4. La dificultad del hombre posmoderno para vivirse en gratuidad
4. 1. La modernidad
La crisis del ser, reflejada en nuestra introducción filosófica, asume carta de ciudadanía a comienzos de la segunda mitad del siglo XX en el campo de la reflexión filosófica, y muy pronto sus presupuestos se extienden, quizás como pocas veces había ocurrido en la filosofía, al ámbito de lo cotidiano, a la existencia en el día a día. La posmodernidad se ha introducido en toda la sociedad occidental y sus características se manifiestan en los valores y modos de vida del hombre.
Sin embargo, para comprender la posmodernidad necesitamos retomar lo que sucedió en los siglos anteriores y, muy especialmente, en las últimas décadas. Como señalamos más arriba, con la modernidad se inició un proceso en el que el hombre se constituyó en centro de la historia, en los diferentes ámbitos de la cultura y la sociedad el hombre se hizo dueño y señor de la realidad. Especialmente a partir de la Ilustración el hombre se constituyó en dador de sentido de toda la realidad. De ahí su necesidad de apresar en conceptos toda aquello que era exterior a él mismo. El sujeto moderno pronto descubrió su dificultad para trascenderse más allá de sí mismo porque reconocer un otro diferente de sí era poner en cuestión su misma pretensión de absolutez.
Para el sujeto moderno la única realidad existente era aquella que pudiera encajar en su horizonte de comprensión. En consecuencia, todo tenía explicación, todo adquiría sentido, pero a cambio de un control total sobre la realidad. Hegel fue el modelo de esta filosofía omnicomprensiva que concibe la antropología como autoconciencia que se constituye a sí misma, como sujeto capaz de abarcar todas las dimensiones de la realidad. La audacia de Hegel adquiere carta de ciudadanía a través de las ideologías impulsadas por hegelianos de izquierdas y de derechas que buscan satisfacer la nostalgia de plenitud del hombre que, pese a situarse en el centro de la historia, se descubre a sí mismo atravesado por el dolor y la muerte.
Los grandes movimientos ideológicos del siglo XIX, que dieron lugar a las luchas históricas del pasado siglo, mostraron su capacidad de interpretar el mundo, pero también su violencia sobre la realidad y sobre los individuos, cuando estos no se dejaban asimilar a su horizonte de comprensión. No es necesario recordar cómo el siglo XX ha sido un periodo marcado por las grandes utopías, por la confianza en el progreso de la ciencia y de la técnica, por la esperanza en la construcción de un mundo más libre, más justo, más igualitario. Pero frente a esto, también ha estado marcado por dos grandes guerras, por la violencia y el terror, por el enfrentamiento entre bloques y por las grandes dictaduras que se imponían a favor de un supuesto paraíso que había de venir.
Desde una perspectiva antropológica esta visión se reflejaba en muchas dimensiones de la vida. No sólo en las grandes utopías. El hombre moderno se concibe a sí mismo como hacedor de la realidad. Depende de él tanto la construcción del mundo como su propia configuración. Así se produce un desplazamiento hacia una valoración de lo que se puede hacer frente a lo que se es. No es que se rechace el ser de la persona, pero se cree que ese ser se constituye en función de su capacidad de hacer. En muchos ámbitos, en educación, en moral o, incluso, en la misma espiritualidad, el peso recae sobre valores que hay que adquirir. La raíz y las consecuencias son las mismas, el sujeto moderno es el protagonista y el que encuentra en sí mismo la fuente de la moralidad. En consecuencia ya no vive la realidad como don, sino como conquista.
Durante cierto tiempo convivieron la concepción secularizada y la religiosa en el mundo occidental, pero con el tiempo, se ha realizado una lectura predominantemente secularizada, en la que lo religioso es un complemento, que para algunos sujetos es aceptable y asumible, pero que sólo pertenece al ámbito estricto de lo personal. De hecho, poco a poco la concepción secularizada se ha impuesto en el conjunto de la sociedad, incluso en el que asume una visión religiosa. Por tanto, los parámetros desde los que se comprende el individuo religioso son los mismos que los de la modernidad.
Por eso, el sujeto religioso es un sujeto moderno, pero con una relación con el Otro, marcada en la mayoría de los casos por su visión modernista y eso le lleva a concebir una religión en la que predomina el subjetivismo, el protagonismo del creyente, lo valórico y el centro puesto en el hacer. Dios es vivido, con frecuencia, como el que está enfrente, alguien que acaba siendo útil para el hombre en la medida que resuelve sus problemas: la salvación, el conocimiento de la verdad o la moralidad.
