos y haremos morada junto a él” [95].

En el apartado anterior se advirtió que la caridad es la raíz de la vida contemplativa y con ello de su belleza. Sin embargo, este hábito sobrenatural es imposible sin la gracia ya que dadas las consecuencias del pecado original el hombre “sigue el bien propio si no es sanado por la gracia” [96]. Las consecuencias de aquella falta primera son tan extensas que Tomás afirma que ni la volición, ni la realización del verdadero bien [97], ni el cumplimiento de la ley natural [98] y mucho menos el conseguir la vida eterna [99], son acciones que estén al alcance de la natura caída. En breve, la necesidad de la gracia es total.

Ahora bien, conviene notar que “la misma luz de la gracia, que es una participación de la naturaleza divina, es algo anterior a las virtudes infusas, las cuales se derivan de aquella luz y a ella se ordenan” [100]. Esto significa que si hay belleza en la caridad y en las demás virtudes, ello se debe, en última instancia, a la belleza de la gracia: “En efecto, la belleza del alma consiste en su asimilación [assimilatione] a Dios, en miras de Quien debe ser formada [fomari] por medio de la claridad de la gracia [claritas gratiae] recibida de Él” [101].

El texto es de una exquisita densidad. En primer lugar, se advierte que la particular tarea pulcrificante de la gracia consiste en hacer similar a Dios en cuanto ella tiene el poder de formar. Esto significa que, la participación de la naturaleza divina produce una formación adecuada, una restauración del hombre que eleva su fin a lo sobrenatural y lo capacita para alcanzarlo. En tal sentido, es interesante notar que Tomás habla de forma, no sólo por todas las implicancias metafísicas y morales que tiene, sino también en relación a la belleza, ya que el pulchrum “propiamente pertenece a la razón de la causa formal” [102].

De hecho, lo hermoso será lo formoso o specioso. En segundo lugar, conviene notar también el papel de la claritas –analizado ya como momento de lo bello–. En este caso, la claridad, que pronuncia al hombre en su deber ser, habla de una plenitud iluminante que atendiendo a su Origen, es a la vez plena y plenificadora.

Pero además es preciso subrayar que este nuevo estadio de belleza moral habilita también la percepción de niveles aún más intensos de belleza: “la gracia restaura la belleza al alma humana pero a la vez hace posible una apreciación del bien como belleza [...]. Ella restablece la connaturalidad del bien, que es una condición previa del amor, y restaura la habilidad para percibir, tener deleite en ello, y apropiarse de la claritas o belleza radiante del bien que está presente en las virtudes” [103]. De este modo el hombre que ha sido pulcrificado por la gracia es capaz de consonar con mayores bellezas, o en otras palabras, el hombre virtuoso goza de la virtud de los otros. Mirando desde las virtudes teologales reconoce belleza allí donde otro no la ve o incluso donde podría decirse que hay fealdad [104].

Pero si se indaga aún más en el origen de esta belleza, se llega al seno de la Trinidad. A propósito de la semejanza operada por la gracia, el Aquinate observa que “el hombre es asimilado al esplendor del Hijo Eterno por medio de la claridad de la gracia [gratiae claritatem], que se atribuye al Espíritu Santo. Por ello, aún cuando la adopción es común a toda la Trinidad, se apropia sin embargo al Padre como autor, al Hijo como ejemplar y al Espíritu Santo como al que imprime en nosotros la similitud de su ejemplar” [105].

Las expresiones iniciales de este trabajo donde se afirmaba que la belleza del alma estaba vinculada a la proporción y claridad de la razón, encuentran aquí el punto conclusivo más elevado que pueda pensarse: la gracia, esa filiación divina que adelanta incoativamente la Bienaventuranza, responde a una actividad de Dios que se dona. El hombre es asimilado, y con ello aparece en él la posibilidad de todo otro orden que, como cascadas de luz, desciende hasta la sensibilidad misma. Brevemente, la Belleza Fontal, la Trinidad inhabitante, es la raíz última de cualquier decoro humano posible [106].

VI.         Conclusión

El recorrido planteado en el presente trabajo ha intentado evidenciar un itinerarium pulchri que manifieste algunos lugares metafísicos donde Tomás subraya la presencia de lo bello, especialmente en aquellos planos que no gozan de gran visibilidad como son los que integran la llamada belleza moral. En tal sentido, este camino se inició destacando la belleza del agere proporcionado según la ratio que esplende en claritas, para luego abordar aquella que pertenece a las virtudes tanto de la vida activa cuanto de la contemplativa. Por último, se destacó cómo Dios mismo es el Principio y Fin último de ese recorrido sea como Belleza Pura, sea como participación en el alma del justo.

Ahora bien, para concluir conviene advertir sobre lo dicho, dos cosas. En primer lugar, quisiera subrayar las particulares condiciones en las que Tomás ha planteado esta belleza moral. Los textos analizados en el presente trabajo siempre han seguido una misma línea argumentativa: la proportio de las potencias entre sí y de éstas con su fin, es decir la presencia de una ratio habitual que esplende en claritas la perfección humana, constituye el dispositivo lógico recurrente que transita el fondo de toda afirmación sobre la belleza de la vida moral [107]. Sin embargo, como se advirtió en la introducción, estas dos dimensiones del pulchrum que lo revelan, responden a un núcleo más radical que las fundamenta. Es aquí donde es preciso volver al quae visa placent tomasino como verdadera expresión que dice lo bello en su diferencia del bien. El intelecto, como capacidad humana que imagina al Creador, gozando en la visión del orden pronuncia lo bello de un modo existencial. Al placerse en lo visto no hace otra cosa más que celebrar al ente en su dimensión bella, y con esto reconoce todas las otras facetas donde el pulchrum se expresa, como son la integridad, la proporción y la claridad.

En efecto, esas dimensiones de lo bello no son sino sus manifestaciones: si la voluntad es perfeccionada por la caridad, por ejemplo, ese nuevo pondus que la regula es ella misma en plenitud. Dicho en otras palabras, la caridad bella esplende en orden, o mejor, la belleza de la caridad se expande en orden y armonía que el gozo del ver reconoce. Por ello, quien es virtuoso puede percibir esa belleza en el quae visa placent, pues la experiencia humana del pulchrum, es en última instancia el reconocimiento gozoso de una realidad misma, no de una dimensión suya, y que como tal –y en última instancia– remite a ese Ente que posibilita toda otra belleza, sea en el plano ontológico, sea en el plano moral.

Por ello, si se busca la explicación última de este orden moral bello, se arriba a la donación Divina que, asimilando al alma humana, pone la medida habitual en todas las potencias. En Dios no puede haber proporción, al menos si se la piensa como una multiplicidad de partes ordenadas; sin embargo, Él sí es ratio y proporción para todo lo demás. [108] Pero dicha proporción resulta en la pulcrificación del alma por Su presencia; y es el hombre mismo quien esplende, pronunciando así en el mismo obrar, como cascadas de luz, aquella Belleza que siempre era.

En segundo lugar, quisiera notar también que el recorrido propuesto por los textos tomasinos permite afirmar que quien realiza el ideal de belleza humana es, en el status comprehensoris, el bienaventurado y en el status viatoris, el justo. En efecto, la Visio Beatifica conlleva la actualización humana plena, su ordenamiento máximo en torno al gozo vidente de Dios, y con ello el máximo esplendor posible a cada hombre.

Por otra parte el viator, bonificado por la gracia en esta vida, se torna un caso particular de belleza donde todas las demás son reunidas. En el cuarto apartado de este trabajo, se indicaba el camino ascendente que sigue la vida contemplativa al reconocer los vestigia pulchri como instancias de la belleza total; pero con ello se subrayaba también la imprescindible necesidad de purificar la mirada por medio de las virtudes, pues sin ello se podía malograr al pulchrum reduciéndolo a una mera forma inmanente.

Dostoievsky había insistido en este punto cuando por boca del príncipe Mischkin afirmaba: “Por la belleza es difícil juzgar; yo aún no estoy preparado. La belleza es un enigma” [109]. Se ha recordado en este trabajo el papel que tiene la gracia respecto de la salvación y cómo sin su auxilio las acciones humanas buenas pueden no llegar a realizarse o al menos a carecer del mérito conveniente al orden sobrenatural. Es por ello que la belleza, incluso en la exquisita escala que recorre la phýsis y la moral, puede frustrarse tornándose en ocasión de caída pues, como advierte Agustín, “la filocalia, [...está...] destronada de su cielo por el apego al placer y [permanece] encerrada en la espelunca del vulgo” [110]. La mirada vulgar, es decir la que no ha sido elevada por la gracia, tiende a cerrar el sentido de la belleza reduciéndolo al placer sensible complicando así su posibilidad redentora: “cuando uno ama la belleza en las cosas del sentido, mucho más que la belleza de la sabiduría, ella (filocalia) queda cautiva en una trampa y es capturada por el objeto de su amor” [111].

Esta ambigüedad es lo que deja perplejo a Dostoievsky. El mismo Platón lo había advertido también en el Fedro al subrayar que lo bello atrae y como tal tiene una faceta que puede ser mal entendida por el hombre cuando éste pretende poseer lo que sólo ha nacido para ser gozado en la visión [112]. Como afirma Guardini: “Después, empero, que sobrevino el pecado, asumió asimismo la belleza el poder de seducir” [113].

Por ello se ha insistido más arriba en que lo bello es justipreciado por quien ha sido embellecido por la gracia. Es la mirada renovada por la participación en la naturaleza Divina la que pulcrifica los ojos haciéndolos aptos para reconocer la verdadera belleza. Es allí, entonces, donde aquella deja de ser enigmática y, saneada, rebrota en la vida del hombre bueno: “la belleza natural es real, aunque frágil. Por eso, en la cima del ser se encuentra la belleza personalizada en un santo que se convierte en el centro hipostasiado de la naturaleza en cuanto «microcosmos» y «microthéos». La naturaleza espera gimiendo que su belleza sea salvada a través del hombre hecho santo” [114].

Por último, conviene señalar cómo la totalidad de la belleza reflejada en el cosmos, redimida en el justo y en el bienaventurado finalmente es pronunciada junto a los coros angélicos en la Visión donde el plan divino, revelándose completo, hablará eternamente de esa Belleza Absoluta que siempre es:

[...] se ha dicho que los coros de los Ainur y los Hijos de Ilúvatar harán ante él una música todavía más grande, después del fin de los días. Entonces los temas de Ilúvatar se tocarán correctamente y tendrán Ser en el momento en que aparezcan, pues todos entenderán entonces plenamente la intención del Único para cada una de las partes, y conocerán la comprensión de los demás, e Ilúvatar pondrá en los pensamientos de ellos el fuego secreto [115].

Hugo Emilio Costarelli Brandi, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

69    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 2 ad 3: “in vita contemplativa, quae consistit in actu rationis, per se et essentialiter invenitur pulchritudo”.

70    Cf. Josef Pieper, El ocio y la vida intelectual, trad. Alberto Pérez Masegosa et al. (Madrid: Rialp, 1998), 301: “contemplación no es un conocer pensante, sino mirante. No corresponde a la ratio, a la felicidad del pensar silogístico y demostrativo, sino al intellectus, a la potencia de la simple mirada”.

71    Interesa notar en este punto cómo Tomás precisa los actos propios de la vida contemplativa. Esencialmente éste es uno solo, es decir, la contemplación de la verdad en el modo que se ha descripto. Sin embargo, dada la condición humana, ese acto final es alcanzado por medio de muchos otros que lo disponen: “[...] vita contemplativa unum quidem actum habet in quo finaliter perficitur, scilicet contemplationem veritatis, a quo habet unitatem, habet autem multos actus quibus pervenit ad hunc actum finalem. Quorum quidam pertinent ad acceptionem principiorum, ex quibus procedit ad contemplationem veritatis; alii autem pertinent ad deductionem principiorum in veritatem cuius cognitio inquiritur; ultimus autem completivus actus est ipsa contemplatio veritatis” (Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 3 c).

72    Cf. Edgar De Bruyne, Estudios de Estética Medieval. Tomo III. El siglo XIII (Madrid: Gredos, 1959), 329: “[...] nada puede ser más bello, como dirá Dante, que la mirada luminosa del que contempla a Dios”.

73    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 179 a. 1 co. :” [...] quidam homines praecipue intendunt contemplationi veritatis”.

74    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 2 co. : “Dispositive autem virtutes morales pertinent ad vitam contemplativam. Impeditur enim actus contemplationis, in quo essentialiter consistit vita contemplativa, et per vehementiam passionum, per quam abstrahitur intentio animae ab intelligibilibus ad sensibilia; et per tumultus exteriores. Virtutes autem morales impediunt vehementiam passionum, et sedant exteriorum occupationum tumultus. Et ideo virtutes morales dispositive ad vitam contemplativam pertinent”.

75    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 182 a. 3 co.: “Alio modo potest considerari vita activa quantum ad hoc quod interiores animae passiones componit et ordinat. Et quantum ad hoc, vita activa adiuvat ad contemplationem, quae impeditur per inordinationem interiorum passionum”.

76    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 1 co.: “[...] vita contemplativa, quantum ad ipsam essentiam actionis, pertinet ad intellectum, quantum autem ad id quod movet ad exercendum talem operationem, pertinet ad voluntatem, quae movet omnes alias potentias, et etiam intellectum, ad suum actum”.

77    Cf. Andereggen, Contemplación filosófica y contemplación mística..., 231: “La explicación de Santo Tomás hace entender cómo lo principal de la vida contemplativa [...] consista en el amor. Es la vida de los que intentan –tendiendo– la contemplación de la verdad”.

78    Josef Pieper, Filosofía, contemplación y sabiduría, trad. A. Capbosq (Buenos Aires: Ágape, 2008), 31.

79    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 182 a. 2 co.: “Vita autem contemplativa directe et immediate pertinet ad dilectionem Dei, dicit enim Augustinus, XIX de Civ. Dei, quod otium sanctum, scilicet contemplativae vitae, quaerit caritas veritatis, scilicet divinae”.

80    El Angélico destaca que la caridad es la forma de las virtudes, ya que por medio de ella “se ordenan los actos de todas las demás virtudes. Y por esto ella da la forma a los actos de todas las demás virtudes” (Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 23 a. 8 co.).

81    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 1 co.: “[...] Et propter hoc Gregorius constituit vitam contemplativam in caritate Dei, inquantum scilicet aliquis ex dilectione Dei inardescit ad eius pulchritudinem conspiciendam”.

82    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 7 ad 1: “[...] scilicet aliquis in visione rei amatae delectatur, et ipsa delectatio rei visae amplius excitat amorem”.

83    Cf. Gn 2, 19-20: “[...] Formatis igitur Dominus Deus de humo cunctis animantibus agri et universis volatilibus caeli, adduxit ea ad Adam, ut videret quid vocaret ea; omne enim, quod vocavit Adam animae viventis, ipsum est nomen eius. Appellavitque Adam nominibus suis cuncta pecora et universa volatilia caeli et omnes bestias agri” (ed. Nova Vulgata, http://www.vatican.va/archive/bible/nova_vulgata/documents/novavulgata_vt_genesis_lt.html#2).

84    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 4 co.: “Sic igitur ex praemissis patet quod ordine quodam quatuor ad vitam contemplativam pertinent, primo quidem, virtutes morales; secundo autem, alii actus praeter contemplationem; tertio vero, contemplatio divinorum effectuum; quarto vero completivum est ipsa contemplatio divinae veritatis”.

85    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 3 co.: “Sic igitur vita contemplativa unum quidem actum habet in quo finaliter perficitur, scilicet contemplationem veritatis, a quo habet unitatem, habet autem multos actus quibus pervenit ad hunc actum finalem. Quorum quidam pertinent ad acceptionem principiorum, ex quibus procedit ad contemplationem veritatis; alii autem pertinent ad deductionem principiorum in veritatem cuius cognitio inquiritur; ultimus autem completivus actus est ipsa contemplatio veritatis”.

86    Rm 1, 20: “[...] Invisibilia enim ipsius a creatura mundi per ea, quae facta sunt, intellecta conspiciuntur”, ed. Nova Vulgata, http://www.vatican.va/archive/bible/nova_vulgata/documents/nova-vulgata_nt_epist-romanos_lt.html#1

87    Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 4 co.: “[...] Quae quidem in futura vita erit perfecta, quando videbimus eum facie ad faciem, unde et perfecte beatos faciet”.

88    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 4 co.: “[...] contemplatio divinae veritatis competit nobis imperfecte, videlicet per speculum et in aenigmate, unde per eam fit nobis quaedam inchoatio beatitudinis”.

89    Pieper, Las virtudes fundamentales, 508: “Goethe dijo una frase maravillosamente densa y bastante acertada en cuanto a lo que pensaba Platón: «lo bello no es tanto lo que da cuanto lo que promete»”.

90    Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 180 a. 6 ad 2: “[...] sicut uniformis facta, unite, idest conformiter, unitis virtutibus, ad pulchrum et bonum manuducitur”.

91    Tomás de Aquino, Sententia libri Ethicorum, liber I, l. 10, n. 9. Corpus Thomisticum: “[...] quod felicitas principalius consistit in vita contemplativa quam in activa”.

92    Tomás de Aquino, Sententia libri Ethicorum, liber I, l. 13, n. 7. Corpus Thomisticum: “Cum igitur in operationibus virtutum consistat felicitas, consequens est quod felicitas sit optimum et pulcherrimum et delectabilissimum”.

93    Aristóteles, Ética Nicomaquea, l. 1, c. 9, 1099b, 11-14ed. bilingüe, trad. María Araujo y Julián Marías (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1989).

94    Tomás de Aquino, Sententia libri Ethicorum, liber I, l. 14, n. 3: “[...] rationabile est quod felicitas sit donum Dei supremi, quia ipsa est optimum inter bona humana”.

95    Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q. 43 a. 5 c.: “[...] per gratiam gratum facientem tota Trinitas inhabitat mentem, secundum illud Ioan. XIV, ad eum veniemus, et mansionem apud eum faciemus.”.

96    Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II q. 109, a. 3, c.: “[...] propter corruptionem naturae sequitur bonum privatum, nisi sanetur per gratiam Dei”.

97    Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II q. 109, a. 2, c.

98    Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II q. 109, a. 4 c.

99    Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II q. 109, a. 5 c.

100    Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 110 a. 3 co.: “[...] ipsum lumen gratiae, quod est participatio divinae naturae, est aliquid praeter virtutes infusas, quae a lumine illo derivantur, et ad illud lumen ordinantur”.

101    Tomás de Aquino, Super Sent., lib. 4 d. 18 q. 1 a. 2 qc. 1 c.: “[...] Pulchritudo autem animae consistit in assimilatione ipsius ad Deum, ad quem formari debet per claritatem gratiae ab eo susceptam”.

102    Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, 5, 4 ad 1: “[...] pulchrum proprie pertinet ad rationem causae formalis”.

103    Hibbs, Virtue’s splendor. 206-7.

104    Aún cuando no sea éste el momento adecuado para abordar el tema que sólo menciono, sin embargo atiéndase, por caso, a la belleza del Cristo crucificado, o a la muerte de los santos donde la mirada común no reconoce belleza mientras que el ojo elevado por la fe advierte allí una de gran intensidad. Como subraya el salmista: “Pretiosa in conspectu Domini mors sanctorum eius” (Ps. 116,15).

105    Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q. 23 a. 2 ad 3: “[...] Assimilatur autem homo splendori aeterni filii per gratiae claritatem, quae attribuitur spiritui sancto. Et ideo adoptatio, licet sit communis toti Trinitati, appropriatur tamen patri ut auctori, filio ut exemplari, spiritui sancto ut imprimenti in nobis huius similitudinem exemplaris”.

106    Llegados a este punto puede destacarse también que el Aquinate aparece como un fiel vocero de la tradición patrística. En efecto, como afirma Pinckaers, “el tema de la belleza no queda limitado en los Padres a una estética en el sentido moderno del término. Más allá de las formas visibles, esta belleza afecta al interior de los seres y de las acciones y los califica en su propia substancia” (Servais Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, trad. Juan José García Norro (Pamplona: EUNSA, 1998), 61).

107    Cf. Umberto Eco, Arte y Belleza en la estética Medieval (Barcelona: Lumen, 1997), 118: “Todas las observaciones se fundan, como se ha visto, sobre el principio que el valor estético reside en el organismo concreto en toda su complejidad de relaciones”.

108    Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 145 a. 2 c.: “[...] sicut accipi potest ex verbis Dionysii, IV cap. de Div. Nom. ad rationem pulchri, sive decori, concurrit et claritas et debita proportio, dicit enim quod Deus dicitur pulcher sicut universorum consonantiae et claritatis causa”.

109    Fiodor Dostoyevski, El Idiota, I, VII, trad. Juan López-Morillas (Buenos Aires: Alianza, 1999), 53.

110    S. Agustín de Hipona, Contra Académicos II, 3, 7, ed. bil., trad. Victorino Capánaga (Madrid: BAC, 1971).

111    Carol Harrison, Beauty and Revelation in the Thought of Saint Augustine (Oxford: Clarendon Press, 1992), 14.

112    Cf. Platón, Fedro 250e, trad. Luis Gil y María Araujo (Madrid: Sarpe, 1985): “[...] el que no está recién iniciado, o se ha corrompido ya, no se traslada con rapidez de este mundo allá, a la belleza misma, cuando contempla lo que aquí lleva su nombre, de modo que no siente veneración al dirigir hacia ello sus miradas sino que, entregado al placer, intenta en seguida cubrir y fecundar [...]”. Las cursivas son nuestras.

113    Romano Guardini, El universo religioso de Dostoyevski, trad. Alberto Luis Bixio (Buenos Aires: Emecé, 1958), 272.

114    Paul Evdokimov, El arte del Icono. Teología de la belleza, trad. Laura García Gámiz (Madrid: Publicaciones Claretianas, 1991), 45.

115    Tolkien, El Silmarillion, 1

Hugo Emilio Costarelli Brandi

I.         Lo bello y sus lugares

Quien se inicia en el estudio de la Belleza en Tomás de Aquino suele constatar, conforme lo señala buena parte de la bibliografía especializada [1], la presencia de una serie de categorías clásicas que parecen definirla. La base textual que sustenta dicha afirmación es la de aquel conocido texto de la Summa Theologiae donde se indica que,

[...] para que [haya] belleza se requieren tres condiciones: primero la integridad o perfección, ya que lo inacabado es por ello feo; segundo, la debida proporción o consonancia. Y por último la claridad, de donde se dice que son bellas las cosas que tienen color nítido [2].

Estas estructuras tradicionales, presentes ya en el pensamiento griego [3], y comunicadas a lo largo del medioevo por diversos autores como el mismo Agustín de Hipona [4], tienen en el siglo XIII una profunda resonancia. Sin embargo, dichas formas no parecen constituir, al menos en el caso del Aquinate, el núcleo central y original de sus afirmaciones sobre el pulchrum, sino que por el contrario, ellas se proponen como instancias de comprensión que manifiestan aspectos o momentos de lo bello sin decirlo propiamente [5]. Al respecto Gilson afirma que dichas dimensiones,

[...] no debieran concebirse como señalando tres elementos distintos que entraran en la estructura de lo bello según lo concibe nuestro entendimiento. Primero viene lo bello, y cuando ya está allí, la posible pluralidad de nuestros puntos de vista relativos a él aparece en conjunto. Que esto es así puede señalarlo el hecho de que todo intento de definir una de estas nociones tomada en sí misma implica de modo inevitable a las demás [6].

La armonía, la proporción y la integridad junto con la claritas sólo aparecen como momentos una vez que lo Bello se ha hecho presente. De esta manera delimitar la esencia del pulchrum sólo por este camino no puede sino resultar, probablemente, en un conocimiento reducido.

Es por ello que algunos estudiosos han optado por recorrer otra vía donde se destaca el carácter trascendental del pulchrum [7] al describirlo como quae visa placent [8], subrayando así la particular relación de lo bello con aquel ente que puede, como dice Aristóteles [9], ser de alguna manera todas las cosas, esto es, con el hombre, quien como ente logicón es capaz de apreciar lo común presente a toda realidad [10]. De este modo, lo bello destacaría un aspecto de todo ente que no está explícitamente señalado en su noción, es decir, su faceta intellectivo-gozosa [11].

Ahora bien, si es cierto que lo bello es un trascendental [12], entonces es posible reconocerlo en todo lo que es. Habitualmente se lo vincula con facilidad a la belleza natural, que es uno de los lugares donde aparece con mayor evidencia. Un atardecer en la montaña, el esplendor de una mañana de primavera, la exuberancia de una cascada, no son sino casos de belleza natural que asaltan y detienen la mirada humana. Con todo, la belleza de las cosas creadas alcanza un grado superior en la belleza corpórea del hombre como síntesis del universo. Ya Platón había advertido sobre este asunto al recordar que más allá de las cosas bellas era preciso ascender de un cuerpo humano bello a los cuerpos humanos bellos [13], y Agustín lo había refrendado al indicar que aquello que alabamos en el cuerpo humano no es “otra cosa que la hermosura. Y ¿qué es la hermosura del cuerpo? Proporción de partes, con cierta suavidad de color” [14]. Con todo, el arte representa aún una instancia de belleza más intensa pues en ella la actividad del logos creado plasma en la materia su propia inteligibilidad [15]. En tal sentido, Plotino había señalado que una “piedra transformada por el arte en belleza de forma aparecerá, sí, bella, mas no por el hecho de ser piedra [...], sino por la forma que el arte infundió en ella” [16].

Pero donde la belleza emerge con más intensidad, aunque no sea tan evidente como en los casos anteriores, es en el plano de las acciones humanas. En efecto, las llamadas práxeis agathaí, que resultan ser el centro neurálgico del obrar ético, y el theoreín, como caso arquetípico del movimiento energético [17], han constituido y constituyen para los filósofos un particular locus pulchri que como tal esplende produciendo gozo al ser intuido [18]. Es justamente en este punto donde el presente trabajo quiere situarse, recorriendo así, bajo la óptica tomasina, la belleza presente en la vida activa y en la contemplativa como uno de sus lugares paradigmáticos.

II.         La belleza de las acciones humanas

La belleza de las práxeis, más aún, la belleza de los hábitos que originan esas acciones, es decir de las virtudes, ha sido para los antiguos y medievales un especial locus pulchri. Recuérdese, como mínima muestra, a Platón quien en su Symposium proponía una exquisita escala que al ascender desde la belleza corporal hasta lo Bello en sí, ponía como escalones intermedios tanto a la virtud, cuanto a las ciencias y en especial a la filosofía [19]; o bien considérese al Hiponense quien, en la misma línea argumentativa, había insistido en que la belleza del alma estaba dada por la instauración del orden operado por las artes liberales y la filosofía, pero también por la plenitud ética consiguiente a dicho orden [20].

Es en esta venerable tradición en la que Tomás parece incluirse. En efecto, ocupándose de la diferencia entre la belleza corporal y espiritual –a propósito de lo honesto y el decoro–, precisa: “la belleza espiritual consiste en que la actividad convertiva del hombre, es decir su agere, esté bien proporcionada conforme a la claridad espiritual de la razón” [21]. Quizás sea conveniente, antes de seguir adelante, efectuar al menos tres mínimas consideraciones en el texto que se acaba de proponer.

Nótese en primer lugar, la sutil observación sobre el tipo de acciones a las que se refiere: ellas no son las vinculadas al orden del facere, es decir al de las acciones externas o poiéticas, sino que el Aquinate alude a esa clase de acciones humanas que ponen en juego la vida moral, es decir a las que conforman la llamada vida práctica donde es posible el perfeccionamiento o deterioro de la persona en cuanto tal:

[...] en efecto, facere y agere difieren, pues el agere es conforme a la operación que permanece en el mismo agente, como el elegir, el inteligir y las demás que les son similares; y por ello las ciencias activas son llamadas ciencias morales. El facere por el contrario, refiere la operación que va a lo más exterior de la materia para transformarla, como el cortar, el quemar y las otras acciones de este tipo [22].

En segundo lugar, conviene advertir también que esa actividad convertiva es bella cuando guarda proporción con la claridad espiritual de la razón.

Como se indicó al comienzo de este trabajo, Tomás reconoce que la proportio es una de las dimensiones fundamentales que manifiestan lo bello, haciéndose así eco de una larga tradición tanto griega cuanto romana. En tal sentido, conviene recordar las palabras de Platón quien en acalorada discusión con Hipias le obliga a “admitir que lo que es adecuado a cada cosa, eso la hace bella”, [23] o bien aquellas del Estagirita para quien “la belleza parece ser un cierto equilibrio de los miembros” [24], o incluso las del mismo Cicerón quien hablando también de la belleza del cuerpo y el alma dice: “Porque así como la hermosura y la buena disposición de un cuerpo [apta compositione membrorum] deleita por la gracia y armonía con que están hermanados unos miembros con otros, así este decoro que se percibe en nuestra conducta por el orden, igualdad y arreglo de nuestras acciones y palabras concilia la atención de todos aquellos con quienes vivimos” [25].

Con todo, se debe notar también que la proporción aparece en el texto vinculada a la claritas. Para comprender dicha relación es preciso advertir que este concepto, heredado del neoplatonismo, presenta un doble aspecto. Por una parte, la luz es la realidad misma del ente, aquello que lo constituye específicamente, su principio formal de ser. En tal sentido Tomás, comentando a Dionisio, afirma que “toda forma por la cual la cosa tiene el esse, es cierta participación de la claritas divina” [26]. Así entendida, la Luz Divina “ilumina todas las cosas que pueden recibir su luz, las crea, da vida, mantiene en su ser y perfecciona” [27]. Más aún, esa luz entitativa es la verdad del ente, ya que dice a todo otro ser inteligente que pueda concebirla lo que dicho ente es. Por ello el del Areópago afirma que Dios “con su plenitud inunda de luz toda inteligencia, sea en este mundo, en el universo o en los cielos” [28], y así “arroja toda ignorancia y error que haya en el alma” [29].

Por otra parte, la claritas como luz, implica también la perfección de una realidad: ella remite al estado de un ente que ha alcanzado su deber ser, y así, en el télos esplende su sentido; dicho de otro modo, sólo el ser perfecto es inteligibilidad pura, sólo aquel ente que ha llegado a ser sí mismo es principio de comprensión para todo otro que pertenezca a su misma especie, y en ese sentido es claridad [30]. Por ello, no todo agere es claritas, ya que es posible pensar cómo robar o cómo mentir. De allí que las práxeis bellas sean sólo aquellas que están relacionadas convenientemente –de un modo proporcionado– con una razón ordenada.

Tomás atribuye a la razón la capacidad de ser la raíz de una doble actividad: la de ver y la de establecer la debida proporción de algo. En efecto, es conocida la expresión aristotélica donde se dice que es propio del sabio ordenar [31]. En tal sentido, toda ordenación supone dos cosas: “[...] el conocimiento de la relación y proporción de los ordenados entre sí, y el de la [relación y proporción] que guardan con lo más elevado que es su fin, pues el orden de algunos seres entre sí depende de su orden hacia el fin” [32]. Estas dos características tocan a la perfección y con ello a la claridad: por una parte la razón es la que puede hacer manifiesta la luz de todo ente; el intelecto como tal es capaz de revelar, de sacar de su mutismo a todo lo que es, ya que brinda su luz para que toda otra luz se manifieste. Pero al tener la posibilidad de comprender algo, por ello mismo está en condiciones de percibir su adecuación o inadecuación, es decir la proporción que guarda con su propio fin, con los otros entes y con el fin último, pudiendo así ordenarlo convenientemente; en breve: la razón humana puede percibir lo que una cosa es, su sentido, y en ello sus relaciones adecuadas al todo. Por ello, respecto de esta doble capacidad intelectual es que puede entenderse la belleza de la razón, que conlleva su claridad:

[...] la belleza, como se dijo, consiste en cierta claridad y en la debida proporción. Ahora bien, ambas cosas se hallan de modo radical en la razón a la que corresponde tanto la luz capaz de manifestar [a todo ente] cuanto el ordenar a los otros [entes] según la debida proporción [33].

De este modo, sólo cuando la razón –entendida en su doble dimensión cognitivo-volente–, siendo plenamente ella, informa de un modo adecuado el obrar práctico, entonces digo, ese obrar se revela como un momento manifestativo del hombre mismo en su deber ser, como una epifanía del bien humano que en cuanto tal se ofrece en belleza a los ojos que se han preparado para verla.

Quizás pueda pensarse que dicha belleza práctica se cierra sobre sí misma al pronunciar de un modo luminoso al hombre. Sin embargo, conviene notar que la luz, como tal, no es producida completamente por el obrar humano sino que, en un sentido radical, ella es participada por Dios. A propósito de ello Tomás, comentando a Dionisio destaca que “corresponde a la razón propia de lo bello –o del decoro– tanto la claritas cuanto la debida proporción, en efecto dice [...el Areopagita...] que Dios es llamado bello como causa universal de consonantia y de claritas” [34]. La plenitud energética del obrar humano es un caso de belleza donde la luz recibida esplende. Sin embargo, tal esplendor no se agota en sí sino que precisamente por hallarse en tal estado es capaz de insertarse en una totalidad luminosa mayor donde la plenitud de la parte hace a la belleza del todo. Es por ello que Dionisio habla de Dios no sólo como causa universal de claritas sino con ello de consonantia. Tomás lo sintetiza del siguiente modo:

[...] en efecto, la claritas pertenece a la consideración de la belleza, pues toda forma por medio de la cual una cosa tiene el esse es cierta participación de la Claritas Divina [...]. De un modo similar, también se dijo que la consonantia pertenece a la ratio de la belleza, por lo cual todas las cosas que de alguna manera pertenecen a la consonantia proceden de la Belleza Divina [35].

Esta doble faceta de la Belleza Única explica mejor cómo la belleza práctica concurre con una belleza metafísica. Las bellas acciones humanas presentan este doble aspecto: son consonantes con el fin humano, lo pronuncian en su deber ser, son luz, pero también colaboran y completan la belleza del universo de un modo más intenso que la mayor de las bellezas corpóreas; sus partes esplendentes –como en una orquesta– se integran, con-suenan, en un todo cuya belleza es aún mayor a la de las partes [36].

Por último y en tercer lugar, conviene notar también la cuidadosa relación establecida por Tomás entre la belleza y el bien. Se trata de una cuestión no menor ya que si es cierto que hay belleza en esa ordenación racional del agere no lo es menos que esa misma ordenación es buena. La pregunta que surge entonces es si no se incurre en definitiva en una identificación, al modo clásico, del bien y la belleza, aquello que expresaba la exquisita palabra griega kalokagathía.

Una vez más el Angélico muestra aquí su profunda adhesión a la tradición, aunque en ello aporta, no obstante, esa particular luz otorgada por el ingenio del siglo XIII. El problema había sido formulado como objeción por Alberto Magno quien, a propósito de la relación honestum-pulchrum afirmaba que “[...] la belleza espiritual consiste en la virtud. Pero como según Cicerón la virtud es una especie de lo honesto, luego lo bello es idéntico a lo bueno” [37]. Por otra parte, Dionisio había insistido también en que “lo bueno y lo bello es para todos amable” [38], diluyendo así cualquier posibilidad de distinción.

En la Summa Theologiae, Tomás responde citando otra autoridad, como es la de Agustín, para con ello plantear tanto la unidad cuanto la diferencia. Si es cierto que la belleza espiritual conlleva la ordenación de la razón sobre el agere, entonces ella “pertenece a la ratio de lo honestum, la cual se dijo que era lo mismo que la virtud, que modera todas las cosas humanas según la razón” [39].

Una primera aproximación subraya la unidad: si hay una identidad entre bien y belleza en las acciones humanas, ella se da en el plano del bien honesto, es decir en el de la virtud. Allí, lo bello es bueno, destacándose la unidad trascendental de toda entidad [40]: “puesto que esta belleza es deseable para la facultad cognitiva como un fin, y que la honestidad de la virtud es su aspecto atractivo como fin, se sigue entonces que la honestidad de la virtud es idéntica a su belleza espiritual” [41].

Con todo, es otro el lugar donde el Aquinate terminará de perfilar esta idea:

[...] debe decirse que el objeto que mueve al apetito es el bonum aprehensum. En efecto, en la misma aprehensión que aparece el decoro, se [lo] percibe también como conveniente y bueno, y por ello Dionisio dice en el capítulo IV de Los Nombres Divinos que “lo bueno y lo bello son amables para todos”. De donde lo honesto mismo, en cuanto tiene decoro espiritual, se vuelve apetecible [42].

Tomás advierte que si bien es cierto que el bien mueve al apetito, para ello necesita de una previa percepción de la bondad pues lo que mueve es el bonum aprehensum. Esto significa que dicha aprehensión conlleva dos facetas: por una parte aparece el decoro o belleza (quae visa placent) pero en esa misma aprehensión, por otra parte, se percibe la convenientia que revela la faceta amable de lo bello (quod omnia appetunt). De este modo, la unidad entitativa es conservada pues en la misma aprehensión de lo mismo, es decir del mismo ente, es posible percibir dimensiones diversas; y esto es lo que permite arribar a una distinción de razón entre estos trascendentales: lo bello está vinculado a la dimensión cognitiva y lo bueno a la tensión hacia el fin y a lo que lo promueve.

Dicho de otro modo, lo que opera la unión conservando la diferencia es la convenientia [43]. En el particular caso, esta dimensión de lo bello es la que revela la adecuación no sólo del acto en sí (es decir, del orden luminoso que se ofrece a la luz intelectual manifestado en la conveniente relación de las partes con el todo), sino que en ello mismo se percibe su adecuación para con la misma naturaleza humana puesta delante de Dios; y es en este punto donde lo bello transita hacia lo bueno: la acción convenientemente humana revela su faceta perfeccionante para el hombre, esa que lo bonifica, y es por ello deseable.

La explicación del Aquinate, entonces, no confunde ni separa: preocupada por el complejo tenor de lo real ofrece una inteligente propuesta que conserva ambas dimensiones entitativas en unidad mediante la convenientia [44].

III.        Pulchrum y vida activa

Ahora bien, en este camino de belleza posible a la vida humana, el Aquinate sigue un orden preciso que recorre tanto la llamada vida activa cuanto la contemplativa, a las que caracteriza y distingue del siguiente modo:

[...] acerca de la vida humana se da esta división que atiende al intelecto. En efecto, el intelecto se divide en activo y contemplativo porque el fin del conocimiento intelectual o es el mismo conocimiento de la verdad, lo que pertenece al intelecto contemplativo, o es alguna acción exterior, lo que pertenece al intelecto práctico o activo. Y por ello la vida se divide suficientemente en activa y contemplativa [45].

Una vez que Tomás ha explicado el organismo de las virtudes y los dones del Espíritu Santo, procede en su Summa Theologiae a la consideración de aquello que en especial toca a cada hombre [46]. Es en ese punto donde aborda la cuestión de los modos de vida activos y contemplativos tomando como criterio los dos fines del intelecto, es decir o bien la acción, o bien la contemplación misma de la verdad [47]. Pero antes de continuar analizando la belleza de estas vidas, parece conveniente hacer tres observaciones.

En primer lugar, se debe entender que cada una de estas vidas, distinguidas con precisión en el orden conceptual, no se excluyen en el orden real, puesto que llevar vida activa no significa carecer completamente de contemplación: “Aunque la vida de la contemplación es superior a la virtud moral, la actividad de la contemplación, hablando en sentido estricto, no puede constituir una vida en toda su integridad” [48], y por ello conviene tener siempre presente que esta división analítica queda unificada en la misma experiencia vital donde “el ejercicio de la vida activa colabora con la [vida] contemplativa porque aquieta las pasiones interiores de las que vienen los fantasmas por los cuales es impedida la contemplación” [49].

En segundo lugar, se debe advertir también que cada una de estas vidas está asociada a ciertas acciones –prácticas o teoréticas– que responden a determinadas virtudes tratadas por el Aquinate con anterioridad. Para el caso de las virtudes cardinales, Tomás indica explícitamente su pertenencia a la vida activa aunque con matices. En efecto, “es manifiesto que entre las virtudes morales no se busca principalmente la contemplación de la verdad sino que [éstas] se ordenan al obrar [...] de donde es manifiesto que las virtudes morales pertenecen esencialmente a la vida activa” [50]; y en relación a la prudencia observa que como su conocimiento “se ordena a las operaciones de las virtudes morales, pertenece directamente a la vida activa” [51]. Sea como fuere, indicará Tomás, “en sí misma, la virtud es una consonancia que participa en la claridad de la razón y que nos atrae por su esplendor” [52], y por ello, siempre esplenderá en claridad, o como afirma en otro lugar, “la virtud del alma es su belleza” [53].

Por último, conviene subrayar también que el Aquinate vincula la belleza tanto a la vida activa cuanto a la contemplativa, estableciendo en ello, sin embargo, una diferencia gradual que pone el mayor peso en la segunda:

“[...] en la vida contemplativa, que consiste en el acto de la razón, se halla de suyo y esencialmente la belleza. Por el contrario, en las virtudes morales la belleza se halla de un modo participativo en cuanto [éstas] participan el orden de la razón” [54]. Atiéndase por ahora a lo indicado sobre las virtudes morales, dejando para el siguiente apartado la consideración de la belleza de la vida contemplativa.

El fragmento que se acaba de citar remite rápidamente a lo señalado más arriba sobre la proporción de la claridad de la razón. En aquella oportunidad se indicó que tal claridad destacaba el estado de perfección nacido de un obrar proporcionado a la razón entendida como la que determina lo adecuado [55], lo que debe hacerse en cada caso, es decir, como aquella que ordena el agere o, en otras palabras, a la razón en su carácter prudente:

[...] corresponde a la prudencia que sea considerativa de las obras humanas a partir de las cuales el hombre es feliz. Pero parece que por tenerla no necesariamente el hombre tiene también la obra. En efecto, la prudencia es acerca de aquellas cosas que son justas en comparación a otros, y bellas —es decir honestas—, y buenas —es decir útiles por sí mismas—, que pertenecen sin duda al obrar del varón bueno. Pues no parece que alguien sea operativo de las cosas que son según algún hábito por [el sólo hecho de] que las conozca sino porque tiene el hábito hacia aquellas cosas [56].

La característica esencial de la prudencia es la consideración de la obra a realizar hic et nunc, y en eso consiste su carácter justo, bello y bueno. Ella, al estimar la acción adecuada para el caso singular, lo que se llama su término medio, prescribe el orden de la razón y con ello mismo promueve la belleza del obrar práctico. Con todo, ella sola no basta para la bondad completa sino que precisa de las otras virtudes cardinales que moderan bajo su imperio las demás dimensiones humanas. Por lo pronto, lo que conviene notar aquí es que si hay posibilidad de belleza en alguna otra virtud es porque primero hay belleza en la razón prudente que en su perfección comunica claridad a todas las virtudes cardinales.

Esta adecuación prescripta por la prudencia, halla en el desorden apetitivo uno de sus mayores obstáculos. Como acaba de advertir el texto, ella sólo conoce lo que se debe hacer pero su ver, no obstante, no implica de suyo la obra acorde. Este es el motivo de que Tomás destaque, además de la prudencia, la necesidad de las demás virtudes morales y con ello de otros niveles de belleza en la vida activa donde el desorden sea llevado a la unidad de la proporción. Y un caso particular es el de la templanza, aquella virtud cardinal que “reprime los deseos que oscurecen en grado máximo la luz de la razón” [57].

Ocupada en la regulación del apetito concupiscible, la temperantia goza frente a las demás virtudes morales, de una posición singular como locus pulchri. El Angélico lo subraya del siguiente modo:

[...] aunque la belleza convenga a cualquier virtud, se atribuye, no obstante, en un grado de excelencia a la templanza por una doble razón. En primer lugar sin duda, atendiendo a la ratio común de la templanza a la que pertenece cierta proporción moderada y conveniente en la que consiste la ratio de la belleza [...]. En segundo lugar, porque aquellas cosas a las que refrena la templanza son las ínfimas en el hombre, [aquellas] que le convienen según la naturaleza bestial, como se dice más abajo, y así el hombre resulta ser afeado-deshonrado máximamente por ellas. Y por ello la belleza se atribuye en grado máximo a la templanza ya que principalmente quita la fealdad-vileza-deshonra [58].

