Introducción
El tema del infinito siempre ha parecido a todos dificilísimo e incluso inextricable, por no haber distinguido entre aquello que es infinito por su propia naturaleza o en virtud de su definición, y aquello que no tiene límites, no en virtud de su esencia, sino de su causa; por no haber distinguido, además, entre aquello que se dice infinito porque no tiene límites y aquello cuyas partes no podemos ni igualar ni explicar mediante un número, pese a que conocemos su máximo y su mínimo; y, finalmente, por no haber distinguido entre aquello que sólo podemos entender, pero no imaginar, y aquello que también podemos imaginar. (Spinoza 1988a 130)
Según leemos en la famosa “Carta 12” de Spinoza a Meyer, la comprensión del infinito resulta indisociable de cierto saber distinguir. En primer lugar, hay que distinguir entre lo que es infinito o ilimitado porque su esencia o naturaleza lo es (es decir, porque la misma definición de la cosa establece la necesidad de su infinitud) y lo que es infinito o ilimitado no por su propia naturaleza, sino por su causa (es decir, porque es causado por una cosa que es infinita o ilimitada). Hay que distinguir, además, entre lo que es infinito precisamente por ser ilimitado (ya sea por su esencia o por su causa) y lo que sí tiene límites (un máximo y un mínimo), pero no puede ser asociado a ningún número. Tales distinciones pueden ser adecuadamente efectuadas, a su vez, si se distingue entre el modo en que el intelecto piensa el infinito y el modo en que lo hace la imaginación. Solamente realizando la crítica del modo en que la imaginación opera (esto es, comprendiendo la manera en que nuestra mente, espontáneamente, tiende a producir las ideas de las cosas, y tomando distancia de esa producción espontánea para organizar de otra forma el pensamiento), el entendimiento puede percibir que ciertas cosas son infinitas por su naturaleza y, de ninguna manera, pueden concebirse como finitas. También puede percibir que otras cosas son infinitas en virtud de la causa de la que dependen, lo que habilita la posibilidad de que sean consideradas abstractamente (separándolas de la causa infinita que las produce) como divisibles en partes y limitadas, por más de que esto no convenga con su naturaleza infinita e ilimitada; y que otras cosas, en fin, se llaman infinitas o indefinidas porque no pueden igualarse con número alguno, aunque sea posible concebirlas, por tener un máximo y un mínimo, como más grandes o más chicas.
¿Pero qué quiere decir “saber distinguir”? ¿Qué aspectos involucra la actividad de discernimiento que debe realizar el entendimiento si pretende comprender verdaderamente el infinito? Es preciso diferenciar, en principio, las palabras y las cosas, distinguir los nombres que el hombre asigna a las realidades que procura conocer de las realidades mismas, consideradas según su naturaleza propia. Al mismo tiempo es necesario percibir la diferencia, ya no entre las palabras que imaginamos y las cosas reales, sino entre las mismas cosas reales: reconocer la existencia de realidades diversas o de modalidades distintas de la existencia, esto es, la diferencia al interior de la existencia. Esto implica, a la vez, el establecimiento adecuado de la diferencia y de la relación entre las esencias y las existencias, entre la naturaleza propia o intrínseca de las cosas tal como su definición puede comprenderla, y su ser en el contexto de las múltiples relaciones que constituyen el mundo. Finalmente, la diferencia que existe entre las propias esencias, todas ellas singulares, en sí mismas distintas y, por ello, distinguibles. ¿De qué manera tales distinciones han de colaborar en la adecuada definición de lo que es absolutamente infinito y de aquello que solo es infinito en su género, así como de lo que es infinito por su propia naturaleza y lo que es infinito en virtud de su causa?
