1. Las virtudes morales como clave del perfeccionamiento espiritual y el crecimiento personal
Existen distintos tipos de disposiciones tanto operativas como entitativas en el alma espiritual, con distintos grados de estabilidad. Y así, podríamos hablar de la fortaleza, la opinión, la ciencia, la sospecha, la prudencia, las habilidades técnicas… Pero, entre las disposiciones operativas, es el hábito (virtud-vicio) el que goza de un mayor grado de permanencia [1], como ya explicamos en la primera parte de este trabajo [2]. En tanto que perfeccionan de una manera estable al alma, los hábitos pueden ser considerados en cierto modo parte de su naturaleza [3]; su condición de accidentes, de cualidades, de perfecciones secundarias, nos obliga a situarlas en un segundo nivel, en una secunda natura. Conforman la personalidad del ser humano, aquellos rasgos que van definiendo su carácter individual determinando o su particular ordenación al fin y que vienen a sumarse a la dotación natural del hombre (personeidad), que recibe al ser engendrado y que le sitúa en el grupo de los entes espirituales o racionales. A ello se refieren los griegos con el término ethos, siendo así la Ética la disciplina que estudia la formación —el crecimiento y el empobrecimiento— de la personalidad (moral) del hombre, que estudia la virtud y los hábitos operativos en general.
Pues bien, es realmente aquí donde los actos adquieren su más alta dimesión moral. Desde un punto de vista ético, lo más relevante y decisivo de los actos buenos o malos no son los mismos actos en sí; lo realmente importante es que nos hacen buenos o malos, prudentes o imprudentes, justos o injustos… Como dice Aristóteles, «practicando la justicia nos hacemos justos, practicando la templanza, templados, y practicando la fortaleza, fuertes» [4]. Hacer el bien nos hace virtuosos; la virtud nos hace crecer como personas, aumentando nuestra capacidad de amar y haciéndonos más dignos de ser amados; y así se facilita el crecimiento y la mejora de los demás. Y, en el lado opuesto, hacer el mal nos hace peores personas:
Entre todos estos pensamientos —dice Platón— sobresale uno inquebrantable, a saber, que se debe temer más cometer una injusticia que padecerla, y procurar, más que parecer bueno, serlo de veras, en público y en privado; que si alguien faltare en algo, debe ser castigado, y que, después del bien de ser justo, está el segundo de llegar a serlo sufriendo el castigo correspondiente [5].
Con el ejercicio del mal vemos dañada nuestra naturaleza y frustrada nuestra natural aspiración a la felicidad. En efecto, «la felicidad —dice Aristóteles— es una actividad conforme a la virtud» [6] o, dicho aún más claramente, es «el premio y el fin de la virtud» [7].La auténtica felicidad se corresponde con la perfección (beatitudo), y solo es alcanzada en la medida en que perfeccionamos nuestra naturaleza con la práctica de la virtud. Se trata de un sentimiento estable derivado del ejercicio del bien, derivado del ejercicio de la virtud, que, en cuanto que tal, se inscribe en el ámbito de la naturaleza, de la segunda naturaleza del alma, si bien es cierto, como dice Tomás Melendo, que «especialmente en los estados de honda exaltación humana, en las alegrías más entrañables y profundas, el alborozo y la satisfacción interiores se nos ofrecen como algo radicalmente gratuito, como una delicia que viene a colmar nuestras ambiciones mucho más allá de lo que en estricta justicia considerábamos merecer» [8]. El mal moral constituye un innoble ejercicio de nuestra libertad que nos aleja paulatinamente de la auténtica felicidad.
Los ángeles, disfrutando de perfección de naturaleza desde el primer momento (con la consecuente felicidad-beatitud natural), creados en gracia [9] y, por tanto, ordenados a la felicidad sobrenatural, se hacen merecedores o no de esta bienaventuranza sobrenatural, así como de un determinado grado de gloria (gracia consumada o perfecta) o de pena, con un solo acto de su voluntad: meritorio (acto caritativo de conversión a Dios) o demeritorio (acto soberbio de aversión a Dios) [10]. En cambio, «el hombre según su naturaleza no alcanza la última perfección al instante, como el ángel, y por esto al hombre, para merecer la bienaventuranza, le ha sido dado un camino más largo que al ángel» [11]. Y este camino es el del crecimiento en la virtud.
Como hemos sugerido en varias ocasiones, existen hábitos entitativos y hábitos operativos. En el plano natural, los hábitos (más bien disposiciones) entitativos son los del cuerpo [12] y los operativos, los del alma (entendimiento y voluntad) [13]. En el sobrenatural también encontramos hábitos entitativos —como la gracia, con la que el cristiano recibe una participación en la misma naturaleza divina— y hábitos operativos —como la fe (en el entendimiento) y la caridad (en la voluntad) y, en general, todas las virtudes operativas del cristiano— [14].
Pero hablamos de la naturaleza del alma y, en este sentido, nos centraremos en el plano natural —aunque, para facilitar la comprensión, hagamos algunas referencias al sobrenatural— y, en concreto, en los hábitos naturales operativos. Por lo demás, si bien las virtudes intelectuales o dianoéticas tienen una importancia capital, las que hacen bueno al hombre son las virtudes apetitivas o éticas:
De dos maneras un hábito se ordena al acto bueno. Primero, en cuanto que por el hábito adquiere el hombre la capacidad para el acto bueno […]. Segundo, un hábito puede conferir no solo la capacidad de obrar, sino también el recto uso de tal aptitud […]. Y como la virtud es lo que hace bueno al que la tiene y buena su obra, son estos hábitos los que se dicen virtudes en sentido propio […]. No se le dice a algún hombre bueno absolutamente hablando porque sea sabio o maestro en un arte, sino solo en un sentido relativo, por ejemplo, buen gramático o buen artesano. Y por esto a menudo la ciencia y el arte son clasificados por oposición a la virtud y otras veces se dicen virtudes [15].
Ya Aristóteles lo había advertido con bastante claridad muchos siglos antes:
Con razón se dice, pues, que realizando acciones justas se hace uno justo, y con acciones morigeradas, morigerado. Y sin hacerlas ninguno tiene la menor probabilidad de llegar a ser bueno. Pero los más no practican estas cosas, sino que se refugian en la teoría y creen filosofar y poder llegar así a ser hombres cabales; se comportan de un modo parecido a los enfermos que escuchan atentamente a los médicos y no hacen nada de lo que les prescriben. Y así, lo mismo que éstos no sanarán del cuerpo con tal tratamiento, tampoco aquéllos sanarán del alma con tal filosofía [16].
