c) Las imágenes propias
Una de las más preciosas aportaciones de san Juan de la Cruz a la cultura teológica universal es su modo de hablar sobre las realidades sobrenaturales. No son simplemente unas metáforas literarias o poéticas creadas con absoluta libertad cuyo único criterio sea un puramente subjetivo canon artístico. Todas ellas, aunque a primera vista no parezca así, tienen un fundamento bien determinado en las afirmaciones y hasta en las definiciones teológicas. No las rechaza como si fueran pasmadas e inexpresivas en su estructura estática. Todo lo contrario, las afirma al mismo tiempo que añade un nuevo matiz y frescura que las hace revivir y brillar de nuevo. Tal método ofrece, sin embargo, para un investigador ciertas dificultades a la hora de precisar su contenido. Pese a estas inconveniencias debemos ahora analizar algunas de sus expresiones que se refieren al misterio de la gracia.
«La hermosura del alma»
La más característica de ellas, que aparece a lo largo de toda la obra hasta convertirse en su hilo principal es la hermosura del alma. Ya hemos hablado de esta expresión en el capítulo antecedente, en el contexto de la Íntima relación que tiene con la hermosura de Dios. Concluimos entonces que en el lenguaje del santo la hermosura y la gracia llegan a ser sinónimos [65]. Esta identificación tiene un fundamento bíblico. En el Nuevo Testamento, y especialmente en los escritos paulinos se emplea, para designar la realidad que transforma, eleva y diviniza el ser del hombre y su actividad, la palabra griega cavril. En su sentido primitivo, derivado de la raíz car-brillar, designa el hechizo de la belleza, algo que luce con su hermosura e impresiona tanto al observador que origina en él el sentimiento de favor, benevolencia, beneficio y agradecimiento [66]. Sin embargo, el término cavril en el Nuevo Testamento, no está tomado del significado griego profano o religioso. Viene de los Setenta como traducción ordinaria del hebreo han. La raíz hanan significa «mirar inclinándose», o «inclinar la mirada» y expresa el favor y la gratitud de Dios que actúa amorosamente frente a la miseria humana.
San Juan de la Cruz une estas dos tradiciones y las incorpora en su propia visión de la gracia. Dios mira primero al alma, sin que ella tenga todavía algo que le puede atraer y agradecer. Todo lo contrario, el alma está manchada por el pecado original y posee el color «moreno». «Antes que me miraras graciosamente hallaste en mí fealdad y negrura de culpas e imperfecciones y bajeza de condición natural» (CB 33, 5). En este sentido difiere del significado griego de cavril que implica poseer a priori unas cualidades propias atractivas capaces de atraer la mirada. Es más bien el significado del hebreo han, un acto absolutamente gratuito y con esto creador que supera en su amor la fealdad del alma, no para olvidarse de ella sino para poder crearla como de nuevo por su intervención. Es el rasgo típico de un Dios del Antiguo Testamento. «Dios por su gran misericordia nos miró y amó primero, como dice san Juan (1Jn 4, 10)» (CB 31, 8).
La razón de que el alma recibe la gracia de Dios estriba en la mirada divina. Dios creó el mundo y al hombre con su palabra, pero una vez hecho esto «hermosea» la creación con su mirada. Para entender bien esta relación hemos de profundizar en el misterio trinitario. Dios pronunció eternamente la única Palabra que era su Hijo a quien solamente puede mirar. Dice el santo en el Romance: «En ti solo me he agradado, / ¡oh vida de vida mía! / Eres lumbre de mi lumbre. / Eres mi sabiduría; / figura de mi substancia, en quien bien me complacía» (P 7, vv. 65-70). Este mirar al Hijo expresa la mutua relación de amor que se da entre las Tres Personas. Por lo tanto -concluye el santo- la mirada de Dios es el amor: «el mirar de Dios es amar y hacer mercedes» (CB 19, 6) [67]. Dios mirando al hombre lo reconoce como amigo suyo y le incorpora en su íntima vida. En la canción 33 del Cántico dedica un espacio para explicar el sentido de la mirada. Primero es absolutamente gratuita ya que el alma no tuvo en sí nada que atrajese a Dios, al contrario estaba en pecado. Precisamente esta mirada hace olvidar el pecado del alma para siempre. A continuación enumera cuatro efectos que produce en el alma: «es a saber: limpiarla, agraciarla, enriquecerla y alumbrarla, así como el sol cuando envía sus rayos, que enjuga y calienta y hermosea y resplandece» (CB 33, 1). Esto significa para san Juan de la Cruz «hermosear al alma». Pero esta mirada no se produce sino solamente a través de Cristo ya que Dios no puede amar lo que no es bueno [68]. Ya hablando de la creación del hombre declara que recibió la gracia de la mirada de Dios en el Hijo: «con sola esta figura de su Hijo las dejó vestidas de hermosura comunicándoles el ser sobrenatural; lo cual fue cuando se hizo hombre ensalzándole en hermosura de Dios» (CB 4, 4). Después del pecado original Dios miró otra vez al hombre y lo ha hecho en el Verbo Encarnado. Cuando el hombre se identifica con Cristo por incorporarse en el bautismo a su historia de la salvación se hace otra vez capaz de la mirada de Dios, es decir, de nuevo se encuentra en el estado de la gracia y es digno de amor divino. Por lo tanto, cuando san Juan de la Cruz dice «mira a mi Hijo sujeto a mí y sujetado por mi amor y afligido (...), pon solos los ojos en él, y hallarás ocultísimos misterios y sabiduría y maravillas de Dios que están encerrados en él» (2S 22, 6). Esto no significa solamente seguir el ejemplo de Jesús, sino indica mucho más, quiere subrayar que es menester vivir la plena comunión con Cristo en su Espíritu.
Después de lo dicho podemos afirmar que en el pensamiento del santo doctor la hermosura del alma describe el estado de la gracia santificante. Aunque tener la hermosura indica poseer un don, una cualidad interior del alma, sin embargo el acento está puesto en otro aspecto. La gracia santificante significa una nueva relación con Dios que ha ofrecido al hombre su amor y con esto le ha hecho digno y capaz de responderle con el mismo amor sobrenatural o divino [69]. El alma es hermosa porque Dios quiso considerarla bella. Esto es posible por la incorporación en Cristo que supone poseer su Espíritu. Precisamente el Espíritu Santo es la nueva «cualidad» -si podemos expresarnos así- que posee a partir de ahora el alma.
