El Espíritu Santo y Jesús: mandamientos y poder
Lucas no demora en introducir la acción del Espíritu Santo (Hch 1, 2b). Ni puede hacerlo porque tampoco se demoró el Espíritu Santo en comenzar su obra a favor de la iglesia. Estando en el aposento alto, la noche del quinto día de su última semana, Jesús prometió a sus discípulos: “Yo rogaré al Padre, y él les dará otro Consolador que estará con ustedes para siempre, el Espíritu de verdad a quien el mundo no conoce, pero ustedes sí lo conocen, porque con ustedes vive y entre ustedes estará” (Jn 14, 16-17).
Esta promesa sobre la presencia continuada del Espíritu en el futuro de la comunidad apostólica —en los discursos de Jesús, a esta altura de su vida, un día antes de la crucifixión— siempre incluye la iglesia: su vida y su obra. Adelante, en el mismo discurso, Jesús describió la obra del Espíritu por la iglesia. “El Consolador —les dijo— el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Jn 14, 26).
Gracias a que el Espíritu guía y conduce a la iglesia, esta se mantiene en la verdad, la verdad pasada, presente y futura. La verdad no se altera nunca, es siempre verdad (Jn 16, 14). Esta obra del Espíritu por la iglesia iba a estar relacionada con el mundo pues existe un dinamismo en lo que Jesús enseñó a la iglesia, inolvidable para ella y el mundo. La misión de la iglesia consiste en convencer al mundo de pecado, de justicia y de juicio. Sin la acción del Espíritu Santo esto sería imposible. Por eso, la promesa del Espíritu incluyó esa obra (Jn 16, 8).
Lucas hace recordar a sus lectores que la promesa del Espíritu está en relación con los mandamientos, con el poder y con la testificación.
El Espíritu transmite mandamientos
“Jesús —escribió Lucas a Teófilo— sólo ascendió al cielo después de haber dado mandamientos, por medio del Espíritu Santo, a los apóstoles que había escogido” (Hch 1, 2b).
Esos mandamientos eran semejantes a los Diez Mandamientos de la ley moral, en relación con los cuales Moisés dijo: “Dios habló y ordenó todos estos mandamientos” (Ex 20, 1).
Son como el mandamiento del amor que ordenó Jesús a sus discípulos, cuando les dijo: “Esto les mando: que se amen unos a otros” (Jn 15,17).
En la misma categoría está el mandamiento de la misión. “Con la autoridad que tengo en el cielo y en la tierra —ordenó Jesús a sus discípulos—: vayan y hagan discípulos de todas las naciones” (Mt 28, 18-19).
En este mismo contexto, Pablo y Bernabé, explicando a los judíos de Antioquía de Pisidia, después que ellos los rechazaran, por qué se irían a los gentiles, dijeron: “El Señor nos ha mandado así: Te he puesto para luz de los gentiles, a fin de que seas para salvación hasta lo último de la tierra” (Hch 13, 47).
Cuando Jesús en persona transmitió estas órdenes a sus discípulos, no estaba solo. El Espíritu Santo estaba con él y el Espíritu fue la persona divina que colocó los mandamientos en el corazón de ellos, a fin de que por su poder y compañía, pudieran comprenderlos, aceptarlos y cumplirlos.
El Espíritu Santo transmite poder
Lucas cuenta a Teófilo que, después de su muerte, Jesús, por cuarenta días, se apareció a los discípulos y les habló del poder de la resurrección, del poder del reino de Dios y del poder del Espíritu Santo (Hch 1, 3-8ª).
El poder de la resurrección
“Después de padecer la muerte —escribió Lucas— Jesús se presentó vivo a sus discípulos con muchas pruebas indubitables” (Hch 1, 3ª).
Muchas demostraciones, hechos ciertos, muestras de poder. Algunas fueron simples, por ejemplo, comer para demostrar que no era un espíritu, sino una persona real. Otras, más complejas y hasta milagrosas, entre ellas saber lo que exigía Tomás para creer, y, con divina tolerancia, responder a sus exigencias mostrándole su costado y sus manos para que las tocara y creyera.