La facultad apetitiva del alma es la que pone en acto [facit uti] todas las potencias y hábitos, y de ella depende su recto uso [bene uti] [17]. Lo que nos hace buenos no es el conocer lo que está bien, que, no obstante, es algo de suma importancia, sino el quererlo, el estar inclinados a buscar lo bueno y a rechazar lo malo, y esto se consigue con la justicia, la fortaleza y la templanza [18]. Nos centraremos, pues, en los hábitos morales y muy especialmente en las virtudes, pues a ellas se ordena la naturaleza del alma. Pero para encuadrar correctamente dichas virtudes, es necesario clasificar y definir antes las intelectuales, a saber, arte, ciencia, sabiduría, intelecto y prudencia [19], tratando esta última con un poco de más detenimiento por su importancia para las virtudes éticas.
La prudencia y las demás virtudes intelectuales.-
Las virtudes intelectuales se encuentran propiamente en el entendimiento posible, y solo secundariamente en los sentidos internos:
Como las potencias aprehensivas preparan internamente el objeto propio del entendimiento posible, de las buenas disposiciones de estas virtudes, a lo cual ayuda la buena disposición del cuerpo, depende que el hombre entienda con facilidad. Y así los hábitos intelectivos pueden estar secundariamente en estas potencias, pero principalmente en el entendimiento posible [20].
Y en otro lugar:
En el hombre, aquello que se adquiere por costumbre en la memoria y en las demás potencias aprehensivas sensitivas, no es hábito por sí mismo, sino algo anejo a los hábitos de la parte intelectiva [21].
En efecto. En las potencias aprehensivas sensitivas se dan ciertas disposiciones.
«Santo Tomás —nos dice Teófilo Urdanoz— invoca sobre esto la frase Aristotélica: “Con el ejercicio y la costumbre se adquiere buena memoria”, lo mismo que la fantasía con la práctica aprende y se habitúa a sus propias funciones, v. gr., a la facilidad de versificar, a la representación de piezas musicales, de discursos, operaciones matemáticas, etc., y la cogitativa —como ya notaba Suárez— también se habilita a secundar la razón en la estimación práctica de las cosas singulares» [22]. Ahora bien, «la voluntad solo puede moverlas [a las facultades cognoscitivas sensibles] al ejercicio, no a la especificación de sus actos; bajo este aspecto se hallan determinadas por sus objetos, las especies recibidas de los sentidos externos […]. No se dan, pues, en ellas hábitos perfectos, porque no participan plenamente del obrar voluntario ni son, por consiguiente, modificables en diversos sentidos respecto de sus objetos» [23]. La memoria, la imaginación, la cogitativa y el sentido común dependen de la voluntad para ponerse en acción y ejercitarse en ella hasta la adquisición del hábito —algo que no puede decirse del sentido externo, por cuanto se ordena a sus actos determinados por la misma disposición de su naturaleza— [24],pero en cuanto al objeto o acto concreto, dichas facultades sensitivas tienen un carácter previo a la razón y, por ende, a la voluntad. En este sentido, pueden estar mal dispuestas (lo cual es no estar dispuestas en absoluto), pero no pueden disponerse al mal: al modo de la voluntas ut natura, están orientadas ad unum. Solo podemos hablar, pues, de hábitos imperfectos, disposiciones que determinan en gran medida la buena disposición del entendimiento [25], pero que son subsidiarias de los hábitos intelectuales; y en este sentido dice Santo Tomás que los hábitos del entendimiento se dan en las potencias aprehensivas sensitivas de un modo secundario.
En definitiva, «la acción de conocer se consuma en el entendimiento, y por esto las virtudes cognoscitivas están en el mismo intelecto o razón» [26]. Pues bien, según que capaciten a la razón teórica o a la razón práctica [27], podemos hablar de virtudes intelectuales especulativas y de virtudes intelectuales prácticas.
● «La virtud intelectual especulativa es aquella por la cual el intelecto especulativo es perfeccionado para considerar la verdad» [28]. Ahora, lo verdadero puede ser conocido por sí mismo o por otro; a su vez, las verdades que son conocidas mediante la investigación de la razón pueden ser últimas en un determinado género o últimas respecto de todo el conocimiento humano. Y así, podemos hablar de tres virtudes especulativas:
— Intellectus, que es el hábito que perfecciona al entendimiento en el conocimiento de las verdades evidentes. Estas verdades son los primeros principios (identidad
—con respecto a la unidad—, no contradicción —en relación a la aliquidad—, razón suficiente —en atención a la verdad—, conveniencia [29] —con respecto a la bondad— y principios derivados, como los de causalidad —concreción del de razón suficiente— o finalidad —concreción del de conveniencia— [30]),y por ello el intellectus es denominado también hábito de los primeros principios. Es un hábito innato, aunque, como el resto, susceptible de crecimiento [31].
— Ciencia, que perfecciona al entendimiento en el conocimiento de las verdades que son últimas en un determinado género. En cuanto hay muy diversos géneros de verdades cognoscibles, la virtud de la ciencia se diversifica en múltiples hábitos científicos.
— Sabiduría, que perfecciona al entendimiento en el conocimiento de las causas supremas —que son absolutamente últimas en el conocimiento humano— a partir del correcto juicio y ordenación de todas las verdades. Es, como Aristóteles ya defiende y ahora veremos con más detenimiento, «el más perfecto de los modos de conocimiento» [32].
Intellectus, ciencia y sabiduría no se distinguen por igual entre sí, sino que existe cierto orden entre ellos: constituyen una especie de “todo potencial”. Santo Tomás describe también la mente como un todo potencial, y hace lo propio con el alma en su conjunto, así como con la gracia como fuente de virtudes [33]. Si bien es cierto que las virtudes especulativas no constituyen una unidad tan completa y acabada como la mente, pues se abre a otras virtudes intelectuales y morales que le son irreductibles, sí que gozan de una unidad sistémica en la que «una parte es más perfecta que la otra» [34]. En efecto, el intellectus proporciona el conocimiento de los principios más universales; bajo la luz del intellectus la razón discursiva se dispersa en gran variedad de conocimientos deductivos o ciencias, que dependen de él como del hábito principal; y «ambas virtudes dependen de la sabiduría como del hábito principalísimo, por cuanto en ella se contiene tanto el intellectus como la ciencia» [35], juzgando de las conclusiones de las ciencias y de los principios de las mismas desde las causas últimas y principios supremos y estableciendo así la correcta ordenación de todos los conocimientos [36].
