Siguiendo la línea habitual de sus intervenciones, Benedicto XVI se ha centrado, en su primera encíclica [1], en lo más esencial de la fe cristiana: «quién es Dios y quienes somos nosotros» (2a). En efecto, el amor define lo que Dios es y lo que es el cristiano: Dios es amor (1Jn 4, 16), y cristiano es «el que ama», el que ama a Dios (1Jn 4, 7) y el que ama a su hermano (1Jn 2, 10); y al amar realiza el ser imagen de Dios.
Ahora bien, definir «lo cristiano» (el Dios revelado en Jesucristo y la persona cristiana) por el amor plantea, al menos, dos dificultades. Una se refiere a la ambigüedad de la palabra amor: ¿a qué nos referimos cuando hablamos de amor? La otra dificultad es debida a que el amor es una realidad antropológica, antes de ser una realidad religiosa y, por tanto, el cristianismo no puede pretender tener la exclusiva del amor. Surge entonces la pregunta de si el concepto antropológico de amor y el cristiano son iguales, distintos, contrarios, contradictorios o compatibles.
1. El amor, una realidad plurivalente
La encíclica comienza notando la primera de las dificultades a las que acabo de aludir: «El término amor se ha convertido hoy en una de las palabras más utilizadas y también de las que más se abusa, a la cual damos acepciones totalmente diferentes» (2a). Para ejemplarizarlo el Papa habla del «amplio campo semántico de la palabra amor» (a los padres, a la patria, a la profesión, etc.). Podemos añadir también el amplio campo ideológico. En efecto, el significado del amor puede ir de lo sexual a lo espiritual, de lo interesado a lo desinteresado, de la codicia a la caridad. En suma, con la palabra amor designamos actitudes y comportamientos no sólo bien distintos, sino, a veces, incluso incompatibles (amor al dinero, amor al pobre). El amor abarca un campo tan amplio como el que va del interés al desinterés. De ahí que según cuál sea la idea que uno se hace del amor, puede considerar que la idea que otros tienen es o bien una profanación, o bien una mistificación irreal del amor.
Benedicto XVI precisa que «en toda esta multiplicidad de significados destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer» (2b). Este amor hay que calificarlo de interpersonal y es el que verdaderamente nos interesa. En este amor intervienen todas las dimensiones de la persona y en él «se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor» (2b). Surge entonces la pregunta de si todos estos tipos de amor se unifican en uno sólo o si estamos hablando de realidades totalmente diferentes. La pregunta orienta ya hacia la respuesta que interesa al Papa: hay diferentes tipos y especies de amor. Si se absolutizan pueden resultar incompatibles. Pero también pueden y deben integrarse, sobre todo en el amor interpersonal y en el amor del ser humano a Dios, para realizar la plenitud y belleza del amor. Dejamos aquí indicada esta cuestión para retomarla más adelante.
2. El amor, dimensión antropológica fundamental
El amor define al cristiano. En realidad, el amor, sobre todo el interpersonal, es la esencia de lo humano. El ser humano es un ser hecho para el amor. La fe cristiana ratifica esta dimensión fundamental de la existencia que es el amor, y le da su sentido más auténtico.
El amor no aparece en un momento dado de la existencia. El amor nace con nosotros. Todos nacemos como seres hechos para el amor. La prueba de que nacemos para el amor está en la necesidad que todos tenemos de superar la soledad. La necesidad del amor nace del sentimiento innato de separación y del deseo de superarlo mediante una experiencia de unión. Dicho de una forma muy sencilla: todos sentimos que nos falta algo, no sabemos el qué, pero buscamos eso que nos falta. El niño, en cuanto deja el seno materno, siente su falta, y por eso busca la piel y los pechos de la madre. Todos, en muchos momentos de la vida, aún estando rodeados de gente, sentimos una angustiosa sensación de soledad. Y, para huir de ella, buscamos esa mano amiga que nos haga sentir acompañados. Nos falta, como dice la sabiduría popular, nuestra «media naranja».