¿Podía Jesús convencer a dos desanimados discípulos que viajaban por un camino de triste soledad y de silencio, hacia Emaús, pensando que estaba muerto y ya nunca más podrían verlo? Podía y lo hizo. Extrajo argumentos de las Escrituras. Hizo que los profetas adquirieran un nuevo significado ante sus mentes entorpecidas e incrédulas. “¿Acaso no tenía que sufrir el Cristo, estas cosas, antes de entrar en su gloria?” (Lc 24, 26), les dijo.
Finalmente, les abrió los ojos, ojos físicos y espirituales, para que lo reconocieran. Estaba ahí. Vivo. Ningún argumento más poderoso, para probar la resurrección de un muerto, que la presencia viva del muerto. El poder que actuó para resucitarlo fue su propio poder, fue el poder del Padre, fue el poder del Espíritu Santo. Fue el poder de Dios. Él era Dios. Aceptó la muerte en lugar de los pecadores y por ellos, para que ellos pudieran recibir la vida que era toda suya y nadie podría habérsela quitado, si él no la hubiera entregado voluntariamente y por sí mismo. Todo el poder de Dios se hizo visible en la resurrección de Jesús. En ella ofreció Dios la vida eterna a todo aquel que crea en él.
El poder del reino de Dios
“Jesús se presentó a sus discípulos durante cuarenta días —escribió Lucas— y les habló acerca del reino de Dios” (Hch 1,3).
No era la primera vez. Ya había hablado con ellos muchas veces, en forma directa o a través de la multitud mientras predicaba. Lo hizo por medio de parábolas. Cuando explicó el reino de los cielos, dijo: “Es semejante a diez vírgenes que esperan el esposo para sus bodas, unas estaban preparadas para recibirlo cuando él llegara, las otras no. Las preparadas entraron con él a la fiesta de bodas, las otras quedaron fuera” (Mt 25,1-13). El poder del reino llegó a ellas por medio del Espíritu Santo que las ayudó en la debida preparación para la boda.
El reino de los cielos, dijo también, es semejante a un hombre que se fue lejos y dio sus bienes a sus siervos para que los administraran. Cuando el hombre volvió hizo cuentas con ellos y el que recibió cinco talentos y el que recibió dos fueron fieles y entraron en el gozo de su señor, pero uno fue infiel y quedó fuera (Mt 25,14-30). El poder del reino, con justicia, discrimina las acciones de los seres humanos.
En otra oportunidad, Jesús dijo:
El reino de los cielos es semejante a un rey que hizo fiesta de bodas a su hijo: invitó a muchos personajes importantes, supuestamente dignos de las bodas, pero ellos no hicieron caso de los siervos que fueron a llamarlos cuando llegó el tiempo de la boda, pues no eran dignos. Invitó el rey a los menos importantes, indignos, que andaban por los caminos. Todos fueron hechos dignos por el rey y entraron en la boda con el traje de bodas que el mismo rey proveyó para todos indiscriminadamente. Pero uno de ellos no quiso usarlo y permaneció indigno como los primeros invitados. El rey, utilizando todo el poder del reino, hizo dignos de la boda a unos y a los que no aceptaron sus reglas los dejó fuera, donde sólo encontraron llanto, auto recriminaciones, destrucción y muerte (Mt 22, 1-14).
El poder del reino provee los medios para que los indignos que acepten la provisión del rey, entren en aquel.
También les había hablado del reino en expresiones de discurso directo. “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria —dijo una vez— y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en el trono de su gloria” (Mt 25, 31).
Todas las naciones serán reunidas delante de él y apartará a todos ellos en dos grupos, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Las ovejas, a la derecha; a la izquierda, los cabritos. Los de la izquierda, por su vida egoísta, sin interés alguno por el prójimo, serán condenados al castigo de una eterna destrucción. Los que colocó a su derecha, que tanto bien hicieron a cada persona necesitada, y, sin pretenderlo, sirvieron fielmente al Señor, recibirán el reino preparado para ellos desde la fundación del mundo (Mt 25, 32-46).
El poder del reino es vida para siempre.
El poder de la promesa
Y estando juntos —dice Lucas— les dio una orden que debían obedecer estrictamente: “No salgan de Jerusalén, sino esperen la promesa del Padre. La promesa que ustedes oyeron de mí” (Hch 1, 4).
El envío del Espíritu Santo equivale a un nuevo bautismo.