Estas tres virtudes naturales se corresponden con tres hábitos en el plano sobrenatural, con tres dones del Espíritu Santo [37]. Reciben los mismos nombres que sus hábitos naturales respectivos y, siendo no obstante infundidos por Dios, también son susceptibles de crecimiento, y requieren de buena disposición por nuestra parte para su actuación, para la acción divina:— El intellectus como conocimiento de los principios evidentes se corresponde con el intellectus como don que proporciona un penetrante conocimiento intuitivo de las verdades reveladas y asentidas por la fe.— La ciencia matemática, física, biológica… se corresponde con la ciencia como don que proporciona un recto juicio acerca de las verdades reveladas referentes a las cosas humanas o creadas (causas particulares).— La virtud de la sabiduría, tan necesaria en la Filosofía y la Teología, se corresponde con la sabiduría como don que proporciona un recto juicio acerca de las verdades reveladas referentes a las cosas divinas, a Dios mismo y al misterio divino (Causa Universal) [38].
Por último, los vicios contrarios al intellectus, a la ciencia y a la sabiduría como hábitos naturales son, respectivamente, la ceguera intelectual del que se niega a reconocer lo evidente, la ignorancia del que desea mantenerse en el desconocimiento y la necedad del que, al estar absorbido por las cosas terrenas, no puede elevar la mirada hacia Dios para juzgar desde Él.
● Las virtudes intelectuales de la razón práctica son el arte o técnica y la prudencia. En efecto, «estos hábitos de dirección práctica son de doble género, pues la humana actividad puede ser regulada desde un doble punto de vista: en cuanto es libre ejercicio de la actividad voluntaria en orden al fin moral (agere) y en cuanto es realización o acción productora de algo exterior (facere). La perfección de la razón práctica para dirigir la producción de una obra es el arte; la dirección racional de la actividad voluntaria constituye la prudencia» [39].
El arte es «la recta razón de algunas cosas que han de ser hechas [facere]» [40], a saber, de los artificios o artefactos producidos por el hombre, desde las bellas artes hasta los productos de la industria, pasando por la mecánica, la artesanía, la técnica..., diversificándose así al modo de las ciencias en muy numerosos hábitos (se pueden tener unos sin poseer otros). Todos ellos, sin embargo, con un punto en común: todos los hábitos artísticos tienen por materia la producción de algo exterior al hombre, no la pura actividad intelectual, y tampoco la fantasía y otras facultades sensibles, que ya vimos que cuentan con sus disposiciones propias. Al igual que las especulativas, el arte es una virtud imperfecta, pues no asegura el buen uso:
Para que el hombre use bien del arte que tiene, se requiere buena voluntad, que es perfeccionada por la virtud moral; por esto dice el Filósofo que hay una virtud del arte como virtud moral, en cuanto que para su buen uso se requiere una virtud moral [41].
Y no solo eso, sino que «la moral, y máxime la vida sobrenatural, deben influir positivamente en el arte mismo y perfeccionarlo, elevarlo y ennoblecerlo en su fondo mismo artístico» [42]. Y así, por ejemplo, «en el artista cristiano, la fe y el amor ardientes pueden fecundar y animar todas sus facultades de creación artística, llevándole a aquel grado de elevación y pureza, de maravillosas expresiones del arte, que se admiran en los grandes creadores cristianos [43].»
Si el arte es «la recta razón de lo factible» o «la recta razón en la producción de las cosas», la prudencia es «la recta razón de lo agible» o «la recta razón en el obrar». A diferencia del arte, la prudencia sí es ya una virtud perfecta, pues «presupone la rectitud del apetito» o estar «bien dispuesto acerca de los fines». «De ahí que la prudencia requiera la virtud moral, por la cual el apetito adquiere rectitud» [44]. En efecto, la buena disposición en orden a los medios (prudencia) requiere de la buena disposición en orden a los fines (virtudes morales): el prudente es el que delibera y elige los medios adecuados en orden al fin debido [45]. En este sentido, el injusto difícilmente puede ser prudente.
Y el imprudente difícilmente puede actuar conforme a la justicia o ser justo con virtud bien formada: sin prudencia, las virtudes morales son fuerzas ciegas. Y es que «las virtudes morales no se autodirigen, pues no es propio de la voluntad conocer nada. Su forma se la deben a la prudencia» [46]. En toda operación virtuosa hay dos elementos, la disposición al fin-bien y la recta elección de los medios concretos, pues no se puede practicar la justicia sin la recta disposición de dicha virtud, pero tampoco sin la recta elección de lo justo en cada caso: las virtudes morales —decía Aristóteles, siguiendo en esto a Sócrates— «no se dan sin la prudencia», pues solo es recta la razón que se conforma a ella [47].
Respondo diciendo que el fin propio de toda virtud moral es conformarse con la recta razón; así, la templanza esto procura, a saber, que el hombre no se aparte de la razón por las concupiscencias; y del mismo modo la fortaleza procura que el hombre no se aparte del recto juicio de la razón por el temor o la audacia. Este fin le es impuesto al hombre por la razón natural, pues esta ordena a todos obrar según la razón. Pero cómo y por qué el hombre alcanza en el obrar el medio de la razón pertenece a la disposición de la prudencia [48].
Platón decía que la prudencia es auriga de las virtudes, en cuanto rige todas las virtudes morales. Tomás de Aquino añade que es genitrix virtutum [49], en cuanto principio de las mismas. «La prudencia —como dice M. A. Belmonte— ocupa respecto a las virtudes morales un lugar análogo al de la caridad respecto a las teologales. Así como la caridad es la forma de todas las virtudes, la prudencia es la madre de las virtudes morales» [50]. Volveremos sobre ello al hablar de la conexión entre las virtudes.
En el ejercicio de la prudencia se dan tres actos o momentos: el consejo-indagación, el juicio acerca de los medios hallados —ambos actos pertenecientes a la razón especulativa— y el mandato —que es acto ya de la razón práctica consistente en la «aplicación de los consejos y juicios a la operación»— [51]. En cuanto que la prudencia es la recta razón de lo agible, el mandato o imperio es su acto principal o específico. En efecto, el mandato es lo que define propiamente a la prudencia, si bien la orden —para ser prudencial— debe ser el fruto de una correcta deliberación y de un recto juicio, los cuales, en este sentido, son actos secundarios y preparatorios. De aquí resultan tres virtudes auxiliares: la eubulía o virtud del buen consejo, que es el hábito de la buena deliberación [52], la sínesis o sensatez, que capacita para juzgar y sentenciar bien en los casos ordinarios, según las leyes comunes del buen obrar [53], y la gnome o perspicacia, que capacita para juzgar conforme a una razón superior en los casos extraordinarios no previstos por la ley común [54].
