2.2. Las cuestiones eclesiológicas decisivas para el ecumenismo
El decreto sobre ecumenismo, Unitatis redintegratio, empezaría subrayando que la restauración de la unidad entre los cristianos era «uno de los fines primarios del Concilio» (UR 1). Esto fue efecto de una toma de conciencia en profundidad, por parte de los padres, de lo que es la Iglesia. El Vaticano II es el primer Concilio que aborda in extenso una reflexión eclesiológica [36]. El Vaticano I lo intentó pero quedó interrumpido, y lo que de él nos ha llegado como definitivo muestra un planteamiento diferente: preocupaban las corrientes racionalistas que atacaban la fe [37]. De las dos constituciones dogmáticas de aquel Concilio, la primera, Dei Filius, trataba directamente de la fe católica. La segunda, Pastor aeternus, intentaba apuntalar la defensa de esa fe dando un referente claro: la autoridad y el magisterio del obispo de Roma. El tema de la Iglesia se abordó, pues, desde una inquietud apologética inmediata.
El Vaticano II en cambio se acercó a la doctrina eclesiológica como fruto de una maduración en la que resultaron decisivos los movimientos litúrgico, bíblico y ecuménico y un laicado cada vez más consciente de sí mismo [38].
PABLO VI, al inaugurar la segunda sesión del Vaticano II no dudó en afirmar: “No hay por qué extrañarse si después de veinte siglos de cristianismo... el concepto verdadero, profundo y completo de la Iglesia, como Cristo la fundó y los apóstoles la comenzaron a construir, tiene todavía necesidad de ser enunciado con más exactitud. La Iglesia es misterio, es decir, realidad penetrada por la divina presencia, y por esto siempre capaz de nuevas y más profundas investigaciones” [39].
El hecho mismo de que sea éste el primer intento de tal ambición en un Concilio nos hace comprender que estamos sólo ante un primer paso, de gran alcance, pero con inevitables tanteos e imprecisiones.
Lumen Gentium presenta la Iglesia ante todo, como un misterio enmarcado en el misterio de Dios. Los cuatro primeros números se resumen en la frase final: “así toda la Iglesia aparece como un pueblo que funda su unidad en la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (LG 4:2) [40]. Consecuentemente el capítulo segundo trata del Pueblo de Dios, como sujeto activo, el gran protagonista, el interlocutor de Dios. Y así, la jerarquía pasa a ocupar el tercer lugar: los ministerios -papa, obispos, presbíteros, diáconos...- constituyen un servicio dentro del Pueblo de Dios.
Notemos que la estructuración de LG tiene gran repercusión ecuménica aunque aquí sólo nos limitemos a mencionarlos. Nos detenemos en otra aportación de la LG, que además de su importancia ecuménica tiene valor de principio, y es la visión escatológica de la Iglesia.
Efectivamente, el redescubrimiento de la dimensión escatológica ha sido considerado como uno de los rasgos más nuevos y más llenos de promesas de la LG. Con él, el Concilio relativiza la institución y subraya su índole provisional. «La Iglesia deja atrás todo lo que pudiera parecer autosuficiencia de [...] sus estructuras» [41]. Dicho de otro modo: con la recuperación de lo escatológico en eclesiología queda de relieve el principio que legitima los cambios en la Iglesia –los introducidos por el Concilio mismo, en primer lugar el cambio de actitud de la Iglesia católica ante el movimiento ecuménico-. El esquema de ecclesia de la comisión preconciliar no dedicaba especial atención a la escatología. Tampoco el esquema presentado al comienzo de la Segunda sesión del Concilio (septiembre 1963). No puede extrañarnos esto si tenemos en cuenta que la escatología era hasta entonces, en teología, el tratado «de las últimas cosas», de novissimis: muerte juicio infierno gloria, “la caída del telón” [42]. Es posible que la voz de PAUL TILLICH alertando, en vísperas de la apertura del Concilio, sobre la pérdida en el catolicismo de la conciencia profético-escatológica en beneficio de la otra dimensión (sacramental-sacerdotal) de la Iglesia, suscitara en algunos padres la necesidad de subsanar esta laguna en la presentación que de la Iglesia hacía Lumen Gentium [43]. El hecho es que el card. J. FRINGS, en nombre de 66 padres, pedía en la congregación 37 un capítulo nuevo en esa dirección [44]. Una página del entonces teólogo de Frings, J. RATZINGER, escrita con el título de «Iglesia e historia», refleja bien lo que subyacía a la petición [45]:
