4. Por muy utópica que sea esta Utopía de Moro parece haber sido su destino el servir de escabel a políticas nada utópicas. Como “padre del socialismo utópico, era llevado de la mano de la interpretación marxista de Kautsky a visionario de la sociedad comunista; como teórico del naciente imperialismo británico fue empujado por la exégesis de Oncken hasta convertirlo en un predecesor de Disraeli. La historia de los secuestros de la Utopía empero no concluye aquí. Pues Moro fue también, por lo visto el «Santo del humanismo», «la más perfecta vida humanista de que se tiene memoria» [73], y su Utopía no pudo ser sino la «utopía de un humanista» [74].
Asociada a este multívoco «ismo», en cuya disputa andan hoy más enzarzadas que nunca las ideologías y filosofías más dispares, la interpretación de la Utopía ha incurrido en los riesgos más insólitos. La clave humanista se complica de modo singular en el caso de Moro por la necesidad de hurtarla a las contradicciones dimanantes de la compleja postulación ideal de la obra y de la extraordinaria y alta personalidad religiosa del autor. Un humanismo consecuente se ve forzado a llegar, en este caso, hasta el extremo de unir por una común hilaza hermenéutica el “comunismo de Utopía con el «comunismo» platónico, pero no puede detenerse con seguridad en ese renacimiento de la «polis» ideal, pues es preciso cohonestarlo con las nacientes estructuras económicas del mundo moderno que caen bajo la crítica de Hythlodeo así como con los rasgos de «imperialismo» de la política exterior utopiana tras los que asoma la faz de soberbia del moderno «demonio del poder»; la idea religiosa de la «polis, es decir, el culto a los dioses de la ciudad tiene que acoger el nuevo ideal de la «Chrístianitas erasmiana» y la política de «tolerancia» religiosa, y, ¡todavía más!. tiene que habilitar la explicación del holocausto del Santo católico, el cual no habría muerto corno «mártir del dogma católico», sino corno defensor de las libertades eclesiásticas, corno enemigo de la sumisión de la Iglesia bajo las tiranías políticas de la época moderna [75] es decir, como mártir de la idea del Derecho. Debiera bastar el solo enunciado de estas dificultades para comprender que una interpretación cabal de la Utopía es tan poco asequible desde el prisma de Erasmo como puede serlo desde los de Maquiavelo o Marx. Ninguna de las interpretaciones humanistas consigue no ya despejar todo el campo de objeciones, sino ni siquiera dotar con enteriza humanidad el humanismo de Moro. Cada caracterización en este orden va seguida de un pero, de un añadido, de una reserva. ]Humanista, pero al mismo tiempo inglés, dice Mesnard [76]; humanista, pero un humanista que está por modo activo en la vida; asceta. pero no místico ni contemplativo, asegura Freyer [77]; humanista, pero entendido el humanismo corno la actitud ilimitadamente optimista de una nueva clase social que veía abierto el mundo ante ella, y así, comunista, pero tan sólo en grado de aproximación al ideal de la «alta fase de la sociedad» anunciada por Marx en la Crítica del programa de Gotita, indica Morton [78]; erasmiano, pero, al mismo tiempo, impregnado del ideal monástico pues su Utopía es un Estado ideal pagano que bebe en Platón, en Epicuro, en Erasmo, mas también en el utopismo monástico del joaquinismo franciscano, sostiene Heer [79].
En este maremágnum de interpretaciones dislocadas la respuesta a la cuestión que se antepone por necesidad lógica a la filiación de Moro, a saber, la respuesta a la cuestión de si la Utopía es propiamente tal o expresión utópica de un pensamiento político real, o más aún política, queda, en general, omitida. Pero la «ideologización» de una utopía es siempre como la premisa lógica de su ulterior «politización». El utopismo humanista de Moro no podía escapar a esta suerte, y un primer intento en este sentido lo representa el capítulo que, bajo la rúbrica «Morus, als ldeologe des english-insularen Wohlfahrsstaatem», le dedica G. Ritter en su obra Die Dämonie der Macht.
Ritter parte de una matización insistente del "humanismo del Norte de los Alpes" frente a las tendencias peculiares del humanismo del Sur, del movimiento renacentista italiano. Aquí el culto a la antigüedad habría terminado por resolverse en un verdadero «neopaganismo» en el que hay que buscar los supuestos espirituales de concepción del poder y de la política, que encuentra en Maquia velo su más alto expositor; allí, por el contrario, el retorno a lo antiguo se cifra mucho más en una recristianización de la pureza evangélica y ascética del cristianismo primitivo, en un impulso apasionado de interiorización religiosa que viene a estimular un anhelo de reforma purificadora de las estructuras y de los cánones de vida de la Iglesia. La renaciente «humanitas christiana» va a encontrar en Erasmo su definidor más conspicuo, pues Erasmo, sin desconocer en el orden dogmático el pecado original. pone toda su fe en una «renascentia» que no ha de demorarse hasta la conclusión de la obra trascendental salvadora, sino que puede cumplirse paulatinamente en el saeculum por una progresiva conformación de la convivencia por las doctrinas de Cristo [80]. La enseñanza de Cristo, como mensaje acerca de la condición y del destino del hombre encierra la absoluta verdad, pero sin discrepancia de fondo con lo que acerca de esa condición y ese destino ha llegado a conocerse por la razón natural, es decir, por la filosofía clásica como su máximo exponente. El humanismo erasmiano habría venido, de este modo, a prolongar el gran proceso de racionalización que se inicia en la Escolástica medieval y que permitió una cristianización de los conceptos capitales de la filosofía aristotélica [81]. Consecuentemente. mientras que el renacimiento pagano sobre el fondo de su concepción pesimista del hombre va a resolverse políticamente en una teoría amoral del poder, este otro humanismo, regido por su imagen optimista y benévola del hombre, se traduce en una idea política hostil a toda violencia, a toda servidumbre del espíritu por la fuerza, a todo cuanto socialmente tienda a enfrentar en vez de buscar la conciliación del hombre con el hombre. La «tranquillitas mundi» se constituye en el fin supremo de la política entre los Estados y la «paz» en el bien común de los pueblos. Erasmo se alza, consecuentemente, contra las desviaciones de la recta doctrina cristiana que buscan una canonización de la guerra bajo el concepto de "guerra justa". El erasmismo, en opinión de Ritter, se caracteriza por un moralismo político sin concesiones: la justicia constituye el principio supremo de la vida política mientras que la tiranía es la negación de la idea moral del hombre. En esto concuerdan la revelación y la filosofía gentil de la antigüedad [82]. Como concepción política este maximalismo apenas si ejerció influencia alguna sobre la teoría de las grandes monarquías nacionales, pero, en cambio, vino a traducir el ideal político de los pequeños Estados europeos, deseosos de poder vivir en paz y al margen de la concurrencia de las nacientes grandes potencias [83]. Como visión de la realidad política, tal patriarcalismo suponía, empero, pura y simplemente utopismo. «Pero el hombre al que Europa debe los conceptos y el nuevo género de literatura política de la Utopía, el canciller Tomás Moro no fue, a pesar de ello, un utopista» (84).
Las dificultades para cabal entendimiento de la Utopía de Moro resultan, según Ritter, de la interpenetración constante en el curso de la obra. de los puntos de vista propios del radicalismo humanista de corte erasmiano con los propios del hombre de acción de política, sujeto a la necesidad de medir políticamente las palabras tanto como las obras. Es cierto que Moro no estaba aún al servicio de la Corte al tiempo de concebir su obra. pero su carrera política había comenzado ya, y por lo tanto, «aunque podía exponer sus ideas políticas sin reservas oficiales, estaba sumamente atento a las corrientes de la política interior y no menos preocupado con los problemas políticos de su país para poder discurrir sobre los temas políticos generales al modo de Erasmo; al modo de un escritor cosmopolita que podía desarrollar sus teorías de espaldas a los datos de la realidad» [85]. Con Erasmo coincide Hythlodeo, el viajero de Utopía, en la crítica de la oligarquía feudal, pero mientras Erasmo se mantiene en el viejo estilo didascálico de los “Espejos de príncipes” medievales, Hythlodeo concluye una crítica que va mucho más allá de la tabla de deberes del príncipe hacia su pueblo, resolviéndose en una crítica de alcance general de la estructura feudal de la sociedad. La injusticia de la sociedad feudal y de sus instituciones arrastra consigo y envuelve en la misma injusticia a los príncipes y es la causa de la brutalidad de la acción de gobierno en el interior y del amoralismo sin freno que preside la política de poder en el exterior. La respuesta óptima frente a este reino de la injusticia había sido ya formulada por Platón: suprimir la propiedad privada, establecer un orden comunista en la sociedad. Mas esta no es la respuesta política, y por ello Tomás Moro pene esa república ideal en el único sitio en que puede estar: en ninguna parte, en Utopía [86]. La utopización del Estado ideal es la prueba de que Moro, a pesar de las actitudes extremosas de su Hythlodeo no quiere ser comprendido como un ideólogo quimérico, como un fanático y ciego revolucionario. St. ideal político responde a un desdoblamiento de lo más hondo de su personalidad dominada, de un lado, por la profunda religiosidad católica, pero animada, de otro, por el impulso humanista de espiritualización del reino mundano del hombre. La Utopía es, en cuanto orden ideal, el producto de una rara armonía no siempre lograda, entre el más prístino sentido cristiano de la vida y el espíritu clásico de la antigüedad, entre la forma de vida de las primeras comunidades cristianas y la poli griega [87]. Pero Moro ha presentado este ideal frente a la realidad histórica de su tiempo como instrumento crítico, puesto que. como forma de vida realizable, lo ha llevado hasta tales exigencias y le ha impuesto rasgos tan grotescos, que el lector no podía tener sino por locura la pretensión de actualizarlo políticamente. Desde ese punto de vista aparece Moro, el político, resignado ante la realidad, pero no absolutamente: al hilo de la sátira va dibujándose el plan de aspiraciones políticas realizables que entran en un orden moralmente valioso por aproximación, dejando de lado lo que pertenece al reino apolítico de utopía. A tales aspiraciones pertenece, en primer lugar, la exaltación política del estamento letrado, la idea de «élite» justificada por la superioridad intelectual y el grado de exigencia moral de una minoría que no respalda intereses de clase; en segundo lugar, el reconocimiento de los derechos de libertad del pueblo frente al arbitrismo y la tiranía de los poderosos y, al mismo tiempo, una política de bien, estar y de distribución justa de la riqueza, la idea social del Derecho; finalmente, en lo que toca a la política exterior, Utopía es una isla, y esta constante geopolítica define el modo y las exigencias de su concurrencia con los demás Estados: limitación del Derecho de gentes a la estricta esfera del sistema de Estados europeos, dejando el espacio allende los límites geográficos de Europa bajo la ley del puro Derecho natural y de la justa sanción de la guerra [88]. La concepción política de Moro respondería así a la idea profundamente jurídica de que la lucha por el poder es lucha dentro de los límites del Derecho vigente en el área de concurrencia. A la alta superioridad ética de los principios rigen la «Christianitas», corresponde un Derecho público cristiano orientado en todas sus normas hacia una «humanización de la guerra, hacia el intento de someter también a la guerra a un «sistema racional de humanidad política» [89]; más allá del área de vida de los pueblos de la civilización cristiana, en la inmensidad del océano y en las tierras de Ultramar habitadas por gentes de inferior nivel moral, aparece la guerra no sólo como «muy justa», sino como "exigida por la voluntad de la Naturaleza” [90]. La Utopía de Moro debe tenerse, por uno de los escritos que inician la serie de todos aquéllos por los que el imperialismo británico ha tratado, a través de los siglos, de encontrar su justificación jurídica [91].
Con esto llegamos al punto culminante de la reducción «política» del «humanismo» de Moro. El autor de la Utopía es ciertamente cristiano y humanista, pero la verdadera comprensión de su actitud no puede lograrse por el camino de las genealogías generalmente filosóficas. Es preciso penetrar en las exigencias objetivas de la real antinomia de la política, del «demonio del poden, que Moro vislumbraba y a las que la preocupación moralista de su pensamiento y su comprensión racional de la naturaleza humana no pudieron sobreponerse [92]. De este modo se transforma el utopismo humanista en una política humanitaria, es decir, en una política presidida en todas sus esferas de acción por una pretensión altamente moralizadora, pero en la que la rígida legalidad natural de la realidad política en cuanto que tal, se impone y vence por doquier al poético velo de la ideología moral que la recubre [93].
5. La lucha en torno a la interpretación de la Utopía es uno más entre los debates ideológicos que sirven hoy a la aguda beligerancia política de la historia de las ideas. Sobre la fronda de interpretaciones polémicas un análisis atento permite descubrir la grave medida en que la reducción historicista a la que es tan sensible nuestra mentalidad contemporánea sirve inconscientemente al propósito de proyectar hacia atrás la controversia política del presente elevando sus motivos de tensión a constantes polémicas absolutas. En rigor, no merecería la pena esforzarse en este caso en depurar la interpretación de las inevitables desviaciones que ello lleva consigo, puesto que Moro, desde ese punto de vista no es comparable en influencia a ninguno de los grandes profetas de las ideologías en disputa, si no fuera porque aquel proceder lleva consigo la preterición de un problema del máximo rango teórico que en la Utopía ha sido por primera vez planteado y desarrollado con rara originalidad. La necesidad de «despolitizar» la exégesis de la Utopía es una exigencia que condiciona la posibilidad de descubrir el pensamiento teórico político de su autor, es decir, de un pensamiento que recae sobre la estructura de la realidad política en cuanto que tal, antes que sobre lo que aquél pudo haber tenido por políticamente deseable. La anteposición lógica del problema del utopismo político al de la tendencia ideológica que pueda apuntar como ideal político la quimera de Moro queda justificada desde el momento en que el término utopía ha sido acuñado por nuestro autor con la inequívoca intención de subrayar la condición de una idea que se hace valer políticamente sin justificación relativa a un «topos» concreto, sino, además, porque ese mismo término en su sentido actual, es decir, subrayando el déficit de real posibilidad que en esas condiciones asiste a una idea política ha sido utilizado polémicamente por su creador [94]. El destacar este aspecto puede. pues, tener alguna importancia en el orden estrictamente teórico, en vista de que, según hemos tenido ocasión de comprobar, la crítica de la desviación utópica del pen, sarniento político supone como previa la construcción teórica acerca del modo de realidad de lo político.
Hasta cierto punto una cierta «despolitización» de la Utopía ha sido conseguida por F. Battaglia en su ensayo sobre Moro [95]. Battaglia encuentra en la obra ante tocio una crítica de la práctica política que va asociada a las condiciones de poder del estado moderno y a la «razón de Estado». La Utopía vendría a estar frente a toda motivación puramente política del poder, frente a toda afirmación de una justificación política exenta de límite moral. Y al mismo tiempo que una crítica de la política en tales condiciones vendría a ser también, según Battaglia, la Utopía una crítica de las condiciones de la naciente economía moderna con su razón pura de la ganancia con su pretensión de justificación inmanente y también libre de todo freno moral de la exigencia económica, crítica que se resuelve en uno y otro caso en la afirmación positiva de la moral cristiana. La crítica singularmente aguda que hace de la interpretación de Ritter es positiva en lo que toca al falso anti-maquiavelismo que se esconde tras la política moralizadora, pero ni siquiera bajo la forma de una «política cristiana» se libra Battaglia de la reducción a pensamiento político de lo que, en primer término, tiene que ser visto como una teoría de límites entre el ámbito real y el dominio fantástico de lo político.
Un muy reciente trabajo de Karlheinz Schmidthüs [96], singularmente valioso porque domina las vertientes más hondas de la personalidad de Moro, se inclina hacia una interpretación de la Utopía muy similar a la de Battaglia. Coincide con este en apreciar que Moro entra en polémica contra lo que después habría de llamarse la «política moderna» ligada a los conceptos de «soberanía» y «razón de Estado» y a la idea de la ley como instrumento sin límite moral de la autocracia de los príncipes. En segundo lugar, está también la protesta contra la «economía moderna», es decir, contra la destrucción de las viejas formas de economía comunitaria por la constitución de los grandes latifundios y la aparición de tendencias monopolísticas en los grandes terratenientes como estrato previo a la nueva clase de capitalistas que terminarían por hacer de Inglaterra el país capitalista par excellence y el modelo ideal para la crítica marxista [97]. Pero en tercer lugar añade Schmidthüs un último objetivo polémico que anticiparía la crítica, a partir de la exigencia de la libertad de la Iglesia contra la posterior y, por completo actual tendencia del poder político a penetrar en el dominio del espíritu. Moro habría acertado a ver bajo el prisma de los problemas de su tiempo las fuerzas y las tendencias que estaban llamadas a engendrar el caos de la época moderna.
Pero ha sido Gerhard Moebus, en un estudio reciente. Quien ha logrado colocar todos los problemas de la hermenéutica de Utopía bajo una nueva luz que destaca el verdadero fondo teórico político del pensamiento de Moro. Esta contribución, que puede tenerse por decisiva, parte de la tesis de que la Utopía como Estado ideal no es el ideal político de Moro. La Utopía es un diálogo sostenido entre un personaje de fantasía, Rafael Hythlodeo, y el propio Tomás Moro, designado en la obra por su nombre y que habla en primera persona. Moebus encuentra tan arbitrario el atribuir a Tomás Moro cuanto expresa Hythlodeo como lo seria en el Gorgias platónico atribuir a Platón las afirmaciones de Gorgias o Kalikles en lugar de las de Sócrates [98]. El pensamiento de Moro debe deducirse de lo que él mismo deja dicho en la obra, lo que para Moebus es tan importante como cuanto expone su interlocutor. El análisis de las opiniones del Moro que dialoga en la Utopía permite llegar a la conclusión de que éste se atiene a la realidad política como una realidad humana, esto es, como modo de actividad de un ser que no es, por naturaleza abierta y exclusivamente bueno ni malo. La política discurre en torno a hechos y sobre una realidad que no tiene término de perfección por pertenecer esencialmente a un ser como el hombre que no es un ente perfecto [99]. El término utopía construido para designar la visión del orden político perfecto, da a entender claramente que tal Estado ideal no existe en parte alguna, fuera de la fantasía de Hythlodeo, cuyo nombre significa, también por algo, soñador o iluso. La quimera política de Hythlodeo adscribe al ser humano propiedades naturales que no se dan en la condición histórica del hombre, con lo que su Estado utópico es una pura especulación filosófica. En tal medida personifica Hythlodeo el filósofo puro, el ideal precristiano del sabio y su ideal político es, consecuentemente, la Civitas philosophica [100]. Muy al contrario, el cristiano y político Moro no puede atenerse como ideal a un tal Estado, que no cabe sobre la tierra. La contraposición decisiva que se despliega como hilo dialéctico a todo lo largo de la obra es la contraposición entre la mentalidad precristiana con su antropolo¬gía optimista y su teoría de la virtud natural y la mentalidad cristiana con su antropología del pecado y su teoría de la virtud sobrenatural [101]. Este contraste de fondo aparece engarzado de tal forma en la obra, que su resolución del lado de la tesis cristiana y la consecuente utopización de la quimera del Estado ideal no resulta tan sólo de las posiciones de Moro, sino también de las contradicciones intrínsecas del pensamiento de Hythlodeo. La premisa básica que éste establece para la justificación de orden comunista de Utopía no es un hecho social, la propiedad o el dinero, sino una deficiencia moral. la superbia: «omnium prínceps parensque pestium». La condición óptima de Utopía como orden político deja de lado esa inclinación cardinal. aunque sus efectos reaparecen por doquier y determinan la generalización absoluta de los recursos de coacción. Pero la posibilidad de construir un Estado para el cristiano está afectada, tanto por la inclinación pecaminosa como por su remedio trascendental: la gracia. Un orden político que deje de lado esta base condicionante no tiene realidad para el cristiano: es utopía.
Para Moebus el yerro común de las interpretaciones de la obra descansa en la confusión de las dos mentalidades que discurren en ella, lo que lleva consigo el desconocimiento de la función irónica de la figura de Hythlodeo. Hay un doble juego irónico. Por una parte. está la ironía de que desde un punto de vista no cristiano se formulen juicios y aspiraciones que concurren y llegan a confirmar las verdades cristianas. Moro seguiría aquí la vía abierta por la Querella pacis de Erasmo. Pero de otro está la ironía de conducir hasta sus últimas consecuencias la antropología de la virtud natural en la ficción del orden político perfecto. La ficción es aquí de contenido, no meramente de posibilidad. La ficción está en que los utopianos que encuentran irracional el matar animales, no encuentran tal tener esclavos que los maten; el que en caso de guerra los utopianos consigan todas las ventajas por la corrupción del adversario, el que exista adulterio y el que se castigue con la esclavitud, y en caso de reiteración con la muerte. La premisa racional se troca así, en los esquemas de ordenación político-social, en una negación de la razón; la premisa de la bondad, en una institucionalización política del mal [102].
La monografía de Moebus supone una aproximación considerable a lo que puede ser el planteamiento correcto del problema de la Utopía. Según se viene diciendo radica este no tanto en dar con el pensamiento político de Moro penetrando a través de su expresión utópica, como en el dar razón política de la condición utópica del Estado idead de Hythlodeo. Esta nota, a primera vista adjetiva, ha sido subrayada por Tomás Moro una y otra vez. El ou-topos de la Utopía luce no sólo en el título, sino que, como mostrara ya Dermenghem, toda la obra de Moro está destacando de continuo los rasgos fantásticos de la construcción. «Amaurota», la capital de Utopía puede traducirse por la «ciudad fantasma», situada junto a un río. el "Anydris", que literalmente enuncia «sin agua,,, gobernada por «Ademus», el príncipe «sin pueblo» y poblada por los «a la apolitas» los «ciudadanos sin ciudad», como los «acorianos, el pueblo vecino, sen los que no tienen país [103]. El mismo nombre del viajero y apologista de Utopía. Hythlodeo, puede traducirse como el que trae las quimeras. Es posible que con ello Moro intentara exclusivamente destacar el mundo fantástico de su creación política, pero es posible también que todo ello sirva al propósito de plantear no tanto la crítica de una realidad política en concreto como la crítica de un fenómeno político, de un hecho con el que de continuo lucha el hombre político: la utopización o quimerización de la realidad sobre la que opera el planteamiento de la realización política no en término de realidad, sino en términos de utopía. Moebus ha visto fundamentalmente el anti-utopísmo del cristiano, y en definitiva Santo, Tomás Moro. Pero hay también razones para pensar -y el propio Moebus ha destacado algunas- en el anti-utopísmo del político y a la postre Canciller inglés Tomás Moro. De ser esto así, la Utopía no sería tan sólo una crítica cristiana de los paraísos políticos sobre la tierra, sino también una crítica política de la razón utópica.
Moro discierne desde la atmósfera espiritual de las quimeras modernas que brotan en cascada en el otoño de la Edad Media. Su entorno cultural está determinado por la aspiración general a realizar el hombre en cuanto ente de libertad y espíritu en este mundo. El orto del mundo moderno está indisolublemente ligado a una enérgica afirmación de la vida que descansa en un sentimiento soberbiamente optimista del hombre. «Es costumbre practicada por los reyes y príncipes de la tierra, cuando han fundado una ciudad magnífica y digna de fama, colocar en medio de ella, como culminación de la construcción, la propia efigie a fin de que pueda ser vista y admirada. No de otro modo vemos que hizo Dios, príncipe de todo, quien después de haber construido todo el mecanismo del mundo, en medio de él, como la última de todas sus criaturas, puso al hombre formado a su imagen y semejanza» [104]. Con estas palabras de Pico de la Mirandola se afirma la nueva «humanitas» haciendo reposar sobre su destino trascendental una confianza inédita hasta entonces en el señorío sobre el mundo. El «renacimiento» del hombre lleva consigo, con necesidad histórica, el advenimiento a un mundo verdaderamente humano. Mas es a partir de esa actitud, extremándola hasta su límite delirante, corno se forja la mentalidad utopista moderna en sus formas más culteranas y aristocráticas como en las más fantásticas, míticas y plebeyas. No es cuestión de entrar en la proliferación de formas que la idea del «reino del hombre» [105] adopta en el mundo moderno desde la primera verdadera protesta contra el cristianismo católico que levanta Wyclif en la Inglaterra del siglo XIV con su idea de una religión «espiritual» movida por el puro amor a Cristo, sin sacramentos ni culto, ligada a los movimientos de la religiosidad popular de la baja Edad Media que la preceden [106] y en connivencia con el fanatismo de las sectas comunistas de John Ball y Tyler, que la siguen hasta el «espiritualismo» quákero de Fox que la culmina a las que continúan la vía del mito del renacimiento de la polis y que desde Petrarca, Valla y el cosmopolitismo humanista del Renacimiento italiano hasta el mismísimo Hegel ven en el Estado el sueño último del mundo de la razón. la arquitectura política de la Civitas philosophica. Moro está en el centro de una de las más importantes corrientes humanistas que nutren esa onda utópica, y en cierta medida, él mismo es un exponente de ese medio cultural. Y, sin embargo, la autenticidad de su entendimiento cristiano de la vida que le liga a la mejor tradición de la mística inglesa [107], le separa tanto de ese medio como la seriedad de su vocación y preocupación políticas le aleja del difuso esteticismo político de los más de sus amigos humanistas. A la postre, el más caracterizado de ellos, Erasmo, vinculado a él por íntima amistad, da la medida de tan distinto temple humano cuando a la hora de su ejecución no tiene más que una palabra para lamentar que Moro se hubiera mezclado en un peligroso asunto en vez de dejar las cuestiones teológicas para los teólogos [108].
El humanismo es a nativitate utopista. La fe en la realización de la esencia del hombre en la tierra se resuelve necesariamente en un sueño político [109]. Desde el siglo XV, como ha puesto de relieve Nigg, se reactiva la vieja religiosidad quiliástica con su anhelo por la realización del reino de Dios sobre la tierra ligándose a aspiraciones sociales de signo de revolucionario ilimitado, y esta recíproca penetración de exigencias sociales en la disputa teológica y de legitimación religiosa del anhelo revolucionario, señala uno de los momentos decisivos en el nacimiento del mundo moderno [110] Un siglo más tarde las capas burguesas de la sociedad que surgen al amparo de la concentración del poder en el Estado absoluto y con ellas los primeros «intelectuales» unidos en la oposición a los privilegios tradicionales y a los criterios de selección social del mundo feudal, ligan también una nueva "religiosidad" al nuevo sentimiento político, una nueva religiosidad o, mejor dicho, una «cuasi-religión» [111] en la que el sentido de lo trascendental se vierte por completo del lado de realización de los valores «puramente humanos» del hombre. Así como sobre la turbulenta heterodoxia de los movimientos plebeyos se alza una utopía que, desde los albigenses y bogomilas de la baja Edad Media hasta los taboritas y hussitas del siglo XV, persigue a través de una idealización de las primeras comunidades cristianas, un reino comunista del amor, así también la pasión intelectual y la devotio speculativa del humanismo moderno, se resuelven utópicamente en una idealización de la antigua polis y estimulan las quimeras modernas a base de un reino del lagos con su nueva aristocracia de «elegidos» para el cultivo del espíritu -y el poder- y su estructura social comunista para el buen orden de las necesidades serviles.
La obra de Moro es, sencillamente, la respuesta tajantemente negativa a estos primeros cleres ilusionados y a sus ilusiones humanistas, por parte de quien comparte sus mismos hábitos intelectuales, pero al mismo tiempo ha descubierto las bases reales que condicionan el mundo político moderno y sus estructuras: la tendencia a la expansión territorial y a la concentración política del poder, y la creciente significación de las tensiones económico-sociales en la convivencia política y en la concurrencia de los Esta, dos. Es uno de los hechos más grandiosos de la historia del pensamiento político, un hecho que prueba que este pensamiento sigue un curso que se articula sobre una trama real y no es meramente una seriación caprichosa de especulaciones de gabinete, el que dos hombres de genio, ignorándose recíprocamente, hayan descubierto casi a un mismo tiempo la contextura de la realidad política moderna al constituirse sobre el eje de la sola razón natural y sobre la desnuda dinámica del conflicto de intereses. Pues no cabe duda a este respecto. El capítulo de la Utopía de Tomás Moro -de re militari- acerca del modo de conducir la guerra y la competencia internacional por los utopianos, podría intercalarse entre los príncipes de Maquiavelo, como estrategia política de un principado insular, sin que padeciera, en absoluto, el sistema de la política pura del pensador florentino. Es un mérito que no puede regatearse a las interpretaciones «inglesas» de Moro el haber puesto esto sobre el tapete, bien que desgraciadamente, a costa de un total falseamiento del significado político de la Utopía. Pues todo lo que hay de coincidencia en la visión de esa realidad lo hay de discrepancia en la actitud o el objetivo que uno y otro, Maquiavelo y Moro, persiguen poniendo de manifiesto las condiciones reales de la política como lucha en torno al poder, «Maquiavelo precursor solitario del nacionalismo italiano» [112], desnuda ante los ojos de los poderosos de su pueblo la faz de un mundo político que tiene por principio y por término el poder, queriendo servir de guía que, de entre ellos, albergue el propósito de colocar a Italia en condiciones eficaces de competencia con los primeros grandes Estados nacionales. El santo cristiano autor, de la Utopía quiere, por el contrario, poniendo bajo la luz esa misma realidad. despejar de ilusos el campo político, enseñar la dislocación política que amenaza al que sólo hace gimnasia de la razón o estética del espíritu, creyendo establecer programas de gobierno, y esto no tan sólo por el bien de la política, sino, al mismo tiempo por el bien de la inteligencia, La tesis que se enhebra desde la primera a la última página del libro consiste, en último término, en esto: todo plan de orden político calculado con vistas de optimo rei publicae es inexorablemente Utopía [113]. Un plan de este tipo no es irrealizable porque pueda estar fuera de las posibilidades de realización que asistan a un grupo humano en una situación dada. Esto puede ser cuestión de tiempo. Es irrealizable en cuanto optimum, es decir, en cuanto que adoptando una misma estimativa de la perfección de la convivencia para la idealización ex ante y la ejecución ex post, una utopía no se realiza más que en figura que encubre la real y efectiva frustración de un ideal [114]. La Utopía de Moro, lejos de ser el «Estado ideal» del «Santo del humanismo, es esa misma utopía realizada» [115] o la contraprueba de la irrealidad del humanismo como idea política; significa, ni más ni menos, que, así como el» reino de Dios» no es un reino de este mundo, tampoco lo es el "reino humano del hombre». La Utopía es la crítica según la «razón política» de todas las utopías, libro absoluta y temáticamente anti-utópico.
La corroboración de esta tesis requiere, naturalmente, un análisis muy atento de la compleja construcción de la obra y de las posiciones que en controversia un tanto solapada se definen en ella. En general se ha concedido excesiva importancia al detalle de que el primer libro fuera escrito con posterioridad al segundo.
No hay ninguna razón para establecer, sobre esa sola base, la estimación de que esté esa primera parte supeditada lógicamente a la segunda hasta el punto de que tenga que ser entendida desde ella; en último término ha de regir la interpretación, la sistemática formal que el autor ha querido dar a la obra y no otra. Tampoco un examen biográfico permite descubrir en la vida de Tomás Moro entre uno y otro momento ningún acontecimiento de alcance tal que permita hablar de un giro significativo respecto a su actitud ante la política. Tales explicaciones resultan un tanto artificiales y, de cualquier manera, no encauzan adecuadamente la comprensión en profundidad de las tesis desenvueltas en la obra. Antes, por el contrario, cabe decir que la atención más bien superficial que, salvo excepciones, se ha prestado a la primera parte, ha menoscabado las posibilidades del análisis. Reducir el marco del discurso político de la Utopía a la simple descripción de las instituciones y de las formas de vida del Estado ideal que ocupa la segunda parte, es renunciar a las claves más interesantes de la construcción,
El planteamiento del «argumento» utópico está en la arquitectura de la obra, ligado lógicamente a la discusión que suscita Pedro Gilles [115 bis] al manifestar su extrañeza de que un hombre de saberes tan profundos y de conocimientos tan vastos acerca de los hombres y de los pueblos como Rafael Hythlodeo no esté al servicio de ningún príncipe. El tema pertenece al repertorio de los grandes clásicos e incide sobre una situación típica del mundo político del logos, de la peculiar contextura de la realidad política en la cultura de Occidente. Por lo mismo que desde los griegos la política ha sido para el europeo la composición de la convivencia que traduce la concepción racional del mundo y de la vida a la que refiere el sentido de la existencia, pertenece a los presupuestos mismos de nuestra civilización el tema y la tensión entre «inteligencia» y «política». El primado lógico de la inteligencia en la creación de las grandes pautas ideales del convivir tiene que articularse adecuadamente a través de un ajuste político muy difícil, con las posibilidades de manipulación humana que están referidas al principio de la realización política que es, de suyo, la realidad supra-lógica a la que llamamos poder. Como, por así decirlo, el tempo de la concepción y la lógica interna de la construcción política en el plano ideal difieren, en términos absolutos de la estrategia operatoria y del cálculo de resistencias que rigen la creación política desde el poder, el enunciado de una «verdad» política teoréticamente fundada no es, de necesidad, el enunciado de un postulado político absolutamente justificado. En estas condiciones queda frente a la «inteligencia» un horizonte impurificado y un cauce, a veces tortuoso, para la articulación efectiva de lo que, en términos puros de razón luce como una evidencia. Lo que Tomás Moro plantea al hilo de la sugerencia de Gilles es un análisis de la inteligencia política. Y este análisis descansa sobre la caracterización de dos tipos de inteligencia que definen dos polaridades de la razón política.
De un lado está Hythlodeo, un hombre que más bien parece un puro espíritu sostenido en el mundo por la frágil estructura corpórea del organismo ; un hombre desligado de todo interés práctico, liberado de toda cotidianidad porque a diferencia de los demás, de los hombres que no son fantasmas, sino de carne y hueso, ha distribuido en plena juventud su fortuna entre sus parientes y amigos, pero esto ni siquiera por un impulso de santificación sino, ante todo, por un gesto soberbio de señorío sobre si mismo; a fin de que el prójimo, cumplida esa liberalidad. no tenga razón de exigirle el que se convierta para su bien en esclavo de un rey [116]; un hombre liberado por modo tan inaudito de todos los lazos de dependencia en el entorno inmediato, se libera también del cerco vital del espacio político: Hythlodeo es «cosmopolita", un curioso del mundo, un viajero incansable que «nauigauit quidem non ut Palinurus, sed ut Ulyses: imo, uelut Plato» [116 bis)], y que, como la misma inquietud humana, ha cruzado todos los equinoccios y bebido en todas las culturas desde las clásicas a las culturas vírgenes del Nuevo Mundo acompañando a Vespucio en sus correrías. La inteligencia política es aquí un puro corolario de la personalidad, de la pura "humanitas»; no está aplicado a un topo concreto porque para este hombre la vía para llegar a lo supremo es la misma en todas partes [117], m está emocionalmente apegado a una tierra de vivos y muertos, porque «al que no tiene sepultura el cielo le cubre" [118)]. Con la personificación de Hythlodeo ha conseguido Tomás Moro un torso genial del sentimiento humanista del hombre, un retrato con pinceladas maestras del paradigma humano de la naciente intelectualidad moderna, la cual al hilo del tema de la dignidad y excelencia del hombre ha ido buscando a través de Petrarca, de Ficino, del De dignitate hominis de Gianozzo Manetti, de Pico, de Bovilo y tan, tos otros más [119], el conferir figura humana y corporeizar su nueva tabla de valores, su aristocracia espiritual. Y lo que esos trazos destacan ante todo es la flexión capital del espíritu moderno, la flexión de toda estimativa hacia el principio absoluto de la personalidad, giro que se da con mayor fuerza que ningún otro en Erasmo, alcanzando hasta las capas más hondas de la vocaci6n religiosa, pues no en vano es Erasmo, antes que Lutero, el primero en remitir a la conciencia los contenidos de la certeza tras, trascendental [120]. También el mundo político del humanismo o, más exactamente, la perspectiva ideal de su composición política gira en torno al mismo eje de la personalidad, pues rige también respecto a ella el mismo impulso a sacar la esencia y la verdad de sí mismo, que, en decir de Hegel, era el impulso decisivo por el que estos hombres se sentían gobernados [121]. Y, en consecuencia, la realidad política regida por la mediocritas, por el esquema casi animal de la fuerza y de la sumisión y el hábito casi humano de la intriga y el fraude, queda ante ellos como una jungla repulsiva que pone en riesgo de perdición la nueva santa humanidad del hombre. Tal es la razón por la cual este Hythlodeo, a cuidar de la locura de los otros corre buen riesgo de concluir tan loco como ellos en el que el discurso político pasa antes por el mito virgiliano de la Edad de Oro que por la áspera materialidad del poder, no tenga más que un no inexorable que brota de lo más hondo de su concepción del mundo y de la vida, para la realidad política cotidiana, sencillamente porque tiene por suprema ambición la intangibilidad de su vida como plan de la realización de su ser (122). Ni siquiera por generosidad de espíritu, que la tiene, puede exigírsele el que se interne en el laberinto de la política, pues, puesto a cuidar de la locura de los otros corre buen riesgo de concluir tan loco como ellos [123], ni menos por servicio a la verdad que habría de cumplir en el reino de la mentira, ya que ignorando si puede convenir a un filósofo el mentir, está bien seguro de que no le conviene a él [124]. Una vez más este «mi», que expresa la radicalización personalista de toda estimativa, este «mi» existencialista, destaca el principio inexorable de la ideación política, para el hombre de Utopía, el hombre que no hubiera salido de la mejor y más venturosa de las repúblicas a no ser para revelar su existencia [125].