Por lo demás, para el acto perfecto de prudencia son necesarios los siguientes elementos o “partes integrales”:
— Partes de la prudencia en cuanto cognoscitiva (consejo y juicio): memoria (conocimiento de las cosas pasadas), inteligencia (conocimiento de los principios del obrar), sagacidad o solercia (conocimiento ágil por propio descubrimiento), razón (conocimiento de unas cosas a partir de otras) y docilidad (que nos dispone para recibir bien el conocimiento de los sabios y prudentes).
— Partes de la prudencia en cuanto directiva (mandato): previsión o providencia (del fin que se pretende y al que se ordenan los medios), circunspección (para tener en cuenta todas las circunstancias, que pueden hacer malo lo que en principio debería ser bueno) y precaución (para evitar los obstáculos).
En definitiva, como dice Pieper, «el núcleo y la finalidad propia de la doctrina de la prudencia estriba precisamente en demostrar la necesidad de esta conexión entre el deber y el ser, pues en el acto de prudencia, el deber viene determinado por el ser […]. La doctrina de la prudencia […] dice: el bien es aquello que está conforme con la realidad» [55].
No se corresponde la virtud del arte con ningún don específico, si bien los dones del intellectus, la sabiduría y la ciencia, aunque en cuanto que perfeccionan a la fe son fundamentalmente especulativos, tienen una innegable eficacia práctica por la que alcanzan también de algún modo a esta y otras virtudes. Sí hay don propio para la prudencia, el don del consejo, que proporciona una recta deliberación de lo que conviene hacer en orden al fin sobrenatural; como la sabiduría y la ciencia, capacita para un recto juicio acerca de las verdades reveladas, pero en su aplicación a las acciones singulares [56].
Por lo demás, el vicio opuesto al arte, a la destreza del buen artesano o artista, es la torpeza. Hay diversos vicios opuestos a la prudencia. Siguiendo a San Agustín, Tomás de Aquino los divide en dos grupos: los que se oponen manifiestamente, «que proceden de la falta de prudencia o de aquellas cosas que son requeridas para ella», y los que presentan una falsa semejanza con ella, «que se dan por abuso de aquellas cosas que son necesarias para la prudencia» [57].
El primer grupo está formado por la imprudencia, que desprecia el consejo u otro elemento del acto prudencial, y la negligencia, que se opone a la diligencia exigida por el imperio. La imprudencia puede adoptar diversas formas, de acuerdo con los tres momentos de la prudencia (consejo, juicio e imperio —diligente—): precipitación o temeridad en la deliberación o consejo (vicio opuesto a la eubulía) [58] —que incluye los defectos en la docilidad, en la memoria y en la atención—, insensatez o inconsideración de lo necesario para un juicio recto (vicio opuesto a la sínesis y a la gnome) [59] —que incluye la falta de cautela y la ausencia de circunspección—, la inflexibilidad, rigidez o falta de perspicacia del que juzga todos los casos por igual (vicio opuesto específicamente a la gnome) y la inconstancia en el precepto [60] —que incluye la imprevisión y los defectos de inteligencia y de sagacidad—. La negligencia se incluiría en última instancia entre los defectos del imperio y merece una atención especial: «dice el Filósofo en el libro VI de la Ética que se ha de deliberar con calma pero, una vez finalizada la deliberación, se ha de actuar con rápida determinación» [61]. El negligente se diferencia del inconstante en que este falla en el precepto por algún impedimento, mientras que aquel falla por falta de prontitud o solicitud a la hora de imperar sobre lo ya debidamente deliberado y juzgado [62].
El segundo grupo está formado por:
— La prudencia de la carne —término procedente de la Teología, frente a prudencia del espíritu—, que se propone los bienes carnales como fin de la vida. «Pero si eso ocurre, entonces ni se ve ni se puede buscar el último fin de la vida humana, fin que ni consiste ni puede consistir en los bienes del cuerpo, puesto que éstos son variables, sometidos a pérdidas, y respecto de los cuales el hombre no sólo no satura su deseo de felicidad sino que si los persigue con ahínco cae en el estragamiento, se vuelve estólido y aburrido, y a la postre, ni siquiera es capaz de gozar de esos bienes» [63].
— La astucia —se ordena al fin, sea bueno o malo, sin reparar en los medios—, que incluye el engaño, el dolo y el fraude —constituyen la ejecución de la astucia, bien solo con hechos (fraude), bien con palabras (dolo in verbis o mentira), bien con hechos y/o palabras (engaño)—. Surge cuando, en lugar de someter la voluntad a la recta razón, eligiendo los medios adecuados en orden al fin debido, es la razón la que se pone al servicio de la voluntad para legitimar artificialmente —mediante el engaño y las argucias— y llevar a efecto por cualquier medio sus inclinaciones. La astucia, tan reputada por Maquiavelo como virtud del buen Príncipe [64], es en realidad vicio opuesto al buen gobierno de la prudencia. «Compañeros suyos son […] la doblez, la simulación, el disimulo, la apariencia, etc. Se torna, pues, hipócrita» [65].
— La excesiva preocupación por las cosas temporales —pues se ha de atender preferentemente a lo espiritual [66] —y del porvenir —debiéndose reservar la inquietud para su debido tiempo— [67].Y esto bien «a causa de tomar los bienes materiales, las posesiones físicas, el trabajo, los negocios, el placer, etc. como fin en sí», bien «a causa del interés excesivo […] que ponemos para allegar recursos, acarrear méritos, etc.», bien «por el temor excesivo a perder en el futuro lo que se tiene […], y ello a pesar de poner los medios razonables para que no se pierdan los bienes de que se dispone». Y es que «en rigor, sin medida la solicitud no es virtud, sino un “vicio” opuesto a la prudencia» [68].