A partir del Vaticano II se produce un intento de cambio que busca romper con una visión espiritual, de algún modo vacía, pues reflejaba el sinsentido de un hombre que pone la fuerza en su capacidad de hacer, pero un hacer centrado en su propia perfección. Frente a una espiritualidad centrada en el sacrificio, el ascetismo, la fuerza de voluntad y la superación de toda mancha e impureza, se impone una crítica a las leyes, costumbres y tradiciones del pasado. Frente a la ley y la obediencia se afirma la libertad como valor alternativo y la dignidad de la persona como principio inspirador.
Como dice Chus Villarroel, el cambio trajo un nuevo modelo que “reaccionó también contra el espiritualismo y la mística desencarnada de la época clásica. No todo lo que parecía espiritualidad o mística era experiencia de Dios. Como valores alternativos apostó por la secularización y encarnación. Frente a la huida del mundo, el compromiso con la realidad; frente al espiritualismo, la encarnación en la vida; frente a la clausura, la misión, frente a los rezos y cultos prolongados, el trabajo a destajo; frente a todos los individualismos, el compartir con los demás” [28].
Sin embargo, la sustitución de un paradigma por otro, acabó mostrando que la raíz del problema, iniciado con la modernidad seguía siendo la misma. El hombre como centro de la historia que desea conquistar el mundo, pero sólo desde él. En este contexto la gratuidad seguía siendo una experiencia casi desconocida. Y cuando aparece se sitúa en el ámbito de la iniciativa humana. Lo importante es lo que somos capaces de hacer o compartir. Pero no nos entendemos como sujetos que se constituyen desde la donación del Otro o de los otros, si acaso en donación de uno mismo, que se cree el verdadero sujeto de la historia.
Toda esta dinámica, sin embargo, culminó, pero también cansó y acabó mostrando su peor cara. El sueño de la razón moderna acabó fracasando ante su incapacidad de construir la utopía, ante su evidente eficacia en despertar violencia y, en definitiva, ante su impotencia para ocupar el centro de la historia, sustituyendo a Dios.
4.2. La posmodernidad
La reacción ante la incapacidad moderna de soportar la alteridad y la trascendencia vino con la posmodernidad. Ésta se presentaba como la reacción ante el fracaso de la razón totalizante. “De esta manera, frente a lo que antes era totalidad ahora se dibuja el fragmento, frente a la unidad y al orden está la división y la separación, frente a las certezas lo desconocido, frente a la ideología el pensamiento débil, frente al conocimiento solar de la razón el amor por las tinieblas, frente al pensamiento de la identidad un pensamiento de lo diferente y fragmentario” [29].
Lo que va a caracterizar a la posmodernidad es la pérdida de horizontes de sentido, tras comprobar el fracaso de los sueños de la razón. Frente a la ilusión prometeica de cambiar y transformar el mundo, el hombre actual está convencido de que no puede cambiar la realidad y ha decidido disfrutar el presente de una manera despreocupada.
Los rasgos que caracterizan a nuestro tiempo son variados, sus manifestaciones múltiples. Pero en ellos van a convivir, por un lado, los logros de la modernidad, con su capacidad técnica, su progreso material, industrial y comercial y, por otro, esa insatisfacción por lo logrado, por su modo de lograrlo o quizás, por sus desilusionantes resultados.
“Si el consumo y el hedonismo han permitido resolver la radicalidad de los conflictos de clases, ha sido al precio de una generalización de la crisis subjetiva. La contradicción en nuestras sociedades no procede únicamente de la distancia entre cultura y economía; procede también del proceso de personalización, de un proceso sistemático de atomización e individualización narcisista: cuanto más la sociedad se humaniza, más se extiende el sentimiento de anonimato; a mayor indulgencia y tolerancia, mayor es también la falta de confianza personal; cuanto más años se viven, mayor es el miedo a envejecer; cuanto más se trabaja menos se quiere trabajar; cuanto mayor es la libertad de costumbres, mayor es el sentimiento de vacío; cuanto más se institucionalizan la comunicación y el diálogo, más solos se siente los individuos; cuanto mayor es el bienestar, mayor es la depresión” [30].
Estas palabras de Lipovetsky apuntan a la realidad en la que nos situamos: la problemática actual es antropológica. La irrupción de la posmodernidad provoca el surgimiento de un nuevo sujeto antropológico, del que todavía no sabemos cuáles son los fundamentos que lo van a sustentar [31]. Si el hombre es un ser en busca de sentido, el problema ante el que nos enfrentamos es que aquello que le constituía como sujeto parece haberse puesto en crisis.