Las palabras y las cosas
Dado que las palabras forman parte de la imaginación, es decir, que, como forjamos muchos conceptos conforme al orden vago con que las palabras se asocian en la memoria a partir de cierta disposición del cuerpo, no cabe la menor duda de que también las palabras, lo mismo que la imaginación, pueden ser causa de muchos y grandes errores, si no los evitamos con esmero. Añádase a ello que las palabras están formadas según el capricho y la comprensión del vulgo, y que, por tanto, no son más que signos de las cosas, tal como están en la imaginación y no en el entendimiento. Lo cual se ve en que, a todas aquellas cosas que sólo se hallan en el entendimiento y no en la imaginación, les impusieron con frecuencia nombres negativos, tales como incorpóreo, infinito, etc.; por eso mismo, muchas cosas que son afirmativas, las expresan negativamente, y al revés, por ejemplo, increado, independiente, infinito, inmortal, etc. (Spinoza 1988b 113)
Infinito, entonces, se cuenta entre aquellos vocablos negativos que, debido a las dificultades para entender lo que solo puede ser entendido (y no imaginado), se aplican a una realidad positiva. Las palabras surgen, gracias a la actividad corporal, como signos directamente asociados a las afecciones ordinarias que componen la vida imaginativa, siendo, a su vez, inseparables de las disposiciones variables del cuerpo y de las conexiones que establece la memoria para organizar una experiencia que, de otro modo, sería fragmentaria y caótica: las palabras cargan consigo esa pertenencia (forman parte de la imaginación). Así, cuando el pensamiento intenta comprender realidades que no son imaginables (que no pueden ser conocidas a partir de las imágenes que surgen de la afección recíproca de los cuerpos), este debe precaverse frente a la vinculación originaria de las palabras, en tanto estas pueden, igual que la imaginación, “ser causa de muchos y grandes errores”. Errores entre los cuales se cuenta la tendencia a concebir la realidad de lo que es infinito a partir de la proyección de la perspectiva finita que, trascendiendo las condiciones inter-corporales específicas que definen su situación, pretende remontarse más allá de su horizonte de conocimiento próximo. De esta forma, la experiencia de lo que es corpóreo, finito, creado, dependiente o mortal sirve de base (paradójica e insuficiente) para construir las nociones de incorpóreo, infinito, increado, independiente o inmortal. Esta base es paradójica, pues solo sustenta el sentido perseguido en cuanto es negada, de manera que nuestra reconstrucción espontánea de la noción de independencia o infinitud se asienta en la idea que tenemos de lo que no es dependiente o de lo que no es finito (tal como lo experimentamos). Por lo tanto, esa base es también insuficiente, pues para revelar que una cosa es infinita y para caracterizar esa propiedad suya, por ejemplo, no alcanza con decir que esa cosa es no-finita. Este problema no se resuelve agregando determinaciones negativas y diciendo que lo que es infinito es ilimitado, inconmensurable, inmenso, increado, interminable o imperecedero, pues lo único que se afirma con ello, en última instancia, es que lo infinito es impensable.
Si la inadecuación constitutiva de las palabras, y las consecuentes dificultades para su uso conceptual, se manifiestan ampliamente cuando se trata de asir lo positivo mediante términos negativos (ya que la indicación de lo que algo es mediante la sola enunciación de lo que no es resulta una aproximación a su naturaleza muy insatisfactoria), el caso del infinito, por referirse al ser de lo que existe absolutamente, sería el caso extremo de tal inadecuación, lo que explica que “a todos” les haya parecido un tema “dificilísimo e incluso inextricable”. De esta manera, el problema del infinito comienza a partir del mismo nombre con que se lo designa.
La “división del ser” (diferentes existencias)
No debe perderse de vista que, quien habla de infinito, habla de cosas infinitas. Entonces, para poder distinguir entre las diversas formas en que el infinito es concebido, se hace necesario comprender las diferencias entre los tipos de realidades o existencias a las que tales conceptos se refieren. Por esta razón Spinoza incorpora, en la misma “Carta 12”, un esclarecimiento acerca de las que considera como dos formas de existencia totalmente diversas: “Nosotros concebimos la existencia de la sustancia como totalmente diversa de la existencia de los modos” (Spinoza 1988a 131). ¿Cuál es la diferencia entre tales existencias? La existencia de la sustancia se sigue necesariamente de su esencia o de su definición: “aquello que es en sí y se concibe por sí” (E,I, def. 3) [1], es decir, el existir pertenece necesariamente a su esencia. Es por eso por lo que la existencia de la sustancia es la existencia necesaria, o la necesidad de la existencia. Por el contrario, a la esencia de los modos no pertenece el existir, es decir, de su definición no se sigue su existencia: “por modo entiendo las afecciones de una sustancia, o sea, aquello que es en otra cosa, por medio de la cual es también concebido” (E,I, def. 5). La existencia modal, entonces, no es necesaria, porque, aunque un modo exista actualmente, puede ser pensado como no existente [2]. Así, como dice el axioma 7 de E, I: “La esencia de todo lo que puede concebirse como no existente no implica la existencia”.