● Mención aparte merece la sindéresis o razón natural, que es el hábito innato de la razón práctica equivalente al hábito de los primeros principios de la razón teórica. La sindéresis proporciona el conocimiento de los primeros principios de lo operable, los principios prácticos o del orden moral, como «los fines de las virtudes morales» [69] y las potencias del alma y «los preceptos de la ley natural» [70], de tal modo que «la sindéresis mueve a la prudencia como el entendimiento de los principios a la ciencia» [71]. Ambas virtudes —dice García López— son naturales, surgen de manera espontánea y sin esfuerzo alguno; no faltan en ningún hombre, y son la base de todas las demás […]. Nadie puede dejar de ver que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto (primer principio de la inteligencia), ni tampoco que hay que buscar el bien y rechazar el mal (primer principio de la sindéresis)» [72].
Como afirma Juan Fernando Sellés, la sindéresis y el hábito de los primeros principios especulativos «son perfecciones de entrada con que a modo de instrumento cuenta el entendimiento agente» [73]. Así lo dice Santo Tomás explícitamente: «los primeros principios de la demostración […] son en nosotros como los instrumentos del entendimiento agente por cuya luz está vigente la razón natural» [74]. Sin embargo, el Angélico los ubica en el entendimiento posible:
Si hay en el entendimiento posible algún hábito causado inmediatamente por el entendimiento agente, tal hábito es incorruptible tanto por sí como por accidente. Y de esta naturaleza son los hábitos de los primeros principios, tanto de los especulativos como de los prácticos [75].
Pero, ¿cómo es posible que sean innatos y, al mismo tiempo, causados por el entendimiento agente en el posible? Prosiguiendo los planteamientos tomistas y en coherencia con ellos, podemos afirmar que los hábitos de los primeros principios como tales hábitos radican en el entendimiento agente, pero el conocimiento mismo de dichos principios, como cualquier otro conocimiento, reside en el posible. Por lo demás, como el resto de los hábitos, es susceptible de crecimiento, y también de decrecimiento, aunque no pueda desaparecer en cuanto tal [76]. En este sentido, ni en los principios prácticos ni en los especulativos cabe el error [77].
Gabriel Martí Andrés, en revistas.uma.es/
Notas:
1 Esta no es, no obstante, la única diferencia con respecto a las disposiciones no habituales, pues, en función del tipo de disposición con la que se compare, podríamos hablar también de la infinitud potencial, la voluntariedad, la indeterminación…; pero sí es la que más claramente configura al hábito como segunda naturaleza. En el animal son las destrezas, tanto innatas como adquiridas, las que gozan de mayor permanencia; de ahí la importancia del adiestramiento: «Sed quia bruta animalia a ratione hominis per quandam consuetudinem disponuntur ad aliquid operandum sic vel aliter, hoc modo in brutis animalibus habitus quodammodo poni possunt» (S. Th. I-II, q. 50, a. 3, ad 2). Ahora bien, en ningún caso dichas habilidades animales adquirirán la estabilidad de las habilidades técnicas del hombre; y así, un aguilucho cautivo pronto pierde las destrezas transmitidas por su madre, lo cual no sucede con las técnicas adquiridas por el hombre (nadar, montar en bicicleta…).
2 Martí, Gabriel: “El crecimiento en la virtud a la luz del pensamiento aristotélico-tomista (I): las pasiones del alma”; en Metafísica y Persona, año 2 (Julio 2010), nº 4.
3 En esto abunda la idea —defendida por Aristóteles en las Categorías y asumida y desarrollada por los medievales— de que los hábitos constituyen la primera especie de cualidad, refiriéndose esencialmente más a la naturaleza que a la potencia, aunque, claro está, haya hábitos —justo los que estamos estudiando— que impliquen orden inmediato a la acción y que, en este sentido, radiquen propiamente en las potencias del alma.
4 Aristóteles: Ética a Nicómaco, libro segundo, cap. I, 1103 a-b. Traducción castellana: Marías, Julián y Araujo, María. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1985.
5 Platón: Gorgias, 527, b.
6 Aristóteles: o. c., libro décimo, cap. VII, 1177 a.
7 Ib., libro primero, cap. IX, 1099 b.
8 Melendo, Tomás: Felicidad y autoestima. Madrid: Eiunsa, 2006, p. 29.
9 En el grado determinado por sus dotes naturales, que tienen prioridad ontológica o en orden de naturaleza.
10 «…soli Deo beatitudo perfecta est naturalis […]» (S. Th. I, q. 62, a. 4, co). Por lo demás, el acto con el que el ángel decide su destino definitivo es el primer acto de libre arbitrio, pues hay que tener en cuenta que en el ángel no hay nada que impida o retarde el movimiento de su naturaleza intelectual (cf. S. Th. I, q. 62, a. 6, ad 3). De este modo, la decisión se da en un segundo instante tras la creación, pues, así como en el hombre el punto inicial en el procedimiento de antecedencias mutuas voluntad-entendimiento es el conocimiento de los primeros principios, en el ángel la primera operación es la vuelta a sí por el conocimiento vespertino. «Sed ab hac operatione quidam per matutinam cognitionem ad laudem verbi sunt conversi, quidam vero, in seipsis remanentes, facti sunt nox, per superbiam intumescentes, ut Augustinus dicit, IV super Gn. ad Litt. Et sic prima operatio fuit omnibus communis; sed in secunda sunt discreti. Et ideo in primo instanti omnes fuerunt boni; sed in secundo fuerunt boni a malis distincti» (S. Th. I, q. 63, a. 6, ad 4). Se puede hablar por tanto —doctrina que Sto. Tomás toma de S. Agustín— de dos conocimientos en el ángel: el conocimiento vespertino —común a todos—, que es aquel por el cual conoce la realidad —también el Verbo (por su imagen) — en su naturaleza propia (cf. De ver. q. 8, a. 16; De pot. q. 4, a. 2; S. Th. I, q. 58, a. 7, co) y el conocimiento matutino —exclusivo de los ángeles buenos— que es el conocimiento perfecto de la gloria, el conocimiento del Verbo (y de la realidad) por la visión directa de Su esencia (cf. De ver. q. 8, a. 16; De pot. q. 4, a. 2; S. Th. I, q. 62, a. 1, ad 3). En consecuencia, la primera operación del ángel es un acto de entendimiento; el segundo, un acto de voluntad. Esto es lógico, si se tiene en cuenta que el objeto de la voluntad es el bien aprehendido. Es en este segundo acto, el primero de libre arbitrio, en el que el ángel decide su destino (cf. S. Th. I, q. 62-63; In II Sent, d. 5, q. 2, a. 2; Quodl. IX, q. 4, a. 3; De ver. q. 29, a. 8, ad 2; De mal. q. 16, a. 4).