“Juan bautizó con agua, pero dentro de pocos días ustedes serán bautizados con el Espíritu Santo” (Hch 1, 5). Se refería a un bautismo de poder.
Los discípulos escucharon la orden, sin que, de su mente, se borrara la fuerza y el poder del reino. El poder de un reino es siempre más visible, más impresionante, más grandioso, más pomposo, más codiciable, más buscado que el poder espiritual de la promesa. Por lo menos, la mente de los discípulos había sido atrapada con más fuerza por las palabras sobre el reino que por la orden de esperar en Jerusalén hasta que recibieran el poder de la promesa. “Señor —dijeron a Jesús— ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” (Hch 1, 6).
Todavía, por la mente de los discípulos, como un fantasma triste, rondaba el reino de Israel. Esa pregunta acerca del reino fue la última que incomodaría sus mentes, pues la aclaración de Jesús resultó ser taxativa y terminante.
“No les toca a ustedes —les respondió— saber los tiempos de eventos generales, ni el tiempo de los eventos específicos que el Padre colocó bajo el control de su propia autoridad” (Hch 1, 7). La pregunta de ustedes es irrelevante. Ya no tiene sentido alguno, para ustedes ni para nadie. El poder del reino que ustedes han soñado para Israel, no está accesible para nadie de Israel en este tiempo. Sin embargo, para ustedes, israelitas convertidos al cristianismo, existe un poder disponible que deben recibir muy pronto. Es el poder de la promesa. ¿Qué promesa? La promesa sobre la recepción del Espíritu Santo para testificar.
El Espíritu en la testificación
“Cuando venga sobre ustedes el Espíritu Santo” (Hch 1, 8) —dijo Cristo— recibirán el poder que aumentará la fortaleza, las habilidades, las capacidades, y los medios de ustedes, y ustedes, en forma personal, serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y por todo el mundo hasta el final de la tierra.
Se pueden destacar tres asuntos muy importantes:
La recepción del poder
Yo quiero que ustedes reciban el poder y cuando el Espíritu llegue a ustedes para otorgárselo, tienen que asirlo por ustedes mismos. El Espíritu Santo no colocará en ustedes, por la fuerza, ninguna capacidad del poder que yo deseo para ustedes y que él está empeñado en otorgarles. La acción del Espíritu será siempre generosa, siempre determinada, siempre cierta. No faltará nunca. Pero ustedes determinan si esa acción generosa queda con ustedes o si dejarán que se vaya sin producir el aumento de las capacidades que en ustedes yo deseo.
El poder mismo
No se trata de un poder de comando, como si ustedes, desde el momento que reciban el Espíritu Santo, en adelante, se convirtieran en jefes que dan órdenes para que otros ejecuten la misión. Cada persona cristiana tiene que ejecutarla.
El poder que les dará el Espíritu es una capacitación para que puedan realizar la misión, tarea que demanda más capacidades de las que naturalmente tienen.
Incluye el aumento de la fortaleza física y espiritual que ustedes tengan. La adquisición de habilidades que recibirán, aunque no las tengan, entre otras, incluye la buena disposición para la misión, la destreza para ejecutarla, el ingenio para vencer los desafíos y la agilidad para negociar sin caer en sincretismos.
El poder del Espíritu Santo incluye también el aumento de las capacidades, las aptitudes, los talentos, los medios económicos y otros, para cumplir la misión. El Espíritu no les dará estos beneficios para que ustedes los usen por pura vanidad, para el engrandecimiento de ustedes mismos. El negocio del Espíritu, y de ustedes también, no es la construcción de fama personal, sino el cumplimiento de la misión; aunque también puede levantar el prestigio de ustedes, si eso contribuyera a la misión.
Ser testigos de Cristo
En primer lugar, esto es lo que yo espero de ustedes y lo espero de la misma manera como espero obediencia cuando doy un mandamiento. La misión no es opcional, como algo que pueda hacerse o no, de acuerdo al deseo de ustedes. La misión representa mi deseo, mi voluntad. Les estoy diciendo: serán mis testigos. No les digo: ojalá quieran ser mis testigos.