«Llagas de amor»
En la misma perspectiva de la gracia en cuanto una nueva relación de amor con Dios establecida en Cristo el santo habla de las llagas de amor. Con esta expresión define una intervención directa de Dios en el alma que sucede pasivamente, sin el querer del alma, y que provoca el aumento de amor. Esta intervención divina se basa en la gracia santificante que posee el alma. Incluso esta gracia la llama la primera llaga producida por la mirada de Dios [70]. Sin embargo el que actúa ahora en el alma no es Dios Padre sino el Amado-Cristo por medio del Espíritu Santo. «Dice que él (el Amado) llagó su corazón con el amor de su noticia» (CB 9, 2) y más adelante confirma: «pues eres tú la causa de la llaga en dolencia de amor» (9, 3). ¿Pero en qué tipo de causalidad piensa el santo? La pregunta es tanto más justificada en cuanto en la Llama habla del Espíritu Santo como autor de estas llagas. En la canción 2 le llama «cauterio» porque por su acción consume y transforma el alma en el amor. Este cauterio del Espíritu Santo produce las llagas de amor: «y eso tiene este cauterio de amor, que en el alma que toca, ahora esté llagada de otras llagas de miserias y pecados, ahora esté sana, luego la deja llagada de amor» (2, 7). Así parece que es el Espíritu Santo quien interviene en el alma y en este sentido podríamos llamarle la causa eficiente, pero su actuación está provocada por el enamoramiento en Cristo que sería la causa ejemplar.
De hecho tenemos dos realidades que intervienen juntamente en el proceso de llagar. Una es la inspiración externa que opera sobre las potencias del alma y otra la intervención del Espíritu Santo ad intra, es decir, directamente en el fondo del alma. Al hablar en el Cántico de la búsqueda del Amado que emprende el alma enamorada hace referencia a los «mensajeros» que son portadores de las noticias de Él. Podemos distinguir tres tipos de ellos. En primer lugar está pensando en las criaturas que, con su bondad y su belleza, dan testimonio de Dios, su Creador. El hombre al contemplar las criaturas puede enamorarse más de Dios [71]. Otro, distinto tipo de mensajero, es la meditación de los misterios divinos de donde se puede sacar las ideas de cómo Dios ama al hombre y qué ha hecho por él [72]. Finalmente hace referencia a la palabra de Dios escuchada en la Iglesia [73]. Todas estas cosas acercan a Dios y crean posibilidad de animar la vida espiritual. Pero no lo pueden hacer por sí solas, en este sentido son siempre unas posibilidades, unos medios, aunque en última instancia ofrecidos por Dios que llama al hombre a la fe y al amor. Por eso los llamamos las gracias externas. Pero san Juan de la Cruz sabe que la gracia externa no aprovecha sin la interna. Por eso habla de la intervención interior del Espíritu Santo, quien desde dentro abre el corazón del hombre al amor de Dios y hace «inclinar la voluntad a buscar y gozar a su Amado» (CB 10, 2) [74]. Su modo de actuar define el santo como «tierno y blando, sin saber de quién, ni de dónde, ni cómo» (LB 3, 38). Las potencias del alma, tanto interiores como exteriores, no pueden percibir y notar esta acción divina. Es el estado de la pasividad. San Juan de la Cruz utiliza este concepto para describir la directa intervención de Dios en el alma que transforma previamente las potencias para el acto sobrenatural de amor. En el estricto lenguaje teológico equivale a la gracia actual [75].
El objeto que tienen las llagas es «levantar el alma en amor» (CB 1, 17). Si el hombre responde y aprovecha las gracias ofrecidas por Dios cada vez ama más. Aquí se encuentra la explicación de por qué el santo carmelita a este tipo de gracias las llama «llagas». El amor, por una parte satisface los deseos del alma, pero por otra, hace descubrir la inmensidad del amor divino, y en consecuencia, genera un deseo mayor de amar, que el hombre experimenta como un nuevo dolor del alma de no poder responder con la misma intensidad. Entonces interviene el Amado que con su gracia «cura» el dolor del alma, pero al mismo tiempo la llaga de nuevo. De esta manera sucede la interesante dialéctica de «curarllagar». Así lo explica el santo: «el amante cuando más llagado, está más sano, y la cura que hace el amor es llagar y herir sobre lo llagado, hasta tanto que la llaga sea tan grande que toda el alma venga a resolverse en llaga de amor» (LB 2, 7). Este proceso sólo tiene un fin que es la «transformación en amor» (Ibídem), es decir el alma entra en la unión con Dios tan perfecta que se transforma en Dios por el amor. A partir de entonces «ama a Dios con el mismo amor con que está amada» (CB 38, 4).
Como podemos observar, este modo de hablar es propio para describir el estado místico del matrimonio espiritual. Sólo con una advertencia: el santo prefiere entonces hablar ya no tanto de la llaga de amor, porque ya no hay nada que curar, sino utiliza la imagen de la llama. El alma está inflamada en amor [76]. Para llegar a este estado el santo doctor no distingue ningún salto cualificativo. Dios ofrece su gracia para impulsar su amor en cada momento y a cada hombre, lo mismo a uno que está entre los principiantes y empieza su camino hacia la perfección, que al que se acerca a sus cumbres. Esto no excluye, por supuesto, que haya una gracia especial que permita al hombre experimentar de manera excepcional este amor.
«El toque del Verbo»
El concepto que ahora vamos a analizar tiene una cierta relación con el anterior. A veces llama a las heridas que producen el amor los toques que siente el alma (cfr. CB 1, 17; LB 1, 8). Pero no son unas heridas de amor cualquiera: se refiere al último grado de amor que se da en la unión, cuando este amor ya está transformado en el amor divino. Por lo tanto, más bien podríamos hablar de las mismas operaciones divinas que siente el alma como toques. Sin embargo, esta relación nos pone de relieve la idea fundamental que tiene san Juan de la Cruz de la continuidad de la vida de la gracia.
Los «toques del Verbo» los define el santo como las comunicaciones de Dios que se dan en la unión con El que «fecundan el alma y el corazón de inteligencia y amor a Dios» (CB 8, 4). El hecho de que se dan sólo en la unión no parece ser un hecho sin importancia, ya que afirma que los toques son sustanciales, porque se producen directamente en la sustancia del alma. No las pueden recibir los sentidos inferiores (cfr. 3S 24, 2), ni tampoco se refieren directamente a las potencias, porque suceden en la pasividad del alma, «cuando ella menos piensa y menos lo pretende» (2S 32, 4). Sin embargo, el toque repercute luego en las potencias produciendo inflamación de amor en la voluntad y la iluminación del entendimiento (cfr. 2N 13, 2). El lugar propio de su actuación es la sustancia misma del alma y la explicación que pone el santo es porque entonces «Dios mora sustancialmente en el alma» (2N 23, 11). Los toques se distinguen de la gracia santificante. La suponen, más aún, la llevan a su máximo perfeccionamiento. En el Cántico el santo explica esta distinción. Compara al alma a un huerto floreciente en el cual Dios respira con el gusto. Pero en seguida precisa que otra cosa es «aspirar en el alma» y otra es «aspirar por el alma». El primero significa «infundir en ella gracia (del contexto se entiende que habla de la gracia santificante), dones y virtudes», lo segundo se fundamenta necesariamente en lo anterior: «es hacer Dios toque y moción en las virtudes y perfecciones que ya le son dadas renovándolas y moviéndolas» (CB 17, 5). Esta descripción puede responder a las gracias actuales que ofrece Dios al hombre para animarle en la vida espiritual y a hacer el bien.