Puede decirse que, en relación a la belleza, la templanza presenta una doble faceta: una en la que comulga con las demás virtudes morales al poner la medida de la razón en el apetito, y otra más específica que deriva de su particular sujeto, es decir del apetito concupiscible.

Respecto de la primera faceta, el Aquinate vincula nuevamente la belleza a la proporción. La templanza, al igual que las demás virtudes morales, busca ordenar y disponer al bien. En ese sentido Tomás no le da un lugar preponderante en el organismo de las virtudes si se atiende a su importancia per se, ya que ella sólo es dispositiva para el ejercicio de las demás conservando el orden del apetito concupiscible y absteniéndose del mal [59]. Sin embargo, en ello radica también su belleza ya que al realizar su acto propio manifiesta y favorece el ordenamiento de la razón.

Atendiendo a la segunda faceta destacada, se debe advertir que la destemplanza, en su desorden, desnaturaliza al hombre, constriñendo su mundo al que es propio de las bestias; por ello la medida humana desaparece y con ella la claridad. De este modo, para el Angélico, la intemperantia que afea al hombre merece toda descalificación ya que “máximamente repugna a la claridad y belleza de éste, en cuanto en las delectaciones acerca de las que versa la intemperancia, menos aparece la luz de la razón, de la cual [proviene] toda la claridad y belleza de la virtud” [60].

En este punto, puede llamar la atención el particular lugar otorgado a la templanza, en miras de la belleza, sobre todo si se atiende al orden jerárquico de las potencias humanas. Parecería más adecuado exaltar la belleza de la razón ordenada que la del apetito concupiscible. Sin embargo, el Angélico está preocupado aquí en subrayar la importancia del orden sensible como condición y ocasión de órdenes más elevados.

En efecto, si bien Tomás afirma la existencia de un orden jerárquico entre las potencias humanas no obstante también advierte que el influjo entre ellas tiene que ver con la intensidad de sus actos y/o de sus pasiones, al punto que “la vehemencia del acto o de la pasión de una potencia impide que otra realice el suyo” [61]. Pero entre las pasiones más vehementes, es decir aquellas que por su intensidad pueden oscurecer en mayor grado a la razón, se hallan los movimientos propios del apetito sensible quienes abren la posibilidad de que el hombre juzgue como bueno aquello que no lo es [62]:

[...] hay una redundancia desde las potencias inferiores hacia las superiores; de manera que cuando la ratio, por la vehemencia de las pasiones que existen en el apetito sensible se oscurece, entonces juzga como un bien simpliciter aquello acerca de lo cual el hombre es afectado por la pasión [63].

Si la capacidad de oscurecer la razón está principalmente radicada en el desorden del apetito sensible, toda vez que la virtud perfeccione a dicho apetito ordenándolo, se dará allí un momento de luz, es decir se asistirá a la manifestación del orden de ese apetito en sí y de él con relación a todo el hombre gracias al triunfo de la ratio. En otras palabras, habrá allí una epifanía de belleza que invita y augura bellezas mayores.

Esto último permite comprender también que las virtudes no son sólo belleza en sí sino además una disposición para su percepción ya que “el sentido se deleita en las cosas debidamente proporcionadas como en lo que le es similar” [64]; es decir que sólo lo ordenado es capaz de percibir el orden, o como advierte Pieper, “sólo una sensibilidad que es casta capacita, por ejemplo, para percibir la belleza de un cuerpo humano como pura belleza y para gozarla en sí misma” [65]. Es por ello que para algunos hombres “la excelencia de la belleza del alma no puede ser conocida así de fácil como la belleza del cuerpo”, [66] ya que carecen del orden necesario para apreciarla [67]. Así lo afirmaba también Plotino en un exquisito pasaje de las Enéadas:

Pero así como, en el caso de las bellezas sensibles, no les sería posible hablar sobre ellas a quienes ni las hubieran visto ni las hubieran percibido como bellas —por ejemplo, a los ciegos de nacimiento—, del mismo modo tampoco les es posible hablar sobre la belleza de las ocupaciones, de las ciencias y demás cosas por el estilo a quienes no la hayan acogido, ni sobre el «esplendor» de la virtud a quienes ni siquiera hayan imaginado cuan bello es el «rostro de la justicia» y de la morigeración, tan bello que «ni el lucero vespertino ni el matutino» lo son tanto [68].

Hugo Emilio Costarelli Brandi, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1    A modo de mínima muestra, Cf. Pascal Dasseleer, “Esthétique «thomiste» ou esthétique «tomasienne»?”, Revue Philosophique de Louvain, 97 N°2 (1999): 316 y ss; Cf. Wladyslaw Tatarkiewicz, Historia de la Estética. II. La estética medieval, trad. Danuta Kurzyka (Madrid: Akal, 2002), 263-265; puede verse tb. Juan Plazaola, Introducción a la estética. Historia. Teoría. Textos (Madrid: BAC, 1973) 51.

2    Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q. 39, a. 8, c, en S. Thomae Aquinatis opera omnia, ed. Roberto Busa (SJ), en Corpus thomisticum, Subsidia studii ab Enrique Alarcón collecta et edita, Pompaelone ad Universitatis Studiorum Navarrensis, 2000, web edition by Eduardo Bernot and Enrique Alarcón, accessed enero 2016, www.corpusthomisticum.org: “Nam ad pulchritudinem tria requiruntur. Primo quidem, integritas sive perfectio, quae enim diminuta sunt, hoc ipso turpia sunt. Et debita proportio sive consonantia. Et iterum claritas, unde quae habent colorem nitidum, pulchra esse dicuntur”. Las sucesivas traducciones del texto latino del Aquinate que se hallan en este trabajo son nuestras y están hechas en todos los casos sobre la versión indicada.

3    Tómese por caso a Aristóteles quien afirmaba que “las principales formas de la belleza son el orden, la proporción y la limitación” (Aristóteles, Metafísica 1078a 31, ed. trilingüe, trad. Valentín García Yebra (Madrid: Gredos, 1990)), o el mismo Platón quien recordaba a Hipias que lo bello consiste en lo conveniente: “Examina lo adecuado en sí y la naturaleza de lo adecuado en sí, por si lo bello es precisamente esto” (Platón, Hipias Mayor 293e, trad. J. Calonge Ruiz, E. Lledó Íñigo, G. García Gual (Madrid: Gredos, 2000)).

4    Cf. S. Agustín de Hipona, De Vera Religione, 30, 55, edición bilingüe, trad. Victorino Capánaga (Madrid: BAC, 1975): “como en todas las artes agrada la armonía, por la cual todas las cosas son seguras y bellas; y la misma armonía exige a la igualdad y unidad o [por] la similitud de las partes iguales, o por la proporción de las desiguales”.

5    En este sentido es conocida la discusión de Plotino con las afirmaciones aristotélicas que radican lo bello en la proporción. El autor afirma que ella no es el núcleo central de la belleza sino que la forma, una vez presente, realiza todas las proporciones que manifiestan al tó kalón: “Y, una vez que ha sido ya reducido a unidad, es cuando la belleza se asienta sobre ello dándose tanto a las partes como a los todos. Porque cuando toma posesión de algo uno y homogéneo, da al todo la misma belleza que a las partes” (Plotino, Eneadas I, VI, 2, 23-25, trad. Jesús Igal (Madrid: Gredos, 1982)).

6    Etienne Gilson, Pintura y realidad, trad. Manuel Fuentes Benot (Madrid: Aguilar, 1961), 166. La cursiva es nuestra. En la misma línea, señala Lobato, “Integridad, proporción y claridad no son elementos dispersos e incoherentes, sino más bien estratos escalonados de lo bello, mutuamente implicados. Los exteriores soportan y manifiestan a los interiores, en los cuales a su vez radican” (Abelardo Lobato, Ser y Belleza (Barcelona: Herder, 1965), 101). También puede verse lo afirmado por Umberto Eco: “la investigación sobre los tres criterios formales de lo bello, reconciliada continuamente con este concepto, reconocerá en la forma el natural soporte ontológico y psicológico de la condición constitutiva del valor estético” (Umberto Eco, Il problema estético in San Tommaso (Torino: Edizioni di «Filosofia», 1956), 58).

7    En atención a la trascendentalidad de lo bello, no es posible abordar aquí un tema cuyo estudio presenta aristas tan abundantes y que ha involucrado a intelectuales de enorme talla tanto a favor cuanto en contra. Como mínima muestra no debe olvidarse entre los primeros el espléndido trabajo de Umberto Eco (Il problema estetico in San Tommaso), ni aquél fundacional como es el de Jacques Maritain (Arte y Escolástica, trad. María Mercedes Bergadá (Buenos Aires: Club de Lectores, 1983)). Por otra parte, entre los segundos, conviene recordar el de Jan Aertsen, (Medieval Philosophy and the trascendentals. The case of Thomas Aquinas (Leiden - New York - Köln: E. J. Brill, 1996)), o aquel de principios de siglo pasado perteneciente a Thus M. de Munnynck (“L'Esthétique de Saint Thomas d'Aquin”, en San Tommaso d'Aquino , miscelánea, (Milán, 1923), 217-239). Para un estado de la cuestión abarcativo de buena parte del siglo XX conviene Cf. Luis Rey Altuna, “Fundamentación ontológica de la belleza”, Anuario Filosófico 19 (1986): 113-121.

8    Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 5, a. 4, ad 1: “[...] Pulchrum autem respicit vim cognoscitivam, pulchra enim dicuntur quae visa placent”.

9    Cf. Aristóteles, Tratado del Alma III, 8, 431b, ed. bil., trad. A. Ennis (Buenos Aires-México: Espasa-Calpe, 1944): “Recapitulando lo que hemos dicho sobre el alma, repetiremos que ella es, en cierto modo, todas las cosas”.

10     Cf. Tomás de Aquino, De Veritate q. I, a. 1, c.: “Si autem modus entis accipiatur secundo modo, scilicet secundum ordinem unius ad alterum, hoc potest esse dupliciter. [...] Alio modo secundum convenientiam unius entis ad aliud; et hoc quidem non potest esse nisi accipiatur aliquid quod natum sit convenire cum omni ente: hoc autem est anima, quae quodam modo est omnia, ut dicitur in III de anima”.

11     Cf. Hugo Costarelli Brandi, Pulchrum: Origen y originalidad del quae visa placent en Santo Tomás de Aquino (Navarra: Cuadernos de Anuario Filosófico, 2010), 147: “[...] sólo a lo bello toca explicitar que todo ente por el sólo hecho de ser de un modo determinado puede vincularse al hombre como un conocimiento statim gozoso, y que esto hunde sus raíces en la entidad misma y no sólo en un mero aparecer estético. Esto es, en última instancia, lo especial que lo bello dice respecto del ente”.

12     Cf. Eco, Il problema estetico in San Tommaso, 32-33: “[...] el Aquinate consideraba a lo Bello un trascendental, una estable propiedad del ente: todo ente es tal que puede ser visto como bello [...]; todo ser tiene en sí la estable condición de belleza”.

13     Platón, Symposium 210 a-b, trad. Luis Gil y María Araújo (Madrid: Sarpe, 1985): “Es menester —comenzó—, si se quiere ir por el recto camino hacia esta meta, comenzar desde la juventud a dirigirse hacia los cuerpos bellos y, si conduce bien el iniciador, enamorarse primero de un solo cuerpo y engendrar en él bellos discursos; comprender luego que la belleza que reside en cualquier cuerpo es hermana de la que reside en el otro y que, si lo que se debe perseguir es la belleza de la forma”.

14     Agustín de Hipona, Cartas. T. VIII, Epistola 3, 4, Carta a Nebridio, trad. Lope Cilleruelo OSA (Madrid: BAC, 1986).

15     No es oportuno abordar en este punto el controvertido tema del arte y la belleza, sin embargo, conviene notar al menos que dicha actividad humana, en la línea posible a la naturaleza de la materia artística, le otorga un universal concreto, hace de la obra un particular que dice a su modo un universal que puede ser leído por otro logos. Es por ello que Heidegger afirma que “en la obra no se trata de la reproducción de los entes singulares existentes, sino al contrario de la reproducción de la esencia general de las cosas” (Martín Heidegger, Arte y poesía (México-Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1958), 51)).

16     Plotino, Eneadas V, VIII, 1, 13-15, trad. Jesús Igal (Madrid: Gredos, 1998).

17     Cf. Aristóteles, Metafísica, IX 1048b 23, trad. Tomás Calvo Martínez (Madrid: Gredos, 1994): en la enérgueia, “se da el fin y la acción. Así, por ejemplo, uno sigue viendo (cuando ya ha visto), y medita (cuando ya ha meditado), y piensa cuando ya ha pensado”.

18     Muchos son los ejemplos que podrían aducirse en este punto. Tómese por caso el de Plotino quien afirma: “Hay que acostumbrar, pues, al alma a mirar por sí misma, primero las ocupaciones bellas; después cuantas obras bellas realizan no las artes, sino los llamados varones buenos; a continuación, pon la vista en el alma de los que realizan las obras bellas”. (Plotino, Enneadas I, VI, 9, 5-10).

19     Cf. Platón, Symposium 210 b-c, trad. Luis Gil y María Araújo (Madrid: Sarpe, 1985).

20     Cf. Agustín de Hipona, De Ordine II, 50-51, trad. Victorino Capanaga (Madrid: BAC, 1969), 686-7: “Pues al que considera la potencia y la fuerza de los números le parecerá grande miseria y cosa lamentable que [...] su vida y su propia alma se deslice por caminos tortuosos y que dé un estrépito discordante por dominarle las pasiones carnales y los vicios. Mas cuando el alma se arreglare y embelleciera a sí misma, haciéndose armónica y bella, osará contemplar a Dios”.

21     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 145 a. 2 co: “pulchritudo spiritualis in hoc consistit quod conversatio hominis, sive actio eius, sit bene proportionata secundum spiritualem rationis claritatem”. Es preciso advertir que Tomás usa aquí el término actio en su adecuado significado de acción interior vinculado a las praxeis en oposición a facere vinculado al ámbito de la poíesis.

22     Tomás de Aquino, Sententia Metaphysicae, lib. 6 l. 1 n. 9: “[...] Differunt enim agere et facere: nam agere est secundum operationem manentem in ipso agente, sicut est eligere, intelligere et huiusmodi: unde scientiae activae dicuntur scientiae morales. Facere autem est secundum operationem, quae transit exterius ad materiae transmutationem, sicut secare, urere, et huiusmodi”. Cf. también: Summa Theologiae I-II, q. 57 a. 4 co: “Differt autem facere et agere quia, ut dicitur in IX Metaphys. factio est actus transiens in exteriorem materiam, sicut aedificare, secare, et huiusmodi; agere autem est actus permanens in ipso agente, sicut videre, velle, et huiusmodi”.

23     Platón, Hipias Mayor, 290d.

24     Aristóteles, Tópicos, 116b, trad. Miguel Candel Sanmartín (Madrid: Gredos, 1982).

25     Marco Tulio Cicerón, Los oficios, I, XXVIII, 98, trad. D. Manuel de Valbuen (Madrid: Librería de los sucesores de Hernando, 1910). Se ha tenido a la vista el texto latino según The Loeb Classical Library (Londres: William Heinemann Ltd, 1928).

26     Tomás de Aquino, In De divinis nominibus, cap. 4 l. 5: “[...] omnis autem forma, per quam res habet esse, est participatio quaedam divinae claritatis”.

27     Dionisio Areopagita, Los Nombres Divinos, c. IV, 4, 697d, trad. Pablo Cavallero (Buenos Aires: Losada, 2007).

28     Dionisio Areopagita, Los Nombres Divinos, c. IV, 6, 701a.

29     Dionisio Areopagita, Los Nombres Divinos, c. IV, 5, 700d.

30     Eric D. Perl, Theophany. The Neoplatonic Philosophy of Dionysius the Areopagite (Albany: State University of New York Press, 2007), 8: “cualquier cosa, evento, acción o proceso sólo puede ser entendido intelectualmente en términos del bien que es su último por qué. Y todo lo que puede ser así entendido, todo lo que es inteligible, es así sólo debido a que y en cuanto está ordenado sobre la base de la bondad”.

31     Cf. Aristóteles, Metafísica, l. 1, c. 2 982a 15-20.

32     Tomás de Aquino, Contra Gentiles, lib. 2 cap. 24 n. 4; “[...] ordinatio enim aliquorum fieri non potest nisi per cognitionem habitudinis et proportionis ordinatorum ad invicem, et ad aliquid altius eius, quod est finis eorum; ordo enim aliquorum ad invicem est propter ordinem eorum ad finem”.

33     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, 180, a. 2 ad 3: “[...] pulchritudo, sicut supra dictum est, consistit in quadam claritate et debita proportione. Utrumque autem horum radicaliter in ratione invenitur, ad quam pertinet et lumen manifestans, et proportionem debitam in aliis ordinare”. Conviene advertir que el Aquinate usa el término ratio en sentido amplio, es decir implicando en ello no sólo a la dimensión cognitiva sino la volente.

34     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 145 a. 2 co: “[...] sicut accipi potest ex verbis Dionysii, IV cap. de Div. Nom., ad rationem pulchri, sive decori, concurrit et claritas et debita proportio, dicit enim quod Deus dicitur pulcher sicut universorum consonantiae et claritatis causa”.

35     Tomás de Aquino, In De divinis nominibus, cap. 4 l. 5: “[...] claritas enim est de consideratione pulchritudinis, ut dictum est; omnis autem forma, per quam res habet esse, est participatio quaedam divinae claritatis; [...]. Similiter etiam dictum est quod de ratione pulchritudinis est consonantia, unde omnia, quae, qualitercumque ad consonantiam pertinent, ex divina pulchritudine procedunt”.

36     No es posible olvidar en este punto aquel pasaje espléndido de J. R. R. Tolkien donde se condensa de un modo bellísimo todo lo indicado: “Entonces les dijo Ilúvatar: —Del tema que os he comunicado, quiero ahora que hagáis, juntos y en armonía, una Gran Música. Y como os he inflamado con la Llama Imperecedera, mostraréis vuestros poderes en el adorno de este tema mismo, cada cual con sus propios pensamientos y recursos, si así le place. Pero yo me sentaré y escucharé, y será de mi agrado que por medio de vosotros una gran belleza despierte en canción” (John R.R. Tolkien, El Silmarillion, trad. Rubén Masera y Luis Doménech (Bogotá: Minotauro, 1993), 13).

37     Alberto Magno, In De Divinis Nominibus, 72, 10-14, trad. Hugo Costarelli Brandi, en Alberto Magno, Tomás de Aquino y Ulrico de Estrasburgo. Tres lecturas dominicas en torno a lo bello (Mendoza: CEFIM - SS&CC, 2014). La respuesta de Alberto a esta objeción, no transitará el camino de Tomás. Para el Magno, la solución es posible a partir de las diversas rationes que implican estas dimensiones del ente: si hay identidad, ella es sólo atendiendo al subiectum, pero ello es como la identidad en el género que puede hallarse entre el hombre y el asno. Por el contrario, lo que muestra a cada uno en cuanto tal es la diferencia, es decir, esa particular ratio que los dice en su ser. Así, lo bueno quedará signado por la apetición y lo bello por el conocido splendor formae: “[...] debe saberse que es [propio] de la razón de lo bueno que sea el fin del deseo que lo mueve hacia sí mismo [que lo atrae], y por ello es definido por el Filósofo [así]: «lo bueno es lo que todas las cosas desean». Lo honesto, por el contrario, agrega sobre lo bueno el que por su fuerza y dignidad atrae el deseo; lo bello, por último, agrega sobre esto cierto esplendor y claridad sobre ciertas partes proporcionadas”. (Alberto Magno, In De Divinis Nominibus, 77, 40-50).

38     Dionisio Areopagita, De Divinis Nominibus, IV, 7, [152].

39     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 145 a. 2 co. : “Hoc autem pertinet ad rationem honesti, quod diximus idem esse virtuti, quae secundum rationem moderatur omnes res humanas. Et ideo honestum est idem spirituali decori. Unde Augustinus dicit, in libro octogintatrium quaest., honestatem voco intelligibilem pulchritudinem, quam spiritualem nos proprie dicimus”.

40     Cf. Christopher Scott Sevier, “Thomas Aquinas On the Nature and Experience of Beauty” (PhD diss., University of California, 2012), 343: “What is shown here is that Aquinas does not deviate in any significant way from that tradition, beginning with Plato and Aristotle, and running through Cicero, Augustine, Dionysius and Albert the Great, namely, of linking the beautiful and the good”.

41     Alice Ramos, Dynamic Transcendentals. Truth, Goodness & Beauty from a Thomistic Perspective (Washington DC: The Catholic University of America Press, 2012), 192.

42     Tomás de Aquino, Summa Theologiae IIª-IIae, q. 145 a. 2 ad 1: “Ad primum ergo dicendum quod obiectum movens appetitum est bonum apprehensum. Quod autem in ipsa apprehensione apparet decorum, accipitur ut conveniens et bonum, et ideo dicit Dionysius, IV cap. de Div. Nom., quod omnibus est pulchrum et bonum amabile. Unde et ipsum honestum, secundum quod habet spiritualem decorem, appetibile redditur”.

43     Como tal, la convenientia constituye un aspecto de lo real que remite indistintamente a ambos trascendentales: es conveniente con el fin humano una acción y por ello atrae, y es conveniente la composición de colores de un atardecer. Sin embargo, lo que da la diferencia formal en un sentido o en otro de la convenientia no es ella misma sino la relación al conocimiento (gozo en el conocer) o a la apetencia (gozo en el poseer o deseo de posesión).

44     No es la intención de este trabajo abordar en este punto y con toda la profundidad necesaria la identidad y diferencia de estos trascendentales, ya que ello ameritaría un trabajo aparte. Sin embargo, conviene tener presente el conocido texto de la Summa Theologiae (I, q. 5, a. 4 ad 1) donde se precisa la distinción en función de la diversa relación del ente con las actividades humanas: allí se advierte que lo bueno destaca la dimensión apetecible del ente (“quod omnia appetunt”) y lo bello su carácter visivo placentero (“quae visa placent”). La distinción formal propuesta por Tomás se mantiene también en el plano de la virtud, donde se apela nuevamente a la doble dimensión, cognitiva por una parte (lo aprehensum) y apetitiva por otra (bonum).

45     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 179 a. 2 co. “[...] divisio ista datur de vita humana, quae quidem attenditur secundum intellectum. Intellectus autem dividitur per activum et contemplativum, quia finis intellectivae cognitionis vel est ipsa cognitio veritatis, quod pertinet ad intellectum contemplativum; vel est aliqua exterior actio, quod pertinet ad intellectum practicum sive activum. Et ideo vita etiam sufficienter dividitur per activam et contemplativam”.

46     Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 171 proem. : “Postquam dictum est de singulis virtutibus et vitiis quae pertinent ad omnium hominum conditiones et status, nunc considerandum est de his quae specialiter ad aliquos homines pertinent. [...] Alia vero differentia est secundum diversas vitas, activam scilicet et contemplativam, quae accipitur secundum diversa operationum studia”.

47     El presente trabajo no pretende abordar ni discutir en profundidad el criterio utilizado por Tomás para tal división, ni su particular visión de la llamada vida mixta, siendo la intención principal considerar sólo la belleza de la vida activa y de la contemplativa. Para un panorama más acabado del problema conviene revisar el trabajo de Giuseppe Turbessi (La vita contemplativa, dottrina tomistica e sua relazione alle fonti (Roma: Pia Soc. S. Paolo, 1944)) y más contemporáneamente el de Ignacio Andereggen (Contemplación filosófica y contemplación mística. Desde las grandes autoridades del siglo XIII a Dionisio Cartujano (Buenos Aires: EDUCA, 2002)).

48     A. Thomas S. Hibbs, Virtue’s splendor. Wisdom, prudence and the human good (New York: Fordham University Press, 2001), 17.

49     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 182, a. 3, c: “Ex hoc ergo exercitium vitae activae confert ad contemplativam, quod quietat interiores passiones, ex quibus phantasmata proveniunt, per quae contemplatio impeditur”. No obstante, Tomás advierte en el mismo artículo que si se atiende a la actividad misma, ella sí puede impedir la contemplación ya que “impossibile est quod aliquis simul occupetur circa exteriores actiones, et divinae contemplationi vacet”.

50     Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 181 a. 1 co.: “Manifestum est autem quod in virtutibus moralibus non principaliter quaeritur contemplatio veritatis, sed ordinantur ad operandum, [...] unde manifestum est quod virtutes morales pertinent essentialiter ad vitam activam”.

51     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 181, a. 2, c: “[...] cognitio prudentiae, quae de se ordinatur ad operationes virtutum moralium, directe pertinet ad vitam activam”. Conviene notar, sin embargo, que la prudencia, considerada en un sentido general, es decir sin atender a la especificidad de su acto, queda asociada a la vida contemplativa: “[...] Si autem sumatur communius, prout scilicet comprehendit qualemcumque humanam cognitionem, sic prudentia quantum ad aliquam sui partem pertineret ad vitam contemplativam”.

52     Ramos, Dynamic Transcendentals, 192.

53     Tomás de Aquino, In symbolum apostolorum a. 4: “[...] quia sicut virtus animae est pulchritudo eius, ita peccatum est macula eius”.

54     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, 180, a ad 3: “[...] in vita contemplativa, quae consistit in actu rationis, per se et essentialiter invenitur pulchritudo. [...] In virtutibus autem moralibus invenitur pulchritudo participative, inquantum scilicet participant ordinem rationis”.

55     Cf. Eco, Il problema estetico in San Tommaso, 63: “[...]  existe una proporción moral como continuación de la acción o del pensar ordenado según la ley ética proporcionado a los dictámenes superiores de la razón divina”.

56     Tomás de Aquino, Sententia Libri Ethicorum, lib. 6, lect. 10, n. 3: “[...] prudentia habet (hoc), quod scilicet sit considerativa operationum humanarum ex quibus homo fit felix. Sed non propter hoc videtur quod homo habeat opus ipsa. Est enim prudentia circa ea quae sunt iusta in comparatione ad alios, et pulchra idest honesta, et bona idest utilia homini secundum seipsum, quae quidem operari pertinet ad bonum virum. Non videtur autem aliquis esse operativus eorum quae sunt secundum aliquem habitum ex eo quod scit ipsa, sed ex eo quod habet habitum ad ea”.

57     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, 180, a ad 3: “In virtutibus autem moralibus invenitur pulchritudo participative, inquantum scilicet participant ordinem rationis, et praecipue in temperantia, quae reprimit concupiscentias maxime lumen rationis obscurantes”.

58     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 141 a. 2 ad 3: “[...] quamvis pulchritudo conveniat cuilibet virtuti, excellenter tamen attribuitur temperantiae, duplici ratione. Primo quidem, secundum communem rationem temperantiae, ad quam pertinet quaedam moderata et conveniens proportio, in qua consistit ratio pulchritudinis [...]. Alio modo, quia ea a quibus refrenat temperantia sunt infima in homine, convenientia sibi secundum naturam bestialem, ut infra dicetur, et ideo ex eis maxime natus est homo deturpari. Et per consequens pulchritudo maxime attribuitur temperantiae, quae praecipue turpitudinem hominis tollit”.

59     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 157 a. 4 co.: “[...] Perfectius autem est consequi bonum quam carere malo. Et ideo virtutes quae simpliciter ordinant in bonum, sicut fides, spes, caritas, et etiam prudentia et iustitia, sunt simpliciter maiores virtutes quam clementia et mansuetudo”.

60     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 142 a. 4 co: “[...] quia maxime repugnat eius claritati vel pulchritudini, inquantum scilicet in delectationibus circa quas est intemperantia, minus apparet de lumine rationis, ex qua est tota claritas et pulchritudo virtutis”.

61     Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 123 a. 8 ad 1.: “[...] vehementia actus vel passionis unius potentiae impedit aliam potentiam in suo actu”.

62     Tomás indica que el ímpetu de la pasión puede obnubilar el juico de la razón y hacer que se la siga por diversos motivos. Llama la atención que el Aquinate asocie tales movimientos a los diversos temperamentos: “[...] debe decirse que por el ímpetu de la pasión sucede que alguien la siga inmediatamente antes que al consejo de la razón. En efecto, el ímpetu de la pasión puede provenir o bien de la velocidad, como en los coléricos, o bien de la vehemencia, como en los melancólicos que a causa de su complexión terrestre se inflaman con gran vehemencia” (Tomás de Aquino, Summa Theologiae II- II, q. 156 a. 1 ad 2: “Ad secundum dicendum quod ex impetu passionis contingit quod aliquis statim passionem sequatur, ante consilium rationis. Impetus autem passionis provenire potest vel ex velocitate, sicut in cholericis; vel ex vehementia, sicut in melancholicis, qui propter terrestrem complexionem vehementissime inflammantur”).

63     Tomás de Aquino, De veritate, q. 26 a. 10 co.: “[...] ex viribus inferioribus fit redundantia in superiores; ut cum ex vehementia passionum in sensuali appetitu existentium obtenebratur ratio ut iudicet quasi simpliciter bonum id circa quod homo per passionem afficitur”.

64     Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q. 5, a. 4, ad 1: “sensus delectatur in rebus debite prportionatis, sicut in sibi similibus; nam et sensus ratio quaedam est, et omnis virtus cognoscitiva”.

65     Josef Pieper, Las virtudes fundamentales, trad. Rufino Gimeno Peña (Madrid: Rialp, 1980), 249.

66     Tomás de Aquino, Sententia Politicorum, lib. 1, l. 3, n. 18: “[...] excellentia pulchritudinis animae, non ita de facili potest cognosci, sicut pulchritudo corporis”.

67     Cf. Agustín de Hipona, De Libero Arbitrio, c. 16, 384, 16, trad. Evaristo Seijas OSA (Madrid: BAC, 1951): “[...] Pero las sombras, cuando se aman, causan más debilidad en los ojos del alma y la hacen más incapaz de gozar de tu vista, por lo cual tanto más y más se hunde el hombre en las tinieblas cuanto con más gusto sigue todo aquello que más dulcemente acoge su debilidad”. Cf. tb. Antonio Ruiz Retegui, Pulchrum. Reflexiones sobre la belleza desde la Antropología cristiana (Madrid: Rialp, 1998), 96: “[...] pero esa hermosura no es de tipo epidérmico o meramente externo. Se refiere a realidades que aun estando en un ámbito sensible no se dejan dominar por los sentidos”.

68     Plotino, Eneadas I, 6, 5-11.

Dietrich von Hildebrand

La importancia del respeto como actitud general

El respeto puede ser considerado como madre de todas las virtudes (mater omnium virtutum), pues constituye la actitud fundamental que presuponen todas ellas.

El gesto más elemental del respeto consiste en la respuesta a lo existente como tal, a la en sí misma pacífica majestad del ser, en contraposición a toda mera ilusión o ficción; constituye la respuesta a su propia consistencia interior y a la realidad positiva, así como a su independencia respecto de nuestro arbitrio. En el respeto “conformamos” nuestro criterio al valor fundamental de lo existente; lo reconocemos, damos en cierto modo a lo existente la oportunidad de desplegarse, de que nos hable, de que fecunde nuestro espíritu. Por eso, la actitud básica que supone el respeto constituye ya de por sí algo indispensable para un entendimiento adecuado. La profundidad, la abundancia, y sobre todo el arcano misterioso de lo real sólo se descubre al espíritu respetuoso. El respeto es, por otra parte, un elemento constitutivo del asombro (thaumátsein) que, según Platón y Aristóteles, constituye un presupuesto ineludible del filosofar. La falta de respeto es la fuente principal de errores filosóficos. Si es un fundamento necesario para cualquier conocimiento auténtico y adecuado, es aún más indispensable para una captación y comprensión de los valores. Solamente al respetuoso se le abre el mundo sublime de los valores, en tanto se siente inclinado a reconocer la existencia de una realidad superior a la que se abre, estando dispuesto a callar y a dejarla hablar. Se entiende así por qué el respeto es la madre de todas las virtudes, pues cada virtud contiene en sí misma una respuesta actualizada al valor de un determinado sector del ser, y supone entonces la comprensión y el entendimiento de los valores.

La respuesta apropiada a lo existente que en su valor se capta contiene a su vez un elemento de respeto. Esa nueva manifestación del respeto responde no sólo al valor de lo existente como tal, sino también al valor particular de un ente determinado, y a su rango en la jerarquía de los valores. Esta nueva forma de respeto abre nuestros ojos al descubrimiento de nuevos valores.

Así, el respeto es, de un lado, un presupuesto para entender y captar los valores y, de otro, una parte central de la adecuada respuesta de valor. De ahí que represente una condición necesaria y, al mismo tiempo, un elemento esencial de todas las virtudes. Es como si en el hombre individual el respeto fuese algo inherente a su esencial carácter de persona creada. Constituye la suprema grandeza del individuo el ser capaz de Dios (capax Dei). Podemos entenderlo en otro sentido: el hombre tiene la capacidad de concebir algo que es más grande que él, de ser atraído y fecundado por ello, y él mismo puede entregarse a ese bien mediante una pura respuesta de valor nacida de su propio querer. Esa esencial trascendencia del hombre lo distingue de una planta o de un animal, ambos exclusivamente inclinados a desplegar su propia esencia. Sólo el hombre respetuoso ratifica conscientemente su verdadera condición humana y su situación metafísica. Asume una actitud ante lo existente que actualiza sólo por su facultad receptiva y su capacidad cognoscitiva, a través de la cual puede ser fecundado por una realidad superior.

El individuo que se acerca a lo existente sin respeto, bien con una actitud de superioridad insolente, presuntuosa, o bien tratándola de una manera superficial y sin tacto, se convierte en una persona ciega para la comprensión y entendimiento adecuados de la profundidad y de los secretos de lo existente y, sobre todo, para una percepción real de los valores. Se comporta como quien se aproxima tanto a un árbol o a un edificio que ya no consigue verlos. En lugar del espacio espiritual que nos distancia del objeto merecedor de respeto, y en lugar del respetuoso silencio de la propia persona que hace posible que lo existente se exprese, el individuo irrespetuoso irrumpe de manera indiscreta e impertinente, con una conversación incesante, sonora y pretenciosa.

El respeto juega un papel especial en el reino de la pureza. La castidad supone esencialmente una actitud respetuosa en relación al secreto del amor entre el hombre y la mujer, una conciencia que impregna la esfera de lo sexual con santo recato, y a la que debiera uno aproximarse sólo con la expresa sanción de Dios. La castidad es incompatible con una actitud general presuntuosa frente a lo existente, ya asuma un carácter frívolo y cínico, ya pueda convertirse en una aproximación íntima, obtusa, ingenua y pagada de sí misma respecto a los secretos del cosmos. La castidad exige estima a la persona amada, a su cuerpo, y profundo respeto a la honda y misteriosa unidad de dos almas en una sola carne, así como al misterio del alumbramiento de una nueva persona.

Puede que no se valore suficientemente la importancia del respeto como actitud fundamental en materia de la educación de la castidad. No podemos esperar que un hombre joven asuma la actitud correcta en la esfera de lo sexual si desatendemos su educación en materia de respeto.

Los impedimentos específicos para el desarrollo del respeto         

Antes de analizar con detalle los medios para el desarrollo del respeto, hemos de examinar brevemente las concretas dificultades para una educación orientada en este sentido, dificultades que en parte surgen durante la pubertad, y en parte provienen de la mentalidad de nuestra época. Los jóvenes, principalmente entre los quince y dieciocho años, tienen el peligro de incurrir en una actitud que pudiéramos denominar histeria de la independencia y del aparentar más de lo que son. El hombre joven demanda independencia y, ante todo, desea imponerse al otro con su superioridad y con su independencia. No quisiera tener que confesar que algo le puede conmover, producir una consideración extrema o sorprender. Se preocupa convulsivamente de jugar el papel del “hombre independiente”, del que todo lo adivina, de quien está por encima de todo haciendo ostentación de una seguridad imperturbable. Pero cuanto mayor es su pretensión de exhibir esa seguridad, más inseguro resulta ser en realidad. Realmente depende por completo del otro, incluso de una manera ilegítima. Imita indiscriminadamente a otros hombres que le suelen imponer por su virilidad, independencia y seguridad, y que le hacen sentir precisamente su dependencia. Confía en conseguir su independencia y superioridad imitándolas en todos sus aspectos. Es el tipo mismo de lo que Dostoievsky ha descrito tan magistralmente en El idiota y en Los hermanos Karamazov. Esa mezcla de complejo de inferioridad, de sufrimiento por sentir que no se ha crecido todavía del todo, de deseo de impresionar exteriormente, como si esa combinación de orgullo e inseguridad y esa inmadurez específica pudiera imponerse con fanfarronería… Todo ello constituye claramente la antítesis del respeto. Esa clase de disposición moral ve en toda respetuosa abnegación un menoscabo, una minimización de la virilidad y de la superioridad verdaderamente independientes. El hombre joven dominado por esa disposición moral se empeña en mostrar una actitud irrespetuosa frente a todo lo que normalmente demanda respeto, sumisión y estima. Propende, además, a hablar de modo irreverente sobre la Santa Iglesia, las obligaciones morales, el matrimonio, etc. Este peligro general del joven, incluso después de la pubertad, constituye uno de los grandes obstáculos a los que se enfrenta la educación para el respeto.

El otro principal inconveniente es la tendencia hacia la falta de respeto propia de la mentalidad de nuestra época. El hombre ya no quiere reconocer su condición de criatura ni quiere confesar su esencial vínculo con algo que está por encima de él. Rechaza la sumisión a obligaciones que no se deriven de su libre consentimiento. Se resiste a considerar de forma respetuosa los grandes bienes como el matrimonio, los hijos y su propia vida. Frente a ellos, no quiere asumir el papel de un mero administrador, sino que por el contrario se arroga un poder soberano y arbitrario respecto de ellos. Contrae matrimonio y se divorcia después como si se tratara de ponerse un guante tras otro. Ya no ve en los hijos un don de Dios, sino que desea establecer por sí mismo su número, controlando los nacimientos. Considera justo acortar su propia vida y la de otros por medio de la eutanasia, si piensa que no son felices. El hombre moderno ya no quiere reconocer a la Providencia sino decidirlo todo por sí mismo. Se orienta hacia un modo de vida en el que ya no se dan ni regalos ni sorpresas, sino que todo lo que le sucede proviene de un plan establecido por él mismo. Rechaza toda autoridad auténtica en la vida social y rehúsa afirmar cualquier autoridad que no se deriva de su propia voluntad, en cuya creación no haya intervenido él mismo.

En este intento moderno de desechar la índole creatural del hombre, de renegar de su condición metafísica, se manifiesta claramente la antítesis del respeto. Dicha mentalidad, que encuentra su expresión filosófica en el existencialismo de Sartre, penetra la vida moderna hasta sus entretelas más sutiles, y el hombre joven respira a cada momento la atmósfera nociva de la falta de respeto. El utilitarismo progresista y el pragmatismo de nuestra vida diaria, la desvalorización del espacio y el tiempo a causa de la técnica moderna, así como el sobredimensionamiento de todo lo individualista, destruyen la conciencia de una realidad autónoma que se nos impone, y aumentan la insana sensación de una ilimitada soberanía del hombre.

A menudo, la destrucción de la actitud respetuosa se provee de canales cuya peligrosidad pasa por alto el educador católico; quizá acontece más bien que no se le antojan como destructivos del respeto.

El educador se queja ciertamente de determinados males: divorcios, control de natalidad, eutanasia, frecuentes suicidios, creciente desvergüenza en la relación que se da entre ambos sexos… Pero probablemente no reconoce la falta de respeto en la raíz de esos males, o bien sólo lo hace cuando pone de manifiesto una amenaza o desconsideración hacia Dios y hacia los valores morales. No percibe claramente la existencia de muchas presiones en nuestra vida moderna que alimentan una actitud irrespetuosa contra cosas que no están directa y expresamente conectadas con la religión y la moral.

Ahí tenemos, por ejemplo, la actitud del hombre moderno hacia el arte y la belleza en general, o la tendencia continuada a apreciar escasamente las formas exteriores, a tomar las cosas a la ligera, a dejarse llevar y, en fin, nuestra forma cotidiana de hablar, las formas descuidadas de expresarse. El hombre moderno ya no encuentra la belleza en la naturaleza y en el arte con el profundo respeto que debiera, como un reflejo de un mundo más elevado y situado sobre él. No se esfuerza por prepararse para una verdadera comprensión de la obra de arte; elude el sursum corda (¡arriba los corazones!) que nos reclama cada “ser encontrados” y cada “ser regalados” por una gran obra de arte. Desearía le fuera ofrecida la belleza como un alimento, como algo que se puede comer, mientras él mismo se relaja corporal y espiritualmente y se pone cómodo. Se mueve entre grandes obras de arte como si constituyeran una simple fuente de placer; no se espanta de transformarlas caprichosamente, de hacer de un cuarteto una pieza de orquesta, o de una novela un guión cinematográfico. Tal actitud respecto de los valores estéticos aparenta ser algo más bien inofensivo en primera instancia, desde el punto de vista moral o religioso, pero en realidad representa un síntoma espantoso de la creciente falta de respeto. El hombre constituye una unidad, y si la falta de respeto descompone un sector de la vida, toda nuestra personalidad se contagia de esa carencia. La falta de respeto y la desidia que tan estrechamente la acompaña, el rechazo a todo esfuerzo mental para entrar verdaderamente en contacto con una gran obra de arte, la renuncia a percibir la belleza sublime de la naturaleza, la aversión contra el indispensable recogimiento espiritual, o la resistencia a emerger de lo periférico y superficial, todo eso es la venenosa semilla que se hará presente, incluso en nuestra vida moral y religiosa.

Esto vale también para la actitud moderna respecto de las formas exteriores en general. El saludo a nuestros prójimos con un apretón de manos, o con el gesto de quitarse el sombrero, constituye una profunda expresión de la exigencia interior de dirigirnos a los otros como personas por un acto comunicativo anterior a la conversación con ellos sobre cualquier tema. Sustituir esa entrega, ese darse, por un ¡Hola! –precisamente la resonancia de aquella actitud descuidada en –passant– o incluso abandonar totalmente esa ofrenda constituye un síntoma típico de la falta de respeto hacia nuestros semejantes, de la conformidad presuntuosa y del abandono.

La camaradería en la relación entre los dos sexos como sustitutivo de la caballerosidad que supone una respuesta auténtica al secreto de lo femenino; la falta de cortesía, virtud que erróneamente se contempla como comportamiento blando y superficial; todo esto constituye igualmente un signo de la pérdida del sentido del respeto. No queremos pasar por alto la influencia destructiva que posee tal descuido de las formas exteriores, tanto de nuestra postura corporal como del ritmo vital de nuestro comportamiento físico. No en vano la liturgia en la oración exige una actitud corporal decorosa; no en balde atribuye San Benito una gran importancia al hecho de que el comportamiento exterior del monje respire dignidad y aquel habitare secum (morar consigo mismo), lo que supone la antítesis de cualquier modo de negligencia y descuido. El comportamiento exterior no es solamente expresión de una actitud interior, sino que posee al mismo tiempo una influencia directa sobre la misma y, cuando menos, facilita la formación de una actitud interior de respeto.

