Esta parábola es sumamente rica de significado. Constituye la médula de la espiritualidad cristiana y de nuestra vida en Cristo; considera al hombre en el momento mismo en que se aleja de Dios, olvidándole para seguir su propio camino hacia la tierra del desamparo, donde espera encontrar la plenitud y vida en abundancia.
La parábola describe, pues, el progreso -lento al principio, pero triunfante al final- que le hace regresar, con el corazón quebrantado y libremente abandonado, a la casa de su padre.
Un primer punto es que esta parábola no es simplemente la historia de un pecado particular. Es el pecado en su naturaleza más esencial lo que se nos revela, juntamente con su poder destructivo.
Malicia
Un hombre tenía dos hijos; el más joven reclama a su padre al punto su parte en la herencia. Estamos tan acostumbrados a los límites en que el Evangelio describe la escena, que la leemos impasiblemente; para nosotros es justamente el comienzo de la historia. Y, sin embargo, si nos detenemos un momento a ver lo que las palabras realmente implican, quedaremos sobrecogidos de horror. Esta sencilla frase: «Padre, dame...», significa: «Padre, dame, ya ahora, lo que de cualquier modo ha de ser mío cuando mueras. Deseo vivir mi vida; tú sigue tu camino; no puedo esperar a que tú mueras; seré demasiado viejo entonces para disfrutar de lo que la riqueza y la libertad pueden brindarme; por tanto, ¡muérete!; para mí ya no existes; soy mayor, no necesito un padre; lo que necesito es libertad y todo el fruto de tu vida y tu trabajo; muérete y déjame ir.» ¿No es esto la verdadera esencia del pecado? ¿No le hablamos también nosotros a Dios tan claramente como el hijo menor del Evangelio, pero con la misma ingenua crueldad, reclamando de Dios todo lo que puede darnos: salud, fuerza corporal, inspiración, brillantez intelectual, todo lo que podemos ser y todo lo que podemos tener, para irnos lejos de él y disiparlo, dejándole completamente olvidado y desamparado? ¿No cometemos también nosotros repetidamente este asesinato espiritual contra Dios y contra nuestros semejantes: hijos y padres, esposos y esposas, amigos y parientes, compañeros de clase y de trabajo? ¿No nos conducimos como si Dios y el hombre estuvieran ahí únicamente para sudar y regalarnos el fruto de sus vidas, hasta sus mismas vidas, mientras que en sí mismo no tienen ningún significado para nosotros? La gente, Dios mismo, no son ya personas, sino circunstancias y cosas. Y, cuando hemos tomado todo lo que pueden darnos, les volvemos la espalda y nos encontramos infinitamente lejos de aquellos que no tienen ya rostro para nosotros, ni ojos con que poder encontrarnos. Después de borrar de la existencia al dador, nos convertimos en posesores de derecho propio y nos excluimos del misterio del amor, porque ya no podemos recibir y somos incapaces de dar. Tal es la esencia misma del pecado: descartar el amor, reclamando del que ama y da que salga de nuestra vida, que acepte el aniquilamiento y la muerte; este asesinato metafísico de amor es el acto del pecado, el pecado de Satán, de Adán y de Caín.
Una vez en posesión de todas las riquezas que la «muerte» de su padre le había procurado, sin volver siquiera la vista atrás como lo hacen los jóvenes atolondrados, el joven deja la insípida seguridad del hogar y, apresurando el paso, corre hacia la tierra donde nada le impedirá ser libre; libre de coacciones, de todos los lazos morales, puede entregarse ahora sin reservas a todos los impulsos de su corazón descarriado. El pasado ya no está; sólo existe el presente, fascinante de promesas, resplandeciente como un nuevo amanecer, y el futuro se extiende ante él ilimitado. Está rodeado de amigos, es el centro de todo, la vida es seductora y no sospecha aún que no mantendrá sus promesas. Imagina que es a él a quien se adhieren sus nuevos amigos; la verdad es que es tratado como él ha tratado a su padre; existe para sus amigos solamente en la medida en que es rico, solamente en cuanto participan del hechizo de su vida despilfarradora. Comen, beben, se alegran; él se siente pletórico de alegría; pero, ¡cuán diferente es esta alegría de la serena y profunda felicidad del reino de Dios revelada en las bodas de Caná de Galilea!