Yo mismo he escrito algunas páginas sobre este asunto [2], y ha sido grande mi alegría al leer las observaciones de Benedicto XVI al respecto. El Papa se refiere al mito de los andróginos, contado por Platón y al texto del Génesis sobre la creación del varón y la mujer (11). Según cuenta Platón (en su obra El banquete), antaño nuestra naturaleza no era como ahora, sino muy diferente. Nuestros antepasados eran dobles (cuatro manos, cuatro piernas, dos órganos reproductores, dos rostros, aunque una sola cabeza para el conjunto de estos dos rostros opuestos el uno al otro) y poseían una unidad perfecta de la que ahora carecemos. La dualidad genital explica que hubiera tres géneros en la especie humana: los varones (que tenían dos sexos de hombre), las mujeres (que tenían dos sexos de mujer) y los andróginos que poseían un sexo de hombre y otro de mujer. Todos ellos poseían una valentía y una fuerza tan excepcionales que intentaron escalar al cielo para luchar contra los dioses. Zeus, para castigarlos, decidió cortarles en dos, de arriba abajo. Esto significó el fin de la plenitud, de la unidad, de la felicidad. Desde entonces cada individuo no tiene más remedio que buscar su mitad, expresión que hay que tomar al pié de la letra: antes «formábamos un todo completo…, antes éramos un solo ser»; pero hemos sido «separados de nosotros mismos buscando sin descanso ese todo que éramos»; «el anhelo y la persecución de ese todo recibe el nombre de amor», que es por añadidura lo que nos hace felices. Lo interesante del mito platónico es que expresa de manera gráfica esa necesidad imperiosa que todos tenemos del otro, pues sólo otro «tú» puede colmar nuestra radical soledad y equilibrar nuestro yo.
Otra historia, la de Adán y Eva, también manifiesta esta necesidad de superar la soledad mediante el encuentro con otro ser, igual y diferente al mismo tiempo. Es importante eso de «igual y diferente». A propósito de ello quisiera ofrecer una curiosa observación que hace Tomás de Aquino. No se refiere para nada a Platón, pero se diría que está pensada como una respuesta al mito que acabamos de narrar. Observa Tomás de Aquino que en Gn 1, 27 se lee «los creó macho y hembra», y comenta: «dice en plural los para evitar el que se entienda que ambos sexos se daban en un solo individuo» [3]. El amor se da entre dos seres distintos, iguales y diferentes. Iguales, porque sin la igualdad el otro sería un objeto, una cosa para mi servicio. Diferentes, porque sin la diferencia, en el otro sólo encontraría un reflejo de mí mismo. En cualquiera de los dos casos, la soledad no sería superada. En realidad, la androginia humana, no como metáfora, sino en sentido estricto, es la destrucción del amor. El deseo del otro no se traduce en necesidad de identificarme con él, sino en comunicarle este deseo sin buscar que desaparezca en mi misma identidad. Desear al otro es desear que el otro sea verdaderamente otro.
Pero sigamos con la historia de Adán y Eva. En los inicios de la humanidad, después de haber preparado un jardín frondoso para que la vida fuera posible y gratificante, Dios creó a un ser humano para que lo habitara. Apareció Adán. Pero muy pronto Adán noto que le faltaba algo esencial. Se encontraba solo. Se paseaba por el universo y admiraba su belleza. Pero las plantas, los animales, las estrellas, no hablaban su misma lengua. No podía comunicarse con ellos. Dios se dio cuenta: Adán no estaba bien, un hombre solo no es una buena creación: «no es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2, 18). Entonces de «una de las costillas» del hombre, Dios «formó una mujer» (Gn 2, 21-22). De modo que la mujer «ha salido del hombre». Por eso hay en el uno y la otra una tendencia innata a ser de nuevo «una sola carne» (Gn 2, 23-24) por el amor, en la distinción, la diferencia y el respeto a la alteridad. Aparece también en esta historia lo que ya hemos encontrado en el mito anterior: el hombre ha perdido una parte de sí mismo y no se encontrará a sí mismo hasta que no encuentre lo perdido.
La parte perdida ―o mejor, lo que el varón necesita para sentirse completo― es la mujer, que Dios presenta ante Adán para que, si aprende a amarla, encuentre lo que busca, se sienta colmado, su soledad se convierta en compañía del otro igual y diferente. Digo bien si Adán aprende a amarla. Porque la prueba de que el amor es un aprendizaje, que exige tiempo y paciencia, se encuentra en la primera dificultad que tuvieron que superar Adán y Eva. Después de enfrentarse con Dios, en vez de pedirse perdón el uno al otro por haberse incitado mutuamente contra Dios, o de tratar el uno de defender al otro, como se defienden los que se quieren, se enfrentaron entre ellos, manifestando un amor poco sólido, inmaduro y egoísta: el hombre acusó a la mujer, y la mujer no quiso responsabilizarse de lo ocurrido (Gn 3, 12-13). La consecuencia de este enfrentamiento la expresa el libro del Génesis (Gn 3, 16) con una frase tajante, dicha por Dios a la mujer: «él te dominará». El dominio sustituye al vivir para el otro.
