La justicia, la fortaleza, la templanza y sus virtudes derivadas.
Pero los hábitos intelectuales, como sugerimos antes, solo son realmente virtudes si se ordenan al buen ejercicio de la voluntad y, con ello, a las virtudes morales [78]. Nos centraremos en la templanza, la fortaleza y la justicia que, junto con la prudencia, constituyen las cuatro virtudes cardinales, a las que todas las demás remiten en última instancia y que «reivindican para sí aquello que pertenece comúnmente a todas las virtudes» [79]. La justicia es la virtud cardinal de la voluntad, que radica en ella como en su sujeto; la fortaleza, la del apetito irascible; la templanza, la del apetito concupiscible; y la prudencia, como hemos visto, la del entendimiento en su conexión con la voluntad.
● «Lo propio de la justicia entre las demás virtudes es que rija al hombre en las cosas relativas a otro» [80]. Dicho en palabras de Pieper, justicia es «la capacidad de vivir en la verdad “con el prójimo”» [81]; «por eso —dice Aristóteles— muchas veces la justicia parece la más excelente de las virtudes»[82]. De esta forma «se dice justo lo que corresponde a otro según alguna igualdad […]. De ahí que el objeto de la justicia, especialmente y a diferencia de las demás virtudes, se determina por sí mismo, y es llamado lo justo. Esto es el derecho» [83]. De este modo, «justicia es el hábito según el cual uno, con constante y perpetua voluntad, da a cada cual su derecho» [84]. Este dar a cada cual su derecho ha de entenderse en su correcto sentido: no se trata de dar a cada cual lo que le pertenece en propiedad, lo cual puede ser un mal en determinados casos, sino de darle lo que se le debe «según igualdad de proporción» [85].
La justicia se divide en tres especies, y toda otra forma de justicia se reduce a alguna de ellas:
— Justicia general. Es la justicia legal (o social), que ordena al hombre inmediatamente al bien común. Es virtud general, pues, cuando se pone en ejercicio, «ordena el acto de todas las virtudes al bien común» [86].
Cualquier virtud, según su propia esencia, ordena su acto a su fin propio. Sin embargo, el que el acto sea ordenado a un fin ulterior, bien siempre bien algunas veces, no pertenece a la propia esencia de dicha virtud, sino que es necesario que haya alguna virtud superior por la cual sea ordenada a aquel fin. Y así es necesario que haya una virtud superior que ordene todas las virtudes al bien común, que es la justicia legal [87].
— Justicia particular, que se ordena al bien particular de la persona singular. Tiene, a su vez, dos especies:
• Justicia distributiva.- Atiende al orden del todo a las partes, es decir, de la comunidad a cada una de las personas que la integran. La justicia distributiva reparte en justa proporción los bienes comunes entre los miembros de la comunidad.
• Justicia conmutativa.- Atiende al orden de una persona concreta a otra persona concreta, y esto en lo que respecta a cosas (en función de la buena o mala ordenación en este ámbito hablamos de hurto-restitución, fraude…), obras (contraprestación por algún servicio…) o a las personas mismas (injuria-reverencia, atentado a la dignidad, adulterio…). Se sustenta sobre la igualdad de la contraprestación [88].
La justicia es la virtud suprema entre todas las virtudes morales (con alguna excepción como la religión, de la que ya hablaremos). Y ello tanto en lo que respecta a la justicia general o legal como en cuanto a la justicia particular (distributiva y conmutativa). En el primer caso, porque el bien común es superior al particular; en el segundo, porque es «bien de otro» [89]; en ambos casos, porque reside en la parte más noble del alma. Además, en la justicia legal, como dice Aristóteles, se dan de algún modo todas las virtudes morales, pues la ley ordena hacer lo propio del fuerte, como no arrojar las armas, lo propio del templado, como no ser insolente, e igualmente lo propio de las demás virtudes: «la ley manda vivir de acuerdo con todas las virtudes y prohíbe que se viva en conformidad con todos los vicios», en la esfera —claro está, puesto que hablamos de la ley positiva— de «la vida en comunidad» [90].
El vicio opuesto a la justicia es la injusticia, cuyo objeto es cierta desigualdad en las cosas exteriores, «en cuanto se atribuye a alguien más o menos de lo que le corresponde» [91]. Pues bien, si tres son las especies de justicia, tres son los tipos de injusticia. Cada una de estas especies de injusticia se diversifica, a su vez, en distintos vicios. Sin embargo, Santo Tomás no encontró en la tradición o en los textos aristotélicos nombres y tratamiento especiales para los vicios opuestos a la justicia política (legal y distributiva), soslayando por completo el estudio de las formas concretas de injusticia legal y recurriendo a los textos sagrados para la injusticia distributiva, que considera solo someramente. La injusticia conmutativa, en cambio, sí es estudiada en toda su amplitud y sus distintas formas, con todo detalle y gran profundidad. Intentaremos, no obstante, dar una clasificación completa en coherencia con los planteamientos aristotélico-tomistas:
— Vicios opuestos a la justicia legal: injusticia en el legislar y desprecio al bien común en el incumplimiento de la ley (en los casos en los que no hay contradicción entre la ley moral y la positiva).
— Vicios opuestos a la justicia distributiva: la acepción de personas. Consiste en la distribución habitual de los bienes en atención a las personas y no a la causa por la cual los individuos son dignos de tales bienes (acepción de causa) [92].
— Vicios opuestos a la justicia conmutativa: injuria, fraude y usura.
• Contra las conmutaciones involuntarias: injuria de obra (como el homicidio, el hurto, la rapiña, la mutilación, el maltrato, el adulterio y cualquier violación de obra de los derechos del prójimo) o de palabra (prevaricación, calumnia —en el juicio—, contumelia, detracción —fuera del juicio— y demás lesiones de palabra de los derechos del prójimo).
• Contra las conmutaciones voluntarias: fraude en las compraventas —que se da al vender una cosa por un precio superior al valor real u ocultando sus defectos— y usura en los préstamos.
Terminaremos nuestro estudio de la justicia con la enumeración de sus partes integrales y potenciales. Las partes integrales, como dijimos al hablar de la prudencia, son los elementos necesarios para que el acto perfecto y completo de la virtud en cuestión. Y así, las partes integrales de la justicia son hacer el bien debido y evitar el mal indebido:
Es propio del mismo principio constituir algo y conservar lo constituido. Pues bien, alguien constituye la igualdad de la justicia haciendo el bien, es decir, dando al otro lo que le es debido, y conserva la igualdad de la justicia ya constituida apartándose de lo malo, es decir, no infiriendo al prójimo ningún daño [93].
Por lo demás, los vicios opuestos a estos elementos son la transgresión, que consiste en obrar contra los preceptos negativos de la justicia (general y particular), y la omisión, que consiste en obrar contra los preceptos positivos de la justicia (general y particular), o dicho de otro modo, en dejar de obrar a favor del bien debido.
Las partes potenciales o virtudes anejas a la justicia particular (por razón de la igualdad y el débito moral, pues el débito legal está adecuadamente atendido por la virtud principal) son la religión, la piedad, la observancia, la penitencia, la gratitud, la vindicación, la veracidad, la liberalidad y la afabilidad. Veámoslas una por una.
La religión consiste en rendir a Dios el honor y culto debidos mediante la devoción, la oración, la adoración, el sacrificio, la ofrenda, el voto... No es una virtud teologal, por cuanto versa sobre los medios y no tiene a Dios mismo por objeto, sino moral, aunque es la suprema entre todas las virtudes morales. Ahora bien, la virtud moral está en el justo medio [94], de tal modo que se atenta contra ella tanto por exceso como por defecto. En el caso concreto de la religión, el exceso nunca se da en lo que respecta a la cantidad, sino en atención a otras circunstancias, como rendir culto a quien no se debe o cuando no se debe. Y así, el paradigma de vicio opuesto a la religión por exceso es la superstición (idolatría, adivinación y prácticas supersticiosas). Y por defecto se le opone la irreligiosidad (tentación de Dios, perjurio, sacrilegio y simonía).
La piedad consiste en rendir a los padres (y, por extensión, a todos los consanguíneos) y a la patria (y, por extensión, a todos los conciudadanos y amigos de la patria) el honor y el culto debidos, a través de la reverencia y la obediencia (sumisión o servicio). «Después de Dios, a quien más debe el hombre es a los padres y a la patria» [95]. Esta misma jerarquía establece el límite de la piedad: «Si nuestros padres nos inducen a pecar y nos apartan del culto divino, debemos abandonarles y odiarles» [96]; el vicio por exceso sería, pues, el culto exagerado a los padres (y a la patria). Pero si no inducen a pecar y en cuanto que «el culto rendido a los padres por piedad puede referirse a Dios» [97], no debemos abandonarles por seguir la religión: este sería un caso de impiedad o vicio por defecto.
