Joseph Ratzinger

Cuando en el 1975 me pidieron, desde distintos lugares, que hiciera un balance diez años después del Vaticano II, mi pensamiento retornó a los días del comienzo del Concilio. El cardinal Frings me había invitado, el 10 de octubre de 1962, víspera de la sesión inaugural, a presentar, alos obispos de lengua alemana, los problemas teológicos que se iban a plantear a la reflexión en el Concilio. Estaba buscando una introducción adecuada que, de alguna forma, recogierala esencia de lo que el mismo Concilio tenía que hacer visible.

Me encontré, entonces, con un texto de Eusebio de Cesarea, padredel primer Concilio ecuménico de la historia de la Iglesia, Nicea, celebrado el año 325, que resumía su opinión sobre estas asambleas de la Iglesia de la siguiente manera: «Se reunieron los primeros siervos de Dios de todas las Iglesias de Europa, África y Asia. Yuna sola Iglesia, mundialmente extendida, através de la gracia de Dios, se hizo presente a sirios, sicilios, fenicios, árabes y palestinos. También a egipcios, tebanos, africanos y mesopotámicos. Incluso un Obispo persa estaba en el sínodo. Tampoco faltaba un escita en ese coro. Ponto y Asia, Capadocia y Galacia, Frigia y Panfilia enviaron a los más selectos. También llegaron tracios, aqueos, epirotas y personas que vivían más lejos. [...] Incluso un español, por cierto, famoso, fue uno de los numerosos participantes en al Asamblea» [1]. En el fondo de esta declaración entusiasta, que remite a la formulada por Lucas en los Hechos de los Apóstoles, en Pentecostés, está también la declaración teológica que Eusebio recoge en su informe: Nicea era un nuevo Pentecostés, el verdadero cumplimiento del signo pentecostal, pues la Iglesia ahora realmente habla en todos los idiomas y con ello confiesa una fe y se convierte así en Iglesia del Espíritu Santo.

El Concilio, un nuevo Pentecostés; esta era una idea que se correspondía con nuestros sentimientos de entonces, no sólo porque el papa Juan lo hubiera formulado como un deseo, como una oración, sino porque era la reproducción de nuestra experiencia a la llegada al aula conciliar: encuentro de los obispos de todos los países, de todas lenguas, muchas más de las que Lucas y Eusebio podían imaginar e, igualmente, experimentar la catolicidad real con su esperanza pentecostal; este era el signo lleno de esperanza en este primer día del Vaticano II.

Así era en aquel entonces. A modo de introducción de la presente visión retrospectiva, un texto como este, un tanto triunfalista, ya no serviría hoy. El estado de ánimo ha cambiado básicamente.Ahora tengo ante los ojos otro texto de los Padres, escrito cincuenta años después, y con un cambio muy notable de perspectiva que refleja algo similar a lo que nos ha pasado también a nosotros. El autor es Gregorio Nacianceno, uno de los herederos de Nicea y, él mismo, padre conciliar en el Concilio de Constantinopla, en el año 381, que complementa la formulación de Nicea con la declaración expresa de la divinidad del Espíritu Santo. En el año 381 nodio tiempo a concluir las discusiones y el emperador, a través del funcionario Procopio, cursó en el año 382 una invitación oficial, a Gregorio, el Obispo y teólogo más importante de aquella época, para una especie de segundo nuevo período de sesiones en Constantinopla. La negativa de Gregorio fue lacónica y se basaba en los siguientes motivos. «A decir verdad, pienso que se debería huir de todo Concilio de obispos, pues yo jamás vivi un final feliz de ningún Concilio; tampoco he visto que se hayan eliminado circunstancias negativas; [...] siempre, en cambio, he visto la ambición o lalucha en torno a lo que ha de hacerse» [2].

Martín Lutero, que en sus comienzos había pedido apasionadamente un Concilio libre y general, retomó este texto en 1539, en su obra: De los concilios y de las Iglesias. En esta obra ha reflejado su opinión más tardía sobre los valores y los contravalores de los concilios.

Ahora bien, este distanciamiento de primitivo entusiasmo por el Concilio hasta el escepticismo conciliartiene en Lutero, sus propias razones, que un católico seguramente no compartirá [3]: Lutero había reconocido que un concilio tenía que confirmar la doctrina eclesial y que, consecuentemente, no podían darle la razón a él, porque él no solo se había puesto en contra de los abusos, sino en contra de la doctrina misma de la Iglesia: por eso, lucha por la superioridad del poder secular en el que vio su oportunidad. Pero, aunque uno no pueda quizás recomendar mucho el juicio negativo de Lutero sobre los concilios en su significado, sí que tiene peso el de un gran padre de uno de los concilios del siglo IV, cuando se formuló la ortodoxia eclesial. Ahora bien, se puede argumentar en contra, sin embargo, que aunque Gregorio, como teólogo, fue realmente grande, como ser humano fue un hipocondríaco de una naturaleza hipersensible [4].

Pero, entonces, pesa en todo caso el hecho de que también una de las mayores figuras del siglo de los grandes Concilios, Basilio, amigo de Gregorio, haga un juicio aún más duro. El habla de un «desorden y confusión espantosos», a raíz de la disputa del Concilio, de un «incesante parloteo» que llena toda la Iglesia [5].

A partir de esa especie de mirada macroscópica de la historia de la Iglesia con la que nosotros hoy miramos el entonces, se debería contradecir la opinión de los dos obispos: precisamente estos grandes concilios de los siglos IV y V se han convertido en los faros que han iluminado a la Iglesia, que han indicado el camino al núcleo de las Sagradas Escrituras y, al definir su interpretación, han clarificado igualmente la identidad de la fe en el giro de los tiempos. Pero, aun cuando el juicio de la historia en general es diferente, manifestando, desde la distancia, que sólo lo grande parece haber pervivido y viceversa que lo que fue duradero fue lo grande, los contemporáneos parecen estar expuestos siempre a la misma experiencia que estos testigos del siglo de las grandes decisiones fundamentales han verbalizado. Frente al punto de vista macroscópico se encuentra el microscópico, es decir, el más cercano. Y, desde cerca, no se puede negar que casi todos los concilios han actuado, primeramente, como perturbadores del equilibrio y como factores de crisis. El Concilio de Nicea que formuló, definitivamente, la filiación divina de Jesús, fue seguido de una batalla agotadora que trajo el primer gran cisma de la Iglesia, el arrianismo, que destrozó a la Iglesia durante décadas.

Lo mismo sucedió después del Concilio de Calcedonia, en el que se definió la verdadera divinidad y la humanidad de Jesús. La herida, abierta entonces, no se ha cerrado hasta hoy. Los verdaderos herederos del gran obispo, Cirilo de Alejandría, se sentían traicionados por las fórmulas que se oponían a las de su sagrada tradición; son los monofisitas, cristianos de Oriente, minoría significativa que aún hoy día pervive; su existencia, simplemente, nos muestra la dureza de aquellas batallas. Cuando nos situamos cerca de la época actual, la memoria se retrotrae al Vaticano I; como secuela suya, quedó rota la unidad de la mayoría de las facultades de teología católica en Alemania, cuyas heridas tardaron décadas en cicatrizar.

Así, el desarrollo crítico que siguió al Vaticano II tenía ya una larga historia. Podía sorprender únicamente porque con el entusiasmo de los comienzos se había borrado en gran medida la experiencia histórica, quizá, también porque se pensó que todo se había hecho de forma diferente y mejor: un Concilio que nada dogmatizó ni a nadie excluyó, parecía no herir a nadie, ni dejar fuera a nadie y sólo podía ser capaz de atraer a todos. La verdad es que no era muy diferente a las asambleas eclesiales anteriores. Nadie duda hoy, seriamente, que indujo a la aparición de la crisis. Ciertamente, quedan claros los efectos positivos, de los que nadie puede dudar: el Concilio, por citar sólo los logros teológicos más importantes, ha insertado la doctrina del primado, que había estado desgajada peligrosamente, en la totalidad de la Iglesia; ha integrado, también, un pensamiento jerárquico, también aislado, en el único misterio del cuerpo de Cristo; ha entretejido una mariología hasta entonces aislada, también, en el gran tejido de la fe; ha dado a la Palabra bíblica su rango propio; igualmente, ha hecho que la liturgia sea más accesible; con todo esto ha dado un paso valiente hacia la unidad de los cristianos.

Es posible que, en una posterior mirada macroscópica del período del Vaticano II, sólo entren en la balanza los resultados positivos y haya personas que hablen y juzguen únicamente a partir de ahí.Pero para el contemporáneo, que asume la responsabilidad de su hora, no puede ser determinante únicamente la visión macroscópica por sí sola, él está todos los días expuesto a lo pequeño y allí tiene que decidir las opciones correctas. Para esta visión cercana, posiblemente, los factores negativos, innegables, sean, en gran medida, graves y preocupantes. Aquí indicamos solamente algunos: nuestras Iglesias, nuestros seminarios, nuestros monasterios se han quedado vacíos en estos diez años, se puede mostrar lo que dicen las estadísticas para quien no se da cuenta por sí mismo; que el clima en la Iglesia es, a veces, ya no sólo frío, sino también mordaz-agresivo, tampoco necesitará ser demostrado; el hecho de que en todas partes las facciones dividen la comunidad pertenece a nuestras experiencias diarias que amenazan la alegría del cristiano.

El que diga estas cosas será acusado rápidamente de pesimista y le marginarán de la conversación, pero aquí están los hechos empíricos y negarlos significa, no ciertamente pesimismo, sino una desesperación silenciosa. El ver los hechos no es pesimismo, sino objetividad. Sólo después vienen las preguntas: qué significan estos hechos, de dónde proceden y cómo darles respuesta. Esto significa que debemos seguir adelante respondiendo a dos cuestiones: la primera sobre los motivos del desarrollo; la segunda, sobre la respuesta correcta.

1.   ¿Cómo fue el desarrollo posconciliar?

Para dar una explicación de lo que pasó hago, en este contexto, primeramente, algunas advertencias. En primer lugar, hay que ser conscientes de que la crisis posconciliar de la Iglesia católica, al menos en el mundo occidental, ha coincidido con una crisis espiritual global de la humanidad; no todo lo que apareció en la Iglesia, en estos años, es consecuencia del Concilio. La conciencia humana está caracterizada ahora no solo por las decisiones voluntarias de los individuos, sino, en gran parte, conformada por las condiciones externas causadas por factores económicos y políticos. Las palabras de Jesús «es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos» son una advertencia inequívoca en este marco. Voy a dar solamente un ejemplo tomado de nuestra propia historia. El colapso de la vieja Europa en la I Guerra Mundial acabó cambiando el panorama intelectual; también el de la teología cambió sustancialmente. El liberalismo, antes floreciente, producto de un mundo seguro en sí, rico, había perdido sentido de repente a pesar de lo que sus grandes representantes vivían y enseñaban. La juventud ya no siguió a Harnack, sino a Karl Barth: una teología de estricta fe revelada, una teología que quería ser, deliberadamente, eclesial, formada en las aflicciones del mundo transformado. La vuelta de la prosperidad en los años sesenta trajo un cambio similar de pensamientos. La nueva riqueza y la mala conciencia se unieron: esa curiosa mezcla de liberalismo y dogmatismo marxista sacaron a la luz lo que todos hemos vivido. Por ello, no hay que exagerar la aportación del Vaticano II en los recientes desarrollos; el cristianismo evangélico habría tenido que enfrentarse, con o sin Concilio, a una crisis similar, y los partidos políticos tienen que hacer frente a fenómenos de origen semejante. Desde el punto de vista opuesto, el Concilio ha sido uno de los factores que ha contribuido al desarrollo histórico mundial [6]. Ciertamente, cuando una estructura tan arraigada en el alma como la Iglesia católica es conmovida en sus fundamentos, el temblor alcanza a toda la humanidad. ¿Cuáles son los factores críticos que provienen del Concilio?

Me parece que dos actitudes, que adquirieron cada vez más importancia, jugaron un gran papel en la conciencia de los padres conciliares, de los asesores, y de los relatores. El Concilio, que se vio como un examen de conciencia de la Iglesia católica, finalmente quiso ser un acto de arrepentimiento, de conversión. Esto se refleja en las confesiones, en la pasión por acusarse a sí misma, que no sólo se refería a los puntos neurálgicos como la Reforma y el proceso a Galileo, sino que se manifestaba fundamentalmente en la idea de la Iglesia pecadora en general, y en que todo lo que parecía alegría por la Iglesia, por lo hecho y por lo permanente, se temía como un triunfalismo. A esta marginación atormentada de lo propio iba conectada una disposición servil y temerosa a tomar en serio todo el arsenal de acusaciones contra la Iglesia, y a no rechazar nada. Esto también significó, al mismo tiempo, el deseo ansioso, frente a los otros, de no culpabilizarles de nuevo, de aprender donde fuera posible de ellos, y sólo buscar y ver, en ellos, el bien.

Esta radicalización de las exigencias bíblicas fundamentales de conversión y caridad fraterna condujo a una inseguridad sobre la propia identidad que fue profundamente cuestionada pero que, sobre todo, condujo a una relación de ruptura, en profundidad, frente a la propia historia, que parecía manchada, por lo que se debía buscar un nuevo comienzo más radical como remedio urgente.

En este momento es cuando se sitúa el segundo motivo que quera examinar. En el Concilio se respiraba algo de la era Kennedy, una especie de optimismo ingenuo del concepto de gran sociedad [7]: podemos crear cualquier cosa; basta con que queramos y tengamos los medios para ello. Precisamente la ruptura en la conciencia histórica, la atormentada despedida del pasado, dio a luz la idea de una hora cero en la que todo comenzaba de nuevo y donde todo lo que anteriormente se había hecho mal, ahora por fin se podía enderezar. El sueño de la liberación, el sueño de algo totalmente diferente, que asumió, poco después, en la revuelta estudiantil, la forma de batalla, estuvo, en cierta medida, también en el Concilio. Ello fue lo que primeramente entusiasmó a la gente y luego la decepcionó.Así como el examen de conciencia público, primero, causó alivio y, posteriormente, repugnancia.

El proceso que acabo de describir del espíritu del Concilio podría servir como prueba magistral para un psicólogo sobre cómo las virtudes, exagerándolas, se convierten en lo contrario. La penitencia es una necesidad para el individuo y para la comunidad. La penitencia cristiana no significa la negación de sí mismo, sino el encuentro consigo mismo. De los testimonios antiguos sobre los mártires se deduce enfáticamente que de su boca nunca salió una palabra contra la creación [8]. Por lo tanto, se diferencian de los gnósticos porque en ellos se pervirtió el arrepentimiento cristiano en odio a la gente, en odio a la propia vida, en odio a la realidad misma. La condición interna del arrepentimiento es precisamente la afirmación de sí mismo, la afirmación de la realidad como tal.Su contraposición moderna la encontramos en unas expresiones del gran pintor Max Beckmann: «Mi religión es arrogancia contra Dios, mi desafío a Dios. Desafío porque él nos ha creado, porque no nos podemos amar. En mis obras reprocho a Dios todo lo que él ha hecho mal» [9]. Aquí, se pone de manifiesto algo esencial: el desprecio radical de sí mismo, que, contra sí mismo, ruge, y rechaza la creación, en uno mismo y en los demás; esto, precisamente, ya no es penitencia, sino arrogancia.

Cuando se anula el «sí» fundamental al ser, a la vida, a sí mismo, entonces la penitencia se disuelve y se convierte en insolencia. Pues la penitencia presupone precisamente esto, que la persona se puede autoafirmar. La penitencia es, en su esencia, una búsqueda, hasta llegar al sí, eliminando todo aquello que oscurece el sí. Consecuentemente, la verdadera penitencia remite al Evangelio, es decir, a la alegría, también a la alegría por uno mismo. La forma de autoacusación a la que se llegó en el Concilio respecto a la propia historia, no se ha percatado suficientemente de esto y así, de esta manera, se llegó a síntomas neuróticos.

Que el Concilio cancelara formas equivocadas de engrandecimiento terrenal de la Iglesia y que, respecto a la historia de la Iglesia, haya disuelto la obsesión por defender todo lo existente y, con ello, una autodefensa errónea, ha sido bueno y necesario. Pero ahora habrá que despertar, de nuevo, la alegría por la realidad intacta de la comunidad de la fe que radica en Jesucristo. Debe volver a descubrirse el sendero luminoso, que se ha expresado en la historia de los santos y en la historia de la belleza, en que la alegría del Evangelio se ha expresado de forma irrefutable a través de los siglos. A quien de toda la Edad Media ve únicamente la inquisición habrá que preguntarle hacia dónde realmente está mirando. ¿Habrían podido surgir esas catedrales, esos cuadros de la eternidad, de plena luz y dignidad tranquila, si la fe de las personas fuera únicamente fuente de amenaza? En una palabra, debe quedar claro, una vez más, que la penitencia no exige el desgarro de la propia identidad, sino el encuentro. Pero donde crece de nuevo una relación positiva con la historia, desaparece por sí mismo el utopismo que cree que todo lo que se ha hecho hasta ahora estaba mal y que todo lo que se hará desde ahora estará bien. Los límites de lo posible se han puesto de manifiesto, a través del final de la era Kennedy, y una parte de la pacificación anímica que creemos percibir, hoy en día, proviene, probablemente, del hecho de que el hacer y el mantener, el cálculo y la reflexión han alcanzado un mayor equilibrio.

2.   ¿Qué tenemos que hacer?

Menos aún que a la primera pregunta se podrá, aquí, responder exhaustivamente a esta segunda. Los grandes problemas de la pastoral corriente se deberían aquí debatir. Quiero tocar en este contexto sólo dos aspectos que me parecen importantes. En primer lugar, quisiera decir algo sobre la correcta clasificación de los concilios, y, en segundo lugar, desearía ensayar un comentario sobre la correcta recepción del Vaticano II en torno a dos de sus tendencias básicas.

a)   Significado y límites de los concilios

¿Qué importancia tiene realmente un concilio en la Iglesia? Nos situamos, una vez más, en el punto de partida de nuestras reflexiones. Gregorio Nacianceno y Basilio han hablado ambos desde la experiencia; tenían razón en que un concilio como asamblea de muchas personas y con los debates necesarios conlleva siempre circunstancias molestas, la ambición, la lucha y las heridas que permanecen. Para la purificación de males profundamente arraigados es necesario cargar con tales daños colaterales, como los medicamentos que, a pesar de los efectos secundarios, son necesarios para curar un mal mayor. Los concilios son, de vez en cuando, una necesidad; responden siempre a una situación extraordinaria en la Iglesia y no pueden ser vistos como modelos de vida, en absoluto, y tampoco como el contenido ideal de su existencia. Ellos son la medicina, no la comida ordinaria. La medicina debe ser asimilada y tiene un poder inmunizante que se mantiene en el cuerpo, pero, por lo demás, demuestra su eficacia precisamente en el hecho de que se puede prescindir de ella ya que es algo excepcional. Dicho ya sin imágenes, el concilio es un órgano de consulta y decisión. Como tal no es un fin en sí mismo, sino instrumental para la vida [10].

El contenido real del cristianismo no es la discusión sobre los contenidos cristianos y sobre las tácticas de su realización; el contenido del cristianismo es la comunidad de la Palabra, de los sacramentos y de la caridad, a la que pertenecen, fundamentalmente, la justicia y la verdad. El sueño de hacer de toda la vida una mesa redonda, que ha llevado temporalmente a nuestras universidades al borde de su incapacidad funcional, ha calado también a fondo en la Iglesia bajo la etiqueta «conciliar». Si el concilio se convierte en modelo de cristianismo, entonces la constante discusión sobre temas del cristiano aparece como el contenido mismo de lo cristiano; pero, precisamente, entonces, se pierde el sentido del ser cristiano.

b)   Sobre la cuestión de la correcta recepción del Vaticano II

Un análisis de la historia posterior a la constitución sobre laIglesia en el mundo actual me había llevado en el año 1975 al diagnóstico de que la recta recepción del Concilio no había comenzado [11]. Pero ¿cómo tenía que aparecer? Me sirvo, como ya he dicho, de dos motivos básicos del Concilio para ejemplificarlo. Con ello se pondrá de manifiesto que el Concilio ciertamente formula sus enseñanzas con su propia autoridad, pero que su significado histórico se determina, sólo, a través de un proceso de clarificación y de selección que se lleva a cabo en la vida de la Iglesia. De este modo, la Iglesia entera participa en el Concilio; no puede llevarlo a caboúnicamente la asamblea de los obispos.

Uno de los lemas del Concilio fue la colegialidad. Con esta fórmula se entiende inmediatamente que el ministerio de Obispo es un ministerio en comunidad con otros, pues los obispos individuales no siguen a apóstoles individuales, sino que el colegio de obispos sucede al colegio de los apóstoles. De esta forma, nunca se es obispo en solitario sino, esencialmente, con los demás. Lo mismo puede aplicarse al sacerdote. Tampoco el presbítero llega a serlo en solitario. Por el contrario, llegar a ser sacerdote significa entrar en una comunidad presbiteral unida al obispo. Por último puede decirse que estamos ante un principio básico del ser cristiano que siempre aparece. También el cristiano está siempre en la asamblea de todos los hermanos y hermanas de Jesucristo, no hay otra realidad.

El Concilio ha buscado traspasar el contenido de este principio básico a la realidad práctica creando órganos a través de los cuales la integración de los individuos en la totalidad se convierte en el principio básico de toda la actuación de la Iglesia. Esto dio origen, en lugar de las reuniones informales de obispos, a las conferencias episcopales, una forma burocrática cuidadosa y legalmente constituida. Se dio origen, igualmente, a la representación de la común pertenencia de todas las conferencias episcopales en la comisión de obispos, una especie de concilio sustitutivo, regular y permanente.

Se introdujeron los sínodos nacionales y se expresó su intención de convertirse en una orientación permanente de la Iglesia de su país. Fueron creados consejos presbiterales, consejos pastorales en las diócesis y consejos locales en las parroquias.

Nadie puede negar que el pensamiento básico es correcto y que la realización comunitaria de la misión de la Iglesia es necesaria. Nunca nadie va a negar que se hizo mucho bien con la puesta en marcha de los diversos gremios. Pero tampoco se podrá negar que la proliferación no coordinada de agrupaciones ha conducido a un exceso de duplicaciones, a una nube de papeles sin sentido y a una carga que ha frenado la marcha, donde las mejores fuerzas se gastan en discusiones interminables, que nadie quiere, pero que parecen haberse convertido en algo inevitable según los nuevos modos. El límite de este cristianismo del papel y de la reforma de la Iglesia a través de documentos salta a la luz. Ha quedado claro que la colegialidad es una cara, pero que otra es la responsabilidad personal y la intuición personal, que no pueden ser reemplazadas ni aplastadas. Colegialidad es un principio del cristianismo, de la Iglesia; personalidad es el otro. Por lo que una de las lecciones básicas a aprender de esta década es que sólo el recto equilibrio entre ambas puede crear libertad y fecundidad.

Pasemos ahora a otro de los principios básicos del Concilio, su conocido principio: «simplicidad». «Simplicidad» es uno de los lemas de la constitución sobre la liturgia, entendida siempre como la transparencia, apertura a la comprensión de forma que la gente entienda. Consecuentemente, podemos decir que una racionalidad bien entendida pertenece a las ideas principales del Concilio. Hoy día hay que advertir, cada vez más, que el Concilio se ha situado así en la línea de la Ilustración europea [12]. Ahora bien, ese deseo tuvo en los Padres conciliares otra motivación. Este deseo arranca de lateología de los Padres de la Iglesia, donde, por ejemplo, Agustín contrapone con gran énfasis la sencillez cristiana a las grandes pompas, vacías, de la liturgia pagana [13]. Pero se puede decir, también aquí, que una apertura al espíritu de la modernidad se llevó a cabo después de que los primeros intentos de tal encuentro con los argumentos del siglo XIX habían llegado a un punto muerto.

También en este campo estamos hoy en mejores condiciones para valorar las pérdidas y las ganancias. En el avance de la historia habrá que podar siempre de nuevo lo que crece y habrá que intentar avanzar hasta el núcleo más sencillo; el esfuerzo por hacerse entender es indispensable para una religión misionera. Pero el hombre no sólo entiende a través de la razón, sino también con los sentidos y el corazón, y esto lo habíamos olvidado un poco; también ahora comenzamos a comprender mejor el hecho de que la poda debe diferenciar entre lo que hay que dejar crecer y lo que hay que cortar, y que no debe tomar al embrión como medida, sino que debe dejarse guiar por la ley de lo que está vivo.

Con ello el proceso de recepción ya se ha abordado: se trata de mantener la palabra en la vida y conferirle, en una ardua lucha, la univocidad que no puede tener en cuanto mera palabra. Este proceso de discernimiento está plenamente en marcha, con todo el sufrimiento y las dificultades del proceso de nacimiento en el que el ser humano mismo está en juego. Por otro lado, quedan siempre fenómenos de resolución que no hay que trivializar. Para unos se trata más de una exclusiva y, consecuentemente, ciega racionalidad, que diluye y relativiza el misterio; para otros, es la pasión política y social, que reduce la fe a un catalizador del cambio revolucionario. Estoy muy lejos de negar los nobles impulsos que también puedan darse aquí. La fe cristiana, que se toma en serio el Sermón de las Bienaventuranzas, no puede aceptar tranquilamente el contraste ricos y pobres como un fruto de la variable económica, no puede considerar la guerra y la opresión, encogiéndose de hombros, como subproductos estadísticamente inevitables del proceso. Pero cuando la fe se convierte en un mesianismo terrestre que justifica la irracionalidad de la destrucción y recorta la esperanza de los hombres solo hacia lo factible, allí se da una traición al cristianismo y una traición a las personas. Por otra parte, hoy vemos un nuevo integrismo, el único que aparentemente garantiza la pertenencia a la Iglesia católica, pero que, en realidad, lo echa a perder todo desde la mismaraíz. Hay una pasión por las sospechas, cuyos rencores están muy lejos del espíritu del Evangelio. Hay una fijación con la literalidad que pretende invalidar la liturgia de la Iglesia y, por tanto, se sitúa fuera de la Iglesia. Aquí se olvida que la validez de la liturgia no depende principalmente de las palabras específicas, sino de la comunidad de la Iglesia; bajo el pretexto de lo católico se niega así su principio más propio y la costumbre se sitúa en el lugar de la verdad.

En un espacio intermedio lleno de incertidumbres pero también lleno de seria lucha y lleno de esperanzas, se sitúan los movimientos, en los que se dibuja la expresión del indestructible deseo de lo verdaderamente religioso, de la cercanía de lo divino: los movimientos de meditación, los movimientos pentecostales, ambos cargados con ambigüedades y peligros, pero ambos también llenos de posibilidades y de bondades. Finalmente hay también toda una serie de movimientos específicamente eclesiales, que prometen nuevas posibilidades: focolares, Cursillos, Comunión y Liberación, movimientos catecumenales, nuevas estructuras comunitarias. Aquí se expresa una búsqueda de lo central, que desmiente el diagnóstico del fin de lo religioso y abre nuevos caminos de vida para la fe, en los que se preserva renovada la fecundidad inagotable de la fe de la Iglesia.

Vamos a intentar ofrecer un balance sumario. Karl Rahner hacía al final del Concilio la siguiente comparación: se necesitan ingentes cantidades de uranita para extraer un poco de radio, que sólo se obtiene a través de este proceso. Así, el gran esfuerzo del Concilio es, en última instancia, valioso aunque sea muy pequeño el plus de fe, de amor y de esperanza que se pone de manifiesto. Entonces, no podíamos, probablemente, valorar la enorme seriedad de estas palabras en todo su alcance. De todos modos, entre el radio y la uranita hay una relación necesaria: donde hay uranita, allí hay radio aunque la relación de las cantidades sea deprimente. Sin embargo, no es esta misma relación necesaria de la uranita, la que tienen las palabras y el papel con la realidad cristiana vivida. Que el Concilio sea una fuerza positiva, en la historia de la Iglesia, depende sólo indirectamente de los textos y documentos que hay en él. Será decisivo, si hay personas santas que usándola obtienen una vida personal nueva. La decisión final sobre el valor histórico del Concilio Vaticano II depende de si las personas salen victoriosas en el drama humano de la separación del trigo y la cizaña, y si, consiguientemente, con ello, confieren al conjunto la positividad que no se puede adquirir desde las simples palabras.

Lo que podemos decir ahora es esto: el Concilio, por una parte, ha abierto caminos que, desde las diversas ramas y las individualidades, apuntan verdaderamente al centro del cristianismo. Pero, por otra parte, también, tenemos que ser lo suficientemente autocríticos y reconocer que el optimismo ingenuo del Concilio y el exceso de confianza que muchos sostuvieron y propagaron, justifican de manera aterradora los diagnósticos oscuros de eclesiásticos anteriores sobre el peligro de los concilios. En la historia de la Iglesia no todos los Concilios válidos fueron concilios fecundos. De algunos sólo queda al final un gran vacío [14].  Todavía no se ha dicho la última palabra sobre el alcance histórico del Concilio Vaticano II, a pesar de todo lo bueno que hay en sus textos. Si se podrá contar finalmente entre los puntos luminosos de la historia de la Iglesia, eso dependerá de las personas que traduzcan la palabra en la vida.

Joseph Ratzinger, en cedejbiblioteca.unav.edu/

(Obras completas VII/2. BAC, Madrid. p. 1004-1018)

Notas:

[1]      EUSEBIO, VConst III 7 (ed. Heikel, 80); citamos según DALLMAYR, Die grossen vier Konzilien 33 ss.

2      GREGORIO DE NACIANZO, Ep. 130 ad Procopium (ed. Gallay, GCS 53, 59s). Sobrela clasificación histórica del texto, GALLAY, XXVIII, sobre el más importante de los Concilios de Constantinopla 381y 382 en COD2 21ss.

3      LUTERO, Von den Konzilis Kirchen, en Martin Luthers Werke (Weimarer Ausgabe[WA]), vol. 50, 509-553, 604; sobre el orden en el pensamiento de Lutero, 488-509. Sobre el texto citado de Gregorio y el tratamiento que de el ha hecho Lutero, cf. H. KUNG, Verständnis des ökumenischen Konzil, 65. ol

4      Un hermoso retrato de Gregorio en el que se pone de manifiesto la grandeza de este hombre, lo encontramos en HAMMAN, Die Kirchenväter, 104-113.

5      BASILIO, Spir XXX 76 C y 77 (SCh 17bis, 522,28s y 524, 42s); citado por BLUM, 113 (65b) y 115n (66c). Sobre lo dicho por Basilio, cf. HAMMAN, Die Kirchenväter, 94-103.

6      En otro lugar he tratado este tema, cf. RATZINGER, Diez años después del Concilio, ¿dónde estamos?

7      Sobre este concepto cf. KÜNG, Christ sein, 3ss.

8      Cf, PETERSON, Zeuge der Wahrheit, 203 y 222; cf. También PIEDER, Zustimmung zur Weh, 48.

9      Citado por HÜBNER, Vor ersten Menschen wird erzählt, 156 y 157.

10      He puesto de manifiesto la terminología del Concilio y de la teología de la antiguaIglesia en RATZINGER, Sobre la teología del Concilio. La tesis contraria en KÜNG, Strukturen, que basa, en errores filológicos de las fuentes, como he mostrado, la condena, que vino en la dirección equivocada, de toda interpretación adicional.

11      Cf. RATZINGER, Iglesia y mundo

12      CE. RATZINGER, La eclesiología del Concilio Vaticano II.

13      Cf. la bella exposición de VAN DER MEER, Augustinus, 329-470, fundamentalmente37-381 («el tren puritano»).

14      En este contexto vale la pena citar el Concilio Lateranense V, celebrado entre 1512-1517, que no hizo una contribución efectiva para la superación de la crisis que se desarrollaba.

Juan Antonio Jiménez Sánchez

Es bien conocida la importancia que el mundo de la higiene -lo que podríamos denominar la cultura del baño- tuvo en la Antigüedad romana. Ejemplo de ello son las abundantes termas, públicas y privadas, repartidas por todo el territorio del Imperio. Algunos de estos edificios, como las célebres termas de Caracalla, nos causan todavía hoy impresión al visitarlos. No se trataba únicamente de un lugar adonde ir a tomar un baño. Los mayores monumentos eran auténticos complejos en los que, aparte de las habituales salas de agua fría, templada y caliente, se podían hallar espacios dedicados al ocio, como gimnasios y palestras, pórticos y jardines para pasear, reposar y dialogar, bibliotecas  o  incluso  letrinas en  las que  hablar con el vecino mientras se cumplía con la naturaleza. En fin, lo que podría  llamarse todo un centro social.

En consecuencia, acudir a las termas era para  un  romano  algo  más que un mero acto de necesidad  higiénica;  era  una  prueba  de su  integración  en la sociedad, por lo que  el  mismo edificio pasó a ser, a su  vez, un símbolo  de la vida urbana. Es casi seguro que los primeros cristianos continuaron frecuentando las termas. Al fin y al cabo, se trataba de una  parte más de su herencia cultural y la gran mayoría de ellos no vería ningún tipo de contradicción –ni tan siquiera relación- entre una visita  a los baños y su fe en Cristo. H. Leclercq señala acertadamente que una  renuncia total de los cristianos a los baños públicos habría supuesto «se séquestrer de la société», por lo cual éstas siguieron siendo visitadas durante mucho tiempo [1]. Sin embargo, algunos de sus correligionarios -los más rigoristas, varios de ellos con una gran autoridad moral y/o eclesiástica- criticaron esta costumbre y prácticamente propugnaron que no se debía tener más contacto con el agua que con la puramente bautismal. Es a ellos, sobre todo, a quienes dedicaremos nuestra atención en las próximas páginas [2].

Eremitismo y suciedad

Los principales ataques contra los hábitos higiénicos de los romanos provinieron de los eremitas de Oriente [3]. Evidentemente, no se trataba de la postura oficial de la Iglesia, sino tan sólo de iniciativas de carácter personal carentes de todo tipo de autoridad legal, salvo la que le otorgaba el propio prestigio de quienes formulaban los postulados. Cuando se estudia el modo de vida de estos primeros anacoretas se tiene la impresión de que el ascetismo está reñido con la higiene. Y es que, en efecto, estos individuos la contemplaron como una herencia de la cultura clásica con la que intentaban romper [4]. Así pues, renunciaron a los baños y al agua.

Ya en los Evangelios se hallan muestras de este criticismo hacia la higiene puramente corporal, mientras que el espíritu permanecía "sucio". Así, en el Evangelio de Juan vemos que Jesús dice que el que ya se ha lavado posteriormente no necesita sino lavarse los pies, pues por lo demás ya está todo limpio [5] Tal vez es una forma de decir metafóricamente que quien ya se ha acercado a Dios -a través del bautismo, el lavacro sagrado- ya no tiene necesidad de bautizarse de nuevo para seguir cerca de Dios, sino realizar algunas penitencias para "lavar" sus pecados.

También podemos recordar otros pasajes de los Evangelios en los que se censura la obsesión de los fariseos por la limpieza del cuerpo frente al descuido del alma. De este modo, Jesús les critica que limpien lo de fuera del vaso y del plato, mientras que dentro están llenos de rapiña y de injusticia, por lo que les recomienda que purifiquen primero la copa por dentro para que ésta también quede limpia  por fuera [6]. Aquí Jesús ataca sin duda los estrictos  ritos de purificación  prescritos y practicados  por  los fariseos antes de las comidas -ritos registrados por Marcos- [7]  y que sus discípulos no seguían [8]. Con todo, la crítica que acabamos de ver podría haber sido interpretada más tarde como una alusión a la limpieza corporal en general.

El nuevo ideal de pureza espiritual de los ermitaños es conocido como alousia y fue practicado en primer lugar por los anacoretas orientales, quienes intentaban alcanzar el mayor grado de santidad mediante la renuncia total al baño y a todo cuidado  de la  apariencia  física [9]. Las termas eran vistas como un símbolo del lujo y la depravación reinantes en las ciudades, males de los que estos individuos intentaban escapar. Así, el ermitaño se caracteriza por vivir completamente -o casi- desnudo, con la piel endurecida como cuero curtido y por llevar el cuerpo cubierto de vello, de un modo que nos recuerda a la iconografía del horno sylvestris medieval. Así pues, los anacoretas, con su vida retirada en el desierto al modo de los "salvajes", se presentaban como la mejor alternativa cristiana a la polis y a la supuesta decadencia del mundo antiguo [10].

La historia de Onofre, muy difundida  durante  la Edad  Media, es una de las versiones más populares de esta especie de santo salvaje. Onofre fue un monje asceta del siglo IV que ya desde su nacimiento se vio rodeado de circunstancias milagrosas. En efecto, su padre era un jefe abisinio pagano que se hallaba ausente en el nacimiento de Onofre, por lo que sospechó que éste era un bastardo. Para probar su legitimidad, echó al recién nacido al fuego: si sobrevivía es que era legítimo. El pequeño se salvó del fuego y entonces un ángel ordenó a su padre que lo bautizara. Años más tarde, fue educado en un monasterio egipcio, de donde partió para retirarse como un solitario a una cueva cercana a Tebas. Vivió como un asceta durante sesenta años, alimentándose sólo de pan y dátiles que obtenía de forma milagrosa. Su cuerpo desnudo se cubrió de una espesa pelambre que sustituía así a la ropa. Tornaba la comunión cada domingo de las manos de un ángel. Como en otras historias de eremitas,  ya próximo  a morir  recibió la visita de otro santo varón, Pafnucio,  quien  asistió a la muerte de Onofre [11]. Una versión femenina del santo velludo es María Egipcíaca, una pecadora que expió sus pecados en el desierto durante cuarenta y siete años, desnuda y con el cuerpo cubierto de vello [12]

Paladio señala en su Historia Lausiaca cómo algunos de estos anacoretas jamás se bañaron durante todo el tiempo que duró su retiro. Así, de Isidoro, presbítero de la iglesia de Alejandría, dice que hasta el momento de su muerte no usó ropa de lino, ni se bañó ni tomó carne [13]. El mismo autor pone en boca de su maestro Evagrio unas palabras en las que reconoce que mientras vivió en el desierto y en la montaña de Nistria (Egipto) -durante diecisiete años-, no había probado legumbres tiernas, fruta ni carne, y que además jamás había tomado un baño [14]. Según Atanasio, el célebre Antonio siempre llevaba el mismo ropaje de piel, y nunca lavaba su cuerpo para limpiarlo, ni siquiera los pies, que sólo mojaba en caso de necesidad [15]. Jerónimo nos dice que Hilarión únicamente se cortaba los cabellos una vez al año, el día de Pascua, que jamás lavó el vestido de saco que llevaba -pues afirmaba que no se debía buscar limpieza en un cilicio-, y que no se cambiaba de ropa hasta que la anterior estaba completamente rota [16]. Jerónimo fue, por su  parte, el  principal  defensor de este rigorismo  extremo en  Occidente [17]. En una de sus cartas,  llega  a afirmar  que quien se había bañado una vez en Cristo [18]  no tenía necesidad de un segundo baño [19].

Esta epístola fue escrita en el 376 / 377 y estaba destinada  a Heliodoro [20] un amigo y condiscípulo suyo. En ella, Jerónimo intentaba convencer a su compañero para que le siguiese en su retiro al desierto mediante la presentación de las grandezas de la vida eremítica, aunque infructuosamente, puesto que Helíodoro no abrazó este género de vida. El texto tuvo un considerable éxito entre otros ascetas. Un buen ejemplo es Fabiola [21]  quien la conocía  de memoria [22]. Aproximadamente unos veinte  años después (en el 394), la actitud de Jerónimo es bastante diferente. En una carta escrita a Nepociano [23] (un sobrino de Heliodoro) para aconsejarle acerca de la vida ascética, el Estridonense juzgaba la misiva anterior tan sólo como una obra de juventud  y como  un  trabajo  retórico [24]   por lo que podemos  pensar en una cierta relajación en los severos principios de este autor. Con todo, los ataques a la costumbre del baño son muy abundantes en su obra epistolar [25]. Paulino de Nola también se distinguió como defensor de un monaquismo riguroso. Paulino alaba a los monjes que habían desdeñado la apariencia física recibida al nacer con el fin de cultivar su interior. Para ello, éstos se esforzaban en degradarse, de tal modo que su rostro, su ropa y su olor provocaban las náuseas en aquéllos acostumbrados a la vida cómoda [26].

Un  tratado  atribuido  erróneamente  a Atanasio  de Alejandría,  el De uirginitatis, también  aborda  este sujeto. El  autor  recomienda  a las mujeres que no vayan a los baños en el caso de estar sanas, ni siquiera en un caso de extrema necesidad. Aconseja que no se sumerja todo el cuerpo en el agua, porque ésta es santa para el Señor. Igualmente arremete contra los cosméticos, considerados por él como cosas mundanas que contaminan la carne. Aclara que tan sólo se pueden lavar la cara, las manos y los pies. Además, recuerda a las mujeres que, cuando se laven la cara, no podrán utilizar las dos manos, ni frotarse las mejillas ni aplicarse hierbas ni nada similar, puesto que eso es lo que hacen las mujeres vanas, sino que únicamente deberán utilizar agua limpia [27].

Con  todo, algunas vírgenes  cristianas  iban  todavía  más  allá  de estos severos preceptos. Un buen ejemplo lo supone Silvania, quien, según Paladio, decía de sí misma que jamás se había lavado más que las extremidades de las manos, y que el agua jamás había tocado ni sus pies, ni su cara, ni ninguna  otra  parte de su cuerpo, y ni siquiera  enferma  y obligada por los médicos había querido acceder a ello [28]. Seguramente, si Silvania accedía a lavarse únicamente los dedos era para recibir la sagrada forma durante la eucaristía.

Este rechazo del baño se debe, en buena parte, al deseo de evitar la exhibición -o incluso  la contemplación- del propio cuerpo desnudo, a fin de evitar las tentaciones de la carne, a pesar de que en ocasiones algunos anacoretas sean descritos desnudos y cubiertos únicamente por su cabello. Así, Atanasio dice de Antonio que jamás nadie le vio desnudo, salvo tras  su muerte, cuando prepararon su cadáver para el entierro [29].

La ideología del cristiano "de a pie"

Por su parte, la Iglesia nunca pronunció explícitamente ninguna prohibición relativa al uso de los baños o contra la higiene en general. En teoría, las termas podían seguir utilizándose, y de hecho, muchas de ellas se mantuvieron en uso. Los cristianos continuaron visitándolas frecuentemente.

En principio, el destino que los cristianos daban a las termas era diferente del que le daban los paganos. El único baño permitido era el que se llevaba a cabo con una intención meramente medicinal. Fuera de este baño terapéutico, el resto estaba originado por el placer y la lujuria, y en consecuencia era pecado [30]. Así, la regla de Pacomio prohibía a los monjes lavarse salvo en caso de enfermedad, al igual que lavarse o ungirse entre ellos si no habían recibido la autorización [31] De igual modo, la Syntagma doctrinae o Syntagma ad monachos -escrito atribuido erróneamente a Atanasio- recomienda al monje que no se muestre desnudo ante nadie salvo si le fuera necesario bañarse en el caso de necesidad o de una extrema debilidad, pero advierte asimismo que si el monje está sano no tiene necesidad de bañarse [32]. Por su parte, Agustín, en una carta del año 423, destinada a las vírgenes consagradas, recuerda a las religiosas que un baño al mes era suficiente, a menos que una enfermedad obligara a tomarlos más a menudo [33].

Es lógico, por tanto, que tales posturas provocaran las dudas en algunos cristianos, quienes llegado el momento no sabrían si bañarse en lugares que tenían una clara conexión con el paganismo. En efecto, algunos eclesiásticos comenzaron pronto a ver las termas como nuevos centros de idolatría, lo que provocó en ellos la necesidad de destruirlas y exorcizarlas. La razón de esta nueva desconfianza hacia los espacios termales es muy sencilla. Como es bien sabido, en las termas se exhibían esculturas de divinidades paganas. Además, a finales del siglo IV, tras la prohibición del paganismo y el cierre de los templos, muchas de las esculturas de los dioses que se hallaban en  los templos -consideradas ya como simples objetos de arte- se reubicaron en nuevos emplazamientos a fin de salvarlas de las iras de los más fanáticos si llegaban a caer en sus manos. En  muchas ocasiones,  las termas fueron  el lugar escogido para alojar las figuras de las antiguas divinidades del paganismo,  espacios  que Claude  Lepelley calificó de "museo de las estatuas divinas" [34]. Esto explica que muchos eclesiásticos las consideraran como templos en la sombra y anhelaran su cierre o destrucción.

Regresando a las dudas de los cristianos acerca de visitar estos edificios supuestamente  paganos, sin duda el mejor ejemplo es Agustín y la correspondencia que mantuvo con  Publícola [35]. Éste planteaba al obispo de Hipona la cuestión relativa a si un cristiano  podía  bañarse  en  las  termas en  las que se habían realizado sacrificios o compartir los baños con los paganos que en un día de fiesta hubieran acudido a una fiesta en honor  de  los númenes (y, por tanto, estuvieran contaminados con el pecado de la idolatría). De la primera pregunta se deduce que en  algunas  termas  no  sólo había esculturas de divinidades, sino que incluso existían altares o aediculae en los que se realizaban pequeños sacrificios, tal vez a las ninfas, númenes relacionados con el elemento acuático. Agustín, como de costumbre, es pragmático, y no ve ningún conflicto en el uso de las  termas,  pese  a  que éstas puedan tener algún tipo de relación con el paganismo.

Una historia narrada por Quodvultdeo, y que  veremos  a  continuación, nos informa de que incluso las vírgenes consagradas a Dios iban  en ocasiones a las termas.

La postura de los clérigos de ciudad: obispos perpetuadores y exorcistas

La actitud pragmática de Agustín no era, sin embargo, la misma de otros muchos obispos, quienes, como ya hemos dicho, anhelaban la destrucción de lo que consideraban templos en la sombra.

Un buen ejemplo nos lo proporciona Quodvultdeo, quien nos narra una historia muy significativa al respecto. Los hechos tuvieron  lugar en Cartago, en el año 434, y, según Quodvultdeo, se trataba de una historia conocida por todos. Según nos cuenta, una joven que llevaba los hábitos de las vírgenes consagradas a Dios estaba bañándose en las termas cuando contempló una estatua de Venus e  imitó su  actitud. En seguida fue poseída  por  el diablo. A partir de ese momento, la joven fue incapaz de comer y de beber -una especie de ayuno diabólico, según  el autor-. Transcurrieron así setenta días sin que la joven diera muestras de debilitamiento. Los padres  recurrieron  a  un  sacerdote  -identificado  por  los  investigadores que han  estudiado  este  episodio  con  el obispo  de  Cartago,  Capreolo  [36] Delante suyo, la joven confesó que un pájaro la alimentaba durante la noche. El obispo la encerró en un monasterio femenino, donde fue incapaz de entrar esta ave diabólica. Después  de dos semanas  en el  monasterio -en las que se prolongó el ayuno- se llevó a cabo un ritual de exorcismo. Una mañana de domingo,  la  joven fue llevada  ante el altar, donde se la obligó a comer un pedazo de hostia consagrada empapada en vino. Como era incapaz de tragar, se le aplicó un cáliz sobre la garganta, lo que produjo el efecto deseado: el diablo abandonó el cuerpo de la joven mientras ella tragaba la forma sagrada. Al mismo tiempo, un diácono, llevado por la inspiración divina, retiró la estatua de Venus de su emplazamiento y la redujo a polvo [37].