Dos factores representan las raíces de la disolución de las formas en nuestra vida moderna: el utilitarismo, la actitud pragmática que considera todo en función de la consecución de un determinado objetivo, a veces más superfluo que necesario y, en segundo lugar, el ídolo de la comodidad, la persecución desenfrenada del “camino fácil”, que exige el mínimo esfuerzo físico y mental. No obstante, sería completamente desacertado hacer responsable de la falta de virilidad y dominio de sí mismo al ídolo del confort. Nuestra época se distingue, muy al contrario, por los grandes records deportivos y por conceder un valor especial a la educación física. Más bien es la actitud irrespetuosa y soberbia que teme cualquier fatiga y, antes que nada, cualquier esfuerzo espiritual que no haya sido libre y voluntariamente decidido por nosotros la responsable y contraria a lo que nos exigiría el auténtico valor del objeto en cuestión. La liquidación del habitare secum, la difusión de una actitud reservada y la disminución del recogimiento en nuestro comportamiento exterior ha contribuido a esa decadencia de las formas. Por eso hay que tomar más en serio tales factores como algo más que una simple falta de disciplina. Aplicar exclusivamente un entrenamiento hacia el exterior o una disciplina militar nunca podría evitar ese mal. Por el contrario, resulta necesario despertar el sentido de las formas externas como expresión adecuada de la actitud interior del respeto, del comedimiento y de la discretio, formas que nos ayudan, a la vez, a permanecer en esa disposición interior de ánimo.

Pero ante todo, nuestra propia forma de expresarnos, es decir, la manera en que hablamos de las cosas grandes y sublimes, constituye una puerta falsa, causante de la descomposición de nuestra actitud hacia el respeto. Y en esto es el propio educador religioso muchas veces el culpable. En el desafortunado, aunque bien intencionado intento de hacer a los hombres más cercana la esfera religiosa, se traslada el mundo sublime de lo sobrenatural a una forma trivial de hablar que contribuye a socavar la discretio y el respeto. Se conversa sobre las cosas santas en jerga, en lugar de seguir el ejemplo de la liturgia, que se acerca a lo divino con palabras llenas de veneración respetuosa y elevada, que nos alza sobre nuestra propia estrechez y nos introduce en la luz de Cristo (lumen Christi), convocándonos a un sursum corda.

¡No nos engañemos! Aunque podamos destacar todavía muy frecuentemente la necesidad del respeto a Dios y al conjunto de la esfera sobrenatural y religiosa, en realidad sucede que las expresiones y la falta de respeto, que se extienden y que conducen a una presuntuosa confianza con Dios, hurtan al mismo tiempo su sustancia, la que deseamos edificar en el alma del hombre joven. De esta forma, desbaratamos nuestro propio empeño.

Los medios para el desarrollo del respeto        

A la vista de las dificultades mencionadas, sólo podemos esperar que se renueve y conserve el respeto en los jóvenes si los rodeamos de una atmósfera llena de respeto hacia todas las cosas que lo merecen. Tenemos que abstenernos de todo uso del idioma y de toda expresión que suene a irreverente, y desistir de todos los compromisos con las múltiples formas modernas de presentación de la falta de respeto, mostrando a los jóvenes un estilo de vida impregnado de una profunda actitud favorable al respeto debido.

Además, deberíamos guardarnos cuidadosamente de cualquier compromiso con la obsesión por la independencia y el afán de aparentar antes descritos. El educador no debe servirse de una jerga descuidada con objeto de hacerse comprender mejor por la gente joven. Muy al contrario, debería esforzarse en todo momento por hacer desaparecer esa especie de encogimiento, y ese estar cautivo de los respetos humanos que le llevan a hacer el ridículo al querer ser visto como “mamaíta” ante el niño mimado, con toda esa pseudo-masculinidad y apocamiento.

El ideal de imponerse a otros por medio de la independencia y la superioridad debiera hacer patente siempre que en realidad nos encontramos ante la consecuencia obligada de una completa dependencia respecto de la opinión de otros, como fruto del respeto humano y como un encerramiento en la propia persona sin sentido alguno. Debiéramos igualmente presentar a los jóvenes, una y otra vez, la grandeza de la humildad, del arrepentimiento, de la obediencia y de la auténtica libertad, que solamente poseen los humildes y temerosos. Deberíamos ser conscientes del peligro que resulta de fortalecer en los jóvenes el ídolo de su masculinidad, mediante una insistencia exagerada en el auto-dominio y en la apelación a su honor para motivar un comportamiento moral. El temor a mostrar cualquier tipo de emoción honda –aquella actitud que muestra el llanto como algo de lo que uno debería avergonzarse con independencia de su causa y modo– debería no sólo no ser apoyado sino más bien combatido. Indudablemente ese ídolo de masculinidad será utilizado como medio y contribuirá a la obtención de ciertos resultados. Con ello puede conseguirse el objetivo inmediato, pero esa motivación a la que servimos para evitar riesgos mayores se manifestará a la larga como algo funesto.

Aún hemos de desarrollar todos los puntos anteriores en relación a la castidad de manera pormenorizada. El significado fundamental del respeto en esta materia ya ha sido mencionado anteriormente. Quisiera añadir que la mayor parte de los desvaríos cometidos hoy en materia del sexto mandamiento no hay que achacarlos a la desbordante vitalidad y a los indomables instintos, sino a una falta de respeto. Por eso, una de las tareas más importantes de la educación en la castidad es volver a despertar una actitud respetuosa ante el misterio que rodea la esfera sexual. A esto pertenece, en primer lugar, el modo en el que el niño toma conocimiento de esa esfera. Toda explicación “neutral”, que exponga esta materia desde puntos de vista predominantemente biológico-científicos, es incapaz de producir tal actitud de respeto; más bien al contrario, destruye el sentido del misterio propuesto en ese campo. Semejante interpretación no conseguirá acallar la especial fuerza de atracción de esa esfera, ni tampoco situar el punto de vista neutral que se utiliza de forma temática, por ejemplo, en medicina, en lugar de su peligroso encanto. Tal interpretación, por otro lado, tampoco sería deseable desde el punto de vista moral y religioso. Se trata de un intento de superar el riesgo moral de la impureza desde abajo en lugar de desde arriba, lo que en todo caso constituye una actitud equivocada. El enfoque exclusivamente biológico y neutral en este campo no considera, en primer lugar, los riesgos emergentes que amenazan una visión verdadera y auténtica, y exige una actitud no deseable; en segundo lugar, se trata incluso de un medio incapaz para guardar la castidad.

Por el contrario, debería enseñarse al niño esa esfera, según su capacidad moral, cuando haya alcanzado la edad correspondiente y resulte imprescindible explicarle ciertas cosas. Se le debe anunciar como la expresión misteriosa del amor supremo entre hombre y mujer, como la unión más elevada a cuya hondura y belleza está permitido acercarse sólo con una sanción especial de Dios. Deberá presentarse a la luz del matrimonio y su carácter sacramental, bajo la analogía de la unión de Cristo con su Iglesia.

La necesidad de mantener dicha esfera a una distancia respetuosa deberá destacarse y presentarse sobre el fondo de la belleza del sentido que Dios le ha dado, y de la unidad entre el amor, la pasión y el sentimiento. Solamente a través de una estima reverente ante la grandeza y profundidad del misterio que este dominio encierra en el lugar asignado por Dios, en la comprensión de su valor positivo, se podrá descubrir el misterio de maldad (mysterium iniquitatis) que todo abuso en ese campo comporta de suyo.

No debemos comenzar con la mera insistencia sobre el pecado que encierra cada acto ilegítimo en este ámbito. No debemos hablar sobre ello con los jóvenes, utilizando expresiones que convierten toda esta esfera en el reino del diablo. Una actitud de ese tipo no puede constituir jamás el fundamento de la castidad auténtica y verdadera. ¿Cómo podría ensalzarse algo tan negativo y elevarlo a la dignidad propia de un sacramento? Muy al contrario, sólo en la medida en que se ilumine la grandeza misteriosa de esta esfera, en su función de donación propia, suprema y recíproca, y en el aspecto de la unión de dos individuos en una sola carne, podrá aparecer con claridad el carácter terrible de cada apartamiento de ese dominio, así como la pecaminosidad de toda aproximación a él no sancionada expresamente por Dios.

En esta materia, nuestra meta debe ser no hurtar el carácter misterioso ni inmunizar su peligrosidad tentadora mediante reflexiones científicas, sino imprimir un santo temor y respeto hacia ella en el alma de los jóvenes; llevarles a considerar todo esto como un huerto cerrado (hortus conclusus), hasta que Dios les llame para entrar en el misterioso terreno del matrimonio.

Dietrich von Hildebrand, dialnet.unirioja.es/

Traducido por: José María Barrio Maestre

Daniel Tirapu Martínez

I.           Planteamiento

Resulta interesante comprobar que tanto el Código de Derecho Canónico de 1983 como el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica tienen su puerto común en el Concilio Vaticano II.

La Constitución apostólica Sacrae disciplinae leges, por la que se promulga el Código reconoce con toda claridad que las aportaciones del Concilio Vaticano II exigían la reforma del Código de 1917, que finalizaría en la promulgación de un nuevo Código [1]. En este sentido el nuevo Código es un instrumento que pretende ajustarse a la naturaleza de la Iglesia tal y como es presentada por el Magisterio del Concilio Vaticano II, de modo especial en su doctrina eclesiológica. Por ello, las notas de  novedad presentes en su doctrina eclesiológica, constituyen también la novedad del Código. Entre estas aportaciones merece la pena destacar: a) la doctrina por la que se presenta a la Iglesia como Pueblo de Dios, y a la autoridad jerárquica como un servicio; b) la doctrina que presenta a la Iglesia como communio, especialmente en las relaciones que se dan entre Iglesia universal e Iglesias particulares, entre la Colegialidad y el Primado; c) finalmente, de vital importancia para nuestro tema, la doctrina de que todos los miembros de la Iglesia, participan del triple oficio de Cristo, doctrina que enlaza con la que se refiere a los derechos y deberes de todos los fieles, especialmente de los laicos [2].

La Constitución apostólica Fidei Depositum para la publicación del Catecismo de la Iglesia católica explica cómo el Concilio Vaticano II se fijó «como principal tarea la de conservar y explicar mejor el depósito precioso de la doctrina cristiana, con el fin de hacerlo más accesible a los fieles de Cristo y a todos los hombres de buena voluntad. Para esto, el Concilio no debía comenzar por condenar los errores de la época, sino ante todo, debía dedicarse a mostrar serenamente la fuerza y la belleza de la fe» [3].

En la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos, convocada el 25 de enero de 1985, los Padres del Sínodo expresaron el deseo de «que fuese redactado un Catecismo o compendio de toda la doctrina católica tanto sobre la fe como la moral, que sería como un texto de referencia para los catecismos o compendios que se redacten en los diversos países. La presentación de la doctrina debía ser bíblica y litúrgica, exponiendo una doctrina segura y, al mismo tiempo, adaptada a la vida actual de los cristianos» [4].

La misma Fidei Depositum pone en  estrecha relación las aportaciones del Código y del Catecismo, precisamente por su vinculación con el Concilio Vaticano II: «tras la renovación de la liturgia y el nuevo Código de Derecho canónico de la Iglesia latina y  de los cánones de las Iglesias orientales católicas, este Catecismo es una contribución importantísima en la obra de renovación de la vida eclesial, deseada y promovida por el Concilio Vaticano II» [5].

Por ello puede ser de interés analizar la doctrina sobre los laicos que presenta el nuevo Catecismo y su relación con el Código de 1983 [6].

Téngase además en cuenta que prácticamente hasta el Concilio Vaticano II había primado en la doctrina canónica y teológica una definición negativa del laico: bautizado que no es clérigo, ni religioso. Con sentido del humor se ha dicho que la posición del laico, hasta hace poco, se caracterizaba por dos notas: hallarse bajo el púlpito y de rodillas ante el altar. Algunos añadían una tercera nota: echar la  mano al bolsillo para la colecta.

El Vaticano II, principalmente en las Constituciones Lumen Gentium y Gaudium et Spes, pone las bases para un tratamiento digno y correcto del estatuto y misión de los laicos en la Iglesia, redescubriendo precisas conexiones con la dignidad y acción apostólica de los primeros cristianos.

II.         Definición, vocación y misión de los laicos en el nuevo catecismo

Por laico se entiende a todo cristiano, excepto los miembros del orden sagrado y del estado religioso reconocido en la Iglesia. Son, por tanto, cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo, que forman el Pueblo de Dios y que participan de las funciones de  Cristo: Sacerdote, Profeta y Rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el Pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo [7].

Tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. De modo especial les corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales, de tal manera que éstas lleguen a ser según Cristo, se desarrollen y sean para alabanza de Dios [8].

La iniciativa de los laicos es particularmente necesaria cuando se trata de descubrir los medios para que las exigencias de la doctrina y la vida cristiana impregnen las realidades sociales, políticas y económicas [9]. Es precisamente a través de las relaciones y su trabajo en el mundo donde encuentran su punto de unión las difíciles  relaciones entre Iglesia-mundo. Las realidades  familiares, profesionales, sociales, políticas y económicas no  son tareas eclesiales, pero adquieren la nota de eclesialidad en la medida que constituyen la vocación y misión propia y genuina de los laicos.

Dos son los peligros que acechan al quehacer del laico: a) el laico dedicado a tareas exclusivamente eclesiales, abandonando sus responsabilidades profesionales, sociales, económicas, culturales y políticas; b) la separación en el laico entre Fe y vida, entender la Fe como actividad de conciencia y separarla de la vida social [10].

Como todos los fieles, los laicos están llamados por Dios al apostolado por virtud del bautismo y de la confirmación y por eso tienen el derecho y el deber, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje cristiano sea conocido y recibido por todos los hombres. En la  Comunidad eclesial su acción es tan necesaria que sin ella, el apostolado de los Pastores no puede obtener su plena eficacia [11].

Los laicos participan, según su condición, en la triple misión sacerdotal, profética y real de Cristo:

a)        Los laicos participan en la misión sacerdotal de Cristo a través de todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el espíritu, incluso las molestias de la vida, asumidas con paciencia; todo ello se convierte en sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo cuando se unen a la ofrenda del Señor en la celebración de la Eucaristía, consagrando el mismo mundo a Dios [12]. De modo muy especial los padres participan de la misión de santificación impregnando de espíritu cristiano la vida conyugal y procurando la educación cristiana de los hijos [13]. También los laicos, con las condiciones requeridas, pueden ser admitidos a ciertos ministerios [14].

b)        Los laicos también participan de la misión profética de Cristo, evangelizando con el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra. Esta evangelización de los laicos adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo [15].

Los fieles laicos idóneos y formados para ello pueden colaborar en la formación catequética (CIC cc. 774, 776, 780), en la enseñanza de las ciencias sagradas (CIC c. 229), en los medios de comunicación social (CIC c. 823, 1). Tienen también el  derecho e incluso el deber de manifestar a los pastores su opinión sobre el bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, con el debido respeto y salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres (CIC c. 212, 3) [16].

c)         Finalmente, los laicos participan en la misión real de Cristo. Los fieles laicos han de sanear las estructuras y las condiciones del mundo, impregnando de valores morales la cultura y las realidades humanas [17].

Los laicos pueden ser llamados a colaborar con sus pastores en tareas propiamente eclesiales: pueden cooperar a tenor del derecho  en el ejercicio de la potestad de gobierno (CIC c. 129,2), con su presencia en los Concilios particulares (CIC c. 443, 4), en los Sínodos diocesanos (CIC c. 463), en los Consejos Pastorales (CIC cc. 511, 536); en el ejercicio in solidum de la tarea pastoral de una parroquia (CIC c. 517, 2), en la celebración de los Consejos de asuntos económicos (CIC c. 492, 1); la participación en tribunales eclesiásticos (CIC c. 1421, 2) [18].

En cualquier caso los fieles deben aprender a distinguir cuidadosamente entre los derechos y deberes que tienen como miembros de la Iglesia y los que les corresponden como miembros de la sociedad humana. Deben esforzarse en integrarlos en buena armonía recordando que en cualquier cuestión temporal han de  guiarse por la conciencia cristiana. Ninguna actividad humana puede sustraerse a la soberanía de Dios, así todo laico es testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia misma [19].

III.        Derechos del fiel en el nuevo código

Los derechos del cristiano en la Iglesia han sido tema de creciente atención   para   los  canonistas a partir de los años 50, con la inicial preocupación por la posibilidad de existencia del derecho subjetivo en la Iglesia; será con las aportaciones del Vaticano II cuando la cuestión tome carta de naturaleza entre los canonistas [20]:

a)        En primer lugar estarían quienes, preferentemente preocupados por el orden eclesial, verían en los derechos del fiel el riesgo de su instrumentalización, poniendo en entredicho el principio jerárquico. Tales posturas olvidan que los derechos responden a la condición jurídica primaria del fiel en la Iglesia, y que son expresión del orden fundacional y fundamental del Pueblo de Dios.

b)        Otros autores llegan a considerar los derechos del fiel desde un punto de vista exclusivamente historicista, asimilando sin más la doctrina del positivismo iluminista de los derechos políticos en la comunidad eclesial.

Si hubiera que valorar la respuesta que el reciente Código ha dado al tema de los derechos del fiel, es bien clara en sentido afirmativo. La Sacrae Disciplinae Leges indica que una de las principales aportaciones del Código y de la eclesiología del Concilio, es la consideración de la igualdad radical de los miembros del Pueblo de Dios y los derechos y deberes de los mismos recogidos en los cc. 208 y siguientes.

Entre tales derechos podemos enunciar los siguientes:

1. Todos los fieles cristianos son verdaderamente iguales en dignidad y acción en la edificación de la Iglesia (c. 208);

2. Tienen derecho a evangelizar y extender el mensaje cristiano (c. 211);

3. Tienen derecho a manifestar a los pastores de la Iglesia sus necesidades y manifestar sus opiniones para el bien de la Iglesia (c. 212);

4. Derecho a recibir de los Pastores la Palabra de Dios y los sacramentos;

5. Derecho a tributar culto a Dios según su propio rito, elegir y practicar su propia forma de vida espiritual (c. 214) conforme con la doctrina de la Iglesia; 

6. Derecho de asociación y de reunión para fines cristianos (c. 215);

7. Derecho a participar, promover y sostener la acción apostólica con iniciativas propias (c. 216);

8. Derecho a una educación cristiana en sus aspectos religioso y humano (c. 217);

9. Libertad de investigación y difusión de sus opiniones teológicas o canónicas, con la debida sumisión al Magisterio de la Iglesia (c. 218);

10. Inmunidad de coacción en la elección del estado de vida (c. 219);

11. Derecho a la buena fama y a la propia intimidad (c. 220);

12. Derecho a reclamar y defender sus derechos en la jurisdicción eclesiástica, a un juicio justo, a no ser sancionado con penas canónicas, si no es conforme con la norma legal (c. 221).

Entre los principales deberes de los fieles estarían:

1. Obligación de mantener la comunión con la Iglesia y cumplir las leyes eclesiásticas (c. 209);

2. Deber de esforzarse en llevar una vida santa, cada uno según su propia condición, así como extender el mensaje cristiano (cc. 210- 211);

3. Deber de observar con obediencia cristiana el Magisterio de la Iglesia (c. 212);

4. Deber de ayudar con sus bienes a la Iglesia en sus necesidades, promover la justicia social y ayudar a los pobres (c. 222).

Además de los derechos y obligaciones referidos a los fieles, los laicos (cc.  224-231) están llamados de modo específico a impregnar y perfeccionar el orden temporal con el espíritu del evangelio, mediante su propio trabajo y en el ejercicio de sus tareas cotidianas. Tienen un especial deber, quienes han contraído matrimonio, de dar testimonio en el mundo a través del matrimonio y la familia: son los primeros responsables en la educación cristiana de sus hijos.  Los fieles laicos tienen libertad en cuestiones temporales, pero han de actuar siempre con conciencia cristiana y evitando presentar como doctrina de la Iglesia su propio criterio en materias opinables (c. 227). Tienen, finalmente, capacidad para ser llamados a determinados oficios eclesiásticos, derecho a obtener grados académicos en las Facultades eclesiásticas, y quienes se dedican de modo permanente o temporal a un servicio especial de la Iglesia tienen derecho a una correcta retribución (c. 231).

Para finalizar quisiera exponer tres puntos de vista en la actual formalización del estatuto jurídico de los laicos:

a)        Para algunos autores el carácter fundamental de los derechos del fiel se habría visto empañado al no haberse promulgado la Ley Fundamental de la Iglesia. La ausencia en la Iglesia de  una constitución formal no impide discernir en el nuevo Código el especial relieve de los contenidos materiales de Derecho constitucional canónico. El problema surge de que en el nuevo Código, los contenidos constitucionales están mezclados con normas no constitucionales, y por ello, existe el peligro de una captación de los contenidos de todos los cánones en el mismo plano, prescindiendo del nivel material-formal de las normas contenidas en el mismo. Como señaló Lombardía «para la solución de este problema es necesario delimitar, ante todo, el ámbito de lo constitucional en un sentido material; es decir, cuáles son los principios del Derecho canónico que tienen la virtualidad de constituir al conjunto del Pueblo de Dios  en una sociedad jurídicamente organizada. En este sentido puede afirmarse, en líneas generales, que son constitucionales  aquellas normas que definan la posición jurídica del fiel en la Iglesia, en cuanto que formalizan sus derechos y deberes fundamentales. También son constitucionales las normas que fijan los principios jurídicos acerca del poder eclesiástico y de la función pastoral de la jerarquía, constituyendo así a la Comunidad de los creyentes en una sociedad ordenada jerárquicamente. Finalmente son también  constitucionales las normas fundamentales que aseguran, tanto la tutela de los derechos y la exigibilidad de los deberes de los fieles, como un régimen jurídico del ejercicio del poder, para que tal función no dé ocasión a la prepotencia de los gobernantes respecto de los gobernados; sino que por el contrario, el ejercicio del poder sea una función de servicio a la comunidad» [21].

b)        Una cuestión capital para comprobar la verdadera eficacia de los derechos del fiel es la de los sistemas de garantías y recursos de tales derechos; de ahí la necesidad de contrastar el cotidiano ejercicio del poder eclesiástico con el carácter fundamental y prevalente de los derechos de los fieles. Tales derechos constituyen una manifestación de la necesidad de regular ordenadamente el ejercicio del poder. Es por ello «que la mejor vía para la defensa de los derechos fundamentales son los recursos jurídicos. Al respecto debemos señalar que la situación deja mucho que desear. No hay medios rápidos y eficaces para garantizar los derechos de los fieles (…). Puede hablarse de una acusada indefensión de los derechos del fiel. Faltan recursos y falta sensibilidad en los jueces» [22].

c)         Finalmente, conviene destacar la presencia de algunos derechos del fiel que son verdaderos derechos humanos, o derechos naturales en el ordenamiento canónico. En el Código actual  se recogen algunos de esos derechos naturales con plena vigencia en la Iglesia; por ejemplo los reconocidos en los cc. 220 y 221: el derecho a la buena fama, a la intimidad y el derecho a la protección judicial.

Daniel Tirapu Martínez, en dadun.unav.edu/

Notas:

1.         Cfr. Const. Ap. Sacrae Disciplinae Leges, en «Código de Derecho Canónico», Pamplona 1983, p. 33.

2.         Cfr. ibídem, pp. 39-41.

3.         Const. Ap. Fidei Depositum, en «Catecismo de la Iglesia Católica», Madrid 1992, p. 7.

4.         Declaración final del Sínodo extraordinario, 7 de diciembre 1985, II, B, a, n. 4: Enchiridion Vaticanum, vol. 9, p. 1758.

5.         Const. Ap. Fidei Depositum, en «Catecismo… cit.», p. 9.

6.         Vid. D. TIRAPU, Los derechos del fiel como condición de dignidad y libertad del Pueblo de Dios, en «Fidelium Iura», 2 (1992), pp. 31 y ss.

7.         Cfr. Catecismo de la Iglesia católica, n. 897.

8.         Cfr. Catecismo… cit., n. 898.

9.         Cfr. Catecismo… cit., n. 899.

10.          Cfr. Christifideles laici, n. 8.

11.          Cfr. Catecismo… cit., n. 900.

12.          Cfr. Catecismo… cit., n. 901.

13.          Cfr. Catecismo… cit., n. 902; CIC c. 835,4.

14.          Cfr. Catecismo… cit., n. 903. «Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acólitos, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la Sagrada comunión, según las prescripciones del Derecho» (CIC, c. 230,3).

15.          Cfr. Catecismo… cit., n. 905.

16.          Cfr. Catecismo… cit., nn. 906-907.

17.          Cfr. Catecismo… cit., n. 909.

18.          Cfr. Catecismo… cit., n. 911.

19.          Cfr. Catecismo… cit., nn. 913-914.

20.          Vid. para toda esta cuestión, Les droits fondamentaux du Chrétien et dans l'Église dans la societé, Friburgo 1981; especialmente P. LOMBARDÍA, Los derechos fundamentales del cristiano en la Iglesia y en la Sociedad, en «Les droits…» cit., pp. 15 y ss.

21.          P. LOMBARDÍA, Lecciones de Derecho canónico, Madrid 1984, pp. 74-75.

22.          J. HERVADA, Pensamientos de un canonista en la hora presente, Pamplona 1988, pp. 124-125.

Tadeusz Kotlewski

“No se puede confiar en alguien, en cuyo amor uno no cree” P. Young

1.            Vencer la desconfianza

1.1.       La herida de la desconfianza 

Parece que la civilización contemporánea produce en el hombre diversos tipos de hambre. Uno de ellos es el hambre neurótica de amor, que nunca acaba de estar satisfecha [1]. El hambre de amor no se puede satisfacer, porque el individuo de hoy carece de unas buenas relaciones interpersonales, profundas e íntimas. Las necesidades neuróticas bajo el influjo de las cuales se guía la persona, generan insatisfacción y un vacío interior. Se podría decir que hay una codicia y una posesividad, que en definitiva es la búsqueda de alguna forma de "ser amado", actitud que consiste en estar constantemente pidiendo amor, y que en realidad es un clamor egoísta, es un monólogo en el que no hay el otro en la pareja, no hay comunicación alguna [2].

La persona que en su comportamiento se guía por tal hambre, en realidad está esperando un amor incondicional, pero por sí mismo no quiere dar nada. Es más, se aprovecha de los demás para sus propios fines, ignorando sus necesidades, sin siquiera tolerar sus diferencias. Además, tiene miedo a ser rechazado y abandonado; por eso, una persona así suele ser celosa de un modo neurótico. En definitiva, en el fondo de su alma, el individuo ya no cree que alguien lo pueda amar y, por eso, todas las expresiones auténticas de amor humano las ve, generalmente, como una amenaza y como algo que la esclaviza. Así, el hambre interior de amor, que es insaciable, se convierte para el hombre en un camino de alienación y autodestrucción; dicha actitud adopta formas diversas. Sobre todo, se expresa en un cerrarse sobre sí mismo, aislándose de los demás, dañando a los otros y aprovechándose de ellos [3].

¿Dónde está el origen de tales conductas humanas?, o también, ¿Por qué las personas suelen ser, a menudo, tan desconfiadas, buscando e incluso a veces mendigando amor? La respuesta se puede encontrar en el corazón humano, que es donde ha echado raíces "el miedo primitivo" [4]. Entonces, uno se puede preguntar ¿Qué es este miedo primitivo? Es el hecho de no poder creer en un amor verdadero y auténtico. Es la herida de la desconfianza y de la incredulidad, que tiene sus raíces en el primer acto de desobediencia. En este contexto, vale la pena recordar las palabras del Catecismo de la Iglesia Católica: “El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su Creador, y abusando de su libertad, desobedeció el mandato de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cf. Rm 5, 19). En adelante, todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad” [5].

1.2.       La falta de fe en el amor

Se podría decir que el hombre tiene una necesidad natural de ser amado [6] y de experimentar el amor incondicional. En ello se expresa el anhelo del amor perfecto. Sin embargo, el hombre experimenta el amor condicional, posesivo y, a veces, interesado, lo cual deja en él una herida existencial. Por una parte se desarrolla en el individuo un gran deseo de amar, pero por otro lado aparece un cierto miedo ante el amor, miedo a ser herido [7]. Es una forma particular de experimentar su propia fragilidad, la cual se expresa por el sentimiento de haber sido herido y por haber experimentado la soledad; también adopta diversas formas de conducta, así como diversos modos de experimentar y expresar. Por lo general, éste es un tipo especial de búsqueda del amor y de la intimidad.

Así se puede ver que la persona humana lleva dentro la herida de la desconfianza, que afecta a la calidad y a la profundidad de sus relaciones, tanto con los demás, como consigo mismo y con Dios. La desconfianza genera falta de armonía interior. La intimidad ya no es intimidad [8], sino que a menudo se convierte en un buscarse a sí mismo [9]. Se trata de heridas recibidas en el círculo familiar, que son experiencias de cada uno [10.] Las heridas que se producen en el ámbito de la amistad resultan ser también familiares a quienes tenían expectativas que no se han cumplido. Las heridas en las relaciones de pareja son el resultado de la mutua incomprensión del amor; como consecuencia de ello, se trata dicho amor como si fuera una relación comercial de intercambio, el trueque de algo por algo. Es entonces cuando el amor puede pasar a ser una actitud de rechazo; más tarde genera odio o incluso una relación de indiferencia que puede causar la muerte del amor [11]. También hay heridas espirituales que son el resultado de una búsqueda errónea de Dios, es decir, del hecho de buscarse a sí mismo en lugar de buscar a Dios en sus caminos.

La búsqueda neurótica del amor no aporta nada en absoluto, sino que conlleva y profundiza todo tipo de problemas. La persona afectada mentalmente, psíquicamente, espiritualmente y moralmente, por lo general trata de ocultar sus propias heridas mediante máscaras. El hecho de ponerse máscaras denota que la persona tiene una imagen enfermiza de sí misma, puesto que a través de ellas ve el mundo como si fuera una amenaza para su felicidad y su sentimiento de seguridad. Entonces, el individuo adopta un comportamiento a la defensiva o, a veces, una actitud ofensiva, cuyo objetivo es la legítima autodefensa de uno mismo. Lo que es más, la persona se adapta a la realidad dolorosa que la rodea, poniéndose máscaras para poder sobrevivir. Lo hace todo con el fin de experimentar al menos un poco de amor, y también con el fin de mitigar el dolor o, también, para llenar el insoportable vacío interior [12]. El hombre utiliza los mecanismos naturales de autodefensa propia [13]. Algunos de estos mecanismos sirven para evitar más sufrimiento, mientras que otros se centran más bien en atraer y conquistar el amor de los demás.

La herida causa dolor. Hoy en día, es común pensar que el dolor debe ser rechazado, eliminado, por lo que hay que negarlo o al menos fingir que no existe. Se utiliza una gran cantidad de calmantes, que en realidad no curan. Se huye hacia la llamada “libertad”, en el alcohol, el sexo, en una exagerada vida social, las drogas, la vida pseudo-espiritual que ofrecen las sectas: todo ello no es más que la negación del dolor y de la inquietud interior. El dolor aceptado, es decir no rechazado, puede cumplir un papel constructivo. Nos recuerda que las heridas deben curarse, y no huir de ellas. El dolor rechazado, cuando uno procura alejarlo, genera nuevos anhelos, hambres y necesidades. El remedio para el dolor existencial es el amor. Pero ¿qué es el amor? El verdadero amor se expresa a través de la comunicación, en el diálogo, en la apertura mutua de las personas [14]. El amor es un movimiento espontáneo del corazón, pero no todo movimiento del corazón ayuda a crecer en el amor verdadero. Todo apego, sobre todo los apegos desordenados, restringen el amor, porque esclavizan o incluso matan la libertad, y el amor requiere libertad. Existe la creencia común de que el amor consiste en un sentimiento interior. Entonces, el hecho de que sintamos algo o no se convierte en un criterio esencial para valorar la realidad. Los sentimientos, pueden alcanzar un rango muy elevado, una gran magnitud, por lo que acaba siendo una referencia para muchas cosas. No hace falta decir que lo ilusorio es la identificación de los sentimientos con el amor. El amor no es sólo un sentimiento, es una decisión, un acto de la voluntad humana, que compensa la gran incertidumbre de los sentimientos, la inseguridad que conllevan [15]. El amor consiste en superarse a sí mismo, se trata de salir del propio mundo narcisista para abrirse hacia la novedad. Sólo la apertura hacia el amor auténtico puede ayudar al hombre a salir de sus propios miedos para superarlos. Sólo en el amor uno puede superar la propia desconfianza [16].

1.3.       Superarse a sí mismo

La superación de la desconfianza es un largo proceso de superación de uno mismo, lo que implica, en primer lugar, conocerse a sí mismo, luego saber aceptarse, para sólo entonces, al final del proceso, abrirse a la transformación interior. Tal transformación integral de la persona es el camino que lleva a romper con los temores y a liberarse del miedo irracional que uno tiene por su propia suerte; eso se realiza mediante el conocimiento de la verdad entera, para poder superar así el sentimiento neurótico de culpa [17], buscando y comprometiéndose en favor del bien, superando la baja autoestima, a base de ir descubriendo el propio valor que uno tiene y su dignidad personal, también liberándose de todos los apegos y sentimientos desordenados [18].

El conocimiento de uno mismo empieza con el descubrimiento de la mirada amorosa de Dios, que en Jesús, mira al mundo entero, así como al mundo interior de cada persona. Él mira con amor (cf. Mc 10, 21), a cada uno individualmente. Ve también miedos y ansiedades. Él ve los deseos y expectativas. No aparta la mirada al ver las heridas, sino que las cura con   amor. También contempla cada historia humana, todo mundo de relaciones, es decir, todo lo que constituye la vida cotidiana.

Romper con el miedo irracional se realiza en el amor y por el amor, abandonándose confiadamente en Dios, permaneciendo en sus brazos (cf. Lc 15, 20). “No cabe temor en el amor; antes bien, el amor pleno expulsa el temor, porque el temor entraña castigo; quien teme no ha alcanzado la plenitud en el amor” (1Jn 4, 18). El descubrimiento del amor y su dimensión tangible lleva gradualmente a liberarse de las ilusiones, del afán de edificar sólo sobre la base de lo que es visible y comprobable. Aceptar que hay otra realidad, que no se rige sólo por los sentidos, y tratar de vivir esta realidad es lo que ayuda a superar los miedos, el miedo por el propio destino.

El camino para llegar a conocerse a sí mismo, naturalmente abre al don de la auto-aceptación. Aceptarse a sí mismo, en la dimensión espiritual, es un tipo particular de camino espiritual. Esta ruta no se limita a mirar el crecimiento interior del hombre únicamente en una dimensión puramente humana. La experiencia espiritual, para que sea madura, exige que haya madurez también en otras áreas. El hombre, en todas las dimensiones de su ser, constituye una unidad. La aceptación, siendo la puerta de la esperanza, no significa la condescendencia del mal, un cerrar los ojos ante los defectos y debilidades. Se trata de aceptar toda la verdad sobre sí mismo, así como ayudar a que la verdad salga a la luz. Bajo los efectos de esta luz el hombre se ve a sí mismo de una manera nueva, en la perspectiva de la fe. En la base de la aceptación hay, por un lado, la fe, la fe en uno mismo y la fe en Dios, y por otro, está el amor que es la base de cualquier relación.

La auto-aceptación es un proceso, a veces largo. Es un camino en el que se necesita tener mucha paciencia, y a menudo se precisa de la ayuda cordial de otra persona; además, uno debe dedicar tiempo para hacer una reflexión personal, tomarse el tiempo necesario también para la oración, y adquirir la capacidad de convivir con uno mismo. De esta manera, en este camino, las personas aprenden a renunciar a realizar los propios deseos y buscar la gratificación de las necesidades naturales, en virtud del valor elegido, que es el amor. Aprender a renunciar es el camino para lograr un bien mayor. Es aquí donde aparece un lugar para la dimensión cristiana de la cruz,  y para encontrar su sentido en nuestra vida cotidiana. Eso abarca también la vivencia del perdón [19].

En el camino de la superación de la desconfianza, el hombre está llamado a trascenderse a sí mismo. Este proceso pretende alcanzar una transformación radical de toda la persona y tocar todos los aspectos de su vida psíquica y espiritual [20]. La superación de uno mismo se realiza a través de tres etapas que se pueden diferenciar del siguiente modo: conocer la verdad, desear el bien y liberarse de los apegos. El hombre va pasando por estas etapas, desde el deseo de conocer más, hasta el deseo de poder vivir de acuerdo con el bien, para finalmente, libre ya de los apegos, poder amar aún más. Podemos indicar la necesidad de cambiar, de la conversión, en varios niveles: intelectual (la mente), moral (la voluntad) y emocional-afectivo (el corazón) y religioso/cristiano [21]. Estos tipos de conversiones están estrechamente relacionados entre sí y crean armonía interior, lo que permite completar el proceso de la conversión que lleva a la transformación interior y radical [22]. Y así es como se realiza la transformación interior en Cristo, de acuerdo con las palabras de san Pablo: “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Ga 2, 20a).

2.            El camino de la transformación

2.1.       El camino de la fe

El hombre lleva en su corazón la profunda necesidad de descubrir la verdad acerca de sí mismo y de toda la realidad que lo rodea. Al mirar la realidad, tanto la interior como la exterior, él desea comprender los procesos que se desarrollan en ella, que la componen. Este deseo de “entender” es en realidad el comienzo de una transformación de la mente, es decir, es el camino donde se va descubriendo y conociendo la verdad. Sin embargo, existe el peligro de caer en ilusiones, sobreestimar el papel del intelecto y llegar así a la conclusión de que ya se comprende todo, de haberlo conocido todo, y que no habrá cuestión alguna a la que no se le pueda dar una respuesta. Una persona así no posee la dimensión de la trascendencia y ha perdido el sentido del misterio. Cree que todo puede ser explicado en términos puramente humanos, si no ahora, ciertamente más tarde será posible hacerlo. 

En consecuencia, no se abandona con confianza en las manos de Dios, no se fía de Él, porque tiene miedo de sí mismo y de su vida. Quizás el individuo todavía cree en la existencia de Dios, pero cree en un Dios que está demasiado lejos de los asuntos humanos, que no entra en las vidas de las personas, ni siquiera está interesado en ello. A pesar de que cree en un Ser Superior, no obstante no es capaz de creer en Dios. Para una persona así, Dios no da respuestas a muchos de sus problemas [23].

Desde esta perspectiva, la persona no está dispuesta a aceptar el pasado en el que su vida está enraizada, puesto que no encuentra en ella el sentido ni la presencia de Dios. En cambio, trata de controlar el presente de diversos modos posibles, y quiere influir en todo lo que ocurre. Esta actitud genera en tal persona cautela, y así, tratando de ser muy precavido no logra disfrutar con los acontecimientos de cada día, ni es capaz de disfrutar de breves momentos ni de las pequeñas cosas cotidianas. No sólo eso, además suele mirar con cierta inquietud o ansiedad hacia el futuro, pues no se sabe lo que le pueda llegar, un futuro incierto que le puede sorprender, que se le presenta como un misterio inexplorado. Esta inquieta preocupación no propicia la creatividad, no permite explorar nuevos caminos, nuevas maneras de seguir adelante, sino que genera miedo e incertidumbre, así como un sentimiento de inseguridad. En otras palabras, el hombre que trata de edificar su vida únicamente en aquello que es racional y visible, cierra su corazón a la dimensión del misterio [24].

Una persona así sobrestima la importancia y el valor de las capacidades intelectuales, a veces sin entender el significado de sus propias capacidades. Es una especie de racionalismo frío, en el que no queda lugar para el corazón, de donde se desprende frialdad [25].

Se puede vivir en un mundo de ilusiones, mirando a la realidad que nos rodea y a uno mismo en un espejo deformante. Por eso, es necesario transformar y renovar la mente, mirando más allá. Para mirar de ese modo, tiene gran influencia el mundo que nos rodea, y por eso san Pablo escribe: “Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rm 12, 2). Esta invitación es un llamado a vivir la fe, porque sólo desde la perspectiva de la fe se puede descubrir la verdad fundamental de la existencia. “La fe cristiana –escribe el Papa Francisco– está centrada en Cristo, es confesar que Jesús es el Señor, y Dios lo ha resucitado de entre los muertos. (…) La fe reconoce el amor de Dios manifestado en Jesús como el fundamento sobre el que se asienta la realidad y su destino último” [26].

Justo entonces la persona empieza a percibir la realidad de otro modo, pues se le aparece de otra manera, la ve desde una perspectiva diferente. Esta verdad que acaba de descubrir le enseña constantemente a distinguir lo verdadero de lo falso, el bien del mal. Un hombre de fe descubre una vez más que la realidad es un misterio, que lo atrae a la vez que lo deja un tanto inquieto: misterium tremendum et fascinosum. La fe lleva al conocimiento de la realidad, en su totalidad [27].

Cabe recordar aquí, que en sentido bíblico, el término “conocimiento” no significa sólo la percepción de una realidad, sino que también implica permitir dejarse involucrar por lo que se va conociendo. Este conocimiento de Dios y lo que Él ha creado, por lo tanto, no es un conocimiento meramente intelectual, sino un compromiso personal, que tiene su origen en el reconocimiento de las obras de Dios y se expresa a través de la fidelidad y la obediencia a la ley de Dios. El verdadero conocimiento de Dios nos es dado en Jesucristo. La gracia de conocer a Jesús significa tener una relación vivificante con Él, la cual se inspira en el amor, y cuyo creador es el Espíritu Santo [28].

La visión bíblica muestra la necesidad de sanar aquello que en nosotros es enfermizo y débil. En este contexto, aparece la necesidad de sanar nuestros sentidos a través de los cuales percibimos la realidad, a fin de que no caigamos en una ilusión. A su vez, este camino exige la curación de nuestra memoria, a fin de que no codifiquemos dicha ilusión, para que no intentemos edificar el mundo conforme a ella. Para sanar nuestra percepción de la realidad, necesitamos tener una nueva sensibilidad que nos revele de nuevo la verdad fundamental: Dios es el Señor de todo el mundo, y el hombre es su siervo. Más aún, Dios es mi Señor, y yo soy su siervo. Es necesario pues buscar apoyo en Dios.

El proceso de transformación de la mente afecta también a la memoria, la cual precisa ser sanada. La memoria no es sólo un lugar donde los eventos son codificados, como hechos concretos o conocimientos, no es una mera crónica de los hechos. Es algo muy dinámico y activo. En muchas ocasiones la memoria es variable y a menudo está algo enferma, porque “no nos recuerda, no nos hacer vivir de recuerdos o simplemente nos recuerda sólo ciertos acontecimientos fragmentarios, lo cual puede generar ansiedad y confusión; a menudo, no sabe interpretar aquello que nos recuerda, no sabe amar ni contemplar o –más importante si cabe– quisiera olvidar y borrar” [29]. Al mirar de ese modo la memoria humana, se puede afirmar que ésta precisa de una sanación, ya que juega un papel importante en la formación y transmisión de la fe. La Biblia hace hincapié en este aspecto de la memoria, que nos recuerda cosas, es decir, que nos hacer revivir de nuevo ciertas realidades que se han producido en el pasado. En el libro del Deuteronomio está escrito: “Acuérdate de todo el camino que Yahvé tu Dios te ha hecho recorrer” (Dt 8, 2). Hacer referencia a la memoria, apelar a los recuerdos no es sólo una evocación del pasado, de hechos ocurridos, sino también representa una mirada hacia el futuro. No es una mera crónica de los hechos, sino un resurgimiento, para vivir nuevamente la experiencia y vivencias que anhelan poder ser un fundamento para la vivencia del futuro que se avecina. “Recuerda” en el sentido bíblico, significa “conmemora”, “vive con solemnidad”, “celebra”. Así, recordar es revivir solemnemente muchas cosas que el Señor ha hecho.

Crecer en la fe significa, pues, descubrir y recordar cada día la bondad del amor de Dios, inscrito en la historia de cada ser humano. La fe del hombre se convierte en algo esclerótico, cuando éste pierde el sentido del retorno al pasado, en el que Dios estuvo presente en cada uno de sus acontecimientos. En la experiencia de la fe, la “memoria” juega un papel importante, ya que hace que los recuerdos y la vivencia de la historia se conviertan en una fe muy personal [30].