La observancia consiste en rendir el culto, el honor y la obediencia debidos a las personas «constituidas en dignidad» [98] (príncipes, jefes del ejército, maestros y, en sentido amplio, a los virtuosos). Tiene dos especies, a saber, la dulía, por la que se honra a los superiores (en sentido amplio, a los que gozan de alguna excelencia), y la obediencia, por la que se les obedece. Frente a la observancia, el exceso de culto y la inobservancia.
Por la penitencia nos dolemos y arrepentimos moderadamente de nuestros malos actos pasados [99] en cuanto ofensas a Dios y nos esforzamos por enmendarnos y reparar el pecado. Los vicios contrarios son la impenitencia —por defecto— y la exageración en el dolor y el esfuerzo por faltas nimias.
Por la gratitud recompensamos (retribución afectiva y efectiva) a todo aquel que nos hace algún bien gratuitamente, con lo que la observancia, la piedad y la religión serían formas superiores de gratitud. La gratitud tiene tres momentos: reconocer el beneficio recibido, dar las gracias y recompensarlo según las propias posibilidades y en buen tiempo y lugar. La recompensa en casos en los que no se debe o antes de lo debido, por un lado, y la ingratitud, por otro, engendran los vicios opuestos.
Por la vindicación (venganza) damos al culpable el justo castigo a sus acciones, atendiendo a todas las circunstancias y con la intención de conseguir algún bien (enmienda del culpable, tranquilidad de los demás, conservación de la justicia y honor debido a Dios…). Frente a ella, el cruel o inhumano, por un lado, y el excesivamente remiso, por otro.
Por la veracidad manifestamos siempre la verdad a las demás personas, mostrándonos tal cual somos y pensamos en palabras, gestos y en la misma vida. Se trata de un débito moral, exigencia de honestidad, pues es necesario para la convivencia dar mutuo crédito. Los vicios opuestos son la mentira (oficiosa, jocosa y perniciosa)
—en las palabras—, la simulación (e hipocresía, que es la especie de simulación por la cual se finge tener una personalidad distinta) —en los hechos—, la jactancia —vicio por exceso que surge por exageración de la alabanza propia ante los demás— y la ironía —vicio por defecto que surge cuando se finge ante los demás ser menos de lo que se es— [100].
La generosidad, liberalidad, largueza o dadivosidad es la buena disposición (mediante la moderación del amor, la concupiscencia, el gozo y la tristeza) para administrar con prudencia en beneficio del prójimo —sin descuidar el propio sustento y el de la propia familia— los bienes exteriores, en concreto «el dinero y todo aquello cuyo valor puede ser medido en dinero» [101]. Su acto supremo y mayor mérito es el acto de dar. La liberalidad es parte potencial de la justicia, sin embargo, es muy débil en ella la razón de débito: existe un mero débito moral de decencia hacia el prójimo, pues es más liberal un acto en la medida en que menos débito existe. A ella se opone la prodigalidad —por exceso—, que consiste en no poner cuidado en la conservación de los bienes, dando cuando no se debe, y la avaricia o codicia —por defecto—, que consiste en un amor excesivo a las riquezas, no dando cuando se debe [102]. Vicio por defecto es también «la falta de interés y voluntad en la adquisición de bienes personales, cosas necesarias para la vida» [103].
Por la amabilidad o afabilidad seguimos las reglas del decoro en nuestras relaciones con los demás tanto en las palabras como en los hechos, agradando al prójimo. Al igual que la veracidad, se trata de un deber de honestidad más que de un deber legal. El vicio por exceso es la adulación y el vicio por defecto, el litigio. Santo Tomás utiliza para referirse a esta virtud también el término amicitia (amistad). Sigue en esto a Aristóteles que, al no encontrar un nombre preciso, se decanta por φιλια (amistad) como el más aproximado [104]. Sin embargo, en su sentido más propio y elevado, la amistad es una concreción del amor de benevolencia. Así la ve también el Estagirita, y así entendida le dedica gran parte de su Ética a Nicómaco; de hecho, es el hábito al que presta una mayor atención, pues, en sus propias palabras, es “lo más necesario para la vida” [105]: Sin amigos nadie querría vivir […]; hasta los ricos y los que tienen cargos y poder parecen tener necesidad sobre todo de amigos; porque ¿de qué sirve esa clase de prosperidad si se la priva de la facultad de hacer bien, que se ejerce preferentemente y del modo más laudable respecto de los amigos? […] En la pobreza y en los demás infortunios se considera a los amigos como el único refugio. Los jóvenes los necesitan para evitar el error; los viejos para su asistencia y como una ayuda que supla las menguas que la debilidad pone a su actividad; los que están en la flor de la vida, para las acciones nobles… [106].
Cuando la benevolencia se hace recíproca y consciente, surge la amistad; con razón dice Aristóteles que, además de algo necesario, es algo hermoso. La amistad, en este sentido, más que virtud, es algo que acompaña o sigue a la virtud [107], por ello «la amistad perfecta es la de los hombres buenos e iguales en virtud; porque éstos quieren el bien el uno del otro en cuanto son buenos, y son buenos en sí mismos; y los que quieren el bien de sus amigos por causa de éstos, son los mejores amigos, puesto que es por su propia índole por lo que tienen esos sentimientos y no por accidente; de modo que su amistad permanece mientras son buenos, y la virtud es una cosa permanente» [108]. Así, dice el Estagirita en otro lugar, «cuando los hombres son amigos, ninguna necesidad hay de justicia» [109].
La justicia legal también tiene una virtud aneja, denominada epiqueya o equidad. Su función es seguir lo que dicta el espíritu de la ley en aquellos casos particulares en los que seguir su letra conllevaría un atentado contra la razón de justicia y el bien común. Y así, por ejemplo, la ley manda devolver lo ajeno a su propietario, pero sería perjudicial devolver su arma a un desequilibrado en pleno ataque de furia. Esto también puede exigir la disminución de la pena a un reo en determinados casos.
En el ámbito de la justicia se inscribe el don de piedad. Por el don de piedad el Espíritu Santo despierta en nosotros un afecto filial hacia Dios, y a él pertenece como acto principal manifestarle culto y reverencia justamente como Padre. El culto de latría que rendimos a Dios como Padre —por el don de piedad— es más excelente que el que le manifestamos como Creador y Señor —por la virtud de la religión—. Este afecto se extiende a todos los hombres en cuanto hermanos nuestros e hijos del mismo Padre, igual que la virtud de la piedad se extiende a todos los consanguíneos.
El bien del hombre consiste en conformarse a la recta razón. De la rectificación de la razón misma se ocupan las virtudes intelectuales, con la prudencia en un lugar de privilegio [110]; de la aplicación de dicha rectitud a las cosas propiamente humanas o dependientes de la voluntad se ocupa la justicia; de los obstáculos que dificultan dicha aplicación de la voluntad se ocupan la fortaleza (lo difícil) y la templanza (lo deleitable) [111]. Toca ahora hablar de estas dos últimas. Y empezamos por la fortaleza.
● La fortaleza robustece el ánimo para que el apetito irascible y, con él, la voluntad no se vean impedidos en su camino recto hacia el bien arduo y difícil de la razón por una audacia disminuida o, principalmente, por un temor excesivo, atemperando el miedo de verse superado por las dificultades y animando a combatirlas con audacia moderada y la ayuda de la ira cuando han de ser eliminadas. La fortaleza, en sentido estricto, «conlleva firmeza de ánimo para resistir y repeler aquellas cosas ante las cuales es muy difícil tener firmeza, a saber, los peligros graves» [112] y, entre ellos, el más grave de todos, el peligro de muerte [113]. Aristóteles restringe este peligro al riesgo de muerte en la guerra; no en vano habla de ανδρεια, cuyo sentido es más bien el de valor, valentía [114]. Ahora bien, «quien permanece firme ante los mayores males —dice Tomás de Aquino—, consecuentemente permanecerá firme ante los menores» [115], de tal modo que la fortaleza —por extensión— afianza el ánimo para soportar ataques y combatir peligros también de menor dificultad, siendo esta más bien, no obstante, la materia de sus partes potenciales.
La fortaleza no suprime el dolor físico, solo evita que la razón se vea absorbida por él; ni tampoco el sufrimiento ante el peligro de muerte, si bien «la delectación de la virtud vence en el fuerte a la tristeza del alma» [116]. Por lo demás, donde mejor se manifiesta esta virtud es en los sucesos repentinos, pues en ellos obra el hábito de modo connatural. Y su acto más excelente es el martirio.
Los vicios opuestos a la fortaleza son:
— Timidez (timiditas): temor desordenado por exceso —muy especialmente a los peligros de muerte— que se da cuando el apetito rehúye aquello que la razón manda soportar. Como dice Aristóteles, es la cobardía del que «de todo huye y tiene miedo y no resiste nada» [117].
— Impavidez o intimidez (impaviditas o intimiditas): se opone a la fortaleza por defecto de temor, pues el impávido teme la muerte y otros males temporales menos de lo debido —siendo dichos males, no obstante, obstáculos o impedimentos para el ejercicio de la virtud—, algo que puede tener su origen en la falta de amor, en la soberbia o en el defecto de razón.