Por otro lado, es normal que cuando algunas termas fueran abandonadas se intentara  re-aprovechar  sus estructuras para la construcción de iglesias, tras la debida ceremonia  purificatoria [38]. En efecto, como ya hemos dicho, las termas llegaron a ser vistas como templos paganos en la sombra, por lo que el objetivo final de todo este proceso era exorcizar un espacio considerado morada de demonios. La iniciativa de cambiar el uso de los antiguos baños públicos partía seguramente del obispo, quien en época tardía asumió el poder fáctico en las ciudades, de tal  modo que se convirtió  en el nuevo evergeta municipal. Así, dado que era él quien decidía en gran medida qué edificios debían ser restaurados y cuáles no, la existencia de las termas dependía de la voluntad del obispo, quien podía condenarlas al olvido si así lo deseaba. De igual modo, si sobrevivían, era a él a quien debían su perduración. Esto es especialmente significativo en algunos baños asociados a complejos religiosos construidos por los obispos mismos, como se observa en Rávena, donde los Balnea Panta se hallaban bajo la custodia del obispo de la ciudad, o Pavía. Dichos baños estaban reservados para el uso exclusivo de los eclesiásticos, y aunque dicho uso tuviera una excusa terapéutica, delata en realidad la continuidad de la costumbre romana del baño entre algunos eclesiásticos [39]. Así pues, el ideal de abandono del físico preconizado por determinados cristianos rigoristas tan sólo fue seguido por un  número  bastante  reducido  de los seguidores  de esta  religión, quienes llevaron al grado máximo el principio de mortificación corporal [40] pero que no representaron en ningún momento a la gran masa de sus correligionarios, los cuales continuaron con los modos de vida comunes a sus conciudadanos paganos.

Resumen

Los primeros siglos de la historia del cristianismo contemplaron la aparición del ascetismo, un movimiento que propugnaba el abandono de los modos de vida típicamente urbanos que caracterizaron el mundo grecolatino con el que los ascetas deseaban romper. Los hábitos higiénicos simbolizaban en buena medida este mundo del que deseaban alejarse. Así, los relatos de vidas de eremitas están llenos de  referencias a esta  ruptura con la cultura del baño. Jerónimo, gran defensor del anacoretismo, critica la higiene, en más de una ocasión, con palabras que recuerdan a ciertos pasajes de los Evangelios. La prohibición del baño también se encuentra en las primeras reglas monásticas. Estas posturas extremistas no representaban la opinión oficial de la Iglesia ni la de la gran masa del vulgo que profesaba la religión cristiana, quien continuaba frecuentando las termas. Los obispos de algunas ciudades, incluso, fueron los responsables de que determinadas termas públicas continuaran en uso.

Juan Antonio Jiménez Sánchez, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1   H. Leclercq, «Thermes», DACL, XV, 2, 1953, 2271-2272, 2271.

2   Sobre la relación entre la religión cristiana y el baño, ver H. Dumaine, «Bains», DACL, 11, 1, Paris, 1925, 72-117.

3   H. Dumaine, «Bains», 87-89.

4   Así, podemos recordar que Cicerón afirmaba que se debía practicar la higiene, de tal  manera que se eliminara todo aspecto  tosco e  incivil, y  que lo  mismo debía  hacerse  respecto a los vestidos (Cícero, De off., I, 36, 130, ed. Testard, I, 172-173).

5   Jn 13, 10.

6   Mt, 23, 25-26.

7   Mc, 7, 3-4.

8   Mt, 15, 1-20; Mc, 1, 1-23.

9   F. Yegül, Baths and Bathing in Classical Antiquity, Cambridge (Mass.)-London, 1992, 318.

10    R. Bartra, El salvaje en el espejo, Barcelona, 1996, 83-95.

11    Id., El salvaje..., 90.

12    J.-M. Sauget, «Maria Egiziaca», BSS, VIII, Roma, 1966, 981-991.

13    Palladius, Hist. Laus., 1, 2, ed. Bartelink, 18.

14    Id., Hist. Laus., 38, 12, ed. Bartelink, 200-202.

15    Athanasius, Vit. Ant., 47, 2, SC, CD, 262.

16    Hieronymus, Vit. Hilar., 10, PL, XXIII, 32.

17    Acerca de la higiene y el mon¡lquismo occidental, ver H. Dumaine, «Bains», 90-93.

18    Al realizar esta clara alusión al bautismo como un baño tras el cual ya no había necesidad de un segundo baño, es posible que Jerónimo  tuviera en  mente el pasaje mencionado del evangelio de Juan (Jn, 13, 10), en el que Cristo  advierte  a sus discípulos que todo aquel  que ya se ha lavado lo único que necesita es lavarse los pies.

19    Hieronymus, Ep., 14, 10, CSEL, LIV, l, 60: scabra sine balneis adtrahitur cutis? Sed qui in Christo semel lotus est, non illi necesse est iternm lauare. Ver: R. Braun, Quodvultdeus. Livre des promesses et des prédictions de Dieu, 11, SC, CII, Paris, 1964, 604, n. 3; A. H. M. Jones, The Later Roman Empire, II, Oxford, 1973, 976-977; J. N. D. Kelly, Jerome. His Life, Writings, and Controversies, London, 1975, 44, 47-48, 52, 93 y 180; F. Yegül, Baths..., 314 y 318; Id., «Bathing», Late Antü¡uity. A guide to the postclassical world, Cambridge (Mass.)-London, 1999, 338. Acerca de las ideas de Jerónimo respecto al monaquismo, ver P. Antin, «Le monachisme selon S. Jéróme», Recueil sur Saint Jérome (Latomus. REL, 95), Bruxelles, 1968, 101-133.

20    PCBE, 11, 1, 965-967, Heliodorns 2.

21    Ibid., II, l, 734-735, Fabiola 1; PLRE, l, 323, Fabiola.

22    Hieronymus, Ep., 77, 9, CSEL, LV, 2, 46.

23    PCBE, II, 2, 1535-1536, Nepotianus.

24    Hieronymus, Ep., 52, 1, CSEL, LIV, 1, 413-414.

25    A título de ejemplo, podemos recordar la siguiente afirmación contenida en una carta destinada a Asela (año 385): Hieronymus, Ep., 45, 5, CSEL, LIV, 1, 326: tibi placet lauare cotidie, alius has munditias sordes putat. Ver H. Dumaine, «Bains», 90-91.

26    Paulinus Nol., Ep., 22, 2, CSEL, XXIX, 155.

27    Ps.-Athanasius, De uirg., 11, PG, XXVIII, 264. Ver: G. Clark, Women in Late Antiquity, Oxford, 1993, 93; M. MAAS, Readings in Late Antiquity. A sourcebook, London-New York, 2000, 39.

28    Palladius, Hist. Laus., 55, 2, ed. Bartelink, 250.

29    Athanasius, Vit. Ant., 47, 3, SC, CD, 264.

30    F. Yegül, Baths..., 314-317; Id., «Bathing», 338; A Fuentes, «Las termas en la Antigüedad Tardía: reconversión, amortización, desaparición. El caso hispano», Termas romanas en el Occidente del Imperio. Coloquio internacional, Gijón, 2000, 135-145, 136-137.

31    Pachomius, Reg., 92-93, PL, XXIII, 74-75. Se trata de la traducción latina realizada por Jerónimo en el 404 a partir de la versión griega. Ver H. Dumaine, «Bains», 87.

32   Synt. doctr., 2 y 6, PG, XXVIII, 837 y 841.  Ver  H. Dumaine,  «Bains», 87.

33    Augustinus, Ep., 211, 13, CSEL, LVII, 4, 367: lauacrnm etiam corpornm ususque balnearum non sit assiduus, sed eo, quo sole temporis internallo tribuatur, hoc est semel in mense. Cuius autem infirmitatis necessitas cogit lauandum corpus, non longius differatur; fiat sine murmure de consüio medicinae, ita ut, etiam si noli iubente praeposita faciat, quod faciendum est pro salute. Ver H. Dumaine, «Bains», 91.

34    a. Lepelley, «Le musée des statues divines. La volonté de sauvegarder le patrimoine artistique pai'en a l'époque théodosienne», Cahiers archeologiques, 42, 1994, 5-15.

35    Augustinus, Ep., 46, 15, CSEL, XXXIV, 2, 127 (Publícola a Agustín [a. 3981): si Christianus debet in balneis lauare uel in thennis, in quibus sacrificatur simulacris? Si Christianus debet in balneis, quibus in die festo suo pagani loti sunt, lauare siue cum ipsis siue sine ipsis?; Id., Ep., 47, 3, ibid., 132 (a Publícola): item si de area uel torculari tollatur aliquid ad sacrificia daemoniontm sciente Christiano, ideo peccat, si fieri pennittit, ubi prohibendi potestas est. Quod si factum comperit aut prohibendi potestatem non habuit, utitur mundis reliquis frnctibus, unde illa sublata sunt, sicut fontibus utimur, de quibus hauriri aquam ad usum sacrificiontm certissime scimus. Eadem est etiam ratio lauacrontm.

36    R. Braun, Quodvultdeus..., 606, n. l.

37    Quodultdeus, Lib. prom., Dim. temp., 6, 9-10, CCL, LX, 196-197.

38    J. A. Jiménez - J. Sales, «Termas e iglesias durante la Antigüedad Tardía: ¿re-utilización arquitectónica o conflicto religioso? Algunos ejemplos hispanos», Sacralidad y Arqueología. Homenaje al Profesor Thilo Ulbert al cumplir 65 años ( = Antigüedad y Cristianismo, 21), Murcia, 2004, 185-201.

39    H. Dumaine, «Bains», 101-105; A. Fuentes, «Las termas...», 138-139.

40    H. Dumaine, «Bains», 78

Esperanza Bosch Fiol, Raquel Herrezuelo, Victoria A. Ferrer Pérez

Introducción

Partiendo de un punto de vista culturalista, podemos considerar que el amor es una construcción social y cultural, que ha variado a lo largo de la historia y depende en gran medida del proceso de socialización (Bosch, Ferrer, Ferreiro, y Navarro, 2013). Desde este punto de vista, en el momento actual el amor romántico sería aquel que se caracteriza por (Esteban y Tavora, 2008; Ferrer y Bosch, 2018; Luengo y Rodríguez-Sumaza, 2009; Moreno-Marimón y Sastre, 2010; Sanpedro, 2005; Rivière, 2009): un inicio súbito (amor a primera vista); la importancia que se otorga al proceso de enamoramiento; las dificultades para conquistar a la otra persona o para materializar el amor; el sufrimiento por la ausencia o por la presencia de la otra persona; la necesidad de sacrificarse por el otro y de dar pruebas o muestras de amor continuas; la renuncia a los propios deseos para colocar por delante los de la otra persona; la sublimación, o colocar el amor por encima de todo; el temor a perder a la persona amada; y, en definitiva, las expectativas mágicas, como encontrar un ser absolutamente complementario (la media naranja), vivir en una simbiosis (la fusión con el otro, el olvido de las propias necesidades y de la propia vida), tener necesidad uno del otro para respirar o moverse, o la (supuesta) fuerza arrolladora de los sentimientos.

En resumen, según esta concepción, el amor romántico es monógamo y hetero-centrista, se basa en la creencia de un yo incompleto que busca en la otra persona la plenitud (la “media naranja”), vincula indisolublemente el romanticismo, la pasión y el erotismo, y es perpetuo, incondicional y no vinculado a la voluntad (Tenorio, 2012). Estas claves, que definen y caracterizan al amor romántico, se sustancian básicamente en los llamados mitos románticos (Ferrer, Bosch, y Navarro, 2010; Giráldez y Sueiro, 2015; Moreno-Marimón y Sastre, 2010), y una relación de pareja basada en dichos mitos conlleva un riesgo importante de crear falsas expectativas sobre lo que es o ha de ser la pareja (Bosch y Ferrer, 2014; Bosch et al., 2008, 2012, 2013).

Pero esta experiencia no es neutra, sino que el amor está fuertemente generizado (Calvo, 2017; Esteban 2011; Esteban y Tavora, 2008; Leal, 2012; Schäfer, 2008; Tenorio, 2012). Así, los mandatos de género tradicionales, transmitidos a través de la socialización diferencial, condicionan aspectos tales como la elección del objeto de amor, su vivencia,  o la importancia o centralidad del amor y la pareja en nuestras vidas, otorgando a estas cuestiones un rol central, y vinculado a la entrega, la sumisión y la renuncia en el caso de las mujeres, y un rol más periférico, y vinculado al dominio en el caso de los varones. No es pues extraño que el amor haya sido considerado como una clave analítica fundamental desde el análisis en clave feminista (Jonásdóttir, 1993; Jonásdóttir y Fergusson, 2013; Millet, 1969/1995) pues, como resume Marcela Lagarde (2012):

La opresión de las mujeres encuentra en el amor uno de sus cimientos. La entrega, la servidumbre, el sacrificio y la obediencia, así como la amorosa sumisión a otros, conforman la desigualdad por amor y es forma extrema de opresión amorosa (pp. 44-45) (…) Al sacrificio, la entrega y la capacidad de vivir-para-los-otros se les ha convertido en virtudes y en dimensiones del amor de las mujeres, convertido en esencia (p. 46).

Desde la psicología y la psicología social, el amor ha sido entendido y analizado como actitud, emoción, y conducta (Sangrador, 1993), y se han realizado gran número de estudios que han abordado diferentes temáticas desde múltiples aproximaciones conceptuales, teóricas y epistemológicas (García y Montenegro, 2014), incluyendo: la metodología cuantitativa y la utilización de cuestionarios, lo que ha permitido recoger la experiencia de amplias muestras de mujeres y alcanzar un amplio grado de visibilidad; la metodología de carácter cualitativo y la utilización de diversas técnicas al uso (entrevistas en profundidad y semi-estructuradas, historias de vida, narrativas, etc.), que han permitido un acercamiento en profundidad y la visibilización de nuevas temáticas y aspectos, dando, además, protagonismo a la vivencia de las mujeres; y también la combinación de metodologías cuantitativas y cualitativas, que se enriquecen mutuamente.

Por lo que se refiere a las temáticas, se han realizado estudios para analizar cuestiones como: las formas diferenciales por género de comprender y caracterizar el amor (Caro y Monreal, 2017; Fernández, 2017; García, Hernández, y Monter, 2019; Hernández, González, y Regino, 2016; Leal, 2007; Moreno-Marimón y Sastre, 2010); la intensidad del amor (Cuenca, Graña, y O’Leary, 2015); la relación entre estilos de amor y satisfacción marital (Álvarez y García, 2017); las actitudes hacia el romanticismo (Thompson y Sullivan, 2012); la vigencia y persistencia de los mitos románticos (Bosch et al., 2008, 2012; García y Soriano, 2017; Giráldez y Sueiro, 2015; Rodríguez, Lameiras, Carrera, y Vallejo, 2013); o la relación entre el amor, los mitos del amor romántico y la violencia contra las mujeres en la pareja (Bonilla, Rivas, García, y Criado, 2017; Bonilla, Rivas, y Vázquez, 2017; Caro, 2008; Caro y Monreal, 2017; Cubells y Calsamiglia, 2015; Cubells, Albertín, y Calsamiglia, 2010; Hester, Fahmy, y Donovan, 2010; Papp, Liss, Erchull, Godfrey, y Waaland-Kreutzer, 2017; Ruiz-Repullo, 2016; Smith, Nunley, Martin, 2013).

En el contexto de este estudio, resulta de particular interés mencionar la tipología de John A. Lee (1976), que describe la existencia de seis tipos de amor, de entre los cuales dos, Eros y Ágape, aportan claves descriptivas importantes para este estudio. Así, el tipo Eros, o amor pasional se refiere al amor sensual, romántico, caracterizado por una pasión irresistible, con sentimientos intensos, intimidad, fuerte atracción física y actividad sexual. Por su parte, el tipo Ágape o amor altruista (definido como un estilo secundario, compuesto de Eros y Storge) se caracteriza por dar antes que obtener, por el auto-sacrificio por el bienestar de la pareja, por ser un amor de renuncia absoluta y entrega totalmente desinteresada, más bien idealista, en el que la sexualidad y la sensualidad no son relevantes.

El diseño y posterior uso de la Love Attitudes Scale (LAS, Hendrick y Hendrick, 1986) ha dado lugar a gran cantidad de trabajos y estudios para determinar la vigencia de estos estilos de amor descritos por Lee (e.g., Costa, Oishi, Pereira, Wirtz, y Esteves, 2014; Cramer, Marcus, Pomerleau, y Gillard, 2015; Díaz, Estévez, Momeñe, y Linares, 2018; Ferrer, Bosch, Navarro, y Ramis, 2008; Galicia, Sánchez, y Robles, 2013; Lascurain, Lavandera, y Manzanares, 2017; Rocha, Avendaño, Barrios, y Polo, 2017; Rodríguez-Santero, García-Carpintero, y Porcel, 2017).

Estos trabajos coinciden, básicamente, en señalar que el estilo de amor mayoritariamente aceptado, tanto en general, como por los hombres y las mujeres de diferentes edades y condiciones es Eros, es decir, coinciden en que el estilo de amor romántico es el que despierta mayor aceptación entre la población. Pero, más allá de esta coincidencia general, diversos trabajos (e.g., Caycedo et al., 2007; Galicia et al., 2013; Regan, 2016; Rocha et al. 2017; Rodríguez-Santero et al., 2017) muestran que, tras Eros, el estilo de amor más aceptado  por las mujeres y las chicas es Ágape, es decir, el amor altruista. También algunos estudios cualitativos (Caro y Monreal, 2017; Marroquí y Cervera, 2014), que no emplean la LAS pero sí aplican la tipología de Lee, apuntan estos mismos resultados, esto es, que entre las chicas predominan los estilos Eros y Ágape, mientras que entre los chicos predominan Ludus (amor como juego) y Pragma (amor pragmático). Sin embargo, en otros casos se obtienen resultados contradictorios, siendo los varones quienes muestran preferencia por el estilo Ágape (Cramer et al., 2015; Ferrer et al., 2008; Jonason y Kavanagh, 2010; Regan, 2016).

Como se ha señalado, la mayoría de estos estudios se centran en determinar cuál  es el estilo de amor más aceptado por chicos/varones o chicas/mujeres. En este estudio cualitativo se empleó metodología de corte cualitativo puesto que el objetivo fue comprender un profundizar en el contenido y alcance de las renuncias y el sacrificio personal que chicas y chicos están dispuestas/os a realizar por la pareja, y que constituyen el núcleo central del estilo de amor Ágape o amor altruista. Considerando que el amor es una experiencia fuertemente generizada, y considerando el contenido de los mandatos de género tradicionales, se hipotetiza que las chicas estarán dispuestas que los chicos a realizar más renuncias y sacrificios en nombre del amor y la pareja.

Método

Participantes

Este estudio se realizó sobre una muestra de conveniencia de 260 estudiantes pre-graduados de una universidad pública española, incluyendo 64 varones (24,52%) y 196 mujeres (75,09%), de diferentes titulaciones (54% estudiantes de psicología, 30% de pedagogía, y 16% de educación social), con una edad media de 20.4 años (rango 18-35 años).

Instrumentos

Los resultados de diferentes estudios previos sobre el tema (Bosch et al., 2012; Ferrer et al., 2008) llevaron a considerar que el amor y la pareja inciden particularmente sobre la toma de decisiones de la persona en relación a cuatro grandes áreas o ámbitos de la vida cotidiana: la elección del lugar de residencia, el empleo, las amistades y el proyecto de vida futura. En base a estos resultados previos, para obtener información relativa al objetivo de este estudio se elaboró un formulario de respuesta ad hoc, encabezado por un título (¿Qué estarías dispuesto/a a hacer por amor?), que incluía cuatro preguntas abiertas sobre estas renuncias, formuladas del modo siguiente: a) ¿Estarías dispuesto/a a cambiar de ciudad?, b) ¿Estarías dispuesto/a a cambiar de trabajo?, c) ¿Estarías dispuesto/a a renunciar a tus amistades?, d) ¿Estarías dispuesto/a a seguir a la persona amada en su proyecto vital o laboral, aunque para ello tuviera que renunciar en todo o en parte al tuyo? Además, se pidió a las personas participantes que indicaran su sexo, edad, y la titulación que estaban cursando.

Procedimiento

Previa autorización del profesorado, las personas participantes fueron invitadas a colaborar en el estudio respondiendo a estas preguntas en el contexto del aula. En todos los casos, las personas participantes fueron debidamente informadas del carácter voluntario y anónimo de su participación en el estudio y de los objetivos del mismo, y aceptaron voluntariamente participar en el mismo sin recibir ninguna compensación a cambio. Cabe remarcar que todo el alumnado que fue invitado a participar, aceptó hacerlo.

Análisis de datos

Las personas participantes fueron invitadas a responder a las preguntas formuladas de forma lo más sincera posible, y del modo y en el formato que consideraran más conveniente. Es decir, las personas participantes podían responder una y/o varias de las preguntas formuladas, dejando, en su caso, en blanco aquellas que no desearan responder. Además, podían dar tanto una respuesta dicotómica (Si/No) como razonada (es decir, explicar los motivos por los cuales estarían o no dispuestos/as a renunciar) y no se estableció limitación en cuanto al número de palabras de cada respuesta.

Tras la recogida de información se realizó una lectura en profundidad de las respuestas obtenidas que permitió obtener información para efectuar dos tipos de análisis: En primer lugar, se categorizaron todas las respuestas en afirmativas (esto es, la persona sí estaba dispuesta a renunciar), negativas (esto es, la persona no estaba dispuesta a renunciar), y dubitativas (esto es, la persona no sabía y/o no estaba segura de sí estaría dispuesta a renunciar). A partir de esta información se realizó un recuento de respuestas, un análisis descriptivo de las mismas (frecuencias y porcentajes), y una comparación entre las respuestas ofrecidas por chicas y chicos (mediante la prueba Chi-cuadrado). En segundo lugar, la lectura en profundidad realizada mostró que en las respuestas razonadas (es decir, cuando la personaba indicaba los motivos por los cuales estaría o no dispuesta a renunciar) emergían las categorías siguientes: a) consecuencias de la renuncia (positivas / negativas); b) tipo de consecuencias (económicas, emocionales, etc.); c) a quién afectan esas consecuencias (a la persona que renuncia, al otro miembro de la pareja, a la pareja en sí, etc.).

Cabe remarcar que, dado el objetivo y características del estudio realizado, de las tres formas básicas de argumentación usuales en la presentación de resultados cualitativos (Suárez, del Moral y González, 2013), esto es, descriptiva, explicativa e interpretativa, en el presente caso se realizará una presentación descriptiva de los resultados centrada en exponer la posición discursiva de los/as participantes.

Por otra parte, y de acuerdo con los procedimientos al uso (Suárez et al., 213), el rigor de los datos se aseguró mediante controles de credibilidad (particularmente, la consulta de investigaciones previas sobre el tema), y triangulación entre investigadores/as (para lo cual, todas las repuestas fueron leídas, analizadas y categorizadas primero de forma individual por cada una de las 3 firmantes del artículo, y, posteriormente, se procedió a cotejar los resultados obtenidos y, en caso de no acuerdo, a la revisión y categorización por consenso).

Resultados

A continuación se muestran los resultados obtenidos para cada una de las preguntas formuladas. Así, en la Tabla 1 se incluyen las respuestas a la pregunta si estarían dispuestos/as a cambiar de ciudad por amor.

Tabla 1. ¿Qué estarías dispuesto/a a hacer por amor? ¿Estarías dispuesto/a a cambiar de ciudad?

Tabla_1.png

De acuerdo con estos resultados, casi un 90% de las personas participantes estarían dispuestas a cambiar de ciudad por amor, y sólo en torno a un 9.5% no lo haría. No hay diferencias estadísticamente significativas entre chicas y chicos en cuanto a esta respuesta (Chi-cuadrado (1, 259) = 2.19, p= .1385), siendo un 88.77% de chicas y un 92.18% de chicos quienes responden afirmativamente a esta cuestión.

Cabe señalar, sin embargo, que el análisis de las respuestas razonadas muestra algunos matices interesantes y diferentes entre las respuestas de ellas y ellos. Así, ellas manifiestan una mayor predisposición al sacrificio y tratan de encontrar en el cambio alguna consecuencia positiva, tanto para ellas como para sus parejas, incluyendo en sus respuestas expresiones como “sólo por un futuro mejor para ambos”. Algunos ejemplos serían:

“Si, no me importaría cambiar de ciudad con la persona que quiero, ya que puedo continuar con mis cosas allá a pesar de dejar otras tales como familia y amigos” (Chica, 21 años, Psicología).

Un matiz interesante que cabe subrayar en estas respuestas es que las participantes están condicionando la posibilidad de realizar la renuncia a las características de la relación, y, especialmente, a la estabilidad de la relación y a la intensidad del amor:

“Si, porque si lo quiero no me importaría comenzar una nueva vida en otra parte, siempre que sea con él” (Chica, 20 años, Pedagogía).

“Sí, porque si estoy realmente enamorada sería una oportunidad de conocer una nueva ciudad y un entorno diferente” (Chica, 24 años, Educación Social).

Los chicos, por su parte, centran, en general, sus reflexiones en lo beneficioso que podría resultar un cambio de ciudad para su propio proyecto vital o laboral, viéndolo, incluso, como una oportunidad personal. Así, en sus respuestas aparecen expresiones como: “siempre que no afecte de manera negativa a mi vida”, “siempre que pueda continuar con mis objetivos”, “depende de la ciudad de destino”, “siempre que el cambio también sea beneficioso para mí”, “puede ser una oportunidad”). Algunos ejemplos serían:

“Si siempre que en esta ciudad pueda continuar con mis estudios, o realizarme para conseguirlos” (Chico, 21 años, Pedagogía).

“Si, siempre que el cambio no sea a peor, siempre que la ciudad me enriquezca ola persona que tenga al lado sea un pilar inamovible” (Chico, 27 años, Pedagogía).

Cabe, además, resaltar aquellos casos en los que los chicos dan una respuesta aparentemente favorable a la renuncia, pero condicionan ésta a sus intereses, esto es, afirman que sí renunciarían, pero sólo si no hubiera impedimentos para ello:

“Si, excepto que circunstancias mayores me lo impidan, como puede ser el trabajo de mi vida” (Chico, 23 años, Pedagogía).

“Si, si no hay nada que me retenga en mi ciudad actual” (Chico, 23 años, Psicología).

Otra cuestión remarcable que emerge del análisis de las respuestas de los chicos es el uso de una mayor número de pronombres personales en 1ª persona, lo que apunta que, aunque la pregunta se refiere a un cambio motivado por el amor, ellos realizan una lectura en clave más personalista que ellas.

Por lo que se refiere al cambio de trabajo (Tabla 2), los resultados obtenidos indican que alrededor de un 60% de las personas participantes estarían dispuestas a cambiar de trabajo por amor, mientras un 40% no lo haría. Cabe señalar que las respuestas de chicas y chicos son significativamente diferentes (Chi-cuadrado (1, 259) = 10.47, p= .0012), siendo los chicos quienes se muestran más proclives a realizar este cambio (78.12% de los varones responden afirmativamente, frente sólo un 55.10% de las chicas).

Tabla 2. ¿Qué estarías dispuesto/a a hacer por amor? ¿Estarías dispuesto/a a cambiar de empleo?

Tabla_2.png

El análisis de las respuestas razonadas muestra, por una parte, que, en el caso de algunas participantes, sigue pesando la idea de que el trabajo y la satisfacción laboral de sus parejas son más importantes que los suyos propios:

“Si, ya que si las circunstancias son porque sus motivos pesan más que mi trabajo, renunciaría y me adaptaría a él” (Chica, 19 años, Educación Social)

“Cambiaría de trabajo si pensara que mi pareja estuviera descontenta o amargada en el suyo, siempre que fuera para mejorar ambas partes, si tuviera que cambiarme a un trabajo que me gustara menos, pero para ello mi pareja consiguiera un trabajo en el que esté más a gusto, sería un cambio mejor para la pareja” (Chica, 20 años, Psicología)

“Si, si fuera porque mi pareja se tiene que trasladar a otro lugar, yo iría con él, por tanto cambiaría de trabajo” (Chica, 21 años, Educación Social)

Por otra parte, en esta pregunta emerge la relación que algunas chicas establecen entre la renuncia y la consecución de la felicidad:

“Cambiaría de trabajo si pensara que puedo ser más feliz con esta persona, empezar una nueva vida” (Chica, 22 años, Psicología)

Una cuestión relevante es que no pocas chicas señalan lo importante que es para ellas  la profesión en la que se están formando, por lo que son más reacias a renunciar  a un hipotético empleo debido al alto nivel de expectativas que depositan en su consecución. Esto quedan de manifiesto en frases como: “nunca cambiaría aquello por lo que he luchado y que me llena”, “no, porque es un aspecto de mi vida muy personal”, o “sería una forma de anular mi personalidad e identidad”. Es importante tener en cuenta que las participantes son estudiantes de ramas sociales y de la salud, profesiones estrechamente ligadas al estereotipo femenino tradicional, que incorpora como uno de sus ejes principales el cuidado a los demás, y la potenciación del afecto y la empatía, pero también un fuerte componente vocacional.

En el caso de los chicos destacan, por una parte, la mayor relevancia dada a las motivaciones laborales de carácter material, la proyección profesional, o la calidad del trabajo y, sobre todo las respuestas en las que, aunque la respuesta dada parece favorable a la renuncia, la motivación señalada indica que, en realidad, sólo estarían dispuestos a cambiar si la alternativa es mejor:

“Si, siempre que no sea mi trabajo soñado o cuando haya conseguido el objetivo que me puse al aceptarlo” (Chico, 21años, Pedagogía)

“Si, si el nuevo trabajo nos beneficiara a los dos tanto en disponibilidad de horario o en cuanto a sueldo, no tendría ningún problema, siempre que el trabajo sea de mi agrado” (Chico, 21 años, Pedagogía)

“Si, aunque depende de si la alternativa laboral me convence” (Chico, 23 años, Pedagogía) “Si y no, estaría dispuesto siempre que el trabajo sea parecido y en unas condiciones aceptables” (Chico, 27 años, Pedagogía)

“Solo si hay la posibilidad de encontrar un trabajo de iguales condiciones o mejores” (Chico, 23 años, Psicología)

Por lo que se refiere al cambio de amistades (Tabla 3), los resultados obtenidos indican que sólo un 12% de las personas participantes estarían dispuestas a cambiar de amistades por amor, mientras un 88% no lo estaría. No hay diferencias estadísticamente significativas entre chicas y chicos en cuanto a estas respuestas (Chi-cuadrado (1, 259) = 0.03, p= .8697).

En términos generales, y a diferencia de lo que sucedía con las dos preguntas anteriores, en este caso se observa no sólo un amplio rechazo a la renuncia, sino también una cierta exaltación de la amistad que podría estar relacionada con la edad de la muestra estudiada. Este rechazo se halla presente tanto en las chicas como en los chicos, pero es manifestado de modo más vehemente por ellos:

Tabla 3. ¿Qué estarías dispuesto/a a hacer por amor? ¿Estarías dispuesto/a a cambiar de amistades?

Tabla_3.png

“No, opino que una cosa no puede perjudicar a la otra, es decir, que la pareja y los amigos se tiene que llevar bien, si tu pareja te planea el dilema de elegir entre ella o un amigo , creo que elegiría al amigo” (Chico, 20 años, Educación Social)

“No, mis amigos de verdad, son pocos, son personas prioritarias en mi vida, y entre ellos y un posible amor de mi vida, no puedo elegir” (Chico, 21 años, Pedagogía)

“No, las amistades es lo que te queda si el amor fracasa (y también la familia)” (Chico, 19 años, Pedagogía)

“No, la pareja, tanto como las amistades pueden ser temporales, pero aquellas amistades que han estado siempre nunca renunciaría a ellas” (Chico, 20 años, Pedagogía)

“Renunciar a amistades nunca, lo que podría hacer es que si la persona amada no quiere estas amistades, yo las visitaría o vería solo” (Chico, 20 años, Psicología)

En el caso de las chicas, aunque predomina también el rechazo a este tipo de renuncia, este aparece más matizado o, incluso, como condicionado a la opinión de la pareja:

“Si esas amistades influyeran negativamente en mi relación y encuentro que es necesario y que a mi pareja le hace daño, si” (Chica, 20 años, Psicología)

“Depende de las circunstancias por las que tenga que pasar. Renunciar para siempre no, alejarme, si” (Chica, 27 años, Educación Social)

“No, siempre y cuando mis amigos no sean una mala influencia o me perjudicaran de alguna manera, en este caso, si mi pareja me lo hiciera ver de manera justificada, si” (Chica, 20 años, Educación Social)

De hecho, algunas chicas llegan al punto de dar por sentado que esta renuncia va ligada a otras y/o es inevitable y normal:

“Si, ya que si cambiara de ciudad las dejaría aquí, pero tendría contacto con ellas” (Chica, 19 años, Educación Social)

“Si, de hecho creo que normalmente pasa” (Chica, 19 años, Educación Social)

Finalmente, por lo que se refiere a la posibilidad de seguir a la persona amada en su proyecto vital o laboral, incluso renunciando al propio (Tabla 4), los resultados obtenidos indican que, aproximadamente, la mitad de las personas participantes estaría dispuesta a ello, mientras algo menos de la mitad rechaza esta posibilidad, y en torno a un 3% tiene dudas al respecto. Estas respuestas no son significativamente diferentes entre chicas y chicos (Chi-cuadrado (1, 259) = 1.42, p= .2338).

Tabla 4. ¿Estarías dispuesto/a a seguir a la persona amada en su proyecto vital o laboral, aunque para ello tuvieras que renunciar en todo o en parte al tuyo?

Tabla_4.png

En general, las respuestas obtenidas muestran una cierta predisposición femenina al auto-sacrificio por la persona amada y renunciar, al menos, a una parte del proyecto vital propio:

“Si, en una relación a veces se han de hacer algunos esfuerzos por ambas partes” (Chica, 20 años, Educación Social)

“Si, ya que la felicidad compartida es mejor y no me importaría porque se habría establecido una conversación previa” (19 años, Educación Social)

Cabe, sin embargo, remarcar que en algunos casos las chicas ponen ciertas condiciones a este sacrificio:

“Si este proyecto fura muy importante y le hubiera costado mucho esfuerzo y dedicación sí que renunciaría, en parte, a mis planes. Esto es cosa de dos y supongo que igual que yo, después él me apoyaría en mis proyectos” (Chica, 19 años, Psicología)

“Si, si económicamente pudiera permitírmelo” (Chica, 20 años, Psicología)

En el caso de ellos, aparecen con más fuerza las condiciones y limitaciones a la posibilidad de renunciar, y, nuevamente, encontramos respuestas que, aunque aparentemente aceptan la renuncia, de hecho, la están rechazando y/o condicionando a los intereses propios:

“A veces las personas han de renunciar a una parte de sus proyectos, pero si implica no poderlo seguir nunca más, no” (21 años, Psicología)

“Si, si la otra persona también está dispuesta a renunciar a una parte del suyo” (19 años, Psicología)

“Estaría dispuesto si con el cambio yo fuera feliz junto con mi pareja y pudiera trabajar de lo mío” (19 años, Psicología)

“Depende, si puedo formar parte de su proyecto y si forma parte de mis gustos, o que pueda hacer otro tipo de proyectos que me haga feliz” (24 años, Pedagogía)

Conclusiones

Los resultados obtenidos permiten alcanzar el objetivo previsto ya que suponen un avance en el conocimiento del contenido y alcance de las renuncias y el sacrificio personal que las y los jóvenes están dispuestas/os a realizar por la pareja, que constituyen el núcleo central del estilo de amor Ágape o amor altruista, y, al mismo tiempo, abren nuevas vías de investigación.

Así, en primer lugar, se observa que las personas participantes de ambos sexos aceptan y manifiestan tener algunas creencias que son propias y características del amor romántico (Esteban, 2011; Esteban y Tavora, 2008; Ferrer y Bosch, 2018; Luengo y Rodríguez-Sumaza, 2009; Moreno-Marimón y Sastre, 2010; Sanpedro, 2005; Rivière, 2009), tanto en lo relativo a las renuncias y sacrificios, por los que se preguntaba directamente, como en lo relativo a la centralidad del amor, que emerge en sus respuestas. Sin embargo, es importante recordar que en el contexto de este estudio no se preguntó a las personas participantes por su situación sentimental o por el número y características de sus relaciones de pareja previas, lo que puede suponer que algunas de sus respuestas estén siendo dadas en un plano más teórico que real, y, por tanto, estén más ligadas al ámbito de los deseos que a la realidad.

Una segunda constatación es que, en general, todas las personas participantes, sean chicos o chicas, aceptan la idea de que determinados aspectos de sus vidas pueden ser sacrificados por amor, esto es, manifiestan una aceptación, más o menos importante, de lo que Lee denominó el estilo Ágape. De hecho, en torno al 90% estaría dispuesto/a a cambiar de lugar de residencia, el 60% a cambiar de empleo, y el 50% a asumir el proyecto vital del/la otro/a, y sólo aparece una clara resistencia al cambio en el caso de las amistades (siendo sólo el 12% de las personas participantes las que estarían dispuestas a asumir renuncias en este respecto, lo cual podría relacionarse con la edad de las personas participantes y la importancia otorgada a la amistad en ese momento vital). Ciertamente, algunas de estas cuestiones podrían estar muy relacionadas con las circunstancias vitales actuales. Así, por ejemplo, un cambio de residencia es visto con mucha mayor normalidad por las personas jóvenes en relación a generaciones anteriores; y, en el caso del cambio de empleo, algunas de las resistencias observadas se refieren más al contexto económico actual que a las relaciones personales o de pareja. En cualquier caso, cabe remarcar que los resultados obtenidos coinciden básicamente con los descritos en la literatura sobre  el tema en cuanto a la aceptación del estilo Ágape (Caro y Monreal, 2017; Caycedo et al., 2007; Cramer et al., 2015; Ferrer et al., 2008; Galicia et al., 2013; Jonason y Kavanagh, 2010; Marroquí y Cervera, 2014; Rocha et al. 2017; Rodríguez-Santero et al., 2017).

Sin embargo, uno de los aspectos a destacar de estos resultados es que los resultados cuantitativos obtenidos contradicen la hipótesis planteada. Así, al igual que sucede en algunos estudios previos (e.g., Cramer et al., 2015; Ferrer et al., 2008; Jonason y Kavanagh, 2010; Regan, 2016), el análisis cuantitativo (de frecuencias y porcentajes y de comparación estadística entre ambos) muestra que, al contrario de lo hipotetizado en base al contenido de los mandatos de género tradicionales, serían los varones afirmarían estar dispuestos a realizar más sacrificios por amor, en comparación con las mujeres que han participado en el estudio, es decir, serían ellos quienes, en mayor medida, aceptarían el estilo Ágape, o amor altruista.

En este sentido, autores como Peter K. Jonason y Phillip Kavanagh (2010) ya advirtieron que es importante manejar los datos con cautela puesto que los resultados que señalan que los varones son más auto-abnegados o auto-sacrificados que las mujeres son inconsistentes con algunas investigaciones previas, y con la realidad, podríamos añadir. Así, la socialización (en general y en relación con el amor) sigue siendo a día de hoy diferencial, y coherente con los mandatos de género tradicionales, que posicionan a los varones y a las mujeres en ámbitos diferentes, de modo que las decisiones de ellos tienen, en general, más peso que las de ellas, favoreciendo una mejor situación personal para ellos que para ellas (Álvarez, Sánchez, y Bojó, 2016; Lagarde, 2012). En este contexto, las chicas se socializan aprendiendo a idealizar el amor y a valorar positivamente la renuncia a la propia individualidad y a la satisfacción personal, la entrega a los deseos y la felicidad del otro (estar ahí cuando el otro te necesite para cuidarle y/o darle lo que quiera), y el sacrificio (darlo todo sin esperar nada a cambio), que se unen a la tolerancia y el perdón, aceptando, en definitiva, que el “amor verdadero” lo “aguanta todo”; mientras los chicos aprenden que pueden amar sin renunciar a sus proyectos personales, y manteniendo su individualidad, y se hallan menos dispuestos a la renuncia total y al sacrificio personal, de modo que, finalmente, las renuncias de ellos suelen ser menores y en territorios menos importantes que las de ellas (Burín y Meler, 2010; Hernández et al., 2016; Lamas, 2005; Moreno-Marimón y Sastre, 2010).

Los efectos de esta socialización no se manifiestan en los resultados cuantitativos obtenidos, pero sí emergen en las respuestas razonadas. Es decir, el estudio cualitativo que permite profundizar en el análisis de las motivaciones aportadas por ellos y ellas muestra diferencias entre unas y otros en dichas motivaciones e, incluso, en el propio lenguaje con el que las expresan, y abre una reflexión importante, que va en la línea de lo sugerido por Peter K. Jonason y Phillip Kavanagh (2010): aunque digan lo mismo, el significado puede ser diferente en uno y otro caso. Un ejemplo de ello lo encontramos al observar que, tal y como ya sucedía en el trabajo de Barbara Gawda (2008), también en este caso las narrativas de ellos y ellas se articulan de modo diferente. Así, las respuestas de los participantes se formulan más a menudo como “Sí, pero…”, es decir, ellos, afirman que sí renunciarían y/o cambiarían por amor, pero, al profundizar en esta idea, ponen más condiciones, mostrando que, en realidad, sólo estarían dispuestos a realizar esa concesión siempre que ello les reportase algún beneficio (un nuevo reto profesional, una oportunidad, o, incluso, una aventura), lo cual no constituye, ciertamente, un sacrificio o renuncia. Ellas, en cambio, formulan más a menudo sus respuestas en términos de “Sí, porque….”, es decir, tratan de justificar sus respuestas y, muy a menudo, lo hacen en base a sus sentimientos y/o a la cohesión de la pareja.

En definitiva, entendemos que la principal fortaleza de este trabajo se halla en los resultados cualitativos obtenidos, que van en la misma dirección que los de la literatura previa sobre el tema, señalando la vigencia de los estilos de amor romántico y altruista entre las personas jóvenes, con la carga de mitos y creencias erróneas que ello  supone, y poniendo de manifiesto que esto ocurre incluso entre aquellas personas con elevados niveles formativos, como es el caso del alumnado universitario. Esta constatación es especialmente importante en el caso de las chicas y de cara al trabajo de intervención preventivo puesto que la combinación entre Eros y Ágape, que las podría llevar a “darlo todo” y “olvidarse de sí mismas”, las podría colocar también en una situación particularmente vulnerable en la pareja, muy especialmente en aquellos casos en los que se enfrenten a relaciones abusivas, y/o en las que la violencia contra las mujeres en la pareja llegue a hacer su aparición (Ferrer y Bosch, 2013; Galicia et al., 2013).

Sin embargo, y a pesar de ello, este trabajo no está exento de limitaciones. De hecho, su propia naturaleza cualitativa es, al tiempo que una fortaleza, también una limitación, en tanto en cuanto, como es usual en estos casos, no permite extraer conclusiones más robustas y/o generalizables a otras poblaciones. Otras limitaciones vienen dadas por las propias características de la muestra, tanto en cuanto a su tamaño, como en cuanto a su homogeneidad (puesto que incluye mayoritariamente mujeres, alumnas universitarias, de edades similares, y de unas ciertas titulaciones). Cabe por tanto, remarcar la necesidad de seguir profundizando en este tema, con estudios que combinen metodologías cualitativas y cuantitativas, y amplíen las muestras de estudio.

En cualquier caso, entendemos que los resultados obtenidos abren nuevas vías de trabajo que cabe considerar relevantes y, entre ellas, una no menor por la relevancia que puede tener en el estudio de este y otros temas es si, dados los diferentes procesos de socialización vividos y los diferentes modelos de comportamiento a los que éstos conducen, los hombres y las mujeres estamos refiriéndonos a lo mismo aun cuando, aparentemente, así sea. Resultados como los obtenidos en este trabajo parecen indicar de un modo claro la necesidad de seguir profundizando en esta cuestión, así como de relacionar los conceptos estudiados (el estilo de amor Ágape, la renuncia, el sacrificio, el altruismo) en el contexto del mandato de género femenino tradicional (el amor auto-sacrificado) con otros como el auto-silenciamiento, que fue descrito por Dana C. Jack (2011) para analizar los mecanismos vinculados con las normas sociales impuestas a las mujeres que podrían explicar la depresión, como sería, entre otros, la pérdida del sentido de la propia identidad, o la exigencia de disponibilidad para el cuidado altruista, más allá de las propias necesidades.

Esperanza Bosch Fiol, Raquel Herrezuelo, Victoria A. Ferrer Pérez, en dialnet.unirioja.es/

R.C. Sproul

I.            ¿Qué es el arrepentimiento?

¿Te han preguntado alguna vez qué cosa cambiarías si pudieras vivir otra vez? A mí me sorprende cuando la gente responde que no cambiarían nada. Simplemente no concibo que alguien no tenga nada que quisiera cambiar.

¿Acaso no tenemos todos remordimientos? Por cierto, como cristianos que entendemos nuestro pecado, apreciaríamos la oportunidad de volver a vivir parte de nuestro pasado. Quizá habría palabras que querríamos guardarnos, o escenas dolorosas que nos gustaría reescribir. Estos deseos apuntan hacia nuestra necesidad de arrepentimiento.

Es de vital importancia que entendamos el concepto bíblico de arrepentimiento. Este es esencial no solo en el Nuevo Testamento, sino en toda la Escritura. El evangelio de Marcos comienza con la aparición de Juan el Bautista, quien viene del desierto anunciando el acercamiento del reino de Dios. Su mensaje para el pueblo de Israel era muy simple: lo llamó al arrepentimiento. No mucho después, Jesús comenzó su ministerio público, predicando exactamente el mismo mensaje: “Después de que Juan fue encarcelado, Jesús fue a Galilea para proclamar el evangelio del reino de Dios. Decía: ‘El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado. ¡Arrepiéntanse, y crean en el evangelio!’” (Mc  1, 14-15).

Este tema es recurrente en todo el Nuevo Testamento. Cuando la gente escuchaba a Cristo o la predicación de los apóstoles, solían responder diciendo: “¿Qué deberíamos hacer?”. Las respuestas tenían una forma similar: “Crean en Cristo”, “crean y bautícense”, o “arrepiéntanse y bautícense”. Dado que el concepto del arrepentimiento es tan esencial en la predicación apostólica, es de suma importancia que lo comprendamos cabalmente.

La palabra arrepentimiento viene de la palabra griega metanoia. El prefijo meta puede significar “con”, “junto a”, o “después”. Una palabra castellana derivada es metafísica. El estudio de la física es el estudio de aquellos elementos de la naturaleza que son visibles, perceptibles, y físicos. La metafísica es un intento de llegar más allá del mundo físico al ámbito trascendente. La raíz noia es la forma verbal del sustantivo que aparece frecuentemente en la Biblia como nous. Esta es simplemente la palabra griega para “mente”. En su forma más simple, el término metanoia tiene que ver con “la mente posterior”, o lo que podríamos llamar una reconsideración. En el idioma griego, llegó a significar “un significativo cambio de mentalidad”.