Ambas historias, la de Platón y la del Génesis, coinciden en lo fundamental, a saber, la necesidad que tenemos los humanos de superar la soledad. Porque estamos hechos para amar. Hasta el punto de que el ser humano permanece para sí mismo un misterio incomprensible si no se encuentra con el amor [4]. Interesa, pues, introducir ya la verdadera razón teológica de por qué el ser humano está hecho para amar. Esta razón última, que la fe nos descubre, es que el ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, que es Amor.
3. Imagen de Dios, que es Amor
En el libro del Génesis encontramos la clave de comprensión (desde la fe) de lo que es todo ser humano: un ser con una dignidad sin igual, porque ha sido creado a imagen de Dios (Gn 1, 27).
Esto significa que para comprender a fondo lo que es el ser humano hay que saber algo del modelo a partir del cual ha sido creado, o sea, de Dios. Antes y después de su elevación al Pontificado, el Papa ha insistido en que el Dios cristiano es Razón y Amor. El Logos (término griego que significa palabra y razón) entra en la definición del Dios cristiano. Dios como Logos ha creado la razón y al mismo tiempo crea por amor. Así, Dios no es compatible con fundamentalismos, supersticiones y arbitrariedades. En su encíclica el Papa insiste en la segunda de las características fundamentales del Dios cristiano, a saber, el Amor. Con esta característica nos encontramos ante una «nueva imagen de Dios» (son palabras del Papa, en 9a), necesaria para comprender quién es el ser humano. Aquí «nueva» hay que entenderlo en relación a la imagen que ofrecen de Dios otras concepciones religiosas y filosóficas de la antigüedad. Y también nueva (añado yo), o al menos original, en relación a la que ofrecen otras religiones: para el Islam, Dios es Señor y no Amor. Veamos esta «nueva imagen de Dios».
3.1. Dios es amor
No cabe una definición de Dios. Dios es indefinible. Todo intento de definirlo lo empequeñece. Por eso, cuando la revelación, sobre todo la del Nuevo Testamento, y más en concreto los escritos joánicos, parece que ofrece definiciones de Dios («Dios es espíritu»: Jn 4, 24; «Dios es luz»: 1Jn 1, 5) se trata de fórmulas que ponen de relieve un valor esencial de Dios.
La «definición» de Dios como Amor (1Jn 4, 8.16) es reconocida como la mejor y más apropiada, porque este valor que pone de relieve es determinante de todo lo que es y hace Dios. Dios y el amor son inseparables y se califican el uno al otro. Aquí no se dice que en Dios hay amor, sino Dios es amor. El ser de Dios es irrevocablemente definido como amor. Y de la misma forma que «Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna» (1Jn 1, 5), Dios es amor y en él no hay nada más que amor, sin ningún asomo de no-amor. El amor no es una actividad más de Dios entre otras (Dios crea, juzga, gobierna, etc.). Es la razón de ser, el motivo de todo lo que hace, lo que connota toda su actividad y todas sus relaciones. El amor se identifica con su ser. Todo su ser es ser amor.
Sólo el amor le ocupa [5]. No es algo suyo, es Dios mismo, su substancia, de tal modo que es imposible que Dios no ame. Como muy bien dice San Bernardo en su Carta sobre la caridad a los hermanos de la Cartuja, si la caridad no fuera la misma substancia divina, sino una cualidad o accidente, «sería decir que en Dios hay algo que no es Dios».
¿Cómo llegó el autor de la primera carta de Juan a esta «definición»? No especulando sobre la naturaleza divina, sino contemplando las manifestaciones de Dios a través de la historia, sobre todo en la persona y vida de Jesús: «en esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios, en que Dios envió al mundo a su Hijo único» (1Jn 4, 9). Ya a lo largo del Antiguo Testamento, Dios se manifestó como la bondad misma, que socorre a los suyos en la aflicción y que perdona a cuantos se arrepienten. Pero en Jesús, el amor del Padre se manifestó con una generosidad inigualable: en Cristo, Dios ama a sus enemigos, llega a decir Rm 5, 10. Los escritos atribuidos al apóstol Juan descubren quién es Dios en función del misterio de Cristo, puesto que el Padre y el Hijo son una sola cosa (Jn 10, 30), y viendo al Hijo se ve y se conoce al Padre (Jn 8, 19; Jn 14, 7.9). Así, pues, «el discípulo que Jesús amaba», habiendo comprendido todo el amor que existía en el corazón de Cristo (Jn 13, 1), manifestado en su muerte (cfr. Jn 15, 13), ha concluido que en Dios existía un amor idéntico al que él había descubierto en Jesús. Por eso afirma sin dudar: «Dios es Amor».