11 S. Th. I, q. 62, a. 5, ad 1. «Ad secundum dicendum quod Angelus est supra tempus rerum corporalium, unde instantia diversa in his quae ad Angelos pertinent, non accipiuntur nisi secundum successionem in ipsorum actibus» (S. Th. I, q. 62, a. 5, ad 2). Ciertamente, podemos hablar de ciertos hábitos también en el ángel. En el orden sobrenatural se dan en él los mismos que en el hombre, en cuanto a su potencia obediencial. Y en el orden natural no podemos hablar de hábitos entitativos, puesto que son sustancias puramente espirituales, ni de hábitos operativos intelectuales —más que en un sentido impropio (especies infusas) —, por cuanto su conocimiento es intuitivo; pero sí de ciertos hábitos operativos de la voluntad: «En cuanto a la voluntad angélica, se actuaría en el orden natural por un simple hábito de conversión al bien, precedido de otro prudencial en la razón en práctica. Estos, en el orden actual, son sustituidos por la gloria y caridad en los buenos y por la ceguera y hábito de obstinación en los ángeles malos» (Urdanoz, Teófilo: Introducción al ‘Tratado de los hábitos y virtudes’ de la Suma teológica. Madrid: BAC, 1954, tomo V, p. 54). Pero en ningún caso se da en el ángel este largo camino de crecimiento paulatino en la virtud.
12 Hablamos fundamentalmente de tres, a saber, el vigor físico (frente a la debilidad), la salud (frente a la enfermedad) y la belleza exterior (frente a la deformidad). En el hombre, en última instancia, son las disposiciones para la recepción del alma. Este es, por lo demás, el único sentido en el que Sto. Tomás atribuye hábitos/disposiciones a los animales: «vires sensitivae in brutis animalibus non operantur ex imperio rationis; sed si sibi relinquantur bruta animalia, operantur ex instinctu naturae. Et sic in brutis animalibus non sunt aliqui habitus ordinati ad operationes. Sunt tamen in eis aliquae dispositiones in ordine ad naturam, ut sanitas et pulchritudo» (S. Th. I-II, q. 50, a. 3, ad 2). Y también en el alma nutritiva podemos hablar de ciertas disposiciones entitativas, si bien en los animales y plantas las tres disposiciones entitativas mencionadas adquieren formas peculiares, como la estampa de un pura sangre (belleza exterior) o la resistencia a las heladas de un cactus (vigor físico). Por otra parte, hay ciertas destrezas o habilidades en el cuerpo que constituyen, sin duda, disposiciones —que no hábitos— operativas, pero dichas disposiciones lo son del cuerpo solo secundariamente, pues en el viviente el principio de operaciones es el alma. Es cierto que tienen una correspondencia en los miembros, igual que la potencia motriz, pero son en un sentido primario disposiciones del alma (dependientes de la técnica). Así se concilian las posturas de Juan de Santo Tomás y de Cayetano. Por lo demás, también en este sentido podemos hablar de disposiciones en el animal, como en los casos ya mencionados más arriba de amaestramiento o domesticación —en un sentido positivo— (solo sería propiamente técnica, en cuanto virtud intelectual, en el entrenador, que se valdría del animal a modo de instrumento) o de pérdida de habilidades naturales en las situaciones de vida en cautividad —en un sentido negativo—, si bien las destrezas humanas, elevadas a técnica, gozan, como vimos, de mayor estabilidad.
13 Solo caben hábitos en las potencias inferiores del alma en cuanto estas son imperadas por el entendimiento y la voluntad. Y así, los hábitos intelectuales requieren una buena educación de los sentidos internos, y las morales, de los apetitos sensibles —en los que propiamente radican algunas de ellas—.
14 Juan Fernando Sellés dice con bastante acierto que la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza sobrenaturales son «virtudes infusas en la naturaleza», mientras que la fe, la esperanza y la caridad son «virtudes sobrenaturales infusas en la persona» (Sellés, Juan Fernando: Los hábitos adquiridos. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 2000, p. 9). Supuesta la infusión, las virtudes sobrenaturales pueden ser actualizadas cuando el hombre quiera, y en esto se diferencian de los dones, que solo actúan cuando Dios quiere, como veremos más adelante. Merece la pena citar un brillante artículo de Enrique Martínez acerca de la educación de la virtud: «Sin embargo, en la vida sobrenatural el agente educativo principal siempre es Dios, y el educando tratará de responder adecuadamente a la iniciativa divina, cooperando con ella en el caso de las virtudes, o no poniendo obstáculos en el caso de los dones». Y más adelante: «Es verdad que la iniciativa en toda la vida sobrenatural es de Dios, especialmente en la actuación de los dones del Espíritu Santo; mas en lo que puede actuar el hombre —las virtudes infusas, presupuesta la gracia—, éste puede enseñar a disponerse adecuadamente a la recepción de estos dones, lo que se hace, sobre todo, por medio de la oración nacida de una fe viva» (Martínez, Enrique: “Educar en la virtud. Principios pedagógicos de Santo Tomás”; en E-aquinas, nº 1, Enero-2003, pp. 38 y 46).
15 «Dupliciter autem habitus aliquis ordinatur ad bonum actum. Uno modo, inquantum per huius modi habitum acquiritur homini facultas ad bonum actum […]. Alio modo, aliquis habitus non solum facit facultatem agendi, sed etiam facit quod aliquis recte facultate utatur […]. Et quia virtus est quae bonum facit habentem, et opus eius bonum reddit, huiusmodi habitus simpliciter dicuntur virtutes […]. Non enim dicitur simpliciter aliquis homo bonus, ex hoc quod est sciens vel artifex, sed dicitur bonus solum secundum quid, puta bonus grammaticus, aut bonus faber. Et propter hoc, plerumque scientia et ars contra virtutem dividitur, quandoque autem virtutes dicuntur, ut patet in VI Ethic» (S. Th. I-II, q. 56, a. 3, co; cf. In III Sent. d. 23, q. 1, a. 4, qc. 1, co). Podríamos decir que la sabiduría, la ciencia, el intellectus, el arte y la técnica son virtudes en sentido estricto solo en cuanto que son gobernados por las virtudes morales o “perfectas”.