Por lo tanto, en el sentido más básico, el concepto bíblico de arrepentimiento significa “cambiar de parecer”. No obstante, pronto veremos que no solo se trata del juicio intelectual, tal como cambiar nuestro enfoque después de tratar de resolver un problema. En términos generales, metanoia tiene que ver con el cambio de parecer respecto a nuestro comportamiento. Incluye la idea de compunción. La compunción significa sentir remordimiento por una acción en particular. No solo implica una evaluación intelectual, sino también una  reacción emocional o visceral. El sentimiento que con mayor frecuencia se asocia al arrepentimiento en la Escritura es el de remordimiento, contrición, y una sensación de pesar por haberse comportado de determinada forma. Por lo tanto, el arrepentimiento implica tristeza por determinada conducta previa.

El concepto de arrepentimiento está profundamente arraigado en la experiencia del Israel veterotestamentario. Cuando los estudiosos examinan la noción de arrepentimiento en el Antiguo Testamento, suelen distinguir entre  dos tipos de arrepentimiento. El primero es un arrepentimiento cultual o ritual, y el segundo es un arrepentimiento profético.

Consideremos primero el arrepentimiento cultual o ritual. En nuestro  tiempo, la palabra cultual puede ocasionar malentendidos. Cuando hablamos de un culto, pensamos en grupos de personas radicales lideradas por falsos maestros. Pero el término cultual, usado en el verdadero sentido teológico, no se refiere a grupos desviados sino a los patrones de conducta o la vida religiosa de una comunidad determinada. El culto de Israel en el Antiguo Testamento era su práctica común de observancia religiosa. El culto de Israel fue instituido por Dios. En su ley, él no solo definió cómo debía comportarse moralmente el pueblo, sino también cómo debía comportarse en el ámbito religioso. Por ejemplo, había instrucciones sobre cómo orar, cómo ofrecer sacrificios, y cómo llevar a cabo el ministerio de la adoración en el templo. Todo esto era parte de las prácticas cultuales de Israel.

Asimismo, la estructura religiosa de la vida del Antiguo Testamento incluía muchas prácticas orientadas a facilitar el arrepentimiento. La ira de Dios ardía contra su pueblo por la infiel desobediencia de este, y a consecuencia de ello, el pueblo seguía las instrucciones de Dios sobre cómo quitar de ellos su ira. Dios perdonaba los pecados de ellos, y en la comunidad se restauraba la paz con él. Los rituales de arrepentimiento del Antiguo Testamento solían incluir un llamado a ayunar durante una asamblea solemne. Cuando los israelitas estaban en el desierto, primero eran llevados ante el tabernáculo, y posteriormente al templo. El profeta anunciaba el juicio de Dios y llamaba a un ayuno general. Para desviar la ira de Dios, cada persona dejaba de comer durante un periodo de tiempo determinado como señal nacional de arrepentimiento.

Israel, el pueblo de Dios, también recibió instrucciones de usar cierto tipo de ropa que funcionaría como símbolo externo del arrepentimiento interior del corazón. Por ejemplo, leemos acerca de personas que se cubrían de “silicio y ceniza”. Muchos usaban ropas ásperas e incómodas como un tipo de medida punitiva, infligiéndose incomodidad en señal de arrepentimiento. Algunos incluso tomaban ceniza y la esparcían sobre sus ropas o sobre la frente. Este proceso ritual era una señal de abatimiento. Por ejemplo, después de que Dios le habló a Job desde el torbellino, Job dijo: “Por lo tanto, me retracto de lo dicho, y me humillo hasta el polvo y las cenizas” (Jb 42, 6).

Junto con el cambio de la ropa, se cantaba un particular tipo de canción. Era una lamentación, un canto que expresaba pesar. A veces se usaba el lamento cuando alguien moría, o cuando ocurría una catástrofe. En el Antiguo Testamento, el libro de Jeremías va seguido de un libro más breve llamado Lamentaciones, también escrito por Jeremías. En este libro, Jeremías lamenta que la ira de Dios se hubiera derramado sobre su pueblo impenitente en la destrucción de Jerusalén. Este es un magnífico ejemplo de este tipo de tristeza por el pecado. El verdadero arrepentimiento debía expresarse con el lamento, una canción de pesar, y acompañado de fuertes gritos y gemidos.

Además de esto, en el sistema religioso de Israel había oraciones específicas de arrepentimiento. El libro de los Salmos, una especie de himnario del pueblo de Dios, contiene oraciones y poesía musicalizada y cantada como parte de la liturgia de la comunidad israelita. Está compuesto de distintos géneros: salmos de lamentación, salmos de acción de gracias, y salmos reales, entre otros. Hay salmos que celebran la bondad de la ley de Dios, pero también hay salmos llamados salmos penitenciales, que eran una especie de lamento. Los salmos penitenciales incluyen un reconocimiento de pecado contra Dios, una decisión de apartarse de la mala conducta, y una humilde súplica de que Dios restaure a la persona a un estado de gracia. El más famoso de los salmos penitenciales es el Salmo 51. En este Salmo, David registra su emotiva confesión de pecado tras ser confrontado por el profeta Natán a causa de sus pecados contra Urías y Betsabé.

Una última característica de esta vida ritual eran los días específicos de arrepentimiento. Estos días eran separados no solo para festividades, celebraciones, y conmemoraciones del pasado, sino también para arrepentirse. Eran momentos fijos de reconocimiento y tristeza por el pecado en forma corporativa, y formaban parte de la vida cultual de Israel.

Las prácticas y ritos cultuales del Antiguo Testamento le permitían al pueblo de Israel expresar, verbalizar, y demostrar su tristeza por el pecado. ¿Pero cómo lo hacemos nosotros hoy en día? ¿Cómo mostramos un corazón quebrantado por haber ofendido a Dios? ¿Cómo se demuestra este quebranto en la vida de la iglesia?

En la Iglesia Católica Romana, existe todo un sistema de penitencia ligado a los sacramentos de la iglesia, pero los protestantes al parecer han perdido el camino en cuanto a contar con un método prescrito para mostrar arrepentimiento. Entre las pocas prácticas que existen para facilitar el arrepentimiento está la oración ocasional el domingo por la mañana en la que la congregación confiesa su pecado en forma corporativa y recibe certeza de perdón de parte del ministro.

Las formas específicas de arrepentimiento conllevan el peligro de la mera formalidad externa. Como veremos, se debería dar importancia prioritaria al corazón. Sin embargo, a menudo carecemos de la capacidad de demostrar nuestro arrepentimiento. En este punto, al igual que a las personas del Antiguo Testamento, a nosotros podría resultarnos provechoso contar con formas más estructuradas de demostrar este cambio del corazón.

II.         Una imagen del arrepentimiento

En mi infancia, yo formé parte del coro de niños de la iglesia. No participaba por una devoción o fervor religioso, sino porque mis padres me obligaban a hacerlo. El coro me causaba vergüenza, porque tenía que usar una túnica y una casulla blanca con un enorme cuello almidonado blanco y un corbatín negro. Los demás chicos me llamaban “el señorito”.

Cantábamos una vez cada dos meses en el servicio de adoración, pero lo más destacado del coro de niños era cuando catábamos el himno “Buscad al Señor”. En esta canción en particular, nos apoyaba el solista principal, un magnífico tenor del coro adulto. En ese entonces yo no era cristiano, pero esta canción sonaba tan majestuosa que las palabras se me quedaban grabadas. El poder de la Palabra de Dios recorría la canción entera, y mientras se cantaba, la Palabra penetraba mi alma y mi mente.

Esto ocurrió hace muchas décadas, pero todavía puedo ver a Dick Dodds parado en la tribuna del coro, cantando “Buscad al Señor mientras pueda ser hallado. Llamadlo mientras esté cercano. Que el malvado abandone sus pensamientos y el impío sus caminos. Pues él tendrá misericordia. Él tendrá misericordia. Él tendrá misericordia y abundante perdón”. Estas palabras estaban tomadas directamente de los profetas (de Isaías 55 en este caso), a quienes les preocupaba profundamente el verdadero arrepentimiento y el lugar de este en la vida del pueblo de Dios.

Ya hemos considerado los rituales judíos del Antiguo Testamento, que incluían las prácticas cultuales del ayuno, el día del arrepentimiento, el cambio  de ropa, y los cantos de lamentación. Con el tiempo, estas prácticas y rituales degeneraron y para muchos se convirtieron en una mera formalidad. Los adoradores simplemente hacían la mímica del arrepentimiento pero carecían de verdadera sinceridad. Durante los siglos VIII y VII A. C., grandes profetas tales como Amós, Jeremías, Isaías, y Oseas vinieron al pueblo a recordarle que Dios exige una tristeza genuina y piadosa que nace del corazón. La cuestión de fondo era esta: el pueblo estaba llamado a rasgar su corazón, no sus vestiduras. Cuando los profetas exhortaban al pueblo de esta forma, no se oponían a la práctica de rasgar las vestiduras, sino que estaban diciendo que no basta con romper la ropa en señal de arrepentimiento; también se debe romper el corazón. Cuando nos damos cuenta de que hemos ofendido a Dios, debemos sentir esa ruptura de nuestra alma.

Para entender mejor esta perspectiva profética del arrepentimiento, observemos el libro de Joel. Este libro se enfoca en la relación entre los rituales de arrepentimiento y la realidad que tales rituales se proponen simbolizar. En el primer capítulo, leemos acerca del llamado de Joel a una asamblea solemne para que el pueblo pueda escuchar un anuncio de parte de Dios.

La palabra del Señor vino a Joel, hijo de Petuel: “Ustedes los ancianos, ¡oigan esto! Y ustedes, los habitantes de toda la tierra, ¡escuchen! ¿Acaso sucedió algo así en sus días, o en los días de sus padres? Esto lo contarán ustedes a sus hijos, y sus hijos a sus propios hijos, y ellos a la generación siguiente. Lo que la oruga dejó se lo comió el saltón, y lo que dejó el saltón se lo comió el revoltón, y lo que el revoltón dejó se lo comió la langosta” (Jl 1, 1-4).

Un severo juicio había caído sobre el pueblo de Dios. La tierra estaba destruida a causa de la sequía y la invasión de insectos que consumían los sembrados de la gente. Para el profeta, todo esto es el juicio de la mano de Dios sobre el pueblo por su pecado. Por lo tanto, hay un llamado al pueblo a regresar, a cambiar su pensamiento, a arrepentirse.

Joel dice: “Despierten, borrachos, y lloren; y todos ustedes, los que beben vino, giman por causa del mosto, porque se les va a quitar de la boca” (v. 5).

Incluso los cultivos de las viñas habían sido destruidos, y el profeta llamaba a aquellos que deambulaban aturdidos por la borrachera a despertar y ver que incluso el placer que recibían del fruto de la vid se había secado. Joel está anunciando que ha llegado el día del arrepentimiento.

Él continúa diciendo: “Llora tú, como joven vestida de ropas ásperas por el marido de su juventud” (v. 8, RV95). Para la mayoría de las mujeres, la selección de un vestido de novia es de suma importancia. La novia será el centro de atención mientras camina al altar para casarse legítimamente con el novio que la espera. Los asistentes quedan embobados al ver a la mujer vestida con el más fino traje que usará en su vida. Aquí, el profeta Joel dice que Israel es como una novia que no está adornada con un bello vestido, sino con ropas ásperas. Imagina asistir a una boda donde la novia se presente vestida con un feo y gastado saco de arpillera. Esa es la ilustración que usa Joel para mostrar cómo se espera que se demuestre el arrepentimiento. Es una cruda imagen de lamento en lugar de regocijo.

Joel escribe: “Los sacerdotes que sirven al Señor están de luto. Los campos están asolados y de luto, porque el trigo ha sido destruido. Mosto no hay, y el aceite se ha perdido” (vv. 9b-10). En la economía de Israel en la antigüedad, el aceite de oliva era muy importante. El profeta está diciendo: “Ahora toda la economía nacional está en bancarrota. Todo se ha secado. Avergüéncense, agricultores. Laméntense, viñadores. Laméntense por el trigo y la cebada porque la cosecha en el campo se ha perdido y el gozo se ha marchitado”.

En el verso 13, vemos nuevamente las instrucciones para mostrar arrepentimiento. “Ustedes los sacerdotes, ministros del altar, ¡vístanse de luto y lloren! Vengan y duerman con el cilicio puesto, ministros de mi Dios, porque en la casa de su Dios ya no hay ofrendas ni libaciones” (v. 13). Nótese que el más enfático llamado al arrepentimiento en esta hora de calamidad nacional va dirigido a los sacerdotes. Ellos eran los que soportaban la carga de la culpa nacional. Los profetas de Israel funcionaban como la conciencia de la nación, y la tarea de los profetas de llamar a los sacerdotes al arrepentimiento era especialmente difícil. Cuando los sacerdotes se corrompían, la verdadera piedad se ocultaba del pueblo. En lugar de instruir al pueblo en la piedad, los falsos profetas y sacerdotes corruptos trataban de agradar al pueblo más bien que de ministrarlo. En lugar de exhortar al pueblo, lo adulaban. En lugar de llamar al pueblo al arrepentimiento cuando pecaba, los sacerdotes se coludían con el pueblo, y lo hacían sentir bien antes que arriesgarse a ofenderlo. Era una religión orientada a sentirse bien. Pero el profeta llega con la Palabra de Dios y dice a los ministros: “Laméntense, lloren, y póstrense con ropas ásperas y ceniza”.

El siguiente verso dice: “Proclamen ayuno, convoquen a una asamblea; congreguen en la casa del Señor su Dios a los ancianos y a todos los habitantes de la tierra, e imploren su ayuda” (v. 14). Todos estos son elementos del ritual para el arrepentimiento en el Antiguo Testamento. Más adelante, leemos: “Por eso, vuélvanse ya al Señor de todo corazón, y con ayuno, lágrimas y lamentos. — Palabra del Señor. Desgárrense el corazón, no los vestidos” (Jl 2,12-13a).

El concepto central del arrepentimiento en el Antiguo Testamento puede condensarse en una palabra: conversión. Esta palabra se escucha frecuentemente en la jerga cristiana de hoy, y es el punto focal del llamado profético al arrepentimiento. Nadie nace biológicamente cristiano. Para hacerse cristiano, tiene que ocurrir algo a través de lo cual la persona es radicalmente transformada. Esto está vinculado con el concepto bíblico de metanoia, aquel cambio de mentalidad que no es el mero ajuste intelectual de un concepto, sino el vuelco de la vida en su totalidad. Para el profeta, el arrepentimiento no es un mero ritual religioso, sino que es esencial para la conversión del alma. Significa el cambio de la totalidad de nuestro ser.

En la vida de cada persona existe un punto de inflexión, un momento crucial que define nuestra existencia. Puede ser el encuentro con cierta persona, conseguir determinado empleo, o experimentar un desastre en particular. Para la nación de Israel, ese punto fue cuando Dios la fundó. Dios le dio al pueblo su identidad como su pueblo escogido, hizo un pacto con él, y le dio ciertos preceptos que debía seguir. El pueblo prometió que seguiría a Dios, que obedecería sus mandamientos, y lo amaría de todo corazón. Pero de tanto en tanto, la nación se desviaba, y entonces los profetas venían a ella y decían: “Ustedes tienen que volverse al Señor”.

Antes de que el pecado entrara en el mundo, hubo un tiempo cuando toda la raza humana estaba incorporada a nuestro cabeza de pacto, Adán, quien nos representaba ante Dios y gozaba de obediencia delante de Dios y de una perfecta comunión con él. Milton escribió sobre esto en su obra épica El paraíso perdido. Perdimos el paraíso cuando nos alejamos de Dios y cada persona siguió su propio camino. Así que hoy en día, cuando llamamos a la gente a la conversión, todavía es apropiado pensar en ello como un “regreso a casa”, un retorno a donde estábamos originalmente, en la presencia de Dios, en comunión con Dios, y en sumisión a Dios. El llamado al arrepentimiento es un llamado al retorno, un llamado a volver a casa.

El punto de inflexión más importante de mi vida fue mi conversión; no hay otro acontecimiento en mi vida que tuviese un impacto tan radical en todo lo que vino después. Toda mi vida fue cambiada y remecida. No que me volviera perfecto o me deshiciera del pecado de la noche a la mañana. Pero en este metanoia, este cambio de mentalidad, la dirección de mi vida dio un vuelco radical. Antes del metanoia, antes del arrepentimiento de conversión, nuestra vida se va alejando de Dios. Cuanto más tiempo vivimos en la impenitencia, y más tiempo permanecemos en un estado no convertido, tanto más nos alejamos de Dios. La conversión no significa que saltemos instantáneamente del pecado a la perfección, sino que nuestra vida experimenta un retorno fundamental. Desde el momento de nuestra conversión, nuestra vida toma una dirección distinta, de regreso a Dios.

Piensa en los puntos de inflexión más decisivos de tu vida. ¿Cuáles fueron esos momentos, cuáles fueron las decisiones o los sucesos que te alejaron de Dios?

¿Cuáles fueron esos momentos en tu vida que te cambiaron para bien? Ahora hazte estas preguntas: ¿eres una persona convertida? ¿Hacia dónde te diriges?

¿Cuál es tu rumbo? ¿Necesita tu vida un retorno?

III.       Un modelo de arrepentimiento

En la obra de Shakespeare Macbeth, hay una potente metáfora para el arrepentimiento. Lady Macbeth, la ambiciosa y astuta esposa del protagonista de la obra, está deshecha por la culpa por su participación en el asesinato del Rey Duncan. Una noche, mientras camina sonámbula y alucina, recuerda sus crímenes. Angustiada, intenta lavar la sangre de sus manos. Sin embargo, no hay jabón lo bastante potente para quitar la mancha de su culpa, y ella grita: “¡Fuera, mancha maldita!”.

Esta imagen de ser limpiado es central en el concepto bíblico del arrepentimiento. Podemos vernos tentados a concebir el arrepentimiento meramente en términos de perdón, pero también se trata de limpieza. Estamos corrompidos, y debemos ser limpiados. También podemos vernos tentados a concebir el arrepentimiento como un accesorio opcional de la fe. A fin de cuentas, la justificación es solo por la fe. Pero la justificación no excluye el arrepentimiento. El arrepentimiento no es un concepto secundario en la Biblia; más bien es central en la conversión y la justificación.

Como guía para analizar estos temas tomaremos el Salmo 51. Este Salmo, uno de los salmos penitenciales, fue escrito por David después de ser confrontado por el profeta Natán. Natán declaró que David había pecado gravemente contra Dios al tomar a Betsabé como esposa y al asesinar al esposo de ella, Urías.

Es importante ver la angustia y la sincera compunción que experimenta David, pero también debemos entender que el arrepentimiento del corazón es la obra de Dios el Espíritu Santo. David se arrepiente debido a la influencia del Espíritu Santo sobre él. No solo eso, sino que al escribir esta oración, lo hace bajo la inspiración del Espíritu Santo. El Espíritu Santo demuestra en el Salmo 51 de qué forma él produce arrepentimiento en nuestro corazón. Ten esto presente a medida que miramos el pasaje.

El Salmo 51 comienza así: “Dios mío, por tu gran misericordia, ¡ten piedad de mí!; por tu infinita bondad, ¡borra mis rebeliones!” (v. 1). Aquí vemos un elemento fundamental para el arrepentimiento. Normalmente, cuando una persona se da cuenta de su pecado y se aparta de él, se entrega a la misericordia de Dios. El primer fruto del arrepentimiento auténtico es el reconocimiento de nuestra profunda necesidad de misericordia. David no le pide justicia a Dios. Él sabe que si Dios tratara con él conforme a la justicia, sería destruido de inmediato. En consecuencia, David comienza su confesión suplicando misericordia.

Cuando David le implora a Dios que borre sus rebeliones, le está pidiendo que quite la mancha de su alma, que cubra su iniquidad, y lo limpie del pecado que ahora es parte permanente de su vida. Así que él dice: “Lávame más y más de mi maldad; ¡límpiame de mi pecado!” (v. 2).

Las ideas de perdón y limpieza están relacionadas, pero no son lo mismo. En el Nuevo Testamento, el apóstol Juan escribe: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad” (1Jn 1, 9). Con un espíritu de arrepentimiento, vamos delante de Dios y confesamos nuestros pecados, y le pedimos no solo el perdón, sino también la fuerza para abstenernos de volver a cometer ese pecado. Tal como hace David en este salmo, pedimos que nuestra inclinación al mal sea eliminada.

David continúa: “Reconozco que he sido rebelde; ¡mi pecado está siempre ante mis ojos!” (Sal 51, 3). Este no es un mero reconocimiento trivial de culpa. David es un hombre atribulado; él dice “yo sé que soy culpable”. No intenta minimizar su culpa. No intenta auto-justificarse. Nosotros, sin embargo,  a menudo somos maestros de las justificaciones y rápidos para excusarnos presentando todo tipo de razones para nuestra conducta pecaminosa. Pero en este texto, por el poder del Espíritu Santo, David es llevado al punto donde es honesto delante de Dios. Él admite su culpa, pues se da cuenta de que su pecado siempre está presente. No se puede deshacer de él, y eso lo atormenta.

Entonces David clama: “Contra ti, y sólo contra ti, he pecado; ¡ante tus propios ojos he hecho lo malo!” (v. 4a). En cierto sentido, aquí David está usando la hipérbole. Él ha cometido un terrible pecado contra Urías, la familia y los amigos de Urías, Betsabé, y toda la nación del pueblo de Dios. Pero David entiende que a fin de cuentas el pecado es una ofensa contra Dios, porque Dios es el único ser perfecto en el universo. Puesto que Dios es el juez del cielo y la tierra, todo el pecado se define como la transgresión de la ley de Dios y es una ofensa contra su santidad. David sabe que es así y lo reconoce. Él no está minimizando la realidad de su pecado contra los seres humanos, sino que reconoce que en definitiva su pecado es contra Dios.

Luego David hace una declaración que suele pasarse por alto. Está en la segunda parte del verso 4 y es una de las expresiones más potentes de verdadero arrepentimiento que encontramos en la Escritura: “Eso justifica plenamente tu sentencia, y demuestra que tu juicio es impecable” (v. 4b). En esencia, David está diciendo: “Oh Dios, tú tienes todo el derecho a juzgarme, y está claro que no merezco otra cosa que tu juicio y tu ira”. David reconoce que Dios es intachable y tiene todo el derecho a juzgarlo. No hay manera de negociar o regatear con Dios.

“¡Mírame! ¡Yo fui formado en la maldad! ¡Mi madre me concibió en pecado! ¡Mírame! Tú amas la verdad en lo íntimo; ¡haz que en lo secreto comprenda tu sabiduría!” (vv. 5-6). Dios no solo quiere de nosotros la verdad, sino que la quiere desde lo profundo de nosotros. David reconoce que ha fracasado en hacer lo que Dios ordena, y que su obediencia a menudo es una mera ceremonia externa en lugar de actos que broten del centro de su ser.

Luego David clama una vez más pidiendo ser limpiado: “¡Purifícame con hisopo, y estaré limpio! ¡Lávame, y estaré más blanco que la nieve! (v. 7). Se puede sentir el absoluto desvalimiento en la voz de David. Él no dice: “Dios, espera un momento. Antes de que continúe este diálogo en oración, tengo que limpiarme las manos. Tengo que lavarme”. David sabe que él es incapaz de quitarse la mancha de su culpa. Él no puede compensar el mal. Debemos unirnos a David y reconocer que no podemos hacer expiación por nuestros propios pecados.

Más tarde, por medio del profeta Isaías, Dios hizo esta promesa: “Vengan ahora, y pongamos las cosas en claro. Si sus pecados son como la grana, se pondrán blancos como la nieve. Si son rojos como el carmesí, se pondrán blancos como la lana” (Is 1, 18). A Dios le place limpiarnos cuando nos encuentra en el lodo.

Luego David dice: “¡Lléname de gozo y alegría!” (Sal 51, 8a). El arrepentimiento es un hecho doloroso. ¿Quién disfruta de pasar por la confesión del pecado y el reconocimiento de la culpa? La culpa es el más potente destructor del gozo que pueda haber. Aunque David no está muy feliz en este momento, le pide a Dios que restaure su alma y lo haga sentir gozo y alegría nuevamente. A esto se refiere cuando dice: “… ¡y revivirán estos huesos que has abatido!” (v. 8b). Es una frase interesante, ¿no es así? Él dice: “Dios, tú me has quebrantado. Mis huesos están abatidos; no fue Satanás ni Natán quienes abatieron mis huesos, sino que fuiste tú cuando me hiciste ver mi culpa. Así que estoy delante de ti como un hombre quebrantado, y la única manera en que puedo seguir adelante es que tú me sanes y me devuelvas el gozo y la alegría”.

A continuación, David dice: “No te fijes ya en mis pecados; más bien, borra todas mis maldades. Dios mío, ¡crea en mí un corazón limpio! ¡Renueva en mí un espíritu de rectitud!” (vv. 9-10). La única forma de tener un corazón limpio  es mediante una obra de re-creación divina. Yo soy incapaz de crear algo así en mi ser. Solo Dios puede crear un corazón limpio, y él efectivamente crea corazones limpios al borrar nuestro pecado.

Luego David clama: “¡No me despidas de tu presencia, ni quites de mí tu santo espíritu! (v. 11). David se da cuenta de que esto es lo peor que le puede ocurrir a cualquier pecador. Él sabe que Dios efectivamente nos expulsará de su presencia si permanecemos en la impenitencia. Jesús advierte que aquellos que lo rechacen serán raídos de Dios para siempre. Pero la oración de arrepentimiento es un refugio para el creyente. Es la respuesta piadosa de alguien que sabe que está en pecado. Este tipo de respuesta debería caracterizar la vida de todos los que están convertidos.

David prosigue: “¡Devuélveme el gozo de tu salvación! ¡Dame un espíritu dispuesto a obedecerte! Así instruiré a los pecadores en tus caminos; así los pecadores se volverán a ti” (vv. 12-13). A menudo escuchamos que a la gente no le gusta juntarse con los cristianos porque estos muestran una arrogante actitud de auto-justificación, o una actitud mojigata de superioridad moral. Pero no debería ser así. Los cristianos no tienen nada de qué jactarse; no somos personas justas tratando de corregir a los injustos. Como dijo un predicador: “El evangelismo no es más que un mendigo diciéndole a otro mendigo donde hallar pan”. La principal diferencia entre el creyente y el incrédulo es el perdón. Lo único que califica a una persona para ser ministro en nombre de Cristo es que esa persona haya experimentado el perdón y quiera contárselo a otros.

“Abre, Señor, mis labios, y mi boca proclamará tu alabanza. Aún si yo te ofreciera sacrificios, no es eso lo que quieres; ¡no te agradan los holocaustos! Los sacrificios que tú quieres son el espíritu quebrantado; tú, Dios mío, no desprecias al corazón contrito y humillado” (vv. 15-17). Aquí es donde encontramos el corazón mismo del arrepentimiento profético, como vimos en el capítulo anterior. La verdadera naturaleza del arrepentimiento piadoso se encuentra en la oración “tú, Dios mío, no desprecias al corazón contrito y humillado”. David está diciendo que si él pudiera hacer expiación por sus propios pecados, la haría; pero el caso es que su única esperanza es que Dios lo acepte conforme a su misericordia.

La Biblia nos dice explícitamente y nos muestra implícitamente que Dios resiste al altivo y da gracia al humilde. David sabe que eso es cierto. En su quebrantamiento, él conoce a Dios y sabe cómo se relaciona Dios con las personas arrepentidas. Él entiende que Dios jamás detesta o desprecia un corazón contrito y quebrantado. Esto es lo que Dios desea de nosotros. Esto es lo que Jesús tenía en mente cuando dijo: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación” (Mt 5, 4). Este texto no se refiere simplemente a la tristeza por la pérdida de un ser querido, sino también a la tristeza que experimentamos cuando nuestro pecado nos inculpa. Jesús nos asegura que cuando nos entristecemos por nuestro pecado, Dios nos consolará por medio de su Espíritu Santo.

Yo recomendaría que todos los cristianos se aprendieran el Salmo 51 de memoria. Es un modelo perfecto de piadoso arrepentimiento. Muchas veces en mi vida he venido al Señor y le he dicho: “Dios mío, ¡crea en mí un corazón limpio!”, o “¡borra mis rebeliones! Purifícame con hisopo. Lávame y límpiame”. Muchas veces he orado: “¡Devuélveme, oh Señor, el gozo de tu salvación!”, y he clamado: “Contra ti, y sólo contra ti, he pecado”. Cuando nos sentimos abrumados por la realidad de nuestra culpa, nos faltan las palabras para tratar de expresar nuestro arrepentimiento delante de Dios. En tales ocasiones, es una verdadera bendición tener en nuestros labios las palabras de la Escritura misma.

IV.        Regeneración y arrepentimiento

Hace muchos siglos, San Agustín generó cierta controversia con una simple oración. Agustín oró: “Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras”. Pelagio, el famoso compañero de disputa teológica de Agustín, se disgustó y reaccionó en forma bastante negativa. Pelagio alegaba que si Dios nos ordena algo, la razón indicaría que nosotros somos capaces de hacer lo que él ordena sin su ayuda.

Pero Agustín reconocía lo que Pelagio se negaba a admitir: que somos criaturas caídas, y desde la caída, somos moralmente incapaces de hacer todo lo que Dios ordena. La caída nos infecta por completo hasta el nivel mismo de nuestras capacidades. Por ejemplo, Dios ordena perfecta obediencia, ¿y quién de nosotros es capaz de mostrarle ese tipo de obediencia? Dios ordena que seamos santos tal como él es santo, pero nosotros no somos santos; como criaturas caídas, no tenemos la fuerza moral para la santidad en nuestro interior. La Biblia dice que estamos bajo el poder del pecado, no solo bajo el juicio de la ley. El pecado sujeta nuestro corazón como un torno. Esto salta a la vista cuando, como cristianos, batallamos con pecados específicos una y otra vez.

Uno de los grandes temas del Nuevo Testamento es que Dios, en su gracia, nos capacita para hacer lo que él ordena. Su mandato primordial es el arrepentimiento. Este es el mensaje tanto de Juan el Bautista como de Jesús al comienzo de sus respectivos ministerios. Con todo, ¿cómo podemos arrepentirnos si estamos totalmente subyugados por el poder del pecado?

El arrepentimiento genuino es algo que obra en nosotros el Espíritu Santo. Es una actividad de la gracia de Dios. Ya hemos visto que la conversión y el arrepentimiento van inseparablemente unidos. Si miramos atentamente el concepto de fe del Nuevo Testamento, que es el supremo requisito para la redención, aprendemos que el arrepentimiento es parte esencial de la fe. Si una persona tiene fe pero no arrepentimiento, no tiene una fe auténtica. Esa persona no posee los elementos necesarios para la redención; la conversión es un resultado de la fe y del arrepentimiento.

El Nuevo Testamento nos dice que la fe es un don de Dios. La fe no es algo que produzcamos con nuestras propias fuerzas, sino que es obra del Espíritu Santo. Esto se llama “nuevo nacimiento” o “regeneración”. Si les pidiéramos a cien cristianos que respondan esta pregunta: “¿Qué es primero, la regeneración o el arrepentimiento?”, imagino que noventa de cien dirían que primero es el arrepentimiento. Sin embargo, no tiene sentido que las personas que están muertas en sus pecados y transgresiones se inclinen naturalmente al arrepentimiento. El Nuevo Testamento enseña que Dios el Espíritu Santo primero vivifica nuestra alma, dándonos vida espiritual, y el fruto de esta obra es un piadoso arrepentimiento y la fe.

Consideremos Ef 2, 1-2a: “A ustedes, él les dio vida cuando aún estaban muertos en sus delitos y pecados, los cuales en otro tiempo practicaron”. Pablo se dirige a los creyentes de Éfeso, y les recuerda lo que Dios ha hecho por ellos en su gracia. Pablo insiste en que, si uno es cristiano, Dios le ha dado vida.

¿Cuándo? Cuando lo resucitó. Él nos levantó de los muertos, no física sino espiritualmente. La persona estaba muerta en su estado de pecado. Pablo está diciendo: “Ustedes no estaban convertidos, y Dios los ha convertido. Ustedes estaban muertos, pero Dios los ha resucitado. Dios los ha vivificado para sí mismo”.

Pablo escribe: “A ustedes, él les dio vida cuando aún estaban muertos en sus delitos y pecados, los cuales en otro tiempo practicaron, pues vivían de acuerdo a la corriente de este mundo y en conformidad con el príncipe del poder del aire, que es el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia” (vv. 1-2). Pablo describe el estilo de vida de los no convertidos, y explica que ahí es donde se encontraban los creyentes efesios.

La mayoría de las carreras, como una maratón, tienen una ruta definida por límites fijos. Si uno corre la carrera, tiene que seguir la ruta. Pablo está diciendo que todos los que estamos convertidos solíamos andar en determinada ruta: la corriente del mundo. Éramos incapaces de correr cualquier otra carrera. Esto nos recuerda el Salmo 1:

Bienaventurado el hombre que no anda en compañía de malvados, ni se detiene a hablar con pecadores, ni se sienta a conversar con blasfemos. Que, por el contrario, se deleita en la ley del Señor, y día y noche medita en ella. Ese hombre es como un árbol plantado junto a los arroyos: llegado el momento da su fruto, y sus hojas no se marchitan. En todo lo que hace, prospera (Sal 1, 1-4).

La diferencia entre la persona bienaventurada y la impía es que la persona bienaventurada camina en conformidad con el cielo y no según la corriente de este mundo. Pablo hace hincapié en un sentimiento similar en Efesios. Existe un marcado contraste entre la vida de la persona convertida y la vida de la persona no convertida. La persona no convertida aún está espiritualmente muerta, y camina según la corriente de este mundo.

Antes de convertirnos, elegimos hacer todo lo que Satanás quiere que hagamos. Somos aliados en su reino y marchamos a sus órdenes. Caminamos según los valores y sistemas de este mundo, y somos siervos obedientes, más bien esclavos, del príncipe de la potestad del aire, o, como lo expresa Pablo, “el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia” (Efesios 2:2b). Pablo deja claro que este fue el pasado de todos nosotros: “Entre ellos todos nosotros también vivimos en otro tiempo. Seguíamos los deseos de nuestra naturaleza humana y hacíamos lo que nuestra naturaleza y nuestros pensamientos nos llevaban a hacer. Éramos por naturaleza objetos de ira, como los demás” (v. 3). Pablo está diciendo que todos nosotros somos, por naturaleza, obedientes discípulos de Satanás. Nadie nace cristiano. Para convertirse en discípulo de Cristo, hay que tener un metanoia, un cambio de la mente que se refleja en el arrepentimiento. Debemos ser levantados de la muerte espiritual.

Sin embargo, Pablo no nos deja en el abismo de la desesperación. Las siguientes dos palabras, “pero Dios”, son dos de las palabras más gloriosas de toda la Biblia. “Pero Dios, cuya misericordia es abundante, por el gran amor con que nos amó, nos dio vida junto con Cristo” (vv. 4-5a). Este punto es clave. No es que él nos diera vida después de que nosotros nos inclinamos a él. Pablo hace referencia a la cronología según la cual Dios despierta espiritualmente a las personas muertas. Los cristianos han sido despertados por la abundante misericordia de Dios. ¿Cuándo? Mientras estábamos muertos en transgresiones. Pablo está enseñando que la conversión es una transición de la muerte espiritual a la vida espiritual. Es una obra que solo Dios puede realizar, y la realiza por nosotros cuando estamos totalmente desvalidos. Si eres una persona convertida, no te convertiste gracias a tu propia justicia inherente. Te convertiste porque Dios te convirtió.

Pablo prosigue: “Pero Dios, cuya misericordia es abundante, por el gran amor con que nos amó, nos dio vida junto con Cristo, aun cuando estábamos muertos en nuestros pecados (la gracia de Dios los ha salvado), y también junto con él nos resucitó, y asimismo nos sentó al lado de Cristo Jesús en los lugares celestiales, para mostrar en los tiempos venideros las abundantes riquezas de su gracia y su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Ciertamente la gracia de Dios los ha salvado por medio de la fe. Ésta no nació de ustedes, sino que es un don de Dios” (vv. 4-8). ¿Cuál es el antecedente de la palabra “esta” en la última oración de este glorioso texto? En la estructura del texto, solo hay una cosa a la que “esta” puede referirse: toda la frase anterior en el texto. La palabra “esta” no solo se refiere a la “gracia” o “los ha salvado”, sino también a la “fe”. Por gracia han sido salvados mediante la fe, y esta fe no es algo que ustedes produjeran por su cuenta, sino más bien es un don de Dios.

A continuación, Pablo dice que nuestra fe no “es resultado de las obras, para que nadie se vanaglorie” (v. 9). Jamás podemos jactarnos por la conversión, porque la conversión es plenamente la obra de Dios. Si hay alguna duda, Pablo continúa diciendo: “Nosotros somos hechura suya; hemos sido creados en Cristo Jesús para realizar buenas obras” (v. 10a). No nos hemos re-creado nosotros mismos, ni nuestras buenas obras. Somos hechura de Cristo. Cristo nos ha formado y modelado para buenas obras. Nuestras buenas obras son el fruto de la conversión.

¿Eres una persona convertida? La carrera que estás corriendo en tu vida sigue una ruta definida. ¿Cuál es? ¿Estás corriendo la carrera de Dios, o estás siguiendo la corriente de este mundo? ¿Es el deleite de tu corazón agradar a Dios? ¿Existe evidencia de que estás siendo modelado, formado y configurado por Cristo? ¿O tu corazón sigue frío hacia las cosas de Dios y alejado de Cristo? ¿Eres de las personas que dicen: “Bueno, se puede encontrar algo significativo en la religión cristiana, y puede que Cristo sea un apoyo para otros, pero yo no necesito a Cristo”? Si ese es tu parecer, lo que estás diciendo es: “No lo quiero. No hay espacio para él en mi vida. Quiero modelar mi propia alma y labrar mi propio destino”. Esas son las señales de una persona no convertida. Son las marcas de la muerte espiritual.

Pero no hay mayor bendición que ser formado, moldeado y configurado por la obra amorosa de Cristo. Es por eso que Agustín oró como lo hizo: “Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras”. Si sabes que deberías arrepentirte, pero no puedes producir en ti sentimientos de arrepentimiento, ora para que Dios genere en ti el arrepentimiento, porque el único que puede producir arrepentimiento genuino en tu alma es Dios. Dios nos convence de pecado. Dios nos despierta a nuestra culpa. Si Dios nos abate con una tristeza piadosa, eso es un acto de pura gracia. Es su acto de misericordia para llevarnos a la fe y la conversión.

R.C. Sproul, en teologiasana.com

Pedro  Rodríguez

7.       La estructura de la Iglesia: síntesis

Pero antes de dar  este  paso  ulterior -y en  orden,  sobre  todo, a la claridad terminológica, querría yo sintetizar en tres puntos  lo hasta ahora adquirido acerca de la estructura de la Iglesia:

1.       La «estructura originaria» -de origen cristológico- de la Iglesia tiene tres grandes elementos estructurales: la conditio fidelis, que nace del Bautismo y se robustece en la Confirmación; el sacrum ministerium, que nace del Orden sagrado; y el charisma, como permanente acción configuradora del Espíritu Santo,  que  es  el  Espíritu del Hijo, que el Padre por el Hijo envía a su Iglesia. El Concilio Vaticano II apunta al núcleo de esa estructura cuando  dice  que el Espíritu «Ecclesiam diversis donis hierarchicis et charismaticis dirigit ac instruit» (LG, 4).

2.       La Iglesia, gobernada por el Espíritu, ha discernido, en esa acción configuradora de los carismas a través de la historia, dos grandes direcciones permanentes que subyacen a la variedad cambiante y puntual de sus dones, y que son la condición laica! y el estado religioso. De esta manera emerge en la Iglesia la conciencia de la  permanente forma histórica de su estructura originaria, que llamamos  «estructura fundamental» de la Iglesia y que tiene, por tanto, dos  dimensiones:

a)       la dimensión sacramental, que se expresa en el doble elemento personal «fieles» y «ministros sagrados»; y

b)       la dimensión carismática, que modaliza las posiciones sacramentales y se manifiesta en los elementos personales que llamamos «laicos» y «religiosos».

Así, sobre la base de la común condición de christifideles, la estructura fundamental de la Iglesia manifiesta tres condiciones personales: mm1stros, laicos y religiosos, cada una con su proprium  a  la hora de realizar la existencia cristiana y la misión de la Iglesia.

1.       Sobre la Iglesia así estructurada, es decir, sobre laicos, ministros y religiosos, el Espíritu continúa repartiendo prout vult la multiplicidad de sus carismas, que concretan en cada momento histórico los servicios y ministrationes de cada uno para común utilidad. De ellos, muchos son manifestaciones de la «vida» en cuanto distinta de la «estructura»; otros, representan formas nuevas,  aunque provisionales, de estructuración de los servicios in Ecclesia. De este modo, la estructura fundamental de la Iglesia adquiere nuevas modalizaciones  y formas que dan lugar a lo que podríamos llamar la concreta «estructura histórica» que la Iglesia tiene en cada  momento o época, la cual,  junto a los elementos «fundamentales», presenta, por  tanto,  otros  elementos «derivados» o «secundarios».

8.       Hacia la comprensión teológica del laico

La profundización que la experiencia de la Iglesia ha  realizado  en la estructura del sacramento universal de salvación,  ha  hecho emerger la figura del laico como un elemento de su estructura fundamental,  no ya negativamente contrapuesto al ministro  sagrado,  sino  dotado de una originalidad eclesial, que el Concilio Vaticano II se ha  esforzado por delimitar en términos teológicos. La palabra clave que usa la Const. Lumen Gentium a estos efectos es «secularidad» [26]: «Laicis índoles saecularis propria et peculiaris est». Estoy convencido de que el contenido de lo afirmado por el Concilio por medio de esa expresión constituye  efectivamente  el  proprium  de los laicos en la  Iglesia [27]. Ese proprium no le es adyacente al laico, no se superpone a su condición cristiana como fruto de una situación sociológica en el saeculum, en el mundo, sino que determina su auténtica posición teológica en la estructura fundamental de la Iglesia.

Pero esta tesis, que es el punto central de mi ponencia, ha sido negada desde una doble vertiente. De una parte,  por algunos teólogos y, sobre todo, canonistas, que califican la secularidad y la relación al mundo como magnitudes extra-eclesiales y, por tanto, sin significación teológica para la comprensión de la estructura de la Iglesia [28]. De otra, por todos aquellos que afirman que la secularidad es una nota de la Iglesia en cuanto tal  y,  por  tanto, carece -ahora «por exceso»­ de específica significación para la comprensión teológica del laicado [29]. Tengo para mí que en la raíz de ambas posturas -tan opuestas entre sí-  está  una  defectuosa  captación de  las  relaciones  Iglesia­mundo  en  su  contenido  teológico. El asunto es, a la vez, importante y complejo y ha sido uno de los temas  mayores  de  la  reflexión  teo­ lógica posconciliar [30]. El I Sínodo Extraordinario (1970), con su documento sobre la justicia en el mundo; el IV Sínodo Ordinario sobre la evangelización, del que Pablo VI tomará ocasión para la Evangelii nuntiandi; y los documentos  recientes  sobre  la teología de la liberación reflejan, en el nivel propio del magisterio, distintos momentos de esa profundización. Sin embargo, a los efectos de nuestro discurso nos parecen fundamentales los textos  mismos  del  Concilio.  Trataremos, pues, de penetrar en  el  tema  contemplando  la  misión  de la  Iglesia  en su relación con el mundo al filo de los mismos textos conciliares.

9.       El mundo en su relación con la Iglesia

El pueblo mesiánico que es la Iglesia «tiene como fin -leemos en Lumen Gentium, 9- la dilatación del Reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que sea consumado  por  El mismo  al fin de los tiempos, cuando se manifieste Cristo, nuestra  vida (cf. Col 3, 4), y 'la misma criatura será liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de los hijos de Dios' (Rm 8, 21)». Por eso dirá a continuación el Concilio que ese pueblo mesiánico, «es empleado por Cristo como instrumento de redención uni­ versal y enviado al mundo universo como luz del mundo y sal de la tierra».

Esta perspectiva abarcante de  la  Constitución  Lumen  Gentium, que expone el «fin» de la Iglesia en términos de Reino de Dios y de Redención, incluye dos aspectos de su «misión» que van a ser explicitados, primero en el Decreto sobre los laicos y después en la Constitución pastoral. Dice el n. 5 del Decreto: «La obra de la redención  de Cristo, mientras tiende de por sí a salvar a los hombres, se propone la restauración incluso del orden temporal. Por tanto, la misión de la Iglesia no es sólo entregar el mensaje de Cristo y su gracia a los hombres, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden  temporal  con el espíritu evangélico». A cada uno de estos dos  aspectos  de  la misión se dedican los dos números siguientes del Decreto. Número 6:

«La misión de la Iglesia  tiende a la santificación  de los hombres, que se consigue por la fe y la  gracia». Número 7: «Este es el plan de Dios sobre el mundo, que los  hombres  restauren de manera concorde y perfeccionen sin cesar el orden de las cosas temporales (...) La Iglesia se esfuerza en trabajar para que los hombres se vuelvan capaces de restablecer rectamente el orden de los bienes temporales y de ordenarlos hacia Dos por Cristo».

Gaudium et spes, en su capítulo sobre la misión de la  Iglesia  en el  mundo contemporáneo,  vuelve  sobre  estos conceptos.  Se lee en  el n. 40: «La  Iglesia  tiene  un  fin  salvífico  y escatológico,  que sólo en el siglo futuro podría alcanzar plenamente (...) Pero al buscar su pro­ pio fin de salvación, la Iglesia no sólo comunica la vida divina al hombre, sino que además de alguna manera difunde sobre el  universo mundo el reflejo de su luz, sobre todo curando  y elevando la dignidad de la persona humana, consolidando la firmeza de la sociedad y dotando a la actividad diaria de la humanidad de un sentido y de una significación mucho más profundas». Lo que en este n. 40 se  nos enseña en términos de «fin», el n. 42 lo expresa en términos de «misión»: «La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico y social, porque el fin que le asignó es de orden religioso. Pero precisamente de esta misma misión religiosa derivan tareas, luces y energías que pueden servir para establecer  y consolidar la comunidad humana según la Ley divina».

10.     La «secularidad general» de la Iglesia y la «secularidad propia» de los laicos

El patrimonio doctrinal contenido en estos textos ilumina directamente nuestra reflexión. Ahora, lo decisivo es subrayar que, al servicio del fin único que la  Iglesia  tiene  -que es escatológico y de salvación, cuya íntima naturaleza es religiosa y trascendente-, se constituye la misión de la Iglesia, con una doble modalidad: primero, la salvación y santificación de los hombres, «que se consigue por la fe y por la gracia» (AA, 6). Esta es la misión primaria de la Iglesia, dirigida a la evangelización y conversión del mundo, de los hombres del mundo, que apunta -por su propia naturaleza- a que esos hombres, por la conversión personal, entren en la Iglesia. Pero, con ella, inseparable de ella y derivando de ella, la Iglesia tiene la misión de contribuir «a la restauración de todo el orden temporal» (AA, 5), «de tal manera que se realice continuamente según Cristo y se desarrolle y sea para la gloria del Creador y Redentor» (LG, 31).