— Temeridad (audacia) [118]: exceso de audacia que acompaña no pocas veces a la impavidez. Y así, por ejemplo, la falta de temor alguno a la muerte puede llevar a poner la vida en riesgo innecesario con un movimiento excesivamente audaz. «Se considera también al temerario —añade Aristóteles— como un jactancioso que aparenta valor» [119].
Las partes integrales de la fortaleza vinculadas a la audacia son la disposición del ánimo para un pronto ataque y la aptitud para no abandonar en la ejecución de las obras y los propósitos emprendidos con confianza. Y en lo referente al temor, la fortaleza requiere que el ánimo no se debilite por la tristeza ante la dificultad de los males inminentes y que no se fatigue y ceda ante las pasiones de lo difícil cuando estas son especialmente duraderas. Pues bien, estas cosas, «si se reducen a la materia propia de la fortaleza, a saber, a los peligros de muerte, serán como partes integrales de ella, sin las cuales no puede darse. Sin embargo, si se refieren a otras materias en las cuales hay menos dificultad, serán virtudes específicamente distintas a la fortaleza, unidas sin embargo a ella como lo secundario a lo principal» [120]. Estas materias, que en ningún caso podrán perder la razón de arduo —por cuanto es el objeto propio del apetito irascible—, dan lugar a las siguientes virtudes: magnanimidad, magnificencia, paciencia y perseverancia.
La magnanimidad, «como su propio nombre indica, implica cierta tendencia del ánimo hacia cosas magnas» [121] —o también grandeza de ánimo—: es magnánimo el que tiene su ánimo orientado hacia actos en sí mismos y absolutamente grandes (la grandeza pertenece a la razón de arduo) [122]. En definitiva, el magnánimo se afana en realizar grandes obras en toda virtud, exponiéndose prontamente a los peligros que pudieran presentarse, de acuerdo siempre, claro está, con el orden de la razón. Los vicios opuestos a la magnanimidad son, por exceso, la presunción (afán de hacer lo que excede nuestra capacidad sin auxilio o con desprecio de la justicia divina por confianza desordenada en la misericordia), la ambición (apetito desordenado del honor, que es deseado para sí —sin referirlo a Dios—, buscado por una excelencia de la que se carece o tomado como fin) y la vanagloria (deseo de una gloria —esplendor del honor— vana o vacía, por buscarla en algo frágil o caduco, por desvincularla del honor de Dios o la salvación del prójimo o por buscar solo la gloria humana —o buscarla como fin—) [123];y por defecto, la pusilanimidad (frente al presumido, el pusilánime se niega a tender a lo que es proporcionado a su capacidad, renunciando a los grandes proyectos que por sus propias fuerzas podría acometer).
La magnificencia, como su mismo nombre indica, tiene como función propia el “hacer algo grande” [124], entendiéndose aquí hacer (facere) —como en el caso del arte— en el sentido de operar en materia exterior. La magnificencia se refiere, pues, a las acciones transeúntes, y en esto justamente estriba su especificidad y su diferencia con respecto a la magnanimidad, que tiende a lo grande en toda materia, pero más propiamente en materia agible (agere) u operaciones internas o inmanentes. Ahora bien, para hacer grandes obras, y siempre —claro está— en la proporción dictada por la recta razón, se precisan grandes gastos pecuniarios. A estos, pues, dice relación la magnificencia, y en ello se diferencia de la liberalidad, que se refiere a los gastos comunes, de tal modo que no todo liberal es magnífico en acto, aunque sí al menos en disposición próxima (acto interno o inicial) [125]. El magnífico, en este sentido, ha de moderar el amor al dinero, por cuanto un excesivo apego al mismo imposibilita los grandes gastos requeridos por la virtud.
Los vicios opuestos a la magnificencia son la parvificencia o mezquindad —por defecto—, que tiende a hacer cosas pequeñas buscando ante todo el menor gasto posible por afecto desordenado hacia el dinero [126], y la prodigalidad o despilfarro (consumptio, en latín, y banausia o apirocalia, en griego) —por exceso—, que tiende a excederse en el gasto, atentando contra la proporción debida con la obra —muy especialmente con las grandes obras— y cayendo no pocas veces en el dispendio.
La paciencia es la virtud por la cual «el bien de la razón es conservado contra la tristeza, para que la razón no sucumba ante ella» [127] y evitando que las adversidades —cualquier adversidad— nos aparten del bien:
La posesión conlleva quietud de dominio. Y por esto se dice que el hombre posee su alma por la paciencia, en cuanto arranca de raíz las pasiones de las adversidades, las cuales inquietan al alma [128].
Hay dos matices que diferencian a la fortaleza de la paciencia, siendo esta no obstante parte potencial de aquella. En primer lugar, la fortaleza tiene como función propia soportar los males más difíciles de resistir, a saber, los peligros de muerte, mientras que a la paciencia compete soportar cualquier mal. En segundo lugar, la fortaleza reside propiamente en el apetito irascible —pues versa sobre los temores—, mientras que la paciencia se ubica en el concupiscible —pues se ocupa de las tristezas— [129].Son formas de la paciencia la longanimidad —que fortalece al ánimo en su tendencia hacia el bien cuando este es lejano— y la constancia —que hace lo propio cuando la buena obra requiere un esfuerzo continuado—. El vicio opuesto a la paciencia es la impaciencia.
La perseverancia fortalece al ánimo para que pueda llevar a término la obra virtuosa, persistiendo firmemente en el bien cuando la obra se haya de prolongar en el tiempo o sea necesaria una repetición continua de actos mediante la moderación del temor a la fatiga, al tedio, al desfallecimiento, a la monotonía... [130]. La dificultad en este caso proviene de la misma duración de la obra virtuosa; y en esto justamente difiere de la constancia, pues esta fortalece para persistir en el bien frente a los impedimentos externos.
Los vicios opuestos a la perseverancia son la molicie o flojedad —por defecto—, y la terquedad o pertinacia —por exceso—. La primera hace apartarse del bien ante dificultades que por su levedad podrían ser soportadas; la presión más débil la ejerce la tristeza causada por la privación de placeres, de tal modo que la molicie en su máxima expresión llega a despreciar el trabajo y todo lo laborioso (delicia) y buscar por encima de otras muchas cosas superiores el alivio del juego o cualquier otro descanso. La segunda hace persistir en algo con obstinación y porfía, aferrándose —por ejemplo— a la propia opinión más de lo conveniente.
A la virtud de la fortaleza corresponde en el cristiano el don homónimo que, cuando Dios quiere, robustece el alma para el ejercicio de la virtud heroica infundiendo en ella la absoluta seguridad de que podrá superar todas las dificultades —por grandes que estas sean— y llevar a término la obra virtuosa. Este es el don más propio de los mártires, y es dirigido por el don del consejo.
● La templanza o morigeración [131] atempera, modera o reprime, según el caso, los deseos y placeres sensibles [132] —e indirectamente el resto de las pasiones— para que la inclinación del apetito concupiscible (propiamente en lo que respecta a las pasiones principales, más naturales y más atrayentes, que son las pasiones del tacto y del gusto pertenecientes a la conservación de la naturaleza, como el deseo de comer o los placeres venéreos) permanezca dentro de los límites racionales, de tal modo que no aparte, sino que acerque, al bien de la razón [133]. Y es que las pasiones que tienden a los bienes sensibles no repugnan en sí mismas a la razón, pero han de ser subordinadas a ella, de tal modo que esta pueda utilizarlas como instrumentos para la consecución de bienes superiores. Merece la pena traer un texto sumamente clarificador de J. A. Brage Tuñón:
Templanza indica moderación: esta es su razón formal. Pero no una moderación cualquiera, sino aquella propia de la razón. Por tanto, para Santo Tomás, la templanza no es una oposición a la inclinación natural del hombre, ser racional por esencia, sino la virtud que le permite dirigirse al bien con todas las fuerzas de su naturaleza, corporal y espiritual, creando un orden interior en sus potencias y tendencias sensibles. Este orden es el dictado por la razón: el «ordo rationis». La templanza, en definitiva, permite al hombre «ser más» hombre [134].
Los vicios opuestos a la templanza son la insensibilidad —por defecto—, que rechaza por completo los placeres connaturales a la vida humana y, por tanto, las operaciones deleitables sin ordenar la abstención a ningún fin superior; y la intemperancia, desenfreno o licencia [135] —por exceso—, con la cual el hombre se deja arrastrar por los placeres sensibles, con la consecuente turbación de la razón. «A la intemperancia se le atribuye una fealdad máxima, porque nos hunde en el mar de los placeres animales, y porque nos priva de la luz de la razón» [136].