“Se pedía un enfoque de la Iglesia menos estático y más en la dinámica vital de su historia (heilsgeschichtlich...). La Iglesia no es una magnitud ya lista y acabada, definida de una vez por todas y por encima del tiempo y del espacio. Sino que por su naturaleza sigue en camino y pone de manifiesto la historia de Dios con los hombres -del Dios que desde Adán y Abel se abre paso hasta ellos y, en la Alianza, va con ellos por la historia. Así quedaría trazada una imagen viva de la Iglesia, nunca terminada, peregrinación de la humanidad con y hacia el Dios que la llama […] Entendida así la Iglesia como historia que siempre acontece de nuevo entre Dios y el hombre, brota también una 'visión escatológica' de la Iglesia. Porque si la Iglesia por su propio ser está en camino, no puede quedar conectada sólo con el pasado, aunque su centro permanente e inalterable sea el acontecimiento único de Cristo: justamente este Cristo, al que ella vuelve la vista y del que procede, es también el Señor que viene, y ella, precisamente al mirarlo, está también en marcha hacia el futuro. Una Iglesia cristo-céntricamente marcada no está sólo vuelta hacia el acontecer salvífico del pasado, es siempre también Iglesia bajo el signo de la esperanza. Tiene todavía pendientes ante sí su conversión y un futuro decisivo”.
La LG recupera, pues, la perspectiva escatológica de la institución. Datos esparcidos en los dos primeros capítulos corrigen la visión de los manuales de la primera mitad de este siglo, cuando se tendía apologéticamente a identificar dos realidades, Iglesia y Reino de Dios [46]. Se matizaba que el Reino se halla en la Iglesia sólo en germen (LG 5:2), incoado (9:2), praesens in mysterio (3); la Iglesia todavía “está en camino, lejos” (peregrinatur: 6:5), “anhela el Reino consumado” (5:2). Es el «ya / todavía no», que hizo famoso el exegeta congregacionalista CHARLES H. DODD. Todo ello obtiene nueva fuerza al añadírsele el cap. 7º, “Índole escatológica de la Iglesia peregrinante y su unión con la Iglesia celestial”. Obsérvese que suponía un cambio por cuanto en el esquema penúltimo todavía se decía «carácter escatológico de nuestra vocación, y nuestra unión...» que no era sino un enfoque puramente individualista: la orientación escatológica y el paso a la perfección definitiva parecían ser sólo cosa de los miembros de la Iglesia –como si los autores del esquema tuvieran reparo en atribuir fragilidad y provisionalidad terrenas a la Iglesia misma. Este prejuicio fue criticado al comienzo de la sesión tercera, y así se logró que en el título apareciera la Iglesia peregrina como sujeto [47].
El Concilio mostraba así sentido de la historicidad de la Iglesia, que había faltado en la mayoría de los que asistieron al Vaticano I el siglo anterior, pero que era ya una adquisición de las nuevas generaciones. La Iglesia, Pueblo de Dios en marcha, subrayaba su condición de hallarse siempre en proceso, abocada hacia adelante junto con todo lo creado. Es éste el fundamento de la revisión crítica a que está llamado, en cada etapa de su existencia, el Reino hecho historia [48]. El fundamento del aggiornamento [49].
Finalmente, hay que añadir que lo dicho en la frase de LG 48:3 acerca de los «sacramentos e instituciones» [50] se puede también aplicar, aunque el texto no lo mencione, a «la formulación de los documentos dogmáticos de la Iglesia, en cuanto tentativas de aproximación a la Verdad eterna en un lenguaje humano y por tanto limitado en sus medios» [51]. Es lo que enseñó más tarde Mysterium ecclesiae en su nº 5 [52].
