Emilio Sánchez de Rojas Díaz

Religiones nacidas en el Indo-Ganges

Esta importante área de origen religioso se encuentra en las llanuras de tierras bajas del extremo norte del subcontinente indio que son drenadas por los ríos Indo y Ganges, allí nacieron el hinduismo, el sijismo y el budismo. El hinduismo no tuvo un fundador único, y las razones por las que surgió alrededor de 2000 a.C. siguen sin ser claras. El budismo y el sijismo evolucionaron a partir del hinduismo como movimientos de reforma, el primero alrededor del 500 a.C. y el segundo en el siglo XV [41].

Una vez que nace una religión, la forma más rápida y fácil en la que puede propagarse es por difusión. A lo largo de la historia, la India ha sido un importante cruce cultural y un centro desde el cual las culturas, las creencias y los valores se dispersaron por todo el mundo [42].

Hinduismo

El hinduismo es la primera religión mayor que emergió en esta área. Se originó  en el Punjab, en el noroeste al menos hace 4.000 años, y más tarde se extendió por Afganistán y Cachemira hasta Sarayu en el este, seguido por una gran ola de expansión a través del Ganges para ocupar la región entre el Sutlej y el Jumna. De aquí se extendió hacia el este por el Ganges y hacia el sur en la península, absorbiendo y adoptando otras creencias y prácticas indígenas. Finalmente, dominaría todo el subcontinente indio.

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Más tarde, durante su fase principal de universalización, los misioneros hindúes llevaron la fe al extranjero, aunque la mayoría de las regiones conversas, serian posteriormente dominadas por otras religiones. Durante el período colonial, cientos de miles de indios fueron reubicados en otras regiones, incluyendo África Oriental y del Sur, el Caribe, el norte de América del Sur y las islas del Pacífico. Esta difusión por reubicación extendió eficazmente el hinduismo mucho más allá de su área de origen [43].

Budismo

El budismo nace en las estribaciones que bordean la llanura del Ganges, como una rama desgajada del hinduismo. Su fundador fue el Príncipe Gautama (644 a. C.), quien encontró la Iluminación mientras estaba sentado bajo un árbol. Más tarde, decidió dar a conocer a los demás el camino de salvación, intermedio entre los dos extremos de la auto indulgencia y la auto mortificación, inicialmente en el Parque Deer en Isapatana (cerca de Benares).

A partir de cinco monjes discípulos, el Buda reunió alrededor de él sesenta monjes que fueron enviados a predicar y enseñar. Durante la vida de Buda, las actividades misioneras se limitaron al norte, y algunas pequeñas comunidades en el oeste de la India. En los dos siglos siguientes el budismo se extendió a otras partes de la India, pero confinado al subcontinente. Misioneros y comerciantes llevaron posteriormente el budismo a China (100 a.C. a 200 d.C.), Corea y Japón (300 a 500 d.C.), Asia sudoriental (400 a 600 d.C.), Tíbet  (700 d.C.) y Mongolia (1500 d.C.). A medida   que se extendía, el budismo desarrolló diferentes formas regionales. Irónicamente, el budismo desaparecería de la zona de origen al ser reabsorbido por el hinduismo en el siglo VII, aunque ha sobrevivido entre la gente de las montañas del Himalaya y en la isla de Sri Lanka [44].

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Las políticas y los valores budistas, están profundamente entrelazados en el caso tibetano, en la medida en que la filosofía política del Tíbet -tanto antes de 1959 como en el exilio- es chos srid gnyis ldan, o «religión y política combinadas». La figura central para esta confluencia, ha sido la figura del Dalai Lama, líder espiritual y político del Tíbet desde 1642. Sin embargo, en marzo de 2011, el actual y décimo cuarto Dalai Lama declaró su retiro de la vida política y la devolución del poder político al exiliado, y directamente elegido primer ministro (Kalon Tripa). Seis meses después, el Dalai Lama emitió una declaración sobre el futuro de su propio sucesor, declarando que él tenía la «única autoridad legítima» sobre la reencarnación del próximo Dalai Lama. En cuestión de días, el Gobierno chino respondió declarando que «el título del Dalai Lama es conferido por el gobierno central y es ilegal de otro modo».

Los acontecimientos políticos en el transcurso de este siglo, han obligado a poner la cuestión de los derechos humanos en lo más alto de la agenda. La invasión china del Tíbet, el conflicto étnico en Sri Lanka y la experiencia de la dictadura militar     en países como Birmania han aportado al budismo contemporáneo una experiencia directa sobre las citadas cuestiones. Otro impulso que ha contribuido en centrar la atención en los temas sociales y políticos es el surgimiento de un «budismo socialmente comprometido», un movimiento cuyo nombre mismo implica una crítica de las formas más tradicionales y «desenganchadas» del budismo [45].

Sijismo

El sijismo se originó en Punjab a finales del siglo XV como movimiento de reforma iniciado por un líder espiritual llamado Nanak. En poco tiempo estaba siendo considerado como un hombre santo (guru), sus ideas encontraron apoyo generalizado, y estaba predicando a grandes multitudes, muchos de los cuales habían viajado especialmente para escucharlo. La nueva religión se adoptó ampliamente en el Punjab, porque ofrecía una nueva y atractiva idea espiritual, en particular por su crítica al sistema de castas, tan central del hinduismo. Creció rápidamente mientras prevalecieron las condiciones pacíficas, lo que no siempre fue el caso (especialmente debido a la perturbación de los invasores musulmanes), y su consolidación y expansión fueron favorecidas por el patrocinio político inicial.

Durante los primeros 2 siglos, el sijismo permaneció confinado a su área de origen, en el Punjab, porque los gurús sucesivos fueron elegidos siguiendo líneas familiares. Entre 1850 y 1971 hubo una considerable difusión del sijismo, unas veces por migración voluntaria, porque la comunidad sij era notoriamente aventurera, pero otras por migración forzada, causada por disturbios políticos.

Tras la creación de Pakistán después de la partición de la India en 1947, dividió el Punjab en una mitad occidental islámica y una mitad oriental predominantemente hindú. Un gran número de sikhs se embarcó en un éxodo masivo hacia la India desde el antiguo Punjab Occidental y otros estados en Pakistán. Muchos de los inmigrantes se establecieron en Punjab, donde el nacionalismo basado tanto en la religión como en el idioma llevó a la eventual formación del Punjabi Suba (estado) en 1966 [46].

Religiones de origen semítico

El judaísmo, el cristianismo y el islam -las tres grandes religiones monoteístas- se desarrollaron primero entre los semíticos en los márgenes de los desiertos del suroeste asiático, en lo que hoy es Oriente próximo. Al igual que las religiones originadas en el Indo-Ganges, las tres religiones monoteístas tienen lazos familiares. El judaísmo nace hace unos 4.000 años, y el cristianismo surgió -dentro del judaísmo- hace 2.000 años. El Islam nace en el oeste de Arabia hace unos 1300 años.

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Muchos escritores se han cuestionado el por qué las tres grandes religiones monoteístas se desarrollaron en el mismo núcleo básico, si bien en momentos diferentes. No pueden descartar ciertos factores ambientales, como los deterministas defendían con entusiasmo antes de los años cincuenta, pero buscar una sola causa o explicación dominante es demasiado simplista.

El monoteísmo se ha extendido por todo el mundo, y entre el cristianismo y el Islam incluyen cerca de 2,4 millardos de creyentes, lo que representa la mitad de la población mundial. El cristianismo y el Islam, las dos religiones «universalizadoras» dominantes, han desempeñado papeles claves en la dispersión del monoteísmo desde su centro inicial de Oriente Medio hacia las periferias.

Cristianismo

Como todas las demás religiones importantes, el cristianismo no es monolítico y la fuerza numérica (tanto absoluta como relativa) de los diferentes subgrupos cristianos varía de un lugar a otro. La Iglesia Ortodoxa Oriental es particularmente fuerte en la antigua Unión Soviética, y en ciertas partes de Europa y África (particularmente África del Norte). El catolicismo romano -más grande y disperso que la Iglesia Ortodoxa- tiene su presencia numérica más fuerte, en América del Sur y Europa [47]. El dominio del cristianismo ortodoxo en la Rusia Asiática, el fuerte crecimiento del cristianismo protestante en China y la implantación del catolicismo en Filipinas son los principales elementos para un análisis prospectivo del cristianismo en Asia.

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Islam

Islam significa «sumisión a Dios», y esta religión estrictamente monoteísta fue fundada por Mahoma en Medina en el año 622 (que marca el comienzo del calendario islámico). Cuando murió Mohammed en 632, gobernaba toda Arabia en términos tanto religiosos como políticos. El Islam se expandió inicialmente, por la conversión de las poblaciones principalmente cristianas bajo su control político. En menos de cien años, los musulmanes árabes habían conquistado tierras, desde el Océano Atlántico hasta las fronteras de la India, incluyendo España, África del Norte, Egipto, Siria, Mesopotamia y Persia. La distribución de hoy del Islam refleja un retroceso significativo de este emirato o territorio temprano del núcleo, aunque la extensión del Islam en la India, el Asia central, el Sudán y los márgenes de África del este ha dejado un legado duradero. El Islam también tiene una fuerte presencia en Asia sudoriental [48].

Otro factor importante para la rápida expansión del Islam fue su surgimiento en el centro de una serie de rutas comerciales importantes, incluyendo las caravanas que discurrían desde Oriente Medio hasta Asia Central y el norte de China, y a través  del Sahara hasta el Sudán. Muchos comerciantes musulmanes también eran eficaces misioneros, actuando como múltiples núcleos de difusión que viajaban ampliamente. La difusión por expansión explica la extensión del Islam desde su área de origen árabe, y la difusión por reubicación explica su posterior dispersión hacia Malasia, Indonesia, Sudáfrica y el Nuevo Mundo.

A diferencia del hinduismo, el Islam atraía conversos dondequiera que se apoderara. Nuevas áreas nucleares pronto se convirtieron en eficaces áreas fuente para una mayor dispersión, por una combinación de difusión por contagio y jerárquica. En los últimos años, el Islam ha vuelto a propagarse a Europa, a causa no de una invasión militar, sino por la inmigración de musulmanes desposeídos del norte de África, Oriente Medio y el sur de Asia [49].

La religiones del sudeste asiatico

Hinduismo

La primera religión practicada en la región fue el animismo, la creencia de que    las plantas y los animales poseen espíritus. Más tarde, Los comerciantes indios introdujeron el hinduismo alrededor del siglo I d.C. lo que permitió el nacimiento de diferentes reinos grandes y poderosos. El hinduismo fue tan popular que se convirtió en la religión estatal de varios países del sudeste asiático.

Budismo

El budismo se asentó mientras que el hinduismo era influyente a lo largo de la región, y ha seguido siendo preponderante en muchos países. Entre los siglos IX al XIII, el budismo mahayana era la religión más importante, influyendo en la lengua, el arte y la arquitectura. El budismo Theravada se extendió a través del continente asiático y hacia el año 500 dC estuvo presente en Birmania, Tailandia, Camboya y Laos. A diferencia de otras religiones, el budismo se difundió por contacto, no por difusión jerárquica desde la élite gobernante.

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Islam

A principios del siglo IX, los comerciantes árabes comenzaron a desempeñar un papel clave en el comercio internacional. En 674 A.D., un asentamiento musulmán se estableció en la costa oeste de Sumatra y se extendió lentamente a otras comunidades. No fue, sin embargo, hasta el siglo XII que la religión comenzó a propagarse significativamente. Varios gobernantes de la época se convirtieron  o  se  casaron con personas de la fe y establecieron el islam como la religión estatal. Además, los misioneros llevaron la ideología a través de Indonesia y Malasia. Hoy, el islam es la religión mayoritaria en Brunei (67%), Islas Cocos (80%), Indonesia (87,18%) y Malasia (60,4%).

Cristianismo

La otra religión importante que se encuentra en el sudeste asiático es el cristianismo. El catolicismo, una rama del cristianismo, llegó mucho más tarde que las otras religiones. Se introdujo con la llegada de los españoles en el 1500 que colonizó Filipinas. Hoy en día, el 80% de la población de Filipinas es católica y en Timor Oriental ese número asciende al 97%.

Las religiones de Asia oriental

Incluye las religiones de China, Japón y Corea, si bien nos centraremos en China.

El Estado chino y las religiones nacionales

China ha sido durante mucho tiempo una cuna de muchas de las tradiciones religioso-filosóficas más duraderas del mundo. El confucianismo y el taoísmo, al que posteriormente se une el budismo, constituyen las «tres enseñanzas» que han formado la cultura china. Los límites entre estos sistemas religiosos entrelazados no son claros, ya que ninguno pretende ser exclusivo, y elementos de todos ellos enriquecen la religión popular. La compleja y constante relación entre el estado chino y las religiones de la nación se remonta a miles de años. El estado gobernó una religiosidad incrustada en la población, difusa, no exclusiva y pluralista [50].

Las chamánicas son las primeras tradiciones religiosas registradas en China, y datan de la dinastía Shang (1600 a.C.-1050 a.C.). Elementos de estas tradiciones siguen constituyendo una parte importante de lo que se denomina religión tradicional china, que se refiere a las numerosas creencias, cultos y prácticas locales que han evolucionado desde entonces. Durante este período surgieron el concepto de reinos extra-mundos, el elevado estatus de los antepasados, el uso de la adivinación y los médiums espirituales, el culto al cielo y la ofrenda de comida como sacrificio.

El periodo de los Reinos Combatientes (771 a.C.-221 a.C.), aunque caracterizado por el caos y la guerra, vio un florecimiento de la actividad intelectual con las Cien Escuelas de Pensamiento. Estas cien escuelas incluían, entre otras, el taoísmo, basado en las obras del legendario sabio Laozi, así como las enseñanzas del filósofo Confucio, que más tarde formaría la base de la ideología oficial del estado imperial chino. El budismo fue introducido desde el subcontinente indio a través de la Ruta de la Seda durante la dinastía Han (206 a.C.-220 d.C.); la primera referencia documentada fue registrada bajo el reinado del emperador Ming (58-75). A través de la influencia e interacciónes mutuas, estas tres tradiciones, el budismo, el confucianismo y el taoísmo, formaron la base del sanjiao ( , «tres enseñanzas»), un influyente modelo que ve a las tres tanto como complementarias o como esencialmente similares, como elementos de un conjunto armonioso.

Aunque cada tradición tenía su propio canon y líderes, ninguno era autónomo o exclusivo; la mayoría de los chinos estaban comprometidos con las deidades, liturgias, personas y rituales de todos los sanjiao [51].

Además del budismo, otras religiones extranjeras llegarían finalmente a China, como el zoroastrismo, a través de los comerciantes de Asia Central. La dinastía Tang (617-907), como la dinastía Han antes de ella, poseía un tremendo poder y territorio, permitiendo el contacto frecuente con culturas extranjeras, y así fomentó una era cosmopolita. Tanto el maniqueísmo como el Islam, se introdujeron durante este tiempo; Cao’an, en Fujian, es uno de los pocos templos maniqueos sobrevivientes hoy en día, y la mezquita de Huaisheng en Guangdong es una de las mezquitas más antiguas del mundo. La presencia del cristianismo en China, por medio de la Iglesia Nestoriana, fue documentada por primera vez en la Estela Nestoriana, escrita en chino y siríaco y erigida en Xi’an, en el año 781. La Estela relata la historia temprana del cristianismo en China y su reconocimiento oficial por el emperador [52].

Mientras China seguía importando, interpretando y practicando diferentes religiones, el estado trataba de administrarlas, y ocasionalmente promover o purgar ciertas tradiciones. Por ejemplo, el emperador Han Wu (141 a. C.-87 a. C.) patrocinó oficialmente el confucianismo en la educación, estableció ritos y sacrificios imperiales y abrazó a místicos y médiums espirituales en su corte. Por el contrario, el reinado del último emperador Tang Wuzong (840-846), un taoísta devoto, fue testigo de una masiva persecución religiosa contra las religiones extranjeras; Wuzong  perseguiría   el cristianismo, el maniqueísmo, el zoroastrismo y, sobre todo, el budismo por la corrupción económica y social que producían en la sociedad china. La extensión y la influencia de estas diferentes tradiciones religiosas se extinguirían a lo largo de diferentes dinastías y emperadores, evolucionando y adaptándose a la cultura china. Por ejemplo, mientras que el cristianismo, el islam y el budismo tibetano se convirtieron en influencias importantes entre las élites gobernantes bajo la dinastía cosmopolita Yuan (1271-1368), la dinastía Ming, más aislacionista (1368-1644) supuso un regreso a la primacía nativista sanjiao [53].

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La interacción con las tradiciones religiosas europeas comenzó durante la dinastía Ming posterior, con la llegada de las órdenes católicas, sobre todo notablemente la Compañía de Jesús. Generalmente tolerados y ocasionalmente favorecidos a lo largo de la dinastía Ming, así como de la dinastía Qing (1644-1912), los jesuitas estaban en el centro de la «Controversia de los Ritos», un feroz debate entre los católicos sobre si el culto ancestral y la veneración de Confucio era aceptable para los católicos convertidos. El decreto del Papa Clemente XI en 1704 falló contra la política más acomodaticia de los jesuitas, que a su vez llevó al destierro del cristianismo por el emperador chino. Esta controversia, combinada con la discusión sobre el término correcto para «Dios»en chino, marca uno de los muchos intentos de definir y entender la religiosidad china a través de un marco occidental [54].

El llamamiento de Mao Zedong para una lucha de clases renovada en 1966 encendió la Revolución Cultural, comenzando uno de los esfuerzos más exhaustivos para destruir la vida religiosa y tradicional en China. Tanto la Administración Estatal de Asuntos Religiosos como el Departamento del Frente Unido fueron condenados, las asociaciones patrióticas fueron disueltas, los líderes religiosos y los practicantes fueron perseguidos, y todas las formas de expresión religiosa fueron prohibidas. Como parte de la campaña Destroy Four Olds, innumerables artefactos, edificios y textos históricos y religiosos fueron demolidos y profanados por los Guardias Rojos, incluyendo el saqueo y vandalismo del cementerio de Confucio [55].

Con la muerte de Mao y el fin de la Revolución Cultural en 1976, Deng Xiaoping se convirtió en el líder supremo de China en 1978. Deng iniciaría importantes reformas económicas y sociales, y la religión, efectivamente prohibida durante la Revolución Cultural, regresó lentamente, al igual que las cinco asociaciones patrióticas.

Los sanjiao, en particular, recibieron apoyo del Estado, ya que los lugares de culto destruidos o dañados fueron reconstruidos, pero el catolicismo, el islamismo, el protestantismo y la religión popular china también crecieron considerablemente [56].

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En 1982 -el mismo año en que se adoptó la constitución actual- el PCCh formuló su actual filosofía orientadora sobre la religión en lo que se conoce como Documento Número 19. Tomando la visión marxista tradicional de la religión, el PCC considera la religión como una fuerza negativa y en el PCCh los miembros deben ser ateos trabajando hacia un momento en que «la gran mayoría de nuestros ciudadanos serán capaces de tratar con el mundo y nuestros semejantes desde un punto de vista científico consciente, y ya no tienen necesidad de recurrir a un mundo ilusorio de dioses para buscar consuelo espiritual».

Sin embargo, el documento reconoce que en el corto plazo la religión seguirá siendo una parte de la sociedad, y como tal debe ser manejada apropiadamente; diferentes secciones detallan la necesidad de restaurar los lugares de culto, la relación entre religión y minorías étnicas, la importancia de las cinco asociaciones patrióticas y la protección estatal de la libertad de creencias religiosas [57].

En los últimos años, la religiosidad ha aumentado en todas las tradiciones religiosas, coincidiendo con disturbios político-religiosos en lugares como el Xinjiang y el Tíbet, así como con supersticiosos xiejiao (邪教, «cultos malvados») como Falun Gong. Esto no ha pasado desapercibido para los líderes chinos como Hu Jintao (ex Secretario General y Presidente de China) y Wang Zuoan (actual director de SARA), quienes reconocen el papel que juega la religión en la construcción de una «sociedad próspera», pero también su potencial para « disturbios y antagonismo». Con los masivos cambios socioeconómicos internos que tienen lugar, así como la creciente influencia de China en la escena global, la presión está en el Estado -cuyas políticas sobre la religión son sin duda todavía una reminiscencia de las de hace cien años- para comprometerse con la religión de manera nueva y constructiva [58].

La República Popular China reconoce oficialmente cinco religiones: el budismo, el catolicismo, el taoísmo, el islam y el protestantismo. Es de destacar el crecimiento del cristianismo en China. El mapa, basado en la información del profesor Fanggang Yang, director del Centro de Religión y Sociedad China en la Universidad de Purdue, muestra que las religiones monoteístas de China, incluyendo el Islam y el Cristianismo, están empezando a ocupar una parte considerable del país. Aunque el budismo sigue ocupando la mayoría de las regiones del sur y el suroeste, los protestantes y católicos han comenzado a ocupar las regiones orientales de China, mientras que las regiones occidentales como Xinjiang y Gansu son predominantemente musulmanas.

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China ha sido testigo de un resurgimiento religioso durante las últimas cuatro décadas, en particular con el aumento significativo de creyentes cristianos, que representan el 5 por ciento de la población, según los datos del Centro de Investigación Pew. El número de protestantes chinos ha crecido en un promedio de 10 por ciento anual desde 1979 (Albert, 2015). Para El Telegraph, China está en camino de tener la población más grande de cristianos del mundo en 2030 (Phillips, 2014). En opinión de Yang «El cristianismo protestante ha sido la religión de más rápido crecimiento en China». The Economist (The Economist, 2014) [59] estima en 100 millones los cristianos en China. escribió Yang, «Si el crecimiento continúa a un ritmo del 7 por ciento, los cristianos podrían ser el 32,5 por ciento de la población china en 2040 y el 66,7 por ciento para 2050».

Conclusiones

La relación entre religión y geopolítica en Asia se hace evidente. Las «cunas», de las principales religiones, identificadas a través de investigaciones históricas y arqueológicas están en el norte de la India para el hinduismo en el Punjab, para el budismo en la llanura del Ganges. El judaísmo y el cristianismo se originaron en Palestina, y el Islam (en parte basado en el judaísmo y el cristianismo) nació en Arabia occidental.

La diferenciación entre religiones «universales» y «étnicas» influye en sus distribuciones espaciales. Las religiones universales, como el cristianismo, el islam o el budismo, están ampliamente distribuidas. Por el contrario, las religiones étnicas a menudo se limitan a países específicos: el hinduismo particularmente en la India, el confucianismo y el taoísmo en China, y el sintoísmo en Japón.

Desde un punto de vista geográfico, podemos agrupar a las religiones en las religiones de Oriente Próximo: el judaísmo, el cristianismo, el islam, el zoroastrismo; las religiones de Asia Oriental, que consiste en el confucianismo, el taoísmo, las diversas escuelas del budismo Mahayana («Gran Vehículo») y Shintō; las religiones indias, incluyendo el budismo temprano, el hinduismo, el jainismo y el sijismo, y las religiones de inspiración hindú y budista del sur y el sudeste asiático.

Hay dos tipos básicos de proceso de difusión: En la expansión por difusión, el número de personas que adoptan la innovación crece por contacto directo, usualmente in situ, que puede subdividirse en difusión por contacto y difusión jerárquica; y la Difusión por reubicación, la migración y los misioneros son mecanismo clásico de difusión por reubicación.

China ha sido testigo de un resurgimiento religioso durante las últimas cuatro décadas, en particular con el aumento significativo de creyentes cristianos. China está en camino de tener la población más grande de cristianos del mundo en 2030.

Emilio Sánchez de Rojas Díaz, en ieee.es/

Notas:

41    PARK, C. (2004) Religion and geography, op. cit. p. 12.

42    Ibíd, p. 13.

43    PARK, C. (2004) Religion and geography, op. cit.

44    PARK, C. (2004) Religion and geography, op. cit.

45    PARK, C. (2004) Religion and geography, op. cit. p. 5.

46    Ibíd., p. 13-4.

47    PARK, C. (2004) Religion and geography, op. cit. p. 6-7

48    PARK, C. (2004) Religion and geography, op. cit. p. 16

49    PARK, C. (2004) Religion and geography, op. cit.

50    ZHU, W. (01 de 10 de 2013). What is religion in China? A brief history. Obtenido de Social Science Research Council: https://tif.ssrc.org/2013/10/01/what-is-religion-in-china-a-brief-history/.

51    ZHU, W. What is religion in China., Op. cit.

52    Ibíd.

53    ZHU, W. (01 de 10 de 2013). What is religion in China, Op. cit.

54    Ibíd.

55    Ibíd.

56    ZHU, W. What is religion in China, Op. cit.

57    ZHU, W. What is religion in China, Op. cit.

58    Ibíd.

59    THE ECONOMIST, Analects, Crosses to bearNov 11th 2014.

Emilio Sánchez de Rojas Díaz

Capítulo V: Asia: la confluencia de religión y geopolítica

Introducción

Cada Ministerio de Asuntos Exteriores, sea cual sea el atlas que usa, opera mentalmente con un mapa diferente del mundo. Spykman.

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Uno de los responsables de la evolución conceptual de la geopolítica y fundador de la revista Hérodote, Yves Lacoste define Geopolítica de la siguiente forma:

«El término «Geopolítica», utilizado en nuestros días de múltiples maneras, designa en la práctica todo lo relacionado con las rivalidades por el poder o la influencia sobre determinados territorios y sus poblaciones: rivalidades entre poderes políticos de todo tipo, no solo entre estados…».

La introducción del prefijo «geo» tanto en la  idea  de  estrategia  como  en  la idea de política, afirma el General Miguel Alonso Baquer, muestra un proceso de modernización. Incluso de mundialismo, de ecumenismo, de universalismo y de globalización, fenómenos tan característicos de la denominada postmodernidad [1]. En el marco del ecumenismo, universalismo y globalización, se producen «desordenes», que en términos de geopolítica pretenden la intersección del género, la generación, el origen étnico o la religión, con estructuras tradicionalmente asociadas con la geopolítica, como son la competencia entre estados o la identidad nacional. En las geografías de la proyección global del poder, los conflictos interestatales y el nacionalismo no pueden ser ignorados, pero también…

«…la religión merece ser reconocida plenamente y de manera similar a la raza, la clase y el género en el análisis geográfico. Lo que es más importante, subrayo la importancia geográfica de examinar la religión, no menos en la intersección de las fuerzas sagradas y las seculares en la toma de lugar. Esto es especialmente así en contextos urbanos donde las variedades sagradas y seculares son, de hecho, variedades de lo sagrado» [2].

Geografía y Geopolítica

La geopolítica, para Colin Flint, es un componente de la geografía humana. Para entender la geopolítica primero debemos entender lo que es la geografía humana [3]. Para nuestro propósito podemos definir la geografía simplemente como «el estudio del espacio y del lugar, y de los movimientos entre los lugares» [4]. Geopolítica para Gilmartin & Kofman [5], son las múltiples prácticas y múltiples representaciones de un amplio espectro de territorios.

Unos meses después de la caída del muro de Berlín- Francis Fukuyama publicó «El Fin de la Historia», proclamando que el sentido hegeliano de la historia había terminado, dado que los éxitos de las democracias liberales capitalistas habían terminado con el debate sobre qué sistema de gobierno era mejor para la humanidad. Representaba un idealismo como el «wilsoniano» tras la Primera Guerra Mundial. Los debates tras los primeros años de la guerra de Iraq nos retornaron a una visión «realista» para la que los legados de la geografía, historia y cultura, establecen límites de lo que se puede lograr en un determinado lugar [6].

El sistema internacional del siglo XXI estará marcado por una aparente contradicción, afirmaba Henry Kissinger en «Diplomacy» [7]: En cuanto a relaciones entre estados, el «nuevo orden» será más parecido al sistema de estados europeos del siglo XVIII y XIX, que a los patrones más rígidos de la guerra fría. Dentro de este orden, según Kissinger, se encontrarán al menos seis potencias, Estados Unidos, Europa, China, Japón, Rusia y probablemente India, así como una multitud de países intermedios y pequeños.

Zbigniew Brzezinski [8], considera que:

«Los estados, como los individuos, se conducen por propensiones heredadas -sus inclinaciones geopolíticas tradicionales y su sentido de la historia- y se diferencian por su capacidad de discriminar entre las ambiciones pacientes y autoengaños imprudentes»

Todo nos lleva a pensar en la interrelación entre geopolíticas y religiones.

Geografía y religión

Como afirma L. Kong, la primera década del siglo XXI ha presenciado un gran desarrollo dentro de la investigación geográfica sobre la religión. Las geografía de las religiones ya no pueden considerarse como un interés trasnochado dentro de la gran empresa geográfica [9].

Nuestras imaginaciones geográficas y sensibilidades religiosas han sido radicalmente reformadas y agudizadas, incluso aunque nuestra sensibilidad humana resultara asaltada. Porque nuestro mundo está cada vez más interconectado y «lo que ocurre aquí y ahora está profundamente afectado por lo que ha sucedido en otros tiempos y sucede en otros lugares» [10].

Nuevas fuentes de inmigrantes, nuevas religiones, nuevos conflictos, nuevos territorios y nuevas redes han sido objeto de análisis. Nuevos objetivos teóricos dentro de la geografía también han permitido nuevos enfoques para los que estudian la religión. Diferentes lugares de la práctica religiosa más allá de lo «oficialmente sagrado», los diferentes sentidos de geografías sagradas, las diferentes religiones en diferentes contextos históricos y específicos del lugar, diferentes escalas geográficas de análisis y diferentes componentes de la población, han centrado la atención durante la primera década del siglo XXI [11].

La religión y la geopolítica siempre han tenido lazos de un tipo u otro. Mucho nacionalismo e imperialismo han encontrado propósito y justificación en las diferencias religiosas y en el proselitismo. A medida que los Estados nacionales europeos modernos surgieron en los siglos XVI y XVII, el fanatismo religioso fue causa y consecuencia de la concentración del poder estatal y de las rivalidades entre los estados [12].

En ciertos casos, como el del hinduismo o el del confucianismo, donde no disponen de un texto único como la Biblia, la Torá o el Corán que inspiren su geopolítica, la amplitud de la interpretación del pensamiento religioso puede tener consecuencias geopolíticas, por ejemplo:

•    Imaginar un «hinduismo» distintivo, se ha convertido en un elemento importante del nacionalismo en la India, representado por una serie de movimientos afiliados, y -no menos importante- un partido político como el BJP.

•    El contrapunto es el confucianismo, tanto en sus manifestaciones clásicas como en las postcoloniales, muestra poca especificidad territorial, ya que «No se reconocía ningún exterior absoluto, sólo grados relativos de la proximidad a un centro». Si esta premisa hegemónica inspira la geopolítica contemporánea china, o del Asia oriental en general, es una cuestión abierta [13].

A pesar de las implicaciones geopolíticas de los casos anteriores, son el cristianismo y el islam, -las grandes religiones misioneras- las que proporcionan los casos más dinámicos de la religión como el lenguaje geopolítico de la época. Sus textos fundacionales, sirven como plantillas utópicas que otorgan a los fundamentalistas una fuente particular de autoridad sobre la que descansan sus reivindicaciones geopolíticas [14].

La fusión de nociones geográficas y religiosas sobre el mundo

Fue explorada en los trabajos seminales de John Kirtland Wright (1891-1969), un geógrafo que introdujo el término «geopiedad». La geopiedad puede implicar acciones que van más allá de la oración y el sacrificio, como la protección del medio ambiente o la construcción de santuarios en lugares específicos; señala el «apego a un lugar, el orgullo del imperio o del Estado nacional». En términos de «geopiedad», no hay una clara distinción entre lo que se ha denominado la «dimensión sagrada del nacionalismo» y el apego a un lugar que se enorgullece de su Providencia Especial [15].

Anthony Smith ha distinguido cuatro aspectos de la «dimensión sagrada» de la nación.

1.   La elección étnica o la idea de pueblo elegido, que se encarna en mitos como el ángel que aparece en Kosovo Polje. Pero Smith también reconoce versiones seculares como la Revolución Francesa y la idea de misión que implicaba para los franceses.

2.   El territorio sagrado. Es la cuna de la nación o el lugar donde se han producido acontecimientos importantes y se visitan reliquias. Naturalmente, la idea de una Tierra Santa puede derivarse de la Biblia.

3.   La etno-historia. Identifica este aspecto con el reconocimiento de «edades de oro», períodos que encarnan las virtudes internas o verdaderas de una comunidad.

4.   La idea del sacrificio nacional, la sangre derramada por la nación como conmemorada en los monumentos de los muertos gloriosos, nos recuerda la inmaterialidad y la eternidad de la nación (DIJKINK, 2006 , pág. 194) [16].

Smith trata de identificar los paralelismos entre la religión y el nacionalismo, incluso cuando este último no contenga ninguna referencia a Dios, los escritos sagrados o el más allá. Hay una tendencia a equiparar la religión con valores generales, aunque no sean valores «sagrados»; cuando la nación es «sagrada», se considera análoga a Dios [17].

Pero si un discurso político se basa en cosmologías explícitas o teologías, no hay ambigüedad. Lo sagrado salta a la vista en contraste con el discurso casi religioso sobre la nación. Este último discurso puede apelar a las personas religiosas sin evocar directamente ningún mandamiento religioso o escritura sagrada. La religión pasa a ser una dimensión oculta [18].

Lo anterior proporciona una estructura preliminar para estudiar la fusión de la geopolítica y la religión, la idea de territorio sagrado o tierra santa; las prescripciones religiosas para la acción internacional, de las cuales la guerra santa es la más presente; todas las demás ideas religiosas sobre el orden mundial o las relaciones de Dios con él [19].

Religeopolítica

El término religeopolítica fue propuesto por Lari Nyroos al estudiar dos movimientos «fundamentalistas» en el Oriente próximo: Hamas y Kach. Ambos movimientos apelan a un destino manifiesto religioso de Palestina/Israel y que en la visión del creyente (Kach) puede alcanzar una dimensión desproporcionada, incluso –en el caso de Israel- extendiéndose geográficamente hasta el río Éufrates. El piadoso, sea musulmán (Hamas) o judío (Kach), ve como una misión religiosa no abandonar este territorio [20].

Estos movimientos, esencialmente políticos, plantean la cuestión de si se trata de movimientos políticos que utilizan el poder religioso, o de movimientos religiosos que utilizan el poder político [21].

2. Distribución geográfica de religiones.png

Hay diversas formas de clasificar las religiones:

•    Normativo, distingue la religión verdadera de la religión falsa.

•    El etnográfico-lingüístico, para Max Müller, el «Padre de la historia de las religiones», declaró que «Particularmente en la historia temprana del intelecto humano, existe la relación más íntima entre lengua, religión y nacionalidad».

•    Filosófico, Los últimos 150 años también han producido varias clasificaciones de la religión basada en conceptos especulativos y abstractos que sirven a los propósitos de la filosofía.

•    Morfológico, El progreso considerable hacia clasificaciones más científicas   de las religiones estuvo marcado por la aparición de esquemas morfológicos que asumen que la religión en su historia ha pasado por una serie de etapas discernibles de desarrollo.

•    Fenomenológicos, Todos los principios hasta aquí discutidos se han referido a la clasificación de las religiones en el sentido de establecer agrupaciones entre comunidades religiosas históricas que tienen ciertos elementos en común.

Desde una perspectiva geográfica es útil distinguir las religiones universales y las étnicas. Las religiones universales (como el cristianismo, el islam y las diversas formas de budismo) buscan la aceptación a nivel mundial buscando activamente y atrayendo a nuevos miembros (conversos). Las religiones étnicas (o culturales), son muy diferentes ya que no buscan convertir. Cada una se identifica con un determinado grupo tribal o étnico. Las religiones tribales (o tradicionales) implican la creencia en algún poder o poderes más allá de los seres humanos, a los cuales pueden apelar para la ayuda, como las almas de los difuntos, o los espíritus que viven en las montañas, en piedras, árboles o animales. Las religiones étnicas de base más amplia incluyen el judaísmo, el sintoísmo, el hinduismo y el sistema moral-religioso chino (que abarca el confucianismo y el taoísmo), que dominan principalmente una cultura nacional particular.

Al tratar en este estudio de relacionar religión y geopolítica, descartando Europa, América y África, me corresponde una gran parte del mundo, ese mundo «oriental» que es la cuna de la mayoría de las religiones, si excluimos las sectas norteamericanas del siglo XIX como Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (mormones), Adventistas del Séptimo Día, Iglesia de Cristo Cientista, o los Testigos de Jehová. Todas ellas comparten:

1.   Reduccionismo cristológico, por negar la plena deidad de Jesús o la eficacia de su obra expiatoria.

2.   Reduccionismo eclesiástico, al considerarse únicos depositarios de la salvación.

3.   Ampliación de la revelación, al considerar algún texto, persona o institución con autoridad inspirada además de la Biblia.

3. Joseph Smith.png

Análisis de la religión y geopolítica

Un elemento esencial para nuestro estudio es la distribución de las religiones. La distribución geográfica se puede abordar a distintas escalas, desde la global a la local. A escala global, el primer tema central es ¿Qué religiones son dominantes en los diferentes lugares? Para dar respuesta a la pregunta genérica –de acuerdo con Park- habría que plantearse otras cuestiones claves como:

•    ¿Cómo se expanden los grupos religiosos y las nuevas religiones por el espacio?»,

•    ¿Cómo evolucionan a través del tiempo?», y

•    ¿Qué procesos podrían explicar los patrones de cambio observados a través del espacio y el tiempo?» [22].

Otro tema central sería el de los espacios y los lugares sagrados, y cómo a su vez influyen en los movimientos de las personas, es decir ¿por qué algunos lugares son considerados sagrados y especiales, y por qué los restantes no se consideran sagrados?

En los trabajos recientes se han adoptado dos enfoques diferentes: la geografía religiosa y la geografía de la religión. La geografía religiosa, examina el papel de la religión en la formación de las percepciones de las personas sobre el mundo y dónde y cómo la gente encaja en él. Afronta el papel de la teología y la cosmología en la construcción de la comprensión del universo. La geografía de la religión no se refiere tanto a la religión en sí misma, sino a las múltiples formas en que se expresa la religión, y considera la religión como una institución humana, y explora sus impactos sociales, culturales y ambientales [23].

Distribución espacial

A comienzos del siglo XXI, casi uno de cada tres seres humanos son clasificados como cristianos, pero su distribución espacial es desigual. Así [24], un alto porcentaje de la población en Europa (84%), las Américas (91%) y Oceanía (84%) es cristiana, mientras que la cifra baja al 8% en Asia y al 45% en África. Por el contrario, la gran mayoría de los musulmanes (72%) se encuentra en Asia y de los restantes, el (26%) se encuentra en África. Tanto el hinduismo como el budismo (ambos más del 99 por ciento) están confinados en Asia. El judaísmo tiene un patrón mucho más disperso [25].

La diferenciación entre religiones «universales» y «étnicas» tiene una fuerte influencia en sus distribuciones espaciales. Las religiones universales como el cristianismo, el islam o el budismo, están ampliamente distribuidas. El objetivo final de las tres grandes religiones universales es convertir a todas las personas en la tierra, se involucran en actividades misioneras, y admiten nuevos miembros a través de actos simbólicos individuales de conversión. El cristianismo tiene un patrón casi global, el islam es dominante en gran parte de África y Asia; en el caso del budismo, si bien trasciende las fronteras culturales y políticas, se concentra en el sudeste asiático [26].

Por el contrario, las religiones étnicas a menudo se limitan a países especificos. Así, por ejemplo, el hinduismo es particularmente fuerte en la India, el confucianismo y el taoísmo se concentran en gran medida en China, y el sintoísmo se concentra en Japón. A diferencia de las religiones universales, la propagación de las religiones étnicas es lenta y limitada, porque no buscan conversos activamente. El judaísmo histórico practicó la actividad misionera, pero hoy la pertenencia está reservada para el propio grupo por herencia. En otras religiones étnicas, los individuos no son aceptados hasta que son completamente asimilados a la comunidad. Las religiones tradicionales persisten en gran parte de África, América del Sur, partes del sudeste asiático, Nueva Guinea y el norte de Australia [27].

Difusión y dispersión

La religión, como cualquier otro conjunto de ideas o valores, se puede propagar entre grupos de personas, a menudo separados por distancias considerables. Debemos reconocer la existencia y el funcionamiento tanto de portadores (que promueven la difusión), como de barreras (que inhiben la difusión), ya que todo lo que se mueve debe ser portado de alguna manera, por lo que debemos entender los procesos, las velocidades y la dinámica, y no solamente los patrones espaciales de la difusión. La velocidad a la que algunos sucesos se mueven sobre el espacio geográfico, se verá influenciada por las barreras que se interpongan en su camino.

Hay dos tipos básicos de proceso de difusión:

La expansión por difusión:

En la que el número de personas que adoptan la innovación crece por contacto directo, usualmente in situ. Por ejemplo, una idea es comunicada por una persona que la conoce a otra que no, y a lo largo del tiempo el número total de conocedores aumenta. La difusión de expansión puede subdividirse en:

1.- difusión por contacto. Es la difusión por contacto directo a través de una población.

2.- difusión jerárquica. La idea o innovación se impone de arriba a abajo sobre las personas y lugares donde se interviene.

Difusión por reubicación:

En la que el grupo inicial de los transportistas se mueven, por lo que se difunden a través del tiempo y el espacio a un nuevo conjunto de lugares. La migración es un mecanismo clásico de difusión por reubicación. Los misioneros que deliberadamente introducen la religión en nuevas áreas entran también en esta categoría [28].

Áreas de origen de las religiones

Las «cunas», o áreas de origen de las principales religiones están identificadas a través de investigaciones históricas y arqueológicas. El norte de la India proporciona el nucleo inicial tanto para el hinduismo en el Punjab, como para el budismo en la llanura del Ganges. A partir de estos núcleos, ambas religiones se extendieron por el subcontinente indio, pero el hinduismo (religión étnica) se continuó extendió, mientras que el budismo (religión universal) se dispersó por gran parte de Asia central y oriental. El judaísmo y el cristianismo se originaron en Palestina, y el Islam (en parte basado en el judaísmo y el cristianismo) nació en Arabia occidental [29].

Los geógrafos describen las dos áreas de origen de las religiones principales como «hogares» o «núcleos» religiosos. Ambas áreas comparten dos propiedades importantes.

•    En primer lugar, coinciden con las localidades importantes de las principales civilizaciones antiguas de Mesopotamia y el valle del Nilo, y del Indo, con lo que la evolución cultural de la religión era una posibilidad evidente (aunque no se establezca una relación causa-efecto).

•    En segundo lugar, las religiones surgieron en los márgenes, no en los núcleos de las grandes civilizaciones [30].

Con independencia de las razones para el surgimiento de las religiones dentro de un área tan restringida, muchas religiones se han extendido más allá de su núcleo original y, paradójicamente, muchas religiones son más fuertes hoy en día en zonas muy diferentes de sus áreas de origen. A través de la dispersión las religiones principales han entrado en contacto con y han sido influenciadas por diferentes culturas y costumbres, algunos se han dividido en sub-grupos (sectas), y muchos han cambiado las formas de adoración y organización [31].

Las civilizaciones y la Religión

«Las civilizaciones son, entidades significativas, y aunque las líneas divisorias no estén perfectamente delimitadas, son reales. Las civilizaciones son dinámicas;  se levantan  y caen; se dividen y se fusionan. Y, como sabe cualquier estudiante de la historia, las civilizaciones desaparecen y están enterradas en las arenas del tiempo» [32]

La identidad de la civilización –para Huntington- será cada vez más importante en el futuro, y el mundo será moldeado en gran parte por las interacciones entre siete u ocho civilizaciones principales. Éstas incluyen occidental, confuciana, japonesa, islámica, hindú, eslava-ortodoxa, latinoamericana y posiblemente la civilización africana. Los conflictos más importantes del futuro –opina Huntington- se producirán a lo largo de las líneas de quiebra cultural que separan unas civilizaciones de otras (Huntington, 1993) [33].

Las civilizaciones del Mundo según Huntington

4. Civilizaciones mundiales.png

Por  la propia lista de identidades y civilizaciones que nos ofrece Huntington,      la religión juega, en su opinión, un papel esencial en la formación de las citadas identidades, particularmente en Asia.

La religión es un elemento específico en la formación de identidades. La identidad religiosa no es necesariamente lo mismo que religiosidad, sino que la identidad religiosa, se refiere a la pertenencia a grupos religiosos sin importar la actividad religiosa o la participación en las mismas. Al igual que otros elementos de la formación de la identidad, como son la identidad étnica y cultural, el contexto religioso puede proporcionar una «cosmovisión» -una perspectiva general del mundo-, la oportunidad de socializar con un espectro de individuos de diferentes generaciones y un conjunto de principios básicos vitales. Estas fundaciones pueden llegar a configurar la identidad de un individuo [34].