Adolphe Gesché, en su obra El Sentido [32], analiza fenomenológicamente aquellas situaciones personales en las que el hombre se encuentra con su propia realidad y que necesita afrontarlas para constituirse realmente como hombre. Estas situaciones personales las llama “lugares de sentido”, porque son espacios de revelación de aquello que el hombre busca. Gesché propone como lugares de sentido: la libertad, la identidad, el destino, la esperanza y lo imaginario. Nos serviremos de ellos para describir los retos antropológicos que plantea la posmodernidad al hombre de hoy. En ellos veremos cómo la posmodernidad acaba siendo una modernidad en sentido negativo, porque el sujeto sigue siendo el protagonista, aunque sea de su propia incapacidad. De ahí que resulte un sujeto des-comprometido.
La posmodernidad supone un reto para nuestro primer lugar de sentido, la libertad. Ya sea ésta entendida como conquista, como esencia o como existencia, siempre se ha considerado como aquello que constituye al hombre y le ofrece la posibilidad de ser sí mismo. La paradoja de la posmodernidad es que con probabilidad nunca se ha hablado tanto de libertad y nunca el hombre se ha sentido más perdido ante ella. La pérdida de sentido de la historia en que se vive, hace que se relativicen el pasado y el futuro. Se vive tan sólo en el presente. Esta cultura presentista, donde todo es inmediato, donde el acceso a la información y a la realidad no exige ningún esfuerzo, propicia una aceleración de la vida en la que el individuo tiende a la fragmentación. El sujeto posmoderno carece de un centro unificador y estructurador que dé coherencia y sentido a la totalidad de la vida. Existe, o parece existir, una falta de sistema de valores de referencia. Por ello es posible vivir en el materialismo absoluto y, a la vez, estar abierto a una realidad que es leída en clave mágica y pseudo-religiosa. Todo puede ser una ayuda si ofrece la posibilidad de vivir de una manera “más libre”. Una de las consecuencias manifiesta es el pluralismo, el cual lleva a una relativización de todas las opciones. Todo acaba convirtiéndose en una cuestión de opciones o elecciones personales. Efectivamente, cuando múltiples visiones del mundo se enfrentan y reclaman nuestro afecto y atención, todas quedan relativizadas, y las personas ante tal avalancha de opciones empiezan a dudar y cuestionar el propio marco de referencia, su propia cosmovisión personal.
En este contexto la libertad se convierte en un simple abanico de opciones que se nos abre para poder elegir. Pero, incluso, como abanico es un sueño paradójico, porque cualquier elección supone rechazar otras posibilidades y eso paraliza al individuo de esta época. Además, la fragmentación de los individuos hace que estos actúen de modo incoherente y desarticulado. La persona se ve insegura a la hora de tomar decisiones en su vida y no tiene referentes racionales que le ayuden a tomar opciones. Eso provoca que cuando el individuo se ve acometido por presiones muy fuertes, se rompa, se fragmente.
El segundo lugar de sentido es la identidad. Gesché cree el hombre en busca de sentido quiere saber lo que es. Se pregunta quién es. Esta identidad, como ha puesto de manifiesto tanto la filosofía como la teología, no la poseemos por nosotros mismos, sino que se nos dibuja en la relación de alteridad. Es en nuestra relación con otros y con el Otro, tal como hemos visto en páginas anteriores, como nos constituimos. Precisamente esta idea de la identidad es una de las claves para la vivencia de la gratuidad. Los obstáculos a unas adecuadas relaciones de alteridad, impiden el reconocimiento del otro y el agradecimiento a su don.
La posmodernidad supone un reto a estas relaciones. El abanico de intereses, fragmentaciones, realidades, atracciones y posibilidades tan al alcance de la mano se ve complementado y fortalecido por las mismas estructuras que ahora conforman la sociedad, en particular las económicas. En una sociedad de mercado, donde todo se compra y se vende, cualquier realidad acaba siendo vista como un objeto de valor. Lo cual significa que nada puede ser gratuito y todo puede ser comprado. Desde esta perspectiva la gratuidad se convierte en un concepto, en la práctica, casi desconocido. Lo cual impide reconocerse en los mismos gestos de gratuidad que se nos ofrecen.