3.2. Un amor apasionado y gratuito
¿Cómo es el amor de Dios? ¿Cómo describirlo en nuestros términos humanos? Para responder a esta pregunta seguimos de cerca la encíclica papal, pues ella nos reserva una sorpresa al describir el cómo de ese amor.
El Dios bíblico manifiesta en primer lugar su amor por su Palabra creadora. El hecho mismo de crear manifiesta que quiere a la criatura. Al contrario de lo que ocurre con la divinidad aristotélica, que «no necesita nada y no ama, sólo es amada», el Dios bíblico «ama personalmente». Para calificar humanamente un amor incalificable, Benedicto XVI no duda en recurrir al término eros usado por el Pseudo Dionisio [6]. Se indica así que el amor de Dios es un amor apasionado, que brota de lo más profundo de sus entrañas y le impulsa, le mueve a salir de sí mismo, como si no pudiera estar sin el hombre (9a); se diría que es un amor «que se impone». Los profetas Oseas y Ezequiel han descrito esa pasión de Dios con imágenes eróticas audaces, la del noviazgo y la del matrimonio (9b). Ahora bien, nota el Papa, el Pseudo Dionisio califica a la vez a Dios como agapé. Pues si el amor de Dios es apasionado, no por eso es necesitado, es totalmente desinteresado, gratuito y, por este motivo «es un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia» (10a). En efecto, la justicia exige castigar al pecador. Pero en Dios, su amor va más allá de la justicia: «la misericordia se siente superior al juicio» [7] llega a decir la carta de Santiago (St 2, 13). En suma, en el Antiguo Testamento, el Creador de todas las cosas «es al mismo tiempo un amante con toda la pasión de un verdadero amor». Esta concepción bíblica podría traducirse filosóficamente diciendo que «el eros es sumamente ennoblecido, pero también tan purificado que se funde con el agapé» (10b).
El Nuevo Testamento prolonga esta concepción ya insinuada en el Antiguo: Cristo da carne y sangre a los dos conceptos de eros y agapé, manifestando un Dios que va tras la oveja perdida, y se comporta como un padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza. En la cruz de Cristo «se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo» (12). Este acto de entrega de Jesús se perpetúa en la Eucaristía (13). Se entiende así que «el agapé se haya convertido también en un nombre de la Eucaristía: en ella el agapé de Dios nos llega corporalmente para seguir actuando en nosotros y por nosotros» (14).
4. La imagen del ser humano
4.1. Un amor «agápico» que integra el amor «erótico»
Relacionada esencialmente con la imagen de Dios encontramos en la Biblia la imagen del hombre, como ser para el amor, creado a imagen de Dios. Ya hemos visto que el ser humano ha sido creado para el amor. Las pregunta que ahora nos hacemos es: ¿cómo es el amor humano y cristiano a imagen del amor de Dios? Si el amor de Dios es una conjunción de eros y agapé, lo mismo ocurrirá en el amor humano. Esta relación de eros y agapé es, posiblemente, lo que más ha llamado la atención en la encíclica. El Papa la plantea a partir de la siguiente dificultad: el cristianismo, ¿ha destruido verdaderamente el eros? (4a). Dicho de otro modo: el amor cristiano ¿es acaso un amor frío, en el que los sentimientos, la sensibilidad y la pasión están ausentes, un amor que en realidad no es amor sino obediencia? ¿Cómo es el amor humano y cristiano a imagen del amor de Dios? De hecho el Nuevo Testamento ha relegado la palabra eros, para calificar al amor cristiano, y privilegiado, casi de forma exclusiva el novedoso vocablo agapé. En realidad, el agapé (amor desinteresado) no anula el eros (amor apasionado), sino que lo integra, purificándolo. Lo que antes hemos dicho a propósito de Dios (calificado a la vez de eros y agapé) se realiza en el cristiano.