Esto significa que el  mundo  humano  -el  «mundus  hominum», de que  habla  Gaudium  et  spes, 2 [31]- no es  sólo  el ámbito  en  el  que la Iglesia realiza su misión evangelizadora para la salvación de los hombres, permaneciendo externo a su misión; sino que ese  mundo, en sí mismo, en su dinámica propia (y legítimamente autónoma),  entra en orgánica relación con la Iglesia: «La Iglesia se esfuerza  en trabajar para que los hombres se vuelvan capaces de restablecer rectamente el orden de los bienes temporales  y de ordenarlos hacia  Dios por Cristo» (AA, 7).

La conclusión de todo ello  es  que  la  Iglesia  en  cuanto  Iglesia dice interna relación teológica al mundo en cuanto  mundo. Es decir,  que el mundo, bajo la perspectiva de la restauración cristiana del orden temporal, entra en la misión de la Iglesia. Y ello, en última  instancia, por la unidad escatológica (Reino de Dios) que tienen en Cristo  la Iglesia y el mundo. «Ambos  órdenes  -dice  Apostolicam  Actuositatem, 5-, aunque se distinguen, se compenetran de tal forma en  el único designio de Dios, que el mismo Dios busca, en Cristo, reasumir (reassumere) al universo mundo  en  la  nueva  criatura,  incoativamente aquí en la tierra,  plenamente en el último día». De  todos  es sabido cómo esta reassumptio puede ser mal entendida, incluyendo graves deformaciones acerca del fin y de la misión de la Iglesia: aquellas «teologías de la liberación» censuradas por la Sede Apostólica y los Episcopados son la manifestación más reciente de ese riesgo [32] Pero estos errores no podrían en ningún  caso  invalidar  lo  afirmado más arriba, que es patrimonio firmemente  asentado  en  la conciencia de la Iglesia.

Es  evidente,   a   partir   de  lo  dicho,  que  es  lícito  hablar  de una «secularidad» de toda la Iglesia, para dar con ello razón de la segunda modalidad de la misión  que acabamos de describir.  La  Iglesia entera, a través  de la estructurada  operatividad  del  sacramentum  salutis, debe contribuir a la restauración cristiana del mundo. Con lo cual, no hacemos sino establecer -también en la segunda modalidad de la misión­ un estricto paralelo con la corresponsabilidad que todos los miembros del Pueblo de Dios tienen en la misión religiosa  y evangelizadora de  la Iglesia.

Pero la Iglesia no es ni un monolito uniforme, ni un agregado multitudinario y anárquico de creyentes. La Ecclesia in terris, la Iglesia enviada por Cristo al mundo, es una comunidad organice exstructa -hemos dicho ya tantas veces- dotada de una determinada estructura, que expresa al sacramentum salutis. Es decir, una estructura dotada de diferentes elementos -sacramentales y carismáticos- que dan lugar a diferentes posiciones estructurales precisamente en orden a la misión: en la Iglesia hay unidad -que surge de la común condición cristiana de sus miembros-, pero también diversidad, que surge de las diferentes posiciones teológicas que se dan en la estructura. Dentro de este marco eclesiológico debemos afirmar que la posi­ción propia y peculiar del laico en la Iglesia tiene su fundamento y emerge de la consideración de la relación que la Iglesia dice al mundo en cuanto mundo; y toma su origen de un carisma  del Espíritu, por el cual el Señor otorga al fiel bautizado como tarea propia in Ecclesia la santificación ab intra de la situación y de la dinámica in mundo en la que se encuentra inserto. Este carisma es el que podríamos llamar «secularidad» en sentido estricto, a diferencia de la secularidad  general de la Iglesia  y a la que  hemos aludido  antes. Pero él, «la Iglesia se hace presente y operante en  aquellos  lugares  y  circunstancias en los que sólo a través de los laicos puede llegar a  ser  la  sal  de  la tierra» (LG, 33) [33] y es, sin  duda, el  más común de los carismas, puesto que recae, señalándoles su puesto estructural en el sacramentum salutis, sobre la inmensa mayoría de los fieles. De ahí que la intuición del pueblo cristiano designe a los laicos, en sentido teológico, con la expresión «fieles  corrientes»  «cristianos  corrientes»,  prescindiendo de la terminología «laicos», cuya ambivalencia canónica es, precisamente para los laicos, sumamente confusa. Dice la Const. Lumen Gentium, al comenzar el capítulo sobre los laicos, que «los sagrados Pastores saben bien que ellos no fueron constituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia hacia el mundo, sino que  su  excelsa  función consiste en apacentar de tal modo a los fieles y de tal manera reconocer sus servicios y carismas, que todos, a su modo, cooperen unánimemente a la obra común» (LG, 30). Pues bien, el primero y  fundamental  carisma  que  los  Pastores  deben discernir es precisamente  el  que  hace  que  un  fiel cristiano  sea un laico, sin identificarlo  simpliciter con la condición  de  christifidelis y diferenciándolo teológica y pastoralmente  del  carisma  propio  de  los religiosos y del  carisma  ministerial  o  sagrado  ministerio  propio de los  clérigos.  Sólo  cuando  se  capta  a  fondo  el  sustrato  común  de la condición cristiana y el proprium de las condiciones  respectivas de clérigos, laicos y religiosos, se hace posible una «pastoral» que responda realmente a la  estructura  fundamental  de  la  Iglesia,  es decir, a lo que la Iglesia es mientras peregrina en el mundo.

11.     La identidad teológica del laico: el  carisma  «estructural» de la secularidad

La Const. Lumen Gentium -como dije  en  su  momento-  no  utiliza en sentido teológico-estructural el concepto de carisma, y desde luego, no lo hace aplicado a los laicos. De ahí que su utilización del término «laicos» sea fluida y que, según los contextos, utilice la acepción canónica o la acepción teológica. No obstante, su fundamental n.º 31 contiene una descripción del ser y de la misión de los laicos en la Iglesia que apunta, sin decirlo  expresamente, al discernimiento de un carisma estructural. Debemos, por tanto, releer ahora en esa perspectiva el texto conciliar que nos ocupa [34].

El n.º 31 de la Constitución tiene dos párrafos perfectamente conexos. El párrafo inicial aborda la figura del laico en dos etapas. La primera tiene por objeto excluir de la consideración conciliar en este capítulo -el «De laicis»- tanto a los miembros del orden sagrado como a los religiosos. La segunda consiste sencillamente en atribuir formalmente a los laicos la dignidad propia de todos los miembros del Pueblo de Dios, la conditio  christifidelis, de la  que  tanto hemos hablado. Es importante subrayar que esa  atribución  se hace no en términos meramente ontológicos, sino en la perspectiva  dinámica que es propia de la misión de la Iglesia. De ahí que a los fieles laicos se les califique de incorporados a Cristo por el Bautismo, de miembros del Pueblo de Dios y de partícipes del triple munus de Cristo, en orden a poder  afirmar  lo  directamente  intentado: que  «ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano pro parte sua, en la parte que les es propia».

Subrayo este punto porque pone de relieve con toda claridad la intención que el Concilio tiene de situar la figura del laico en  el contexto de la misión, contexto que es  el determinante  de la  estructura del sacramentum salutis, es decir, de la forma  propia  de la Ecclesia in terris. Si la Iglesia tiene  una determinada  estructura  sacramental y carismática, en la que se dan peculiares posiciones  estructurales  de los christifideles, ello es, ante todo, para la realización de la misión [35]. Así concebida, esa estructura y sus elementos peculiares pertenecen a «la figura de este mundo que  pasa»  (LG,  48),  tiene su sentido  aquí, en la peregrinación terrena, que es donde la Iglesia aparece como sacramento universal de salvación; no pertenece a  la  Iglesia  consumada, donde el sacramentum habrá dejado paso a la res, a la plena realidad de la communio,  acabada  finalmente  la  misión  y  alcanzado el fin. El elemento radical y fundante de la Iglesia -«congregatio fidelium» adquirirá su plenitud, como dice Tomás de Aquino, en la Iglesia- «congregatio com prehendentium».

Esta doble acotación de la figura del laico, que nos  ofrece  el párrafo primero, no contiene todavía la  nota  teológica  específica  que lo caracteriza. Nos revela, no obstante, que esa nota debe ser encontrada, cuando dice que los laicos ejercen la misión -así se lee en el texto- pro parte  sua.  ¿Cuál es, en efecto,  «su»  parte en la misión de la Iglesia, la parte que les es propia? A tratar de exponerla se consagra el fundamental párrafo segundo de nuestro texto. La Constitución capta perfectamente que esa «parte» no es el resultado de un reparto estratégico y mecánico de la misión, sino que está radicada en un «algo» que «se da» en las  personas y las «configura». A ese algo le he llamado «carisma estructural». La Constitución no se pronuncia sobre el tema: se limita a describirlo, aportando rasgos que nos permitirán identificarlo teológicamente. Precisamente por no tener ante todo -la  «parte»  de  que  hablamos-  unos  contenidos  materiales, sino ser una modalización del ser cristiano del sujeto, el Concilio comienza con esta afirmación: «La índole secular es propia y característica de los laicos». «Secularidad» es el  término  ya  clásico, del que la expresión latina «índoles saecularis» es una traducción.

La cuestión es ésta: esa  nota que  «se da» como  propia  del laico,  la «secularidad», ¿es una realidad teológica o es  un dato sociológico? El Papa Juan Pablo II, hablando formalmente del tema, ha  afirmado que «el Concilio ha ofrecido una lectura teológica de la condición secular de los laicos, interpretándola en el contexto  de  una  verdadera y propia vocación cristiana (Lumen Gentium, 31/b)» [36]. Los  Lineamenta del Sínodo  recogen  este  pasaje e  insisten, con  toda  razón  en la idea [37]. Pero, ¿cuál es esa «lectura teológica»? Mi respuesta es: a) que el Concilio entiende la secularidad como una realidad humana que por la vocación divina -de que hablará después- adquiere carácter escatológico; b) que esa «vocación» debe ser entendida como la donación de un carisma del Espíritu, que configura en consecuencia una posición estructural en la Iglesia. Veámoslo más despacio.

Entiendo que el Concilio, con todo rigor, concibe la secularidad, en una primera aproximación, como una  realidad  antropológica, que los cristianos laicos tienen en común con los demás hombres que no pertenecen al Pueblo de Dios. Esa realidad humana  aparece  descrita con exactitud y belleza  en esta  breve síntesis: «Viven en el mundo,  es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de  la vida  familiar  y social, con las que su existencia está como entretejida».

Si el Concilio sólo nos dijera esto acerca de los laicos, no habría hecho, en efecto, sino una mera constatación sociológica: los laicos viven en las situaciones ordinarias de la vida del mundo, implicados en su dinamismo y, por tanto, en mayor o menor medida -con posiciones de mayor o menor  relieve  según los  casos-, en las tareas de gestión y transformación del mundo. Pero ni la sociología, ni siquiera la mera antropología pueden determinar sin más a la teología. Por eso, si la doctrina conciliar restara aquí, la «secularidad» sería sólo una nota extrínseca a la condición cristiana del sujeto; y el saeculum, a lo sumo «ámbito» pastoral y «ocasión» para el ejercicio de las virtudes y el testimonio cristiano. Pero el Concilio no se queda aquí, sino que supera el extrinsecismo y pasa de la sociología a la eclesiología sirviéndose -como dije- del concepto de «vocación». Con una doble formula trata el Concilio de expresar su doctrina. Nos detendremos sobre todo en la primera, que es de una importancia capital para nuestro asunto. Dice así: «Pertenece a los laicos, por vocación propia, buscar el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios». En este texto encontramos en su núcleo lo propio de los laicos dentro de la estructura de la Iglesia y, por tanto, en su misión. Lo propio es una vocación con la misión que lleva aparejada. Pero precisamente eso es un carisma [38].

Sin embargo, esa vocación no se identifica, sin más, con la vocación cristiana. En los primeros esquemas de la Constitución  se ponía, en efecto, esa tarea en el mundo en relación con la «vocación cristiana» de los laicos, expresión que en su contexto admitía una lectura sustancialmente semejante a la que estamos haciendo del texto definitivo, pero que podía malentenderse y de hecho fue eliminada. La «vocación cristiana», como conditio christifidelis, es, bien lo sabemos, común a los ministros sagrados, a los religiosos y a los laicos. Si la tarea asignada a los laicos fuera una consecuencia inmanente  a la vocación cristiana,  esto  podría  significar: o bien que  no  sería propia de los laicos, en contra de la letra y del espíritu del texto; o bien que a clérigos y religiosos -al no tener esa vocación como propia- les faltaría algún rasgo característico de la vocación cristiana, lo cual es inadmisible. Por eso, el texto dice «vocación propia», que es cristiana -evidentemente-, pero no «la» vocación cristiana. El Concilio  está, pues, hablando aquí de un christifidelis, cuya vocación cristiana se hace laical por una modalización de la vocación cristiana, la que es propia de los laicos.

¿En qué consiste esa manera propia de la vocación-misión? La respuesta conciliar es inequívoca: en «buscar  el reino de Dios  a través  de la gestión de las cosas temporales, ordenándolas según Dios». El Concilio explicita más la idea en las últimas palabras del párrafo:

«A los laicos, pues, peculiari modo, corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales, a los que están estrechamente vinculados, de tal  manera  que se  realicen  de continuo según  Cristo, y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y Redentor».

La posición de los laicos en la dinámica inmanente al  mundo  en cuanto mundo constituye,  pues, el humus de la vocación laical.  Pero es necesario insistir: esa  posición  en  el  mundo  no determina,  sin  más, la condición de laico en  la  Iglesia.  Pretenderlo  -dije  antes-  sería  una ilegítima invasión de la sociología en la eclesiología  teológica.  Sólo la determina porque -por la vocación propia- guarda relación salvífica-escatológica con el Reino de Dios y, por tanto, con la misión trascendente de la Iglesia.

Una advertencia. Sería ridículo -se ha dicho con toda razón [39]- interpretar lo que venimos diciendo como si hubiese dos esferas separadas: la «espiritual» para sacerdotes y religiosos, la «temporal» para los laicos; o si se prefiere, el clero en la sacristía y los laicos en el mundo. Estas dicotomías contradicen la esencia de la Iglesia y de lo cristiano. Porque es la Iglesia como tal -desde los diversos elementos de su estructura, también por tanto, los pastores y los religiosos-, la que debe contribuir, como ya vimos, a la restauración del orden temporal, en cuanto que esa restauración entra  en su fin salvífica, que es «la dilatación del Reino de Dios». Lo que sucede es que  cada posición estructural contribuye a ese aspecto de la misión pro parte sua.

«Los que recibieron el orden sagrado -dice el párrafo de Lumen Gentium que comentamos- (...) están destinados de manera principal y directa al sagrado ministerio por razón de su vocación particular». Y «aunque algunas veces pueden tratar asuntos seculares, incluso ejerciendo una profesión secular», ésta no es su «vocación particular»  -dice  el  Concilio-, no es éste  -agregamos nosotros- su «carisma estructural» en la Iglesia. Lo propio de los ministros sagrados -en cuanto ministros- es eso, el sagrado ministerio  para  dirigir la Iglesia en representación de Cristo Cabeza. La  tarea  ministerial  de los ministros -propia por tanto- en relación con  el orden temporal está perfectamente expresada en el  Decreto  Apostolicam actuositatem, 7: «A los pastores compete manifestar claramente  los  principios  sobre el fin de la creación y el uso del mundo, y prestar los auxilios morales y espirituales para restaurar en Cristo el orden de las cosas temporales».

Por su parte -seguimos leyendo en Lumen Gentium, 31-, «los religiosos, en razón de su estado, dan un preclaro y eximio testimonio de que el mundo no puede  ser transfigurado  ni ofrecido a Dios sin  el espíritu de las bienaventuranzas». Su «carisma estructural» contribuye de esta manera a la restauración del mundo en Cristo. La vocación cristiana que surge de su condición bautismal (christifidelis) se concreta por su carisma-vocación en la posición estructural propia de fo vida religiosa en la Iglesia, que anticipa, a manera de status institucionalizado en el Pueblo de Dios, la escatología del Reino. Así contribuyen los religiosos a que el mundo se realice «para gloria del Creador y Redentor». Lo cual implica la renuncia, precisamente por el carisma-vocación recibido, a la posición que, antes de recibir el carisma, tenían como laicos en la dinámica inmanente al mundo [40].

Vengamos de nuevo a los laicos.  Lo característico de su  posición en la estructura de la Iglesia, en contraste con las dos señaladas, puede ser expresado en dos proposiciones:

1.       La posición sociológica y antropológica del laico en el mundo, no viene superada ni abandonada, sino que constituye el supuesto humano de su concreta y propia posición eclesial (de la condición de laico en cuanto laico).

2.       Pero no determina por sí misma esa posición in Ecclesia. Esta, por el contrario, es  el  resultado de una determinación fundamental de la vocación divina, por la que el Espíritu «asigna» a ese cristiano, con finalidad escatológica -para «buscar el Reino de Dios», dice Lumen Gentium-, el «lugar» que ya tenía en el orden de la Creación.

De esta manera, se nos hace evidente  que la  posición  propia  de  los laicos «en la Iglesia» viene cualificada teológicamente por el lugar que ocupan «en el mundo», en la «gestión» del mundo en la perspectiva de la Redención.

Esto es lo que afirma con fuerza el párrafo de Lumen Gentium que comentamos en su segunda alusión a la vocación propia de los laicos: «Ibi -es decir, en las condiciones ordinarias de la vida en el mundo- a Deo vocantur: allí son llamados por Dios para que,  ejerciendo su  propio munus a la luz del espíritu  evangélico,  a la manera   de la levadura contribuyan  desde  dentro  -ab  intra- a  la  santificación del mundo». Lo propio, pues, de los laicos consiste en que su contribución a la santificación del mundo, a diferencia de la contribución propia de los clérigos y los religiosos, opera desde dentro, es decir, desde su inserción nativa y mantenida en la dinámica del mundo; y desde ella surge -como ha  subrayado  siempre  Mons.  Escrivá de Balaguer- su peculiar posición en la Iglesia [41].

La identidad teológica del laico en cuanto laico  proviene,  pues, según  el  Concilio,  de  una  vocación propia en orden a  la misión. En el nivel de una reflexión sobre la estructura de la Iglesia, esa vocación-misión tiene su soporte en un «carisma  estructural»,  que es el que brinda la identidad  eclesiológica  del cristiano  laico en la estructura fundamental de la Iglesia [42]. Ese carisma del Espíritu recae sobre la inmensa mayoría de los fieles, otorgándoles su posición propia en la misión de la Iglesia.

Este carisma, que podemos llamar «secularidad» en sentido estricto, consiste en la donación salvífico-escatológica -es decir, con vistas al Reino de Dios- que  el  Espíritu  hace  al  sujeto  cristiano  de las mismas tareas del mundo en cuanto mundo en las que la ya se encuentra inserto, donación que crea en el sujeto su peculiar vocación-misión en la Iglesia.

12.     Tres implicaciones teológico-pastorales

Aquí concluye, de alguna manera, nuestra investigación sobre la identidad teológica y eclesial de los fieles laicos: esa identidad viene determinada por ese carisma. No podría yo, sin embargo, acabar mi ponencia, dedicada a perfilar  sistemáticamente la  figura  del laico, sin al menos glosar tres implicaciones de la definición  que  he propuesto  de la «secularidad» como carisma estructural.

a)       Autonomía de las realidades terrenas

Esa donación cristiana del mundo que hace  el  Espíritu  a  los  laicos no significa de ninguna manera una «eclesiastización» del mundo. Pertenece, por el contrario, a la esencia de esa donación  carismática que lo donado escatológicamente -con vistas  al  Reino  de Dios- no cambie de naturaleza. La «gestión y ordenación de las cosas temporales» no pertenece  a la Iglesia, ni a los cristianos en cuanto cristianos, sino a los hombres en cuanto hombres, al mundo en cuanto mundo. Esa tarea tiene su naturaleza propia -que los fieles deben conocer y respetar (LG, 36/6)-, la cual incluye una ordenación inmanente a Dios, e históricamente incluye también un elenco de desorden como fruto del pecado del hombre. Por el carisma  de los laicos  esas «cosas temporales» no cambian de naturaleza, no pasan, por tanto, a la «jurisdicción eclesiástica», sino que conservan  la  suya  propia. Esto es lo que Gaudium et spes, 36,  ha  llamado  la  «justa autonomía de las realidades terrenas». En efecto, la donación escatológica de las mismas a los laicos significa que la conciencia de estos fieles cristianos -su libertad y su responsabilidad personales, iluminadas por la doctrina de la Iglesia, pero no la Iglesia en cuanto institución oficial-; esa conciencia, digo, se erige en mediadora insustituible para que aquellas «luces y energías» que provienen del fin salvífica de la Iglesia transformen desde dentro -desde la naturaleza  íntima  de las  cosas­ las «cosas de la tierra», imprimiéndoles un dinamismo salvador en dirección al Reino. Si los términos se comprenden en el contexto que estoy exponiendo, podríamos decir que la acción santificadora de las tareas del mundo que los laicos realizan, es una actividad «eclesial» pero no «eclesiástica».

Las consecuencias pastorales de lo que acabo  de  decir  son  inmensas, sobre todo a la  hora  de comprender  la función  propia  de los  laicos y la propia de los ministros  sagrados  en  la  realización  de la  misión  de la  Iglesia  en  el  mundo.  De  manera  sintética  están  contempladas en el n.º 43 de Gaudium et spes: «A la  conciencia  bien  formada  del  seglar toca lograr que la Ley divina quede grabada en la ciudad  terrena. De los sacerdotes, los laicos pueden esperar orientación e impulso espiritual. Pero no piensen que sus pastores están  siempre  en  condiciones de poderles dar inmediatamente solución concreta en todas las cuestiones, aun graves, que surjan. No es  esta  su  misión. Cumplan más bien los laicos su propia función, con la luz de la sabiduría cristiana y con la observancia atenta de la  doctrina  del  Magisterio  (...) Los obispos, que han recibido la misión  de  gobernar  a  la  Iglesia  de Dios, prediquen juntamente  con  sus  sacerdotes  el  mensaje  de  Cristo, de  tal  manera  que  toda  la  actividad  temporal  de  los  fieles  quede como inundada por la luz del Evangelio».

Por lo dicho se ve que la estructura fundamental del sacramentum salutis no coincide, sin más, con la estructura de las «asambleas eclesiásticas», sino que las posiciones estructurales determinadas por el sacramento y el carisma «organizan» la misión de todo el Pueblo de Dios en la profundidad de las personas, misión que llega en su realización práctica hasta el mismo corazón del mundo.

Esta es, sin duda, la razón por la que el moderno  Código  de Derecho Canónico -que ha hecho una recepción formal de Lumen Gentium, 31 en su can. 225- dedica tan escaso .espacio a «legislar» sobre los laicos (en el sentido teológico del término): sencillamente porque a la ley eclesiástica no le compete regular el contenido de la  vida del laico en cuanto laico. Ese contenido surge de la dinámica del mundo  y  lo regula -en     la medida en  que  le  compete,  se  entiende­ el derecho civil de las naciones, no el derecho canónico. La inmensa mayoría de las normas canónicas que afectan a los laicos les afectan en cuanto que ellos son, ante todo, fieles cristianos. Pero esta última observación nos invita a pasar a la segunda  implicación  antes anunciada.

b)       Existencia cristiana laical

En efecto, el «fiel laico» en la Iglesia, cuya identidad teológica hemos tratado tan laboriosamente de establecer, aparece en nuestros análisis de la estructura, ante todo,  como  «fiel  cristiano»  por razón de la fe y el Bautismo; en un segundo momento, como «laico», por razón del carisma de la secularidad.

Pero el común denominador y el  numerador  propio  entran  -a pesar  de  lo  obvio  debo  recordarlo-  en la identidad teológica, total y existencial, de los fieles laicos [43]. Todo  nuestro discurso en busca de la identidad peculiar partía del logro previo de su identidad cristiana radicada en el Bautismo. Una vez establecida aquélla debemos afirmar la perfecta  integración de ambas. Por su condición de fiel adviene al laico la llamada a la santidad y al  apostolado, participación en el ser y en la misión que es común a todos los miembros de la  Iglesia; el carisma peculiar, por su parte, determina su puesto característico en la estructura de la Iglesia y el modo propio de responder a aquella llamada en la misión del Pueblo de Dios.

Lo que ahora quiero subrayar es que en la Iglesia lo que es propio de cada posición  estructural -ministros, laicos, religiosos- modaliza la totalidad del ser cristiano y de la misión cristiana de los fieles que, según la respectiva vocación, se encuentran en esas respectivas posiciones. Eso quiere decir que la totalidad de la existencia cristiana del laico es laical. No sólo su concreta «gestión» de los asuntos  temporales -que lógicamente consume la mayor parte de su tarea divina y humana-, sino su manera propia de evangelización y apostolado, el estilo de su piedad y su devoción, su concreta participación en la liturgia, su posible desempeño de oficios eclesiásticos, etc.: todo ello pertenece a la condición común del christifidelis, pero ha de  tener  en los laicos la impronta del carisma de la secularidad. Sólo así podrán lograr la integración existencial del doble aspecto configurador de su vida, que es una -«unidad de vida»- tanto en la  sociedad  eclesiástica como en las tareas del mundo.

La trascendencia pastoral de lo dicho a nadie se le oculta. Para los pastores es de la máxima importancia discernir en toda su plenitud el carisma de la secularidad de los laicos. Ese discernimiento se constituye para los ministros sagrados en exigencia ministerial, desde la que reconsiderar todos los planes pastorales, pues éstos sólo tienen su razón de ser en el servicio a la comunidad cristiana -formada en su inmensa mayoría por laicos- y al mundo, en el que los laicos tienen la misión insustituible determinada por el carisma discernido. En este sentido, la predicación y la celebración de los sacramentos debe fomentar la plena identidad laical de los fieles laicos, sin la cual éstos no pueden responder a lo que la Iglesia espera de ellos.

Ya se ve por lo dicho que una «promoción de los laicos», interpretada como simple participación en las actividades de la sociedad eclesiástica, sería en realidad una simple «clericalización del laicado», es decir, la negación de la verdadera «promoción de los laicos».  Esta no consiste sino en fomentar en ellos la toma de conciencia de su carisma peculiar, como «lugar» existencial en la Iglesia y en el mundo de su responsabilidad cristiana.

Ni que decir tiene que esto es perfectamente compatible  con  que los cristianos laicos que lo deseen desempeñen los oficios y ministerios en la sociedad eclesiástica que están previstos  por  el Derecho. Pero ello ha de ser con plena conciencia -en los laicos y en  los pastores- de estas dos cosas: primera, que  de ordinario  esos  oficios son «laicales» no en el sentido teológico que hemos establecido,  sino en el sentido de laico como no-clérigo; por tanto no propiamente laicales [44]. Segunda, que si esos servicios eclesiásticos impidieran la normal actividad laical en el  mundo,  significarían  una  deformación de la identidad teológica de sus titulares.

c)       Laicos y asociaciones

Finalmente, una tercera implicación del  carisma  de  la  secularidad tal como lo hemos discernido. Es el más  común  de los  caris­ mas, hemos dicho; el Espíritu Santo lo concede a los fieles con el Bautismo (aunque no es efecto del Bautismo). Esto significa que responde a una falsa eclesiología la tendencia a reservar de hecho -o a monopolizar- el nombre de laicos para referirse a ciertos grupos de «laicos comprometidos» (comprometidos paradójicamente, las más de las veces, en actividades eclesiásticas oficiales) [45]. Esa tendencia es un elemento más de confusión dentro de la equivocidad canónica y semántica que el término tiene en la tradición doctrinal. Esta  deformación suele ir unida, por  otra  parte, a un concepto «institucional» de laico, que lo concibe como «encuadrado» en organizaciones cuyos staffs «representan» a los laicos ante la jerarquía eclesiástica y ante la comunidad misma.

Detrás de esta postura hay una perfecta incomprensión de toda la teología del laicado que hemos tratado de exponer. En realidad, recae en una caracterización «eclesiástica» -de socialidad eclesiástica, quiero decir- de la figura del laico. Responde al «ardo  laicorum»  -en el sentido de no-clérigos- de los viejos formularios litúrgicos, pero ahora con un sentido elitista, de laicos «especializados». Su analogatum sería la manera estructural de darse el ministerio sagrado y el estado religioso. Por la ordenación ministerial, en efecto, el fiel cristiano ingresa en una institución eclesiástica: el «ardo clericorum», que se concreta en los presbiterios diocesanos, etc.; el carisma de los religiosos, discernido por la Iglesia como elemento de su estructura fundamental, es reconocido y regulado  dentro de los  Institutos, a los que  el fiel que ha recibido este carisma se vincula con los sacra ligamina.

Pues bien, por su propia  naturaleza,  el carisma  de la secularidad  no es un carisma «institucionalizado»: no «sitúa» al cristiano en una «organización» eclesiástica de laicos; se recibe -dije- con el Bautismo y es, sencillamente, la tarea  en  el mundo  en  cuanto  donada por el Espíritu para buscar el reino de Dios. Y ello, sin la menor consecuencia «institucional» o societaria: el «laicado» no es una «organización», y los laicos, por razón de su carisma estructural, no tienen otra «congregación» que la congregatio fidelium.

Se comprende, por otra  parte,  que  sea  así, si  se  tiene  en cuenta q e al laicado pertenece la inmensa muchedumbre de los fieles cristianos, cuya «organización» propia es, como acabo de decir, la Iglesia misma. Esa multitudo laicorum -con los problemas reales de su vida cristiana y la imperiosa necesidad de ser atendidos- es la  que  debe tener ante la vista el Sínodo de los Obispos al tomar sus resoluciones pastorales. Ellos representan de manera capilar la realidad de la Iglesia en la entraña de la sociedad. Si esto se olvidara, caeríamos, también bajo este ángulo, en una concepción clerical y «eclesiástica» -no «eclesial»- de la misión de los laicos en la Iglesia.

Afirmar lo anterior en todo su rigor teológico, no significa  desconocer la importancia pastoral, más aún, la necesidad práctica de las asociaciones de fieles laicos en la Iglesia, que auspicia y regula el Código de Derecho Canónico [46]. Pertenecen al ejercicio de la libertas in Ecclesia que tienen los fieles en general y los laicos en concreto. Debe manifestarse en ellas el carisma de la secularidad,  que  las  precede  en las personas de sus miembros. Pero de ninguna manera constituyen u «otorgan» el carácter de «laicos» a los que en ellas se inscriben.

Pedro  Rodríguez, en dadun.unav.edu/

Notas:

26.   ¿Secularidad?  ¿Laicidad? La cuestión  terminológica, como ya se ha apuntado,  es  dificultosa  en  todo  nuestro  tema. La secularidad  -se nos dice- no podría ser propia de los laicos, pues también lo es del «clero  secular»...  En  toda  esta materia es preciso tener muy en cuenta que lis non est de verbis. Lo esencial es clarificar  la  teología y encontrar después un lenguaje adecuado que la exprese lo mejor posible. En  principio, me atengo a   la fórmula  que emplea  Lumen Gentium: «secularidad» para designar a los laicos en sentido teológico. De ahí que la palabra  vulgar castellana, seglares, sea adecuada para designarlos en su posición eclesiológica. De la identidad propia del clero secular -en cuanto que se distingue del regular o religioso- no me puedo ocupar ahora. Apunto sólo que la  nota propia del clero secular sería la «ministerialidad» simpliciter.

27.   Así lo reconoce la  doctrina  más  común  y  solvente.  Vid.,  por  ejemplo,  los Jalons  de Y. CONGAR,  Fieles  y  laicos  de A. del  Portillo  y el comentario de G. Philips a la Const. Lumen Gentium (La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, Barcelona 1969). B. G H ERARDINI, Il laico. Per una definizione dell'identita laicale, Genova 1984, sostiene que la «secularidad», al ser  una  relación,  no  puede  brindar  el soporte para la identidad  del  laico;  el  autor  sostiene  que  esa  identidad  viene  deter­ minada  por  la  manera  peculiar  que   el  laico   tiene  de  participar   en  el   triple  munus. Los escritos de Mons. Escrivá de Balaguer contienen, passim, textos de excepcional penetración en toda esta  materia.  Vid.,  entre  otros  muchos  lugares,  Conversaciones. Madrid  198514,  nn.  9,  21,  58  y  59.  He  estudiado  estos  pasajes  en  o.e.  en   nota   25   cap. V: «La economía de la salvación y la secularidad cristiana», pp. 124-218.

28.   Es ésta la concepción dominante en la canonística alemana. Lo atestiguan afirmaciones  como  las  de  W.  AYMANS  (Lex  Eeclesiae  Fundamentalis, en  «Archiv  für Kath. Kirchenrecht»  140 [1971] 437),  H. ScHMITZ (Die   Ge'setzessytematik desere, München 1963, p. 38) y M. KAISER (Die Laien, en «Handbuch des katholischen Kirchenrechts», Regensburg 1983, p. 186). Este último  autor  llega  a  decir  que  «cada intento de dar al laico un  contenido  positivo  que  vaya  más  allá  de  lo  que  es  un miembro de la Iglesia o incluso lo restrinja ( ¡carácter secular!)  está  necesariamente condenado  al  naufragio»  (ist  notwendig  zum  Seheitern  verurteilt).   Estos   canonistas tienen como punto de referencia inmediato a K. MÜRSDORF, el cual  subrayó  en  numerosos artículos que la noción  teológica de  laico se puede enuclear únicamente en  contraposición  a  la  de clérigo (Die  Stellung der Laien in der Kirehe, en «Revue de  Droit  Canonique»  11  [1961]  217).  El  empleo  del término «laico» en el sentido que defendemos en esta ponencia, se justifica, según el canonista alemán, por  su valor práctico en cuanto a la técnica  jurídica  (ibídem,  p.  217).  La  caracterización  de  los laicos propuesta por la Lumen Gentium con la «índoles saecularis» no  tiene, según Méirsdorf, ningún valor teológico (Das eine   Volk   Gottes..., o.e. supra, nota 21, p 106). A mí entender, la  incomprensión  del  valor  teológico-estructural  de  la  secularidad tiene en este autor una relación de origen con el rechazo del exclusivismo carismático de Rudolf Sohm. Vid. supra nota 21.

29.   En algunos autores esta postura es radical, pues implica la superación misma de  la  categoría  «laicado»:  «Al  superamento della categoría 'laicato'  in ecclesiologia deve  coniungersi  la  positiva  assunzione  della  'laicita'  come dimensione di tutta la Chiesa (...) laicita equivale in tal senso a 'secolarita'» (B. PORTE, Laicato e laieita, o.e. en nota 2,  p. 55). Esta  visión  de  las  cosas  se  extiende  de  manera  acrítica  fuera dt los ámbitos científicos: vid., p.  ejemplo,  el  artículo  Laicidade  de  toda  a  Igreja (sin firma) en la revista Laikos 9 (1986) 227-229.

30.  Vid.  J. L. ILLANES,  Cristianismo,  historia,  mundo,  Pamplona  1973,  especialmente la parte tercera, pp. 151-238, y la bibliografía allí indicada.

31.   Vid. sobre el tema P. RODRÍGUEZ, o.e., en  nota  25, cap.  IV, titulado  «El mundo  como  tarea  moral»,  pp.  37-58; y  P. EYT, La «théologie du  monde»  a-t-elle faít oublier la création?, en «La Documentation Catholique» 83 (1986) 472-478.

32.   Ese riesgo  consiste  en  «una  politización  de  la  existencia que,  desconociendo a un tiempo la especificidad  del  Reino de  Dios  y  la  trascendencia  de  la  persona, conduce a sacralizar la política y a captar la religiosidad del pueblo en  beneficio de empresas revolucionarias» (S. C. para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis nuntius, XI, 17; AAS 76 (1984) 906).

33.   La  preocupación  de  hacer  compatible   y   concorde  la  secularidad   general  de la Iglesia y la específica de los laicos se  manifiesta  en  P.  ESCARTÍN,  Cómo  definir  al laico o la necesidad de superar los territorios, en «Ecclesia» 3-1-1987, pp. 6-7.

34.  La documentación conciliar sobre  el  tema ha sido estudiada detenidamente pot N. WEis, Das prophetische Amt der Laien in der Kirche. Eine rechtstheologische Untersucbung anhand treier Dokumente des Zweiten Vatikanische  Konzils,  Roma  1981. El autor señala expresamente (p. 378)  la  intencionalidad  teológica  de  Lumen  Gentium, 31,  a  pesar  del  contexto  «tipológico»  en  que   se   presenta.  Vid.,  sobre  este   número de  Lumen  Gentium,  E.  SCHILLEBEECKX,  Definición  del  laico  cristiano, en  G. BARAUNA, La Iglesia del Vaticano II, t. II, Barcelona 1966,  pp. 977-997. Este  autor,  cuya  teología ha evolucionado hacia posiciones incompatibles con la Tradición católica (vid. Notification de la Congregation pour la Doctrine de la Poi, 15-IX-1986, en «La Documentation Catholique» 83 (1986) 1034-1035), había hecho en este escrito una interpretación fundamentalmente acertada del cap. IV de Lumen Gentium.

35.   La comprensión que proponemos de las posiciones estructurales en la Iglesia dimana  de  una  reflexión  sobre   la relación entre estructura y misión de la  Ecclesia in terris, que nos parece ser la teológicamente determinante en nuestro  asunto;  comprensión  que  no  concibe  esas  posiciones  como «estados»  desde el punto  de  vista de la «perfección (evangélica)». Desde  esta  perspectiva  -que  es  la  que  sigue  H.  U. VON BALTHASAR, Christlicher Stand, Einsiedeln 21977- no se llega a comprender adecuadamente, en mi opinión, lo que es teológicamente el laico.

36.   JUAN PABLO 11, A los miembros de la Secretaría General del Sínodo de los Obispos, 19-V-1984, en AAS 76 (1984) 784.

37.   Lineamenta, 9. En el  n. 22 se  lee: «El  mismo Concilio presenta la inserción de los laicos en las realidades  temporales y terrenas, o sea, su  'secularidad', no sólo como un dato sociológico sino también y específicamente como un  dato  teológico  y eclesial, como la modalidad característica según la cual viven la vocación cristiana. La doctrina más solvente ya lo había establecido. A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia, p. 199,  después  de  una  larga  reflexión  sobre  el  tema,  concluía:  «la  secularidad  no  es  simplemente  una  nota  ambiental  o  circunscriptiva,  sino  una  nota  positiva y propiamente teológica». E. CORECCO, que en 1981 consideraba todavía  abierta  la cuestión (cfr. su Riflessione giuridico-istituzionale su sacerdozio commune e sacerdozio ministeriale, en Parola di Dio e Sacerdozio. Atti del IX Congresso Nazionale  dell'ATI. Cascia 14-18 septiembre  1981, Padova  1983,  80-129;  vid.  p.  92),  en  1984  consideraba ya la postura del Concilio como estrictamente teológica: «L'indole secolare propria e peculiare dei laici non puo  essere  interpretata,  come  tende  a  fare  una  parte  della dottrina, solo come una qualifica sociologica. E vero che il concilio non ha mai voluto definire,  ma  l'insistenza  insolita  del  Concilio  sulla  natura  secolare  del  laicato,  nella LG, nell'AA e nella AdG, non puo lasciar dubbi sul carattere teologico e ecclesiologico dell'indole  secolare»  (E.  CORECCO,  I  laici  nel  nouovo  Codice  di  Diritto  Canonico, en «La Scuola Cattolica» 113 (1984) 206).

38.   Cfr. P.  RODRÍGUEZ,  Carisma  e  institución  en  la  Iglesia,  en  «Studium»  6 (1966) 490.

39.   Vid. Y. CONGAR, Ministères et laicat dans la théologie catholique romaine, .en AA. VV., Ministères et laicat dans la théologie catholique romaine, Taizé 1964; p. 137.

40.   Cuando aludo a los religiosos en esta ponencia trato de referirme siempre al «núcleo» de su posición estructural, siendo muy consciente de que el  desarrollo histórico  del  estado  religioso ha  hecho surgir una  gran riqueza de modalidades en la forma de darse el  núcleo  teológico  y  una  variedad en la terminología, de  las que no puedo ocuparme ahora. Una excelente reflexión sobre el tema, en el contexto de balance de los últimos veinte años, es la que ofrece A. BANDERA, Santidad de la Iglesia y vida religiosa, en «Confer» 25 (1986) 559-605.

41.   A raíz del  Concilio  Vaticano  II,  en  una  entrevista  que  se  publicaría  después en «Palabra»,  hice  a  Mons.  Escrivá  de  Balaguer  esta  pregunta: «La  misión de los laicos se ejercita, según el Concilio, en la Iglesia y en el mundo. Esto, con frecuencia, no es entendido rectamente al quedarse con uno u otro de  ambos  términos. ¿Cómo explicaría usted la tarea de los laicos en la Iglesia y la tarea que deben desarrollar en el mundo?». Su respuesta es iluminante: «De ninguna  manera  pienso  que deban considerarse  como dos  tareas diferentes, desde el mismo momento en que la específica participación de laico en la misión de la Iglesia consiste  precisamente en santificar ab  intra  -de  manera inmediata y directa-  las  realidades seculares, el orden temporal, el mundo. Lo que pasa es que, además de  esta  tarea,  que  le  es propia y específica, el laico tiene también -como  los clérigos y  los religiosos- una serie de derechos, deberes y facultades fundamentales, que corresponden a  la condición  jurídica de fiel, y que tienen su  lógico ámbito de ejercicio en el interior de la sociedad eclesiástica: participación activa en la liturgia de la Iglesia, facultad de cooperar directamente  en  el apostolado propio de la Jerarquía o de aconsejarla en una tarea pastoral si es invitado a hacerlo, etc.»  (Conversaciones, Madrid 198514, n. 9).

42.   Cuando, sobre un fiel cristiano corriente, sobre un laico, recae la llamada de Dios al ministerio sagrado o a la vida  religiosa,  el  Espíritu,  que  dirige  a  la  Iglesia con sus dones jerárquicos y carismáticos, «sopla» ahora de otro modo sobre  esas personas, que adquieren así una nueva  posición  estructural  en  la  Iglesia  -determinada por el carácter del Orden o  el  carisma  religioso-,  dejando  de  ser  cristianos laicos para ser cristianos dotados de otros carismas estructurales. Su relación con la «restauración del orden temporal» cambia de signo y de contenido.

43.   En la entrevista antes citada, me decía Mons. Escrivá de Balaguer: «Fijarse sólo en la misión específica del  laico, olvidando  su simultánea  condición  de  fiel,  sería tan  absurdo  como  imaginarse  una  rama,  verde  y  florecida,  que  no  pertenezca a  ningún  árbol.  Olvidarse  de  lo  que  es  específico,  propio  y  peculiar  del  laico,  o no comprender suficientemente las  características  de  estas  tareas  apostólicas  seculares y su valor eclesial, sería como reducir el frondoso árbol  de la  Iglesia  a la monstruosa condición de puro tronco». (Conversaciones, Madrid 198514, n. 9).

44.   Una descripción sintética de esos  oficios  según  el  Código  de  Derecho  canónico puede verse en J. MEDINA, Notas sobre los ministerios de la Iglesia confiados a fieles laicos,  en  «Teología  y  Vida»  27  (1986)  167-172.  Digo que de ordinario no son laicales, porque hay oficios eclesiásticos que pueden ser asumidos por laicos precisamente en función de su secularidad teológica. Por ejemplo, ser miembro  del Consilium de laicis, o del Consejo pastoral de una diócesis.

45.   Este punto fue vigorosamente señalado por P. LOMBARDÍA, Los laicos, en  «II Dirimo Ecclesiastico» 83 (1982) 297.

46.   Vid. cann. 225 § 1, 327 y 329.

Pedro  Rodríguez

Introducción

El Concilio Vaticano II  es, a los ojos de todos, una  piedra  miliar en la historia de la Iglesia, y ello, quizá ante todo, por  su  doctrina acerca de la posición de  los  laicos  en  la  Iglesia.  El  capítulo  IV  de su documento central, la Const. Lumen Gentium,  y  un  entero  Decreto, el Apostolicam actuositatem, están dedicados expresamente a describir la «vocación y la misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo». Este es el tema en el que se concentra la reflexión que el Sínodo de los Obispos de 1987 se propone emprender. Su contenido pastoral es, pues, inequívoco, y evidente la trascendencia  para la vida de la Iglesia que ese programa está llamado a tener. Es toda una movilización del Pueblo de Dios la que está implícita en esa reflexión, por medio de la cual debe expresarse lo que el Concilio Vaticano II supone para la Iglesia de hoy.

a)       «Clarificar y profundizar la 'figura' de los laicos»

Ese impulso en el terreno de la misión, que cabe esperar del Sínodo, presupone, inseparable e ineludiblemente, la tarea de «clarificar y profundizar la 'figura' de los laicos». Con estas palabras los «Lineamenta» del Sínodo [1] señalaban la tarea  primera  a  desarrollar por la Asamblea episcopal. Esto equivale a decir dos cosas:

a)           que el tema de la identidad teológica del laico es la cuestión central a dilucidar, pues sólo desde una correcta teología del laicado puede plantearse un relanzamiento de la  misión  que los laicos tienen en la Iglesia.

b)          a)  que esa teología dista mucho de haber obtenido un consenso: por eso necesita una clarificación.

En los últimos veinte años hemos visto difundirse  unas  propuestas acerca del laicado que, de manera más o menos explícita, se presentan como superadoras de la «visión parcial» del Concilio; en realidad, a mi parecer, diluyen  u  oscurecen  la figura  peculiar  del  laico en la Iglesia [2]. Esto demuestra que los problemas actuales de la  teología del laicado se reconducen a los de la eclesiología en general: no hay una teología «autónoma» del laicado, y esas propuestas  a las que me refiero son los reflejos en nuestro asunto de las correspondientes concepciones eclesiológica de fondo. Se pone así de manifiesto,  a sensu contrario, que la identidad teológica del laico sólo puede lograrse en el seno de una «eclesiología total» [3].

Evidentemente no pretendo elaborarla, y menos en el breve  espacio asignado a esta ponencia, pero lo que diré sobre el laicado será dicho dentro de un marco eclesiológico de mayor alcance, que necesariamente ha de ser sintético, pero que podrá  ser  puntualizado,  si hace al caso, en la discusión subsiguiente a la ponencia.

b)       Incidencia pastoral de la cuestión

El oscurecimiento paradójico de la identidad teológica del laico, que se ha operado en estos años recientes, precisamente por darse en el marco de la eclesiología en general, ha tenido como consecuencia la paralela deformación del sentido y de la misión de la figura del sacerdote y de la figura del religioso. De manera esquemática podría decirse que la mentalidad generalizada previa al Concilio tendía a ver la «vocación cristiana» realizada plenamente  en el  religioso  o en  el sacerdote: para ellos, incluso, en la manera corriente de expresarse, se reservaba la palabra «vocación». Los laicos -los fieles corrientes- eran considerados de hecho como cristianos de  segunda fila; si aspiraban a una plenitud de vida cristiana, esa aspiración equivalía a «tener vocación», es decir, hacerse sacerdote o ingresar en un Instituto religioso; y si permanecían en el mundo, el analogatum princeps de su vida in Ecclesia les venía  propuesto  desde  la  figura del sacerdote o del religioso.

