1. La nada como fundamento
La elección de considerar a la nada como fundamento de lo existente no ha acontecido en la filosofía occidental, la cual, como heredera de la tradición platónico-aristotélica, ha erigido al ser como una plataforma que ofrece cimiento a la realidad. Por el contrario, en algunas escuelas budistas se optó por la experiencia de sunyata (nada), considerándola crucial para la comprensión del orden del mundo. Cabe destacar que al referir a la nada conviene distinguirla de algunas de sus modalidades. Según lo observa Nishitani (2003), uno de los más distinguidos filósofos de la escuela de Kioto, el tipo de nada a la que se hace alusión en el nihilismo occidental es de orden relativo, contingente, vinculado con el ser, a manera de representación de su ausencia o falta. Sin embargo, para la mayor comprensión del ámbito trans-personal, resulta fundamental considerar a la nada de manera independiente al ser, a saber: una nada absoluta que es fundamento de lo existente, en el sentido de fungir como plataforma inicial de todo lo que logra brotar a la existencia. Esta condición supone que sean tomadas en cuenta las directrices proporcionadas por el pensamiento oriental, al menos en los casos en que la perspectiva deseada supere la estructuración que se ha hecho en la filosofía en Occidente.
Una de las más valientes consideraciones de la idea de la nada absoluta en el marco del pensamiento occidental, se encuentra en la mística de Eckhart (2011), quien comprendió que era necesario vaciarse de Dios, en el sentido de expulsar las representaciones de Él que hayan sido aprendidas en los contextos religiosos, sociales o familiares. Esta intención de vaciamiento no está antecedida por un deseo de desvinculación hacia lo absoluto, sino de una clara conciencia de la función obstaculizadora que está implícita en la conceptualización de lo divino. El místico dominico muestra en sus oraciones un claro fervor por el desprendimiento de los ropajes falsos con los que se ha vestido a Dios, al punto de rogarle directamente que le permita vaciarse de las distorsiones que ha hecho sobre Él. En tal postura, Eckhart (2011) contemplaba la vacuidad de sus configuraciones sobre la deidad, intuyendo que al deshacerse de ellas podría dejar libre el terreno para la intuición más brillante de lo trans-personal. Limpiar la vasija de nuestro receptáculo mental es el primer paso para evitar la distorsión de lo divino. Tanabe, miembro de la escuela de Kioto, reconoció la importancia de Eckhart y advirtió la urgencia de ir más allá de los planteamientos usuales de la filosofía, sin restringirse al arbitrio de una razón condicionada.
Nāgārjuna, uno de los filósofos más importantes de la India, consideró la comprensión de la nada como una hazaña del pensamiento. Según su noción de las cosas, “el nirvana no consistía en algo que pudiera alcanzarse (por estar más allá de los fenómenos), sino en el conocimiento (más acá) de la verdadera naturaleza de los fenómenos” (Arnau, 2005, p. 31). En tal sentido, incluso teniendo los pies sobre la tierra, es posible intuir lo que está detrás de los fenómenos; de hecho, lo universal se presenta desde lo particular, a la manera de manifestación fractal de una realidad superior, por ende, en función de una nada relativa que está presente en la cotidianidad de cada día, también es posible vislumbrar una nada absoluta que trasciende cualquier nominalización que se haga de ella. En su libro “La religión y la nada”, Nishitani (2003) establece que:
Eckhart entiende, por encima del teísmo y el ateísmo, la nada de la deidad en el fundamento del Dios personal en el más acá, donde la autonomía del alma está firmemente arraigada en la identidad esencial con la esencia de Dios (p. 115).
Visto así, importa poco la discusión común entre los creyentes y los no creyentes, toda vez que el planteamiento que hacen los primeros es equívoco y el argumento de los segundos, tratando de desmentir a sus contrarios, es innecesario. La nada relativa, aquella que nos constituye, es un destello de la nada de la deidad, a la manera de un fractal inverso centrado en una esencialidad no material, tan pura e imperecedera que no puede ser incluida en la dimensión de la existencia común. La consideración del misterio sublime de la deidad nos obliga a huir de las representaciones de Dios, de lo que hemos creído o querido que Él/Eso sea.
El vaciamiento es el camino para la compenetración con una nada que es ajena a cualquier denominación. Goldstein y Kornfield (2012) estipulan que “todo procede del vacío, cada instante surge de la nada y regresa nuevamente a la nada” (p. 252); en ese tenor, la nada se vuelve no solo un fundamento, sino una fuente de lo existente; por lo tanto, si existe algo mayor que lo humano, trascendente a la trivialidad de la existencia terrena y causa de lo visible aun en su invisibilidad, esto tendría que ser la deidad o algo similar. Así, la aparente aporía de una nada que es, termina resolviéndose cuando se fusionan ambas sustancialidades. Tal como lo entiende Wilber (2010), “la razón no puede captar la esencia de la realidad absoluta y, cuando lo intenta, sólo genera paradojas dualistas” (p. 33). La fricción entre el ser y la nada se encuentra situada en nuestra percepción dualista. Una vez que se rompe el dualismo, deviene la ruptura de distinciones; al diluirse las demarcaciones surge la intuición de que la Forma es el Vacío y el Vacío es la Forma, lo cual es expresado, por ejemplo, en El Sutra del Corazón. Esta aparente contradicción podría ser refutada afirmando que en el vacío no puede haber forma alguna, puesto que esta tiende a ser de tipo material. No obstante, la controversia disminuye (o aumenta) si se tiene en cuenta que la nada es la forma desde la que surge el fondo del ser.
Una vez que las cosas han accedido a la dimensión del ser, están obligadas a reunirse de nuevo en el olimpo de lo no existente cuando su presencia en el mundo haya sido extirpada. La contemplación de tal fluctuación de la existencia es recurrente en quienes eligen la consideración de la vacuidad; de tal manera, “el sabio sabe que las cosas ni surgen ni cesan, sólo aparecen y desaparecen, como si de ilusiones se tratara” (Arnau, 2005, p. 79). En la obra “Fundamentos de la vía media”, Nāgārjuna advirtió que todo aquello a lo que se puede atribuir la condición de ser, contiene también una inclinación hacia su propio vaciamiento. En sus palabras, “lo que racionalmente puede aplicarse al vacío, se aplica racionalmente a todo. A aquello a lo que no se le puede aplicar racionalmente nada, a eso no se le puede aplicar el predicado de la vacuidad” (Nāgārjuna, 2011, p. 177). En tal orden de ideas, solo puede negarse a Dios cuando se le ha asignado el predicado de ser, en vez de la sustanciación de ser nada. En otras palabras, una deidad centrada en la nada, o que es nada, no podría ser descrita con algún adjetivo relacionado con la vacuidad porque la sería en sí misma. A su vez, no habría manera de que dependiera de manera directa con lo que habita en el plano del ser. Con esto se logra, más que desaparecer la opción de una deidad, dotar a lo absoluto de presencia innegable.
En su sermón “El fruto de la nada”, Eckhart logra ejemplificar la experiencia de conocer sin conocer o de ver sin ver, mediante la narración de la conversión de Saulo y la interpretación ofrecida por Agustín de Hipona. El místico alemán explica que “por el hecho de que [Saulo] nada veía, veía la nada divina. San Agustín dice: cuando nada veía, entonces veía a Dios. San Pablo dice: quien nada ve y es ciego ve a Dios” (Eckhart, 2011, p. 125). De esto, se desprende que cuando Saulo no veía nada veía a Dios; dicho de otro modo: cuando él contemplaba la nada, comprendía a Dios.