2.2.       El camino de la esperanza

Al hombre, cuando busca del verdadero rostro de uno mismo y de Dios, no le basta el convencimiento de que Dios es Señor de toda la creación y que él es su siervo. Así, el alma procura aceptar esta verdad y trata de vivirla, pero sigue notando que se encuentra insatisfecha y con ganas de algo más. Comienza a darse cuenta de que para ir formando en positivo su propia imagen influyen en gran manera otras relaciones humanas, en particular, la relación entre un hijo/hija con el padre y del padre con el hijo/hija [31].

La relación entre padre e hijo / hija y del hijo / hija con el padre consiste, en gran medida, en la formación de la voluntad, lo cual se refleja en el modo actuar. A menudo, esta dimensión suele ser dominante sobre las demás, de tal modo que se puede llegar a la conclusión de que basta con tan sólo querer. Entonces, se generan ilusiones que sobreestiman la importancia de la voluntad, sobre la cual se puede apoyar el funcionamiento de toda la persona. La autosuficiencia es una de ellas. Quien está convencido de su autosuficiencia suele estar muy encerrado en su propio mundo, y en todo lo que ya ha logrado. Entonces, ya no es capaz de agradecer, porque considera que todo lo debe a sus propios esfuerzos. En el fondo, se considera ya una persona santa o, incluso, se cree un salvador, a quien más bien hay que dar gracias por todo lo que hace. El convencimiento personal de su grandeza hace que sea incapaz de reconocer sus propias limitaciones, que le recuerdan su propia fragilidad y debilidad. Una persona así niega, minimiza o atribuye a los demás las manifestaciones de sus propias limitaciones e insuficiencias. El adentrarse por estos caminos, puede llevarlo a la convicción de su propia perfección, que precisamente ha logrado gracias a sus propios esfuerzos personales y a la austeridad y a las renuncias de la vida que ha llevado. Con el paso del tiempo puede llegar a ser legalista y perfeccionista; es decir, se convierte en alguien “perfecto” en lo que se refiere al cumplimiento de la ley, en su dimensión externa, y así seguirá creciendo con la convicción de que este modo de vivir la observancia de la ley es suficiente para todo. Si uno se fija en la totalidad de dicha actitud, ve que el hombre se va convirtiendo en alguien triste, que a toda costa quiere demostrar a los demás que es muy bueno. Una actitud así exige que haya un cambio, sobre todo, en las capas más profundas del ser, a fin de sé que la persona sea capaz de construir sobre la verdadera realidad, no sobre ilusiones. Para ser capaz de adentrarse por este camino de la transformación de la voluntad, es necesaria la esperanza y hay que abrirse a una profunda relación con Dios, que es Padre [32].

En este sentido, se pueden ver dos actitudes emergentes. La primera destaca la brecha entre el padre y el hijo o la hija, es decir, la falta de una estrecha relación, o incluso se trata de la situación cuando se huye de tal relación. Esta actitud se basa en la experiencia del miedo que el hijo/hija tiene hacia su padre, y por lo tanto es un intento de superar el miedo o de encubrirlo, ocultarlo. La segunda actitud se basa en una excesiva dependencia del hijo/hija en relación con su padre, lo cual puede llevar a una falta de iniciativa y a la pasividad. En relación con Dios, ambas tendencias pueden adoptar la forma de un exceso de actividad (el activista) o pasividad (tendencia a una forma de pensar mágica) [33].

Ambas actitudes denotan una imagen de Dios y de uno misma enfermizas. Dios aparece como un “papá benevolente” (dependencia excesiva) o como un juez, un policía, como el fiscal en un juicio (una relación distante), o puede ocurrir que Dios se lo veamos como una persona. La sanación de las heridas, en ambos casos, al tratarse de un proceso, se realiza a través del descubrimiento gradual del propio valor y al percatarse de las propias limitaciones, de los propios límites, para así poder encontrar a Dios con su “verdadero rostro”. El descubrimiento de Dios como Padre [34] lleva a un deseo de hacer el bien, no por haber sido forzado a ello, por obligación, sino en la libertad, para comprometerse en su causa. Es el camino de la esperanza, ya que el hecho de descubrir la grandeza de Dios y su particular cercanía muestra la grandeza y la dignidad del hombre [35].

Jesús sorprende a todos, al revelarlos a Dios como Padre, que celebra, pero no tanto por la celebración de Su Majestad, sino en la sencillez del Padre, que encontró a su hijo (cf. Lc 15, 1-15). ¿Por qué el Padre se alegra y quiere celebrarlo? El hijo que regresa a la casa del padre es motivo suficiente para celebrarlo. El hijo regresa, reconoce su situación vital en la verdad. El reconocimiento de sus limitaciones, de sus debilidades, de su pecado no es castigado, ni la persona es privada de hacer el bien. En otras palabras, quien reconoce su pecado, sus limitaciones, la insuficiencia de su ser experimenta el amor gratuito de Dios, que, a la vez que es don, es también un compromiso y una invitación a hacer el bien. Dios, que es Padre, libera del miedo y de la superstición. Él invita a su fiesta para compartir su alegría. Él abraza y acoge a todos, especialmente a aquel que se siente débil, enfermo y perdido. ¿Cómo se puede tener miedo de un Dios así? [36]

2.3.       El camino del amor

En relación con Dios, y en el hecho de ir descubriendo una imagen positiva de sí mismo, el individuo está invitado a hacer un paso más. Descubre su profundo deseo de amistad y aspira a convertirse en un amigo de Dios, un amigo del prójimo, y también un amigo de sí mismo. Un amigo es alguien que está cerca y que, en particular, experimenta el amor y él también ejerce la caridad para con los demás. La amistad nace del amor y el amor se multiplica, engendra más amor. En este contexto, vale la pena señalar que el anhelo de experimentar la amistad se inscribe profundamente en el mundo interior del hombre que, por naturaleza, lleva dentro el deseo de amar. El hombre anhela el amor y desea realizarse en el amor [37].

La condición básica para el amor es dejarse amar para poder amar, para ser capaz de amar. En primer lugar, ¡no se debe tener miedo del amor! El temor, el hecho de tener miedo de entrar en relación no va a cambiar nada. Hay que arriesgarse. Así como por un lado no hay que tener miedo del amor [38], por otro uno debería liberarse de toda preocupación por ser amado. Esta actitud surge del apego, que obstruye el amor. La persona se da cuenta, a menudo, de una actitud pasiva que consiste en esperar pasivamente que llegue el amor, que surge del convencimiento que nos hace creer que eso es algo que sucede. El amor, sin embargo, no es algo que suceda en pasividad de uno, sino que consiste más bien en salir de sí mismo y salir al encuentro del amor. Por lo tanto, no tiene otro remedio que pasar de la expectativa de ser amado a ponerse a amar a los demás. El amor engendra amor [39].

Cuando alguien se arriesga a amar a otra persona es cuando experimenta el amor. En la vida, no es suficiente procurar tener lo que se llama relaciones correctas, que carecen de carga emocional-afectiva. Tal vez todo esté en su lugar adecuado, pero falta el corazón. La madurez emocional requiere edificar relaciones humanas basadas en sentimientos y emociones sanas. Entrar de ese modo en el ámbito de las relaciones humanas ayuda a tener una buena experiencia del amor de Dios. Es más, sólo cuando el individuo ama es cuando experimenta lo mucho que es amado por Dios. Este camino le lleva a descubrir que es Dios quien lo ha amado primero. La persona que se preocupa demasiado por ser amado no permite a Dios que la ame. Dejarse amar por Dios significa descubrir la amistad que Jesús tiene con cada uno, sin excluirse a sí mismo. Sirvan de ejemplo los discípulos de Juan el Bautista, que siguieron a Jesús (cf. Jn 1, 35-42).

El camino de la transformación lleva al hombre a redescubrir el amor en sus tres dimensiones. El amor es uno, pero se expresa de una manera triple, es decir: como respeto y reconocimiento de sí mismo (amarse a sí mismo), buscando solícitamente el bien del prójimo, siendo responsables de él (el amor al prójimo), y rendir honor a Dios, con temor de Dios (el amor de Dios). Esta triple dinámica ilustra el crecimiento en el amor, así como el desarrollo de la amistad resulta ser tan cercano a todos.

El amor de sí mismo no es una expresión de egoísmo o de “amor propio” (que sería sinónimo de concupiscencia y de buscarse a sí mismo de un modo egocéntrico), ya que la persona egoísta no es que se ame a sí misma demasiado, sino en realidad demasiado poco; de hecho, se odia a sí misma. El egoísmo y el amor son dos realidades contrapuestas. Amarse a sí mismo se fundamenta en una necesidad básica de todo ser humano; consiste en la actitud realista de aceptarse a sí mismo, de tenerse respeto, aprecio por uno mismo; significa también saber alegrarse de sí mismo [40]. En esta perspectiva,     con una actitud positiva hacia sí mismo, comprendida de ese modo requiere que se cumplan unas condiciones esenciales, para que pueda entrar en el camino de amarse a sí mismo. Es todo un arte que debe ser aprendido.

El mandamiento bíblico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” indica claramente que el respeto, el amor y la comprensión hacia uno mismo no pueden separarse de la solicitud, el sentido de responsabilidad, el respeto, el conocimiento de la integridad y singularidad del prójimo. Una cosa supone la otra, más aún, uno exige otro lo otro. No se puede hablar de amor a sí mismo, si no hay respeto para con el prójimo. Entonces, ¿qué es el amor humano?

De un modo descriptivo, se puede definir el amor como una entrega, que a la vez es compromiso respetuoso, tierna solicitud y una firme voluntad de permanecer junto al otro [41], pero no tensando la cuerda para emitir comentarios críticos, buscando cómo descubrir las deficiencias y debilidades del otro, sino más bien como una tierna solicitud llena de respeto y comprensión. Basta con mirar el amor que una madre tiene por su hijo, para ilustrar esta realidad. El respeto y una tierna solicitud no son muestras de una espera pasiva, sino el efecto de la apertura del corazón, una expresión de la buena disposición de la voluntad [42].

Esto se refiere no sólo a relación con las personas, sino también a la relación con todo el mundo. En esta perspectiva, el ser humano no sólo ama a otra persona, sino que es un amante de la vida. Es decir, respeta todos los seres vivos. Respeta, cuida de todas las creaturas.

El amor se expresa en el cuidado solícito y el compromiso, la entrega, y sigue siendo eso, a pesar de las dificultades y las ansiedades. En la sencillez de la entrega, de este darse mutuamente, en el amor humano se manifiestan sus rasgos fundamentales En primer lugar, el amor „no hace diferencias” entre unos y otros, entre buenos y malos, santos y pecadores. El amor ve el corazón del hombre, mira en su interior, en sus capas más profundas. Las personas pueden no ser conscientes de lo que están haciendo. En segundo lugar, el amor por su propia naturaleza, es desinteresado. „Que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha” (Mt 5, 4). Para poder alcanzar este espíritu del amor desinteresado, hay que abrir los ojos y “ver”. A veces basta con mirar para ver que el amor, en realidad, enmascara el egoísmo y sus propios deseos. Precisamente, se puede dar para recibir.

Por último, la característica más importante del amor es la libertad, puesto que no ata, no crea apegos, no exige nada, no espera nada a cambio. En el amor, uno no está obligado, forzado. Dónde comienzan las coacciones, allí se acaba el amor. El amor es también, en cierto sentido, la ascesis, porque exige del hombre un esfuerzo, pues no bastan las buenas intenciones ni sólo los buenos sentimientos. Sí, para amar hay que poner empeño, uno debe esforzarse, considerar las cosas detenidamente, hay que exigirse a sí mismo, llevar a cabo ciertos propósitos, que generalmente suponen sacrificio. Esta es la actitud que nos muestra el Buen Samaritano del Evangelio (cf. Lc 10, 30-37). Dicha actitud produce frutos, los frutos bienaventurados del amor [43]. El amor de Dios expresa plenamente y completa lo que uno está bus- cando y aquello dónde se encuentra el sentido más profundo de la vida. El amor de Dios se manifiesta en la actitud del temor de Dios, que abre a la trascendencia. En la Biblia, el temor de Dios va de la mano del amor de Dios, porque el amor no se limita al ámbito de los sentimientos, sino que involucra y compromete a toda la persona, y se concretiza en la observancia de los mandamientos y las palabras de Dios [44]. El temor de Dios es el fundamento de la fidelidad a las promesas y a los mandamientos. El miedo no es lo mismo que el temor de Dios. El miedo surge, entre otras cosas, de una excesiva preocupación por sí mismo, del sentimiento de inseguridad y, como consecuencia, puede conducir a la cerrazón, a un encerrarse en sí mismo en una actitud de aislamiento. En la actitud del temor de Dios, el hombre confiesa y reconoce que Dios es el Señor de su vida, que Dios es el Señor de todo. En su base radica la reverencia, es decir, el respeto. San Ignacio de Loyola dice que “el hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor” [45].

Jesús, al responder a la pregunta que le hizo un maestro de la ley, dice: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente” (Lc 10, 27). En otras palabras, se puede decir que amar a Dios con toda mente, significa creer en Él mediante una actitud de humilde confianza, y aceptar que su palabra es la verdad. Amar a Dios con todas las fuerzas equivale a abrirse a su perdón, para llevar el perdón a los demás. Amar a Dios con toda el alma es sacar de Él la savia vivificante para poder vivir. Amarlo con todo el corazón es entregarse a él sin reservas, totalmente. Amar con todo nuestro ser significa poner a Dios en el centro de nuestra vida, no en la periferia. Y para eso se requiere que una persona ponga de su parte un esfuerzo diario con el fin de ordenar sus propias vidas para restaurar el lugar que le corresponde a Dios. Para profundizar en el vínculo de amor con el Creador, es necesario haber experimentado la soledad, se precisa disponer de tiempo para permanecer junto a Él, para estar a solas con Él. Estos momentos de intimidad y cercanía permiten que se revele su amor y se puede experimentarlo [46].

El camino del amor de Dios es por lo general largo y exige que el hombre se libere de todos los ídolos, de la ilusión del miedo y la ansiedad. Uno puede apegarse a ciertas experiencias, vivencias, situaciones en las que Dios se nos ha dado, pero al final podemos perder en el horizonte a Dios. A veces, se trata de una lenta sanación en nosotros de todo aquello que es difícil, enfermo, dolorido, y débil. No hay nada que se consiga de repente. El proceso de curación de la imagen enfermiza que tiene es lento, pero efectivo, porque el amor genera más amor. No hay nada mejor para curar las heridas que un bálsamo de amor. La persona que ha experimentado el amor de Dios, descubre que se convierte en un amigo de Dios [47].

***

En resumidas cuentas, se pude afirmar que la superación de la desconfianza es un proceso que afecta a toda la persona. En efecto, no se puede confiar en alguien, en cuyo amor no puedo creer. La confianza está estrechamente relacionada con el amor. La desconfianza se cura a base de amor, misericordia, bondad y con la justicia que desciende de lo alto, al igual que “del sol salen los rayos del sol, como si fuera una fuente de agua” [48].

Entrar en el camino de la superación de la desconfianza, significa abandonarse en Dios, desde la fe, entregándole todos los miedos e inquietudes, descubrir en la esperanza el rostro sereno del Padre, que está esperando en la puerta, que sale a nuestro encuentro con los brazos abiertos, restaura dignidad de uno y hace entrar de nuevo en su casa; también significa dejarse amar en el amor, para ser capaz de amar con un amor más auténtico. Es un viaje de sanación en el amor y a través del amor. Es el camino desde miedo a amor [49]. Confiar, creer y amar es el camino de una transformación interior y radical para que uno pueda encontrarse a sí mismo y luego abrirse al Dios vivo y el prójimo. Este camino porta a la verdadera fuente de la vida donde el hambre neurótico de amor va a ser superado y uno en fin queda satisfecho. El verdadero amor nace de la contemplación, no de la acción. Si sólo fuera acción, acabaría siendo puro activismo. La contemplación al AMOR [50] es la fuente auténtica de la misión y la vocación. En efecto, el hombre saca de la contemplación las fuerza, la motivación y el deseo de construir relaciones humanas, reparar las relaciones rotas y fortalecer aquellas relaciones que son débiles.

Tadeusz Kotlewski, en researchgate.net/

Notas:

Cf. C. Guarreschi, Las nuevas adicciones. Internet, trabajo, sexo, teléfono celular, compras, Grupo Editorial Lumen, Buenos  Aires-México 2000, p. 18-19; M. Valleur, J.-C. Matysiak, Las nuevas adicciones del siglo XXI. Sexo, pasión y videojuegos. Paidós, Barcelona-Buenos Aires-México 2005, p. 29-332.

2   Cf. T. Kotlewski, Cywilizacja uzależnień a Reguły [służące] do zaprowadzenia ładu w jedzeniu, in: W. Królikowski (red.), Świat ludzkich głodów. Wokół Reguł służących do zaprowadzenia ładu w jedzeniu św. Ignacego Loyoli, Wydawnictwo WAM, Kraków 2012, p. 99-101.

3   Cf. G.G. May, Addiction & Grace. Love and Spirituality in the Healing of Addictions. HarperOne, New York 1991, p. 13-15.

4   J.-M. Verlinde, Na drogach uzdrowienia wewnętrznego, Wydawnictwo AA, Kraków 2008, p. 109.

5   Catecismo de La Iglesia Católica, Nueva edición conforme al texto latino oficial, Asociación De Editores Del Catecismo, Bilbao 2012, no 397.

6   Cf. G.G. May, The Awakened Heart. Opening Yourself to Love You Need. Harper, San Francisco-New York 1991, p. 1. Véase también R.E. Rogowski, Stworzony do miłości, “Życie Duchowe” 2002 nr 29, p. 12-13.

7   Cf. J.-M. Verlinde, op. cit., p. 109-110.

8   “La intimidad –subraya L. Sperry– se refiere a aquellos sentimientos de  una relación que promueven la cercanía o el apego y también la experiencia de cordialidad. (…) La intimidad es una relación personal estrecha, familiar y a menudo afectuosa con otra persona que implica un profundo conocimiento de esa persona y también una expresión proactiva de los propios pensamientos, sensaciones y sentimientos que sirven como muestra de familiaridad”; L. Sperry, Sexo, sacerdocio e Iglesia, Editorial Sal Terræ, Santander 2004, p. 28. Véase también P. Collins, Intimacy and the hungers of the heart. The Columba Press/Twenty-Third Publication, Mystic, Dublin-Connecticut 1991, p. 17-23.

9   Cf. M. Kelly, Los siete niveles de la intimidad. El arte de amar y la alegría de ser amado. Editorial El Ateneo, Buenos Aires 2006, p. 25-26.

10    Cf. J.-M. Verlinde, op. cit., p. 111.

11    Cf. P. Lauster, El Amor. Psicología de un fenómeno, Mensajero, Bilbao 1992, p. 117-119.

12    Cf. T. Kotlewski, Akceptacja siebie. Od lęku do miłości, Ośrodek Odnowy w Duchu Świętym, Łódź 2006, p. 17-18.

13    Cf. A. Cencini, A. Manenti, Psicologia e formazione. Strutture e dinamismi, EDB, Bologna 1986, p. 237-239.

14    Cf. Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, Editorial Sal Terræ, Santander 1990, no 231.

15    “El amor no se puede reducir a un sentimiento que va y viene –escribe el Papa Francisco- Tiene que ver ciertamente con nuestra afectividad, pero para abrirla a la persona amada e iniciar un camino, que consiste en salir del aislamiento del propio yo para encaminarse hacia la otra persona, para construir una relación duradera; el amor tiende a la unión con la persona amada”; Papa Francisco, Carta Encíclica Lumen fidei, Librería Editrice Vaticana, Roma 2013, no 27.

16    Cf. T. Kotlewski, Akceptacja siebie. Od lęku do miłości, p. 42-43.

17    Cf. id, Skrupuły a depresja, in: W. Królikowski (red.), Świat moralnych lęków. Wokół Reguł o skrupułach św. Ignacego Loyoli, Wydawnictwo WAM, Kraków 2010, p. 137-138.

18    Cf. Ignacio de Loyola, op. cit., no 1. Véase también L.M. García Domínguez, Las afecciones desordenadas. Influjo del subconsciente en la vida religiosa, Mensajero/Sal Terræ, Santander-Bilbao 1992, p. 25-30; T. Kotlewski,  Z sercem hojnym i rozpalonym miłością. O mistyce ignacjańskiej, Wydawnictwo RHETOS, Warszawa 2005, s. 146-151.

19    Cf. J. Wolski Conn, W. E. Conn, Self-sacrifice, self-fulfillment or self-transcendence in Christian Life? Hunan Development. The Jesuit Educational Centre for Human Development vol.3, no.3, 1982, p. 25-28

20    El tema de la transformación es central para la espiritualidad cristiana. Véase E. Howells, Introduction, in: E. Howells, P. Tyler (eds.), Sources of Transformation. Revitalizing Christian Spirituality, Continuum International Publishing Group, London-New York, 2010, p. XI.

21    Cf. A. Cencini, Amerai il Signore tuo. Psicologia dell’incontro con Dio. EDB Bologna 1988, p. 91. Véase también D. L. Gelpi, The Conversion Experience. A Reflective Process For RCIA Participants And Others. Paulist Press, Mahwah, NJ 1998, p. 26-39.

22    Cf. L. Sperry, Transforming Self and Community. Revisioning Pastoral Counseling and Spiritual Direction. The Liturgical Press, Collegeville, Minnesota 2002, p. 117-118.

23    Cf. A. Cencini, op. cit., p. 74-75.

24    Cf. T. KotlewskI, Akceptacja siebie. Od lęku do miłości, p. 33-34.

25    Cf. A. Cencini, op. cit., p. 100-102.

26    Papa Francisco, Carta Encíclica Lumen fidei, no 15.

27  “La comprensión de la fe es la que nace cuando recibimos el gran amor   de Dios que nos transforma interiormente y nos da ojos nuevos para ver la realidad; ibídem, nº 26.

28    Cf. P. Rossano, G. Ravasi, A. Girlanda (eds.), Nuovo Dizionario Di Teologia Biblica, Edizioni Paoline, Milano 1988, p. 742-743.

29    A. Cencini, op. cit., p. 103.

30    Cf. Rossano, G. Ravasi, A. Girlanda (eds.), op. cit., p. 900-903.

31    Cf. C. Risé, Il Padre. L’assente inaccettabile. Edizioni San Paulo, Cinisello Balsamo 2003, p. 11-18.

32    Cf. T. Kotlewski, Akceptacja siebie. Od lęku do miłości, p. 38-40.

33    Cf. A. Cencini, op. cit., p. 72-74.

34    Cf. C. Risé, op. cit., p. 33-38.

35    Cf. A. Cencini, op. cit., p. 92-93.

36    Cf. T. Kotlewski, Garść nadziei, Ośrodek Odnowy W Duchu Świętym, Łódź 2005, p. 52-53.

37    Cf. R. E. Rogowski, op. cit., p. 12.

38    Cf. M. Kelly, op. cit., p. 23-24.

39    Cf. T. Kotlewski, Akceptacja siebie. Od lęku do miłości, p. 44-45.

40    Cf. P. Lauster, El Amor. Psicología de un fenómeno, Mensajero, Bilbao 1992, p. 49-51.

41    Cf. M. Kelly, op. cit., p. 64-67.

42    Cf. P. Lauster, op. cit., p. 43.

43    Cf. T. Kotlewski, Garść nadziei, p. 25.

44    Cf. Rossano, G. Ravasi, A. Girlanda (eds.), op. cit., p. 46-47.

45    Cf. Ignacio de Loyola, op. cit., no 23.

46    Cf. A. Cencini, op. cit., p. 106-107.

47    Cf. T. Kotlewski, Akceptacja siebie. Od lęku do miłości, p. 60-61.

48    Ignacio de Loyola, op. cit., no 237.

49    Cf. H. Nouwen, Spiritual Formation. Following the movements of the Spirits. HarperOne, New York 2010, p. 79-80.

50    Cf. Ignacio de Loyola, op. cit., no 230-237.

José Miguel Cejas

San Josemaría siempre amó y veneró a los religiosos. Recogemos un autógrafo suyo dirigido a los miembros del Opus Dei, donde les decía: "Una gran misión nuestra es hacer amar a los religiosos".

Devoción a santos religiosos

San Josemaría tenía mucha devoción a fundadores de órdenes religiosas como San José de Calasanz, con quien le unían lejanos vínculos de parentesco, ya que su abuelo paterno había nacido en el mismo pueblo que el fundador de las Escuelas Pías, en Peralta de la Sal, a 20 kilómetros de Barbastro.

En su predicación y en sus escritos citaba con frecuencia a Teresa de Ávila, a Juan de la Cruz, a Teresa de Lisieux y otros santos del Carmelo. Tenía un gran afecto y devoción por san Juan Bosco.

En su familia, profundamente cristiana, además de contar con varios sacerdotes, había varias religiosas.

Como tantas personas de su tiempo, Escrivá recibió formación cristiana en dos colegios de religiosos. A los tres años comenzó a ir al Parvulario en el Colegio de las Hijas de la Caridad de Barbastro, el primer colegio de niñas que tuvo en España la Congregación fundada en 1633 por San Vicente de Paúl y Santa Luisa de Marillac. Estuvo allí de 1905 a 1908 y tuvo siempre un profundo agradecimiento hacia las Hijas de la Caridad; y sufrió profundamente —hasta llegar a las lágrimas—cuando supo que una de esas religiosas, que había sido amiga y compañera de su madre, había sido asesinada durante la persecución religiosa.

A los siete años pasó al Colegio de los PP. Escolapios de Barbastro. Curiosamente, también fue el primero que estos religiosos abrieron en España. Un religioso escolapio, el P. Manuel Laborda de la Virgen del Carmen, (Borja Zaragoza, 1848 — Barbastro, 1929), fue su profesor de Religión, Historia, Latín y Caligrafía, le preparó para la Primera Comunión, y le enseñó una oración de comunión espiritual que recitó durante toda su vida y transmitió a miles de personas:

–«Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre; con el espíritu y fervor de los santos».

Su vocación

Dios se sirvió, para mostrarle la llamada al sacerdocio, de un piadoso carmelita. Al joven Escrivá le conmovió ver las pisadas en la nieve de un religioso, José Miguel de la Virgen del Carmen, durante las Navidades de 1917-1918 en Logroño.

Fue a conversar con él para discernir qué le estaba pidiendo Dios y determinó hacerse sacerdote. Guardó siempre gran amor hacia la Orden del Carmelo y un grato recuerdo de este religioso, con el que se encontró de nuevo en Burgos en 1938. El P. José Miguel murió el 23 de septiembre de 1942.

Ya en Madrid, tuvo relación con religiosas de vida santa, como la fundadora de las Damas Apostólicas o Mercedes Reyna O´Farril, religiosa del Patronato de Enfermos, nacida en la Habana, que murió en olor de santidad el 23 de enero de 1929. El Fundador se sintió inclinado a confiarse a su protección, a raíz de su muerte, pues la atendió en su última enfermedad.

Un agustino, Eduardo Zaragüeta, dejaba constancia de estas realidades en La Voz de España de San Sebastián (8 de julio de 1975): “Los agustinos sabemos de su carácter y de su sencillez cordial cuando dio ejercicios en el monasterio de San Lorenzo el Real, de El Escorial. Escrivá amaba a San Agustín y la rica tradición de la Orden que él fundara hace dieciséis siglos, en circunstancias muy parecidas a las actuales”.

Fray Joaquín Sanchis Alventosa, franciscano, que ocupó puestos de gobierno relevantes en su Orden, y participó activamente en el Concilio Vaticano II, no ha olvidado los primeros pasos del Opus Dei en Valencia, allá por el año 1939. La casa de la calle de Samaniego, sede de una residencia de estudiantes, estaba cerca de su convento de San Lorenzo, y el director de la residencia les encargó que celebrasen allí diariamente una Misa y oficiasen los sábados la Bendición con el Santísimo. Surgió así una relación muy amistosa, de la que Fray Joaquín elogia “el cariño y las deferencias que tenían con nosotros, religiosos franciscanos, aquellos universitarios que empezaban a vivir una espiritualidad seglar. Esta veneración era muestra del amor al estado religioso que Mons. Escrivá infundía en esos hijos suyos, que buscaban la santificación en medio de sus afanes profesionales”.

Quedaba claro –como la Iglesia universal sancionaría andando los años– que la vida en el Opus Dei es muy diversa de la vocación religiosa. Pero esta nítida diferencia, lejos de ser motivo de separación, lleva a la admiración y al cariño mutuos. Si a Fray Joaquín le encantaba que unos jóvenes universitarios le tratasen con tanto cariño, emociona también la grandeza de espíritu –magnanimidad cristiana– con que este fraile franciscano se alegra al ver la misericordia de Dios en las actividades del Opus Dei: “Muchos ex–alumnos de nuestros colegios franciscanos me han contado el papel decisivo que para ellos ha tenido el apostolado de la Obra a su llegada a la Universidad. No pocos han recibido la vocación al Opus Dei. Me viene ahora a la memoria el gozo que me produjo encontrar, en Roma, a uno de mis queridos ex–alumnos, que había recibido la ordenación como sacerdote del Opus Dei”.

Llamada universal a la santidad

El Fundador del Opus Dei difundió por todo el mundo la llamada universal a la santidad, también y sobre todo para los seglares. Pero, como reconoce el P. Aniceto Fernández, que fue Maestro General de los Dominicos, esta realidad nunca significó en él, ni en los socios de la Obra, “una minusvaloración o censura de la vida religiosa, ni disminuir en nada la excelencia de la vocación religiosa”.

Otra manifestación práctica de su amor a los religiosos aparece en la decisiva ayuda que prestó para la restauración de la Orden de los Jerónimos, en el Parral (Segovia), desde 1940. José María Aguilar Collados, monje jerónimo, testifica que debe su vocación de jerónimo a Mons. Escrivá de Balaguer, y amplía con los nombres de algunos estudiantes, a los que también el Fundador del Opus Dei confirmó en su camino de religiosos.

Se desvivió, en la medida que le dejaron sus obligaciones, por atender espiritualmente a los religiosos que se lo pedían. Recuerda el beato Álvaro del Portillo los Ejercicios que predicó en el Escorial:

“Del 3 al 11 de octubre de 1944, nuestro Fundador predicó los ejercicios a los Agustinos del Monasterio de El Escorial, con su salud muy maltrecha: tenía un antrax enorme en el cuello, y una fiebre altísima. Fue entonces cuando le diagnosticaron la diabetes; sin embargo, cumplió su compromiso de predicarles. El Provincial de los Agustinos, Padre Carlos Vicuña, me escribió el 26 de octubre: voy a darle una breve impresión de los ejercicios espirituales dados por don José María Escrivá a los religiosos agustinos del Real Monasterio de El Escorial en este mes de octubre".

Todos coinciden en que superó todas las esperanzas y satisfizo plenamente los deseos de los Superiores; ahora esperamos de Dios que el fruto sea muy abundante. Todos sin excepción (Padres, teólogos, filósofos, hermanos y aspirantes) estaban pendientes de sus labios sin respirar, como suele decirse; sus conferencias de 30 y 35 minutos les parecían de sólo diez, cautivados por aquel torrente de fervor, entusiasmo, sinceridad y efusión de corazón.

'Le sale de dentro, habla así porque tiene vida y fuego interior'; 'es un santo, un apóstol; si le sobrevivimos muchos de nosotros le hemos de ver en los altares...', son las expresiones que he escuchado de los oyentes.

Es muy de notar la rara unanimidad en los elogios, sobre todo tratándose de un auditorio de intelectuales y especialistas en gran proporción. No se ha oído una sola voz menos favorable. Es verdad que venía precedido de una aureola de santo, pero no es menos cierto que, lejos de defraudarla, la ha confirmado".

El milagro para la beatificación

Durante los últimos años de su vida, siempre que podía, visitaba algún monasterio de clausura para pedir oraciones y testimoniar su amor por los religiosos como sucedió, por ejemplo, en los viajes de catequesis que realizó por España y América.

San Josemaría predicó la llamada universal a la santidad

Una feliz coincidencia: el milagro que la Iglesia reconoció para la beatificación de este fundador, que abrió caminos nuevos de renovación eclesial, y que recordó a los laicos la llamada universal a la santidad, recayó en una religiosa anciana, Sor Concepción Bouillón Rubio. Fue como una confirmación más de la veneración y el amor a los religiosos de este santo que trajo a la iglesia un carisma genuinamente laical.

José Miguel Cejas, en opusdei.org/es-es/

Pedro Lombardía

V

Ello no implica que los laicos no deban  obediencia  jerárquica. que estén dispensados de la disciplina eclesiástica o que puedan desentenderse de la responsabilidad del orden  jurídico  de la  Iglesia [38] ;  por ello, para la comprensión  del estatuto  canónico  del laico,  junto  al principio de libertad en  la  acción  temporal, hay  que  recordar  el de la responsabilidad en la consecución del fin de la Iglesia.

La expresión "los laicos son también Iglesia" ha sido utilizada frecuentemente por los últimos Pontífices para poner de relieve la importancia de la misión que les compete en orden a la acción redentora. La pertenencia a la Iglesia da un sentido nuevo a la inserción en lo temporal y a las obligaciones que implica. El Concilio, a su vez, ha subrayado que a los laicos corresponde "buscar el reino de Dios", dando así sentido eclesial a la tarea de "tratar y ordenar según Dios los asuntos temporales".

La eclesiología tradicional ha puesto de relieve que el "reino" predicado por Cristo es, al mismo tiempo terreno y celestial, visible y espiritual, que no es de este mundo, pero que en él se edifica. Esta serie de antinomias que, en expresión de Paulo VI "fatiga el pensamiento de los estudiosos" [39], hacen referencia al misterio de la Iglesia y representan otros tantos esfuerzos parciales de comprensión de lo que la Iglesia es y al hombre sólo le es posible conocer con torpeza. Buscar el reino de Dios es buscar a la Iglesia y contribuir a edificarla en este mundo para que llegue a  su  plenitud  en el otro. El hombre encuentra a la Iglesia en el bautismo y queda incorporado a ella por un lazo indeleble; pero no por ello queda terminada la tarea de búsqueda, que de algún modo continúa a lo largo de la peregrinación de esta vida. Por ello, el Concilio Vaticano II ha insistido en la idea de que el Pueblo de Dios es un pueblo peregrinante [40].

Actitud ésta de búsqueda y peregrinación  que  se  proyecta  en  dos direcciones: hacia la otra vida donde la  tarea salvífica encuentra su consumación [41] y hacia la vida terrena, en la  que la  Iglesia  tiene que ser realizada "como un sacramento o señal e instrumento de la íntima  unión  con  Dios  y de la  unidad  de todo el  género humano" [42].

Esta tarea se comprende si tenemos una visión dinámica de la Iglesia,  que nos lleve a  verla no realizada, sino realizándose.  En   este sentido a todos los fieles competen una serie  de  responsabilidades que sustancialmente pueden reducirse a dos: el apostolado,  entendido como una  tarea  que  aliente  el  acercamiento  de los hombres  a la Iglesia y el cumplimiento por parte de los fieles de todas las exigencias de su  vocación  cristiana [43] ,  y el deber  de  contribuir  a  dar  a la Iglesia la fisonomía que por voluntad de Cristo ha  de  tener [44]  y cuya búsqueda, que nunca ha de cesar en este mundo, implica una realización y renovación del culto, un  continuo  perfeccionamiento de estructuras y un sentido cada vez más vivo de las exigencias de renovación interior de cada hombre  y de  elevación  sobrenatural  de las relaciones con los demás.

Difícilmente pueden comprenderse las consecuencias  jurídicas de la vocación cristiana, si no se parte de  este  planteamiento  radical. Sin embargo, junto a la necesidad de sentar las bases del problema en toda su generalidad, es necesario un  esfuerzo por  delimitar el aspecto jurídico del problema.

La más importante manifestación de la vocación  cristiana  es la santidad de vida y en el caso concreto de los laicos pueden considerarse definitivamente establecidos dos principios al respecto: el primero que como miembros del Pueblo de Dios que son, también a ellos va dirigida la llamada universal a la santidad [45]; el segundo que la santidad laical tiene  unos perfiles propios,  como consecuencia  de su específica misión en la Iglesia y en el mundo [46]. Esta llamada a la santidad constituye  la  base del deber genérico de los laicos a seguirla y del derecho a  que  sean  respetadas  sus peculiares  características y a que les sean facilitados los medios necesarios o útiles para alcanzarla. Este último aspecto de la cuestión enlaza con el tercero de los principios que configura el estatuto jurídico del laico, al que más adelante hemos de  referirnos: la  adecuación  de la  atención  pastoral a las exigencias de la vida en el mundo. Entre los medios para alcanzar la santidad de vida que tienen una clara dimensión jurídico canónica hay que recordar el derecho natural a asociarse para los fines que le son propios -derecho reconocido por el Concilio- [47], cuyo despliegue puede dar lugar a manifestaciones institucionales, que exigen una regulación jurídico-canónica para garantizar la  autonomía de las asociaciones y para regular el ejercicio del control jerárquico que tutele la pureza doctrinal de las orientaciones ascéticas personales y colectivas [48]. He aquí  un  aspecto  en  el  que la  libertad de los laicos ha de coordinarse con las exigencias de la disciplina eclesiástica.

Otra manifestación de los derechos y deberes  canónicos  del  laico que reviste particular importancia es el apostolado, que  debe  ser entendido -como ya hemos señalado- como  el  conjunto  de  actividades dirigidas a cooperar con la acción del Espíritu  Santo  en  orden a acercar a los hombres a la Iglesia  y  a  estimular  a  los fieles  a  cumplir con las exigencias de la vocación  cristiana.  El  apostolado  es también un deber de todo fiel [49]; sin  embargo,  en  el laico  presenta unos perfiles propios. En primer lugar, se trata de un apostolado no ministerial [50]; es decir, que ni supone en quien lo ejerce unos poderes sacros, ni atribuye ningún tipo de preeminencia o superioridad jerárquica. El apostolado genuinamente laical está desprovisto de toda manifestación de imperio; en esto se distingue netamente del apostolado   jerárquico.   En  segundo  lugar,  es  un   apostolado  secular [51], que no debe concretarse primordialmente en la  promoción  de  obras de piedad o de celo; sino en el testimonio de la vida y en el aliento de la palabra ofrecidos a las personas con las que está ligado como consecuencia de su natural inserción  en el mundo.  En  tercer  lugar,  es  un apostolado que. de ordinario, no puede profesionalizarse; generalmente, el laico no tiene por qué dedicarse a obras apostólicas, sino que debe encontrar la dimensión apostólica de todas  sus obras.  De aquí que un apostolado genuinamente laical no tenga por qué ser retribuido ni proporcionar ninguna ventaja material.

A la luz de estos principios se pueden señalar las bases para una regulación jurídico-canónica del apostolado laica! En primer  lugar hay que poner  de  relieve  que  el  apostolado  constituye  un  derecho y un deber de todo fiel que en el caso concreto  del laico se  tipifica  por unas peculiares características. La más saliente de ellas es  que tanto el derecho como  el deber  dimanan  directamente  del bautismo y no requieren, por tanto, ningún tipo de misión jerárquica. En consecuencia, ni la jerarquía  puede  prohibir  a los laicos  el ejercicio  de la  misión  apostólica  que  han  recibido  directamente  de  Cristo [52],  ni a los laicos es lícito arrogarse ni siquiera una apariencia de función jerárquica en su labor apostólica. Los laicos tienen  el deber  de  hablar a los demás hombres en virtud de los lazos de relación  que brotan de la naturaleza social del hombre y la correspondencia  a  la gracia  del  bautismo  debe  llevarles  a  descubrir  el sentido apostólico de las relaciones  humanas;  por  otra  parte  deben  comprender  que no tienen otro título para ser escuchados que el de los vínculos humanos que sirven de base al diálogo.

El tema del apostolado nos pone en  relación  con  dos  cuestiones a las que más adelante hemos de aludir. Los laicos, además del ejercicio de su específico apostolado que a todos ellos incumbe, pueden colaborar con el clero en el apostolado jerárquico.  Se  trata,  como es obvio, de una actividad que no es reconducible al estatuto personal, puesto que su título no es la condición de laico, sino el eventual mandato de la jerarquía. Por otra parte, los laicos pueden asociarse con fines apostólicos, tanto  para  el ejercicio  del apostolado laical como para colaborar en el jerárquico.

Pero en todo caso el laico, por el sólo hecho de su vocación bautismal al apostolado tiene el derecho y el deber de adquirir la formación  necesaria  para ello [53].  De aquí  no sólo el deber  de los laicos  a formarse. sino también el de la jerarquía a dar una formación apostólica, respetuosa con la libertad del laico en lo temporal [54]. También esta cuestión afecta a la necesidad de la adecuación de la atención pastoral a las exigencias de la vida en el mundo.

El principio de la responsabilidad del laico en  la  consecución del fin de la Iglesia nos lleva también a la consideración de los derechos y deberes relacionados  con  la  tarea  de  dar  a  la  Iglesia,  en su dimensión comunitaria, la fisonomía  que  por  voluntad  de Cristo ha de tener . Tema éste de  capital  importancia  porque su  tratamiento exige conjugar esta doble exigencia: al laico no son ajenos los problemas que afectan a la comunidad  eclesiástica  y,  sin  embargo, no le compete en ella una función jerárquica. Veamos cuál es la dimensión eclesiástica de la misión eclesial del laico.

En los escritos eclesiológicos actuales es frecuente la utilización de los adjetivos "eclesiástico" y "eclesial" con una significación distinta y, muchas veces contrapuesta. Parece de utilidad para nuestro propósito aclarar el sentido de ambos términos en orden a las consecuencias técnico-jurídicas que de su utilización puedan derivarse.

Generalmente, se consideran "eclesiásticos" aquellos aspectos de la vida de la Iglesia que hacen referencia a la organización de la Jerarquía y a sus específicas funciones; en cambio, habría que calificar de "eclesiales" las tareas relacionadas con el fin de la Iglesia, desprovistas de una significación jerárquica. En este sentido, las funciones de gobierno a que está destinado el clero son eclesiásticas; la labor de tratar y ordenar según Dios las cuestiones temporales, propia de los laicos, es una misión eclesial. Sin embargo, sería ingenuo pensar que la significación de ambos adjetivos separara tan tajantemente la misión de los clérigos y los laicos, que pudiera considerarse a éstos al margen del problema del gobierno de la Iglesia. La clásica distinción entre Ecclesia regens y Ecclesia oboediens o Ecclesia docens y Ecclesia discens, siendo válida, no hace referencia a compartimientos estancos; en fin de cuentas, la  existencia en la Iglesia de unas funciones de gobierno se explica por el hecho de que constituye una comunidad de la que todos los fieles forman parte, independientemente de cual sea su estado. Comunidad jerárquica, de cuyas relaciones -sin duda eclesiásticas- participan gobernantes y gobernados. A los laicos, por su condición de fieles, competen unos derechos y deberes en el ámbito de las relaciones jurídicas cuya ordenación corresponde a la Jerarquía. Y estas situaciones activas y pasivas quedan matizadas por una peculiar tipicidad, en función del papel propio que han de jugar los sujetos en el conjunto de la comunidad.

En primer lugar, por ser la Iglesia una comunidad cultual corresponde a los laicos el derecho y el deber de tomar parte en la vida litúrgica,  en el ejercicio de la  participación  en el munus sacerdotale de  Cristo  propio del sacerdocio  común [55].  El  "ius recipiendi  a clero" los auxilios necesarios para la  salvación  de que  habla  el c. 682  no es,- evidentemente, un derecho específico de los laicos, sino propio de todos los fieles; pero sí lo es la concreta  manera  de  participación laical en la vida comunitaria litúrgico-sacramental.