Para comprender la asunción del eros por el agapé, hay que recordar que en el ser humano coexisten íntima e inseparablemente una dimensión corporal y otra anímica o espiritual. El hombre es él mismo en la unidad íntima de ambas dimensiones. «El desafío del eros puede considerarse superado cuando se logra esta unificación». Si el hombre quiere ser sólo espíritu y rechaza la carne, ambos, espíritu y cuerpo pierden su dignidad. Al contrario, si repudia el espíritu para considerar el cuerpo como su realidad exclusiva, malogra igualmente su grandeza. Pues «ni la carne ni el espíritu aman». Es «la persona la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte cuerpo y alma. Sólo cuando ambos se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente él mismo. Únicamente de este modo el eros puede madurar hasta su verdadera grandeza» (5b).
El Papa reconoce que puede haber algo de cierto en el reproche que se hace al cristianismo de ser adversario de la corporeidad. Pero no es menos cierto que hoy el eros se degrada en puro sexo (olvidando que las dimensiones sensibles y sensuales, corporales de la persona, son más que encuentro genital), se convierte en mercancía, en objeto. Sin embargo, el sexo sólo encuentra su más auténtico sentido como expresión de amor. Entonces es humano y humanizador. El cuerpo que exaltan muchos de nuestros contemporáneos (joven, estilizado, bello, etc.), es un cuerpo para el consumo. Hay que respetar todos los cuerpos, todos sin excepción. Cuando así ocurre el eros empieza a purificarse, supera el egoísmo y puede nacer el amor que se ocupa y preocupa por el otro. El amor que no se busca sólo a sí mismo, sino que ansía el bien del amado.
No puede contraponerse, por tanto, el eros, como amor mundano, y el agapé, como amor fundado en la fe. El agapé está profundamente enraizado en lo humano y lo mundano, y no puede desvincularse «de las relaciones vitales fundamentales de la existencia humana» (7b). Y el eros, al vivirse en el contexto del amor que busca el bien del otro, trabaja por la felicidad del otro y desea «ser para» el otro. Así, el momento del agapé se inserta en el eros inicial. Por otra parte, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente de un amor oblativo y desinteresado. «No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don» (7b). Eso es incluso cierto en el terreno estrictamente sobrenatural: el hombre sólo puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva (cfr. Jn 7, 37-38), si bebe siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (cfr. Jn 19, 34). En resumen, el amor es una única realidad, si bien con diversas dimensiones; según los casos, una u otra puede destacar más. Pero nunca pueden separarse completamente la una de la otra. Cuando se separan se produce una forma mermada o una caricatura del amor (8).
4.2. El amor como mandamiento
En el texto papal encontramos esta pregunta: ¿se puede mandar el amor? (16). ¿Por qué la escritura judeo-cristiana dice que el amor es un mandamiento?
¿No es más bien un sentimiento? De nuevo la relación entre eros y agapé puede iluminar esta cuestión. Pues el sentimiento no agota la totalidad del amor. Tampoco la atracción inicial (eros). Mientras los sentimientos van y vienen y la atracción desaparece, el mandamiento da estabilidad al amor.
El amor como sentimiento es muy restrictivo. Los que «no me caen bien» no pueden ser objeto de mi amor. Sin embargo, el evangelio habla de un amor universal. Si es universal tiene que ser posible amar a los que no me gustan. Ahora bien, si el amor es un gusto, una sensación agradable y placentera, está claro que no puedo amar a quien no me gusta. El amor como sentimiento es limitado. Tampoco es constante ni duradero, ni siquiera es fácil, como lo prueba la gran cantidad de divorcios y separaciones. En el amor como sentimiento deja de ser verdad eso de que el amor todo lo puede.
La comprensión del amor como sentimiento es insuficiente. En realidad, el amor (incluso a niveles humanos) es una actitud, resultado de una capacidad que exige aprendizaje. Si el amor es una capacidad, la cuestión ya no es encontrar alguien que me ame o que me guste, sino poner en práctica mi capacidad de amar. Más que una cuestión de objeto, el amor es una actitud, una orientación del carácter, un ejercitar una facultad, una expresión de mi vida. Cierto, cuando yo amo, puede entonces ocurrir la maravilla de despertar en el otro el amor, y de ser también yo amado. Hay un lazo muy estrecho entre el desarrollo de la capacidad de amar y el desarrollo del objeto del amor. Así ocurre, en el caso ideal, en el amor de la madre por su hijo. El niño es ante todo objeto de un amor gratuito. Él es, en primer lugar, amado. Y amado incondicionalmente. Poco a poco, este amor primero e incondicional, despierta en el niño la capacidad de amar, de responder a su vez a este amor. Y de pasar de una primera etapa en la que la madre es absolutamente necesaria, a una etapa más madura en la que el niño trata de complacer a su madre y de «ganarse» su amor.