La vacuidad no tendría que ser entendida como una gran inmensidad ajena al mundo y a las circunstancias ordinarias. La vacuidad de las cosas, su nada relativa implícita, acompaña al ser de las cosas mismas. Arnau (2005) refiere que “la vacuidad no existe fuera de la realidad convencional, es la misma realidad cuando es vista del modo adecuado” (p. 133). De tal manera, no es necesario morir para adentrarse a la vacuidad definitiva de nuestro ser; lo que somos está navegando ahora mismo en el oleaje invisible de lo vacuo.
Las ideas respecto a Dios no suelen mantenerse intactas a lo largo de la vida, son modificadas a partir de lo que se experimenta, se aprende o se niega. Si las representaciones cambian de manera agitada, nadie tendría que ser obligado a someterse a una modalidad de Dios ofrecida por la tradición, la religión o la creencia. Cada una de las explicaciones termina siendo vacua, porque está sostenida en lo perecedero de nuestras elucubraciones. Si bien algunas perspectivas sobre lo divino son mantenidas de forma menos cambiante, transmitiéndose de manera generacional a lo largo del tiempo, esto no constituye un argumento a favor de la veracidad de lo creído; en todo caso, la perpetuación de una creencia obedece más a la disposición maleable ofrecida por el entramado cultural y a la capacidad receptiva de los oyentes mediada, en ocasiones, por cierta coerción de la autoridad, que a la autenticidad y elocuencia de los parámetros y distorsiones producidas por nuestra condición cognitiva.
Nishitani (2003) concebía que “la nada es lo que queda detrás de la persona; ninguna cosa sino la nada total ocupa el lugar que hay detrás de la persona” (p. 131). Hasta aquí, podría parecer que la vacuidad es una contraparte de la armonía de los seres, lo contrario a lo deseable. No obstante, cuando en la tradición oriental se hace mención de una nada absoluta se la considera como Aquello que todo lo incluye. Del mismo lo perciben los taoístas cuando reconocen que no hay cosa alguna que pueda estar fuera del Tao; de manera similar se observa en el libro de los Upanishads, bajo la sentencia de que Brahma es Todo; en una línea concordante se expresa Spinoza cuando atribuye a Dios un carácter de presencia constante en la naturaleza, o cuando Heschel considera que la esencia divina del tiempo está presente en todo lo que habita en este mundo.
Nishitani (2003) considera que
… decir que Dios es omnipresente implica la posibilidad de encontrar a Dios en cualquier parte del mundo, lo que no es un panteísmo en el sentido habitual del término, puesto que no significa que el mundo sea Dios o que Dios sea la vida inmanente del mismo mundo, sino que un Dios absolutamente trascendente es absolutamente inmanente. (p. 78)
Si lo absoluto es una nada mayúscula o un ser divino no se modifica que haga de lo mundano un espacio habitual de su presencia, de modo que no hay forma de estar fuera de su alcance. Por lo tanto, todos los esfuerzos por llegar a Dios, aproximarse a Él/Eso o emprender una insaciable y voluntariosa búsqueda de su presencia, tendrían que tomar en cuenta que no hay forma de que debamos ir a un sitio, puesto que está en todo sitio; tampoco se requiere esperar que sea el momento oportuno puesto que, considerando que el tiempo se transpira de sus entrañas transpersonales, cualquier ocasión es propicia. En palabras de Wilber (2010, p. 289),
para alcanzar al Absoluto es necesario moverse desde un punto en el que el Absoluto no exista hasta otro punto en el que sí exista. Sin embargo, no hay punto alguno donde el Absoluto no se halle. […] Es imposible alcanzar el Absoluto porque es imposible escapar de Él. (p. 289)
A pesar de ello, captar su presencia (ausente) requiere de una particular disposición.
Contemplar la vacuidad de los edificios teológicos es el preámbulo del despertar.
2. Dios y la nada
Asociar a Dios con la nada conlleva la encrucijada de descifrar su presencia en el mundo. De acuerdo con la visión teológica de Heschel (1973b), quien no relacionó a la vacuidad con lo divino: “Dios es un círculo que se mueve alrededor de la humanidad” (p. 334). La idea de un Dios que circunda el mundo muestra cierta semejanza con la noción que refiere Eckhart (2011) en su sermón “El anillo del ser”. El místico dominico aclara que “Dios no conoce otra cosa que el ser, no sabe de nada más que del ser, el ser es su anillo” (p. 85); ahora bien, si el anillo de Dios es el ser, se entiende que lo divino se encuentra en medio de cada sitio. Cuando se afirma que el ser es el anillo de Dios se advierte que la divinidad es como un círculo sin centro que se halla en todas partes o, dicho de otro modo, es el centro de todo lo que circula a su alrededor. Se trata de un centro que no es ubicable en un lugar físico, sino en la ausencia de todo lugar natural; de este modo, el centro de Dios es inaccesible para quien no logra hacerse uno con el centro del anillo, es decir, la vacuidad. Heschel considera que Dios circunda lo humano; por su parte, Eckhart asume que el ser es lo que, como periferia de Dios, se mantiene en relación con Él. En el anillo del ser se encuentra Dios en sí mismo. A pesar de que el ser rodea a Dios, Él se encuentra separado de lo efímero del ser, así como de los cambios y las modificaciones que sufre la materia. En ese sentido, Dios puede ser entendido como un ser separado, en cuanto que no comparte la fragilidad del resto de los seres. Para Eckhart (2011) “Dios es el mayor ser separado” (p. 180), su distancia del resto de los seres no está circunscrita a un asunto de lejanía física, sino a una distinción categorial; el hecho de su separación supone su elevación. Contrario a la idea de que el amor es la virtud principal, Eckhart lo relegó a una función secundaria, por debajo de la separación. Cuando se ama a Dios se lo percibe como un bien y como algo que está siendo definido; no obstante, en la opinión de Eckhart, la definición de Dios supone un impedimento para la unión con Él.
Si Dios está vacío no tiene limitación alguna, al humano le corresponde acercarse a semejante perfección y pureza. En el sermón “El templo vacío”, Eckhart (2011, p. 55) señala que
Dios no busca lo suyo; en todas sus obras está vacío y libre […]. De forma muy parecida actúa el hombre que está unido a Dios; también él está vacío y libre en todas sus obras y sólo actúa para agradar a Dios y no busca lo suyo, sino que Dios obra en él (p. 55).
Cada persona es un templo del que deben expulsarse las distorsiones sobre lo que es Dios, incluso aquellas que son utilizadas con la intención de sentir amor por Él. En su texto, Eckhart hace un guiño a la idea paulina de que “el cuerpo es el templo de Dios” (Reina Valera, 1960, 1 Corintios 6:19); a diferencia de la idea del autor de la carta a los Corintios, Eckhart considera que el templo humano no es solamente el cuerpo, sino todo su ser. De tal manera,
…cuando el templo se vacía de todos los impedimentos, es decir de los atributos personales y de la ignorancia, entonces brilla espléndido, tan puro y claro por encima de todo y a través de las cosas que Dios ha creado, que nadie puede resplandecer tanto, sino el mismo Dios increado. (Eckhart, 2011, p. 57)
Por tanto, no basta con reconocer que Dios está vacío, sino que habita en el vacío. Contemplar la vacuidad, como derivación del asombro ante lo absoluto, incluye la disposición a ser habitado por Aquello de lo cual no hay explicación posible.