Pero llega entonces el momento en que las riquezas le traicionan, en que todo se ha acabado y a sus amigos no les queda otra cosa que él mismo. De acuerdo con la ley inexorable del mundo secular y espiritual (Mt 7, 2: «con la medida con que midáis seréis medidos»), le abandonan, porque nunca habían tenido necesidad de su persona, reflejando su destino el de su padre: ya no existe para ellos, está solo y abandonado. Tiene hambre, sed, frío, se siente desolado y rechazado. Le dejan solo como él dejó solo a su padre, pero frente a una miseria infinitamente mayor: su nada interior; mientras que su padre, aunque abandonado, era rico con una caridad invencible, aquella caridad que le llevó a entregar la vida por su hijo y aceptar el repudio para que su hijo pudiera seguir su camino libremente. Encuentra trabajo, pero eso es para él una miseria y una degradación mayores; nadie le da de comer y no sabe cómo encontrarlo. ¡Qué humillación cuidar de los cerdos, símbolo de impureza para los judíos, tan impuros como los demonios que Cristo expulsa! Su trabajo es una parábola de su condición; su impureza interior iguala a la impureza ritual de su piara de cerdos. Ha tocado fondo, y desde lo más hondo lamenta ahora su miseria.
También nosotros lloramos nuestra propia miseria con mucha más frecuencia que damos gracias por las alegrías de nuestra vida; no porque nuestras pruebas sean tan pesadas, sino porque nos enfrentamos con ellas con tanta cobardía y tan impacientemente.
Abandonado de todos sus amigos, rechazado en todas partes, se queda frente a frente consigo mismo, y por primera vez mira su interior. Libre de toda seducción y atracción, de todos los lazos y trampas que él tenía por liberación y plenitud, recuerda su infancia, el tiempo en que tenía un padre, en que no era huérfano, en que no se había convertido aún en un vagabundo sin corazón y sin hogar. Se da cuenta también de que el asesinato moral que perpetró no mató a su padre sino a él; que su padre dio su vida con un amor tan total, que puede permitirle esperar; y se levanta, dejando atrás su precaria existencia, y se pone en camino hacia la casa de su padre, resuelto a arrojarse a los pies de la clemencia de su padre. No es sólo el recuerdo de su casa, del fuego del hogar y de una mesa repleta de alimentos lo que le mueve a partir, la primera palabra de su confesión es no «perdón», sino «padre». Recuerda que el amor de su padre le hizo libre, y que todas las cosas buenas de la vida provenían de él. (Cristo dice: Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas se os darán por añadidura»). No regresa a un extraño que no le reconocerá, al cual habrá de decirle: «¿No te acuerdas de mí? Hubo un tiempo en que tenías un hijo que te traicionó y te abandonó; soy yo.» No, es el nombre de padre el que brota de lo profundo, el que acelera su paso, el que le permite esperar.
Arrepentimiento remordimiento
Y en esto descubre la verdadera naturaleza del arrepentimiento, porque el verdadero arrepentimiento combina a la vez la visión del propio mal personal y la certeza de que también para nosotros hay perdón, porque el verdadero amor no puede vacilar ni extinguirse. Cuando solamente existe una visión sin esperanza de nuestras propias culpas produce remordimientos y lleva a la desesperación. Judas comprendió lo que había dicho; vio que su traición era irremediable: Cristo fue condenado y murió. Pero no recordó lo que el Señor había revelado de sí mismo y de su Padre celestial; no comprendió que Dios no quería traicionarle como él había traicionado a su Dios. Pierde toda esperanza, va y se ahorca. Estaba preocupado por su pecado, por sí mismo, no pensaba en Dios, el Padre de Jesús y también su Padre.