No obstante, este tipo de gracias no son dadas en cualquier momento de la vida espiritual. San Juan de la Cruz precisa claramente que los toques no se puede sentir «sino habiendo pasado mucho trabajo y gran parte de la purgación» (2N 12, 6), o lo que es lo mismo, pero dicho en otras palabras, cuando el alma no está en «la libertad del espíritu» (2N 23, 12). Esta expresión supone que el alma después de haber purificado sus potencias ha llegado al centro, fondo o la sustancia del alma. Allí es donde puede gozar plenamente la unión con Dios. De hecho, al hablar de los toques, los ubica precisamente el la sustancia del alma, que es su receptor habitual. Esta gracia «es toque de sustancias desnudas, es a saber, del alma y Divinidad» (CB 19, 4), que se siente «en la sustancia del alma con suavísimos toques y juntas» (2S 24, 4). Por ser tan elevadas e inmediatas el santo afirma que «el alma estima y codicia un toque desta Divinidad más que todas las demás mercedes que Dios le hace» (Ibídem). Todo esto indica que el santo doctor hace pensar en una gracia especial aunque del mismo género de las gracias actuales. Su modo de actuación es distinto, porque es distinto el objeto en el que actúa, que es el alma unida sustancialmente con Dios. Esta tesis se ve confirmada también por el hecho de que la terminología al que pertenece la palabra «toque» está utilizada por el santo para expresar una experiencia peculiar de participar en la comunicación divina de manera extraordinaria. Cuando se refiere al gusto y al tacto quiere expresar no tanto un estado ordinario de la vida divina en nosotros, cuanto un elevado estado de esta vida que se hace sentir y experimentar. Por este motivo habla de la sustancia del alma como receptor del tacto.
F. Ruiz al comentar la Llama hace esta observación: «el recurso continuo a la sustancia del alma como principio de actividad se debe a un elemento que resalta en la obra: el sentimiento, que ocupa un lugar preeminente. Lo normal es asignarlo a una potencia oscura y amplia, y el Autor escoge la sustancia del alma. Es mucho más propio, y quizás más exacto que atribuirlo a cada una de las diversas potencias» [77]. Y más adelante añade: «cuando el doctor místico dice que el alma siente, parece que vemos al hombre entero participar en la comunicación divina. Es por otra parte, el sentimiento la actividad más apropiada que se podía asignar a la sustancia del alma» [78]. Todo esto es propio de los efectos que produce una gracia mística. El ser tocado por la divinidad produce una nueva experiencia de la presencia de Dios que, sin embargo, es mucho más inefable. «Quien toca obtiene del objeto una idea clara, muy semejante a la que puede obtenerse por medio del oído o de la vista, y veamos que estos quedan excluidos precisamente por su claridad. El ser tocado, en cambio, es mucho más impreciso, destaca la sensación general, la oscuridad del objeto, la pasividad del alma, la inmediatez» [79].
El toque, en general, lo atribuye al Verbo, o incluso dice que «el toque es el Verbo, Hijo de Dios» (LB 2, 16). En la segunda canción de la Llama compara la actuación de la Santísima Trinidad en el alma a una serie de realidades sensibles conforme con la sensibilidad de su experiencia mística. La «mano» es el Padre; el «cauterio», el Espíritu Santo; y el «toque», el Hijo. La comparación está ordenada no tanto según las propiedades de cada Persona sino que está hecha con la vista a los efectos que hacen en el alma, es decir, la unión por transformación en el amor. Cuando habla del toque del Hijo dice que produce «el gusto de la vida eterna» (LB 2, 1), es decir, la participación, aunque todavía no perfecta, de la gloria de Dios que se dará en la visión beatífica en el cielo. Esta gloria la posee por naturaleza el Hijo y por eso le atribuye la imagen del toque en cuando Él comunica al alma la gloria del Padre. El alma recibe todos los dones de Dios en un sólo instante que ordinariamente no dura mucho tiempo (cfr. CB 7, 4). Se le comunica «fortaleza, sabiduría y amor, hermosura, gracia y bondad, etc., que, como Dios sea todas estas cosas, gústalas el alma en un solo toque de Dios» (LB 2, 21).
La aplicación del toque al Verbo responde también a su manera continua de llamarle el Amado. Explorando la imagen del amor humano entre el esposo y la esposa, el santo carmelita habla del sentimiento de la cercanía del otro y el toque es precisamente la expresión de este particular amor que se da solamente entre los esposos a nivel corporal. Según el santo, el matrimonio espiritual es el estado más elevado de la unión de amor entre el alma y Dios. Esta relación amorosa se fundó en la gracia santificante que, como hemos dicho, posibilita una nueva relación de amor sobrenatural. Este amor está aumentando por cada gracia actual pero alcanza su estado máximo en la gracia mística. En las relaciones humanas hay diversos géneros de amor, hay amor paternal, el amor de amistad entre amigos y el amor conyugal. Todos se distinguen entre sí, pero al mismo tiempo siempre hay algo común que nos permite hablar de amor, la mutua entrega entre las personas, el intercambio de bienes, etc. Evidentemente el amor conyugal tiene un carácter especial en cuanto la unión entre personas se produce en todos los niveles de su ser, tanto en el nivel espiritual como corporal. En este sentido es una unión más plena, lo que por otra parte no implica que todas las relaciones de amor sean verdaderas solamente en el caso cuando alcanzan esta manera de unión.