De ahí que una de las causas en el cambio en las relaciones sociales, que ha propiciado un nuevo sujeto y que añade incapacidad parece abrirse a la gratuidad, es el cambio determinado por la generalización de la relación mercantil. Lo que durante mucho tiempo quedaba reducido al único espacio de lo económico, ha trascendido cualquier frontera y se ha expandido hacia todas las dimensiones del ser humano. La relación mercantil, o la puesta en valor de toda alteridad con las que nos relacionamos, refuerza la misma dinámica de personalización que caracteriza el momento en que vivimos. Responde, justamente, a la necesidad que tenemos de gestionar nuestros comportamientos con el mínimo de coacciones y el máximo de elecciones, con el mínimo de austeridad y el máximo de deseo, tal como describe Lipovetsky [33].
Hoy todo es susceptible de ser adquirido, la única dificultad reside en tener los medios necesarios para compensar su valor. Esta visión cosifica la realidad, pues toda ella se convierte en objeto de consumo. Pero además, sobre el objeto se proyecta la misma relación consumista, todo se reduce a usar y tirar, en la medida que responde a nuestros deseos.
Esto podría contrastar con algunos datos como la proliferación del voluntariado en las últimas décadas. Es cierto que
“aparentemente el voluntariado se inscribe a contracorriente de los valores dominantes de nuestro tiempo: a la auto-absorción narcisista, opone la ayuda mutua y la dedicación, a la lógica mercantil, la donación y la gratuidad, al enfrentamiento competitivo, el compromiso a favor del prójimo. Con seguridad la mayoría de personas dedica tiempo a actividades voluntarias declarando actuar en nombre de los grandes ideales humanistas: el amor al prójimo, hacer la vida más humana y solidaria. Pero más allá de estos referentes, es sobre todo el placer de encontrar al otro, el deseo de valorización social, la ocupación del tiempo libre lo que constituyen las motivaciones esenciales del voluntariado” [34].
Por eso recuerda Lipovetsky que no hay incompatibilidad entre el centramiento en los deseos e intereses del yo y la preocupación por el otro. Porque el deseo de beneficencia no está tanto en la gratuidad o en la respuesta nacida del imperativo moral, sino en la búsqueda de un suplemento existencial, un modo de completar la propia vida.
El nuevo sujeto resultante es el sujeto de la sociedad del hiper-consumo, que no se conforma con participar del bienestar material, sino que reclama equilibrio y confort espiritual, los cuales habían sido relegados en décadas anteriores. El desarrollo de técnicas de autoayuda y desarrollo personal, el florecimiento de doctrinas orientales y nuevas espiritualidades responde a esta demanda. Pero el resultante es una búsqueda centrada en la propia gratificación. Por eso, al individuo posmoderno en realidad no le importa mucho saber quién es, sino qué tal se siente y cuánto placer o gozo le devuelve la realidad o las relaciones que establece.
El tercer lugar de sentido es el destino, como respuesta que todo hombre debería darse para saber qué quiere hacer con su vida. Este destino se concreta en el impulso que tenemos en dar sentido a la vida. No debemos entenderlo como la búsqueda personal del mero éxito, algo que sería un agravio para la mayoría de la humanidad, sino “como la promesa de una vida que se expresa en la búsqueda de un deseo purificado y un puro cuidado a favor de los hombres” [35]. En definitiva, el destino tiene que ver con el deseo de todo hombre de definir para su vida unos rasgos y unas fronteras que lo caractericen y que lo superen.
El destino es, con toda probabilidad, lo más opuesto al hombre de la posmodernidad. Porque el hombre de hoy se caracteriza por ser incapaz de mirar más allá de su propia realidad. Como bien se ha descrito, el mito que simboliza el tiempo actual es el de narciso, pues refleja todo el desencanto que arrastra el ser humano tras constatar ante su propio espejo el fracaso de toda la ilusión, la utopía y los sueños de la modernidad. Ya no quedan grandes cuestiones por resolver, y no porque no existan, sino porque se han abandonado. La sociedad posmoderna, el hombre concreto, acaba de renunciar a toda mirada esperanzada hacia el futuro para refugiarse en el presente.