En estrecha relación con ella está el tema de las relaciones jerárquicas reconducibles a la clásica noción de la potestas iurisdictionis. El poder del Romano Pontífice y del colegio episcopal a escala de la Iglesia universal y el del Obispo  en la  Iglesia particular se manifiesta en la comunidad litúrgico-sacramental, no sólo en la realización del culto, sino también ejerciendo unas funciones de gobierno; y el laico, en la medida en que está llamado a participar en la vida litúrgica como verdadero miembro de la comunidad está incluido en la ordenación normativa eclesiástica. Es, por tanto, destinatario de las normas canónicas que le contemplan de manera directa y está obligado a contribuir, mediante el respeto a los derechos que protegen las normas cuyos destinatarios son los demás fieles, a la conservación del orden jurídico de la Iglesia considerado en su conjunto: en una palabra, el laico es sujeto del ordenamiento canónico, con unos específicos derechos, deberes, legitimaciones y capacidades.

El laicado, por constituir la ecclesia oboediens, no tiene más participación en el proceso de formulación  del  sistema  normativo  de la Iglesia que el contribuir en la formación de la  costumbre [56]  y -en caso  de  que  ello  constituya  su  tarea  profesional-  de la  doctrina canónica [57]. Tampoco  está  llamado  a  participar  en  la  designación del legislador, el juez o el que desempeña funciones de administración pública. Sin embargo, su condición de oboediens lleva consigo ya un derecho fundamental: que en el ejercicio de la misión de mandar no se produzcan manifestaciones de abuso de poder. He aquí la conexión de nuestro tema con el de las  garantías de los fieles, del que  tan viva conciencia tiene la doctrina canónica contemporánea y que la revisión de la legislación, actualmente en curso, deberá necesariamente afrontar. Es cierto que, al desenvolverse la vida del laico inmersa en las cuestiones temporales  y  estar  por  tanto  regulada en su mayor parte por los ordenamientos estatales, el tema de las garantías no tiene en el aspecto que ahora nos ocupa la importancia que reviste para el clero; sin embargo, en relación con el principio de la libertad en la acc10n temporal presenta una faceta llena de interés que afecta muy directamente a los laicos.

El laico ,tiene también deberes jurídicos, en relación con la actividad  eclesiástica,  que  se  concretan  en  la  colaboración  con  la  labor de la jerarquía mediante prestaciones personales y económicas.

El Concilio Vaticano II ha indicado en varios lugares que la Jerarquía debe buscar el asesoramiento de expertos laicos para la organización  de  las  actividades  pastorales  [58];  es  obvio,  por  otra  parte, el deber que los laicos tienen  de  prestarlo.  Esta  labor,  desde  un punto  de  vista  jurídico-canónico,  tiene   una  significación   distinta  de la  eventual  colaboración  de  los  laicos  con   el  apostolado   jerárquico de  la  Iglesia,  ya  que  su  utilidad  radica  en  la  pericia  profesional  d, los laicos que la realizan y no en la capacidad de colaborar con actividades   típicamente  eclesiásticas,  ayudando  o  incluso supliendo al clero. En este sentido, la  labor  del  sociólogo  que  facilita  a  un  prelado el conocimiento del medio en que la acción pastoral ha de desenvolverse o la del especialista en técnicas de  la  información  que asesora  a  la  autoridad  eclesiástica  que  tiene  que  adoptar  una  actitud en relación con los problemas religiosos que plantean los medios de comunicación social,  realizan  una  labor  canónicamente  distinta  del laico que colabora en la tarea jerárquica de  difundir  la  doctrina  revelada o del catequista que, en tierras  de  misiones atenúa  con  sus afanes los graves problemas que  ocasiona  la  falta  de  clero.  En  el primer  caso  se  pone  al  servicio  de  la   Jerarquía  la   misma  actividad y conocimientos necesarios  para  tratar  y  ordenar  las  cosas  temporales: se trata, por  tanto,  de  una  prestación  de  servicios  profesionales. En el segundo, de sustituir, siquiera  sea  parcialmente, la actividad temporal por otra  distinta,   típicamente   espiritual.   La   primera clase de tareas  ni  exige  un  mandato  o  misión  jerárquico,  ni  puede  ser  objeto  de  él;  porque  el  laico  en  manera  alguna  necesita un mandato de la jerarquía para  ejercer  su  propia  función.  La  segunda,  en  cambio,  constituye  un  típico  ejemplo  de  colaboración  lie los laicos en el apostolado jerárquico de la Iglesia.

Junto a estas prestaciones personales hay  que  recordar el  deber que todos los laicos tienen de contribuir, proporcionando los medios económicos necesarios, al sostenimiento del culto, de la organización eclesiástica y de las obras de apostolado de la Iglesia. La concreción de este deber tiene en Derecho Canónico manifestaciones muy variadas como consecuencia de la flexibilidad  del  sistema  fiscal eclesiástico; pero en todo caso existe, como obligación moral y jurídica.

Finalmente, en esta enumeración necesariamente  incompleta de la dimensión eclesiástica de la misión del laico, hay que recordar, como ya fue puesto de relieve por Pío XII [59], que en toda sociedad jurídicamente organizada es necesaria una opinión pública que, entre otras consecuencias, siempre constituye una colaboración a las tareas de gobierno. La Iglesia no es una excepción a este principio y la labor de contribuir al establecimiento de una  opinión  pública en la Iglesia es, en muy buena parte, tarea de los laicos, por constituir la gran mayoría de los fieles [60]. El tema es extraordinariamente delicado y  apenas si le ha  sido  prestada  atención [61].  Desde el punto de vista de los deberes es evidente que el laico tiene que seguir con interés las cuestiones que afectan a la vida de la Iglesia; de otro modo difícilmente podría tener una opinión y mucho menos darle una proyección  pública.  Por otra parte,  hace falta que tenga la necesaria sensibilidad para advertir las peculiares exigencias del carácter sobrenatural de la sociedad eclesiástica; la necesidad de una opinión pública en la Iglesia no puede confundirse con una crítica agria que transforme el deber de servir al principio Ecclesia semper reformanda en elaborar noticias apetecibles para la prensa irresponsable. Por lo que se refiere a los derechos, hay que destacar dos fundamentales: derecho a la existencia de una opinión genuinamente laical, que proceda realmente de los laicos y no de clérigos o religiosos constituidos en especialistas en cuestiones laicales, y derecho a una garantía de la expresión de la opinión, frente a eventuales desviaciones del poder que tiene la Jerarquía de someter a la disciplina canónica los escritos de los fieles sobre temas eclesiásticos. Cara a la reforma del Codex es éste un punto particularmente importante y delicado, que llevará sin duda a la revisión de las normas sobre la censura eclesiástica.

VI

El tercer principio que hay que tener en cuenta para el estudio del estatuto personal del laico es la adecuación de la atención pastoral a las exigencias de la vida en el mundo. Como ya hemos puesto de relieve, la misión eclesial del laico consiste en buscar el reino de Dios, tratando y ordenando las cuestiones temporales. Su tarea se desenvuelve, por tanto, en relación con las realidades terrestres e inmerso en la sociedad temporal. De aquí que la ordenación de los derechos y deberes propios de su normal actividad sean regulados por los ordenamientos jurídicos estatales. Sin embargo, la  misión del laico supone un enlace entre lo espiritual y lo temporal, de tal suerte que queda constituido en un punto de conexión de ambos órdenes y, considerada la cuestión desde un punto de vista jurídico, de ambos sistemas normativos. El laico recibe de la Iglesia los adiumenta necessaria ad salutem y las enseñanzas del magisterio y es destinatario de los actos de poder de la autoridad eclesiástica que regulan su participación en la comunidad de los fieles; por otra parte, en la sociedad civil en la  que está inmerso y en la que adquiere y ejerce los derechos necesarios para la edificación de la ciudad terrena, debe prestar su testimonio cristiano, fruto de la vitalidad  de su participación en la comunidad litúrgico-sacramental, y ordenar las cuestiones temporales según Dios, o lo que es lo mismo, inspirando en la concepción cristiana que le transmite el magisterio las soluciones y decisiones, autónomamente adoptadas, en que se traduzca su respuesta a los problemas del mundo [62].  De aquí que no  sea competencia del gobierno pastoral la solución de los problemas que al laico plantea lo temporal; sin embargo, al estar llamada la acción pastoral a orientar la vida cristiana de hombres, cuya misión eclesial consiste precisamente en la santificación de unas actividades profanas, necesariamente habrán de ser tenidas en cuenta las circunstancias terrenas de los fieles, en orden a la organización pastoral.

Es éste un  punto de gran importancia  en la  vida de  la  Iglesia que necesariamente habrá de condicionar al Derecho Canónico del futuro. En primer lugar, teniendo en cuenta la exigencia de inspirar la pastoral en el respeto a la autonomía  de lo  temporal,  que no es sólo una exigencia de la soberanía del Estado,  sino también un derecho fundamental del laico. Además, dando al laico la atención pastoral adecuada para que asuma su tarea temporal con conciencia de su dimensión redentora y de las exigencias del radicalismo cristiano. Y por estar todo ello exigido por el estatuto personal del laico en la Iglesia, esta cuestión es previa a cualquier consideración de "elite" espiritual o de fenómenos asociativos con fines apostólicos. La organización de la pastoral ha de ser sensible a las necesidades que, desde este punto de vista tiene cualquier laico, por imperativo de sus derechos fundamentales en la Iglesia. Si la acción pastoral constituye la manifestación más genuina de los ministerios jerárquicos, al orientarse en función de estas exigencias, estará matizando la organización de la  Iglesia en el sentido  de servicio que  el Concilio ha señalado corno propio de los ministerios eclesiásticos [63]. De aquí que las exigencias pastorales del radicalismo cristiano del laico, que han de ser vividas en una inserción plena con lo temporal, no puedan manifestarse sólo en la acción apostólica de sacerdotes encargados de orientar a los miembros de asociaciones apostólicas, sino que ha de penetrar la pastoral de conjunto.

Las  realidades terrestres  ofrecen  situaciones  tan  variadas  que la especialización de la pastoral se presenta  como necesaria [64]; pero ello, no es sólo cuestión de "elites" espirituales, agrupadas por vínculos eclesiásticos, sino exigencia de los derechos fundamentales del laico, en virtud de su destinación al ministerio eclesial de tratar y ordenar las cuestiones temporales. De aquí que la variedad de situaciones temporales, para matizar la acción pastoral, tenga que traducirse con frecuencia en fenómenos de jurisdicción personal. No es necesario  detenernos ahora  en  la  influencia  del  factor  de  la  tarea o circunstancia temporal en la génesis de las jurisdicciones personales; baste recordar al respecto,  como  manifestaciones  tendenciales, la jurisdicción castrense, el apostolado del mar, o las soluciones adoptadas en Francia para la atención pastoral de los obreros, y se encontrará una línea cuya continuación  alienta  el  Concilio  Vaticano II [65] y las más recientes disposiciones de Paulo VI [66].

Estas exigencias de las circunstancias de la vida  en  el  mundo para la organización de la acción pastoral de la Iglesia  son,  a  mi juicio, el tema central del Derecho Canónico futuro, ya que en él incide el diálogo de la Iglesia y el mundo y la tensión entre la  autonomía de lo temporal y la disponibilidad del laico al radicalismo cristiano, en el que puede operar como elemento que concrete empresas espirituales y apostólicas, el  derecho  de  asociación que  ha sido reconocido en el Decreto  Apostolicam  actuositatem. Derecho de asociación que radica en el estatuto personal del laico, como reconocimiento por parte de la  Iglesia  de  su  dignidad  humana  y  de su llamada a  una participación  activa  en  tareas  redentoras;  pero que, por su propia naturaleza, lleva consigo una tensión hacia fenómenos institucionales  que  rebasan  la  consideración de  la  teoría de los sujetos en el ordenamiento de la Iglesia. Por ello,  antes de hacer referencia a este tema, parece oportuno fijar ordenadamente las conclusiones sobre el estatuto jurídico del laico, en su vertiente estrictamente personal:

10.    El estatuto jurídico del laico es la concreción  jurídico-canónica de la misión eclesial que tiende a buscar el reino de Dios tratando y ordenando las   cuestiones temporales.

2°.    Constituye una modalidad jurídica de  la  condición  genérica de fiel.

30.    Se adquiere por el bautismo; se  pierde  por  la  profesión  religiosa o por la asunción del estado clerical.

40.    Su  contenido  está  constituido  por  los  derechos,  deberes,  legitimaciones y capacidades tutelados por las normas canónicas divinas y humanas,  que se explican en función de la específica misión eclesial que le sirve de base.

50.   La  inserción  del laico  en lo  temporal  viene  dada  por  vínculos derivados de la destinación a la edificación de la ciudad terrena.

Surge de las relaciones sociales,  familiares  y profesionales. Al  tener la presencia del laico en el  mundo  una  autonomía  en  relación con el poder de la Iglesia, el laico es  titular en el ordenamiento  canónico de un derecho de inmunidad, frente a eventuales injerencias eclesiásticas en sus tareas temporales.

60.       La  acción  temporal  del  laico  tiene  que  estar  inspirada  en la búsqueda del Reino de Dios; por tanto, constituye un derecho fundamental de su estatuto jurídico-canónico recibir una atención pastoral adecuada a las peculiares exigencias de sus tareas y de su espiritualidad. A este derecho corresponde el deber de recibir  los  medios de formación que le ofrece la actividad pastoral de la Iglesia.

70.    El  laico  forma  parte  de  la  comunidad  litúrgico-sacramental en función del sacerdocio común. Es titular, por tanto, de los derechos y deberes derivados de su peculiar modo de participar en la vida litúrgica de la Iglesia.

80.        Esta  participación   litúrgico-sacramental  le  inserta  en  las relaciones jerárquicas de la Iglesia. Por estar  integrado  en la  Ecclesia Oboediens, el laico queda vinculado por las decisiones autoritativas de la Ecclesia Regens y asistido por el derecho a eficaces garantía frente a eventuales desviaciones de poder, por parte de los que estén constituidos en potestad.

90.    El laico  tiene el derecho  y el deber  de contribuir  al gobierno de la Iglesia en la formación de la consuetudo canónica, mediante prestaciones personales y económicas para las necesidades del culto, la organización y los apostolados eclesiásticos y participando -con las oportunas garantías jurídicas- en el establecimiento de una opinión pública en la Iglesia.

100.    Al  laico  compete  un  derecho  de  asociación  en  el  ordenamiento canónico, en virtud del cual puede fundar y regir entes colectivos que tengan como fin la colaboración para conseguir los fines propios de su misión eclesial.

VII

Una vez expuestos los principios fundamentales para una comprensión del  status laical  es  necesario  hacer  referencia  a  dos  cuestiones íntimamente relacionadas  con  nuestro  tema:  las  asociaciones y las tareas que, sin derivar directamente del estatuto personal,  pueden desarrollar los laicos como colaboradores de la Jerarquía.

Si bien es cierto que la consideración de las asociaciones  rebasa los límites del estatuto del laico, lógicamente  circunscrito  a  la  esfera de las situaciones jurídicas estrictamente personales, es imprescindible  una  referencia  a  ellas  por  dos razones.  En  primer  lugar,  no puede olvidarse que la regulación de los fenómenos asociativos está condicionada por las exigencias del reconocimiento y tutela del derecho de asociación, que el Concilio ha reconocido a los laicos con carácter estrictamente personal. Además, la doctrina canónica post­codicial y buena parte de la literatura que se ha  enfrentado  con nuestro tema en la actualidad, se ha limitado en la  mayoría  de los casos al problema de las asociaciones; por tanto, si se puede esperar alguna consecuencia clarificadora  de  este  estudio,  habrá  que  poner a prueba sus conclusiones en relación con los principales interrogantes que plantea esta cuestión particular.

Los criterios establecidos por el Decreto Conciliar Apostolicam actuositatem se pueden resumir así:

Los laicos tienen un derecho  natural  de  asociación  que  ha  de ser reconocido y tutelado por  el  ordenamiento  jurídico  de  la  Iglesia [67]. ¿Cuál es el alcance de este derecho? Evidentemente no se refiere a la asociación  para  fines temporales,  ya que esta cuestión  no se debate  en  el ámbito  del sistema  normativo  canónico.  La Iglesia, a través de su Magisterio, ha proclamado la existencia de este derecho, pero lo ha hecho en su función de intérprete del Derecho natural, saliendo al paso de eventuales abusos de poder en la sociedad civil. Por otra parte  no parece que  tenga mucho sentido que los fieles se asocien entre sí para tareas  temporales.  La línea  marcada  por  la Constitución Gaudium et Spes debe llevar a  los católicos a  cooperar con todos los hombres de  buena  voluntad,  sin  distinción  de credo religioso en virtud de la solidaridad para la edificación de la ciudad terrena que liga a todo el género humano [68]. Las agrupaciones de católicos con fines  temporales  tienen  el  peligro  de empañar el genuino sentido del diálogo de la Iglesia y el mundo y,  en todo caso, plantean un problema ajeno por completo al Derecho canónico.

El derecho de asociación en la Iglesia que asiste a los laicos tiene que referirse necesariamente a fines espirituales y concretamente  a cuestiones propias de su peculiar misión eclesial [69]. No es posible llegar a otra conclusión si se acepta el presupuesto  de que les compete como un derecho derivado de su estatuto jurídico-canónico. Por tanto. las asociaciones a que de lugar su ejercicio habrán de tener como fines el cultivo de  la espiritualidad o la acción apostólica; bien entendido que esta última ha de ser un apostolado  genuinamente laical; es decir, relacionado con la  misión  de  buscar  el reino de Dios tratando y ordenando las cosas temporales.

Los dos presupuestos señalados  delimitan  nítidamente  el  campo propio del derecho de asociación laical. No puede tender a fines temporales, porque caería fuera del ámbito del ordenamiento de la Iglesia; por otra parte, para tender a fines eclesiásticos, es decir, propios de la jerarquía, la voluntad de asociarse necesita ser  integrada por la misión o mandato que los laicos no  tienen  como  propios, sino que les tienen que ser otorgados. El derecho de asociación laical tiene como el más genuino campo para su ejercicio la dimensión espiritual y apostólica de la secularidad: la coordinación de esfuerzos para el perfeccionamiento espiritual  de  acuerdo  con  las  exigencias de la vida en el mundo; la coordinación de actividades para un apostolado en los medios profesionales, pero no para tareas  profesionales; la formación doctrinal necesaria para ordenar las cuestiones temporales de acuerdo con la doctrina de la Iglesia, pero no las soluciones temporales en cuanto tales.

Este derecho ha de ser reconocido por las normas canónicas. Veamos cuál puede ser el alcance de este reconocimiento [70]:

Puede haber asociaciones sin ningún tipo de  reconocimiento, fruto de la espontánea confluencia de esfuerzos, del libre  intercambio de inquietudes y experiencias. Este modo de asociarse ha sido explícitamente reconocido por el Concilio, sin más limitaciones que la prohibición de usar, sin autorización expresa de la Jerarquía, la denominación de católicas para las  instituciones  surgidas  de  este modo. Evidentemente, en este caso la Jerarquía no asume ningún  tipo de responsabilidad con respecto a  la  asociación,  aunque  la  alabe o recomiende.

También es posible que el proyecto de asociación aspire a constituirse como institución jurídicamente reconocida por el ordena­ miento de la Iglesia. En este  caso la  Jerarquía  habrá  de  proceder  a la aprobación de la asociación,  acto que  como  es sabido no  implica el reconocimiento de una personalidad jurídico-canónica, que en muchos casos será innecesaria.

Finalmente, si la asociación prevé el empleo de bienes con la calificación de eclesiásticos, será necesaria la personalidad jurídica, que la. Jerarquía otorga mediante el decreto de erección.

Estos actos de la autoridad  suponen  una  apreciación  prudencial sobre su oportunidad o utilidad; será  necesario;  sin  embargo que la futura legislación canónica establezca unos límites a la discrecionalidad, para que se armonicen las exigencias del poder  pastoral con una verdadera  protección  del  derecho  de  asociación  que ha proclamado el Concilio.

La técnica canónica debe también distinguir  cuidadosamente entre estas tres posibles  actitudes  de  la  autoridad  eclesiástica  frente a  las  asociaciones  -no  intervención,  aprobación  y  erección- cuyo gobierno compete a los propios laicos y un fenómeno jurídico-canónico que frecuentemente se plantea de manera  paralela: cuando un grupo de laicos se asocia para fines de perfeccionamiento espiritual o de apostolado se caracteriza con unas peculiares exigencias que en muchos casos han  de ser  tenidas en  cuenta  a  efectos de  la organización de la acción pastoral. He aquí la conexión entre un problema, al que ya hemos aludido en su vertiente personal, y las asociaciones. La autoridad eclesiástica puede -y en muchos  casos debe- tener en cuenta los fenómenos de asociación a efectos de determinadas modalidades de las tareas pastorales: exigencias de unas actitudes de radicalismo cristiano de una formación adecuada a determinadas actividades apostólicas, etc. El fenómeno puede revestir alcance muy variado: desde la designación de un asistente eclesiástico para atender las peculiares necesidades espirituales de los miembros de una asociación, hasta fenómenos mucho más complejos que afecten a la regulación del  ámbito  de  ejercicio  del  poder  pastoral. Es evidente que esta consecuencia de las asociac1ones laicales  no brota del derecho de asociación; porque la regulación de la acción pastoral pertenece en exclusiva a la Jerarquía. Pero las estructuras institucionales que surjan del ejercicio del derecho de asociación pueden originar los  presupuestos  de  hecho  que  hagan  aconsejable  la decisión jerárquica, de manera análoga a como lo  originan  a  veces la lengua, el rito o la profesión  de los fieles.  Y ello se relaciona con otra manifestación del estatuto personal: el  derecho  de los  fieles a una atención pastoral adecuada a sus circunstancias.

Ya hemos expuesto los problemas fundamentales que afectan al estado laical. Es necesario, sin embargo, aludir brevemente, a las actividades que los laicos pueden  realizar  en la  Iglesia  que exceden al contenido de su peculiar misión eclesial. Los hombres que por el bautismo quedan destinados a tratar y ordenar las cuestiones temporales pueden también, excepcionalmente, desempeñar funciones estrictamente eclesiásticas en sustitución del clero, en virtud de una peculiar misión canónica o colaborar con  el  apostolado  jerárquico, con el oportuno mandato de la autoridad eclesiástica [71].

El documento más importante del Concilio Vaticano II, la Constitución dogmática Lumen Gentium, ha aludido expresamente a la cuestión: "...los laicos pueden también ser llamados de diversos modos a una cooperación más inmediata con el apostolado de la Jerarquía... por lo demás, son aptos para que la Jerarquía les confíe el ejercicio de determinados cargos eclesiásticos, ordenados a un fin espiritual" [72].

Los laicos pueden, por tanto, desempeñar "quaedam munera ecclesiastica"; tal  es el caso,  por ejemplo,  de esos catequistas que, incluso con una dedicación plena a su misión apostólica y con una retribución económica con cargo al patrimonio de la Iglesia, desempeñan un papel importante en tierras de misión y, en general, en aquellos lugares donde más se deja sentir la falta de clero. Su peculiar función, bien próxima a la clerical, quedó muy significativamente puesta de relieve en la viva discusión conciliar sobre el diaconado estable, en la que se aludió a ellos como ejemplo de personas entre las que podían ser reclutados los diáconos [73], dándose así una mayor base a su actividad en relación con la predicación y celebración de la palabra de Dios y con la  administración de algunos sacramentos.

En cuanto a la colaboración con el apostolado jerárquico y el tema del mandato, baste aludir a las vivas discusiones en torno a la Acción Católica y a la definición que de ella nos ofreció su gran impulsor Pío XI. Es bien sabido que la famosa definición del gran pontífice -"participación de los seglares en el apostolado jerárquico de la Iglesia"- llevó a  un  autor a sugerir que los dirigentes  de  Acción Católica  recibieran  las  órdenes menores [74]. Y  no parece ajena  a estas preocupaciones doctrinales la preferencia de Pío XII por sustituir la palabra "participación" por  "colaboración",  al  repetir  la definición de su antecesor [75].

No parece éste el momento de discutir si la Acción Católica debe dirigir sus esfuerzos en la actualidad a las tareas específicas de los laicos en orden a tratar y ordenar según Dios las  cosas  temporales (con tal de que no haga fin propio la solución de cuestiones estrictamente profanas) o a colaborar  con las  tareas propias de la  Jerarquía, lo cual depende en fin  de cuentas  de las  decisiones de la Santa Sede  y de los Episcopados, a  la  vista  de  las  necesidades  del  apostolado de la Iglesia, y de los impulsos que muevan a sus asociados. Pero es evidente que en caso de dirigir sus esfuerzos a la colaboración con el apostolado jerárquico, su misión rebasa las posibilidades del estatuto personal de los laicos y se explica por una peculiar llamada de la Jerarquía.

Lo que  aquí  nos interesa  es señalar los problemas  jurídico-canónicos de estas peculiares misiones que los laicos  pueden  desempeñar y que se plantean a propósito del derecho de asociación y de la misma concepción doctrinal del estado laical.

Por lo que se refiere a la primera de estas cuestiones es evidente que no existe un derecho de asociación para el ejercicio de "munera ecclesiastica", ya que la habilitación para este tipo de funciones no brota de la voluntad de asociarse, sino de la misión de la  Jerarquía. Otra cosa bien distinta es el derecho, que sin duda asiste, a los que  han recibido la "missio" para asociarse con fines relacionados con sus peculiares necesidades [76].

En cuanto al tema del mandato hay que  señalar  que el Decreto  del Vaticano II sobre el apostolado seglar prevé que lo pueden  recibir asociaciones, pero en todo caso, también procede de la  Jerarquía, no de la voluntad de asociarse. La Jerarquía puede hacerlo bien promoviendo ella misma las asociaciones, fomentando la  adhesión  de los laicos a ellas y, por supuesto, reservándose el derecho de condicionar las peticiones de incorporación, u otorgándolo a asociaciones ya constituidas [77].

Son conocidas las discusiones surgidas  entre los cultivadores  de la "laicología" sobre si pueden considerarse estrictamente laicos, los fieles que han recibido misión o mandato en relación con el apostolado jerárquico. En este sentido, se ha puesto de relieve que la Constitución Lumen Gentium no contiene una definición  del  laico,  sino una descripción tipológica [78], con lo cual quedaría  abierta  la  discusión doctrinal, pese a que el citado documento conciliar admite expresamente, como ya hemos recordado, que los laicos pueden ser llamados por la Jerarquía incluso para desempeñar cargos eclesiásticos.

No creo, sin embargo, que se pueda dudar de la condición  laical de estos fieles, ni en sentido  teológico,  puesto  que su  participación en el sacerdocio de Cristo es común y no ministerial, ni en sentido jurídico, ya que la atribución de sus peculiares tareas no modifica los derechos y deberes personales. Las facultades adquiridas por la misión canónica o por el mandato son reconducibles al  "munus",  pero no, al menos en el actual estadio de la legislación canónica, al estatuto personal.

Lo que no puede negarse es que este tipo de actividades no surgen del estatuto personal del laico; pero ello no puede llevar a una concepción rígida de la teoría del estatuto personal en el ordenamiento de la Iglesia. En la Constitución Lumen Gentium se dice: "Los que recibieron el orden sagrado, aunque algunas veces pueden tratar asuntos seculares, incluso ejerciendo una profesión secular, están ordenados principal y directamente al sagrado ministerio" [79]. Pues bien, del mismo modo que la destinación principal y directa al sagrado ministerio no excluye necesariamente el ejercicio de una profesión secular, la destinación principal y directa del laico a la santificación de las realidades terrenas, no excluye tampoco excepcionales intervenciones en las tareas eclesiásticas.

Sin embargo la excepcionalidad de estas tareas se manifiesta claramente en que la atribución a un laico  de la  "missio canonica" sólo puede hacerse por su libérrima aceptación, y cualquier  invitación de la Jerarquía debe ser respetuosa con el derecho a vivir con plenitud la vocación laical [80] Pero quizás no esté de más recordar en este momento de la historia de la Iglesia en que se ha encontrado el sentido genuino de la misión del laico, que sería muy dudosa la conducta del que por un prurito de laicidad se negara a suplir al clero cuando, por persecución o escasez  de  ministros  sagrados,  estuviera en peligro la acción redentora de la Iglesia. En fin de cuentas, toda consideración de estado cede ante las exigencias que radican en la unidad del Pueblo de Dios.

VIII

Quien trate de señalar los rasgos más característicos de la doctrina del Concilio Vaticano II no podrá menos que destacar dos aspectos, íntimamente relacionados entre sí, cuya formulación puede parecer paradójica.

Por una parte, en todos los documentos conciliares late  una visión de la Jerarquía eclesiástica eminentemente religiosa; es evidente el deseo del Concilio de que el poder entregado por Cristo a la Iglesia sobrenatural por su origen  y por su fin, se ejerza exclusivamente para la salvación de las almas.

Pero, por otra parte,  jamás se ha  mostrado la  Iglesia  tan  abierta a los problemas del mundo, porque sabe que todas las realidades terrestres y todos los afanes humanos tienen una dimensión sobrenatural.

Y es que, en fin de cuentas, la Iglesia del Vaticano II se ha encontrado, como era inevitable que ocurriese, con esa tensión entre lo espiritual y lo temporal, que ha atormentado a lo largo de la historia a muchos espíritus.

La Iglesia tiene el deber de respetar la autonomía  de lo temporal; pero, al mismo tiempo, está llamada a decir al mundo que para todos los problemas tiene la ley divina una orientación.

La Constitución pastoral Gaudium et Spes, siguiendo la línea de las Encíclicas de los últimos  pontífices,  ha  proclamado el papel que al Magisterio de la Iglesia compete en relación con las cuestiones temporales y lo ha ejercido de hecho, ofreciendo una síntesis de los principios fundamentales de la doctrina de la Iglesia acerca de los grandes problemas de la sociedad, la cultura, la política  o el desarrollo económico. En cambio, ha procedido con extraordinaria sobriedad a la hora de recordar la potestas Ecclesiae in temporalibus y ha pedido a los clérigos que no pretendan ofrecer siempre soluciones concretas sobre los problemas del mundo por no ser esa su misión [81].

En cambio, ha proclamado que a la conciencia bien formada del laico "toca lograr que la ley divina quede gravada en la ciudad terrena" [82].

Precisamente porque el laico tiene su misión eclesial dirigida a "ordenar según Dios las cuestiones temporales", ha de estar desprovisto   de  poder  eclesiástico.  Y  en  esta  condición  del  laico,  testigo  de Cristo sin poderes canónicos, tienen la Iglesia y el mundo una garantía contra cualquier riesgo de hierocratismo [83].

El laico oye la voz del Magisterio de la Iglesia, cuya formulación en manera alguna le compete y debe, con plena responsabilidad y  libre de cualquier coacción, resolver a su luz los problemas humanos. Pero para cumplir bien esta misión necesita una doble garantía de libertad: que el Estado no le coaccione en su vida religiosa y que las autoridades eclesiásticas no le coaccionen en sus decisiones temporales.

El Concilio Vaticano II, que en la Declaración Dignitatis Humanae ha pedido a los Estados que tutelen la libertad religiosa de los hombres, ha recordado a los sagrados pastores en la Constitución Lumen Gentium que reconozcan cumplidamente a los laicos, "la justa libertad que les compete en la sociedad temporal" [84].

Pedro Lombardía, en dadun.unav.edu/

Notas:

38.       Cfr. Const. Lumen Gentium, n. 37; Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 24.

39.       Ecclesiam suam, I (A.A.S. 56, 1964, pág. 625).

40.       Vid. especialmente Const. Lumen Gentium, n. 9.

41.       «Ecclesia, ad quam in Christo lesu vocamur orones et in qua per gtatiam Dei sanctitatem acquirimus, nonnisi in gloria coelesti consummabitur, quando adveniet tempus restitutionis omnium (cf. Act. 3, 21) atque cum genere humano universus quoque mundus, qui intime cum homine coniungitur et per eum ad finem suum accedit, perfecte in Christo instaurahitur (cf. Eph. 1, 10; Col 1, 20;  2 Pet.  3, 10-13)» (Const.  Lumen gentium, n. 48).

42.       «Cum autem Ecclesia sit in Christo veluti sacramentum seu signum et instrumentum intimae cum Deo unionis totiusque generis humani unitatis... » (Const. Lumen gentium, n. 1).

43.       «Ad hoc nata est Ecclesia ut regnum Christi ubique terrarum dilatando ad gloriam Dei Patris, omnes homines salutaris redemptionis participes efficiat, et per eos mundus universus re vera ad Christum ordinetur.  Omnis navitas Corporis Mystici  hunc m finem directa apostolatus dicitur quem Ecclesia per omnia  sua membra,  variis  quidem modis, excercet; vocatio enim christiana, natura sua, vocatio quoque est ad apostolatum» (Decrt. Apostolicam Actuositatem, n. 2).

Parece evidente, por tanto, que la doctrina conciliar debe llevar a una noción de apostolado  que  refleje  la  vitalidad,  variedad  y  riqueza  de  esta  realidad  eclesial.  Como es  sabido,  la  doctrina  ha  incurrido  en  una  serie  de  imprecisiones  que  se  explican:   a) por  la  tendencia  a  fijarse  sólo  en   manifestaciones  institucionales   y   asociadas,   dejando en penumbra las derivadas de la dimensión personal  de  la  vocación  sobrenatural  del cristiano,  o  b)  por  ver  prevalentemente  el  apostolado  como  labor  de   cooperación   con  la  Jerarquía  y  no  como  algo  que  puede  derivarse  directamente  de  la  misión  que  cada fiel tiene en la Iglesia,  en  conexión  con  su  dignidad  y  libertad  de  cristiano.  El  concepto de asociación apostólica y los fenómenos de cooperación con el apostolado jerárquico no pueden desdibujar  el  carácter  primario  y  radical  de  la  vocación  al  apostolado  de  todo fiel. Que este tipo de apostolado pueda calificarse de privado, no debe oscurecer la importancia y  radicalidad  de  su  significación  eclesial.  Para el  estado  de  la  cuestión  antes del Concilio y bibliografía vid. N. JUBANY, La misión canónica y el apostolado de los seglares, en «La potestad de la Iglesia» (Barcelona... 1960), págs. 459-526.

44.       Vid. sobre esta cuestión Encl. Ecclesiam suam, II (A.A.S., 56, 1964, págs. 626-636).

45.       Vid. Const. Lumen Gentium, cap. IV y V.

46.       Cfr. Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 4.

47.       Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 19. El fundamento de Derecho natural fue reconocido expresamente en la respuesta de la comisión al «modus» 129 de la elaboración del Decrt. Presbyterorum Ordinis aprobada en la Congregación general del 2-XII-1965: «Non potest negari Presbyteris id quod laicis, attenta dignitate humanae, Concilium declaravit congruum, utpote iuri naturali consenctaneum».

48.       Vid. Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 24.

49.       «Omnibus igitur christifidelibus onus praeclarum imponitur ad laborandi ut divinum salutis nuntium ab universis hominibus ubique terrarum cognoscatur et accipiatur» (Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 3).

50.       «Est in Ecclesia diversitas ministerii, sed unitas missionis. Apostolis eorumque successoribus a Christo collatum est munus in ipsius nomine et potestate docendi, sanctificandi et regendi. At laici, muneris sacerdotalis, prophetici et regalis Christi participles effecti, suas partes in  m1ss10ne  totius  populi  Dei  explent  in  Ecclesia  et  in  mundo» (Decrt.  Apostolicam  actuositatem,  n.  2). Por su parte, la Const.  Lum1;n  ger¡tium  señala : «Sacerdotium autem commune fidelium et sacerdotium ministeriale seu hierarchicum, licet essentia et non gradu  tantum  differant, ad invicem  tamen ordinantur; unum enim et alterum suo peculiari modo de uno Christi sacerdotio participanh (n. 10).

51.       Sobre la noción de secularidad y la génesis de los textos conciliares  sobre  la cuestión vid. A. DEL PORTILLO, El laico en la Iglesia y en el mundo, en «Nuestro Tiempo», 26 (1966), págs. 297-316.

52.       «Laíci officium et ius ad apostolatum obtinent ex ipsa sua cuin Christo  Capite unione. Per baptismum enim corpori Christi mystico inserti, per Confirmationem virtute Spiritus Sancti roborati, ad apostolatum ab ipso Domino deputantur» (Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 3). «Apostolatus autem laicorum est participatio ipsius salvificae missionis Ecclesiae, ad quem apostolatum omnes ab ipso Domino per baptismum: et confirmatíonem deputantur» (Const. Lumen Gentium, n. 33).

53.       Cfr. Decrt. Apostolicam actuositatem, nn. 28 y 29.

54.       Cfr. Decrt. Apostolicam actuositateni, nn. 14 y 32.

55.       Cfr. Const. Sacrosantum Concilium, especialmente n. 14.

56.       Cfr. sobre esta cuestión J. ARIAS, El «consensus communitatis» en la eficacia normativa de la costumbre (Pamplona, 1966).

57.       No parece inútil recordar este aspecto de la cuestión, dada la tendencia a confundir el destino del clero  a los sagrados ministerios  con  una  especie de monopolio  en el cultivo científico de las disciplinas sagradas. Basten dos síntomas para recordar el fenómeno: la actitud poco decidida, adoptada al respecto por un autor tan benemérito en el estudio del laicado como Congar (Jalons..., cit., págs. 428-449) y el hecho frecuentísimo de denominar «Teología para laicos a ciertos cursos o libros de divulgación, en manera alguna adecuados para los laicos especialistas en la materia, y que no serían inútiles para muchos clérigos.

58.       Vid., entre otros, Decrt. Christus Dominus, nn. 10 y 27.

59.       Alloc. 17-11-1950  (A. A.  S., 17,  1950,  pág. 256).           .

60.       «Laici sicut omnes christifideles... Pro scientia, competentia et praestantia quibus pollent, facultatem, immo aliquando et officium habent suam sententiam de iis quae bonum Ecclesiae respiciunt declarandi» (Const. Lumen Gentizlm, n. 37).

61.       Después del Decrt. Inter mirifica del Vaticano II vid. A. BENITO, La Iglesia y la información, en «Nuestro Tiempo», 20 (1964) págs. 67-73

62.       Vid. supra IV e infra VIII.

63.       Cfr. Const. Lumen Gentium, n. 28; Decrt. Christus Dominus, nn. 16 y 30; Decret. Presbyterorum  ordinis, nn. 2, 3, 4 y   9.

64.       Cfr. Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 25.

65.       Vid. Decr. Presbyterorum ordinis, n. 10.

66.       Vid.  Motu  proprio  Ecclesiae  Sanctae  de 6-VIII-1966, I, 4.

67.       Vid. supra V, especialmente nota 47.

68.       Cfr. Const. Gaudium et Spes, cap. 11. «Laicis... Libenter cum hominibus eosdem fines prosequentibus cooperabuntur» (Ibid. n. 43). Cfr. también Decr. Unitatis redintegratio, n. 12.

69.       Vid. Decrt. Apostolicam actuositatem, cap. 11.

70.       Vid. sobre este punto Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 24.

71.       lbid.

72.       «… laici insuper diversis modis ad cooperationem magis immediatam cum aposto latu Hierarchiae vocari possunt... Praeterea aptitudine gaudent, ut ad quaedam  munera ecclesiastica, ad finem spiritualem exercenda, ad Hierarchia adsumantur» (n. 33),

73.       Según la relatio correspondiente al esquema de 1964 de la Constitución conciliar sobre la Iglesia «fautores (del diaconado estable) fere omnes cogitant de duabus categoriis diaconorum,... aut de catechistis, cooperatoribus et huiusmodi, qui etiam nunc efformantur et ab Ecclesia sustentantur (págs. 109-110).

74.       LECLERCQ escribió en 1928, en la revista «Cité Chretienne», estas palabras: «Les dirigeants  d'Action  Catholique  devraient  recevoir  un  ordre  mineur  qui  manifesta­ rait bien qu'ils sont investis dans l'Eglise d'une fonction officielle» (Cit. por A.  ALONSO LOBO, Que es y que no es la Acción Católica, Madrid 1950, pág. 37, nota 36).

75.       Sobre el sentido  de  los  términos  «participación»  y  «colaboración»  en  los  textos pontificios sobre la Acción Católica vid., entre la abundante bibliografía, CONGAR, Jalons... cit., págs. 508-514; ALONSO LOBO, Que es y que no es la Acción Católica, cit., págs. 111-134.

76.       Vid. texto cit. en la nota 47. Aunque el Concilio sólo se ha  referido  a los laicos y a los presbíteros, la misma razón apuntada en la respuesta de  la Comisión  doctrinal es evidentemente aplicable a los clérigos no presbíteros (piénsese en el diaconado estable cuya restauración se prevé en la Const.  Lumen Gentium, n. 29). Y tampoco  puede dudarse de la posibilidad de asociarse, para sus necesidades específicas·, de los laicos que tengan en común haber recibido la «missio».

77.       Cfr. Decrt. Apostolicam actuositátem, nn. 20 y 24.

78.       «... Concilium non proponit definitionem ontologicam laici, se potíus  descriptionem, typologicam (Relatio correspondiente al  esquema  de  1964  de  la  Const.  de Ecclesia; pág. 127 del esquema).

79.       «Membra enim ordinis sacri, quamquam aliquando in saecularibus versari possunt, etiam saecularem professionem exercendo, ratione suae particularis vocationis praecipue et ex professo ad sacrum ministerium ordinantur..., (n. 31).

80.       «Laici sive sponte sese offerentes, sive invitati ad actionem et directam cooperationem cum apostolatu hierarchico... (Decrt. Apostolicam actuositatem, n. 20). El subrayado es nuestro.

81.       Los textos fundamentales  están  recogidos en el n. 76. No es este el lugar adecuado  para analizar la doctrina del  Concilio  Vaticano  II sobre  la  potestas  Eclesie  in temporalibus, tema como es bien sabido particularmente complejo a lo largo de la historia. El estado  de la cuestión  antes del Concilio, con abundantes referencias  bibliográficas, puede encontrarse en el estudio de  A.  DE  LA  HERA,  Posibilidades actuales de la teoría de la potestad indirecta en «Iglesia y Derecho» (Salamanca 1964), págs. 775-800. Teniendo en  cuenta  los  citados  textos  de  la  Const.  Gaudlium  et  Spes,  se  ha  ocupado  de la cuestión V. DE REINA, La teoría de la  potestad  indirecta:  precisiones, en  «VII  Congreso  Internacional  de  Derecho  Comparado,  Ponencias  españolas»  (Barcelona   1966), págs. 7-17.

82.       Texto cit. en la nota 36.

83.       Esta idea ha sido apuntada por DE LA HERA, Posibilidades: cit., pág.: 799-800. Vjd. También las observaciones de DE REINA, La teoría..., cit, págs. 15-17.

84.       Texto  cit.  en  la nota  28.


Pedro Lombardía

I

La sistematización de la doctrina sobre la Iglesia, que ha llevado a cabo el Concilio Vaticano II en la Constitución dogmática Lumen Gentium, nos muestra de manera clara que  para  comprender la función de los fieles hay que conjugar armónicamente los criterios de unidad y de variedad [1]. Unidad de todos los fieles por la común pertenencia al Pueblo de Dios [2],  basada  en  la  participación en el único sacerdocio de Cristo [3]. Variedad,  porque la  riqueza de matices de la vida eclesial exige diversidad de ministerios [4].

Esta doctrina tiene  unas  consecuencias  jurídicas  claras.  Por una parte, todos los fieles son susceptibles de una consideración igualitaria, por lo que se refiere a los derechos  y deberes relacionados con la salvación personal. Pero, al mismo tiempo, es necesario distinguir  las  situaciones  jurídicas  que  están  en  función  de  las distintas  misiones  eclesiales [5].       La  tradicional  afirmación  de  que la Iglesia es una sociedad jerárquica, y por tanto desigual, es rigurosamente exacta, pero insuficiente para  una  visión  completa;  porque no pone de relieve de manera clara ni la responsabilidad que a todos los fieles compete en las tareas eclesiales, ni la consideración inmediata y personal (es decir, previa a  las  facultades  ratione  officii) de los que forman parte de la jerarquía [6]. A un profesor de nuestra Universidad, al Dr. Hervada Xiberta, ha  cabido  el mérito  de formular por vez primera las consecuencias de esta  matización  en la  teoría general del ordenamiento canónico, al poner de relieve las consecuencias jurídicas de la igualdad en relación con los medios de salvación y la desigualdad funcional; es decir, en relación con las diferentes misiones que a los hombres pueden corresponder en el conjunto de las tareas eclesiales [7].