Siendo ya una realidad la existencia de potentes movimientos de espiritualidad y apostolado,  el Concilio Vaticano II propuso a toda la Iglesia un verdadero redescubrimiento de la  «vocación  cristiana» de todos los miembros del Pueblo de Dios, con la consiguiente llamada universal a la santidad y al apostolado. En este contexto, el Concilio pudo plantear, con toda su originalidad, la vocación propia de  los laicos, su posición peculiar en la estructura y en la misión de la Iglesia; es decir, no desde el analogatum del ministerio  sagrado  o  desde  el estado religioso, sino desde la común dignidad de los hijos de Dios que el Señor da a todos sus fieles por el Bautismo.

Pero la época posconciliar ha sido testigo  de  un  fenómeno  de signo inverso al de los siglos precedentes. Por una falsa inteligencia de la doctrina del Concilio, se ha  producido  un deslizamiento que ha identificado la «vocación cristiana» recibida en el Bautismo con la vocación propia de los laicos, sin más matices. El «laico» -a  los ojos  de  muchos  teólogos  y,  sobre   todo,  pastoralistas-  ha  pasado  a  ser el analogatum princeps de toda existencia cristiana. Lo cual traía como consecuencia que el sacerdote o el religioso sólo podían realizar verdaderamente  su  ser cristiano  en  la  medida  en que conservaban,  o «recobraban», las características propias de la condición laical. Muchas manifestaciones en estos veinte años de la «desacralización» del ministerio y vida de los sacerdotes, o de la «secularización» de la vida religiosa, dicen íntima relación a este deslizamiento al que me refiero. La «crisis de identidad» de muchos eclesiásticos y de tantas instituciones religiosas tienen aquí, a mi  manera  de ver, una de sus causas más determinantes.

Quiero con todo ello decir que una correcta  teología  de laicado, que identifique con rigor el proprium  teológico  de  los laicos  dentro de la común vocación cristiana del Pueblo de Dios, se nos  presenta hoy, no ya como una necesidad para la vida de los laicos mismos, sino como un verdadero servicio a la identidad propia de las otras condiciones personales que se dan en la Iglesia. Se manifiesta así, también en el quehacer teológico, que la Iglesia es una  comunión de carismas y ministerios diversos, una unidad-totalidad de elementos interrelacionados. Comprender el sentido de uno de ellos implica la comprensión de todos en su unidad.

c)       El laicado como tema teológico

Mi exposición no será histórica, sino sistemático-teológica. No voy a hacer la historia de la cuestión, ni a describir el debate contemporáneo. Parto de la base de que todo esto es conocido por Vds. y sólo haré las alusiones imprescindibles. Lo que pretendo en mi  ponencia es abordar la cuestión por sí misma, buscando captar la posición teológica de los laicos en la estructura de la Iglesia sacramento de salvación dado por  Cristo  al  mundo. El  presupuesto de esta opción es el haber llegado al convencimiento, después  de muchos  años, de que  la cuestión de la identidad teológica del cristiano laico no entra, por supuesto, en la competencia de la antropología o de la sociología; ni, radicalmente, es un tema que pertenezca a la teología espiritual, a la teología pastoral o al derecho canónico;  sino que el ámbito teológico en el que debe fraguarse es el de la eclesiología, y concretamente al estudiar la estructura fundamental de la Iglesia. La comprensión teológica de la figura  del laico en la estructura de la Iglesia, elaborada  en sede eclesiológica, se constituye, dentro de la orgánica de las ciencias sagradas, en un subsidium -no  exclusivo,  pero  sí imprescindible- para la tarea propia que, sobre el tema, corresponde respectivamente a la teología espiritual, a la teología pastoral y al derecho canónico. Estos ámbitos científicos, por su parte, brindan materiales de primer interés para la elaboración propiamente eclesiológica.

d)       Orden de la exposición

El orden que seguiré será partir de lo más claro y obvio en la estructura para avanzar desde ahí poco a poco, hasta  lograr  hacer luz  en lo más oscuro y problemático y captar así la identidad propia del laico en el seno de la Iglesia. El Concilio Vaticano II y sus  documentos enmarcarán mi reflexión. La razón no es sólo el debido obsequium  al Magisterio, sino la convicción de que la cuestión de los laicos, veinte años después  del Vaticano II,  debe  entroncar  con la doctrina  fresca  y viva del Concilio, que, ahora más que nunca, hay que comprender, desarrollar y llevar a la práctica.

1.       El marco eclesiológico

El capítulo II de la Const. Lumen Gentium es el lugar  fundamental del Concilio Vaticano II para la comprensión de la estructura de la Iglesia histórica, es decir, para entender teológicamente cómo el misterio de la Iglesia se hace sacramento de salvación.  En los  números 9 a 13 encontramos el núcleo de esa teología.

«La congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación y  principio  de la  unidad y de la paz  -dice el n. 9-, es la Iglesia convocada y constituida por Dios para ser el sacramento visible de esta unidad salvífica para todos y para cada uno». Poco  antes  el  Concilio  había  declarado  que  este  pueblo  mesiánico, «constituido por Cristo para ser comunión de vida, de caridad y de verdad, es empleado también por El como instrumento de redención universal y enviado al  mundo entero como luz de  mundo y sal de  la tierra». A esta Iglesia -sigue diciendo el  Concilio- Cristo «la llenó de su Espíritu y la proveyó de los medios aptos para su misión visible y social». La comunidad que tiene este origen, cristológico y pneumatológico a la vez, es una comunidad  sacerdotal -leemos en el n. 10- y su unión visible y social es calificada en el n. 11 como «organice exstructa», estructurada orgánicamente. Esa estructura orgánica viene determinada en su momento cristológico por los caracteres sacramentales, que producen los diferentes modos de participación en el sacerdocio de Cristo que el Concilio llama sacerdocio común de los fieles y sacerdocio ministerial; y en su momento  pneumatológico por los carismas  que  el Espíritu  otorga a los fieles, a los que se dedica el n. 12. De la conjunción de los caracteres sacramentales con determinados carismas proceden las tres grandes dimensiones personales de la estructura histórica y concreta  de la  Iglesia,  que el Concilio llama: sagrado ministerio, laicado y estado religioso, a los que consagrará después sendos capítulos,  pero  cuya  primera  descripción se encuentra ya de algún modo en el n. 13 de la Constitución:  «el Pueblo de Dios, en sí mismo, está  integrado  ex  diversis  ordinibus: hay, en efecto, diversidad entre sus miembros, ya según  los  oficios, pues algunos desempeñan el ministerio sagrado en bien de sus hermanos; ya según la condición u ordenación de la vida, pues muchos, en el estado religioso, buscando la santidad por un camino más arduo, estimulan a sus hermanos con el ejemplo».

La estructura de la Iglesia y, en consecuencia, estas diferentes posiciones estructurales que en ella tienen las personas convocadas, manifiesta -ad intra y ad extra- el ser uno y  plural de la  Ecclesia  in terris y, a la vez, la dinámica salvífica del sacramentum salutis; en otras palabras: es el ser y la misión salvadora de la Iglesia lo que se manifiesta a través de la concreta y específica vocación, responsabilidad y tarea de las personas convocadas por Dios en su Pueblo santo [4].

El carácter orgánico de la estructura de la Iglesia implica que no quepa una investigación de la identidad teológica de uno de sus elementos -en nuestro caso el laicado- si no es en el seno de la comprensión teológica de la estructura en cuanto tal.

2.       Los «christifideles» en la estructura de la Iglesia [5]

La Const. Lumen Gentium se ha pronunciado  formalmente  acerca ele la condición laica! en su cap. IV, como he dicho. Pero sería  un  falso camino para alcanzar teológicamente la «figura» del laico acudir directamente a ese lugar; como sería igualmente erróneo,  para conocer la figura del Obispo o del presbítero, ir sin más a los textos del cap. III de la Constitución; o al cap. VI para identificar la «figura» de los religiosos. Pertenece, por el contrario, al núcleo mismo de la eclesiología del Concilio el que las diversas maneras  de ser  y de servir  en la Iglesia sean comprendidas desde la fundamental perspectiva que brindan los cap.  I  y II,  que describen la Iglesia como un «todo», que  es Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios. Por lo demás, a la radical antropología del cap. II nos remite el propio cap. IV ya en sus  primeras líneas, al declarar que «cuanto se ha dicho acerca del Pueblo de Dios se dirige por igual a laicos, religiosos y clérigos» (LG,  31). En esa perspectiva, lo que aparece en primer lugar es la «nueva criatura», es decir, los hombres y las mujeres redimidos por Cristo, transformados en hijos de Dios por la fe y el Bautismo, fortificados en su ser cristiano por la Confirmación, ofreciéndose con Cristo al Padre en el Sacrificio eucarístico y alimentando  su vida nueva con el Cuerpo  y la Sangre del Señor. La profunda antropología cristiana del cap. II de Lumen Gentium pone ante nuestros ojos la radical condición cristiana, la vocación cristiana simpliciter, la nueva criatura en Cristo, como dije antes. Por decirlo gráficamente, allí aparece el «común denominador» de los diversos «numeradores» que pueden darse y se  dan  de hecho en el Pueblo de Dios.

A ese común denominador lo llama el Concilio  Vaticano  II  con una expresión bien precisa: christifidelis, que podemos traducir por cristiano, creyente, discípulo de  Cristo, fiel  de Cristo, etc. Todo esto es de sobra conocido, pero, por eso  mismo,  no es  menos importante recordarlo y subrayarlo. Porque sería un error -debo decirlo ya desde ahora-  ver  en  esa  figura  al  laico,  sin  más.  Laico  = miembro  del Pueblo de Dios es una interpretación equivocada del término, fruto de lo que Del Portillo llama la «falacia etimológica» [6]. La condición descrita en el cap. II de Lumen Gentium no es la propia -en sentido estricto- de los laicos sino de todos los miembros de la Iglesia, también de los clérigos y de los religiosos. Esto lo expresaba  con  toda la claridad deseable Agustín de Hipona en un célebre texto recogido por la citada Constitución, en el que no me parece improcedente detenerme:

«Cuando me atemoriza lo que soy para vosotros, me llena de consuelo lo que soy con vosotros.  Porque  para  vosotros  soy el Obispo, con vosotros soy  un cristiano;  aquél  es el nombre de mi  oficio  (nomen  officii),  éste  es  el  nombre  de la gracia (nomen gratiae); aquél es mi responsabilidad, éste es mi salvación» [7].

Aquí tenemos, en efecto, condensada, toda la teología del cap. II de Lumen Gentium. San Agustín designa la condición de miembros del Pueblo de  Dios y Cuerpo  de Cristo con la palabra  «cristianos» y él se incluye gozosamente dentro de ella. Con vosotros -es  decir, en el nivel de lo que llama nomen gratiae, que es el del cap. II de Lumen Gentium- soy un cristiano, un christifidelis, es decir, un miembro del Pueblo de Dios. S. Agustín no es un laico, sino un ministro del Señor, un Obispo. Pero es un fiel cristiano. Y, permaneciendo un fiel cristiano, es, a la vez, para los demás fieles, un Obispo; para los de Hipona, «el» Obispo: vobis Episcopus. El  Obispo Agustín es, en consecuencia, un cristiano que ha recibido por la ordenación episcopal el oficio del episcopado. Con ello no sólo no deja su condición de cristiano para adquirir la de Obispo, sino que precisamente aquélla es la condición de posibilidad de ésta.

Ya se ve por lo dicho que la palabra christifidelis puede ser tomada en un doble sentido. Por una parte, designa la conditio o status  propio  de los cristianos en cuanto distintos de los demás hombres. Esa identidad radical, que se origina en la vocación bautismal es la que San Pablo describe con estas palabras: «El  Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos  ha elegido en El, antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia por el Amor; eligiéndonos de antemano para ser hijos adoptivos por Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria  de su gracia, con  la que nos agració  en el Amado»  (Ef  1, 3-6).

Cuando Agustín dice: «con vosotros soy cristiano», el santo obispo de Hipona está nombrando la identidad  propia de los creyentes  en Cristo en el seno de la historia humana. El lenguaje clásico tiene aquí un rigor inapelable: lo distinto de los fieles son los infieles. Ante los demás hombres, por tanto, un cristiano -sea sacerdote, laico o religioso- es ante todo eso, un fiel cristiano, un miembro de la Iglesia de Cristo.

Pero, ad intra del Pueblo de Dios organice exstructum, la  palabra christifidelis designa «el sustrato común a todos los miembros de la Iglesia» [8], su ontología radical -el  nomen  gratiae-, cualquiera que sea la posición estructural que cada cristiano ocupa en la Iglesia, es decir, independientemente de su condición clerical, laical o religiosa. Este sentido es el que tiene la expresión en el Concilio Vaticano II, cuando dice -por ejemplo, en Lumen Gentium, 11-: «christifideles omnes, cuiusque conditionis ac status... ».

La teología del Concilio Vaticano II tiene en el concepto de christifidelis  uno de  sus  puntos  neurálgicos. Ese concepto -que, a su vez, protagoniza el nuevo Código de Derecho Canónico [9] está perfectamente recogido, en su doble valencia, en el canon 204 § 1 con  el  que comienza el libro De populo Dei: «Christifideles sunt qui, utpote per baptismum Christo incorporati, in populum Dei sunt constituti, atque hac ratione muneris Christi sacerdotalis, prophetici et  regalis  suo modo participes facti, secundum propriam  cuiusque  conditionem, ad missionem exercendam vocantur, quam Deus Ecclesiae m mundo adimplendam concredidit».

Si se toman en serio estas verdades tan obvias, es decir, si se comprende a fondo el sentido antropológico de la eclesiología de Lumen Gentium cap. II, dos consecuencias aparecen de manera inmediata:

Primera.  Todas  las  diversas  y   posibles   posiciones   estructurales de la Iglesia, cualquiera que sea su significación, asumen, íntegra e intocada, esa radical condición cristiana con todas sus exigencias. Más todavía, no son concebibles sino como fundamentadas  en  la  permanencia de esa excelsa condición con  todas  sus  implicaciones: no  son sino desarrollos del «estado» de cristiano.

Segunda. Siendo esto así, el proprium teológico de la figura  del laico no puede consistir en el christifidelis descrito en el cap. II de Lumen Gentium, puesto que ese  contenido  -el  ser cristiano  originado en el Bautismo- es común a clérigos, religiosos y laicos. La antropología del cap. II sustenta las diversas maneras  de  ser in  Christo  et in Ecclesia que se describen tanto en el cap. III (ministros sagrados), como en el IV (laicos) y en el VI (religiosos) de Lumen Gentium, y  desde ella deben ser comprendidas; pero cada una  de esas  posiciones estructurales en la Iglesia tiene su proprium.

Desde el punto de vista de nuestra búsqueda de  la  identidad  teológica del laico, lo hasta aquí investigado nos lleva  a  una  primera  y obvia conclusión: el laico es, ante todo, un  fiel  cristiano  y  con  ello queda afirmada de la manera más positiva  su  dignidad  cristiana,  es decir, su condición de  hijo  de Dios,  su  participación  en  el sacerdocio de  Cristo  y  su  condición  de  miembro  de  pleno  derecho  del  Pueblo de Dios. Pero con ello no hemos dicho todavía lo que hace  de  ese cristiano un «laico» en el sentido teológico de la palabra. Para lograrlo debemos seguir indagando en la estructura fundamental de la Iglesia.

3.       El sagrado ministerio en la estructura de la Iglesia

Este nuevo paso es el que podemos expresar con unas palabras tomadas del Decreto Presbyterorum Ordinis, 2:

«El mismo Señor, para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, 'en el que no todos los miembros tienen la misma función' (Rm 12, 4), de entre ellos a algunos los constituyó ministros, que en la societas fidelium poseyeran la sacra potestas Ordinis, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y ejercieran públicamente el officium sacerdotale  en el  nombre de Cristo en favor de los hombres».

De «entre los fieles, pues, algunos  son  ministros». Tocamos  aquí un punto esencial de la eclesiología católica w: la existencia en la Iglesia, por institución que arranca del mismo Señor Jesús, de un ministerio sagrado de naturaleza sacerdotal, que se transmite por me­ dio de un específico sacramento -el sacramento del Orden- y recae sobre algunos fieles, que pasan de este modo a ser los «ministros sagrados» («clérigos» en la terminología canónica) [10].

Pertenece a la esencia de la congregatio  fidelium  que es la  Iglesia  el ser, desde su mismo origen cristológico histórico, una comunidad organice exstructa (LG, 11); lo  que  significa  en  concreto  que,  siendo idéntico el nomen gratiae e idéntica la dignidad de los fieles por  razón de la fe y el Bautismo, hay en esa communio una diferenciación originaria de base sacramental: de entre  los que son fieles  de Cristo  por razón del Bautismo, algunos son  ministros  por razón del  Orden. No  podemos  ni  debemos  ahora  detenernos  en  esta  decisiva afirmación eclesiológica [11]. Tan sólo debemos considerar lo que es inmediatamente necesario para nuestro propósito.

Ante todo, que el sagrado ministerio comporta una nueva  manera de participar en el sacerdocio del único Sacerdote, Cristo. Esa nueva manera determina el proprium de los ministros  sagrados en la Iglesia,  lo característico de su posición  estructural  en  el  Pueblo  de Dios,  y,  en consecuencia, lo peculiar de su servicio: la «re-praesentatio Christi Capitis» [12]. La sagrada potestad que les adviene por el sacramento los hace capaces de prestar este servicio a que han sido llamados.

Esa nueva participación en el sacerdocio de Cristo difiere del sacerdocio común de los fieles essentia et non gradu tantum. Paradójica­ mente, esta afirmación de Lumen Gentium ha sido mal  entendida, como si fuera peyorativa para el sacerdocio común de los fieles, cuando en realidad es la defensa de la plena dignidad cristiana de la conditio fidelis: el sacerdote ministerial no es un «super-cristiano», sino un ministro, un servidor gracias a la presencia, en sus acciones ministeriales, de Cristo Cabeza de su cuerpo. El sacerdocio ministerial o jerárquico no es, pues, un grado que haga a  los ministros  más  «fieles»,  más «cristianos» que los demás miembros de la Iglesia; sino  que es algo esencialmente distinto, algo que se mueve en el plano del  medium salutis, no del fructus salutis [13].

De ahí que en un fiel que es ordenado presbítero u obispo, el sacerdocio común, que ya tiene por el Bautismo, no venga  «superado» o eliminado por la nueva participación del sacerdocio de Cristo que recibe en la ordenación, ni queda subsumido en ella, sino que permanece en él con su ontología y su operatividad específicas; el ordenado sigue siendo un christifidelis -ya lo hemos  dicho- con  todas las exigencias de su ser cristiano. La ordenación le otorga un proprium que, precisamente por ello, presupone la  permanencia  de  lo  común. A esto apuntaba San Agustín en su célebre texto: vobiscum christianus.

De esta manera, en nuestra reflexión sobre los elementos de la estructura de la Iglesia ha surgido, después del elemento común y fundante que es la condición de christifidelis, un primer elemento específico, también de origen sacramental, que es el ministerio sagrado. Este binomio «fieles-ministros» representa la originaria estructura sacramental de la Iglesia fundada por Cristo, que es una estructura sacerdotal, cuya dinámica resulta de la interrelación entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial, descrito en el n. 10 de la Constitución Lumen Gentium.

4.       Noción canónica y noción teológica de laico

¿Dónde aparece la «figura» del laico en esta consideración sacramental  de la estructura  originaria  de la  Iglesia?  La  respuesta  es: en ninguna parte. El nivel sacramental de la estructura, si se consideran las cosas con rigor teológico, sólo permite establecer el elemento común y radical –el christifidelis: el bautizado (y el confirmado)- y el elemento específico ministerial: los «ministros sagrados». Nada más. Parece, sin embargo, históricamente demostrado que es en el contexto de una reflexión que se sitúa en este nivel sacramental, donde va a surgir, ya a finales del siglo I, el primer uso cristiano de la palabra «laico». En efecto, desde San Clemente Romano [14] se designa con el nombre de laicos la condición en el Pueblo de Dios de aquellos fieles –en realidad, la multitud de fieles- que no son ministros sagrados [15]. Podríamos decir en consecuencia que con esta palabra se designa la nuda condición de cristiano, de christifidelis, en cuanto se contra-distingue de la posición estructural de los que recibieron el sacramento del Orden. Comporta, pues, una inflexión respecto de las dos categorías más originarias -fieles, ministros-; de ahí que su pri­ mera acotación estructural sea eminentemente  negativa -no         ser ministros sagrados- y comporta siempre, en este sentido, una ambigüedad conceptual, porque también los ministros conservan su condición pura de fieles cristianos, prolongada en su nuevo servicio. Esta primera noción estructural de laico no dice nada positivamente acerca de su condición laical, pues todo lo que de positivo hay en ella es lo que le adviene por la condición de fieles que tienen los laicos igual que los ministros. Es tan sólo una designación de los fieles no ministros.

Esta primera acepción, por razón de su origen, lo que busca en realidad no es la identidad de los laicos, sino identificar claramente quiénes son los titulares de la potestad eclesiástica y excluir en consecuencia pretensiones abusivas, carentes de soporte sacramental: a los que no tienen, por razón del Orden, la potestad  sagrada  en la  Iglesia, se los agrupa bajo la designación común de «laicos». Esta primera acepción significativa será la dominante durante siglos y perdura hasta el actual Código de Derecho Canónico, en cuyo can. 207 § 1 se lee:

«Por institución divina, entre los fieles hay en la Iglesia ministros sagrados, que en el derecho se denominan también clérigos; los demás se llaman laicos.»

El tenor de este canon, sustancialmente idéntico al  correspondiente c. 107 del Código de 1917, nos ofrece lo que algunos han llamado «noción canónica» de laicos [16], también calificada como «noción sacramental»: laico sería el no-clérigo, es decir, el cristiano que sólo ha recibido el Bautismo (y en su caso la Confirmación), pero no el sacramento del Orden.

Esta definición, como he dicho, ha sido fuertemente  criticada  por su carácter negativo: nos dice lo que no  es el laico,  pero  no dice  lo que es. Esta crítica se comprende desde el poso histórico -indudablemente, clerical y reduccionista- de que se ha  revestido  con  los siglos y desde la parcialidad de su enfoque [17]. Pero, si hacemos de ella una consideración sistemático-teológica, es decir, si se contempla el sí mismo de las cosas en perspectiva formalmente eclesiológica, la calificación negativa no es del todo procedente. Pues el fondo real de esa noción es la condición fundante del christifidelis: no se limita  a decir que el laico es el no clérigo, sino el cristiano no-clérigo. Con lo cual asigna al laico la condición cristiana en toda su  simplicidad  y en toda su grandeza: es nada más y nada menos que la nueva criatura en Cristo [18]. El clérigo sería el que, además, ha  recibido  por  el  Orden otras determinadas funciones en la Iglesia. Sólo es, pues, negativa en apariencia la «definición canónica» de laico; por lo demás su utilidad técnica en el derecho sacramental y en la regulación canónica de la potestad eclesiástica no ha sido discutida: de ahí su recepción en el reciente Código.

Lo que en realidad ocurre es que esta noción es insuficiente en eclesiología. Esa insuficiencia se hace evidente al considerar que, en el sentido del can. 207, son igualmente «laicos» una monja clarisa, un hermano marista, una madre de familia cristiana o un cristiano ingeniero de la Volkswagen. Es decir, en este sentido,  hay  «laicos»  que son a la vez «religiosos».  Lo que significa  que la  «noción canónica» de laico no puede dar razón del proprium de los laicos en cuanto distintos no sólo de los ministros sagrados, sino de los religiosos; del proprium, quiero decir, de los religiosos y de los clérigos.

Ese proprium de los laicos en la Iglesia ha sido establecido con suficiente fuerza por la Const. Lumen Gentium en su ya célebre n. 31, que expresa la que ha sido llamada «descripción tipológica»  de  la figura del cristiano laico, pero que contiene en realidad todos los elementos que integran su identidad teológica.  Después  de  afirmar  que los laicos son todos los fieles cristianos, excluidos los ordenados in sacris y los religiosos, y que participan por su condición cristiana del triple munus de Jesucristo, el Concilio agrega:

«El carácter secular es propio y peculiar de los laicos (...) A los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino  de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales. Viven en el siglo, es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, con su fe, esperanza y caridad. A ellos, muy en especial, corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera que se realicen continuamente según Cristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y Redentor».

Este texto, que tiene una interesante historia redaccional en el Concilio -y al  que  volveremos después más a fondo-, recoge lo más logrado de la experiencia espiritual y teológica  de la Iglesia sobre el tema y afirma con toda claridad  que la relación cristiana  al mundo, en los términos que allí se establecen, constituye la nota teológica del laicado. Pero esto, afirmado aquí tipológicamente, debe ser teológicamente elaborado, si se quiere lograr una verdadera noción eclesiológica del laico. Lo cual implica que nuestra reflexión debe dar nuevos pasos, volviendo a considerar el ser mismo de la Iglesia tal como se refleja en su estructura fundamental. Pero quede  ya anotado que uno de los más serios obstáculos para una correcta teología del laicado ha sido de hecho la terminología misma, tanto por razones semánticas y etimológicas -que apuntamos al principio- como por la ambivalencia, por no decir equivocidad, que el término tiene en el uso eclesiástico, como acabamos de ver.

5.       Los carismas del Espíritu y la estructura de la Iglesia

El ser de la Iglesia, tanto in vía como in Patria, tiene origen trinitario: surge del Padre a través de la doble misión del Hijo y del Espíritu. La caracterización cristológica y pneumatológica de la Iglesia y, por tanto, de su estructura,  es  la  consecuencia  inmediata.  Cristo, de una vez por todas, ha dado a su Iglesia una determinada estructura; pero que efectivamente la tenga es obra del Espíritu. Y a  su  vez, es obra del Espíritu el que la Iglesia adquiera progresivamente conciencia de esa su estructura fundamental.

En efecto, como hemos indicado más arriba, la Iglesia nace y se mantiene, como unidad estructurada, por la «unción  del Espíritu», con la que el Padre y el Hijo «cristifican»  a  la  Iglesia  de manera  análoga a como el Padre hizo, de su Hijo hecho hombre,  el  «Cristo».  Esta acción trinitaria acontece en los sacramentos consecratorios, cauce instituido por Cristo para hacer que  la  fuerza  del Espíritu  haga  surgir ese doble elemento de la estructura de la Iglesia, que hemos llamado christifideles y ministri sacri y que son ambos esencialmente sacerdotales. Es ésta la primera y más radical acción «estructurante» del Espíritu en la Iglesia. Las posiciones estructurales que de ahí surgen, corresponden, por razón de su origen, a lo que podíamos llamar dimensión «sacramental» de la estructura de la Iglesia.

Pero no acaba aquí la donación del Espíritu ni la acción «estructurante» del mismo. Cristo, Cabeza de la Iglesia, rige, enseña y santi­ fica a  su  Pueblo  -desde  el  origen  mismo  de  la Iglesia- mediante un nuevo modo de donación del Espíritu que la Escritura llama «carismas». Junto al elemento «fieles» y  al elemento «ministros»,  pertenece, en efecto, a la estructura originaria  de  la  Iglesia  la presencia  eh ella de los carismas del Espíritu. Las posiciones estructurales que surgen de aquí podrían ser consideradas en consecuencia como la dimensión «carismática» de la estructura de la Iglesia. Es por este camino por el que aparecerá la posición propia de los laicos en la Iglesia y por el que, en consecuencia, podremos descubrir su identidad teológica.

La teología de los carismas, como es sabido, es uno de los aspectos de la eclesiología más necesitados de una correcta elaboración [19]. El Concilio Vaticano II -ya antes estaba el tema en la encíclica Mystici Corporis- hizo una recepción formal de esta doctrina en la  Const. Lumen Gentium, 12, dentro del capítulo 11, de tan decisiva  importancia para nuestra investigación. El tema se repite, en términos muy semejantes, precisamente al describir la misión de los laicos en el Decreto Apostolicam Actuositatem, 3. Ambos pasajes recogen de ma­ nera compendiosa los principales elementos de la  doctrina  paulina sobre los carismas, que da la base a toda la reflexión teológica en nuestro asunto.

Sin embargo, en los textos conciliares citados la significación  de  los carismas para la comprensión de la estructura de la  Iglesia  aparece todavía en estado embrionario. Entre otras razones  porque  el  tema, en su consideración propiamente eclesiológica, estaba casi sin abordar en la teología precedente al Concilio.

La teología posconciliar, en cambio, ha empezado a captar la importancia  estructurante  del  carisma [20]. Faltan, no  obstante,  estudios de amplio horizonte que, a partir de una buena exégesis paulina, profundicen en la teología de Lumen Gentium y se adentren en una consideración de la relación entre carisma y estructura en perspectiva sistemático-teológica [21]. Esto explica que la terminología «carisma» esté ausente por completo del Código de Derecho Canónico de 1983 y, por supuesto, falte toda utilización estructural del concepto.

La consideración de los carismas se sitúa de manera  inmediata  en el nivel propio de las realidades vitales y existenciales de la Iglesia: determinan, en efecto, la vida y la existencia  cristiana de los fieles y de la entera comunidad, y bajo esta perspectiva los contemplan los textos conciliares antes aludidos. Tan evidente es lo que decimos que algunos autores, como el P. Yves Congar en los años 50 [22], han estimado que a la «estructura» de la Iglesia sólo correspondía el elemento sacramental y jerárquico, reservando  el  estudio  de los  carismas  para la «vida» de la  Iglesia  en cuanto distinta  de su estructura. Pensamos, no obstante, que el carisma es una magnitud que afecta a la estructura originaria de la Iglesia. Una reflexión temáticamente estructural sobre los mismos es una tarea incipiente,  laboriosa  -como he dicho-, pero no por ello menos necesaria. Esa tarea obliga a proceder  con  tiento, para no confundir los planos ni invadir el sentido y la función de los demás elementos de la estructura de la Iglesia [23].

Si tomamos el término carisma en sentido amplio -es decir, no técnico  en  el  nivel  de  reflexión  estructural-,  la  entera  estructura de la Iglesia es efectivamente carismática, en cuanto que se suscita y se mantiene por la donación del Espíritu que le hace su Señor y Cabeza, Jesucristo. De la «unción del Espíritu»  -que  opera  la  caracterización de «fieles» y «ministros» a través de los sacramentos consecratorios- puede decirse con todo rigor que es el más radical de los carismas: en ella se da la abundancia del Espíritu. Es el caso de los ministros que han recibido  el sacramento  del Orden.  La declaración  de su naturaleza carismática es explícita en las epístolas pastorales:

«No trates con negligencia el carisma que hay en ti, que te fue otorgado por la palabra profética unida a la imposición de las manos por parte del presbiterio» (1Tm 4, 14). En este sentido, si hay un carisma del Espíritu para servicio de la comunidad, ése es precisamente el «ministerio sagrado».

Pero éste no es el concepto teológico-estructural de carisma. A esta noción pertenecen unas notas que distinguen al «charisma» de las respectivas nociones estructurales de conditio fidelis y  sacrum  ministerium.

1.       Sabemos que en estos dos elementos de la estructura eclesial la donación del Espíritu por parte de Cristo está vinculada, según estableció el mismo Señor, a una «colaboración» de la Iglesia misma: en concreto, a la celebración de los sacramentos consecratorios (Bautismo, Confirmación, Orden). Por el contrario, el carisma en sentido técnico, es decir, como elemento estructural diferenciado, hay que entenderlo como directa donación del Espíritu, en el sentido de no vinculada -por razón de su origen próximo- al sacramento: el Espíritu otorga los carismas a quien quiere y, sobre todo, como quiere. En este sentido, es lícito hablar -aunque la expresión puede ser malentendida- de «carismo libre» [24] en contraposición de lo que podría llamarse «carisma sacramental», y en el caso de los ordenados, «carisma ministerial».

2.       Las «posiciones» o «situaciones» originadas por los sacramentos consecratorios tienen una permanencia ontológica en los individuos (carácter) y una definitividad  estructural,  es decir,  trascienden a las personas concretas  en  el sentido  de que, para  que haya  Iglesia, es esencial que,  de  manera  permanente  (e  institucional,  por  tanto), se den las situaciones estructurales representadas por los dos elementos: sin «fieles» y sin «ministerio» no hay Iglesia. La «posición» eclesial en que la recepción del carisma sitúa al sujeto es, en cambio, teológicamente diferente. Aun en el caso de que el carisma sea una «de­ terminación mayor» de la existencia del sujeto [25] y configure de manera total y permanente su servicio en la Iglesia, su origen no está en  la ontología sacramental -aunque sí  siempre  fundamento-,  sino en lo continua donación del Espíritu, que exige la constante actitud de respuesta y compromiso personal (no se puede dejar de ser cristiano o sacerdote -por la ontología del carácter-, sí se puede  ser infiel al carisma-vocación-misión.

Desde aquí puede verse y enunciarse con propiedad  cuál  es  la razón formal bajo la cual el carisma debe ser considerado como elemento de la estructura originaria de la Iglesia. Lo que pertenece a esta estructura es que sobre los fieles  y los  ministros  el Espíritu  otorgue sus carismas: que haya carismas en la Iglesia; no, en rigor, las situaciones originadas por los dones carismáticos, que son múltiples y pueden ser cambiantes, según  los distribuye  el Señor  prout  vult. Dicho  de otra manera: lo que pertenece a la estructura  originaria  de la  Iglesia es que las «situaciones» estructurales de fieles y de ministros vengan modalizadas y desarrolladas carismáticamente; que con los carismas se configure en cada época y lugar la existencia cristiana y la vida de la comunidad; y que deban ser discernidos y respetados, para no apagar el Espíritu. Al resultado de esta acción carismática del Espíritu en la estructura originaria de la Iglesia en cada momento  histórico podría llamarse «estructura histórica» de la Iglesia.

Por aquí puede deducirse que los carismas, en su concreta facticidad y multiplicidad, apuntan a las personas (fieles y ministros), no confieren la estructura originaria de la Iglesia, aunque  pueden  dar lugar a las diferentes formas de su estructura histórica. Podemos decir que la estructura originaria de la Iglesia está integrada por los tres elementos (conditio fidelis, ministerio y carisma) a través de los cuales la gobierna el Espíritu de Cristo. O si se prefiere, que la estructura originaria de la Iglesia tiene una doble dimensión: la dimensión sacramental, de la cual surgen las condiciones estructurales que originan el binomio fieles-ministros sagrados; y la dimensión carismática que, modalizando aquellas situaciones estructurales, contribuye a configurar la estructura histórica de la Iglesia.

5.       Las grandes direcciones carismáticas y su reflejo  en la estructura de la Iglesia

Es lógico, por otra parte, que, al no ser la libertad del Espíritu arbitrariedad voluntarista, sino Amor que se entrega -«hablar de Cristo» (Jn 16, 14)-, la Iglesia discierna los modos ordinarios de manifestarse el Espíritu y pueda, por ejemplo, tener la audacia de llamar al «ministerio» -así para los  presbíteros en la Iglesia latina- sólo a aquellos fieles en los que discierne el carisma del celibato apostólico. Esto nada resta, ciertamente, a la tesis teológica que hemos mantenido acerca de la naturaleza estructural del carisma, pero nos abre a una nueva consideración de la máxima importancia en nuestra búsqueda de la identidad teológica del laicado.

En efecto, la teología posconciliar de los carismas se ha detenido casi exclusivamente en lo que podríamos llamar el «actualismo» de los carismas, en la dimensión «imprevisible» de la acción del Espíritu Santo, que sopla donde quiere; y no ha prestado la necesaria atención al aspecto permanente y configurador que tienen las grandes direcciones carismáticas del Espíritu. Cuando se procede así, el recurso al carisma, o queda al margen de toda reflexión estructural sobre la Iglesia, o significa en realidad disolver la estructura permanente de la Iglesia: habría Espíritu, pero no, en rigor, estructura, porque el Espíritu es Dios, no Iglesia. En esta perspectiva, el elemento «ministerio sagrado» -al que antes hemos aludido- se difumina con excesiva frecuencia, pero, sobre todo -que es lo que ahora nos interesa-, la identidad propia del laicado y, por contra-golpe, la del estado religioso, desaparecen en la práctica: se es y  se actúa según  lo que el Espíritu proponga en cada momento. Decir «laico» o decir «religioso» -a  veces  incluso  decir  «ministro  sagrado»- en  realidad no es decir nada.

Como sucede con  tanta  frecuencia,  esta  visión  de  las  cosas  no es falsa por lo que afirma, sino por lo que niega o ignora. Este planteamiento de los carismas procede en el fondo de  una  lectura  selectiva y polarizada de los textos paulinos, que pone su atención casi exclusivamente en 1Co 14, con su descripción de la acción carismática en las asambleas litúrgicas. Pero, para San Pablo, los carismas no señalan sólo la actividad «puntual» de los cristianos, ni sólo su acción en las reuniones de oración y culto. Los carismas configuran también situaciones permanentes del «christifidelis» en el  modo  de vivir la totalidad de su vocación cristiana bautismal. En este sentido, el cap. 7 de la 1Co es decisivo para comprender la dimensión carismática de la estructura de la Iglesia. San Pablo está hablando concretamente del matrimonio y del celibato como determinaciones de la existencia cristiana. El pasaje es de sobra conocido. A Pablo le gustaría que todos fueran célibes, como él. Pero no se trata de opciones humanas: «Cada uno (ékastos) -dice el Apóstol-  ha  recibido  de Dios su propio carisma, quién de una manera, quién de otra» (1Co 7, 7). Es difícil exagerar la importancia de esta declaración del Apóstol en lo que a nuestro tema se refiere.

Ante todo, aparece claro que aquí el carisma no es una mera «función» externa, sino que afecta al núcleo de la existencia cristiana. Por ello mismo, San Pablo entiende que hay carismas que no son impulsos «ocasionales», «actualísticos», «transeúntes» del Espíritu, sino que envuelven de manera «habitual», incluso definitiva al sujeto, al ékastos cristiano. En el caso que San Pablo contempla, aparece incluso como carisma -don del Espíritu- algo que, en su contenido material, pertenece al orden de la Creación: el matrimonio, que es una realidad del mundo en cuanto mundo.

Pero lo que sobre todo me interesa subrayar a los efectos de nuestra investigación, es que San Pablo -que sabe muy bien que el Espíritu tiene consecuencias imprevisibles- discierne, sin embargo, en la acción del Espíritu unas «constantes», unas determinaciones carismáticas permanentes en la dinámica de la Iglesia y de la existencia cristiana. Pero permanentes en el doble sentido de que comprometen al sujeto de manera total y abarcante y de que son, a la vez, maneras recurrentes de prodigarse el Espíritu, determinaciones «constantes» -dije hace un  momento-  de la  manera  de ser  y vivir  el cristiano  en el misterio de Cristo y de la Iglesia.

Este principio de discernimiento paulino es el que subyace al discernimiento histórico que la Iglesia ha hecho de la dimensión carismática de su propia estructura. La Iglesia ha comprendido que el binomio de origen sacramental «fieles-ministros sagrados», sobre el que recae la múltiple variedad de los carismas, se ha expresado y prolongado, en la realidad histórica de la existencia cristiana, fundamentalmente en dos nuevas «situaciones estructurales» que responden a dos grandes y permanentes direcciones carismáticas del Espíritu. Son el laicado y el estado religioso. En ellas  la  autoconciencia  de la  Iglesia ha visto dos elementos permanentes de su estructura fundamental. Establecer la identidad teológica del laicado en su concreta realidad eclesiológica se reconduce, en consecuencia, a la identificación de su carisma propio; carisma que no sólo abarca la entera existencia de quien lo recibe -esto se da también  en  carismas  no  estructurales en sentido propio: por ejemplo, el celibato-, sino que determina en la Iglesia una posición estructural -la de los laicos- irreductible  a otra; carisma, por tanto, que configura la manera de expresar el ser y la misión de la Iglesia en el mundo que es propia de los fieles laicos.

Pedro  Rodríguez, en dadun.unav.edu/

Notas:

1. SÍNODO DE LOS OBISPOS, Vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en ti mundo veinte años después del Concilio Vaticano II. Lineamenta, p. 13

2. Un ejemplo entre  muchos:  «La  continuita  col  Vaticano  II  implica  necessariamente in ecclesiologia il superamento  di  esso»  (B.  PORTE,  Laicato  e  laicita,  Genova  21986,  p.  44).  Para  el  reciente  debate  sobre  el  tema  en  Italia,  cuya  teología   ha sido   especialmente    sensible   en   los   años   recientes   a   la   cuestión   del   laicado,  vid. G. CANOBBIO, Si puo ancora parlare di laici e di laicato?, en «La Rivista del Clero italiano»   67   (1986)    215-224.   Desde   una    perspectiva   canónica    plantea   también la «superación»  del  Concilio  J.  A.  KONOCHAK,  Clergy,  Laity  and  the  Church's Mission in the World, en «The Jurist» 42 (1981) 422-447.

3. Ya lo apuntaba Y. CONGAR, en ]alons pur une théologie du la'icat, París 21954, p 13.

4.  Vid. sobre el tema P.  RODRÍGUEZ, El concepto de estructura  fundamental  de la Iglesia, en Veritati Catholicae. Festschrift für Leo Scheffczyk zum 65. Geburtstag, herausgegeben von Anton ZIEGENAUS, Franz COURT H, Philipp Se H AEFER, Aschaffenburg 1985, pp. 237-246. Sobre el concepto de estructura  de  la  Iglesia  se  había expresado antes, con enfoque distinto, Y. CONGAR en Ministerios y comunión  eclesial, Madrid 1973, pp. 48-50 (ed. francesa 1971). H. KÜNG,  Strukturen  der  Kirche,  Freiburg 1962,  a  pesar  del  título,  no  ofrece  en  realidad  un  concepto  de  estructura  fundamental: el plural es significativo.

5.  La  eclesiología  del  concepto  de  «christifidelis»,  con  su  aplicación   sistemática en el ámbito del Derecho canónico,  tiene  un  texto  ya  clásico:  A.  DEL  PORTILLO,  Fieles  y  laicos  en  la  Iglesia.  Bases  de  sus   respectivos   estatutos   jurídicos,  Pamplona. 1969, 21981. Hay traducciones en diversos idiomas.

6.  A. DEL PORTILLO, ibídem, p. 26. Vid. infra  nota  15.  La  propuesta  de  la  Conferencia episcopal alemana, en su documento El  laico, en la Iglesia y en el mundo (vid. «Ecclesia»,  3-1-1987,  p.  40),  de  «atribuir  el  nombre honorífico de laico también a todo miembro de la Jerarquía y  del  orden  religioso» me parece  reincidir  en  la confusión, dentro de  un  vocabulario  ya  en  sí  sumamente  ambiguo.  No  obstante,  hay que reconocer que la cuestión terminológica debería ser seriamente abordada.

7.  S. AGUSTÍN, Sermo 340, 1; PL 38, 1483. Citado en LG, 32.

8.  A. DEL PORTILLO, o.e. en nota 5, p. 38 nota 36.

9.  Vid. E. CORECCO, Il laici ne! nuovo Codice di Diritto Canonico, en «La Scuola Cattolica» 112 (1984) 200.

10.   Vid. CONC. TRm, sess. 23, decr. De sacram.  Ordinis,  DS  1763-1778;  todo el cap. 111 de la Const. Lumen Gentium y el documento El sacerdocio ministerial, del Sínodo de los Obispos de 1971, I, 4 (Salamanca 1972, pp. 23-25).

11.   Vid. el documento de la Conferencia Episcopal alemana Schreiben der  Bischof e des  deustchsprachigen  Raumes  uber  das  priesterliche   Amts,  ll-Xl-1969,   Trier  1970. Me  he expresado  sobre  el  tema  en  mi obra  Iglesia  y  ecumenismo, Madrid 1971, cap. IV: «El  ministerio  eclesiástico  en  el  seno  de la  Iglesia,  Pueblo de  Dios»,  pp.  173-220.

12.   Vid. A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1970, pp. 106-111, donde se comenta  la  expresión  de  PO,  2,  «in  persona  Christi  Capitis  agere».  Juan Pablo II se ha ocupado abundantemente del tema en sus cartas del Jueves Santo a los sacerdotes. Vid. especialmente el n. 4, titulado  «El  Sacerdote,  don  de Cristo para la comunidad», de su primera carta, Jueves Santo de 1979.

13.   Este punto lo ha visto bien B. FORTE, Laicato e laicita, o.e. en nota 2, p. 42.

14.   S. CLEMENTE ROMANO, Carta a los Corintios, 40,5; PG 1, 290.

15.   Ha marcado una época en la cuestión del origen  del  sustantivo laico  el estudio de I. DE LA POTTERIE, L'origine et le  sens  primitif  du  mol  «la"ic»,  en  «Nouvelle Revue Théologique» 80 (1958) 840-852. Ver también  J.  B.  BAUER,  Die Vorgeschichte van «Laicus», en «Zeitschrift für katholische Theologie» 81  (1959)  224-228;  M. JouR­ JON, Les premiers emplois  du  mot  «la"ic»  dans  la  littérature  patristique,  en  «Lumiere et Vie» 65 (nov. 1963) 37-42 y J. HERVADA, Tres estudios sobre el uso del término «laico», Pamplona 1973. El tema ha sido objeto recientemente de una relectura filológico-teológica por B. G H ERARDINI, Il laico. Per una definizione dell'identita laica/e, Genova 1984, pp. 1-20, subrayando el sentido cristiano del término. He aquí  su  conclusión: las fuentes paleocristianas demuestran «che  il  suo  senso  speciale  rifletta,  si, quello di laos, ma nel suo duplice contenuto concettuale di popolo eletto e di classi sottoposte» (p. 18).

16.   Vid. Y. CONGAR, ]alons ... , p.  35. El moderno  Derecho  canónico,  sobre  todo el que ha captado que la lex canonica debe reflejar una eclesiología profundizada y  ahora en concreto la eclesiología del Concilio Vaticano 11, sin abandonar esta «noción canónica» -por los evidentes servicios que presta en la legislación eclesiástica- e  ha  abierto  a  la  «noción  teológica»   de  laico,   que   trataremos   de  exponer   y   que ha sido recibida en el Código de 1983, en su  canon  225. Vid. sobre  el  tema  J. HERRANZ, Le statut juridique des lates: l'apport des documents conciliaires et du Code' de droit canonique, en «Studia Canonica» 19 (1985) 229-257.