Entonces, de la diferencia entre la existencia de la sustancia y la existencia de los modos surge la distinción entre eternidad y duración. La segunda explica la existencia de los modos, la existencia de lo que no es en sí y por sí necesario, por lo cual puede ser pensado como no existente. De ahí que la duración o existencia de los modos, si “consideramos únicamente su esencia y no el orden de la naturaleza”, pueda ser determinada a voluntad, concebida como mayor o menor, o dividida en partes, conservando inalterado su concepto o definición. Por el contrario, “la eternidad y la sustancia, como no pueden ser concebidas más que como infinitas, no admiten nada por el estilo, a menos que destruyamos simultáneamente su concepto”, pues “la existencia de la sustancia se explica por la fruición infinita de existir o, forzando el latín, de ser” (Spinoza 1988a 131).
La existencia y la esencia
Reconocemos aquí la actuación de otra de las distinciones mencionadas al comienzo, ya que, si podemos determinar la existencia de los modos, dividiéndola en partes sin que ello implique la destrucción de su concepto, es porque una cosa es tal existencia en cuanto puede ser así determinada y otra cosa es la esencia de los modos, que permanece indivisa tal como su definición la concibe. Así, aunque podamos concebir cierta parte de la duración de una existencia diferenciándola de otras partes (por ejemplo, en el caso de la vida de un hombre, podemos considerar el período de su juventud), o podamos determinarla en su conjunto (diciendo, por ejemplo, que un hombre vivió hasta la edad de noventa años), considerándola como mayor o menor, más o menos extendida que otras, esto no implicará que la esencia correspondiente a esa existencia sea susceptible de ese tipo de determinación o de similares divisiones. Sin embargo, esa distinción que puede ser realizada entre la esencia y la existencia de algo no consiste en la diferenciación entre lo que efectivamente existe (la existencia propiamente dicha) y lo que no sería existente en el mismo sentido (la esencia). Por eso nuestro énfasis: una cosa (que existe) es la existencia de algo, y otra cosa (que también existe) es la esencia de ese mismo algo. Ahora bien, esas dos cosas no existen separadamente, a pesar de ser distinguibles, pues es la existencia o realidad de una sola y misma cosa la que puede ser considerada desde el punto de vista de su existencia y del de su esencia, sin que tal distinción de perspectivas implique que nos estemos refiriendo a seres diversos; es de la misma cosa de la que decimos que una cosa es su existencia y otra su esencia. De esta manera, no se trata de separar la esencia de algo (como posibilidad inactual, o ser meramente lógico o pensado) de su existencia (como actualización de esa posibilidad, o ser real y mundano), sino de comprender la distinción que puede establecerse entre su esencia “real y existente” y su existencia [3]. Esta inseparabilidad que se da entre la esencia y la existencia de una cosa remite a la misma definición spinoziana de esencia:
Digo que pertenece a la esencia de una cosa aquello dado lo cual la cosa resulta necesariamente dada, y quitado lo cual la cosa necesariamente no se da; o sea, aquello sin lo cual la cosa –y viceversa, aquello que sin la cosa– no puede ni ser ni concebirse. (E, II, def. 2)
Así, la cosa no pueda ser ni ser concebida si no es dada su esencia y, a la inversa, la esencia no puede ser ni ser concebida sin la cosa [4]. Esta imposibilidad de disociar la esencia y la cosa de la que es esencia, remite a la inseparabilidad de la esencia y la existencia a la que nos referíamos: es la concepción spinoziana de las esencias como cosas existentes o seres actuales, y no como posibles.