En segundo lugar, ser mis testigos significa estar siempre a mi favor y declararlo. Tienen que ser testigos objetivos y contar lo que realmente han experimentado conmigo, en su propia vida, y algo más. Ese algo más incluye el compromiso de estar conmigo, a favor de mí, bajo cualquier circunstancia y bajo cualquier tipo de riesgo, inclusive el martirio. Solo así podrán ustedes ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta lo último de la tierra. Yendo a todo el mundo encontrarán lugares de extrema intransigencia y agresiva intolerancia donde otros no vacilarán en condenarlos a la muerte, solo porque ustedes vivirán en armonía con mi estilo de vida y hablarán bien acerca de mí.
No se preocupen por los riesgos. Yo cuidaré de ellos. En algunas ocasiones los libraré de todo el mal que pretendan hacerles, pero habrá otras, cuando la muerte de ustedes será necesaria para que le gente crea el testimonio que les den. En esos casos, ustedes no perderán la vida que les he prometido. Solo se acortará el tiempo que vivan ahora, antes de la eliminación del mal que existe en este mundo; porque la vida después, cuando el mal haya llegado a su fin, será eterna; y esa vida nadie puede quitarla de ustedes. Entonces, los que testificaron por mí, en este mundo, tendrán, en el juicio final, mi testimonio favorable y serán absueltos de todo pecado. Vivirán para siempre conmigo, en mi reino.
El Espíritu Santo conduce la historia de la iglesia
En una sección relativamente corta (Hch 1, 12-Hch 7, 60), Lucas concentra la historia del comienzo de la iglesia. Ese comienzo tiene suma importancia. Recordemos que los hechos en la vida de la iglesia, desde los días apostólicos hasta la segunda venida de Jesús, siendo hechos históricos reales, semejantes a los de cualquier otra institución humana, tienen una dimensión divina que procede de su relación con Dios y le da una dimensión espiritual por la presencia del Espíritu Santo en ella.
El Espíritu Santo es el guía real de todas sus acciones, a menos que la iglesia elija desviarse de la revelación divina hacia la apostasía de una acción independiente, inconsulta y rebelde a Dios, pero la iglesia tendrá siempre un grupo fiel a Jesús y a la misión. Siendo así, los hechos históricos de la iglesia cristiana, como testigo de Cristo, son tan válidos para la enseñanza de los creyentes de todos los tiempos, como válidos fueron los hechos del pasado, en la historia de Israel. Así lo entendió Pablo y lo explicó a los cristianos de Roma. Su forma de explicarlo es clara y directa. “Las cosas que se escribieron antes —les dijo— para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que, por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza” (Rm 15, 4).
La vida de la iglesia tiene una dimensión espiritual divino-humana que surge nítidamente de la historia escrita por Lucas, una realidad que todos los cristianos debemos admirar en la iglesia apostólica y, en la iglesia de hoy vivirla en total integración con Jesús (Dios Hijo) y con Dios Padre. Como veremos, este tipo de integración superior, solo se hizo y se hace posible para la iglesia, por la obra que el Espíritu Santo realizó y realiza en ella. Esa realidad divino- humana de la iglesia constituye su propio ser, un ser al mismo tiempo espiritual y terreno, práctico y sublime, que, en la misión, se vuelve historia y vida eterna.
El Espíritu Santo conduce la administración de la iglesia
La vida de la iglesia tenía que comenzar en Jerusalén y allí comenzó. Los discípulos no perdieron tiempo. Atendieron primero un asunto administrativo que debía ser resuelto. Eligieron un reemplazante de Judas en el grupo apostólico. Luego, se prepararon para la recepción del Espíritu Santo. Nada fue casual. Ni la organización de la iglesia, ni la vida espiritual, ni la misión surgieron por generación espontánea. Ellos así lo entendieron y actuaron con determinación y eficiencia (Hch 1, 12-Hch 2, 47).
Elección de Matías: procedimiento y dirección divina
“Entonces —escribió Lucas— desde el monte que se llama el Olivar, los discípulos volvieron a Jerusalén.” Desde ese monte, Jesús había sido levantado hacia el cielo, en su viaje de retorno al Padre y al gobierno de todo el universo (Hch 1, 12). El monte de los Olivos, junto a Betania, no estaba lejos de Jerusalén. Solo el camino de un sábado. Es decir, la distancia que, según la tradición judía, un israelita, sin transgredir el cuarto mandamiento de la ley moral, podía caminar durante el sábado. Flavio Josefo dice que Betania estaba a cinco estadios, más o menos un kilómetro, de Jerusalén.