2. La vida de la gracia
La gracia, en cuanto una nueva relación vital establecida con Dios en Cristo, asume las mismas propiedades de la vida intra-trinitaria de las Tres Personas. Es la vida de amor a la cual es elevado el hombre a base de su natural capacidad de amar, donada por Dios en el acto de la creación y no destruida por completo por el pecado original. Pero si en Dios por ser un ser simple la vida de amor se realiza plenamente en un solo acto, en el hombre por ser una criatura compuesta exige un proceso de maduración y desarrollo. Para san Juan de la Cruz este proceso no es algo accidental que se añade al concepto de la gracia, es algo que pertenece a su misma estructura esencial. Por lo tanto la libertad del hombre no es solamente un puro receptor de la actuación divina, el hombre realmente participa en esta vida de gracia. En este punto intentaremos descubrir sus «mecanismos» y el papel que responde tanto a Dios, como al hombre.
a) Exégesis de dos metáforas del crecimiento
Como ya hemos podido observar, el lenguaje que utiliza el santo de Fontiveros refiriéndose a la gracia tiene un carácter netamente dinámico; refleja una realidad que se realiza. Aun cuando habla de los dones divinos los presenta como realidades que tienen detrás una cierta «historia» en la Sabiduría divina, y además son realidades que provocan una nueva historia en la vida del hombre. Abundan las imágenes que confirman esta tendencia. Vamos a es coger las dos que parecen exponer la idea del desarrollo progresivo de manera más directa. Otro motivo de nuestra elección es que se complementan mutuamente: la primera sirve en común para expresar el desarrollo de la vida espiritual en el alma de cada cristiano; la segunda generalmente es aplicada para mostrar la vida mística. Nos servirán como punto de referencia para el análisis posterior.
Dios como madre alimentando a su hijo
Esta imagen se enraíza en el hecho fundamental de la vida cristiana, que es la conversión y el bautismo. La base de comparación y el punto de referencia la constituye aquí la gracia santificante. Hemos de advertir que la imagen de ser alimentado por el pecho de la madre la utiliza el santo en doble sentido. Primero -según la interpretación de la palabra «madre» en cuanto la naturaleza humana manchada por el pecado original- significa vivir vida de los sentidos aumentando las imperfecciones y corriendo el riesgo de caer en el pecado [80]. Es la vida del «hombre viejo». Pero ese no es¡ nuestro caso. El santo trata en su obra del hombre que ha renacido en Cristo y, por lo tanto, su «madre» es ahora Dios quien le alimenta de sus gracias. Veamos el texto.
«Es, pues, de saber que el alma, después que determinadamente se convierte a servir a Dios, ordinariamente la va Dios criando en espíritu y regalando, al modo que la amorosa madre hace al niño tierno, al cual al calor de sus pechos le calienta, y con leche sabrosa y manjar blando y dulce le cría, y en sus brazos le trae y le regala; pero, a la medida que va creciendo, le va la madre quitando el regalo y, escondiendo el tierno amor, pónele amargo acíbar en el dulce pecho y, ahajándole de los brazos, le hace andar por su pie, porque, perdiendo las propiedades de niño, se dé a cosas más grandes y sustanciales» (1N 1, 2).
La vida espiritual es comparada con el crecimiento del niño. El papel de madre lo juega Dios, que primero engendra al hombre para la vida sobrenatural y luego mantiene y aumenta esta vida con la continua comunicación de las gracias [81]. Mientras el niño crece se cambia el alimento. Primero es un trato cuidadoso y suave para pasar poco a poco a las relaciones de igualdad. ¿Qué significa esto? Paradójicamente algo contrario a la vida natural, donde al principio el niño es un receptor pasivo del alimento, para pasar a tomar cada vez más la iniciativa. En cambio, en el ámbito de la vida sobrenatural el hombre actúa al principio activamente con sus potencias para dejarse llevar poco a poco solamente por Dios en la pasividad. La «actuación suave» de Dios indica que el hombre puede cooperar con la gracia según la naturaleza de sus potencias. El hombre puede meditar, recordar, emocionarse, por lo cual podríamos denominar esta actitud como cooperación externa. Pero luego el hombre recibe las comunicaciones divinas directamente en la sustancia, o fondo del alma, con lo cual las potencias se quedan como en un vacío, en una «noche oscura». Es un «manjar duro», con cuya expresión el santo doctor designa las gracias místicas, pero es un manjar que, al contrario de la alimentación suave, produce mejores resultados en el crecimiento espiritual del alma.
El fin del cuidado materno es uno: llevar a la madurez. La madurez para san Juan de la Cruz significa la perfecta identificación con Cristo en la unión de amor que es la anticipación de la gloria divina, y por lo tanto, constituye el mejor camino hacia el cielo. Este es el fin principal de todas las gracias «mayores y menores» -como las llama el santo-; «siempre se los hace con motivo de llevar al alma a vida eterna» (LB 3, 10). Lo vemos en el contexto de toda su obra. Simultáneamente con esa maduración sucesiva se da un tránsito significativo, de los símbolos maternos de Dios hacia los símbolos esponsales que abundan en el Cántico y Llama. Así se revela el carácter pedagógico de la gracia. La imagen presenta el proceso desde el punto de vista divino. Es Dios quien toma la iniciativa, tanto al principio, como luego eligiendo los mejores medios, que no son uniformes para todos, pero que responden al estado actual del crecimiento interior del alma.
El fuego transformando la madera
En cambio, en la segunda imagen, que vamos a tratar ahora, el santo se fija más en las variaciones del sujeto humano como efecto de la acción transformadora de Dios. «La razón de esta preferencia es porque la historicidad está de parte del hombre, y éste es el que se transforma; y también porque el desarrollo espiritual del hombre hace visible la obra creciente de la gracia, en sí misma imperceptible» [82]. El dinamismo transformador aparece como fuego que quema la madera [83]. Bajo su efecto la madera sufre los cambios.
«El fuego material, en aplicándose al madero, lo primero que hace es comenzarle a secar, echándole la humedad fuera y haciéndole llorar el agua que en sí tiene; luego le va poniendo negro, oscuro y feo y aun de mal olor y, yéndole secando poco a poco, le va sacando a luz y echando afuera todos los accidentes feos y oscuros que tiene contrarios al fuego, y, finalmente, comenzándole a inflamar por de fuera y calentarle, viene a transformarle en sí y ponerle hermoso como el mismo fuego (...)» (2N 10, 1).
Aquí el carácter progresivo viene a ser marcado por exigencia de la purgación. Sin embargo, no lo trata sólo como la etapa preparatoria que tiende a cesar para que luego pueda empezar el desarrollo y crecimiento en la gracia propiamente dichos. El santo subraya que el alma necesita la purgación no porque fuera indigna de la mirada divina, ya que está en gracia, sino porque todavía no está dispuesta para la unión con Dios. El alma en gracia tiene capacidad de amar sobrenaturalmente a Dios, pero no lo ama todavía «tal como Dios la ama». Ocurre pues, que el fin de la actitud de gracia ya está presente, pero al mismo tiempo se realiza a través de todo este período, aunque de manera escondida y poco relevante.