El hijo pródigo va a casa porque el recuerdo de su padre le infunde valor para volver, y su confesión brota varonil y perfecta: «Padre, pequé contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros.» Queda condenado ante su propia conciencia, no puede obtener el perdón para sí mismo, pero en el perdón hay un misterio de humildad que hemos de aprender repetidamente; hemos de aprender a aceptar el perdón mediante un acto de fe en el amor del otro, en la victoria del amor y de la vida, humildemente para recibir el don gratuito del perdón cuando se nos brinda. Y porque el hijo pródigo tenía así abierto el corazón a su padre, está preparado para el perdón. Según se va acercando a casa, el padre lo ve, se apresura a ir a su encuentro, le echa los brazos al cuello y le besa. ¡Cuántas veces había permanecido en el umbral, mirando el camino por el que su hijo se había alejado de él!
Había esperado y aguardado. Y ahora había llegado el día en que su esperanza se veía cumplida. Ve al hijo que había partido ricamente vestido, adornado de joyas, sin volver ni siquiera la mirada a la casa de su infancia porque sus pensamientos y sentimientos estaban dominados solamente por lo desconocido que le fascinaba. Y ahora el padre le ve volver como un mendigo, harapiento, profundamente abatido, cargado con un pasado del que está avergonzado y sin futuro...; ¿cómo le saldrá su padre al encuentro? «Padre, pequé...»
Pero el padre no le permite renegar de su filiación, como si fuera a decirle: «Al venir a casa me has devuelto la vida; cuando intentaste matarme, fue a ti mismo a quien mataste, y ahora que de nuevo estoy vivo por ti, has vuelto a vivir tú mismo.» Y. volviéndose a sus criados, el padre dice: «Inmediatamente, traed el primer vestido y ponédselo; ponedle también un anillo en su mano y sandalias en sus pies.»
Muchas traducciones leen «el mejor vestido», pero el texto griego habla del «primer vestido». Por supuesto, «el primer vestido» podía ser el más precioso de la casa, pero, ¿no es más probable que el padre dijera a los sirvientes: «Id a buscar la ropa que mi hijo llevaba el día en que se fue, el traje que dejó cuando se puso la ropa de la traición»? Llevándole la ropa más preciosa de la casa, el muchacho habría de sentirse molesto y de etiqueta; tendría la impresión de no encontrarse en casa, sino de ser un huésped distinguido recibido con toda deferencia y hospitalidad posibles. No nos ponemos la mejor ropa de casa cuando estamos cómodos en el hogar. Parece más probable, según el contexto, pensar que el padre manda por la ropa que el hijo rechazó, pero que el padre recogió, dobló y guardó cuidadosamente, como Jacob conservó la túnica de José, que sus hermanos llevaron a su padre, la túnica polícroma, rociada con la sangre del hijo que debía de haber perecido. Así ahora el joven se quita los harapos y vuelve a ponerse la ropa familiar, un poco gastada, a la debida medida, adaptada a su cuerpo. Se siente a gusto en ella y mira a su alrededor; los años lejos de su padre, pasados en la fornicación, la perfidia y la infidelidad, le parecen una pesadilla; algo que nunca ocurrió. Está aquí y aquí ha estado siempre, llevando la ropa que siempre usaba. Su padre está aquí; un poco más viejo, con arrugas más profundas. Aquí están los servidores, respetuosos, observando con ojos de felicidad: «Ha vuelto con nosotros, y nosotros pensábamos que se había ido para siempre; ha vuelto a la vida, y nosotros temíamos que al inferir un golpe mortal a su padre había dado muerte a su alma eterna y había destruido su propia vida.»