2.2.1. La eclesialidad de los cristianos separados
Estudiamos ahora dos modificaciones realizadas por el Vaticano II acerca de la eclesialidad de los cristianos que no están en comunión con la Sede Apostólica romana. La primera se refiere a los individuos; la segunda, a sus comunidades.
a) Los individuos: bautismo y pertenencia a la Iglesia
La encíclica Mystici corporis (MC) publicada durante la II Guerra mundial (1943), ha sido considerada «un hito en la evolución de la moderna eclesiología» (P. HÜNERMANN); con todo, no se distinguió por su apertura ecuménica. En el punto que nos ocupa afirmaba:
«En realidad, sólo ha de contarse entre los miembros de la Iglesia a quienes han recibido el baño de la regeneración y profesan la verdadera fe, y ni se han separado lamentablemente (misere) de la contextura de este Cuerpo ni han sido apartados de él por la autoridad legítima por faltas gravísimas. (...) Como en la verdadera asamblea de los fieles de Cristo no hay sino un solo Cuerpo, un solo Espíritu, un solo Señor y un solo bautismo, así no puede haber sino una sola fe (cf. Ef 4, 5), y por tanto el que rehúsa escuchar a la Iglesia debe ser considerado, según lo manda el Señor, como pagano y publicano (cf. Mt 18, 17). Por lo cual, los que están divididos entre sí por la fe o por el gobierno no pueden vivir en este Cuerpo único ni de su único Espíritu divino» (DSch 3802 / 2286) [53].
«No cualquier pecado, por grave que sea, separa por su naturaleza al hombre del cuerpo de la Iglesia -como en cambio lo hacen el cisma, la herejía o la apostasía» (DSch 3803 / 2286) [54].
«El Espíritu Paráclito (...) rehúsa habitar con su gracia santificante en los miembros totalmente separados del Cuerpo» (DSch 3808 / 2288) [55].
Esos textos defendían una posición que «ni el esquema reformado de J. KLEUTGEN en el Vaticano I había profesado» [56]. Se recibieron por algunos teólogos con gran reticencia. Terminada la guerra, los autores se esforzaron por interpretarlos del modo más benigno. El primero fue KLAUS MÖRSDORF, con su distinción entre pertenencia constitucional y activa; la primera es la producida por el bautismo, la activa es la realización personal del carácter bautismal. Todo bautizado es miembro constitucional, pero puede tener un obstáculo canónico que le impida la pertenencia activa plena [57]. K. RAHNER, por su parte, recordó la doctrina anterior a la encíclica sobre membrum re y membrum voto y sugería distinguir entre «pertenencia» (concepto más amplio) y «carácter de miembro» (Gliedschaft), al que MC daba un sentido muy estricto [58]. Otros teólogos ideaban otras fórmulas [59]. Las propuestas, sin embargo, no fueron bien vistas: «Algunos reducen a una fórmula vana la necesidad de pertenecer a la verdadera Iglesia para alcanzar la salvación eterna», decía la Humani generis [60].
El tema, pues, era delicado. Urgía una matización, pero tenía que venir del magisterio. A prepararla se aprestó AUGUSTIN BEA en su calidad de presidente del Secretariado para la Unidad. Había que contar, como se vio enseguida, con la oposición de «un teólogo de Roma, no italiano, influyente y que 'ejercía autoridad'» y que reaccionaría enseguida tachando de inaceptables las explicaciones de Bea [61].
A sus ochenta años, el cardenal recorrió los principales centros intelectuales de Centroeuropa e Inglaterra. Al abordar el tema que nos ocupa, su punto de partida eran documentos de la misma autoridad que los de Pío XII [62]. Bea citaba a Juan XXIII, que llamaba a los cristianos separados «nuestros hijos» y «nuestros hermanos» (discurso en el conclave y encíclica Ad Petri cathedram) y a Pío XII mismo en otra de sus encíclicas (Mediator Dei) donde decía que los creyentes en Cristo «se convierten por el bautismo, con el título general de cristiano, en miembros del Cuerpo místico de Cristo» [63] y procuraba hacer referencia al cn. 87 del antiguo CIC [64]. Citaba también los textos bautismales de s. Pablo (1Co 12, 13; Ga 3, 27). Y concluía:
«La doctrina de Mediator Dei y de s. Pablo es universal: habla del efecto del bautismo como tal, con la sola condición de que sea válido. Por tanto tiene que poder aplicarse también de alguna manera a nuestros hermanos separados de la Sede apostólica como consecuencia de una herejía o de un cisma heredados de sus antepasados».