Después del Concilio se hace totalmente imprescindible, para la exacta comprensión de la teoría de los sujetos del ordenamiento jurídico de la Iglesia, distinguir el significado de dos términos que frecuentemente se han utilizado como si fueran sinónimos: fiel  y  laico. El primero es genérico y designa  a  cuantos se integran  en el Pueblo de Dios; el segundo es específico y designa a los que compete una determinada función en la vida de la Iglesia [8].

Esta  distinción  no  tiene  un  alcance  exclusivamente sistemático, sino que, por el contrario, es imprescindible para la comprensión de la función eclesial del laico. Sin ella es muy fácil incurrir en alguno de estos defectos. O tener una visión puramente negativa de los laicos, viendo en ellos simplemente los que no pertenecen a la sagrada jerarquía; o considerar como derechos específicos de los laicos los que a todo fiel corresponden, sea cual fuere su estado o su función en la vida de la Iglesia. Para comprobar que estos errores no son puramente imaginarios basta repasar los escritos eclesiológicos que tanto interesan a la Teología de nuestros días. La eclesiología de corte belarminiano, de la que hemos vivido desde el siglo XVI hasta hace apenas unos decenios, al basar su análisis de la Iglesia en la consideración de la  sagrada  jerarquía  llevaba  inevitablemente a  una visión negativa  del  laicado [9]. Por otra  parte, entre  la doctrina teológica moderna, es frecuentísimo encontrar la  afirmación de  que  la  norma fundamental sobre el estado laical es el c. 682 del Código de Derecho Canónico [10], en el que se proclama el derecho a recibir los auxilios necesarios para la salvación,  como  si fuera  legítimo  privar de los sacramentos a los ministros sagrados [11]

Los laicos tienen en el Pueblo de Dios un ministerio específico, peculiar. Esta función  consiste  en  asumir  las  responsabilidades  en  el orden profesional o social; pero adviértase bien que estas responsabilidades no surgen de  la  condición  de  cristiano,  son  previamente responsabilidades propias, como consecuencia de la inserción del hombre en el conjunto del  género  humano,  en  el  que  ha  de sentirse solidario  en los quehaceres  terrenos  con los  demás hombres,  sean o no cristianos. Sin embargo, en  virtud  de  un  ministerio  que  tienen en el Pueblo de Dios, han de asumir  "sus obligaciones", las  que en todo caso tendrían, con un título  nuevo,  que les da  una  dimensión eclesial y una finalidad redentora: informar  de  espíritu  cristiano todas las realidades terrenas.

Esta concepción positiva y eminentemente  secular  de  los  laicos ha sido propuesta a todos los fieles por el Concilio Vaticano, II  con estas palabras: "Laicorum est, ex vocatione propria, res temporales gerendo et secundum Deum ordinando, regnum Dei quaerere". "Corresponde a los laicos, por su específica vocación,  buscar el reino de Dios, tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales" [12]. En  esta  breve  fórmula  se  encuentra expuesta  la  función del laico en la Iglesia y la raíz de su  propia  misión.  Misión  que tiene un sentido humano y divino, temporal y eclesial a la vez, que lo convierte en el soporte en que se apoya de manera inmediata la  relación entre la Iglesia y el mundo.

II

El género humano sale  de las  manos de Dios  creador  y  llega a la plenitud de los tiempos cuando irrumpe en la historia Dios Redentor. Estos dos momentos  de  la  continua  intervención  divina  en el peregrinar de la humanidad  nos  dan  el sentido  del  diálogo  entre la Iglesia y el mundo.

La Creación da a los hombres la misión de edificar la ciudad terrena y en ella quedan ligados a una empresa común. Esta llamada divina a las tareas temporales resuena en la naturaleza humana y es un título de solidaridad, que la corrupción puede desdibujar, pero de ninguna manera destruir. Cristo nos ganó la vida de  la gracia y abrió los cauces de la participación en la vida divina institucionalizándolos en la Iglesia, proto-sacramento de salvación.

El hombre, por ser de la estirpe de Adán, adquiere unas obligaciones en orden a la edificación de la ciudad  terrena;  por el bautismo y la confirmación queda destinado a dar a este quehacer una dimensión divina. Por el nacimiento  el  hombre  pertenece  al  mundo; por el bautismo se incorpora  a  la  Iglesia,  que  no lo  separa  de los quehaceres terrenos, sino que lo  empuja  a una empresa  -"tratar y ordenar, según Dios, los asuntos temporales" en palabras del Concilio- para la que queda vigorizado por la gracia de la confirmación.

Pero no es ésta la misión de todos los cristianos. Hay unos que por el sacramento del orden son destinados a regir y a servir a los demás guiando, enseñando y santificando. Para ellos pasan a segundo plano las cosas temporales [13], porque han de posponerlas a la alta misión de proporcionar los auxilios de salvación a  los que les ha sido señalada por peculiar vocación "tratarlas y ordenarlas según Dios". Hay otros que son llamados a apartarse del mundo para recordar con su testimonio a los que edifican la ciudad terrena que sólo puede entenderse en plenitud la grandeza de lo temporal si se tiene conciencia de su caducidad y que sólo tiene sentido la vida presente, si en ella sabemos adivinar  la  futura. Los primeros son  los clérigos, que han sido destinados a los divinos ministerios; los segundos son los religiosos que "por su estado -según una bella expresión de la Constitución Lumen Gentium-; dan un preclaro y eximio testimonio de que el mundo no puede ser transfigurado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas" [14].

Clérigos, religiosos y laicos tienen en común su pertenencia al Pueblo de Dios, su participación en la condición de fiel; difieren, en cambio, en el contenido de sus específicas misiones eclesiales.

Esta diversidad de misiones, como  he  tratado, de  poner  de  relieve en otra ocasión [15], lleva consigo una diferencia de estatuto personal, que afecta a su condición jurídica  en la  Iglesia  y en  el mundo.

A la Iglesia, como proto-sacramento de salvación [16] , son aplicables también aquellas palabras con las que el Concilio de Trento definía a los sacramentos particulares; "forma visible de la gracia invisible" [17. Y en cuanto "forma visible" nos aparece como una sociedad humana jurídicamente organizada, que es -en palabras de Semmelroth- la corporización de nuestra unidad sobrenatural con Dios [18]. De aquí que los derechos y deberes que el ordenamiento canónico reconoce y tutela tengan una raíz sacramental y no puedan confundirse con los propios de la ciudad terrena, regulados por el ordenamiento jurídico de la sociedad civil.

El ordenamiento canónico, que -como ha explicado Paulo VI [19]- no  es  un   Derecho  exclusivamente  sacramental,   regula   las relaciones de una comunidad sacerdotal cuya "condición sagrada y orgánicamente constituida  se  actualiza  -como  enseña  el  Vaticano  II­ tanto por los sacramentos como por las virtudes" [20]. En él encuentran una regulación los derechos y deberes de los laicos  en  cuanto  que, como los clérigos y los religiosos, son fieles y, por tanto, están incorporados al Pueblo de Dios. En cambio, en cuanto que están inmersos en los afanes temporales, sus derechos y deberes están regulados por el ordenamiento jurídico de la sociedad civil. Y es importante deslindar ambos órdenes jurídicos: "En razón  de la  misma  economía  de  la  salvación  -se lee en la Constitución Lumen Gentium- los fieles  han  de  aprender  a  distinguir  entre  los derechos y  obligaciones  que  les  corresponden   por  su  pertenencia  a  la Iglesia y aquellos otros que les competen como miembros de la sociedad humana" [21].

Así las cosas, es el momento de  plantearnos  el  problema  central de  esta  lección: ¿En  qué  radica  el  estatuto  jurídico  del  laico en el ordenamiento de la Iglesia? ¿En  qué  sentido  quedan  matizados los derechos y deberes en la sociedad espiritual de  los  que tienen por vocación propia "tratar y ordenar según Dios"  lo  que  afecta al  orden  temporal?  Una  vez  afrontada  esta  cuestión  nos será posible plantear otra particularmente sugestiva: ¿qué papel corresponde al laico en las relaciones entre lo temporal y lo sobrenatural?

III

El tema del estatuto jurídico del laico en el ordenamiento de la Iglesia tiene en nuestros días una extraordinaria actualidad. La revisión del Código de Derecho Canónico obligará a hacerlo objeto de una regulación sin que, por otra parte, los progresos de la ciencia canónica en este punto sean lo suficientemente positivos, para que sea posible al legislador afrontar su tarea con el mínimo de seguridad que proporciona una cierta base doctrinal. Cuando se preparaba el Código de 1917 esta falta de base doctrinal se vio por fortuna acompañada por una falta de interés por la cuestión y el laicado pudo salir incólume del trance, protegido por el silencio legislativo. Ahora el silencio no es posible. El tema  del laicado está en el primer plano de la atención y un clamor  universal  reclama una legislación eclesiástica que regule los derechos y deberes de los laicos [22]. El  riesgo de  esta  coyuntura  es  cabalmente  el  contrario: que la legislación no consiga tener la imprescindible sobriedad  para, sin dejar de regular los derechos y deberes del laico en la Iglesia, no invadir lo que no es propio del Derecho canónico: el problema de los derechos y deberes que hacen referencia a la edificación de la ciudad terrena. El Derecho canónico del futuro habrá de dejar a los seglares pertrechados para defender a  la  sociedad  civil  de  cualquier  suerte  de hierocratismo laical y, al mismo tiempo, inmersos en las  cuestiones temporales, como corresponde a su específica vocación.

¿Cuáles son los principios fundamentales que  han  de  inspirar una legislación canónica sobre los laicos?

En primer lugar es necesario tener en cuenta que una adecuada regulación de los derechos y deberes de los laicos requiere  el marco, de alcance más general que el problema que aquí nos ocupa, de una concepción del ordenamiento canónico como el Derecho  del  Pueblo de Dios. A este fin es necesario que el Derecho positivo del futuro establezca un equilibrio oportuno entre los derechos y deberes personales (a partir de la consideración de la dignidad de la persona humana y de  su  llamada  al  orden  sobrenatural, independientemente de cuál sea su específica misión eclesial) y la  de la  regulación  de los problemas que plantea el ejercicio del poder pastoral. Difícilmente podrá marcarse el acento sobre el sentido de servicio que debe matizar la titularidad de las facultades basadas en el desempeño de misiones pastorales, si al mismo tiempo  no se  tutelan  sinceramente los derechos que les corresponden como personas y como fieles a los llamados a  ejercerlos.  En  este sentido difícilmente se podrá  lograr el criterio de plena disponibilidad de los presbíteros  para  sus Obispos que postula el  Decreto  Christus  Dominus,  si  al  mismo  tiempo no se garantizan, incluso frente a la potestad episcopal, los derechos personales reconocidos a los sacerdotes en  el  Decreto  Presbyterorum Ordinis; lo mismo ocurre,  en el caso de los religiosos,  por lo que se refiere a la relación entre el Decreto Perfectae  Caritatis  y  el capítulo VI de la Constitución Lumen Gentium. Por otra parte no cabe esperar que surja vigorosamente el clima de diálogo, a cualquier nivel, entre gobernantes y gobernados, si no se establece un eficaz sistema de garantías del súbdito, frente al  riesgo  de  desviación o abuso de poder por parte de los que están constituidos en potestad. Este tipo de cuestiones que afectan a la dignidad  de la  persona humana presentan una vertiente común a todos cuantos se agrupan en el Pueblo  de  Dios  que  "tiene  por  condición  la  libertad y dignidad de los hijos de Dios" [23] y difícilmente podrán obtener las matizaciones específicas de los derechos propios del estatuto personal, si previamente no se han sentado firmemente las bases comunes en la  consideración  genérica  de los derechos del  fiel.

En nuestros días se ha popularizado la afirmación de que la eclesiología tradicional era sólo una "hierarcología" y se ha  visto  en ello un obstáculo para la comprensión del papel del laicado en la Iglesia [24]. No parece que pueda discutirse el fundamento de la afirmación, pero sí el limitado alcance que se atribuye a sus consecuencias. Esta cuestión no afecta sólo al laicado, sino a todos los fieles, que sea cual fuere su misión eclesial esperan ver atendidos los derechos que enlazan directamente con su condición de personas humanas y de  bautizados [25]. Su  rectificación  en  el  plano  teológico  y jurídico será beneficiosa para todos. Para clérigos y religiosos que verían reconocida su dignidad humana en la base de su alta misión, y sin necesidad de atrincherarse en ella, con el  riesgo  de  ser  obstáculo para la organización de la acción pastoral. Para los laicos, cuyos derechos peculiares  encontrarían  muchas  menos  dificultades   para el reconocimiento y tutela, si el Derecho canónico reflejara en su conjunto las exigencias de la totalidad del Pueblo de Dios, en vez de tener que abrirse paso en un sistema normativo caracterizado por un innegable clericalismo [26].

Pero el tema de nuestra lección no es la consideración del ordenamiento canónico como Derecho del Pueblo de Dios, ni la de los derechos y deberes comunes  a  todos  los  fieles,  sino los específicos de los laicos. Estos últimos, evidentemente, dimanan de la  misión que les compete de "tratar y ordenar, según Dios, los asuntos temporales". Y en relación con ella es necesario subrayar tres principios fundamentales: libertad en  la  acción  temporal,  responsabilidad  en la consecución del fin de la Iglesia y adecuación de la atención pastoral a las exigencias de la vida en el mundo. Analicémoslos separadamente.

IV

Por lo que se refiere al primero de ellos el Concilio ha establecido al respecto dos claras directrices: "Los sagrados  pastores,  por su  parte  -se   lee  en  la  Constitución  Lumen  Gentium-, reconozcan y promuevan la dignidad y responsabilidad de los laicos  en la  Iglesia" [27]. Y casi a continuación: "Y reconozcan cumplidamente los pastores la justa libertad que a todos compete dentro de la sociedad temporal" [28].

El reconocimiento de la dignidad y responsabilidad  de los laicos en la Iglesia y el de la libertad en el orden temporal son, sustancial mente, dos únicos aspectos de la cuestión. Porque,  aparte  el  deber que a los Sagrados Pastores  compete  de defender  con su  enseñanza la libertad de todos los hombres -no sólo  la  de  los  fieles-  en  el orden temporal [29] , el  reconocimiento  de  la  libertad  de  los laicos  en lo temporal que la Constitución Lumen Gentium pide a los Obispos hace indudablemente referencia al ejercicio del poder pastoral y, por tanto, afecta al orden  interno  de la  Iglesia. De  aquí  el deber  de la Jerarquía, que puede concretarse en  normas  de  derecho  positivo, de reconocer y promover el principio según el cual los laicos al  "tratar y ordenar, según  Dios,  las cuestiones  temporales"  no  realizan una labor ejecutiva de unas directrices jerárquicas, ni mucho menos algo para lo que sea necesario un "mandato", sino que a ellos compete, con plena autonomía y personal responsabilidad traducir en realizaciones temporales las exigencias de su fe, correspondiéndoles tanto la formulación de los criterios profanos que han de inspirar el obrar, como adoptar las decisiones propias de su actuación  sin  ningún tipo de mandatos, vigilancias o tutelas. Esto lleva consigo unos deberes negativos, de omisión, que pesan sobre la Jerarquía y sobre cuantos con ella cooperan -incluidos los laicos que actúen con mandato jerárquico-,  de  no  incluir  en  el ejercicio  de la  misión  de regir o enseñar a los fieles cuestiones de índole temporal; es decir, decisiones políticas, sociales, económicas o técnicas u op1mones o conclusiones que sean fruto del cultivo de saberes o de aplicación de métodos que deban considerarse profanos [30].

Todo esto, que se presenta claro en lo que afecta al reconocimiento, puede plantear mayores dificultades cuando se  trate de aplicar por la jerarquía y sus  cooperadores  en sentido más o menos lato el deber que les señala el Concilio de "promover la dignidad y responsabilidad de los laicos en la Iglesia". En el  terreno  de lo temporal esta promoción no debe celar una tutela. La Jerarquía debe pro­ mover el cumplimiento por parte de los laicos de su función en el mundo, pero en manera alguna  le compete  ni  la  determinación  de  la ocupación temporal que cada laico debe escoger ni las modalidades de su ejercicio, ni procurarle  la  formación  profesional  necesaria. De aquí que cuando la Iglesia reclama la facultad de promover centros de enseñanza para la formación  en  las  disciplinas  profanas no trata de abrir paso al ejercicio de su poder pastoral, sino que exige un derecho de libertad que, además de a la Iglesia, compete a la familia y a otros grupos sociales y ofrece estos centros a quienes quieran formarse en ellos, pero nunca los impone en virtud de la disciplina eclesiástica.

Este deber de la Jerarquía -con el correlativo derecho de autonomía que compete a los laicos- está en estrecha relación con un aspecto de las relaciones clérigos-laicos, al  que  el  Concilio  Vaticano II ha dado renovada actualidad; a saber, las  surgidas en  el ejercicio de una misma profesión. Como es sabido, el Concilio prevé la posibilidad de que los que recibieron el orden sagrado puedan algunas veces tratar los asuntos temporales, incluso ejerciendo una profesión secular [31]. Desde el punto de vista de los principios básicos del estado clerical esto es perfectamente coherente y no supone una radical novedad, sino, simplemente, un estadio de la evolución de la disciplina eclesiástica en la búsqueda de una coherencia entre las normas "de vita et honestate clericorum", según una expresión de venerable  tradición  canónica,  y la  misión  a la  que los clérigos están destinados [32]  Pero hay  algo  que  debe  quedar  muy  claro  al  respecto.

Los clérigos, en el ejercicio de una profesión o de  cualquier  actividad que suponga "tratar los asuntos temporales", no gozan  de ninguna especial preeminencia derivada de su sacro ministerio,  que pueda suponer una limitación de la libertad de los laicos " [33].

El principio de la libertad de los laicos en lo temporal tiene su fundamento más profundo en una correcta concepción de las relaciones entre la Iglesia y el mundo. No es la Iglesia la que edifica la ciudad terrena, ni la que coloca a los que la componen en su adecuado lugar. Son la generación natural y las relaciones sociales, las que generan los vínculos de nación, familia, amistad o profesión, los cuales conservarán siempre, esa  "legítima  laicidad"  de  que  habló Pío XII refiriéndose al Estado [34], pero de la que participan también todas las tareas humanas de las que el hombre es capaz  por su  propia naturaleza.

La Iglesia se encarna en el mundo en la  medida en que lo están los hombres a los que agrupa, "los cuales  no  nacen  (a su  condición de fieles)  de la  sangre,  ni de la  voluntad  de la  carne, ni  de querer de hombre,  sino que  nacen  de  Dios" [35].  Es cierto  que está  llamada a influir sobre las estructuras humanas; por eso es contenido de la vocación específica del laico: "ordenar las cosas temporales según Dios". Pero esta ordenación ha de ser  realizada  con  una  radical  autonomía [36].   El  hecho de que los laicos  no pertenezcan  a  la  sagrada jerarquía no quiere decir que su misión eclesial específica consista en ejecutar en la ordenación de lo temporal los proyectos  de la  "Ecclesia Regens". La razón  es mucho  más profunda: los laicos  no tienen  en la Iglesia una misión de poder, porque su tarea específica no tiene  un sentido jerárquico, ya que la Iglesia no gobierna las estructuras temporales. Los laicos tienen también una misión que cumplir de significación exclusivamente eclesial [37] ; es  más,  hay  ocasiones  -como después veremos- en  las  que  los  laicos  pueden asumir  tareas con mandato  de la  Jerarquía,  pero en este caso  no se trata  de cuestiones temporales.

Pedro Lombardía, en dadun.unav.edu/

Notas:

1.       «Ecclesia  sancta,  ex  divina  institutione,   mira  varietate   ordinatur   et  regitur» (n. 32). «Sic, in varietate orones testimonium perhi:bent de mirabili unitate in Corpore ChristiB (Ibid.).

2.         «Unus est ergo Populus Dei electus: unus Dominus, una fides, unum baptisma (Eph. 4, 5); communis dignitas membrorum ex eorum in Christo regeneratione, communis filiorum gratia, communis ad perfectionem vocatio, una salus, una spes indivisaque caritas. Nulla igitur in Christo et in Ecclesia inaequalitas, spectata stirpe vel natione, condicione sociali vel sexu, quia non est ludaeus· neque Graecus, non est servus neque liber, non est masculus neque femina. Omnes enim vos «unus estis in Christo lesu (Gal. 3, 28 gr.; cf. Col. 3, 11)» (Ibid.).

3.         «Baptizati enim, per regenerationem et Spiritus Sancti unctionem consecrantur in donum spiritualem et sacerdotium sanctum... » (n.10). Refiriéndose al Pueblo de Dios, afirma la cit. Constitución del Vaticano II: «A Christo in communionem vitae, caritatis et veritatis constitutus, ab Eo etiam ut instrumentum redemptionis omnium adsumitur, et tamquam lux mundi et sal terrae (cf. Mt.  5, 13-16),  ad  universum  mundum emittitur» (n. 9).

4.         «Si igitur in Ecclesia non orones eadem via incedunt, orones tamen ad sanctitatem vocantur et coaequalem sortiti sunt fidem in iustitia Dei (cf. 2 Pet. 1, 1). Etsi quidam ex voluntate Christi ut doctores, mysteriorum dispensatores et pastores pro aliis constituuntur, vera támen inter orones viget aequalitas ... ipsa enim diversitas gratiarum ministrationum et operationum filios Dei in unum colligit..., (n. 32). El Decreto Apostolicam actuositatem dice al respecto: «Est in Ecclesia diversitas ministerii, sed unitas missionis» (n. 2).

5.         Cfr. sobre esta cuesti6n: P. LOMBARDÍA, El estatuto personal en el ordenamiento canónico,  en  «Aspectos  del  Derecho   Administrativo   Canónico»   (Salamanca   1964), págs. 54-58.

6.         Esta  distinción  aparece  insinuada  en  Bernardo  de  Pavía  y  en  la  glosa  ordinaria de las Decretales  de  Gregorio  IX,  vid.:  P.  LOMBARDÍA,  La  sistemática  del  Codex y su posible adaptación, en «Teoría general de la adaptación del Código  de  Derecho Canónico» (Bilbao 1961), págs. 218-229.

7.         Cfr.: Fin y características del ordenamiento canónico, en «Ius Canonicum» 2 (1962). págs. 100-102; y posteriormente: El ordenamiento canónico. 1 Asvectos centrales de la construcción del concepto (Pamplona 1966), págs. 271-274.

8.         Fieles son todos los que forman parte del Pueblo de Dios; es decir, los bautizados. Los no bautizados, sin embargo, según ha precisado el Vaticano II en  la Const. Lumen gentium, «variis modis pertinent vel ordinantur» a la  unidad  católica del Pueblo de Dios (n. 13). A todos los fieles, sin distinción de misiones eclesiales o estados, se refiere el cap. 11 de la citada Const.; en cambio, el cap. IV trata específicamente de los laicos. Como es sabido, la distinción de las materias tratadas en estos capítulos se hizo fundamentalmente con el propósito de señalar la diferencia entre la consideración unitaria de todos los que peregrinan en el Pueblo de Dios y la de los laicos, considerados como fieles que tienen una peculiar significación en la vida de la Iglesia.  Para  un  estudio  de  la  génesis   de  la  Constitución   Lumen   Gentium,  vid.: U. BETTI, Crónica  de la Constitución,  en  «La  Iglesia  del  Vaticano  lb,   obra dirigida por G.  Baraúna,   trad.  española   (Barcelona   1966),   vol.  1,   págs.   145-170;   CH. MoELLER, Fermentación   de  las  ideas  en  la  elaboración   de la Constitución,  ibid., págs. 171-204; B.  KLOPPENBURG,  Votaciones   y   últimas  enmiendas   de   la  Constitución,  ibid.,  espec. págs. 207-208.

9.         Cfr.: Y. M.-J. CONGAR,  Jalons  pour une théologie  du  laicat, 2. ed. (París 1954) págs. 64-79.

10.       Vid., por ejemplo: A. SUSTAR, El lai::o en la Iglesia, en «Panorama de la Teología actual>, trad. española (Madrid 1961), pág. 650.

11.       Esta imprecisión, en la que incurría la redacción del cit. c. 682, ha sido superada por la Const. Lumen gentium: «Laici, sicut omnes christifideles, ius habent ex spiritualibus Ecclesiae bonis, verbi Dei praesertim et sacramentorum adiumenta a sa:ris Pastoribus abundanter accipiendi...» (n. 37). El subrayado es nuestro. Es  de  notar  también la superación del criterio minimalista que caracteriza al c. 682 del C.l.C.: «spiritualia bona et potissimum adiumenta ad salutem necessaria.

12.       Const. Lumen Gentium, n. 31.

13.       Cfr. Const. Lumen gentium, n. 31.

14.       «... dum religiosi suo statu praeclarum  et  eximium  testimonium  reddunt,  mundum tranfigurari Deoque  offerri  non  posse  sine  spiritu  beatitudinum,  (n.  31). Cfr.  también el cap. V de la cit. Const. Conciliar y el  Decreto  Perfectae  caritatis. Sobre  los  religiosos en la doctrina  del  Vaticano  II  vid.:  O. ROUSSEAU,  La  constitución  en el  cuadro de los movimientos renovadores de técnica y pastoral de las últimas décadas, en «La Iglesia  del  Vaticano  11»,  cit.  vol.  1,  págs.  139-141;  R.  SHULTE,  La  vida  religiosa como signo, Ibid.  vol. 2, págs. 1091-1122;  J. DANIEL0U,  Puesto  de los religiosos  en la estructura de la Iglesia, Ibid., vol. 2, págs. 1123-1130;  G. HUYGHE,  Las relaciones entre obispos y religiosos, Ibid., vol. 2, págs. 1131-1139; J. L. ACEBAL, Características del capítulo «De religiosis» de la constitución «Lumen gentium», en «Salmaticensis,, 12 (1965), págs. 614-639;  A. BONI, I religiosi nella  dottrina del Concilio Ecuménico Vat. II (Roma  1966).

15.       El estatuto personal..., cit., págs. 54-66.

16.       Vid. sobre esta cuestión O. SEMMELROTH, Die Kirche  als  Ursakrament  (Frankfurt 1955); ID., Gott und Mensch in Begegnung (Frankfurt 1956); K. RAHNER, Kirche und Sakrament, en «Geit'Leben», 28 (1955), págs. 434-453.

17.       Sess. XIII, cap. 3, De Eucharistia.

18.       Cfr.: Die Kirche als «sichtbare Gestalt der unsichtbaren  Gnade», en  «Schol», 28 (1953), págs. 23-39.

19.       «Multo minus consentire quis potest cum... iis qui defendere velint  naturam Ecclesiae adversari naturae iuris, esse videlicet tantum «ius  sacramentale», quo administratio Sacramentorum regatur, Hierarchiam vero solum esse prout ad illorum administrationem sit_ necessaria» (Allocutio ad E.mos Patres Cardinales et ad Consultores Pontificii Consilii Codicis Iuris Canonici recognoscendo, 20-III-1965;  A.A.S.,  57,  1965, pág. 987).

20.       «Indolis sacra et  organice  exstructa  communitatis sacerdotalis et  per  sacramenta et per virtutes ad actum deducitur» (Const. Lumen gentium, n . 11).

21.       Propter ipsam oeconomiam salutis, fideles  discant  sedulo  distinguere  inter iura et officia quae eis incumbunt, quatenus Ecclesiae aggregantur, et ea quae eis competunt, ut  sunt  humanae  societatis  membra. Utraque inter se harmonice consociare satagent, memores se, in quavis re temporali, christiana conscientia  duci  debere, cum nulla humana activitas, ne in rebus temporalibus quidem, Dei  imperio  subtrahi  possit. Nostro autem tempere maxime oportet ut distinctio  haec  simul  et  harmonia quam clarissime in modo agendi fidelium elucescant, ut missio Ecclesiae particularibus mundi hodierni condicionibus plenius respondere valeat. Sicut enim agnoscendum est terrenam civitatem, saecularibus curis iure addictam propriis regi principiis, ita infausta doctrina, quae societatem, nulla habita religionis ratione, exstruere contendit et libertatem religiosam civium impugnat et eruit, merito reiicitur» (Const. Lumen gentium, n. 36). Vid. sobre esta cuestión: A. lBAÑEZ, J. M. SETIEN, Los laicos en la Constitución «Lumen Gentium» del Concilio Vaticano 11, en «Salmanticensis» 12 (1965), págs. 588-606.

22.       Buena prueba de ello  es  el  número  elevadísimo  de obispos  y  prelados  que,  en los votos elevados antes de la celebración del Concilio Vaticano II,  pidieron  que  se concretara la doctrina sobre el laicado, la función del laico en la Iglesia, sus derechos Y deberes, etc. Acta et documenta Concilio Oecuménico Vaticano ll apparando, series I, appendix vol. 11, pars. 1, págs. 755-794.

23.       «Populus ille messianicus habet pro... conditione dignitatem libertatemque filiorum Dei.... (Const. Lumen Gentium, n. 9).

24.       En la difusión de este punto de vista ha sido decisiva la influencia de  Y.  M. CONGAR, Jalons... cit., especialmente, págs. 64 ss.

25.       La Const. Lumen Gentium ha ofrecido en un luminoso texto las bases  teólogicas para el problema jurídico apuntado: «Laici igitur sicut ex divina  dignatione  fratrem habent Christum, qui cum sit Dominus omnium, venit tamen non ministrari sed ministrare (cfr. Matth. 20, 28), ita etiam fratres habent eos, qui in sacro ministerio positi, auctoritate Christi docendo et santificando et regendo familiam Dei ita pascunt, ut mandatum novum caritatis ab omnibus impleatur. Quocirca pulcherrime dicit S. Augustinus: «Ubi me terret quod vobis sum, ibi me consolatur quod vobiscum sum. Vobis enim sum episcopus, vobiscum su'm christianus. Illud est  nomen  officii,  hoc  gratiae; illud periculi est, hoc salutis» (n. 32).

26.       Vid. A. PRIETO, Los derechos subjetivos públicos en la Iglesia, en «Iglesia y Derecho»  (Salamanca  1965), págs. 325-361.            

27.       «Sacri vero Pastores laicorum dignitatem et responsabilitatem in Ecclesia agnoscant et promoveant... » (n. 37).

28.       «lustam autem libertatem, quae omnibus in civitate  terrestri  competit,  Pastores observanter agnoscent» (Ibid.).

29.       Cfr. Const. pastoral Gaudium et spes, especialmente nn. 41, 42, 73-76; Declar. Dignitatis humanae.

30.       El  Concilio  Vaticano  II  ha  expuesto  esta  doctrina  en  diversos  lugares,  especialmente en la Constitución pastoral Gaudium et Spes. Refiriéndose concretamente a  la política el citado documento conciliar dice expresamente: «Modi vero concreti, quibus communitas politica propriam compagem et  publicae  auctoritatis  temperationem  ordinat, varii esse possunt  secundum  diversam  populorum  indolem  et  historiae  progressum»  (n. 74). Explicando el sentido de este texto, la Instrucción  del  episcopado  español  de  29  de junio de 1966 añade: Determinar esas modalidades corresponde a  la  ciencia  y  a  la prudencia  políticas,  no  a  la  autoridad  de  la  Iglesia»  (In;  Cfr.  «Ecclesia»  26   (1966), pág. 977.

31.       La Const. Lumen gentium admite que los clérigos «aliquando in saecularibus versari possunt, etiam saecularem professionem exercendo» (n. 31); a su vez, el Decrt. Prcsbyterorum Ordinis, refiriéndose a las tareas que pueden llevar a cabo  los  presbíteros, se expresa en estos términos: «... scientiae investigandae aut tradendae operam conferant, sive etiam manibus laborent, ipsorum operariorum, ubi id probante quidem competenti Auctoritate expedire videatur, sortem participantes... » (n. 8).

32.       32 Vid. P. LOMBARDÍA, El estatuto personal en el ordenamiento canónico, en «As­ pectos del Derecho Administrativo Canónico», (Salamanca 1964), págs. 54-61.

33.       Por lo que se refiere a las relaciones entre los presbíteros  y  los  laicos  cfr. Decrt. Presbyterorum ordinis, n. 9. El Concilio, en el loe. cit., aconseja a los presbíteros: «Iustam etiam libertatem , quae omnibus in civitate terrestri competit, sedulo in honore habeant». Este respeto  a la libertad  en lo temporal  exige,  ante todo, que los ministros sagrados no utilicen el lugar de honor que les corresponde en la Iglesia para influir sobre las opiniones temporales de los laicos.

Vid. G. HERRANZ, ll sacerdote e la vocazione specifica dei laici, en «Studi cattolich n. 67 (octubre 1966), págs. 14 ss.

34.       Vid. las reflexiones de L. BENAVIDES, La legítima laicidad del Estado, en «Nuestro Tiempo,, n. 50 (1958), págs. 144 ss.

35.       Ioann. 1, 13.

36.       «Laicis proprie, etsi non exclusive, saecularia officia et navitates competunt. Cum igitur, sive singuli sive consociati, ut cives mundi agunt, non solum leges proprias uniuscuiusque disciplinae servabunt, sed veram peritiam in illis campis sibi comparare studebunt. Libenter cum hominibus ecsdem fines prosequentibus cooperabuntur. Agnoscentes exigentias fidei eiusque virtute praediti, incunctanter, ubi oportet, nova incepta excogitent atque ad effectum deducant. Ad ipsorum conscientiam iam apte formatam spectat, ut lex divina in civitatis terrenae vita inscribatur. A sacerdotibus vero laici lucem ac vim spiritualem expectent. Neque tamen ipsi censeant pastores suos semper adeo peritos esse ut, in omni quaestione exsurgénte, etiam gravi, solutionem concretam in promptu habere queant, aut illos ad hoc missos esse: ipsi potius, sapientia christiana illustrati et ad doctrinam Magisterii observanter attendentes, partes suas proprias assumant.

Pluries ipsa visio éhristiana rerum eos ad aliquam determinatam solutionem in qui­ busdam rerum adiunctis inclinabit. Alii tamen fideles, non minore sinceritate ducti, ut saepius et quidem legitime accidit, aliter de eadem re iudicabunt. Quodsi soiutiones hinc unde propositae, etiam praeter partium intentionem, a multis facile conectantur cum nuntio evangelico, meminerint oportet nemini licere in praefatis casibus pro sua sententia auctoritatem Ecclesiae sibi exclusive vindicare. Semper autem colloquio sincero se invicem illuminare satagant, mutuam caritatem servantes et boni communis imprimís sollicifü (Const. Gaudium et spes, n. 43).

La Instrucción del Episcopado español de 29 de· junio de. 1966, glosando el segundo párrafo del texto transcrito, se expresa en estos términos: «Por  intensa  y  aún  laudable que sea la adhesión de cada uno a su propia opinión, nadie le atribuya  valor  tan  absoluto que la identifique con la doctrina del Evangelio y de la Iglesia, ni pretenda excluir otras opiniones legítimas con una especie de monopolio de la verdad. Y más adelante: «La fidelidad a la doctrina de la Iglesia obliga a procurar sincera y cordialmente convertirla en realidad en la vida social estudiando fórmulas de aplicación. La misma fidelidad nos veda identificar con ella nuestras fórmulas, aunque estén constituidas con textos fragmentarios de la documentación pontificia y conciliar»  (1, 5); cfr. «Ecclesia», 26 (1966) pág. 976.

El Concilio ha señalado además que la: autonomía de lo temporal se basa en la voluntad de Dios: «Si per terrenarum rerum autonomiam intelligimus res creatas et ipsas societates propriis legibus valoribusque gaudere, ab homine gradatim dignoscendis, adhibendis et ordinandis, eamdem  exigere  omnino  fas est: quod  non solum  postulatur 2b hominibus nostrae aetatis, sed etiam cum Creatoris voluntate congruit. Ex ipsa enim creationis condicione res universae propria firmitate, veritate, bonitate propriisque  legi­ bus ac ordine instruuntur, quae horno revereri debet, propriis singularum scientiarum artiumve methodis agnitis» (Const. Gaudium et spes, n. 36).

Comentando este texto, ha escrito HERVADA: «Desde el punto de vista de  las  relaciones entre sociedad civil e Iglesia este texto tiene una  notable  importancia,  porque hasta ahora estas relaciones se situaban prevalentemente en la línea de la distinción e independencia de poderes; el Concilio en cambio va más lejos  al extender  esa  autonomía a toda la vida y a toda la realidad de la ciudad terrena. La sociedad civil, por responder a la naturaleza humana, tiene una firmeza, una verdad, una bondad, unas leyes propias y un orden otorgado por el mismo Dios. Y son una firmeza, una verdad, una bondad y unas leyes naturales (no de orden  sobrenatural), que existen  y  se  mueven  en  el plano de la naturaleza, común a todos los hombres. Pero  el  Concilio  advierte  algo más: esa autonomía responde a la voluntad de Dios, que así lo ha dispuesto en sus inescrutables designios, y el hombre está obligado a respetarlo» (Diálogo sobre España y  el Catolicismo, en  «Palabra»,  n.0     16, diciembre 1966,  pág. 4).

37.       «Laici vero, qui in tota vita Ecclesiae actuosas partes gerendas habent, non solum mundum spiritu christiano imbuere tenentur, sed etiam ad hoc vocantur ut in omnibus, in media quidem humana consortione, Christi sint testes» (Const. Gaudium et spes, n. 43).

Pedro Rodríguez

La estructura de la Iglesia

San Juan Pablo II, siendo Arzobispo de Cracovia, escribió:

"Podríamos de alguna manera decir que la doctrina del sacerdocio de Cristo y de la participación en él es el mismo corazón de las enseñanzas del último Concilio, y que en ella se encierra de algún modo cuanto el Concilio quería decir acerca de la Iglesia, del hombre y del mundo"[1].

Estas palabras muestran una penetración inusual en las enseñanzas del Vaticano II, dirigiéndonos, en efecto, hacia el núcleo mismo de la antropología cristiana propuesta en el Concilio y de la misión que el hombre cristiano tiene en el mundo. Pero, como dice el Papa, no es sólo la existencia cristiana la que desde aquí recibe toda su luz, sino que se ilumina a la vez, inseparablemente, el ser de la Iglesia. No cabe, en efecto, una comprensión de lo que es ser cristiano que no vaya unida a una simultánea comprensión del misterio de la Iglesia. Ser cristiano y ser in Ecclesia son dos maneras de nombrar una misma y única realidad. Quizá el más grande error de la modernidad haya consistido precisamente en tratar de construir un cristianismo sin Iglesia y, como consecuencia —en los tiempos "post-modernos"—, una Iglesia desvinculada de Cristo.

En el presente trabajo —tal como aparece formulado en el título— me propongo considerar el significado que, para la comprensión de la estructura de la Iglesia, tiene el hecho de que el único y definitivo sacerdocio de Cristo se participe en la Iglesia bajo una doble forma y modalidad, que el Vaticano II llama "sacerdocio común de los fieles" y "sacerdocio ministerial o jerárquico".

Punto de partida, pues, de cuanto me propongo decir, es el hecho mismo —atestiguado por la Escritura y la Tradición— de la doble participación y, de alguna manera, el contenido sacerdotal de esas dos formas de participar el sacerdocio, aunque este contenido deberá ser considerado y elaborado una vez y otra en orden a la reflexión estructural pretendida.

1. Comunidad y estructura en el originen de la Iglesia [2].

La sociedad que es la Iglesia está hecha por sus miembros, se compone de los cristianos, de los hombres y mujeres concretos que son miembros del Cuerpo de Cristo, ciudadanos del Pueblo de Dios. Pero la Iglesia no es un mero agregado o conjunto de personas que, por afinidad de ideas, se congregan en un primer momento multitudinario, para auto-donarse después una organización estructural (por su propia naturaleza, cambiante con el cambio social, permaneciendo en todo caso los elementos genéricos de toda sociedad). Ni es tampoco una comunidad de lazos invisibles que, por un proceso de asimilación de formas históricas de la cultura, adquiere estructura societaria.

Tanto en un caso como en otro estaríamos ante una concepción de la Iglesia que separa la comunidad de personas de la correspondiente estructura social, siendo aquélla la "verdadera" Iglesia y viniendo la estructura a ser, en rigor, una "superestructura", por emplear el término de la sociología (marxista).

Pertenece, en cambio, al misterio de la Iglesia el que ésta, en su fase terrena, sea a la vez comunidad y estructura social o institución. Este "a la vez" no excluye sólo la prioridad cronológica —primero la comunidad, luego la sociedad—, sino la mera yuxtaposición de ambas —la institución o estructura junto a la comunidad—, siquiera radique esa yuxtaposición en la positividad de una voluntad divina fundacional que lo ha establecido así. Por el contrario, la simultaneidad de que hablamos incluye a la comunidad y a la estructura como dimensiones de una única realidad que es el sacramento de la Iglesia. La Ecclesia in terris, en efecto, es siempre comunidad de hombres y, en la misma medida que lo es, es siempre comunidad dotada de una estructura social. Nunca se da aquélla sin ésta, y ésta sólo existe en aquélla. Esto es lo mismo que decir que ambas dimensiones son de origen divino y que lo son como dimensiones o momentos de una única realidad, no como magnitudes autónomas y sustantes. Esto se explica por el origen cristológico-pneumatológico de la Iglesia.

En efecto, la Iglesia es siempre —y no sólo en su origen histórico— una convocación-congregación que realiza Dios por Cristo en el Espíritu Santo; y las personas llamadas-congregadas lo son para formar una comunión que tiene una determinada estructura de origen igualmente divino. Dios es el que llama y congrega a los hombres, y Dios es el que establece de una vez por todas la manera propia de la convocación-congregación que Él realiza. Esa manera propia, permanente y trascendente, de llamar y congregar se patentiza en la estructura de la Iglesia, encarnada siempre en personas concretas, pero que trasciende a las personas llamadas y congregadas. Ese carácter de permanencia y trascendencia que tiene la estructura de la Iglesia respecto de las personas, sin ser en concreto distinta de ellas, es el que permite hablar de la Iglesia como institución.

La actualidad permanente del Dios que llama y congrega en Cristo por la acción del Espíritu Santo se expresa precisamente en la institución sacramental de la Iglesia, que incluye el ministerio de la predicación. La realidad Iglesia es re-creada continuamente por la acción trinitaria, que se sirve del ministerium verbi et sacramentorum. La Palabra que convoca y congrega, y los Sacramentos que realizan lo así anunciado, son radicalmente acciones divinas, que tienen a Cristo mismo en cuanto hombre como sujeto, el cual, por la misión del Espíritu, asocia a la Iglesia sacramentaliter (instrumentalmente y significativamente) para que se dé en la historia la continua convocación-congregación que es la Iglesia.

Tenemos así el siguiente cuadro en orden a la comprensión de la estructura de la Iglesia: Cristo, enviando su Espíritu en la Palabra y en los Sacramentos, hace surgir la Iglesia tanto en sus miembros como en su estructura sacramental (Ecclesia fabricata a sacramentis); y esta estructura (la Iglesia-institución) es asumida por el Espíritu de Cristo para la celebración-administración de los sacramentos. Cristo, de esta manera, a la vez que incrementa los miembros del Cuerpo y les asigna funciones, mantiene a la Iglesia en su estructura. Por otra parte, la respuesta humana a la acción trinitaria y eclesial de la predicación y los sacramentos es la fe, y con ella, esos mismos sacramentos (de la fe) en cuanto que piden la colaboración del hombre. De esta manera, los hombres "viven" en la Iglesia por los sacramentos y, en el mismo momento, se "sitúan" en la estructura de la Iglesia; y, a la vez, por esas mismas acciones sacramentales, la Iglesia se constituye de continuo en su ser de Iglesia y se mantiene, por tanto, como Iglesia.