Nishitani (2003) aporta una distinción precisa entre lo que es Dios y la deidad. Para el filósofo japonés, “la deidad es el lugar en el interior de Dios donde Dios no es Dios mismo” (p. 118). Por este motivo, no tiene sentido hablar de Dios antes de la creación; lo que sí puede mencionarse es la deidad en la que Dios era lo que era. Si la deidad es el centro de Dios, entonces su hogar más íntimo es el centro en el que se conecta todo lo existente. Así como el centro de Dios no es Dios mismo, el centro más íntimo del hombre no es el hombre; es en ese espacio atemporal donde ambos coinciden en su vacuidad. No se trata de una fusión, porque entenderlo así supondría que hay un momento previo de no fusión; la amalgama es constante, hay identificación a pesar de existir separación, tal es el sentido de la no-dualidad. Así, más allá de las representaciones, “el ser sólo es ser si es uno con la vacuidad” (Nishitani, 2003, p. 181).
Podría parecer que estas conclusiones tienen un origen exclusivo en el pensamiento budista; no obstante, en el libro místico más singular del judaísmo existe una noción muy similar. Según advierte Siegel (1964), “El Zohar expresa algo controversial de Dios, al reconocer que ‘Él es la gran nada, porque todas las cosas están en Él y Él es todas las cosas’, ‘Él es ambas cosas, lo manifiesto y lo oculto’” (p. 71). Advertir que Dios es manifiesto en lo existente coincide con la idea de que es la Fuente de todo lo que es; a la vez, uno de sus misterios consiste en que permanece oculto, por no estar ubicado en ningún sitio específico. De tal manera, aquello que es manifiesto, pero no tangible, presente en la ausencia y denotado en lo existente, permite que todo se encuentre lleno de su vacuidad. Si la realidad es un símbolo de algo más grande que solo puede intuirse a través de ella, entonces la deidad, como centro de Dios que no es Dios, puede ser contemplada cuando las representaciones son atenuadas.
3. El hombre ante la nada
La condición humana contiene, como característica central, una senda hacia la muerte. Eckhart (2011) consideraba que “debemos tener presente que toda vida es mortal” (p. 83). La finitud de nuestros días nos recuerda el vaciamiento al cual estamos llamados por el hecho de existir. Por un lado, la conciencia de nuestro inevitable fallecimiento incluye la noción de que “todo lo que se sufre en este mundo y en esta vida tiene un fin” (Eckhart, 2011, p. 83); no obstante, cuando la vacuidad es vista con temor, la muerte no logra ser comprendida con naturalidad. No resulta un buen negocio agotar la vida buscando saciarnos y terminar vacíos ante la muerte. Por otro lado, en un sentido paradójico, estar vacío de sí mismo implica disponerse a estar lleno de algo mayor; por ende, la alternativa de la vacuidad no supone la renuncia a todo, sino, de hecho, la disposición necesaria para su recepción.
Los que han tenido la suerte (o la desdicha) de llegar al mundo, deben esforzarse por permanecer vacíos mientras transcurren sus días en la Tierra. Según lo observa el Maestro Eckhart (2011), “el hombre debería permanecer tan pobre que ni él mismo fuera un lugar, ni lo tuviera, en donde Dios pudiera actuar. En la medida en que el hombre conserva un lugar en sí mismo, entonces conserva todavía diferencia” (p. 111). La exigencia del dominico resuena con cierta utopía en un mundo en el que la mayoría de los esfuerzos se orientan al logro tangible, al aumento del tener y al control a partir del poder. Incluso en los casos en los que se logre el desapego hacia las posesiones, aún persistirá el reto de deshacerse de las ideas que cosifican la realidad y la distorsionan. Tanto “el tener” como “el saber” condicionan la visión del mundo; por su parte, quienes no comparten la condición corporal, los que no han nacido, no encuentran ningún obstáculo para continuar en el plano de la incorrupción; así, en tanto que nonatos, ellos permanecen en la deidad. Los que sí nacieron tienen la opción de morir a cada día, entendiendo este ejercicio como un desapego hacia las cosas y las ideas.
El desapego de la manía por etiquetar y nominalizar las cosas conduce a una separación de la trivialidad. Para algunos, la separación conlleva sufrimiento, pero esto no es del todo cierto. En su sermón “Del ser separado”, Eckhart (2011) enuncia que “en el sufrimiento, el hombre mantiene un cierto apego a las criaturas, de quienes le llega el sufrimiento; el ser separado, en cambio, está totalmente desprendido de cualquier criatura” (p. 167). De tal modo, una vez que se ha trazado una línea de división entre los demás y uno mismo, no hay lugar para el sufrimiento. Esto podría ser cuestionado por varios detractores, partiendo de la premisa de que venimos al mundo para amar, ser amados y afectados por lo que sucede con la vida de otros. No obstante, más que para el amor, Eckhart considera que vivimos para evitar la dependencia. De hecho, la ideación del dominico resulta opuesta a la consideración del pathos divino que propuso Heschel. De acuerdo con el rabino polaco, Dios es afectado por lo que pasa a los humanos, en función de su amor hacia ellos; en cambio, desde la perspectiva eckhartiana, Dios no es afectado, porque es el mayor ser separado.
Visto así,
el puro ser separado no tiene ninguna intención de dirigirse a criatura alguna. Ya sea por encima o por debajo; no quiere estar ni por encima ni por debajo, quiere permanecer en sí mismo, no amar ni sufrir por nadie, y no quiere mantener con ninguna criatura semejanza o desemejanza, ni esto ni lo otro: no quiere otra cosa que ser. (Eckhart, 2011, p. 168)
La revelación de lo divino, al menos según la representación hebrea, consiste en su elección por amar a la humanidad. Eckhart no considera que la elección divina sea merecedora de gratitud, en función de que la ejecuta por su elección, no como un favor que hace por los humanos. Si bien es cierto que Dios rompe su separación hacia cada hombre y mujer, su amor no es un favor, sino una consecuencia natural de su compenetración elegida y voluntaria con lo humano.
La gratitud es merecida cuando alguien nos hace un favor que le costó esfuerzo o cuando realiza un acto que no hubiera elegido hacer si no fuese por nosotros. Por el contrario, en relación con el amor de Dios, Eckhart (2011) afirma: “No quiero jamás agradecer a Dios que me ame, porque no puede dejar de hacerlo: su naturaleza lo obliga a ello” (p. 192). Del mismo modo, en el caso de que Dios determine con su voluntad lo que sucederá con nuestra vida, o los sucesos que debemos de vivir, su designio no logra cambiarse por los rezos que se dirijan hacia Él. Quien ha logrado una auténtica separación, se mantiene abierto a lo que suceda, sin condicionar su vida espiritual a la dádiva divina. En tal tenor,
…la pureza separada no puede rezar, pues quien reza pide algo de Dios, para que se lo conceda, o solicita que lo libere de algo. Pero el corazón separado no pide absolutamente nada, tampoco tiene absolutamente nada de lo que quiera ser vaciado (Eckhart, 2011, p. 177).