16 Aristóteles: o. c., libro segundo, cap. IV, 1105 b.
17 Cf. S. Th. I-II, q. 57, a. 1, co.
18 Cf. García López, Jesús: Virtud y personalidad según Tomás de Aquino. Pamplona: Eunsa, 2003, p. 194.
19 Cf. Aristóteles: o. c., libro sexto, cap. III, 1139 b.
20 S. Th. I-II, q. 50, a. 4, ad 3.
21 S. Th. I-II, q. 56, a. 5, co.
22 Urdanoz, Teófilo: o. c., p. 46.
23 Ib.
24 Cf. S. Th. I-II, q. 50, a. 3, ad 3; In III Sent, d. 14, a. 1, qc. 2 et d. 23, q. 1, a. 1; De virt. q. 1, a. 1.
25 Así, dice Santo Tomás, por poner un ejemplo, que la buena memoria es una de las condiciones requeridas para la prudencia (cf. S. Th. I-II, q. 56, a. 5, ad 3).
26 «Et ideo opus cognitionis in intellectu terminatur. Et propter hoc, virtutes cognoscitivae sunt in ipso intellectu vel ratione» (S. Th. I-II, q. 56, a. 5, ad 1).
27 El entendimiento es esencialmente especulativo, pues tiende a la contemplación de la verdad en sí, pero «intellectus speculativus extensione fit practicus» (S. Th. II-II, q. 4, a. 2, ad 3), en cuanto que dirige la acción.
28 S. Th. I-II, q. 57, a. 2, co; cf. De virt. q. 1, a. 12.
29 «Sobre la trascendentalidad de la bondad se funda inmediatamente el principio de conveniencia o de bien. Se han propuesto diversas fórmulas de este primer principio. Registremos algunas: “el bien es superior al mal”; “el ser es mejor que el no ser”; “existir es ser amado”; “el bien se ha de hacer y el mal se ha de evitar”. También se ha expresado bajo la forma del llamado principio de finalidad que puede formularse doblemente: “la potencia es por el acto”, y “todo agente obra por un fin”» (González Álvarez, Ángel: Tratado de Metafísica. Madrid: Gredos, 1961, p. 165)
30 No todos estos principios encuentran formulación explícita en Tomás de Aquino. Algunos, ciertamente, ya estaban en Aristóteles, como el de no contradicción y conveniencia, y son desarrollados ampliamente por el Angélico. Otros, si bien fueron formulados con anterioridad, no son recogidos como tales por nuestro autor, como el de identidad, ya presente con bastante claridad en Parménides. Y otros fueron formulados con posterioridad; tal es el caso del de razón suficiente (todo ente tiene una razón suficiente de ser o todo ente es inteligible en tanto que es ente), que encuentra antecedentes en Abelardo y en Giordano Bruno, habiendo de esperar a Leibniz, no obstante, para encontrar una formulación explícita.
31 Cf. Sellés, Juan Fernando: o. c., p. 15.
32 Aristóteles: o. c., libro sexto, cap. VII, 1141 a. No podemos incluir en la lista la opinión o la sospecha, por cuanto —aun siendo ciertos hábitos cognoscitivos (imperfectos)— pueden expresar igualmente verdad que falsedad (cf. Aristóteles: o. c., libro sexto, cap. III, 1139 b; S. Th., I-II, q. 57, a. 2, ad 3).
33 Cf. In III Sent., d. 36, q. 1, a. 2, co. «Et sicut ab essentia animae fluunt eius potentiae, ita a gratia fluunt quaedam perfectiones ad potentias animae, quae dicuntur virtutes et dona, quibus potentiae perficiuntur in ordine ad suos actus» (S. Th., III, q. 62, a. 2, co).
34 S. Th., I-II, q. 57, a. 2, ad 2.
35 “Et utrumque dependet a sapientia sicut a principalissimo, quae sub se continet et intellectum et scientiam” (S. Th., I-II, q. 57, a. 2, ad 2).
36 Cf. Super De Trinitate, pars 1, q. 2, a. 2, ad 1
37 Los dones del Espíritu Santo y las virtudes infusas (entre las que destacan las virtudes teologales) son recibidas junto con la gracia en el Bautismo como auxilio necesario al hombre en su camino hacia la felicidad sobrenatural o bienaventuranza. La diferencia entre los primeros y las segundas es que las virtudes, siendo infusas, pueden sin embargo ser actualizadas cuando el hombre quiere, mientras que los dones solo actúan por iniciativa divina: los dones son hábitos operativos ordenados como a fin a la perfección de las virtudes teologales, que disponen al hombre para seguir con prontitud la moción del Espíritu Santo, recibir con facilidad sus iluminaciones u obedecer con diligencia su iniciativa. Con las virtudes sobrenaturales, en definitiva, participamos de la vida del Espíritu Santo al modo humano; con los dones, al modo divino. Unas y otros crecen simultáneamente, pero «es indudable que la actividad ascética de las virtudes predomina en los comienzos de la vida espiritual, y que mientras esta ascesis no está bien adelantada, no se llega a la vida mística pasiva, mucho más perfecta, en la que es predominante el régimen espiritual de los dones» (Iraburu, José María: Por obra del Espíritu Santo. Pamplona: Fundación Gratis Date, 2007, p. 21. La cursiva es mía).
38 En cuanto que dones, no se puede hablar en sentido estricto de vicios opuestos. Sin embargo, sí que se pueden disponer mal las facultades para su actuación por parte de Dios, generándose así una serie de hábitos que, de algún modo, se oponen a los dones, sin que estos desaparezcan en estado de gracia. Así, frente al intellectus, la ciencia y la sabiduría tenemos el embotamiento (incapacidad para penetrar en lo íntimo de las cosas), la ignorancia (mal juicio respecto de lo particular) y la estulticia (mal juicio sobre el fin común de la vida), respectivamente. Por lo demás, si bien estos dones del entendimiento tienen una clara correspondencia con hábitos naturales, constituyen, como claramente se aprecia en sus definiciones, un complemento a la fe (y en el caso de la sabiduría, también y sobre todo a la caridad, como veremos).
39 Urdanoz, Teófilo: o. c., p. 202
40 «Respondeo dicendum quod ars nihil aliud est quam ratio recta aliquorum operum faciendorum» (S. Th., I-II, q. 57, a. 3, co; cf. De virt., q. 1, a. 7).
41 «Ad secundum dicendum quod, quia ad hoc ut homo bene utatur arte quam habet, requiritur bona voluntas, quae perficitur per virtutem moralem; ideo philosophus dicit quod artis est virtus, scilicet moralis, inquantum ad bonum usum eius aliqua virtus moralis requiritur» (S. Th., I-II, q. 57, a. 3, ad 2).