El hombre que le da la réplica es el propio Tomás Moro. Asombra la escasa atención que la literatura sobre la Utopía ha prestado a este personaje de la obra para filiar el pensamiento real de Moro, siendo así que ha sido cuidado con la minuciosidad y el esmero de un autorretrato. Moro, el personaje, desde las primeras líneas de la obra ingresa en escena como político, enviado a Flandes por Enrique VIII, moviéndose en el cuadro de las conferencias internacionales, entre diplomáticos y juristas de primera fila. ¿Qué otra cosa podría significar todo ello sino la presentación en dos trazos de un protagonista de la gran política con su mirada atenta a la realidad? El oficio político, la política como vocación es el tema de Moro. Pero este tema está desenvuelto desde la «inteligencia» y no como apología del poder. Moro quiere defender contra la idealización política de la inteligencia pura la realización de la inteligencia política. La polémica, llevada con la cordialidad de un diálogo platónico, se plantea así entre el haz de razones que esgrime el filósofo puro para quien, supuesto que no ama las riquezas ni el poder, no hay más que política de ideas, y la argumentación política que postula el servicio de las ideas al bienestar común, y aun a costa del bien privado del sabio. La tesis de Moro es que las ideas no sirven políticamente por sí solas, sino que precisa actuarlas en el servicio del Estado, en el ámbito real de la política, y esto por una sola razón: «nempe a príncipe bonorum malorumque omnium torrens in totum populum, uelut a perenni quodam fonte promanat» [126]. Con ello apunta Tomás Moro hacia la clave misma de la configuración moderna de la política; toda política, en la medida que sea real y efectivamente tal, implica una actitud relativamente al poder: integra poder y se cumple en función del poder, «fuente de la que mana de continuo sobre el pueblo todo bien y todo mal». De esta manera incide Moro, ciertamente con Maquiavelo, en h imagen real de la política; también Maquiavelo ha discurrido políticamente contra aquellos muchos que han visto en su imaginación principados y repúblicas que jamás existieron en la realidad [127], Pero Maquiavelo representa la política «inteligente», que es tanto como decir el servilismo político de la inteligencia, la exaltación del poder al primado de los fines políticos, en tanto que Moro representa la «inteligencia política» en la que aún los postulados ideales retienen la esencia de lo político y buscan su realización a través de los medios y dentro de las limitaciones técnicas de la política, en cuanto que realidad. De este modo irrumpe Tomás Moro por una vía media en la que de un lado quedan los idealizadores y del otro los arbitristas; la vía de un pensamiento que construye desde las posibilidades concretas de la realidad. La expresión precisa de este entendimiento político despunta frente a la objeción de Hythlodeo de que el filósofo no puede imponer su autoridad en los cónclaves políticos, en los consejos del príncipe donde la dialéctica no sirve a la verdad, sino que es esclava del poder: por mala que sea una causa siempre habrá alguno que, por espíritu de contradicción, por prurito de originalidad, por adular al príncipe, sabrá encontrar el medio y la argucia para defenderla [128]. Moro admite que Hythlodeo tiene razón; tiene la razón del teórico puro que decide sobre esquemas dialécticos ligados a premisas absolutas y que se vencen siempre del lado de los objetivos máximos de los postulados, en tal manera que estimula propósitos y propugna consejos que resbalan sin acción sobre mentes conformadas para la manipulación de una realidad de horizonte mucho más angosto. Es, sobre todo, el léxico la expresión plástica de la mentalidad, pues el repertorio de palabras de un hombre define las dimensiones de su mundo: el inusitado lenguaje del filósofo, la philosophia scholastica, tan placentera en el diálogo íntimo, carece de eficacia en los consejos del príncipe donde se tratan los temas más graves con la mayor autoridad: «ubi res magnae magna autorízate aguntur» [129]. El «filósofo,, cree con esta concesión entregado al «político»: «non esse pud principes locum philosophiae». Es entonces cuando el sagaz Moro precisa su noción de la inteligencia política: se trata de otra filosofía, de una «philosophia civilion» de una filosofía que conoce el teatro del mundo y se acomoda gozosa a su papel en la fábula, pues no es cuestión de interrumpir a Plauto con Séneca, no es cuestión de deformar el espectáculo imponiéndole elementos extraños a su específica contextura: en los asuntos públicos, en las deliberaciones políticas, si no es posible destruir completamente las falsas opiniones y corregir los prejuicios invetera, dos, esto no autoriza para desertar de la política, para desinteresarse del Estado y abandonar la nave de la república en la tempestad so pretexto de que no se puede dominar el viento: «non in ideo tamen deserenda respublica est, et in tempestate nauis destituenda quoniam uentos inhibere non possis» [130]. Es preciso renunciar a una argumentación y a un lenguaje insólitos y fuera de lugar, es preciso desviar la singladura, seguir el curso oblicuo -obliquo dictu- para acercarse, hasta donde se pueda, a buen término. La política tiene buen término, pero no término absoluto: si no puede realizarse absolutamente el bien se puede al menos disminuir el mal en lo posible. Lo demás queda para cuando sean los hombres todos y del todo buenos, para lo que aún resta un buen número de años: "... quod aliquot abhinc annos adhuc non expecto» [131].
Moro da ahí la premisa de su actitud ante la política, y con ella la clave de la Utopía. Mientras que Maquiavelo ha dado por toda justificación del amoralismo político la condición perversa de la naturaleza humana, Moro ha tomado al hombre -como ha visto Moebus- en su estricta medida ética: llamado al bien, pero desfalleciente. Y esta rectificación de la imagen optimista del hombre que empapa todo el humanismo y de la imagen negativa que ha servido de justificación a todas las formas de despotismo es el nervio de la política de Moro: utópica es la política del bien absoluto, la política de optimo rei publicae. Lo que separa a Moro de Maquiavelo es que para este no hay lugar para un tema del bien en la política, no en el sentido tópico del anti-maquiavelismo corriente que diaboliza su política [132], sino sencillamente porque el poder se impone al mal contando con sus armas y hasta usando de ellas; para Moro, en cambio, el bien es el tema supremo y la vocación absoluta del hombre, pero el cauce de esa vocación no es la política. El obliquo ductu de Moro descansa en la fundamental dualidad cristiana del orden del hombre, en la dualidad de Iglesia y Estado que impone sus límites naturales al bien asequible a la política, y que en cambio se cancela tanto del lado de Maquiavelo corno de la ética humanista de la perfección, tanto del lado de la civitas política con su construcción de la convivencia sobre el escueto quicio del poder, como del lado de la civitas philosophica con su construcción política sobre el absoluto principio del espíritu. De esa fundamental dualidad da razón Moro no sólo con su obra y con su vida. Da razón también Santo Tomás Moro con su muerte.