Una vez que el hombre y la mujer se han vaciado de toda pretensión adviene su experiencia de la nada. Un corazón que se aleja de todo lo horizontal no puede centrarse en otra cosa que en la verticalidad. Así, “ya que el corazón separado se halla sobre lo más elevado, debe hacerlo sobre la nada, pues en ella consiste la mayor susceptibilidad” (Eckhart, 2011, p. 176). Sustentándose en la nada, cualquier circunstancia es recibida con sosiego, pues no hay algo que perder. No debe confundirse la contemplación de la vacuidad con la inactividad; quien contempla lo vacuo sabe que cualquier cosa que haga no lo exenta de su encuentro final con la nada, pero esto no obstaculiza su funcionamiento cotidiano ni altera las actividades que desea realizar. Las personas involucradas con el misticismo no experimentan solo quietud y pasividad; por el contrario, “el hombre exterior puede estar en actividad y sin embargo el hombre interior permanecer vacío e inmóvil” (Eckhart, 2011, p. 175). Cuando el dominico alude al hombre exterior se refiere a la conducta visible de la persona (lo que hace), de modo que el hombre interior alude a su intimidad sosegada y apacible.
La premisa de que Dios y el humano coinciden en la deidad o en el punto más esencial de cada uno, donde cada uno no es lo que es, no significa que ambos sean iguales. La principal diferencia entre el humano y Dios consiste en que el primero de ellos fue creado y el otro no. Ahora bien, la creación de cada individuo supuso su trasladado desde la no existencia hacia la existencia; por lo tanto, un aspecto de lo humano, el que corresponde al ámbito que lo contenía antes de existir, está asociado a la nada. Algo similar podría considerarse en torno a la dimensión a la que cada ser vivo se sumará tras dejar de habitar en la Tierra. Nishitani (2003) menciona que:
El cristianismo habla de una creatio ex nihilo: Dios lo creó todo desde un punto en el que no había nada. Y, puesto que todas las cosas tienen este nihilum en el fundamento de su ser, son absolutamente distintas de su Creador. (p. 76)
Sin embargo, tal postura entraña la aporía sobre el contenedor que alberga lo que surge al ser creado por Dios; es decir, si Él es puro Ser, ¿de dónde habría surgido la nada de la que brota el humano una vez que es creado? Si la nada es ajena a Dios, ¿cómo entender que coexistan para que sea posible la creación? Si la nada es contraria a Dios, ¿cómo comprender que algo en lo que Dios no está presente persista para siempre? Mediante la noción de la vacuidad es posible percibir una instancia absoluta en la que convergen el ser y la nada de manera continua; por ende, “el centro representa el lugar en el que el ser de las cosas es constituido al unísono con la vacuidad, el lugar en que las cosas mismas se posicionan, se afirman y asumen un auto-establecimiento” (Nishitani, 2003, p. 187). Si se mira desde ese horizonte, Dios no creó desde la nada, sino que la vacuidad de Dios propició el advenimiento de la creación.
Al unísono con el pensamiento de Nishitani, pero varios siglos antes, Eckhart (2011) negaba cualquier determinación o modo en Dios. Además, consideraba que el vacío supremo es el único sitio del que podría ser suscitada la acción de Dios. En este orden de ideas se mantienen interconectados los orígenes de lo existente, puesto que “sólo en el campo de esta vacuidad, Dios y el hombre, y su relación, son constituidos en forma personal” (p. 153). La opción por contemplar la vacuidad no debe ser menospreciada por considerarla una ofensa inadmisible hacia la tradición o las religiones; de hecho, en el punto del vaciamiento máximo, logrado por distintos místicos, se accede al conocimiento de que la religión ha sido el camino inicial del peregrinaje hacia lo trans-personal.
Romper el ídolo y renunciar a las pautas de la autoridad religiosa representa un paso muy complejo para la feligresía común.
4. Las religiones y la nada
La consideración de la nada en el ámbito de lo trans-personal no surte el mismo efecto en todos los credos. Mucho más común que el interés por la nada es la reserva hacia ella. En “El hombre no está solo”, Heschel (1982) refiere: “A algunos nos agobia el espanto de vivir constantemente para la nada, el terror de una muerte para la que no estamos preparados” (p. 90). Centrado en la noción de un Dios, cuyo Ser no puede ser puesto en duda, el teólogo polaco expuso que:
Pensar en Dios no significa simplemente teorizar o conjeturar acerca de algo desconocido e insubstancial. No excogitamos el significado de Dios a partir de la nada. No estamos frente a un vacío, sino frente a lo sublime, lo maravilloso, el misterio, el reto. (Heschel, 1984, p. 140)
Son comprensibles sus nociones sobre lo que es Dios, pero cada una de ellas también podría aplicarse a la nada absoluta, la cual también es misteriosa y sublime, además de ser un evidente reto de orden intelectual y espiritual.
Otros representantes del judaísmo han señalado con severidad la intención poco noble de quienes centran en la nada la aspiración de su intención religiosa; según Kaplan (1984), “el Budismo procuró distraer al hombre, en general, de los bienes terrenales, evitó todo deseo humano y considera el Nirvana, no existencia, como el último destino del hombre” (p. 51). De acuerdo con el autor referido, la religión no tendría que alejar de las cosas importantes de la Tierra, toda vez que son estas las que favorecen la disposición hacia las cuestiones espirituales. Visto así, promover el bienestar social y las condiciones materiales para que las personas logren las satisfacciones más elementales, aparenta ser una meta entorpecida por la distracción de una mística centrada en la vacuidad. Alejados de tales conclusiones, es honorable tratar de comprender la manera en que la contemplación de la nada permite deshacerse de la obsesión por cumplir la expectativa. Es aventurado asegurar que la fe en un Dios centrado en el ser o la creencia en una vacuidad absoluta constituyen el aspecto central de la práctica social.
Smith (1997) señaló que además de las maravillas de una divinidad centrada en el ser, se encuentran las concernientes a la prevalencia del judaísmo: “El éxito de los rabinos en mantener vivo el judaísmo durante los dos mil años de la diáspora es una de las maravillas de la historia” (p. 357).
¿Qué quedaría de la fe del pueblo judío, de sus convicciones más íntimas, si se desprende de la creencia de ser el pueblo elegido de Dios?, ¿qué resultaría si se aleja de toda aceptación configuradora de la existencia de Dios?, ¿será que el miedo al vacío es lo que sostiene su fe, tal como sucede con cualquier otra postura religiosa institucional? Si su persistencia no está sostenida en un declarado miedo al vacío, al menos sí tiene que ver con un desprecio a los posibles aportes de la vacuidad. En el caso de que se elija una deidad centrada en la nada, no habría forma de que la alianza persista. Promover la duda hacia la tradición podría generar una temida sensación de absurdidad, en razón de que “una filosofía que comienza en la duda radical termina en la desesperanza radical” (Heschel, 1982, p. 13). En contraparte, el problema de no considerar a la nada como un principio absoluto transpersonal tiene que ver menos con la nada misma que con la connotación que a esta se le otorgue. De tal manera, “no comprender cabalmente la vacuidad podría conducir al desaliento o a la anarquía” (Arnau, 2005, p. 140). Como sucede con la mayoría de los conflictos, la fricción reside en la manera de comprender los conceptos, más que en los conceptos mismos.
Si bien existe una clara diferencia entre la opción por considerar la vacuidad y la de abrazar el pathos divino, Heschel advierte, en su libro sobre los profetas, que la negación bíblica hacia un Dios centrado en la nada no implica la inexistencia de la nada. Aludiendo a Parménides, el antiguo maestro de Elea, Heschel (1973a) refiere la distinción entre la increencia de la nada en los griegos y la postura moderada de la Biblia; en sus palabras:
Para Parménides, el no-ser es inconcebible (‘la nada no es posible’); para la mente bíblica, la nada o el fin del ser no es imposible. Estando consciente de la contingencia del ser, nunca podría identificar a éste con la realidad última” (p. 193).