Las partes integrales de la templanza son la vergüenza —de la que ya dijimos algo más arriba—, que es el temor al oprobio por un acto reprobable y vituperable; y la honorabilidad u honestidad (honestas, bien honesto), que es el amor a la belleza moral, al esplendor, al decoro, en definitiva, a la proporción y conformidad con la razón del acto virtuoso, y muy especialmente del acto temperado: «honesto se dice de algo en cuanto que tiene cierta excelencia digna de honor por su belleza espiritual» [137].
La templanza, que se divide —como partes subjetivas— en abstinencia (con respecto a la comida) [138], sobriedad (con respecto a la bebida) [139], castidad-virginidad (moderación de los deleites venéreos principales) [140] y pudor (moderación de los placeres venéreos secundarios) [141], tiene fundamentalmente cuatro partes potenciales o virtudes secundarias, a saber, continencia, mansedumbre, clemencia y modestia. Veámoslas.
La continencia —con sede en la voluntad— es la resistencia (que no moderación, por ser obra de la templanza) a los movimientos violentos de las concupiscencias —muy especialmente a los placeres del tacto— desordenadas, con firmeza en la recta razón, para que no empujen a realizar acciones que deben ser evitadas. En definitiva, «el continente, aunque padezca las concupiscencias intensas, sin embargo elige no seguirlas, obrando conforme a la razón, mientras que el incontinente elige seguirlas, en contradicción con la razón» [142]. Y así, el vicio opuesto es la incontinencia, bien por desenfreno —que no atiende al juicio de la razón—, bien por debilidad —que no persevera en él— [143].
La mansedumbre modera la ira —disminuyendo el apetito de venganza al que esta incita— siempre conforme a la recta razón. Los hábitos contrarios a esta virtud son, por defecto, la paciencia irracional [144] del que no se aíra cuando debe y, por exceso, la iracundia, que es el exceso de ira del que no controla su efervescencia interna —encolerizándose muy ardientemente, con excesiva frecuencia, por motivos nimios o por demasiado tiempo (rencor e implacabilidad)— o sus manifestaciones externas —con arrebatos y signos de cólera excesivos—, y la ira por vicio del que clama venganza contra el orden de la razón, deseando castigo para el que no lo merece, o más de lo que merece, o en orden a un fin distinto a la conservación de la justicia o la corrección de la culpa y al margen de la caridad[145].
Íntimamente relacionada con la mansedumbre está la clemencia, que —con dulzura y suavidad de ánimo— atenúa el mismo acto de venganza, moderando la pena exterior conforme a la recta razón, al hacer prevalecer el amor al reo frente al ejercicio de poder. Se compara a la severidad como la epiqueya a la justicia legal (de la que la severidad forma parte), pues la recta razón exige rigor pero, en determinados casos concretos y en atención a las circunstancias, reclama una disminución de la pena. A la virtud de la clemencia se opone el vicio de la crueldad —también opuesto a la vindicación, como vimos—, que es exceso en el castigo del que castiga sin amor, tomando en consideración la culpa pero con gran severidad de ánimo y «como habiendo perdido el afecto humano, por el cual naturalmente el hombre ama al hombre» [146].
La modestia, por su parte, es la encargada de moderar las pasiones «que encierran alguna dificultad, pero no dificultad notable en cuanto a la conservación del justo medio, de la medida recta y racional» [147], así como sus manifestaciones externas. Tiene cuatro especies: humildad, estudiosidad, modestia en palabras y obras y modestia en el ornato.
La humildad modera la esperanza para que el ánimo no aspire a lo que excede sus propias limitaciones, para que no se empeñe de forma desmedida en alcanzar cosas elevadas —en contra de la recta razón—, para que su apetito de grandeza o excelencia sea acorde a las limitaciones de su ser, en definitiva, para que no se afane en ser más de lo que es o en alcanzar aquellos bienes que están supra se [148]. La humildad se complementa con la magnanimidad, que fortalece el ánimo contra la desesperanza dotándole de grandeza para aspirar a grandes bienes que sí persigue de acuerdo con la recta razón:
La humildad reprime el apetito para que no tienda a cosas grandes en contra de la recta razón. La magnanimidad, por su parte, empuja al ánimo a grandes cosas según la recta razón. Queda claro, pues, que la magnanimidad no se opone a la humildad, sino que convienen en que ambas siguen a la recta razón. [149]
La humildad es la virtud del que «no se considera superior a lo que es», del que reconoce sus defectos y «no tiende desordenadamente a la propia gloria» [150], en definitiva, del que se reconoce —con auténtico juicio interior de la mente— [151] pequeño frente a Dios y se humilla ante Él con reverencia y temor —así como ante el prójimo en lo que tiene de Dios—, bien por poseer mayor bondad o menos defectos, bien por enfrentar nuestros defectos a sus dones. A la humildad compete «alejar el ánimo del apetito desordenado de cosas grandes, contra la presunción» [152]. «No quiere esto decir que el humilde jamás pueda aspirar a nada; no puede aspirar a nada que sea desordenado, incongruente. Llevado de la mano de Dios, puede aspirar al mismo Dios, al mismo tiempo que afirma su propia pequeñez y miseria» [153]. La humildad se opone a la soberbia del que se rebela contra Dios y su grandeza —y contra todo lo que es de algún modo superior—, al aspirar a una excelencia excesiva, desmedida o desproporcionada confiando solo en las propias fuerzas [154]; y también a la falsa humildad del que solo busca la propia gloria mediante la exhibición de signos externos de humildad que no responden a movimientos interiores del alma. [155]
Por otra parte, el hombre, de acuerdo con su naturaleza espiritual, desea conocer. La estudiosidad es la virtud que modera este deseo para que la fuerza intelectiva sea aplicada con el esfuerzo del que a veces aparta la naturaleza corporal, pero con apetito recto y sin vehemencia [156]. Se opone por defecto a la pereza intelectual. Y por exceso a la curiosidad, que implica desorden en el deseo de saber, bien porque se busca el conocimiento por razón de algún mal (como la soberbia o el pecado), bien por distracción de la mente en conocimientos triviales o en las enseñanzas de falsos maestros, bien por el empeño en conocer verdades que superan las capacidades humanas, bien por no ordenar debidamente el conocimiento de la verdad de las criaturas al de la verdad suprema.
Una tercera especie de modestia es la que modera los movimientos externos del cuerpo [157], y esto tanto en los momentos de seriedad como en el juego. La virtud que regula los movimientos externos cuando se obra con seriedad es conocida como saber estar, rectitud de orden, decencia, compostura, rectitud de costumbres… (frente a la insolencia, la ofensa, la falta de delicadeza…). La virtud que regula los momentos de juego, rehuyendo tanto el defecto como el exceso, es la eutrapelia. La eutrapelia rechaza los juegos contrarios a la dignidad del hombre, así como aquellos que se realizan en lugares o tiempos indebidos, y la actitud de aquellos que entienden la diversión como el fin de sus vidas; pero el ocio, la fiesta, el espectáculo, el recreo… son necesarios para el descanso del cuerpo y del alma, con lo que la eutrapelia también rechaza la dureza y rudeza de quien evita cualquier forma de esparcimiento.
Por último, la modestia en el ornato modera el uso de vestidos y adornos contra la ostentación, la vanagloria, el atrevimiento y un cuidado exagerado —por exceso— o deficiente —por defecto—. Esta moderación no excluye el lujo en todo caso, y así, por ejemplo, las personas constituidas en dignidad pueden lucir vestidos y adornos preciosos que manifiesten la grandeza de su cargo, siempre y cuando no se busque la propia gloria. En definitiva, «el cuidado exterior debe estar proporcionado a la condición de la persona según la costumbre común» [158].
A la virtud de la templanza corresponde el don de temor, que se refiere fundamentalmente a Dios:
A la templanza corresponde un don, a saber, el don de temor, que pone freno a las delectaciones de la carne […]. El don de temor se refiere principalmente a Dios, cuya ofensa evita, y por ello ciertamente corresponde a la virtud de la esperanza […]. Sin embargo, secundariamente puede referirse a cualquier cosa de la que se huye para evitar la ofensa a Dios, siendo en aquellas cosas que más atraen donde se torna más necesario. Pues bien, alrededor de estas cosas gira la templanza, y por ello a la templanza también corresponde el don de temor [159].
En definitiva, el temor proporciona al hombre, cuando Dios quiere, un miedo a causarle ofensa, ayudándole a apartarse de todo aquello que, con su fuerte atracción, le aleja del Creador y a someterse así totalmente a su voluntad. Es, por tanto, más que un temor a Dios mismo, un temor a la propia culpabilidad, pues somos nosotros los que nos condenamos. Pieper lo explica con claridad: «El temor de Dios es la respuesta adecuada a este horror de la separación culpable y siempre posible de su última razón de ser. Esta culpabilidad constituye lo que definitivamente hemos de temer» [160].
Las virtudes teologales.