Este narcisismo, se muestra en la constante y obsesiva preocupación del individuo en su yo y en sus cambios psicológicos. Un yo que tan sólo se deja seducir por su propio deseo. Por lo cual se está volviendo incapaz para todo lo que signifique reciprocidad, apertura al otro. Y en consecuencia olvida que uno de los polos fundamentales del proceso de maduración de toda persona pasa por el reconocimiento del otro. “El narcisista, encadenado a sus deseos y necesidades, tiene graves dificultades para abrirse gratuitamente a alguien, que no pueda controlar para ponerlo al servicio de sus intereses. El narcisista no es capaz de discernir la alteridad, no la siente como una posibilidad de maduración. Tiende a manipular la realidad del otro (y por tanto también la del Misterio de Dios) para adecuarlo a sus deseos, para convertirlo en herramienta útil de su egocentrismo. Abrirse a la auténtica experiencia de Dios supone la destrucción radical de los muros y defensas de un joven obsesionado por su yo” [36]. Esto es lo que Carlos Domínguez, en un acertado artículo, describía como la alteridad difuminada [37].
Desde una perspectiva espiritual, uno de los déficits más graves es la incapacidad para abrirse a la percepción de un plan de Dios entendido como presencia que recorre la historia, que afecta a toda la realidad, a toda persona y uno mismo a través de impulsos de eficacia y de momentos de fracaso. Esta perspectiva no favorece compromisos a largo plazo, tan sólo se está dispuesto a darse, a entregarse, supuestamente gratuitamente, mientras la satisfacción que devuelva haga sentirse bien.
Este subjetivismo amenaza incluso la misma imagen de Dios, al considerar que, para ser libre, no puede haber ningún impedimento a la libertad, ni ninguna ley superior de la conciencia. Se cree que para ser persona, con todos sus derechos, no puede haber una ley superior que proceda de un Dios trascendente. Se cae, así, en un “ateísmo humanista” que, para defender al hombre, acaba con Dios.
Desde el punto de vista religioso, la vivencia se caracteriza por una creencia genérica en Dios, que coexiste, cuando se da, en el mismo plano con otras realidades e intereses, lo que propicia una relativización general. De este modo, el compromiso cristiano se convierte en convivencia pasiva con todas las creencias e ideologías, dejando en una dimensión secundaria la confesión de Jesús como Señor o la dimensión crítica del cristianismo. Desde esta perspectiva hablarle al creyente de destino teologal o de la oferta de una esperanza de eternidad resulta más que superfluo.
Gesché propone otros dos lugares de sentido que, a diferencia de los anteriores, pueden convertirse en oportunidad para el hombre de hoy, aunque también apuntan a nuevos riesgos que habría que enfrentar.
Uno de esos lugares de sentido que Gesché propone es el imaginario. No existe posibilidad de darse sentido, piensa el teólogo belga, si el hombre no se entiende a sí mismo y a lo que lo rodea. Y para ello no basta con recurrir al estrecho ámbito de la racionalidad, sino que tiene que abrirse a ese mundo más amplio que constituye la tradición, y que está formada por mitos, hechos y leyendas, como todo aquello que cada uno aporta a su propia vida a través de la imaginación y de sus sueños desde la infancia. La reivindicación del imaginario supone un lugar de encuentro para la experiencia de la posmodernidad. Su crítica a la racionalidad moderna, ha conllevado una apertura a nuevas dimensiones del conocimiento que no se queda en lo estrictamente racional.
Gesché señala el imaginario literario como un recurso muy apropiado para que el hombre pueda aprender a conocerse a sí mismo. Cree que la “literatura puede considerarse como un verdadero locus, un auténtico lugar de epistemología del hombre” [38]. Creo que este recurso a la narratividad puede ser una ayuda en nuestra propuesta para recuperar la gratuidad. Pero esto lo veremos en el siguiente apartado.
Sin embargo, existen retos en la posmodernidad que pueden dificultar esta apertura a lo imaginario. Por un lado, está el rechazo a los grandes relatos, que se vive en la actualidad. Desengañados de las grandes utopías sociales, que prometían un mundo justo para todos, nos sentimos tentados de desestimar los “grandes relatos” sociales o religiosos como las grandes ideologías o los mismos relatos bíblicos o de otras religiones. Hay más comodidad en los pequeños relatos, en las microhistorias cerradas de sus pequeños grupos, sin conexión unas con las otras y sin referencia a las estructuras sociales o religiosas, o a los dinamismos más complejos que atraviesan la sociedad entera. El problema es que se vive el instante, lo inmediato. Si antes existían personas radicales que arrollaban personas o instituciones por alcanzar sus ideales utópicos, ahora nos estancamos en el pequeño oasis de lo puntual. Y esto se convierte en un impedimento para enlazar con el imaginario.