Al menos en este pasaje, se observa que el ser que comprendemos en lo humano, o el tipo de ser que podemos conocer, no es representativo del ser de Dios. De esto pueden derivarse algunas opciones: a) Dios es el Ser con mayúscula; b) Dios es la nada absoluta; c) Dios es el principio unificador del ser y la nada.
Además de la fricción sobre las nociones del ser y de la nada, Heschel enfrenta el sentido de la ley cósmica que se encuentra establecida en la cosmovisión budista. Para distinguir la idea de la ley judía y la ley de la vida percibida por muchas vertientes de la escuela oriental, el rabino de Varsovia advirtió que
lo supremo en el pensamiento bíblico no son la ley y el orden, sino el Dios viviente, Quien creó el universo y estableció su ley y su orden. Esto difiere radicalmente del concepto de ley como algo supremo, un concepto que se encuentra, por ejemplo, en el Dharma del budismo mahayana. El pacto existió antes que la Torá. (Heschel, 1973a, p. 131)
No obstante, la comparación realizada por Heschel integra diferentes categorías de leyes. Cuando alude a la Torá se está refiriendo a un conjunto de preceptos que confieren un lineamiento de vida para los judíos que lo eligen, pero no para el resto de las personas; por su parte, cuando en el budismo se hace mención del dharma se lo establece como la verdad que subyace a los fenómenos y que no ha sido establecida por ningún hombre, de modo que no es propio de ninguna colectividad y tampoco se elige de manera voluntaria, puesto que su alcance no depende de la elección humana. Así, la noción de ley en uno y otro caso es muy diferente. En el judaísmo, Dios es Alguien que está por encima de la ley, mientras que en el budismo la ley universal rige lo existente. Lo que en el primero de los casos remite a algo personal, en el segundo es ambiguo e impersonal; en uno se establece que la primacía es de un tipo magno de ser y en el otro no hay alguien, sino algo que no puede ser sometido a los conceptos ni a la palabra.
Heschel (1973b) considera preferible mediar la voluntad divina y resonar su mensaje a través de la lengua humana en vez de callar y dejar hablar a un silencio ambiguo; de esto se desprende que “la costumbre del místico es ocultar; la misión del profeta es revelar” (p. 109). No obstante, tal como cuestionó Sexto Empírico al advertir el problema de creer en lo que otros dicen, ¿cómo podríamos comprobar que un individuo tiene la razón y que es el indicado para dar un mensaje verdadero a todos los demás? Tal pregunta, matizada de escepticismo, no es elaborada por todos los que siguen de manera cabal a quienes ven como líderes. En el otro extremo, Heschel (1984) aseguró: “Como parte que somos de Israel, estamos dotados de una certeza muy rara, muy preciosa, la certeza de que no vivimos en un vacío. […] Vivimos entre dos polos históricos: Sinaí y el Reino de Dios” (p. 546). En esa óptica, la dificultad de contemplar la vacuidad reside en que implica soltar la sensación y la consigna de haber sido elegido, cayendo en cuenta de que no hay quien elija. Incluso en el caso eventual de alguna elección, esta tendría que manifestarse hacia todos los humanos. La opción por el vacío supone, de forma irrenunciable, el desapego a ciertas creencias; lejos de ello, Heschel (1984) considera que “la fe es apego y [que] ser judío es estar apegado a Dios, a la Torá y a Israel” (p. 425).
El compromiso con la noción de la nada, llevando su consideración hasta las últimas consecuencias, adviene la duda del yo, a saber: el desapego hacia la idea de lo que uno mismo es. Si no hay un yo, tampoco podría existir una alianza personal, exclusiva e intransferible. De este principio se deriva un desacuerdo mayúsculo e irreconciliable entre el judaísmo y el budismo. Contrario a la motivación de los bodhisattvas, Heschel (1984) considera que “la eliminación del yo no es en sí misma una virtud. […] Si la aniquilación del yo fuera virtuosa por sí misma, el suicidio sería el clímax de la vida moral” (p. 508). En el planteamiento budista, cabe aclarar, la negación del yo no es atribuida a la exclusión de todos los constituyentes que integran el ser del humano, tales como su corporalidad o su vida, sino de las ideas que encadenan su libre expansión, sometiendo a la persona a un conjunto de etiquetas sobre sí. La visión hescheliana, por el contrario, aboga en la primacía de un yo que aspire a volverse colectivo, mediando junto a otros para favorecer lo que es justo para los demás. En sus palabras, el rabino afirma: “Nuestro afán no está cifrado en momentos aislados de anulación del yo, sino en una sobria y constante afirmación del yo de otros seres, en la capacidad de experimentar las necesidades y los problemas de nuestro prójimo” (Heschel, 1984, p. 509).
Es loable la apertura y lealtad social que se encuentra intrínseca en el auténtico interés por la causa de los demás; el problema es cuando se encuentra fricción entre esa causa y la propia. Llegados a tal punto, resulta oportuna la noción de Nishitani (2003) que a la letra dice: “El yo mismo regresa a su propio fundamento sólo cuando mata a todo otro, y, en consecuencia se mata a sí mismo” (p. 330). Es evidente que esto no debería tomarse de manera literal, sino que la alusión del filósofo manifiesta que una vez que se excluyen las expectativas sustentadas en el egoísmo es posible el resurgimiento de una causa común en la que no prevalece la priorización del beneficio individual. Matar al yo es deshacerse de lo que uno ha creído de sí mismo; matar al otro es romper la etiqueta que le hemos conferido, logrando así la apertura para conocerlo sin prejuicios.
En lo que coinciden el judaísmo y el budismo, o al menos Heschel y Nishitani, es resumido en palabras del segundo: “Nos engañamos al suponer que la existencia real es la del yo que desea ser él mismo, sin fundamentarse en Dios, y de ahí que surja la nihilidad del fundamento de su propia existencia” (Nishitani, 2003, p. 96). Justo en el momento en que la persona cae en cuenta de que su fundamento no puede estar del todo sostenido por su propia fuerza, comienza a operar la conciencia de algo mayor que le puede aportar cierto poder. Puede discutirse si esta experiencia es una reacción de una psique que se percibe en desventaja y que crea la fantasía de algo trans-personal o si en verdad la conciencia de la limitación faculta la apertura de canales de captación extraordinarios más allá de lo sensorial.
En Heschel, el valor de la vida del hombre está enraizado en su respuesta a Dios; en Nishitani, la operatividad de la vacuidad es posible cuando se ha renunciado a la propia fuerza y a la limitada intelección narcisista. En ambos pensadores coexiste la noción de que lo humano es frágil y que cada persona puede encontrar, en el guiño con lo trans-personal, la aspiración sublime que conferirá a sus días una auténtica reverencia ante lo inefable. Heschel y Nishitani, cada uno a su manera, advierten la necesidad de romper con la forma en que el mundo opera y concluyen que la norma de vida elegida por cada persona no debe ser asumida como una ley para todos. Para Heschel, el estado de desgracia que antecede al vínculo con el pathos divino puede ser nombrado como crisis; a su vez, el logro de la conciencia de lo que Nishitani llama vacuidad, tiene el precedente de la experiencia de nihilidad, caracterizada por tocar el fondo de la insignificancia individual.