17.   Soy muy consciente, mientras expongo estos análisis, de  la  compleja  problemática histórica -teológica, pastoral, canónica, ascética  y  debería  agregar,  social  y política- en la que ha surgido  y  se  ha  desarrollado  la  definición  compendiada  en  el canon que comento. Pero me he propuesto en esta ponencia hacer abstracción de esas complejidades,  cuya  descripción  aporta   sin  duda  gran   riqueza   de  matices,  pero  que, a la vez,  aboca  en  discusiones  sin  fin.  Por  lo  demás,  el  tema,  bajo  esta  perspectiva, ya ha sido objeto de investigaciones solventes. Mi  análisis  presupone  todo  ese  patrimonio histórico.

18.   Desde el punto de vista del origen del  término,  este  sentido  positivo  ha  sido subrayado por B. GHERARDINI, o.e. en nota 15, pp. 1-20.

19.   Una contribución sencilla  y  útil  es  la  de  D.  GRASSO, Los carismas en  la Iglesia, Madrid 1984.

20.   Ver, por ejemplo, G. HASSENHUTZ, Carisma. Principio fondamentale per l'or­ dinamento della Chiesa, Bologna 1973, con planteamientos sumamente discutibles.

21.   Esta escasez de estudios válidos sobre carisma y estructura es, en parte, consecuencia del planteamiento de Rudolph Sohm (1841-1917), que captó la importancia estructurante del carisma en la  Iglesia,  pero  poniéndolo  en  formal  oposición con su constitución jerárquica y con la existencia de Derecho en la Iglesia: «La esencia  del  Derecho  Canónico  está  en  contradicción   con   la  esencia   de  la   Iglesia» (R. SOHM, Kirchenrecht I: Die geschichtlichen Grundlagen, Berlín 19232, p. 700). La primera reacción católica excluyó sin más matices la posición  de  Sohm.  Está  representada por K. Mi:irsdorf, que  afirma  tajantemente:  «la  estructura  jerárquica  de  la Iglesia no  hace  posible  la  recepción  de  una  estructura  carismática;  estructura  jerárquica   y  carismática  son  conceptos  que  se  excluyen  recíprocamente»  (K. M6RSDORF, Das  eine  Volkgottes   und   die  Teilhabe   der   Laien  an  der  Kirche,  en  Ecclesia   et Ius (Festgabe Schenermann), München  1968,  p.  101).  Esta  posición  ha  sido  la  dominante en la escuela de Misirsdorf  hasta  nuestros  días.  En  la  teología  católica, Y. Congar, en las obras citadas, y sobre todo, K. RAHNER, Das Dynamische in der Kirche,  Freiburg 1964 contienen planteamientos interesantes, pero insuficientes. Por  desgracia,  la  uti­ lización estructural del carisma ha comenzado propiamente con las obras de H. KüNG, Strukturen der Kirche, citada  y  Die  Kirche,  Freiburg  1967,  con  unos  planteamientos  que han llevado a  los  resultados  conocidos  de  enfrentamiento  a  la  tradición  católica (vid. en AAS 72 (1980) 939-943, la Declaratio de quibusdam capitibus doctrinae theo­ logicae Professoris Johannes  Küng,  de  la  Congr.  para  la  Doctrina  de  la  Fe).  En  la llnea  de  H.  Küng  se  encuentra   L.  BoFF,   Igreia,  carisma   e   poder,  Petropolis 19812 , (vid.  de  la  misma  Congregación   en  AAS  77  (1985)  756-762  la  Noti/icatio  de scripto P. Leonardi Boff OFM, «Chiesa: carisma e potere»). Hace falta una eclesiología que reflexione  estructuralmente  sobre  los   carismas,   sin   dejarse   condicionar   por   Sohm, ni en el sentido  negativo  de  Misirsdorf,  ni  en  la  acrítica  recepción  de Küng.  Vid. Sobre el tema  P.  KRAEMER  - J. MOHR,  Charismatische  Erneurung  der  Kirche,  Trier 1980, pp. 85-90.

22.   En Vrai et fausse réforme dans l'Eglise, París 1950. Cfr. Y. CONGAR, Ministerios y comunión eclesial, Madrid 1973, pp. 48-49., 1

23. Es lo que no ha hecho H. KÜNG, La Iglesia, Barcelona 1967, pp. 216-2.30, que viene a identificar la estructura de la Iglesia con su dimensión carismática.

24.   Vid. K. RAHNER en Handbuch der Pastoraltheologie, I (Freiburg 1964) 149 SS.

25.   Vid. sobre este punto P. RODRÍGUEZ, Vocación, trabajo, contemplación, Pamplona 1986, pp. 25-35.

Juan Fornés

Las prelaturas personales, como indica su mismo nombre, son un tipo de división eclesiástica presidida por un Prelado, delimitada no por un territorio (como ocurre con la mayoría de las circunscripciones eclesiásticas), sino por un criterio personal (a través de la determinación de las personas que forman parte de esa circunscripción). La razón de ser de las prelaturas personales es proporcionar una atención pastoral peculiar a fieles que pertenecen ya a sus respectivas Iglesias particulares,  y que por sus circunstancias personales necesitan de ese especial cuidado; de esta manera, al mismo tiempo, se provee a una distribución del clero más adecuada a las necesidades pastorales concretas.

Las prelaturas personales están reguladas actualmente por el Código de Derecho Canónico, en los  cánones  294-297. El Código de los Cánones de las Iglesias orientales no contempla expresamente esta figura, pero algunos exarcados personales podrían responder a las características de este tipo de circunscripción.

Fueron creadas a raíz del Concilio Vaticano II. La Prelatura del Opus Dei es la primera prelatura personal erigida por la Santa Sede.

1.           Origen de la figura canónica

Antes del Concilio Vaticano II ha habido algunos precedentes de prelados con jurisdicción personal, entre los que destacan los vicarios militares, que gozaban de una potestad vicaria del Papa. Asimismo, el ordenamiento canónico conocía la figura de las prelaturas, pero eran concebidas,  al igual que las demás circunscripciones eclesiásticas, como divisiones territoriales. En efecto, el Código de Derecho Canónico promulgado en 1917 trataba de las prelaturas nullius dioecesis, es decir, territorios que no formaban parte de una diócesis y que estaban gobernados por un Prelado, que podía no ser obispo, al que se le reconocía una potestad participada por derecho eclesiástico de la suprema potestad.

El Concilio Vaticano II, con la intención de reformar la organización del ordo clericorum en función de las concretas necesidades pastorales, dispuso que, donde lo exigiese el apostolado, se hicieran “más factibles, no sólo la conveniente distribución de los presbíteros, sino también las obras pastorales peculiares para los diversos grupos sociales que hay que llevar a cabo en alguna región o nación, o en cualquier parte de la tierra. Para ello, pueden establecerse algunos seminarios internacionales, diócesis peculiares o prelaturas personales y otras instituciones por el estilo, a las que puedan agregarse o incardinarse los presbíteros para el bien común de toda la Iglesia, según módulos que hay que determinar para cada caso, quedando siempre a salvo los derechos de los ordinarios del lugar” (PO, 10).

Como hasta entonces las prelaturas que se conocían eran territoriales, resultaba necesaria una aclaración de la naturaleza de esta nueva figura de la organización eclesiástica. Pablo VI, pocos meses después del citado decreto conciliar, en el Motu Pr. Ecclesiae Sanctae, de 6 de agosto de 1966, que desarrollaba algunas previsiones del Concilio, ofrecía unas normas de aplicación de las prelaturas personales.

Durante la elaboración del Código de Derecho Canónico de 1983 se planteó la cuestión de cómo y en qué lugar ocuparse de estas prelaturas. En un primer momento se pensó incluirlas en la parte dedicada a la Iglesia particular. Como hubo quien planteó alguna duda acerca de la naturaleza de esta nueva figura, el legislador evitó calificaciones legales, colocando los cánones que de ella trataban en la parte dedicada a los fieles cristianos, inmediatamente después de aquéllos relativos a los clérigos, en lugar de situarlos en la parte dedicada a las Iglesias particulares como estaba inicialmente previsto. Con esto se marcó la diferencia de las prelaturas personales con las territoriales, ya que estas últimas quedaban entre los tipos de circunscripción que se crean en el primer desarrollo organizativo de la presencia de la Iglesia en un grupo humano. Ciertamente la posición de los cánones no cambia la naturaleza de la nueva figura, que sigue siendo la de una “prelatura” delimitada por un criterio “personal”, y como tal es análoga a la prelatura territorial y, por tanto, a la diócesis, ya que posee elementos comunes con ellas (sobre todo, el ser una circunscripción eclesiástica gobernada por un Ordinario propio), bien entendido que se trata sólo de analogía, no de identidad, pues hay diferencias entre las prelaturas personales y las territoriales y las diócesis, que los estatutos de las prelaturas personales pueden acentuar más o menos, y que, desde el punto de vista sustancial, estriban principalmente en el hecho de que las prelaturas personales no sustituyen a las circunscripciones territoriales, sino que se añaden a la organización primaria de la Iglesia por razones pastorales especiales que afectan a las Iglesias locales, de manera que los fieles de las prelaturas personales son con anterioridad y contemporáneamente fieles de las respectivas circunscripciones territoriales.

La novedad de la figura jurídica y los cambios introducidos durante la elaboración del Código han llevado a que teólogos y canonistas se hayan ocupado de ella sólo algunos títulos especialmente significativos, sobre todo en lengua castellana, que contienen a su vez abundantes referencias bibliográficas). La profundización teológica y canónica y la inserción de la primera prelatura personal (la del Opus Dei) en la vida de la Iglesia han ayudado a aclarar algunos puntos y a disipar algunas dudas iniciales.

En todo caso, para comprender el sentido de las prelaturas personales es necesario partir de los presupuestos eclesiológicos contenidos en la doctrina del último Concilio ecuménico, como son: la dimensión universal del sacerdocio y, concretamente, del episcopado, que conduce al principio de colaboración entre los Pastores; la necesidad de ofrecer a los fieles todos los medios necesarios para que puedan seguir con plenitud su llamada a la santidad, sin contentarse con una pastoral minimalista; el papel activo de los laicos en la edificación de la Iglesia, y otros que están en este orden de ideas.

2.           Rasgos fundamentales de las prelaturas personales

La regulación positiva vigente de las prelaturas personales responde sustancialmente a la descripción contenida en Ecclesiae Sanctae. Se trata, en resumen, de prelaturas erigidas por la Santa Sede, después de haber oído a las Conferencias Episcopales interesadas, para una apta distribución del clero o para realizar peculiares obras pastorales o misionales (cfr. c. 294). Corresponde, en efecto, a la Santa Sede, garante de la communio ecclesiarum, la coordinación de las actividades pastorales dirigidas a la satisfacción  de las necesidades sentidas en más de una diócesis, pero al mismo tiempo resulta congruente con los principios de colegialidad y de buen gobierno la consulta a los obispos interesados. En la práctica puede suceder que sea la misma Conferencia Episcopal la que pida a la Santa Sede la erección de una prelatura para hacer frente con mayor eficacia a una necesidad pastoral peculiar presente en las diócesis de su territorio, como sería el caso de la pastoral con emigrantes o con nómadas. En todo caso, es necesario el consentimiento del obispo diocesano antes de que una prelatura personal ejerza su misión en una diócesis (cfr. c. 297).

En el acto de erección, la Santa Sede otorga unos estatutos que precisan la constitución y el modo de actuar de la prelatura: su ámbito, su misión específica, sus órganos de gobierno, sus relaciones con los Ordinarios locales y otros posibles puntos. En aquello que no esté establecido por los estatutos habría que acudir por analogía (cfr. c. 19) a la disciplina prevista para las diócesis.

Desde el punto de vista de la composición personal, las prelaturas personales constan de un Prelado, ayudado por su presbiterio, y de los fieles para los que se ha erigido la prelatura. El Prelado, aunque puede no ser obispo, gobierna la prelatura como Ordinario propio (cfr. c. 295 § 1), por lo que su oficio es análogo al de un obispo diocesano. Su potestad está limitada por  el ámbito y por la misión de la prelatura, determinados en los estatutos (por ejemplo, es posible que éstos prevean que no tenga jurisdicción en algún ámbito, como podría ser el matrimonial).

Para poder cumplir la misión pastoral que la Iglesia le confía, el Prelado necesita de la ayuda de sacerdotes que forman su presbiterio. El Prelado puede erigir un seminario para incardinar en la prelatura a los clérigos formados en él, que se ordenan a título de servicio a la prelatura (cfr. c. 295). Además de otros clérigos seculares que puedan incardinarse sucesivamente, nada impide que haya sacerdotes incardinados en otros entes (también religiosos) que, mediante los acuerdos típicos que se realizan en casos de este estilo, ejerzan su ministerio en servicio de la prelatura.

Se crea una prelatura para atender pastoralmente a un grupo de fieles  que por especiales circunstancias necesitan  un cuidado pastoral peculiar (por ejemplo, emigrantes o refugiados, marineros, etc.). De esta manera se distribuye mejor el clero, dedicándolo a las concretas necesidades espirituales de los fieles. En realidad, la distribución del clero y la ejecución de peculiares obras pastorales no son dos finalidades alternativas, sino que están intrínsecamente relacionadas. En todo caso, el hecho de que el canon 294 afirme literalmente que constan de presbíteros y diáconos del clero secular no avala una concepción de las prelaturas personales como entidades clericales, compuestas sólo por clérigos. Leyendo este canon a la luz de la tradición canónica (cfr. c. 6 § 2), concretamente de la regulación de las prelaturas nullius del anterior Código, resulta evidente que lo que quiere subrayar es que el clero de una prelatura personal es de suyo secular, pero dando por supuesto que hay también pueblo; de lo contrario, no tendría sentido el adjetivo “personal”, además de lo problemática que resultaría –desde el punto de vista eclesiológico y jurídico– la presencia de un ente en el que se pudiesen incardinar clérigos seculares sin una misión ministerial determinada.

El acto de erección ha de determinar quiénes son los fieles a los que se dirige la actividad de una prelatura personal. A estos fieles, que no dejan de pertenecer a las respectivas diócesis, se les ofrece la posibilidad de acudir también al servicio de  la prelatura. La nueva relación que les une a la prelatura está constituida por los normales vínculos de comunión que se dan en la Iglesia: jerárquica con el Prelado y su presbiterio, y de comunión fraterna con todos los fieles de la prelatura. El hecho de que sean beneficiarios de la actividad de la prelatura no significa que sean meros sujetos pasivos: los fieles mantienen en una prelatura personal su función activa en el Pueblo de Dios.

Además de la presencia de los fieles para los que se erige una prelatura personal, está prevista la posibilidad (no necesaria ni esencial) de que fieles laicos realicen convenciones con la prelatura para cooperar orgánicamente en ella (cfr. c. 296). La expresión “cooperación orgánica”  inspira la idea de una “co-operación” (“co-actividad”) de los laicos con los ministros sagrados en el cuerpo eclesial, cada uno según su función, o sea, la cooperación que se da en la Iglesia entre el sacerdocio común y el sacerdocio  ministerial.  El  contenido concreto y las consecuencias de esta cooperación dependerán de la convención que, según los estatutos, se acuerde con la prelatura.

Los fieles que colaboren en virtud de convenciones con la  prelatura  pueden  ser fieles que pertenecían ya a la prelatura o bien otros que deciden participar de su misión. También puede ocurrir (que es precisamente lo que ha sucedido en la erección de la primera prelatura personal, la del Opus Dei) que la Santa Sede, previendo con certeza que habrá un número congruente de fieles, erija la prelatura para los católicos que quieran incorporarse voluntariamente a ella mediante convenciones con el objeto de beneficiarse de su actividad y cooperar con ella (del mismo modo previsto, por ejemplo, para la erección de ordinariatos personales para fieles provenientes del anglicanismo). Evidentemente, el hecho de que en estos casos la pertenencia a la prelatura sea voluntaria no impide que la prelatura siga siendo tal, es decir, los vínculos de comunión de los que antes se hablaba siguen siendo de la misma naturaleza, ya que el Prelado ha recibido la misión y la correspondiente potestad sagrada de la Iglesia, no de los fieles.

3.           El Opus Dei, prelatura personal

Consta que desde los primeros años de existencia del Opus Dei, san Josemaría preveía la necesidad de que la Obra estuviese gobernada por una jurisdicción personal. Pero para que la jerarquía eclesiástica considerase la necesidad pastoral que ponía de manifiesto ese fenómeno de vida cristiana y decidiese encargar a un prelado su cuidado, la realidad apostólica del Opus Dei debía crecer, y la reflexión teológica y canónica que confluyó en el Vaticano II necesitaba madurar. Durante ese desarrollo, el fenómeno nacido debía entablar las necesarias relaciones intra-eclesiales, de manera que hubo de asumir diversas formas jurídicas, aunque ninguna de ellas recogía adecuadamente su realidad apostólica y pastoral.

Independientemente de la forma institucional, la vida del Opus Dei estuvo desde sus inicios regida por san Josemaría, que, como Pastor, conducía la labor formativa  y apostólica de los fieles de la Obra, ayudado más tarde por los sacerdotes que se ordenaban para colaborar con él en esta tarea. El Opus Dei, como unidad orgánica sustentada por el ejercicio del sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, era así, de hecho, una realidad necesitada de ser regida por una autoridad eclesiástica con jurisdicción personal, sin que por eso sus fieles dejasen de pertenecer a las respectivas diócesis.

Por esta razón, el fundador del Opus Dei señaló la figura de la prelatura personal como solución al problema de la configuración jurídica eclesial para la Obra. Su cumplimiento llegó después de su muerte, cuando Juan Pablo II erigió la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, con la Const. Ap. Ut sit, de 28 de noviembre de 1982, que fue ejecutada el 19 de marzo de 1983, y nombró Prelado al primer sucesor de san Josemaría, Mons. Álvaro del Portillo. La erección de la Prelatura no es el resultado de la evolución de una de las formas institucionales que el Opus Dei hubo de asumir (lo que habría sido imposible), sino un desarrollo de la organización eclesiástica, para hacer frente al fenómeno de vida cristiana presente en la realidad del Opus Dei.

La Prelatura del Opus Dei no agota la figura de las prelaturas personales. En el futuro la Santa Sede podría erigir otras con características diversas: de ámbito sólo nacional o regional, para necesidades surgidas de circunstancias no ligadas a un fenómeno carismático, sino meramente humanas (étnicas, profesionales, nacidas de la movilidad humana, etc.), con una misión pastoral que comprenda también los servicios típicamente parroquiales, etc. En todo caso, la aplicación de la figura jurídica de las prelaturas personales al Opus Dei constituye un claro criterio interpretativo de la normativa canónica sobre este tipo de circunscripción.

Juan Fornés, en dialnet.unirioja.es/

María Victoria Cuartero Rubio

I.       Introducción

De conformidad con el art. 8 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, «Derecho al respeto a la vida privada y familiar»: «1. Toda persona tiene derecho al respeto de su vida privada y familiar, de su domicilio y de su correspondencia [1]». El título que encabeza este trabajo es inmediatamente paradójico, pues, en lo atinente a la vertiente familiar del derecho garantizado por el art. 8.1 CEDH, la doctrina constitucional no reconoce un derecho fundamental sustantivo, protegible en amparo (art. 53.2 CE), que incluya ese contenido. Esta interpretación se ha planteado respecto del art. 18.1 CE, en conexión con el mandato interpretativo del art. 10.2 CE, en cuanto es garante del derecho a la intimidad personal «y familiar». Pero este entendimiento ha sido descartado y se ha establecido que el contenido del derecho a la intimidad personal y familiar del art. 18.1 CE es más limitado que el derecho a la vida privada y familiar del art. 8.1 CEDH (Cachón Villar, 2009: 1004) [2]. El argumento esencial es el siguiente: que, por mor del CEDH, exista un derecho subjetivo al respeto a la vida privada y familiar protegible por la jurisdicción, con los contenidos definidos por el TEDH, no comporta un derecho fundamental protegible en amparo, pues el art. 10.2 CE no permite la «creación» de nuevos derechos fundamentales ni la alteración de los reconocidos «ampliando artificialmente su contenido o alcance [3]». Por tanto, esta solución implica que se niega asimismo que el dere- cho a la vida familiar sea entendido no ya como un derecho fundamental, sino como una faceta o aspecto no explicitado de un derecho fundamental en virtud de la cláusula interpretativa del art. 10.2 CE [4].

La asunción de esta interpretación por la doctrina constitucional es nítida, con diferencias solo en la intensidad del discurso. Ya políticamente más correcto: «La doctrina constitucional no ha admitido que el deslinde del ámbito material de protección del derecho constitucional a la intimidad personal y familiar reconocido en el art. 18.1 CE deba verificarse mediante la mimética recepción del contenido del derecho a la vida privada y familiar reconocido en el art. 8.1 CEDH, según lo interpreta el TEDH», para concluir que no son dos derechos co-extensos [5]; ya sin sutilezas: «El “derecho a la vida familiar” derivado de los arts. 8.1 CEDH y 7 CDFUE no es una de las dimensiones comprendidas en el derecho a la intimidad familiar ex art. 18.1 CE [6]». El Pleno del TC ha sintetizado su doctrina y reiterado el distinto alcance de los derechos ex art. 18.1 CE y art. 8.1 CEDH en su vertiente familiar con ocasión del ATC 40/2017, de 28 de febrero, FJ 3; auto que inadmite el recurso de amparo planteado por la denegación de traslado del preso recurrente a un centro penitenciario más próximo a su domicilio familiar [7]. Asumidas la idoneidad formal del caso que aborda el ATC 40/2017 y la trascendencia del tema de fondo [8], no deja de ser llamativo que esta síntesis no haya encontrado su ocasión en un recurso con un fondo de derecho de familia; ni siquiera para negar el derecho e inadmitir (el caso del ATC 40/2017).

Aceptando un derecho internacionalmente garantizado sin equivalente constitucional, lo que, aunque posible, constituye a priori una «difícil hipótesis» (Saiz Arnaiz, 2009: 196), que el art. 18.1 CE no contemple el derecho a la vida familiar ex art. 8.1 CEDH puede ser una solución impecable desde un punto de vista dogmático [9]. Pero provoca algunos resultados negativos que no pueden desconocerse. Desde la perspectiva del derecho internacional el más inmediato es la eliminación de cualquier diálogo entre el TC y el TEDH en relación con la vida familiar [10] y la consecuente imposibilidad de que el TC participe en la prevención de condenas a España por violación del derecho aunque tenga la oportunidad procesal si se interpone un recurso de amparo [11]; todo ello, en un sistema de protección que se completa con un TJUE que sí tiene un derecho a la vida privada que proteger (art. 7 CDFUE) y que entiende el alcance material de su función de garante de derechos con una significativa vis expansiva, lo que acentúa el aislacionismo del TC en la tutela multinivel del derecho [12]. Ciertamente son resultados coherentes con la inexistencia de un derecho fundamental a la vida familiar protegible en amparo. Pero no coadyuvan al cumplimiento de España de sus compromisos internacionales en la protección del derecho humano a la vida familiar y a su construcción; por efecto reflejo, tampoco a alimentar el principio de libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE) y el principio de protección de la familia (art. 39.1 CE), con los que el derecho a la vida familiar se vincula necesariamente [13].

Desde la óptica del derecho subjetivo el resultado negativo inmediato es una protección de peor calidad del derecho ex art. 8.1 CEDH, que el sistema jurídico español está obligado a garantizar de forma efectiva, pues se pierde una instancia para su defensa. Esta vertiente del problema se agrava si consideramos las dificultades que tradicionalmente ha entrañado para el ordenamiento español la ejecución de las condenas por el TEDH, con lo que comporta en términos de reparación para el particular del daño ocasionado por la violación del derecho.

El presente trabajo parte del análisis de la conocida doctrina constitucional que niega la existencia de un derecho fundamental a la vida familiar protegible en amparo para, desde una aproximación iusprivatista, proponer algunos puntos para la reflexión. El primero, la constatación de disidencias y excepciones en la doctrina. El segundo, las potencialidades de la filtración del derecho a la vida familiar en la doctrina constitucional por medio del derecho fundamental a la motivación (art. 24.1 CE), cercenadas por una infrautilización que carece de fundamento. El tercero, la posible atenuación de los efectos negativos de esta doctrina por mor de factores, a priori, inconexos. Es el caso de la objetivación del amparo introducida por la LO 6/2007, de 24 de mayo, por la que se modifica la LO 2/1979, de 3 de octubre, del TC [14], y de la reforma legislativa operada para articular la reapertura de procedimientos a resultas de las condenas del TEDH mediante la LO 7/2015, de 21 de julio, por la que se modifica la LO 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial [15].

II.      Inexistencia de un derecho fundamental a la vida familiar protegible en amparo

1.       LA DOCTRINA CONSTITUCIONAL REITERADA

La relación entre el derecho al respeto a la vida privada y familiar (art. 8.1 CEDH) y el derecho fundamental a la intimidad personal y familiar (art. 18.1 CE) ha sido definida por la doctrina constitucional: el ámbito del art. 18.1 CE no incluye un derecho a la vida familiar como el garantizado por el art. 8.1 CEDH. En este sentido es paradigmática la STC 236/2007, de 7 de noviembre: en negativo, en cuanto rechaza la co-extensión de los dos derechos [16], y en positivo, pues, con síntesis de la doctrina precedente, define los contenidos admitidos del derecho a la intimidad familiar protegido por el art. 18.1 CE, evidenciando su limitado alcance en lo atinente a la vertiente familiar [17]. Por el contrario, la doc- trina constitucional ha radicado los contenidos familiares en la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad. A título de ejemplo, recordemos la STC 60/2010, de 7 de octubre, que determina que el derecho constitucional afectado por la pena de alejamiento de la víctima y las evidentes consecuencias que provoca en las relaciones familiares es el derecho al libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE) y no el derecho a la intimidad familiar (art. 18.1 CE) [18].

Esto es ya lugar común. Lo que conviene subrayar es la vigencia y actualidad de esta doctrina. En este sentido, resulta elocuente que la doctrina se reitere tras lo ocurrido con la STC 186/2013, de 4 de noviembre [19]. Esta sentencia resuelve el recurso de amparo interpuesto con ocasión de la decisión judicial de expulsión que, sostenía la recurrente, no valoraba debidamente el arraigo familiar alegado [20]. Apelando a la doctrina constitucional, la sentencia confirma la inexistencia de una dimensión familiar como la prevista en el art. 8.1. CEDH en el derecho a la intimidad familiar del art. 18.1 CE, en consecuencia, reconduce la protección constitucional del derecho a la vida familiar a los arts. 10.1 CE (derecho al libre desarrollo de la personalidad), 39.1 CE (protección social, económica y jurídica de la familia) y 39.4 CE (protección de los niños), y excluye su protección de la vía del amparo (art. 53.3 CE); al fin, el amparo es denegado y, en concreto, en lo atinente a la denuncia de vulneración del derecho a la vida familiar residenciado por la recurrente en el art. 18.1 CE, porque dicho derecho no está protegido «por ningún precepto constitucional exigible en este cauce procesal [21]». Pues bien, el desenlace de la STC 186/2013, de 4 de noviembre, fue el siguiente: el recurrente acudió al TEDH, que decretó el archivo de la demanda por acuerdo amistoso por el que el Gobierno reconocía la violación del derecho y se comprometía a adoptar medidas individuales y generales [22]. Que con posterioridad a estos hechos, que hacen reflexionar sobre los efectos negativos de la doctrina, el ATC 40/2017, de 28 de febrero, la reitere elimina cualquier veleidad.

2.       Disidencias y excepciones

Dicho lo cual, este categórico entendimiento presenta fracturas. La más gráfica es la disidencia frontal que se manifiesta en los votos particulares. Así, el voto particular a la STC 186/2013, de 4 de noviembre, reclama al Tribunal un discurso que conecte los principios rectores contenidos en el art. 39.1, 3 y 4 con el art. 18.1 CE y permita el análisis de la vulneración de un derecho sustantivo [23]. Más incisivo, el voto particular al ATC 40/2017 reclama «reconsiderar» la doctrina porque carece de sustento argumental sólido y conduce a paradojas axiológicas sobre su contenido esencial [24].

Pero, además, hay excepciones. Porque hay sentencias que sí se refieren a un derecho a la vida familiar incluido en el art. 18.1 CE. Así, en la STC 46/2014, de 7 de abril, FJ 7, al enjuiciar la motivación de la denegación de renovación de un permiso de residencia y trabajo que no pondera las circunstancias personales y familiares, se concluye la vulneración del art. 24.1 CE por falta de motivación, particularmente apreciable, dice la sentencia, «cuando estaba en juego […] el derecho a la intimidad familiar (art. 18 CE)». Es una afirmación expresada incidentalmente, al hilo de la valoración de la motivación, pero que, de forma que no deja lugar a duda, reconoce un contenido familiar en el art. 18.1 CE. Esta excepción cobra relevancia porque se repite en otras sentencias recientes: STC 131/2016, de 18 de julio, FJ 6; STC 201/2016, de 28 de noviembre, FJ 3, y STC 29/2017, de 27 de febrero, FF. JJ. 3 y 5. Más explícita, la STC 176/2008, de 22 de diciembre, FJ 7, invoca el art. 8 CEDH, del que afirma que «reconoce el derecho al respeto de la vida privada y familiar (garantizado entre nosotros por el art. 18.1 CE)». En la misma línea, la STC 51/2011, de 14 de abril, FJ 8, se refiere al «derecho al respeto a la vida privada y familiar garantizado por el art. 8 CEDH (que se corresponde con el derecho a la intimidad personal y familiar proclamado por el art. 18.1 CE)»; y, en este caso, no de forma incidental [25].

Mención aparte merece la STC 11/2016, de 1 febrero [26]. Entre otros derechos sustantivos el recurso de amparo denunciaba la vulneración del derecho a la intimidad personal y familiar (art. 18.1 CE) y el amparo se otorga por apreciar el Tribunal esta vulneración. Lo que resulta esencial en lo que aquí interesa es que la sentencia parte de la invocación de un piélago de sentencias del TEDH dictadas en aplicación del art. 8.1 CEDH para deducir: «A la vista de la doctrina del TEDH, que es criterio de interpretación de las normas constitucionales relativas a las libertades y derechos fundamentales (art. 10.2 CE), cabe afirmar que la pretensión de la demandante que da origen a las resoluciones impugnadas se incardina en el ámbito del derecho a la intimidad personal y familiar reconocido en el art. 18.1 CE [27]». En síntesis, la sentencia opera una traslación directa del derecho al respeto a la vida privada y familiar, protegido por el art. 8.1 CEDH, al derecho a la intimidad personal y familiar, protegido por el art. 18.1 CE.

Para evaluar esta sentencia hay que tener en cuenta varios factores: se trata de una sentencia de Sala (Primera) y no de Pleno (como exigiría un cambio de doctrina), de una sala integrada por cinco magistrados (no seis), de los cuales, dos formularon voto discrepante, y uno, el ponente, formuló voto concurrente, pero los tres (de cinco), rechazaron la invocación del art. 18.1, con cita de la doctrina reiterada en cuanto a la diferente extensión del derecho ex arts. 18.1 CE y 8.1 CEDH [28]. En estas condiciones la sentencia no puede operar un cambio de doctrina, como ha dejado claro el ATC 40/2017, de 28 de febrero [29]. Por su parte, el voto particular al ATC 40/2017, FJ I.3, considera esta sentencia como manifestación de una transición, junto con otras sentencias del TC sobre contaminación acústica [30]. Puede no compartirse esta calificación «transicional [31]», pero, en todo caso, la reflexión es llamativa. En definitiva, la STC 11/2016 acaso ha de entenderse como lo que parece: una anomalía.

III.    Derecho a la vida familiar (art. 8.1 CEDH) y derecho fundamental a una resolución judicial motivada (art. 24.1 CE)

1.       El derecho a la vida familiar como parámetro de motivación

El derecho a la vida familiar ha encontrado un cauce de penetración en la doctrina constitucional a través de los derechos procesales; en particular, del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva sin indefensión (art. 24.1 CE) en la vertiente de derecho a una resolución motivada. De esta suerte, si bien se niega un derecho fundamental autónomo, sí se reconoce que las relaciones personales y familiares integran «intereses jurídicos invocables ante la jurisdicción ordinaria según su particular configuración legal», lo que permite el enjuiciamiento desde la perspectiva de la razonabilidad y de la proscripción de la arbitrariedad [32]. Esta solución se encuentra en sentencias con un fondo de derecho de extranjería y se comprende asociada con el desarrollo que el TEDH ha dado a una faceta concreta del derecho a la vida familiar: el derecho de la vida familiar de los extranjeros como límite a la expulsión [33]. Es una lógica asumida igualmente por el TJUE en interpretación de las normas de la Unión Europea en materia de asilo e inmigración [34]. Conforme a la jurisprudencia del TEDH, el derecho al respeto a la vida familiar en este contexto pasa por la proporcionalidad de la medida (López Guerra, 2017: 12); lo que constituye, en puridad, una clave interpretativa del art. 8.1 CEDH en general: la ponderación de la «necesidad» de la medida que interfiere en la vida familiar. Pues bien, conforme con esta interpretación el TC incorpora en su juicio sobre la motivación de la resolución la comprobación de la realización por el juez de la ponderación de las circunstancias familiares.

Tomemos dos SSTC en las que el Tribunal otorga el amparo por vicio de motivación, por no tener en cuenta las circunstancias familiares alegadas frente a la medida de expulsión del territorio español. Así, en el caso resuelto por la STC 140/2009, de 15 de junio, el recurrente tenía pareja en España, que disponía de un segundo permiso de residencia y con la que tenía cuatro hijos menores escolarizados. La sentencia otorga el amparo por falta de motivación y califica como arbitraria la decisión de expulsión que entendió irrelevantes las circunstancias familiares del recurrente para ponderar la medida de expulsión «máxime teniendo en cuenta que la situación personal alegada por el recurrente está en conexión con intereses de indudable relevancia constitucional, por lo que su ponderación, si así es solicitado, resulta obligada», a lo que acompaña, previa invocación del art. 10.2 CE, entre otros, cita de jurisprudencia TEDH en aplicación del art. 8.1 CEDH, así como del art. 39.1 y 4 CE [35]. En el mismo sentido se desenvuelve la STC 131/2016, de 18 de julio. En el caso, el recurrente vivía en España con su esposa y sus dos hijos escolarizados, todos con permiso de residencia. La sentencia otorga el amparo por falta de motivación al constatar que nada de lo alegado por el recurrente fue tenido en cuenta, entre otros, sus circunstancias familiares [36].

Sobre un asunto similar versa la repetida STC 186/2013, de 4 de noviembre, pero, en este caso, a diferencia de los anteriores, no se denunció vulneración del art. 24.1 CE. Precisamente por esta razón, bien que la STC recuerda la necesidad de que el juez pondere el sacrificio que conlleva para la convivencia familiar y la necesidad de la medida, deniega el amparo. De la importancia del derecho fundamental a una resolución motivada como vía de penetración del derecho a la vida familiar da cuenta el hecho de que el voto particular a la sentencia dedica buena parte de su argumentación a negar el presupuesto y establecer que la vulneración del 24.1 sí se había denunciado [37].

También en el ámbito de la extranjería, aunque con motivo de un recurso de amparo referido a la denegación de renovación de un permiso de residencia y trabajo, la STC 46/2014, de 7 de abril, otorga el amparo por vulneración del derecho a la motivación (art. 24.1 CE) ante la falta de consideración de las circunstancias personales y familiares alegadas; en el caso, la madre del recurrente tenía autorización de residencia permanente en España y el recurrente tenía dos hijos menores en España, sujetos a custodia compartida [38].

La filtración del derecho a la vida familiar vía derecho a la motivación se consolida en resoluciones recientes. Así, la STC 201/2016, de 28 de noviembre, otorga el amparo por vulneración del derecho a la motivación, art. 24.1 CE, de las resoluciones judiciales que decretan la expulsión del extranjero sin considerar sus circunstancias personales y familiares (incapaz declarado judicialmente bajo tutela de su hermano en España); igual que la STC 29/2017, de 27 de febrero, respecto de las resoluciones que imponen la pena de expulsión del art. 89 CP (la recurrente extranjera estaba casada y residía en España con su marido e hijos menores) [39]. En la misma línea, la STC 14/2017, de 30 de enero, o la STC 113/2018, de 29 de octubre, en las que la ausencia de ponderación de las circunstancias concurrentes (en estos casos, las familiares como coadyuvantes de otras personales) conduce a la estimación del amparo. En fin, la admisión y otorgamiento de estos amparos, que ya resuelven por aplicación de doctrina, ponen en evidencia la reiteración de doctrina constitucional [40] que incluye la ponderación de las circunstancias familiares alegadas como requisito de motivación de las decisiones en el ámbito del derecho de extranjería que implican entrada o salida del territorio nacional [41].

Hasta aquí el estado de la cuestión. Lo que se plantea es que, una vez admitido que la ponderación de las circunstancias familiares son condición de suficiencia y razonabilidad de la motivación, no se justifica una acotación material. La base constitucional que sostiene esta solución es la vinculación de las circunstancias familiares con intereses jurídicos que cobran trascendencia constitucional por su conexión, primero, con el principio de protección de la familia (art. 39.1 CE), sistemáticamente invocado en las sentencias precitadas, y, segundo, con el derecho al libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE), en el que la doctrina constitucional ha radicado el factor familiar. Con más motivo si, además, esta solución es deudora del mandato interpretativo del art. 10.2 CE, como resulta de la también sistemática invocación de este precepto en apoyo de un canon de motivación más exigente en estos casos. Si la realización de la ponderación por el juez de las circunstancias familiares en supuestos de expulsión, como contenido del derecho a la vida familiar del CEDH según la jurisprudencia del TEDH, es reconocida como condición constitucional de la motivación por mor del art. 10.2 CE, ha de serlo la consideración por el juez de los demás contenidos esenciales del derecho tal y como se conforman por el TEDH, y sin distinción de orden jurisdiccional o materia: en relación con las medidas de protección de menores, régimen de visitas, sustracción internacional de menores, etc.; contenidos esenciales que, sin ir más lejos, como hemos indicado, comparten un denominador común: la ponderación de la necesidad de la medida que interfiere en la vida familiar [42]. Se trata, además, de la solución idónea si se quiere garantizar el estándar mínimo de protección del derecho ex art. 8.1 CEDH que la jurisdicción ordinaria está obligada a proteger.

Esta integración en el canon de razonabilidad constitucional de la motivación se ha impuesto en relación con otro elemento de juicio, con autonomía propia, pero imbricado en el derecho a la vida familiar: el interés superior del menor [43]. En presencia del interés superior del menor la doctrina constitucional ha establecido que «el canon de razonabilidad constitucional deviene más exigente por cuanto que se encuentran implicados valores y principios de indudable relevancia constitucional [44]». De esta suerte, el juicio en sede constitucional de cualquier decisión que afecte a menores, en cualquier orden, exige constatar la ponderación del interés del menor, «siendo legal y constitucionalmente inviable» que sea ajena a ese criterio [45]; y puede considerarse exigible una motivación reforzada [46].

En definitiva, si se atiende a la fundamentación que sostiene la ponderación de las circunstancias familiares como condición de suficiencia y razonabilidad de la motivación, una limitación material de esta lógica no parece justificada. En consecuencia, una decisión judicial que interfiere en la vida familiar no debería soslayar la exteriorización de la ponderación de derechos, intereses o circunstancias que mantienen la necesidad de la medida y, esto es lo que interesa destacar, el control de motivación pasaría por comprobar que dicha ponderación se haya practicado. En cualquier orden jurisdiccional y sobre cualquier materia; pero, de forma significativa, cuando la decisión judicial verse sobre derecho de familia. Generalizar la utilización del derecho fundamental a una resolución motivada (art. 24.1) como cauce de penetración del derecho a la vida familiar minimizaría los efectos negativos a que conduce la distinta extensión que la doctrina constitucional reconoce a los arts. 18.1 CE y 8.1 CEDH [47].

2.       El derecho a la vida familiar como parámetro de razonabilidad del resultado

El recurso al derecho a la vida familiar (art. 8.1 CEDH) como parámetro de enjuiciamiento del derecho fundamental a una resolución judicial motivada (art. 24.1 CE) adquiere un perfil específico en algunos casos, en los que sirve al Tribunal como argumento a mayor abundamiento para descartar la lesión mediante un test de razonabilidad del resultado, en una suerte de interpretación internacionalmente conforme mediata (por medio del derecho a la motivación) y que, como la interpretación conforme, incrementa la legitimidad de la decisión (Saiz Arnaiz, 2013: 147) [48]. Veámoslo en dos ejemplos, en esta ocasión sí, de derecho de familia, en los que el asunto de fondo era la sustracción internacional de menores. En la STC 127/2013, de 3 de junio, que des- carta la vulneración del derecho fundamental a una resolución judicial motivada (art. 24.1 CE), la fundamentación culmina con un argumento en favor de la razonabilidad de la resolución impugnada, por un análisis de resultados: primero, en punto al interés superior del menor, y segundo, del derecho del padre a mantener relaciones con la menor, uno de los contenidos del derecho a la vida familiar, art. 8.1 CEDH, lo que «coadyuva a la garantía y ejercicio de los derechos del recurrente y entronca con el art. 39 CE y con el derecho al respeto a la vida privada y familiar» ex art. 8 CEDH [49].

Con la misma lógica, la STC 16/2016, de 1 de febrero, que otorga el amparo por vulneración del derecho fundamental a una resolución judicial motivada (art. 24.1 CE), utiliza este juicio de compatibilidad al descartar la contradicción de la decisión judicial que ordena en apelación la restitución de la menor (en España, con la madre) con las resoluciones judiciales que establecieron medidas provisionales, que otorgaban la guarda y custodia a la madre, tras la denegación de la restitución en instancia. Así, afirma que aquellas medidas provisionales «sirvieron para estabilizar la frágil situación provisional de la menor, incursa en un procedimiento de restitución que se prolongaba, así como a preservar, en estas circunstancias complejas, su derecho a relacionarse con ambos progenitores [art. 8 CEDH] y de la misma manera, sirvieron al interés del padre que ha tenido un régimen de visitas en España durante la tramitación del procedimiento». También, al apreciar finalmente el vicio de motivación en la resolución judicial que ordena la restitución de la menor, la sentencia añade como argumento que es una conclusión acorde con las exigencias derivadas del derecho al respeto a la vida privada y familiar (art. 8 CEDH) [50].

El recurso al derecho a la vida familiar como parámetro de razonabilidad del resultado es ocasional. La generalización de un análisis de compatibilidad con el derecho a la vida familiar como parte del juicio a la motivación de las resoluciones que interfieren en la vida familiar y su exteriorización en la sentencia sería positivo; en particular, precisamente porque no se puede analizar como derecho sustantivo. Esta solución permite mantener abierto el diálogo con el TEDH, que puede constatar (desde la perspectiva del derecho subjetivo, también el recurrente) no solo que el derecho internacionalmente reconocido fue tomado en consideración, sino igualmente que, a juicio del TC español, fue debidamente protegido; lo que es relevante con vistas a un potencial recurso ante el TEDH.

En los ejemplos señalados el juicio de razonabilidad del resultado actúa como argumento a mayor abundamiento, en apoyo de la decisión del Tribunal. Por tanto, su generalización como elemento de análisis constitucional en sede de amparo no entraña dificultad práctica ni dogmática. Pero este puede ser su límite. El uso del derecho a la vida familiar como parámetro de la razonabilidad del resultado, aun de manera mediata, y con el pretexto del derecho fundamental a la motivación, implica un juicio incisivo del discurso de la resolución judicial cuestionada: no solo se constata que la resolución judicial lo tomó en consideración. La hipótesis de que el Tribunal declare la vulneración de derecho fundamental a una resolución judicial motivada (art. 24.1 CE) porque los resultados de la resolución judicial cuya motivación se cuestiona se consideren incompatibles con el derecho a la vida familiar ex art. 8.1 CEDH parece difícil en el momento actual de la doctrina constitucional; porque, en esencia, es realizar un análisis en clave de derecho fundamental sustantivo.

IV.     Factores que atenúan los  efectos  negativos de la inexistencia de un derecho fundamental

1.       La objetivación del recurso de amparo

Hemos empezado señalando algunos efectos negativos de la limitada aproximación en sede de recurso de amparo al derecho a la vida familiar. Para terminar, se propone reflexionar sobre el alcance real de estos efectos a la luz de dos factores. El primero y principal: la objetivación del amparo. Como es sabido, la LO 6/2007, de 24 de mayo, incorporó la especial trascendencia constitucional como requisito de admisión del amparo al objeto de combatir la atención desproporcionada del TC a su función de garante de derechos fundamentales. Unido a lo anterior, otorgaba un mayor protagonismo a la jurisdicción ordinaria en su responsabilidad de tutela de los derechos fundamentales mediante la ampliación del ámbito del incidente de nulidad de actuaciones. La objetivación del amparo no altera la responsabilidad de la jurisdicción ordinaria respecto a la defensa de los derechos fundamentales, pues siempre fue su primera garante; pero sí supone que, como regla general, será la única. A ello coadyuva la interpretación y aplicación estricta que hace el TC de la especial trascendencia como requisito de admisión y de su articulación con las demás causas de inadmisión, en particular, la verosimilitud de la lesión denunciada [51]. En este sentido es significativo que el TC haya tenido que proceder a explicitar la causa de especial trascendencia que justifica la admisión de los recursos a impulso del TEDH [52].

En este contexto, aun en la hipótesis de que se reconociera un derecho a la vida familiar en el ámbito del art. 18.1 CE, y aun de generalizarse el derecho a la vida familiar como parámetro de enjuiciamiento de la motivación, conviene preguntarse sobre el papel que el TC desempeñaría como garante del derecho por la vía del amparo cuando legislador y TC promueven la limitación de su función como garante de derechos en general. Es innegable la radical trascendencia de un hipotético reconocimiento de un derecho «fundamental» a la vida familiar. Pero el desarrollo de una doctrina constitucional sobre el derecho a la vida familiar por esta vía estaría condicionado por la efectiva admisión de recursos, al fin, por la sensibilidad del TC para apreciar no solo la vulneración del derecho, sino igualmente la especial trascendencia constitucional en estos casos, con un mayor protagonismo de los asuntos con un fondo de derecho de familia [53]. Este panorama limitado se acentúa si, al rigor en la admisión del amparo, se añade la vis expansiva del TJUE en su función de garante último de los derechos reconocidos en la CDFUE, cuyo art. 7 sí reconoce un derecho a la vida familiar. En este marco legal, diálogo multinivel, prevención de condenas (perspectiva de derecho internacional) y mejor protección del derecho (perspectiva del derecho subjetivo) quedan en manos de la jurisdicción ordinaria.