El otro elemento perturbador para recuperar lo imaginario es el peso de los medios de comunicación en nuestra vida. El hombre posmoderno observa la realidad cada vez más a través de los nuevos medios. Y esto le lleva a interpretar la realidad tal como estos medios se la presentan. Por decirlo de alguna manera, los medios nos dicen que la imagen de la realidad y del hombre que ellos ofrecen es la verdadera y que no hay otra. Existe el riesgo de que caigamos en esta lectura, dada la fuerza que los medios tienen para imponerse. Sin embargo, la realidad es que ellos tan sólo ofrecen una imagen de la realidad, no la realidad. En este sentido, el mundo del arte, de lo imaginario es mejor para que el hombre se entienda a sí mismo, porque no engaña al ofrecer una ficción y ofrece infinitas más posibilidades de abrir horizontes al hombre para su conocimiento [39].
El último lugar de sentido es la esperanza. La descripción realizada hasta ahora del hombre de la posmodernidad más que hablarnos de esperanza hacia lo que apunta es a su contrario. ¿Cómo es posible confiar en un horizonte, si no hay sentido del futuro? ¿Cómo esperar en algo más allá para uno mismo o para los otros, si se vive fragmentado e incapaz de abrirse a la realidad del otro? ¿Cómo esperar en lo que ha de venir, si lo único que se desea es el gozo inmediato?
El que se va encerrando en sí mismo, se convierte fácilmente en un observador lejano de los demás y de la realidad histórica. A través de los medios de comunicación tiene acceso al espectáculo de los pobres, los desplazados, la injusticia, el desempleo... ante todo lo cual se convierte en un espectador sin compromiso real. Este desafecto impide vivir en gratuidad, porque la preocupación principal de cada uno gira alrededor de sí mismo. Un signo de ese auto-centramiento es el recurso, como hemos señalado con anterioridad, a las distintas terapias que hoy se ofrecen para sentirse bien, incluidas aquellas formas de oración que no se dejan confrontar con Dios, ni con la comunidad cristiana comprometida con su mensaje de liberación y salvación. Pero esa misma búsqueda es indicio de que en el individuo posmoderno sigue encendida la llama de la pregunta por lo otro.
De ahí que podamos afirmar que el hombre necesita estar preñado de esperanza. Nunca en la historia ha soportado vivir en la soledad de lo idéntico, donde no haya alteridad que lo regenere. Siempre ha buscado abrirse más allá de sí mismo. Y el momento en que vivimos no puede ser menos. Quizás la cuestión sea plantear la pregunta necesaria para hallar la respuesta adecuada. A la nueva situación antropológica hay que responder con los instrumentos que mejor responden a las nuevas expectativas.
5. Conclusión: abrirse a la gratuidad en tiempos posmodernos
Para algunos estudiosos la posmodernidad es la superación de la modernidad, pero en realidad se puede afirmar que lo que significa es una vuelta de tuerca a la misma. La propuesta de un pensamiento débil frente al que se presentaba como totalizante no deja de ser una paradoja, porque el nihilismo actual no es más que la otra cara de la misma moneda. El teólogo Serafín Béjar, siguiendo a Bruno Forte, señala esta paradoja de la posmodernidad:
“En su rechazo crítico de la Ilustración no es muchas veces más que su forma invertida, un pensamiento de negación y de ruptura en donde aquella era pensamiento de afirmación y de conciliación; al conocimiento solar se le opone el amor a las tinieblas; al sentido de la posesión y de la consistencia, la insoportable levedad del ser (M. Kundera). Y es precisamente en éste su ser anti-pensamiento donde reside el gran riesgo de lo posmoderno, es decir el riesgo de convertirse en una mera continuidad dentro del signo de lo contrario de lo que intenta abandonar. La sed de totalidad de la razón emancipadora puede pasar a ser una nueva totalidad la de lo negativo que abarca todas las cosas” [40].
Ambos modelos parecen ser las distintas caras de una misma moneda. Una moneda que parece agotarse y que resulta un impedimento para que el hombre pueda realizarse en plenitud. De hecho, hay voces que le acusan de “haber perdido el calor de la interioridad y de no haber dejado hueco para la gratuidad” [41]. De ahí que sea necesario ofrecer nuevos caminos para recuperar ese sentido de la gratuidad y esa apertura originaria al don, pero es obvio que lo tenemos que hacer partiendo de la realidad en la que nos situamos.