6. La discusión en torno a la dignidad de la inteligencia en la política sirve de obertura a la crítica de la mentalidad utópica. Esta crítica está como incoada en esa discusión, pero no alcanza a desenvolverse plenamente hasta que Hythlodeo no formula la exigencia maximalista: la supresión de la propiedad privada determina un giro óptimo en los fundamentos del orden político. El obliquo ductu de Moro aparece dialécticamente superado si en efecto cabe suprimir de raíz los estímulos egoístas que condicionan la estructura social y, consecuentemente, la configuración política que trata de moderarlos y componerlos en un orden de compromiso. El optimum político según Hythlodeo no podrá alcanzarse jamás fuera de las bases sentadas ya por Platón: la igualdad de las condiciones de vida, la supresión de la propiedad privada: «Siquidem facile praetudit horno prudentissimus (Platón) unam atque unicam illam esse uiam posit obseruari, ubi sua sunt singulorum propria» [133]. La mente utópica introduce de este modo en la discusión política un postulado que disloca el tipo de realidad sobre el que esa discusión se planteaba. El político es sacado de su terreno en tanto que su estimativa no alcanza más allá del horizonte propio de la realidad que manipula. Frente a la posibilidad utópica, el político tiene que renunciar al diálogo, no le cabe en la cabeza, no la puede imaginar: «... ne comminisci quidem queo» [134]. La realidad que él tiene a mano se le desmorona: ¿cómo puede haber abundancia donde falta todo estímulo para e! trabajo?, ¿cómo puede reinar el orden donde no se puede recurrir a la protección de la ley para conservar lo propio?, ¿cómo puede acatarse una autoridad donde no hay margen para la distinción entre los hombres? [135]. La respuesta de Hythlodeo a estas observaciones es la descripción del orden social y político de Utopía, la racionalización de la quimera política, la presentación en su esquema formal de un orden político, abstracción hecha de una realidad de fondo. A diferencia del primer libro de la Utopía, el segundo no es un diálogo. Esto es sumamente significativo. Un intercambio de ideas supone un ámbito común de realidad entre los interlocutores, pero la introducción del postulado comunista en la construcción política ha dislocado el condominio lógico de la realidad. Hythlodeo hace enmudecer a Moro cuando, en vista de sus objeciones, le asegura que no tiene idea de un tal orden político: «imago rei aut nulla succurrit aut falsa» [136]. La imagen es el producto de una afirmación puramente filosófica frente a la política; brota de la controversia entre la política moral y la moral apolítica, entre el político que discurre oblicuamente a través del mundo real y humano para alcanzar las posibilidades morales relativas a la situación y el maximalista, el idealizador absoluto, el «portador de quimeras” que discurre en el plano de las ideas como formas puras de realidad; es el desenlace, como dice el autor, «nec minus salutaris quam festivus», de la controversia entre una visión ligada a las formas agudas e irregulares pero llenas de vida del «cosmos» político y una fantasía que se enseñorea sobre las formas absolutas y puras que cristalizan en la intemporalidad ideal del Universo utópico.
Pero esta dislocación dialéctica no queda sin respuesta. Lo que ocurre es que la respuesta crítica va como solapada en la misma exposición. El cuidado que Moro se ha tomado para dejar bien sentada la actitud de Hythlodeo ante el mundo, su concepción de la vida, su sentido de la «humanitas», sirve a la clave irónica de la obra. Pues la Utopía de Moro es obra de clave, como Maeztu decía que lo eran el Quijote y Hamlet. La ironía estriba en que Utopía podrá ser la mejor de las repúblicas para cualquiera menos precisamente para Hythlodeo: la idea, la humanidad que estimula la creación política del idealizador se frustra irremisiblemente en el esquema institucional de Utopía. El hombre que ama vivir según le place, el señor de sí mismo, mal puede encontrar la felicidad en esa isla paradisíaca en la que hasta el más leve gesto vital está regulado con la minuciosidad de un mecanismo ; el espíritu inquieto y curioso mal puede encontrar satisfacción en esta Utopía ron sus cincuenta y cuatro ciudades absolutamente iguales hasta el extremo de que quien conoce una las conoce todas: «urbium qui unam norit, omnes nouerit» [137]; el viajero que ha cruzado todos los mares, mal puede ser feliz en su reclusión utopiana, verdadera cárcel para el yo abierto al infinito del humanista, donde las lenguas, las costumbres, la organización. las leyes, todo, en una palabra, es perfectamente idéntico: «lingua, moribus, institutis, legibus porsus usdem» [138]. En la mejor de las repúblicas todo el mundo tiene que trabajar la tierra con sus manos, y también, por tanto, el letrado, hombre de urbe, porque el humanismo es planta que florece en la ciudad tan burgués como la ciudad misma [139]. El hombre que persigue el señorío sobre la naturaleza, la transformación de la vida merced a sus saberes y a sus técnicas, encuentra ahora la felicidad en un mundo rústico, donde no encuentra oficios más notables que los manuales: albañiles, carpinteros, herreros, etc. [140]. Cuando se llega a leer que en Utopía todo está tan bien organizado que hasta por el buen cuidado y conservación de los edificios es raro el que tengan que buscarse emplazamientos para edificios de nueva planta: «At apud utopiensis, compositis rebus omnibus et constituta republica, rarissime accidit uti noua colocandis aedibus area deligatum» [141], se entra de lleno en la caricatura. Es cierto que todo el cuadro institucional sirve a una ideología: liberar a todos los ciudadanos de las servidumbres materiales, favorecer la libertad y el cultivo del espíritu [142]. Pero ¿cómo se consigue? La posibilidad de cultivar el espíritu hasta el nivel humanista está deferida tan sólo a una minoría: los que no están dotados adecuadamente tienen que dedicar sus ratos de ocio a seguir trabajando a su albedrío, lo que también aprovecha a la comunidad [143]. La posibilidad de la libertad en el sentimiento de la verdad está condicionada a la seguridad común: cuando un utopiano convertido al cristianismo predica en público que tiene por falsas todas las demás religiones, es condenado al exilio [144].
La caricatura no concluye aquí. El pueblo donde reina la libertad reconoce como institución legal la esclavitud; el pacífico pueblo de Utopía tiene por justa causa de guerra la simple posesión por otro pueblo de un suelo que no cultive, en tanto que impide su disfrute y posesión a los demás, violentando la ley natural [145]. Sobre la base de esta sola doctrina, el pacífico Estado de Utopía de haber estado en alguna parte en el siglo XVI a la hora de las grandes expansiones tras-continentales de las potencias europeas, en el siglo XIX en la hora del imperialismo colonial o en nuestro siglo de concurrencia por el espacio vital habría estado en guerra de continuo. El ideal absoluto de justicia va asociado necesariamente en el alma humana a una liberación de la humanidad irredenta, y no ha habido ninguna gran revolución de tal pretensión y alcance ideológicos que se haya contenido dentro de los límites estrictos del espacio político donde brota. Así tiende inexorablemente a la guerra. Pero es en el modo de conducir la guerra a que se aplica la inteligencia en Utopía, donde Moro consigue los efectos irónicos más sobresalientes. El ideal humanista que está en la base del programa se resuelve en la lucha dentro del pluriverso político en una inteligencia perversa que encuentra su superioridad en todas las formas de astucia y de fraude, de intriga y de asechanza. También aquí la política impone su dura legalidad, y, lo que es más grave, en nombre de una idea absoluta del hombre legitima medios que pugnan contra la moral natura.
La Utopía de Moro es así la crítica inmanente de toda política construida sobre postulados absolutos de felicidad humana. El hilo de esta crítica conduce desde el planteamiento óptimo a la realización política en términos de negatividad de las premisas. Las utopías se realizan: "todas las grandes revoluciones -escribe Berdjaev- muestran que son justamente las utopías radicales las que se realizan, mientras que las ideologías más moderadas, que parecían más realistas y prácticas se derrumban y no desempeñan ningún papel» [146]. Pero «todas estas realizaciones -añade- han sido otros tantos fracasos y han acabado por desembocar en un régimen que no correspondía a lo que implicaba la utopía» [147]. La Utopía de Moro encierra el teorema que enuncia esta ley del curso político: el sistema de valores que aniquila la postulación absoluta de una ideología maximalista está en función de lo absoluto de la ideología; el sistema de valores que realiza está en función de la relatividad del mundo político real. Y así en la utopía el "no tener lugar» responde más que a una negación de la realidad a la positiva realidad de una negación: su proceso creador se vence inexorablemente del lado de formas en que se frustran sus premisas ideales y del lado de premisas justificadoras de esa frustración. Sólo en cuanto absoluto ideal la utopía no concluye nunca.