Las declaraciones rígidas de MC las interpretaba el cardenal Bea así:
«La encíclica MC niega la pertenencia de herejes y cismáticos al Cuerpo místico, que es la Iglesia, sólo en aquel sentido pleno en el que se afirma de los católicos; esto es, niega la plena participación en la vida que Cristo comunica a su Iglesia y en el Espíritu divino de Cristo que la anima y vivifica. Los hermanos separados están privados ciertamente del disfrute de tantos privilegios y gracias propios de los miembros unidos visiblemente con la Iglesia católica, pero la encíclica no excluye de ningún modo toda pertenencia a la Iglesia y todo influjo de la gracia de Cristo [...]. Como consecuencia de su pertenencia fundamental, aunque no plena, a la Iglesia, gozan ellos también del influjo de la gracia de Cristo. [...] El Espíritu Santo obra por tanto de manera especial y abundante también en ellos aunque, ya lo hemos dicho, no tan plena...» [65].
El lenguaje de Bea «era un lenguaje nuevo» en los oídos que le escuchaban en las ciudades suizas, alemanas, inglesas, comentará J. Willebrands en el centenario del nacimiento del cardenal. Así, el de Unitatis redintegratio:
«Quienes ahora nacen en esas comunidades [separadas] y se nutren en ellas con la fe de Cristo (...) y han recibido debidamente el bautismo quedan constituidos en cierta comunión -aunque no perfecta- con la Iglesia católica. Es cierto que por discrepancias existentes (...) se oponen no pocos obstáculos, a veces bastante graves, a la plena comunión eclesial, obstáculos que intenta superar el movimiento ecuménico. Sin embargo, justificados en el bautismo por la fe, están incorporados a Cristo y, por tanto, con todo derecho se honran con el nombre de cristianos, y los hijos de la Iglesia católica los reconocen con razón como hermanos en el Señor» (UR 3:1).
b) La eclesialidad de las comunidades
Quizá el modo más existencial de acercarnos al problema sea citar una frase del obispo protestante de Oslo, ANDREAS AARFLOOT, en su discurso de bienvenida al Papa durante el viaje de éste a los Países nórdicos, junio de 1989:
“Desde el Concilio Vaticano II, (...) hemos advertido un reconocimiento creciente, por parte de la Iglesia católica, de otras estructuras y tradiciones eclesiales. Indirectamente, el hecho de que la Iglesia católica se haya comprometido en diálogos bilaterales con las iglesias luteranas a través de la Federación Luterana Mundial nos parece una señal de práctico reconocimiento eclesiológico. Nosotros nos consideramos genuinas iglesias, con la necesaria cualidad sacramental y estructural. Pero estamos aguardando el día en que Su Santidad reconozca expresa e inequívocamente el carácter eclesial de las Iglesias luteranas y demás Iglesias protestantes.”
El noruego simplificaba quizá el punto de vista luterano [66], pero planteaba un interrogante serio. A su modo, lo había planteado ya el P. CONGAR en 1937: «qué son, a los ojos de la Iglesia, las cristiandades disidentes» [67]. No bastaba con preguntarse qué son, a los ojos de la Iglesia, los cristianos disidentes; el ecumenismo comenzaba cuando se admite que los otros -no sólo los individuos, sino los cuerpos eclesiásticos como tales- tienen también dones de Dios; «en la medida en que las cristiandades disidentes hayan conservado principios de comunión con Dios, puestos por Cristo en su Iglesia, (...) podrá ser verdadero decir que las almas se santifican en ellas no a pesar de su confesión sino en y por ella» [68].
Pero fue después de la segunda Guerra mundial, con la fundación del WCC, cuando empezó a preocupar al Magisterio romano el problema de la realidad eclesial de esas comunidades [69].
Juan Pablo II no dio respuesta, en su discurso, al obispo luterano de Oslo. Sin embargo el Vaticano II, como reconocía Aarfloot, ha dejado abierta una vía importante para dialogar sobre ello.
2.2.2. La dialéctica obispos-papa
Lo que ahora abordamos recoge el resultado de un debate, el más largo de los mantenidos en el Vaticano II, pero que es mucho más viejo que el Concilio: el del equilibro de papeles entre los obispos y el papa. Con desigual éxito, la discusión ha estado presente en la vida de la Iglesia católica durante todo el segundo milenio. Su desenlace sigue pendiente, pero se han dado nuevos pasos hacia él. Si los incluimos aquí es porque están relacionados con el punto más sensible del diálogo ecuménico, el del primado papal.