Las investigaciones recientes, en particular en el campo de las ciencias sociales   en general y de la sociología, sugieren una tendencia gradual hacia el renacimiento del interés por el tema de religión e identidad. Especialmente la interacción de la religión la configuración de la formación de la identidad, el vínculo entre la religión  y la etnicidad como uno de los vehículos para el desarrollo identitario y el papel de la religión en forjar la formación de identidad especialmente para jóvenes [35].

El papel de las religiones varía en las diferentes sociedades y épocas. La religión podría ser una fuerza poderosa en una sociedad, menos poderosa en otra y en algunas sociedades podría tener una influencia insignificante. El desigual papel de la religión en diferentes sociedades y épocas no permite eliminar en su totalidad la influencia de la religión sobre el desarrollo de la identidad y la evolución en el tiempo [36].

Existen pocas dudas sobre la importancia de la relación entre religión e identidad. Diferentes estudios muestran evidencia de correlación positiva entre la formación de la identidad y la religiosidad. La religión es una expresión del sentido profundo de la unidad y su vinculación con la formación de la identidad, especialmente en el vínculo entre la religión y la etnicidad en términos de forjar la formación de la identidad; y  el vínculo entre la religión y la formación de la identidad. La evidencia sugiere que la religión está positivamente correlacionada con la formación de la identidad [37].

5. Mapa religiones India.png

Las religiones del mundo

El estudio demográfico -basado en el análisis de más de 2.500 censos, encuestas y registros de población- encuentra a 2.200 millones de cristianos (32% de la población mundial), 1.600 millones de musulmanes (23%), 1.000 millones de hindúes (15%), casi 500 millones de budistas (7%) y 14 millones de judíos (0,2%) alrededor del mundo  a partir de 2010. Además, más de 400 millones de personas (6%) practican varias religiones tradicionales. Se estima que 58 millones de personas, un poco menos del 1% de la población mundial, pertenecen a otras religiones, incluyendo la fe Bajáis, el jainismo, el sijismo, el sintoísmo, el taoísmo, el tenrikyo, la wicca y el zoroastrismo. Aproximadamente una de cada seis personas en todo el mundo (1,1 mil millones, o 16%) no tienen afiliación religiosa. Esto hace que el grupo de los «no perteneciente a ninguna religión»sea el mayor a nivel global, detrás de los cristianos y musulmanes, y de tamaño similar a la población católica mundial [38].

En gran medida, los hindúes y los cristianos tienden a vivir en países donde son mayoría. El 97% de todos los hindúes viven en los tres países más importantes del mundo hindú (India, Mauricio y Nepal), y casi nueve de cada diez cristianos (87%) se encuentran en los 157 países de la mayoría cristiana.

6. Mapa de religiones.png

Grupos religiosos en Asia pacifico

La distribución geográfica de los grupos religiosos varía considerablemente. Diferentes grupos religiosos están fuertemente concentrados en la región de Asia- Pacífico, la mayoría de los hindúes (99%), budistas (99%), seguidores de religiones populares o tradicionales (90%) y los miembros de otras religiones del mundo (89%).

Tres cuartas partes de los no religiosamente afiliados (76%) también viven en la masiva y populosa región de Asia Pacífico. De hecho, el número de personas religiosas no afiliadas en China (alrededor de 700 millones) es más del doble de la población total de los Estados Unidos. La región Asia-Pacífico es también el hogar de la mayoría de los musulmanes del mundo (62%).Lo cierto es que las grandes religiones históricas, han competido por dominar ese espacio que se encuentra entre el oriente próximo y el extremo oriente.

7. Mapa religiones Oriente.png

Dado que hablamos de geopolítica y religión, la geografía es importante, es por tanto de interés la clasificación geográfica que nos da Charles Joseph Adams [39].

Desde un punto de vista geográfico, las categorías más utilizadas, en el caso de Asia Pacífico son:

•    Las religiones de Oriente Próximo: el judaísmo, el cristianismo, el islam, el zoroastrismo y un conjunto de cultos antiguos;

•    Las religiones de Asia Oriental, que comprenden las comunidades religiosas de China, Japón y Corea, y que consiste en el confucianismo, el taoísmo, las diversas escuelas del budismo Mahayana («Gran Vehículo») y Shintō;

•    Las religiones indias, incluyendo el budismo temprano, el hinduismo, el jainismo y el sijismo, y a veces también el budismo Theravada, y

•    Las religiones de inspiración hindú y budista del sur y el sudeste asiático [40].

8. Clasificación religiones.png

Lo anterior nos proporciona cuatro regiones geopolíticas bien definidas, a las que habría que sumar Asia central, esencialmente musulmana, la Siberia rusa cristiana ortodoxa, y las islas Filipinas mayoritariamente católicas.

Emilio Sánchez de Rojas Díaz, en ieee.es/

Notas:

1   ALONSO BAQUER, M. A. (17 de agosto de 2010). ieee.es. Recuperado el 16 de marzo de 2013, de http://www.ieee.es/Galerias/fichero/docs_analisis/2010/DIEEEA082010EstrategiaGeoestrategiaGeopolitica.pdf.

2   KONG, Lily, 2001, «Mapping ‘New’ Geographies of Religion: Politics and Poetics in Modernity.»Progress in Human Geography 25 (2): 211–33. P.

3   FLINT, C. (2011). Introduction to Geopolitics (segunda ed.). New York: Routledge.

4   PARK, C. (2004) Religion and geography. Chapter 17 in Hinnells, J. (ed) Routledge Companion to the Study of Religion. London: Routledge.

5   Gilmartin, M., & Kofman, E. (2004). Critically Feminist Geopolitics.

6   KAPLAN, R. D., 2012). The Revenge of Geography: What the Map Tells Us About Coming Conflicts and the Battle Against Fate. Nueva York: Random House.

7   KISSINGER, H. A. (1994). Diplomacy. Nueva York: Simon & Schuster.

8   BRZEZINSKI, Z. (2012). Strategic Vision: America and the Crisis of Global Power. Nueva York: Basic Books. p. 76.

9   KONG, L., (2010) «Global shifts, theoretical shifts: changing geographies of religion». Progress in Human Geography, 34, no. 6: 755-776.

10    JACKSON, P. 2008: Afterword: new geographies of race and racism. In Dwyer, C. and Bressey, C., editors, New Geographies of Race and Racism, Aldershot, England; Burlington, VT: Ashgate, 297-304. p. 299.

11    KONG, L., Global shifts, theoretical shifts: changing geographies of religion, op cit, p. 2.

12    Ibíd.

13    JOHN AGNEW (2006) Religion and Geopolitics. 14                

14    Ibíd, p.188.

15    GERTJAN DIJKINK When Geopolitics and Religion Fuse: A Historical Perspective Geopolitics, 11:192–208, 2006 routledge ISSN: 1465-0045, p. 193-4.

16    GERTJAN DIJKINK When Geopolitics and Religion Fuse, p. 194.

17    Ibid, p.194.

18    Ibíd.

19    Ibid, p.195.

20    GERTJAN DIJKINK When Geopolitics and Religion Fuse, Op. cit., p. 199.

21    Ibíd, p. 200.

22    PARK, C. (2004) Religion and geography, op. cit., p. 2.

23    Ibíd.

24    Según la «World Christian Encyclopedia» de 1982.

25    PARK, C. (2004) Religion and geography, op. cit. p. 3.

26    Ibíd. P. 5-6.

27    Ibíd., p. 6.

28    PARK, C. Religion and geography, op. cit. p. 11.

29    PARK, C. Religion and geography, op. cit. p. 11-2.

30    Ibíd. P. 12.

31    Ibíd.

32    HUNTINGTON, S. P. (1993). The Clash of Civilizations? Foreign Affairs Summer, 72/3, 22-49.

33    HUNTINGTON, S. P. (1993). The Clash of Civilizations, Op. cit.

34    OPPONG, S. H. (2013). Religion and Identity. American International Journal of Contemporary Research. Vol. 3 No. 6, 10-16., p. 10.

35    OPPONG, S. H. (2013). Religion and Identity, p. 10.

36    Ibíd. p. 12.

37    Ibíd. p. 15.

38    HACKETT, C., & GRIM, B. J. (2012). The Global Religious Landscape. Washington, D.C.: Pew Research Center.

39    ADAMS, C. J. (2016). Classification of religions. Obtenido de Encyclopedia Britannica: https:// www.britannica.com/topic/classification-of-religions.

40    ADAMS, C. J. Classification of religions, Op cit.

Juan Ignacio Castien Maestro

El Islam en el África subsaharian

Si exceptuamos a la antigua Nubia, hoy islamizada, y a Etiopia, de las que nos ocuparemos en el siguiente apartado, la presencia del Islam en el África subsahariana es mucho más antigua que la del cristianismo. Asimismo, este Islam presenta una serie de particularidades que lo diferencian, hasta un cierto punto, del imperante en otras latitudes, en particular del practicado en lo que podemos denominar el espacio de la civilización islámica clásica. Entendemos por tal la región que se extiende, aproximadamente, desde el Magreb hasta la India, en donde el Islam se expandió de un modo más temprano, como consecuencia sobre todo de una sucesión de victoriosas campañas militares, de modo que en pocos siglos la inmensa mayoría de sus habitantes devinieron musulmanes y en donde surgió, al mismo tiempo, una nueva civilización multiétnica, con una cultura vertebrada, en gran medida, por la religión islámica y  en la que se integraron las aportaciones de poblaciones muy diversas, pertenecientes también a otras religiones. En comparación con esta región pionera, la propagación del Islam por el África subsahariana ha resultado más tardía y ha discurrido, sobre todo, bajo otras modalidades diferentes.

Sus vías de entrada han sido básicamente dos: la terrestre, a través del desierto  del Sáhara, y la marítima, desde el Océano Índico. Pero esta última ha sido mucho más marginal y durante siglos, la influencia de la religión y de la cultura islámica ha quedado allí restringida a las costas y a los inmigrantes de origen árabe o persa. En cambio, la vía terrestre ha alcanzado resultados mucho más espectaculares. A través suyo, la inmensa mayoría de los habitantes del Sahel ha terminado convertida al Islam. Desde ahí esta religión ha continuado difundiéndose cada vez más al sur, en particular por el África occidental, en donde ha sido adoptada por importantes minorías de su población [27].

Lo más interesante, sin embargo, de esta propagación del Islam ha consistido en su modalidad. Al contrario que en el espacio de la civilización islámica clásica, el proceso ha sido muy lento y mayoritariamente pacífico. Sus agentes principales han sido los mercaderes, primero magrebíes y luego también negro-africanos, que han conectado al mundo subsahariano con el Norte de África a través de un comercio caravanero cuyos excedentes han sido además históricamente fundamentales para el desarrollo de los distintos Estados locales. Otro tanto ocurrió, si bien con un menor alcance, en la costas del Índico. Traído por los comerciantes arabo-bereberes, el Islam se extendió, primero, entre sus socios locales, para llegar más tarde a las aristocracias guerreras y al pueblo llano [28]. Brindó en ocasiones a las primeras una ideología nueva, muy útil para unir a poblaciones diversas bajo un único poder político, y para legitimar, bajo la forma de una yihad contra los infieles, sus campañas no sólo de conquista, sino también de apresamiento de esclavos, como sirvientes suyos o para intercambiarlos por las armas, caballos y bienes de lujo llegados desde el norte [29]. En cuanto al campesinado, aunque su islamización fue mucho más tardía, a veces, como ocurrió de manera muy señalada entre los wolof de Senegal, encontró en el Islam una ideología de resistencia frente a los abusos de los aristócratas [30].

De cualquier manera, esta propagación del Islam por vías básicamente pacíficas, aunque no siempre, ha tenido dos efectos trascendentales. La primera de ellas ha estribado en que sus propagadores acabaron siendo en la mayoría de los casos también negro-africanos. Ha estado, por ello, mucho menos vinculado con ningún tipo de empresa colonial que el cristianismo traído por los occidentales. En segundo lugar, ha dependido, en mucha mayor medida, de la aceptación voluntaria por parte de  la población, ya que la coacción desde arriba ha dispuesto de menos oportunidades para ser ejercida. A ello se ha sumado otro hecho fundamental. Debido al carácter periférico del mundo negro-africano con respecto al mundo islámico clásico, durante mucho tiempo el número de ulemas bien formados ha sido en extremo reducido. El Islam ha tendido a ser propagado, por ello, en muchos casos por gentes que tampoco lo conocían demasiado bien y que podían combinarlo de manera bastante inconsciente con sus propias creencias tradicionales [31].

De resultas de todo lo anterior, el Islam se ha mestizado, en muchos casos de una manera muy profunda, con las religiones locales. El resultado ha sido una suerte de Islam mestizo [32], también denominado a veces «Islam negro» [33]. Evidentemente, más que de un Islam mestizo habría que hablar de una pluralidad de mestizajes, muy distintos según las épocas y las regiones. Entre los rasgos compartidos por la mayoría de estas síntesis, podríamos citar, en primer lugar, una inicial desatención hacia el derecho islámico, con el mantenimiento de muchas costumbres tradicionales que podrían resultar condenables de acuerdo con el mismo. A esto se añadiría también, ya en un plano más ligado al ámbito de las doctrinas y de los rituales, la conservación, más o menos islamizada, de una parte notable de ellos, incluidas las ceremonias de regeneración cósmica. A veces, incluso, los rituales islámicos han devenido en un elemento más dentro de un repertorio mucho más amplio de técnicas utilitarias. El Corán ha sido tratado como otro fetiche añadido, investido de ciertos poderes, y los dignatarios religiosos musulmanes como los oficiantes de un culto más entre otros. Lo islámico ha sido, así, asimilado a lo tradicional. Esta operación ha permitido una primera apertura hacia la nueva religión, pero al precio de distorsionarla y, quizá, en ciertos casos, de neutralizar su carácter contradictorio con respecto a las tradiciones locales y, por tanto, la posibilidad de la emergencia de un conflicto susceptible de dirimirse luego en un sentido o en otro.

Esto es lo que ha tendido a ocurrir en aquellos casos en los que, dentro de la síntesis híbrida que se estaba conformando, el componente religioso tradicional era el predominante. En aquellos otros en los cuales la contribución dominante ha sido la islámica, la incorporación de elementos tradicionales ha requerido de una relativa islamización de los mismos. Esta operación ha podido efectuarse de distintas maneras. En primer lugar, las entidades personales propias del «animismo» han sido asimiladas a otras ya presentes en el Islam. Los espíritus lo han sido a los yinn, o «genios», y los seres humanos dotados de cualidades taumatúrgicas han sido tomados por «santos», awliya, sufíes, investidos de la bendición divina, o baraka. En el peor de los casos, el Islam acepta también la existencia de brujos capaces de conjurar el poder de los demonios, con lo que también puede dar cabida bajo esta modalidad a un sinfín de prácticas tradicionales Pero, naturalmente, esta asimilación puede requerir, en segundo lugar, de una relativa laxitud a la hora de establecer correspondencias entre las categorías de cada uno de los dos sistemas de creencias. Los nuevos yinn pueden no coincidir plenamente con los comúnmente aceptados [34].

De todo lo anterior se desprende además otro hecho muy digno de consideración. Al haberse focalizado tan a menudo el interés negro-africano por el Islam en sus posibles virtudes milagrosas, se ha mostrado una especial receptividad hacia su vertiente sufí, aquella en donde precisamente tales presuntas cualidades desempeñan un papel más destacado. Es conocida, a este respecto, la notable influencia de las cofradías místicas en el Islam negro-africano, si bien, no obstante, la misma varía mucho de unas regiones a otras [35]. Empero, resultaría un tanto unilateral explicar esta influencia del sufismo en razón únicamente de este sincretismo con las religiones tradicionales. Aparte de que esta corriente se encuentra presente, en mayor o menor grado, por todo el orbe islámico, existen también otras razones que explican su éxito en el mundo subsahariano en concreto. La principal de ellas parece estribar en sus capacidades organizativas. Las cofradías sufíes no son únicamente asociaciones para la práctica del misticismo. Frecuentemente desempeñan también otras funciones sociales. Pueden operar, de este modo, como mecanismos de encuadramiento político y como organizadores de la actividad económica. En ocasiones, han llegado a conformar en torno suyo auténticos Estados, como ocurrió de manera destacada con el efímero Imperio forjado por la Tiyanía en el Sahel, bajo la dirección del Hach-Umar en el siglo XIX [36]. Semejantes funciones son tanto más fáciles de llevar a cabo en un contexto de relativo vacío político, como el imperante precisamente en amplias zonas del África subsahariana ya parcialmente islamizada en tiempos pre-coloniales. Allí, o bien no existían Estados o bien éstos eran muy débiles y ejercían un control escaso y precario sobre su territorio y su población. En tales circunstancias, tampoco tendría que sorprendernos tanto el papel político jugado por numerosos maestros sufíes. Por otra parte, a través de estas acciones, y en general de su capacidad para organizar la vida social trascendiendo límites étnicos y de linaje, acabaron tomando el testigo de las antiguas asociaciones de culto.

Estas particularidades tan frecuentes en el Islam negro-africano han empujado a un amplio elenco de autores a postular la existencia de un llamado «Islam negro», cualitativamente diferente del de otras regiones del mundo islámico. Semejante concepción nos parece un arma de doble filo. Sin duda, detenta la doble virtud de contrarrestar cualquier visión demasiado monolítica acerca  del  Islam,  resaltando sus variaciones regionales, y de llamar la atención sobre fenómenos muy reales de sincretismo religioso en esta parte del mundo. Manejada, pues, con prudencia puede resultar de gran utilidad. El problema estriba en que no siempre lo es de este modo. En sus versiones más extremas desemboca en una visión muy monolítica y esencialista, en la que el Islam negro-africano nos es presentado como totalmente homogéneo, con independencia de las épocas y las regiones concretas. Lo que se había ganado contrarrestando la idea de un único Islam, siempre igual a sí mismo en todos los lugares del planeta, se pierde ahora fabricando una variante de alcance más local de este mismo modelo. Esta visión esencialista suele incurrir además en un llamativo primitivismo. Tiende a representar este «Islam negro» como destinado a ser ya por siempre una construcción sincrética con una fuerte presencia de tradiciones arcaicas, como si los negro-africanos no fuesen capaces de asimilar igualmente las versiones más elaboradas e intelectualistas del Islam. La realidad es naturalmente mucho más compleja. El Islam híbrido que hemos estado describiendo más arriba está lejos de ser, hoy en día, el único presente en la región. Éste, con el tiempo, ha ido volviéndose mucho más «ortodoxo». La constitución de un cuerpo de ulemas bien formados y el desarrollo de unos contactos mucho más intensos con el resto del mundo musulmán y con sus principales centros de formación y de creación intelectual han resultado claves en este proceso. El viejo Islam híbrido sigue, ciertamente, existiendo, pero su peso ha ido disminuyendo de manera muy acentuada [37].

Esta transformación no tiene tampoco nada de reciente. Comienza a mediados del siglo XVIII. A lo largo de más de un siglo, justo hasta la intervención colonial, partiendo desde la Senegambia y llegando hasta Somalia, se van a suceder toda una serie de yihad encabezadas por maestros sufíes encuadrados en cofradías. El objetivo de estas yihad era derribar a los gobernantes «paganos», y frecuentemente opresivos, y reemplazarlos por regímenes dirigidos por los propios sufíes, en donde se aplicara con todo rigor el derecho islámico. Tanto el «paganismo» como el Islam sincrético debían ser erradicados, no sólo mediante la persecución directa, sino también por medio de una intensa labor de proselitismo, que condujo a la fundación de numerosas escuelas coránicas y a la puesta por escrito, con caracteres árabes, de varias lenguas locales. Los Estados nacidos de esta cadena de yihad recabaron, en general, un notable éxito. No sólo promovieron un Islam más «ortodoxo», sino que también pacificaron diversas regiones -aunque devastaron también otras- lo que propició una mayor prosperidad económica en su conjunto [38]. Merece la pena destacar el hecho de que estas revoluciones rigoristas constituyeron una experiencia radicalmente novedosa en su momento a escala del mundo islámico. Los gobiernos clericales que instauraron  y su severidad en la aplicación del derecho islámico contrastan sobremanera no sólo con el estado de cosas existente previamente en la región subsahariana, sino también con la tónica general entre las poblaciones musulmanas, en donde lo más habitual a lo largo de la historia ha sido que el gobierno recayese en manos de soberanos seculares, por ejemplo, caudillos tribales, quienes después podrían mantener unas relaciones más o menos estrechas con determinados clérigos y promover con variable entusiasmo la aplicación de la ley religiosa.

Estos hechos deben ser subrayados, como un claro desmentido de esa visión tan difundida sobre el «Islam negro» como forzosamente más tolerante y pacífico que el Islam más clásico, en razón de su sincretismo y de su desinterés- primitivista –por las cuestiones jurídicas y doctrinales. En concordancia con esta primera tesis tan discutible, se pretende igualmente que la actual propagación por el África subsahariana del fundamentalismo y del yihadismo no podría explicarse sino por una influencia foránea, que estaría alterando la naturaleza originaria del Islam local. En contra de estas creencias tan extendidas, el Islam subsahariano no sólo no ha hecho gala de una laxitud menor que el Islam de otras regiones, sino que, por el contrario, se ha mostrado en determinados momentos como un pionero promotor del más extremo rigorismo.

La conquista colonial liquidó todos estos Estados teocráticos, aunque en ocasiones sus líderes lograron sobrevivir como dirigentes nativos destinados a operar como mediadores con la población local. Todavía a día de hoy, aunque desprovistos ya en casi todas partes de un poder ejecutivo directo, bastantes de ellos disfrutan de una más que notable influencia social y política, junto con una muy llamativa también riqueza material. Junto a esta pervivencia de varias dinastías nacidas de las antiguas yihad, el segundo rasgo más destacado del moderno Islam subsahariano ha consistido en sus notables progresos. Las conversiones han continuado a buen ritmo, de manera que el porcentaje de musulmanes, y de musulmanes además relativamente «ortodoxos», no ha dejado de incrementarse. Resulta sobremanera significativo el que además estos éxitos hayan sido alcanzados bajo la férula de gobernantes coloniales cristianos, primero, y de Estados casi siempre laicos, después, regidos a veces además por líderes políticos cristianos. Esta aparente paradoja encuentra su solución en el hecho de que la pacificación, el desarrollo de los transportes y el crecimiento económico permitieron a los predicadores musulmanes llegar allí a donde antes les hubiera resultado imposible hacerlo.

También asimismo, la receptividad hacia su mensaje se acrecentó. Según el modo de vida tradicional era revolucionado por el desarrollo capitalista inducido por el colonialismo y según los aldeanos emigraban a las ciudades o los nuevos centros de desarrollo agrícola y minero, el mensaje del Islam y la capacidad de encuadramiento de las cofradías sufíes se mostraron como un eficaz instrumento para recrear un nuevo modo de vida en sustitución del más tradicional y unas identidades más inclusivas que las anteriores [39].

En el curso de este proceso, el Islam negro-africano ha experimentado además una evolución multidireccional. De una parte, las cofradías sufíes se han ido fortaleciendo y diversificando. En ocasiones han entrado además en competencia unas con otras. Ha sido bastante habitual, asimismo, una tendencia hacia el abandono de aquellos planteamientos doctrinales que abogaban por la yihad, por el uso de la violencia para imponer un adecuado seguimiento de los mandatos religiosos, y su reemplazo por otros distintos, más favorables hacia la coexistencia con los no musulmanes. Esta tendencia ha favorecido una política de acomodación, primero, con las autoridades coloniales y después con los regímenes laicos y las poblaciones no musulmanas. Su contribución a la paz y al desarrollo democrático de varios países africanos, especialmente Senegal, merece ser subrayada [40]. Sin embargo, también se han producido desarrollos menos amables. ]Han tenido lugar también dentro del propio sufismo, ya que, en contraste también con una simplificación demasiado extendida, el mismo no ha sido, como ya hemos visto, históricamente incompatible ni con el rigorismo doctrinal ni jurídico ni con el recurso a la violencia, ni aquí ni en otros lugares del mundo [41].

Pero, sobre todo, se ha podido contemplar en las últimas décadas una notable difusión del islamismo, en la línea de los Hermanos Musulmanes, y del salafismo, a semejanza del resto del mundo islámico. Ambos movimientos abogan, cada uno a su manera, por una islamización más resuelta, que desafía la política de acomodación practicada durante décadas por la mayoría de los dirigentes sufíes. Asimismo, en determinados casos, el más señalado de los cuales es el de Boko Haram en Nigeria, el salafismo ha experimentado una deriva violenta, la cual, y esto debe ser subrayado, no es inherente a todos los salafíes. Las razones de la misma son complejas. Al fanatismo doctrinal de sus promotores, se ha sumado la receptividad de una parte importante de la población musulmana local, que ha encontrado en el mismo una forma de canalizar su descontento con la situación en la que se encuentra. Es una situación marcada no sólo por una aguda pobreza y exclusión social, sino también por una serie de rivalidades inter-confesionales, especialmente intensas en el caso nigeriano [42].

El cristianismo en el África subsahariana

A la hora de abordar la situación del cristianismo en el África subsahariana, debemos comenzar por distinguir claramente entre aquel más tempranamente instalado en la región, el de Etiopía, y aquel otro llegado en tiempos mucho más recientes de la mano de los europeos. Comenzando por el primero de ellos, éste no debe ser tomado como una suerte de curiosidad histórica, sino ubicado en el contexto de la primera expansión del cristianismo por África, expansión que entrañó la conversión de sectores importantes de la población del Magreb y de Egipto, pero también de la de Nubia. No está de más recordar a este respecto el papel jugado en la génesis del pensamiento clásico cristiano por toda una serie de teólogos africanos como San Clemente, Orígenes, Tertuliano y San Agustín, por citar solamente algunos de ellos. La posterior islamización de toda esta región erradicó progresivamente esta religión del Magreb y de Sudán, la redujo  a una posición minoritaria en Egipto y dejó a Etiopia como un auténtico bastión cristiano rodeado de musulmanes y aislado del resto de la Cristiandad.

Aunque evidentemente importado en su momento, el cristianismo arraigó pronto entre la población abisinia. Su expansión no puede ser asociada en modo alguno a una imposición colonial, como sí ha ocurrido, en cambio, con esta religión en el resto de la región subsahariana y, en ciertos casos, también con el Islam. Es más: Etiopía tiene a gala el ser uno de los primeros reinos del mundo en haberse convertido al cristianismo, junto con Armenia y Georgia, y antes de que lo hiciera el propio Imperio Romano. Su cristianización ha sido además anterior en varios siglos, a veces en bastantes, a la islamización de las regiones vecinas [43]. Podemos considerarla, por todo ello, la religión universalista más profundamente arraigada en el mundo subsahariano. Así ha sido hasta el punto de convertirse en una religión nacional de los pueblos abisinios, no, por supuesto, de todos los ciudadanos del actual Estado etíope, un Estado multiétnico, con un abultado porcentaje de musulmanes.

Esta centralidad de la que disfruta el cristianismo en el seno de la identidad nacional abisinia, se apoya además en una serie de leyendas, en particular la que hace remontarse los orígenes del Reino hasta Menelik, supuesto hijo de Salomón y la Reina de Saba [44], apoyándose en el hecho real de que Abisinia nació de la fusión entre inmigrantes sabeos, venidos del actual Yemen, y poblaciones locales. Mediante esta ingeniosa maniobra ideológica, se conecta la propia historia particular con la gran historia bíblica, engrandeciéndola y legitimándola. Se trata, por lo demás, de una operación harto frecuente. La encontramos en los distintos reinos europeos medievales, con mitos como el del Apóstol Santiago, pero también entre pueblos negro-africanos de mayoría musulmana como los fulani, los hausa y los wolof, quienes alegan descender de personajes vinculados a la historia fundacional del Islam presuntamente asentados luego entre la población negra. Del mismo modo, y al igual también que distintos reinos cristianos de Europa, Abisinia cuenta con una historiografía oficial que hace de ella una suerte de réplica del antiguo Israel, un pueblo fiel a su Dios y cercado por enemigos paganos, a los que combate incesantemente, aunque con variable éxito [45]. Así, el modelo del «pueblo elegido», del pueblo ligado a Dios por un nexo privilegiado, operó aquí también como una auténtica matriz a partir de la cual fue forjada con el tiempo una identidad nacional, de un modo no tan diferente al experimentado en su caso por españoles, franceses e ingleses [46].

Todo ello ha contribuido sin duda a la supervivencia de esta auténtico islote cristiano en el corazón de África. Con todo, el cristianismo abisinio también ha mostrado ciertas limitaciones en lo atinente a su capacidad para difundirse entre otras poblaciones, incluso cuando no tenía que competir con el Islam. Quizá éstas se hayan debido a una asociación demasiado estrecha con un pueblo en concreto. De ser así, aquello que le ha ayudado a sobrevivir en condiciones muy difíciles podría haber dificultado, sin embargo, su expansión en otros momentos más favorables de su historia. De igual manera, el cristianismo abisinio presenta claras diferencias con las corrientes mayoritarias de esta religión en el plano mundial. Constituye una sección local de una tendencia extremadamente minoritaria hoy en día, como lo es el monofisismo, mayoritario únicamente entre los cristianos egipcios. Esta circunstancia le condena también a un cierto aislamiento con respecto al resto del mundo cristiano.

El cristianismo llegado desde Occidente resulta muy diferente en varios aspectos fundamentales. Es obviamente una religión introducida por extranjeros en tiempos recientes, en el contexto, básicamente, de la dominación colonial. Desde este punto de vista, le corresponde claramente el calificativo de importada. Lo hace además en mucha mayor medida que en el caso del Islam local, llegado un milenio antes y propagado en parte por nativos previamente convertidos. Pero pese a estos factores adversos, su éxito ha resultado, en su conjunto, auténticamente espectacular, de forma que en poco más de un siglo se ha logrado cristianizar en torno a la mitad de la población local. Esta expansión ha revestido, sin embargo, ciertas particularidades que explican en buena parte sus logros.

En primer lugar, se ha dirigido de manera prioritaria hacia los adherentes a las religiones tradicionales y sólo en un grado muchísimo menor hacia los musulmanes. Es de sobra conocida la resistencia que las poblaciones musulmanas suelen ofrecer a su conversión a otras religiones, la cual generalmente no ocurre salvo en situaciones muy excepcionales, como la de los esclavos africanos en las Américas y, hasta un cierto punto, las diásporas de levantinos en Latinoamérica. Las razones de esta adhesión tan firme a su religión parecen residir en la capacidad del Islam para operar como una ideología global, que vertebra una gran parte de la existencia de sus fieles, a los que además proporciona una identidad muy bien trabada, fuente de un intenso orgullo colectivo. Frente a tales beneficios, el cristianismo tenía, en general, bien poco que ofrecer a los musulmanes y la adhesión a esta religión condenaba además al converso a un ostracismo total por parte de sus antiguos correligionarios, que seguramente no fuera a ser compensado por su nueva comunidad de pertenencia, salvo en ciertos casos muy particulares. De ahí entonces que el Islam, también en expansión, como hemos visto en el apartado anterior, se haya erigido como un formidable obstáculo para la propagación del cristianismo. Dado que también él se ha ido difundiendo entre las poblaciones «paganas», ambas religiones han acabado por convertirse en competidoras directas en esta parte del mundo.

La situación era muy otra con respecto a los practicantes de las religiones tradicionales. Como había ocurrido siglos antes con el Islam, el cristianismo aparecía ante ellos como la religión de gentes más ricas y poderosas, lo que le deparaba un indudable atractivo. Les brindaba, asimismo, una doctrina muy elaborada, capaz de trascender el frecuente localismo de los tradicionalistas, y de propiciar además nuevas experiencia espirituales. Todo ello, en el contexto de una rápida modernización inducida por el colonialismo, le dotaba de una notable funcionalidad. Las ventajas ofrecidas, desde hacía ya tiempo, por el Islam se repetían ahora también en su caso. Empero, el cristianismo predicado por los misioneros adolecía, sin embargo, de algunos inconvenientes muy notorios. Se trataba, obviamente, de una religión extranjera, en principio, muy diferente de las tradiciones locales, con las que resultaba difícil conciliarlas. Así era sobre todo porque su proceso de expansión estaba siendo muy rápido, mucho más, en general, que el que había caracterizado la del Islam en tiempos pasados, el cual había dispuesto de más tiempo para aclimatarse a su nuevo entorno.

Pero este problema ha sido solventado, al igual que en el caso de esta otra religión, mediante ciertos procesos de sincretismo religioso. El mismo ha discurrido por distintos caminos. Robin Horton [47] señala que, a menudo, el cristianismo negro-africano ha heredado la orientación pragmática y utilitarista de las religiones tradicionales locales. Se sigue persiguiendo prioritariamente el bienestar cotidiano, el éxito terrenal. De ahí entonces la importancia concedida a aquellas prácticas que puedan servir para sanar enfermedades, obtener fortuna, amores o, incluso, dañar a los enemigos. Lo único que han cambiado son los procedimientos utilizados. De igual manera, y como también ocurre con ciertas formas de sufismo, los cultos evangélicos encuentran hoy una amplia acogida en el África subsahariana, dada la receptividad local hacia un género de devoción centrado en rituales cargados de emoción, en donde puede llegar a caerse en éxtasis, al igual que ocurre en tantos cultos tradicionales. Más en concreto, el pentecostalismo, en el que la posesión por el Espíritu Santo es algo habitual, así como los exorcismos contra los demonios, se adapta igualmente bien a una demanda local modelada por la pervivencia de las creencias en las posesiones.

El segundo gran inconveniente al que se ha enfrentado el cristianismo subsahariano ha estribado en su vinculación con la dominación colonial, lo cual, por supuesto, ha propiciado rechazos, mayores en conjunto que los experimentados por el Islam, por las razones ya señaladas. Pero más en concreto, el cristianismo era la religión de los blancos. Todos los personajes centrales de la narración bíblica lo eran. No era sólo  la doctrina de unos extranjeros y de costumbres muy diferentes a las propias, sino también la de unas gentes con un aspecto físico extraño, fuente, en ocasiones, de sorpresa y turbación [48]. Ninguno de estos obstáculos resultaba, sin embargo, insalvable. Después de todo, aunque blancos, ninguno de los principales personajes de la Biblia era europeo. Es más, eran semitas, hacia los que se fue desarrollando una fuerte antipatía y, en concreto, judíos, hacia los que la hostilidad podía llegar a ser terriblemente intensa. Pero esta distancia originaria ha sido luego olvidada en la propia Europa. La tradición bíblica se ha convertido en un componente fundamental de la civilización occidental, junto con la grecolatina. El mundo medioriental descrito en las Escrituras ha dejado de ser algo extranjero para ella. Mejor dicho, se ha convertido en uno de los componentes fundamentales de su tradición histórica y de su identidad. Es mucho más cercano hoy para el occidental medio que cualquier supervivencia de las antiguas culturas prerromanas y precristianas europeas.

En principio, esta misma aclimatación podría darse también en el caso de los cristianos negro-africanos. Las razones son diversas. Para empezar, su occidentalización cultural, muy profunda en bastantes casos, les acerca también al cristianismo, como componente fundamental de su cultura actual. La diferencia en el fenotipo sigue ahí. Pero la importancia que se le otorgue puede variar mucho. De este modo, los negro-africanos también son susceptibles, en principio, de verse incluidos dentro de una colectividad universal cristiana, cuyo cristianismo se encuentra enclavado, inculturado [49], dentro de una cultura de origen occidental, pero hoy ya casi universal. En segundo lugar, junto a esta primera operación encaminada hacia el ingreso en una comunidad de creyentes en igualdad de condiciones con el resto, sin tomar en cuenta las propias particularidades, también puede ejecutarse otro movimiento distinto, consistente en resaltar precisamente tales particularidades y buscar algún vínculo entre las mismas y la tradición cristiana. Así, en vez de disolver la particularidad dentro de una generalidad más amplia y común a todos los cristianos, y lograr a través suyo el deseado vínculo con la cristiandad, en esta otra maniobra ideológica es lo idiosincrásico lo que se ve resaltado y conectado de manera más directa con la religión que se profesa.

La estrategia desarrollada con este objetivo no ha sido muy diferente de esas otras examinadas en el caso del cristianismo abisinio o de ciertos pueblos musulmanes del Sahel. Con este fin, se han seleccionado dentro de la Biblia algunos pasajes que luego han sido convenientemente interpretados. El mito de Cam, el hijo de Noé maldecido por éste tras haberse mofado de él mientras permanecía en estado de embriaguez, empleado durante siglos para justificar la esclavización y colonización de los negro-africanos, supuestos descendientes suyos, puede ser ahora reciclado con objetivos opuestos. Puesto que Canaán fue descendiente de Cam, la negritud habría estado enclavada desde el principio en la tierra de origen del judaísmo y, a través suyo, del cristianismo. De igual manera, el precedente abisinio, tomado no como un caso aislado, sino como el representante privilegiado de todo el mundo negro-africano, ha sido aducido para reivindicar la ancestral condición cristiana de África. No está de más recordar la exaltación de lo etíope entre muchas poblaciones negras cristianizadas y de la cual el rastafarismo jamaicano no constituye sino su versión más extrema. Asimismo, se ha vuelto popular la tesis de una antigua presencia judía en el África subsahariana, atestiguada presuntamente por costumbres como la circuncisión. Es fácil rastrear en internet bastantes páginas al respecto. Su discutible fundamento histórico no importa aquí. Lo que nos interesa es que por medio suyo se logra por fin conectar de alguna manera a esta región con la historia bíblica. El cristianismo no sería entonces tan extraño a los subsaharianos. Por último, las viejas teorías de los misioneros sobre el monoteísmo esencial de los negro-africanos y su intensa espiritualidad en un sentido cristiano pueden ser también retomadas ahora.

Pero en ocasiones se ha ido todavía más lejos. No se ha tratado entonces solamente de buscar una conexión con el cristianismo, que lo hiciera más aceptable. Tampoco siquiera de situarse, con ello, a la misma altura que los europeos. Con independencia de que estos objetivos se lograsen, la dominación europea persistía. Y con ella la resistencia a la misma. El problema que planteaba la religión cristiana en este punto estribaba en su fácil susceptibilidad para ser percibida como un instrumento al servicio de la empresa colonial. No en vano, la misión de civilizar y de cristianizar a los nativos fue, como se sabe, una de las principales justificaciones ideológicas de este colonialismo. Asimismo, en la medida en que, pese a todas las maniobras ya reseñadas, el cristianismo había sido traído por los europeos, éstos quedaban convertidos en los maestros y los negro-africanos en sus discípulos, de tal modo que la situación de supeditación social generalizada de estos últimos también tendía a reproducirse ahora en el plano religioso. Sin embargo, del mismo modo que el cristianismo operaba en este sentido, también era posible apropiárselo y hacer de él un instrumento de afirmación identitaria y de resistencia anticolonial. Para ello, tampoco era preciso empezar desde cero. No en vano, las comunidades afro-descendientes de las Américas habían ya trabajado bastante en este sentido. Principalmente, habían aplicado una serie de esquemas tomados de la Biblia a su propia realidad. Por ejemplo, su situación de esclavitud y opresión había sido equiparada a la de los antiguos hebreos en Egipto. Sobre la base de esta equiparación, era de esperar entonces una futura emancipación. De este modo, un esquema extraído de la religión oficial, poseedora de un vínculo privilegiado con los grupos dominantes, era remodelado en beneficio de los dominados.

Algo similar se hizo con la readaptación de la figura veterotestamentaria del profeta. Esta operación posibilitó que diversos líderes religiosos africanos se acogieran a esta figura, lo que les permitió, de paso, reivindicar toda suerte de poderes milagrosos. Por medio de la misma, su estatus como predicadores se vio además elevado al mismo nivel que el de los antiguos profetas de Israel, al tiempo que sus seguidores ascendían hasta el de los hebreos bíblicos. Ambas elevaciones brindaban una autoridad renovada para enfrentarse a las autoridades coloniales. Los casos de Simon Kimbangu en el Congo y de Simâo Tocó en Angola resultan especialmente significativos a este respecto [50]. A través en parte de estas distintas estrategias, el cristianismo importado de Europa ha terminado arraigando en breve tiempo en el África subsahariana, dejando de ser una religión extranjera. El proceso parece hoy ya irreversible.

Las complejas relaciones inter-confesionales

El Islam, el cristianismo y las religiones tradicionales coexisten hoy de un modo complejo y, a veces, conflictivo a lo largo y ancho del África subsahariana. Esta delicada coexistencia discurre en varios niveles. Por un lado, cristianismo e Islam cohabitan y compiten entre sí. Por el otro, ambas religiones lo hacen con el «animismo». En cuanto a este último, el número de personas a las que únicamente se puede catalogar como «animistas», al no profesar, ni siquiera nominalmente, ninguna religión universalista, es hoy muy reducido y tiende a serlo cada vez más. En contrapartida, ciertos fragmentos de las religiones tradicionales subsisten en el seno de nuevas síntesis sincréticas, de acuerdo a las modalidades ya señaladas.

La política aplicada con respecto a ellas por los líderes de las religiones universalistas resulta muy variada. De una parte, pueden asumir que un cierto sincretismo resulta inevitable, como primer paso hacia una plena conversión. Asimismo, el carácter más ecuménico y respetuoso hacia otras formas de religiosidad, característico en especial del catolicismo postconciliar, incita hacia una actitud más benévola en relación con estas tradiciones, encaminada a rastrear, cuando no a proyectar, en ellas elementos equiparables a las religiones universales. Sin embargo, esta actitud tolerante no siempre está presente. Ya hicimos referencia anteriormente a la lucha contra el sincretismo como uno de los motivos fundamentales de las yihad decimonónicas. Hoy en día, el salafismo procede del mismo modo. Al igual que en el resto del mundo musulmán, este movimiento combate con ahínco cualquier desviación de lo que, desde su particular punto de vista, constituye el estricto monoteísmo musulmán, como es el caso del culto a los santos y a los lugares sagrados [51]. Estas prácticas se encuentran precisamente muy presentes entre muchos musulmanes subsaharianos, no solamente en razón   del viejo sincretismo con tradiciones «paganas», sino también por su adhesión a un Islam sufí muy dado en todas partes a las mismas. Entre los nuevos movimientos protestantes se observa una tendencia coincidente. Se denuncia apasionadamente la magia y la devoción «animista» hacia objetos, animales o plantas y los fetiches son destruidos, a despecho, incluso, del valor artístico que puedan poseer en ocasiones. Las creencias y prácticas perseguidas lo son no como supervivencias de una religión falsa, sino como manifestaciones de una presencia satánica entre aquellas comunidades imperfectamente cristianizadas. Ello las convierte en algo mucho más peligroso y mucho más necesitado de ser combatido. Se recupera, así, una visión sobre la diferencia religiosa que otros muchos cristianos abandonaron ya hace generaciones. Ni que decir tiene que estos comportamientos repercuten de manera muy negativa sobre el tejido social, provocando numerosas rupturas personales, incluso entre parientes cercanos.

Con todo, esta lucha contra el «paganismo» por parte de ciertos cristianos y musulmanes resulta un conflicto menor en comparación con aquel otro que en ocasiones separa a estos dos colectivos, así como a distintas tendencias dentro de los mismos, como ocurre con los afiliados a distintas cofradías y entre éstos y los salafíes o entre determinados católicos y determinados protestantes. Así ocurre sobre todo cuando las diferencias confesionales se combinan con otras de naturaleza étnica y regional. En muchos lugares, aunque no en todos, la pertenencia a una determinada etnia y a una determinada religión se hallan claramente correlacionadas. Ambas pertenencias se refuerzan, así, mutuamente y acentúan la contraposición con quienes se adscriben a otra confesión o a otro grupo étnico. Allí en donde una u otra religión disfruta de una posición de casi completo monopolio la hostilidad puede dirigirse hacia las gentes de otras regiones. Ejemplo de ello es la oposición entre un norte mayoritariamente musulmán y un sur  mayoritariamente  cristiano y «animista»,  que presenciamos principalmente en Chad, Camerún, Nigeria y Sudán, ante de su partición. Pero en otros lugares, en donde coexisten los adeptos de ambas religiones, la competencia puede volverse a veces muy enconada. En tales situaciones, la pugna por el control de distintos sectores económicos o de las instituciones puede conducir a una degradación de las relaciones de vecindad y desembocar, a veces en brotes de violencia colectiva.