Puesto que hablamos de la naturaleza del alma, no ha lugar un estudio detallado de las virtudes sobrenaturales. Diremos solo algunas palabras de las virtudes teologales para ofrecer una visión de conjunto. Las virtudes teologales son la fe, la esperanza y la caridad, virtudes que, junto con los dones del Espíritu Santo y las virtudes morales sobrenaturales, son infundidas en el alma con la gracia[161].
La fe está en el entendimiento como en su sujeto. No obstante, el acto de fe es acto del entendimiento «en cuanto es movido a asentir por la voluntad» [162], y, en este sentido, también la voluntad está directamente implicada. Por otra parte, «en cuanto por la fe el intelecto es determinado a la verdad, la fe tiene orden a cierto bien [su bien es la verdad]; y ulteriormente, siendo la fe informada por la caridad, tiene también orden al bien en cuanto objeto de la voluntad» [163]. Y es que «por la caridad es ordenado el acto de todas las demás virtudes al último fin» [164]. Sus vicios opuestos son la infidelidad (herejía y apostasía) y la blasfemia.
La esperanza es la virtud por la cual confiamos alcanzar, con el auxilio divino, la bienaventuranza eterna. Tiene su sujeto propio en la voluntad, y sus vicios opuestos son la desesperación y la presunción. Pero las virtudes dependen todas de la caridad, siendo la virtud más excelente. La caridad es «cierta amistad del hombre con Dios fundada en la comunicación de la felicidad eterna» [165]. En este sentido, su sujeto propio es la voluntad. Sus vicios opuestos son el odio a Dios (y el odio al prójimo) que, en cuanto se opone al mismo amor, es el vicio más directamente contrario a la caridad; la acidia [166] y la envidia —que se oponen al gozo de la caridad—; la discordia, la contienda o porfía, el cisma, la guerra, la riña y la sedición —opuestos a la paz—; y la ofensa y el escándalo —que se oponen a la beneficiencia y a la corrección fraterna— [167].
Los dones correspondientes a las virtudes teologales, a saber, los dones de ciencia y entendimiento —para la fe—, de temor —para la esperanza— y de sabiduría —para la caridad—, que también perfeccionan sendas virtudes naturales, como hemos visto, completan la lista de los siete dones consagrados por la tradición a partir de numerosos textos bíblicos [168]:
Según estos dones, la razón del hombre se ve elevada y perfeccionada por el don de entendimiento, para penetrar la verdad; de sabiduría, para juzgar de las cosas divinas; de ciencia, sobre las cosas creadas; y de consejo, para la conducta práctica. Mientras que la voluntad y las inclinaciones sensibles de los apetitos son perfeccionadas por los dones de piedad, en orden a Dios y a los padres; por el don de fortaleza, contra el temor a peligros; y por el don de temor, contra el desorden de la concupiscencia [169].
Corolario: conexión de las virtudes.
Pues bien, al comienzo de este artículo advertimos que el hábito es lo más relevante de la vida moral: más que los actos en sí, lo que nos hace buenos, lo que nos hace crecer, es la virtud. Ahora, después del estudio de cada una de las virtudes de modo particular, y a modo de corolario, hay que hacer constar que dicho progreso solo será posible con el crecimiento conjunto de todas las virtudes. Es el momento de desarrollar un aspecto que en la primera parte de este trabajo solo presentamos y que se torna de capital importancia en este punto, y es el de la conexión de las virtudes.
Las virtudes cardinales (con sus partes potenciales) están intrínsecamente conexas entre sí [170], de tal modo que o se tienen todas o no se tiene ninguna: todas las virtudes cardinales, dice García López, «son necesarias para cada una de ellas, y cada una de ellas lo es para todas las demás», y esto es lo que hace que formen «un verdadero sistema» [171]. En efecto, las virtudes tienen muy diversas materias, pero comparten un mismo elemento formal que es, como ya vimos, la preparación del ánimo. Esta disposición del ánimo, este elemento formal de toda virtud, se adquiere con la prudencia —en el plano natural— y con la caridad (a través de la prudencia infusa) —en el plano sobrenatural—. Y así, «la caridad es la forma, motor y raíz de toda virtud» [172], de tal modo que «quien tenga caridad es necesario que tenga también todas las demás virtudes» [173]: con la caridad son infundidas simultáneamente todas las virtudes sobrenaturales, a saber, las virtudes teologales, la prudencia sobrenatural, la justicia infusa, la fortaleza sobrenatural…, recibidas con la gracia [174].
Pero hablamos del bien humano, del plano natural, de la naturaleza del alma, y aquí la conexión entre las virtudes se produce en la prudencia adquirida. «Todas las virtudes morales se conectan con la prudencia, y cuando se conectan entre sí, lo hacen a través de la prudencia. Tal es el sistema que liga entre sí a las virtudes morales o activas» [175]. En efecto, a partir del ejercicio de las distintas virtudes morales —pues para la recta razón de prudencia hay que estar bien dispuesto respecto de los fines [176]—bajo la dirección de la prudencia imperfecta o parcial —el primer ejercicio de la prudencia—, se va forjando la prudencia perfecta, completa, total o unitaria, que tiene por materia todas las virtudes morales y dispone para hacer el bien en todas las circunstancias: «la virtud moral perfecta es el hábito que inclina a hacer bien la obra buena» [177].Y así «resulta claro, por tanto, de lo que hemos dicho, que no es posible ser bueno en sentido estricto sin prudencia, ni prudente sin la virtud moral» [178] o, dicho en otros términos, «ninguna virtud [moral] puede darse sin prudencia, y es imposible tener prudencia sin las virtudes morales» [179].
En conclusión, en las virtudes cardinales solo puede hablarse de una prioridad en el orden de los actos, por cuanto el acto de una de ellas presupone el de otra, pero no de una prioridad temporal en el orden de los hábitos, pues en cuanto virtudes, en cuanto virtudes perfectas, «todas comienzan a ser simultáneamente en el alma» [180]. De ahí la importancia de cultivarlas todas ellas para el crecimiento moral o, dicho de otro modo, para el perfeccionamiento de la segunda naturaleza del alma. La virtud —dice Pieper— es «lo máximo a que puede aspirar el hombre, o sea, la realización de las posibilidades humanas en el aspecto natural y sobrenatural» [181]. Y este es el camino de la felicidad, como sentimiento estable derivado de la virtud, un camino que en la misma medida de su conveniencia a la naturaleza primera —un camino que en la misma medida en que nos acerca al Bien—, resulta más hondamente deleitable [182].
Gabriel Martí Andrés, en revistas.uma.es/
Notas:
78 Magnífica la definición de Ana Marta González: «la virtud moral es un modo de acción que resulta de introducir racionalidad en nuestra dimensión apetitiva, o —si consideramos que Aristóteles toma la naturaleza como órexis— en nuestra naturaleza» (González, Ana Marta: “Las fuentes de la moralidad a la luz de la ética aristotélica de la virtud”; en Sapientia, vol. LVI, 2001, p. 366).
79 S. Th., II-II, q. 123, a. 11, co.
80 «Respondeo dicendum quod iustitiae proprium est inter alias virtutes ut ordinet hominem in his quae sunt ad alterum» (S. Th., II-II, q. 57, a. 1, co).
81 Pieper, Josef: o. c., p. 19.
82 Aristóteles: o. c., libro quinto, cap. I, 1129 b.
83 «Rectum vero quod est in opere iustitiae, etiam praeter comparationem ad agentem, constituitur per comparationem ad alium, illud enim in opere nostro dicitur esse iustum quod respondet secundum aliquam aequalitatem alteri (…). Sed in aliis virtutibus non determinatur aliquid rectum nisi secundum quod aliqualiter fit ab agente. Et propter hoc specialiter iustitiae prae aliis virtutibus determinatur secundum se obiectum, quod vocatur iustum. Et hoc quidem est ius» (S. Th., II-II, q. 57, a. 1, co). No hemos de confundir el derecho con la norma, pues todo el orden moral es en definitiva normativo. El derecho establece lo debido en justicia, atendiendo así a las exigencias del otro (debitum legale). Este rasgo —que implica la alteridad de la relación y la igualdad de lo debido—, junto con la objetividad, la exterioridad y la coercibilidad, son las notas esenciales del derecho y el orden jurídico en el conjunto de la normatividad ética. El estudio detenido de la ley (divina, eterna, natural y humana) en cuanto razón y raíz del derecho, en cuanto regla y medida de todos los actos humanos (razón práctica-prudencia) y principio rector, por tanto, de todo el orden moral, escapa a las pretensiones de este trabajo.
84 «Et si quis vellet in debitam formam definitionis reducere, posset sic dicere, quod iustitia est habitus secundum quem aliquis constanti et perpetua voluntate ius suum unicuique tribuit» (S. Th., II-II, q. 58, a. 1, co).