Distinción de esencias
Ahora bien, la distinción y la identidad entre esencia y existencia varían según cuál sea la cosa considerada pues, como señalamos anteriormente, existen realidades que son diferentes. En sentido riguroso, solo es posible realizar tal distinción entre esencia y existencia cuando nos referimos a los modos; pues en el caso de la sustancia, su “existencia no se distingue de su esencia”, su existencia y su esencia “son uno y lo mismo”, por ende, son idénticas (E, I, p 20). Pero lo que queremos enfatizar ahora es que si esas realidades –la existencia de la sustancia y la existencia de los modos– son realidades diferentes, es porque son sus esencias las que difieren. Así, para comprender la diferencia entre tales existencias, debe considerarse la diferencia entre las esencias correspondientes, tal como leemos en el Tratado de la Reforma del Entendimiento: “La existencia singular de una cosa cualquiera no es conocida sino en la medida en que conocemos su esencia” (§26). De esta manera, la distinción de esencias constituye la última de las distinciones a las que hemos hecho alusión, y que forman parte de ese saber distinguir que es fundamental para abordar la intrincada cuestión del infinito. Si la existencia de la sustancia es “totalmente diversa de la existencia de los modos”, ello deriva, como ya hemos dicho, de que a la esencia de la sustancia pertenece necesariamente el existir, mientras que a la esencia de los modos no pertenece el existir (lo que redunda en la identidad y en la distinción, respectivamente, de la esencia y la existencia). Estamos hablando, entonces, de una propiedad de la esencia de la sustancia que no pertenece a la esencia de los modos; presencia y ausencia de una propiedad que ha de seguirse de la propia naturaleza o esencia de cada una de esas cosas, definidas alternativamente como aquello que es en sí y se concibe por sí, y aquello que es en otra cosa por medio de la cual también es concebido. Se trata aquí de la diferencia de esencia que permite distinguir lo que es ontológicamente distinto, tal como lo establece Spinoza en el axioma 1 de E, I: “Todo lo que es, o es en sí, o en otra cosa”. Esto también puede ser expresado de la siguiente manera: nada hay en la naturaleza (esto es, fuera del entendimiento) excepto las substancias y sus afecciones (E, I, p4, dem. y p6 cor.). De ahí que sea necesario preguntar ¿en qué consiste esa diferencia de esencia?, ¿cuál es la esencia de aquello que es en sí y se concibe por sí, y de cuya definición se sigue necesariamente su existencia, y cuál es la esencia de lo que es en otra cosa y que, por ello, no envuelve la existencia necesaria?, es decir, ¿qué realidades son esos dos tipos de realidad que agotan toda la realidad?
De cada cosa que existe, dice Spinoza, debe darse necesariamente una causa determinada o positiva por la cual existe, debiendo estar esa causa contenida en la propia naturaleza y definición de la cosa (si la existencia pertenece a su esencia), o darse fuera de ella (E, I, p8, esc. 2). De esta manera, el conocimiento de la esencia o naturaleza de una cosa consiste en el conocimiento de la causa efectiva que la produce, pues si la causa se concibe adecuadamente, han de seguirse de ella todas las propiedades que pertenecen a su esencia y que realmente la caracterizan. Así, la distinción de lo que es ontológicamente diverso pasa por la consideración de la causa que lo produce, debido a lo cual la pregunta clave que debe hacerse si se trata de conocer algo es: ¿la causa de su ser y de su existencia se encuentra en su propia naturaleza o esencia, o fuera de ella? La diferencia entre el ser de lo que es en sí y se concibe por sí y el ser de lo que es en otra cosa y se concibe por otra cosa, consiste en que lo que es en otro tiene su causa fuera de sí (en aquella otra cosa en la que es y por la cual se concibe), mientras que lo que es en sí tiene, justamente, su causa en sí mismo, en su propia esencia. Solo la sustancia es causa de sí, como lo señala la primera definición de la Ética: “Por causa de sí entiendo aquello cuya esencia implica la existencia, o, lo que es lo mismo, aquello cuya naturaleza solo puede concebirse como existente” (E, I, def. 1). Ahora bien, toda causa, precisamente por ser causa, necesariamente actúa, produce efectos. En palabras de Spinoza: “de una determinada causa dada se sigue necesariamente un efecto, y, por el contrario, si no se da causa alguna determinada, es imposible que un efecto se siga” (E, I, ax.3). La cosa que tiene una esencia que implica la existencia, o sea, que tiene en sí misma la potencia para producirse, incluye en sí la causa por la que tal existencia suya es necesariamente producida. Esto significa que únicamente por ser, existe y actúa con total necesidad, pues siendo causa de sí, su propia esencia o ser consiste en existir auto-produciéndose. Por eso, aquello que es causa de sí es una causa absoluta o, lo que es lo mismo, es una cosa libre: “existe en virtud de la sola necesidad de su naturaleza y es determinada por sí misma a obrar” (E, I, def. 7). Ahora bien, en este caso, ¿qué puede decirse de los modos, que no tienen en sí su causa, y