Bajo estas distintas modalidades, las rivalidades inter-confesionales constituyen uno de los grandes problemas actuales del África subsahariana. Son, por supuesto, un fenómeno históricamente moderno, que sólo ha podido desarrollarse una vez que las relaciones universalistas han arraigado y han promovido un exclusivismo doctrinal, que ha reemplazado la actitud mucho más sincrética y ecléctica del antiguo «paganismo».

Debe tenerse en cuenta que la debilidad de los procesos de construcción nacional en la mayoría de estos países favorece esta acerva rivalidad. No se dispone de una identidad nacional plenamente asumida, capaz de trascender los particularismos de etnia o religión, ni de una suficiente articulación económica interna, generadora de intereses compartidos, sino que se padecen profundos desequilibrios, en especial entre aquellas regiones que han accedido a una inserción, aunque sea dependiente, en el mercado internacional y aquellas otras que han quedado relegadas a la marginalidad. Tampoco existe un Estado fuerte y eficaz, que conecte entre sí a los distintos grupos sociales. En tales condiciones, cada país se nos presenta como una especie de confederación entre distintos colectivos en permanente pugna. Esta rivalidad de base favorece a su vez una tendencia a la afirmación de una identidad diferenciada frente a los otros, precisamente mediante una insistencia en aquello que separa de ellos.

Dada la importancia que a veces tiene la confesión religiosa en la definición       de estas colectividades, no debe sorprendernos que se insista entonces tanto en la oposición entre unas religiones y otras. El ejemplo de Nigeria es de todos conocido. A la gran pugna entre norteños musulmanes y sureños cristianos se suma también  la existente entre distintas facciones dentro de cada bando. Se trata de un conflicto de larga data, salpicado por periódicos episodios sangrientos. Parece muy razonable postular que esta rivalidad inter-étnica e inter-regional, al promover un modelo de identidad islámica cerrado y agresivo, haya jugado un papel clave en el desarrollo de un movimiento como Boko Haram, cuya intolerancia, dogmatismo e inclinación hacia la violencia indiscriminada pocas veces han sido igualados en la historia humana. Sin embargo, paralelamente, en otras regiones del África subsahariana, en especial en Senegal, se han alcanzado niveles de convivencia, y no sólo de coexistencia, más que notables. Sin duda hay factores objetivos que la promueven. En el caso senegalés, el carácter francamente minoritario de los cristianos hace muy difícil considerarlos una amenaza real. Pero también han sido claves las estrategias adoptadas por la mayoría de los dirigentes religiosos. La evolución experimentada por el sufismo local en una dirección favorable a la acomodación con los no musulmanes ha jugado aquí un papel seguramente imprescindible [52].

Las religiones del África subsahariana ante el proceso de modernización

A lo largo de todo este trabajo, nos hemos situado a menudo en un terreno un tanto abstracto, reflexionando sobre las relaciones entre el fenómeno religioso y todo un conjunto de procesos socio-históricos muy generales, como el surgimiento de los Estados y de las sociedades de clases, los contactos entre distintas civilizaciones, el colonialismo europeo y las vicisitudes de los nuevos Estados africanos independientes. Procurando no olvidar en ningún momento la autonomía y riqueza del hecho religioso en sí mismo, hemos tratado, sin embargo, de explorar los modos en que aquél se    ve afectado por todos estos procesos de tan hondo calado. En este apartado, y en  el siguiente, vamos a seguir trabajando en esta misma dirección, elevando nuestra reflexión a un nivel de abstracción todavía mayor. Nuestra atención va a concentrarse ahora en las complejas y contradictorias relaciones entre dos hechos ya apuntados. El primero consiste en el enorme peso del fenómeno religioso en el África subsahariana, sobre todo si lo comparamos con Europa occidental. El segundo, en el proceso de modernización que, con todos los bloqueos, contradicciones y retrocesos que se quieran, está experimentando esta región.

Este proceso de modernización mantiene una relación en extremo ambivalente con el hecho religioso, potenciándolo y socavándolo a un mismo tiempo. Si bien semejante relación parece darse en todos los lugares del mundo, quizá aquí lo haga de un modo más intenso, en razón precisamente de la fuerte religiosidad existente de partida y del carácter acelerado, parcialmente exógeno y contradictorio de la propia modernización en curso. Las contradicciones se presentan, así, de un modo particularmente visible.

De acuerdo con una visión sociológica bastante convencional, a la que ya hemos aludido, la modernización entraña una secularización de la sociedad, desde el momento en que supone una autonomía progresiva de las distintas esferas de actividad con respecto a los mandatos religiosos. Desde esta perspectiva, la intensa religiosidad en su conjunto de los subsaharianos habría de explicarse sencillamente por el carácter todavía poco avanzado en su caso de esta modernización. Las sociedades del África subsahariana conservarían, de este modo, una cierta indistinción institucional, que haría más fácil su regulación mediante cosmovisiones religiosas. También seguirían albergando en una gran medida modos de pensamiento mágico y místico, lo que facilitaría entonces la credibilidad otorgada a la presunta acción de los agentes sobrenaturales en los más diversos aspectos de la existencia. De ser esto así, cabría esperar que, con el tiempo, estas sociedades acaben experimentando el mismo proceso de secularización que las occidentales.

Si bien nos aporta una valiosa clave explicativa, este planteamiento resulta en sí mismo insuficiente. Su  principal carencia estriba en que reposa sobre la asunción   de un evolucionismo unilineal cada vez más difícil de sostener en nuestros días. No es que haya que refugiarse en ningún relativismo, ni en ninguna pretendida inconmensurabilidad entre las distintas culturas, que impida formular generalizaciones acerca de posibles líneas de desarrollo comunes. De lo que se trata es de dejar de pensar en lo religioso como una mera supervivencia atávica de un pasado destinado a terminar por desaparecer y buscar las razones de su atestiguada longevidad en sus potenciales funcionalidades en términos sociales y psicológicos. Para empezar, y desde el punto de vista de una teoría de la modernización entendida de un modo bastante clásico,  la religión desempeña un obvio papel como agente de integración social. El proceso de modernización posee, así, una doble cara. Implica, ciertamente, complejidad, diferenciación y, como hemos visto, secularización, entendida ésta en un sentido muy preciso. Pero, al mismo tiempo, supone igualmente mayor integración y cohesión, desde el momento en que el desarrollo tecnológico permite construir sociedades más amplias e integradas, conectando a poblaciones que antes vivían de un modo mucho más autónomo y autárquico. De ahí entonces, la necesidad de forjar nuevos vínculos sociales, entre ellos, unas identidades colectivas más vastas e inclusivas [53]. Obviamente, las identidades derivadas del hecho de compartir unas determinadas creencias y practicar unos mismos rituales pueden jugar en este punto un papel muy destacado.

Esta contribución parece especialmente importante en unas sociedades con identidades nacionales débiles y una profunda fragmentación étnica y  regional, como es el caso de las que aquí nos ocupan. En consecuencia, el fuerte desarrollo experimentado aquí por el fenómeno religioso podría entenderse aquí como el resultado de una demanda de integración social, planteada por la modernización,     a la que resultaría difícil responder mediante identidades seculares. La razón de tal dificultad estribaría en lo acelerado del propio proceso de modernización, en razón de su carácter inducido desde el exterior, que obligaría a quemar etapas. En ausencia de una secularización previa, que en Europa ha necesitado de varios siglos, no quedaría otra opción que la de recurrir a aquellas fuentes de identidad más fácilmente comprensibles para el conjunto de la población. Las sociedades más tardíamente modernizadas no podrían entonces reproducir punto por punto la trayectoria de las más precoces, sino que, por el contrario, tendrían que combinar elementos más antiguos con otros más modernos. Nos encontraríamos, así, ante una manifestación particular de lo que un cierto marxismo denomina un desarrollo desigual y combinado [54].

Por otra parte, esta necesidad de integración social discurre cada vez en mayor medida en el plano trasnacional. Una de las vertientes claves del actual proceso de globalización estriba en el fuerte desarrollo de identidades transnacionales. Se trata de identidades que traspasan las fronteras de los Estados y que suelen hallarse fuertemente ligadas a la constitución de comunidades de diáspora, resultantes de las migraciones internacionales. Estas comunidades pueden tener un carácter étnico, agrupando a miembros de una misma etnia repartidos entre varios Estados, pero conectados a través de todo un conjunto de redes sociales. Pero también pueden trascender las etnicidades de los lugares de origen, constituyendo grupos más amplios. Conforme tales grupos desarrollan, sin embargo, una cultura y una identidad diferenciadas, que les proporcionan una mayor cohesión interna, sobre todo a la hora de competir con comunidades rivales, podemos hablar entonces de la constitución de auténticas neo-etnias [55]. El proceso se vuelve todavía más complejo, desde el momento en que además estas comunidades de la diáspora interactúan con la población que ha quedado en el lugar de origen, influyendo sobre ella. De este modo, los nuevos modos de vida ahora desarrollados, así como las nuevas identidades ligadas a ellos, se hacen susceptibles de extenderse también entre esta misma población. En este punto puede entrar en juego la religión. A través suyo pueden constituirse precisamente neo-etnias de este tipo, agrupando a gentes distintas desde el punto de vista étnico, pero unidas por una misma fe.

Las diásporas negro-africanas, cada vez más numerosas, son un buen ejemplo de todo ello. A través suyo, se recrean y reconfiguran varias etnias ya existentes, pero también se promueven identidades más amplias, incluida la pan-africana. Las organizaciones religiosas juegan un papel clave en todo este proceso, organizando a sus fieles en redes solidarias y dotándoles de una identidad bien afianzada y diferenciada con respecto  a los extraños. El rol de la cofradía muridí entre los musulmanes senegaleses [56] y el de ciertas iglesias protestantes nigerianas son un claro ejemplo de todo ello.

Así, pues, la religión puede, en principio, jugar un fuerte papel integrador. Pero quizá sólo pueda hacerlo bajo ciertas condiciones. Llegados a este punto, parece conveniente evocar brevemente la pareja de conceptos «epocalismo»-«esencialismo», acuñada en su tiempo por Clifford Geertz [57]. El primero de ellos alude a la elaboración de una cultura y de una identidad acordes con las exigencias de una sociedad moderna, el segundo, al mantenimiento de un nexo con el propio patrimonio cultural. Se trata de dos orientaciones que deben satisfacer simultáneamente las sociedades en proceso de modernización, aunque las dos no tengan por qué tener el mismo peso dentro de la síntesis que se acabe conformando. Para ello, lo tradicional ha de ser reciclado para parecer más moderno, pero también lo moderno ha de ser investido de un carácter tradicional ilusorio, produciéndose una auténtica «invención de la tradición» [58]. Estos requisitos atañen también a las religiones y a las identidades confesionales. Tienen que resultar al tiempo modernas y tradicionales. Lograr tal cosa requiere de una compleja ingeniería cultural.

Las transformaciones experimentadas por ciertos cultos tradicionales negro-africanos resultan ejemplares a este respecto. Los cultos de posesión siguen disfrutando de una elevada popularidad, incluso entre adherentes al cristianismo y al Islam. No en vano, sus prácticas pueden entenderse como un modo de manejar las complejidades psicológicas de la existencia, especialmente agudas en situaciones de intenso cambio social. Por el contrario, los cultos más ligados a linajes particulares y a parajes geográficos específicos han tendido a debilitarse. La religión tradicional ha sido objeto, así, de un desarrollo selectivo, a favor de sus elementos más adaptables al universalismo y al individualismo modernos [59]. Ejemplo privilegiado de todo ello es el célebre culto a Mami Wata. Se trata de una figura sincrética, que condensa antiguas divinidades femeninas del agua con las sirenas de tradición europea. Suele ser representada como una mujer bella y poderosa, pero, al mismo tiempo, cruel y caprichosa [60]. Al igual que las aguas de las cuales es señora, puede brindar riqueza, pero también matar, sobre todo a quienes pecan de imprudencia. En la línea de lo comentado anteriormente, refleja a la perfección el carácter descarnado que frecuentemente tiene la existencia humana, sobre todo, en entornos marcados por la pobreza, la desigualdad y una notable inestabilidad. No en vano, es objeto de culto por los migrantes que se juegan la vida para alcanzar el mundo desarrollado. Asimismo, y también en concordancia con ideas ya avanzadas, fusiona distintas realidades concebidas como análogas en ciertos aspectos, como ocurre con la figura de la «mujer fatal» y la imprevisibilidad de las aguas.

Tampoco tiene por qué sorprendernos la amplia difusión conservada por las creencias en la hechicería, así como su práctica, que tan bien se adaptan a mundos sociales caracterizados por fuerte rivalidades interpersonales. En este caso, la pervivencia de tradiciones, pero sobre todo de modos de pensamiento tradicionales, se ha visto potenciada por su peculiar adecuación a una nueva realidad social, de clientelismo político y capitalismo periférico, generadora de una competencia a veces despiadada.

Si pasamos ahora a ocuparnos de las religiones universalistas, la situación resulta un poco diferente. A primera vista, no resulta tan patente su capacidad para satisfacer de manera simultánea las exigencias esencialistas y epocalistas. En cuanto a la primera, no dejan de ser religiones importadas, a veces muy recientemente, lo que podría restarles arraigo histórico. Asimismo, como ya hemos señalado antes, si bien han sido muy frecuentes los casos de sincretismo con las tradiciones locales, también lo es hoy en día su orientación resueltamente rupturista con respecto a ellas. En cuanto a su posible epocalismo, y al igual que en el resto del mundo, las grandes religiones universalistas mantienen una relación complicada, y a menudo conflictiva, con la cultura moderna. En suma, estas religiones parecieran entonces combinar lo peor del epocalismo y del esencialismo: extrañeza con respecto a la cultura local y tradicional y disfuncionalidad con respecto a la moderna y universal.

Pero contemplados bajo otro prisma, los defectos pueden devenir en virtudes. En primer lugar, su carácter de religiones importadas puede favorecer, paradójicamente, su capacidad integradora, tan necesaria en un contexto de modernización. En sociedades fuertemente fragmentadas por diversos particularismos, se hace conveniente buscar en el exterior los elementos con los que forjar una síntesis integradora. Basta recordar cómo, en un contexto de acentuado pluralismo lingüístico, el recurso a la lengua de la antigua metrópoli resulta a menudo la mejor opción, pese a todos los rechazos que pueda suscitar su asociación con el colonialismo. Pues sólo una lengua externa puede aspirar a ser considerada como neutral, es decir, no ligada a ningún grupo étnico particular, de tal modo que su adopción no vaya a favorecer a ninguno de ellos en detrimento de los demás. Al mismo tiempo, el hecho de haber sido la antigua lengua colonial la vuelve más familiar para ciertos sectores de la población. Por último, desde el punto de vista epocalista, reviste claras ventajas, como medio privilegiado de conexión con la cultura occidental, hegemónica en el plano mundial. A este respecto, la adopción del swahili como lengua oficial en Tanzania constituye una interesante variación parcial sobre este modelo más general. Se ha optado por una lengua franca, conocida ya por una parte de los habitantes del país, pero que no se encuentra asociada con ninguna etnia en particular. Posee además la ventaja de no estar ligada al colonialismo, aunque pudiera estarlo con los antiguos esclavistas de la costa [61]. Su único inconveniente radica en su posición más bien marginal a escala mundial, en claro contraste con las antiguas lenguas metropolitanas. Resulta interesante también el hecho de que entre la población musulmana el árabe juegue a veces este mismo papel, al menos para la minoría que lo domina. No es la lengua de ninguna etnia en particular y, al tiempo, proporciona un vínculo con la gran cultura arabo-islámica en su conjunto. Con ello, no solamente se trascienden los particularismos y se consigue además una prestigiosa referencia externa; también se hacen ambas cosas de un modo tal que permite auto-afirmarse frente a la hegemonía occidental.

Las religiones universalistas importadas parecen operar de un modo parecido a estas adquisiciones lingüísticas. Permiten trascender el particularismo de cualquier religión local, demasiado imbricada casi siempre con la cultura de alguna etnia particular. Son igualmente neutrales con respecto a las divisiones inter-étnicas y su mismo carácter universalista les dota de un prestigio especial. Por último, constituyen un medio privilegiado para vincularse con las culturas más dominantes a escala mundial, atenuando hasta cierto punto la condición periférica de lo subsahariano. Incluso, al situarse ahora en el mismo plano que tales culturas, puede optarse por competir con ellas en su propio terreno. La exhibición de un fuerte rigorismo en lo doctrinal y en lo ritual, frente a la tibieza de lo occidentales, puede ser una buena forma de superarles.

El cristianismo subsahariano brinda numerosos ejemplos de este comportamiento [62]. Tampoco es infrecuente encontrarse con subsaharianos musulmanes que presumen de practicar mejor su religión que los árabes.

En cuanto a sus carencias desde el punto de vista del esencialismo, es decir, su ruptura con las tradiciones previas, éstas no son siempre tan profundas. De una parte, en sociedades en donde los modos de pensamiento mágico y místico parecen retener una fuente influencia, la introducción de estas religiones importadas supone una ruptura únicamente parcial con lo ya existente con antelación. Hubiera sido muy superior, de haberse basado los nuevos símbolos e identidades más integradores en ideologías seculares. Con todo, la cesura está ahí. La religión importada rompe con la cultura imperante. Adoptarla implica modificar en profundidad los propios modos de vida. Semejante cambio puede resulta costoso. Pero también puede estar revestido en ocasiones de un notable atractivo. Puede servir para desafiar a las autoridades tradicionales, más ligadas a las formas de religión anteriores. También puede contribuir a marcar ciertas distancias con el pasado, en el contexto de una remodelación real del modo de vida, en razón de la migración a la ciudad, de la inmersión en el mercado capitalista, del desgarramiento de los antiguos vínculos de aldea y linaje. Se produce, así, una reconfiguración en la propia visión del mundo, que acompaña a la que se está experimentando al mismo tiempo en las condiciones de vida objetivas.

En tales circunstancias, la religión no juega ningún papel conservador, sino, por el contrario, uno francamente innovador, revolucionario. Se rompe con lo tradicional, pero mediante un instrumento igualmente tradicional, con el cual resulta más fácil manejarse. En esta línea, las identidades confesionales que ahora se adoptan suponen ciertamente una ruptura con la tradición anterior, más localista. Pero, al mismo tiempo, permiten conectarse con otra tradición mucho más amplia, la de las grandes religiones universalistas y la de las grandes civilizaciones a las cuales aquellas se han encontrado ligadas históricamente. Se reemplaza una tradición por otra de mayor alcance y prestigio, aunque el vínculo con la misma pueda resultar mucho más débil. Con ello, la exigencia esencialista también se ve, en cierta manera, satisfecha.

Modernización y fundamentalismo

Toda esta subversión de lo antiguo resulta más fácil de realizar, si quien la promueve es un movimiento fundamentalista, dotado de una visión simplificada y holista sobre la realidad, por medio de la cual intenta organizar una gran parte de la existencia humana, tratando de erradicar todo aquello que parezca desviarse de sus principios doctrinales [63]. La adopción de una ideología milenarista, de acuerdo con la cual se aproxima la batalla final entre el bien y el mal, y mesiánica, en donde la conducción de este combate se encomienda a un enviado sobrenatural, ayuda, asimismo, a dotar a los fieles del necesario estado de ánimo combativo [64]. Lo mismo ocurre con esa presencia tan habitual de predicadores carismáticos, tanto entre musulmanes como entre cristianos. El ´líder carismático no es sólo capaz de movilizar a la gente y de organizarla en torno suyo. Asimismo, en virtud de esa vinculación directa con lo divino que se le atribuye y de las dotes milagrosas que pueden derivarse de ella, se encuentra legitimado para desechar antiguos elementos religiosos e introducir otros nuevos. Así, fundamentalismo, milenarismo y mesianismo actúan conjuntamente como catalizadores del cambio social y cultural, como instrumentos con los que quebrar la rigidez de ciertas tradiciones. De ahí entonces el carácter ambivalente de todos estos movimientos en relación con el proceso de modernización. De una parte, fomentan en efecto una ruptura con ciertas tradiciones y con ciertas identidades hoy en día demasiado particularistas. De la otra, promueven estilos de pensamiento muy reñidos con el logro de una mayor racionalidad, al tiempo que obstaculizan el desarrollo de una individualidad más autónoma y crítica, lo cual, a su vez, dificulta también el surgimiento de una ciudadanía democrática.

Realmente, el auge de los movimientos fundamentalistas, de carácter muy diverso, constituye uno de los rasgos más llamativos de la actual África subsahariana. Las razones de este auge son igualmente variadas. Aparte de su contribución a la reorganización de la vida de la gente en momentos de delicado cambio social, podemos enumerar otros motivos añadidos. En primer lugar, la propia organización sectaria de estos movimientos refuerza su fundamentalismo doctrinal. Enfrentados a un entorno al que descalifican como pecaminoso, han de procurar protegerse de su mala influencia y reforzar su disciplina interna. Una existencia reglada mediante una serie de principios doctrinales no cuestionados y marcada por el rechazo a lo ajeno potencia evidentemente un pensamiento fundamentalista.

La segunda razón que podemos destacar es más compleja. Constituye en sí misma un resultado del proceso de modernización. Si algo caracteriza al fundamentalismo, en cuanto que orientación vital, es el afán por alcanzar la mayor coherencia en las propias ideas y entre la propia vida y tales ideas, frente a cualquier acomodación conformista al mundo en el que se vive. En principio, se trata de una inclinación merecedora de una valoración muy positiva. Podemos además vincularla claramente con el individualismo propiciado por la modernización, cuando el individuo rompe parcialmente con el mundo de las convencionalidades y empieza a pensar más por sí mismo, cuestionándose lo que hasta entonces le parecía obvio [65]. Lo hará más todavía, si adquiere una cierta formación escolar, que le habilite en alguna medida para el pensamiento abstracto y le haga experimentar una cierta curiosidad intelectual. Lo que ya no resulta tan encomiable es el modo sesgado y unilateral en que este distanciamiento con las antiguas certezas es llevado a cabo, ignorando la complejidad de la existencia humana, difícilmente encuadrable por ningún credo simple. El fundamentalismo supone sacrificar la complejidad de la vida en aras de una coherencia forzada. Con ello, el talante crítico y despierto que le había impulsado en parte en sus inicios acaba anulado. Es como si la salida que acabase encontrándose para determinadas aspiraciones terminase por bloquear la satisfacción de las mismas. Aquí reside su profundo carácter contradictorio y paradójico.

Pero ésta es también la paradoja frecuente de la peculiar orientación más individualista e intelectualista que se desarrolla en estos particulares contextos. Es fácil que la formación adquirida haya sido relativamente superficial. Suministra determinados contenidos simplificados y un entrenamiento básico en el razonamiento abstracto, pero no muestra realmente la complejidad de las cosas, ni las dificultades para demostrar cualquier aserto [66]. Asimismo, el individualismo que se desarrolla puede ser ante todo un individualismo «en negativo» [67], caracterizado más por una ruptura de los vínculos de solidaridad previos y un debilitamiento de los controles sociales a los que se vivía sometido, que por el desarrollo de una mayor capacidad para pensar y actuar de un modo autónomo y para establecer una relación equilibrada con los demás, basada en el reconocimiento de las peculiaridades de cada uno y en el respeto a sus intereses particulares. Un individualismo en negativo semejante parece propicio para el desarrollo de la psicología del «verdadero creyente», tal y como la definió Eric Hoffer [68], en donde una profunda inseguridad e insatisfacción vital aboca no sólo a la búsqueda de certezas inamovibles, sino también a una ruptura auto-afirmativa con el medio circundante. Empero, siendo optimistas, podría esperarse que un aumento del nivel educativo pudiera favorecer a la larga una menor confianza en las simplificaciones propias de todo fundamentalismo, como lo haría también un individualismo más en positivo y equilibrado.

El tercer factor coadyuvante al desarrollo de este fundamentalismo tiene que ver con ese desarraigo cultural ya mencionado. La religión se autonomiza con respecto  al entorno cultural del que forma parte. Se deculturiza. Lo hace en parte debido a la propia crisis por la que atraviesa el patrimonio tradicional, derivada sobre todo de la inadaptación de muchos de sus componentes al nuevo contexto histórico. Ello ocurre en el ámbito interno, pero también en el trasnacional. Las identidades trasnacionales son identidades construidas mediante una ruptura con las identidades y culturas previamente existentes, que ya no funcionan igual de bien en la diáspora. En este escenario de debilitamiento del entorno cultural, lo religioso gana en autonomía. Lo hace todavía más cuando se adopta una postura rupturista con la tradición, como es propio, justamente, del fundamentalismo. Como quiera, la religión deja de estar tan inserta dentro de una cultura dada y compleja, a la que tiene que adaptarse y con la que, seguramente, tiene que acabar transigiendo. Queda libre de esos diques de contención, que favorecían una relativa acomodación a lo existente y, por lo tanto, un mayor pragmatismo. Se vuelve ahora más fácil el despliegue de sus principios teóricos de un modo doctrinario, preocupado ante todo por la coherencia interna, sin atender a las complejidades del mundo real. Con ello, en definitiva, fundamentalismo y deculturación terminan por reforzarse entre sí [69].

Todas estas consideraciones nos llevan a pronosticar que, al  menos,  por  un largo tiempo el África subsahariana va a seguir siendo una región no sólo de una gran religiosidad, sino también un terreno fértil para numerosas variedades de fundamentalismo religioso. Por más que esto último nos parezca comprensible, no deja de entrañar serios peligros. Más allá de las derivas violentas que pueden darse en ocasiones, se hace difícil en esta tesitura sacarle todo el partido al patrimonio cultural heredado, frecuentemente rechazado como impío. Tampoco parece ser un factor especialmente favorable para el desarrollo de un pensamiento más científico y racionalista, sin el cual es difícil avanzar en el desarrollo socio-económico. El futuro se muestra, pues, problemático.

Juan Ignacio Castien Maestro, en ieee.es/

Notas:

27    ROBINSON, D.: Muslim Societies in African History. Cambridge: Cambridge University Press. 2004.

28    ROBINSON, D. op.cit., pp. 27-41. Vid. igualmente TRIMINGHAM. J.: Islam in West Africa. Oxford At the Claredon Press. 1959.

29    MEILLASSOUX, C. 1990. op. cit.

30    BARRY, B.: La Sénégambie du Xveme au XIXeme siècle. Traite négriére, Islam, conquête coloniale.

París: L’Harmattan. 1988.

31    NADEL, S. op. cit., pp. 245-253. Vid. igualmente SANNEH, L.: La corona y el turbante. El Islam en las sociedades del África occidental. Barcelona: Bellaterra y TRIMINGHAM, J. op. cit., pp. 47-67.

32    TRIMINGHAM, J. op. cit.

33    MONTEIL, V. : L’Islam noir. París: Éditions du Seuil. 1964.

34    TRIMNGHAM, J. op.cit., pp. 47-67.

35    POPOVIC, A. y VEINSTEIN, G.: Las sendas de Allah. Las cofradías musulmanas desde sus orígenes hasta la actualidad. Barcelona: Bellaterra. 1997.

36    ROBINSON, D.: La guerre sainte d’al-Hajj Umar. Le Soudan occidental au milieu du XIX éme siècle. París: Karthala. 1988.

37    CASTIEN MAESTRO, J.: «Islam e identidad nacional en el Senegal contemporáneo». Papeles del CEIC. International Journal on Colective Identity Research, Volumen 2016/2. 2016. Vid. igualmente SEESEMANN, R.: The Divine Flood. Ibrahim Niasse and the Roots of a Twentieth- Century Sufi Revival. Londres: Oxford University Press. 2011.

38    ROBINSON, D. 1988. op.cit., pp. 9-13.

39    ROBINSON, D. 2000. op. cit.

40    Ibid.

41    POPOVIC y VENSTEIN. op. cit.

42    SMITH, M.: Boko Haram. Inside Nigeria’s Unholy War. Londres: I.B. Tauris & Co. Ltd. 2016.

43    READER, J.: África. Biografia de un continente. Mem Martins: Publicaçôes Europa-América. 2002.

44    DE MONFREID, H. Las leonas de oro de Etiopía. Barcelona: Luís de Caralt Editor. 1965, pp. 10-26.

45    HASTINGS, A.: La construcción de las nacionalidades. Cambridge: Cambridge University Press. 2002, pp. 190-193.

46    Ibid., pp. 51-317

47    HORTON, R. op. cit., pp. 173-180.

48    BA, A.: Amkoullel, l’enfant peul. Avignon: Actes Sud. 1992, pp. 236-242.

49    ROY, O. op. cit. pp. 56-57.

50    PEREIRA DE QUEIROZ, M.: Historia y etnología de los movimientos mesiánicos. Reforma y revolución en las sociedades tradicionales. Madrid: Siglo XXI. 1969, pp. 201-221.

51    CASTIEN MAESTRO, J.: «Las corrientes salafíes. Puritanismo religioso, proselitismo y militancia». Cuadernos de Estrategia, Nº 163. 2013.

52    CASTIEN MAESTRO. 2016. op. cit.

53    GELLNER, E.: Naciones y nacionalismo. Madrid: Alianza Editorial. 1989.

54    AMIN, S.: El desarrollo desigual. Ensayo sobre las formaciones sociales del capitalismo periférico. Barcelona: Planeta-Agostini. 1986. Vid. igualmente NOVACK, G.: La ley del desarrollo desigual y combinado. Bogotá: Pluma. 1974.

55    ROY, O. op. cit., pp. 23-28.

56    ROSANDER, R.: «Morality and money. The Murids of Senegal». Awraq. Estudios sobre el mundo árabe e islámico contemporáneo, Volumen XVI.1995.

57    GEERTZ, C.: La interpretación de las culturas. Barcelona: Gedisa. 1987, pp. 210-214.

58    HOBSBAWM, E. y RANGER, T.: La invención de la tradición. Barcelona: Editorial Crítica. 2002.

59    HORTON, R. op. cit.

60    MARTÍNEZ VEIGA, U.: «Mami Wata, Diosa de la migración africana». Batery: una revista cubana de antropología social, Vol. 3, Nº, 3. 2012.

61    HASTINGS, A. op. cit., pp. 206-208.

62    ROY, O. op. cit.

63    CASTIEN MAESTRO, J. 2016. op.cit. Vid. igualmente HOFFER, E.: El verdadero creyente: sobre el fanatismo y los movimientos sociales. Madrid: Tecnos. 2009.

64    HOFFER, E. op. cit. Vid. igualmente PEREIRA DE QUEIROZ, M. op. cit.

65    GEERTZ, C. op. cit., pp. 131-151.

66    CHARFI, M.: Islam y libertad. El malentendido histórico. Barcelona: Almed. 2001, pp. 274-284.

67    HUSSEIN, M.: Vertiente sur de la libertad. Ensayo sobre la emergencia del individuo en la sociedad del Tercer Mundo. Barcelona: Icaria. 1998.

68    HOFFER, E. op. cit.

69    ROY, O. op. cit. 17-40.

Juan Ignacio Castien Maestro

Capítulo IV: El factor religioso en el África subsahariana. Desarrollo histórico y perspectivas de futuro

Importancia del factor religioso en el África subsahariana

Que el mundo occidental, y Europa en particular, han experimentado a lo largo de las últimas generaciones un intenso proceso de secularización es algo difícil de negar. Ha surgido, de este modo, una amplia masa de no creyentes, junto con otra, todavía más numerosa, de personas que sólo creen hasta un cierto punto o sólo en algunas cosas o para las cuales estas creencias resultan poco importantes en sus vidas o que, de cualquier manera, cumplen poco o nada con los mandatos   de la religión a la que formalmente se adhieren. La visibilidad en paralelo de ciertas minorías militantes no anula esta corriente de fondo [1]. Asimismo, y en concordancia con la conocida visión weberiana sobre el proceso de racionalización, las distintas esferas de la existencia humana- la política, la ética, la ciencia, el arte, la economía –han ido adquiriendo a lo largo de los últimos siglos una creciente autonomía con respecto a las creencias y las normas religiosas [2]. En particular, los valores y normas de vida de una parte importante de la población en campos como la sexualidad entran en flagrante contradicción con los sostenidos por las organizaciones confesionales, que muchas veces ni siquiera consiguen la obediencia de quienes en otros ámbitos les siguen siendo fieles. Una vertiente especialmente llamativa de este proceso consiste en la menor propensión a recurrir a argumentos expresamente religiosos para defender posiciones éticas o políticas, incluso aunque las mismas reposen, en última instancia, sobre planteamientos de este tipo. De este modo, muchos cristianos antiabortistas esgrimen razonamientos basados en una filosofía moral general que, en principio, podrían resultar convincentes también para los no creyentes. Por último, las grandes celebraciones religiosas, si bien continúan disfrutando de un amplio seguimiento, son vividas por muchos participantes como acontecimientos profanos, desprovistos de cualquier vínculo con un mensaje trascendente. Lo ocurrido con la Navidad resulta paradigmático en este aspecto.

Naturalmente, este cuadro general está plagado de excepciones. Dos de ellas nos parecen singularmente relevantes. Primero de todo, se observa también una marcada proliferación de búsquedas espirituales de muy diversa índole, a través de la conversión a religiones foráneas o del interés por el esoterismo. Constatamos igualmente una notable presencia del simbolismo de origen religioso en el ámbito político, especialmente en Estados Unidos, pero no sólo allí, con oraciones, alusiones bíblicas e invocaciones a seres sobrenaturales. En un sentido más amplio, la adscripción a una determinada confesión religiosa sigue jugando un papel considerable en la definición de varias identidades nacionales y étnicas. Esta centralidad identitaria propicia, a su vez, un recurso añadido a la simbología sagrada en el espacio público.

No obstante, estas dos excepciones nos parecen también matizables. Las referidas búsquedas espirituales apuntan ciertamente hacia la frecuente pervivencia de una religiosidad, de una necesidad religiosa, entendida ésta como el afán por hacerse con una representación de la realidad capaz de dotar a la propia existencia de un sentido más global, en donde los sufrimientos deparados por ella queden además mitigados en alguna media [3]. Pero los modos en que muchas veces se satisface semejante demanda revelan, sin embargo, una plasticidad tan marcada en el manejo de los contenidos religiosos, fabricando con ellos síntesis tan personales como volubles, que merece la pena preguntarse en qué medida el sujeto se las toma en serio como descripciones pretendidamente verídicas de la realidad, o las concibe tan sólo como instrumentos al servicio de su bienestar psicológico. Cuando es esto último el caso, la supeditación de las creencias y los actos religiosos a un interés finalmente mundano resulta palmario. Y ello implica también una compleja e implícita secularización de tales actos y creencias en el sentido weberiano, desde el momento en que lo terrenal se presenta como autónomo y dominante y las representaciones a propósito de lo sobrenatural como subordinadas y secundarias.

En cuanto al extendido uso de símbolos y referentes religiosos en la esfera pública y, en concreto, en el campo de la política, tampoco debemos olvidar que aquí también su papel suele ser auxiliar. No es la religión la que organiza estas actividades. Simplemente se recurre a algunos contenidos o algunos símbolos extraídos de la misma para otorgar una legitimidad añadida a ciertos planteamientos ya postulados de antemano o para revestirlos de una determinada carga emotiva. Lo religioso queda, así, instrumentalizado y subordinado nuevamente a lo terrenal. Una vez más, aquello que parecía desmentir la idea de secularización puede contemplarse, en cambio, como una modalidad de la misma especialmente sofisticada.

El panorama se torna bien diferente cuando volvemos nuestra mirada hacia el África subsahariana en su conjunto. Al contrario que en el mundo occidental, aquí la fe religiosa suele ser intensa. No se trata solamente de que la práctica ritual se halle mucho más extendida, ni de que las creencias en lo sobrenatural estén mucho más arraigadas y condicionen mucho más decididamente los comportamientos cotidianos. Aparte de creída y practicada, la religión es vivida con suma emoción. La devoción se despliega, a menudo de manera muy ostentosa, en frecuentes ceremonias de la más diversa índole. Resulta también harto interesante el hecho de que esta centralidad del hecho religioso conviva con una acusada pluralidad del mismo. Afecta a cristianos, musulmanes y seguidores de las religiones tradicionales, divididos todos ellos, a su vez, en multitud de corrientes diferentes. Asimismo, el universo religioso subsahariano se encuentra en profunda ebullición. Junto a la fortaleza de las corrientes ya arraigadas, contemplamos también el auge de otras nuevas, en competencia con aquéllas. Es lo que ocurre con movimientos, por lo demás, tan profundamente diferentes entre sí, como el pentecostalismo cristiano y el salafismo musulmán. Pero quizá el rasgo más distintivo del mundo subsahariano estribe en la amplia presencia en su seno de la hechicería. Como iremos viendo, las prácticas y creencias ligadas a la misma siguen influyendo en los más diversos aspectos de la vida. El recurso a distintos sortilegios continúa operando ampliamente en campos como el cultivo de la tierra, el tratamiento de enfermedades, las disputas personales, la reparación de aparatos mecánicos o los negocios. En todos estos casos, las prácticas y creencias mágicas se entremezclan con otras más seculares, lo que dificulta el desarrollo de un enfoque más «racionalista», en el sentido habitual del término.

Nada de esto significa, por supuesto, la ausencia completa de una secularización en el estricto sentido weberiano. También aquí una vida social de creciente complejidad trae aparejada la autonomía de las distintas esferas de la existencia humana. Así ocurre con el desarrollo de un Estado moderno y de una economía de mercado, aunque se trate de un Estado débil y lastrado por el clientelismo y de un capitalismo periférico. De igual manera, también aquí el amplio empleo de un discurso o de una simbología de carácter religioso opera muchas veces al servicio de objetivos notoriamente más mundanos. Por último, la identidad confesional disfruta de una clara centralidad, a la hora de decirle a cada uno quién es y cómo ha de relacionarse con los demás. Un buen ejemplo de ello es esa frecuente recreación de unas identidades cristiana y musulmana en mutuo enfrentamiento, que podemos observar hoy en varios países de la región, particularmente en Nigeria. Pero sería de una enorme ingenuidad el ignorar que tales identidades religiosas se articulan con otras de carácter étnico o regional, de manera que el grupo confesional puede hallarse entonces integrado por gentes de una misma etnia, que quizá además ocupen unos determinados nichos económicos y compartan, por todo, ello, unos mismos intereses materiales.

Pese a todas estas matizaciones, la importancia del factor religioso en el África subsahariana resulta innegable. Es imposible entender esta región del mundo sin otorgarle la debida consideración. Este artículo está dirigido precisamente a este objetivo. Aspira a brindar una visión panorámica del complejo mundo de las religiones subsaharianas, proporcionando algunas interpretaciones teóricas al respecto. Con este fin, dividiremos nuestra exposición en varios apartados. En el primero describiremos las religiones tradicionales negro-africanas, incidiendo en aquellos rasgos que les diferencian de las grandes religiones universales, con las que todos estamos más familiarizados. Los apartados segundo y tercero abordarán precisamente los dos grandes sistemas monoteístas presentes en esta región, el Islam y el cristianismo. Examinaremos someramente su desarrollo histórico y expondremos algunas de las particularidades que han acabado adquiriendo en ciertos casos. A continuación, nos enfrentaremos  al espinoso asunto de las relaciones inter-confesionales. Para concluir, dedicaremos nuestros dos últimos apartados a discutir algunas de las posibles explicaciones del peso que el hecho religioso, y en concreto su vertiente más fundamentalista, ostentan hoy en día en esta parte del mundo.

Las religiones tradicionales negro-africanas

Varias puntualizaciones son necesarias a la hora de abordar las religiones tradicionales del África subsahariana. La primera de ellas estriba en que, hablando en propiedad, resulta discutible que se pueda aplicar sobre estas tradiciones el término «religión». El debate al respecto es antiguo y nos remite a las grandes discusiones acerca de la definición de este concepto. Nosotros no vamos a adentrarnos aquí en él y, por razones fundamentalmente de comodidad, vamos a considerar estas tradiciones como religiones en un sentido laxo, en el sentido de contener referentes a entidades de carácter supra-empírico, personales o no, que interactúan con los seres humanos [4]. Pero aún obrando de esta manera, se nos sigue planteando todavía un importante problema metodológico. En las sociedades tradicionales subsaharianas, como, por otra parte, en cualquier otra sociedad tradicional, resulta difícil delimitar un sector particular de la vida social y definirlo como religioso en oposición a todos los demás. La razón estriba en que en estas sociedades la mayor parte de las actividades humanas se hallan, de alguna manera, entrelazadas con lo religioso. El trabajo agrícola puede, por ejemplo, combinar los aspectos técnicos con otros de naturaleza ritual, dirigidos a ganarse el favor de determinados espíritus. Asimismo, es probable que incluso su faceta más técnica se halle regulada por una serie de reglas que se remitan a lo establecido por un algún antepasado mítico. Lo mismo ocurre aproximadamente con cualquier otra esfera de la existencia, como el matrimonio, la herencia, la guerra o la elección y deposición de los dirigentes políticos. Nada hay de sorprendente en ello. Se trata de sociedades menos complejas desde el punto de vista estructural, en donde apenas ha tenido lugar esa disociación entre diferentes esferas de actividad que caracteriza precisamente al mundo moderno, de acuerdo con el conocido planteamiento de Weber [5].

Sin embargo, el hecho de que se produzca esta imbricación no implica que tengamos que concluir que entonces todo es religioso. Ciertamente, en todas estas facetas de  la existencia están operando creencias referidas a entidades suprasensibles y rituales referidos al trato con las mismas. Pero ni estas creencias ni estos rituales abarcan ninguna de estas facetas en su totalidad. Ni la actividad productiva, ni el campo del parentesco, ni el de la guerra, ni ningún otro pueden entenderse como meras aplicaciones prácticas de unas reglas derivadas de las creencias religiosas. Cada uno de estos campos obedece también a reglas profanas y sobre todo a los intereses y los cálculos de las personas inmersas en ellos, condicionados por la propia naturaleza de la actividad realizada en cada caso [6]. Si se quiere cultivar la tierra con una cierta eficiencia, hay que satisfacer unos mínimos requerimientos técnicos, derivados de condicionantes botánicos, edafológicos o climatológicos. Lo religioso es sólo un aspecto de esta actividad, por más importante que pueda resultar. Parece más apropiado entonces hablar de lo religioso, en tanto que adjetivo, en tanto que aspecto particular de un todo más amplio, que de la religión, en tanto que sustantivo, en tanto que ámbito social claramente disociado de otros diferentes. Pero nada nos impide, con fines analíticos, agrupar luego estos distintos aspectos religiosos presentes en distintos campos de actividad dentro de un único sistema religioso, hecho de creencias y prácticas, es decir, en una religión, en cuanto que realidad relativamente delimitada y autónoma con respecto a otras, y,  por lo tanto, regida, al menos en parte, por una lógica propia y específica, susceptible de ser estudiada de un modo separado, aunque tomando en cuenta, por supuesto, el todo más amplio en el que se inscribe. Esta abstracción analítica nos resulta de gran utilidad. Nos permite comparar una determinada religión tradicional subsahariana con otras religiones tradicionales de la misma región, o de otras, o con las regiones universalistas, como el Islam y el cristianismo, llegadas a allí más recientemente.

La segunda aclaración que debemos realizar atañe al hecho bastante obvio de que, por supuesto, no existe una religión tradicional subsahariana, sino una multitud de religiones particulares. Aunque podamos hablar de la religión de una determinada etnia, como los nupe [7], tampoco debemos olvidar, no sólo la heterogeneidad interna de estos grandes conjuntos, sino, asimismo, el hecho de que es frecuente que existan determinados cultos que trascienden los límites entre las diversas etnias. Las fronteras de las distintas religiones no siempre se corresponden con las de los grupos étnicos. Así, del mismo modo que, con prudencia, podemos hacer referencia a la religión de cualquiera de estas etnias, también podemos ocuparnos de tales cultos inter-étnicos por separado.

Como tercera y última puntualización, debemos señalar que estas religiones tradicionales se han ido mestizando progresivamente con el Islam y el cristianismo desde hace ya varios siglos. En consecuencia, en muchos casos no se puede decir propiamente que existan ya como religiones separadas. No obstante, diversas creencias y rituales suyos subsisten todavía, integrados ahora dentro de ciertas versiones locales de las religiones universales importadas y reducidos a la condición de «supersticiones». Y en un sentido más amplio, perviven también, como iremos constatando más adelante, en los modos en que muchas veces estas nuevas religiones son entendidas, vividas y puestas en práctica.

Una vez aclaradas estas cuestiones preliminares, vamos a esbozar ahora una visión de conjunto de estas religiones tradicionales. Evidentemente, no aspiramos más que a recoger algunos rasgos comunes a la mayor parte de las mismas. Por ello, nuestra exposición habrá de tener por fuerza un carácter enormemente abstracto. Lo que más nos interesa es mostrar sus diferencias con los monoteísmos universalistas llegados más tarde. Un ejercicio semejante plantea un cierto riesgo desde el punto de vista metodológico, al amenazar con desembocar en un planteamiento artificialmente binario. Así, aunque, en verdad vamos a establecer aquí una dicotomía, no deberá olvidarse que la misma no deja de suponer tan sólo una simplificación a efectos expositivos y que la realidad es siempre mucho más compleja.

El primer rasgo fundamental de estas religiones tradicionales subsaharianas estriba en su acentuada globalidad. Se trata de un aspecto correlativo a esa imbricación, ya señalada más arriba, con el conjunto de la existencia de quienes las profesan. Al insertarse simultáneamente en las diferentes facetas de esta existencia, acaban conectándolas a todas ellas dentro de un mismo sistema global. Pero no sólo articulan entre sí estas distintas actividades humanas. También hacen lo propio con el mundo natural, con su fauna y su flora, su orografía o sus fenómenos meteorológicos. Se conforma, de este modo, una suerte de estructura densa y compacta, en la que sus distintos elementos integrantes se remiten los unos a los otros [8]. Esta estructura puede ser denominada con toda justicia una cosmovisión, siempre y cuando este término no se entienda de un modo excesivamente intelectualista, ignorando que muchos de estos contenidos poseen un carácter más bien implícito, expresado a través de determinadas prácticas, pero no necesariamente de un discurso explícito ni de un pensamiento consciente. La densidad propia de estas cosmovisiones implica, asimismo, que los distintos elementos que la componen pueden reforzarse entre sí. Si, por ejemplo, los astros que se observan en el firmamento son pensados como seres personales que establecen relaciones familiares entre ellos, entonces las relaciones familiares propias de los seres humanos podrán serlo como un mero remedo de aquéllas. Esta equiparación ficticia les brindará una mayor legitimidad moral, al tiempo que una suerte de verosimilitud espontánea. Formarán parte de un orden cósmico internamente integrado, cuyos distintos componentes parciales no podrán ser, por ello, alterados con facilidad.

De lo anterior se desprende además que todos estos elementos integrados dentro del sistema religioso comparten algo muy llamativo: su naturaleza concreta. Es ésta la segunda gran característica distintiva que podemos atribuir a las religiones tradicionales negro-africanas. Sus representaciones versan en torno a parajes concretos, como tal manantial o tal montaña, a especies animales concretas y a actividades concretas, como la fabricación de tal o cual herramienta. Se vive en un mundo de cosas particulares, lejos de abstracciones filosóficas. Incluso, los dioses o los espíritus están forjados a semejanza de tales cosas. Son parecidos a ellos. Por ello mismo, las distintas cuestiones son pensadas no mediante conceptos abstractos, sino recurriendo a nociones referidas a seres concretos, sean éstos reales o imaginarios. Las cualidades morales, las relaciones entre las personas o los procesos mediante los que surgen o desaparecen nuevas realidades lo son a través del juego entre estas concreciones. Por ejemplo, la contradicción entre el frío y el calor podrá ser pensada como la permanente disputa entre dos hermanos y la compleja fusión entre dos pueblos a lo largo de siglos quedará condensada en  el matrimonio legendario entre un príncipe y una princesa. No se trata de meros ejemplos, ni de alegorías, en donde se es consciente de la diferencia entre el plano de lo abstracto y el de lo concreto, mediante el cual aquél queda ilustrado. Aquí ambos planos están fundidos en uno. O, mejor dicho, la cualidad general está contenida en la entidad particular, de la cual no puede ser abstraída. Como se sabe, Lévi-Strauss [9] (1964) nos brindó una descripción magistral de este tipo de pensamiento.

El tercer rasgo central de estas religiones deriva precisamente de esta misma tendencia hacia la concreción. Los elementos con los que opera no sólo son articulados entre sí. También se proyectan los rasgos de unos sobre otros. Es lo que ocurre cuando, continuando con el ejemplo anterior, el mundo de los astros es concebido como semejante, hasta cierto punto, al de los seres humanos. El mundo natural es objeto, así, de una serie de proyecciones analógicas a partir del humano. Es, pues, humanizado. Aquí reside el fundamento de ese «animismo» propio de todas estas religiones, utilizando la terminología del evolucionismo clásico. Siguiendo en este punto a Robin Horton [10], nada de ello resulta especialmente sorprendente. En sociedades aldeanas, con una vida social intensa, las relaciones interpersonales constituyen una experiencia primaria, a partir de la cual se pueden luego pensar otras realidades diferentes. La complejidad  y las habituales ambivalencias de estas relaciones son también proyectadas sobre     el mundo no humano, que queda entonces poblado de entidades personales, unas veces benéficas y otras maléficas. Es algo similar a lo ocurrido con el mecanicismo del pensamiento europeo a partir del siglo XVII, el cual parece deber mucho a la sencillez de las primeras máquinas, en las que se inspiró para pensar en otras realidades.

Pero no se trata solamente de establecer analogías entre diversos planos de la experiencia, ni de proyectar ciertos rasgos de los unos sobre los otros. Más allá de todo ello, se tiende a establecer una verdadera identidad entre estos distintos planos. No solamente se los concibe como más semejantes de lo que podrían parecerlo desde una perspectiva científica. Asimismo, puede postularse una radical consubstancialidad entre ellos. Se encuentran ligados entre sí. Lo que ocurre en uno habrá de repercutir, por tanto, en lo que suceda en el otro. Este es el fundamento intelectual de los rituales de carácter mágico. En un sentido más amplio, es el resultado del uso de un pensamiento sincrético, caracterizado precisamente por efectuar este género de amalgamas. Y las lleva a cabo también en otras direcciones. Puede, de este modo, amalgamar también a distintos individuos de una misma especie, como si todos fueran uno sólo, reduciéndolos a lo que Eliade [11] denominaba un arquetipo. «Un leopardo» cualquiera será, así, una modalidad particular de «El leopardo». Pero, entonces, al actuar sobre uno de ellos, se actúe quizá también sobre todos los demás. También todos los miembros de un mismo grupo humano tendrán algo en común. Serán en cierto modo lo mismo. De ahí que el comportamiento de los individuos tenga tantas repercusiones, para lo bueno, pero también para lo malo, sobre el grupo en su conjunto. Podrá enaltecerlo o contaminarlo. Este hecho nos ayuda a entender la importancia concedida al control social, pero también a las vendettas entre distintos grupos, basadas en la noción de responsabilidad colectiva. Y sobre todo, cada individuo concreto actualizará en sí mismo mediante sus propios actos al antepasado mítico, el cual operará como el arquetipo de todos ellos. La forma de ser, las ocupaciones o la posición ocupada por un determinado colectivo podrán ser, de este modo, explicadas con facilidad a partir de las cualidades y acciones de ese ancestro común. Sus descendientes estarán ineludiblemente marcados por aquello que él fue o por aquello él que hizo. La correspondencia entre esta tendencia a la equiparación entre antepasados y descendientes y un modo de organización social en donde el linaje constituye una institución fundamental resulta bastante obvia.

De igual manera, pueden existir individuos o grupos que mantengan esta misma relación con los leopardos o con cualquier otra especie designada para este fin. Habrá algo en común entre humanos y leopardos. Deberán honrar ciertas obligaciones para con ellos y podrán también beneficiarse de su colaboración en ciertos casos. Aquí reside el fundamento de lo que en tiempos se denominó el «totemismo» [12]. Para terminar, también pueden establecerse conexiones de esta misma índole entre distintos períodos temporales. Cada estación seca será una modalidad nueva de «La estación seca» primigenia. Por tanto, aquello que ocurrió en esa primera estación arquetípica, por ejemplo, los actos fundacionales de determinado ancestro, se habrá de repetir con cada nueva estación seca. De ahí la dificultad para desarrollar un pensamiento histórico, en donde los acontecimientos novedosos se van sucediendo. Este tipo de pensamiento es, por el contrario, fundamentalmente a-histórico. Lo nuevo tiende a ser asimilado a arquetipos ya existentes de antemano [13]. Pero acaso el proceso no vaya a ocurrir solamente por sí solo. Puede que sea necesaria la acción humana. Será preciso, en tales casos, recrear mediante algún tipo de mímesis ritual, de representación teatral, el acontecimiento mítico originario para que vuelva a repetirse ahora, con todos sus trascendentales efectos. Es lo que ocurre, en concreto, con los rituales estacionales [14].

El oficiante de los mismos puede además actualizar en él al antepasado mítico. Así, los danzantes enmascarados que representan a uno de estos seres no serán ellos mismos durante la danza ceremonial, sino, en cierto modo, el propio ser mítico. Este hecho nos ayuda a entender mejor la importancia de la posesión divina en muchos cultos tradicionales negro-africanos. En ellos alguien es poseído en el curso de una danza ceremonial por un ser divino, en el que se condensan ciertas cualidades humanas en particular. El poseso quizá detente él mismo tales cualidades en una proporción más reducida y este hecho facilite su posesión por este determinado personaje arquetípico en vez de por otro [15].

Todos estos procesos de fusión sincrética entre realidades separadas se corresponden en líneas generales con el concepto de «participación mística»enunciado ya en su día por Lucien Lévy-Bruhl [16]. A partir suyo pueden desarrollarse, asimismo, otras modalidades más complejas. Una de ellas, muy habitual precisamente en el África subsahariana, es la de la realeza sagrada. En ella el Monarca, al que compete además oficiar una serie de rituales fundamentales, encarna de manera simultánea a alguna figura mítica y al conjunto de su pueblo. A través de los rituales que ejecuta, se actualizan los grandes acontecimientos míticos, y lo que él experimenta en sí mismo lo experimentan, en algún grado, todos también. Por eso precisamente, su buena o mala salud será también la de todo su pueblo [17]. Y, por ello también, el Rey viejo y enfermo quizá deba morir y ser reemplazado por un sucesor más joven y sano, a fin de que su pueblo no envejezca y muera con él. Son célebres a este respecto los análisis de Evans-Pritchard [18] (1948) sobre los shilluk de Sudán del Sur. A su vez, los rituales oficiados por el Monarca pueden también implicar una fusión sincrética entre distintos planos de realidad. El ciclo agrícola, en donde la vegetación «nace»y «muere»para volver después a «nacer»de nuevo, podrá verse entonces amalgamado con el ciclo de la vida humana y animal, con el ciclo, supuesto, de todo el cosmos, pero también con el que se atribuye a la comunidad política. Al igual que el ciclo de la naturaleza, y coincidiendo con sus momentos fundamentales, el ciclo político se desenvolverá también entre el caos y el orden, entre momentos de liberalidad y de rigor, de vigor y de decadencia Organizando la sucesión de estas distintas fases y articulándola con los ciclos naturales, el ritual político, con el Monarca como oficiante principal, consigue entones, a los ojos de la gente, que la comunidad se depure periódicamente de sus conflictos internos y de sus comportamientos desviados, para renacer más sólida y cohesionada, más «joven» de nuevo [19].

El quinto y último rasgo característico de estas religiones tradicionales subsaharianas consiste en su profunda trabazón con la vida cotidiana y con los intereses materiales más inmediatos. Es algo que se corresponde bastante claramente con otros rasgos suyos ya enunciados, como la centración en lo concreto. La atención recae de un modo prioritario sobre cuestiones como la prosperidad material o el éxito en la guerra. Hay un profundo pragmatismo, e incluso materialismo, en esta actitud vital [20]. Podemos decir que si, de acuerdo con la expresión clásica, estamos ante un «mundo encantado», también nos hallamos, en contrapartida, frente a una religión un tanto mundana. Esta misma focalización en lo cotidiano implica un hondo particularismo. Las cosmovisiones están profundamente centradas en la propia colectividad. Los antepasados míticos son los antepasados del propio grupo. Los parajes míticos son los parajes en donde vive o ha vivido este mismo grupo. La historia del cosmos y del grupo se entrelazan de un modo inextricable. Todo ello supone, obviamente, una peculiar forma de etnocentrismo.

Sin embargo, este pragmatismo y este localismo no siempre han recibido la debida consideración. En este aspecto, y siguiendo aquí de nuevo a Horton [21], podemos apuntar hacia varios responsables  de  esta  infravaloración.  Un  primer  colectivo  ha estado integrado por cierto misioneros cristianos. Interesados como estaban en difundir su religión entre los africanos subsaharianos, buscaron en sus tradiciones religiosas aquellos elementos que pudieran predisponerles a aceptar más fácilmente su predicación, incurriendo, en determinado casos, en interpretaciones un tanto sesgadas. Tendieron, así, a atribuir a los negro-africanos creencias como la de un Dios supremo y un alma inmortal, junto con el cultivo de elevados valores éticos universales y el afán por lograr una comunión espiritual con lo divino. Tomados en su conjunto, todos estos elementos conformarían una especie de «religión natural» parecida al cristianismo, cuya presencia favorecería en grado sumo una futura conversión al mismo. Ciertos autores africanos actuales parecen haber seguido esta misma senda idealizadora. Siendo muchos de ellos cristianos o compartiendo, al menos, las ideas occidentales acerca de lo que debería ser una religión digna de respeto, se esfuerzan también por presentar un retrato de las tradiciones religiosas de sus propios pueblos acorde con este modelo tomado del exterior. En un sentido más amplio, esta obsesión por resaltar la espiritualidad del otro parece obedecer a un impulso todavía más profundo. Al menos desde el romanticismo, el descontento con el carácter maquinal e impersonal del mundo moderno ha llevado a muchos a proyectar sobre el pasado europeo o sobre otras culturas, reales o imaginarias, sus aspiraciones a un tipo de sociedad más fraternal, espontáneo y emotivo. Pero aunque podamos valorar la bondad de todas estas intenciones, no debemos permitir que las mismas nos conduzcan hacia una visión distorsionada de las realidades que estamos estudiando.

Los cinco rasgos básicos que hemos estado exponiendo nos ayudan, asimismo,    a explicar la importancia de la hechicería en el mundo negro-africano tradicional, entendiendo la misma como el manejo de ciertos elementos sobrenaturales con el  fin de dañar a otras personas o de, al menos, manipularlas en beneficio propio, pero también de protegerse de ellas. En cuanto que práctica basada en la interacción con ciertas entidades personales o en el manejo más mecánico de ciertos agentes naturales, en función de sus relaciones de semejanza y de contigüidad, la hechicería se nos presenta como una manifestación particular del ya señalado pensamiento sincrético, a veces, en su modalidad más «animista». Asimismo, su carácter pragmático resulta también evidente. Por último, la visión sobre el mundo de lo sobrenatural que le subyace no deja de constituir una proyección muy realista, casi descarnada, del mundo de las relaciones sociales, en donde a menudo se dan enemistades, mentiras y manipulaciones. En este aspecto, los seres espirituales pueden ser muy semejantes a los seres humanos. Y esta visión se ajusta muy bien además a la naturaleza de unas sociedades descentralizadas, en donde mucha gente detenta alguna dosis de poder, en donde existen numerosas rivalidades, nacidas de la pugna por unos recursos más bien escasos, pero en donde también la necesidad de convivir dentro de un mismo linaje y una misma aldea, debido al manejo en común de tales magros recursos, conduce en muchas ocasiones a una hipocresía y a una hostilidad encubiertas, propicias para las agresiones soterradas. En el último apartado nos ocuparemos de las posibles razones de la popularidad de la que siguen disfrutando estas prácticas en la actualidad.

La llegada de las religiones universalistas

Conforme al retrato que acabamos de trazar sobre ellas, las religiones tradicionales subsaharianas parecen especialmente aptas para la vida en sociedades aldeanas, en las que la gente concentra su atención en la resolución de sus problemas cotidianos dentro de un ámbito local restringido. No obstante, estas sociedades y estas religiones son susceptibles de evolucionar hacia formas más complejas. Las aldeas pueden acabar integradas en grandes Estados multiétnicos, regidos por aristocracias guerreras y dotados de una elaborada división estamental, con castas de artesanos especializados y una ingente población esclava, consagrada no sólo a los trabajos agrícolas y domésticos, sino también, en ocasiones, a tareas administrativas y militares de alto nivel [22]. En el curso de este proceso, como una vertiente más del incremento en la división del trabajo social, también ha hecho frecuentemente aparición un sacerdocio especializado, ligado por lo general a ciertos linajes privilegiados y emparentado a menudo con los clanes gobernantes. Las doctrinas y los rituales religiosos han ganado asimismo en sofisticación. Han experimentado también una mayor centralización. En particular, los cultos ligados a la regeneración del cosmos y del orden político han sido objeto de una apropiación monopolística por parte de los monarcas y los estratos dominantes. Éstos han pasado a ocuparse también de tareas como la persecución de los hechiceros. Por último, las asociaciones consagradas a algún culto en particular han vivido igualmente un fuerte desarrollo. Ya en las sociedades aldeanas estas asociaciones pueden disfrutar de una notable influencia social. Encuadran a la población, ejecutan ciertos cultos, practican o persiguen la hechicería, según el caso, organizan labores agrícolas, socializan a los jóvenes, celebran diversas actividades lúdicas, operan como círculos solidarios para afrontar distintos percances y agrupan a personas de distintos linajes, ayudando con ello a tejer unas redes sociales más amplias e inclusivas. Ahora su papel político puede expandirse, pasando además a convertirse en el núcleo de distintas facciones cortesanas. También pueden vincularse a los monarcas y devenir sus auxiliares, aunque no por ello tengan que dejar de constituir un poder autónomo con el que habrá que negociar.

Pero dentro de esta marcha global hacia la complejidad existe un aspecto que nos interesa de manera especial. Como acabamos de apuntar, los nuevos Estados pueden acabar gobernando a gentes muy diversas desde el punto de vista étnico y, por tanto, también desde el punto de vista religioso. A ello va añadirse, asimismo, el incremento de los movimientos de población, por efecto de la guerra, el comercio y la esclavitud. Aunque la inmensa mayoría de las personas siguen siendo aldeanos dedicados a una agricultura de subsistencia, ciertos productos empiezan a circular, tales como el ganado, determinados productos vegetales y artesanales y los esclavos. Los mercaderes que los comercializan se desplazan de unos lugares a otros, trabando contacto con grupos étnicos muy diferentes, e instalándose en ocasiones entre ellos [23]. A través de la guerra, se producen movimientos intensos de población, con grupos que invaden las tierras de otros y grupos que escapan a otros lugares. Por último, los esclavos, comprados o capturados, son llevados, con frecuencia, muy lejos de donde nacieron. Allí, sometidos al poder de amos de otras etnias, han de convivir asimismo con esclavos también de otros orígenes [24]. Todos estos procesos favorecen, ciertamente, no sólo la aculturación de ciertos segmentos de la población, sino asimismo la eclosión de ciertos referentes culturales compartidos y de ciertas lenguas francas.

Tales procesos de integración social no dejan de entrañar un fuerte desafío para  el localismo y particularismo de las religiones tradicionales. Pero este reto puede ser en parte afrontado. Las religiones pueden volverse más sofisticadas en lo ritual y en lo doctrinal. Asimismo, determinados cultos pueden adquirir ahora un carácter más inter-étnico. De igual manera, puede acabar estableciéndose semejanzas entre los cultos de distintos pueblos, lo que hace posible una cierta traductibilidad entre los mismos. Pueden crearse, de este modo, panteones mixtos, que agrupen a las divinidades de unos y otros. Lo ocurrido en otros lugares de más antigua civilización, como el mundo mesopotámico o el grecorromano, nos enseña el modo en que estas transformaciones pueden tener lugar.

Con todo, las religiones universalistas importadas parecen desempeñar mucho mejor esta función integradora. Después de todo, ellas mismas son el resultado de una evolución milenaria en este mismo sentido. Se presentan, por ello, como una suerte de solución ya preparada de antemano, que dispensa de la ardua tarea de reformar  las tradiciones locales. Son, pues, una alternativa más cómoda. Pero ésta no es su única ventaja. Asimismo, poseen un cierto carácter neutral. Su Dios no es el Dios de ningún pueblo en particular. Puede ser accesible a cualquier población, en igualdad de condiciones, en principio, con las demás. En ello, se diferencia radicalmente de los dioses «paganos» propios de las religiones étnicas, cuya adopción por extranjeros resulta más complicada y puede relegarles a una posición secundaria. De este modo, en cuanto que religiones extranjeras, se encuentran además al margen de las querellas entre las distintas etnias locales. Ciertamente, no van a estarlo del todo. Puede percibírselas, precisamente, como las religiones de unos extranjeros hostiles y conquistadores. E incluso cuando no sea así, dado que no todas las poblaciones locales adoptan las nuevas religiones al mismo tiempo ni con el mismo entusiasmo, también han podido quedar vinculadas a menudo de manera especial con unos determinados grupos étnicos y  unos determinados Estados. Como quiera, pese a estos inconvenientes, su capacidad para trascender los particularismos anteriores resulta manifiesta.

Otras tres virtudes han contribuido igualmente a fomentar la receptividad hacia estas nuevas religiones. La primera de ellas estriba en su mayor sofisticación intelectual. Tienen detrás suyo largos siglos de elaboraciones teológicas, de la mano de grandes pensadores y plasmadas en distintos textos, algunos de ellos sagrados. Frente a esto, las religiones locales, a pesar de la complejidad que pueden exhibir en ocasiones, no pueden oponer nada equiparable. Asimismo, estas nuevas religiones presentan un pragmatismo menos estrecho. Se interesan por grandes cuestiones teóricas de mayor alcance, al tiempo que cultivan una subjetividad más profunda. Están formuladas   en términos más abstractos. En ellas, el discurso religioso se hace más autónomo con respecto a la práctica ritual. Deviene entonces en elaboración teológica. Al superarse, al menos en parte, el modelo de pensamiento sincrético, resulta también posible separar con mayor facilidad al acontecimiento concreto del arquetipo y al acontecimiento novedoso del repetido cíclicamente. Se vuelve más fácil, pues, pensar en términos históricos. Probablemente, ciertas personas, especialmente inquietas, puedan encontrar en ellas aquello que no les resultaría tan fácil hallar en sus propias tradiciones de origen.

En tercer lugar, las nuevas religiones se encuentran estrechamente ligadas a unas civilizaciones extranjeras, percibidas como poderosas y ricas, capaces de ofrecer toda una serie de nuevos productos, todo lo cual, con independencia de otras consideraciones, les depara un notorio prestigio. Adherirse a la religión de aquellos a quienes en ciertos aspectos se admira y envidia puede ser una forma de empezar a ser como ellos y acabar disfrutando también de su mismo poder y riqueza [25]. Esta operación puede realizarse a veces de unas maneras un tanto sorprendentes. Es probable que la buena fortuna de los extranjeros provenga de su vinculación con alguna divinidad particular. Convendrá entonces comenzar a rendirle culto, sin que ello implique adoptar la nueva doctrina religiosa en su conjunto, ni renunciar a la antigua, ni, por supuesto, volverse ahora monoteísta. Por último, esta conversión, total o parcial, a la religión de otros puede facilitar objetivamente un acercamiento a los mismos. Si se está interesado en mantener relaciones estables con ellos, en lo comercial y en lo político, conviene ganarse su reconocimiento como alguien, más o menos, igual a ellos, teniendo en cuenta que para los cristianos y musulmanes de aquel tiempo la posesión o no de una misma fe constituía un criterio fundamental, y a menudo el más importante, para distinguir entre el prójimo y el extraño. Podrá ingresarse, así, dentro de una comunidad humana más amplia. Se empezará a formar parte de su mismo círculo de civilización.

Acabamos de señalar el carácter parcial y contradictorio de muchas conversiones. Las viejas tradiciones no han sido abandonadas más que paulatinamente, a lo largo de un proceso que prosigue hasta nuestros días. El sincretismo se ha erigido en norma. Las razones de que así haya ocurrido han sido diversas. Más allá del apego a lo tradicional que muchas veces caracteriza a los seres humanos de cualquier latitud, no debemos olvidar la ya señalada funcionalidad de las prácticas y creencias ancestrales. Seguramente las nuevas religiones sean incapaces de reemplazarlas de manera automática en todos estos aspectos. Es harto probable, por ejemplo, que siga siendo necesario ejecutar los viejos rituales de recreación periódica del orden cósmico y social. De igual manera, es también muy posible que persista el viejo pensamiento sincrético ya descrito con anterioridad. Por lo tanto, las nuevas creencias ahora adoptadas habrán de ser amoldadas a la lógica interna del mismo. Es fácil, en concreto, que subsista la visión «animista» de un mundo poblado por entidades personales dotadas de poder, con las cuales los seres humanos pueden interactuar y a las que pueden lograr poner de su parte, incluso para perjudicar a terceros. Tal concepción no resulta forzosamente incompatible con la creencia en un Dios todopoderoso. Sencillamente, se sitúa en otro plano distinto.

En el ámbito de la moral, el universalismo preconizado por las nuevas religiones pueden entrar en contradicción con el particularismo más tradicional, con su restricción de los comportamientos solidarios a los miembros del propio grupo. Semejante particularismo vuelve más verosímil además esa concepción poliárquica y competitiva del mundo, en donde sus diversos habitantes, humanos o no, persiguen sus propios intereses particulares, aliándose o enfrentándose entre sí, según se tercie. Las religiones universalistas son muy diferentes en este aspecto. En primer lugar, propugnan una hermandad humana, por más que la misma haya quedado históricamente restringida en muchas de sus versiones tan sólo a los tenidos por verdaderos creyentes. Desde el momento en que es así, el recurso a agentes sobrenaturales para hacer daño a otras personas se vuelve algo bastante más reprobable. El segundo gran rasgo distintivo de las nuevas religiones estriba en su concepción mucho más vertical sobre la autoridad moral. Las razones son diversas. Un pensamiento más abstracto disocia a los seres sobrenaturales en mayor medida del mundo terrenal. Los vuelve más trascendentes con respecto al mismo (Berger, 1967). Esta trascendencia de lo divino con respecto a su creación favorece el establecimiento de una jerarquía ontológica más marcada entre ambos, que vuelve también más verosímil el carácter todopoderoso de lo primero. Es Dios quien promulga la norma y es el ser humano quien ha de obedecerla, si no desea ser castigado.

En las religiones tradicionales la religión con lo divino se encuentra, en cambio, menos desequilibrada. Los seres sobrenaturales son más poderosos que los seres humanos, pero se puede negociar con ellos e, incluso, forzarles a obrar según los propios designios. Ello es tanto más fácil dada la imbricación entre distintos planos de la realidad, de tal forma que, por ejemplo, un ritual político puede actuar también sobre los ciclos agrícolas. La mayor separación analítica que ahora se instaura entre estos distintos ámbitos resta mucho espacio a toda esa capacidad performativa previamente admitida. Por último, y en tercer lugar, las religiones universalistas promueven, en consonancia con las dos razones anteriores, una visión más idealizada sobre la divinidad. La misma más que reproducir el modo de ser habitual de los seres humanos corrientes, con su característica ambivalencia moral, pasa ahora a encarnar los ya apuntados ideales de fraternidad y de bondad. Aquí reside precisamente uno de los fundamentos de su superioridad sobre los seres humanos y de su absoluta autoridad moral sobre ellos. Pero todos estos nuevos principios éticos parecen difíciles de asimilar. Por ello mismo, es predecible la subsistencia durante largo tiempo de la vieja moralidad, con su cotejo de prácticas mágicas y su recurso al concurso de las entidades sobrenaturales en provecho de intereses particulares.

La supervivencia de lo antiguo va a tener lugar, en vista de lo anterior, de dos maneras fundamentales. La primera consiste, simplemente, en la pervivencia de muchas creencias y prácticas antiguas, más o menos remodeladas. Se trata de algo fácil de detectar. La segunda es más sutil. Estriba en la de ciertos modos de pensar y ciertas actitudes vitales, que filtran la recepción del nuevo mensaje religioso. El resultado   de todo ello es la conformación de una auténtica estructura híbrida, integrada por elementos de distintos orígenes y naturaleza, que sólo encajan entre sí en una medida bastante limitada, lo que la inviste, en definitiva, de una naturaleza un tanto laxa y contradictoria. Esta estructura global puede luego organizarse de distintas maneras. Es frecuente a este respecto que se establezca en su seno una particular división del trabajo, en virtud de la cual los elementos más claramente ligados a la religión importada pasen a desempeñar un papel más oficial, más vinculado con las grandes celebraciones colectivas y con los ideales sociales tenidos por más elevados. En contrapartida, aquellos otros más relacionados con las antiguas tradicionales pasarán a jugar un rol más oficioso, a veces, semi-clandestino, y más estrechamente utilitario y pragmático, encaminado a la obtención del propio beneficio, incluso a costa de otros. Esta peculiar distribución de funciones favorece la supervivencia parcial de lo «pagano», al que se encomienda la satisfacción de ciertas necesidades no atendidas por la religión oficial universalista. Pero tiene también como efecto el que la religión tradicional se vea degradada de manera progresiva a un conjunto de fragmentos manejados con fines considerados ilícitos.

En esta misma línea, el mayor o menor peso otorgado a lo tradicional y a lo importado puede varias, asimismo, en función de la clase social. Como en otros muchos lugares, lo «pagano» tiende a predominar en los niveles más bajos de la escala social y en los ámbitos más rurales. El ascenso social y la vida urbana se encuentran ligados, por el contrario, a la asimilación progresiva de la nueva religión, manifestada en signos tales como el uso de vestiduras que cubran en mayor medida la desnudez del cuerpo, o, entre los musulmanes, en la renuncia al alcohol y, por tanto, a las libaciones colectivas de carácter frecuentemente ritual [26]. Pero aún degradado, lo tradicional sobrevive. No lo hace además como un mero atavismo, sino como un elemento dotado de funcionalidad y capaz de evolucionar y adaptarse a nuevas situaciones.

Juan Ignacio Castien Maestro, en ieee.es/

Notas:

1   ROY, O.: La santa ignorancia. El tiempo de la religión sin cultura. Barcelona: Ediciones Península. 2010, pp. 19-20.

2   WEBER, M.: Economía y sociedad. Ensayo de una sociología comprensiva. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. 1964.

3   BERGER, P.: El dosel sagrado. Elementos para una sociología de la religión. Buenos Aires: Amorrortu Editores. 1967. Vid. igualmente CASTIEN MAESTRO, J.: «Georg Lukács y la naturaleza del hecho religioso». Ilu. Revista de Ciencias de las Religiones, Volumen 13, pp. 48-54.

4   CASTIEN MAESTRO, op.cit., pp. 37-43. Vid. igualmente NADEL, S.: Nupe Religion: Londres: Routledge & Kegan Paul, Ltd. 1954, pp. 2-8.

5   WEBER. M. op. cit.

6   TURNER, V.: La selva de los símbolos. Aspectos del ritual ndembu. Madrid: Siglo XXI., pp. 333-398.

7   NADEL. S. op. cit.

8   DOUGLAS, M.: Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y tabú. Madrid: Siglo XXI. 1996, pp. 80-105.

9   LÉVI-STRAUSS, C.: El pensamiento salvaje. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. 1964.

10    HORTON, R.: Patterns of Thought in Afric and the West. Essays on Magic, Religious and Science. Cambridge: Cambridge University Press, pp. 215-221.

11    ELIADE, M.: El mito del eterno retorno. Barcelona: Planeta-Agostini, pp. 11-50.

12    LÉVI-STRAUSS, C.: El totemismo en la actualidad. México D.F.: Fondo de Cultura Económica.

13    ELIADE, M. op. cit., pp. 94-119. 14             

14    Ibid., pp. 51-86.

15    LIENHARDT, G: Divinidad y experiencia. La religión de los Dinkas. Madrid: Akal. 1985.

16    LEVY-BRUHL, L.: La mentalidad primitiva. Buenos Aires: La Pléyade. 1972 y El alma primitiva.

Barcelona: Península. 2003.

17    BALANDIER, G.: Antropología política. Buenos Aires: Ediciones del Sol. 2004, pp. 182-186.

18    EVANS-PRITCHARD, E: The Divine Kingship of the Shilluk of the Nilotic Sudan. Cambridge: Cambridge University Press. 1948.

19    BALANDIER, G. op. cit.

20    HORTON, R. op. cit., pp. 161-193. 21          

21    Ibid., pp. 185-193.

22    MEILLASSOUX, C.: Antropología de la esclavitud. El vientre de hierro y de dinero. Madrid: Siglo XXI. 1990.

23    MEILLASSOUX, C.: The Development of Indigenous Trade and Markets in West Africa. Studies presented and discussed at the Tenth International African Seminar and Fourah Bay College, Freetown, December, 1969. Londres: International African Institute/ Oxford University Press. 1971.

24    MEILLASSOUX, C. 1990. op. cit.

25    LÉVY.BRUHL, L. 1974. op.cit., pp. 306-372.

26    MEILLASSOUX, C. 1990. op. cit., pp. 270-271. Vid. Igualmente NADEL, S. op. cit., pp. 234- 236.

 

María Luisa Pastor Gómez

Capítulo III: Del mesianismo de EE. UU. al pentecostalismo de América Latina. Un enfoque geopolítico

Introducción

Uno de los principales factores que caracterizan al continente americano es su gran religiosidad, tanto a la América del Norte como a la del Sur. A diferencia de Europa, que se sumergió en un proceso de secularización a partir de la firma de la Paz de Westfalia, en 1648, lo que relegó las creencias al ámbito de lo privado, América, la tierra prometida para muchos colonos europeos, se ha mantenido desde el descubrimiento y hasta el día de hoy, básicamente en las creencias y valores cristianos que recibieron entonces; la fe católica procedente de España y Portugal, y la protestante que portaron los peregrinos europeos que llegaron a América del Norte, huyendo de la persecución religiosa que vivían en Europa y buscando nuevas oportunidades de vida para ellos y sus descendientes.

Esta peculiar evolución demuestra, especialmente en el caso de EE. UU. -una de las sociedades occidentales más modernas del mundo-, que el índice de desarrollo de un país no tiene por qué ser determinante de su grado de secularización, como a veces se piensa. La religión en EE. UU. sigue todavía muy presente hoy en día y forma parte de la idiosincrasia nacional. El puritanismo estuvo en el trasfondo del expansionismo norteamericano como sustentador ideológico del mesianismo que impulsó el movimiento de conquista hacia el oeste, alejándose de lo que Frederick Jackson Turner denominaba «la frontera con Europa», hasta llegar al Pacífico. Una vez asegurada su condición de país entre dos océanos, EE. UU., en su ferviente expansionismo miraría entonces hacia la cuenca del Caribe, área que desde el siglo XIX consideró vital, tanto en el aspecto económico como en el de seguridad.

Esa política de penetración en América Latina, considerada como un continente de oportunidades, se sustentó ideológicamente en el conocido «destino manifiesto», el cual, cargado de elementos teológicos puritanos que hacían que el país se considerara un pueblo escogido por Dios destinado a expandirse por toda América, constituyó el conjunto de ideas geopolíticas y geoeconómicas justificativas de dicho expansionismo. Este movimiento de ampliación de la herencia colonial estadounidense no fue solo un proceso de crecimiento territorial sino que también estuvo asociado a elementos de tipo cultural, político, ideológico, racial, estratégico y por supuesto religioso.

Por lo que se refiere a América Latina, sabido es que el catolicismo se mantuvo irreductible durante toda la etapa colonial. Finalizada esta última, tras las independencias de principios del siglo XIX, las nuevas repúblicas fueron inspiradas desde su nacimiento por los principios de igualdad, libertad y fraternidad forjados por las revoluciones francesa y norteamericana, así como por los postulados de la Constitución liberal de Cádiz. No obstante esta realidad, el catolicismo seguía siendo considerado como el guardián de las unidades nacionales, aún precarias. De hecho, como indica R. Simbaña [1], la Iglesia Católica era «la única fuerza ideológica capaz de cohesionar las incipientes nacionalidades. Los estados nacientes buscaban consolidarse como naciones homogéneas y encontraban en el catolicismo su única garantía».

La segunda generación de liberales latinoamericanos intentó imponer por la fuerza nuevas constituciones, más radicales en cuanto a las relaciones Iglesia-Estado, pero tampoco lo logró, puesto que la Iglesia continuaba apareciendo como el árbitro de las situaciones conflictivas. A mediados del siglo XIX, ya irrumpe el liberalismo en América Latina y se sintió la influencia de las ideas del iluminismo francés, racionales y anti-clericales, lo que favoreció la masonería y la teosofía, el libre pensamiento y el advenimiento del protestantismo histórico estadounidense.

Todo ello en un momento en el que EE. UU. «consolidaba su economía después de la guerra de Secesión (1861-1865), aumentaba su producción y miraba hacia mercados externos que absorbieran la superproducción» [2]. Es decir, la expansión se convirtió en una alternativa para la salida de sus productos y es cuando se inicia el proceso mencionado de penetración económica y religiosa en América Latina. América Latina ya no era tan impermeable para el protestantismo del Norte como lo había sido en el siglo anterior.

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EE. UU. y la génesis de su mesianismo

Alexis de Tocqueville (1805–1859) decía ya en su libro La democracia en América, escrito en 1835, que «en EE. UU., desde el principio, la política y la religión estuvieron de acuerdo, un acuerdo que aún no ha cesado».

Las raíces religiosas conforman la identidad del país. Desde sus inicios, la historia de los Estados Unidos de América ha estado íntimamente ligada a la religión, puesto que los primeros colonos que llegaron a bordo del mítico Mayflower, en 1620, emigraban de Europa escapando de la persecución religiosa que sufrían, fundamentalmente por parte de la Iglesia Anglicana, con la intención de fundar una colonia basada en sus propios ideales religiosos. Estos colonos crearon una sociedad en la que el papel de la religión era muy importante y trascendía los ámbitos estrictamente privados o espirituales, para convertirse en pilar de las comunidades y reguladora de la vida y de la política.

Los pilgrims llegaron a América huyendo de la persecución de la Iglesia Anglicana contra el puritanismo y portaron su estricta moral al Nuevo Mundo; creían ser los escogidos para formar una sociedad ejemplar e idealizaban el trabajo como una ofrenda necesaria para obtener la bendición divina y ganancias materiales. El severo protestantismo que profesaban  postulaba  un  control  de  la  moral  muy  riguroso e intolerante. «Surgieron así comunidades en las que se sacralizaba el trabajo y se proponía una vida austera y de íntima comunión con Dios y es entonces cuando comenzaron a consolidarse dos de las principales fuerzas motrices de la mentalidad estadounidense: el individualismo por una parte, y la fuerte religiosidad, por otra. Los pilgrim fathers querían crear una nueva Jerusalén, pura y consagrada a su dios, alejada de corruptas jerarquías europeas y próxima a la auténtica santidad. Sería su Tierra Prometida, el lugar en el que sus hijos y nietos prosperarían, y una nueva sociedad encontraría su lugar» [3].

Los fundadores quisieron organizar el país de manera que quedara garantizada la separación entre la iglesia y el estado y se evitara el establecimiento de una religión oficial de la nación y, con ello, la persecución religiosa. Tras la declaración de Independencia de 1776 y la aceptación de la Constitución, ante el temor de que se perdieran las libertades conquistadas se redactaron en 1786 las diez enmiendas a la Constitución de los Estados Unidos, estableciendo la Primera Enmienda, que «el Congreso no promulgará ninguna ley respecto al establecimiento de una religión o que prohíba el ejercicio libre de la misma».

EE. UU. es el primer país occidental que fue fundado principalmente por protestantes, en lugar de católicos romanos, lo que en cierto modo supone un desafío a la tradición y una apertura a la experimentación de nuevas ideas. Casi desde su mismo nacimiento, las jóvenes sociedades de las trece colonias originarias asumieron la pluralidad religiosa como signo de identidad. Sobre todo los protestantes interpretaban las sagradas escrituras de forma variada y promovían una fe más íntima y personal. Esta fe, junto con la ausencia de jerarquías, son los factores que favorecieron la aparición de denominaciones tempranas como la Iglesia Presbiteriana Reformada y la Iglesia Libre Europea, que dieron luz a la siguiente ola de movimientos cristianos.

En el siglo XVII, los puritanos habían llevado a las colonias americanas unas reformas que pretendían «purificar»la Iglesia Anglicana. Este movimiento se dividiría más tarde en baptistas y congregacionalistas y seguidamente aparecerían las denominaciones metodista, pentecostalista, fundamentalista y adventista, de forma que con cada       fe sucesiva que iba apareciendo se reducía cada vez más su parecido con la Iglesia Anglicana original. Se formaron cientos de denominaciones protestantes durante ese tiempo, algunas de las cuales han perdurado y otras no; éstas ayudaron a dar forma a la sociedad estadounidense y garantizaron la libertad religiosa de la que hoy todavía disfrutan sus ciudadanos.

Los puritanos pensaban que su alma se encontraba absolutamente pura a comparación de los otros, «los no escogidos». Sólo ellos eran «santos», eran los representantes exclusivos de Dios; esa santidad, según la teología puritana, se heredaba de padres a hijos, y podría durar por muchas generaciones; este colectivo llevó a cabo la evangelización de su doctrina y trató de integrar a los indios dentro de su religión, a veces incluso con métodos represivos y violentos. A diferencia de los pueblos latinoamericanos, los nativos norteamericanos no eran súbditos de la corona, lo que les exponía a las arbitrarias represiones de los colonos, hambrientos de tierras, unas tierras que consideraban suyas por gracia divina. La exclusión de los indios de sus tierras fue una práctica utilizada por los puritanos y, posteriormente, por las políticas estadounidenses.

Como señala F. Galindo:

El motivo típicamente religioso inicial que tenían los colonos que fueron a América del Norte, sin desaparecer nunca del todo, irá adquiriendo formas diversas y cediendo el sitio a otras motivaciones, hasta sancionar legalmente la lucha abierta contra los pueblos aborígenes. Esta modalidad, que dará prioridad a la expansión territorial, a la conquista y explotación de nuevas tierras por parte de los colonizadores, retroalimentados siempre por una motivación religiosa de fondo, es el modelo que se impondrá a partir de la Independencia de 1776 y que caracterizará el siglo siguiente[4].

La expansión territorial y el destino manifiesto

La base puritana de los «peregrinos»y sus ideas de superioridad y predestinación ayudaron a consolidar la conciencia nacional norteamericana. Este sustento ideológico se tornaría decisivo durante el siglo XIX y dio lugar al surgimiento de la doctrina del destino manifiesto, según la cual los Estados Unidos constituyen el país elegido por Dios para llevar a cabo la misión de regenerar la moral y la política. La idea de un destino providencial madurado por el pueblo estadounidense surgió en 1845, a raíz de la publicación del conocido artículo del político y editor del Morning Post de Nueva York, John O’Sullivan, en el que escribía: Es nuestro destino manifiesto el extendernos y tomar posesión de todo el continente que la Providencia nos ha dado para el desarrollo de este gran experimento de la libertad. La expresión «manifest destiny»tuvo gran éxito y empezó a convertirse en moneda de uso común; fue también la formulación conceptual de toda la conquista del oeste, otra de las epopeyas que configura la historia del país.

De ese modo, el destino manifiesto se utilizó para justificar la anexión de los territorios conquistados a México, tras la guerra de 1846-1848, y también la posterior expansión de los EE. UU. en el Caribe, a partir de 1898, tras la guerra Hispano-estadounidense, así como su misión de defender la libertad y la democracia en el mundo [5]. A lo largo del siglo XIX, los norteamericanos lograron alcanzar grandes dimensiones territoriales y, a partir del siglo XX, el país se convirtió en una gran potencia y en el símbolo  del capitalismo, sistema económico heredado de los puritanos. América Latina se volvió entonces una de las piezas esenciales de la estrategia inversora de EE. UU. y les abastecería de las principales materias primas y combustibles que permitieron el poderoso ritmo de su economía. Se hacía necesario retomar el destino manifiesto del siglo anterior y orientarlo hacia el Caribe.

Conforme a la visión del capitán de navío Alfred Mahan, cuyas ideas prendieron especialmente durante la administración de Theodore Roosevelt (1901-1909), se debería fortalecer el dominio naval e impulsar el comercio utilizando los océanos. EE. UU. debía ejercer un estricto control del golfo de México y el Caribe, para garantizar la seguridad y la eficacia de la flota. Para Mahan, el mar Caribe y el golfo de México forman juntos un archipiélago, un mar interno y una entidad compacta: el denominado

«Mediterráneo americano». Al igual que para Roma el Mare Nostrum era la garantía de su poderío y de su seguridad, para EE. UU. se hacía necesario controlar y el Caribe y mantenerlo seguro para sus embarcaciones y su comercio.

Esta idea de Mediterráneo en sentido geopolítico que inició Mahan la continuaría Spykman, considerado el padre de la «escuela geopolítica norteamericana». Para este, se trata de la zona estratégica de mayor relevancia del continente. El valor estratégico del Caribe se incrementaría considerablemente con la apertura del canal de Panamá y su posterior ampliación [6], proceso que se inició después de que EE. UU. consiguiera que se independizara de Colombia, en 1903.

La religiosidad de los EE. UU., en el siglo XX

A diferencia del viejo continente, en los Estados Unidos Dios no sólo no está arrinconado sino que el nombre de Dios está presente en numerosas instancias de la vida pública y política. En la época del presidente Dwight D. Eisenhower (1953-1961), se aprobó una ley que establecía que la moneda de curso legal de EE. UU. las monedas y los billetes, llevaran la inscripción «In God we trust», que se convirtió a partir de este momento en el lema del país. Posteriormente y a partir de la presidencia de Ronald Reagan, se instauraría como norma entre los presidentes acabar sus discursos a la nación con la ya famosa frase «Dios bendiga América».

En líneas generales, es más o menos preceptivo para todos los políticos estadounidenses ser religiosos, ya que se considera un indicativo de que se es persona de principios, que comparte los valores socialmente aceptados y que está comprometido con su comunidad. En EE. UU. creer en Dios es la práctica normal y lo que se espera de un buen político. Pero a partir de la década de 1970 irrumpió en política el fundamentalismo evangélico, una rama del protestantismo que vive enfrentada con la modernidad y que veía en la teología liberal alemana del siglo XIX poco menos que una apostasía.

La irrupción del fundamentalismo y su influencia en la política

En sentido estricto, el fundamentalismo nace en la Conferencia Bíblica de Niágara de 1878, pero el uso extendido del término «fundamentalismo»no comienza hasta finales de la década de 1910. Esta corriente es considerada la más influyente y de mayor crecimiento en Estados Unidos y otros países con fuerte presencia baptista.

El fundamentalismo surgió dentro del evangelismo como el movimiento más fuerte de reacción a la modernidad; era contrario a la teología liberal protestante alemana del siglo XIX que dialogó con la modernidad y a todos las corrientes modernas de pensamiento en general y muy especialmente al darwinismo, por entender que la idea de la evolución es irreconciliable con la fe cristiana y además es un atentado contra la doctrina bíblica de la creación [7]. Los fundamentalistas se distinguen por su conservadurismo en cuestiones políticas y sociales, así como religiosas, ya que practican la llamada «separación bíblica», rechazando el ecumenismo que no esté basado en la fidelidad a las Escrituras.

A mediados de la década de los años 1970, millones de americanos sintieron la necesidad de adherirse a las formas de religiosidad que les ofrecían los tele-evangelistas del mercado: Jim Robinson, Jerry Falwell, Pat Robertson, Robert Schuler, Oral Roberts y Jimmy Swaggart, a través del uso masivo de la pequeña pantalla para la prédica evangélica. Esta es la parte más visible de un movimiento de fondo, de rechazo de ciertas capas de la sociedad a los «valores seculares»que consideraban dominantes y nefastos, y el anhelo de un cambio profundo de la ética social.

A partir de 1979, un grupo de pastores evangélicos, con J. Falwell a la cabeza, funda el movimiento Moral Majority (MM) con el objetivo de formar líderes que sean capaces de combatir una cultura que ellos consideraban moralmente decadente. Este fundamentalismo, que durante una buena parte del siglo XX se había mantenido más bien alejado de la escena pública, da un salto a la política poco antes del triunfo de Ronald Reagan y contribuye en gran manera a su elección como Presidente, en noviembre de 1980 [8].

En 1980, Falwell inició su particular cruzada por la recristianización de América. En el prefacio de su libro Listen, America! (¡Escucha, América!), escribia:

«Según sondeos recientes [...] hay actualmente en América 60 millones de personas que proclaman ser cristianos regenerados (born-again), otros 60 millones que se consideran favorables a la moral religiosa y 50 millones más que tienen un ideal moral, que quieren que sus hijos crezcan en una sociedad moral [...] 84% del pueblo americano cree que los Diez Mandamientos siguen teniendo validez. Y sin embargo, observando estas estadísticas, hemos de admitir que el pueblo americano, es decir, todos nosotros, ha permitido que una ruidosa minoría de hombres y mujeres llevara el país al borde del abismo... ¡Ya es hora de que los americanos morales unan sus fuerzas para salvar a nuestra bien amada nación!» [9].

El creador de MM, destacaba en su programa de acción 5 problemas mayores  que tienen trascendencia política y los americanos morales deben estar dispuestos a afrontar: la lucha contra el aborto, la homosexualidad, la pornografía, el humanismo y la destrucción de la familia. Falwell abogaba por que había que salvar a América y con la aparición de Moral Majority surgió en los EE. UU. una nueva cultura político- religiosa; pero esta conquista tenía que emprenderse partiendo de la moral individual, que en la sociedad secular estaba amenazada. Este grupo afirmaba que era responsabilidad de los americanos elegir dirigentes que gobiernen América «justamente dentro de la senda de Dios».

Con ese afán de recristianizar a la sociedad, ya se venía apreciando desde los años 70, un notable progreso en el número de jóvenes evangelistas que iban accediendo a la Universidad, ya que pasó del 7% en la década anterior a 23% en los 70. La «Liberty University»–la mayor universidad cristiana del mundo-, creada por Falwell, fue una inversión política de largo plazo, que tomó el relevo del grupo de presión a corto plazo que constituía la MM y garantizaba la perdurabilidad de sus ideales.

Los evangelistas apoyaban un programa militarista que asegure la defensa de la fe cristiana dentro de los EE. UU. y también hacia afuera, y en ese sentido propugnaban el rearme del gobierno de Reagan contra «el Imperio del mal»que representaba la Unión Soviética, que mantenía posturas de ateísmo militante y misionero. Esta política sería posteriormente retomada por Bush cuando, en su primer discurso tras los sucesos del 11-S, utilizó la expresión «eje del mal»para referirse a los estados que fomentan el terrorismo, entre los que citó a Irán, Irak y Corea del Norte.

América Latina. Del catolicismo al pentecostalismo

Para EE. UU., el control militar, económico y político que había logrado en el subcontinente tras la guerra de Cuba parecía no ser suficiente, había que romper ideológicamente con el antiguo orden colonial, para lo que era necesario introducir los valores norteamericanos en la región. Esta conquista espiritual requería la ayuda y el concurso de los predicadores protestantes quienes, animados por un celo misionero que las iglesias tradicionales no suelen igualar, fueron utilizados por los poderes económicos y políticos estadounidenses para romper el monopolio tradicional de la Iglesia Católica en Sudamérica y satisfacer así sus propios intereses.

Los misioneros se aliaron con compañías comerciales para la apertura de nuevos mercados y la promoción de sus productos entre los lugareños. El protestantismo le dio aprobación religiosa al proyecto liberal; Dios no estaba atado al mundo medieval, pre-científico, feudal y aristocrático, sino que era el Dios de la libertad, la cultura, la democracia y el progreso, el Dios al que se enaltecía con la inteligencia, el trabajo y la honradez. El ethos protestante operaba en la dirección liberal» [10].

Ya en el siglo XIX había comenzado esta penetración estratégica por parte de EE. UU. en América Latina. Un aporte esencial del protestantismo a las sociedades liberales fueron las redes escolares, que pronto competirían con las escuelas católicas en el sector privado, todas con el nombre de algún prócer liberal anticatólico. Estos centros de enseñanza se extendieron por casi toda América Latina entre 1880 y 1920, de manera especial en Cuba, Brasil y México.

Pero fue a partir de la celebración del Congreso de Panamá de 1916, cuando se inició una nueva era respecto a la presencia y expansión del protestantismo en Latinoamérica. Allí se reunieron las iglesias y misiones norteamericanas para entablar un diálogo sobre el trabajo realizado hasta entonces y desarrollar, al mismo tiempo, una agenda con la tarea que restaba por hacer en la región. Hacia 1925, las iglesias protestantes experimentaron un incremento de sus miembros y salieron de las ciudades para adentrarse en el campo y en las poblaciones indígenas que vivían en situación de marginación, comenzando con ello la evangelización a través de las denominadas «Misiones de Fe».

Hasta los años 40, la presencia evangélica en América Latina se veía conformada solamente por iglesias metodistas, luteranas, presbiterianas, baptistas y episcopales, es decir las del protestantismo histórico. Después de la segunda guerra mundial, que había preparado el camino para el llamamiento que sintieron los EE. UU. para «resolver»los problemas de las áreas subdesarrolladas del globo, comenzaron a gestarse las políticas de desarrollo, revitalizándose el destino manifiesto y sobre todo la doctrina Monroe de 1823: «América para los americanos».

El auge del movimiento evangelista

En los años 50, algunas «misiones de fe»dieron impulso a una evangelización agresiva cuyo modelo fue experimentado por Billy Graham, nacido de la tradición fundamentalista norteamericana y con utilización sistemática de los medios de comunicación. Con el inicio de la guerra fría, el mensaje bíblico fue hábilmente mezclado con declaraciones anticomunistas en «las cruzadas de Billy Graham»en el Caribe, Centroamérica y México, con el fin de contrarrestar la influencia de la teología de la liberación.

También en los años 50 y 60 se extendió la actividad evangelizadora en muchos países latinoamericanos a través del Instituto Lingüístico de Verano (ILV), el cual fue fundado como misión de fe. Dados sus lazos con los grupos neoconservadores y de la Moral Majority, estos institutos se convertirían en el instrumento privilegiado de control de las iglesias evangélicas del continente. Más tarde, los ILV fueron acusados de estar ligados a la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y tanto por esto como por su ideología anticomunista, varios países en los que estaban implantados rompieron los contratos de educación bilingüe que tenían firmados con ellos.

Desde los años 60, el pentecostalismo comenzó a tomar forma en América Latina a partir del catolicismo popular:

El pentecostalismo llegó a insertarse entre las capas más bajas de la sociedad, las cuales habían sido dominadas por la magia y el misticismo; se desarrolló como protesta contra la racionalidad religiosa de los protestantes históricos propia de la clase media y el catolicismo de la clase alta, en un intento de afirmar la identidad religiosa de los pueblos marginales» [11].

«La religiosidad popular tiene un carácter escapista, vive el mito y a partir de este vive lo mágico como parte integral de su espiritualidad. Este carácter mágico le permite evadir el dolor de la realidad que debe vivir a diario, la lucha del pueblo latinoamericano empobrecido» [12].

La penetración del protestantismo en América Latina, no obstante, se intensificó sobre todo a partir de la década de los años 70 y 80, en plena guerra fría. En 1968, Nelson Rockefeller, vicepresidente de Richard Nixon, emprendió una gira por el continente y elaboró un conocido informe titulado «Quality of Life in the Americas», en el que no dejaba lugar a dudas sobre los intereses estadounidenses y el papel de la religión a la hora de hacer realidad la doctrina Monroe.

En su texto, aparecido en 1969, Rockefeller destacaba que «la iglesia está en la misma situación que la juventud, con un profundo idealismo, pero como resultado es susceptible de sufrir una penetración subversiva. Veía a la iglesia católica y más específicamente a la teología de la liberación como peligrosa y contraria a los intereses de los EE. UU. Por ello, se afirmaba en el informe, era preciso reemplazar a los católicos latinoamericanos por «otro tipo de cristianos». El magnate recomendó a su gobierno la promoción de las llamadas «sectas»fundamentalistas que brotaban del florido árbol pentecostal estadounidense.

Estas sugerencias contaron con el apoyo del presidente Nixon (1969-1974) y      el Congreso de los EE. UU. que aprobó un plan de envío sucesivo y creciente de misioneros para debilitar a la denominada Iglesia Católica popular latinoamericana, una mezcla de la tradición católica española con los ritos y creencias indígenas y con los llegados de África en los casos de Brasil y de las Antillas. Para la consecución de esa política, se destinaron millonarias sumas de dinero a la construcción de templos evangélicos y al envío de «tele-evangelistas»que se encargaran de organizar campañas masivas de evangelización a nivel regional.

En mayo de 1980 un nuevo informe saldría a la luz, el Documento de Santa Fe I, dirigido al candidato Ronald Reagan, para el caso de que ganara las elecciones. En ese texto por primera vez se pedía incluir a la teología de la liberación como objetivo a ser combatido dentro de la Doctrina de la Seguridad Nacional. En adelante y sobre todo después del triunfo del sandinismo en Nicaragua, en 1979, se destinaron nuevos recursos para neutralizar la acción de movimientos revolucionarios y detener el marxismo en la región.

«La política exterior de los EE. UU. dice el Documento, debe comenzar a enfrentar (y no simplemente a reaccionar con posterioridad) la teología de la liberación, tal como es utilizada en América Latina por el clero de la teología de la liberación. Lamentablemente, las fuerzas marxistas-leninistas han utilizado a la Iglesia como arma política contra la propiedad privada y el sistema capitalista de producción, infiltrando la comunidad religiosa con ideas que son menos cristianas que comunistas»

El éxito del movimiento pentecostal

El protestantismo pentecostal ha prendido considerablemente en América Latina. Este movimiento «surgió en los suburbios de la ciudad de Los Ángeles a principios del siglo XX como un medio de protesta ante el aburguesamiento de la iglesia metodista en EE. UU.»y como una primera manifestación de una expresión religiosa protestante efervescente de fieles sacudidos por lo que llamaban «el poder del Espíritu Santo» [13].

«El pentecostalismo rápidamente se expandió por el resto de los EE. UU. y también por América Latina, con una primera expresión en el puerto de Valparaiso (Chile), donde en 1910 surgió una tendencia pentecostal del seno de una sociedad metodista. Rápidamente surgieron otras expresiones pentecostales en 1914 en Brasil y en México y poco a poco en toda la región. Sin embargo este movimiento quedó restringido a poblaciones marginadas y analfabetas, ignoradas por las élites sociales y las vanguardias ideológicas liberales y protestantes y pasó desapercibido hasta los años 50. Su expansión y difusión a partir de entonces ha modificado la relación de fuerzas en el campo religioso latinoamericano» [14].

Una de las claves del éxito del protestantismo pentecostal ha sido su adaptación a la cultura latinoamericana. A los indígenas les resulta atractivo porque tiene equivalentes en las tradiciones nativas de sanación espiritual, es decir, se adaptan al sincretismo de la religiosidad popular indígena. Los indígenas ven en este movimiento una cosmovisión que renueva sus prácticas religiosas y brinda una nueva comprensión armoniosa del mundo frente a la amenaza de la penetración económica, cultural e ideológica de la ciudad. Con ello, los evangelistas han logrado atraer a una población históricamente silenciada, en especial indígenas y mujeres, proporcionándoles un lugar de encuentro y de solidaridad. Esto explicaría su rápida difusión.

También, como se señala en el informe elaborado por Llorente & Cuenca [15]. Hay circunstancias de carácter endógeno, derivadas de los procesos de modernización socioeconómica y de urbanización que se vivieron en los países latinoamericanos, las cuales crearon una diversificación de las prácticas religiosas de unas sociedades que cada vez se hacían más plurales y experimentaban un cambio cultural, con retorno a lo sagrado incluido. En ese contexto, la Iglesia Católica no estaba preparada para el salto de una sociedad rural a una sociedad urbana, ya que no contaba con recursos humanos para atender a las multitudes que empezaban a poblar las periferias urbanas y que se encontraban en situaciones de precariedad económica. Ese vacío lo supieron llenar muy bien las nuevas misiones evangélicas norteamericanas que se convirtieron en una alternativa para aquellos que no encontraban refugio en la Iglesia Católica.

Una vez en América Latina, las iglesias evangélicas fueron desvinculándose de los EE. UU. y ganando autonomía. Ya en los años 70, pastores autóctonos fueron adaptando los mensajes a las necesidades y a la cultura latinoamericana generando, formas de religiosidad híbridas que combinan el catolicismo popular latinoamericano con el protestantismo importado [16]. Esto se aprecia por ejemplo en la producción musical que, hasta los años 70 era de origen anglosajón y a partir de entonces se transformó en cantos directamente inspirados por la tradición musical endógena, los llamados «Ministerios de alabanza»que adoptan la música local, samba o salsa, salsa-gospel.

El movimiento pentecostal pone especial énfasis en una supuesta relación directa y personal de Dios con los creyentes, mediante el llamado «bautismo en el Espíritu Santo»que posibilita la experiencia cotidiana y frecuente de milagros, sanación de enfermedades, profecías etc.. Pero además, estima J.P Bastian [17], está determinado por una «situación de mercado»:

La economía dirige, permea, las estrategias de negocio de la religión, estimando el desarrollo, distribución y consumo de nuevos productos simbólicos en un sistema de competencia generalizada de las agencias y autoridades religiosas. A esto le sigue un declive del monopolio católico, así como la transformación de prácticas y creencias… Los pentecostalismos han llegado a convertirse en firmas de negocios, desarrollando estrategias para comercializar y distribuir bienes simbólicos multilateralmente, haciendo un uso ecléctico de elementos que surgen de diversas fuentes locales, nacionales y transnacionales para ofrecer un producto novedoso y atractivo. Los servicios solemnes y los predicadores protestantes han sido reemplazados por pastores-presentadores, que muestran la letra de los himnos en las paredes de los lugares de adoración, a modo de un karaoke japonés.

Así, los servicios se han llegado a convertir en shows, con una orquesta eléctrica y pequeños grupos de cantantes (los «Ministerios de alabanza») que se manejan con un sentido empresarial o conocidos cantantes que se hacen evangelistas, lo que a su vez ha creado un circuito comercial audiovisual de videos y CDs, que evidencia que los actores religiosos se han apropiado de las estrategias de mercado. Esto aparece claramente en la práctica del exorcismo, el trance religiosos y la posesión. El pastor/ intercesor es el que tiene el poder de recocer los espíritus, hablarles y expulsarles. Se da una creciente mercantilización de los servicios a través de la venta de objetos religiosos, la «donación»(a cabio de dinero) de objetos bendecidos (jabones, aceites..) y la venta de «oraciones»y «bendiciones».

La religión en el siglo XXI

América Latina continua siendo mayoritariamente católica. Cuenta con más de 425 millones de personas, lo que supone aproximadamente el 40% de la población católica mundial, si bien en los últimos 50 años se ha observado un descenso del catolicismo. Entre 1900 y 1960s, el 90% de la población era católica y en la actualidad supone el 69%, debido sobre todo a la gran cantidad de conversiones al evangelismo que se han producido, un 19% (1 de cada 5), aunque el 84% dice que nacieron católicos, pero se convirtieron al evangelismo, en sus distintas versiones. Para el propósito de este trabajo no se tendrá en cuenta esta distinción, ya que inicialmente estaba más claro cuando había pastores estadounidenses, pero en la actualidad, como ya se ha expresado, esta religión se ha hecho más local y en algunos casos ni siquiera sus seguidores saben a qué rama del protestantismo pertenecerían o siguen al líder más que al credo.

Las organizaciones pentecostales son las que en la actualidad dominan el nuevo escenario religioso no-católico. Según el Pew Research Center, entre los protestantes latinoamericanos, la mitad son pentecostales, menos de un cuarto del total son miembros de la «historical protestant church», y otro cuarto dice pertenecer al protestantismo, pero no conocen su denominación.

El evangelismo no afecta por igual a todos los países. En líneas generales ha calado mucho más profundamente en Centroamérica, donde se vivieron cruentas guerras civiles con el telón de fondo de la guerra fría, el caso de Guatemala (47%), El Salvador (54%) y Nicaragua (47%), o se han visto afectados por los procesos revolucionarios del istmo, como fue el caso de Honduras(47%), siendo este el país donde más ha crecido el evangelismo en los últimos años, en contraste con Panamá, que alberga un 70% de población católica. En México y en Sudamérica existen todavía porcentajes muy altos de presencia del catolicismo, como ocurre en Paraguay (88% de la población), Ecuador (81%), o México y Venezuela (79%). Le sigue Colombia (75%), Brasil (63%) y Chile (57%), siendo con diferencia Uruguay el país más laico de toda América latina.

Por edades, la población católica es mayor entre las personas de 60 años o más (74%) que entre los jóvenes (61%). Al contrario, hay más evangelistas entre los jóvenes (19%) que entre los mayores de 60 años (14%).

El sector mayoritario de evangelistas se encuentra en la franja entre los 35 y los  45 años de edad y, por sexos, entre la población femenina, más que masculina, ya que estas se sienten más protegidas por esta religión, si bien ante la pobreza y los necesitados, los protestantes se inclinan más por llevar a los pobres a Cristo, mientras que los católicos piensan que es más importante hacer trabajo de caridad y abogan por que los gobiernos los protejan.

El ascenso a la política

Pero el evangelismo no sólo ha calado en las zonas indígenas y rurales, en las clases medias urbanas ascendentes y ha prosperado económicamente, sino, lo que es más importante, en algunos países han dado incluso el salto a la política. Esto ya había ocurrido en el siglo XX en Guatemala, con el ascenso, en 1991, del evangelista Jorge Serrano Elías a la presidencia del país, o con la elección de Fujimori en el Perú, favorecida por la captación de actores religiosos protestantes como fue el caso de su segundo vicepresidente, un pastor bautista que era presidente de la federación evangélica del Perú. Pero la participación evangelista en la política también es visible hoy.

Así, en Brasil, por ejemplo, el Frente Parlamentario Evangélico, compuesto por 92 diputados de 14 partidos diferentes, la conocida «bancada de Dios o bancada de la Biblia», votan en bloque y se han convertido en una de las fuerzas políticas más cortejadas del país; sus votos fueron claves para el impulso del impeachment contra Dilma Rousseff; el actual presidente Michel Temer ha nombrado a pastores evangélicos como ministros de su gabinete, mientras que el sobrino de Edir Macedo, el fundador y máximo líder de la Iglesia Universal del Reino de Dios (IURD) -uno de los credos evangélicos más poderosos-,el obispo Marcelo Crivella, es el alcalde de Rio de Janeiro desde el 1 de enero de 2017 [18].

También se ha observado el creciente poder de la comunidad evangélica en Colombia, donde los evangelistas estimaron que el acuerdo de paz del gobierno del presidente Santos con las FARC ponía en peligro la familia tradicional, ya que el texto subrayaba la necesidad «promover la equidad entre las personas con orientación sexual e identidad de género diversa». Ante esta ‘amenaza’, dos millones de evangélicos votaron en masa permitiendo la victoria del ‘no’, lo que a su vez es un indicativo de que la movilización de los religiosos en América es hoy mucho más amplia que la que consiguen los partidos políticos, que han perdido encanto entre la población [19].

Nuevamente en Perú, los evangélicos presentaron, en 2006, un candidato a la presidencia de la República, Humberto Lay Sun, que fue derrotado en primera vuelta. No obstante, en las últimas elecciones este colectivo le dio su apoyo a Keiko Fujimori, que si llegó a la segunda vuelta en las elecciones generales de 2016, después de que firmase un compromiso para rechazar la unión civil de personas del mismo sexo, impedir que estas adoptasen niños y prohibir el aborto en cualquier circunstancia [20].

En Chile, los evangélicos habían depositado grandes esperanzas ya en la etapa   de Pinochet, cuando a cambio de apoyo consiguieron exención de impuestos para  la construcción de templos y licencias de radio. Esperaban que este fuera el primer país en el que se alcanzara la mayoría evangélica, pero no fue así debido a que su crecimiento se ha ralentizado ante el avance de la «no creencia»que tanto afecta por ejemplo a Uruguay, el país más laico de toda América Latina [21].

Los nuevos pentecostales o neopentecostales

En el siglo XXI han surgido los neopentecostalistas, que son nuevos actores   que proceden de escisiones o transformaciones de iglesias pentecostales o de otras denominaciones evangélicas, entre ellas Lakewood Church –la iglesia evangélica más grande de los EE. UU.- la cual, fundada originalmente como Iglesia Bautista por John Ostee, después fue neopentecostalizada por su hijo Joel Osteen. Se nutren y propagan a través del pensamiento positivo y el secular culto a lo empresarial.

Se trata de una nueva expresión pentecostal que subraya un cambio en la ética y en la estética religiosa y tiende a volcarse hacia el mundo secular. Utilizan la técnica, el lenguaje y los códigos de los medios de comunicación social, adoptan una estructura empresarial, participan en política, construyen redes transnacionales y en Brasil, por ejemplo, practican una liturgia basada en las curaciones, el exorcismo y la prosperidad.

Como indica J.L. Rocha [22] entre finales de los años 80 y principios de los 90, surgieron en la región centroamericana numerosas iglesias neopentecostales que han seguido extendiendo su influencia mediante una expansión masiva a través de los medios y de la política. Entre estas iglesias es de destacar Hosanna, en Nicaragua, La Casa de Dios y la Fraternidad Cristiana en Guatemala, el Tabernáculo del Avivamiento Internacional y el Ministerio COMPAZ en El Salvador; el Ministerio Internacional La Cosecha, el Centro Cristiano Internacional, la Iglesia Cántico Nuevo y el Ministerio Internacional Shalom, en Honduras.

Existen una serie de rasgos distintivos que caracterizan a las iglesias neopentecostales, afirma Rocha [23], y que las distinguen de las pentecostales, destacando los siguientes:

El rasgo «mega». Toda Iglesia neopentecostal es extra large, y su oferta de productos son bienes generales que todos necesitan: consejos, música, abrazos, besos e instrucciones para la vida que los pastores distribuyen narrando anécdotas sobre su propia vida y presentándose como ejemplo y modelo a seguir.

Lo importante no es la doctrina sino el mensaje que llega a través del medio, el pastor y el público objetivo son los sectores de medianos y altos ingresos. Su código de conducta es menos severo que el de las iglesias pentecostales y está más centrado en las actividades y rutinas que conducen hacia una vida familiar exitosa y placentera.

El nuevo pentecostalismo no condena los gustos en materia de atuendo, música  o alcohol y carece de código de vestuario y censura. A diferencia del evangelismo tradicional, de ideas especialmente críticas hacia ciertas conductas, algunas iglesias neopentecostales, asegura Rocha, se muestran explícitamente abiertas al colectivo LGTB y a otros hijos de Dios cuyas «prácticas sexuales contra natura»son objetadas por el catolicismo y otras denominaciones evangélicas. La moral sexual cede paso a una ética empresarial y al emprendedurismo, ayudados por un Dios que ya no es iracundo como propugnaban los calvinistas, sino que reparte palmadas de aliento.

El camino de la salvación ya no consiste en una ardua senda de privaciones. El relativismo que caracteriza a este movimiento posmoderno está abierto a la diversidad de gustos y estilos de vida que hay que respetar. Aman el éxito personal.

Pero el rasgo más característico del pentecostalismo, concluye Rocha [24], «es su carácter no denominacional. En los templos y prédicas neopentecostales se evita todo decorado, práctica, afirmación o ritual que pueda ser asociado a una religión institucionalizada reconocible. Lakewood Church, en Houston, era y sigue pareciendo un estadio deportivo. El templo de Shaddai, en Guatemala, es un sobrio salón de convenciones. Los templos carecen de retablos; el lugar del Santísimo o de la Cruz lo ocupa un micrófono. No hay doctrina, sólo consejos y palabras de ánimo y es compatible con cualquier tipo de opciones pasadas y presentes, ya sea religiosas, laborales o políticas. Como consecuencia de este carácter no denominacional no hay dependencia orgánica; cada iglesia neopentecostal es autónoma.

En este terreno el contraste con el catolicismo es muy marcado. No hay una casa matriz que controle el tipo y la calidad de los productos que ofrecen las distintas ramas y sucursales; cada gerente-pastor administra su iglesia como mejor le parece.

«No existe otra dinámica que la de la mera competencia de la economía del libre mercado religioso» [25].

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Conclusiones y perspectiva

Al estudiar la influencia geopolítica de la religión observamos que las diferencias entre el norte y el sur en función del origen de su colonización, en su momento reconocidas por Mahan, siguen estando allí. No hay una unidad continental sino  que la influencia de las religiones ha tenido un carácter muy diferente en el norte, particularmente en EE. UU., que en el Sur, esencialmente ibérico.

Si nos centramos en el norte, la principal característica de EE. UU. es, por un lado, el mesianismo que se plasma en las visiones religiosas y en la creencia en un destino manifiesto que ha tenido una gran influencia en la visión geopolítica americana hacia el hemisferio occidental y, por otro lado, la aparición, particularmente en el siglo XIX, y posteriormente en el XX, de nuevas religiones que se auto enmarcan dentro del cristianismo, pero que tienen unos elementos característicos propios. La visión mesiánica norteamericana ha sido el hecho geopolítico más importante y constante en las relaciones dentro del continente americano, por encima de ideologías, partidos y épocas, y la religión ha estado siempre en el trasfondo de sus actuaciones a lo largo de la historia.

Los países de América Latina han tratado siempre de mantener relaciones con EE. UU. pero también de marcar sus diferencias, tratando de alcanzar un espacio geopolítico independiente del vecino del Norte apoyándose en sus principales factores de cohesión regional, las lenguas (español y portugués) y el carácter religioso como un rasgo esencial de la población latina. Por su parte, EE. UU. identificó ambos factores, el catolicismo, especialmente durante la teología de la liberación, y la lengua española de América Latina como sus principales elementos de incertidumbre a la hora de controlar geopolíticamente el Sur.

Este interés geoestratégico se unió con los intereses económicos, sobre todo comerciales, como un modo de dar salida a su excedente de productos, y con el celo de los misioneros evangelistas, quienes muy ávidos de «pescar» feligreses en aguas católicas fusionaron sus creencias con las de las religiones indígenas precolombinas, dando lugar a nuevas combinaciones que resultaban próximas a la mentalidad de algunos sectores de la población latinoamericana, al tiempo que encontraron un modus vivendi.

En consecuencia, la Iglesia Católica ha perdido el monopolio con la llegada de estos nuevos actores. Pero una vez allí establecidos, se ha producido una hibridación de corte posmoderno con lo autóctono que ha dado lugar a nuevas creencias y prácticas, las cuales se han hecho especialmente visibles a través de los medios de comunicación y/o se han hecho eco de la estética del mundo de la imagen a la hora de elegir los lugares de encuentro, antiguos cines o construcciones espaciosas que llenan de equipos electrónicos y de música.

A pesar del crecimiento experimentado por estas nuevas denominaciones herederas del protestantismo histórico, la Iglesia que más fieles acoge en América Latina sigue siendo la católica, seguida únicamente por aquellos que han abandonado el catolicismo para convertirse al evangelismo. Menos homogeneidad existe en EE. UU., donde los protestantes son mayoritarios y los católicos muy numerosos y además han apareciendo particularmente en el siglo XIX y después durante el XX, nuevas denominaciones hasta constituir un mosaico que abarca religiones incluso laicas como la cienciología.

A futuro, es previsible que el evangelismo siga creciendo, sobre todo en América Latina, aunque no en la misma proporción que en las últimas dos décadas, y también se prevé un incremento elevado del número de ateos o el de personas sin afiliación, a lo que habría que añadir los cultos sincréticos de raíz africana presentes en Brasil o en Haití, lo que sin duda contribuirá a la multirreligiosidad. En cualquier caso, las cifras que arroja el Pew Research Center siguen destacando una fuerte presencia del cristianismo, tanto en la América del Norte como en la del Sur, aunque esta se irá reduciendo paulatinamente.

María Luisa Pastor Gómez, en ieee.es/

Notas:

1   SIMBAÑA, Roberto, Religión y Política: Protestantismo en América Latina.

2   Ibid..

3   SANCHEZ, Iñaki, «In god we trust. La religion en EE. UU.», Versacrum 15 de marzo 2015, disponible en http://www.versacrvm.com/religion-e-e-u-u/.

4   GALINDO, Florencio, CM El «fenómeno de las sectas fundamentalistas». La conquista evangélica de América Latina, Ed. Verbo Divino, Navarra, España, 1995, pag. 137.

5   Para una ampliación de este tema se puede consultar el artículo de la autora: «La política exterior norteamericana hacia América Central y el Caribe: una aproximación histórico-política», Documento de Análisis IEEE, 9 febrero de 2016, disponible en http://www.ieee.es/Galerias/fichero/ docs_analisis/2016/DIEEEA08-2016_PoliticaExt_norteamericana_MLPG.pdf.

6   PASTOR, M. L., Op. cit.

7   KEPEL, Gilles., La revancha de Dios. Alianza Editorial , 2005.

8   Ibid.

9   FALWELL, Jerry, Listen, America, New York, Doubleday, 1980. Apud, KEPEL, Guilles, Op. cit..

10    KEPEL Op. cit.

11    BASTIAN, Jean-Paul, La mutación religiosa de América Latina. Ed, Fondo de Cultura Económica de España, 2012..

12    MORALES ARIAS, Pablo, El pentecostalismo y la lucha social en América Latina, Monografías. com.

13    MORALES., Op. cit.

14    BASTIAN, op. cit.

15    LLORENTE & CUENCA, «Cambio religioso en América Latina, presente, pasado y porvenir», Madrid, septiembre de 2014.

16    Para una extensión de este tema se puede consultar el artículo de la autora «Posmodernismo y auge de la Iglesia Evangelista en Centroamérica», Documento de Análisis IEEE, Madrid 7 septiembre de 2016, disponible en: http://www.ieee.es/Galerias/fichero/docs_analisis/2016/DIEEEA55-2016_ Posmodernismo-Evangelismo-Centroamerica_MLPG.pdf.

17    BASTIAN, Op. cit.

18    EGOAGUIRRE, Jean Palou, «Comunidades evangélicas demuestran su creciente fuerza política en América Latina», El Mercurio, 16 de octubre de 2016.

19    GUILAYN, Priscila, Evangélicos a la conquista de América», XL SEMANAL, dicIembre de 2016, disponible en http://www.xlsemanal.com/actualidad/20161222/evangelicos-conquista-de- america.html.

20    Ibid.

21    Ibid.

22    ROCHA, J. L, «Sincretismo en la Centroamérica Neoliberal, los neopentecostales absorven y difunden la cultura gerencial y el pensamiento positivo», en De las Misiones de Fé al Neopentecostalismo, Universidad Evangélica de El Salvador, San Salvador, 2013.

23    Ibid.

24    Ibid.

25    BASTIAN, Op. cit.

Cristina del Prado Higuera

Capítulo II: Europa vuelve a encontrarte, el cristianismo en una nueva Europa

Introducción

Europa es lo único en la historia que no puede morir del todo; lo único que puede resucitar. Y este principio de resurrección será el mismo que el de su vida y el de su transitoria muerte [1].

La identidad europea está íntimamente ligada al cristianismo, los tres grandes pilares de la cultura europea han sido la filosofía greco-romana, la religión judía y el legado cristiano, por lo tanto podemos decir que Europa es la consecuencia de tres grandes centros de pensamiento, Jerusalén, Atenas y Roma. Europa ha bebido de todas y cada una de estas culturas, siendo más una realidad cultural que una geografía física.

Para algunos autores como Z. Barman es una aventura inacabada, para J. Rifkin Europa es un sueño que nos ayuda a contemplar una nueva tierra, para Przywara «un idea d´Europa, che non sia semplicemente il marchio comerciale di un’associazione d’imprese operanti per fini economici, debe essere ricavata da una da una riflessione sull’essenza d’Europa pa per cui è neccessario interrogare innanzitutto i due grandi maestri del pensiero occidentale: Platone e Aristotele» [2], todas y cada una de estas afirmaciones nos permite llegar a la conclusión que Europa no es la historia de un solo pensamiento con una única interpretación sino la historia de una tradición que permite una gran diversidad de lecturas [3]. El filósofo italiano Emanuele Severino al hacerse la pregunta ¿qué es Europa? Reflexionaba cómo el pasado constituye la esencia de Europa, mientras considera que el presente europeo se unifica por el dominio tecnológico [4]. Para Paul Valery, Europa es la confluencia de tres elementos sustanciales «romanidad, con su espíritu jurídico, religioso y militar; helenismo, que dio la disciplina del espíritu, el ejemplo de la búsqueda de la perfección en todos los órdenes y cristianismo, que completa el ius al unificar la moral y decidir que a ella debe sujetarse el derecho. Son estas tres condiciones las que explican que Europa haya podido colocarse a la cabeza del mundo» [5].

Nombrar Europa significa participar del mito, aceptarlo como la metáfora fundacional, lo hizo Horacio, Angelo Poliziano, Platón, Aristóteles... fue tierra mestiza de encuentros entre romanos, germanos, eslavos, celtas y pueblos de la estepa, supo superar los obstáculos de unos tiempos convulsos sabiendo crear un espacio político y cultural [6]. Europa es el resultado de la aportación del cristianismo a las construcciones del espíritu de Grecia y Roma, los valores cristianos fueron capaces de acoger a las tradiciones de Atenas, Roma, Alejandría y Jerusalén.

María Zambrano en 1945, se preguntaba ¿qué ha sido Europa? ¿qué es de su compleja y riquísima realidad? [7], apuntando que la tragedia de Europa es la tragedia de la violencia que al fin ha estallado, es la tragedia de la inmigración, de la pérdida de valores… Ortega y Gasset reflexionaba «Europa se ha quedado sin moral…ahora recoge las penosas consecuencias de su conducta espiritual. Se ha embalado sin reservas por la pendiente de una cultura magnífica, pero sin raíces» [8], el hombre europeo no se resigna a pesar de las circunstancias históricas, ni a la vida ni a la muerte, ni a la inmortalidad, a ello le ayuda el cristianismo, pues para el cristiano jamás el mundo será una decoración, el velo del Maya, sino el lugar donde se decide su perdición o su salvación, ser cristiano es también no resignarse, agarrarse a la esperanza en lo imposible» [9].

La vieja Europa está viviendo un tiempo crítico de su historia, hay quien considera que su propia supervivencia está en peligro acompañado por un lento suicidio demográfico del Continente. Su suerte parece depender de que sea capaz de reaccionar y recuperar su identidad inconfundible, una identidad inconfundiblemente cristiana que supo integrar bajo la denominación común de pueblos y razas de cultura y de procedencias muy diversas que se asentaron a lo largo del tiempo y que forjaron una fecunda convivencia sobre diversas zonas del mundo occidental [10].

Lo que es unánime para todos los historiadores, filósofos… es que el alma de Europa es inequívocamente cristiana, el cristianismo le dio el ser y configuró su unidad, la conversión de Europa tuvo luces y sombras, avances y retrocesos, ya que en el nombre de Dios también se cometieron las mayores atrocidades de la historia, pero ha sido un factor esencial en la génesis de la civilización occidental, la Iglesia ha cumplido dos papeles fundamentales a lo largo de los siglos, evangelizó y civilizó, como manifestaba el Papa Pío XI la Iglesia no evangeliza civilizando, sino que civiliza evangelizando.

Algunos historiadores afirman que la cristianización del Continente europeo se inició antes del nacimiento de Europa, toda una serie de territorios del norte del Mediterráneo que ya se consideraban europeos y que se prolongaban desde el mar Negro hasta el océano Atlántico habían sido penetrados por el Evangelio, mientras formaban parte todavía del Imperio pagano o cristiano, es indudable afirmar que Europa surgió como consecuencia de las invasiones barbáricas sobre las ruinas del Imperio occidental. Tenemos que remontarnos a los siglos VII y VIII para entender el avance en su configuración, apareciendo un nuevo elemento histórico como el islamismo, que fue capaz de quebrar la unidad del mundo mediterráneo, el mare nostrum dejó de ser nexo de unión poniendo una gran separación entre las dos orillas, las tierras musulmanas de la orilla sur quedaron ampliamente enfrentadas a la del norte suscitando un problema geopolítico que hoy en día sigue más vigente que nunca. La conversión al cristianismo de esta incipiente Europa fue una gran labor de siglos.

En la actualidad el cristianismo se sitúa como el mayor grupo religioso con unos 2.200 millones de devotos, seguido del Islam con alrededor de unos 1.400 millones de fieles, aunque los cristianos se dividen en muchas congregaciones e iglesias, los tres grandes bloques son: católicos, protestantes y ortodoxos, alcanzando los católicos los 1.200 millones de creyentes, seguidos de protestantes, incluyendo los anglicanos, que cuentan con 700 millones de fieles y el de los ortodoxos con 300 millones de seguidores [11].

Según los datos recogidos en el Anuario Pontificio 2017 y el Annuarium Statiscum Ecclesiae 2015 [12], los católicos bautizados han aumentado a nivel planetario, pasando de 1.272 millones en 2014 a 1.285 millones en 2015, con un aumento relativo del 1%. Esto equivale al 17,7% de la población total. Si se adopta una perspectiva a medio plazo, por ejemplo, con referencia a 2010, se constata un crecimiento más fuerte, igual a 7,4%. La dinámica de este aumento es diferente de un continente a otro: mientras que, de hecho, en África hubo un aumento del 19,4%, pasando el número de católicos, en el mismo período, de 186 a 222 millones, en Europa, sin embargo, se manifiesta una situación estable (en 2015 los católicos eran casi 286 millones y son poco más de 800.000 en comparación con 2010 y 1,3 millones menos que en 2014). Este estancamiento se debe a la notoria situación demográfica, cuya población ha aumentado ligeramente, mientras se prevé que disminuya drásticamente en los próximos años. Situaciones intermedias entre las dos descritas anteriormente son las registradas en América y Asia, donde el crecimiento de católicos es sin duda importante (respectivamente, más 6,7% y más 9,1%), pero completamente en línea con el desarrollo demográfico de estos dos continentes. Estacionamiento, en valores absolutos obviamente inferiores, también con respecto a Oceanía.

En los diferentes continentes el número de católicos oscila desde el 3,2% de católicos por 100 habitantes de Asia, el 63,7% de América, en África es de 19,4%, en Oceanía de 26,4% y en Europa de 39,9%. Confirmándose el peso del continente africano cuyos bautizados suben del 15,5% al 17,3% del mundo frente a la fuerte disminución de Europa, donde la incidencia se reduce del 23,8% en 2010 al 22,2 % en 2015. Profundizando en el detalle territorial, Brasil en el conjunto de los diez países del mundo con mayor número de católicos bautizados irrumpe en el primer lugar (172,2 millones), seguido de México (110,9 millones), Filipinas (83,6 millones), Estados Unidos (72,3 millones), Italia (58,0 millones), Francia (48,3 millones), Colombia (45,3 millones), España (43,3 millones), República Democrática del Congo (43,2 millones) y Argentina (40,8), la cifra total de católicos, en los países que ocupan los diez primeros puestos asciende a 717,9 millones , el 55,9% de los católicos del mundo.

La Iglesia católica está organizada en unas 2.800 diócesis con alrededor de 3.500 obispos, siendo una monarquía absoluta electiva, los denominados príncipes de la Iglesia a su vez nombrados por el Papa, a diferencia de las demás religiones y del resto de las iglesias cristianas, la Iglesia católica se caracteriza por tener una estructura centralizada de poder que culmina en la figura del Pontífice, máxima autoridad para nombrar a todos los cargos, fijar todas las creencias y dirimir todas las discrepancias morales, desde el Concilio Vaticano I la figura del Papa es infalible, un dogma de fe aceptado por todos los católicos [13].

Para entender la Europa de hoy tenemos que hacer una síntesis de sus avatares filosóficos, sociales y de una cultura que fue creciendo en torno al Mediterráneo, lugar de acogida de Oriente, Occidente y África. Fue tejiendo su propia identidad a lo largo de los siglos, haciendo su propio camino, pero un camino hacia la cristiandad, Thomas Eliot señalaba que «todo nuestro pensamiento europeo adquiere significación por los antecedentes cristianos. Un europeo puede no creer en la verdad de la fe cristiana, pero todo lo que dice, cree y hace, surge de la herencia cultural cristiana y solamente adquiere significación en relación con esta herencia. Solamente una cultura cristiana ha podido producir a Voltaire, Nietzsche, Camus… la cultura europea no podrá sobrevivir a la desesperación completa de la fe cristiana» [14]. El cristianismo ayudó a comprender al ser humano y se fue abriendo camino desde sus orígenes en medio del Imperio Romano, las causas de la realidad de Europa están implícitas en los avatares tanto positivos como negativos de los orígenes del cristianismo, creándose la sociedad europea cristina [15].

Europa surge sobre las ruinas de las provincias del Imperio Romano emplazadas a lo largo de la ribera septentrional del Mediterráneo, desde el mar Negro hasta      las Columnas de Hércules y el Finisterre galaico o bretón, el Mediterráneo había constituido el corazón del mundo antiguo. El mar era un nexo de unión entre las tierras, sintiéndose tan romanos Cicerón y Séneca como Tertuliano y Agustín; tan romanas eran Cartago o Hipona como Nápoles o Milán [16]. El cristianismo se propagó durante los tres primeros siglos de nuestra Era entre las poblaciones de cultura greco-latina, hay que esperar a los primeros años del siglo V con las invasiones germánicas para que una nueva población conviviesen con las antiguas poblaciones indígenas contribuyendo todos a la formación de una primera Europa, progresivamente con la ayuda de los misioneros cristianos tanto occidentales como bizantinos enseñaron la fe cristiana a otros pueblos como los germanos o celtas, de esta manera eslavos y magiares construyeron la formación de una Europa cristiana culminada con la conversión de Escandinavia y de los pueblos de los Países bálticos.

A los historiadores siempre nos surge la pregunta ¿qué hubiese sucedido si las tropas musulmanas del Califato Omeya en el año 732 hubieran vencido a Carlos Martel en Poitiers o los ejércitos del Califato Omeya se hubiesen apoderado de Constantinopla? Posiblemente el futuro de Europa hubiese sido otro. En un momento de la historia que cada vez más el islamismo se radicaliza el politólogo e islamólogo Françoise Burgat [17] analiza las raíces de la aparición del yihadismo, «el extremismo no cae del cielo, encuentra un terreno abonado en las injusticias, nunca hubiese encontrado un eco si las instituciones representativas de las sociedades donde está enraizado no sufrieran grandes disfunciones, considera que también el origen se encuentra en la estigmatización de la identidad musulmana en Occidente que lleva a un sentimiento de alienación y de humillación entre algunos jóvenes musulmanes».

El Papa Benedicto XVI también alertaba en su pontificado sobre el peligro que las religiones sean instrumentalizadas para fines violentos tal y como estamos viendo actualmente, el mundo se está reordenando geopolíticamente y geoculturalmente, está reordenación introduce nuevas relaciones y modifica las antiguas de tal manera que Europa se ve sumergida en estos cambios de una forma muy activa [18]. El cardenal Ratzinger en el año 2004 ya advertía «Occidente siente un odio por sí mismo que    es extraño y que sólo puede considerarse como algo patológico; Occidente sí intenta laudablemente abrirse, lleno de comprensión a valores externos, pero ya no se ama a sí mismo; sólo ve de su propia historia lo que es censurable y destructivo, al tiempo que no es capaz de percibir lo que es grande y puro.

Europa necesita de una nueva ciertamente crítica y humilde aceptación de sí misma, si quiere verdaderamente sobrevivir» [19].

Tampoco la cultura europea puede entenderse si no es a través de las huellas del cristianismo. La música europea tiene sus orígenes en el canto gregoriano, no podemos leer ni comprender a los grandes maestros de la literatura como Dante, Cervantes o Tolstói sin una mirada cristiana y las universidades europeas como Salamanca, Bolonia, Lovaina, Cracovia o Alcalá… nacen bajo el auspicio de la Iglesia dependiendo directamente del Papa, al igual que la filosofía y el Derecho han bebido directamente del pensamiento cristiano[20].

La mirada de Europa a través del pensamiento de los Papas Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco

Es interesante resaltar la preocupación que han tenido siempre los  distintos Papas por las raíces de Europa, gracias a las encíclicas, discursos… de Juan Pablo II, Benedicto XVI o el Papa Francisco, Europa ha estado y sigue estando en el centro de la atención política, social y cultural. Tanto Juan Pablo II como J. Ratzinger vivieron acontecimientos transcendentales en la historia de Europa, como el nacionalsocialismo, el comunismo, la caída del Muro de Berlín… ofreciendo desde la perspectiva cristiana alternativas a los nuevos retos a los que se enfrentaba.

Karol Wojtila ha sido el Papa que más ha insistido en la idea de Europa, una de sus máximas preocupaciones en su pontificado fue profundizar en sus raíces para conseguir comprender los fundamentos de la europeidad, aprovechó sus viajes a España para exponer sus ideas sobre el pasado, presente y futuro de Europa y en todos sus actos dedicó unas palabras a la unidad del viejo continente: en el discurso a los teólogos españoles en el Aula Magna de la Universidad Pontificia de Salamanca; en Toledo;  en la Universidad Complutense de Madrid…su discurso más europeísta lo hizo en la catedral de Santiago de Compostela el 9 de noviembre de 1982, meta de peregrinación de cualquier peregrino, un lugar en el que aquellos días se encontraban representantes de los diversos Organismos Internacionales, de las Conferencias Episcopales, miembros de las comunidades universitarias, políticos, periodistas…en él resaltaba «la historia de la formación de las naciones europeas va a la par con la evangelización; hasta el punto de que las fronteras europeas coinciden con las de la penetración del Evangelio… se debe afirmar que la identidad europea es incomprensible sin el cristianismo y que precisamente en él se encuentran aquellas raíces comunes de las que ha madurado la civilización del Continente, su cultura, su dinamismo, su actividad, su capacidad de expansión constructiva también en los demás continentes; en una palabra todo lo que constituye su gloria» [21].

Su mensaje en la tumba del Apóstol fue una llamada a una Europa dormida; el Papa procedente del Este de Europa tenía muy claro lo que significaba la separación de un pueblo. Lo más trascendente de su mensaje es su llamada a Europa para salir de la crisis que la envuelve: «Yo Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: «Vuelve  a encontrarte. Sé   tú misma». Descubre tus orígenes. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye   tu unidad espiritual, en un clima de respeto a las otras reuniones y a las genuinas libertades… [22], desde hacía años había mostrado su preocupación por lo que era el hundimiento de la gran Europa y muchos de sus discursos había ido encaminados a poner de relieve esta preocupación [23], las ideas que podemos destacar de sus palabras son: la identidad europea es incomprensible sin el cristianismo y el europeísmo; Europa no puede rechazar al extraordinario tesoro de la fe cristiana ya que gracias   a ella ha progresado la historia, la cultura, el arte y los derechos humanos; Europa dividida por las trágicas Guerras Mundiales por las ideologías no puede dejar de buscar su unidad fundamental de los pueblos del Este y el Oeste; la conjunción entre Oriente y Occidente, debe volver al cristianismo que está en las raíces de su historia; revelaba a los juristas y jueces de la Corte de Europa que uno de los motivos de la crisis de Europa se encuentra en el escepticismo destructivo y la falta de confianza en la vida y en el futuro; Europa es un proyecto común y su unidad se basa en engendrar un sustrato cultural donde prime la dimensión espiritual; hace hincapié en que Europa no puede perder la esperanza, Europa no sería lo que es hoy sin los valores que fueron sembrados tras la evangelización; Europa se deshumaniza al desarmarse moral y espiritualmente, se quiebra, pierde su equilibrio por no conservar su herencia; Europa tiene que abrir sus puertas a la solidaridad universal y no olvidarse que la formación de las naciones europeas va a la par con su evangelización; y algunas de las fronteras europeas coinciden con las de la expansión del evangelio.

Años más tarde con motivo del Sínodo de los Obispos europeos, el 13 de mayo de 1991, en su Carta de Fátima a los Hermanos en el Episcopado del Continente europeo, reseñaba «Europa posee una gran herencia cultural entre sus aliados, en sus diferentes manifestaciones, por el fermento de la única raíz evangélica…la conciencia histórica de Europa es indisociable de su milenaria experiencia cristiana. El cristianismo en Europa se remonta directamente a la época de los Apóstoles y a lo largo de los siglos su cultura se ha enriquecido por el evangelio de Cristo, que ha constituido la principal fuerza creadora de su pensamiento filosófico y teológico, de sus creaciones artísticas, de sus instituciones sociales, jurídicas y universitarias…» [24]. Juan Pablo  II entendió  la naturaleza transformadora del cambio de época, la gigantesca oportunidad que se presentaba a los cristianos y la necesidad de emprender en el mundo y especialmente en Europa una nueva evangelización [25], pero sobre todo lo que proponía era la renovación espiritual y humana de una Europa que se siente vieja y busca nuevos caminos por recorrer.

Todo ello lo planteaba en uno de los siglos más cruciales y crueles para Europa, el siglo XX, al que Toynbee lo denominó «cisma del alma»y en el que la filósofa Simone Weil [26] ya advertía con lucidez que unos de los males que padecía Europa era el desarraigo, la separación de su pasado milenario, estableciendo una disociación absoluta entre la vida religiosa y la vida profana, distanciándose de la tradición cristiana sin saber buscar un vínculo con la antigüedad, huérfana de su pasado.

Es indudable lo que el cristianismo ha aportado a Europa y posiblemente uno de los Papas que más hecho por cambiar el signo ha sido J. Ratzinger señalando que la crisis posconciliar de la Iglesia católica coincidió con una crisis generalizada de la humanidad o cuando menos del mundo Occidental [27].

Europa desde un primer momento estuvo siempre presente en su misión y en su programa ecuménico, desde la elección de su nombre Benedicto haciendo un guiño a uno de los grandes patronos de Europa, hasta conseguir ofrecer una visión global y complementaria de su pasado presente y futuro. En su obra ha recogido todos los problemas que le preocupaban [28], ya desde las conferencias impartidas en 1958 en el Instituto de Pastoral de Viena [29] trataba el concepto de fraternidad cristiana y como el abandono de ésta conduce al desarraigo de las raíces de Europa, abordando toda una serie de temas como eran: la secularización de las conciencias con la desaparición de Dios; la tentación del fundamentalismo debido entre otras razones a la presencia del Islam; el grave desafío de Europa que exigía un justo y nuevo ordenamiento jurídico; la ideología laicista de la Unión Europea [30]. Haciendo siempre mucho hincapié en que la perdida de la fraternidad cristiana es una de las principales causas que conduce al desarraigo de la sociedad.

Para el Papa el olvido del significado de la fraternidad cristina comienza ya en la Ilustración alejándose poco a poco del fundamento cristiano, intentará dar una respuesta desde la perspectiva teológica a las diversas ideologías que surgen en los años de su Pontificado, para él Europa poco a poco va excluyendo a la teología y a la fe de la respuesta a los problemas que se plantean. Desde 1979 siendo cardenal-arzobispo de Múnich se siente preocupado por el futuro de Europa poniendo de manifiesto como una de las grandes amenazas para la seguridad será el fanatismo del islamismo, haciendo una llamada de su fortalecimiento y de las consecuencias que podría tener para el viejo Continente, y más en un momento en el que Europa se encuentra muy empobrecida por el debilitamiento del cristianismo frente a un islamismo cada vez más radical y más fuerte. Adelantaba que relegar a Dios al ámbito de lo privado ponía en peligro la supervivencia del Estado de Derecho, basándose en la teoría que no es posible la democracia sin conciencia y ésta sin estar basada en los valores cristianos [31], es el tiempo de redefinir Europa desde un punto de vista político y moral [32].

Para J. Ratzinger los grandes problemas de la Europa de los ochenta son muy parecidos a los actuales: la droga, el déficit moral y el terrorismo convertido en fanatismo político, la búsqueda de la salvación y el vacío religioso están detrás de estas acciones suicidas, provocados por la confusión de una Europa que ha apostado más por los avances tecnológicos y se ha olvidado de los aspectos espirituales que son los que dan sentido a una nación.

La caída del Muro de Berlín será uno de los acontecimientos que le servirán para explicar el cambio que se va a propiciar en Europa con el fracaso del Marxismo, en su obra El cristianismo en la crisis de Europa [33] plantea un tema capital en su razonamiento a la hora de entender la crisis política y social que atravesamos «Europa ha desarrollado una cultura que, de un modo hasta ahora desconocido para la humanidad, excluye a Dios de la conciencia pública sea negando abiertamente su existencia… en cualquier caso la existencia de Dios es irrelevante».

El pontificado del Papa Francisco se enfrenta a una Europa muy diferente a la que tuvieron que dar respuesta sus predecesores siendo además el primer Pontífice no europeo de la era Moderna, aunque ya no existen dos bloques que separan el Continente y vivimos en una Europa cada vez más interconectada y global la soledad y el individualismo se ha convertido en una de las mayores enfermedades del siglo XXI, «el futuro de Europa depende del redescubrimiento del nexo vital e inseparable entre estos dos elementos, el cielo y la tierra. Una Europa que no es capaz de abrirse a la dimensión trascendente de la vida es una Europa que corre el riesgo de perder lentamente la propia alma y también aquel espíritu humanista que, sin embargo, ama y defiende. Me parece una imagen que describe bien a Europa en su historia, hecha de un permanente encuentro entre el cielo y la tierra, donde el cielo indica la apertura a lo trascendente, a Dios, que ha caracterizado desde siempre al hombre europeo, y la tierra representa su capacidad práctica y concreta de afrontar las situaciones y los problema» [34], aborda casi siempre en sus discursos uno de los temas que más preocupa a la Europa actual, la cuestión migratoria denunciando la situación que se produce en el Mediterráneo, convertido en un cementerio de hombres y mujeres que buscan un futuro mejor, Europa tiene que dar una respuesta poniendo en práctica legislaciones adecuadas que sean capaces de tutelar los derechos de los ciudadanos europeos y de garantizar al mismo tiempo la acogida a los inmigrantes. Sus últimas palabras interpelaron a los Eurodiputados de una forma contundente y dura a que no construyan una Europa basada únicamente en la economía, sino a la sacralidad de la persona humana de los valores inalienables, fue un discurso de claro corte social y económico en un momento en el que se necesitan respuestas por parte de la clase política a problemas como los derechos humanos, la dignidad, el respeto a la naturaleza…

Su discurso más europeísta tuvo lugar cuando le otorgaron el premio Internacional Carlomagno de Aquisgrán en el año 2016, un galardón que también había recibido el Papa Juan Pablo II en el año 2004, en este discurso volvió abordar los problemas que más preocupan a Europa como es el tema de la inmigración «sueño con una Europa en que ser inmigrante no sea delito, sino una invitación a un mayor compromiso con la dignidad de todo ser humano, fue un auténtico llamamiento a la conciencia de los líderes europeos presentes en el acto, las ideas más importantes del mismo se centraron en preguntarse «¿Qué te ha sucedido Europa humanista, defensora de los derechos humanos, de la democracia y de la libertad? ¿Qué te ha pasado Europa, tierra de poetas, filósofos, artistas, músicos, escritores? ¿Qué te ha ocurrido Europa?, madre de pueblos y naciones, madre de grandes hombres y mujeres que fueron capaces de defender y dar la vida por  la dignidad de sus hermanos, una de las ideas que más fuerza tuvo en su discurso fue la necesidad de generar una nueva idea de Europa basada en tres aspectos: capacidad de integrar, capacidad de comunicar y capacidad de generar, haciendo hincapié en la identidad europea como una identidad dinámica y multicultural y promoviendo una cultura del diálogo» [35], el final de su discurso recordó mucho a las palabras de Martin Luther King  en las que termina soñando con una Europa de las familias y con un nuevo humanismo europeo, un proceso constante de humanización, para el que hace falta memoria, valor y una sana y humana utopía.

Un año y casi dos meses separaron a Jorge Mario Bergoglio de su última intervención ante los Jefes de Estado de la Unión Europea, el 24 de marzo de 2017. El Santo Padre volvió a reunirse con ellos para la celebración del sesenta aniversario del Tratado de Roma (25 de marzo de 1957), la primera parte de su discurso se lo dedicó a los padres de Europa a Adenauer, Pineau recogiendo algunos de sus pensamientos «los padres fundadores nos recuerdan que Europa no es un conjunto de normas que cumplir, o un manual de protocolos y procedimientos que seguir. Es una vida, una manera de concebir al hombre a partir de su dignidad trascendente e inalienable y no sólo como un conjunto de derechos que hay que defender o de pretensiones que reclamar. El origen de la idea de Europa es la figura y la responsabilidad de la persona humana con su fermento de fraternidad evangélica…» [36].

Hizo una dura crítica a los populismos en los que está inmersa invitándonos a pensar de modo europeo, no aferrándonos a las falsas seguridades, las raíces de nuestra historia están en el encuentro con otros pueblos y culturas. No volvió a olvidarse de la inmigración que ya había abordado en discursos anteriores, planteando que los europeos no podemos enfrentarnos a él como si fuera sólo un problema numérico, económico o de seguridad, interpelándonos sobre ¿qué cultura propone la Europa de hoy? Europa tiene un patrimonio moral y espiritual único en el mundo que merece ser propuesto una vez más con pasión y renovada vitalidad.

Ningún líder europeo actual, ha abordado de una manera tan sincera los verdaderos problemas que ocupan y preocupan a Europa. Nuestros políticos y gobernantes tienen que hacer una transfusión de memoria para no cometer los mismos errores que sucedieron en el pasado siglo, buscar soluciones y actualizar la idea de Europa, dando voz a los jóvenes y a la Iglesia capaces de ayudar a renacer a una Europa cansada.

Los Políticos Democristianos frente a Europa

El pensamiento católico de los políticos de la posguerra fue una opción innovadora para Europa, supieron buscar vías alternativas y distintas en un contexto marcado por las huellas de las dos Guerras Mundiales, ellos fueron auténticos gigantes de la historia de Europa «todos eran seres humanos excepcionales, grandes estadistas y firmes cumplidores de sus tareas, creían en la centralidad de la persona humana, en que no era posible la libertad sin la justicia social, en la acción civilizadora del Estado Derecho y en el triunfo de la conciencia fraterna» [37]. «Ellos tuvieron la audacia no sólo de soñar la idea de Europa, sino que osaron transformar radicalmente los modelos que únicamente provocaban violencia y destrucción. Se atrevieron a buscar soluciones multilaterales a los problemas que poco a poco se iban convirtiendo en comunes, con ellos Europa aprendió la oportunidad de empezar una nueva historia y la Unión Europea es su histórico legado» [38].

No se puede entender la evolución de Europa sin mencionar aunque sea de forma muy somera a los denominados Padres de Europa Konrad Adenauer (1876-1967), Alcide de Gasperi (1881-1954), Jean Monnet (1888-1979), y Robert Schuman (1886- 1963) trabajaron por una Europa unida siguiendo las palabras de Juan Pablo II «una opción espiritual a favor del perdón y una voluntad de superar la violencia por el diálogo y la solidaridad» [39].

Ellos consiguieron impulsar un proyecto europeo, la firma de algunos tratados como el de Roma, creador tanto de la Comunidad Económica Europea (CEE) como de la Comunidad Económica de la Energía Atómica (EURATOM)  son un hito en  la idea de Europa unida [40], la Europa que ellos soñaban y por la que tanto trabajaron desde el servicio público, la Declaración de Schuman de 9 de mayo de 1950 se centraba en el principio de solidaridad para conseguir la paz como último fin. No fue un hecho fortuito elegir Roma para la firma de dos de los tres Tratados fundacionales de la actual Unión Europea; como recoge Schuman «queremos volver a hacer una unidad que existió ya en tiempos de la Roma primero pagana y luego cristina…» [41].

«Lo que más unía a estos tres políticos era que no pensaban en sí mismos o en su porvenir político. Pensaban en erradicar la guerra y consolidar la democracia y la libertad. No pensaban en las próximas elecciones. No pensaban en las exigencias de la historia. Pensaban con la mentalidad de cristianos instalados en la Eternidad» [42]. Eran políticos con grandes valores, consideraban como recogía Adenauer que «era ridículo ocuparse de la civilización europea sin reconocer la centralidad del Cristianismo» [43]. Frente a  ellos nuestro problema es la falta de fe en nosotros mismos, en nuestra identidad, en la singularidad de una Europa diferente, ellos eligieron lo posible frente a lo probable y lo difícil frente a lo fácil [44].

Robert Schuman, en el acto que muchos reconocen como el nacimiento de la primera comunidad europea, reconocía que Europa no se hará de una vez, ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho.

Europa  no es capaz de reconocer explícitamente sus raíces cristianas, aunque en el Preámbulo de la Constitución europea se evoque a su herencia cultural, religiosa y humanista, no se hace ninguna mención al cristianismo lo que provocó un enfrentamiento entre los países que consideraban que se tenía que incluir una referencia y los que consideraban que no era necesario. La mayoría de los Estados opuestos a que no se incluyera no era laicos, eran Estados con una concepción político religioso de carácter estatalista pero no consiguieron traspasar este planteamiento [45], los países que optaron por incluir la expresión raíces cristianas fueron: Malta, Eslovaquia, Alemania, Austria, España, Italia, Portugal, Polonia, República Checa, Lituania, Hungría, Luxemburgo, Países Bajos e Irlanda. Por el no, optaron países como Reino Unido, Dinamarca, Finlandia, Grecia, Bélgica, Chipre, Eslovenia, Estonia, Letonia y Francia.

No podemos olvidar que la democracia moderna ha echado sus raíces más profundas en países en general de origen cristiano, la razón es sencilla, la dignidad y la fraternidad que une a personas igualmente libres son valores centrales en las democracias actuales encontrando un fundamento firme en el cristianismo evangélico, tenemos claros ejemplos en Europa de países mayoritariamente católicos como Polonia, Hungría, España, Portugal que han dado un impulso religioso democratizador, apoyando reformas sociales democratizadoras.

El Concilio Vaticano II apoyó y apostó por la democracia, un ejemplo lo tenemos en el pensamiento de Gaudium et Spes que es «conforme a la naturaleza humana un régimen en el que todos los ciudadanos participen en el gobierno». También ese mismo documento afirma «que es de alabar la conducta de las naciones en las que la mayor parte posible de los ciudadanos participa con verdadera libertad en la vida pública, esto suponía un discreto pero claro apoyo a las democracias» [46]; el Papa Pablo VI siempre que se refería a este tema lo hacía en positivo, también el Papa Juan Pablo II lo ha abordado en sus encíclicas, discursos, encuentros…el documento principal en el que lo trata es en la encíclica Centessimus Annus; sostenía que el cristianismo ha contribuido históricamente al establecimiento de la democracia y que debía seguir contribuyendo, junto con todas las religiones; es por lo que la Iglesia ha trabajado y sigue trabajando en contra de la represión política y social pero sin caer en el error que los grupos religiosos formen parte de las estructuras políticas, existiendo una separación entre la religión y la política, sin que se subordine una a la otra, sino que por el contrario exista una colaboración mutua entre ambas, nadie mejor que Jesucristo quien dijo «Dad a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios»( Mt 22, 21) para entender la separación entre Iglesia y Estado. Para que se dé una sana democracia, es necesario el pleno reconocimiento de la libertad religiosa y que haya unas correctas relaciones entre las dos instituciones, lo que es indudable es que el cristianismo ha contribuido históricamente al establecimiento de la democracia y debe seguir haciéndolo junto con el resto de religiones.

La Secularización en la Europa de hoy

Europa es uno de los lugares del mundo donde más ha aumentado la secularización, algunos sociólogos explican esta realidad atendiendo a factores económicos, culturales, educativos… vemos que sólo es mantenida por el 46% de los suecos, el 50% de los alemanes, el 56% de los franceses, el 58% de los holandeses, el 61% de los ingleses, el 62% de los daneses [47]. Las tendencias actuales indican que la modernidad no conduce a la secularización pero lo que es interesante es analizar qué ha cambiado en Europa en la relación de los ciudadanos con la Iglesia.

Tenemos que preguntarnos ¿qué se entiende por secularización?, ¿hay diversas definiciones que nos acercan al concepto del término? Etimológicamente proviene de la palabra latina saeculum, refiriéndose a lo mundano en contraposición a lo espiritual, con la secularización la religión va perdiendo influencia sobre la sociedad [48]. Como término apareció en la época de la Reforma, cobrando más transcendencia a finales del siglo XVI hasta que en el siglo XVIII queda unido el término al tiempo histórico, para presentarse en el siglo XIX la secularización como una forma de la mundanización [49], para el filósofo Max Weber la secularización será un desencantamiento del mundo [50], el mundo sucumbía cada vez más a la racionalización desapareciendo los valores propios de la Iglesia; lo que es indudable es que detrás de este término lo que nos encontramos es una pérdida de poder social, económico y cultural, una falta de influencia que comenzó con la Reforma abriendo las puertas a la misma.

Las causas de la secularización en Europa son muy variadas, como señalaba Joseph Ratzinger [51] «en Europa se excluye a Dios de la conciencia pública, sea negando abiertamente su existencia, o pensando que no se puede demostrar porque es incierta», lo que es una evidencia es que la existencia de Dios es cada más irrelevante para la vida pública.

Para Huston Smith «la palabra secularización se utiliza ahora de manera general para referirse al proceso cultural por el que el área de lo sagrado ha disminuido progresivamente, mientras que el secularismo denota el punto de vista razonado que favorece esa tendencia» [52]. En Europa este progreso secularizador se está viendo cómo avanza desde la segunda mitad del siglo XX de una forma muy rápida y no es un fenómeno exclusivamente de la Iglesia católica también se está produciendo en la Iglesia protestante. Entre las causas nos encontramos con un aumento de la individualidad, una racionalización de la sociedad, un desarrollo económico muy marcado.

Charles Taylor observaba que detrás del laicismo beligerante se esconde un desprecio por la religión y una sobrestimación de la capacidad de la razón no religiosa para resolver las cuestiones político-morales a partir del diálogo entre personas honestas y de mente claras [53]. La creencia en la Iglesia como institución está perdiendo cada vez más fuerza, no solo entre la sociedad sino también dentro de los propios creyentes; se cree de una forma más individual al margen de la ortodoxia. Por grupos, las mujeres tienen un nivel más alto de creencia que los hombres al igual que los mayores frente a los jóvenes y por ideologías más los que se autodenominan de derechas que de izquierdas…

Según la encuesta del CIS de junio de 2017, el 69,8 % de los españoles se confiesan católicos frente a los no creyentes, cuya cifra está en 15,5%, pero lo que es demoledor son los resultados a la pregunta con qué frecuencia asiste usted a misa o a otros servicios religiosos en donde la respuesta de casi nunca es del 60,1% [54].

Conclusiones

El think tank Pew Research Center ha publicado el informe The future of world Religios: Population Growth Proyections 2010-2050 [55], en él estudia el cambio que están teniendo las religiones y su impacto en las sociedades alrededor del mundo, las conclusiones que podemos obtener del mismo son tremendamente reveladoras para analizar si la religión cristiana está en crisis o si por el contrario lo que está en crisis es Europa y esta realidad está arrastrando al cristianismo en el viejo Continente: durante las próximas cuatro décadas, los cristianos seguirán siendo el mayor grupo religioso de manera que su peso porcentual se mantiene inalterable aunque la gran expansión la tendrá el Islam que crecerá más rápido que cualquier otra religión importante, del 23,2% al 29,7%; entre ambas confesiones se encuentra más del 61% de la humanidad; los no pertenecientes a alguna religión, que engloba ateos, agnósticos, y quienes no se pronuncian, reducen sensiblemente su peso en los próximos cuarenta años, disminuyendo del 16% al 13,2 % de la población mundial; éstos aumentaran en países como Francia y Estados Unidos; cuatro de cada diez cristianos en el mundo vivirán en el África subsahariana y en Estados Unidos los cristianos se reducirán en más de tres cuartas partes de la población.

Este Informe también recoge que la población europea es la única que disminuirá por lo tanto la población cristiana se reducirá alrededor de los 100 millones, pasando de 553 a los 454 millones; además se espera que en el 2050 un 23% de los europeos no tengan afiliación religiosa, por el contrario los musulmanes representaran el 10% de la población de la región frente al 5,9% en el 2010, en el mismo periodo se espera que el número de hindúes se duplique de 1,4 millones a 2,7 millones y la población budista aumente de 1,4 a 2,5 millones. Además se prevé que en 2050 el número de países con mayoría cristiana disminuya de 159 a 151 de tal forma que la población cristiana caerá por debajo del 50% en países como Francia, Bosnia Herzegovina, Reino Unido, República de Macedonia… lo que está provocando que el cristianismo esté empezando a agonizar en Europa con todas las consecuencias sociales, políticas, culturales que ello conlleva.

Hay quienes argumentan con contundentes razones que la crisis de Europa es la crisis de la democracia. Robert Schuman, afirmaba que «la democracia sería cristiana o no sería», a estas alturas, tenemos que preguntarnos si hay una desconexión entre el cristianismo y la democracia o si el cristianismo no ha sabido encauzar la democracia [56]. El Papa Juan Pablo II en diversas ocasiones también afirmaba que el Cristianismo ha contribuido históricamente al establecimiento de la democracia y para que se dé la misma es necesario el pleno reconocimiento de la libertad religiosa, huyendo la Iglesia y las religiones de toda tentación fundamentalista, se debe de proponer no de imponer sus convicciones [57]. Hoy como entonces una democracia sana, abierta, pro-positiva y vital es una democracia con alma, Schuman decía, ya tenemos instituciones ahora necesitamos alma [58].

Europa tiene que volver a encontrarse con sus orígenes, hacer de ellos su más fuerte aliado; el cristianismo da sentido a su historia, a sus instituciones políticas, educativas, artísticas… Este año se cumple el quinto centenario del cisma luterano en el que Europa dio una lección de cómo sobrevivir y superar a una de las mayores crisis religiosas y políticas de su historia. El 31 de octubre de 1517 Europa se rompió en dos, el monje agustino Martín Lutero (1483-1546) clavó en las puertas de la iglesia de Wittenberg las 95 tesis que desafiaban el poder de Roma y comenzaron dos siglos de guerras y matanzas que transformaron a Europa e hicieron saltar por los aires la unidad de la Iglesia, y aunque en un principio se pensaba que sólo era una querella de frailes, fueron los problemas políticos que suscitó el conflicto lo que movió al Papado a convocar el Concilio de Trento (1545-1563) para fijar las posiciones católicas.

Juan Pablo II en su encíclica Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa anunciaba a los obispos «la pérdida de la memoria y de la herencia cristianas, unida a una especie de agnosticismo práctico y de indiferencia religiosa, por lo cual muchos europeos dan la impresión de vivir sin base espiritual y como herederos que han despilfarrado el patrimonio recibido a lo largo de la historia. Por eso no han de sorprender demasiado los intentos de dar a Europa una identidad que excluye su herencia religiosa y, en particular, su arraigada alma cristiana, fundando los derechos de los pueblos que la conforman sin injertarlos en el tronco vivificado por la savia del cristianismo» [59].

Por ello Europa tiene que dar respuesta a los problemas saliendo de sí misma y con una reorientación a la cooperación internacional siendo capaz de reconstruir una nueva Iglesia para una nueva Europa, en la que abandere la libertad religiosa, la dignidad  de la persona, la solidaridad y la defensa del bien común… es necesario reconocer las raíces espirituales de la crisis que están atravesando las democracias occidentales, caracterizada por una concepción del mundo materialista, utilitaria e inhumana que se aparta de los fundamentos morales de la civilización occidental.

Cristina del Prado Higuera, en ieee.es/

Notas:

1   ZAMBRANO, María, La agonía de Europa, Mondadori, Madrid, 1945, p. 26.

2   PRZYWARA, Erich, L’ Idea d’ Europa. La crisi di ogni política cristina, Stampa, Monozalcati, 2013, p. 67.

3   ROMERO POSE, Eugenio, Europa: De la controversia sobre sus raíces a la crisis sobre su futuro, Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales, Unidad Editorial, Madrid, 2007, p. 13.

4   NEGRO,Dalmacio, Lo que Europa debe al cristianismo, Unión Editorial, Madrid, 2007, p. 41.

5   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Luis, Los creadores de Europa. Benito, Gregorio, Isidoro y Bonifacio. Eunsa, Pamplona, 2005, p. 21.

6   RUIZ-DOMÉNEC, José Enrique, Europa las claves de su historia, RBA, Barcelona, 2010, p. 17.

7   ZAMBRANO, María, op.ci., p.18.

8   ORTEGA Y GASSET, José, La rebelión de las Masas, Clásicos Castalia, Madrid, 1998, pp.226-229.

9   Ibidem. p. 40.

10    ORLEANS, José, La conversión de Europa al cristianismo, Rialp, Madrid, 1988, p. 67.

11    MOSTERÍN, Jesús, Los cristianos historia del pensamiento. Alianza Editorial, Madrid, 2010, p. 482.

12    http://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino.html.

13    Ibídem, p. 488.

14    ELIOT, Thomas Stearns, La Unidad de la cultura europea. Notas para la definición de cultura, Encuentro, Madrid, 2003, p. 186.

15    ROMERO POSE, Eugenio, Raíces cristianas de Europa. Del Camino de Santiago a Benedicto XVI, Pensar y Creer, Madrid, 2006, p. 15.

16    ORLANDIS, José, Europa y sus Raíces Cristianas. Rialp, Madrid, 2004, p. 12.

17    BURGAT, Françoise, El Islamismo cara a cara, Bellaterra, Madrid, 1996, p. 45.

18    NEGRO, Dalmacio, op. cit., p. 77.

19    Conferencia del Cardenal J. Ratzinger ante el Senado 13 mayo de 2004.

20    REALE, Giovanni, Raíces culturales y espirituales de Europa, Herder, Barcelona, 2005, p. 78.

21    Discurso en el acto europeísta celebrado en la catedral de Santiago de Compostela, en Juan Pablo II en España, edición patrocinada por la Conferencia Episcopal Española, Madrid 1983, pp. 240-245.

22    Discurso en el Acto europeísta en Santiago 9 de noviembre de 1982.

23    Discurso al Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas en Asamblea Plenaria el 19 de diciembre de 1978; en el Monasterio de Santa Escolástica el 28 de septiembre de 1980; en la Homilía con motivo de la XIII Jornada Mundial de la Paz el 1 de enero de 1980; en el Parlamento Europeo el 5 de abril de 1979; la Alocución en la 169ª Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Polaca; en la Homilía durante la Liturgia de la Palabra en la abadía de Montecasino el 17 de mayo de 1978; Discurso en Nursia el 23 de marzo de 1980; Discurso en Subiaco durante la peregrinación con los obispos europeos el 28 de septiembre de 1980; la Carta apostólica Egregiae virtutis para la proclamación de los santos Cirilo y Metodio como copatronos de Europa el 31 de diciembre de 1980; Discurso a los Juristas y Jueces de la Corte Europea en el XXX aniversario de la firma de la Convención europea de los derechos del hombre el 10 de noviembre de 1980; Discurso sobre las comunes raíces cristianas de las Naciones Europeas el 6 de noviembre de 1981; Discurso a los participantes al Congreso sobre la crisis de Occidente y la misión espiritual de Europa el 12 de noviembre de 1981; Discurso en la Audiencia natalicia el 21 de diciembre de 1993; Discurso en la celebración de las Vísperas de Europa el 10 de septiembre de 1983; el Discurso en la sede de la Comunidad Europea el 20 de mayo de 1985; Discurso en el Palacio Vecchio de Florencia el 18 de octubre de 1986; Discurso a los obispos españoles de la provincia eclesiástica de Toledo en la visita ad limina apostolorum el 19 de diciembre de 1986; Diálogo con los jóvenes de Europa en el estadio de Meinau de Estrasburgo el 8 de octubre de 1988; Discurso al Pontificio Consejo para la Cultura el 12 de enero de 1990.

24    BUTTIGLIONE, Rocco, Cristianismo y Cultura en Europa, Rialp, Madrid, 1992, p. 16.

25    SAN MIGUEL PÉREZ, Enrique, ¡Europa, sé tú misma! La identidad cristiana en la integración Europea, Madrid, Digital Reasons, p. 94.

26    WEIL, Simone, A la espera de Dios, Trotta, Madrid, 2004, p. 144.

27    RATZINGER, Joseph, Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental, Herder, Barcelona, 1985. p. 44.

28    RATZINGER, Joseph, La crisi delle culture. Riflessione su culture che oggi si contrappongono, en L’Europa di Benedetto nelle crisi delle culture, Ciudad del Vaticano-Bolonia 2005.

29    POSE, Eugenio, op.cit., p. 88.

30    Ibidem, p. 87.

31    RATZINGER, Joseph, Europa: una herencia que obliga a los cristianos, en Iglesia ecumenismo y política. Nuevos ensayos de eclesiología, BAC, Madrid, pp. 243-267.

32    MORIN, Edgar, Pensar Europa, Gedisa, Barcelona, 1989, p. 67.

33    RATZINGER, Joseph, El cristianismo en la crisis de Europa, Ediciones Cristiandad, Madrid, 2005. p. 28.

34    Discurso del papa Francisco al Parlamento Europeo el 25 de noviembre de 2014.

35    Discurso del Papa Francisco al recibir el Premio Carlomagno el 6 de mayo de 2016.

36    Discurso del Santo Padre Francisco a los Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea, 24 de marzo de 2017.

37    SAN MIGUEL PÉREZ, Enrique, La Civilización de los inconformistas. El ideal Europeo en el pensamiento político y la acción institucional (1918-1949), Fundación Universitaria Española, Madrid, 2005, p. 202.

38    Discurso del Papa Francisco al recibir el Premio Carlomagno el 6 de mayo de 2016.

39    Juan Pablo II. Carta Encíclica «Dominum et vivificatem 18 de mayo de 1986.

40    SAINZ ÁLVAREZ, José Manuel, La visión Cristiana de los Padres de Europa, Unisci Discussion Papers Nº 14 Mayo, 2007.

41    SCHUMAN, Robert, «La misión de la France dans le monde». Conferencia en la Universidad de Lausana.

42    SAN MIGUEL PÉREZ, Enrique, ¡Europa, sé tú misma¡. La identidad Cristiana en la Integración Europea. Digital Reasons, Madrid, 2015, p. 42.

43    WEILER, Joseph Weiler, Una Europa Cristiana, Encuentro, Madrid, 2003, p. 55.

44    SAN MIGUEL PÉREZ, Enrique, El significado de la «C»(de Cristiano). En política que es  lo esencial en Reflexiones sobre la vigencia del Pensamiento Humanista Cristiano. II Encuentro Internacional Oswaldo Payá. Konrad Adenauer Stiftung. Santiago de Chile, p. 47.

45    PETSCHEN VERDAGUER, Santiago, La religión en la Unión Europea. Unisci Discussion Papers. Nº16. 2008.

46    IZQUIERDO, César y SOLER, Carlos, Cristianos y Democracia, Eunsa, Pamplona, 2005, p. 21.

47    ARROYO, Milán, La fuerza de la secularización en Europa. Iglesia Viva Nª 224, octubre-diciembre 2005.

48    MARTÍNEZ, Lara, La Secularización en la Europa Moderna, www.fes-sociologia.com/files/ congress/10/grupos-trabajo/ponencias/323.pdf.

49    Giacomo Marramao, Poder y Secularización. Barcelona. Ediciones Península 1989, p 19.

50    WEBER, Max, Ensayos de sociología contemporánea, Barcelona, Ediciones Martínez Roca, Barcelona, 1972, p. 193.

51    RATZINGER, Joseph, op. cit. p. 28.

52    NEGRO, Dalmacio, op. cit. p. 188.

53    MICCO AGUAYO, Sergio, Cristianos y la democracia contemporánea ante dos ídolos del foro: el poder del más fuerte y el Gobierno del dinero en ¿Qué es ser socialcristiano hoy? Konrad Adenauer Stiftung, Santiago de Chile, 2012, p. 145.

54    http:/www.cis/es

55    http://www.pewforum.org/2015/04/02/religious-projections-2010-2050.

56    NEGRO, Dalmacio, op. cit.,p. 10.

57    IZQUIERDO, César y SOLER, Carlos, Cristianismo y democracia. Eunsa, Pamplona, 2005, p. 44.

58    SAN MIGUEL PÉREZ, Enrique, Identidad Social Cristiana en el siglo XXI. Convicciones y Proyección. Konrad Adenauer Stiftung, Santiago de Chile, p. 89.

59    Encíclica Exhortación Apostólica Ecclesia en Europa. http://w2.vatican.va/content/john-paul-

Enrique San Miguel Pérez

Presentación

Hace ahora treinta años se publicó Vueltas al tiempo, las memorias de Arthur Miller. Sin duda, uno de los grandes dramaturgos del siglo XX, pero también una de sus presencias intelectuales más autorizadas, particularmente tras su sólido comportamiento durante la «caza de brujas». Adicionalmente, Arthur Miller fue el tercer y último de los maridos de Marilyn Monroe, un hecho que añadía a la lectura de sus memorias un especial interés no defraudado por algunas de las más bellas páginas del libro. Tampoco pasó desapercibida la razón que el autor de Todos eran mis hijos adujo para explicar su voto a John Kennedy en las presidenciales de 1960: «habíamos leído los mismos libros».

Mucho menos comentada fue, sin embargo, la constante presencia de la religiosidad en las casi seiscientas páginas de la edición española de la obra, con excelente traducción de Antonio-Prometeo Moya. Arthur Miller era un judío de Manhattan, hijo de judíos polacos procedentes de la Galitzia del imperio-reino de Austria-Hungría. De hecho, en el libro agradecía «al emperador Francisco José y a su ejército»la protección que dispensaron a sus antepasados. Y Marilyn se convirtió al judaísmo cuando contrajo matrimonio con Miller. Es verdad que, al comienzo de sus memorias, el escritor parece querer relativizar sus creencias, recordando que durante su infancia existía «cierta repugnancia a explicar racionalmente cualquier cosa que afectase a lo sagrado». Pero, cuando en plena madurez debe enfrentarse a la persecución de la libertad de conciencia, Miller se fortalece en la convicción de que «el hombre no puede actuar en modo alguno sin acicates morales». Y, en 1952, Las brujas de Salem vendrían a certificar el fin del «mccarthismo»en nombre de esa visión en valores y principios de la vida y de la dignidad humanas.

Arthur Miller admitía, en el ocaso de su existencia fecunda y creadora, que su propia constitución moral se había erguido como el mejor argumento para oponerse al quebranto de los derechos y de las libertades fundamentales. La defensa del ordenamiento constitucional obedecía en su caso, pero también en el de muchos de sus ilustres colegas de la industria editorial, o del cine, a una concepción de las responsabilidades cívicas que se hundía en la profesión de unas creencias cuyo libre ejercicio amparaba y tutelaba judicialmente, y de manera efectiva, el sistema democrático.

La concepción religiosa de la existencia y del debate público, es decir, la concepción del mundo de acuerdo con una visión trascendente de la vida humana, se encuentra en el substrato de la pertenencia al orden cívico del Estado de Derecho, de la convicción de la obediencia al ordenamiento jurídico legítimamente constituido, y de la presencia y participación de la ciudadanía en las esferas política y de gobierno. La convicción religiosa, así pues, se convierte en una clave de estabilidad y de seguridad ciudadanas. Pero, allí donde el Estado de Derecho y el modelo de civilización del humanismo de la razón práctica no representan la norma, sino la excepción, la religión, en su entendimiento más fundamentalista, es también la clave explicativa de la agresión totalitaria del terrorismo.

El documento monográfico que sigue a estas líneas pretende aportar una lectura conjunta de esta realidad, extendiendo la reflexión a los principales supuestos de análisis que en este momento se presentan en el mundo, de acuerdo con una distribución del análisis en grandes áreas geopolíticas. Precede al conjunto de aportaciones un examen de algunas de las premisas para la promoción de pautas para la cooperación y la consiguiente convivencia entre identidades religiosas, o su ausencia, en el seno de una sociedad plural. Y, a continuación esas áreas, Europa, América, África subsahariana y Asia, merecen un examen monográfico en cuya autoría se conjugan perfiles científicos e investigadores procedentes de la universidad, la profesión militar  y la diplomacia. Un examen monográfico que depara una síntesis académica enormemente pródiga en referencias, en argumentos de autoridad, en sugerencias, en ideas, en propuestas, y en sentido no únicamente analítico, sino también prospectivo.

La primera contribución está protagonizada por la historiadora Cristina del Prado Higuera, cuyo objeto de examen es la presencia del cristianismo en Europa. La tarea afrontada es verdaderamente exigente y compleja. La doctora del Prado se enfrenta con varios órdenes de materias sucesivos y después convergentes entre sí. En primer lugar, debe analizar la esencial impronta cristiana en la cristalización de una identidad europea digna del nombre común y de la adjetivación, un hecho no necesariamente pacífico, ni doctrinal ni políticamente. A continuación, se ocupa de la aportación de la presencia y aportación de los cristianos, en cuanto tales, y muy concretamente de los demócratas de inspiración cristiana, a la génesis y consolidación de la institucionalidad europea después de la II Guerra Mundial.

Y, finalmente, la profesora Del Prado se enfrenta con el actual proceso de secularización, que viene a coincidir en el tiempo con la crisis del proyecto europeo, y con el renovado despliegue de los discursos populistas, y en todas sus vertientes. El resultado es un texto que acierta a concitar todas las fuentes de conocimiento, tanto las científicas como la rica doctrina pontificia sobre la materia. Un ensayo espléndido, ordenado, pródigo en ideas y sugerencias. Y un magnífico estado de la cuestión sobre la Europa que tenemos.

María Luisa Pastor Gómez, experta analista del Instituto Español de Estudios Estratégicos, y exhaustiva especialista en el continente americano, acude a la historia y a la coyuntura presente para explicar el tránsito del mesianismo fundacional de los Estados Unidos a la expansión de las religiones evangélicas en el subcontinente sudamericano. La analista del IEEE parte de la sabiduría y lucidez de Alexis de Tocqueville para subrayar la fundamental importancia que, en el origen de los territorios de Nueva Inglaterra, reviste el afán del libre ejercicio de la práctica religiosa por parte de los primeros colonos, un afán que deviene impulso mesiánico cuando la Unión nace, y comienza la expansión por Norteamérica de la mano de la doctrina del «destino manifiesto».

Igualmente, María Luisa Pastor analiza con sumo detalle la expansión de las religiones evangélicas en Sudamérica a partir de la presidencia Nixon, una expansión consolidada durante la presidencia Reagan, como mecanismo de respuesta a la difusión de la católica «teología de la liberación». El planteamiento es sumamente atractivo: la Conferencia de Medellín se realizó en 1968, el mismo año de la primera victoria de Richard Nixon en las elecciones presidenciales, y la de Puebla en 1979, un año antes de la primera victoria de Ronald Reagan. Y el capítulo, en su conjunto, deja muchas, razonadas y sugestivas interrogantes en el lector.

El profesor Juan Ignacio Castién Maestro nos propone un extenso, documentado y riguroso recorrido por una región esencial para España, por su posición geoestratégica y su proximidad, pero ampliamente desconocida todavía en nuestro país, como es   el África subsahariana. Las creencias originarias del territorio, la introducción de otras opciones religiosas y los consiguientes conflictos así originados, cuyo impacto en nuestro mundo, dando forma a una sustantiva corriente del vigente fenómeno migratorio, es patente, son objeto de un detallado análisis.

El profesor Castién, además, nos brinda algunas ideas-fuerza sumamente importantes en sus conclusiones, de lectura sumamente sugerente: en primer término, debe valorarse el potencial del fundamentalismo, y la capacidad de agregación del sectarismo, cuando se considera la desestructuración social del territorio y de sus colectividades; además, el fanatismo ofrece un ideal de vida coherente, sumamente atractivo cuando el nivel educativo es menos que superficial; y, finalmente, el profundo desarraigo social y cultural de muchas comunidades conduce a sus integrantes a detectar, en la militancia fundamentalista, un horizonte de vida y de participación. El ejercicio de síntesis final del profesor Castién es brillante. La fuerza de sus conclusiones, evidente.

El coronel Emilio Sánchez de Rojas Díaz exhibe su vastísima formación y cultura en una aproximación al escenario central para el análisis del origen e historia de las religiones, de la civilización, de la cultura escrita, y de la inmensa mayoría de los actuales ciudadanos del mundo o, lo que es igual, la masa continental por excelencia: Asia. Del continente asiático provienen, en efecto, las religiones más asentadas en el mundo, judaísmo, cristianismo, islamismo, budismo y confucionismo. En Asia se encuentran asentados la mayor parte de los centros de poder de las potencias del mundo multipolar en donde habitaremos en el siglo XXI. Con la excepción de Estados Unidos y Europa, todas las restantes: Rusia (en su mayor parte, asiática), India, China, y Japón.

Y Asia es también el escenario que le permite manejar al doctor Sánchez de Rojas dos conceptos extraordinariamente brillantes, que además explica con enorme amenidad: la «geopiedad»de John Kirtland Wright, o la necesidad de analizar las geografías de la nación y de la identidad cuando ambas equivalen a «lo sagrado», y la «religeopolítica»de Lari Nyroos, o la obligación de situar las religiones, y su difusión, en unos mapas que, ya lo demostraba Robert Kaplan en La venganza de la geografía, importan. Como siempre. Como nunca.

El libro se cierra con un bello capítulo sobre las relaciones entre diplomacia y religión del embajador español Álvaro Albacete Perea. Su amplísimo conocimiento de la materia es el preámbulo de una ágil, metódica, rigurosa y didáctica exposición acerca de dos términos de análisis, como religión y diplomacia, en principio no fácilmente conciliables, en la medida en que la diplomacia procede en forma lógica y defendiendo el interés legítimo de los actores internacionales, de acuerdo con la doctrina realista de Hans Morgenthau. Incluso Madeleine Albright, secretaria de Estado en el último mandato de Bill Clinton, nacida en Praga en 1937 como ciudadana checoslovaca de origen judío, después convertida al catolicismo, que hubo de escapar con su familia del nazismo, y siempre sumamente respetuosa con las creencias religiosas, estimaba que, como recuerda el embajador Albacete, había que «separar la religión del mundo político»como una de las bases de la acción diplomática.

Partiendo de estas premisas, el embajador aporta algunos testimonios recientes de la «diplomacia religiosa itinerante»y de la «diplomacia de segunda vía», que vienen a aportar las más contemporáneas y explícitas manifestaciones de la conciliación entre la lógica diplomática y la convicción religiosa en conflictos como el colombiano, en donde la contribución de la Iglesia católica ha resultado, probablemente, determinante. El texto, de lectura siempre apasionante por su claridad y concisión, representa un inmejorable colofón para el conjunto del documento.

Arthur Miller decidió terminar sus memorias en el territorio rural de Connecticut, el espacio en el que transcurrió más de la mitad de su vida, escenario de bosques y de coyotes que, tenía la certeza, le observaban cuando salía a pasear por la noche. Entonces, Miller llegó a una básica conclusión acerca de los seres humanos: «todos estamos emparentados y nos observamos entre nosotros». Ese sentimiento de identidad en el destino de todos los hombres, de comunidad y, para muchos de nosotros, de fraternidad, es parte esencial de nuestro entendimiento del ejercicio cívico como un deber de cooperación y de construcción compartida.

Adicionalmente, esa convicción es el fundamento del orden y de la seguridad, es decir, de la libertad de todos. John Proctor, el protagonista de Las brujas de Salem, sostenía que Dios conocía ya su nombre cuando, en medio de la persecución -y tanto en el 1692 en que sucedió como en el 1952 en que Arthur Miller escribió su obra-, seguía siendo interrogado hasta el mismo umbral de su ejecución. Cuando los seres humanos albergamos la misma certeza que John Proctor, el proyecto de civilización prevalece. La justicia surge cuando cada nombre es conocido. Cuando se respeta el derecho del otro. Sirvan las reflexiones que componen este documento como parte de ese esfuerzo por el diálogo fecundo entre religión y seguridad. Entre convicción y paz. Entre progreso y libertad.

Capítulo 1: Religión y seguridad en el siglo XXI: del encuentro y la cooperación a la convivencia y la concordia

Los sueños de Enrique IV, o la sabiduría de Montaigne

Hace casi exactamente ochenta años Heinrich Mann comenzó a publicar su monumental díptico literario sobre el rey Enrique IV de Francia. En el exilio, el hermano de Thomas y tío de Erika, Klaus y Golo Mann, protestante de Lübeck, creía haber encontrado en la trayectoria de Enrique de Borbón, no digamos en su inteligencia y en su pragmatismo, la inspiración para superar la colosal crisis europea que, apenas un año después, habría de desembocar en el estallido de la II Guerra Mundial. Enrique IV, nacido en el Bearne, hugonote convertido al catolicismo para salvar su vida en medio de la Noche de San Bartolomé, otra vez hugonote al escapar de París y, finalmente, tras la muerte de Enrique III, el último Valois, de nuevo convertido al catolicismo, puso fin a medio siglo de contiendas religiosas en Francia mediante el Edicto de Nantes, que permitió la práctica de todas las formas del cristianismo.

En la segunda de las novelas del díptico, La madurez del rey Enrique IV, y en una apócrifa aloución final, el Enrique IV de Heinrich Mann, en una fecha tan simbólica como 1938, expresaba su convencimiento de que «el mundo no puede ser salvado más que por el amor», que «la felicidad existe»y que «la Humanidad no está hecha para abdicar de sus sueños, que no son sino realidades mal conocidas». Que, como añadiría François Bayrou, un bearnés y, por tanto, paisano de Enrique de Borbón, nosotros nos enfrentamos al mismo cambio de Era que Enrique IV, y lo hacemos bajo las mismas amenazas, pero también con el mismo mandato de preservar todo cuanto constituye el centro de la vida de cada persona: su identidad, su vida interior, y su voluntad de convivir y de construir espacios comunes para que puedan ser compartidos, lejos de las pasiones irracionales, para así hacer la historia, entre todos y con todos, y entre todos y con todos inventar nuevos mundos [1].

Michel de Montaigne, inspirador de la praxis del primer Borbón francés, animaba ya a los lectores de sus Ensayos a no extralimitarse en el amor a la virtud, ni entregarse tampoco en exceso a una acción justa, recordando la recomendación paulina de no pretender ser más sabios de lo necesario, sino únicamente sabios. Stefan Zweig recordaba que la única pretensión de Montaigne era dar forma a su vida a través de la escritura. Pero no por mor de una suerte de egoísmo ilustrado. Jorge Edwards recuerda que Montaigne sostenía que cada ser humano lleva dentro de sí la forma entera de  la condición humana [2]. De las contiendas religiosas de la Modernidad emergió una suprema lección: cada vida resume y expresa todas las demás, y como tal debe ser respetada en la plenitud de su expresión existencial. Los sueños, la sabiduría y la virtud sirven si contribuyen a la preservación de la vida, la integridad, la libertad y la dignidad de cada persona.

La historia reciente del Hemisferio Norte, y España no es una excepción, y con la historia el futuro mediato, sin embargo, se encuentra decisiva y ya casi cotidianamente mediatizada por una violencia terrorista cuyo proyecto de dominación se sustenta sobre planteamientos de obediencia, en último término, religiosa, en su acepción yihadista. La acción terrorista se desarrolla en centros urbanos seleccionados por   su carácter especialmente representativo de la historia, la cultura, los principios, las libertades y el estilo de vida del mundo occidental, en nombre de una perspectiva pretendidamente religiosa, y en realidad fanática y fundamentalista, cuya exclusiva pretensión es detentar el poder sobre la vida y la muerte de cualquier ser humano. Se trata de una realidad que obliga a una reflexión profunda de todas las instituciones y de todos los ámbitos que, por definición, existen para promover el ejercicio de los derechos y libertades fundamentales esenciales a la plenitud de la dignidad humana, como las Fuerzas Armadas, la Universidad, o la Diplomacia.

¿Hemos regresado al punto cero de las guerras de religión? El esplendor del modelo occidental de civilización y de convivencia en la segunda mitad del siglo XX partía de un dramático aprendizaje histórico previo, de los mesianismos políticos, las por Michael Burleigh denominadas «religiones políticas» (jacobinismo, bolchevismo, fascismo y nazismo), y la primera edad terrorista de las «sagradas violencias»ideológicas para, tras la finalización de la segunda Guerra de los Treinta Años, la que transcurre entre 1914 y 1945, edificar el Estado de Derecho sobre el pluralismo político e ideológico, la plena autonomía conceptual y funcional de las confesiones religiosas y de los poderes públicos, y la afirmación de la necesidad del diálogo y de la cooperación entre todas las esferas de expresión de las creencias y convicciones de la ciudadanía.

En 1983, tras serle aceptada su renuncia al arzobispado de Madrid al cumplir los 75 años preceptivos, el cardenal Vicente Enrique y Tarancón entendía que la Iglesia católica no únicamente estaba comprometida con el bien común, sino que también albergaba

«deberes de patriotismo», pero en modo alguno podía vincularse a un régimen o a un partido político, aceptando el pluralismo político, social y religioso como un valor compartido por toda la sociedad, y presente también dentro de la propia Iglesia, un hecho que, de manera más moderna, Jean-Yves Baziou, Jean Luc Blaquart y Olivier Bobineau han dado en calificar como una suerte de saludable incoherencia del sistema democrático que, al mismo tiempo, resulta esencial a su ordenado funcionamiento: separar a los poderes como preámbulo de su obligación de cooperar [3]. O, de nuevo, la sabiduría de Montaigne: la paz y la seguridad no provienen del exceso, sino de la independencia de las esferas políticas, institucionales y espirituales, pero una independencia que en modo alguno desconoce la existencia de las restantes esferas, comprometidas entre sí por el supremo anhelo compartido del bien común, y que en modo alguno se permite ignorar el imperativo democrático y cívico de la convivencia y la cooperación.

Cuando prevalecen las perspectivas maximalistas, incluso cuando prevalece el exceso de sabiduría, el encuentro y la concordia cívica parecen pertenecer al ámbito de los males necesarios, de las renuncias, de las claudicaciones forzadas por coyunturas históricas excepcionales, como son los procesos de cambio, transformación y consolidación democrática. Y, sin embargo, cuando la violencia terrorista golpea, las llamadas a la unidad de todos los agentes e instituciones públicas y privadas, políticas y sociales, confluyen de manera armónica. Es entonces cuando se capta hasta qué punto la paz y la seguridad no se construyen cuando un ser humano, o un conjunto de seres humanos, piensan tener toda la razón, o la razón en todo. Es entonces cuando ser capta la necesidad del otro. Cuando la vulnerabilidad, y la fragilidad, y la debilidad,  se convierten en fortalezas, porque empujan al diálogo, a la participación en la vida pública, a acudir al encuentro del otro que completa nuestra perspectiva, siempre parcial, siempre limitada. No hay democracia, igual que no hay existencia, sin salir  de uno mismo, sin la certeza de nuestra propia insuficiencia. No hay democracia, en definitiva, sin encuentro.

Un mundo sin conciencia, pero con historia

En este sentido, la satisfacción con la que la ciudadanía constata la extraordinaria preparación y profesionalidad de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado y las Fuerzas Armadas no siempre se transforma en una actitud proactiva y preventiva, sino en la concepción de ambas instancias como el último recurso, la solución final en contextos de crisis extrema de la política y de la civilización. De instancias cuya razón de ser es combatir contra los enemigos del ser humano, de la vida y de la libertad, restablecer y consolidar la democracia, poner en pie instrumentos para la plenitud de la experiencia humana y la sociedad de las oportunidades, y hacer posibles proyectos visionarios para la paz como la construcción europea, mientras contribuye a generar y cultivar una cultura política de diálogo y concordia basada en la amistad cívica.

De esta seguridad hablamos. De la que se desarrolla y reafirma al amparo del histórico proyecto de civilización. De hacer posible esta seguridad se ocupan las Fuerzas Armadas. Y este esquema de convivencia en libertad es el que se encuentra sometido a permanente y hostil agresión por quienes piensan que se avanza desde la ruptura, la fractura, el conflicto, y la confrontación. Y recurren a la violencia y a la dominación por el terror para conseguir sus objetivos.

Se trata de un modelo de civilización que viene a converger con los principios   de los sentimientos cívicos y religiosos más mayoritarios en nuestra sociedad, con la conjugación del legado de Atenas, o la consideración de la persona humana como la medida de todas las cosas, de Jerusalén, o el reconocimiento del derecho de todo ser humano a emprender, si así lo considera, su propio itinerario de trascendencia, y de Roma, o el desarrollo del derecho como ese privilegiado instrumento que posibilita la racionalización y consolidación del orden, la seguridad y, por consiguiente, la convivencia. Un modelo de civilización que apuesta por el encuentro entre personas, ideas, creencias e ilusiones. Esto es Occidente. A lo largo de la historia, con avances y retrocesos, episodios brillantes y episodios oscuros. Un ideal. Pero no sólo un ideal. Desde 1945, el «humanismo de la razón práctica»no ha dejado de ensanchar sus fronteras en todo el mundo. No hablamos ya de un Occidente geográfico. Hablamos de un proyecto de vida «para todos los hombres y para todo el hombre».

Un proyecto esencial a los pilares que sustentan nuestro Estado de Derecho. Porque, ¿acaso los enemigos de la cultura del encuentro no son también los enemigos de la democracia? Cuando la convicción en torno a la necesidad del encuentro se debilita o, incluso, se desvanece, las consecuencias para propuestas que se nutren de la necesidad de reafirmar, y ampliar, y potenciar la cultura de la concordia y, lo que es más grave, para las propias cultura y praxis democráticas, son sumamente nocivas.

Por eso es de especial relevancia el hecho de que «la cultura del encuentro»centre hoy el sentido de la presencia y de la participación de los ciudadanos en la vida pública como lo que es, una de las más sugestivas aportaciones del pontificado del Papa Francisco. Pero, como el propio Papa Bergoglio desea, dirigiendo la mirada hacia Francisco por antonomasia, Francisco de Asís, hacia quien es, como diría el padre Guy Gilbert, con su cazadora de cuero y sus chapas de los Rolling Stones, el santo «por excelencia», porque se despojó de todo para hacerse hermano de los pobres, y habló para la eternidad

El Papa Francisco ha tenido el mérito de colocar sobre el tablero mundial la «agenda de san Francisco». Con enorme sencillez, pero también con absoluta rotundidad. Paz y bien. La posibilidad de conversión del ciudadano, como en la película de Roberto Rossellini, en un «juglar de Dios», sencillo, humilde, y lleno de caridad. Responsable de sus actos pero, sobre todo, consagrado al servicio del otro. Empeñado en compartir un mismo horizonte de amor con toda la humanidad. Una nueva humanidad que aspira a un nuevo estilo de vida basado en la austeridad, la sencillez y el afán de servir. Principios que, por cierto, resultan muy familiares a los integrantes de las Fuerzas Armadas. Una civilización que se despoja de lo accesorio para centrarse en lo esencial. Y en donde esa «cultura del encuentro»necesita de una «cultura de la seguridad». Y, como todas las formas de cultura, esas culturas necesitan de una conciencia compartida o, como diría Stefan Zweig, una «conciencia del mundo».

De este lado del Paraíso, sin embargo, no parece que termine de surgir, como en una carta fechada en París el 14 de agosto de 1935 le objetaba ya Joseph Roth a Stefan Zweig, una «conciencia del mundo», entre otros motivos, «porque el mundo no ha tenido jamás una conciencia» [4]. En 1935, como cabe deducir del examen de la historia, no existía un «nosotros». ¿Existe hoy? Y, de no hacerlo, ¿Qué obstáculos se interponen en nuestro tránsito del «yo» al «nosotros»?

Tras la finalización de la II Guerra Mundial, y en un intervalo de apenas unos pocos meses, Emmanuel Mounier y Albert Camus coincidían en la acción demoledora del miedo. Sin duda, consecuencia de la falta de seguridad, de la angustia ante la incertidumbre, de la resignación a la supervivencia, de la renuncia a la esperanza, a  la creatividad, a los matices. En definitiva, de la renuncia a la libertad y, con ella, a la inteligencia y a la comprensión. Es decir: el miedo como expresión de la renuncia a la política. No pueden existir la política y la cultura del encuentro y, por lo tanto, no puede existir seguridad, donde florece el miedo.

Pero, si pudiera sumarse un añadido al pensamiento coincidente de ambos pensadores franceses, la cultura y la política del encuentro y, con ellas, la seguridad, necesitan dotarse de una cualidad adicional: la imaginación. Pero la imaginación no concurre si no satisfacemos algunas de sus exigencias. Me explico. La democracia contemporánea se modeló tras la II Guerra Mundial para resolver un problema que el modelo liberal convencional de Estado de Derecho dejó sin respuesta tras la creación de los regímenes parlamentarios en las Islas Británicas en los siglos XVII y XVIII y en el continente europeo en los siglos XVIII y XIX: el Estado de derecho nacía para regular y controlar el poder. Pero ese modelo de relaciones institucionales que Otto Hintze habría de denominar, con mucho más rigor, «Estado de Poder» [5], y no «Estado de Derecho», no tenía alternativa frente a una dramática constatación: ese poder no era necesariamente justo. Mejor dicho: no tenía siquiera la inquietud o la necesidad de serlo. Por eso, como Hintze, un enemigo del nazismo que habría de terminar en el exilio, constataba ya en 1930, a la vista de la experiencia fascista, nazi y stalinista (es decir, contemplando la obra de tres religiones políticas), la democracia sucumbía y seguiría sucumbiendo frente a sus enemigos.

El éxito del vigente modelo de Estado de Derecho radica en su capacidad para encontrar la explicación y, por consiguiente, las respuestas a las insuficiencias del Estado liberal de impronta decimonónica como Estado de poder,  pero del poder  de la ciudadanía Y, además, convertir esas respuestas en alternativa política. Y, por cierto, en tiempos de populismos de todo signo recorriendo el mundo democrático, en respuestas dotadas de plena vigencia.

A partir de 1945, la democracia entendió que el poder debía ser asumido sin complejos, pero también sin resentimiento, por el pueblo, pero su ejercicio debía distinguirse por la adopción de un estilo denotado por la contención, la austeridad, el equilibrio, la humildad, y la vocación de servicio. En definitiva, que ese poder, firme y democrático, debía ser un poder pobre. No miserable, o paupérrimo, o indecoroso, sino desnudo de toda forma de afectación, de despilfarro, de despliegue de medios innecesarios. En palabras de Marc Sangnier, y después de Aldo Moro, «un poder del pueblo para la libertad».

En tiempos de desafío populista a la democracia, el razonamiento histórico puede llegar a convertirse en un enojoso obstáculo, y el historiador en un contemporáneo Laocoonte delante del caballo de Troya. O, como decía François Mauriac con enorme contundencia, «los muertos no socorren a los vivos» [6]. La historia nos explica, pero no nos justifica. La conducta nos acredita, pero no nos salva. El militar, es decir, el servidor del bien común, como el médico, o el profesor, se examina cada día. Y cada día será un nuevo comienzo en que nada se sumará al pasado. Pero la historia nos demuestra que el desafío de la convivencia para la cooperación no es una mera especulación, sino una realidad esencial a la plenitud del proyecto democrático. Que la fortaleza de ese proyecto es básica a la hora de defender a la democracia de la violencia terrorista. Y que las sociedades democráticas prevalecen cuando están, se saben y se sienten unidos en este objetivo.

Por eso, el desafío totalitario de las religiones políticas, o del entendimiento fundamentalista de cualquiera de las grandes religiones monoteístas, es negar la historia. O, en su defecto, manipularla. Negada o ignorada la historia, la negación   de la realidad, o su repulsa, son también alternativas que, como mantenía Giovanni Papini en tiempos de religión política fascista, se suman para afectar al ciudadano disconforme. Y,  en sentido opuesto, el misticismo, la abdicación de toda forma     de voluntad particular para fundirse con el mundo, o con Dios, pero como parte integrante de la un proyecto de vida que se sustenta sobre la decidida voluntad de huir de la realidad, hacen también acto de aparición cuando el ciudadano dimite del ejercicio de sus propias responsabilidades. La seguridad democrática exige la presencia y la participación cívicas, pero una presencia y participación responsables [7].

La participación, como el servicio o la donación, además de ser uno de los nombres del encuentro, es también uno de los nombres del amor. François Mauriac no se contentaba con sostener que hemos sido creados para el amor, sino que el ser que ama parecía en ocasiones feroz al amado porque su deseo lo era sin medida o, en términos del propio Mauriac: «parece inhumano porque es sobrehumano». La vocación política tiene mucho de esa pulsión muchas veces inhumana por ser sobrehumana. Cuando se considera la incondicionalidad de la entrega del servidor público, los sacrificios e incomprensiones que asume, la dureza con que sus actos y decisiones serán escrutados, la implacabilidad con la que será examinada su conducta, incluso su vida más personal, se constata que la vocación es también una manifestación del genuino amor, del amor sin medida. Y, por lo tanto, de la verdadera inteligencia sin medida, la inteligencia de quien ha captado que no hay más manera de estar en el mundo que servir a los demás.

La cultura del encuentro y, con ella, la cultura de la seguridad, exigen, además, como siempre en la vida pública, como siempre fuera de ella, la suprema virtud de la lealtad. Marcel Proust encontró una muy afortunada expresión para formular la deslealtad en todas sus variantes, tanto las más cotidianas como las más severas: la falta de formalidad, la ausencia de constancia, la traición... Decidió referirse a «las intermitencias del corazón». En democracia, las intermitencias del corazón se enfrentan con la lógica del ordenamiento constitucional. Pero también con la lógica cívica. No puede construirse ningún modelo de seguridad sin contar con la lealtad de la ciudadanía a los principios que informan el Estado de Derecho. Por eso el fundamentalismo religioso, y tanto en su acepción espiritual como en el ámbito de las religiones políticas, intenta siempre subvertir, desprestigiar o desafiar a los servidores públicos que se levantan sobre la vocación de lealtad al sistema constitucional, el sentido del deber, y el cumplimiento de la ley.

Decidía Giovanni Papini que su vida había equivalido a iniciar todo y no terminar nada. Salir en busca de todos los destinos, y no alcanzar ninguno de ellos. No es  mal resumen de una vida plena. Y tampoco es una mala descripción de la identidad democrática. Adicionalmente, iniciar y salir son dos de los verbos más representativos de la cultura cívica y la experiencia del encuentro. Y si, como decía Emmanuel Mounier, la gran fractura de humanidad del siglo XX fue la consecuencia lógica de la crisis de «las dos grandes religiones del mundo moderno: cristianismo y racionalismo»y, añadía el gran pensador de Grenoble, en el caso de la última se daba la terrible desventaja de que carecía de la esperanza que subsiste siempre en la base de la alternativa cristiana, cabe hoy oponer a esa fractura secular, política y de civilización la abrumadora lógica del encuentro.

Ciudadanas de otra patria

Poco antes de su fallecimiento en 1996, Giuseppe Dossetti fue invitado a pronunciar la lección de apertura del curso académico 1994-1995 en el Instituto Teológico Interdiocesano de la región de Reggio-Emilia. Nacido en Génova y residente en Bolonia, Dossetti conocía muy bien una tierra cuya activa resistencia contra el nazismo había liderado durante la II Guerra Mundial sin portar nunca una pistola. Vicesecretario general de la DC de Alcide de Gasperi, constituyente y miembro de la Comisión Constitucional en 1946, había abandonado la política para convertirse en sacerdote y en uno de los más influyentes teólogos del Concilio Vaticano II junto al cardenal-arzobispo de Bolonia, Giacomo Lercaro, antes de radicarse en Tierra Santa.

Enfermo y en las postrimerías de su existencia, convertido en un símbolo nacional de la Italia que había pasado en apenas medio siglo de la derrota y la postración al rango de nación fundadora de las Comunidades Europeas, la Alianza Atlántica y el G-7, Dossetti ofrecía en la que fue una de sus últimas apariciones públicas un diagnóstico de la humanidad del cambio de siglo y de milenio que, más de dos décadas después, asombra por su lúcida percepción del sentido profundo de las grandes corrientes de la historia, y que se basaba en diez ideas-fuerza:

1.   La universalización de los problemas equivale también a una cada vez más estrecha interdependencia entre las naciones, y no únicamente a la hegemonía de las grandes sobre las pequeñas.

2.   Las decisiones que, por tanto, afectan a la humanidad, se concentran en muy pocas manos. La posibilidad de consulta o participación es muy reducida.

3.   La fractura entre ricos y pobres no se ha visto compensada con el acceso a las nuevas tecnologías.

4.   El modelo de vida que propone Occidente se basa en la satisfacción de necesidades en su inmensa mayoría superfluas.

5.   Las crisis, políticas, bélicas, humanitarias, o de subsistencia, se interiorizan como parte de la cotidianidad, y no como realidades que necesitan soluciones duraderas si se desea garantizar la estabilidad y la seguridad en la propia esfera doméstica.

6.   Una nueva ética de las relaciones personales, o de la concepción de la familia y de la existencia, se ha instalado de manera irreversible.

7.   Viene el tiempo de la fragilidad de la ley y de la obediencia al Derecho.

8.   La disolución de la filosofía y del saber en disciplinas cada vez más específicas, que no aspiran a ofrecer respuestas al problema del hombre, va a erosionar la capacidad de las instituciones académicas de inspirar la existencia humana.

9.   La paulatina difusión de una visión meramente administrativa de la acción de las confesiones religiosas e, incluso, la asimilación de ese mandato en ciertos ámbitos de su vida institucional, debilitará a la propia Iglesia.

10. Y la crisis de las vocaciones religiosas perdurará [8].

Caminar por la historia exige ofrecer una respuesta a los diez desafíos enumerados por Dossetti. Ser audaz. Acudir a la imaginación. La cultura del encuentro equivale siempre a dar un salto hacia el desconocido. La última gran etapa de la experiencia democrática en el mundo, que se abrió cuando líderes dotados de una más que visible identidad religiosa, en todos los supuestos cristiana, lideraron los procesos de democratización en Alemania, Hungría, Polonia, Checoslovaquia o Chile, en un proceso comparable en sus frutos al que siguió a la conclusión de la II Guerra Mundial, pero esta vez no únicamente europeo, sino universal, nos recuerda que la democracia es siempre frágil, siempre vulnerable, siempre incierta, como la propia vida humana. Helmut Kohl no vacilaba en reconocerlo abiertamente cuando evocaba los riesgos asumidos en nombre de la libertad:

«Cuando en otoño de 1989 nos pusimos en camino hacia la unificación, fue como si estuviéramos cruzando un pantano: el agua nos llegaba a las rodillas, la niebla impedía la visión, y sólo sabíamos que en alguna parte había un camino firme. Pero ignorábamos dónde exactamente. Tras tantear paso a paso, llegamos sanos y salvos al otro lado. Sin la ayuda de Dios no lo habríamos conseguido -...- Sin embargo, yo era consciente de que sólo habíamos cubierto la primera etapa de nuestra visión, que habíamos iniciado después de la guerra. Nos quedaba y nos sigue quedando hoy la culminación de la segunda: la unidad europea» [9].

Helmut Kohl era un historiador. Y eso le permitía disfrutar de una cualidad que se hace imprescindible en cualquier escenario y encrucijada de la historia, pero no digamos en la actualidad: la serenidad y la pausa que permite  contemplar  cualquier  problema con perspectiva temporal y espacial. Robert Kaplan  denunciaba  no hace  mucho  uno de nuestros grandes problemas como habitantes del siglo XXI, y no digamos uno de los principales problemas para quienes nos dedicamos a la enseñanza y a la investigación: cruzamos continentes y océanos con enorme celeridad, y con nosotros la información. Y, cuando aterrizamos, emitimos juicios, y a veces sumamente terminantes y severos, con asombrosa ligereza. No procedemos con rigor. No nos permitimos una segunda o una tercera lectura. No nos detenemos [10]. Así no se puede hacer historia. Pero, sobre todo, no se puede leer la realidad.

Una historia en donde se filtran discursos míticos que se pretenden superadores de la propia realidad. Manuel García-Pelayo explicó magistralmente el problema que subyace en la formulación de toda construcción mítica, y es la dramática realidad de cualquier forma de poder, y no digamos de su ejercicio, como expresión de la dominación de un ser humano por otro ser humano. La transfiguración de ese fenómeno de manera que pudiera llegar a ser explicable o, al menos justificable, explicaba la cristalización de soluciones políticas e institucionales a lo largo de la historia y, junto a ellas, o en su defecto, de mitos políticos. El «reino de Dios»se convirtió en un arquetipo político. Y muy especialmente en las llamadas «culturas del libro», es decir, en los tres grandes espacios de civilización que se regían por un patrón monoteísta. Tres espacios que disfrutaban, de esta forma, de un centro ordenador [11].

El poder, de esta forma, adquiría un substrato legitimador lógico, ya fuera bibliocéntrico en el caso del judaísmo (y David Ben Gurión, fundador del Estado de Israel, diría que «nosotros hemos conservado el Libro, y el Libro nos ha conservado a nosotros») e, inicialmente, cristocéntrico en el caso del cristianismo. Y, cuando gracias a la Recepción del Derecho Común, se afianza la convicción de que la voluntad de Dios se expresa a través del Derecho, iuscéntrico. Eso explica que el príncipe no sea más que un vicario de un poder cuya legitimidad descansa únicamente en su lealtad  a Dios, y que cuando el príncipe no se ajusta al Derecho en su accionar, es decir,    ni lo guarda ni lo hace guardar, el pueblo disfrute del derecho, pero también del deber, de proceder a su destronamiento. Las primeras revoluciones parlamentarias que triunfan son furibundamente confesionales, confesionales serán los primeros estados parlamentarios europeos, y la cruz se encontrará siempre en su bandera. A veces, como en el caso del Reino Unido, las cruces son tres: san Jorge por Inglaterra, san Andrés por Escocia, y san Patricio por Irlanda. La superación del Antiguo Régimen, el aniquilamiento del absolutismo, y la implantación del Estado de Derecho son procesos que obedecen a esa matriz confesional y, en el fondo de la traslación de la pulsión religiosa al ámbito de la organización política, mítica.

La concepción del poder se encuentra hoy sometida a una profunda revisión. En palabras de un gran político e intelectual, también uno de los grandes vindicadores de la libertad para los pueblos de Europa central sojuzgados por el stalinismo, Vaclav Havel, el reto es dar paso a una «revolución existencial»como «una perspectiva de reconstrucción moral de la sociedad, es decir, una renovación radical de la relación auténtica del individuo con el llamado ‘orden humano’ (y que no puede ser sustituido por ningún orden político). Una nueva experiencia del ser, un nuevo enraizamiento en el universo, una reasunción de una ‘responsabilidad superior’, una renovada relación interior con el prójimo y con la comunidad humana, está es la dirección en que habrá que proceder».

Las consecuencias políticas, para el dramaturgo y después presidente checo, son evidentes, porque se produce la construcción de estructuras en donde se procede a «la rehabilitación de valores como la confianza, la sinceridad, la responsabilidad, la solidaridad y el amor». Las instituciones políticas ya no obedecen a criterios técnicos del ejercicio del poder, sino que la relevancia se deposita sobre su significación intrínseca, su apertura, su dinamismo, y la capacidad de los servidores públicos de inspirar confianza con su personalidad. Más cercanía, más accesibilidad, más identidad. En definitiva, más humanidad. Más compromiso con un «presente»no sacralizado como un absoluto, sino entendido como la plasmación del conjunto de fuerzas mentales, culturales, y morales que nos presenta la historia [12].

Y el «deber de memoria»que imponía el gran Paul Ricoeur se convierte, en este punto, en algo más que un deber. Como María en la bellísima novela de Colm Tóibín, debemos poder ser capaces de afirmar que «la memoria forma parte de mi cuerpo, como la sangre y los huesos» [13]. La confianza, la sinceridad, la responsabilidad, la solidaridad y el amor son los valores que integran esa memoria y esa identidad. A ejemplo de mujeres y de hombres ejemplares en el ejercicio de esos valores. Parte de la misma memoria, la misma sangre y los mismos huesos. Pero, añadiría Paul Ricoeur, los valores cívicos deben también instalarse en una visión de la justicia y de lo justo que supere la vinculación kantiana entre libertad y ley entendiendo la libertad como ratio essendi de la ley y la ley como ratio cognoscendi de la libertad. Porque esa visión únicamente conduce a la convergencia entre libertad e imputabilidad, y el consiguiente entendimiento de la responsabilidad humana como una mera obligación de reparación de daños o asunción de penas. La responsabilidad cívica en la que se fundamenta la seguridad de las grandes sociedades del siglo XXI, como la española, encuentra en la Regla de Oro o, en palabras también del filósofo de Valence, en la «poética del amor», un argumento no únicamente lírico o voluntarista, sino también racional y lógico, para definir un nuevo vínculo entre ideas, creencias y convicciones que aspiran a convivir partiendo de su mutuo reconocimiento, es decir, en el encuentro [14].

Porque  hacer  frente  al  desafío  de  la  identidad  religiosa  en  las  sociedades

«postseculares»occidentales puede equivaler, no ya a resolver un presunto problema, sino a encontrar respuestas, razones y argumentos para existir en el siglo XXI. A entender la complejidad como una motivación constante para el cultivo y el enriquecimiento de la ciudadanía que acompaña a cualquier persona y la acompaña siempre. A conocer al «otro»como una fuente de permanente aprendizaje y, por lo tanto, a concebir el espacio público como una perenne escuela de civismo y de humanidad. Querer aprender, y querer aprender juntos, los unos con los otros, y los unos de los otros, como premisa y requisito, necesario, pero no suficiente de la civilidad. Como expresión de la identidad profunda de un nuevo proyecto de civilización.

El debate sobre la confesionalidad del Estado parecía pertenecer a la historia, al menos en las democracias de tradición constitucional, y la etapa de la secularización había dado paso a un «postsecularismo»en donde los pilares de la ética pública no respondían a un concepto defensivo de la convivencia y de la tolerancia, sino a una posición cívica proactiva y positiva, en donde cooperar y convivir explicita compromisos, y no meras opciones, o expectativas, por importantes que resulten, de encontrar «esperanza» [15]. La historia nos exige hoy, sin embargo, que revisemos la presencia de las religiones en la vida pública.

Y, en este sentido, una posibilidad es acudir a la visión del fiscal que, en los Diálogos de carmelitas de Georges Bernanos, y después en la película de Raymond Leopold Bruckberger y Philippe Agostini, les recuerda a las religiosas residentes en el convento de Compiègne, durante su juicio por traición a la República, en 1794, que él es «el guardián del alma de la patria». Es decir,  la nueva legalidad no renuncia a un alma,   a una identidad y a una visión trascendente, pero su guardia y custodia pertenecen a la acusación pública cuando la institucionalidad revolucionaria se ve cuestionada implícita o explícitamente. Y, cuando la priora del convento le responde al fiscal que ella y sus religiosas son ciudadanas leales de la República, pero también ciudadanas de otra patria, el fiscal les responde que «os sobra una» [16]. El naciente Estado democrático no ve posible que la ciudadanía conciba más espacio de lealtad que a la propia institucionalidad. No hay sitio para la visión trascendente.

La otra posibilidad es la que ofrece Giorgio La Pira, miembro de la Comisión Constitucional italiana tras la II Guerra Mundial, después alcalde de Florencia durante dos períodos, jurista y profesor de disciplinas jurídicas básicas, cuando plantea que la libertad de conciencia en absoluto significa que la sociedad y la organización estatales se construyan sin juicios de valor entre los que, por ejemplo, pueda y deba figurar la humana vocación de trascendencia [17]. El planteamiento de La Pira es nítido: el Estado de Derecho, y con él una democracia basada en el reconocimiento y efectiva tutela judicial de los derechos y libertades fundamentales, unidos siempre a la condición humana y preexistentes a cualquier forma de organización institucional, la aplicación de la regla de las mayorías desde el respeto a las minorías, la división de poderes, y el imperio de la ley, la misma para toda la ciudadanía, no es una solución de convivencia aséptica o neutral. El Estado de Derecho es una apuesta histórica integral, política y, en tanto que incorporada a la ley, ética, porque toda norma jurídica es una norma política de contenido ético o, al menos, intencionalmente ético.

En conclusión: un drama cuyo desenlace nos pertenece en exclusiva

Cuando, sintiendo cercana la muerte, el gran académico francés Jean Guitton escribió su «testamento filosófico», imaginó un encuentro con su recién fallecido presidente y amigo François Mitterrand en el más allá. Ambos comenzaron por hablar de la visión moral del mundo, y Mitterrand afirmó que, para él, la moral consistía en disminuir el sufrimiento del otro. Guitton, entonces, le respondió que, para combatir el sufrimiento humano, únicamente existían dos fórmulas: la analgésica, o la búsqueda de un sentido para la vida. Mitterrand, entonces, se negó a aceptar que el sufrimiento tuviera sentido. Y Guitton le respondió que, toda vez que el sufrimiento es inevitable, no buscar un sentido al sufrimiento equivalía a sufrir dos veces, es decir, a padecer el dolor y el absurdo [18].

Cuando François Mauriac estudió el pensamiento de Blaise Pascal, y lo hizo en conexión con la figura de Molière, recordaba a figuras intelectuales que, para llegar  a Dios, «atravesaban todo el hombre». Pascal buscaba un Dios «sensible al corazón, y no a la razón». Pero, desde una visión y un sistema de creencias muy afín al gran Premio Nobel bordelés, su compatriota Philippe Nemo advertía no hace mucho acerca del peligro que, para las grandes democracias, representaba el pensamiento

«mitologizante»frente al conocimiento y la posición cívica y racional [19]. Algo que seguramente escapa al afán y a la ambición intelectuales de nuestro tiempo. Lo que constituye una auténtica exigencia de nuestro tiempo, y para todos los tiempos, es atravesar, además de todo el hombre, a todos los hombres.

François Mauriac se definía a sí mismo como «un metafísico que trabaja con un material concreto». Probablemente ello permitió que llegara al fondo del problema que suscita el conjunto de reflexiones que integran este documento compartido: «es en nuestro interior que permanecemos libres y donde se juega el único drama cuyo desenlace nos pertenece en exclusiva». Y ello cuando, como François Mauriac, ese drama obedece a un sistema de creencias de naturaleza religiosa, pero también cuando, como Bertrand Russell, se considera a la religión como un obstáculo contra «lo que debemos hacer», que exige «un criterio sin temor»y una «inteligencia libre»; o, como Jean-Paul Sartre, se piensa simplemente que «el hombre no es nada más que su vida»; o más modernamente cuando, como John Allen Paulos, el drama se resuelve en el territorio del escepticismo activo [20]. El ser humano no es nunca más libre que cuando se asoma al abismo de su propia conciencia. Nunca tan dueño de su existencia. Y, en la medida en que contribuye a otorgar sentido a ese drama, el impulso de trascendencia que reside en la perspectiva religiosa de la vida se convierte en una expresión siempre recelosa de toda forma de mediatización o de intervención. La seguridad pública, como condición necesaria del ejercicio de los derechos y de las libertades fundamentales, por ejemplo, como condición necesaria de la libertad religiosa, es inseparable de esa circunstancia.

Porque el mundo se enfrenta a un escenario inédito, en donde convergen dos fuerzas no sólo no contradictorias entre sí, sino también lógicamente conectadas. No se puede decir que lo que está sucediendo no resultara previsible: la globalización no aniquiló las identidades, sino que las identidades se han reafirmado, precisamente, como respuesta a la globalización. Y perspectivas muy diversas de un mismo mundo conviven dentro de un escenario que tanto espacial como mentalmente se ha visto reducido a la mínima expresión. «El otro»no pertenece ya a la esfera de lo exótico y digno de curiosidad, sino al ámbito de lo inmediato. Su presencia no se circunscribe a una exposición, o al grabado de un libro poblado por imágenes exóticas. «El otro»es una parte constitutiva de nuestras sociedades y un fragmento esencial de nuestras vidas. Ello no representa un problema cuando «identidad»no equivale a un «destino»inexorable [21]. Cuando identidad es una herramienta para compartir un mismo horizonte abierto a la presencia y participación de sensibilidades diversas. Cuando el afán de concordia y de conciliación presidente la vida cotidiana.

Los años del desencuentro se multiplican, al menos, por dos. Los vividos por cada uno de los seres humanos que ya no se encontraron nunca más. Los años que se pierden cuando las ideas, y los sueños, y los proyectos, y las experiencias no acuden a su histórica cita con las ideas, los sueños, los proyectos y las experiencia del otro, cuentan doble. Cada diálogo no mantenido, cada conversación pospuesta, cada posibilidad perdida de reconocimiento y reafirmación de nuestro amor por nuestros semejantes, multiplica por dos el paso del tiempo. Y el tiempo no tropieza ni regresa.

¿Cómo vivir, en democracia, la cultura del encuentro? ¿Cómo traducir sus enseñanzas en nuestro testimonio cotidiano como servidores públicos? ¿Qué prioridades establecer? ¿Cómo responder y qué hacer ante este maravilloso desafío de renovación, de conversión, de transformación, de apertura a la experiencia siempre fascinante, del otro?

Las claves delimitadoras de la cultura del encuentro las enumera Carlos Osoro, cardenal-arzobispo de Madrid, cuando nos propone objetivos tan formidablemente ambiciosos como no juzgar y, por lo tanto, no condenar, perdonar, y dar. Objetivos que persiguen transformar el corazón del hombre. Imaginemos una vida o, más modestamente, una política que se rige por estos cuatro infinitivos: no juzgar, no condenar, perdonar, y dar. E imaginemos esa vida, porque tendremos un marco democrático de convivencia en paz, en seguridad, y en libertad.

Guy Gilbert nos pone algunas tareas adicionales: aprender a compartir, acercarse a los que están solos como «solidaridad inmediata», combatir la desigualdad con todas nuestras fuerzas, perseverar cuando nos dicen que lo que hacemos no sirve de nada, no olvidar que la indestructible mano de la amistad atraviesa todos los muros, dedicar tiempo a los demás, no olvidar que ayudar comienza por saber escuchar, saber ser compasivo, llamar al otro por su nombre, el primer servidor de las personas dependientes profesional o vitalmente… [22].

Y, sobre todo, «ser una estrella para los demás». Y no precisamente un integrante del star system. Abrazar la vocación de la ejemplaridad, de la exigencia, del rigor, y de la excelencia profesional. Abrazar el servicio como normal de la acción. Y actuar. La convicción religiosa, decía Robert Schuman, «es la fuente interior del actuar». Y el padre de Europa añadía que, en la vida pública «el hablar poco, y el actuar pronto». Todo un desafío. A la medida de todo un tiempo.

Enrique San Miguel Pérez, ieee.es/

Notas:

1   MANN, H.: La juventud de Enrique IV. Barcelona. 1989, pp. 254-255, y La madurez del rey Enrique IV. Barcelona. 1990, p. 642. Vid. igualmente BAYROU, F.: Le roi libre. París. 1994, pp. 520- 522.

2   MONTAIGNE, M. de: Los ensayos según la edición de 1595 de Marie de Gournay. Barcelona. 2007, pp. 265-266. ZWEIG, S.: Montaigne. Barcelona. 2008, p. 65. EDWARDS, J.: La muerte de Montaigne. México D. F. 2011, p. 12.

3   ENRIQUE Y TARANCÓN, V.: «Cincuenta años de sacerdocio en España». RUIZ GIMÉNEZ, J. (Ed.): Iglesia, Estado y Sociedad en España. 1930-1982, pp. 375-402. Barcelona. 1984, p. 398. BAZIOU, J.-Y.; BLAQUART, J.-L.; BOBINEAU, O. (Dirs.): Dieu et César, séparés pour coopérer. París. 2010, p. 257. Vid. igualmente BURLEIGH, M.: Poder terrenal. Religión y política en Europa de la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial. Madrid. 2005, pp. 24-25.

4   ROTH, J. & ZWEIG, S.: Ser amigo mío es funesto. Correspondencia (1927-1938). Barcelona. 2014, p. 217.

5   HINTZE, O.: Historia de las formas políticas. Madrid. 1968, pp. 299 y ss.

6   MAURIAC, F.: El desierto del amor. Barcelona. 2009, p. 136.

7   PAPINI G. G.: Un hombre acabado. Palencia. 2014, pp. 117 y 184.

8   DOSSETTI, G.: Il Vaticano II. Frammenti di una riflessione. Bologna. 1996, p. 193-194. Vid. también GALLONI, G.: Dossetti, profeta del nostro tempo. Roma. 2009, pp. 145 y ss.

9   KOHL, H.: Yo quise la unidad de Alemania por Kai Diekmann y Ralf Georg Reuth. Prólogo de Felipe González. Barcelona. 1997, p. 416.

10    KAPLAN, R.: La venganza de la geografía. Como los mapas condicionan el destino de las naciones. Barcelona. 2015, pp. 22-23.

11    GARCÍA-PELAYO, M.: Los mitos políticos. Madrid. 1981, pp. 38 y ss., y 146 y ss.

12    HAVEL, V.: El poder de los sin poder. Madrid. 2011, pp. 122-123. Cfr. igualmente PETIT, J.-F.: Comment croire encore en la politique. Petite défense de l’engagement. Montrouge. 2011, pp. 48 y ss.

13    TÓIBÍN, C.: El testamento de María. Barcelona. 2014, p. 10.

14    RICOEUR, P.: Lo justo. Madrid. 1999, pp. 57 y ss., y Amor y justicia. Madrid. 1993, pp. 30-31.

15    LAROUCHE, J.-M.: La religion dans les limites de la cité. Le défi religieux des sociétés postséculières. Montréal. 2008, pp. 105 y ss. Vid. igualmente SARKOZY, N.: La République, les religions, l’espérance. París. 2006, pp. 37 y ss.

16    AGOSTINI, P. y BRUCKBERGER, R. L. (según La última del cadalso de G. von LE FORT y Diálogos de carmelitas de G. BERNANOS): Diálogo de carmelitas. Libreto. Madrid. 1960, pp. 100 y ss.

17    LA PIRA, G.: Para una arquitectura cristiana del Estado. Buenos Aires. 1955, p. 239.

18    GUITTON, J.: Mon testament philosophique. París. 1997, pp. 226 y ss.

19    MAURIAC, F.: De Pascal a Graham Greene. Buenos Aires. 1952, pp. 27 y 45, y NEMO, P.: La régression intellectuelle de la France. Lonrai. 2011, p. 11.

20    MAURIAC, F.: Mis recuerdos. Barcelona. s. a., p. 74. Vid. igualmente RUSSELL, B.: Por qué no soy cristiano y otros ensayos. Barcelona. 2004, pp. 42-43; SARTRE, J. P.: El existencialismo es un humanismo. Barcelona. 2005, p. 58; y ALLEN PAULOS, J.: Elogio de la irreligión. Un matemático explica por qué los argumentos a favor de la existencia de Dios, sencillamente, no se sostienen. México D. F. 2009, pp. 16-17.

21    RICCARDI, A.: Convivir. Barcelona. 2006, pp. 80 y ss.

22    GILBERT, G.: Ocúpate de los demás. La solidaridad, urgencia de nuestro tiempo. Barcelona. 2013, pp. 109 y ss.

Margarita Martín Ludeña

Al comienzo de mi intervención quiero agradecer muy sinceramente al Decano de la Facultad de Teología su invitación a este acto tan académico como entrañable. Así fue Jutta: académica y entrañable. Una académica de pies a la cabeza, de quien cada uno guardamos un recuerdo muy humano, muy cercano.

«Un buen maestro influye más con su vida que a través de las lecciones que da. Es ‘camino’ para otros que, mirándole a él, se encuentran a sí mismos» [1]. Estas palabras escritas por Jutta se han hecho realidad en ella misma, hasta el punto de que no podamos predecir dónde acabará su influencia. Quienes hemos tenido el privilegio de contarnos entre sus alumnos sabemos que ejerció la docencia con todo su ser; y que ciertamente pudimos aprender mucho de lo que decía, pero fue la autenticidad de sus gestos lo que alcanzó en ella el más alto grado de elocuencia.

Mujer dotada del don de comunicar, vivió ese don con un estilo muy personal, propio de quien ha entendido la comunicación como una verdadera forma de comunión. Algún académico ha definido la docencia como «un acto de amor, adictivo, irrenunciable». No hablaremos de adicciones en esta mujer de libertad vivida, pero sí afirmaremos que enseñar fue, para la Profesora Burggraf, una pasión irrenunciable. Quienes la escuchábamos intuíamos que más que comunicar, ella se comunicaba a sí misma, por entero. Asistir a sus clases era ser testigos de un acto de donación personal, un acto de verdadero amor.

No sin orgullo puedo decir que yo he sido alumna suya. «A mí me dio clase Jutta». Es ésta una afirmación cargada de connotaciones, cuyo significado sólo es captado plenamente por quienes podemos pronunciarla. Nosotros guardamos una vivencia de resonancias muy personales, por la cual nos sabemos distinguidos y agraciados. Y, sí, adivinábamos enseguida que los alumnos ocupábamos un lugar destacado, e incluso nos sentíamos objeto de una admiración discreta y silenciosa. Experimentábamos con claridad lo que apuntó el Prof. D. César Izquierdo tras el fallecimiento de Jutta: «con ella siempre se podía contar». Llamábamos a la puerta de su despacho en cualquier ocasión, y parecía que nuestra llegada constituía para ella un motivo de alegría. Una intervención de un estudiante durante la clase, por torpe o inoportuna que fuera, a ella le resultaba muy interesante, incluso tenía la virtud de hacer emerger de esas situaciones unas vetas de pensamiento que sorprendían a sus interlocutores. Conseguía transmitirnos, sin palabras, que cada uno éramos único e importante. Así, no dudaba en abandonar el lugar donde estaba examinando a un grupo de alumnos para interesarse por uno que había pasado por una dificultad familiar o personal de la que ella fuera conocedora. «Ellos se cuidan solos», decía con confianza, refiriéndose a los estudiantes que habían quedado en el aula.

Cuando le pedí que dirigiera mi Tesis de Licenciatura, era consciente de que ella tenía un trabajo excesivo y sobradas razones para remitirme a algún otro profesor. Sin embargo, respondió como si se tratara de un honor, casi con gratitud. Tanto entonces como cuando asumió la dirección de mi Tesis Doctoral, demostró una generosidad extraordinaria. Revisaba los textos que le enviaba con una urgencia difícil de secundar. No era raro que contactara conmigo al día siguiente de haberle enviado algo así como 70 folios, con un montón de correcciones y sugerencias que indicaban la hondura con que los había estudiado.

A la entrega entusiasta de sí misma unió unos modos de exigir tan amables que recibir una corrección suya resultaba no sólo estimulante sino hasta divertido. La conocí durante el examen de grado del Bachiller Teológico, siendo ella la Presidenta de mi tribunal. Una vez finalizado el acto, se acercó para darme la enhorabuena y, después de hacerlo, me hizo saber, discretamente, que había dicho una herejía... En otra ocasión me llamó para comentar un texto que le había hecho llegar unos días antes. Cuando nos encontramos, me cogió por los hombros mientras decía con gracia: «oye, te estamos formando para ser teóloga católica, no pastora protestante». Tras esa enmienda a la totalidad, ya sentadas en su despacho, elogió la belleza del texto y los aciertos que pudiera haber en él; incluso sugirió que lo guardara para escribir un libro cuando terminara la tesis.

Para ella, la defensa de la persona concreta fue algo innegociable. Y es que contempló al ser humano en su realidad mistérica más genuina. El hombre, a sus ojos, no aparecía ni como tema ni como problema: ni un tema sobre el que sea posible teorizar sin quedar afectado, ni un problema, aunque la actuación humana pueda ocasionar complejas problemáticas que Jutta no eludió de su reflexión. Bajo la categoría del misterio, cada ser humano participa de la belleza del misterio divino, y representa una promesa para la humanidad. Su dignidad le hace merecedor de la actitud más respetuosa, por encima de cualquier consideración. La propia Jutta desvelaba su secreto para actuar con serenidad con todos, que consistía en «no identificar a la persona con su obra. Todo ser humano –decía– es más grande que su culpa» [2]. Recuerdo que durante una clase de Ecumenismo un alumno citó unas palabras de Lutero sacadas de su contexto significativo, y dedicó al personaje un comentario en términos poco amables. La profesora, sin justificar ningún desacierto doctrinal, respondió con una brillante argumentación en defensa del reformador sobre el aspecto que se cuestionaba. Su defensa fue tan vehemente, que, cuando ella salió del aula, alguien bromeó sugiriendo organizar una cofradía de «devotos de Lutero».

Nos invitaba continuamente a ser menos radicales al reflexionar sobre situaciones complejas. «No hay sólo dos colores: el blanco y el negro», decía, explicándolo con una expresión que le gustaba: «el mundo no está lleno de pecadores por una parte y de mártires que mueren cantando por la otra».

Pude comprobar la autenticidad de su apertura hacia cualquier posición alejada o aun contraria a la suya en las correcciones a la redacción de mi Tesis. El tema de la misma obligaba a considerar algunos episodios controvertidos, relacionados con el feminismo radical. Jutta siempre matizaba las expresiones que pudieran resultar peyorativas o que implicaran clasificaciones a priori. «No hace falta habilidades para pisar al otro –sostenía–. Cualquiera puede hacerlo». Para ella no había homosexuales sino personas homosexuales. Las personas no eran conservadoras ni progresistas, aunque en sus ideas mostraran una tendencia concreta. Jutta transmitía una ausencia de prejuicios excepcional que abría horizontes a cuantos la trataban.

Este respeto, que no mera tolerancia, hacia todo lo humano era una consecuencia de su capacidad para descubrir lo bueno que hay en los demás. Además, cada hombre es superior a nosotros en algunos aspectos –sostenía Jutta– y, en ese sentido, es posible aprender de todos. Esta disposición habitual hizo de ella una mujer idónea para dialogar con todo tipo de personas, y buscó con ilusión ese diálogo.

Un día habíamos estado comentando unas ideas de la teóloga ortodoxa Elizabeth Behr-Sigel. En un momento de la conversación me preguntó dónde vivía, a lo que yo le contesté con bastante indiferencia: «En París. Falleció la semana pasada». La noticia le afectó tanto que le pregunté si la había conocido, a lo que sólo respondió con gesto de pena: «Ahora ya no podremos hablar con ella». También en esa época entré en contacto con Carol P. Christ, mujer conocida en el entorno del feminismo radical por haber desarrollado una teología de la diosa. Jutta me alentó con entusiasmo a mantener el contacto e intercambiar ideas con ella.

Humildad, verdad y libertad son tres aspectos que mantienen una continuidad en Jutta: en lo que vivió y en lo que comunicó. Sólo la humildad no falseada permite pedir perdón, solicitar una ayuda, o entender la propia existencia como servicio. El perdón para ella significaba, sobre todo, un don. Un don que libera a todas las partes, y que merece ser buscado y ofrecido generosamente; un don necesario «para deshacer los nudos del pasado y comenzar de nuevo» [3]. Hablaba de crear una cultura del perdón para construir un mundo habitable, para proyectar juntos un futuro realmente nuevo [4]. De modo análogo consideraba el don de consejo, que Jutta pedía y agradecía. No resultaba extraño que los estudiantes quedáramos confundidos ante la profesora: con la misma naturalidad con que nos daba una orientación llena de sabiduría, nos ponía delante un texto que ella acababa de escribir, para que le diéramos nuestra opinión, que acogía como si se tratara de un consejo de gran valor.

El compromiso con la verdad, que no anda desligado de la apertura al ser humano, en esta gran maestra se convirtió en una forma de servicio. Comunicó la verdad centrada en la fuerza de la propia verdad, sin afectación ni adherencias que empañan la belleza del logos. La verdad, aunque admirable en sí, no fue para ella un lugar para el ensimismamiento, sino el espacio más genuino para la comunión, para el encuentro con sus colegas y con sus alumnos, con creyentes o no creyentes: un encuentro en el que mirar juntos al misterio. Sólo desde ese lugar y con las miras puestas en él adquiere su valor más profundo todo diálogo. Por eso hablaba, como quien lo tiene bien experimentado, de la alegría inexpresable de conducir a otros desde la oscuridad hasta la luz.

Pero la verdad sólo es tal en la caridad, y, fuera de ella, en palabras de Edith Stein, «se convierte en una mentira destructora». Jutta comprendió la necesidad de una Teología que fuera fe pensada y fe acogedora. Por eso, en su reflexión no vamos a encontrar nada que sea exclusivamente especulativo, teórico o académico. Su mente científica se mantiene atenta, con igual tensión, hacia lo inmediato y lo concreto. Todo adquirirá en sus manos, con gran naturalidad, la belleza de los tonos más humanos.

Es significativo el hecho de que, en su pensamiento, Jutta vuelve una y otra vez al concepto de hogar. Lo emplea para hablar de la unidad de los cristianos, de la libertad, de la ideología de género o del sufrimiento. Escribe: «El hombre moderno es un gitano, se ha dicho con razón. No tiene hogar: quizá tiene una casa para el cuerpo pero no para el alma. Hay falta de orientación, inseguridad, y también mucha soledad. Así, no es de extrañar que quiera buscar la felicidad en el placer inmediato, o quizá en el aplauso. Si alguien no es amado, quiere ser al menos alabado» [5]. Más allá de una mera consideración teórica, Jutta logró crear alrededor un verdadero clima de hogar, reconocible por cuantos nos encontrábamos cerca.

Fue una constante en ella la conciencia de que todos estamos profunda y personalmente involucrados en los hechos de este mundo, sobre el que sólo podremos influir abrazándolo, amándolo. En este sentido, no hubo nada indiferente a su mirada. Todo era fascinante: la ecología, el movimiento ocupa, los toros o el arte andaluz; una foto simpática para una diapositiva con la que introducir su clase de un día cualquiera o el fragmento de música en el que veía el final perfecto de una conferencia. Disfrutaba con detalles pequeños, y expresaba una alegría inocente compartiéndolos.

La pasión por andar en verdad, que define a la humildad, es también germen de libertad. A su rigor intelectual, que no se perdonaba una cuestión sin reflexión, acompañaba una originalidad que a veces desconcertaba; no porque buscara ser diferente, sino porque a su fascinación por la actualidad del mensaje cristiano respondió con creativa fidelidad a la verdad. Las dudas y los interrogantes de los alumnos no encontraban en esta gran maestra una persona de lugares comunes ni respuestas de segunda mano. Sus explicaciones reflejaban un trabajo intelectual lleno de vitalidad, siempre abierto a la novedad más ilimitada: la del misterio. Su mente atrevida, abierta, católica, respondió a la infinitud del misterio sin poner obstáculos, con emoción ante una nueva luz, viniera de donde viniera, y con responsabilidad para transmitirla allí donde se le dejara.

Todos los caminos dentro de la Iglesia encontraron en Jutta una admiradora. Le deslumbraba la originalidad divina para atraer al hombre a través de senderos tan variados. El día en que fue diagnosticada su enfermedad me llamó para pedirme que la sustituyera en un curso que le habían pedido desde la Conferencia Episcopal. No podía decirle que no en ese trance, pero estuve apunto de hacerlo cuando concretó un poco más: se trataba de hablar de sexualidad y afectividad en un monasterio de religiosas contemplativas. Se atribuye a Voltaire la siguiente declaración:

«Proclamo en voz alta la libertad de pensamiento, y muera el que no piense como yo». La libertad que proclama Jutta es de signo bien distinto. Se trata de una libertad que es don y tarea; un proyecto que tenemos que realizar: el de ser artistas de la propia existencia.

Sólo puede ser comunicada –la libertad– a través de la propia vida, después de un trabajo personal y exigente. «Un buen educador –escribe– se caracteriza por una magnanimidad desinteresada. [...] No es el que soluciona todos los problemas, sino que enseña a sus alumnos cómo se han de conducir ellos mismos, libremente, por la luz de su propia razón, sin necesidad de vigilancias ni controles. De este modo [el maestro] se hace gradualmente innecesario, se retrae y oculta cada vez más: luce porque no aparece, brilla porque nadie le aplaude. [...] Sin embargo, goza de la profunda satisfacción de que sus alumnos tienen metas grandes e ilusión por alcanzarlas; y porque tienen la conciencia clara de ser ellos mismos los protagonistas de su propia vida» [6]. Estas palabras las hemos visto vividas en Jutta.

No era una profesora que dictara el pensamiento, sino que lo acompañaba; iba por delante de sus discípulos abriendo, sin imponerlos, caminos que nos facilitaran acercarnos a la luz. En su mirada percibíamos que era una persona habituada a una fascinada contemplación de la belleza. La pasión con que la buscó, la admiró y la comunicó arrastraba, a quienes aprendíamos de ella y con ella, a dar el salto del tema al problema, y del problema al misterio. A recorrer, en fin, el camino que va y viene de la humildad a la verdad y de la verdad a la libertad. Demostró, sin necesidad de palabras, que la libertad siempre es nueva.

Sus modos de hacer y aun sus modos de dejar hacer y de dejar ser a sus discípulos, constituyen un referente también para quienes ejercemos la docencia. Si admiró sin cansancio el misterio, vivió con ilusión los problemas, implicándose personalmente. Pensó con libertad, vivió con libertad, y comunicó lo que vivió. Y por todo ello, parafraseando a Rubem Alves, podemos afirmar que para Jutta enseñar fue un ejercicio de inmortalidad.

Quiero concluir esta intervención como concluye la Profesora Burggraf su libro La libertad vivida:

«El Papa Pablo VI dijo al final de su vida: ‘Pienso que la despedida debe expresarse en un gran y sencillo acto de reconocimiento y aun de agradecimiento: esta vida mortal es, a pesar de sus trabajos, de sus misterios oscuros, de sus sufrimientos, de su fatal caducidad, un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado en gozo y en gloria: ¡la vida, la vida del hombre!. Dios no quiere que nos quedemos en nuestro mundo estrecho, donde nosotros lo controlamos y calculamos todo. Nos llama a levantarnos y a volar como águilas, cada vez más alto, hacia el sol que es Cristo» [7].

Margarita Martín Ludeña, en dianet.unav.edu/

Notas:

1.  J. Burggraf, La libertad vivida con la fuerza de la fe, Rialp, Madrid 2006, p. 192.

2.  J. Burggraf, Defender la vida con eficacia. La personalidad del defensor, Conferencia inaugural del Congreso Mundial Provida (Zaragoza, 6 de noviembre de 2009).

3.  J. Burggraf, Aprender a perdonar, Ponencia pronunciada en el ii Congreso de la Familia, Universidad de La Sabana (Bogotá 2003).

4.  Cfr. ibid.

5.  J. Burggraf, Comunicar la identidad cristiana en una sociedad postmoderna, Conferencia pronunciada en la Pontificia Universidad de la Santa Croce (Roma, 27 de abril de 2010).

6.  J. Burggraf, La libertad vivida con la fuerza de la fe, p. 209.

7.  J. Burggraf, La libertad vivida con la fuerza de la fe, pp. 211-212.

Enrique Alarcón

3.        El conocimiento de la verdad

La misma existencia de una noción de verdad prueba que tenemos experiencia de sus contenidos: de otro modo, esta noción sería tan vacía para nosotros como la de color para un ciego de nacimiento. El problema radica en determinar dónde y cómo se da tal experiencia.

La experiencia de la verdad requiere ejercer el conocimiento verdadero, pues sólo respecto a él tiene sentido la verdad como manifestación de la realidad.

A su vez, en ese acto de conocimiento debe poder advertirse la diferencia entre la realidad conocida y el conocimiento mismo, pues, si no, conoceríamos la realidad, pero no la verdad, que es su manifestación.

a)       Conocimiento intelectual y realidad

Pues bien, el conocimiento intelectual tiene una capacidad que no se da en la realidad física. Esa capacidad es la de actualizar los contrarios simultáneamente. Por ejemplo, al preguntar si la puerta está abierta o cerrada, pienso a la vez un mismo sujeto con dos características incompatibles, pero actualizadas simultáneamente en el pensamiento. En la realidad física, tal objeto sería imposible: habría que abrir y cerrar la puerta a la vez.

Una pregunta puede ser pensada, pero no puede ser construida como objeto físico. Para construir una pregunta haría falta que un mismo objeto se presentase a la vez con características opuestas. Pero es imposible que lo mismo sea y no sea lo mismo simultáneamente y en el mismo sentido. De ahí que no haya preguntas en el mundo físico, y que los animales tampoco hagan preguntas.

Lo mismo pasa con la negación. La negación requiere tener presente, a la vez, un modo de ser y su exclusión. En efecto, “invisible” requiere pensar “visible” y un modo de ser opuesto, aunque indeterminado. De nuevo, esto es imposible en la materia: con un objeto material no se puede hacer una negación. La realidad material sólo es positiva y determinada.

Esta capacidad que tiene la inteligencia para presentar los contrarios simultáneamente es lo que permite plantearse alternativas. Obviamente, no se puede dudar ni se puede elegir sin conocer a la vez alternativas excluyentes.

Ahora bien, conocer tales alternativas como excluyentes requiere saber que sólo una puede darse. Y esto se conoce mediante el principio de contradicción. No cabe que lo mismo sea y no sea a la vez. En otras palabras, un mismo sujeto puede ser de diversas maneras opuestas entre sí, pero su realidad es única. La potencia del sujeto real puede estar abierta a modos de ser opuestos, particulares y excluyentes, pero su ser, su realidad, es sólo una.

Esa única realidad se conoce en el juicio. Si pienso que algo es así, no puedo pensar a la vez que no sea así: por eso sé que la realidad como tal es única y sin posible contrario, aunque sus modos de ser sean potencialmente múltiples. Ambos conocimientos, el del ser único y el de los modos de ser múltiples, permiten afirmar que algo es de un modo y negar que no lo sea. Como la inteligencia puede conocer los contrarios a la vez, pero no pensar que sean a la vez, también puede afirmar uno y negar los otros.

Así pues, en el juicio se conoce lo real, que es único, en la afirmación o la negación, que son alternativas. De este modo, se distingue entre la realidad, que no admite alternativas, y su conocimiento, que es sólo una alternativa: o la afirmación o la negación. La alternativa que manifiesta la realidad es verdad y, la que no, es falsa.

En el juicio que afirma o niega se distingue la realidad de su conocimiento. La realidad no tiene alternativa: el no ser no existe. En cambio, su conocimiento sí que tiene alternativa, justamente lo contradictorio. Realidad y conocimiento se advierten así como diferentes. Y se advierten porque es posible pensar un modo opuesto al que es, pero no es posible pensar que exista.

Al afirmar y no negar, o al negar y no afirmar, conozco en un único acto de conocimiento lo real como único y su manifestación como alternativa verdadera. Advierto que la verdad es sólo un conocimiento, una manifestación de la realidad, pero no el objeto real.

De lo dicho se infiere que la verdad es manifestación de la realidad, y no de los modos de ser, que siempre son particulares y contingentes. El fundamento de la verdad no es el modo de ser de las cosas, sino su ser, su realidad, que es única [26]. Por eso las proposiciones de futuro contingente no son verdaderas ni falsas, pues no hay una realidad única y sin alternativa que funde su verdad. Por ejemplo, que mañana habrá una batalla no es verdadero ni falso... todavía. Lo será al término del día, cuando éste haya sido real, cuando haya sucedido lo uno o lo otro. Idéntico es el caso de las paradojas lógicas. Su referencia es siempre alternativa, y por tanto carecen de valor de verdad.

Cuando no se conoce la realidad única, sino sólo un modo de ser, no hay verdad, aunque haya conocimiento. Tal es el caso del mero concepto. El concepto manifiesta maneras de ser, pero no lo que es realmente. Ahora bien, la verdad consiste en la manifestación de la realidad, y no de un modo de ser. En efecto, también lo falso muestra un modo de ser, pero es falso porque ese modo no es real. La verdad se fundamenta en el ser de las cosas, precisamente porque consiste en su manifestación. El ser es único y por eso la verdad sólo es una para cada modo de ser. Pero los modos de ser, de suyo, son potencialmente múltiples. Por eso, cabe atribuir a un mismo sujeto diversos modos, de los que sólo uno puede ser verdadero. Pues bien, el juicio, y no el concepto, manifiesta lo que es, lo real. El concepto se limita a mostrar un modo de ser, y no si es o no real. Por eso, en el concepto no hay verdad ni falsedad [27].

b)       La verdad inadvertida

En otros casos distintos del concepto y del juicio se manifiesta la realidad y, por tanto, hay verdad. Sin embargo, esa verdad no se advierte como tal, porque en tales casos la manifestación de la realidad es tan única como la realidad misma.

Así ocurre en la sensación. A diferencia del concepto, la sensación puede manifestar la realidad. Por eso, hay sensaciones verdaderas y otras falsas. Ahora bien, ni la sensación externa ni tampoco la interna pueden advertir su verdad o falsedad. Y no pueden porque son incapaces de actualizar modos de ser contrarios de un mismo objeto. Ni veo ni imagino algo como siendo blanco y no negro. Sólo veo lo blanco como blanco. El conocimiento sensible sólo tiene un modo, porque es una potencia material, y la materia no puede actualizarse según modos contrarios. Por tanto, la sensación es incapaz de discernir la verdad de la falsedad. Y, como no puede, tampoco discierne conocimiento de realidad. En esta carencia radica el aparente realismo de la sensación. Puedo soñar y pensar que mis imaginaciones son reales. Al ver, al oír, al tocar, parece que accedo directamente a la realidad. Ese aparente realismo de la sensación no es una ventaja sobre el juicio, como sostienen ingenuamente el empirismo y el positivismo. Todo lo contrario: es una carencia. Se debe a que la sensación no advierte la diferencia entre conocimiento y realidad. La sensación no sabe que puede ser falsa. En cambio, al afirmar sé que podría negar, y viceversa. La sensación es incapaz de advertir esa posibilidad, porque no puede dar a conocer alternativas. Su carácter material sólo permite presentar un modo de ser cada vez. De ahí que realidad y verdad, objeto y manifestación, no puedan ser distinguidos con sólo la sensación [28].

Un caso distinto del concepto, donde no hay verdad, y de la sensación, donde la hay pero no se la advierte, es el de las apariencias. Por una parte, en la apariencias no se advierte la verdad, porque, al ser materiales, no es posible la presencia simultánea de lo verdadero y de lo falso. El oro verdadero o el falso sólo son como son. En este caso, como en el de la sensación, el único modo de discernir realidad y manifestación es pensar, discerniendo lo que es de lo que no es. Por eso, no basta conocer una apariencia para saber si es verdadera. Pero, además, ocurre que en las apariencias no hay verdad de suyo, porque su realidad propia no es la de una manifestación: a diferencia de las sensaciones, las apariencias no son conocimientos, sino medios de conocimiento. Por eso, las apariencias de los objetos no son verdaderas o falsas de suyo, sino sólo extrínseca y accidentalmente, en tanto que se las considera como manifestaciones de la realidad del objeto.

Lo dicho de la apariencia se aplica en parte a la expresión: si la expresión se considera como tal, y no como mero objeto, puede ser verdadera o no. Pero, al ser sólo de un modo, no cabe distinguir en ella entre la realidad del pensamiento o sentimiento manifestado y su patencia como manifestación. La expresión se identifica con el pensamiento o la sensación de quien así se expresa. Por eso es fácil mentir, qué le vamos a hacer. Y por eso, también, muchos analíticos confunden pensamiento y lenguaje [29]. Para discernir la expresión como verdadera o no, se precisa una reflexión ulterior, que pertenece ya al ámbito del conocimiento judicativo.

Recapitulando: la verdad es la manifestación de la realidad. Se da en las apariencias del objeto, en el conocimiento, y en la expresión. Se da, pero no se conoce como tal. Sólo se conoce la verdad en el juicio de la inteligencia, que afirma lo que es o niega lo que no es. En este sentido, el juicio aseverativo es la máxima instancia de verdad, porque no sólo manifiesta la realidad, sino que además la manifiesta como tal verdad. Y lo hace fundándose en la unicidad del ser, conocida mediante el principio de contradicción.

4.        El valor de la verdad

Esto último nos sitúa ya en la premisas necesarias para afrontar el último tema de debate: el valor de la verdad.

a)       La necesidad de la verdad

Hemos visto que la verdad se fundamenta en dos principios necesarios. Uno es el ser: el ser es único, no tiene alternativa, y por eso lo verdadero es distinto de lo falso y no cabe que lo verdadero sea falso. La verdad se distingue de la falsedad con la misma necesidad del ser. Si el no ser no puede existir, lo falso tampoco puede identificarse con lo verdadero. Así pues, si cabe una manifestación de la realidad, su carácter de verdad tiene la misma necesidad del ser, pues de él depende.

El segundo fundamento necesario de la verdad afecta a su conocimiento. Advertimos la verdad como distinta del ser conociendo la única realidad en un juicio con alternativa. Y esto lo conocemos mediante el principio de contradicción. Ahora bien, el principio de contradicción nos da a conocer lo necesario porque él mismo es necesario. El principio de contradicción carece de alternativa, porque, para distinguir tal alternativa, habría que suponer la validez del principio de contradicción. Si se dijese que hay un ámbito que refuta el principio de contradicción, ese ámbito se estaría definiendo mediante este mismo principio, pues se distingue lo que refuta de lo que no. Y si se define tal ámbito mediante dicho principio, éste es válido allí donde se lo pretendía negar. Y, si no es válido, esta negación deja de serlo. En efecto, si no excluye a la afirmación, una negación no significa nada.

Pues bien, el principio de contradicción es necesario. Por él conocemos que las cosas podrían ser de un modo o de otro, que podemos acertar o equivocarnos, pero una alternativa es verdadera porque las cosas sólo son como son: su realidad es única. Si conocemos el principio de contradicción, advertimos que la verdad es tan necesaria y única como el ser que manifiesta.

Ahora bien, es imposible pensar si no es mediante el principio de contradicción. Cada noción y cada afirmación se identificarían con las opuestas, puesto que podemos actualizar simultáneamente los contrarios. Los conceptos no estarían definidos: serían pura confusión sin sentido. Tampoco tendría sentido afirmar ni negar, si lo uno no excluyese a lo otro. El pensamiento sería imposible, pues lo pensado sería ininteligible.

Si se piensa, se conoce el principio de contradicción. Y, si se conoce, se sabe que la verdad es distinta del ser, pero tan necesaria como él.

Pues bien, si la verdad es necesaria, o se la acepta o se la ignora, pero no puede quererse que no la haya: en efecto, esto ni siquiera es una hipótesis, porque resulta ininteligible. Quien quiere que no haya verdad no sabe lo que piensa, porque lo que quiere es que la verdad sea que no haya verdad.

No se puede pensar y, a la vez, prescindir de la verdad. Piensen ustedes en la mentira, por ejemplo: no puede haber mentira si no hay verdad. Hay oscuridad porque no hay luz; pero hay mentira porque sí hay verdad. Para poder mentir, hay que conocer la verdad. En cambio, cabe conocer la verdad sin conocer la falsedad o la mentira: así ocurre en los objetos necesarios, como el principio de contradicción. O se conoce con verdad, o se ignora y no se piensa, pero no cabe equivocarse al respecto, porque para equivocarse hay que pensar, y no se puede pensar sin el principio de contradicción.

Así pues, cabe prescindir de la falsedad y de la mentira, pero no se puede pensar y prescindir de la verdad. O se la quiere, o no se piensa y así se la ignora, pero no se puede querer que no la haya. Para querer que no haya verdad hay que saber qué es lo que se quiere. Y es imposible pensar esa no-verdad, pues la verdad es tan necesaria y sin alternativa pensable como el principio de contradicción. Quien dice que la verdad no existe, o que no la quiere, no piensa lo que dice, porque no puede pensarlo.

Lo que sí se puede pensar y querer es que fuese verdad algo que no lo es. De suyo, es indiferente querer que cambien las cosas, o que hubiesen sido distintas. Pero esto no es minusvalorar la verdad, sino apreciarla: lo que se desea es que fuese verdad algo diferente.

Distinto es el caso de quien se empeña en llamar verdadero a lo falso y viceversa. Las cosas sólo son como son, porque no hay más que una realidad. Por eso, lo verdadero es tan necesario e inmutable como el ser que manifiesta. No podemos saber que no es verdad lo que sí sabemos que es verdad. Y no podemos por el principio de contradicción, que nos da a conocer la unicidad del ser y por tanto de la verdad. A quien se niega a admitir lo que sabe sólo le queda una opción: no pensarlo. Pero eso no es pensar lo verdadero como falso, sino dejar de pensar. Si se sabe, se sabe qué es verdad. O, al menos, se piensa que es verdad lo que uno sabe, por más que pueda equivocarse al respecto. Si no, a lo más, sólo se dirán palabras o se imaginarán frases sin saber lo que se dice.

Si hay inteligencia, hay verdad. Por eso, esta palabra existe en todas las lenguas del hombre, y su significado corriente es siempre el mismo en cada tiempo y lugar. Quien quiere trastocarlo o ignorarlo corre tras un imposible. Pues, en efecto, ¿qué razones podrían darse contra la verdad sino las carentes de verdad?

En suma: no se puede pensar y, a la vez, no querer que haya verdad. La verdad, si se conoce, sólo se puede querer. Por eso es un bien necesario, un bien siempre vigente. Ese tipo de bien necesario e incondicional es, justamente, lo que llamamos valor.

b)       La verdad y la dignidad del hombre

Buscamos nuestro propio bien, y es lógico que lo encontremos en lo que tenemos de más específico. Por eso, la inteligencia, que nos constituye como hombres, es uno de los grandes bienes humanos. Quien no piensa se deshumaniza: se pierde a sí mismo, se enajena. No cabe una vida humana sin inteligencia, y educar la inteligencia es hacer la vida más humana. Nos hace ser más, y no sólo tener más conocimiento, pues al conocer crece también esa capacidad de pensar que nos constituye en seres humanos.

Educar en la verdad va más lejos, porque lo conocido puede ser contingente, y nuestro conocimiento falible, pero algo hay en él que es necesario y permanente: el principio de contradicción, donde advertimos el ser y la verdad. Podemos equivocarnos y olvidar, pero sabemos que la realidad es única y que siempre hay una verdad, incluso cuando se miente o se yerra. La verdad nos permite alcanzar algo incondicional, que siempre prevalece, y que es constitutivo de nuestra naturaleza humana.

El amor a la verdad va aún más lejos que su conocimiento. Al amar, nos asimilamos a la dignidad del objeto amado, pues quien ama algo noble se ennoblece él mismo. Nuestro obrar es limitado y falible, aunque su fundamento sea necesario e incondicional. Cuando amamos la verdad, cuando nuestra actuación se guía por este fin, incluso lo que en nosotros hay de contingente se reviste de la superior dignidad y nobleza de un fin que siempre es valioso, porque rige toda contingencia.

No todo en el hombre puede ser vencido, y aún menos cuando ama la verdad incondicionalmente. Nadie puede hacer pensar sin que se conozca que hay verdad, previa e independiente de cualquier artificio, error, o mentira. El hombre participa en este conocimiento necesario: de ahí su dignidad inatacable. Siempre poseemos este criterio incondicional, que nos eleva sobre cualquier condicionamiento exterior e incluso sobre nuestras propias equivocaciones y malicias.

Esta dignidad de la inteligencia es más fuerte que la enfermedad y la muerte. Por lo mismo que la inteligencia es capaz de actualizar contrarios, su naturaleza no es la de la materia. Por tanto, no es reductible a un ser físico, que nunca actualiza simultáneamente modos de ser opuestos. Lo mismo que nos permite advertir la verdad y el ser, es lo que hace de la naturaleza humana algo más que azar y contingencia física.

Si nadie puede hacer pensar al margen del valor de verdad, tampoco nadie puede destruir todo en cada hombre. En efecto, si el hombre fuese un mero estado material, su materia podría cambiar de estado: todo lo humano desaparecería al morir su cuerpo. Mas cada hombre tiene una capacidad que no es la de la materia, pues actualiza los contrarios. Esa capacidad, que nos da a conocer la unicidad del ser y nos permite advertir la verdad, no desaparece ni con la enfermedad ni con la muerte, precisamente por desbordar el ámbito físico. Lo más permanente del hombre es, por tanto, aquello que le constituye precisamente en persona.

La dignidad del hombre radica en esta capacidad, y no sólo en su ejercicio. Un Mercedes no vale menos parado que en marcha. Del mismo modo, un sabio no deja de serlo por estar dormido. Si la inteligencia no es una capacidad material, tampoco desaparece con las indisposiciones orgánicas. En todo caso, la enfermedad, o el sueño, pueden dificultar su ejercicio. Es difícil resolver un problema matemático sin lápiz y papel, pero la inteligencia del matemático no es lo mismo que estos medios. De modo similar, es dificultoso pensar sin el auxilio de palabras. Éstas, imaginadas y recordadas sensiblemente, fijan nuestra atención y retienen sus contenidos, como las anotaciones del matemático. El daño orgánico, o la mera indisposición, pueden dificultar este auxilio del pensar, pero no equivalen a su desaparición. Por eso a un deficiente psíquico lo consideramos enfermo y a una piedra no. Si la piedra no piensa, nada tiene de extraño. Pero si el deficiente no piensa, tal situación es anormal, porque debiera poder pensar. Y debiera, porque no pierde su condición humana, es decir, su índole específica, que comporta la capacidad de pensar. Esta facultad es la inteligencia, que, al no ser material, tampoco se pierde con las indisposiciones orgánicas. Como la dignidad humana radica en la capacidad, y no en su ejercicio, el enfermo mental, o el embrión humano, mantienen su dignidad humana básica e inalienable.

La Ética es realista, y por eso el conocimiento de lo que somos tiene consecuencias prácticas. La índole de la verdad nos permite conocer lo que cada hombre tiene de más digno, de más inatacable, por encima de sus errores y de todo desamparo. Por eso, educar en la verdad conduce, mediante el conocimiento de lo que somos, al humanismo, al respeto incondicional de cada persona humana, y a la consiguiente estima desinteresada del bien ajeno.

Enrique Alarcón, en dadun.unav.edu/

Notas:

26    Esta es la respuesta a la objeción de Nietzsche F., Nachgelassene Fragmente, Herbst 1887, 9 [91], en Werke cit., t. 8, 2, 1970, 50, lin. 31–51, lin. 4: “Aber das ist eine grosse Verwechslung: wie simplex sigillum veri. Woher weiss man das, dass die wahre Beschaffenheit der Dinge in diesem Verhältniss zu unserem Intellekt steht? Wäre es nicht anders? dass die ihm am meisten das Gefühl von Macht und Sicherheit gebende Hypothese am meisten von ihm bevorzugt, geschätzt, und folglich als wahr bezeichnet wird?” Nietzsche supone que la verdad consiste en una copia exacta. Así, el fundamento de la verdad sería un modo de ser, y no el ser mismo. Como todo modo de ser admite alternativa, no habría un fundamento necesario de la verdad, sino sólo una decisión. Pero el fundamento de la verdad es el ser, que, como carece de alternativa, no puede ser elegido o desechado.

27  Tomás de Aquino, De veritate, q. 1, a. 2, co.: “Amplius. Cum aliquod incomplexum vel dicitur vel intelligitur, ipsum quidem incomplexum, quantum est de se, non est rei aequatum nec rei inaequale: cum aequalitas et inaequalitas secundum comparationem dicantur; incomplexum autem, quantum est de se, non continet aliquam comparationem vel applicationem ad rem. Unde de se nec verum nec falsum dici potest: sed tantum complexum, in quo designatur comparatio incomplexi ad rem per notam compositionis aut divisionis. Intellectus tamen incomplexus, intelligendo quod quid est, apprehendit quidditatem rei in quadam comparatione ad rem: quia apprehendit eam ut huius rei quidditatem. Unde, licet ipsum incomplexum, vel etiam definitio, non sit secundum se verum vel falsum, tamen intellectus apprehendens quod quid est dicitur quidem per se semper esse verus, ut patet in III De anima; etsi per accidens possit esse falsus, inquantum vel definitio includit aliquam complexionem, vel partium definitionis ad invicem, vel totius definitionis ad definitum. Unde definitio dicetur, secundum quod intelligitur ut huius vel illius rei definitio, secundum quod ab intellectu accipitur, vel simpliciter falsa, si partes definitionis non cohaereant invicem, ut si dicatur animal insensibile; vel falsa secundum hanc rem, prout definitio circuli accipitur ut trianguli. Dato igitur, per impossibile, quod intellectus divinus solum incomplexa cognosceret, adhuc esset verus, cognoscendo suam quidditatem ut suam”.

28    Sólo mediante el juicio dudan los escépticos de la experiencia. Por eso, de modo tácito, el escéptico confía en el juicio, aunque sin advertir que sus alternativas le serían desconocidas sin el conocimiento sensible.

29    Algunos consideran que no cabe pensamiento sin lenguaje, y que, en consecuencia, ninguna noción, tampoco la de verdad, sería previa al lenguaje mismo. Discrepo de esta postura por varias razones. Una es la misma dificultad de establecer definiciones, a saber, de expresar el significado de una palabra mediante otras. Definir la verdad es dificultoso porque no todo pensamiento se expresa con palabras. En efecto, si la noción de verdad nos viene dada con el lenguaje, sabemos el significado del término. Pero, si no nos viene dada la definición, sino que hemos de encontrarla, es que sabemos algo y no sabemos expresarlo, sino sólo pronunciar su nombre. Así ocurre también cuando tenemos una palabra “en la punta de la lengua”: sabemos lo que queremos decir, pero sin medio lingüístico de expresarlo. Lo mismo sucede al traducir una palabra: sabemos lo que significa al margen de la palabra que lo exprese. Que el conocimiento transciende al lenguaje se advierte también en la expresión de conocimientos necesarios. Toda expresión aseverativa es alternativa: puede afirmarse o negarse de un modo plenamente correcto desde el punto de vista lingüístico. Mas no todo conocimiento es alternativo: el principio de contradicción no se puede negar, pues tal negación dejaría de serlo, ya que, al no excluir la afirmación, la negación carecería de sentido. Así, un conocimiento necesario transciende el ámbito lingüístico. Todo esto, a mi juicio, es lógico, puesto que el conocimiento es previo al lenguaje como el objeto cognoscible lo es a su manifestación. Ciertamente, es casi imposible razonar sin imaginar expresiones lingüísticas; pero el caso no es distinto a resolver un problema matemático sin lápiz y papel para retener los pasos y fijar la atención. No por ello las matemáticas deben asimilarse a su lenguaje: pueden saltarse pasos sin cambiar el sentido de la solución. De hecho, ocurre así tanto más cuanto mejor conocemos: intelligenti pauca, pues conocer es distinto de expresar.

José María Torralba

El autor expone que una de las formas de transmitir una educación humanística es a través de la lectura reflexiva de los grandes libros