En este sentido, la jurisprudencia del TS (Sala de lo Civil) ofrece un ejemplo digno de atención. La cuestión controvertida: la gestación subrogada. En el caso, los padres, cónyuges del mismo sexo y ambos españoles, solicitaron la inscripción, en el Registro Consular español en Los Ángeles, del nacimiento de dos recién nacidos mediante gestación subrogada como hijos del matrimonio. En casación se confirmó la cancelación de la inscripción por STS (Pleno de la Sala de lo Civil) de 6 de febrero de 2014. Frente a la STS se formuló incidente de nulidad de actuaciones, que fue desestimado por Auto del TS (Pleno de la Sala de lo Civil) de 2 de febrero de 2015 [54]. La gestación subrogada es una cuestión sensible, de importancia creciente y controvertida a nivel interno e internacional [55], que merecería un análisis en clave constitucional, dado que, en esencia, se reduce a la compatibilidad o no de la figura con el orden público internacional español, esto es, con los valores y principios esenciales de nuestro ordenamiento, y su alcance. Pues bien, la fundamentación de la sentencia y el auto del TS realizan dicho análisis, y también el de la violación del art. 8.1 CEDH, que descartan previo examen de la jurisprudencia del TEDH. Al margen de la valoración del resultado material alcanzado [56], lo que aquí interesa es que el TS dictó una «sentencia de amparo [57]» y, lo más sugestivo, cómo utilizó el incidente de nulidad de actuaciones: tras la STS y pendiente el incidente planteado por la parte, el TEDH dictó las relevantes SSTEDH de 26 de junio de 2014, en los asuntos Mennesson c. Francia y Labassee c. Francia, y la STEDH, de 27 de enero de 2015, en el asunto Paradiso y Campanelli c. Italia [58], y el TS recurrió el incidente como «el medio más idóneo para valorar si se ha producido una vulneración de derechos fundamentales conforme a la interpretación que de los mismos realiza dicho Tribunal»; hasta tal punto que, con este razonamiento, reabre una queja ya cerrada [59], en un radical entendimiento finalista del incidente (e implícitamente, del papel del TS) como mecanismo de tutela de los derechos fundamentales.

2.       La reparación del daño por violación del derecho tras la lo 7/2015, de 21 de julio

Entre los efectos negativos del limitado acercamiento de la doctrina constitucional al derecho a la vida familiar hemos subrayado la imposibilidad de que el TC aborte una condena a España por violación del art. 8.1 CEDH en la oportunidad procesal que brindaría la interposición de un recurso de amparo y la correlativa protección de peor calidad del derecho subjetivo. Tradicionalmente esta consecuencia se agravaba por las dificultades para la ejecución de las condenas por el TEDH en el sistema español, en particular, cuando la sentencia comportaba la reapertura de un procedimiento judicial, terminado por sentencia firme con efecto de cosa juzgada [60]. Pues bien, la LO 7/2015, de 21 de julio, por la que se modifica la LO 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, ha mejorado notablemente la situación al establecer, con carácter general, la revisión ante el TS como cauce procesal para esta pretensión; en el orden civil, art. 510.2 LEC [61]. Esta solución, además, sitúa la ejecución de las condenas por el TEDH en el ámbito del derecho a la tutela judicial efectiva sin indefensión (art. 24.1 CE) en la vertiente de derecho de acceso a la jurisdicción [62] y, en consecuencia, del principio de interpretación pro actione, el canon de análisis más incisivo. Es una derivación, acaso impensada por el legislador, que ha seguido la solución adoptada en el orden penal por el TS mediante el Acuerdo del 21 de octubre de 2014 [63]. El TC, que ya lo había apuntado en la STC 70/2007, de 16 de abril, ha subrayado esta consecuencia en la STC 65/2016, de 11 de abril, FJ 4.

Aunque al establecer este cauce procesal mejora la expectativa de ejecución de la condena, el alcance en la práctica de esta reforma legislativa es relativo cuando está en juego el derecho a la vida familiar en procedimientos en el orden civil. En primer lugar, además de los costes económicos y de inseguridad jurídica que comporta para la víctima la reapertura del procedimiento, en el ámbito civil su adecuación como medida de reparación es cuestionable principalmente por la existencia de terceros de buena fe con más frecuencia que en los procesos penales (López Guerra, 2014: 4). Esta es una de las razones por las que algunos ordenamientos optan por otros métodos para procurar la restitución en el ámbito civil y por la que hay que admitir que la reapertura del procedimiento civil a resultas de la condena por el TEDH puede ser inviable [64]. El art. 510.2 LEC es coherente con esta necesaria ponderación de los intereses en presencia, pues previene expresamente que la revisión no puede perjudicar los derechos adquiridos por los terceros de buena fe.

En segundo lugar, también su utilidad es cuestionable desde el punto de vista de la temporaneidad de la respuesta, pues en el marco del derecho a la vida familia, y de forma drástica si hay menores, el paso del tiempo convierte el daño en irreparable. De hecho, en la jurisprudencia del TEDH sobre derecho a la vida familiar, el cumplimiento o no de la obligación positiva de adopción de medidas adecuadas, que es parámetro para determinar la violación del derecho, se juzga en función de la celeridad/temporaneidad de la adopción [65]. El caso resuelto por la precitada STC 65/2016, de 11 de abril, es paradigmático. El asunto parte de la declaración de desamparo y acogimiento pre-adoptivo de una menor. La madre se opuso y, agotada la vía judicial por amparo inadmitido en 2011, acudió al TEDH, que declaró la violación del art. 8.1 CEDH [66]. Para canalizar la pretensión de ejecución de la condena (formulada antes de la reforma por la LO 7/2015), la recurrente planteó incidente de nulidad de actuaciones, que fue inadmitido. La recurrente vuelve en amparo contra la inadmisión del incidente, pretensión que es estimada por el TC [67]. En lo que ahora interesa, la STEDH ya pone de manifiesto que la situación es «difícilmente reversible» a causa de los efectos perniciosos del paso del tiempo, decisivo de «la imposibilidad de cualquier reagrupamiento familiar entre la demandante y su hija», para concluir que se «deben tomar las medidas apropiadas en el interés superior de la niña» y condenar al pago de satisfacción equitativa [68]. En definitiva, para el derecho a la vida familiar y el interés superior del menor el daño es irreversible. Hay que advertir que, simultáneamente a este iter procesal, se tramita procedimiento para la adopción de la menor, lo que abunda en lo claudicante de la situación [69].

En todo caso, con estas limitaciones en la práctica para la reapertura del procedimiento en el orden civil la reforma ha mejorado la expectativa de ejecución de la hipotética sentencia de condena del TEDH por violación del derecho, por lo que el impacto negativo de la imposibilidad de acceso al amparo del derecho a la vida familiar se atenúa.

V.       Conclusiones

1.       El título de este trabajo es paradójico, pues la doctrina constitucional niega la existencia de un derecho fundamental a la vida familiar protegible en amparo, coextenso al derecho al respeto a la vida familiar reconocido por el art. 8.1 CEDH. Esta solución, que puede ser impecable desde un punto de vista dogmático, provoca efectos negativos en diversos planos; en particular, consideramos los producidos en los planos del derecho internacional y de la protección del derecho subjetivo.

La negación de un derecho fundamental sustantivo a la vida familiar es doctrina reiterada y actual. Sin embargo, y además de las opiniones disiden- tes, existen pronunciamientos en la doctrina constitucional que no se compa- decen con ella; también reiterados y actuales, por lo que no se pueden ignorar. En una imagen: el ATC 40/2017, de 28 de febrero, insiste en que el art. 18.1 CE no incluye contenidos propios de la vida familiar, pero, el 27 de febrero, la STC 29/2017 vinculaba la falta de ponderación de circunstancias familiares con el derecho a la intimidad familiar, con invocación del art. 18 CE.

2.       Cuestionado como derecho fundamental sustantivo protegible en amparo, el derecho a la vida familiar ha encontrado un cauce de penetración a través del derecho fundamental a una resolución motivada (art. 24.1CE), pues el TC lo reconoce como parámetro para su enjuiciamiento. Es una línea doctrinal que se consolida, que atenúa los efectos negativos de la inexistencia de un derecho fundamental a la vida familiar y que se construye eminente- mente con sentencias con un fondo de extranjería. Pero la base jurídica que la sostiene es la vinculación de la vida familiar con intereses jurídicos de trascendencia constitucional por su conexión con el principio de protección de la familia (art. 39.1 CE), con el derecho al libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE) y con el principio hermenéutico del art. 10.2 CE. Si esta es la base jurídica, la ponderación de la necesidad de una medida que interfiere en la vida familiar debería constituir un requisito de razonabilidad de las resoluciones judiciales (y el control de la motivación de las resoluciones judiciales comprender la constatación de que dicha ponderación se haya practicado) sin distinción de materia u orden jurisdiccional, lo que afectaría significativa- mente a los asuntos con un fondo de derecho de familia.

3.       El derecho a la vida familiar como parámetro de enjuiciamiento de la motivación tiene una manifestación específica: como elemento de juicio de la razonabilidad del resultado. Pero es esporádica. La generalización de esta vía argumentativa en las decisiones del TC, inocua, pues su actuación solo es previsible como argumento a mayor abundamiento, serviría como canal de comunicación de las razones por las que, a juicio del TC, el derecho a la vida familiar fue debidamente protegido, lo que permitiría mantener abierto un mínimo diálogo con el TEDH y coadyuvar a la prevención de potenciales condenas del TEDH por violación del derecho.

4.       Para evaluar el alcance en la práctica del impacto negativo que pueda tener la limitada aproximación en sede de recurso de amparo al derecho a la vida familiar se propone tomar en consideración dos factores. El primero y principal: la objetivación del amparo. En el contexto del amparo objetivo, aun en la hipótesis de su reconocimiento como derecho fundamental o de la generalización de su consideración como parámetro de motivación, la importancia de la aportación de la doctrina constitucional a la garantía y conformación del derecho a la vida familiar dependería en gran medida de la sensibilidad del TC al apreciar no solo la vulneración del derecho sino, igualmente, la especial trascendencia constitucional en estos casos. Porque merced al amparo objetivo, hay que asumir que, con carácter general, el diálogo entre tribunales, la prevención de condenas y la mejor protección del derecho subjetivo se residencian en la jurisdicción ordinaria. En este punto nos limitamos a reseñar un ejemplo: la utilización del incidente de nulidad de actuaciones por el ATS (Sala Primera) de 2 de febrero de 2015, en un entendimiento óptimo del cumplimiento de estas funciones.

5.       Finalmente, revisamos el presupuesto a la luz de un segundo factor: la mejor expectativa de reparación del daño por violación del derecho declarada por el TEDH tras la reforma legislativa operada por la LO 7/2015, de 21 de julio, que canaliza procesalmente la medida de reapertura del procedimiento. La reforma legislativa ha mejorado la situación (sustancialmente, al quedar sometida la reapertura del procedimiento al principio de interpretación pro actione), pero hay que tener en cuenta que la virtualidad en la práctica de esta medida queda condicionada por la afectación de los terceros de buena fe y su necesaria temporaneidad, factores particularmente concurrentes en los procedimientos en el orden civil. Con todo, en los casos en que sea viable la reparación mediante la reapertura del procedimiento por concurrir las condiciones previstas por el art. 510.2 LEC, la expectativa razonable de ejecución de la potencial sentencia de condena del TEDH que genera la reforma legislativa atenúa el efecto negativo de la imposibilidad de acceso al amparo del derecho a la vida familiar.

María Victoria Cuartero Rubio, en https://dialnet.unirioja.es/

Notas:

1      Trabajo realizado en el marco de la red temática: «Justicia Civil: análisis y prospectiva» (DER 2016-81752-REDT) y el proyecto nacional I+D: «El TJUE: su incidencia en la configuración normativa del proceso civil español y en la protección de los derechos fundamentales» (DER 2016-75567-R).

Convenio del Consejo de Europa, hecho en Roma, el 4 de noviembre de 1950, en adelante CEDH. El precepto sigue: «2. No podrá haber injerencia de la autoridad pública en el ejercicio de este derecho sino en tanto en cuanto esta injerencia esté pre- vista por la ley y constituya una medida que, en una sociedad democrática, sea necesaria para la seguridad nacional, la seguridad pública, el bienestar económico del país, la defensa del orden y la prevención de las infracciones penales, la protección de la salud o de la moral, o la protección de los derechos y las libertades de los demás». En similares términos, el art. 7 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (en adelante, CDFUE), bajo el título «Respeto de la vida privada y familiar», establece: «Toda persona tiene derecho al respeto de su vida privada y familiar, de su domicilio y de sus comunicaciones». Ambos preceptos reflejan la previsión del art. 12 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948: «Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques»; y del art. 17 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966: «1. Nadie será objeto de injerencias arbitrarias o ilegales en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques ilegales a su honra y reputación. 2. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra esas injerencias o esos ataques» (en relación con los arts. 16.3 DUDH y 23.1 PIDCP).

2      Refiere el diferente contenido del art. 18.1 CE y del 8.1 CEDH, en lo que aquí interesa, con explicación de los aspectos que exceden del derecho a la intimidad familiar, Santolaya Machetti, 2009: 545-566.

3      Voto particular concurrente del magistrado don Manuel Aragón Reyes, STC 150/2011, de 29 de septiembre, FJ 2.

4      El art. 10.2 CE admite la incorporación de aspectos no explicitados de los derechos fundamentales (Saiz Arnaiz, 2009: 196; también se reconoce la eventualidad de «la emergencia de nuevos derechos» como resultado de la «paulatina interpretación» de los existentes de conformidad con los convenios internacionales y su jurisprudencia, ibíd.: 207). Y en el entendimiento de que el art. 10.2 CE sirve a la interpretación de todos los derechos y libertades reconocidos en nuestra Constitución, incluso los que adoptan la forma de principios rectores (Queralt Jiménez, 2008: 197).

5      ATC 40/2017, de 28 de febrero, FJ 3.

6      STC 186/2013, de 4 de noviembre, FJ 7.

7      Muy cercano en el tiempo, en el asunto Labaca Larrea el TEDH inadmite una queja similar por manifiestamente mal fundada (Labaca Larrea c. Francia [dec.], núm. 56710/13, párr. 47, TEDH 2017).

8      Se denunciaba únicamente la vulneración del derecho fundamental a la intimidad personal y familiar (art. 18.1 CE), en conexión con el derecho a la vida familiar (art. 8.1 CEDH), supuesto perfecto para abordar la relación entre ambos. El Pleno recabó para sí el conocimiento del recurso y fue inadmitido mediante auto y no providencia; circunstancias que subrayan la relevancia del asunto.

9      A lo dicho supra hay que sumar los argumentos contra una interpretación extensiva del art. 18.1 CE. Entre otros, sobre los problemas que plantea el uso expansivo del derecho a la vida privada por el TEDH, Gómez Montoro (2016: 617-650), de los inconvenientes de una «expansión sin límites discernibles» de derechos, como los del art. 18, vinculados al art. 10.1 CE, alerta J. Jiménez Campo (2009: 191); en general, sobre los peligros de la interpretación expansiva de los derechos fundamentales, Pérez Tremps (2005: 908-909).

10      Sobre la interrupción del diálogo TC-TEDH sobre derechos fundamentales, vid. Ripol Carulla, 2014: 11-53. Otras expresiones del mismo fenómeno: el TC queda al margen de la configuración de un ius commune en materia de derechos humanos como elemento de interpretación de los derechos fundamentales, en una alimentación recíproca (Pérez Tremps, 2005: 917-918), al margen de la «integración europea de derechos fundamentales» (García Couso, 2016: 120), etc.

11      De las últimas resoluciones del TEDH en relación con España y el derecho a la vida familiar, y conforme a los datos que constan en las mismas, el asunto M.L.R. (M.L.R. c. España [dec.], núm. 22353/14, TEDH 2016) fue inadmitido por el TEDH por falta de agotamiento e inadmitido por el TC (no consta la causa), el asunto Fernández Cabanillas (Fernández Cabanillas c. España [dec.], núm. 22731/11, TEDH 2014) fue inadmitido por manifiestamente infundado y en el TC por falta de especial trascendencia constitucional; en el asunto K.A.B. (K.A.B. c. España, núm. 59819/08, TEDH 2012) y el asunto Saleck Bardi (Saleck Bardi c. España, núm. 66167/09, TEDH 2011) se declaró la violación del derecho y el previo amparo había sido inadmitido por falta de especial trascendencia constitucional. Por el contrario, se declaró la no violación del derecho en el asunto P.V. (P.V. c. España, núm. 35159/09, TEDH 2010), que cuestionaba la STC 176/2008, de 22 de diciembre. De especial interés resultan G.V.A. c. España (dec.), núm. 35765/14, TEDH 2015, y R.M.S. c. España, núm. 28775/12, TEDH 2013, a las que nos referiremos infra. Recientemente España ha sido condenada en el asunto Saber y Boughassai (Saber y Boughassai c. España, núms. 76550/13 y 45938/14, TEDH 2018). Los recurrentes habían interpuesto recursos de amparo ante el TC, que fueron inadmitidos por falta de justificación de la especial trascendencia constitucional (cf. párr. 17 de la precitada sentencia).

12      El voto particular al ATC 40/2017 incide en esta perspectiva, que ilustra con el expresivo desenlace de la STC 186/2013, de 4 de noviembre, vid. infra.

13      Vid. infra; una construcción constitucional de la familia que descansa en el equilibrio entre los derechos fundamentales de los individuos y las políticas públicas de protección ex art. 39.1 CE (Roca i Trias, 2006: 208) y cuya inclusión en el texto constitucional responde a un interés de protección, más allá del «efecto emulación» de las normas internacionales (Aguado Renedo, 2012: 77-78).

14      BOE, núm. 125, de 25 de mayo de 2007.

15      BOE, núm. 174, de 22 de julio de 2015.

16      Al hilo del cuestionamiento constitucional de la LOEX, y, en particular, del derecho a la reagrupación familiar, la STC 236/2007, FJ 11, establece: «Nuestra Constitución no reconoce un “derecho a la vida familiar” en los mismos términos en que la jurisprudencia del TEDH ha interpretado el art. 8.1 CEDH», y niega que dicho derecho (como el más concreto derecho de reagrupación familiar) pueda incardinarse en el derecho a la intimidad familiar (art. 18.1 CE).

17      La intimidad familiar se define como una dimensión adicional de la personal que se extiende «a determinados aspectos de otras personas con las que se guarde una per- sonal y estrecha vinculación familiar, aspectos que, por esa relación o vínculo familiar, inciden en la propia esfera de la personalidad del individuo que los derechos del art. 18 CE protegen. “No cabe duda que ciertos eventos que pueden ocurrir a padres, cónyuges o hijos tienen, normalmente y dentro de las pautas culturales de nuestra sociedad, tal trascendencia para el individuo, que su indebida publicidad o difusión incide directamente en la propia esfera de su personalidad. Por lo que existe al res- pecto un derecho —propio y no ajeno— a la intimidad, constitucionalmente protegido” (STC 231/1988), «(STC 197/1991, de 17 de octubre, FJ 3). En suma, el derecho reconocido en el art. 18.1 CE atribuye a su titular el poder de resguardar ese ámbito reservado por el individuo para sí y su familia de una publicidad no querida (STC 134/1999, de 15 de julio, FJ 5; STC 115/2000, de 5 de mayo, FJ 4)» (STC 236/2007, de 7 de noviembre, FJ 11); recientemente STC 58/2018, de 4 de junio, FJ 5.

18      STC 60/2010, de 7 de octubre, FJ 8 (que resuelve la cuestión de inconstitucionalidad en relación con el art. 57.2 del Código Penal según la redacción dada por la LO 15/2003, de 25 de noviembre). La misma lógica opera en la STC 80/2010, de 26 de octubre, y resuelven por remisión las SSTC 79/2010, de 26 de octubre, 81-86/2010, de 3 de noviembre, y 115-119/2010, de 24 de noviembre.

19      Argumento en el voto particular al ATC 40/2017, de 28 de febrero, supra.

20      La recurrente era madre de una menor española, de padre español, en prisión, resultando la expulsión una medida desproporcionada por sus efectos sobre la situación de la menor (en el caso de permanecer en España sin la madre) y los derechos de la menor y el padre a relacionarse (en el caso de que la menor acompañara a la madre expulsada).

21      STC 186/2013, de 4 de noviembre, FJ 7.

22      Dejar sin efecto la decisión de expulsión y abonar satisfacción equitativa, así como asegurar la interpretación del art. 57.2 LOEX de conformidad con el art. 8 CEDH (G.V.A. c. España [dec.], núm. 35765/14, TEDH 2015 precitada); pese a lo cual, STS (Sala Tercera) de 18 de julio de 2017, FJ 3 in fine.

23      Voto particular de los magistrados doña Adela Asua Batarrita y don Fernando Valdés Dal-Ré, FJ 6.

24      Voto particular del magistrado don Juan Antonio Xiol Ríos, al que se adhieren la magistrada doña Adela Asua Batarrita y el magistrado don Fernando Valdés Dal-Ré, FJ I.1 in fine.

25      Profesora de Religión cuyo contrato temporal no se renueva por haber contraído matrimonio civil. En el amparo se denunciaba lesión del art. 18.1 CE, entre otros, y se otorga con reconocimiento de vulneraciones al art. 14 CE y al art. 16.1 CE «en conexión con el derecho a contraer matrimonio en la forma legalmente establecida (art. 32 CE) y a la intimidad personal y familiar (art. 18.1 CE)».

26      La sentencia otorga el amparo interpuesto contra las resoluciones judiciales que denegaron la licencia solicitada por la recurrente para la incineración de los restos biológicos del aborto al que se sometió.

27      STC 11/2016, de 1 febrero, FJ 3.

28      Discrepante de los magistrados don Francisco Pérez de los Cobos Orihuel y doña Encarnación Roca Trias, y concurrente del magistrado ponente don Andrés Ollero Tassara.

29      Según explica el auto, se trata de «un supuesto singular, sin manifestar una genuina vocación revisora de la doctrina precedente, y sin aseverar en ningún momento que sea procedente reformular el contenido del derecho fundamental a la intimidad personal y familiar del art. 18.1 CE mediante la íntegra recepción de la doctrina elaborada por el TEDH al interpretar el art. 8.1 CEDH en todas sus posibles facetas» (ATC 40/2017, de 28 de febrero, FJ 3).

30      SSTC 119/2001, de 24 de mayo, 16/2004, de 23 de febrero, y 150/2011, de 29 de septiembre.

31      Las sentencias precitadas analizan un derecho a la «intimidad domiciliaria», que anclan en el art. 18, párrs. 1 y 2, asumiendo de forma acrítica el planteamiento difuso de los recurrentes; y el análisis del art. 18.1 se refiere como «estrictamente vinculado» al art. 10.1 CE.

32      ATC 40/2017, de 28 de febrero, FJ 5.

33      Un resumen de los contenidos del art. 8 según el TEDH, en Arzoz Santisteban (2015: 399-421). En concreto, sobre este contenido, vid., entre otros, Torres Pérez (2017: 148-167).

34      V. gr., Sentencia de 7 de diciembre de 2017, López Pastuzano, C-636/16, EU:C:2017:949.

35      STC 140/2009, de 15 de junio, FF. JJ. 5 y 6.

36      STC 131/2016, de 18 de julio, FJ 5. Hay que advertir que, a diferencia del recurso que dio lugar a la STC 140/2009, en este se denuncia vicio de motivación pero también vulneración del derecho a la intimidad familiar (art. 18.1 CE) en relación con el art. 39 CE.

37      Lo que habría conducido a la vulneración del art. 24.1 CE en aplicación de la doctrina. Se trataría, además, de una falta de motivación particularmente grave si, como se hace, se defiende igualmente la existencia de un derecho fundamental a la vida familiar ex art. 18.1 (vid. supra), pues habría requerido una motivación reforzada.

38      Un caso que se separa de nuestro objeto pero digno de comentario es el que plantea la STC 145/2011, de 26 de septiembre. El recurrente alegó vulneración del derecho a la defensa (art. 24.2 CE), motivación (art. 24.1 CE) e intimidad familiar (art. 18.1 CE), por no haberse valorado el arraigo familiar en España al decretar la expulsión. El amparo fue otorgado por vulneración del derecho a la defensa (art. 24.2 CE), pues no se notificó la propuesta de resolución del expediente, en la que se incluían hechos nuevos que resultaron trascendentes para la orden de expulsión; en lo que aquí interesa, la existencia de diligencias previas por delito de malos tratos y la de orden judicial de alejamiento de la esposa.

39      En puridad, esta sentencia no pune la falta de ponderación sino la irrazonable valoración de la prueba cuando se aportaron pruebas incontestables.

40      Y su cuestionable especial trascendencia constitucional por inexistencia de doctrina constitucional (STC 29/2017, FJ 2) o necesidad de aclaración o cambio (STC 201/2016, antecedente 5; sí, por cuestión jurídica de relevante y general repercusión social).

41      Por tanto, si el recurrente quiere un pronunciamiento del TC sobre el art. 8.1 CEDH debe invocar vulneración del art. 24.1 CE. Con la misma lógica, el TC puede ser sorteado a voluntad del recurrente mediante la sencilla estrategia procesal de alegar en el recurso de amparo vulneración del art. 18.1 CE en conexión con el art. 8.1 CEDH (planteamiento de inmediata inadmisión por aplicación de la doctrina constitucional), sin alegar vulneración del art. 24.1 CE.

42      Lo que conecta, además, con la ponderación como técnica clave en la interpretación de derechos fundamentales si median valores constitucionales expresamente reconocidos (Díez-Picazo Giménez, 2013: 61 y 114-116); en el caso, arts. 10.1 y 39.1 CE.

43      «El criterio que ha de presidir la decisión que en cada caso corresponda adoptar al Juez, a la vista de las circunstancias concretas, debe ser necesariamente el del interés prevalente del menor, ponderándolo con el de sus progenitores, que aun siendo de menor rango, no por ello resulta desdeñable (SSTC 141/2000, de 29 de mayo, FJ 5; 124/2002, de 20 de mayo, FJ 4; 144/2003, de 14 de julio, FJ 2; 71/2004, de 19 de abril, FJ 8; 11/2008, de 21 de enero, FJ 7)» (STC 176/2008, de 22 de diciembre, FJ 6).

44      STC 138/2014, de 8 de septiembre, FJ 3, y doctrina allí citada.

45      STC 127/2013, de 3 de junio de 2013, FJ 6.

46      STC 217/2009, de 14 de diciembre, FJ 5.

47      Valga como ejemplo el asunto Iglesias Gil, que terminó en condena por el TEDH por violación del art. 8.1 CEDH (Iglesias Gil y A.U.I. c. España, núm. 56673/00, TEDH 2003). Con un fondo de sustracción internacional de menores, el TC desestimó los dos recursos de amparo interpuestos, por considerar que las quejas se limitaban a la discrepancia con unas resoluciones motivadas y fundadas en derecho (comentado en Cuartero Rubio, 2013: 471-499); decisiones que no habrían aguantado un juicio de motivación que comprendiera una constatación de la ponderación exigida por el derecho a la vida familiar.

48      Interpretación internacionalmente conforme, ya como ausencia de contradicción, ya como deducibilidad; en este sentido, el recurso al texto internacional sirve como ejemplo y coadyuva a la justificación de la decisión ya adoptada (Saiz Arnaiz, 2009: 202-204); y usado como argumento de autoridad ad abundantiam o complementario (Queralt Jiménez, 2008: 220-247). Un ejemplo extremo: el ATC 40/2017, que analiza la jurisprudencia del TEDH para concluir que se respeta el derecho a la vida familiar (art. 8.1 CEDH), en interpretación internacionalmente conforme; si se reconociera un derecho (o un aspecto no explicitado de un derecho) fundamental sustantivo que interpretar ex art. 10.2 CE, que es lo que se niega.

49      STC 127/2013, de 3 de junio, FJ 6.

50      STC 16/2016, de 1 de febrero, FF. JJ. 8 y 10.

51      La crítica a este entendimiento parece arraigar vía votos particulares en los autos de inadmisión del Pleno del Tribunal. Así, en ATC 9/2012, de 13 de enero, ATC 155/2016, de 20 de septiembre, en el precitado ATC 40/2017, de 28 de febrero; de forma elocuente, en el ATC 119/2018, de 13 de noviembre.

52      Arribas Antón c. España, núm. 16563/11, TEDH 2015.

53      El derecho de familia actual presenta cuestiones necesitadas de análisis constitucional. A mi juicio, bastaría un entendimiento razonable de las causas de especial trascendencia constitucional previstas en el FJ 2 de la STC 155/2009, de 25 de junio; o considerar la participación en la construcción europea de los derechos fundamentales una causa de especial trascendencia (García Couso, 2016: 135).

54      STS y ATS con voto particular de cuatro magistrados.

55      Razones que han llevado a crear un grupo de trabajo específico en el seno de la Conferencia de La Haya de Derecho Internacional Privado (Borrás Rodríguez, 2015: 271-275). Vid. Documento Preliminar n.º 2 en las Conclusiones de la Reunión del Consejo, marzo de 2017. Disponible en: https://bit.ly/2tKxpEa.

56      Comparto la crítica de Álvarez González (2014: 273-277); vid. también Álvarez González, 2015: 218-222.

57      Sentencia de «amparo judicial» (Díez-Picazo y Ponce de León, 2013: 22).

58      Por auto de aclaración por comisión de error material, ATS (Pleno de la Sala de lo Civil) de 11 de marzo de 2015. Se trata de las SSTEDH Mennesson c. Francia, núm. 65192/11, TEDH 2014, Labassee c. Francia, núm. 65941/11, TEDH 2014 y Paradiso y Campanelli c. Italia, núm. 25358/12, TEDH 2015. En los asuntos Mennesson y Labassee, el TEDH calificó el asunto como una cuestión de derecho a la vida privada de los menores y no del derecho a la vida familiar, no así en la STEDH Paradiso (vid. Álvarez González, 2016: 1044-1048; incide en el distinto enfoque Jiménez Blanco, 2015: 238-241). El asunto Paradiso llegó a Gran Sala (Paradiso y Campanelli c. Italia [GS], núm. 25358/12, TEDH 2017), que recondujo el problema a una cuestión de derecho a la vida privada (párr. 165).

59      «En un supuesto tan excepcional, no es de aplicación la doctrina que con carácter general ha sentado esta Sala en el sentido de que el incidente de nulidad de actuaciones no permite volver a plantear las cuestiones de trascendencia constitucional que hayan constituido justamente el objeto del proceso y sobre las que la sentencia se haya pronunciado» (FJ 6, 1).

60      Inciden en la inexistencia de cauce procesal adecuado y proponen soluciones Ripol Carulla (2010: 75-112) y Garberí Llobregat (2013).

61      LO 7/2015, art. único, 3, que añade el art. 5 bis a la LOPJ y disposición final cuarta, apdos. 13, 14 y 15, que modifican los arts. 510.2, 511 y 512.1 LEC. En el orden civil, el art. 510.2 LEC previene la revisión contra resoluciones judiciales firmes tras la declaración por el TEDH de violación del derecho «siempre que la violación, por su naturaleza y gravedad, entrañe efectos que persistan y no puedan cesar de ningún otro modo que no sea mediante esta revisión, sin que la misma pueda perjudicar los derechos adquiridos de buena fe por terceras personas».

62      Por todas, STC 18/2009, de 26 de enero, FJ 3.

63      Disponible en: https://bit.ly/2VzGiwm.

64      Cf. Consejo de Europa (2016), The Longer-Term Future of the System of the European Convention on Human Rights (Informe del CDDH adoptado el 11 de diciembre de 2015), p. 80.

65      Entre otros, Ignaccolo-Zenide c. Rumanía, núm. 31679/96, párr. 102, TEDH 2000; Maire c. Portugal, núm. 48206/99, párr. 74, TEDH 2003; Pini y otros c. Rumania, núms. 78028/01 y 78030/01, párr. 175, TEDH 2004; Monory c. Rumanía y Hungría, núm. 71099/01, párr. 82, TEDH 2005, y Tapia Gasca y D. c. España, núm. 20272/06, párr. 92, TEDH 2009.

66      Precitada R.M.S. c. España, núm. 28775/12, TEDH 2013.

67      En síntesis: el órgano judicial inadmitió el incidente de conformidad con la redacción derogada del art. 241.1 LOPJ, anterior a la reforma por la LO 6/2007, lo que el TC critica particularmente por desconocer la función estructural del incidente en la protección de los derechos fundamentales (FJ 7 in fine) y por la afectación de la situación de una menor (FJ 8). Cf. los hechos reseñados en antecedentes de la STC y STEDH.

68      Madre e hija se vieron por última vez en 2005, cf. párrs. 91, 92 y 101. Recuérdese que la satisfacción equitativa ex art. 41 CEDH corresponde cuando las consecuencias de la violación del derecho solo admiten una reparación imperfecta. Por su parte, la letrada de la Junta de Andalucía, en el trámite de alegaciones en amparo, insiste en que la STEDH ya ha sido ejecutada, pues se pagó la condena y es contraria al interés de la menor la vuelta con su madre.

69      La STC reclama una solución «tan pronto como sea legalmente posible» en relación con los autos de acogimiento, que son los combatidos hasta el TEDH. A ello añade «sin perjuicio de lo que corresponda valorar» en el seno del procedimiento abierto de adopción de la menor «respecto de los efectos de la STEDH» (STC 65/2016, de 11 de abril, FJ 8 in fine).

Redacción de  uv.es

Xavier: ¿Qué vocerío es aquel que se oye allí abajo en la calle?

Pedro: Parece una manifestación de grupos católicos que se oponen a la despenalización legal del aborto.

Julián: Es un asunto serio. La aceptación social del aborto es una de las cosas más lamentables del siglo XX. Siempre ha existido en la historia antigua el infanticidio, los abortos provocados o la exposición de niños abandonados en las calles o en la puerta de cualquier hospicio. Pero la difusión del cristianismo hizo posible que estos hechos, pecados en sí mismos, fueran considerados también como delitos castigados por la ley. Las penas inhiben o frenan, ya que no todos los actos malos, una parte importante de los crímenes. Y aunque no sirvan los castigos para evitar todos los delitos, si quedan impunes se incita o favorece la comisión de ellos. ¡Salen gratis! Y ahora se nos propone una vuelta atrás hacia la barbarie, un retroceso en la civilización que no solamente es cristiana sino humana...

Pedro: Ciertamente el aborto es la comisión de una acción violenta sobre un organismo, un ser biológico que no se puede defender de la agresión. Ese ser vivo, si no se actúa en su contra, crece independientemente de la voluntad de la madre hasta el mismo alumbramiento. Y no es cierto que el embrión sea, como una uña o el cabello, meras prolongaciones de un cuerpo materno que decide sobre sí mismo con absoluta libertad; o como un tumor, una enfermedad maligna que se debe extirpar desde la raíz... El verdadero mal es el egoísmo de los hombres. Ese es el auténtico cáncer. Y entiéndase bien: el pecado no es “exclusivo” de aquella mujer que decide abortar, ya sea en solitario o acompañada por el varón y un grupo de simpatizantes abortistas. Sin duda que hay un pecado “individual” cuya responsabilidad o atenuantes es mayor o menor según cada caso concreto. Pero también hay un pecado “social”, ya sea por permitir legalmente el aborto o bien por mantener aquellas condiciones sociales que empujan a ciertas mujeres hacia el aborto. Una adolescente me decía: “Las monjas me  dicen  que  abortar  es  un  pecado  contra  Dios;  la  trabajadora  social  que  es un derecho de la mujer. Las dos tienen casa, comida, luz, gas, trabajo y ... muchos consejos o palabras para darme.”

Julián: Es cierto que existe, mezclada con la pasión política sectaria, el maniqueísmo y muchas simplificaciones intelectuales, bastante hipocresía social en este asunto complejo, que no puede analizarse con la brocha gorda de las burdas descalificaciones. Vemos que quienes se oponen a la despenalización y secundan manifestaciones al grito de ¡Asesinos! se quedan luego con los brazos en el bolsillo cuando tienen en su poder la posibilidad de derogar determinadas leyes. Yo entiendo que no siempre es posible. Una discutida intervención en un monumento arqueológico puede ser muy costosa, arriesgada o provocar males mayores si se pretende enmendar la restauración. A veces es preciso dejar las cosas así como están para no empeorarlas aún más. Pero quienes piensan que está en juego la vida del “nasciturus” ¿no se manchan las manos también con su omisión cuando tienen el BOE y el bolígrafo que firma las leyes? Y en otro lado vemos que la vida de las ballenas o de los toros de lidia suscita una acogida más calurosa que la defensa de los cachorros humanos, vista ésta posición como algo propio de carcas, curas pre­conciliares y retrógrados...

¿Qué opinas de todo esto, Xavier?

Xavier: Creo sinceramente que corremos aquí el peligro de caer en lo accesorio, en lo secundario, en los detalles o casos particulares. Debemos saltar por encima de todo ello hacia lo esencial. El debate es complejo; tiene aspectos que se fundan en la ciencia, en la ética, en la política, en el derecho, en la religión e, incluso, en la misma economía... Quizá debamos comenzar preguntándonos algo que parece banal, sobradamente conocido: ¿cuando “nace” de veras un hombre, la persona humana?

Julián: Tradicionalmente se entiende por “nacer” el alumbramiento, el momento en el que el recién nacido se desprende de la madre al cortar el cordón umbilical. Entonces hay “dos” vidas, una dependiente de la otra pero diferenciada biológicamente de ella. Sin embargo, es evidente que un “nanosegundo” antes de cortar las amarras ese ser vivo ya “es”, tiene una vida “humana”. Y si retrocedemos de un instante a otro instante, saltando como la ardilla de rama en rama, llegamos a un punto inicial de todo el proceso biológico: el momento de la concepción. Antes no había nada más que un óvulo a la espera, ahora hay una célula germinal.

Xavier: Tienes razón, pero nuestros juicios éticos deben fundarse en los hallazgos de la misma ciencia que pule en cada instante sus lentes para ver más claramente la realidad de lo que se puede ver con la mirada sencilla de un realismo ingenuo. Una mente tradicional entiende que la célula germinal es ya un “hombrecito” pequeño alojado en el cuerpo de la madre hasta el día en que se suelta de su atadura biológica. Pero ¿qué sucede si esa célula o embrión se escinde un tiempo después produciendo gemelos, dos seres individuales distintos. ¿Diremos que la sustancia del alma humana se ha partido en dos?

Pedro: Ese hecho que planteas arroja una duda razonable. Como en el caso de los electrones de un átomo no podemos determinar con precisión su estado en un momento dado. Ahora bien: o el electrón está en una posición determinada, aunque no podamos saber cuál sea, o bien se halla en varios lugares al mismo tiempo, como una onda. En cualquier caso, ya se trate de un corpúsculo o una onda, podemos hablar de una presencia; también el embrión es una forma de vida “humana” presente proyectada en el tiempo. Tal vez no sepamos bien dónde comienza la historia del embrión y dónde acaba su prehistoria. Podemos suponer aquí un proceso de “hominización”, pero en algún momento preciso debe “nacer” el hombre.

¿Cuándo un antropoide, Lucy, es ya una Eva? ¿Cuándo el óvulo fecundado se transforma en una sustantividad, en un “individuo” humano? ¿Qué criterios puede manejar la ciencia que sean seguros?

Xavier: Hablamos de la muerte cuando se produce la llamada “muerte cerebral”, pero éste es un criterio lógico de la ciencia médica basado en la experiencia de que la parada del corazón o la interrupción temporal de la respiración no son datos suficientes para declarar la muerte física, la cual determina la muerte “legal”. Todas las células del cuerpo no cesan su actividad cuando el cerebro deja de ejercer la suya. Legalmente se concede un plazo de un día para enterrar un cadáver para prevenir así las muertes “aparentes”. ¡Buen susto nos produciría un muerto resucitando como Lázaro en el cementerio! Ahora bien, los hombres primitivos, sin nuestra ciencia moderna, creerían que una persona en “coma” no está “dormida” sino muerta. ¡Nadie duerme varios años! O quizás morir y soñar son una misma cosa. Los cristianos creemos que la muerte física es un “coma” ortográfico, una pausa, nunca el punto final, un puente hacia la orilla del vacío absoluto o la nada. Y hombres nada necios como Platón o Pitágoras parecen creer en la existencia de la transmigración de las almas hacia seres inferiores y de una existencia anterior a unirse al cuerpo. ¡Qué sabemos y qué podemos saber! Toda creencia se asoma a un abismo de ignorancia. El hombre es un forjador de mitos y la ciencia misma se convierte en un mito superior barnizado de prestigio. Unos dicen Big­bang donde otros dicen Yahvé, logos o Verbo. De tejas (o Texas) abajo lo que importa al mejicano o al gachupín es saber si la Bella durmiente (como la ninfa Dafne o un paciente en coma) despertará con el beso de un príncipe. Y para ello debemos conocer el principio del cuento saltando detrás de la tapia y volviendo luego para contarlo. Pero ¿quién le pone el cascabel al gato de la Parca?

Julián: Aquí se han planteado dudas razonables, pero cuando se duda lo más razonable es siempre atenernos a lo más seguro y desechar lo que tan solamente es probable. Puede que el embrión en una fase imprecisa de delimitar con certeza no sea “aún” una sustancia, un “hombre”;  pero puede también que sí lo sea. Y en ese caso, ante la duda, lo más razonable es no correr el riesgo de acabar violentamente con una vida humana en su estado inicial. Por otro lado, todo el debate sobre los plazos es una cortina de humo, un medio de ganar un tiempo para hacer posible el aborto. Sin embargo, es preciso establecer por fuerza un límite temporal, un “hasta aquí” hemos llegado. Y ese límite no puede ser nunca arbitrario, sino fundamentado en razones científicas; la ciencia no es una “mayoría democrática”. ¿Cuántas semanas hacen que “algo” sea “alguien”? ¿Qué sucederá si cada Estado tiene plazos distintos y en éste es un crimen lo que no es en aquel otro? Y cuando circunstancias sobrevenidas después del plazo legal –ruptura matrimonial, desempleo, enfermedad grave, etc.– hagan que una mujer cambie de idea y aborte clandestinamente ya pasado ese periodo “tolerado” por la ley, ¿no será forzoso que la ley castigue lo que antes se negaba a penalizar?

Pedro: De la teoría intelectual debemos pasar a la “praxis” social. La Constitución afirma que “todos” tienen derecho a la vida, pero no sabemos bien la extensión de ese “todos”. ¿Todas las formas vivientes? ¿Quién es el “sujeto” de tal derecho? ¿Tienen ese “derecho humano” los animales o las plantas? ¿El derecho a la vida se funda en una asamblea soberana o en algo que está allende de la voluntad humana? Y si esto es así ¿cómo justificar la pena de muerte en sociedades autoritarias o democráticas? ¿Y la doctrina tradicional de la “guerra justa” aunque muchos inocentes caigan injustamente como “daño colateral”. ¿No es ésta última expresión un eufemismo como decir “interrupción voluntaria del embarazo”?

¿Debemos dejar de sacrificar toros o corderos para alimentarnos todos del pan y del vino?

Xavier: Hemos sacado la teoría a la puerta y ésta se nos vuelve a introducir por la ventana abierta. En el aborto debemos siempre escribir en la arena con la mirada puesta en las estrellas. Solamente se llega a una consecuencia desde un principio. El Tribunal constitucional es, como el Papa para los católicos, quien dice siempre la última palabra en una sociedad civil. Y ha dicho que el aborto no es contrario a la Constitución, lo cual no significa que la penalización del aborto no sea también posible dentro de la Constitución. Ante la duda sobre el fondo del asunto deja a los ciudadanos la elección de penalizar o despenalizar un acto y, si lo despenaliza, la elección de ejecutar dicho acto al amparo de la ley o negarse a ejercer tal derecho legal en nombre de una determinada moral que no se funda en el consenso ético de la sociedad.

Julián: Pero la ley civil debe tener como su fuente y fundamento el derecho natural. De no ser así todo derecho humano se trasforma en una mera convención jurídica, un derecho positivo relativo según cada Estado particular. ¿No sería posible que todos los ordenamientos legales de cada país tuvieran un núcleo común que hiciera posible una justicia universal?

Xavier: El derecho “natural” ¿es el derecho de la naturaleza? ¿o el  derecho de la historia? ¿o el derecho de la Razón universal? La naturaleza no siempre hace todo a derechas y nunca hace nada contra  natura, contra  sí misma. Dios se complace en escribir a veces con algunos renglones torcidos y hace anotaciones, incomprensibles para nuestra miopía, en los márgenes estrechos de la realidad. La libertad humana no conduce “necesariamente” al pecado contra Dios, como teme con buenas razones el pesimismo antropológico; pero la libertad hace posible ese mismo pecado, cosa que no desconocen los optimistas y, por supuesto, todos los libertinos. Y, sin embargo, Dios, que está en su Derecho, permite al hombre el pecado. El mundo humano goza de autonomía plena porque, sin ella, se asemejaría a una piedra o al instinto de los animales que saben siempre lo que se debe hacer en cada instante. Para el bien y para el mal, el hombre es libre. Solamente los hombres pecan y solamente los hombres se arrepienten de hacerlo ante el único magistrado que los puede juzgar. Dios es el Supremo, no el juez de primera instancia. Ahora bien, la ley civil, según santo Tomás, no tiene como su objeto propio castigar todas las faltas cometidas contra Dios sino solamente aquellas conductas dañinas que hacen imposible mantener la convivencia entre los hombres. Hubo un tiempo en que mientras el adulterio y las deudas se castigaban con la cárcel se toleraban los duelos a pistola para salvar el honor mancillado. Y nadie puede decir que tales actos sean éticos. La ley civil se acomoda a los tiempos, a las diversas sociedades, pero en cualquier tiempo y en cualquier lugar es posible cumplir la ley moral al cristiano al que nada obliga en conciencia sino solamente Dios.

Julián: Ciertamente, aunque la ley permita practicar el aborto, no puede obligar al médico a realizarlo apelando a su condición de “funcionario” estatal. Debe contemplarse y quedar regulada también la objeción de conciencia. Ante la duda de si el embrión es o no es un “hombre”, un sujeto de derechos legales, el cristiano hace muy bien en respetar la vida desde el mismo instante de la concepción.

Xavier: Y ante la duda razonable de si la célula germinal es un “hombre” sujeto de derechos, sin pruebas “concluyentes” que no se funden en la creencia muy respetable de un grupo de la sociedad sino en una moral social “consensuada” ¿qué debe hacer la justicia de los hombres? ¿O soltar al posible criminal o castigar al posible inocente? El juez, como Pilatos, se lava las manos y remite al reo a una instancia superior: “Que el cielo la juzgue”. Y pensemos bien que sin el relativismo escéptico de Pilatos sobre qué es la verdad; sin la decisión “democrática” de la muchedumbre que prefiere liberar al reo Barrabás; sin la pena de muerte legal de la crucifixión romana, sin todo ello, no existiría el cristianismo histórico ni la redención sobrenatural.

Pedro: No olvidemos que la penalización del aborto solamente tendría un sentido si evita un nuevo aborto, si salva una vida humana. Si se castiga el homicidio común es para que el homicida no cometa más crímenes mientras está preso en la cárcel y, luego, se lo piense mucho a la hora de reincidir una vez libre. Añadir una pena legal a posteriori, apene a quien apene, no salva por sí misma ninguna vida. Se puede restituir lo robado, incluso con intereses, pero no se puede “dar la vida” quitada hurtando el cuerpo de la circulación entre los hombres libres. Claro está que sin el castigo nada sería más fácil que afirmar: “no lo haré más”. La pena tiene una función preventiva y correctiva además de “purificadora”. La voz “castigo” significa “hacer casto”, devolver la pureza que ha sido mancillada o manchada por el pecado.

Xavier: Creo que tantas pecas no nos dejan ver con sus manchas  el pecado fundamental. Es preciso podar algunas ramas de los árboles para ver bien al desnudo la totalidad del bosque. La cuestión esencial es saber si el embrión es ya un “hombre” y no una forma biológica potencialmente humana. Todo lo que se dice sobre una célula germinal puede aplicarse igualmente a los embriones congelados en la fecundación artificial.