El evangelio va más allá del amor como sentimiento y como actitud. Habla del amor como mandamiento. Ya hemos dicho que el mandamiento da estabilidad y permanencia al amor. Pero entender el amor como mandamiento plantea alguna dificultad. El sentimiento es espontáneo, las actitudes son libres, el mandamiento es obligado. ¿Podemos hacer del amor una obligación? Entonces, ¿por qué es mandamiento? Porque amor y mandamiento son lo mismo. El mandamiento es expresión de la voluntad de Dios. Y el amor es unión de voluntades, consiste en hacer la voluntad del amado, pues los amantes tratan de complacerse el uno al otro. Cuando el amor es codicioso la voluntad ajena se opone a la propia. Pero hay un amor en el que se realiza el milagro de que la voluntad propia coincide con la ajena. Si dos seres humanos se aman, ¿no se repiten constantemente el uno al otro: «se hará como tú quieras»? Cuando se trata del amor del ser humano por Dios, el complacer a Dios se traduce en conformidad con la Voluntad divina, en la búsqueda constante de lo que place a Dios, en definitiva, en cumplir la voluntad de Dios: «el amor a Dios consiste en guardar sus mandamientos» (1Jn 5, 3; Jn 14, 15). Si uno mi voluntad a la de Dios, entonces puedo amar a la persona que no me agrada, porque esa persona es amada por Dios: «su amigo es mi amigo» (18).
5. La imagen de la Iglesia
Tras haber tratado del amor como lo que define a Dios y lo que define a la persona, la Encíclica trata de la Iglesia como comunidad de amor. El amor es, pues, la nota distintiva de la Iglesia. Pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia, situándose al mismo nivel que el anuncio de la Palabra de Dios o la celebración de los Sacramentos (25a). La Iglesia es la comunidad de aquellos que aman a Dios y que aman a los hermanos. Y toda su actividad es expresión de un amor que busca el bien integral del ser humano (19).
Al ser la Iglesia una comunidad de personas, el amor de y en la Iglesia precisa de una organización. Benedicto XVI cita Hch 2, 44-45. En este texto se describe el ideal de vida de la primitiva comunidad: lo compartían todo, los bienes, las oraciones, la eucaristía, la enseñanza de la Palabra. El Papa nota que «a medida que la Iglesia se extendía, resultaba imposible mantener esta forma radical de comunión material» (20). Me pregunto si, al menos en su intención y en su deber ser, la vida consagrada no ha sido y no es el modo de mantener «esta forma radical de comunión». Si es así, entonces, la vida religiosa es necesaria en la Iglesia, como estímulo y recuerdo permanente de lo que ella debe ser.
Ahora bien, si la Iglesia es una comunidad de amor, el amor no la encierra en sí misma, supera los límites de la Iglesia (25b), se abre a todos los seres humanos. De ahí la importancia y la necesidad de la acción caritativa de la Iglesia. A propósito de esta actividad caritativa, la Encíclica aprovecha para clarificar algunos problemas relacionados con ella.
5.1. Justicia y caridad
Desde el siglo XIX se ha planteado una objeción contra la actividad caritativa de la Iglesia: los pobres no necesitan obras de caridad, sino justicia. Las llamadas obras de caridad serían el modo que tienen los ricos de eludir la justicia y acallar su conciencia. El Papa reconoce la parte de verdad que hay en esta argumentación, pero denuncia también sus errores. Nota también el Papa que con la aparición de la sociedad industrial, la cuestión decisiva es la de la relación entre capital y trabajo (26). Sin duda, la doctrina social de la Iglesia se ha ocupado de esta cuestión, pero ―y esta es una observación importante― sus «orientaciones se han de afrontar en diálogo con todos los que se preocupan seriamente por el hombre y su mundo» (27). La Iglesia no tiene ella sola la palabra en estas cuestiones.