La generación anterior, si podemos llamar así a la generación marcada por la modernidad, estuvo educada y formada predominantemente en lo intelectual y racional. La generación actual parte de nuevos parámetros: “acentúa el valor de las interpretaciones, de los sentimientos, de las grandes concentraciones motivadas no por ideas, sino por la búsqueda de imágenes y sensaciones colectivas” [42]. Se valora más la experiencia y la impresión de sentirse bien. Esto significa, en el caso del creyente, que hoy para que la fe sea significativa no puede apelar de modo exclusivo a la verdad, ya que sería una verdad más en competencia con otras muchas. Si antes la argumentación y el razonamiento eran importantes a la hora de tomar compromisos; ahora, el sentimiento, la experiencia y la evidencia son determinantes. Por eso, es necesario partir de aquello que puede ser auténticamente creíble para las personas de nuestro mundo: hay que apelar a la experiencia.
Hoy hemos de recuperar el ser y ponerlo por delante del hacer. Y la única manera es volver a la fuente que constituye y da sentido real al hombre. Decíamos en los dos primeros apartados que tanto la filosofía como la espiritualidad recuerdan que el modo de apropiarse del ser propio es en apertura a una alteridad. La cuestión es cómo propiciar que el individuo fragmentado y narcisista sea capaz de recuperar ese sentido del otro que le constituye. Sugeriré algunos caminos que pueden ayudarnos a recuperar el sentido de la gratuidad.
En el Nuevo Testamento la llegada del Reino es acompañada del don de la vista a los ciegos y del oído a los sordos (Lc 7, 22). Tomaremos estos dos verbos para sugerir posibles caminos que nos ayuden a esa apertura a la gratuidad.
Recuperar la visión es la primera tarea a la que se tiene que enfrentar el individuo de hoy. Se trata de volver la mirada a la realidad y a partir de ahí reconstruir el relato de lo vivido, de la vida propia pero también de la vida en general. El hombre posmoderno no puede abrirse a la realidad tan sólo con la racionalidad, porque ésta no es dadora de un único sentido y porque no le basta con ella. Por eso, debemos proporcionarle instrumentos que sean capaces de propiciar nuevos y más ricos significados. Como vimos en el apartado anterior recurrir a lo imaginario a través de la narratividad es un ámbito al que es sensible el hombre actual. A través de los relatos se puede recuperar el verdadero sentido del ser, porque este ser no aparece violentado por un concepto ni poseído como propiedad, sino que se muestra sugerido en las entrañas de los acontecimientos. En este aparecerse se descubre que no somos dueños de nuestro yo, sino que nos constituimos a través de los otros y del Otro, por excelencia.
Se trata de mirar hacia atrás, recuperar la visión, para evocar lo acontecido. Este es el modo en el que podemos destruir las murallas del aislamiento, la falta de sensibilidad hacia los otros y el narcisismo en el que nos encontramos encerrados. De hecho podemos decir que el modo privilegiado en el que Dios se revela dándose al hombre es el narrativo. Lo hace a través del testimonio de la Biblia, paradigma de historias donde identificarse y lo hace través del libro de la propia vida, siempre cuando ésta no se encierre en lo racional, con su consiguiente enclaustramiento de toda la realidad en el concepto, sino que se abra al descubrimiento de la trascendencia que se da.
Mirar la historia y la propia historia supone recuperar el sentido del tiempo, perdido en la posmodernidad, supone descubrir que uno no es el protagonista, obliga a descentrar el narcisismo y hace que uno se descubra como donado. Porque a través de esta historia podemos reencontrarnos con el hombre concreto que fue Jesús, que fue salvación para la humanidad y que para muchos contemporáneos sigue siéndolo.
Ante la dificultad del individuo actual para abrirse a los grandes relatos, una manera de recuperar ese sentido es a través de los microrrelatos de los otros, de aquellos que dan testimonio de esa experiencia de saberse gratuitamente acogido.
Por eso necesitamos recuperar el oído, que es volver a escuchar. Y escuchar es disponerse al otro, abrirse al que está ahí. Para el hombre posmoderno, la gran dificultad es mirar más allá de sus propios intereses. De ahí que sea necesario encontrar caminos que le ayuden a descubrir al otro. Un modo concreto de propiciar la apertura a experiencias es facilitando estructuras de plausibilidad. Peter Berger, denomina estructura de plausibilidad a las bases sociales que justifican cosmovisiones que ofrecen una forma de entender y explicar la vida [43].