Es una vuelta que borraba el abismo que le mantenía lejos de la casa paterna. El padre va más allá; le da su anillo, que no era precisamente un anillo ordinario. Es sabido que en tiempos remotos, cuando la gente no sabía escribir, era el anillo con el sello el que garantizaba cualquier documento. Dar a alguien el propio sello significaba que uno ponía en sus manos la propia vida, las posesiones, la familia, el honor, todo. Recordemos a Daniel en Babilonia y a José en Egipto; por la entrega de un anillo les confió el rey la autoridad para gobernar en su nombre. Recordemos el intercambio de anillos entre dos desposados, intercambio que significa: «Tengo fe en ti, me pongo enteramente en tus manos. Cuanto tengo, cuanto soy, te pertenece sin reserva.» ¿Recordáis el pasaje de Kierkegaard: «Cuando decimos: "Mi patria, mi amada", significa no que yo las poseo, sino que yo pertenezco a ellas sin reserva»?
Esta parábola nos proporciona otro ejemplo de entrega propia. El hijo que había pedido la mitad de los bienes de su padre, que deseaba tomar posesión de lo que habría de tener después de la muerte del padre..., ahora el padre pone su confianza en él. ¿Por qué? Simplemente porque ha vuelto a casa. No le pide cuentas de lo que ha hecho cuando estaba fuera. No dice: «Cuando me lo cuentes todo, veré si puedo confiar en ti.» No dice, como hacemos nosotros continuamente, de una manera explícita o implícita, cuando alguien con quien hemos reñido vuelve a nosotros: «Bien, te aceptaré a prueba; haremos un esfuerzo para reanudar nuestra amistad, y si veo que eres infiel resurgirá todo tu pasado de nuevo y te rechazaré a causa del pasado que da testimonio en contra tuya, demostrando que siempre serás infiel.» El padre no pide nada. No dice: «Veremos.» Por deducción, dice: «Has vuelto. El terrible período de tu ausencia lo borraremos juntos. Mira, la ropa que llevas muestra que nada ha ocurrido. Eres el mismo hoy que el que eras antes de irte. Este anillo que te doy prueba que no tengo duda alguna respecto a ti. Todas las cosas te pertenecen porque eres mi hijo.» Y le calza las sandalias para que puedan estar calzados sus pies «en preparación del evangelio de la paz», como escribe san Pablo en la carta a los Efesios. Y matan el ternero cebado para la fiesta, que es la fiesta de la resurrección, la fiesta de la vida eterna, el banquete del Cordero, del reino. El hijo que había muerto está vivo; el que andaba perdido en tierra extraña, en un país yermo, sin forma y vacío, como leemos al principio del libro del Génesis, ha vuelto a casa. Ahora el hijo está en el reino, porque este reino es el reino del amor, del padre que le ama, del padre que rescata, reintegra y devuelve la vida.
Aparece ahora el otro hijo en escena; el hijo que había sido siempre un buen operario en casa de su padre y que lleva una vida irreprochable, pero que jamás ha caído en la cuenta de que el factor capital en las relaciones entre padre e hijo no es el trabajo sino el corazón, no el deber sino el amor. Ha sido fiel en todas las cosas, pero jamás ha tenido un padre ni ha sido un hijo sino externamente. Ni tampoco ha tenido un hermano. Oigamos lo que le dice a su padre. Al oír la música y el baile, llama a un servidor y le pregunta lo que aquello significa. El servidor le responde: «Es que ha vuelto tu hermano, y tu padre, como lo ha recobrado sano y salvo ha mandado matar el becerro cebado.» El hijo mayor se enfada y se niega a entrar. Su padre sale a su encuentro a rogarle que entre, pero él responde: «Hace ya tantos años que te vengo sirviendo (y la palabra sirviendo es una palabra fuerte, tanto en griego como en latín, que indica esclavitud, servidumbre, tener que hacer toda suerte de tareas desagradables) «sin haber quebrantado jamás ninguna orden tuya» (piensa sólo en términos de órdenes y transgresiones, jamás supo ver la intención de las palabras, el corazón en el tono de la voz, la participación en el calor de una vida común, en la cual le correspondía a él su parte y a su padre la suya; para él ha sido siempre cuestión de órdenes y deberes que nunca ha violado). «Y nunca», prosigue, «me diste un cabrito para que yo celebrara alegremente una fiesta con mis amigos; pero cuando llega ese hijo tuyo, que ha devorado tus bienes con prostitutas, has mandado matar para él el becerro cebado.» Observemos que dice «tu hijo», no «mi hermano»; no quiere tener nada que ver con este hermano. He conocido una familia como ésa; un padre y una madre, una hija que era la favorita de su padre y un hijo que era su dolor; él decía siempre a su mujer: «mi hija» o «tu hijo».