La relación entre el compromiso necesario por la justicia y el servicio de la caridad precisa tener en cuenta dos situaciones de hecho:
a) La búsqueda de una sociedad justa es tarea principal de la política y, por tanto, de los Estados. Esto implica, por parte de la Iglesia, el reconocimiento de la autonomía de las realidades temporales (28 a 1). Sin duda, la Iglesia tiene el derecho de entrar en el debate de qué es la justicia, argumentando «desde la razón y el derecho natural» (28 a 4; 28 a 5), porque esto es una cuestión ética, pero no pretende con eso abrogarse «un poder sobre el Estado. Tampoco quiere imponer a los que no comparten la fe sus propias perspectivas y modos de comportamiento» (28 a 3). «No es tarea de la Iglesia que ella misma haga valer políticamente su doctrina». Su tarea es servir a la formación de las conciencias (28 a 4). He aquí unas orientaciones lúcidas, que merecerían una profundización teniendo en cuenta la situación política de cada país.
b) Incluso en la sociedad más justa, el amor siempre es y será necesario. Ningún orden estatal hace superfluo el servicio del amor. Porque el amor llega a donde no puede llegar la justicia, llega a lo más personal y entrañable, llega a este lugar en donde el ser humano necesita sentirse personalmente comprendido y acogido. El hombre no sólo vive de pan (Mt 4, 4) (28b).
5.2. La actividad caritativa propia de la Iglesia
La Iglesia tiene sus propias organizaciones caritativas (29a), que deben utilizar todos los medios que ofrece la técnica para el servicio del prójimo y la solidaridad (30 a 1 y 30 a 2), y colaborar con otras organizaciones que tienen fines similares a los suyos (30b 1 y 30b 2).
De este modo la fuerza del cristianismo se extiende mucho más allá de las fronteras de la fe cristiana. De ahí la importancia de que la acción caritativa de la Iglesia sea cada vez más fuerte y esplendorosa. Resulta, pues, pertinente la pregunta: ¿cuáles son los elementos que constituyen la esencia de la caridad cristiana y eclesial? (31):
a) La caridad cristiana es ante todo la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada situación: hambre, enfermedad, etc. Esto requiere, por una parte, competencia y formación profesional; y, por otra «formación del corazón», o capacidad de humanidad y atención cordial (31a).
b) La actividad caritativa de la Iglesia es independiente de partidos e ideologías. No está al servicio de estrategias políticas (31b). Puede ocurrir que, a veces, la estrategia política no responda a las necesidades inmediatas, buscando mantener una situación de desamparo para obtener réditos políticos de esos que están desamparados.
a) La caridad no ha de ser un medio de proselitismo. El amor es gratuito. Por eso, la Iglesia, al ejercer la caridad, no trata de imponer su fe a los demás, aunque tampoco la oculta (31c).
En este contexto recuerda el Papa que el obispo es el primer responsable de la caridad. Esta es su primera tarea. Sería importante que todos lo notasen. En su ordenación episcopal promete expresamente ser acogedor y misericordioso con los más pobres (32). Más adelante, el Papa propone como modelo de caridad a un monje-obispo, Martín de Tours (40), uno de los santos con más Iglesias dedicadas en Europa. La mayoría sólo conocen de él que compartió su capa con un pobre. Pocos saben que era criticado porque se ocupaba de los más necesitados, mientras los otros obispos banqueteaban con el Emperador.
Finalmente, el Papa hace una serie de consideraciones sobre aquellos que desempeñan en la práctica el servicio de la caridad en la Iglesia. A ellos les apremia el amor de Cristo (2Co 5, 4) (33). Su modo de servir les hace humildes. No adoptan una posición de superioridad ante el otro, a ejemplo de Cristo que en la cruz ocupó el último puesto en el mundo (35). Su servicio encuentra el mejor estímulo y apoyo en la oración, en el contacto vivo con Cristo (36 y 37).
6. El corazón de la fe cristiana
Como afirma la encíclica de Benedicto XVI, la caridad es el corazón de toda la vida cristiana. Eso significa que la caridad mueve toda la actividad del cristiano y que, en la vida cristiana, donde hay amor, todo vale; y donde no hay amor, nada sirve. En este sentido, la Encíclica papal recuerda un texto bien significativo: «podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve» (1Co 13, 3). El amor no es una simple actividad filantrópica, ni es un precepto más al lado de los otros preceptos. Es una participación en la vida divina que hace cristianas todas las actitudes, lo que procura a todos los actos su bondad fundamental, al orientarlos a su verdadero fin, que es Dios.