Si bien pueden establecerse algunas similitudes como las descritas, la diferencia entre los dos se reitera en lo tocante a sus ideas sobre las consecuencias de los actos. En franco contraste con la doctrina del karma, Heschel (1973a) considera que “…la retribución, según la teología del pathos, se entiende no como una operación ciega de las fuerzas impersonales sino, por sobre todo, determinada por la libertad de la Persona divina, así como también por la libertad del hombre” (p. 144); visto de tal manera, lo que sucede en el mundo es resultado de la colaboración entre el hombre y la voluntad divina. Sin embargo, de esta apreciación se desprende la objeción hacia la permisividad de Dios frente la maldad y la injusticia que acontecen en el mundo; la respuesta de los religiosos ante esta contraposición se centra en atribuir los problemas del mundo a la negligencia del hombre y de la mujer, así como a su incumplimiento del acuerdo con Dios, tal como se muestra de manera didáctica en el Génesis.
Por su parte, la consideración del samsara, como ciclo terrenal de la vida, confiere una óptica de comprensión de la injusticia, la violencia o el sufrimiento, a partir del apego, de modo que lo que sucede al humano, si bien puede ser resultado de un proceso cíclico, también se asocia con su manera de responder a este espacio saturado de ilusiones. Además, muchos de los conflictos acontecidos en la historia están asociados a cuestiones religiosas, sobre todo cuando en ellas prima el deseo de establecer la propia creencia como la más importante. Según observa Nishitani (2003),
la intolerancia […] tiene que ver esencialmente con el hecho de que la fe nace de una perspectiva personal: la perspectiva de una relación personal con un Dios personal. Esto es así porque, en definitiva, en la religión lo personal contiene alguna clase de egocentrismo. (p. 273).
Si el afán del yo es diluido, no cabría ninguna aspiración religiosa, porque la vinculación íntima con Dios, la máxima intención posible, sería nulificada al no existir un yo que la desee para sí. De tal manera, la desarticulación de semejante aspiración volvería obsoleta a cualquier religión.
El peligro de asumir la nada quedó patente con el juicio realizado a Eckhart. La mística del dominico alemán, testigo del fruto de la nada, recibió un rechazo absoluto por parte de la Iglesia de su tiempo. Sin una auténtica justificación teológica, “Eckhart fue juzgado por la lectura que hacía de la vida y por la intención que puso en comunicar su verdadero sentido a doctos e ignorantes” (Vega Esquerra, 2011, p. 19). Como era de esperarse, su proceso de excomunión estuvo lleno de controversias, falsos testimonios y exageraciones insostenibles. Eckhart murió sabiéndose juzgado y excluido. Resulta irónico que quien propuso la virtud del ser separado haya sido expulsado y asilado por las autoridades de la religión que profesó. Ese hecho es evidencia de la magnitud que alguien logra cuando es capaz de aislarse de las pretensiones comunes. En el año 1329 se pronunció la Bula In agro dominico, la cual muestra la poca receptividad que logró la teología eckhartiana y excluyó al místico del reconocimiento eclesial. Siete siglos después, Nishitani (2003) invitó a la “reconsideración seria” (p. 117) del pensamiento del Maestro Eckhart, sobre todo en una época en la que se ha vuelto urgente la comprensión de lo trans-personal.
5. Conciencia de lo absoluto
Una variante de la superación del yo es la trascendencia del ego. La idea de estar más allá del ego consiste en no estar supeditado a la influencia de la vanidad o de la soberbia en la búsqueda espiritual. Según lo entiende Wilber (2010), “el misticismo no consiste en una regresión al servicio del ego, sino en una evolución que conduce a la trascendencia del ego” (p. 204). Es en esa travesía en la que se desvanece el yo usual para encontrar al verdadero yo, el que no habita en las ideas de uno mismo, sino en el divorcio con ellas. El ser humano logra encontrarse cuando pareciera que se pierde a sí mismo; en la aceptación de su desconocimiento consigue conocer aquello a lo que antes no tenía acceso.
Dejarse fluir por la inspiración denota conciencia de que el propio ritmo no era el que suponíamos, sino aquel al que accedemos cuando soltamos el control. Mirar a lo profundo se vuelve un mirar hacia lo más alto, justo en el punto en el que ya no existe la distinción entre lo que está más alto y lo que está más bajo. Todo esto supone una lógica inversa a la convencional, la propia del que escapa de la fórmula ordinaria y se adentra en otro orden de ideas, en apariencia caótico, que favorece una construcción cuya arquitectura escapa del propio criterio. En consideración a estos aspectos tiene resonancia la conclusión de Wilber (2010): “Estoy firmemente convencido de que la paradoja será el núcleo de cualquier nuevo paradigma comprensivo” (p. 283). La paradoja existe cuando se quiebra la estructura cotidiana; solemos considerar contradictorio aquello que se expone de manera distinta a la dicción que solemos utilizar.
Penetrar una lógica inversa, notando que lo acontecido en el mundo material forma parte del conglomerado de ilusiones que se confunden con lo real, es similar a lo que se ha solido llamar despertar. Ahora bien, para lograr despertarnos requerimos de un sueño que anteceda la vigilia; no hay despertar posible sin el despido del sueño. Cuando se abren los ojos y se logra morder la luna se observa que “la característica de todas las cosas es el engaño, parecer lo que no son, como el sueño, el espejismo, la ilusión mágica y el eco” (Arnau, 2005, p. 80). Así, como debe distinguirse la demarcación entre el sueño y la vigilia, también corresponde hacerlo entre lo que puede ser sabido y lo que no. La ironía se mantiene, en todo caso, porque, tras el uso de la demarcación inicial, las fronteras se derrumban por compartir la esencia ilusoria que contamina lo existente.
El que la razón sea una especie de ilusión no debe ser juzgado en el plano de una visión hermética o simplista; por el contrario, cuando el plano de la perspectiva es abierto u holístico, se percibe que la razón es una elaboración que se sostiene a partir de aspectos que no son, en forma alguna, racionales. Desde tal enfoque puede admitirse que la razón es un modo de reacción. “La actividad [de la razón] depende de lo que uno percibe, de lo que uno ve, de lo que uno siente. Según esta forma de entender la razón, lo inteligible ya no está tan separado de lo sensible” (Arnau, 2005, p. 86). Resulta fundamental constatar los límites, tanto del ser como del saber. No suele ser bienvenida la idea de los límites, menos en los casos en los que la pretensión ha cegado la cordura; de tal modo, “la paradoja puede considerarse un obstáculo o una fuente de inspiración. Lo que para unos es la pasión del pensamiento para otros es un problema insoportable” (Arnau, 2005, p. 165).
Decir que “el saber” tiene límites, no representa una invitación para desistir del ejercicio racional; al contrario: representa un reto que impulsa a llegar hasta la frontera que sea posible. Afirmar que “el ser” tiene límites, no implica sentarse con pasividad y esperar que las circunstancias nos absorban en lo ordinario; en todo caso, los límites son ocasión ineludible para replantear lo que hemos considerado verdad y para vislumbrar el entorno desconocido que, al igual que el universo, nos absorbe en su inmensidad sin que lo notemos. Cuando vemos la frontera acontece su disolución, pero esto no excluye la importancia de poseer un pasaporte. Saber que “el ser” tiene límites, no cierra la puerta a la intuición de su unión con algo que es ajeno a nuestro ser, pero que comparte una vacuidad perenne. Considerados estos aspectos, “la ignorancia ya no es ver lo impermanente (anitya) como permanente (nitya), lo doloroso (duhkha) como dichoso (sukha) o lo que carece de esencia (anatman) como con esencia (atman). No. La ignorancia es ahora aferrarse a esas dualidades” (Arnau, 2005, p. 173). La ilusión existe en la demarcación, pero más iluso resulta no percatarse de la frontera que debe diluirse. Así como los extremos de una línea recta tienen la apariencia de contrariarse entre sí, el ser y la nada, así como la verdad y la ilusión, conforman la línea de la realidad humana.