Como todo símbolo éste tiene también sus inconvenientes y desventajas que hacen limitar la percepción completa. Por eso el santo mismo hace su propia exégesis. Su contenido se encierra en siete puntos. Resumiendo todos ellos podemos destacar dos elementos comunes. Primero, que el amor y sabiduría divina (el fuego) que provocan la purgación, son los mismos que constituyen la unión perfecta. Con esto pone de relieve la unidad del proceso. Segundo, subraya la actitud del hombre que hasta ahora quedaba encubierta en la imagen impersonal de la madera. La causa de los sufrimientos es el hombre mismo, es decir, sus imperfecciones y pecados por una parte, y por otra, la conciencia de su malicia. Todavía hay una razón más. Ciertamente el proceso no es regular, lleva momentos de mucha tensión, períodos en que el alma piensa que no adelanta nada, sino más bien retrocede. El alma sufre porque se ve perdida. Eso significa que el alma no siempre es capaz de tomar conciencia de la progresividad de sus experiencias. Experimenta varios cambios, pero puede ser que en el mismo momento no adivine con claridad sus fines [84].
b) Las leyes del crecimiento El modo del obrar divino
La dimensión dinámica de la vida espiritual está siempre presente en la mente del santo carmelita. A veces lo expresa directamente, en otras ocasiones lo oculta en el fondo de la cuestión deliberada como un punto de referencia o una condición previa. Así ocurre en el párrafo que ahora vamos a examinar, donde el autor adivina tres leyes que determinan y estimulan cada proceso y desarrollo en la vida sobrenatural.
El texto trata de las llamadas visiones imaginarias, es decir, de todas las formas, imágenes y figuras que se pueden representar a la imaginación por vía sobrenatural o preternatural. Pueden proceder tanto de Dios como del demonio que tiene acceso a la imaginación. Por eso los capítulos siguientes los dedica a explicar por qué no sirven para la unión con Dios. Y finalmente aconseja no hacer caso de ellas y, mejor, procurar desasirse de ellas. Ahora bien, es cierto que a algunas almas Dios concede estos dones enseñándolas de esa manera con mucha sabiduría. De ahí surge la duda que el mismo autor formula literalmente: «¿por qué Dios, que es sapientísimo y amigo de apartar de las almas tropiezos y lazos, se las ofrece y comunica?» (2S 17, 1). El misterio se explica por el procedimiento pedagógico que emplea Dios y que consiste en el actuar sucesivamente. Para aclararlo más, establece tres fundamentos básicos, que son de carácter general y sirven para entender toda la actitud divina frente al hombre. «El primero es de san Pablo ad Romanos, donde dice: Quae autem sunt, a Deo ordinata sunt; que quiere decir: Las obras que son hechas, de Dios son ordenadas (Rm 13, 1). El segundo es del Espíritu Santo en el libro de la Sabiduría, diciendo: Disponit omnia suaviter (Sb 8, 1); y es como si dijera; La Sabiduría de Dios, aunque toca desde un fin hasta otro fin, es a saber, desde un extremo hasta otro extremo, dispone todas las cosas con suavidad. El tercero es de los teólogos, que dicen que omnia movet secundum modum eorum. Esto es, Dios mueve todas las cosas al modo de ellas» (2S 17, 2).
Primero viene el principio de gradualidad. Por causa de la fragilidad de la naturaleza humana Dios obra llevando al alma hasta lo más interior y perfecto, empezando por acostumbrar los sentidos a las cosas religiosas, aprovechando las gracias externas (oír sermones, misas, ver cosas santas, mortificar el gusto en la comida), para poder luego pasar a las comunicaciones estrictamente espirituales por encima de los sentidos. La aceptación de esta verdad salva de dos posibles equivocaciones: primera, que las pequeñas gracias no tienen nada que ver con Dios, y segunda, que existe posibilidad de que toda potestad divina quepa en un acto creado. Dios, por su decisión libre, se revela y obra progresivamente.
En segundo lugar hay que advertir la suavidad del obrar divino. La acción de Dios se desenvuelve en el marco de dos extremos separados entre sí por una distancia abismal. Por un lado Dios, que es Todo y por otro el hombre que es Nada. Hay que advertir que en el pensamiento sanjuanístico esta divergencia entre lo divino y lo humano se refleja también al nivel personal y se traduce en la tensión entre los sentidos y el espíritu. De esta manera la distancia de Dios no es sólo una cosa extrínseca, objetiva (Dios, suma Perfección, y el hombre, criatura contingente), sino que está grabada en la misma estructura personal. En consecuencia la superación del precipicio entre Dios y el hombre se logra por la reconstrucción de la armonía infra-personal. No obstante, esta distancia no se la puede superar de un golpe, o mejor dicho, esto sería posible por parte de Dios, pero no por parte del hombre. Precisamente por esta dimensión interior de la desemejanza con Dios que tiene. Y Dios respeta esa limitación. Así razona el santo: «no porque no quisiera Dios darle luego en el primer acto la sabiduría del espíritu, si los dos extremos cuales son humano y divino, sentido y espíritu, de vía ordinaria pudieran convenir y juntarse con un solo acto sin que intervengan primero otros muchos actos de disposiciones que ordenada y suavemente convengan entre sí, siendo unas fundamento y disposición para las otras» (Ibídem, 4).
Finalmente hay otro principio, tomado esta vez de santo Tomás [85], que en cierta manera resume y explica los dos anteriores. Y es, a saber, que Dios toma todas estas medidas para acomodarse a la naturaleza humana. Dios perfecciona «al hombre al modo del hombre, por lo más bajo y exterior hasta lo más alto e interior» (Ibídem, 4). Esta tesis responde al otro principio filosófico que maneja frecuentemente el santo: «cualquiera cosa que se recibe está en el recipiente al modo del mismo recipiente» (1N 4, 2). Es un principio aristotélico incorporado por santo Tomás [86]. San Juan de la Cruz lo interpreta de esta manera que «como está la sensualidad imperfecta, recibe el espíritu de Dios con la misma imperfección» (1N 4, 2). Por lo tanto, el hombre se presenta como -según lo llama A. Winklhofer- otro principio de la gracia sobrenatural.