Esta primera encíclica de Benedicto XVI ha apuntado, como suele ser habitual en este Papa, a lo fundamental. Por eso, esta encíclica tiene aplicaciones en todos los ámbitos de la vida, y sirve de inspiración para todos los estados de vida cristiana: el matrimonio, la soltería, el celibato, la virginidad por el Reino de los cielos, etc. Se puede notar la importancia de que el Magisterio de la Iglesia haya aclarado que el amor cristiano lejos de destruir el amor humano (con sus dimensiones sensuales incluidas), lo integra, lo purifica, lo eleva, y sobre él se construye. Pero más allá de su oportunidad y del gran interés de esta reflexión sobre la relación del eros y del agapé, esta encíclica tiene un valor permanente, al menos en su intención fundamental: confesar quién es Dios (Dios es Amor), afirmar quién es cristiano (el que ama), y manifestar lo que da sentido y valor a toda la actividad del cristiano, tanto a nivel individual (en todas las dimensiones y aspectos de su vida), como a nivel socio-eclesial.
7. Algunas sorpresas
El apartado anterior bien pudiera ser conclusivo. Pero, a modo de apéndice, quisiera añadir algunas sorpresas que depara la encíclica.
La aparición de un filósofo como Nietzsche en un texto del Magisterio solemne de la Iglesia es algo totalmente nuevo, nunca visto hasta ahora. Sin duda el Papa lo hace para discrepar de él. Pero eso no impide que reconozca que el filósofo alemán expresa una apreciación muy difundida a la que la Iglesia debe ser sensible, a saber, si la Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, no convierte en amargo lo más hermoso de la vida (3).
Otra sorpresa es la reivindicación de la memoria de Juliano el Apóstata. Un pagano es presentado como estímulo para que los cristianos vivan más intensamente la caridad (24).
Junto con esta reivindicación de una figura pagana, el Papa reconoce que en la crítica marxista a la acción caritativa de la Iglesia hay «algo de verdad» (26). Sobre esto último hace una especie de confesión de culpas y señala que los errores son quizás explicables porque «los representantes de la Iglesia percibieron sólo lentamente que el problema de la estructura justa de la sociedad se planteaba (en la sociedad industrial del s. XIX) de un modo nuevo» (27).
Finalmente, indica que «no es tarea de la Iglesia el que ella misma haga valer políticamente su doctrina» (28 a 4). Más aún, que «la sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia, sino de la política» (28 a 5). La Iglesia, añade, «es una de estas (soy yo quien subraya) fuerzas vivas que unen la espontaneidad con la cercanía a los hombres necesitados de auxilio» (28 b).
He ahí una muestra de elementos que muchos no esperaban de este Papa, que ofrecen un estilo nuevo de pronunciarse en el Magisterio, y que dan prueba del sentido crítico, así como de la calidad intelectual y humana de Benedicto XVI.
Martín Gelabert Ballester en https://dialnet.unirioja.es/
Notas:
1 BENEDICTO XVI, Deus caritas est. En adelante, cuando dentro de mi texto aparezca un paréntesis con un número, se trata de una referencia al número de esta encíclica.
2 Cfr. M. GELABERT: Vivir en el amor. San Pablo, Madrid 2005, 11-15, en donde me refiero con cierta amplitud al mito de los andróginos y al relato bíblico del Génesis sobre la creación del ser humano.
3 Suma de Teología, I, 93, 4, ad 1.
4 Cfr. JUAN PABLO II, Redemptor Hominis, 10
5 JUAN DE LA CRUZ pone en boca de la Esposa unas palabras que también podría decir el Esposo: «ya no guardo ganado,/ni ya tengo otro oficio,/que ya sólo en amar es mi ejercicio» (Cántico espiritual, estrofa 28).
6 Para el Pseudo Dionisio «eros es un término más digno de Dios que agapé» (De divinis nominibus IV, 12). Para este autor la palabra eros expresaría la intimidad y el ardor del amor. La palabra agapé sería apropiada para designar el amor al prójimo; mientras que el eros tendría la ventaja de expresar con más fuerza las prerrogativas del amor divino. Cfr. mi libro Para encontrar a Dios. Vida teologal, San Esteban-Edibesa, Salamanca-Madrid, 2002, 210-211. Allí hago notar, dando las referencias adecuadas, que la fórmula del Pseudo Dionisio es asumida por Tomás de Aquino.
7 Al respecto, M. GELABERT, «La misericordia se siente superior al juicio», en Teología Espiritual, 2000, 280.
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