Cuando llegaron a la casa donde se hospedaban, escribió Lucas que subieron al aposento alto. Ahí se alojaban los once apóstoles. Lucas menciona los nombres de todos, organizados en cuatro grupos. ¿Ya estructurados para la misión? Primer grupo: Pedro, Juan, Jacobo y Andrés. Segundo: Felipe y Tomás. Tercero: Bartolomé y Mateo. Cuarto: Jacobo hijo de Alfeo, Simón el Zelote y Judas hermano de Jacobo. Vivían en comunidad.
Sabían que no permanecerían físicamente juntos por mucho tiempo, pues tendrían que trabajar también en Judea, Samaria y por todo el mundo. Pero hasta que recibieran el poder del Espíritu Santo, podían estar juntos y disfrutar la compañía de todos. Tuvieron oportunidad para superar sus diferencias, para integrarse los unos con los otros sin la ambición por los primeros lugares que antes los había distanciado, para apreciar los valores que cada uno tenía, para darse cuenta de que todos eran necesarios para la misión; y la aprovecharon. Con humildad se pidieron disculpas y manifestaron su firme propósito de actuar siempre en unidad. A menudo, se reunían todos ellos con María, madre de Jesús, con los hermanos de él, y con las mujeres, posiblemente María Magdalena, Juana, Susana, las esposas de los apóstoles casados y otras. Los hermanos de Jesús que dudaban de él cuando trabajaba en Galilea habían superado sus dudas y como los once discípulos, creían que Jesús era el Hijo de Dios y el Mesías prometido. Todo el grupo estaba unido en un solo pensamiento, oraban juntos y juntos se preparaban para las acciones futuras que todos esperaban (Hch 1, 13-14).
Un día de esos, hicieron una reunión de negocios con todos los creyentes. Eran ciento veinte personas. Hombres y mujeres. Estaban todos allí. No había machismo cultural, ni feminismo reivindicativo. La iglesia nació libre de las presiones culturales externas, con una actitud contra-cultura, pero no anti- cultural. No era enemiga de la cultura, ni se dejó influir por ella. Tomó su propio curso bajo la dirección del Espíritu Santo. La pidió en oración, desde el mismo comienzo de su existencia.
Pedro tomó la palabra y pronunció su primer discurso (Hch 1, 15-22). Ningún complejo. Ya no había ninguna disculpa que pedir. Todo estaba en orden y nadie recordaba más sus errores del pasado. Todos habían aceptado la restauración que le ofreció Jesús junto al Mar de Galilea y no tenían sospecha alguna. Pedro hizo una propuesta. La hizo en el mejor estilo cristiano. Basada en ella, la iglesia tomó una decisión sin presiones de nadie. Propuesta y decisión, emblemáticas en su forma de presentación y en el procedimiento que siguieron; bajo la inspiración del Espíritu Santo. Lucas describió el procedimiento para mostrar a sus lectores la manera cristalina, espiritual, basada en las Escrituras y sujeta a la voluntad de Dios como procedió la iglesia en sus negocios internos. En nada parecidos a los procedimientos políticamente corruptos, egoístas, y muchas veces cargados de presiones violentas del Imperio.
El discurso de Pedro
Un discurso muy breve. Tiene dos partes: la primera es una sólida fundamentación basada en la Escritura (Hch 1, 15-20), y la segunda es la propuesta (Hch 1, 21-22). Va directamente al asunto.
Fundamentación de la propuesta
“Hermanos —dijo Pedro— tenía que cumplirse la Escritura que, por boca de David, había predicho el Espíritu Santo” (Hch 1, 16ª).
De paso, Pedro hace referencia al modo en el que las revelaciones de Dios llegan a sus destinatarios. Dios elige un instrumento humano, en este caso David, y el Espíritu Santo trabaja con él para colocar en su mente lo que, de parte de Dios, debe comunicar. En el caso referido por Pedro, se trataba de una profecía. Toda profecía posee un contenido de cumplimiento futuro.
La profecía —dijo Pedro— es acerca de Judas, el que sirvió de guía para los que prendieron a Jesús. Él era miembro de nuestro grupo y recibió, de parte del Señor -no lo usurpó- un rango de importancia en este ministerio (Hch 1, 16b-17).