Digamos que el Concilio inició la apertura de una brecha en la concepción primacial que el Vaticano I pareció sancionar, primero porque, por el hecho de reunirse, “refutó el dogma de 1870 que parecía volver inútil y hasta teológicamente imposible la celebración del Concilio” [70]; pero, además, porque devolvió al ministerio episcopal su plena sacramentalidad y restableció la responsabilidad colegiada común del Papa y los obispos para conducir la Iglesia universal. Fue esto fundamentalmente lo que alargó tanto la discusión sobre el capítulo III de Lumen Gentium y lo que, al centrar la preocupación en un solo extremo, impidió se tratara con detenimiento del ministerio presbiteral [71].
Esto dicho, es innegable la gran aportación positiva que el capítulo III contiene.
Señalamos al menos tres de sus matizaciones importantes:
a) La primera, la decisión del Concilio de fundamentar las estructuras eclesiales en una ontología de gracia sacramental:
«Este santo Sínodo enseña que en la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden (...), cumbre del ministerio sagrado. La consagración episcopal confiere también, junto con el oficio de santificar, los oficios de enseñar y de regir, los cuales sin embargo, por su misma naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la cabeza y los miembros del Colegio.» (LG 21:2).
GÉRARD PHILIPS, que tanta parte tuvo en la preparación de LG, escribió acerca de ese párrafo: «El episcopado considerado como sacramento y como colegio, he ahí la parte más original del capítulo»; y más adelante: «El vínculo entre la sacramentalidad y la colegialidad de la función episcopal constituye, a nuestro parecer, el progreso teológico más importante efectuado por el Concilio» [72].
La oscuridad que sobre este punto reinó había llegado hasta nuestro tiempo. Parece que san Jerónimo tuvo mucha parte en ello. Según él, un colegio de presbíteros de Alejandría habría estado ordenando durante un cierto tiempo al obispo del lugar. Jerónimo y su fuente (el Ambrosiaster) parecen movidos por el afán de mostrar la superioridad del presbítero frente al diácono, pero la actitud polémica del santo ha pesado mucho «en el desarrollo ulterior de la teología latina, que ha dado a veces en no saber lo que distingue al presbítero del obispo» [73].
b) La segunda, que el Concilio redescubre el significado de la Iglesia local: en ella está presente la plenitud de la Iglesia universal toda entera. La idea de que la Iglesia local representa a toda la Iglesia era fundamental en la Iglesia primitiva. Esta idea se halla claramente expresada en la constitución sobre la liturgia, donde se presenta a la Iglesia local como «la más alta manifestación de la Iglesia» cuando se reúne en torno al obispo en asamblea litúrgica, en especial al celebrar la Eucaristía (SC 41:2). Por su parte, el decreto Christus Dominus sobre los obispos dice que en la diócesis o Iglesia local, «adherida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y la Eucaristía, ... se halla y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo, Una, Santa, Católica y Apostólica» (ChD 11:1). Y también, por supuesto, Lumen Gentium en los nn. 23:1 («en ellas y a partir de ellas») y 26:1:
«La Iglesia de Cristo está verdaderamente presente (vere adest) en todas las legítimas comunidades locales de los fieles, que, unidas a sus pastores, también son llamadas iglesias en el NT. Ellas son, en su lugar, el Pueblo nuevo convocado por Dios en el Espíritu Santo y en gran plenitud (cf. 1Ts 1, 5). En ellas son congregados los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo».
Por la Cena (prosigue el Conc.) queda unida toda la fraternidad. «En estas comunidades, ya sean pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, está presente Cristo, por cuyo poder se congrega la Iglesia una, santa, católica y apostólica» [74].
Desde la reforma gregoriana (fines del s. XI), había adolecido el catolicismo de una teología insuficiente de las Iglesias locales. Se privilegiaba la consideración de la Iglesia universal, con insistencia creciente en el poder papal [75]. ¿Es una casualidad que el momento decisivo, o punto de inflexión, de este fenómeno de atrofia/hipertrofia tuviera lugar poco después del distanciamiento entre Oriente y Occidente? [76]
c) Tercero, la apuesta por la colegialidad que es prolongación de las dos afirmaciones anteriores. El término mismo no está en los textos del Concilio (sí está collegium). Pero es una consecuencia de lo que dice LG 22:2: «El orden de los obispos (...) en el que perdura el colegio apostólico, es también, junto con su cabeza (...), sujeto de la potestad plena y suprema en la Iglesia universal» [77].