Es cierto que “el pensamiento de Nāgārjuna es un esfuerzo por alejarse de la idea de que hay un lenguaje no humano que la realidad habla y por tanto que hay una verdad en ese lenguaje” (Arnau, 2005, p. 211), pero esto no significa que no se elaboren significados a partir de lo que representamos. Desembarazarse de la etiqueta implica comprender la vacuidad del mundo y de todo lo que podemos representar a partir de él. Aquí no se discute la posible belleza de la naturaleza o el gusto de observar el amanecer, sino que se constata que lo que representamos, a partir de esos fenómenos se asocia a lo que deseamos ver, a través de ellos o al ánimo que anteceda nuestra percepción. A pesar del estereotipo optimista que asegura un significado trascendente a nuestra estadía humana en este planeta, no somos capaces de dimensionar todas las realidades espaciales que se escapan de nuestra vista o consideración. Si lo que está fuera de nosotros nos habla, entonces hay demasiadas voces que no logramos escuchar en el cosmos. Por el contrario, si nuestro aparato representacional se evidencia en lo que figuramos, a partir de lo que vemos a nuestro alrededor, entonces, tal imaginario es el que debe ser constatado para percibir su condicionamiento y contingencia. En ese sentido, Goldstein y Kornfield (2012) aluden que “no se trata de que tengamos que desembarazarnos de los pensamientos para experimentar la vacuidad, porque los pensamientos, en sí mismos, están vacíos y carecen de entidad” (p. 251). Más que dudar de cada una de las cosas que percibimos, cabe cuestionar el filtro con el que las hemos percibido. La duda no debe ser depositada de forma exclusiva en el entretejido de la subjetividad, sino en el telón de fondo de la condición humana desde la cual elaboramos cada asociación de ideas.
Suele generar desgano la idea de integrar el ser y el no-ser, incluso su sola apreciación. En una especie de queja valiente, Cioran (2010) reprochó a las tradiciones religiosas su alarde de suprimir la individualidad. En palabras del filósofo rumano:
Desde los Vedas, pasando por Buda y por Cristo, no he descubierto más que enemigos de mi necesidad. Me ofrecieron la salvación en mi ausencia; todos me exigieron que me privara de mí mismo. Ser yo ellos, o su Dios, ser anónimo en la nada, cuando mi orgullo reclamaba mi nombre incluso en la nada. (p. 30)
A pesar de que es comprensible la lucha por la permanencia del ego en el umbral de lo trans-personal, la prueba definitiva es la disolución voluntaria que solo puede derivarse de la conciencia de que “el ser y el no ser forman una unidad inseparable” (Wilber, 2006, p. 106). Al asumir la integración del ser y la nada, “cuando se comprende que uno mismo es el Todo, no queda fuera de uno nada que pueda infligir sufrimiento, […] sólo las partes sufren, no el Todo” (Wilber, 2006, p. 78). Podría encontrarse cierta arrogancia en la indicación de que el individuo también podría ser el Todo, pero debe captarse que cuando el individuo es el Todo no hay vanidad que habite en el ego, justo porque se ha logrado diluir, al menos durante el instante en el que la noción del Todo apareció. Aludir al Todo, en su sentido absoluto, implica el reconocimiento de que jamás ha nacido y que tampoco morirá. Si el ser termina por sustraerse, la presencia de su vacuidad permite su indestructibilidad: si ya no es, no hay manera de afectarlo. Goldstein y Kornfield (2012) hacen mención de la reveladora reflexión del sabio taoísta Chuang-tzu: “Puedo comprender la ausencia de ser; pero ¿acaso hay alguien que pueda comprender la ausencia de nada? ¿Quién puede comprender que, ahora mismo, por encima de todo, el No-ser sea?” (p. 266) En esta noción queda amparada la idea de que la nada puede ser intuida y, más importante aún, que no puede ser destituida de su trono inexistente. No hay ansiedad ni necesidad de demostración alguna en esa cumbre profunda que es la nada. El culmen de todo lo existente se armoniza en la majestad de la nada; visto así, “cuando seamos nada podremos estar en paz con todo lo que es” (Goldstein y Kornfield, 2012, p. 266).
Las cosas que existen no permanecerán para siempre, su núcleo las orienta al cambio; por el contrario, aquello cuya esencia es total vacuidad no tiene la opción de cambiar. La noción de ser el Todo, no solo una fracción, sino copartícipe de tal, permite que la idea de la muerte se modifique. En un plano de semejante amplitud, la muerte es una especie de traslado o retorno. Creemos que lo que somos morirá, cuando la existencia corporal desista y nuestra materia se corrompa, pero no tenemos la certeza de que lo que somos sea lo que creemos ser. Estamos lejanos de ser el personaje que hemos representado en cada una de las escenas de esta pomposa teatralidad vital. “El problema de la muerte, el miedo a la nada, se convierten en el núcleo central del ser que se imagina que no es más que una parte” (Wilber, 2006, p. 106); pero cuando la demarcación es rota, el miedo se desvanece y deviene la contemplación de la vacuidad. La vida que nos corresponde es un tiempo que no permanecerá para siempre; por su parte, la entrada a la dimensión del no-ser, que es también atemporal, no posee ningún fin. Es posible que algo similar haya comprendido Schopenhauer (2011) cuando señaló que “es raro que un hombre, al final de su vida, si es a la vez sincero y reflexivo, desee volver a comenzar el camino y no prefiera infinitamente más la nada absoluta” (p. 128).
6. La frontera de la vacuidad
La luz se hace presente cuando la antecede una seria convivencia entre el humano y el abismo. La niebla que cunde en el abismo está enrarecida con distorsiones, incertidumbres y sinsentido, todo lo cual conforma una agobiante experiencia de nihilismo.