Ese rango de importancia, en griego κλῆρος, más tarde daría origen al concepto de clérigo. No necesita repetir la causa, ya la dijo. Solo describe las consecuencias de la traición y lo hace de la manera más trágica posible. Hace recordar que con el dinero recibido por la traición, salario de su iniquidad, compró un campo y que al quitarse la vida cayó de cabeza, se reventó por la mitad y sus entrañas se derramaron. Luego da el nombre del campo: Acéldama, campo de sangre.
Entonces, cita dos textos de Salmos, profecías que aplica a Judas. Primero, sea hecha desierta su habitación y no haya quien more en ella (Sal 69, 25). Con esto explica el trágico fin de Judas. Segundo, tome otro su oficio (Sal 109, 8). Con estas profecías abre el camino para la propuesta que luego presenta a la asamblea de creyentes.
Propuesta
Elegir un reemplazante de Judas en el grupo apostólico.
Por tanto —agregó— es necesario que uno de los hombres sea hecho testigo de la resurrección, para que se una a nosotros. Un varón que haya estado con nosotros todo el tiempo mientras Jesús entraba y salía entre nosotros, comenzando desde el bautismo realizado por Juan, hasta el día cuando, de entre nosotros, fue recibido arriba (Hch 1, 21-22).
Pedro cubrió todo. Dio las razones que produjeron la vacante. No fueron intrigas, ni cuestiones personales, ni maniobras políticas. Fue el procedimiento traidor del que anteriormente tenía el oficio. Pedro lo dijo sin eufemismos, en forma directa, clara y completa. Ningún intento de salvar la cara de nadie, ni de cubrir las razones reales con explicaciones de conveniencia para nadie. Lo único que Pedro tomó en cuenta, como siempre ocurre en la Escritura, fue la realidad de lo ocurrido.
Al informe de lo que Judas realmente había hecho, agregó los contenidos de la Escritura que se aplicaban al caso. No existe ninguna luz mejor que la luz de la revelación, inspirada por el Espíritu Santo, para ver con claridad la forma de solucionar los problemas que la iglesia tenga.
Había que elegir un hombre. Y Pedro propuso la elección. No ofreció un nombre como candidato. Describió las características que debía tener el hombre elegido, características que lo calificaban para cumplir bien el oficio vacante. Luego, en la historia de Lucas, sigue lo que hizo la iglesia.
El proceso de la elección bajo la conducción del Espíritu Santo
La elección siguió un proceso simple. Varios hechos realmente notables con los cuales la iglesia cristiana se posicionó contra el gobierno dictatorial, contra el control del gobierno por parte de grupos con intereses propios, contra la manipulación de los electores; y a favor de la transparencia, de la conducción divina por medio del Espíritu, y de la espiritualidad en el proceso:
1. Prepararon una lista de candidatos
Propusieron dos, dice Lucas: a José llamado Barsabás, apodado el Justo, y a Matías.
¿Quiénes propusieron los nombres? Evidentemente, la asamblea, porque Pedro, con su propuesta, se había dirigido a ella. No era necesario conformar una comisión de nombramientos porque la asamblea no era muy numerosa. Solo había ciento veinte personas. De algún modo, llegaron a una lista con dos nombres propuestos.
¿Propuestos a quién? No fueron propuestos a los apóstoles, para que ellos hicieran la elección final. Tampoco a un apóstol específico quien, como cabeza dirigente, decidiera solo. Por lo que sigue, la asamblea hizo la propuesta a Dios.
2. Sometieron los candidatos a Dios en oración
“Señor —le dijeron— tú que conoces los corazones de todos, muestra cuál de estos dos has elegido para que tome el lugar, en este ministerio y apostolado, que Judas abandonó por transgresión, para irse a su propio lugar” (Hch 1, 24-25).
Ellos conocían las características externas de los dos candidatos. Sabían que habían estado junto con los once apóstoles, todo el tiempo que Jesús estuvo entre ellos. Pero no conocían su interior. Por eso, en última instancia, todos los hombres que integren el ministerio, en la iglesia, no los elije la iglesia, sino Dios por medio del Espíritu Santo. Dios utiliza la iglesia, como su instrumento, pero el instrumento no debe jamás usurpar la decisión final que solo corresponde a Dios. No puede decir: la elección de los ministros es una cuestión puramente eclesiástica, en el sentido de que la determinación de quienes puedan ser ministros y la elección de ellos sea una decisión de la iglesia, independiente de la voluntad de Dios.
La primera asamblea de la iglesia cristiana, cuyo primer asunto administrativo fue la elección de un ministro, para integrar el grupo apostólico, no lo entendió así. Se sometió a la voluntad de Dios y siguió la orientación divina. ¿Cómo produjo Dios su orientación?
3. La asamblea votó
“Entonces echaron suertes sobre ellos —dice la traducción de lo que Lucas escribió— y la suerte cayó sobre Matías, quien fue contado con los once apóstoles” (Hch 1, 26).
¿Fue este echar suertes como tirar una moneda al aire para saber qué elegir o fue como usar dados para saber de qué lado está la suerte, como una apuesta? La respuesta obvia es no. Y la razón es sencilla. La moneda en el aire y el rodar de los dados no son instrumentos que Dios usa para expresar su voluntad. Cuando están en el aire o rondando, sin control racional alguno, Satanás puede manejarlos con suma facilidad y, bajo la superstición de que Dios pudiera intervenir a través de ellos, imponer su voluntad en los asuntos que, así, estuvieran en juego para una decisión. “Echar suertes para elegir los dirigentes de la iglesia no está en el sistema de Dios. Dios influye en las decisiones de la iglesia utilizando la mente de sus hijos, la Escritura y el Espíritu Santo” [1].
Cuando la asamblea oró, Dios impresionó la mente de ellos y ellos, al expresarse, lo hicieron bajo esas impresiones. ¿Cómo se expresaron? La siguiente frase lo explica: “Fue contado con los once apóstoles” (Hch 1, 26).
Fue contado, es la traducción de una palabra griega que significa “fue votado contando las piedras”. Eran piedras pequeñas, negras y blancas. Las blancas eran voto positivo y las negras, negativo. Este tipo de votación implicaba un intercambio previo de opiniones que se expresaban en alta voz. Pablo usa el mismo término cuando cuenta al rey Agripa los daños que él, antes de su conversión, hizo contra los cristianos, en Jerusalén (Hch 1, 26b). “Y cuando los mataban –le dijo– yo di mi voto” (Hch 26, 10).
Después de votar, contaron las piedras y eligieron oficialmente a Matías para que ocupara la vacante que Judas había dejado. La votación fue libre. Cada miembro de la asamblea, por medio de la oración colectiva, dejó su mente abierta a la influencia del Señor, por medio del Espíritu Santo, para que él, como anteriormente había elegido a sus apóstoles, eligiera al que faltaba. Y él lo hizo expresando su voluntad a través de la mente de todos los que votaron.
Del mismo modo, la iglesia cristiana, en todos los tiempos, debiera decidir sus asuntos administrativos. Por votación libre. Cada votante, sin coerciones de ninguna naturaleza, con la mente abierta a la influencia del Espíritu Santo, vota. Los asuntos que afecten a la iglesia local, por los miembros de la iglesia local; los que afecten a un grupo de iglesias en un territorio específico, por los delegados de ese territorio; y así sucesivamente hasta llegar a los asuntos que afecten a la iglesia mundial, cuyas decisiones debieran ser hechas por los representantes de la iglesia mundial, reunidos en asamblea debidamente convocada. Veremos más adelante que el ministerio, las doctrinas, las prácticas de la iglesia y el estilo de vida de sus miembros, eran asuntos que afectaban a la iglesia mundial.
El Espíritu Santo actuó creando un ambiente integrado por libre expresión, voto personal ante Dios y la conciencia de cada uno, ausencia de presiones para inclinar la votación en la dirección establecida por alguna persona en particular o por los líderes, profunda espiritualidad en el proceso, sumisión incondicional a la voluntad de Dios, votación general de todos los presentes en la asamblea integrada por hombres y mujeres. Con esos principios, el Espíritu guió la primera asamblea administrativa de la iglesia cristiana apostólica.
Mario Veloso en dialnet.unirioja.es/
Notas:
1 Elena G. de White, Carta 37 (1900).
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