«En virtud de la potentia obedientialis el hombre se constituye como un principio y portador de una cooperación con Dios llena de gracia. En ella el hombre permanece perfectamente libre; él es un principio activo libre, bajo la dirección de Dios. Con una verdadera ternura guarda el santo la verdad del libre albedrío humano, incluso en las más altas cimas de la unión con Dios. En cuanto más deja la dirección del alma en los manos divinas, tanto más será el movimiento del alma misma por el cual ella se entrega a Dios, al mismo tiempo que cariñosa y profundamente acentúa el misterio de la libertas filiorum Dei. La dirección de Dios nunca es una obligación. Sin la libre cooperación del hombre no se da ningún progreso. El alma puede siempre desbaratar el efecto de una gracia. Lo primero que ha de hacer es aprender a armonizar su libertad con la acción de gracia» [87]. A la vez, la misma gracia no sólo se adapta y llena el alma según la medida de su apertura interior hacia Dios, sino que también se acomoda a su humano modo de actuar y de sentir. «De manera maravillosa analiza el amor pasivo más como una pasión de amor que como un acto libre de su voluntad. En cuanto que es pasivo, no conmueve directamente la voluntad, en caso contrario sería contra su libertad. La pasión divina que vence al alma, la toma en posesión, pero no le quita la libertad sustancial, ni debe quitar nunca. En consideración a la libertad del cooperador, el hombre -según san Juan de la Cruz- recibe la gracia solamente según sus posibilidades: quidquid recipitur per modum recipientis recipitur. Dios guía a los hombres según las limitaciones de su naturaleza y de la razón» [88].
La ley de los contrarios
Las observaciones anteriores nos dejan claro uno de los puntos importantes del pensamiento sanjuanístico que es la experiencia de los contrarios, que dan origen a las intensas tensiones y conflictos interiores. Es una experiencia humana común [89], mas para los cristianos tiene una dimensión teológica, ya que introduce en los binomios Creador-criatura y pecado-gracia [90]. En el caso de los místicos, la experiencia de las realidades extremas llega a ser más dramática, profunda y provocadora, y por eso más influyente en la vida. Veamos qué contenido tiene esta noción en san Juan de la Cruz [91].
En primer lugar hay que advertir que san Juan de la Cruz admite la existencia de un abismo profundo entre Dios y la criatura, por lo tanto, todo lo que es de Dios por definición supera infinitamente las propiedades del hombre. Dios reúne en sí todas las perfecciones posibles -además en su infinito grado- y en esta perspectiva el bien que posee el hombre por naturaleza no puede ser comparable con la suma bondad de Dios, aunque provenga de Él. Contemplando esta distancia ontológica el santo doctor concluye que «lo que no es no puede convenir con lo que es» (1S 4, 3). Pero no es esto lo que constituye la verdadera contrariedad. San Juan de la Cruz reconoce la distancia natural entre Dios y el hombre, pero nunca la considera como un enfrentamiento entre dos contrarios. De los contrarios habla solamente en el plano moral dándose cuenta de lo que ya había dicho san Agustín en Soliloquios, cuyas palabras hace suyas: «tú verdaderamente eres bueno, yo malo; tú piadoso, yo impío; tú santo, yo miserable; tú justo, yo injusto; tú luz, yo ciego; tú vida, yo muerte; tú medicina, yo enfermo; tú suma verdad, yo universa vanidad» (1S 5, 1). Pero, precisamente por ser tan infinitamente bueno, Dios decidió reconciliar estos dos contrarios y lo hace por la obra de su gracia. El santo doctor intenta ahora describir este proceso de reconciliación. Como punto de partida toma la afirmación fundamental de la filosofía que dos contrarios no pueden caber en el mismo sujeto. Por eso, si se quiere introducir en el sujeto una realidad determinada, primero hay que quitar y arrancar de él todo lo que le es opuesto [92]. En seguida tal regla la va a aplicar a la vida espiritual. Como primer paso define qué realidades entiende aquí por contrarias: «el alma da aquí a entender que padece en dos contrarios, que son: vida natural en cuerpo y vida espiritual en Dios, que son contrarios en sí por cuanto repugna el uno al otro» (CB 8, 3) [93].
Tal situación causa en el alma penas y sufrimientos. Primero, porque le parece que está tan lejos de Dios que ni siquiera sospecha que haya alguna posibilidad de acercamiento. Al mismo tiempo, siendo ya inflamada por el amor divino, desea y busca ardientemente el encuentro con El. Luego, porque padece una purificación interior cuyas consecuencias experimenta fuertemente, pero cuyo procedimiento todavía le es oculto, o sea, no sabe que esto es realmente la purificación que la lleva a la unión con Dios. «Levántanse en el alma a esta sazón contrarios contra contrarios: los del alma contra los de Dios, que embisten el alma, (...) las virtudes y propiedades de Dios en extremo perfectas contra los hábitos y propiedades del sujeto del alma en extremo imperfectos, padeciendo ella dos contrarios en sí» (LB 1, 22).
Resumiendo, podemos decir que en la mente del doctor místico se entremezclan dos realidades experimentadas de manera distinta. Por una parte la relación ontológica del hombre con Dios, que además de engendrar la conciencia de la nada, causa al mismo tiempo, la atracción y el amor. «No son, pues, dos contrarios que se aniquilan, sino que se atraen mutuamente. El Creador es atraído por la criatura (...) y la criatura es atraída, fascinada, por el Creador: rapiebar decore tuo, diría san Agustín. La atracción de Dios es una inclinación radical y una exigencia metafísica de la criatura, sedienta de verdad, de belleza, de perfección absoluta. Esta, pues, atracción de contrarios es la gravitación más Íntima del espíritu, porque en ella se cifra toda su vida» [94]. El hombre ve la posibilidad de realizarse plenamente en Dios y tiende hacia tal fin.
Por otra parte, el alma siente y ve clara la diferencia moral que le separa de Dios, y que no le permite realizar de una vez para siempre dicha inclinación a Dios. Más aún, ocurre que las malas tendencias vencen y el alma se aleja otra vez de lo que había elegido. En efecto, surgen incesantes tensiones espirituales que marcan los pasos del alma y provocan que la atracción a Dios se convierta en un proceso que precisamente consiste en el continuo alejarse del primer extremo y el consiguiente aproximarse al segundo. «Está claro que para mover Dios al alma y levantarla del fin y extremo de su bajeza al otro fin y extremo de su alteza en su divina unión, halo de hacer ordenadamente y al modo de la misma alma (...) para hacerlo suavemente, ha de comenzar y tocar desde el abajo y fin extremo de los sentidos del alma, para así irla llevando al modo de ella hasta el otro fin de su sabiduría espiritual que no cae en sentido» (2S 17, 3).
En este procedimiento los momentos decisivos de la transición son los de mayor tensión e intensidad porque es entonces cuando Dios actúa más fuertemente, de tal manera que al alma le parece transcender su modo de obrar. Por eso las noches nunca se deberían interpretar como un supuesto abandono por parte de Dios ni solamente como la expresión de un duro trabajo de purificación, sino como un momento de una -cada vez más fuerte presencia de Dios en el alma que le levanta de un bajo estado natural hasta la unión de amor.
c) El crecimiento de la gracia
La realidad de los contrarios presenta la situación de un hombre ya justificado, pero que aún experimenta en sí la actitud de la concupiscencia que le empuja hacia el mal. Por una parte es aniquilado su estado de lejanía de Dios, porque por la gracia santificante vive en la comunión con Cristo y es heredero de sus bienes, pero por otra, sigue la inclinación hacia los bienes opuestos con un espíritu de propiedad. Es un estado del cual habla la liturgia en la imagen del hombre simul peccator et justus, que expresa la tensión entre la dignidad de ser hijo de Dios y la debilidad de ser hijo de la naturaleza caída, entre -según la propia imagen del santo- la participación en el Todo divino y la nada humana.