42 Urdanoz, Teófilo: o. c., p. 204.
43 Ib.
44 «Dictum est autem supra quod aliquis habitus habet rationem virtutis ex hoc solum quod facit facultatem boni operis, aliquis autem ex hoc quod facit non solum facultatem boni operis, sed etiam usum. Ars autem facit solum facultatem boni operis, quia non respicit appetitum. Prudentia autem non solum facit boni operis facultatem, sed etiam usum, respicit enim appetitum, tanquam praesupponens rectitudinem appetitus. Cuius differentiae ratio est, quia ars est recta ratio factibilium; prudentia vero est recta ratio agibilium. Differt autem facere et agere quia, ut dicitur in IX Metaphys., factio est actus transiens in exteriorem materiam, sicut aedificare, secare, et huiusmodi; agere autem est actus permanens in ipso agente, sicut videre, velle, et huiusmodi. Sic igitur hoc modo se habet prudentia ad huiusmodi actus humanos, qui sunt usus potentiarum et habituum, sicut se habet ars ad exteriores factiones, quia utraque est perfecta ratio respectu illorum ad quae comparatur. Perfectio autem et rectitudo rationis in speculativis, dependet ex principiis, ex quibus ratio syllogizat, sicut dictum est quod scientia dependet ab intellectu, qui est habitus principiorum, et praesupponit ipsum. In humanis autem actibus se habent fines sicut principia in speculativis, ut dicitur in VII Ethic. Et ideo ad prudentiam, quae est recta ratio agibilium, requiritur quod homo sit bene dispositus circa fines, quod quidem est per appetitum rectum. Et ideo ad prudentiam requiritur moralis virtus, per quam fit appetitus rectus» (S. Th., I-II, q. 57, a. 4, co; cf. De virt., q. 1, a. 12).
45 «Verum autem intellectus practici accipitur per conformitatem ad appetitum rectum» (S. Th., I-II, q. 57, a. 5, ad 3), mientras que la del entendimiento especulativo lo es por conformidad con la cosa.
46 Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 36; cf. In III Sent., d. 27, q. 2, a. 4, co, ad. 1 et ad. 2; cf. De Ver., q. 27, a. 5, ad 5.
47 Aristóteles: o. c., libro sexto, cap. XIII, 1144 b.
48 S. Th., II-II, q. 47, a. 7, co; cf. In III Sent., d. 33, q. 2, a. 3.
49 In III Sent., d. 33, q. 2, a. 5, co.
50 Belmonte, Miguel Ángel: “Aproximación a una genealogía de la prudencia”; en E-aquinas, año 3 (Agosto-2005), p. 11.
51 S. Th., II-II, q. 47, a. 8, co; cf. In Rom. 8, lect. 1.
52 La deliberación es una operación inmanente. No se trata, pues, de aconsejar o pedir consejo a otros —algo que también es importante—, sino de aconsejarse, sopesando los pros y los contras de una acción (cf. Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 45).
53 El matiz que diferencia a la prudencia de la sínesis es claro: «Unde dicit quod prudentia est praeceptiva, inquantum scilicet est finis ipsius determinare quid oporteat agere vel non agere, sed synesis est solum iudicativa» (Sententia Ethic., lib. 6, l. 9, n. 6).
54 Cf. In III Sent., d. 33, q. 3, a. 1, qc 3-4; De Virt., q. 1, a. 12, ad 26 et q. 5, a. 1; S. Th., I-II, q. 57, 55 Pieper, Josef: Las virtudes fundamentales. Madrid: Rialp, 2003, p. 17.
56 El hábito que se opone al don del consejo, en el limitado sentido en el que se puede hablar de vicios opuestos a los dones y que antes explicamos, es la precipitación del que osa obrar sin previa deliberación.
57 S. Th., II-II, q. 53, pr.
58 «En ella la voluntad no queda eximida de culpa, porque es ella quien zanja prematuramente la deliberación racional por motivos infundados, es decir, por ceder a caprichos o apetencias sensibles fáciles de satisfacer, o por soberbia» (Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 96). a. 6.
59 «De esa culpa, obviamente, la voluntad no queda eximida, pues ésta ha devenido débil para elegir, y cede ante la atracción de las pasiones» (Ib., p. 102).
60 «Un hombre inconstante es quien se despreocupa por flojera de llevar a cabo lo propuesto y lo decidido. Lo propuesto se debe al juicio práctico de la razón. Lo decidido, a la elección de la voluntad» (Ib., p. 105).
61 S. Th., II-II, q. 47, a. 9, co.
62 Si bien no todos ellos constituyen en sentido estricto vicios, sino más bien impedimentos para el ejercicio perfecto de la virtud, a cada una de las partes integrales de la prudencia se opone un hábito. Y así, podemos hablar de olvido, ignorancia, irracionalidad, negligencia, indocilidad, imprevisión, falta de circunspección y falta de cautela.
63 Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 172.
64 Cf. Maquiavelo, Nicolás: El Príncipe, cap. XVIII.
65 Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 173. La calumnia, la corrupción, la traición, el hurto, la especulación… también están implicadas no pocas veces en la astucia (cf. Ib., pp. 175-177).
66 «Et ideo concludit quod principaliter nostra sollicitudo esse debet de spiritualibus bonis, sperantes quod etiam temporalia nobis provenient ad necessitatem, si fecerimus quod debemus» (S. Th., II-II, q. 55, a. 6, co).
67 Cf. C. G., lib. 3, cap. 135; S. Th. II-II, q. 55, a. 7, ad 2.
68 Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 177-179
69 S. Th., II-II, q. 47, a. 6, co.
70 S. Th., I-II, q. 94, a. 1, ad 2
71 «Sed synderesis movet prudentiam, sicut intellectus principiorum scientiam» (S. Th., II-II, q. 47, a. 6, ad 3).
72 García López, Jesús: o. c., p. 199.
73 Sellés, Juan Fernando: Los hábitos adquiridos. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 2000, p. 15.
74 «Prima autem principia demonstrationis […] sunt in nobis quasi instrumenta intellectus agentis, cuius lumine in nobis viget ratio naturalis» (De ver., q. 10, a. 13, co).
75 «Unde si aliquis habitus sit in intellectu possibili immediate ab intellectu agente causatus, talis habitus est incorruptibilis et per se et per accidens. Huiusmodi autem sunt habitus primorum principiorum, tam speculabilium quam practicorum» (S. Th., I-II, q. 53, a. 1, co).
76 Cf. In II Sent, d. 24, q. 2, a. 3, ad 5.
77 Cf. Quodl., III, q. 12, a. 1, co.
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