No es posible aquí explicar la colegialidad tal como se debatió en el aula conciliar. Se la ha llamado exageradamente «espina dorsal de todo el Concilio», «centro de gravedad del Vaticano II»; en todo caso, éste fue el debate más animado. Pero ha de mencionarse algo referente al capítulo III de LG acerca de que sigue pendiente el desenlace del contencioso teológico obispos-papa: lo acontecido en la semana negra (15-21 nov. 1964), en especial la «nota explicativa previa a los modos» sobre el capítulo III que se comunico a los padres «por mandato de la autoridad superior» inmediatamente antes de la votación final de la LG, demostró que:
«no se ha encontrado aún la forma de realización del primado ni de formulación de su doctrina que deje claro ante las Iglesias de Oriente que una unión con Roma no significaría someterse a una monarquía papal sino restablecer el vínculo de comunión con la sede de Pedro» [78].
Resumiendo, el Concilio afirma la conexión entre la gracia sacramental y la estructura eclesial, la importancia de la iglesia local, la competencia y responsabilidad colegiales del episcopado. Se vuelve así a una conciencia más viva de continuidad con la Iglesia del primer milenio. Pero el Concilio en el último momento no ha podido llegar al final esperado.
Comprendamos los inevitables tanteos, imprecisiones y compromisos de un Concilio que por primera vez abordaba detenidamente el tema de la Iglesia. Habrá que continuar «liberando» la fuerza que late en tantos pasajes, a veces dispersos, y lograr su mayor reajuste. Pero lo que se ha avanzado y descubierto es mucho y está llamado a tener repercusión en el futuro. A no ser que se detuviera el cambio de orientación iniciado en el Vaticano II [79]. Un poco de nostalgia queda, sin embargo, sobre todo al releer lo que el teólogo E. AMANN escribía doce años antes de que comenzara el Vaticano II:
«Desde el tiempo de Gregorio VII los papas habían reivindicado con energía extraordinaria a veces este poder casi absoluto y discrecional sobre el episcopado. Los grandes debates de los siglos XV y XVI habían traído el repliegue de tales ideas. Reimpulsadas un tanto a comienzos del XIX no habían recuperado toda la fuerza lograda en tiempos de la 'monarquía pontificia'. Ahora [en el Vaticano Primero] lo conseguían. Los años que siguieron al Concilio iban a traer un reforzamiento de la acción directa del papa sobre las diócesis y, digamos la palabra, de la centralización papal. Lamentablemente, el problema de la conciliación de los derechos divinos del episcopado con los derechos divinos del papa no pudo discutirse (...). Sin embargo, una teología bien equilibrada de la Iglesia reclama que este problema sea planteado; y la vida práctica pide asimismo que sus aplicaciones queden reguladas. ¿Será ésta la obra del Vaticano II? Es el secreto del futuro» [80].
Héctor Domínguez en dialnet.unirioja.es
Notas:
36 K. RAHNER, Das neue Bild der Kirche (= La nueva imagen de la Iglesia), en: Schriften zur Theologie, VIII (Einsiedeln 1967 [no está traducido]), 330: “En este Concilio, la Iglesia ha sido no sólo el sujeto sino también el objeto de las afirmaciones conciliares; éste ha sido el Concilio en que la Iglesia reflexiona sobre la conciencia que tiene de sí misma.”
37 Sin olvidar la preocupación romana por apagar cualquier rescoldo de galicanismo...
38 La cosecha teológica del medio siglo anterior al Concilio está bien presentada en la obra de ROGER AUBERT, La théologie catholique au milieu du XXe siècle, Paris-Tournai 1954.
39 Nº 17 del discurso, en la edic. de la BAC, Concilio Vaticano II. Constituciones. Decretos. Declaraciones..., Madrid 41967, 1006s.
40 La misma orientación en el primer texto de la comisión ortodoxo-católica (1982): El misterio de la Iglesia... a la luz del misterio de la Santísima Trinidad, en: Enchiridion oecumenicum, I, 504.
41 Y. CONGAR, Le diaconat dans la théologie des ministères, en coll. Unam Sanctam, t. 59 (Paris 1966) 127.
42 Todavía dos años antes de convocarse el Concilio, era un exegeta, no un teólogo, el que trataba la voz eschatologie en el diccionario Catholicisme (4, 410-414); cf. M. MICHEL, “Le retour de l'eschatologie dans la théologie contemporaine”: Revue des Sciences Religieuses 58 (1984) 180-183.