¿Podemos destruirlos? ¿Es lícito usar de ellos como un material orgánico para investigar o salvar otras vidas humanas? Se habla despectivamente de “bebes­medicamento” sin reparar que un hombre, tal vez,  el Hombre,  vino al mundo y se ofreció a morir – nos dio su vida ­ para sanar a todos los hombres enfermos moralmente de un mal congénito, una mancha heredada de sus primeros padres según la carne.

Julián: Las posibilidades de investigación que abre la moderna biología genética son fascinantes, pero también aterradoras. Podemos convertir al hombre en una “cosa” para el hombre, en un objeto de estudio. ¿No llevará la ciencia moderna a trasformar en una máquina o en un robot a un ser cuya naturaleza es espiritual? ¿Podemos evitar esa deshumanización o despersonalización de la técnica humana?

Xavier: Siempre ha existido una pugna “teológica” entre quienes ven el conocimiento de la ciencia como una osadía o atrevimiento del hombre que se rebela ante Dios al grito de “Queremos  saber” y aquellos otros que ven  en la ampliación del saber una forma de aproximarse a Dios, de ser sus “colaboradores” divinos en la creación. “Ser como dios” es una señal de orgullo diabólico y, al mismo tiempo, de ambiciosa humildad evangélica: “sed perfectos como el Padre”. La investigación biológica  nos  confronta frente a nuevos problemas éticos, antes insospechados, que nos obligan a reconsiderar la evidencia de nuestros postulados morales. No se trata de “cambiar de principios”, sino de hacer retroceder esos principios a su más profundo principio comprobando que no eran radicales.

Pedro: Creo que el respeto a la “vida” humana desde su primera fase, sea lo que sea el sentido en que entendamos esta expresión, es preferible desde un punto de vista ético, más que jurídico, a la violencia ejercida sobre el embrión humano, siempre que ésta acción no se justifique en un bien superior o para evitar un mal mayor. Sin embargo, también creo que los hombres no pueden suplantar a Dios. Y esto es posible en una doble dirección: desde la ley civil o penal que dictamina dogmáticamente qué es un ser vivo y desde el laboratorio que no se plantea que la verdad está al servicio del bien. Ya sé que se puede argumentar que del átomo salen la bomba H y la energía que da calor a toda una ciudad, del mismo modo que de la filosofía ilustrada brota la doble cornamenta del terror y la guillotina o la democracia liberal y los derechos del hombre. Ahora bien, si fuese “técnicamente” posible crear un monstruo “híbrido” de una mujer y un chimpancé, ¿sería lícito hacerlo sin ningún escrúpulo moral? ¿Debemos hacer todo lo que podemos hacer? ¿No existen líneas rojas que no debemos traspasar o bien cruzarlas con sumo cuidado y respeto? Chesterton decía, que antes de abrir una puerta cerrada con una tranca, debemos averiguar las razones por las que el dueño ha puesto una tranca. Creo que ésta es la lección de los griegos que nos han brindado juntos el logos racional y el mito de la caja de Pandora.

Julián: Antes se ha identificado la vida del “embrión” alojado en la matriz del cuerpo de la madre y los “embriones” congelados resultado de una fecundación artificial en la probeta de un laboratorio. Pero ¿no incurrimos aquí en un cierto “materialismo” espiritualista al hacer semejantes la materia orgánica – el medio físico ­ sin contemplar la “idea”, la intencionalidad o “finalidad” del proyecto global que es la vida humana. La misma doctrina de la Iglesia rechaza el uso del preservativo porque “la finalidad del acto sexual mismo es la procreación”, y el placer sexual se ve solamente como un anexo, un epifenómeno, el dulzor inseparable de la medicina cuyo fin no es agradar el paladar. Sin embargo, concede que los esposos puedan unirse en aquellos días en que la mujer no es fértil. Se rechaza, con criterio elástico, la goma o condón porque son “materia” interpuesta, aunque la “intención” anticonceptiva de los cónyuges sea la misma en ambos casos. La vida humana es un “hecho” material pero también es una “hacienda” ideal. Una vez “hecho” el embrión da lo mismo que haya sido concebido de facto en una probeta por deseo de los padres estériles o en el vientre como resultado de una violación o la casualidad del azar en una relación sexual.

Xavier: El control de la sexualidad o de la natalidad se inscriben dentro del control de la naturaleza física por parte del hombre. Podemos alterar o modificar los ciclos ovulatorios de la mujer con pastillas, podemos desviar el curso natural de los ríos con grandes palas excavadoras, podemos bajar las montañas, abrir en canal la tierra de un istmo para que así se comuniquen los océanos; podemos modificar todo aquello que nos ha sido “dado” tal cual por las manos divinas del Creador. Pero esa alteración o modificación de la naturaleza únicamente es posible porque en la misma naturaleza humana se da la facultad de crear la novedad con los viejos materiales originales. La cuestión que nos debemos plantear es: ¿para qué? ¿con qué fin? ¿qué beneficio o perjuicio resulta de ello? ¿qué hay detrás? Si podemos evitar la fecundación indeseada, usando medidas anticonceptivas eficaces, la cuestión del aborto resulta entonces superflua. Solamente se plantea la posibilidad de abortar cuando las medidas preventivas han fallado. ¿Y por qué fallan? ¿Cómo se puede explicar que se prefiera la amputación de los dedos estando en la mano el guantelete de hierro que hace imposible la herida gangrenada?

Pedro: En una sociedad “tradicional” el aborto es tan difícil o imposible como el uso de medios anticonceptivos. El Antiguo Testamento condena a Onan, verter el semen fuera de la mujer. Se recurre a hierbas o pócimas supuestamente abortivas, poco eficaces, o bien a prácticas quirúrgicas carniceras que suponen un grave riesgo para la vida de la madre. Por otro lado, la mortandad elevada, los abortos naturales, la pobreza misma y la necesidad de que algún hijo sobreviva para atender la vejez de los padres, son razones suficientes para que una mujer alumbre muchos hijos en su vida. Pero si la tasa de mortalidad se reduce como consecuencia de la higiene y la medicina, la prole numerosa se convierte entonces en una carga pesada. Y aquí se vuelve a plantear de nuevo el problema del infanticidio, la exposición de niños abandonados para ser cuidados en orfanatos o por familias acomodadas...

Julián: En cierto modo, el aborto es solamente un problema para las sociedades más ricas. Al reducirse la tasa de mortalidad, también se hace precisa la limitación consecuente de la tasa de natalidad, el control de la sexualidad. Los animales tienen un periodo de celo que les limita en el tiempo el apareamiento. Y, si proliferan, otros depredadores acaban con los “excedentes” tan pronto como invaden su territorio natural en competencia por unos recursos escasos. Pero el hombre puede sentir el deseo sexual y aparearse en cualquier época del año, no está condicionado biológicamente en este aspecto como el hermano lobo. Solamente las guerras o las epidemias diezman su población. En los países pobres las hambrunas y las enfermedades endémicas acaban con la vida de muchos niños antes de llegar a los tres años. ¿Cómo va a ser el aborto un problema serio en una sociedad donde la presencia de la muerte infantil es un hecho cotidiano y la dificultad se encuentra más bien en llegar el hombre a una edad madura?

Xavier: Vemos que incluso un debate “ético” y “científico”, como es el caso del aborto, no puede sustraerse totalmente de ser visto también desde una perspectiva “sociológica”: la clase social, la edad de la madre, la situación laboral, la adscripción o no a un credo religioso, etc. Si un presidiario sale libre de la cárcel y nadie le ofrece trabajo ¿dejará de sentir hambre? Y si entonces robase ¿deberá volver a la cárcel? En el ámbito sexual hemos conocido etapas en las que se prohibía la fabricación, distribución y venta pública de preservativos o de la “pildora” mientras se castigaba con la pena de prisión el embarazo no deseado. La doctrina oficial de la Iglesia en este tema no tiene en cuenta que la obligación moral de traer hijos al mundo (de la que se libera a quien se le impone el celibato) se proyecta en todo el tiempo de la vida marital, no en cada acto sexual individual. Y la Biblia nada establece sobre el número concreto, el cual depende de otro deber moral superior: la formación de personas integradas en la sociedad, no solamente cuerpos, material biológico. Y eso supone rechazar tanto el egoísmo de tener menos hijos de los que se pueden criar adecuadamente como la irresponsabilidad de dar a luz más hijos de aquellos que  se pueden mantener. Cada familia tiene una situación social distinta y ¿las normas relativas a la sexualidad deben ser siempre las mismas para un burgués acomodado que para un obrero en paro? ¿O no se pueden adaptar tal vez a las distintas fases de la vida?

Pedro: La castidad o la continencia sexual y los medios anticonceptivos artificiales no se excluyen forzosamente. O bien se dirigen a públicos distintos (creyentes unos, secularizados otros) o bien se dirigen a unas mismas personas en las circunstancias diversas de su propia vida sexual. La moral del Opus Dei y las campañas en favor del uso del preservativo  son “complementarias” y convergen ambas en un objetivo común: evitar un embarazo no deseado. ¿Por qué acudir al aborto cuando libremente se puede evitar? Unos porque no practican el sexo; otros porque practican el sexo seguro.

Julián: Creo que si el problema moral del aborto se aborda en un punto anterior a la fecundación, la prevención, podemos hallar una zona común donde todos los hombres, sean católicos o no, podamos remar juntos en una misma dirección. Pero eso exige dos cosas: una, que los católicos acepten la legitimidad de ejercer la propia sexualidad libremente usando las medidas anticonceptivas; otra, que quienes no sean católicos respeten sin burla el derecho a la virginidad o castidad anterior al matrimonio. En psicología se usa una figura que podría llamarse “gato-perro”, un animal indefinido que puede ser visto tanto como perro o como gato. Al añadir ciertos rasgos mínimos en dibujos sucesivos, a la izquierda o a la derecha del “gato-perro”, se nos muestra cada vez con más evidencia la imagen distinta de un perro o de un gato. Podemos extremar las posiciones en conflicto para ver más claramente. Si tuviésemos que optar o elegir entre dos extremos: una sociedad cuya ley nos permite el aborto pero apenas se recurre a la interrupción del embarazo y otra sociedad que lo prohíbe pero se practica abundantemente de una manera clandestina ¿qué opción sería preferible? El cristiano debe iluminar con su fe las conciencias, las leyes son secundarias. Sin embargo, tengo una duda: ¿las leyes buenas sirven para hacer mejores a los hombres? ¿O son los hombres mejores los que mejoran las leyes malas? La ley de plazos que permite el aborto libre no resuelve definitivamente el fondo del problema en todos aquellos casos que sobrepasan, sea cual sea la causa, el plazo tolerado; y, por otro lado, ¿reducirá de veras el número de los abortos ilegales o ampliará los legales al “relajar” la prevención del embarazo? ¡Qué más da usar un preservativo si todo tiene un arreglo posterior! Si podemos suspender una asignatura en junio, en septiembre y, en diciembre, y pasar de curso, y nunca hay un límite apremiante... ¿para qué estudiar? ¿De qué sirve el esfuerzo? La práctica del sexo “seguro” solamente es necesaria cuando la “inseguridad” (o sea, el riesgo probable) conlleva también la obligación de hacernos responsables de nuestra propia irresponsabilidad.

Pedro: Quede aquí la cuestión colgada en el alero para otra ocasión. Podríamos resumir toda esta discusión formulando una ética de mínimos, un programa común que lleve al plano concreto de la acción política y social los presupuestos teóricos implícitos en las distintas posturas en conflicto. Todos estamos de acuerdo en que:

a)       el aborto es un mal en sí mismo o la demostración palpable de un fracaso rotundo en la educación sexual;

b)       debemos trabajar en favor de una mentalidad contraria al aborto, ya sea desde la prevención por medios anticonceptivos o desde una moral que privilegie la castidad.

c)       A pesar de todo, si la mujer queda embarazada, podría legalmente abortar en un plazo suficientemente corto y en el cual la embriogénesis no aclare la sustantividad o individuación de la célula germinal.

d)       Los católicos no estarían en ningún caso obligados a practicar el aborto ni a participar en él quedando regulada legalmente la objeción de conciencia.

e)       Sin ejercer ninguna presión disuasoria, todos los católicos están legitimados para apoyar moral, económica y socialmente a las madres embarazadas que deseen suspender el aborto.

f)        El Estado debe proporcionar los medios precisos para realizar el aborto y también, especialmente, todas las ayudas o medidas necesarias para aquellas mujeres que deseen suspenderlo y culminar el embarazo más allá del plazo legal para abortar.

g)       El Estado no juzga ni penaliza a las mujeres que abortan según la ley ni tampoco los católicos sustituyen la Justicia y la Misericordia divinas “criminalizando” y señalando públicamente a los médicos y a las clínicas abortistas que cumplen con la ley.

Redacción de  uv.es/

Alejandro Martínez Sierra

Gabriel Vázquez no ha escrito  un  tratado  teológico  acerca  de la Virgen María. Sin embargo, su ingenio penetrante y erudito  dedica largas disquisiciones, de fina especulación teológica, a lu Madre de Dios. No es mi intento recoger  toda  la  Mariología  de este teólogo singular  y  personalísimo. Circunscribo  mi exposición al estudio de su teología sobre el culto a María.

El tema del culto o adoración  en  general  es  tratado  ampliamente por  Vázquez  en  su  monumental  obra  COMMENTARIORUM AC DISPUTATIONUM a la  Suma  teológica  de  Santo  Tomás. Su desarrollo abarca las disputas  93  a  la  113  del  tomo  primero de los comentarios a la tercera parte de la Suma. Ya anteriormente había disertado  ampliamente  y  por  separado  de  este asunto. Todo ello ha quedado incluido en las disputas indicadas [1].

Verdad de fe

El magisterio de la Iglesia. Para Gabriel Vázquez es  una  verdad católica, que María puede ser objeto de un culto sagrado por las mismas razones y  aún mayores  que  las  que  fundamen­ tan la veneración de los santos.

La definición está manifiesta en los siguientes documentos:

1)       Concilio Niceno  II,  acción  6,  tomo  6,  definición  17: «Sanctas et adorandos esse et invocandos» [2]

2)       Concilio Niceno II, acción 2, «Epistola Adriani I» a los em­ peradores Irene y Constantino [3]

3)       Concilio Niceno II, acción 3, «Epístola Theodori» [4]

4)       Concilio Niceno II, acción 4, diálogo de Leoncio, Obispo de Nápoles [5]

5)       Concilio Niceno II, acción 4, Epístola de Germán Patriarca [6]

6)       Concilio Niceno II, acción 7, en la definición de fe [7]

7)       Concilio de Trento, sesión 25, en el capítulo sobre la invocación y veneración de los santos [8]

A estos testimonios hay que añadir todos los actos magisteriales de la Iglesia, que defienden  el  culto a las imágenes y reliquias de los santos. Porque, si se les puede  dar  culto  a  ellos, mucho más a los santos a quien representan o pertenecen.

«Est enim fidei dogma, pium esse, colere et venerari culto maiori, quam civili eos, quos non dubitamus esse Sanctas; tametsi, ut publice eorum sanctitatem celebremus, opus sit auctoritate publica Ecclesiae eam nobis celebrandam proponi» [9].

La santidad de María. La razón fundamental del culto a los santos radica en  la santidad, que los eleva a hijos de Dios y herederos del reino celestial. Esto es lo que en virtud de la gracia santificante, los hace dignos de un culto mayor que el honor civil tributado a los constituidos en dignidad [10].

La santidad de María como algo relacionado, pero al mismo tiempo distinto de su dignidad de madre de Dios, era para todos los teólogos de la época un punto incontrovertible. La imagen espiritual de María es en la teología de Gabriel Vázquez verdaderamente inmaculada y plena.

María fue santificada antes de nacer, según el testimonio universal de la Iglesia. De ahí la institución de la fiesta de su nacimiento ya desde muy antiguo. Sería un  error  teológico  afirmar lo contrario [11].

Más aún. Esta santidad de María se retrotrae, en la opinión de Vázquez, al mismo momento de su concepción. En dos pasos desarrolla su argumentación. Primero prueba la posibilidad  de una concepción inmaculada,  y  luego  afirma  que  esa  posibilidad se reduce al acto en el caso  concreto de María. Pudo no contraer el pecado original, porque la excepción de María no constituye ninguna  contradicción en Dios, respecto de la ley universal de la transmisión del pecado original. María, pues, pudo ser  preservada del pecado, aun cuando contrajese en  Adán  el  «debitum peccat i origin alis».

«Pudo suceder, que en el mismo momento de la concepción recibiera la santidad por  otro camino y fuera justificada. No hay ninguna dificultad en que quien por su mismo nacimiento y a causa del primer padre debía estar privado de la justicia y en consecuencia contraer  el pecado original, por la misericordia de Dios y los méritos de Cristo reciba la justicia, que por  otra parte no recibiría del primer padre. Así justificado no contrae el pecado original quien de otra manera lo contraería del primer padre» [12].

Esta posibilidad se  hace  realidad,  según  la  opm1on  personal de Vázquez, que sigue en esto la sentencia más común entre los escolásticos. María fue santificada en el mismo momento de su concepción, y por lo tanto no contrajo pecado original [13].

Precisa nuestro autor que no  se  trata de  ningún  dogma  de fe. La Iglesia nada ha definido respecto de este particular. Pero  es más probable que defina en un futuro la Inmaculada Concepción, que no lo contrarío. Con toda firmeza se adhiere a la corriente inmaculista, aunque se abstiene deliberadamente de dar ninguna censura teológica a los que no opinan  como él [14].

La santidad inicial de María no lleva consigo únicamente la purificación del pecado original, sino también la ausencia absoluta del «fomes peccati», que en ningún momento  estuvo  presente en María. Dado que por «fomes peccati» entiende Vázquez un movimiento inmoderado del apetito, que inclina y empuja la voluntad a hacer algo contra  la  recta  razón, se deduce  que en  María no existieron esos impulsos desordenados, aun cuando tuvo siempre íntegra la inclinación natural del apetito [15].

Dos son los modos de extinguir esos movimientos desordenados. El primero es la contemplación continua y el fervor de la caridad. A Vázquez no le cabe  la  menor  duda de  que  María vivía en este clima espiritual. Se apoya para hacer esta afirmación en dos razones: su dignidad de Madre de Dios y en que tal suposición no va contra  la  fe.  Tal  vez pueda servirnos,  para entender el pensamiento de Vázquez en este argumento, su forma de exponer la  prueba de conveniencia, al fundamentar la Inmaculada Concepción. Se expresa con las siguientes palabras:

«Quidquid dignitatis et honoris tribuere possumus B. Virgini, minime pugnans cum sacra Scriptura, cum dignitate Filii, aut cum Ecclesiae traditione, absque dubio ei tribuere debemus, atqui  dignitas  praeservationis ab originali minime pugnat cum illis tribus, quae diximus, ergo B. Virgini tribuenda est» [16].

La mayor de este silogismo es indudable, según Vázquez, para todos los teólogos, que se apoyan en  este  principio  para  conceder a María otras muchas cosas. No me parece fuera de propósito suponer en este caso el  mismo  raciocinio,  cuando  afirma  que no va contra la fe suponer que  la  contemplación  continua  y el  fervor de la caridad extinguían en María el «fomes peccati».

El segundo modo para extinguir los movimientos desordenados es una especial providencia de Dios, que externamente  protegía a María [17].

La ausencia de pecado en María no se limita a la liberación del pecado original. La Iglesia cree, afirma Vázquez, que, por especial privilegio de Dios, María no tuvo ningún pecado  personal, ni en materia grave, ni en leve. De aquí llegará a concluir, en un «a fortiori», que tampoco pudo tener pecado original [18].

Al explicar la declaración tridentina en la sesión VI, canon 23, precisa nuestro autor que  la  afirmación «ningún justificado puede evitar todos los pecados veniales, si no es por  privilegio especial de Dios, como cree la Iglesia de la Santísima Virgen» (D 833), significa que los Padres conciliares no declararon la mera posibilidad en María de no pecar, fruto de la gracia suficiente, sino  el hecho de que María, ayudada de  una  gracia  eficaz,  venció  todas las tentaciones y permaneció  limpia  de  pecado  toda  la  vida.  De lo contrario no sería un verdadero  privilegio, porque la posibilidad antecedente de evitar los pecados, aun  veniales,  a  todos  les es concedida por parte de Dios [19].

Esta ausencia de pecado venial no conlleva  de  ninguna  manera una falta de libertad en  María. Es su colaboración a la gracia de Dios la que la lleva a una gran fidelidad en todos los actos de su vida.

«B. Virgo hoc etiam peculiare privilegium habuit, ut per singula opera ea gratia congrua  praeveniretur,  qua nec venialiter  peccaret;  tametsi  simpliciter  suppositione non facta de scientia Dei, libera ad peccandum manebat» [20].

Por lo que hace a la gracia de la santificación inicial de María, si se la compara con la gracia  de la primera justificación de los hombres y ángeles, la de María es superior a todos ellos. Más adelante, apoyándose en que la santificación de María es en orden a su condición de Madre de Dios y reina de los ángeles y los hombres, especifica que la gracia de María, al ser  santificada en el seno de su madre, fue más abundante que la de los ángeles y santos [21].

La excelencia de esta primera santificación de María aparece además en  que  le  fueron  infundidas en aquel primer instante no sólo las virtudes morales, que por su  naturaleza  son  infusas, sino también las adquiridas menos la prudencia. Repite como justificante el principio mariológico que más arriba dejamos consignado: todo esto no va contra la dignidad de  Cristo  y  por  otra parte lo exige la de la Virgen.

Pero no está de acuerdo Vázquez con los que defienden que María tuvo la justicia original de Adán. Poseyó, ciertamente,  todos los hábitos, que componían aquel estado paradisíaco: la santidad del alma con las virtudes morales y teológicas, una especial providencia para extinguir en ella el «fomes peccati». Pero tuvo el sentimiento de la tristeza, del hambre, el  frío, etc., y padeció la muerte. De todo esto se deduce, que a María no le fue dada la justicia original de Adán [22].

Esta santidad de María no es en su comienzo una plenitud definitiva. Vázquez no se alinea entre los teólogos que defienden que Dios, en previsión de los méritos de María a lo largo de su vida, le concedió ya en su santificación inicial la gracia, que habría de merecer posteriormente. Esta interpretación va contra la esencia misma del mérito. El mérito no depende de la voluntad libre de Dios,  sino de  la  misma  naturaleza  de  la  obra  meritoria. A las obras de  María no les faltó ninguna de las condiciones que hacen meritorias las obras de los  justos. Por eso María creció en santidad a lo largo de toda su vida. La  plenitud  de la  gracia no ha de entenderse como la del vaso lleno  hasta  rebosar, sino como la abundancia, que es capaz de aumento [23].

Tiene por sentencia probabilísima la que afirma que en María no hubo actos indiferentes, sino que todo lo hizo y quiso con  plena deliberación. Esto lleva a la conclusión de que María aumentó  su santidad no sólo con la mayoría de sus acciones,  sino con  todos y cada uno de sus actos.

Así, María queda situada en una  esfera de actuación  distinta de aquella en que se mueven  los demás justos, en los cuales hay acciones que no son ni buenas ni malas, sino  indiferentes por falta de deliberación. Con ellas no merecen aumento de santidad [24].

No es difícil formular, al llegar aquí, una conclusión que se impone por sí misma. En la mente de Vázquez el culto a María tiene unas credenciales que no posee ninguno de los santos canonizados. Discutirlo o ponerlo en duda sería un absurdo. Cómo negar a la Santísima Madre de Dios lo que la Iglesia  afirma  de tantos de sus hijos, cuya santidad es inferior.

La dignidad de Madre de Dios. La dignidad de Madre de Dios es el segundo fundamento del  culto a María. Este título establece entre María y Dios una relación especial de unión y consanguinidad en la carne que  le  hace  acreedora  a  un  culto  superior  al  de los santos. Sigue en esto a Santo Tomás y a otros autores escolásticos.

No podían faltar los testimonios de los Santos Padres, que inculcan esta adoración especial a la Madre de Dios, que por lo mismo es también reina y señora [25].

No se extiende en este desarrollo Vázquez. La excelencia de María en la historia de la salvación, por su designación para Madre de Dios, era suficientemente reconocida por todos los teólogos como título que acreditase un culto superior al de los santos, sobre todo si se tiene en cuenta el grado de santidad históricamente inherente.

Dos objeciones protestantes. La respuesta a las objeciones presentadas por los protestantes contra el culto de  María  nos  permite conocer  con  mayor exactitud la  firmeza  del  pensamiento de Vázquez  en este  punto, y nos introduce en el conocimiento de la naturaleza de este culto de que hablaremos más adelante. Melanchton aducía la condenación de S. Epifanio contra las colidirianas (Pan. 78-79). Vázquez analiza con precisión los defectos de aquel culto y el sentido de la condenación del obispo de Salamina. En la conducta de las coliridianas hay dos puntos condenables: a) ofrecer ellas mismas un sacrificio, lo cual  es  ejercer ilegítimamente un poder, que  en  la  Iglesia  ostentan  sólo los varones, porque sólo a ellos se les ha confiado el sacerdocio. b) Además, y esto es lo importante en  nuestro  tema,  el  sacrificio no puede ser ofrecido a ninguna criatura  por  muy santa  que sea. Así lo profesan uniformemente los católicos: sólo a Dios compete el sacrificio.

S. Epifanio, concluye Vázquez, rechaza el culto de latría a la Virgen, porque es exclusivo de Dios, pero reconoce que la maternidad divina de María y su santidad personal  la  sitúan  por  encima de los santos en la veneración pública de la Iglesia [26].

La segunda dificultad está centrada en la acusación  de  idolatría que Lutero echa en cara a los católicos  por  atribuir  a María títulos que son propios de Dios. En concreto, llamarla: generadora, restauradora de la generación espiritual, abogada, esperanza nuestra, alegría y salvación del mundo, destructora de las herejías.

Vázquez toma la acusación de S. Pedro Canisio, a quien sigue también en el enfoque de la respuesta. Pueden  distinguirse una serie de afirmaciones escalonadas, que son otras tantas matizaciones de este teólogo a la inteligencia del culto católico a María:

1)       Hay títulos en la Sagrada Escritura, concedidos a Dios, que no pueden atribuirse a ninguna otra criatura, v.c. omnipotente, eterno.

2)       Títulos que admiten indiscriminadamente su aplicación a Dios y a los santos, v.c. pastor, maestro, fundamento, piedra, etc.

3)       Cuando se conceden a la Virgen títulos, con los que se expresan también cualidades del Hijo, no quiere decir que se admita la misma dignidad en los dos;

4)       sino que significamos con ellos la intercesión de María ante Jesús.

5)       Concretamente: cuando la llamamos esperanza nuestra, abogada, restauradora, generadora, nuestra alegría  y destructora de las herejías, queremos expresar el gran poder de su oración ante el Hijo.

7)       Jesús es nuestra única esperanza, autor y restaurador de la vida espiritual, destructor de las herejías.

8)       Concluye Vázquez, después de todas las matizaciones que preceden, es evidente que el culto católico a María, aun teniendo en cuenta los títulos inculpados, no lleva  consigo ningún aspecto idolátrico [27].

Naturaleza de este culto

El   problema.  A  la  hora  de  determinar  la  naturaleza  del  culto a  María,  se  pregunta   Vázquez,  como  era   costumbre  entonces,  a qué virtud pertenece el acto de este culto. ¿A la virtud de la religión?

Para él la pregunta  carecería  de  consistencia si  no fuera  por las afirmaciones de algunos teólogos contemporáneos. Hay quienes sostienen que si las cosas inanimadas, como las reliquias, reciben el culto de latría, en  razón  de  su  contacto  con Dios,  ¿por qué no María, teniendo en cuenta su unión peculiar con Cristo?

Otros opinan que no sólo por su contacto, sino en razón de su  maternidad  por  la  comunión en la sangre,  es  María  acreedora al culto de latría. En dos razones fundamentan esta tesis:

a)       La dignidad de la maternidad divina es creada y consiguientemente finita, pero está ordenada intrínsecamente a la dignidad increada y la excelencia de Dios. Por eso ha de ser constituida en el mismo orden con la divinidad y con la unión personal de la humanidad. Ahora bien, si la humanidad de Cristo es adorada con culto de latría,  ¿por  qué  no ha  de ser  adorada  con el mismo culto la Madre de Dios?

b)       Segunda razón: la madre del  rey  recibe  el  mismo  trato que el hijo. Luego María ha de tener el mismo culto que la humanidad de Cristo, es decir, culto de latría [28].

La inteligencia del pensamiento de Vázquez en el tema propuesto hace necesario que presentemos: a) su concepto de adoración; b) el culto a las cosas creadas, y c) la naturaleza de la adoración tributada a los santos. Sólo con estas premisas puede comprenderse la respuesta de Vázquez.

Concepto de adoración. Comienza la exposición  del  concepto de  adoración resumiendo  en  estas  palabras la  interpretación de S. Tomás y algunos otros teólogos: «Hi ergo  doctores  videntur haec duo ita distinguere ut reverentia in affectum solum,  adoratio tamen in signis etiam externis inveniatur». El en cambio prefiere no hacer distinción alguna entre los dos términos: «idem ergo est reverentia atque adoration» [29].

Sin embargo sí admite la distinción entre «honorare» y «adorare». «Honorare» es más amplio que «adorare», porque honramos a superiores e inferiores, según las cualidades de cada uno, mientras que la adoración va dirigida a los  superiores  en  dignidad [30].

La  adoración a Dios ciertamente es un acto de la, virtud de la religión. Consiste el acto de la adoración primariamente en la voluntad y secundariamente es producido («elicitur») por otra  facultad [31]

Todo afecto de adoración tiene como objeto algún hecho exterior. Siguiendo a Santo Tomás (S. Th., 2.2, q. 84) afirma que la adoración es un acto exterior de la  virtud  de  la religión como los sacrificios, oblaciones, décimos, votos, juramentos y alabanzas. Formas todas con las cuales honramos religiosamente a Dios [32]. Es esencial al acto de adoración la sumisión por la cual honramos al que nos es superior. Características exteriores son: inclinación del cuerpo, genuflexión, postración, golpes de pecho, juntar las palmas de las manos, incensación, beso, luces encendidas y cosas por el estilo. Por lo tanto, la adoración es el afecto y la voluntad de prestar a Dios estos signos de servidumbre y sumisión. Añade que la formalidad del acto de adoración no es determinable por el gesto exterior, sino por el afecto interior [33]. Distingue luego Vázquez entre adoración de latría y adoración de dulía. Como para Santo Tomás la latría es igual a la virtud de la religión, uno de cuyos actos es la adoración. Por eso la adoración de, latría le pertenece únicamente a Dios.

La dulía no es un acto que pertenezca a la virtud de la religión, sino a la de la observancia, por la que honramos a nuestros mayores. Comprende más actos que la latría, porque el honor puede mostrarse no sólo adorando, sino con otros muchos actos. Al hablar de la adoración de dulía, Vázquez se refiere sólo a aquella oración  que se profesa a las personas mayores y precisa que  no pueden identificarse adoración y dulía.

Es interesante recoger la síntesis que él mismo hace de su pensamiento:

«His duabus notationibus [la distinción entre adoración de latría y dulía] existimo satis explicatam, et confirmatam esse nostram sententiam, videlicet adorationis actum in universum esse affectum  exhibendi  signa submissionis cuilibet in dignitate constituto, sive Deo, sive etiam homini. Eam vero esse latriae, et religionis adorationem, non quae in aliqua  peculiari  nota  consistat, sed quae ex  aprehensione  excellentiae,  et maiestatis Dei, et affectu exhibendi ei, tanquam digno, exterius signum, procedit: hic autem affectus, quatenus est circa exceUentiam eius, cui volumus exhibere notam submissionis, est servitutis cuiusdam, qua  placet  excellenti illam deferre» [34].

El culto a las cosas creadas. ¡El tema es tratado en una doble vertiente. Por un lado, el culto a la creación en general y, por  otro, el culto al hombre. Las cosas inanimadas e irracionales pueden ser adoradas, con tal que el  acto interno de  veneración no esté centrado en ellas, sino en lo que representan.

Los fundamentos de esta aserción son los siguientes: a) la representación, v.c. en la imagen respecto de la cosa en ella representada [35];  b)  el  contacto,  v.c.  la  cruz  en  relación  a  Cristo  que ha padecido en ella, o los vestidos respecto de los santos [36] ; c) la pertenencia, v.c. las reliquias [37] ; d) la presencia  operante  de  Dios en las criaturas. Pero hay que evitar en esta adoración todo peligro de quedarse en la creatura y el escándalo  que  pueda  originar el culto a determinadas creaturas por sus características especiales. Tiene en cuenta Vázquez la imposibilidad de los que tienen escasa formación religiosa para  comprender  este  sentido  de la adoración a Dios en las cosas creadas [38].

Cuando se trata del hombre hay que distinguir dos aspectos: a) el hombre en cuanto creatura; b) considerado en su dignidad personal. Como creatura no cabe duda  de que el  hombre,  imagen de Dios, puede ser adorado como las demás creaturas. En el hombre Dios está y actúa de una manera más  excelente que en las cosas inanimadas e irracionales. Y así como en el caso de que el rey se case por un representante suyo, el legado regio recibe los honores del monarca, de la misma manera el hombre puede ser considerado y estimado como representante de Dios y recibir su mismo culto, siempre y cuando se evite el pecado de escándalo [39]

b)       La dignidad del hombre es doble: 1) como a creatura racional se le debe un honor civil; 2) como santificado  por  la gracia y dirigido por ella ha de recibir un honor mayor que  el civil [40].

En  esto  se  ve  la  diferencia  entre  la  imagen viva  y  la  inanimada. El legado del rey o la creatura racional  tienen  la dignidad  del representante y la suya propia. Uno puede acatar sólo la primera o respetar  también  la  segunda.  Las  imágenes  inanimadas no tienen más dignidad que la del ejemplar, a quien necesariamente debe ir dirigido el reconocimiento y la veneración [41].

Naturaleza de la adoración de  los  santos. Se pregunta  Vázquez  a qué virtud pertenece el acto de adoración tributado a los santos. Su respuesta distingue entre latría y dulía como  dos  virtudes distintas. La latría es un acto de la virtud de la religión, exclusiva de Dios. La adoración y culto a los santos es un acto de dulía que cae bajo la virtud de la observancia [42].

Para Vázquez es importante insistir en que el culto a los santos y a Dios son verdaderamente distintos. La religión  es sólo para Dios, y por lo tanto el culto a los santos no puede quedar englobado en la virtud de la religión.

Un paso más en la determinación de la naturaleza de este  culto. ¿Pertenece a la misma virtud el honor que se tributa a las personas constituidas en dignidad civil  y  a los santos?  Responde Vázquez que como la razón de honrar a los mayores es su dignidad creada, podría hablarse de una especie  única de dulía, por la cual se honra a los mayores sean civiles, sacerdotes o santos. Pero le parece más probable asignar  una  virtud  al culto de los santos y .sacerdotes, porque su dignidad es de un género distinto de la civil. El culto a los santos no es solamente sagrado, sino que puede llamarse religioso, porque está íntimamente unido al culto de Dios y se hace con actos a veces iguales [43].

Una última pregunta se formula Vázquez. ¿El término adoración aplicado a los santos y a Dios es unívoco? Su respuesta es negativa por dos razones: a) porque pertenecen a una virtud distinta, lo cual quiere decir que no existe una nota común («ratio communis») entre los dos. La adoración de Dios se coloca juntamente con los demás actos de la religión bajo el género próximo del culto religioso, mientras que la adoración de los santos juntamente con los demás actos de dulía se coloca bajo el género próximo de culto sagrado de dulía. Consiguientemente no pueden convenir en otro género próximo.

b) El término adoración no se aplica a uno «secundum quid» y  al  otro  «simpliciter»,  sino  «simpliciter» a los dos. Porque  aunque la adoración tenga la nota  común  de  sumisión,  sin  embargo como la sumisión indica relación a una persona y en este caso no hay una nota común entre Dios y el hombre, tampoco puede asignársele a la adoración [44].

La respuesta de Vázquez es tajante: el  término  adoración  en este caso es equívoco.

El culto a María. Volvamos ahora a la pregunta que formulamos anteriormente. ¿Es el culto a María un  acto de la virtud de  la religión? La respuesta de Gabriel Vázquez abarca estos tres puntos:

a)       Si en María se considera la dignidad de Dios, es evidente que ha de ser adorada juntamente con Él y en ese caso  el  culto ha de ser de latría. Es la aplicación de  la  doctrina general  acerca de la adoración de las cosas creadas. María tiene razones  especiales para hacerse acreedora al culto de latría más  que el  resto de los hombres. Su maternidad divina la une de una forma muy peculiar con Dios, a través de la humanidad de Cristo.

b)       Pero en María hay que tener en cuenta  su  propia  dignidad, nacida de  su  santidad,  maternidad  y  consanguinidad.  En este caso el culto a María no puede ser de latría. Existe una diferencia esencial entre María y la imagen. Esta no tiene más dignidad que su referencia al ejemplar. Por eso, si la imagen es de Cristo, es objeto de la misma adoración que El, es decir, la latría. María,  en  cambio,  aunque  su  maternidad  esté  referida  a  la divinidad, tiene una dignidad propia y personal, distinta e inferior a la del Hijo. Consiguientemente ha de ser venerada con un culto inferior.

c)       El culto de María no es un acto de la virtud de la religión, porque ésta es exclusiva de Dios, en razón de su dignidad máxima, a la que competen los mayores honores. No puede decirse que a María se le puede dar el culto de latría por su Hijo, con quien la relaciona su maternidad. En ese caso también podría tributársele a los santos, en cuanto que como amigos de Dios están también relacionados con El. Más  íntima  es la  relación que establece la gracia de la santificación, que el hecho de la maternidad. Más aún, la maternidad  en  sí  misma es  inferior  a la gracia santificante. Ahora bien, si la gracia santificante  no exige el culto de latría, mucho menos la maternidad [45].

Hasta aquí la respuesta de Vázquez a la pregunta sobre la naturaleza del culto que la Iglesia católica tributa a María, por su puesto excepcional en la economía de la salvación. Su pensamiento se perfila más en las respuestas a los argumentos en que se apoyaban los que exigían para María el culto de latría, en virtud de su especial unión con la divinidad  a  través de la humanidad de Cristo.

La dignidad de la maternidad no es del mismo orden que la dignidad del Hijo. Cristo tiene una dignidad divina. María una dignidad creada. Ahora bien,  el  término  propio  de  la  adoración  es la excelencia del objeto al que se dirige  el culto. Por  ella  hay  que valorar el acto de adoración. No importa que el objeto tenga referencia a una dignidad superior.

Entre los hombres la dignidad del rey  y su  madre es del  mismo orden. No así en el caso de María y  Jesús.  La  primera  es creada y su culto de dulía. La segunda  increada  y  su  culto  de  latría [46].

El culto de hiperdulía. La dulía es en sentido propio la reverencia de los siervos a los mayores. A María se le puede aplicar con toda razón, porque, en virtud del dominio de Jesús hacia los redimidos, María, como madre suya, tiene derecho al título de Señora y Reina.

El culto que se le debe a María descansa más en su santidad personal, que en su dignidad de Madre. El mismo Jesús se lo advierte a la mujer, que aclama a María por su maternidad,  haciéndola ver que la verdadera grandeza  está  en  seguir  la  voluntad de Dios (Lc 11, 9).

El sentido del término hiperdulía lo explica Vázquez de la siguiente forma: Si comparamos  el culto debido  a  María en razón de su maternidad con  el  que  se da  a  los  santos  por su santidad, no puede llamarse al de la Virgen hiperdulía. En cambio, si se compara con  el  honor y reverencia de los siervos a sus señores y de los inferiores a los superiores, sí  puede  hablarse de  hiperdulía para el culto y reverencia de María. Como de hecho el culto que se tributa a María se apoya en su dignidad de madre y su dignidad personal con razón  se  le  da  el  nombre  de hiperdulía [47]. El término hiperdulía, acota Vázquez, no fue usado por los Padres. Lo han acuñado los escolásticos para indicar que la dignidad de María, por ser en conjunto mayor que la de los santos, reclama el culto máximo de dulía [48].

Vázquez y el Vaticano II. En el número  66 de la  Lumen  Gentium el Concilio Vaticano II aborda sucintamente el tema de la naturaleza y fundamento del culto a María. No resulta difícil establecer un paralelismo entre las ideas conciliares y las que acabamos de exponer de Gabriel Vázquez.

También para los Padres conciliares  el  culto  a  María  se apoya en la exaltación de María por encima de los ángeles y los hombres, en razón de su puesto en la historia de la salvación. Esto es lo que reclama para María un puesto especial en el culto de la Iglesia. El privilegio de su maternidad  divina evoca  en  los  fieles un sentimiento de confianza para acudir a Ella en todas sus necesidades.

La singularidad del culto a María no aparece bautizada con ninguno de los términos clásicos a los que Vázquez  acudía  con tanta maestría como precisión conceptual. Sin duda, las preocupaciones pastorales y ecuménicas  aconsejaron a  los  redactores del esquema  evitar términos  que,  aunque  tradicionales  ya,  no  son aceptados por amplios sector es de los hermanos separados.

Pero el paralelismo entre el pensamiento de Vázquez y el Concilio es manifiesto también en este punto. El esquema conciliar llama  al  culto  de  María  singular.  Lo distingue  del  culto  a  la  Trinidad y a Jesucristo, Verbo encarnado, y afirma que esa diferencia no es sólo de grado, sino esencial.  A  María  no se  le  tributa un culto de adoración.

Ya hemos visto la amplitud con que Vázquez usa el vocablo adoración. Sin embargo, la coincidencia es matemática. Si la adoración es acto de  la  virtud  de  la  religión  -y este  es  el  sentido del término en el Concilio- sólo a Dios  puede tributársele.  La  latría de Vázquez, excluida del culto a María, es la adoración del Vaticano II.

Cuando dicen los Padres conciliares  que  «las diversas  formas de la  piedad  hacia  la  Madre ( ... ) hacen que mientras se honra a la Madre, el Hijo (... ) sea debidamente conocido, amado y glorificado, y sean cumplidos sus mandamientos», instintivamente nos viene a la mente la solución de Vázquez a la acusación de idolatría luterana en el culto a María. «Cuando  llamamos  a  María esperanza nuestra... queremos expresar el gran poder de su oración ante el Hijo. Porque Jesús es  nuestra  única  esperanza, autor y restaurador de la vida espiritual, etc».

Otra nota peculiar del culto a María en el Concilio es su singularidad. Tampoco aquí se ha usado el término hiperdulía, pero queda suficientemente afirmado que el culto de María es superior al de los demás santos.

Un lenguaje más aséptico, teológicamente hablando, como  es nota característica del esquema mariológico, actualiza las ideas maestras del culto a Dios, María y los santos, que hemos visto desarrollado en Gabriel Vázquez.

Alejandro Martínez Sierra, en https://dialnet.unirioja.es/

Notas:

1.   Cf. In III, d. 95, c. 5, n. 13.

2.   Mansi 13, 378 C.

3.   lb., 12, 1056.

4.   lb., 12, 1136.

5.   Ib., 13, 43.

6.   Ib., 13, 99.

7.   lb., 13, 363.

8.   In III, d. 97, c. 2, n. 8, Denz, 984-988.

9.   In III, d. 97, c. 3, n. 27.

10.    lb., d. 97, c. 2, n. 11.

11.    lb., d. 114, c. 1, n. 5; c. 2, n. 11.

12.    lb., d. 116, c. 4, n. 46.

13.    lb., d. 117, c. 2, nos. 23, 26, 27.

14.    lb., d. 117, c. 14, nos. 143 y 149.

15.    lb., d. 118, c. 4, nos. 38, 43, 45.

16.    lb., d. 117, c. 7, n. 83. Para negar la visión de la ciencia intuitiva de Dios en esta vida acude de nuevo al mismo principio. Nadie la ha tenido, porque de haberla concedido Dios lo hubiera hecho con María y de ella no nos consta. «Quidquid pietati non repugnat, et fidei pie etiam de ipsa credi potest». In I, d. 56, n. 5.

17.    In III, d. 118, c. 4, n. 49.

18.    Ib., d. 117, c. 7, nos. 91, 92; d. 120, c. 1, n. l.

19.    Ib., d. 120, c. 1, nos. 2, 3.

20.    In I, d. 90, c. 7.

21.    In III, d. 119, c. 1, nos. 1, 5, 10.

22.    lb., d. 119, c. 2, nos. 11, 12, 15, 16.

23.    lb., d. 119, c. 5, nos. 41, 44, 45.

24.    Ib., d. 119, c. 6, n. 50.

25.    Ib., d. 99,  c. 1, nos. 2 al 4

26.    Ib., d. 99, c. 2, nos. 5 al 7.

27.    Ib., d. 99, c. 2, nos. 8 al 9.

28.    Ib., d. 100, c. 1, nos. 1 al 2.

29.    29. Ib., d. 93, c. 1, n. 2.

30.    In III, d. 93, c. 1, n. 3.

31.    Ib., d.  93, c.  2, n. 10.

32.    Ib., d. 93, d. 4, n. 35.

33.    Ib., d. 93, c. 4, n. 37.

34.    lb., d. 93, c. 4, n. 43.

35.    lb., d. 111, c. 4, n. 12; c.  5,  n.  18: las cruces; ib., d.  106,  c.  2,  n.  10: culto a las imágenes; ib., 108, c. 3, n. 15: en la imagen se venera  al representado; ib., d. 108, c. 9, n. 86: expone la razón  por  la cual  no  puede  ser venerada un a ímagen, si no es en relación  con el sujeto en ella  representado: «Nulla res inanima aut irrationalis capax est secundum se honoris, cultus, et  reverentiae,  sed  adorationis:  sed  imago  est  res  irrationalis et  inanima,  quantumvis  ut  imago,  sine  exemplari   tamen,   consideretur ergo secundum se, sine exemplari, non est  capax  adorationis  et reverentiae». Cf. ib., n. 86.

36.    lb., d. 111, c. 2, n. 4: la cruz de Cristo.

37.    lb., d. 112, c. 2, n. 2: las reliquias o cosas tocadas por los santos; d. 113, c. 2, nos. 4 y  5:  las  reliquias  han  de  ser  veneradas  en  unión  del  sujeto, a quien pertenecen.

38.    lb., d. 110, c. 2, nos. 8 y 11.

39.    lb., d. 110, c. 3, nos. 17, 18 y 21.

40.    lb., d. 110, c. 4, n. 24.

41.    lb., d. 110, c. 4, nos. 24 y 25.

42.    lb., d. 98, c. 1, n. l.

43.    lb., d. 98, c. 1, nos. 4 y 6; c. 4, n. 14.

44.    lb., d. 93, c. 4, nos. 19 y 20.

45.    lb., d. 100, c. 2, nos. 3 al 5.

46.    lb., d. 100, c. 2, n. 7.

47.    lb., d. 100, c. 2, nos. 3 al 11.

48.    lb., d. 99, c. 1, n. 2.