85 S. Th., II-II, q. 58, a. 11, co.
86 S. Th., II-II, q. 58, a. 6, co; cf. De ver., q. 28, a. 1. En el plano de las virtudes teologales, también la caridad puede decirse ‘virtud general’, por cuanto ordena el acto de todas las virtudes al bien divino. Por lo demás, Santo Tomás da a “bien común” en sus distintas obras un sentido muy amplio, incluyendo todos los tipos de comunidad, como la comunidad de fines. Y así podríamos hablar de Dios —bien común por esencia— y de la bienaventuranza natural y sobrenatural —en cuanto que fin en el que convienen todos los hombres—. Pero aquí nos referimos al bien común de la sociedad, cuyo orden es regulado por la justicia y, más en concreto, por la justicia legal, que recibe este nombre precisamente por cuanto la ley es ordenada al bien común.
87 «Ad quartum dicendum quod quaelibet virtus secundum propriam rationem ordinat actum suum ad proprium finem illius virtutis. Quod autem ordinetur ad ulteriorem finem, sive semper sive aliquando, hoc non habet ex propria ratione, sed oportet esse aliam superiorem virtutem a qua in illum finem ordinetur. Et sic oportet esse unam virtutem superiorem quae ordinet omnes virtutes in bonum commune, quae est iustitia legalis» (S. Th., II-II, q. 58, a. 6, ad 4).
88 Al margen quedan los derechos fundamentales, que, en cuanto que pertenecen a la propia naturaleza del hombre, en ningún caso pueden ser usados como moneda de cambio para la contraprestación.
89 S. Th., II-II, q. 58, a. 12, co.
90 Aristóteles: o. c., libro quinto, cap. I, 1129 b, et cap. II, 1130 b
91 S. Th., II-II, q. 59, a. 2, co; cf. In Psalm, ps. 35. Evidentemente, hay que distinguir entre la injusticia como hábito y el acto de injusticia. Una persona justa puede cometer un acto de injusticia sin que esto suponga la adquisición del vicio; y a la inversa. Por ello Santo Tomás distingue entre el pecado de injusticia y el hábito de injusticia, algo que podríamos hacer también en el resto de los vicios. Aquí nos referimos a la injusticia habitual, a la injusticia como vicio.
92 En este sentido, el comunismo radical supone un claro atentado a la justicia distributiva.
93 S. Th., II-II, q. 79, a. 1, co.
94 “…oportet quod rectum virtutis consistat in medio ejus quod superabundat, et ejus quod deficit a mensura rationis recta” (In III Sent., d. 33, q. 1, a. 3, qc. 1, co). Por su gran importancia para la ética, ya se encargó Aristóteles de ponerlo de manifiesto en numerosísimos lugares (v. gr. Aristóteles, o. c., libro segundo, cap. VI, 1106 b, 1107 a, 1108b…). El Estagirita es consciente, no obstante, de la dificultad que entraña encontrar el justo medio (es fácil dar dinero —dice—, pero difícil hacerlo en el momento y en la cuantía adecuados y por la razón y de la manera debidas), por ello propone empezar por apartarse de los extremos (cf. Aristóteles, o. c., libro segundo, cap. IX, 1109 a).
95 S. Th., II-II, q. 101, a. 1, co; cf. In I Tim 4, lect. 2.
96 S. Th., II-II, q. 101, a. 4, ad 1
97 S. Th., II-II, q. 101, a. 4, ad 3
98 S. Th., II-II, q. 102, a. 1, co
99 En esto se diferencia de la vergüenza, que se refiere a los malos actos presentes.
100 La verdad tiene que ser salvaguardada siempre y, en este sentido, cualquier forma de mentira es un acto contrario a la virtud. Sin embargo, se puede pecar también contra ella por exceso si difundimos una verdad sin motivo o que no reporta beneficio alguno (cf. S. Th., II-II, q. 109, a. 1, ad 2; Sententia Ethic., lib. 4, l. 15).
101 S. Th., II-II, q. 117, a. 3, co; Sententia Ethic., lib. 4, l. 1
102 Como dice Canals, la codicia de riquezas es el vicio “que más inmediatamente pone en marcha una conversio ad creaturas y que puede llevar a una pérdida del fin último de la vida humana” (Canals, Francisco: “La pereza activa”; en E-aquinas, año 2, Enero-2004, pp. 3-4).
103 Canals, Francisco: art. cit., p. 4
104 Aristóteles: o. c., libro cuarto, cap. VI, 1126 b.
105 Ib., libro octavo, cap. I, 1155 a.
106 Ib.
107 Cf. ib., libro octavo, cap. I, 1155 a; S. Th., II-II, q. 23, a. 3, ad 1.
108 Aristóteles: o. c., libro octavo, cap. III, 1156 b.
109 Ib., libro octavo, cap. I, 1155 a.
110 Cf. Ib., libro sexto, cap. XIII, 1144 b.
111 Este es el orden real de las virtudes cardinales. Y es que la prudencia posee el bien de la razón; la justicia, lo realiza; la fortaleza y la templanza, lo conservan. Y, dentro de estas últimas, el temor al peligro de muerte es mucho más poderoso que las delectaciones del tacto, con lo que la fortaleza ocupa el tercer lugar en la escala de las virtudes principales.
112 S. Th., II-II, q. 123, a. 2, co.
113 Cf. De virt., q. 1, a. 12, ad 23; S. Th., II-II, q. 123, a. 4.
114 Aristóteles: o. c., libro tercero, cap. VI, 1115 a.
115 S. Th., II-II, q. 123, a. 4, co.
116 «Ad tertium dicendum quod tristitia animalis vincitur in forti a delectatione virtutis» (S. Th., II-II, q. 123, a. 8, ad 3).
117 Aristóteles: o. c., libro segundo, cap. II, 1104 a
118 «Sumuntur autem quandoque nomina passionum a superabundanti: sicut ira dicitur non quaecumque, sed superabundans, prout scilicet est vitiosa» (S. Th., II-II, q. 127, a. 1, co).
119 Aristóteles: o. c., libro tercero, cap. VII, 1115 b
120 S. Th., II-II, q. 128, a. 1, co; cf. In III Sent, d. 33, q. 3, a. 3.
121 «Respondeo dicendum quod magnanimitas ex suo nomine importat quandam extensionem animi ad magna» (S. Th., II-II, q. 129, a. 1, co). La cursiva es mía.
122 Cf. S. Th., II-II, q. 128, a. 1, ad 1
123 Las “hijas” de la vanagloria son la desobediencia (inobedientia, que en su afán de gloria se niega a cumplir los preceptos de los superiores), la jactancia (iactantia, que busca la gloria como fin por medio de palabras), la hipocresía (hypocrisis, que busca la gloria como fin por medio de hechos fingidos), la disputa (contentio, que en su afán de gloria discute a gritos en lugar de buscar acuerdos), la pertinacia (pertinacia, que desprecia el parecer de los mejores para alcanzar la gloria, buscada como fin), la discordia (discordia, que no cede para armonizar su voluntad con la de los demás, con el afán de alcanzar la gloria) y el afán de novedades (novitatum praesumptio, que busca la gloria como fin por medio de hechos reales). La vanagloria, por lo demás, difiere de la soberbia —de la que luego hablaremos— en que esta busca la propia excelencia (desordenada), mientras que aquella busca la manifestación de dicha excelencia (cf. S. Th, II-II, q. 162, a. 8, ad 2; De Mal., q. 8, a. 1).
124 S. Th., II-II, q. 134, a. 2, co.
125 Dicho en otros términos, si bien el pobre no puede realizar un acto externo de magnificencia simpliciter, sí que puede realizar un cierto acto de magnificencia secundum quid, en relación al tipo de obra que realiza (cf. S. Th., II-II, q. 134, a. 3, ad 4). Esto también es aplicable al vicio opuesto de la mezquindad.
126 «Ad tertium dicendum quod sicut magnificus convenit cum liberali in hoc quod prompte et delectabiliter pecunias emittit, ita etiam parvificus convenit cum illiberali sive avaro in hoc quod cum tristitia et tarditate expensas facit. Differt autem in hoc quod illiberalitas attenditur circa communes sumptus, parvificentia autem circa magnos sumptus, quos difficilius est facere. Et ideo minus vitium est parvificentia quam illiberalitas» (S. Th., II-II, q. 135, a. 1, ad 3).
127 «Unde necesse est habere aliquam virtutem per quam bonum rationis conservetur contra tristitiam, ne scilicet ratio tristitiae succumbat. Hoc autem facit patientia» (S. Th., II-II, q. 136, a. 1, co; cf. In Heb. 10, lect. 4).
128 «Ad secundum dicendum quod possessio importat quietum dominium. Et ideo per patientiam dicitur homo suam animam possidere, inquantum radicitus evellit passiones adversitatum, quibus anima inquietatur» (S. Th., II-II, q. 136, a. 2, ad 2).
129 «Nec tamen patientia ponitur pars temperantiae, quamvis utraque sit in concupiscibili. Quia temperantia est solum circa tristitias quae opponuntur delectationibus tactus, puta quae sunt ex abstinentia ciborum vel venereorum, sed patientia praecipue est circa tristitias quae ab aliis inferuntur. Et iterum ad temperantiam pertinet refrenare huiusmodi tristitias, sicut et delectationes contrarias, ad patientiam autem pertinet ut propter huiusmodi tristitias, quantaecumque sint, homo non recedat a bono virtutis» (S. Th., II-II, q. 136, a. 4, ad 2).
130 Hay virtudes cuyos actos deben durar toda la vida, por decir orden al último fin de toda la vida humana. Tal es el caso de la fe, la esperanza y la caridad. En estos casos el acto de perseverancia no es consumado hasta el fin de la vida (cf. S. Th., II-II, q. 137, a. 1, ad 2). Por lo demás, hay bienes en los que resulta más difícil persistir. Y así, por ejemplo, es más difícil persistir en las grandes obras o las excesivamente laboriosas. Qué duda cabe que en estos casos es requerida una mayor perseverancia.
131 Aristóteles usa el término sωfrωn para referirse al hombre temperado (Aristóteles: o. c., libro tercero, cap. XI, 1119 a).
132 «Vel dicendum quod delectationes spirituales, per se loquendo, sunt secundum rationem. Unde non sunt refrenandae, nisi per accidens, inquantum scilicet una delectatio spiritualis retrahit ab alia potiori et magis debita» (S. Th., II-II, q. 141, a. 4, ad 4).
133 «Unde patet quod temperantia non contrariatur inclinationi naturae humanae, sed convenit cum ea. Contrariatur tamen inclinationi naturae bestialis non subiectae rationi» (S. Th., II-II, q. 141, a. 1, ad 1). Aristóteles ya había dicho que los placeres objeto de la templanza son «los placeres de que participan también los demás animales», placeres que por eso «parecen serviles y bestiales», si no son regulados por la razón (Aristóteles: o. c., libro tercero, cap. X, 1118 a).
134 Brage Tuñón, José Antonio: “La naturaleza de la templanza según Santo Tomás de Aquino”; en Cuadernos de Filosofía, vol. XVIII, n. 5 (2008), Pamplona, p. 477. De gran interés resulta la relación que este autor establece entre la templanza y la salud psíquica pues, como dice, el deseo inmoderado de bienes sensibles lleva a la constante insatisfacción, a la frustración y, en última instancia, a la ansiedad (ib. pp. 443-444).
135 Aristóteles utiliza el término akólastos (Aristóteles: o. c., libro segundo, cap. II, 1104 a).
136 Brage Tuñón, José Antonio: art. cit., p. 453. Y es que, si bien toda virtud es bella, la templanza goza de una especial belleza: «Ad tertium dicendum quod quamvis pulchritudo conveniat cuilibet virtuti, excellenter tamen attribuitur temperantiae, duplici ratione. Primo quidem, secundum communem rationem temperantiae, ad quam pertinet quaedam moderata et conveniens proportio, in qua consistit ratio pulchritudinis, ut patet per Dionysium, IV cap. de Div. Nom. Alio modo, quia ea a quibus refrenat temperantia sunt infima in homine, convenientia sibi secundum naturam bestialem, ut infra dicetur, et ideo ex eis maxime natus est homo deturpari. Et per consequens pulchritudo maxime attribuitur temperantiae, quae praecipue turpitudinem hominis tollit» (S. Th., II-II, q. 141, a. 2, ad 3).
137 «Nam honestum dicitur secundum quod aliquid habet quandam excellentiam dignam honore propter spiritualem pulchritudinem» (S. Th., II-II, q. 145, a. 3, co).
138 Su vicio opuesto es la gula, que da lugar a la alegría necia (inepta laetitia), a la bufonería (scurrilitas), a la locuacidad (multiloquium), a la estupidez (hebetudo mentis circa intelligentiam)..
139 Su vicio opuesto es la ebriedad o embriaguez.
140 Su vicio opuesto es la lujuria, que da lugar a la ceguera mental (caecitas mentis), a la precipitación (praecipitatio), a la inconsideración (inconsideratio), a la inconstancia (inconstantia), al egoísmo (amor sui), al amor desordenado del presente (affectus praesentis saeculi)…
141 Su vicio opuesto es la impudicia.
142 S. Th., II-II, q. 155, a. 3, co.
143 La vehemencia de las pasiones o la fragilidad de la complexión no justifican la incontinencia. Constituyen “mera ocasión”, pues no impiden que el espíritu resista a las pasiones con firmeza (S. Th., II-II, q. 156, a. 1, co et ad 2).
144 Denominación adoptada por Tomás de Aquino del Pseudo Crisóstomo.
145 Los hijos de la ira desordenada o vicios derivados son la querella, la hinchazón de espíritu, el clamor, la injuria, la indignación, la blasfemia y la contumelia (cf. De mal., q. 12, a. 5; S. Th., II-II, q. 158, a. 7).
146 S. Th., II-II, q. 157, a. 1, ad 3. Mención aparte merece la sevicia o fiereza, que es el vicio del que goza castigando, sin considerar la culpa; no se opone a virtud natural alguna, sino al don de piedad (cf. S. Th., II-II, q. 159, a. 2).
147 Aniz, Cándido: Introducción al ‘Tratado de la templanza’ de la Suma teológica. Madrid: BAC, 1955, tomo X, p. 306.
148 S. Th., II-II, q. 161, a. 2, co.
149 «Ad tertium dicendum quod humilitas reprimit appetitum, ne tendat in magna praeter rationem rectam. Magnanimitas autem animum ad magna impellit secundum rationem rectam. Unde patet quod magnanimitas non opponitur humilitati, sed conveniunt in hoc quod utraque est secundum rationem rectam» (S. Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 3).
150 «Respondeo dicendum quod, sicut ex supra dictis patet, humilitas essentialiter in appetitu consistit, secundum quod aliquis refrenat impetum animi sui, ne inordinate tendat in magna, sed regulam habet in cognitione, ut scilicet aliquis non se existimet esse supra id quod est (…). Et ideo in praedictis gradibus humilitatis ponitur aliquid quod pertinet ad humilitatis radicem, scilicet duodecimus gradus, qui est, ut homo Deum timeat, et memor sit omnium quae praecepit. Ponitur etiam aliquid pertinens ad appetitum, ne scilicet in propriam excellentiam inordinate tendat» (S. Th., II-II, q. 161, a. 6, co).
151 Cf. S. Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 2.
152 S. Th., II-II, q. 162, a. 1, ad 3
153 Aniz, Cándido: o. c., p. 313.
154 La soberbia es «reina y madre de todos los vicios» (S. Th., II-II, q. 162, a. 8, co; cf. In II Sent., d. 42, q. 2, a. 3) —como la definió San Gregorio— e implica jactancia como arrogancia interior, ingratitud, desprecio a los demás… Es vicio universal pues, si bien hay malos actos singulares que tienen su origen en la ignorancia o la flaqueza (cf. S. Th., II-II, q. 162, a. 2, co et a. 7 ad 1), todos los vicios como tales se pueden explicar por el deseo desordenado de la propia excelencia (cf. S. Th., I-II, q. 84, a. 2, co et ar. 4, co). Y así, más que un vicio capital, es el principio de los vicios capitales, que son la vanagloria —más bien que la soberbia, por los motivos apuntados—, la iracundia, la envidia, la gula, la lujuria, la avaricia y la pereza/acidia y que constituyen a su vez la fuente de todos los vicios morales (cf. S. Th., I-II, q. 84, a. 4, co et ad 4-5). La soberbia suele ir acompañada de signos externos, como la arrogancia exterior, el exceso en el modo de hablar, el afán por destacar… (cf. S. Th., II-II, q. 161, a. 6, co). Por lo demás, su sujeto propio es el apetito irascible, pues la propia excelencia tiene la razón de arduo, pero entendiendo ‘apetito irascible’ en un sentido extenso, que incluye tanto el apetito irascible sensible (que es el apetito irascible en sentido propio) como el apetito irascible racional (voluntad misma en cuanto principio de operaciones libres arduas y difíciles). Y es que la excelencia objeto de la soberbia se da tanto en lo sensible como en lo espiritual (cf. S. Th., II-II, q. 162, a. 3, co; De mal., q. 8, a. 3).
155 Cf. S. Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 2
156 Cf. S. Th., II-II, q. 166, a. 2, co et ad 2.
157 Como vimos al hablar de la veracidad, hemos de mostrarnos tal cual somos, en honor a la verdad, y en este sentido, esta tercera especie de modestia ha de responder a las virtudes que moderan las disposiciones internas (cf. S. Th., II-II, q. 168, a. 1, ad 1 et ad 3), de tal modo que un cuidado excesivo de las formas que no responde a una buena disposición del espíritu es del todo censurable (cf. S. Th., II-II, q. 168, a. 1, ad 4; In III Sent., d. 33, q. 3, a. 2, qc. 1, ad 3).
158 S. Th., II-II, q. 169, a. 2, ad 3
159 «Ad tertium dicendum quod temperantiae etiam respondet aliquod donum, scilicet timoris, quo aliquis refrenatur a delectationibus carnis (…). Donum autem timoris principaliter quidem respicit Deum, cuius offensam vitat, et secundum hoc correspondet virtuti spei (…). Secundario autem potest respicere quaecumque aliquis refugit ad vitandam Dei offensam. Maxime autem homo indiget timore divino ad fugiendum ea quae maxime alliciunt, circa quae est temperantia. Et ideo temperantiae etiam respondet donum timoris» (S. Th., II-II, q. 141, a. 1, ad 3).
160 Pieper, Josef: o. c., p. 22
161 Hablamos, claro está, de la gracia santificante. Mención aparte merecería la gracia gratis data, ordenada, no a la santificación del que la recibe, como la anterior, sino a la conversión y justificación de los otros. La tradición, a partir de un texto de San Pablo, reconoce nueve gracias gratis dadas: fe, palabra de sabiduría, palabra de ciencia, don de lenguas, don de palabra, don de hacer milagros, don de curaciones, profecía y discreción o discernimiento de espíritus. No hemos de confundir la fe como virtud teologal ni la sabiduría y la ciencia como dones del Espíritu Santo con la fe, la sabiduría y la ciencia como gracias gratis dadas, pues estas, además de la certeza en el conocimiento, implican un carisma especial para instruir a otros (cf. S. Th., I-II, q. 111, ad 4).
162 S. Th., II-II, q. 4, a. 2, co, la cursiva es mía; cf. De ver., q. 14, a. 4.
163 «Et ideo inquantum per fidem intellectus determinatur ad verum, fides habet ordinem in bonum quoddam. Sed ulterius, inquantum fides formatur per caritatem, habet etiam ordinem ad bonum secundum quod est voluntatis obiectum» (S. Th., II-II, q. 4, a. 5, ad 1).
164 S. Th., II-II, q. 23, a. 8, co.
165 S. Th., II-II, q. 24, a. 2, co.
166 La acidia, acedia o acedía de la que aquí hablamos difiere de la acidia pasional. Esta equivale a tristeza o angustia; la acidia viciosa equivale a flojedad o pereza, aunque con matices, pues “la esencia de la acedia no estriba en una reacción ante dificultades corporales, exteriores al alma, sino en una cierta ‘disposición interior’” (Echevarría, Mauricio: “La acedia y el bien del hombre en Santo Tomás”; en E-quinas, año 2, Enero-2004, p. 16). “La acedia es el entristecerse del bien Divino del que la caridad se goza. Y este vicio específico que está muy bien delimitado se llama acedia, que no es el cansancio, no es la pereza, no es rehuir el esfuerzo, no es el cansancio de llenar la vida interior. La acedia es no tener dentro de sí el gozo del bien Divino, que sólo puede tenerse como fruto de la caridad. La acedia es consecuencia privativa de la falta de ejercicio del amar, del amor a Dios dentro de uno mismo, del amor al bien” (Canals, Francisco: art. cit., p. 9).
167 Tras la muerte, las virtudes intelectuales y las morales permanecerán en cuanto a su elemento formal. También permanecerá la caridad, aunque perfeccionada, pero no así la fe, que será sustituida por el conocimiento perfecto propio de la bienaventuranza, ni la esperanza, pues ya estaremos en posesión de aquello que esperábamos, la misma fruición divina (cf. In III Sent., d. 33, q. 1, a. 4; De Virt., q. 5, a. 4; S. Th., I-II, q. 67).
168 Muy especialmente Is 11, 2-3.
169 Iraburu, José María: o. c., p. 20
170 No podemos decir lo mismo de las virtudes intelectuales no cardinales. En efecto, en las virtudes intelectuales no existe esta dependencia, ni en la relación entre ellas mismas (cf. S. Th., I-II, q. 65, a. 1, ad 2), ni en la relación con las morales. En este último caso, claro está, con excepción de la prudencia (cf. Sententia Ethic., lib. 6, l. 10; Quodl., XII, q. 15, a. 1; S. Th., I-II, q. 58, a. 5, co), que sí guarda una estrecha relación con las virtudes morales, pues «la virtud moral presta oídos a la razón que se hace cargo de la variedad de circunstancias. Por eso, en la práctica, es el hombre con virtud moral el que está en condiciones de ser dócil al precepto de la recta razón» (González, Ana Marta: art. cit., p. 363). Pero esto no quiere decir que entre las virtudes dianoéticas no exista unidad y, por tanto, cierta conexión, pues, como dice García López, la segunda naturaleza del alma «constituye un sistema ordenado y armónico» (García López, Jesús: o. c., p. 191). Y así, «las virtudes especulativas comienzan con la inteligencia, que es la primera en el orden de la generación o de la adquisición, y que no puede faltar en ningún hombre; continúan con la ciencia (o mejor, las ciencias todas), que se apoya en la inteligencia y prepara el camino a la sabiduría; y concluyen con esta última, que supera a las dos anteriores, que las culmina y las reasume» (Ib., p. 193). Esta unidad también se da entre ellas y las virtudes morales, pues «las virtudes activas o morales dependen de las especulativas […] en el orden de la especificación» (Ib., p. 201).
171 García López, Jesús: o. c., 193. “Así, nadie puede poseer la prudencia como virtud cabal y completa, si no posee también la justicia y la fortaleza y la temperancia; ni hay alguien que pueda ser justo, de manera perfecta, si no posee las virtudes de la prudencia, de la fortaleza y de la temperancia, y así sucesivamente” (Ib., p. 194).
172 De virt., q. 2, a. 3, co.
173 De virt., q. 5, a. 2, co.
174 Podemos hablar, no obstante, de un orden dispositivo entre las virtudes teologales, pues la fe dispone para la esperanza y esta para la caridad. Esto hace posible perder una virtud teologal sin perder sus virtudes dispositivas, si bien sin caridad los otros hábitos teologales no serían virtudes perfectas. Las virtudes morales sobrenaturales, por lo demás, guardan una estrecha relación con las teologales, pues “son hábitos operativos infundidos por Dios en las potencias del hombre, para que todos los actos cuyo objeto no es Dios mismo, se vean iluminados por la fe y movidos por la caridad, de modo que se ordenen siempre a Dios” (Iraburu, José María: o. c., p. 19).
175 García López, Jesús: o. c., p. 196.
176 Y sobre todo respecto del último fin. Por ello las virtudes naturales solo serán absolutamente perfectas con la caridad y las demás virtudes sobrenaturales, si bien pueden darse en un estado de semiperfección también en los “gentiles”, en el plano exclusivamente natural.
177 «Perfecta autem virtus moralis est habitus inclinans in bonum opus bene agendum» (S. Th., I-II, q. 65, a. 1, co). Este es el sentido de las palabras de Séneca que oportunamente recoge el Angélico: «omne quod bene fit, juste prudenter, fortiter, temperate fieri» (In III Sent., d. 36, q. 1, a. 1, co).
178 Aristóteles: o. c., libro sexto, cap. XIII, 1144 b; cf. De virt., q. 5, a. 2, co, Quodl. XII, q. 15, co et Sententia Ethic., lib. 6, l. 11, n. 1.
179 Quodl. XII, q. 15, co.
180 S. Th., III, q. 85, ar. 6, co.
181 Pieper, Josef: o. c., p. 15.
182 La tesis de que las operaciones virtuosas, por cuanto se ejercen de modo natural y en conformidad con la primera naturaleza, resultan deleitables, está bien desarrollada por Aristóteles y Santo Tomás. Este texto es uno de los más clarificadores: «Signum autem oportet facere et cetera. Postquam philosophus ostendit quales debeant esse operationes ex quibus causantur virtutes, hic ostendit quid sit signum virtutis iam generatae. Et circa hoc duo facit. Primo proponit quod intendit. Secundo probat propositum, ibi, propter voluptatem quidem enim et cetera. Circa primum considerandum quod, cum virtus similia operetur his operationibus ex quibus generata est, ut supra dictum est, differt executio huiusmodi operationum post virtutem et ante virtutem. Nam ante virtutem facit homo sibi quamdam violentiam ad operandum huiusmodi. Et ideo tales operationes habent aliquam tristitiam admixtam. Sed post habitum virtutis generatum, huiusmodi operationes fiunt delectabiliter. Quia habitus inest per modum cuiusdam naturae. Ex hoc autem est aliquid delectabile, quod convenit alicui secundum naturam» (Sententia Ethic., lib. 2, l. 3, n. 1). Eduardo Sánchez, estudiando la esencia del hábito, establece que una de las condiciones para que una cualidad constituya segunda naturaleza es que sea “fácilmente operable”, desdoblando con acierto este fácilmente en «pronta y deleitablemente» (Sánchez, Eduardo: La esencia del hábito según Tomás de Aquino y Aristóteles. Pamplona: Cuadernos de Anuario filosófico, 2000, p. 59).
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