Estamos sujetos a la distorsión, sobre todo cuando no ofrecemos ninguna duda ante los saberes recibidos o las formas con las que nombramos las fracciones de realidad que nos interpelan. En ese sentido, “la palabra vacuidad es tan traicionera como las demás” (Arnau, 2005, p. 253), de modo que una vez que hemos renunciado a los conceptos preestablecidos aún prevalece el reto de poner en duda lo que significa avanzar. Nishitani (2003) expuso el significado central de la vacuidad cuando afirmó que “el agua no moja al agua [y] el fuego no quema al fuego” (p. 127). Del mismo modo, la vacuidad no puede vaciarse ni el ser puede hacerse ser. A su vez, el humano no puede humanizarse, ni la conciencia es conciencia de sí misma. En tal orden de ideas, el agua requiere de algo que pueda ser mojado y el fuego necesita de aquello que devorará con su naturaleza destructora; el humano requiere del otro para poder abogar por su cualificación y mejora, tal como la conciencia requiere de aquello que se nos presenta. Cada cosa es vacía en sí misma, porque requiere de algo que la complemente, incluso para constatar su propio efecto. Podemos atestiguar que una mano no es capaz de agarrarse por completo a sí misma, tal como nuestros pies necesitan una base para lograr pisar. En tal plano de contingencias, Nishitani (2003, p. 211) refiere que
…si el ojo pudiera verse a sí mismo no sería capaz de ver nada más. El ojo dejaría de ser un ojo. El ojo es ojo a causa de ese no-ver-esencial y, a través suyo, ver es posible. El no ser un ojo (no-ver) constituye la posibilidad de ser un ojo (ver). (p. 211)
En virtud de ello, si entendemos a Dios como un Ser que requiere del humano, en la suposición de que no es capaz de adorarse a sí mismo y de que necesitó crear a quienes lo adoran y buscan su gloria, lo estamos dotando de la contingencia que es propia de las cosas perecederas. Resulta poco aceptable la proposición de un Dios contingente a la acción del hombre y de la mujer, a pesar de ser notable la efectividad de tal noción para propiciar certeza sobre lo que hacemos y ofrecer valor a nuestro compromiso. La única manera concebible de que algo absoluto no sea contingente, de modo que no dependa de algo externo para ser lo que es, apunta a una especie de nada absoluta. Podrá objetarse que incluso la nada necesita al ser, que supuestamente sería su contraparte, para entonces lograr constituirse como nada; pero tal argumento es insostenible, al menos desde la premisa de que, sin la existencia del ser, la nada ya era y siempre ha sido. La contingencia de las cosas también puede ser atribuida a cualquier enseñanza recibida o al orden con el que se han establecido nuestros saberes; a esa línea se circunscribe Nāgārjuna (2003) al referir lo siguiente: “No existe ningún dharma no surgido en dependencia, luego por tanto, no existe ningún dharma que no esté vacío” (p. 160).
El desconocimiento de la contingencia y vacuidad de las cosas y nuestra pretensión de dotarlas de un sentido que no tienen, provoca una distorsión que resulta palpable cuando surge la incertidumbre. No obstante, nuestra idea de certidumbre también puede ser sometida a revisión; contrario a lo usualmente pensado, Nishitani (2003) considera que “la verdadera libertad es […] una autonomía absoluta en el campo de la vacuidad, donde no hay nada en qué confiar” (p. 353). La libertad no consiste en tener protecciones o sostenes, sino en independizarse de los mismos. No contar con certidumbre alguna, lejos de ser una prisión asfixiante, genera una libertad vital. En función de que no hay certezas, tenemos derecho a equivocarnos; si no hay alguien que vigile nuestra conducta desde el Cielo, entonces somos responsables ante aquellos a quienes dirigimos nuestros actos; si no existen lineamientos unívocos sobre cómo debe ser vivido el poco tiempo que nos corresponde, nuestro panorama de opciones es tan abarcador como lo sea nuestra creatividad.
Si “la esencia de todas las cosas es su falta de esencia” (Arnau, 2005, p. 71), entonces se entenderá que “en las profundidades de nuestro propio ser no existe absolutamente nada permanente a lo que podamos aferrarnos” (Goldstein y Kornfield, 2012, p. 112). Esto no nos pone a la deriva, solo nos ofrece la evidencia de que ya lo estamos. De esto derivan un par de acepciones de lo que es el nihilismo, “en la acepción positiva, la destrucción filosófica de todo presupuesto y todo dato inmediato; en la negativa, por el contrario, la destrucción de las evidencias y certezas del sentido común por parte de la especulación idealista” (Volpi, 2005, p. 25). Vivida a profundidad, la experiencia nihilista conduce a la pérdida de sentido, lo cual podría tener la facultad de detonar una elaboración más precisa para el proyecto que deseamos forjar durante la existencia.
El vacío no es algo a lo que debemos enfrentar en cada caso que se presenta, sino que es posible realizar su apología, considerando el efecto que produce en las elecciones de las personas que lo experimentan. Para salir airoso de la vivencia nihilista, primero debe acogerse el nihilismo con intensidad. Aludiendo la propuesta de Nishitani, Heisig (2003), concluye que
el primer paso a la duda radical es permitir que uno mismo esté tan lleno de ansiedad que aun la frustración más simple y más privada pueda revelarse como síntoma de la carencia radical de sentido que aflige a toda la existencia humana. (p. 17).
A través de tal experiencia de nulidad, si logran evadirse una serie de obstáculos impertinentes, se consigue centrar la atención en construir un proyecto propio. Siendo testigos de la implicación de la vacuidad podemos reconocer que “en el caso de la muerte no nos encaramos a algo que nos espera en un futuro, sino a algo que viene al mundo con nosotros desde nuestro nacimiento” (Nishitani, 2003, p. 40).
El camino hacia la conciencia de la vacuidad es precedido por la vivencia de la nihilidad. De hecho, “el núcleo mismo de la enseñanza budista consiste en comprender la naturaleza insubstancial, vacía y carente de identidad de todos los fenómenos” (Goldstein y Kornfield, 2012, p. 209); esto no es vivido con sosiego y ternura en un primer momento, toda vez que de ello se desprende la sensación de absurdidad nihilista. Tras el desvelamiento de la condición vacía de todas las cosas ya no hay disputa ni decepción, sino comprensión de la situación finita y perecedera que nos corresponde. Es por ello que “para el que tiene sentido la vacuidad, todo tiene sentido, para el que no tiene sentido el vacío, nada tiene sentido” (Nāgārjuna, 2003, p. 159). El asombro ante lo absoluto también se vuelve comprobación de la vacuidad. Es difícil trascender la experiencia de nihilidad cuando esta no es permitida. Una laudable recomendación al respecto es ofrecida por Volpi (2005):
Si de veras se pretende superar el nihilismo, no tiene sentido producir resistencias y reacciones, ni erigir las frágiles barreras de nuevos valores improbables. Más bien, es preferible dejar que el enorme poder de la nada se libere y que todas las posibilidades del nihilismo se agoten hasta su cumplimiento esencial. (p. 116)
La nihilidad debe ser asumida como preámbulo de la conciencia de la vacuidad. Solo en el reconocimiento del abismo se logra la ascendencia a una condición extática de la que se destila una concepción alterna de la realidad.
En la idea de Nietzsche (2004), “cuando un hombre se auto-suprime, hace lo más estimable del mundo; con ello, casi se merece vivir” (p. 118). Sin duda, la evolución del pensamiento del filósofo de la tragedia es una fehaciente prueba de nuevas significaciones. La elección por la contemplación de la vacuidad no arroja satisfacciones inmediatas, pero sí extiende la alternativa de liberaciones manifiestas. Como toda pieza de arte, la persona debe trabajarse a sí misma con el fin de pulirse o rescatar de sí la mejor expresión posible. Nishitani (2003) testifica que “el pensamiento de Nietzsche maduró tras pasar por los fuegos purgativos de la visión del mundo mecanicista y fue capaz de enfrentarla al modo de ser humano nuevo” (p. 107).
Quizá la vacuidad no nos conduzca a la plena comprensión de lo sublime, pero sí a la novedosa resolución de sabernos constitutivos del Todo, a través de una nada que está presente en la deidad de lo absoluto. Aquellos que contemplan la vacuidad, que reconocen la presencia envolvente de la nada, son tildados de pesimistas por contrariar la dulce armonía de un mundo irreverente. La desaprobación social no constituye ningún obstáculo para la militancia del que despertó a un nuevo orden de la cosas; ser destituido o rechazado representa parte de su propio camino de vaciamiento y renuncia.
Héctor Sevilla Godínez en dianet.unav.edu/
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
El perdón. La importancia de la memoria y el sentido de justicia |
Amor, perdón y liberación |
San Josemaría, maestro de perdón (2ª parte) |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |