El título de estas páginas puede ser considerado la síntesis de una vida. La vida de un hombre que, desde su juventud, percibió la luz divina en una profunda experiencia y que respondió a la llamada de esta luz con sinceridad, fielmente, con plena conciencia y perseverancia; pero no sin sombras o dificultades.
En primer lugar, ¿quién era este hombre? El mismo John Henry Newman respondió a esta pregunta. Leamos las primeras líneas de sus memorias autobiográficas:
«John Henry Newman, el sujeto de esta memoria, nació en la 'Old Broadway Street' en la ciudad de Londres el 21 de febrero de 1801, y fue bautizado en la iglesia de St. Bennet Fink el 9 de abril del mismo año. Su padre fue un banquero de Londres, cuya familia venía de Cambridgeshire. Su madre era de una familia protestante francesa, que salió de Francia hacia este país debido a la revocación del Edicto de Nantes» (A. W. 29).
John Henry fue el primogénito de una numerosa familia. Tenía 5 hermanos, Charles y Francis, y tres hermanas, Harriet, Jemina y Mary. El negocio de su padre era próspero, y la familia vivió sin apuros económicos. John Henry Newman recordó siempre una infancia muy feliz en un círculo familiar muy unido.
En las memorias de sus primeros años hay un punto digno de mención. En la Apología, escrita cuando tenía 63 años, y en la que habla de sí mismo muy a menudo, podemos leer:
«Hubiera deseado que los cuentos de 'Las Mil y una noches' fueran verdad: mi imaginación gustaba de influencias desconocidas, 'de poderes mágicos y talismanes... Pensaba que la vida fuera un sueño, yo un ángel y todo este mundo una ilusión; mis compañeros, en un juego maligno, se me ocultaban y me engañaban con la apariencia de un mundo material» (Apo 3).
En esta confesión, encontramos ya la inclinación que será base de todo el ingenio de Newman para transformar la realidad y buscar la verdad de las cosas fuera de la superficialidad del mundo, sobre la que estas cosas dejan sólo su perfil y sus apariencias. Esto no quiere decir que Newman huyera de la realidad. El misterio no se encuentra en el exterior de las cosas, pues éste forma parte de la realidad. Para Newman, esto implica descubrir bajo las apariencias, que no son sino signos, la realidad más absoluta que constituye la misma esencia de los seres y la verdad de su presencia entre nosotros. Este descubrimiento produjo un profundo impacto en el joven John Henry, que siempre lo recordó como una verdadera gracia de su niñez:
«Lo conocemos en el propio recuerdo de nosotros mismos, y en nuestra experiencia como niños: que en los primeros años de su 'estado regenerado' existen en el alma del niño un discernimiento del mundo invisible en las cosas visibles, una visión lúcida de lo que es Regio y Adorable, junto con una ignorancia total sobre lo que es transitorio y cambiable... Tiene este gran don quien parece haber venido recientemente de la presencia de Dios, y no entiende el lenguaje de este escenario visible, cómo éste es una tentación, y un velo que se interpone entre el alma y Dios» (P. S. II, 64, 65).
Debemos mencionar otra influencia que marcó al joven John Henry durante toda su vida: las primeras enseñanzas religiosas recibidas en el seno de su familia. Sus padres practicaban un protestantismo a medias, un Anglicanismo que puede ser resumido en su apego a la Biblia y al «Prayer Book» (libro de oraciones y lecturas para todo el año y toda circunstancia de la vida). Como todo niño inglés, John Henry fue introducido a los textos sagrados. Leía cada día, en el bello inglés de la versión del rey Jaime, una parte de la historia bíblica, que despertaba en él fuertes imágenes. Durante sus lecturas de la Biblia, John Henry quedó ciertamente prendado del misterio de Dios y de su Creación. Estas lecturas de la Biblia eran la revelación de un Dios personal que actuó en el curso de la historia. Esta historia desarrolló en John Henry un vivo y agudo sentido de lo trascendente.
A pesar de estas dos influencias importantes que marcaron su niñez -su sentido de la realidad de un mundo invisible y su introducción a la 'religión de la Biblia'-, el joven 'John Henry' aún no percibía la luz que pronto habría de guiarlo. Hasta podemos ver el lento oscurecimiento del amanecer que el niño parecía haber percibido. A sus 15 años encontramos en él un gran refinamiento moral: quería practicar la virtud a cualquier costo, pero sin ser religioso. Sobre este período, escribe:
«A los quince años, leí los tratados de Paine contra el Antiguo Testamento, y sentí gozo pensando en las objeciones que contenían. También leí algunos de los ensayos de Hume;... Recuerdo haber copia do algunos versos en francés, tal vez de Voltaire, que negaban la inmortalidad del alma, y me decía a mí mismo algo así como '¡Qué espantoso, pero qué probable!'» (Apo 5).
En la primavera de 1816, Newman había casi terminado sus estudios en una escuela de Ealing, cerca de Londres, donde había estado interno desde 1808. Los últimos meses de escuela fueron oscurecidos por una catástrofe familiar. Con el fin de la era napoleónica, Inglaterra sufrió una seria crisis económica durante la cual el padre de Newman tuvo que cerrar el banco. Aunque todas las deudas fueron pagadas en poco tiempo, la familia Newman tuvo que deshacerse de su hogar en Londres y de su casa de campo. Su padre pasó a ser el administrador de una cervecería, pero un amargo fracaso siguió a otro, y su bancarrota se hizo pública en 1821. Durante el verano de 1816, John Henry no salió de la escuela. Por otra parte, había caído gravemente enfermo. Durante estas semanas de soledad, uno de sus profesores, el reverendo Walter Mayers, que era de confesión evangélico-calvinista, trajo al joven alguna lectura espiritual. Estas fueron las circunstancias que provocaron el primer desarrollo profundo de su vida religiosa y removieron la llamada interior a la conversión. Dejemos que Newman mismo nos lo cuente:
«A mis 15 años (en el otoño de 1816), un gran cambio tuvo lugar en mí. Caí bajo la influencia de un Credo definido, y recibí en mi inteligencia impresiones de dogma, que, por la misericordia de Dios, nunca se han borrado ni oscurecido» (Apo 5).
Esta es la luz que Newman distinguió por primera vez en su vida. Aunque dicha «conversión», como él siempre llamó a este gran cambio, fue sentida profundamente, no tuvo un carácter sentimental. El grupo evangélico-calvinista nunca la reconoció como conversión, según su definición usual. Lo que constituyó la esencia de ésta para el joven fue el carácter doctrinal de una certeza religiosa. Tras este cambio a sus 15 años, no existirá para Newman ninguna religión sin una doctrina claramente definida, verdadera e irreformable con respecto a Dios y a nuestra relación con Él. Newman aceptó en esta etapa toda la doctrina del Credo Atanasiano y quiso probar, como un ejercicio personal, todas las doctrinas presentes en la Sagrada Escritura. Esta profunda convicción de la necesidad del dogma permaneció con él durante toda la vida, y sería la causa de una continua lucha contra el liberalismo en cuestiones religiosas. Newman definió el liberalismo como el principio antidogmático por excelencia con sus consecuencias lógicas.
Junto con las grandes doctrinas Cristianas, aceptó también una enseñanza calvinista que habría de abandonar al cabo de cinco o seis años: la perseverancia final y predestinación. Esta doctrina jugó un papel de suma importancia en 1816. Newman habla de esto en la Apología:
«...creo que tuvo alguna influencia sobre mis convicciones, en el sentido de mis imaginaciones de niño..., me aisló de los objetos que me rodeaban, me confirmó en mi desconfianza de la realidad de los fenómenos materiales, y concentró mis pensamientos en dos seres y sólo dos seres absoluta y luminosamente evidentes: yo mismo y mi Creador» (Apo 5).
Estos términos, «Yo mismo y mi Creador» son famosos. Para el joven Newman, la existencia del mundo invisible nunca estuvo en duda. Aceptaba el mundo, visible y externo; pero este mundo tenía sentido sólo como un factor intermedio entre Dios y el hombre.
Su convicción con respecto al mundo invisible le llevó, en este mismo período, a otra conclusión. Newman mismo lo explica:
«Tengo que mencionar, aunque lo hago con gran repugnancia, otra impresión profunda que se apoderó de mí por este tiempo, en otoño de 1816,... que era voluntad de Dios que llevara vida célibe. Este presentimiento... estaba en mi mente más o menos en conexión con la idea de que la vocación de mi vida entrañaría el sacrificio que supone el celibato... Ello acreció mi sentimiento de separación del mundo visible, del que he hablado anteriormente» (Apo 8).
No debemos olvidar que Newman era miembro de una Iglesia que permitía un clero casado.
En aquel mismo año, 1816, Newman entró en la Universidad de Oxford, y en 1817 se hizo estudiante de 'Trinity College'. Fue un universitario serio y tenaz, demasiado reservado para algunos de sus compañeros. Bajo la dirección de su tutor, el Dr. Short, se preparó para el primer examen: Bachiller en Artes. Apuntaba a la mayor calificación, «cum alta distinctione», la nota de excelencia reservada para los mejores estudiantes.
Durante estos primeros años en Oxford, Newman estaba inspirado por una fuerte rigidez moral, que era consecuencia del factor calvinista en su conversión de 1816. Escribió a su hermano mientras estudiaba para el examen de Bachiller:
«La quietud e inmovilidad de todo alrededor mío, tienden a calmar y a adormecer las emociones, que la cercanía de estos importantes exámenes y un coraz6n demasiado ansioso de fama y temeroso de un fracaso, están continuamente tratando de excitar... Mi diaria, y espero que sincera, oraci6n es que no obtenga ninguna distinción en ellos, o se convertirán para mí en causa segura de pecado» (Mvz. I 43).
En 1820, estos exámenes terminaron mal. Newman se recobró rápidamente de su disgusto, y se aplicó a sus estudios personales: Su padre le preguntó pronto acerca de sus planes. Por lo que, en enero de 1822, escribió en su diario:
«Mi padre dijo esta mañana que debo decidirme sobre lo que he de ser... Así que escogí, y me determiné por la Iglesia. Gracias a Dios, esto es por lo que he estado rezando» (A. W. 180).
Por lo tanto, Newman decidió hacerse un fellow de uno de los grandes Colleges de Oxford, es decir, un hombre de Iglesia y un hombre de estudios. Un año después de su fracaso en el examen para el Bachillerato en Artes, intentó lo que parecía imposible: aspirar a la más envidiada y menos accesible fellowship, la de Oriel College. Por estos tiempos, los fellows de Oriel College se distinguían tanto por el prestigio de su talento como por su independencia de espíritu. El 12 de abril de 1822 ocurrió el milagro. Newman, todavía muy joven, con escasos 21, produjo una excelente impresión entre los profesores del tribunal. Escribió en su diario:
«Esta mañana fui elegido fellow de Oriel». Desde este momento su futuro estaba asegurado, y ocupaba ya un lugar en la élite intelectual de Oxford, aunque todavía se conservaba tímido y, en apariencia, inseguro».
El 13 de junio de 1824, Newman fue ordenado diácono de la Iglesia Anglicana. Fue un día muy importante para él, aún más que su ordenación como sacerdote Anglicano al año siguiente. Apuntó en su diario que desde ese momento pertenecía al Señor, y que por el resto de su vida sería responsable de las almas que el Señor le confiar. Obtuvo inmediatamente un puesto de coadjutor en la parroquia de San Clemente, la más pobre de Oxford. Visitó a todo su rebaño, y frecuentaba especialmente las casas de los enfermos. Este contacto cercano con sus feligreses tuvo un efecto saludable: Newman cortó sus últimos lazos con el evangelismocalvinista de su conversión a los quince años.
La luz que recibiera en 1816 fue purificada. Pero durante algún tiempo corrió el riesgo de ser oscurecida. El joven fellow de Oriel se dejó conquistar por el espíritu del colegio, una especie de humanismo sereno que con frecuencia terminaba en diletantismo intelectual, que buscaba más la originalidad de las ideas que su verdad. Newman se halló ante esta tentación del espíritu, este liberalismo que implicaba la emancipación del pensamiento y el rechazo de toda autoridad fuera de la, razón.
Su contacto con el espíritu liberal en Oriel no fue completamente negativo para Newman. Era lo suficientemente inteligente para reconocer la sabiduría de quienes no sostenían ideas calvinistas. Gracias a la influencia de éstos, le fue posible descubrir en estos años el valor del Bautismo, sobre y muy por encima de la noción calvinista de conversión y predestinación. Whately tuvo desde el primer instante un presentimiento del valor y mérito que Newman escondía bajo su modesta apariencia, y le ayudó a salir de sí mismo y a ocupar su propio lugar entre los intelectuales de Oxford. Hawkins, otro miembro de Oriel, desplegó una severa crítica del estilo de Newman, que era todavía demasiado retórico. En gran medida, debemos a esta influencia la clara simplicidad y la precisión que llevó a Newman a ser un clásico del lenguaje inglés.
Podemos decir que sus primeros años en Oriel fueron años de búsqueda. Fue influido por las ideas racionalistas y liberales de la mayoría de los que vivían con él. A pesar de esto, conservó una clara rectitud de conciencia y un vivo deseo de progreso moral. Escribía a un amigo: «Algo resistía dentro de mí». De esta forma, indicaba que aquél no era su propio camino. Pero tuvo que esperar algunos años antes de redescubrir al Dios de su primera conversión. En la Apología, Newman nos dejó constancia de este cambio:
«Me dejé arrastrar por el liberalismo del día. A fines de 1 27 desperté bruscamente de mi sueño por dos terribles golpes: la enfermedad y el dolor» (Apo. 14).
Su enfermedad fue el resultado de un extremo agotamiento mental. Newman había pasado a ser tutor en Oriel, y tenía responsabilidades directas sobre los estudiantes. El remedio para esta enfermedad fue sencillo: largas caminatas al aire libre, hechas en soledad la mayoría de las veces. Estas caminatas le dieron el tiempo y la oportunidad de reflexionar y de rezar.
El segundo golpe fue la muerte de Mary, su hermana menor. Entre el primogénito y su hermana favorita había existido una relación muy estrecha, tejida en sus conciencias, y casi desconocida para la familia. Esta muerte repentina, y la forma en que ella la aceptó, mostraron a Newman en toda su terrible grandeza la presencia y acción del Dios vivo. Este Dios podía cambiar radicalmente una existencia, como la de Mary, que ya le pertenecía a Él. Newman sintió aún más que la presencia de Dios en su vida era tan real como en el día de su conversión.
Por su muerte repentina, Mary rindió un gran servicio a su hermano. El espíritu de éste, que como hemos visto estaba más cerca de Platón que de Aristóteles, debido a su fina sensibilidad por el mundo invisible, y el ambiente y mentalidad de «Oriel College», le empujaban peligrosamente hacia la creación de un mundo abstracto al que su pensamiento habría rodeado de objetos puramente formales. Sin embargo, desde este momento, Newman se volvió un convencido realista que contemplaba un universo de personas, y a éstas dentro de un mundo de fe sumergido en la gloria soberana del Dios vivo.
Uno puede sorprenderse ante el efecto causado por un suceso familiar. Pero Newman se había preparado inconscientemente durante uno o dos años. Había abandonado la parroquia de San Clemente para hacerse cargo de «St. Alban's Hall», uno de los centros de Oxford, como vicerrector. Al cabo de un año regresó a Oriel College, donde pasó a ser un tutor, y vicario de la parroquia de Santa María, la iglesia universitaria de Oxford. El párroco de esta iglesia había sido siempre un residente de Oriel, College consagrado a la Santísima Virgen mucho antes de la Reforma en el siglo XVI. Aunque vivía poca gente dentro de los límites de Santa María, la parroquia estaba bastante extendida, pues incluía la villa de Littlemore en las afueras de Oxford. Newman tomó muy seriamente sus nuevas responsabilidades. El deseo de entregarse plenamente a su misión en la Iglesia tomó una forma personalísima. Admitió en él una vocación intelectual. A un amigo escribía:
«No te diré sino que desde hace algunos años ha venido creciendo dentro de mí un convencimiento {más o menos desde que fui elegido a este puesto) que muchos hombres no permanecieron en Oxford como debieran, y, al mismo tiempo, que era mi deber no tener ningún plan más allá de residir en un College. Atravesando cien millas de campiña en el camino de ida y vuelta a Brighton, puedes estar seguro que la fas cinación por la vida del campo me llama cada vez. Sería realmente una tentación muy fuerte que me fuera ofrecida una parroquia en el campo, cuando ahora hasta ser coadjutor presenta un encanto inexpresable... Una cosa que he deseado seriamente desde hace años y que espero sin ceramente es no ser rico, y añadiré: (aunque aquí estoy más convencido unas veces que otras) no ascender dentro de la Iglesia. Los hombres más útiles no son los que han sido más exaltados» (Moz. I 230.231).
Poco después de la muerte de Mary, Newman tomó una decisión importante: decidió leer en orden cronológico todos los Padres Griegos y Latinos. La patrología no era una «terra incognita» para él. Tras su con versión de 1816, Newman había leído algunos extractos de estas obras y los retenía como un tesoro precioso. Lo recordó en una conferencia en Birmingham en 1850:
«Desde que era niño, mis pensamientos se volvieron hacia la Iglesia primitiva, y especialmente hacia los primeros Padres a través de la lectura de la 'Historia de la Iglesia' del calvinista John Milner. No he perdido, ni padecido nunca mengua en la profunda y agradable impresión que dejaron en mi mente sus descripciones de san Ambrosio y san Agustín. Puedo decir que desde entonces la visión de los, Padres fue siempre en mi imaginación un bello paraíso, a cuya contemplación dirigía mis pensamientos de tiempo en tiempo, siempre que estaba libre de los compromisos propios de aquel momento de mi vida» (Diff. 370-371).
El primer fruto de sus lecturas sobre patrística fue el resurgimiento en él del significado de la fe. Desde los quince años, había sabido que la fe era una sumisión y una adherencia a un orden de verdades que sobre p' asaban el entendimiento humano. Ahora entendió que este proceso de mandaba primero la fidelidad del corazón antes de involucrar el arbitraje de la mente. En 1845 escribió estas líneas, que clarifican su experiencia de muchos años:
« … que la búsqueda de la verdad no es la mera satisfacción de la curiosidad; que su obtención no tiene nada del regocijo de un descubrimiento, que la mente está bajo la verdad y no sobre ella, y que está obligada no a erguirse sobre ella, sino a venerarla;... éste es el principio dogmático que tiene fuerza» (Dev. 357).
La fe es un don y una llamada. Al responder a la voz de Dios, el hombre no entrega su asentimiento, lo da antes de elaborar razonamientos. Estas reflexiones sobre el asentimiento de la fe y la relación entre fe y razón fueron de extrema importancia para Newman. Esta reflexión lo acompañó durante toda su vida. El tema de sus quince sermones universitarios no es otro que la relación entre fe y razón. Antes de publicar en 1870 su obra maestra en filosofía, «La Gramática del Asentimiento» consideraría incompleta la misión de su vida.
Lo que atrajo aún más a Newman a la Iglesia de los Padres fue el testimonio vivo de una conciencia religiosa con pleno dominio de su fe y de sus privilegios divinos. En los Padres descubrió las actitudes necesarias: adherencia absoluta a la Palabra divina, sumisión y dependencia de la mente, respeto profundo por el misterio Cristiano, y un espíritu de silencio y de fervor en la oración.
Newman se dispuso a practicarlo. Lo encontramos reflejado en sus sermones. No era el único en Oriel que aspiraba a este elevado ideal. Encontró nuevos amigos: Hurrel Froude, John Keble, Pusey, y pronto los hermanos de Wilber Force. Todos ellos eran miembros de la High Church, un grupo dentro de la Iglesia anglicana más centrado en el dogma que la Iglesia anglicana que Newman había conocido desde niño. Intentó llevar a cabo junto con ellos la vocación que tenían en común: ser hombres de la Iglesia, como ministros de la Iglesia anglicana e intelectuales al servicio. Gracias a los Padres, Newman había comprendido la importancia de la influencia personal. Le escribió a un amigo:
«Los hombres viven después de su muerte. Viven no solamente en sus escritos o en las crónicas de sus historias, sino aún más en aquella ágrafos comúnmente expuesta en una escuela de discípulos que trazan su parentesco moral hasta ellos. Ya que la verdad moral no es descubierta a través de la razón, sino por la práctica de hábitos; entonces ésta no es obtenida en los libros, sino en la instrucción oral» (Moz. I 231).
Newman y sus amigos, que eran tutores de Oriel, hicieron de este ideal el modelo de su relación con los estudiantes. Sabían que eran responsables de la formación intelectual de estos jóvenes -e hicieron todo lo posible para que su College mantuviera la distinguida reputación por sus altos niveles intelectuales- pero dieron aún más importancia a la formación moral y religiosa. Para lograr mejor su propósito, introdujeron una reforma en el sistema de tutores del colegio. Sin embargo, el probo Hawkins, una de las grandes lumbreras liberales de Oriel, no respetó ni sus principios ni su propósito, y después de largas explicaciones por ambas partes -explicaciones inútiles al final- Hawkins dejó de encomendarles estudiantes. Así que, en 1831, Newman terminó su período como tutor y empleó el tiempo libre en pulir su primer libro, «Los Arrianos del Siglo Cuarto» y en preparar mejor sus sermones. Estos siempre atraían muchedumbres cada vez mayores a Santa María, compuestas no sólo por feligreses, sino también por estudiantes de todos los Colleges de Oxford.
En el verano de 1832 le fue aconsejado a Hurrel Froude un cambio de clima debido a su mala salud. Éste invitó a Newman a un viaje por el Mediterráneo, junto con su padre, el arcipreste Froude. Aun cuando Newman se sentÍa libre de sus responsabilidades en Oriel, dudó en un principio, pero finalmente aceptó la invitación. Aunque siempre consideró este viaje como «una pérdida de tiempo, cuando la vida es tan corta» -éstas son sus propias palabras- al final de la gira decidió no regresar a Inglaterra junto con los Froude, sino que se fue solo a Sicilia. Después de unos días cayó gravemente enfermo con fiebre. Ninguno, excepto el mismo Newman, pensó que se recuperaría. Esta enfermedad fue para él un castigo por haber escogido una satisfacción puramente egoísta. Dieciocho meses después de esta experiencia, habló de ella en un pasaje revelador:
«Al siguiente día, mis sentimientos de reproche aumentaron. Parecía descubrir cada vez más mi completa vaciedad. Empecé a pensar en todos los principios que profesaba, y sentí que eran meras deducciones intelectuales de una o dos verdades evidentes... así es como me miro a mí mismo, casi como un vitral que transmite calor, siendo frío él mismo. Tengo una vívida percepci6n de las consecuencias de ciertos principios evidentes, una capacidad intelectual considerable para deducirlas, el refinamiento para admirarlas, y aun el poder retórico o histriónico para representarlas. Sin tener un gran amor (es decir, un amor nada vivo) por este mundo, ya sean riquezas, honores o cualquier otra cosa, pero con una cierta firmeza y dignidad natural de carácter, tomo sobre mí la profesi6n de esas consecuencias como si cantara una melodía que me gustase -amar la Verdad pero sin poseerla- porque creo estar en el fondo casi completamente vacío, esto es, con poco amor y escasa renuncia a mí mismo. Creo tener alguna fe, eso es todo. En cuanto a mis pecados, me exigen no poca fe para ser cubiertos y ganar su remisi6n» (A. W. 125).
Este es un rudo análisis de sí mismo. Sin embargo, y a pesar de su sentido de culpabilidad, Newman permaneció consciente de no haber pecado contra la Luz, y del hecho de que a través de esta experiencia, Dios quería llevarlo más allá, mostrándole una luz que aún no había visto, y que demandaba mayor entrega. Leamos otros pasajes de sus memorias:
«De lo que quise primero hablar fue de la Providencia y del extraño significado de ésta. Casi pensaba que el demonio vio que yo iba a ser un instrumento útil, y trataba de destruirme. La fiebre era extremadamente peligrosa. Durante una semana mis enfermeros me dieron por muerto. Muchas personas morían de esto en todas partes, aún así siempre tuve una firme sensación de que me recobraría. Le dije esto a mi sirviente, y como razón le di... que pensaba que Dios tenía un trabajo para mí: creo que estas fueron mis palabras exactas. Y cuando, después de la fiebre, iba de camino a Palermo tan débil que no podía caminar por mí mismo, me senté en la cama... y sólo era capaz de decir que no podía sino pensar que Dios me reservaba algo que debía hacer en casa. Esto se lo repetía mi sirviente...» (A.W. 122).
«Sentía que Dios estaba peleando contra mí -y por fin supe por qué- era debido a mi voluntad antojadiza. Me di cuenta que había sido muy voluntarioso... A pesar de eso sentí y continué diciéndome 'no he pecado contra la Luz'. Y en una ocasión tuve el sentimiento consolador y convincente del amor de elección de Dios. Me pareció sentir que yo era Suyo.» (A. W. 124-125)
Durante estas semanas en Sicilia, el espíritu de Newman fue curado de ilusiones, lo que dio paso al deseo de un abandono más completo en las manos de Nuestro Señor. Cuando regresó a Inglaterra en julio de 1833, sabía que tenía una misión que cumplir en su Iglesia, y estaba completamente listo para emprenderla. Era un momento crítico para la Iglesia de Inglaterra, amenazada desde su interior. Newman era consciente de esto. La señal para entrar en acción no tardó mucho en llegar. Algunos días después de su llegada, asistió a un sermón predicado por Keble sobre la Apostasía nacional dentro de la Iglesia anglicana. Aunque algunos de sus amigos consideraron la posibilidad de formar una gran comisión nacional para remediar esta situación, Newman y Froude eran de la opinión que, para llevar a cabo tal ofensiva, un ejército regular sería menos efectivo que un grupo móvil y agresivo de combatientes libres. Esta resolución dio origen al Movimiento de Oxford. Los principios fundamentales fueron expuestos en numerosos tracts (folletos con artículos cortos). El primero de ellos, en septiembre de 1833, fue de Newman. Iba dirigido al clero anglicano, y trataba de hacerles conscientes de la gran misión que se les había confiado en su ordenación presbiteral. Aun cuando el clero anglicano era en su mayor parte inactivo, lánguido y sumergido en una vida sin preocupaciones, los tracts hallaron pronto una gran acogida.
A través de ellos, Newman y sus amigos deseaban iniciar un retorno a las fuentes dogmáticas de la fe, y también una reforma litúrgica y sacramental. Pero esta reforma no se detuvo aquí. El fundamento del pensamiento de Newman era el afán religioso de salvación, la noción bíblica del hombre pecador deseando el paraíso perdido, la ansiedad de una reconciliación y de una libertad espiritual, que no podrían alcanzarse sin la gracia de Jesucristo. Predicaba una ascética exigente destinada a llevar a las almas a la conversión y al progreso espiritual. En cierto sentido, los tracts dan el tono, mientras que los sermones de Newman en Santa María tienden a definir las condiciones de esta reforma espiritual. Ésta no ocurrió dentro de un grupo de unos pocos iniciados, corno fue el caso de otros movimientos de renovación existentes. Por el contrario, esta conversión ocurrió dentro del seno de la Iglesia institucional y de la comunidad cristiana. Esta última les ofreció sus ritos y sacramentos de acuerdo con el uso establecido heredado de la Cristiandad Apostólica. Se dirigía a abrir los corazones de las personas a la llamada del Evangelio, y a disponerlos a entrar por la puerta estrecha de la renuncia y la sumisión a Dios.
Este intento de reforma espiritual, ascética, dogmática, litúrgica y sacramental encontró un gran eco y dio frutos durante muchos años, más allá del propio Movimiento de Oxford, que todavía afectan a la Iglesia anglicana de nuestro tiempo.
Paralelamente a los tracts y a la predicación, se llevó a cabo un esfuerzo dentro del movimiento en el campo literario. Se intentaba difundir las obras maestras de espiritualidad anglicana, y aun católica, de los siglos pasados, así corno las obras de los Padres.
Tras extenderse rápidamente por uno o dos años, el Movimiento de Oxford profundizó en su reflexión teológica. Newman publicó dos obras doctrinales: «El Oficio Profético de la Iglesia» y las «Conferencias sobre la Justificación». Quería asegurar a la Iglesia de Inglaterra una situación propia, la de la « Vía Media», Puesto que atribuía sucesión Apostólica a la Iglesia anglicana, ésta vino a ser distinguida tanto del Protestantismo derivado de la Reforma, corno de las supuestas corrupciones que habrían falsificado al Catolicismo Romano. No consideraba esta Vía Media como un compromiso oportunista. Por el contrario, Newman parece haber visto en ella la verdadera esencia del catolicismo según fuera definido por la tradición de los Padres y por los teólogos anglo-católicos del siglo XVII en los que se apoyaba. Era, pues, sincero en su defensa de la Iglesia anglicana.
Quería salvarla demostrando que la Vía Media era la fuente fecunda a la que la Iglesia establecida había de volver para dar expresi6n de fidelidad a sus principios constitutivos, tanto en obras como en su vida.
En 1839, el Movimiento de Oxford alcanzó su cumbre. Fue para Newman el año de sus primeras dudas. Wiseman, un sacerdote Católico que había conocido en Roma en 1833, publicó un artículo en el que indicaba una analogía entre la posici6n anglicana con respecto a Roma y la de los Donatistas con la Iglesia del siglo V. El artículo afectó escasamente a Newman; pero hizo uso de él para profundizar en sus lecturas de los Padres del siglo V con relación a la herejía monofisita. De repente, tuvo la impresión de que, en sus líneas generales, existía una coincidencia entre esta herejía del principio del siglo V y el conflicto entre Roma y la Iglesia anglicana de los siglos XVI y XIX. Escribe en la Apología:
«Mi fuerte era la antigüedad, y ahora, a mediados del siglo V, me parecía ver reflejada la cristiandad de los siglos XVI y XIX. Vi mi cara en ese espejo: ¡yo era un monofisita!» (Apo. 114).
Newman quiso decir con esto que, por un instante, notó una similitud entre las posiciones de los diferentes grupos. Como grupo de monofisitas moderados, los eutiquianos declaraban no pertenecer ni a los monofisitas radicales, ni a la Iglesia de Roma. Así es como veía la posici6n de la Iglesia anglicana entre el protestantismo y la Iglesia Romana. Entendía a donde le estaban conduciendo las consecuencias de estas lecturas:
«Era difícil averiguar cómo los eutiquianos y monofisitas eran herejes, si no lo eran también los protestantes y anglicanos; difícil hallar argumentos contra los Padres de Tremo que no fueran también contra los Padres de Calcedonia; difícil condenar a los papas del siglo XVI sin condenar a los del siglo quinto» (Apo. 115).
Pero Newman no estaba completamente convencido, y durante varios años no llegaría a estas conclusiones. El artículo de Wiseman contenía una cita de San Agustín que le llamó la atención: «Securus iudicat orbis terrarum» (el mundo entero juzga de forma segura). Esto planteaba el argumento de la catolicidad en favor de la Iglesia de Roma. En el siglo quinto, como en el XVI durante la reforma anglicana, la Iglesia entera estaba innegablemente del lado de Roma. En el verano de 1839, Newman pensó por primera vez: «Tal vez Roma está en el lado de la verdad, y nosotros en el error». Esta idea, sin embargo, desapareció rápidamente, y continuó defendiendo a la Iglesia anglicana. Pretendía atribuirle las cuatro señales de la auténtica Iglesia de Cristo: unidad, catolicidad, apostolicidad y santidad.
Dos años después, al principio de 1841, publicó el famoso tract 90, el último de la serie. En éste desarrollaba la idea de que los Treinta y nueve Artículos, que forman la carta de constitución de la Iglesia anglicana, coincidían esencialmente con los dogmas del Concilio de Trento, luego de purificarlos de las interpretaciones de Roma que deformaban su significado. Newman había encontrado un argumento esencial a favor de su tesis. No menciona el hecho histórico de que los Treinta y nueve Artículos fueron redactados mucho antes de la promulgación de los decretos del Concilio de Trento, por lo que no pueden ser entendidos como una condenación de este último. Pero aquí Newman entró en colisión con el prejuicio anglicano, demasiado envuelto en protestantismo e incapaz de aceptar tal posición católica. La reacción fue inmediata y violenta. En menos de 24 horas el tract 90 fue censurado por las autoridades de la universidad de Oxford. Unas cuantas horas después, Newman redactaba un documento aclarando su postura. En el curso del año, los obispos anglicanos, uno tras otro, censuraron también el artículo. Los tracts fueron suspendidos ante la petición expresa del obispo de Oxford. Newman estaba bajo sospecha. Los horarios de la cena fueron modificados en los Colleges de Oxford para que los estudiantes no pudieran ir a Santa María cuando Newman predicaba. Pusey fue condenado por defender la presencia real en la Eucaristía.
Debido a estos acontecimientos, Newman llegó a darse cuenta de que la Iglesia anglicana no era parte de la única Iglesia Católica. Durante ese año de 1841, un obispo anglicano fue nombrado para Jerusalén. Iba a ser en esta sede no sólo obispo para los anglicanos, sino también para los luteranos (el nombramiento era ante todo un gesto político), y para todos los protestantes y disidentes cristianos que residieran en la Ciudad Santa. Para Newman, esto significó la negación oficial de la apostolicidad por parte de la Iglesia anglicana.
Newman retomó ahora los estudios sobre el arrianismo y se encontró con las mismas analogías que había afrontado en 1839. Las posiciones arrianas y semi-arrianas de los siglos IV y V correspondían a las de los protestantes y anglicanos del siglo XIX, mientras que la Iglesia de Roma mantenía la misma posición. La Vía Media estaba destruida: sólo existía en el papel.
Con respecto a su pertenencia a la Iglesia anglicana, Newman entró en una lucha larga y dolorosa. Se retiró de la vida de la Universidad para vivir en la soledad de Littlemore. Deseaba retirarse también de Santa María y dejar su parroquia a otro vicario; pero Keble, cuyo consejo pidió, lo desaconsejó expresamente. Newman no renunció, pero en este momento aspiraba sólo a una vida de oración y estudio. Escribió a su obispo:
«Con el mismo fin de mejoramiento personal, consideré más seria mente un proyecto acariciado desde mucho tiempo atrás. Durante muchos años, por los menos trece, he deseado entregarme a una vida de mayor regularidad religiosa que la hasta entonces llevada; pero es verdaderamente desagradable confesar semejante deseo aun a mi obispo, porque parece arrogante y me compromete en un papel que acaso se reduzca a nada... La resolución de la que hablo ha sido tomada únicamente con relación a mí mismo. .. Y siendo una resolución de años, a la que siento que Dios me ha llamado, y no violando ley alguna de la Iglesia... tendría que responder, de no seguirla, como puerta que me ha abierto la Providencia» (Apo. 174, 175).
A pesar de esta resolución, Newman no permaneció solo en Littlemore. Muchos hombres jóvenes fueron a vivir con él. Algunos de ellos le habían precedido en su movimiento hacia Roma, y se sentían desorientados antes de hacer su decisión final. Otros le habían seguido de cerca en el Movimiento de Oxford, y se sentían perdidos en medio de todas las insinuaciones contra lo que era fundamental para ellos.
Newman no los empujó de ningún modo hacia Roma. Al contrario, les advirtió que no actuaran precipitadamente, ayudándolos y en ocasiones forzándolos a ver las cosas con calma y en la presencia de Dios. Procuraba evitar cualquier cosa que pudiera dar la impresión de ser una reacción ocasionada por una sensibilidad herida o por una atracción imprudente.
Para algunos de estos jóvenes, Littlemore fue una residencia temporal. Vivían con Newman y seguían un horario muy estricto. La casa, que aún está en pie, y las comidas eran austeras. Pasaban largas horas en oración, algunas veces en silencio y otras en común. Gran parte del día era pasado en silencio. Los períodos de recreo eran muy alegres, y Newman no hacía referencia entonces a problemas o preocupaciones. Él mismo invertía mucho de su tiempo ayudando a sus jóvenes compañeros en sus dificultades, contestando la numerosa correspondencia. Si le quedaba tiempo lo dedicaba al estudio. La vida en Littlemore no era tan tranquila como uno podría pensar a partir de esta descripción. Newman sufrió de la persecución de los curiosos y de quienes le acusaban de ser papista. Fue un tiempo muy doloroso. Dice en la Apología:
«¿Qué hace ese hombre en Littlemore? ¿Qué hacía allí? ¿No me he apartado de vosotros? ¿No he abandonado mi puesto y mi cargo? ¿Soy, acaso, el único de los ingleses que no tenga el privilegio de ir donde me dé la gana, sin que se me interrogue?... ¡Cobardes! Si yo diera un solo paso adelante, correríais desbandados. No os temo... Lo que me abruma es que los obispos siguen atacándome, aunque me he rendido completamente. Es este secreto temor de mi corazón el que me dice que ellos obran bien, porque no tengo parte con ellos. No puedo entrar o salir de mi casa sin que ojos curiosos se claven en mí. ¿Por qué no queréis dejarme morir en paz?» (Apo. 172).
Durante los primeros dos años en Littlemore, Newman intentó probar que la Iglesia anglicana no carecía de la señal de santidad. Publicó una serie de «Vidas de los Santos Ingleses». Pero el público no tuvo interés en ellas.
En 1843, decidió dedicarse a otras iniciativas. En febrero consideró que era su deber retractarse públicamente de cualquier cosa que hubiera dicho contra las enseñanzas y ritos de Roma.
La inesperada conversión de un joven al que Newman había tratado de retener en el anglicanismo, le empujó a renunciar a toda responsabilidad oficial dentro de la Iglesia anglicana. El 18 de septiembre fue relevado de sus responsabilidades en Santa María, y el 26 dio en Littlemore su último sermón titulado «La Separación de Amigos». Newman reconocía todo el bien que perdería al abandonar el anglicanismo. Reflexionó así sobre la Iglesia anglicana:
« ¡Oh, Madre mía!, ¿cómo te sucede esto: llueven sobre ti cosas buenas y no las puedes conservar, crías hijos y no te atreves a hacerlos tuyos? ¿Por qué no tienes la habilidad de usar sus servicios, ni el corazón para regocijarte con su amor? ¿Cómo es posible que cualquiera que sea generoso en su propósito, cariñoso o profundo en su devoción, flor y promesa tuya, salga de tu seno y no encuentre lugar en tus brazos? ¿Quién ha puesto esta injuria sobre ti... ser extraña a tu propia carne, y tus ojos crueles; para con tus pequeñuelos? Tu propia prole, el fruto de tu vientre, que te ama y que se sacrificaría por ti, tú lo ves con temor, como si fuera un monstruo, o bien lo rechazas como a una ofensa. A lo más, los toleras como si no tuvieran más derecho que a tu paciencia, compostura y vigilancia, para deshacerte de ellos tan fácilmente como puedas. Tú los haces 'permanecer quietos todo el día' como la única condición para soportarlos, o los despides a otro lugar donde sean mejor recibidos, o los vendes por nada al primer extraño que pase.
Y, ¡Oh, mi rebaño! ¡Oh, corazones dulces y afectuosos! ¡Oh, queridos amigos!, si llegáis a conocer a alguien cuya tarea haya sido, por escrito o por palabra, ayudaros de algún modo a actuar así, si alguna vez os dijo lo que sabíais de vosotros mismos, o lo que no conocíais, os ha revelado vuestros deseos y sentimientos, y consolado por el mero hecho de revelároslos, si os ha hecho sentir que existía una vida superior a ésta, y un mundo más brillante qué éste que veis, si os ha dado valor, si lo que dijo o hizo os ha llevado a interesaros por él, y os sentís inclinados hacia él, recordadle en los tiempos que vienen, aunque ya no le oigáis, y rezad por él para que en todas las cosas conozca la voluntad de Dios y esté listo en todo tiempo a cumplirla (S. D. 407-408. 409).
Newman vivía ahora en la Iglesia anglicana como un laico. Esperaría aún otros dos años antes de abandonarla. ¿Por qué esta espera? En sus escritos de este período encontramos suficientes observaciones sobre el estado cismático del anglicanismo. Pero, ¿estaba Newman convencido que la Iglesia Romana era la única Iglesia? El 4 de mayo de 1843 escribe a Keble:
«Estoy mucho más cierto de que Inglaterra está en el cisma que las adiciones de Roma al credo primitivo no sean desarrollos, surgidos de una penetración viva y necesaria del depósito divino de la fe» (Apo. 208).
En octubre del mismo año, escribi6 a Manning:
«... pienso que la Iglesia de Roma es la Iglesia Católica, y la nuestra no forma parte de la Iglesia Católica porque no está en comunión con Roma» (Apo. 221).
¿Había cambiado, tal vez, de opinión? Entonces, ¿por qué el retraso? Newman no cambió de opinión. En realidad estas dos cartas son muy diferentes. Newman trató de ser lo más claro posible con Keble y le indicó que su problema se hallaba en torno a la apostolicidad de la Iglesia Romana. En cambio, la carta a Manning fue una respuesta categórica en la que Newman afirmaba que la Iglesia Católica era la Romana y no la anglicana. Ahora bien, catolicidad y apostolicidad no son la misma cosa, aun cuando Newman reconociera que tenía que encontrar ambas en la verdadera Iglesia. Muy pronto, tuvo la impresión de que encontraría seguridad y paz en la Iglesia de Roma; pero sabía que no podría ceder a esta impresión antes de que su intelecto le dijese que no había otro camino, antes de estar seguro que en su búsqueda no había pecado contra la luz. Sólo el tiempo le pudo dar esta certeza. Consiguientemente, permaneció consciente de su deber hacia Dios, por los grandes dones intelectuales que había recibido a través de los que podía influir a otras personas y conducirlas a donde él mismo fuera. Escribió sobre estas cuestiones a su hermana Jemina:
«Aún pienso que, con el paso del tiempo y cuando las personas tengan la oportunidad de conocerme mejor, verán que estos prejuicios no se sostienen. Entonces llegarán a ver que mi motivo es simplemente que yo creo verdadera a la Iglesia de Roma, y que he llegado a esta convicción sin ninguna culpa de mi parte» (Moz. II 450).
A principios del verano de 1845 terminó el considerable trabajo de traducir, con anotaciones, artículos selectos de San Atanasia. Inmediatamente, empezó a poner por escrito sus reflexiones sobre el problema del desarrollo doctrinal. Estos pensamientos le ocuparían por casi dos años. La cuestión se reducía a probar históricamente si la Iglesia Romana era o no apostólica. Newman especificó las características del verdadero desarrollo doctrinal que conservarían la unidad sustancial de la verdad viva. Al definir estas características, observó que sólo podían ser encontradas en el desarrollo de la Iglesia Católica Romana.
No llegó a terminar el libro. Los datos objetivos tenían tal fuerza que no pudo esperar por más tiempo. El 8 de octubre de 1845 Newman escribía a un amigo:
«El Padre Dominic, el Pasionista... duerme aquí esta noche, huésped de mi amigo Dalgairns, a quien recibió hace diez días. No conoce mi intención, pero le pediré que haga la misma obra de caridad conmigo. No enviaré esta carta hasta que todo haya terminado» (L. D. XI 7).
Aquella misma noche Newman empezó su confesión, y a la mañana siguiente fue recibido en la Iglesia Católica Romana.
Podemos terminar aquí el relato de esta búsqueda de la luz. Puede ser resumida en las dos conversiones de Newman: la primera fue su movimiento hacia un Dios personal, la segunda hacia la Iglesia. Obviamente, ésta implica todo lo que pertenece a la vida de fe en la Iglesia de Cristo.
Dejamos a Newman a la edad de 44 años. Tenía 89 cuando murió. Podríamos continuar este relato trazando la respuesta a la luz que percibiera en la primera parte de su vida. Sin embargo, algo nos sorprende inmediatamente. Desde un punto de vista sobrenatural, Newman nunca se vio defraudado. Pero desde un punto de vista humano y terreno, su vida como católico encontró dificultades. Como anglicano, Newman había saboreado el éxito. Este consuelo le fue negado en gran medida en la segunda parte de su vida. Su sufrimiento le fue causado a veces por eclesiásticos. Pero no menguó nunca su amor por la Iglesia de Cristo, ni su alma de ap6stol, que siempre encontr6 la forma de continuar el trabajo que Dios le tenía reservado, aun cuando las circunstancias no fueran las ideales y sus talentos no pudieran ser 6ptimamente empleados.
Sabía que Dios podía disponer de él como quisiese, y que Él tenía sus propios planes y tiempos. Nunca pensó que vería el «tiempo de Dios» durante su propia vida; pero las sombras finalmente desaparecieron en 1879 cuando el Papa Le6n XIII, que le conocía desde 1840, decidi6 honrarle y destacar la obra que Newman había hecho a favor de la Iglesia al elevarlo a la dignidad de Cardenal.
Lutgart Govaert, en https://revistas.unav.edu
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