son por ello “determinados por otra cosa a existir y operar de cierta y determinada manera”? Si la esencia de la sustancia, por ser lo que es en sí y se concibe por sí, consiste en ser causa sui, lo que es en otra cosa y es concebido por otra cosa, ¿debería suponerse sin esencia o in-esencial, por no tener la consistencia positiva que la auto-causación le proveería?, ¿tendría que ser pensado como definitivamente coaccionado y ajeno a toda libertad? Más allá del hecho de que los modos no sean solo finitos, sino que también los haya infinitos, tratemos de ver si este cuestionamiento puede o no justificarse en relación con las cosas singulares. Lo que es en otro y es limitado por otro de la misma naturaleza, es determinado externamente a existir y a producir efectos. En ese sentido, todo modo finito [5] tiene una causa exterior que explica su existencia y sus operaciones, por lo que remite a otro modo finito que lo determina y que, a su vez, está determinado por otro, y ese por otro, al infinito. Por eso, se trata del tipo de realidad que constituiría el reverso de lo que se dice libre: “se llama […] necesaria, o mejor compelida, a [aquella cosa] que es determinada por otra cosa a existir y operar, de cierta y determinada manera” (E, I, def. 7). Sin embargo, hay que resaltar el hecho de que los modos finitos son doblemente determinados: una cosa singular ha sido determinada a existir y operar por otra cosa singular, pero a la vez “todo cuanto está determinado a existir y obrar, es determinado por Dios” (E, I, p16 y p24, cor.). La cuestión fundamental aquí es que lo que es en otra cosa por la que también es concebido es en la sustancia, y no en otra cosa cualquiera; el ser en otro es en la única sustancia que existe necesariamente, siendo producido inmanentemente por ella como modificación o afección de su propia esencia. Las cosas que tienen su causa “fuera de sí” la tienen en el ser absolutamente infinito en el cual son, que, además, las causas en sí mismo como sus efectos inmanentes, como las afecciones de su esencia, como sus infinitos “modos” de ser. De ahí que, para concebir adecuadamente la esencia de los modos, sea necesario comprender qué tipo de esencia y qué tipo de causalidad constituyen la sustancia, pues “el conocimiento del efecto depende del conocimiento de la causa y lo implica” (E, I, ax. 4).
Spinoza define a “Dios” como una substancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita, donde atributo es “aquello que el entendimiento percibe de una sustancia como constitutivo de su esencia” (E, I, def. 4). La esencia de la sustancia –que envuelve o implica la existencia necesaria– está constituida por una infinidad de atributos, de los que solo conocemos dos, la extensión y el pensamiento. En tanto cada atributo expresa la esencia eterna e infinita que todos simultáneamente constituyen, cada uno de ellos debe ser infinito. Pero infinito en su género, y no “absolutamente” infinito, pues “infinito en su género” es aquello de lo cual se pueden negar infinitos atributos. Como lo dice Spinoza, en la “Carta 4” a Oldenburg, alcanza con comprobar que “la extensión, en cuanto tal, no es el pensamiento” (Spinoza 1988a 88), pues el pensamiento no pertenece a la naturaleza de la extensión, de la misma forma que el pensamiento no es la extensión, pues esta no pertenece a la naturaleza del pensamiento (en cambio, “a la esencia de lo que es absolutamente infinito pertenece todo cuanto expresa su esencia, y no implica negación alguna” –E, I, def. 6, expl.). Si una realidad es infinita en su género, eso significa que no existe ninguna cosa que tenga su misma naturaleza y que pueda limitarla [6], pues en caso de que existiera, tal realidad no sería infinita, sino finita; con lo cual, todo lo que comparte cierta naturaleza “extensa, por ejemplo” está comprendido en esa infinitud, y ninguna cosa extensa puede ser concebida fuera de ella. Pero tampoco otra realidad cualquiera que no tenga nada en común con la extensión –como el pensamiento, por ejemplo– puede limitarla. Nada en común tienen entre sí los atributos de la sustancia: cada uno es en sí y se concibe por sí, lo que explica que no exista entre ellos ninguna limitación recíproca, ninguna interacción, ninguna relación causal [7], y que cada uno sea, entonces, infinito en su género o ilimitado. Por eso, los atributos son absolutamente diferentes, y el ser de la sustancia conformada por ellos (una realidad o existencia absolutamente infinita, constituida por una infinidad de realidades o esencias infinitas percibidas por el entendimiento como sus atributos) consiste en ser la unidad de lo irreductiblemente diverso, la realidad absolutamente diversificada en su ser único. Que la sustancia sea única se explica por su propia constitución: su esencia está hecha de todas las esencias, su realidad está constituida por todas las diferentes realidades existentes, de manera que fuera de la sustancia nada puede ser ni ser concebido. Por eso, decir “Dios” es lo mismo que decir “Naturaleza”, ya que la naturaleza es la realidad de todas las realidades distintas, constituida por y constituyente de todo lo que existe en el universo.
De tal esencia se siguen, entonces, las propiedades del ser absolutamente infinito que Spinoza sintetiza en la “Carta 35” a Hudde: es eterno; es simple y no compuesto de partes; no puede ser concebido como determinado, sino tan solo como infinito; es indivisible; no incluye ninguna imperfección ni límite, sino que expresa todas las perfecciones: por todo esto existe necesariamente (Spinoza 1988a 248). Ahora bien, si para caracterizar los modos, y no solo la sustancia, usáramos la serie de notas distintivas que encontramos en esta carta, conservando únicamente el aspecto “opositivo” o excluyente en relación con la causa sui [8], estaríamos subestimando las consecuencias fundamentales de la asociación entre el carácter inmanente de la causalidad sustancial y la caracterización de la esencia de la sustancia como la infinita productividad de una potencia infinita. La sustancia llamada “Dios” produce todo lo que existe en sí, sin salir de sí, por eso debe ser entendida como la “causa inmanente pero no transitiva de todas las cosas” (E, I, p18). Todo eso que necesariamente se sigue de esa fuerza productiva o esencia actuosa, como efectos inmanentes suyos, es producido por ella de la misma manera en que se auto-produce, esto es, según las mismas formas y leyes que pautan y constituyen su diversidad interna. De ahí que sea imprescindible comprender que “en el mismo sentido en que se dice que Dios es causa de sí, debe decirse también que es causa de todas las cosas” (E, I, p25, esc.), pues esto es lo que explica que “las cosas particulares no son sino afecciones de los atributos de Dios, o sea, modos por los cuales los atributos de Dios se expresan de cierta y determinada manera” (E, I, p25, cor.). El ser en otro, entonces, es expresión parcial (cierta y determinada), positivamente y no opositivamente, de la potencia absoluta y, al mismo tiempo, cualificada (a través de un atributo) de una fuerza de producción absoluta (la causa de sí, que tiene la potencia de producir todo lo que existe al auto-producirse) [9]. Entonces, puesto que “la potencia de Dios es su esencia misma” (E, I, p34), tal potencia es la que define las esencias de las cosas singulares que, en cuanto efectos de una causa inmanente, son expresiones determinadas de esa potencia (o, lo que es lo mismo, las partes constituyentes de esa potencia, o sus infinitos grados), por lo cual ellas mismas son causas de sus propios efectos. Como leemos en E, I, p36, dem.: “Nada existe de cuya naturaleza no se siga algún efecto”, pues “todo cuanto existe expresa la naturaleza, o sea, la esencia de Dios de una cierta y determinada manera, esto es, todo cuanto existe expresa de cierta y determinada manera la potencia de Dios” (ibíd.). Queda claro, entonces, que la potencia de producir efectos (esto es, la fuerza para actuar) no solo es la esencia de Dios, sino la de cualquier realidad, que recibe de la sustancia, inmanentemente, su efectividad (con lo cual, quedaría resuelta la objeción referente a la in-esencialidad y a la supuesta pasividad de lo que es en otro). Asimismo, lo dicho acerca de la necesaria distinción entre el ser de la sustancia y el ser de los modos se comprende mejor ahora como una distinción interna de la misma realidad, que, tanto al nivel de lo que es absolutamente ilimitado y libre, como al nivel de sus “últimos” y más mínimos efectos, comparte los mismos atributos –expresivos de una única potencia de producción infinitamente diversificada. La esencia de los modos es, de esta forma, una parte de la esencia infinita de Dios, siendo constituida, al mismo tiempo, por ciertas modificaciones de los atributos divinos que expresan su naturaleza de determinada manera.
Mariana de Gainza en dialnet.unirioja.es/
Notas:
El culto a la Virgen, santa María |
Ecumenismo y paz |
Verdad y libertad I |
La razón, bajo sospecha. Panorámica de las corrientes ideológicas dominantes |
La «experiencia» como lugar antropológico en C. S. Lewis IV |
La «experiencia» como lugar antropológico en C. S. Lewis III |
La «experiencia» como lugar antropológico en C. S. Lewis II |
La «experiencia» como lugar antropológico en C. S. Lewis I |
En torno a la ideología de género |
El matrimonio, una vocación a la santidad |
¿De dónde venimos, qué somos, a dónde vamos? |
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
La Justicia Restaurativa en España y en otros ordenamientos jurídicos |
Justicia Restaurativa: una respuesta democrática a la realidad en Méxicoxico |
Tengo derecho a no perdonar. Testimonios italianos de víctimas del terrorismo |