43 TILLICH, “Die Wiederentdeckung der prophetischen Tradition in der Reformation” (= El redescubrimiento de la tradición profética en la Reforma): NZSystTh 3 (1961) 237-238; ID., “Die bleibende Bedeutung der katholischen Kirche für den Protestantismus” (= La relevancia permanente de la Iglesia católica para el protestantismo): ThL 87 (1962) 641-648 (ambos art. también en sus obras completas, tomo VII del año 1962). Tillich propugnaba en el protestantismo el movimiento contrario: revalorizar la dimensión sacramental-sacerdotal; ahí veía él el valor de la aportación católica.
45 J. RATZINGER, Das Konzil auf dem Weg. Rückblicke auf die Zweite Sitzungsperiode des Zweiten Vatikanischen Konzils, Köln 1964, 28-30.
46 En el Vaticano I, el esquema segundo de ecclesia que no llegó a discutirse decía que la Iglesia era Dei civitas et regnum caelorum merito appellata (cap. 2º); y el título del cap. 9º: ecclesiam esse verum regnum, divinum, immutabile et sempiternum (MANSI 53, 309 y 315).
47 Cf. O. SEMMELROTH en su comentario al capítulo VII de LG (en: Das Zweite vatikanische Konzil, suplemento del Lexikon für Theologie und Kirche I (1966) 314-316. El autor comenta que sin la dinámica escatológica lo institucional de la Iglesia hubiera quedado “incorrectamente descrito”.
48 Proceso de revisión necesario pero delicado. “Que el Pueblo peregrino de Dios, en su camino a través del segundo milenio, haya venido a ser un pueblo en desacuerdo y escindido encuentra su explicación en último término en la distinta manera de comprender, en cristología y eclesiología, la escatología hecha historia” (H. SCHÜRMANN, Orientierungen am Neuen Testament, III, Düsseldorf 1978, 11).
49 “La extensión de la afirmación de transitoriedad a las 'instituciones' sugiere, salvas siempre aquellas cosas que Cristo quiso inmutables en su Iglesia, la necesidad de la puesta al día de muchas de las instituciones eclesiásticas; en otras palabras, en la transitoriedad de esas instituciones radica el fundamento teórico del trabajo de 'aggiornamento'“, en: C. POZO, Teología del más allá, Madrid 1980, 554.
50 “Y mientras llegan los cielos nuevos y la tierra nueva, en los que tiene su morada la santidad, la Iglesia peregrinante, en sus sacramentos e instituciones que pertenecen a este tiempo, lleva consigo la imagen de este mundo que pasa [...]” (LG 48:3)
51 G. PHILIPS, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano, II, Barcelona 1969, 218s.
52 AAS 45 (1973) 402s; Ecclesia (1973) 882s.
56 G. DEJAIFVE, “L'appartenance à l'Eglise du concile de Florence à Vatican II”: NRTh 99 (1977) 34.
57 KL. MÖRSDORF, Die Kirchengliedschaft im Lichte der kirchlichen Rechtsordnung (=La pertenencia a la Iglesia a la luz de la ordenación jurídica eclesiástica): Theologie und Seelsorge 1 (1944) 115-131; art. recogido y reelaborado en sus Schriften zum Kanonischen Recht, Paderborn-München 1980, 148-167.
58 Die Zugehörigkeit zur Kirche nach der Lehre der Enzyklika Pius' XII M.C.C, ZkTh 69 (1947) 129-188; en español, Escritos de teología, II 9-94 (el título original dice “pertenencia”, no “incorporación”).
59 Citas y resumen en DEJAIFVE a.c., 36-37.
60 Encíclica Humani generis, AAS 42 (1950) 571. Precede a esas palabras la identificación del Cuerpo místico con la Iglesia católica romana, que veremos más adelante.
61 Sigo en estos datos a un testigo de excepción, el card. JAN WILLEBRANDS, a quien Bea incorporó a su equipo de trabajo (cf. supra pág. 12 con la referencia en nota 20).
62 Su conferencia, en A. BEA, La unión de los cristianos, Barcelona 1963, 11-38.
63 AAS 39 (1947) 555; DSch 3850 / 2300.
64 El canon 87 decía: “Por el bautismo queda el ser humano constituido persona en la Iglesia de Cristo con todos los derechos y obligaciones de los cristianos a no ser que, en lo tocante a los derechos, obste algún óbice que impida el vínculo de la comunión eclesiástica o una censura infligida por la Iglesia”. En el nuevo código es el canon 96.