La inseparabilidad y la simultaneidad de las dos dimensiones de la Ecclesia in terris, en cuanto comunidad de hombres y estructura consagrada, son afirmadas por el Concilio Vaticano II en esta densa expresión: "indoles sacra et organice exstructa communitatis sacerdotalis" [3]. La estructura no es "superestructura", sino la índole misma de la comunidad cristiana.

2. Determinación cristológica de la Iglesia.

Las reflexiones que preceden han querido poner de relieve cómo la "comunión" de vida divina —la existencia cristiana personal y comunitaria— y la "estructura" visible no son duae res, sino dos aspectos de la única realitas complexa que es la Iglesia en este mundo, como explicó el Concilio Vaticano II [4]. Trayendo esta reflexión más cerca a nuestro asunto, debemos decir:

1º) Que la "estructura" y la "comunión" se comportan y relacionan entre sí como el sacramentum y la res (sacramenti). El sacramentum que es la Iglesia está estructurado en orden a significar y producir la res, es decir, la Iglesia como comunión de los hombres con Dios y entre sí por Cristo en el Espíritu Santo.

2º) Que la "estructura", por su función sacramental significante, debe significar en sí misma esa communio; de ahí que la "estructura" al servicio de la comunión haya de ser una "estructura de comunión", como quise reflejar en otra ocasión al proponer esta definición de la estructura de la Iglesia: el conjunto de elementos y funciones interrelacionadas en unidad-totalidad por los cuales la Ecclesia in terris se constituye en su ser de Iglesia y opera como Iglesia [5].

3º) Todo ello es así porque la Iglesia, tanto en su estructura como en su ser profundo (comunión), ha de ser entendida desde el misterio del Verbo Encarnado; no sólo en cuanto que tiene respecto de él una relación de origen histórico fundacional, sino en cuanto que es en sí misma un misterio de "cristificación" en el Espíritu, por el que la Iglesia pasa a ser Cuerpo de Cristo. Pero Cristo, en el núcleo de su ser divino-humano, por la unción del Espíritu que es la misma unión hipostática, es esencialmente el Mediador único entre Dios y los hombres, el Sacerdote eterno de esta Nueva Alianza, cuyo fruto es la Iglesia.

4º) La Iglesia, a su vez, no es sólo el fruto del misterio de Cristo —de la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre—, sino "que es asumida por El como instrumento de redención de todos los hombres y es enviada a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra" [6].

5º) De esta manera, tanto el "vivir redimido" de la Iglesia —existencia cristiana—, que se plenificará en el Reino consumado, como la estructura de que está dotada hic in terris para ser instrumento de redención, aparecen, en la economía histórica de la salvación, como la manifestación de esa cristificación radical, obra del Espíritu, que permite que, por Cristo, con El y en El, se dé a Dios Padre, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria.

6º) Digamos finalmente que el nivel más radical y originario de esa comunión y esa estructura viene señalado por la participación del sacerdocio de Cristo: la Iglesia, en su entraña más profunda y definitiva, participa del sacerdocio único de Cristo y de esta forma tiene in aeternum acceso al Padre; y, a la vez, la estructura —que está al servicio de la misión de la Iglesia en este mundo— está determinada sacerdotalmente. Por eso la estructura de la Iglesia es la estructura de una comunidad sacerdotal, como dice el texto antes citado de Lumen gentium.

3. Determinación sacerdotal de la estructura de la Iglesia.

Antes, al referirme a la originación de la Iglesia, he hablado, en general, de los sacramentos, para poder comprender así el fondo de la cuestión. Ahora es el momento de decir que los sacramentos que producen la estructura originaria de la Iglesia son en concreto aquellos que "imprimen" carácter, como reza la doctrina tradicional: el Bautismo (y la Confirmación), por una parte, y el Orden, por otra. Pero éstos son precisamente los sacramentos que dan una participación en el sacerdocio de Cristo. De ahí que la estructura nativa de la Iglesia nos presente los distintos elementos y funciones de la sociedad eclesial estructurándose como radicalmente sacerdotales.

Esos elementos originarios de la estructura sacerdotal de la Iglesia se designan tradicionalmente con los nombres de conditio fidelis —que surge del Bautismo y se potencia en la Confirmación— y sacrum ministerium, que se fundamenta en la recepción del sacramento del Orden; elementos de los que surgen las respectivas condiciones personales.

El Bautismo crea, en efecto, la cualidad de miembro del Pueblo sacerdotal de Dios, de christifidelis, y hace aparecer la Iglesia en su más primaria y desnuda condición: congregatio fidelium, como decían los antiguos con certera intuición. Antes de cualquier otra división de funciones y responsabilidades, de distinción en estados y condiciones, se da la igualdad radical de todos los fieles que surge de la llamada de Dios en el Bautismo. Pero, en el seno del pueblo sacerdotal, algunos de sus miembros son llamados por Cristo para ser los ministros del Señor, es decir, para representarle ante sus hermanos como el único Mediador entre Dios y los hombres, Cabeza de su Cuerpo y Jefe de su Pueblo: el Orden, en este sentido, les capacita para actuar in persona Christi. A través del sacramento del Orden, Cristo configura la dimensión jerárquica de la estructura fundamental de la Iglesia.

Las dimensiones "fieles" y "ministerio", que surgen de la donación sacramental del Espíritu por parte de Cristo, no agotan la acción estructurante del Espíritu en la Iglesia, si bien son el punto de partida estructural de esa ulterior y permanente acción. El resultado de la misma es una tercera dimensión de la estructura de la Iglesia que se polariza en torno al concepto de carisma: Dios enriquece a su Iglesia, dice Lumen gentium, n. 4, con dones "jerárquicos y carismáticos". Es el elemento o dimensión carismática de la estructura, del que ahora no nos ocupamos [7]: consideramos sólo la dimensión sacramental-sacerdotal de la estructura de la Iglesia.

Una observación a este propósito me parece oportuna. El Concilio Vaticano II ha ligado la misión salvífica de Cristo a su triple potestad y función de sacerdote, profeta y rey, y ha visto la estructura de la Iglesia como una consagración de la misma en la que Cristo, por su Espíritu, le otorga una participación sacramental de su triple munus en orden a hacer actual en el mundo la misión salvífica del Señor. Pero esas tres funciones no se pueden distinguir adecuadamente entre sí, pues forman un "complejo orgánico" [8] radicado en la unidad de Cristo, Mediador único de los bienes de la Nueva Alianza. Por estar su centro ontológico en el único Mediador, su núcleo más profundo es el sacerdocio (ontológico) de Cristo, que se despliega en las dimensiones cultual, profética y regia de su actividad salvífica. De ahí que deba decirse lo mismo, analógicamente, de la Iglesia, comunidad sacerdotal por razón de la estructura consagrada, sacerdotal, que la vertebra. De ahí también que la participación en el sacerdocio de Cristo sea el rasgo más definitivo de esa estructura y que desde ella se fundamente "la relación auténticamente cristiana con Dios, con el misterio de la Creación y de la Redención visto en el modo en que la conciencia de estos misterios ha sido presentada y profundizada por el Vaticano II" [9]. En este sentido —aunque el Concilio no lo haya afirmado expresamente—, responde a la eclesiología del Vaticano II el que la distinción entre "sacerdocio común de los fieles" y "sacerdocio ministerial" —que es esencial y no solo de grado— incluya también la doble forma de participar en la Iglesia los otros dos munera de Cristo: el regio y el profético.

4. El "christifidelis" y su condición sacerdotal.

Como es sabido, el cap. II de la Constitución Lumen gentium es el lugar fundamental del Concilio Vaticano II para la comprensión de la estructura de la Iglesia histórica, es decir, para entender teológicamente cómo el misterio de la Iglesia se hace sacramento de salvación. En los números 9 a 13 encontramos el núcleo de esa teología.

Allí, lo que aparece en primer lugar es la "nueva criatura", es decir, los hombres y las mujeres redimidos por Cristo, transformados en hijos de Dios por la fe y el Bautismo, fortificados en su ser cristiano por la Confirmación, ofreciéndose con Cristo al Padre en el Sacrificio eucarístico y alimentando su vida nueva con el Cuerpo y la Sangre del Señor. La profunda antropología cristiana del cap. II de Lumen gentium pone ante nuestros ojos la radical condición cristiana, la vocación cristiana simpliciter, la nueva criatura en Cristo, como afirmé antes. Por decirlo gráficamente, allí aparece el "común denominador" de los diversos "numeradores" que pueden darse y se dan de hecho en el Pueblo de Dios.

A ese común denominador lo llama el Concilio Vaticano II con una expresión bien precisa: christifidelis [10], que podemos traducir por cristiano, creyente, discípulo de Cristo, fiel de Cristo, etc. La condición descrita en el cap. II de Lumen gentium incluye no sólo a los laicos sino a todos los miembros de la Iglesia, también a los clérigos y a los religiosos. Esto lo expresaba con toda la claridad deseable Agustín de Hipona en un célebre texto recogido por la citada Constitución, en el que no me parece improcedente detenernos:

"Ubi me terret quod vobis sum, ibi me consolatur quod vobiscum sum. Vobis enim episcopus, vobiscum christianus. Illud est nomen officii, hoc gratiae; illud periculi est, hoc salutis". "Cuando me atemorizo pensando en lo que soy para vosotros, me llena de consuelo lo que soy con vosotros. Porque para vosotros soy el Obispo, con vosotros soy un cristiano; aquél es el nombre de mi oficio, éste es el nombre de la gracia; aquél es mi responsabilidad, éste es mi salvación" [11].

Aquí tenemos, en efecto, condensada, toda la teología del cap. II de Lumen gentium. San Agustín designa la condición de miembros del Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo con la palabra "cristianos" y él se incluye gozosamente dentro de ella. Con vosotros —es decir, en el nivel de lo que llama nomen gratiae, que es el del cap. II de Lumen gentium— soy un cristiano, un christifidelis, es decir, un miembro del Pueblo de Dios. San Agustín no es un laico, sino un ministro del Señor, un Obispo. Pero es un fiel cristiano. Y, permaneciendo un fiel cristiano, es, a la vez, para los demás fieles, un Obispo; para los de Hipona, "el" Obispo: vobis Episcopus. El Obispo Agustín es, en consecuencia, un cristiano que ha recibido por la ordenación episcopal el oficio del episcopado. Con ello no sólo no deja su condición de cristiano para adquirir la de Obispo, sino que precisamente aquélla es la condición de posibilidad de ésta.

Ya se ve por lo dicho que la palabra christifidelis puede ser tomada en un doble sentido:

a) Por una parte, designa la conditio o status propio de los cristianos en cuanto distintos de los demás hombres. Esa identidad radical, que se origina en la vocación bautismal, es la que San Pablo describe con estas palabras: "El Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en El, antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia por el Amor; eligiéndonos de antemano para ser hijos adoptivos por Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos agració en el Amado" (Ef 1, 3-6). Cuando Agustín dice: "con vosotros soy cristiano", el santo obispo de Hipona está nombrando la identidad propia de los creyentes en Cristo en el seno de la historia humana. El lenguaje clásico tiene aquí un rigor inapelable: los distintos de los fieles son los infieles. Ante los demás hombres, por tanto, un cristiano —sea sacerdote, laico o religioso— es, ante todo, un fiel cristiano, un miembro de la Iglesia de Cristo.

b) Pero, ad intra del Pueblo de Dios organice exstructus, la palabra christifidelis designa "el sustrato común a todos los miembros de la Iglesia" [12], su ontología radical —el nomen gratiae—, cualquiera que sea la posición estructural que cada cristiano ocupa en la Iglesia, es decir, independientemente de su condición clerical, laical o religiosa. Este sentido es el que tiene la expresión en el Concilio Vaticano II, cuando dice —por ejemplo, en Lumen gentium, n. 11—: "christifideles omnes, cuiusque conditionis ac status..." [13].

Esa doble acepción de la palabra christifidelis corresponde a la doble dimensión de la Ecclesia in terris a la que aludíamos al principio: la Iglesia peregrinante es inseparablemente comunión (existencia cristiana) y estructura (al servicio de la comunión). En efecto, el christifidelis recibe por el Bautismo el sacerdocio común: al recibirlo, adquiere su más radical posición en la estructura de la Iglesia y, al ejercerlo, realiza su existencia cristiana.

El hecho y el contenido de ese sacerdocio común de los cristianos está descrito por el Concilio Vaticano II con estas palabras:

"Cristo, Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cfr. Hb 5, 1-5), a su nuevo pueblo -lo hizo reino y sacerdotes para Dios, su Padre- (cfr. Ap 1, 6; Ap 5, 9-10). Los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable (cfr. 1P 2, 4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios (cfr. Hch 2, 42-47), han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cfr. Rm 12, 1); han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y, a quien se la pidiere, han de dar también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna (cfr. 1P 3, 15)" [14].

Quedémonos aquí por el momento y pasemos a considerar la otra forma de participación en el sacerdocio de Cristo —el sacerdocio ministerial—, que corresponde al otro elemento de la estructura originaria de la Iglesia: el sagrado ministerio. Una vez que lo hayamos descrito volveremos a contemplar el contenido específico del sacerdocio común de los fieles, puesto en relación con el sacerdocio ministerial. Sólo en esa "relación dialéctica" aparecen ambos en su plena significación cristiana, pues es constitutivo del ser de la Iglesia militante el que ambas formas de participación del sacerdocio de Cristo aparezcan "articuladas" entre sí, como los elementos primarios de la unidad-totalidad que es la estructura sacerdotal de la Iglesia.

5. El sagrado ministerio en la estructura de la Iglesia.

Este nuevo paso es el que podemos expresar con unas palabras tomadas del Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 2/b:

"El mismo Señor, para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, -en el que no todos los miembros tienen la misma función- (Rm 12, 4), de entre ellos a algunos los constituyó ministros, que en la societas fidelium poseyeran la sacra potestas Ordinis, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y ejercieran públicamente el officium sacerdotale en el nombre de Cristo en favor de los hombres".

De entre los fieles, pues, algunos son ministros. Tocamos aquí un punto esencial de la eclesiología católica [15]: la existencia en la Iglesia, por institución que arranca del mismo Señor Jesús, de un ministerio sagrado de naturaleza sacerdotal, conferido por Jesús a los Apóstoles, que se transmite por medio de un específico sacramento —el sacramento del Orden— y recae sobre algunos fieles que pasan de este modo a ser los "ministros sagrados" ("clérigos" en la terminología tradicional canónica).

Como ya dijimos al principio, no vamos a detenernos en esta decisiva afirmación eclesiológica [16], que presuponemos. Tan sólo debemos considerar lo que es inmediatamente necesario para nuestro propósito.

Ante todo, que el sagrado ministerio comporta una nueva manera de participar en el sacerdocio del único Sacerdote, Cristo. Esa nueva manera determina el proprium de los ministros sagrados en la Iglesia, lo característico de su posición estructural en el Pueblo de Dios, y, en consecuencia, lo peculiar de su servicio, que consiste en la "re-praesentatio Christi Capitis" [17]. En palabras del Concilio:

"En los obispos, a quienes asisten los presbíteros, Jesucristo, nuestro Señor, Pontífice Supremo, está presente entre los fieles" [18]. "Los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan marcados con un carácter especial que los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma que pueden obrar en la persona de Cristo, Cabeza" [19].

Esta consagración sacerdotal de los ministros arranca de la de los Apóstoles. San Pablo, en efecto, entendía el ministerio propio de los Apóstoles como una acción de naturaleza sacerdotal: "ministros de Cristo Jesús en medio de las naciones, ejerciendo el sagrado ministerio del Evangelio de Dios, para que la oblación de las gentes sea agradable, santificada por el Espíritu Santo" (Rm 15, 3) [20].

La sagrada potestad que reciben los Apóstoles, y que les adviene a sus sucesores por el sacramento, los hace capaces de prestar este servicio a que han sido llamados.

Podemos concluir diciendo en síntesis que el binomio "fieles-ministros" representa la originaria estructura sacramental de la Iglesia fundada por Cristo, que es una estructura sacerdotal, cuya dinámica resulta de la interrelación entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial, descritos en el n. 10 de Lumen gentium.

La dinámica de la estructura de la iglesia

El sentido de esta dinámica es lo que finalmente nos interesa. El segundo párrafo de Lumen gentium, n. 10 es normativo en este punto:

"El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque se diferencian essentia et non gradu tantum, se ordenan sin embargo el uno al otro; porque uno y otro participan suo peculiari modo del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial, en virtud de la sagrada potestad de la que goza, modela y dirige al pueblo sacerdotal, realiza in persona Christi el sacrificio eucarístico y lo ofrece en nombre de todo el Pueblo de Dios; los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la oblación de la Eucaristía y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y con la caridad operativa".

A partir de este texto, intentaremos profundizar, primero, en la diferencia mutua y, a continuación, en la mutua ordenación de ambos sacerdocios, para, finalmente, sacar las consecuencias "estructurales" de todo ello.

6. La diferencia entre las dos formas de participación en el sacerdocio de Cristo.

Pío XII primero [21] y el Concilio Vaticano II después expresaron una convicción unánime de la fe católica cuando dijeron que ambas formas de participación del sacerdocio de Cristo difieren essentia et non gradu tantum. Esta expresión ha dado lugar a prolijas discusiones, sobre todo en el intento de explicar metafísicamente qué sea aquí esencia y participación [22]. No debemos ir ahora por este camino, pues no es el decisivo para nuestro propósito. Entiendo que el Concilio mismo interpreta la expresión essentia non gradu tantum cuando inmediatamente dice que eso es así porque cada una de esas formas participan del único sacerdocio de Cristo suo peculiari modo. Estimo que esto quiere decir:

1º) que, en cuanto participaciones, son ambas originarias: no derivan la una de la otra y son irreductibles la una a la otra. Sólo a través de la operatividad propia de cada una de ellas el sacerdocio único de Cristo despliega toda su fuerza salvífica en la historia: lo que en Cristo es uno, en la Iglesia se da en modalidad doble.

2º) que son esencialmente complementarias; de ahí que el ad invicem ordinantur del texto conciliar no tenga sólo un contenido moral y jurídico, de buena ordenación de la vida eclesial, sino que expresa el porqué profundo de aquella diferenciación esencial: la manera teológica del ser sacerdotal de la Iglesia como un todo, como communitas sacerdotalis.

Esa diferencia esencial y esa mutua ordenación expresan el misterio de la Iglesia como cuerpo (sacerdotal) de Cristo (sacerdote). Veamos, primero, esa diferencia esencial, profundizando en el contenido propio de ambas formas. Cristo, con los actos concretos e históricos de su vida, que culminan en el misterio pascual, es el sacerdote y la víctima eternamente grata a Dios Padre. Sólo El, el Hijo de Dios hecho hombre, "el hombre Cristo Jesús", es el "único Mediador entre Dios y los hombres", como dice la primera carta a Timoteo (Tm 2, 5). El sacerdocio común de los fieles significa una participación, que Cristo da a los suyos, de ese sacerdocio. Por ella los creyentes ofrecen sus vidas —"sus cuerpos", dice San Pablo con profunda expresión (Rm 15, 1)— como hostias vivas, santas, agradables a Dios [23]. El sacerdocio común de los fieles es un sacerdocio "existencial". Con rigurosa y profunda expresión, el Fundador del Opus Dei pudo decir que el cristiano ha sido constituido por Dios "sacerdote de su propia existencia" [24]. El ejercicio del sacerdocio común consiste primariamente en la santificación cotidiana de la vida real entregada. Son, en efecto, los actos concretos del hombre cristiano los que se transforman en las "hostias espirituales" de que habla San Pedro (1P 2, 5), actos que despliegan la consagración de todo el ser del cristiano, de su "cuerpo" en el sentido paulino. Cristo, por el sacerdocio común, asocia a los cristianos a su sacrificio y a su alabanza al Padre.

A. Feuillet, tal vez el exégeta que más ha profundizado en el patrimonio bíblico sobre el tema, ha podido concluir: "los sacrificios espirituales de que habla 1P 2, 5, explicados en el contexto de los otros pasajes mencionados, deben ser interpretados, ante todo, como una imitación voluntaria por parte de los cristianos de la ofrenda sacrificial de Cristo, Siervo doliente" [25]. El sacerdocio común de los fieles aparece así como la realización misma de la existencia cristiana, y todo cristiano, según la expresión de Mons. Escrivá de Balaguer, es en lo profundo de su ser un "alma sacerdotal" [26].

Es, pues, el sacerdocio común de los fieles una realidad cultual, regia y profética que se ejerce en las circunstancias concretas de la existencia en el mundo y que no puede por tanto reducirse, aunque los incluya, a los actos rituales. Pertenece a la esencia del sacerdocio común el ofrecimiento gozoso de la propia vida a Dios como alabanza continua en el Espíritu Santo y, en este sentido, su ejercicio no desaparecerá nunca, sino que tendrá su consumación eterna en la Ecclesia in patria. Pero es, también ahora, una alabanza per Filium: de ahí que, aquí en la tierra, diga esencial relación al sacrificio eucarístico, como recuerda Feuillet: "los bautizados son, a semejanza de Cristo, sacerdotes y víctimas del sacrificio que ofrecen, pero este sacrificio se hace posible por el único sacrificio de Cristo" [27].

Esta última afirmación nos lleva a considerar el proprium del "sacerdocio ministerial o jerárquico", su insoslayable necesidad y su irreductibilidad al sacerdocio común. Porque siendo cierto cuanto hemos dicho acerca del sacerdocio de todos los creyentes, permanece como una verdad central de la fe que no hay más sacerdote que Cristo, ni más sacrificio grato a Dios que el de su propia existencia. La congregatio fidelium no se autodona la salvación que debe testimoniar, ni genera la Palabra y el Sacramento que salvan, sino que es Cristo el que salva. Por eso, los cristianos sólo pueden ser hostias vivas "recibiendo" de Cristo en el hoy de la historia la fuerza de su palabra y de su sacrificio. Pues bien, el sacerdocio ministerial, en la economía de la gracia, es —valga la expresión— el "invento" divino por el que Cristo, exaltado a la derecha del Padre, entrega hoy a los hombres su palabra, su perdón y su gracia. Esta es la razón de ser del ministerio eclesiástico: constituir el signo e instrumento infalible y eficaz de la presencia de Cristo, Cabeza de su Cuerpo, en medio de los fieles. Como dice Mons. del Portillo, "Cristo está presente en su Iglesia no sólo en cuanto atrae a sí a todos los fieles, para que en El y con El, formen un solo Cuerpo, sino que está presente, y de un modo eminente, como Cabeza y Pastor que instruye, santifica y gobierna constantemente a su Pueblo. Y es esta presencia de Jesucristo-Cabeza la que se realiza a través del sacerdocio ministerial que El quiso instituir en el seno de su Iglesia" [28]. ""El sentido central del ministerio sacerdotal en la Iglesia es el ministerio de Jesucristo mismo que, en virtud de la ordenación sacramental, continúa viviendo en el sacerdocio ministerial de la Iglesia" [29].

El sacerdocio ministerial aparece, en consecuencia, como un sacerdocio "sacramental", en contraste con el sacerdocio "existencial" común a todos los fieles. Sacramental, no, evidentemente, por razón de su origen —en este sentido, uno y otro proceden de los respectivos sacramentos—, sino en cuanto que lo específico del sacerdocio ministerial y de sus actos propios es ser cauce "sacramental" (re-presentativo) de la presencia de Cristo Mediador y Cabeza. Los actos propios del sacerdocio común no son, en cambio, "sacramentales" (re-presentativos), sino, como hemos visto, "reales", pertenecen a la res de la vida cristiana santificada. En efecto, el sacerdocio ministerial, que sella para siempre a los que lo reciben, pertenece, no obstante, al orden del medium salutis, característico de la fase peregrinante de la Iglesia; por el contrario, el sacerdocio regio de los bautizados pertenece al orden de los fines, del fructus salutis, pues consiste en la comunión misma con Cristo, Sacerdote y Víctima, que es el corazón mismo de la existencia cristiana, que se plenificará en la vida eterna [30].

Veamos ahora la mutua relación entre ambos, que está implícita en las consideraciones precedentes. Ambas formas del sacerdocio, con sus actos propios, se necesitan mutuamente: son la una para la otra, aunque de distinta manera.

7. El sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común: prioridad "sustancial" de los "christifideles".

"Nuestro sacerdocio sacramental —escribía Juan Pablo II en 1979 hablando de los ministros sagrados— constituye un ministerium particular, es servicio respecto a la comunidad de los fieles" [31]. La ordenación del ministerio a los fieles hay que verla en esta perspectiva. La primera y más radical relación entre ambas magnitudes es, en efecto, el servicio del ministerio a la congregatio fidelium. Así lo afirma solemnemente la Constitución Lumen gentium:

"Este encargo que el Señor confió a los Pastores de su Pueblo es un verdadero servicio, que en la Sagrada Escritura se denomina muy significativamente diakonia, es decir, ministerium (cfr. Hch 1, 17.25; Hch 21, 19; Rm 11, 13; 1 Tm 1, 12)" [32].

La razón formal de ese servicio —según vimos en su momento— es la "re-praesentatio Christi". Para ejercerlo, los titulares del ministerio sacerdotal están dotados de la sacra potestas, como afirma el Concilio:

"Los Obispos rigen como vicarios y legados de Cristo las Iglesias particulares que les han sido encomendadas, y lo hacen con sus consejos, sus exhortaciones, su ejemplo, pero también auctoritate et sacra potestate, la cual ciertamente ejercen sólo para santificar a la grey en la verdad y en la santidad... porque el que ocupa el primer puesto ha de ser como un servidor de los demás" [33]. "Para ejercer este ministerio, se le confiere al presbítero la potestas spiritualis, que se da ciertamente para edificación" [34].

En consecuencia, decir que la ordinatio del ministerio a los fieles es esencialmente diaconía, servicio, es lo mismo que decir que la "ontología" de la estructura de la Iglesia señala la prioridad sustancial —¡no cronológica!— de la conditio fidelis, del sacerdocio común —"vobiscum christianus, vobis episcopus"—, respecto de la cual el elemento "ministerio sacerdotal" tiene carácter relativo, teológicamente subordinado: "Cristo instituyó el sacerdocio jerárquico en función del común" [35].

Esta prioridad de que hablamos es "sustancial" —decimos—, y esto nada tiene que ver, por tanto, con una concepción del ministerio eclesiástico que lo hiciera derivar del sacerdocio común, postura ésta explícitamente condenada por la Iglesia [36]. Ambas formas de sacerdocio son "originarias", como hemos visto ya suficientemente, y "esencialmente" distintas.

Pero, una vez despejado el posible equívoco, debemos afirmar con todo rigor la prioridad sustancial así establecida. Afirmarla y comprenderla con todas sus exigencias pertenece a la esencia de la concepción católica de la Iglesia, y la trascendencia ecuménica de esta doctrina no se oculta a nadie.

Lo que indica en rigor esa prioridad sustancial que reconocemos en los "fieles" y en el sacerdocio bautismal es: a) la radicalidad y la permanencia in Patria de la condición de fiel transformado en comprehensor; es la primacía de lo cristiano, simpliciter: este nivel, como decía San Agustín, es el nomen gratiae; b) el carácter de servicio a la congregatio fidelium que es propio de los ministros sagrados y la razón de ser de su "ministerio sacerdotal": de ahí su nombre, nomen officii.

Desde la prioridad del sacerdocio común aparece claro por qué la potestad de representar a Cristo, que tienen los titulares del sacerdocio ministerial, no significa que en ellos se concentre la realidad del ser cristiano, ni que acaparen la misión de la Iglesia, situando a los fieles en la condición de simples receptores de la acción de los ministros. Aquí es precisamente donde la eclesiología del Concilio Vaticano II ha operado uno de los más profundos desarrollos, que ha consistido, paradójicamente, en dejar emerger lo más antiguo y original en la estructura de la Iglesia. Desde ella se ve con claridad que es todo el Pueblo de Dios, organice exstructus, el portador ante el mundo del mensaje de la salvación, y que, en el seno de ese Pueblo, la dimensión estructural fideles representa el momento sustantivo de lo cristiano. Por eso, la dimensión ministerium es estructuralmente relativa. Relativa a Cristo y a la congregatio fidelium. Es relativa a Cristo, en cuanto que su servicio al Señor es ser signo e instrumento de su don salvífico a la comunidad. Es relativa a la congregatio, en cuanto que, a través de su ministerio sacerdotal, enriquece con los dones divinos a la congregatio fidelium, en orden a que ésta ponga en ejercicio su "alma sacerdotal", viviendo la sustancia de la fe y ejerciendo en el mundo la caridad que Cristo mismo —no los ministros— le ha otorgado en el Espíritu.

8. Relación del sacerdocio común al sacerdocio ministerial: prioridad "funcional" del sagrado ministerio.

Pero el misterio de la participación del sacerdocio de Cristo en la Iglesia, tanto en la comunión, como en la estructura, hemos de verlo ahora desde el otro lado. La afirmación de la prioridad sustancial de la congregatio fidelium respecto del ministerio sólo se hace inteligible del todo al captar la prioridad funcional de este último en el seno de la estructura. Pero esa prioridad es la consecuencia de la ordinatio que a su vez tienen los fieles respecto del ministerio. Ambos ad invicem ordinantur. Todo lo cual no es difícil de captar a partir de lo ya establecido.

La sustancia cristiana, el nomen gratiae, está radicalmente, como dijimos, en los fieles: todos, en la Iglesia, están en camino de salvación y santidad por su condición de creyentes. Pero esa sustancialidad no se la da la congregatio fidelium a sí misma —decíamos—, sino que es fruto del Espíritu, que Cristo envía en la Palabra y los Sacramentos. De ahí que el servicio específico que prestan a la congregatio los ministros de la Palabra y de los Sacramentos no sea para los fieles una "posibilidad" que se ofrece entre las múltiples que se operan dentro de la congregatio, sino una radical condición de existencia: "usar" ese ministerio —en la economía de la salvación instaurada por Cristo— es esencial para que en la congregatio fidelium quede hincada la sustancia de lo cristiano. En este sentido los ministros, porque representan a Cristo Cabeza, tienen, en cuanto tales ministros, prioridad funcional en el seno de la estructura. Esta prioridad testifica que Cristo es la Cabeza y el Salvador de su Cuerpo.

Por aquí puede verse cuál es la peculiar ordinatio del sacerdocio común al ministerio. A diferencia de la ordenación de éste a aquél, no se trata ahora de una ordenación de servicio: la congregatio fidelium no dice de suyo servicio al sacerdocio ministerial, sino que es una ordenación basada en la necesidad de ser servida: los fieles, en efecto, necesitan el servicio sacramental y profético de los ministros para ser y vivir como cristianos, necesitan las acciones específicas del sacerdocio ministerial para poder ejercer las que son propias de su sacerdocio común. Sin la "ayuda" del ministerio sacerdotal no podrían ser lo que son, según expresa Juan Pablo II, apoyándose en las declaraciones del Concilio Vaticano II:

"El sacramento del Orden, queridos Hermanos, específico para nosotros, fruto de la gracia peculiar de la vocación y base de nuestra identidad, en virtud de su misma naturaleza y de todo lo que él produce en nuestra vida y actividad, ayuda a los fieles a ser conscientes de su sacerdocio común y a actualizarlo (cfr. Ef 4, 11 ss): les recuerda que son Pueblo de Dios y los capacita para -ofrecer sacrificios espirituales- (cfr. 1P 2, 5), mediante los cuales Cristo mismo hace de nosotros don eterno al Padre (cfr. 1P 3, 18). Esto sucede, ante todo, cuando el sacerdote -por la potestad sagrada de que goza..., realiza el sacrificio eucarístico in persona Christi y lo ofrece en nombre de todo el pueblo- (Const. dogm. Lumen gentium, n. 10)" [37].

Esta consideración de la prioridad funcional del sagrado ministerio es la que ha llevado a algunos teólogos a hablar de ministerio "estructurante" de la comunidad [38]. En efecto, si la estructura fundamental de la Iglesia surge de la convocación-congregación que Cristo hace por la Palabra y el Sacramento, y a través de la cual se entrega a los fieles, la función propia de los ministros es ser cauce del que Cristo Cabeza se sirve para mantener a la Iglesia como Iglesia, es decir, dotada de su estructura fundamental. Esta es la razón de que siendo los ministros esencialmente servidores de los demás, deban, sin embargo, ser amados y honrados por la congregatio fidelium, como San Pablo pedía a los Tesalonicenses: "Os rogamos, hermanos, reconozcáis a los que trabajan entre vosotros y os gobiernan ("proistaménous") en el Señor y os instruyen, y que los estiméis en el más alto grado con amor a causa de la obra que realizan" (1Ts 5, 12-13). La razón es "estructural", no "personal": la "obra" que realizan.

9. La mutua ordenación de ambas magnitudes como dinámica originaria de la estructura de la Iglesia.

La consideración conjunta del binomio "fieles-ministros", con su ordinatio ad invicem, con la prioridad sustancial de los primeros y la prioridad funcional y estructurante de los segundos, pone de relieve la unidad-totalidad de la estructura fundamental de la Iglesia, que, a través de ambos elementos, se configura en sus más primarias dimensiones. La Iglesia, aquí en la tierra organice exstructa, no es sólo los fieles, ni sólo los ministros; es la comunidad sacerdotal consagrada por el Espíritu, que Cristo envía desde el Padre, dotada de una estructura en la que sacerdocio común y sacerdocio ministerial se articulan de manera inefable para hacer de ella —la Iglesia— el Cuerpo de Cristo.

Esta estructura es originaria en cuanto los dos elementos que la componen señalan las más radicales posiciones estructurales —no las únicas— que se dan en la Iglesia. Desde ella se comprenden teológicamente las entidades históricas en las que esa estructura se expresa, tanto a nivel universal como a nivel particular; y esta articulación esencial diferencia, a su vez, a esas entidades de las otras formas de comunidad cristiana en las que sólo se pone teológicamente en juego uno de esos dos elementos.

Digamos, como síntesis de todo lo expuesto, que la razón de la estructura de la Iglesia, tal como emerge de la Revelación divina, es ésta: que los titulares del sacerdocio ministerial, con la entrega a su ministerio, sirvan a sus hermanos —los "fieles"— para que éstos, ejerciendo su sacerdocio existencial, puedan servir a Dios y al mundo. El ministerio sacerdotal existe para "la formación de la comunidad cristiana hasta hacerla capaz de irradiar ella misma la fe y el amor en la sociedad civil" [39]. La dinámica de este doble servicio escalonado es escatológica: la misión, la edificación del Cuerpo de Cristo. En este contexto adquiere toda su fuerza el título de aquél que, por institución divina, preside y aúna todo el "ministerio" eclesiástico: "Siervo de los siervos de Dios". En este título se sintetiza toda la teología del sacerdocio ministerial y, con ella, el verdadero sentido de la doble prioridad —sustancial y funcional— que hemos expuesto.

Pedro Rodríguez, en es.romana.org/

Notas:

[1]     K. Wojtyla, La renovación en sus fuentes, Madrid 1982, p. 182.

[2]     Con la expresión "estructura de la Iglesia" designamos la constitutiva manera de darse los elementos y funciones de que se compone la Iglesia en cuanto "ordenada y constituida como sociedad en este mundo" (Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 8/b).

[3]     Const. dogm. Lumen gentium, n. 11/a. "Ecclesia non exsistit nisi ut Ecclesia structura praedita" (Commissio Theologica Internationalis, Themata selecta de Ecclesiologia, Romae 1985, p. 42. Todo el capítulo 7: "De sacerdotio communi in sua relatione ad sacerdotium ministeriale", es fundamental para nuestro asunto).

[4]     Ibid., n. 8/a.

[5]     P. Rodríguez, El concepto de estructura fundamental de la Iglesia, en Veritati Catholicae, Festschrift für Leo Scheffczyk zum 65. Geburtstag, heraüsgegeben von A. Ziegenaus, F. Courth, Ph. Schaefer, Aschaffenburg 1985, p. 240.

[6]     Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 9/b.

[7]     Vid. sobre el tema P. Rodríguez, La identidad teológica del laico, ponencia presentada al VIII Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Pamplona, 21-24 de abril de 1987. Próxima publicación de las Actas.

[8]     K. Wojtyla, o.c. en nota 1, p. 178.

[9]     Ibid., p. 181.

[10]      La teología del Concilio Vaticano II tiene en el concepto de "christifidelis" uno de sus puntos neurálgicos. La monografía, ya clásica, sobre el tema es A. del Portillo, Fieles y laicos en la Iglesia. Bases de sus respectivos estatutos jurídicos, Pamplona 1969, 2ª ed. 1981. Hay traducciones en diversos idiomas.

[11]      San Agustín, Sermo 340, 1; PL 38, 1483. Citado en Lumen gentium, n. 32/d.

[12]      A. del Portillo, o.c. en nota 10, p. 38 nota 36.

[13]      El concepto está perfectamente recogido, en su doble valencia, en el canon 204 § 1 con el que comienza el libro De populo Dei: "Christifideles sunt qui, utpote per baptismum Christo incorporati, in populum Dei sunt constituti, atque hac ratione muneris Christi sacerdotalis, prophetici et regalis suo modo participes facti, secundum propriam uniuscuiusque conditionem, ad missionem exercendam vocantur, quam Deus Ecclesiae in mundo adimplendam concredidit". Ha podido decirse con razón (E. Corecco, I laici nel nuovo Codice di Diritto Canonico, en "La Scuola Cattolica" 112 [1984] 200) que el concepto de "christifidelis" protagoniza el nuevo Código de Derecho Canónico.

[14]      Lumen gentium, n. 10/a. Un comentario autorizado al texto conciliar puede verse en G. Philips, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, II (Barcelona 1968) 175-200.

[15]      Vid. Conc. Tridentino, sess. 23, Decr. de Sacram. Ordinis, DS 1763-1778; todo el cap. III de la Const. dogm. Lumen gentium; y el documento El sacerdocio ministerial del Sínodo de los Obispos de 1971, parte I, n. 4 (Salamanca 1972, pp. 23-25). Vid también J. Ratzinger, Das geistliche Amt und die Einheit der Kirche, en "Catholica" 17 (1963) 165-179.

[16]      Vid. el documento Schreiben der Bischöfe des deutschprachigen Raumes über das priesterliche Amts, 11-XI-1969, Trier 1970 (edición española: Conferencia Episcopal Alemana, El ministerio sacerdotal, Salamanca, 1971). Me he expresado sobre el tema en mi obra Iglesia y ecumenismo, Madrid 1971, cap. IV: "El ministerio eclesiástico en el seno de la Iglesia, Pueblo de Dios", pp. 173-220.

[17]      Vid. A. Del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1970, 4ª ed., 1976, pp. 96-100, donde se comenta la expresión de Presbyterorum ordinis, n. 2/c "in persona Christi Capitis agere". Juan Pablo II se ha ocupado abundantemente del tema en sus Cartas del Jueves Santo a los presbíteros. Vid. especialmente el n. 4 titulado "El sacerdote, don de Cristo para la comunidad", de su primera carta, Novo incipienti nostro, en AAS 71 (1979) 398-400.

[18]      Const. dogm. Lumen gentium, n. 21/a.

[19]      Decr. Presbyterorum ordinis, n. 2/c.

[20]      Vid. H. Schlier, Grundelemente des priesterlichen Antes in Neuen Testament, en "Theologie und Philosophie", 44 (1969) 161-180. Apoyándose en este trabajo fundamental, el estudio bíblico sobre el tema que realizó la Conferencia espiscopal alemana, a propósito de San Pablo, asegura: "el apostolado es, para Pablo, un ministerio y una obra sacerdotal" (o.c. en nota 16, p. 44); y respecto al conjunto del testimonio neotestamentario concluye: "En el N.T. se hallan los elementos fundamentales que permiten atribuir a dicho ministerio el carácter sacerdotal" (Ibid., p. 53).

[21]      Pío XII, Discurso a los Cardenales, 2-XI-1954, en AAS 46 (1954) 669.

[22]      Vid. A. Fernández, Nota teológica sobre la explicación conceptual de una fórmula difícil: la diferencia entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, en "Revista Española de Teología" 36 (1976) 329-347; y A. Vanhoye, Sacerdoce commun et sacerdoce ministériel. Distinctions et rapports, en "Nouvelle Revue Théologique" 97 (1975) 193-207.

[23]      Los fundamentos bíblicos del sacerdocio común de los fieles han sido rigurosamente estudiados en A. Feuillet, Les "sacrifices spirituels" du sacerdoce royal des baptisés (1 Pet 2, 5) et leur préparation dans l'Ancien Testament, en "Nouvelle Revue Théologique" 96 (1974) 704-728; Idem, Les chrétiens prêtres et rois d'après l'Apocalypse, en "Revue Thomiste" 75 (1975) 40-66.

[24]      Vid. J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, Madrid, 1985, 22ª ed., n. 96.

[25]      A. Feuillet, Jesus et sa mère, París 1974, p. 237.

[26]      J. Escrivá de Balaguer, Carta, 28-III-1955, n. 3.

[27]      A. Feuillet, o.c. en nota 25, p. 245.

[28]      A. del Portillo, o.c., en nota 17, pp. 98-99.

[29]      Conf. Episc. Alemana, o.c. en nota 16, p. 98.

[30]      A. Feuillet, Les "sacrifices spirituels"..., o.c., en nota 23, p. 726. La diferencia esencial entre ambas formas de participación, en los términos que hemos visto, pone de relieve algo obvio, pero de la máxima importancia: que el sacerdocio común permanece con sus contenidos propios en los ministros sagrados, no queda "superado" o "subsumido" por el sacerdocio ministerial. El sacerdocio común de los fieles exige en el fielministro que su sacerdocio ministerial se haga "existencial": existencia entregada de sacerdote.

[31]      Juan Pablo II, o.c., en nota 17, p. 399.

[32]      Const. dogm. Lumen gentium, n. 34/a.

[33]      Ibid., n. 27/a.

[34]      Presbyterorum ordinis, n. 6/a.

[35]      K. Wojtyla, o.c. en nota 1, p. 183.

[36]      Vid. Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 6-VIII-1983, II, 2, en AAS 75 (1983) 1001-1009.

[37]      Juan Pablo II, o.c. en nota 17, p. 399.

[38]      Vid. J. G. Pagé, Qui est l'Èglise. III: Le Peuple de Dieu, Montreal 1979, p. 263.

[39]      A. del Portillo, o.c., en nota 17, p. 60.

Fernando Verdugo

Introducción [1]

Con ocasión de la crisis o “estallido social” que afectó a Chile con inusitada intensidad a partir de octubre del 2019, diversos análisis políticos, sociales y económicos han puesto la atención en la desigualdad como una de las principales causas del fenómeno. Las desigualdades en los ingresos, en el acceso a la salud, a la justicia y a la educación de calidad, en las pensiones de los jubilados, en términos de género, en la configuración territorial de la ciudad, etc.; desigualdades cultivadas y mantenidas por largo tiempo, parecen explicar la vehemencia e incluso violencia con que amplios sectores de la sociedad han expresado su descontento con el status quo.

La desigualdad, sobre todo aquella que hiere la convivencia humana, no es un problema que inquieta solo a la sociedad chilena. Preocupa en  el mundo entero y ha sido objeto de atención tanto desde el ámbito político, el académico y el eclesial. En este trabajo me propongo, en primer lugar, dar cuenta de algunos estudios que se han realizado en torno a la desigualdad, a nivel mundial y local, para luego detenerme, en un segundo momento más extenso, en algunos hitos bíblicos, teológicos y magisteriales y, enseguida, proponer algunas conclusiones o reflexiones finales que contribuyan al debate y al curso de la acción transformadora que demanda el presente. Obviamente, dada la complejidad de la cuestión aquí abordada, de las distintas aproximaciones disciplinares e ideológicas en juego, el esfuerzo aquí realizado no puede ser sino limitado. Por otra parte, dado el contexto en el que se ha agudizado la discusión sobre las desigualdades, el vínculo con la violencia no puede ser soslayado.