Ante la multitud de formas de ver la vida que vivimos hoy, todas clamando ser la verdad y pidiendo la fidelidad de la gente, las personas necesitan verlas puesta en práctica y funcionando en un grupo humano, para que puedan interesarles. Y además, necesitan observar la coherencia o no de dicha forma de vida para poder valorar la credibilidad o no de la misma.
En estos momentos, el cristianismo al empezar a ser una cosmovisión minoritaria y tener que vivir en abierta competencia con otras cosmovisiones, la estructura de plausibilidad se hace más necesaria y su papel más vital.
En esta misma línea, Serafín Béjar nos recuerda que un modo particular de provocar al posmoderno es desde la evidencia que engendra el sufrimiento y la muerte de las víctimas de la historia. “El sufrimiento del inocente es la experiencia que puede quebrar la totalidad para mostrar la infinita dignidad de lo concreto” [44]. Sólo ante el rostro concreto del otro que me interpela, puedo descubrir mi verdadera realidad. Por eso es el otro el que me constituye. “Nos reconocemos en nuestra mismidad cuando, saliendo de nosotros mismos, somos mirados y reconocidos en el rostro de los otros” [45]. De ahí que sean más necesarias que nunca comunidades que sirvan de referente para todo el que desee encontrar caminos para el seguimiento. Hoy es más difícil para un ejercitante, dejarse transformar por la experiencia de ejercicios, sino tiene ámbitos donde continuar la apertura al Otro, que ha vivido en los ejercicios y que se tiene que concretar en los otros que interpelan en medio de la cotidianeidad.
De este modo recuperamos aquello que al principio de este trabajo recordábamos, una parte de la filosofía del s. XX ante la crisis de la metafísica, recordaba la necesidad de recuperara el ser desde otro lugar. Marion hablaba del amor como acceso más genuino al verdadero ser, el de Dios, o Levinás que insistía en la apertura al rostro del otro como camino para constituirse como ser. Se trata, en definitiva, de abrir espacios que nos hagan capaces de abrirnos a la profunda carga de misterio y significatividad que tiene la existencia que vivimos.
Pablo Ruiz Lozano, en dialnet.unirioja.es/
Notas:
28 C. Villarroel, Vivencias de gratuidad, Edibesa, Madrid 2002, 26.
29 J. S. Béjar, “Inquietar al posmoderno o la infinita dignidad de lo concreto”: Proyección LII (2005) 38.
30 G. Lipovetsky, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama, Barcelona 1986, 127-128.
31 Una reflexión sobre esta tesis aparece en P. Ruiz Lozano, “Libertad y verdad en tiempos de internet”: Proyección LV (2008) 397-417.
32 Cf. A. Gesché, El sentido, Sígueme, Salamanca 2004.
33 Cf. G. Lipovetsky, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama, Barcelona 1986, 5 y ss.
34 G. Lipovetsky, El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, Anagrama, Barcelona 1994, 144.
35 A. Gesché, El sentido, Sígueme, Salamanca 2004, 93.
36 A. Jiménez Ortiz, “Sentido del límite y experiencia de Dios”: Proyección LI (2004) 392.
37 Cf. C. Domínguez Morano, “La alteridad difuminada”: Proyección LI (2004) 347-367.
38 A. Gesché, El sentido, Sígueme, Salamanca 2004, 160.
39 Cf. ibíd., 160ss.
40 J. S. Béjar Bacas, “Inquietar al posmoderno o la infinitiva dignidad de lo concreto”: Proyección LII (2005) 39
41 C. Villarroel, Vivencias de gratuidad, Edibesa, Madrid 2002, 28.
42 W. Daros, “La religiosidad cristiana posmoderna en la interpretación de Gianni Vattimo”: Logos. revista de filosofía XXXVII (2009), 56.
43 Cf. P. L. Berger- T. Luckmann, La construcción social de la realidad, Amorrortu, Buenos Aires 19722.
44 J. S. Béjar Bacas, “Inquietar al posmoderno o la infinitiva dignidad de lo concreto”: Proyección LII (2005) 44.
45 ibíd., 48.
La razón, bajo sospecha. Panorámica de las corrientes ideológicas dominantes |
La «experiencia» como lugar antropológico en C. S. Lewis IV |
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Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
La Justicia Restaurativa en España y en otros ordenamientos jurídicos |
Justicia Restaurativa: una respuesta democrática a la realidad en Méxicoxico |
Tengo derecho a no perdonar. Testimonios italianos de víctimas del terrorismo |
Construyendo perdón y reconciliación |
El perdón. La importancia de la memoria y el sentido de justicia |
Amor, perdón y liberación |