Tenemos la situación: «tu hijo». De ser «mi hermano» no hubiera sido así -no hubiera violado los preceptos de su padre- ni tampoco hubiera tenido un becerro cebado. ¿Qué responde el padre? «Hijo, tú siempre has estado conmigo.» El padre le considera su hijo. Para él, es su hijo; siempre han estado juntos. Para el hijo, no; están el uno junto al otro, lo cual no es lo mismo. No hay vida común para ellos; no hay separación -tienen la casa en común-, pero tampoco hay unidad o profundidad. «Todas mis cosas son tuyas»: las palabras que Cristo empleó en su oración al Padre antes de la traición. «Pero», prosigue, «habrá que hacer fiesta y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado».
Así pues, el viaje es la vuelta desde lo profundo del pecado a la casa del padre. Esto es lo que tenemos delante de nosotros cuando nos resolvemos a vivir no ya según la pública opinión, sino que dejamos que el juicio de Dios nos sirva de criterio, escuchando en la voz de la conciencia, revelado en las Escrituras, manifestado en la persona de aquel que es la verdad, el camino y la vida. Tan pronto como estamos conformes en que Dios y nuestra conciencia sean los únicos jueces, caen las escamas de nuestros ojos; somos capaces de ver y sabemos lo que es el pecado: un acto que niega, tanto a Dios como a aquellos que nos rodean, su realidad como personas, degradándolos a la condición de objetos, que existen únicamente en la medida en que podemos usarlos y abusar de ellos. Cuando nos hemos dado cuenta de esto, podemos entrar dentro de nosotros mismos, librarnos de las garras de todo lo que nos tiene prisioneros; entrar dentro de nosotros mismos y encontrarnos cara a cara con todas las bendiciones que, para aquel joven, eran su infancia y el tiempo en que vivió en casa de su padre.
¿Recordáis el final del pasaje del Evangelio de san Mateo, donde Cristo dice a sus discípulos que regresen a Galilea? Acababan de vivir los días más terribles y desoladores de su vida. Habían visto a su Señor rodeado de odio, le habían visto traicionado y ellos mismos le habían traicionado con su debilidad. Habían sucumbido al sueño en el jardín de los Olivos y habían huido al aparecer Judas. Dos de ellos habían seguido desde lejos a su Señor y a su Dios desde la casa de Caifás, donde permanecieron sentados con los servidores, no con él como sus discípulos. Uno de ellos, Pedro, que había dicho durante la última cena que aunque los demás le traicionaran él permanecería fiel, le negó tres veces. Habían visto la pasión de Cristo. Y ahora le habían visto vivo y con ellos. Judea significa para ellos el desierto, la devastación, el final de toda vida y esperanza. Cristo los envía a Galilea: «Volved a donde me conocisteis primero, donde nos descubrimos en la intimidad de cada día, donde no había daños, ni sufrimientos ni traición. Volved al tiempo en que todo era inocente con posibilidades infinitas. Volved al pasado, al fondo del pasado. Id y enseñad a todas las naciones, bautizándolas en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándolas todo lo que os he enseñado.»