Jesús Fueyo en dialnet.unirioja.es
Notas:
73 G. TOFFANIN: Historia del humanismo, t. e. Buenos Aires, 1953. páginas 404,405.
74 P. MESNARD: L'essor de la philosophie politique au XVIº siccle, 2.ª ed. París, 1951, págs. 141 y sigs.
75 G. RITTER, ob. cit., pág. 214,215.
76 Ob. cit., págs. 143 y ss.
77 Die politische Insel, cit. pág. 93.
78 The English Utopía. cit., págs. 39,46.
79 Europöische Gestegeschíchte, cit., pág. 415.
80 Ob. cit., pág. 54.
81 lb., pág. 55
82 lb., págs. 55-56.
83 lb., pág. 57.
84 lb.. pág. 58.
85 lb., ib.
86 lb., págs. 68, 70.
87 lb., págs. 71 y sig.
88 lb., pág. 80.
89 lb., pág. 83.
90 lb., pág. 80.
91 lb., pág. 79.
92 lb. ap., pág. 215.
93 ib., págs. 88-89.
94 Claramente en la apostilla final que el interlocutor «Moro» pone al final de la obra a la exposición del narrador de Utopía: «… ita facile confiteor permuita esse in Utopiensium república, quac in nostris ciuitati bus optarim uerius quam sperarim» (ob. cit., pág. 1o8). Aún de modo más elocuente en el escrito anti-luterano In Lutherum cuando reprocha al heresiarca su opinión de que Ja primitiva Iglesia desconocía el sacramento del Orden, asegurando que una religión sin sacerdocio no ha podido verla Lutero más que en Utopía. (Ref. M. DELCOURT, cit., pág. 13, nota 1.)
95 Saggi sul'ttopia di Tomanso Moro, Bolonia, 1949.
96 «Thomas Morus: Staatsmann und Martyrer», en Der Weg aus dem Ghetto (varios), Colonia, 1955, págs. 113, 151.
97 Loc. cit., págs. 144-145.
98 Politih des Heiligen. Geist und Gesetz de Ütopia des Thomas Morus, cit., pág. 62.
99 lb., pág. 66.
100 lb., pág. 71.
101 lb.. págs. 10-71.
102 lb., págs. 73 y sigs.
103 Thomas Morus et les utopistes de la Renaisance, París, 1927, págs. 104 y sigs..
104 PICO DE LA MIRANDOLA: Heptaplus, ed. E. Garin, Florencia, 1942. págs. 300-302: «Est autem plerumque consuetudo a regibus usurpata et principibus terrae, ut si forte magnificam et nobilem civitatem condiderint, iam urbe absoluta, imaginem suum in medio ilius visendam omnibus sepetandamquae consttuant. Haud aliter principum omnium Deum fecisse videmus, qul tota mundi machina constructa postremum omnium hominem m medio illius statuit ad imaginero suam ut simlitudinem formatum». La referencia a Pico es tanto más pertinente cuanto que el primer trabajo de Moro es una introducción de aquél.
105 Cf. W. NIGG: Das ewige Reich, 2ª ed. Zurich, 1954.
106 Cf. H. GRUNDMANN: Religiose Bewegungen im Mittelalter, Berlín, 1935.
107 Cf. K. SCHMIDTHUS, loe, cit., págs. 136 y sigs.
108 V. J. Huizinga: Erasmo, t. e., Barcelona, 1946, págs. 255,256.
109 V. H. FREYER: ¡Die politische! J1Sel, cit. págs. 88 y sigs.
110 Cf. W. N1GG: Das ewige Rcich, 2.ª ed., Zurich, 1954, págs. 133 y siguientes.
111 Cf. A. VON MAKTIN: «Búrgertum und Humanismusn, en Geist und Gesellschaft, Frankfurt a. M., 1948, págs. 152 y sigs.
112 H. KOHN: Historia del nacionalismo, t. e. México, Buenos Aires, 1949, pág. 117,
113 En sus cursos de Derecho Político de la Universidad de Madrid, el profesor Javier Conde ha insistido temáticamente sobre el hecho de que el autor del vocablo «utopía», o sea, Moro, es el que dió certeramente el sentido de\ vocablo en el subtítulo de su obra De optimo Republicae slatu. En efecto. para Conde la utopía es precisamente una idea política que postula un optimen de orden político. En cuanto óptimo de orden no se realiza en «ningún lugar, -«no hay tal lugar» (utopía)- pero pretende ser realizable en cualquier parte. En eso consiste fa dimensión utópica para Conde.
114 Una idea similar acerca de la frustración de las utopías realiza, das se encuentra en BERDJAEV: Das Reich des Geistes und das Reích des Caesar (t. a., hay también t. e.), Darmastadt, 1952, págs. 198 y sigs. Para BERDJAEV las utopías se realizan, pero bajo inevitables condiciones de desfiguración. Como en el caso de TILLICH, en sus reflexiones sobre el utopismo, llega BERDJAEV a resultados aprovechables desde presupuestos teológico, metafísicos inaceptables. Por lo demás tiene a MORO, sin más, por uno entre tantos utopistas.
115 Si hemos de creer a L. BAUDIN: L’Empire socialiste des Inca, París, 1928, la Utopía de MORO estaba ya realizada en la organización político, social del antiguo Perú. Procediendo imaginativamente MORO se habría aproximado mucho más a la realidad que MORELLY, que en su Basiliade asegura que se inspiraba en el reino inca.
115 bis Utopía, págs. 51 y sigs. PEDRO GILLES es el tercero de los personajes del diálogo. No es un ente de ficción como Hythlodeo, sino el secretario de la municipalidad de Amberes. íntimo amigo de ERASMO y de MORO y a cuyo cuidado estuvo la edición príncipe de la Utopía.
116 Utopía, pág. 52: «neque id exigere atque expectare praeterea. ut memet eoram causaregibus seruitium dedam».
116bis lb,, pág. 47.
117 «Undique arl superos tantundem esse uiae», cit. Utopía, pág. 48 es un dicho atribuido a Anaxágor.2s.
118 lb. ib. De la farsaLia de LUCANO.
119 TOFFANIN, ob. cit., págs. 282 y sigs.; B. GROETHUYSEN: Antropología filosófica, t, c., Buenos Aires, 1951, págs. 165 y sigs.; E. CASSlRER: Individuo y Cosmos en la filosofía del Renacimiento, t. e., Buenos Aires, 1951, págs, 112 y sigs.; W. WEJNSTOCK: Die Tragüdie des Humanismos, Heidelberg, 1953, págs. 174 y sigs.
120 Sobre el «dogmatismo» de ERASMO cf. J. LORTZ: Wie ham es zur Reformation, Einhiedeln. 195º págs. 50 y sigs., y del mismo, Die Reformation in Deutschland, Friburgo, 1948, t. 1, págs. 128 y sigs.
121 Lecciones sobre la historia de la filosofía, t. e., cit., t, III, página 167.
122 Utopía, pág. 52: «Atqui nunc sic uiuo ut volo...»
123 lb., pág. 92.
124 lb., pág. 92.
125 lb.. pág. ()8.
126 lb., pág. 53·
127 H Príncipe, cap. XV.
128 Utopía, pág. 86.
129 lb., pág. 91.
130 lb., pág. 92.
131 lb., ib.
132 Cf. B. CROCE: Ética e política, 3ª ed. Bari, 1945, págs. 252 y siguientes.
133 Utopía, pág. 96.
134 lb., pág. 98.
135 lb., págs. 97,98.
136 lb., pág. 98.
137 lb., pág, 106.
138 lb,, pág. 103,
139 Cf, F. HEER: Auf gong Europas, Viena, 1949. pág. 551.
140 Utopía, pág. 112.
141 lb., pág. N 118.
142 lb., pág. 120.
143 lb., pág. 114·
144 lb., pág. 186.
145 Cf. F. CASPARI: «Sir Thomas More and justum bellum», en Ethics (julio, 1946).
145 Libertad y esclavitud del l,ombre, t. e., Buenos Aires, 1955, página 255.
147 lb., pág. 256.
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