En esta perspectiva san Juan de la Cruz habla del crecimiento de la gracia confirmando al mismo tiempo las afirmaciones del concilio de Trento al respeto [95]. La teología suele designar este aumento de la vida divina con el nombre «segunda justificación» [96]. En la terminología del santo la misma realidad queda descrita por la expresión de «segundo desposorio». Al hablar de la redención hecha en la Cruz dice lo siguiente: «aquél es desposorio que se hizo de una vez dando Dios al alma la primera gracia, la cual se hace en el bautismo con cada alma; mas éste es por vía de perfección, que no se hace sino muy poco a poco por sus términos» (CB 23, 6). A continuación explica que esencialmente la justificación es igual a todos: «es todo uno», pero hay diferencia gradual ya que «se hace al paso del alma, y así va poco a poco» [97].
La razón principal del crecimiento de la gracia es la voluntad de Dios cuyo amor se realiza en la creación de distintas maneras. Dice que Dios al haber predestinado al alma a la gloria «en eso determinó la gloria que le había de dar» (CB 38, 6). Esta determinación no significa de ninguna manera una cierta limitación porque no es algo que se reparte, sino un grado de amor que permite al máximo la unión con Dios. Desde este punto de vista el crecimiento de la gracia depende mucho de la actitud que toma el hombre como respuesta a la iniciativa amorosa de Dios. Para san Juan de la Cruz, Dios no puede limitarse a conceder gracias, porque, por un lado, se limitaría a sí mismo, y por otro, el aumento de la gracia no es motivado sólo por la petición del hombre, sino también por la acción de la gracia misma en el alma. «La luz de la gracia que Dios había dado antes a esta alma (...) llamó otro abismo de gracia que es esta transformación divina del alma en Dios» (LB 3, 71).
En el Cántico afirma directamente: «Dios da gracia por gracia» (CB 33, 7). Con la gracia santificante Dios hizo al alma «digna y capaz de su amor» (CB 32 5). Ya solamente en virtud de esta dignidad se encuentra el motivo de dar otra gracia, pero no es solamente esto. Dios no necesita ningún motivo para dar gracias, como lo ha hecho cuando el hombre todavía ha estado en el pecado. Dios interviene con otra gracia para saciar el mayor deseo de amor que ha suscitado en el ama la primera gracia. El hombre cooperando con el Espíritu Santo adquiere las virtudes y perfecciones y con ellas conoce mejor quién es su Amado y desea más unión con El, lo cual proporciona una nueva intervención sobrenatural. «Si antes que estuviese en su gracia por sí solo la amaba, ahora que ya está en su gracia no sólo la ama por sí, sino también por ella, y así, enamorando de su hermosura mediante los efectos y obras de ella, ahora sin ellos siempre le va El comunicando más amor y gracias» (CB 33, 7). Este crecimiento de la gracia el santo lo expresa también en los llamados «diez grados de amor» (cfr. 2N 19-20), que empiezan por el «desfallecer al pecado y a todas las cosas que no son de Dios» y luego suben hasta el último grado que es «asimilarse totalmente a Dios». A cada paso responde la gracia particular de Dios. En definitiva, Dios ama más al alma porque ella se asemeja más a Cristo, que es el único objeto de amor por parte de Dios.
Dada esta relación intrínseca entre la gracia poseída y una nueva gracia, la limitación de la gloria no puede ser consecuencia de la voluntad divina, sino que es resultado de la disposición del hombre. El es la razón accesoria del crecimiento de la gracia. Por lo tanto, ahora tenemos que dedicar nuestra reflexión al papel que juega el hombre en la vida de gracia.
Krzysztof Gryz, en dianet.unav.edu/
Notas:
65. Cfr. capítulo III, p. 272; «La palabra gracia encierra, pues, dos ideas principales: por un lado, la de belleza con la que Dios adorna el alma a fin de volverla agradable y prepararla a la unión -en este sentido, favor, merced, don, virtud son sinónimos de gracia- por otra, la de amor con que Dios gratifica el alma para asegurar su conformidad de voluntad con la suya y así conducir a la unión», H. SANSON, El espíritu..., op. cit., p. 154.
66. Cfr. F. BAUDRAS, Grace, en Vocabulaire biblique de Van Allmen, Delachaux et Niestlé, 1954, pp. 113-114.
67. «Cuando Dios mira a un hombre con amor, altera la mismísima estructura del ser del hombre, produciendo en él, a través del don objetivo que llamamos gracia, un reflejo de su propia actitud interior de generosidad, misericordia y solicitud amorosa», R. W., GLEASON, La gracia, Herder, Barcelona 1964, p. 61.
68. Cfr.: «Dios así como no ama cosa fuera de sí, así ninguna cosa ama más bajamente que por sí, porque todo lo ama por sí, y así el amor tiene la razón del fin; de donde no ama las cosas por lo que ellas son en sí» (CB 32, 6).
69. «El alma se define concretamente por su relación filial a Dios, que es una relación misteriosa, ontológica y no solamente moral», H. SANSON, El espíritu..., op. cit., p. 165 .
70. «En solo el mirar de un ojo le (al alma) llagó el corazón» (2N 21, 8). Es el texto citado del Cantar de los Cantares 4, 9.
71. «En la viva contemplación y conocimiento de las criaturas, echa de ver el alma haber en ellas tanta abundancia de gracias y virtudes y hermosura de que Dios las dotó, que le parece estar todas vestidas de admirable hermosura y virtud natural (...). Y, por tanto, llagada el alma en amor por este rastro que ha conocido de las criaturas de la hermosura de su Amado, con ansias de ver aquella invisible hermosura que esta visible hermosura causó» (CB 6, 1).
72. «Y esta llaga se hace en el alma mediante la noticia de las obras de la Encarnación del Verbo y misterios de la fe» (CB 7, 3).
73. «Porque en cuanto los ángeles me inspiran y los hombres de ti me enseñan, de ti más me enamoran, y así todos de amor más me llagan» (CB 7, 8).