Esta vuelta dentro de uno mismo conduce a lo profundo, donde descubrimos la vida, una vida nueva, donde vivíamos en Dios con otros hombres. Desde el fondo de este oasis del pasado, distante o cercano, podemos iniciar nuestro viaje, el viaje de vuelta, con la palabra «Padre» -no «Juez»- en nuestros labios, con una confesión del pecado y de esperanza que nada ha sido capaz de destruir, y con la certeza de que Dios no habrá de aceptar nunca ninguna degradación nuestra, de que será siempre garante de nuestra dignidad humana. Nunca permitirá que nos convirtamos en esclavos, puesto que hemos sido llamados por la palabra creadora y nuestra vocación última es ser hijos e hijas de su adopción. Podemos ir a él confiadamente, sabiendo que nos ha estado esperando todo el tiempo que hemos permanecido olvidados de él.
Él es quien desea salir a nuestro encuentro, cuando vacilantes nos acercamos a casa. El quien nos echa los brazos al cuello y llora nuestra miseria; una miseria que no podemos nosotros medir porque no sabemos de dónde hemos caído ni cuán alta es la vocación que desdeñamos. Podemos ir a él sabiendo que nos vestirá de nuevo con nuestra ropa primera, con la gloria que Adán perdió en el paraíso. Él nos vestirá de Cristo, que es más «prístino» que el frescor primaveral en que nacimos. Él es hombre como le quiso Dios. Él es aquel de quien hemos de revestirnos, es la gloria del Espíritu que ha de protegernos cuando el pecado quiera dejarnos desnudos. Sabemos ahora que Dios, apenas nos hemos vuelto a él, quiere devolvernos la confianza en nosotros, darnos el anillo que concedió a Adán la facultad de destruir la armonía que Dios había creado y querido, el anillo del hijo unigénito que murió en la cruz por la traición del hombre, y cuya muerte fue la victoria sobre la muerte, cuya resurrección y ascensión -nuestra vuelta- están ya escatológicamente realizadas en la plenitud de la unión con el Padre.
Cuando volvamos a esta casa del Padre, cuando nos encontremos frente a frente con el juicio de nuestra conciencia y de Dios, el juicio no se basará en la profundidad de nuestra visión teológica. No se funda en lo que solamente Dios puede darnos en forma de comunión con su vida. El juicio de Dios se funda en una sola cosa: «¿Eres un ser humano o careces de dignidad humana?» En este contexto, quizás recordéis la parábola de los corderos y los cabritos, en Mt 25, 31-46: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento... o sediento... o forastero... o desnudo... o enfermo... o en la cárcel...?» Si no sabemos conducirnos como seres humanos, no tendremos idea de cómo hemos de conducirnos a escala divina. Cuando hemos vuelto a la casa del Padre, cuando nos hemos revestido de Cristo, cuando el esplendor del Espíritu tome posesión de nosotros, cuando deseemos realizar nuestra vocación y convertirnos en verdaderos hijos del Padre, en hijos e hijas suyos, primero y ante todo hemos de hacer cuanto esté en nuestras manos para ejecutar lo que está en nuestro poder: ser humanos; pues el compañerismo, la compasión, la misericordia están a nuestro alcance, seamos buenos o malos.
Podemos volver al Padre. Podemos volver con confianza, puesto que él es el sello de nuestra dignidad. Él es quien desea salvarnos. Él no nos pide más que una sola cosa: «Dame, hijo mío tu corazón, y todo lo demás te lo concederé», como dice el Eclesiástico. Este es el camino que nos conduce a todos desde donde estamos, ciegos y fuera del reino que anhelamos ver realizado dentro de nosotros y abarcando todas las cosas, paso a paso, hasta encontrarnos a nosotros mismos ante el juicio de Dios. Vemos cuán simple es este juicio, cuán grande debe ser la esperanza en nosotros, y cómo, con esta esperanza, podemos realizar nuestro viaje hacia Dios confiadamente, sabiendo que él es el juez, pero, sobre todo, la propiciación por nuestros pecados, el único para quien el hombre es tan querido, tan precioso, que toda la vida, toda la muerte, toda la agonía y la pérdida de Dios, todo el infierno sufrido por el Hijo unigénito, es la medida del valor que concede a nuestra salvación.
Anthony Bloom en mercaba.org
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