1.           Aproximaciones desde las ciencias sociales a las desigualdades

Es este apartado, de manera muy somera, recogeremos algunos análisis sobre el fenómeno de las desigualdades, consideradas sobre todo desde la economía, de la historia y las ciencias sociales, tanto en estudios globales como locales.

El historiador económico y social Walter Scheidel, en un estudio de largo aliento publicado en español hace un par de años (2018), inicia su monumental obra mostrando como la brecha entre ricos y pobres se torna cada vez mayor y más peligrosa. Como ejemplo preliminar, señala que en el año 2015 las setenta y dos familias más ricas del planeta eran propietarias de tanta riqueza personal neta como la mitad más pobre de la humanidad; es decir, 3.500 millones de seres humanos. Los desequilibrios que se dan a nivel mundial, se replican también al interior de las sociedades o países. Los datos y estadísticas que aporta son abrumadores. Pero lo más perturbador de su documentado análisis, que considera miles de años y distintas sociedades y continentes, consiste en que la violencia y algunas desgracias han sido el gran factor que ha contribuido a nivelar las desigualdades emergentes a lo largo de la historia. En efecto, la civilización no se ha prestado para nivelaciones pacíficas en sus años de existencia. Al contrario, en épocas de estabilidad, las desigualdades no han hecho más que aumentar hasta niveles que acaban siendo insostenibles, al punto de desembocar en asaltos igualitaristas abruptos. Parafraseando al libro de Apocalipsis de la Sagrada Escritura, Scheidel denomina “los cuatro jinetes de la equiparación” a las guerras con movilizaciones masivas (la Primer y Segunda guerra mundial, por ejemplo), a las revoluciones transformadoras (la francesa, la rusa, la china, etc.), a los fracasos o colapsos de los Estados (Egipto antiguo, Mesopotamia, el Imperio Romano, Somalia) y, también, a las grandes epidemias que mermaban la población, generando escasez de mano de obra y aumentado su precio. De este modo, directa o indirectamente, se aplanaban las desigualdades que solían incrementarse en tiempos de paz. De ahí que, para el autor, comprender esas “fuerzas niveladoras” que han surgido en la historia pasada parece crucial para adoptar políticas y medidas concretas que nos permitan combatir pacíficamente la desigualdad en el presente y futuro.

En todo caso, para este historiador austríaco radicado en Estados Unidos, la actual pandemia del coronavirus no se vislumbra como un “gran nivelador” al estilo de la peste negra en Europa. En una reciente entrevista (Fuentes, 2020), Scheidel señala:

La actual pandemia es diferente, porque incluso en el peor de los escenarios, la pandemia de coronavirus matará a una proporción mucho menor de la población respecto de las grandes epidemias del pasado. Como resultado, no habrá escasez de mano de obra y los salarios de los trabajadores comunes no aumentarán. Solo por esta razón, no se convertirá en un nivelador verdaderamente excelente. E incluso si la mortalidad fuera mucho mayor, como podría ser en una futura epidemia, la inteligencia artificial y la automatización podrían absorber parte de la escasez de mano de obra resultante y mantener bajo el valor del trabajo humano.

Con todo, en la línea de la tesis de su obra, considera que podrían darse condiciones para un nuevo brote de violencia, el cual podría evitarse si se adoptan medidas políticas adecuadas. En efecto,

la crisis también tiene el potencial de aumentar la presión política a favor de un cambio más progresivo. Si la flexibilización cuantitativa logra mantener a flote las economías y los avances médicos nos permiten contener el virus, podemos presenciar el regreso a alguna versión de los negocios como de costumbre, con todas las desigualdades arraigadas que esto conlleva. Pero si la crisis resulta ser más prolongada, si conduce a una depresión global o si las vacunas se retrasan mucho, la miseria popular y el descontento podrían llegar a niveles tales que las decisiones políticas más radicales se vuelvan más atractivas o incluso inevitables. Esto podría incluir intervenciones tales como nacionalizaciones de industrias privadas, esquemas de ingresos básicos universales y una tributación más alta y progresiva de los ricos. Esto, a su vez, podría reducir la concentración de ingresos y riqueza.

Cabe destacar también la obra del economista francés Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI (2014), donde el autor postula, apelando no solo a estudios económicos sino, también a la historia, a la política y a otras ciencias sociales, que el capitalismo tiene la tendencia a producir desigualdades y aumentarlas. La tesis del libro es la siguiente:

Cuando la tasa de rendimiento del capital supera de modo constante la tasa de crecimiento de la producción y del ingreso ―lo que sucedía hasta el siglo XIX y amenaza con volverse la norma en el siglo XXI―, el capitalismo produce mecánicamente desigualdades insostenibles, arbitrarias, que cuestionan de modo radical los valores meritocráticos (…) y –dirá más adelante– los principios de justicia social que son el cimiento de nuestras sociedades democráticas. (Piketty, 2014: 14 y 39).

Para Piketty, esta desigualdad fundamental “nada tiene que ver con una imperfección del mercado; muy por el contrario: mientras más ‘perfecto’ sea el mercado del capital, en el sentido de los economistas, más posibilidades tiene de cumplirse la desigualdad” (Piketty, 2014: 39). No es, pues, en el mercado donde hay que buscar las soluciones. Luego de documentar el gigantesco incremento de las desigualdades patrimoniales mundiales, y de estudiar los “treinta gloriosos” años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, donde las desigualdades parecieron reducirse, intenta sacar fórmulas que permitan superar el capitalismo entregado a su propia inercia. Para este economista, “sólo un impuesto progresivo sobre el capital cobrado a nivel mundial (o por lo menos en zonas económicas regionales bastante importantes, como Europa o América del Norte) permitiría contrarrestar eficazmente semejante dinámica” (Piketty, 2014: 449). Además, es necesario un control democrático, de modo que esa dinámica no se torne creciente y explosiva sino, más bien, haciendo uso de la herramienta impositiva sobre el capital (preferible, pero no excluyente del impuesto progresivo sobre el ingreso) pueda utilizarse desde un Estado Social que promueva una verdadera igualdad de oportunidades, que favorezca los proyectos comunes como educación, salud, jubilación, empleo, desarrollo sostenible, etc. (Piketty, 2014: 502).

Buscando nuevas vías para superar el capitalismo generador de crecientes desigualdades, Thomas Piketty en su nuevo libro titulado Capital e Ideología (2019) retoma y profundiza el tema desde una perspectiva histórica, económica, política y sociológica. Con nuevos antecedentes, como los que aporta el World Inequality Database, ofrece una visión menos occidental o euro-céntrica y amplía el estudio hacia más países y a todos los continentes. De este modo, radicaliza su crítica y busca superar un sistema que acrecienta las desigualdades y constituye una amenaza para el planeta. No reduce el estudio al drama de la concentración de la tenencia de la propiedad, del capital y los activos de un país, sino también a las inequidades en el ámbito de la educación, a las diferencias que existen entre países en cuanto la recaudación de fondos mediante impuestos. A partir del estudio exhaustivo y análisis, considera que “es posible construir un relato más equilibrado y esbozar el contorno de un nuevo socialismo participativo para el siglo XXI” (Piketty, 2019: 13). Frente a un determinismo económico, Piketty vuelve a darle importancia a las ideologías y a la política; éstas están al origen de las desigualdades y pueden incidir, también, en su superación histórica. Es posible, sostiene, construir sociedades justas donde todos sus miembros puedan acceder a los bienes fundamentales, como la educación, salud, empleo, participación en la vida social, cultural, política, etc. Para que sea posible, insiste nuevamente en la recaudación fiscal justa, que combine un sistema progresivo de impuestos sobre las sucesiones, la renta y el patrimonio. La principal novedad de su propuesta en esta obra, estaría en la implantación de un impuesto anual y altamente progresivo sobre la propiedad, que permita financiar la dotación de capital para cada joven adulto, y así desplegar una forma de propiedad temporal y de circulación permanente de los patrimonios (Piketty, 2019: 689).

Además de estas obras de gran envergadura aquí muy sucintamente reseñadas, las cuales intentan explicar el origen y desarrollo de las desigualdades, sobre todo económicas, como también las fuerzas niveladoras ocurridas en el mundo y en la historia, y de proponer, además, posibles estrategias para la superación de tales males, como los impuestos progresivos al capital y la prioridad a la política por sobre la economía, conviene detenerse en el escenario más local. Para ello nos sirve el estudio del PNUD Chile, Desiguales. Orígenes, cambios y desafíos de la brecha social en Chile [2]. Para nuestro propósito, cabe destacar que esta exhaustiva investigación multidisciplinar fue publicada un par de años antes del estallido social en Chile; es decir, las diversas formas de desigualdad que afectan a nuestro país, como a otros países de la región, estaban siendo objeto de atención desde hace un buen tiempo.

Si bien, desde la recuperación de la democracia Chile ha logrado importantes avances en términos institucionales y en la superación de la pobreza [3], a la siga de un crecimiento económico sostenido, poniéndolo en primer lugar en la región; sin embargo, el progreso alcanzado no alcanza a todos por igual. La desigualdad en términos de ingreso también lo pone en los primeros lugares del ranking latinoamericano [4].

Cabe destacar la definición de “desigualdad” con la que opera el documento: se trata de “las diferencias en dimensiones de la vida social que implican ventajas para unos y desventajas para otros, que se representan como condiciones estructurantes de la vida, y que se perciben como injustas en sus orígenes o moralmente ofensivas en sus consecuencias, o ambas” (PNUD Chile, 2017: 10). Se trata de desigualdades que van más allá de las brechas en los ingresos, aunque éstas no dejan de ser inquietantes.

En efecto, como se puede apreciar a lo largo del documento, que cuenta con los mejores datos disponibles y con evidencia cuantitativa y cualitativa generada para la investigación, si bien se focaliza en las desigualdades que tienen su origen en lo socioeconómico, estas abarcan también la educación, el acceso a la salud, al poder político [5]; el respeto y dignidad con que son tratadas las personas [6]; en la atención que se da al origen por sobre el mérito de las personas, etc. Las primeras víctimas son las mujeres [7], las regiones en relación al centro, los pueblos originarios y otras minorías [8]. El Informe presenta, pues, con claridad que la desigualdad socioeconómica es un fenómeno multidimensional y dinámico. Todo lo cual debilita al sistema democrático, constituye una amenaza a la cohesión social y a la convivencia pacífica, tal como lo ha quedado de manifiesto en octubre del 2019, y en estos momentos no sabemos qué vendrá después de la pandemia. Finalmente, digamos que el Informe se detiene y analiza ciertos “nudos” que reproducen la desigualdad socio-económica y que es necesario desatar para reducirla e impulsar cambios sostenibles en el tiempo. Entre otros, la concentración del capital y los ingresos, como tendencia creciente, y “que explica entre otros hechos la inconsistencia que hay entre el elevado ingreso per cápita del país y el bajo nivel de vida de la mayoría de la población” (PNUD Chile, 2017: 29). En fin, reducir las desigualdades en todos los ámbitos se plantea no sólo como un desafío ético, sino también una condición de posibilidad para un desarrollo sostenible e inclusivo.

2.           Aproximación teológica a las desigualdades injustas e hirientes

En este apartado, nos proponemos realizar una aproximación teológica al concepto o valor de la igualdad y, sobre todo, al drama humano que puede significar su antónimo, la desigualdad. Dadas las posibilidades que tenemos, me limitaré a algunos tópicos o hitos bíblicos, teológicos y magisteriales. Ciertamente debería ampliarse la indagación hacia otros temas o paradigmas afines, como la justicia y la injusticia, la pobreza y la riqueza, la inclusión y la exclusión, etc. que tienen largas resonancias bíblicas y magisteriales, pero obviamente implica un mayor espacio del que disponemos. Habiendo muchas opciones temáticas y metodológicas, me propuse comenzar por el concepto de “igualdad”, porque la lingüística y la semiótica nos ha enseñado a estar atentos al eje paradigmático de los mensajes que circulan en las culturas; es decir, a los esquemas de diferencias que subyacen en los discursos. Se habla o escribe más sobre la desigualdad, y menos sobre la igualdad. Me pareció interesante, entonces, partir por este último significante del eje paradigmático igualdad/desigualdad y desde allí moverme, enseguida, hacia algunas consideraciones teológicas y magisteriales. Espero que este ejercicio teológico sea una contribución en la necesaria atención que requieran las desigualdades que hoy día hieren a la humanidad y a nuestra sociedad, en particular. Por modesto que sea este ejercicio de discernimiento en medio de los turbulentos acontecimientos del presente, nos anima la esperanza formulada por el Concilio Vaticano II (1965) en la constitución Gaudium et spes, de que “la fe [...] orienta la mente hacia soluciones plenamente humanas” (nº 11).

1.1.        La igualdad como valor

Para nuestra sorpresa, el sustantivo “igualdad”, como su antónimo “desigualdad”, prácticamente no aparecen en la Sagrada Escritura. Pero cuando lo hace, es elocuente. En efecto, tan sólo en una carta de San Pablo aparece la palabra igualdad, en el contexto de una colecta en favor de los cristianos de Jerusalén (2Co 8, 1-15; sobre la colecta, ver Rm 15, 25-28 y 1Co 16, 1). El apóstol motiva a los cristianos de Corinto a ser generosos para salir en ayuda de los necesitados y hacer que, de este modo, exista igualdad entre los creyentes. Pablo precisa, sin embargo: “No se trata de que paséis apuros para que otros tengan abundancia, sino de procurar la igualdad. Ahora, vuestra abundancia remedia su necesidad, para que, en otro momento, su abundancia pueda remediar vuestra necesidad, y así reine la igualdad” (2Co 8, 13-14).

Es interesante notar que para San Pablo no se trata solo de ayudar a los que carecen de algún bien, sino de alcanzar un objeto-valor que denomina igualdad (ἰσότης). Ese objeto-valor buscado es resultado de la transferencia generosa de bienes que, según Rm 15, 27, pueden ser “espirituales” y “temporales”, por parte de los que tienen hacia los que no tienen o tienen poco. Pablo motiva la generosidad de los corintios apelando al testimonio que han dado los cristianos de Macedonia (2Co 8, 2-3) pero, sobre todo, a Jesucristo mismo, “el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza” (2Co 8, 9). Es decir, el fundamento de la generosidad que tiende hacia la igualdad es, en última instancia, cristológico.

Para Pablo, Jesucristo no solo es ejemplo o motivación última para la generosidad orientada a lograr la igualdad entre los cristianos o “santos”, como los llama. La muerte y resurrección de Jesucristo es también causa de que todos los seres humanos, en cuanto hijas e hijos de Dios, sean iguales en dignidad. En efecto, por la fe en el misterio pascual sellada mediante el bautismo, “ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3, 28). Así, la igualdad a la que estamos llamados no es solo cuantitativa, en términos de bienes, sino también cualitativa, en términos de dignidad: ni la raza, ni el status de ciudadano, ni el género debieran atentar contra la igualdad fundamental de las hijas e hijos de Dios, en Cristo Jesús.

Así, pues, para las cristianas y cristianos la fe en Jesucristo es el fundamento para promover la igualdad entre todos los seres humanos. El desarrollo teológico posterior, tanto del misterio de la encarnación como del misterio pascual, no han hecho sino explicitar aún más dicho fundamento. Pensemos, por ejemplo, en la teología de la divinización desarrollada por los Padres: en Cristo, Dios se hace hombre, para que el ser humano participe de su divinidad. O bien, en la teología de la justificación por la fe, sustentada en el amor reconciliador de Dios manifestado en la cruz de Cristo (ver 2Co 5, 19), que liberara al ser humano “de la obsesión constante por su propio valer. Y solo el hombre liberado de esa obsesión puede mirar a los otros como iguales” (González Faus, 2015).

1.2.        Los valores de Jesús de Nazaret

Además de los incipientes desarrollos cristológicos que hemos recogido en San Pablo para fundamentar la igualdad entre los seres humanos, es preciso poner atención en el carácter revelador de la vida misma de Jesús, de su mensaje, obras y palabras, como de hecho lo hacen muchas de las cristologías contemporáneas y algunas latinoamericanas, en particular. Allí encontramos, también, el propósito y modo de proceder Jesús para hacer que, en términos de Pablo, “reine la igualdad”. En definitiva, no se trata solo de creer en Jesucristo, sino de que continúe también en la historia la fe de Jesucristo. Es decir, que sigan marcando la historia aquellos valores por los cuales Jesús se jugó la vida. Como bien observa el teólogo uruguayo Juan Luis Segundo (1991), Jesús de Nazaret como ser humano tiene los mismos componentes que conforman nuestra existencia. Y nos habla desde ellos. Es decir, hay en su vida obvios elementos de fe, en sentido antropológico de la palabra, pues apuesta por unos valores que le dan orientación a su existencia. Hay también unas mediaciones sin las cuales sus valores habrían quedado sin plasmarse en la realidad. Y, finalmente, cuenta con datos trascendentes sobre las posibilidades últimas del ser humano y del mundo, que marcan su vida y aun su manera peculiar de morir. Segundo está convencido que atendiendo a esas dimensiones presentes en Jesús, como en todo ser humano, puede contribuir a “repensar la posible relevancia de ese personaje histórico que es Jesús de Nazaret para cualquier hombre que busque dar sentido (o un mejor sentido) a su vida”, tanto personal como social (1991: 36).

Una fe religiosa en Jesús comporta el convencimiento de que el sistema de valores adoptada por la fe de Jesús tiene relación con Dios y su revelación. En efecto, “desde que Dios no entra en nuestra experiencia sensible, cualquier presunta ‘revelación’ suya en el orden del sentido y de los valores debe ser percibida y transmitida mediante testimonios humanos” (Segundo, 1991: 94). En este caso, del testigo humano que es Jesús de Nazaret. Así, creer en el Dios revelado por Jesús, no es solo creer en la existencia de un Ser superior sino, también, estar de acuerdo con los valores de los que da testimonio el mismo Jesús. Dicho de otro modo, en la fe de Jesús desplegada en su historia, podemos hallar claves –y no cualesquiera– para responder a la realidad que reclama salvación en el presente, como son las injusticias y desigualdades que atentan contra la dignidad humana.

No es este el lugar para presentar una pormenorizada aproximación histórica a Jesús de Nazaret, pero sí para destacar algunos elementos que nos permitan dar con los principales valores que orientan su existencia [9]. Para comenzar, acudimos al evangelio de Marcos, que nos presenta lo que sería una especie de síntesis del anuncio profético de Jesús: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios ha llegado; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1, 15). El centro del mensaje de Jesús, lo que da sentido a su vida y lo pone en misión se expresa con los términos Reino de Dios, o Reino de los cielos, según Mateo. Este reino o, mejor, reinado de Dios tiene una dimensión histórica y trascendente, estrechamente relacionadas: Jesús ora, enseña y espera que venga su Reino, que Dios haga su voluntad en la tierra como en el cielo, si atendemos a la versión mateana de la llamada oración del “Padrenuestro”, que nos aporta un paralelismo explicativo (Mt 6, 10). El ejercicio de la voluntad o soberanía de Dios en la tierra implica una transformación de toda la sociedad, de todas y todos los que conforman un pueblo; consistirá en que los hombres y mujeres recuperen la humanidad que han perdido de diversas maneras: “los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva” (Mt 11, 2-5).

En un contexto de grandes miserias, dolores y exclusiones, es claro que el reinado de Dios anunciado por Jesús tiene un destinatario específico, tiene una prioridad: “los pobres”, aquellos “que lloran” y “tienen hambre” en Israel (Mt 5, 3-6). En efecto, de acuerdo al estudio clásico de

J. Dupont (1969), en la fuente “Q” que estaría detrás de las “bienaventuranzas” de Mateo y Lucas, son los pobres los invitados a alegrarse con el Reino que llega. Que el reinado de Dios constituya un “evangelio” para todos dependerá de un cambio de mentalidad (μετάνοια) que conlleva aceptar el cambio en la sociedad: “Y feliz aquél que no se escandalice de mí!” (Mt 11, 6); es decir, que no se oponga a Jesús porque trae una Buena Nueva a los pobres que hará a éstos felices. La prioridad del reinado de Dios anunciado por Jesús consistirá, entonces, en sacar a los pobres de la situación inhumana en que se encuentran. He ahí, pues, lo que parece ser el valor principal que moviliza a Jesús.

Jesús no solo anuncia el Reino, sino que también utiliza ciertas mediaciones (un “sistema de eficacia” o “ideología”, en términos de Juan Luis Segundo) para implantar en la realidad aquello que da sentido a su vida, para hacer presente a los pobres y pecadores el amor predilecto de Dios. Además de recorrer distintos pueblos de la región de Galilea anunciando la buena nueva del Reino (ver Mt 4, 23; Mc 1, 39; Lc 4, 14-15), se conmueve y reacciona ante el dolor de los enfermos, de los pobres y débiles (Mc 1, 41; Mc  6, 34;  Mc 9, 22); pone a disposición de ellos su capacidad de aliviar males y sanar enfermedades. Jesús expulsa demonios, libera a las personas de aquellas fuerzas que les impiden ser dueñas de sí mismas, mostrando fehacientemente la victoria sobre el maligno que comporta el Reino. Jesús acoge a pecadoras y pecadores, come y habla con ellos, lo cual no solo libera de la propia esclavitud, sino que además devuelve la dignidad a quieren eran despreciados por los demás. Jesús da importancia a las comidas con toda clase de gente, le gusta hablar de banquetes, al punto que lo acusan de “comilón y borracho” (Mt 11, 18). Estas comidas son anticipos y celebraciones gozosas del Reino. Más aún, come con los que nunca son invitados: con los pobres y marginados (Lc 14, 14-24). Llama también la atención el trato y amistad de Jesús con las mujeres, en un contexto cultural donde solo el varón era protagonista. Ellas son parte del grupo de los discípulos: María de Magdala, María la madre de Santiago y José, Salomé; sus amigas Marta y María. Es probable que haya habido algunas en la última cena, pero ciertamente estuvieron al pie de la cruz y fueron las primeras testigos de la resurrección (Pagola, 2007: 211-238). En fin, mediante todas estas acciones, podemos verificar nuevamente que restituir la vida digna de todo ser humano, partiendo por los pobres y marginados, constituye el valor supremo en la escala de valores de Jesús, a los que siguen valores como la libertad, la equidad en el trato, etc. Lejos de ser un idealista, Jesús se sirve de un sistema de eficacia para anticipar lo que el Reino generalizará con su llegada. El servicio a esos valores, que brotan desde la compasión o misericordia, es lo que mejor expresa o da cuenta del Dios del Reino (Sobrino, 1991: 125-127; ver también Kasper, 2013).

También en la línea de las mediaciones que utilizó Jesús para introducir eficazmente en la realidad la estructura de valores que constituye la manera como él concibe a Dios y lo que Dios quiere, habría que considerar su predicación. En particular, las parábolas. Mediante ellas, no solo explica mediante imágenes en qué consiste el Reino, sino que, además, enfrenta a aquellos que se oponen al Reino tal como Jesús lo entiende y práctica. Para Juan Luis Segundo, el hilo conductor de todas las discusiones críticas que encierran las parábolas es de orden político-religioso, así como era político-religiosa la autoridad que poseían los adversarios de Jesús. No podemos detenernos aquí en el sugerente análisis que hace este teólogo latinoamericano de más de 20 parábolas, en las que el carácter polémico se aprecia con mayor claridad (1991, pp. 186–232). Simplemente hay que señalar que una primera serie de parábolas están orientadas a desmantelar la falsa seguridad de aquellos que se sienten protegidos ante el Reino que viene, ya sea porque piensan que nada cambiará su situación material privilegiada (los ricos) o, bien, porque creen tener “derechos adquiridos” en cuanto autoridades delegadas por Dios. Una segunda serie, para destacar la alegría de Dios cuando logra recuperar para sí y para la sociedad de Israel, a cuantas y cuantos se hallaban perdidos, empobrecidos o marginados. Una tercera, para hacer ver que los verdaderos pecadores en Israel son aquellos que están en contradicción con el corazón de Dios, los que se oponen a la prioridad del amor de Dios por los pobres y pecadores; es decir, por los que estaban perdidos en Israel. En los fariseos y su teología verá Jesús el instrumento ideológico de que se valen las autoridades de Israel (sobre todo los sacerdotes que dominan  en el Sanedrín) para mantener oprimido al pueblo y ejercer la marginación en provecho propio y en nombre de Dios. Por último, está la cuarta serie de parábolas, que tienen en común la solidaridad u opción por el pobre como “lugar” para la auténtica lectura o interpretación de la palabra de Dios. Esto, porque en Israel, la religión, en vez de permanecer al servicio de la obra de Dios –que es también promoción de la vida y del bien del ser humano– se había pervertido al convertirse en un absoluto (es decir, había adoptados los rasgos de una ideología patológica). Había olvidado que el sábado estaba hecho para el hombre y no el hombre para el sábado (ver Mc 2, 27).

En fin, el Reino de Dios anunciado y anticipado por Jesús en un contexto conflictivo contempla distintos actores, a todos los cuales les invita a una conversión y a creer en la buena noticia: a los beneficiarios principales, los pobres y marginados, que crean que Dios los ama y desea liberarlos de sus males; a las discípulas y discípulos colaboradores, que como Jesús “busquen el Reino y su justicia” (Mt 6, 33) y estén dispuestos a asumir la carga y consecuencias que ello implica (ver Mc 8, 34-35; Mt 5, 11-12 y par.); a los adversarios, que dejen de oprimir y poner pesadas cargas económicas, morales y religiosas sobre los demás.

En un determinado momento, las mediaciones o sistema de eficacia desplegado por Jesús en Galilea parecen no conseguir los efectos esperados. Luego de lo que algunos exégetas llaman “la crisis de Galilea”, Jesús abandona su región y se pone en camino hacia Jerusalén (ver Mt 16, 21) [10]. Detrás de todo esto pareciera verse a Jesús delante de una disyuntiva: por un lado, liberar a los pobres de la urgencia de sus necesidades, y, por otro, impedir que caigan en el inmediatismo ciego a lo que el Reino traerá en plenitud. Jesús rechaza ser reducido a un Mesías proveedor de milagros: decide subir a Jerusalén precisamente para que su anuncio se cumpla cabalmente, sin ambigüedades. En efecto, para Jesús, Jerusalén constituye algo decisivo: allí se sentirá muy pronto el poder de Dios que trae el Reino, como lo trajo en el pasado a ese mismo lugar. Ahora será con más poder y de manera definitiva. Pero Jesús sabe también que ir a Jerusalén es “subir” en el conflicto con los representantes oficiales de Dios que residen en esa ciudad [11].

Finalmente, Jesús terminará su vida en Jerusalén con una sentencia política, ajusticiado por las autoridades romanas a instancias de las autoridades político-religiosas de Israel, como eran las del Sanedrín. Cabe destacar aquí que, entre las estrategias o sistema de eficacia de Jesús para implantar los valores del Reino, no contempló el uso de la violencia. Tampoco ésta fuera parte del dato trascendente que maneja Jesús de cómo ha de “venir con poder el Reino de Dios” (Mc 9, 1). Sin duda, no puede interpretarse como opción violenta el gesto profético en el templo (Mc 11, 15ss y par.), con el cual, más bien, Jesús buscaba indicar cómo quiere estar Dios presente en el mundo. Jesús no promueve sino que, más bien, padece la violencia; “es crucificado porque su actuación y su mensaje sacuden de raíz ese sistema organizado al servicio de los más poderosos del Imperio romano y de la religión del Templo” (Pagola, 2007: 389). En lugar de responder con violencia, la muerte asumida por Jesús “fue el servicio último y supremo al proyecto de Dios, su máxima contribución a la salvación de todos” (Pagola, 2007: 352).

Obviamente, la última afirmación tiene que ver ya con la fe en Jesús. En efecto, la resurrección que sigue a su muerte en cruz es el punto de partida de la fe en Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, el Señor. Pero, también, la confirmación de la fe de Jesús: es decir, la certeza de que los valores por los cuales Jesús se jugó la vida no se pierden… Con el género literario que caracteriza a los relatos de la resurrección de Jesús se quiere comunicar el dato trascendente aportado por ese acontecimiento único que sobrepasa la historia: es el dato concreto sobre la forma en que Dios respondió a los valores practicados en la historia de Jesús. Estamos, pues, en el plano de lo escatológico, donde se juzga y verifica el sentido de la historia. Como dice Segundo, “la escatología a la que se asoman (las discípulas y discípulos) con esa profunda experiencia de Jesús resucitado constituye una especie de ‘verificación en promesa’ de que Dios hace suyos y, por ende, de la realidad entera, los valores que presenta la historia de Jesús” (Segundo, 1991: 330).

En definitiva, el Evangelio es una invitación a creer en el dato aportado por ese acontecimiento meta-histórico que es la resurrección: la promesa escatológica de que Dios hará suyos, como lo hizo con Jesús, todos nuestros trabajos y esfuerzos por construir un mundo más digno y humano, en la línea de lo que Jesús nos testimonia con su fe. Buscar que reine la justicia entre todos los seres humanos, responder con misericordia y de manera efectiva ante las miserias y distintas formas de marginación, poner medios que no contemplen la violencia parece ser lo espera Jesús de sus colaboradores y colaboradoras.

2.3.        La igualdad como derecho y la desigualdad como injusticia

Pareciera que la igualdad, de la que habló San Pablo, tuvo que esperar hasta los tiempos de la Revolución francesa para que, al menos en Occidente, junto con la a libertad y fraternidad, fuera destacada como uno de los valores que han de configurar a nuestras sociedades. Por su parte, la Iglesia católica, en su apertura y diálogo con los valores destacados por la Modernidad, vuelve a poner atención en el valor de la igualdad y a denunciar lo que atenta contra ella. A modo de ejemplo, cabe citar los siguientes párrafos del Concilio Vaticano II (1965):

La igualdad fundamental entre todos los hombres exige un reconocimiento cada vez mayor. Porque todos ellos, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma naturaleza y el mismo origen. Y porque, redimidos por Cristo, disfrutan de la misma vocación y de idéntico destino. Es evidente que no todos los hombres son iguales en lo que toca a la capacidad física y a las cualidades intelectuales y morales. Sin embargo, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada por ser contraria al plan divino. En verdad, es lamentable que los derechos fundamentales de la persona no estén todavía protegidos en la forma debida por todas partes. Es lo que sucede cuando se niega a la mujer el derecho de escoger libremente esposo y de abrazar el estado de vida que prefiera o se le impide tener acceso a una educación y a una cultura iguales a las que se conceden al hombre.

Más aún, aunque existen desigualdades justas entre los hombres, sin embargo, la igual dignidad de la persona exige que se llegue a una situación social más humana y más justa. Resulta escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales que se dan entre los miembros y los pueblos de una misma familia humana. Son contrarias a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y a la paz social e internacional. (Gaudium et Spes, n° 29)

Vemos, pues, que la igualdad como derecho humano fundamental  ha hallado “carta de ciudadanía” y un desarrollo teológico en el discurso social de la Iglesia. No es posible presentar aquí la evolución teológica y moral que ha tenido, en la enseñanza o doctrina social de la Iglesia (DSI), la comprensión del valor de la igualdad y su contracara, la desigualdad.

En cambio, podemos señalar brevemente que, en el contexto latinoamericano, de modo sinodal y colegiado, la Iglesia de la región puso gran atención en las “desigualdades”, en particular, en aquellas que calificaba de “injustas” o “excesivas”. Más aún, podemos decir que hace más de cincuenta años dichas desigualdades fueron consideradas como el factor que más atentaba contra la paz y el desarrollo integral de América Latina. Para un desarrollo más pormenorizado este delicado asunto, me permito remitir a mi investigación teológico-cultural publicada recientemente, con ocasión del 50º aniversario de la Conferencia de Medellín (Verdugo & Arellano, 2019).

Al analizar el documento Paz de Medellín (CELAM, 1968) y describir los males destacados “en el mundo del texto”, pudimos constatar que las desigualdades al interior de cada país y entre los países, si bien aparecen mencionadas en algunas ocasiones como un mal particular, subyacen también como código o norma que regula y mide todos los elementos que conforman el drama de América Latina. Así, por ejemplo, el problema de la distribución de los bienes y de los males configura “sectores” o “clases” dentro de las naciones o países, “centro” y “periferias” en el contexto internacional. La desigualdad económica divide a los sujetos entre sectores acomodados y sectores faltos de lo necesario, entre países pobres y países ricos; la desigualdad política o de relación con el poder divide entre sectores poderosos y sectores oprimidos, entre países imperialistas y países dependientes; la desigualdad cultural divide entre sectores que tienen gran participación en la cultura y sectores que viven en la ignorancia e impedidos de participar en ella, etc. Las desigualdades regulan y dan forma a todo el escenario y drama del relato o documento, y, por ende, constituyen un componente fundamental de la matriz cultural desde donde se comprende el subdesarrollo, el mal capital, y los demás males del relato que se oponen a la paz, el objeto-valor deseado. Es comprensible, entonces, que en un enunciado o sintagma que parece recapitular y sintetizar todos los males descritos, se afirme lo siguiente: “allí… donde existen injustas desigualdades entre hombres y naciones se atenta contra la paz”. Situación que se interpreta teológicamente por los pastores, como “un rechazo del don de la paz del Señor”, como “un rechazo del Señor mismo [Cf. Mt 25, 31-46]” (CELAM, 1968: no 14).

Ofrezco, nuevamente, el cuadro semiótico elaborado con ocasión de la investigación, que nos permite visualizar los valores y antivalores “elementales” en juego en la matriz cultural presente en Medellín:

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Como se puede apreciar, la matriz opone primariamente a las desigualdades injustas con la paz, y no con la violencia en cualquiera de sus expresiones, ya sea subversiva o represiva. Éstas encuentran su explicación en las desigualdades, así como el desarrollo integral permite entender cómo se entiende la paz en este escenario. No se trata simplemente de pasar de la violencia a la paz, sino de las desigualdades injustas a la paz, la cual comporta el desarrollo integral de todos en América Latina. Por lo visto, la lectura teológico-cultural de Medellín, puesta de relieve mediante la investigación, desgraciadamente sigue siendo pertinente en América Latina y en Chile, en particular. Digo “desgraciadamente”, porque parece que hemos avanzado poco; digo, “pertinente”, porque este discurso teológico-pastoral inculturado nos muestra un camino e itinerario aún por recorrer.

Para terminar, observemos que el papa Francisco, situado en la línea del Concilio Vaticano II y de Medellín, desde el comienzo de su pontificado ha llamado la atención acerca de las inequidades en cuanto detonantes de la violencia que afectan a nuestras sociedades, tanto entre naciones como al interior de ellas. En la exhortación apostólica Evangelii Gaudium (2013), por ejemplo, advierte: “…hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia” (EG, n° 59). Más tarde, en la encíclica Laudato Sí (2015), en un tono crítico hacia el modelo económico globalizado, el Papa afirmará que “la visión que consolida la arbitrariedad del más fuerte ha propiciado inmensas desigualdades, injusticias y violencia para la mayoría de la humanidad, porque los recursos pasan a ser del primero que llega o del que tiene más poder: el ganador se lleva todo” (LS, n° 82). Los procesos de degradación ambiental, afirma allí mismo, afectan de tal manera que profundizan las injustas desigualdades, constituyen una fuente de iniquidad, pues “el ambiente humano y el ambiente natural se degradan juntos” (n° 48). “El desafío urgente de proteger nuestra casa común –dirá Francisco– incluye la preocupación de unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral, pues sabemos que las cosas pueden cambiar” (n° 13). En la encíclica Fratelli Tutti (2020), recién publicada, es posible reconocer los mismos valores y antivalores “elementales” en juego en la matriz cultural presente en Medellín, en continuidad con el Vaticano II y otros documentos de la DSI. A modo de ejemplo, cito uno de los siete párrafos donde aparece el significante “inequidad”:

Quienes pretenden pacificar a una sociedad no deben olvidar que la inequidad y la falta de un desarrollo humano integral no permiten generar paz. En efecto, ‘sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. Cuando la sociedad —local, nacional o mundial— abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad’. Si hay que volver a empezar, siempre será desde los últimos. (FT, n° 235. Las cursivas son nuestras)

3.           Reflexiones finales

Luego del breve recorrido teológico, propongo algunas reflexiones finales que quieren ser una contribución al debate en torno a las desigualdades que hieren la convivencia humana, a nivel global y local, y que demandan una urgente respuesta que nos conduzcan a una paz basada en la justicia.

Tenemos que reconocer, primer lugar, que de los valores “revelados” por Jesús mediante sus palabras y obras, al anunciar y anticipar en su contexto el Reino de Dios, permanecen vigentes y reclaman ser implantados con urgencia en la realidad global y local. Más aún, son parte constitutiva de la misión de las discípulas y los discípulos de Jesús, de los llamados a colaboran con él en la búsqueda del Reino y su justicia, en cada tiempo y lugar. Se trata, pues, de que la fe de Jesús continúe en nuestra historia.

En segundo lugar, la igualdad (ἰσότης), comprendida germinalmente por San Pablo –desde la fe en Jesucristo– como uno de los valores que han de reinar entre todos, urge ser puesta de relieve, sobre todo cuando pareciera que lo que reina es la desigualdad en sus múltiples dimensiones que hieren a los herederos de Dios, y a la creación entera, que también gime esperando que se manifieste –por la acción del Espíritu– la gloriosa libertad de las hijas e hijos de Dios (ver Rm 8). Hacer frente a las desigualdades o inequidades que hieren la convivencia humana y destruyen nuestro planeta, requieren de la promoción de valores tan evangélicos como, la justicia, la libertad, la inclusión… y la igualdad, relevada por el apóstol.

Además de rescatar los valores de Jesús como lo hizo Pablo, es necesario, en tercer lugar, considerar una y otra vez qué sistemas de eficacia pueden contribuir a hacerlos posible. Se requiere del discernimiento de las mediaciones que hacen efectivos dichos valores. En efecto, las “ideologías” no han muerto; están vivas y son necesarias, como mediaciones para la acción (Verdugo, 1992). No es de extrañar, pues, como lo hemos visto en los análisis sociales reseñados en la primera parte de este trabajo, la prioridad que debe dársele a la discusión ideológica y política. Esta es ineludible si no queremos, por una parte, caer en un idealismo ineficaz o, por otra, en la violencia que solo trae más violencia.

Cabe preguntarse, por último, si el valor de la igualdad no podría ser mejor promovido por parte de la Iglesia católica, en su servicio al mundo, si no se abordan, por ejemplo, las inequidades en la forma de sostener roles y la distribución del poder al interior de ella (Castillo, 2017). Parece ser esa una de las preocupaciones del papa Francisco (2013), cuando al comenzar su pontificado afirmó que “todavía es necesario ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia. Porque ‘el genio femenino es necesario en todas las expresiones de la vida social; por ello, se ha de garantizar la presencia de las mujeres también en el ámbito laboral’ y en los diversos lugares donde se toman las decisiones importantes, tanto en la Iglesia como en las estructuras sociales” (EG, n° 103). Sin duda, las desigualdades internas al interior de la Iglesia mellan su credibilidad; dificultan que ella pueda tener una palabra profética más convincente en relación a las desigualdades o inequidades en la sociedad, promoviendo así un Reino de justicia y equidad.

Fernando Verdugo, https://www.scielo.cl/

Notas:

1        Este artículo se elaboró a partir de la ponencia presentada en el Seminario Interno  de Profesores de la Facultad de Teología de la Universidad Católica de Chile, el día 6 de octubre de 2020. Luego de la crisis social desencadenada en Chile en octubre del 2019, el tema escogido para el Seminario anual fue “El despertar de Chile”: abordaje teológico de la crisis presente y de las transformaciones futuras.

2        Tanto el informe completo del PNUD Chile, de 411 páginas, como la síntesis, de 36 páginas,            están disponibles          en internet: https://www.cl.undp.org/content/chile/es/home/library/poverty/desiguales--origenes--cambios-y-desafios-de-la-brecha-social-en-.html. Para este trabajo, nos servimos de la Síntesis.

3     “Usando la medida de pobreza introducida por el Ministerio de Desarrollo  Social  en 2013, y aplicándola a los datos históricos, se tiene que desde 1990 a la fecha el porcentaje de personas viviendo en la pobreza se ha reducido de un 68% a un 11,7%. Solo en los últimos quince años, el ingreso per cápita real de los hogares en el 10% más pobre de la población creció en un 145% real. (…) Si bien el nivel absoluto de ingresos es aún bajo para una gran mayoría, el cambio relativo respecto del propio pasado es indudablemente muy significativo” (PNUD Chile, 2017: 11).

4        En Chile, si bien ha habido disminución en la desigualdad de ingreso desde el 2000 al 2015 (GINI de 54,9 a 47,6), debido a la reducción de la brecha de salarios entre los trabajadores de mayor y menor calificación y las transferencias gubernamentales a los grupos pobres y vulnerables, llama la atención la concentración de ingreso y riqueza en el 1% más rico: capta el 33% del ingreso que genera la economía chilena. La concentración en el tope contribuye a la percepción de que las distancias no se acortan (PNUD Chile, 2017: 13–14). Sobre todo, si en el 2015, la mitad de los asalariados del país, con jornada de 30 o más horas semanales, obtenía un salario bajo: es decir, insuficiente para cubrir las necesidades básicas de un hogar promedio (p. 15); o bien, si la mitad de los jubilados percibe hoy una pensión inferior al 70% del salario mínimo (p. 17).

5        En Chile se da una concentración del poder político y sobrerrepresentación de los grupos de mayores ingresos en los espacios de toma de decisiones. De ahí la importancia de cambios en la institucionalidad política que podría inducir correlaciones de fuerza relativamente más igualitarias que las actuales (PNUD Chile, 2017: 31–33).

6        Según el Informe: “en Chile se evidencia una fuerte ‘desigualdad del trato social’.    El análisis muestra que pertenecer a las clases más acomodadas facilita significativamente no tener experiencias de malos tratos, una ventaja considerable cuando lo que está en juego son las formas de reconocimiento social desde las cuales las personas pueden desplegar su subjetividad” (PNUD Chile, 2017: 19). También se constata que “la molestia frente a la desigualdad se concentra en las desigualdades de acceso a la salud y la educación, y que a algunas personas se las trate con mayor respeto y dignidad que a otras” (p. 20). Todo ello ha incrementado, en los últimos quince años, la percepción de injusticia (p. 21).

7        A nivel de salarios, por ejemplo: “Las trabajadoras tienen  una  probabilidad  10 puntos superior que los hombres de recibir una paga baja, que aumenta a 20 puntos en el segmento de trabajadores con estudios secundarios” (PNUD Chile, 2017: 23). O bien, la mayor inseguridad que experimentan las mujeres, debido a la menor cobertura y montos de las pensiones que reciben (p. 17).

8     Con una mirada histórica, constata que “la desigualdad socioeconómica en Chile ha tenido una connotación étnica y racial. Las clases altas se configuraron como predominantemente blancas, mientras que mestizos e indígenas ocuparon un grado más bajo en la jerarquía social, y negros y mulatos uno aun más bajo” (PNUD Chile, 2017: 34).

9        Aparte de la obra de Juan Luis Segundo ya mencionada, en lo que sigue tendremos en cuenta a José Antonio Pagola (2007), Armand Puig (2008) y Jon Sobrino (1991).

10        La “crisis de Galilea” ocurriría, según algunos exégetas, luego de la segunda multiplicación de los panes, estaría señalada por la confesión de Pedro, y sería seguida por la primera predicción de la pasión (ver Mc 8 y par.).

11        Ver las tres predicciones de la pasión puestas en boca de Jesús a lo largo de su caminar hacia Jerusalén: Mc 8,31ss; 9,30ss; 10,32ss y par. respectivos.

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