74. «La gracia divina que hiere en el centro del alma, no es un grande espectáculo, que la persona interesada presencie y goce, sino que es una puesta en movimiento de todas sus energías, desde la raíz, aun de aquellas actividades no actuadas por moventes naturales. Las infusiones que el alma recibe son, por lo general, no objetos, sino fuerzas. Y aun pudiera ser que la infusión divina no fuera objeto de experiencia al recibirla, sino al ejercitarla, es decir, que lo que siente el alma es su propia operación divinizada», F. RUÍZ, Cimas de contemplación. Exégesis de la Llama de amor vivo, en EphCarm 13(1962), pp. 278-279.
75. Cfr. A. WINKLHOFER, Die Gnadenlehre. . , op. cit., pp. 64-67.
76. «Estando esta alma tan cerca de Dios, que está transformada en llama de amor, en que se le comunica el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo» (LB 1, 6).
77. F. RUÍZ, Cimas de contemplación..., op. cit. , p. 280.
78. Ibídem, p. 281.
79. Ibídem, p. 281. Cfr. también: J. ACKERMAN, El ensanchamiento del alma: la doctrina de San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús sobre el efecto de la gracia en el alma, en «San Juan de la Cruz», 7(1991) 9-21; especial mente las páginas que dedica a esta metáfora del toque: 14-15.
80. Al interpretar el texto de Cantar de los Cantares 8, 1 dice así: «mame él los pechos de su madre, que es consumirle todas las imperfecciones y apetitos de su naturaleza que tiene de su madre Eva» (CB 24, 5).
81. Aunque Dios es madre, lo que de verdad opera en el alma es la gracia; por lo tanto, en algunas ocasiones hace una extrapolación y habla de «la amorosa madre de Dios» (cfr. lS, Pról. 3; LB 3, 57; 1N 12, 1). «Cuando san Juan de la Cruz habla de la gracia en tal pasaje de sus obras, se nota que es para él, por desconcertante que esta afirmación parezca, más que una realidad viviente: se transforma bajo su pluma en una persona, y ha encontrado para mostrarnos lo que es nuestra participación en la vida divina, participación que Dios desea aun más que nosotros, y que El hace nacer en nosotros, ha encontrado esta expresión cuyo sabor vital es imposible no gustarlo», LUCIANO-MARIA DE SAN JOSE, Las obras espirituales del bienaventurado Padre Juan de la Cruz, Desclée, París 1945, p. 53.
82. F. Rurz SALVADOR, Juan de la Cruz, en Diccionario de espiritualidad..., o. c., v. II, p. 417.
83. La comparación de la gracia al fuego que penetra hasta lo más íntimo y sin destruir la naturaleza humana, tiene su larga tradición en los Padres, sobre todo del oriente. Se aprovecharon de ella para describir la totalidad y profundidad de la transformación sobrenatural que causa el don de la gracia. Cfr. CIRILIO DE JERUSALEN, Catechesis 17; BASILIO, Contra Eunomio, 1, 5; cfr. P. GALTIER, Le Saint Esprit en nous, d'apres les Peres grecs, Universitatis Gregorianae, Roma 1946.
84. « Y también habrá quien le diga que vuelve atrás, pues no halla gusto ni consuelo como antes en las cosas de Dios (...); porque hay también muchas almas que piensan no tienen oración, y tienen muy mucha; y otras que tienen mucha y es poco más que nada» (S Pról.). Esta observación fue uno de los motivos por los que el santo se decidió a escribir su obra. Era con la intención de ayudar a los que experimentan la acción divina «para que sepan entender o a lo menos dejarse llevar de Dios» (Ibidem).
85. De veritate, q. 12, a. 6.
86. Summa Theologiae, I q. 79, a. 6.
87. A. WINKLHOFER, Die Gnadenlehre ... , op. cit., pp. 47-48.
88. Ibídem, p. 48.
89. En la psicología es conocido el efecto de los contrarios que hace experimentar una cosa mejor y con más fuerza en comparación con su opuesta, que si fuera experimentada de manera suelta. Tales efectos pertenecen a las leyes de percepción. Por ejemplo: sentimos más el frío cuando salimos de una habitación caliente; la luz tiene para nosotros mayor brillo cuando salimos de una oscuridad profunda, etc.; cfr. L. ANCONA, Cuestiones de Psicología, Herder, Barcelona 1966, pp. 112-120. Sin embargo nosotros prescindimos de la psicología y nos ocuparemos de la realidad misma que subyace a la experiencia psicológica.
90. SAN AGUSTIN en De Civitate Dei la resumió con estas palabras: «Deus ordinem saeculorum, tanquam pulcherrimum carmen ex quibusdam antithetis honestavit», XI, 18.
91. Las expresiones de tipo antitético las encontramos por todas partes en su obra. Recojemos algunas: Criador-criatura (lS 6, 1); espíritu-sentidos (lS 6, 2); eterno-temporal (lS 6, 1); semejanza de Dios-disímil y disconforme a Dios (2S 5, 4); hombre nuevo-hombre viejo (lS 5, 7); hombre animal hombre racional (3S 26, 3).
92. «Por tanto, así como en la generación natural no se puede introducir una forma sin que primero se expela del sujeto la forma contraria que precede, la cual estando en impedimento de la otra por la contrariedad que tienen las dos entre sí, así, en tanto que el alma se sujeta al espíritu sensual no puede entrar en ella el espíritu puro espiritual» (lS 6, 2).
93. Hay que subrayar que el santo no considera como contraria la diferencia ontológica que existe entre Dios y el hombre. De ella habla muchas veces dejando claro la diferencia abismal que existe entre ambos (incluso emplea vocabulario especial: el de nada y Todo), pero nunca admite la más mínima oposición o enemistad. Dios es totalmente distinto del hombre en cuanto éste absolutamente depende de El, primero en el ser natural y luego en el ser sobrenatural. Si hay una contrariedad entre Dios y el hombre ésta se refiere al nivel moral, es decir, a la lucha entre el pecado que mora en el alma y la gracia divina. Cfr. capítulo II, pp. 166-167.
94. V. CAPANAGA, San Juan de la Cruz..., op. cit., p. 329.
95. «La justificación es igual en todos los justos en esencia, pero distinta en el grado de su realización. Puede también crecer en uno y el mismo justo», Sesión VI, cap. 7.
96. Cfr. M. SCHMAUS, Teología dogmática, op. cit., v. V, La gracia divina, p. 240.
97. «La vida cristiana es dinamismo bautismal llevado hasta sus últimas consecuencias. Identidad y diferencia de realización; el desposorio espiritual, del que habla el Santo, aun teniendo las mismas raíces y siendo «todo uno», se presenta como una meta lejana que requiere todo un camino; es una gracia que supone una antropología concreta, con una naturaleza todavía herida por el pecado», J. CASTELLANO CERVERA, Mística bautismal..., op. cit., p. 476.
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