65 A. BEA, o. c., 28.30.32.33. La conferencia se publicó como primicia en La civiltà cattolica 112/1 (1961) 113ss. Los textos que cito están cotejados con esa primera versión.
66 Algunas comunidades protestantes no desean ser llamadas Iglesias.
67 Chrétiens désunis. Principes d'un “oecuménisme” catholique, Paris 1937, XV y título de la página 300.
69 G. DEJAIFVE, Un tournant décisif de l'ecclésiologie à Vatican II, Paris 1978, 79.
70 O. CLÉMENT, Roma, de otra manera. Un ortodoxo reflexiona sobre el papado, Cristiandad, Madrid 2004, 97.
71 Unilateralidad hubo también dentro de la cuestión misma obispos-papa: la dialéctica Iglesia universal/comunión de Iglesias apenas si fue contemplada. Es éste un contencioso postconciliar incómodo entre teólogos y Curia romana.
72 G. PHILIPS, o. c., II, 305 y 306.
73 R. LAURENTIN, L'enjeu du Concile. Bilan de la deuxième session, Paris 1964, 47.
74 K. RAHNER, o. c., 334-335, comenta la inserción tardía de este párrafo en un texto ya ultimado: “prescindamos de si éste era el sitio más acertado; lo importante es que está y que dice lo que había que decir”. G. PHILIPS reconoce lo “inesperado” de que el tema de la Iglesia local sea tratado “en conexión con el poder santificador del obispo”, y pide que se lea el texto con “una cierta simpatía” pero, pese a las dos páginas que dedica a explicarlo, silencia que el párrafo intercalado se debió a la protesta de muchos padres (rogantibus pluribus patribus: AS III/I 253) que dentro y fuera del aula conciliar se quejaban de que la LG enfocara la Iglesia “demasiado unilateralmente” desde el punto de vista de la Iglesia universal y su estructura dejando menos clara no sólo la vida concreta de la Iglesia donde realmente tiene lugar sino las consecuencias de la relación fundamental entre la ekklesía como comunidad local, que es “cuerpo de Xto”, y la ekklesía como unidad de esas Iglesias, fundada en la verdad y el amor en Cristo. Rahner, del que tomo este resumen, menciona en especial la intervención del arzobispo E. ZOGHBY vicario del patriarca oriental MAXIMOS IV (Das Zweite Vatikanische Konzil, suplemento del Lexikon für Theologie und Kirche, I (1966), 242s); la referencia de Philips, en: La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano, I, ad numerum 26 de LG.
75 Cf. Y. CONGAR, “Autonomie et pouvoir central dans l'Eglise vus par la théologie catholique”: Irénikon 53 (1980) 291-313; ID., De la communion des Eglises à une ecclésiologie de l'Eglise universelle, en: L'épiscopat et l'Eglise universelle, Paris 1962, 227-260. Sobre la Iglesia local, cf. H. LEGRAND, “La Iglesia local”, en: Iniciación a la práctica de la teología. III. Dogmática, 2, Madrid 1985, 138-319; J. M. R. TILLARD, L'Eglise locale. Ecclésiologie de communion et catholicité, Paris 1995.
76 Aquí tenemos quizá un caso de aplicación del sentido de la historicidad en la Iglesia para no considerar necesariamente la fortaleza del papado en un momento de lucha con el Imperio (en el que muchos obispos eran señores feudales) como una adquisición eclesiológica. Lo que fue, entre otros factores, una necesidad política por el bien de la Iglesia permite, y exige, distinguir entre esencia y formas históricas.
77 Se puede leer a H. LEGRAND, Colegialidad y primado según el Vaticano II, en: Iniciación a la práctica de la teología. III. Dogmática, 2, Madrid 1985, 289-303.
78 J. RATZINGER, Ergebnisse und Probleme der dritten Konzilsperiode, Colonia 1965, 49s.
79 Cf. las serias reflexiones de PIERRE DUPREY, del Secretariado para la Unidad, en Herder-Korrespondenz 39 (1985) 213ss.
80 E. AMANN, “Concile du Vatican ”, en : Dictionnaire de théologie catholique XV, 1950, col. 2583.
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