Mary Ann Glendon
El siguiente trabajo fue publicado inicialmente por la revista "First Things", dedicada a la investigación y a la educación, que está considerada la publicación de religión y vida pública más influyente de los Estados Unidos
Olga Castanyer
3. ¿Por qué no soy asertivo? Principales causas de la falta de asertividad
Si echo mi misma sombra en mi camino, es porque hay una lámpara en mí que no ha sido encendida (R. Tagore)
¿Por qué hay personas a las que, aparentemente, les resulta tan fácil tener una respuesta adecuada, “quedar bien” y salir dignos de las situaciones y personas para las que lo mismo significa un mundo? ¿Qué ocurre o ha ocurrido en la vida de unos y otros? Veamos las principales causas por las que una persona puede tener problemas de asertividad:
a) La persona no ha aprendido a ser asertiva o la ha aprendido de forma inadecuada
Las conductas o habilidades para ser o no ser asertivo se aprenden: son hábitos o patrones de conducta, como fumar o beber.
No existe una “personalidad innata” asertiva o no asertiva, ni se heredan características de asertividad. La conducta asertiva se va aprendiendo por imitación y refuerzo, es decir, por lo que nos han transmitido como modelos de comportamiento y como dispensadores de premios y castigos nuestros padres, maestros, amigos, medios de comunicación, etc.
Ocurre a veces, que la persona no asertiva no da con la solución a su problema, porque la busca sin salirse de su patrón de conducta y pensamiento. Por ejemplo: Elena, la persona sumisa descrita anteriormente, era considerada la “buena” de la familia, el “apoyo de su madre”. Eso la reforzaba mucho, la hacía sentirse realizada como persona, entre otras cosas, porque no recibía ningún otro refuerzo de otro lado. Al planteársele un cambio hacia una conducta más asertiva, Elena reaccionó muy en contra, pese a estar deseándolo en teoría, porque temía volverse “revolucionaria” y perder así el afecto y el único refuerzo que tenía en su vida: su madre.
En la historia de aprendizaje de la persona no asertiva pueden haber ocurrido las siguientes cosas:
• Castigo [4] sistemático a las conductas asertivas: entendiendo por castigo no necesariamente el físico, sino todo tipo de recriminaciones, desprecios o prohibiciones.
• Falta de refuerzo [4] suficiente a las conductas asertivas: puede ocurrir que la conducta asertiva no haya sido sistemáticamente castigada, pero tampoco suficientemente reforzada. La persona, en este caso, no ha aprendido a valorar este tipo de conducta como algo positivo.
• La persona no ha aprendido a valorar el refuerzo social: si a una persona le son indiferentes las sonrisas, alabanzas, simpatías y muestras de cariño de los demás, no esgrimirá ninguna conducta que vaya encaminada a obtenerlos.
• La persona obtiene más refuerzo por conductas sumisas o agresivas: este es el caso de la persona tímida, indefensa, a la que siempre hay que estar ayudando o apoyando. El refuerzo que obtiene (la atención) es muy poderoso. En el caso de la persona agresiva, a veces, el refuerzo (por ejemplo, “ganar” en una discusión o conseguir lo que se quiere) llega más rápidamente, a corto plazo, si se es agresivo que si se intenta ser asertivo.
• La persona no sabe discriminar adecuadamente las situaciones en las que debe emitir una respuesta concreta: la persona a la que los demás consideran “plasta, pesado” está en este caso. Esta persona no sabe ver cuándo su presencia es aceptada y cuándo no, o en qué casos se puede insistir mucho en un tema y en cuáles no. También está en este caso la persona “patosa” socialmente, que, por ejemplo, se ríe cuando hay que estar serios o hace un chiste inadecuado.
b) La persona conoce la conducta apropiada, pero siente tanta ansiedad que la emite de forma parcial
En este caso, la persona con problemas de asertividad ha tenido experiencias altamente aversivas (de hecho o por lo que ha interpretado) que han quedado unidas a situaciones concretas. En Psicología se denomina a este fenómeno “condicionamiento” o “generalización”. Dichas experiencias pueden haber sido objetivamente ansiógenas, como en el caso de un inmigrante al que se discrimina, o subjetivas, es decir, nacidas en la mente de la persona. Por ejemplo, alguien se puede haber sentido muy diferente y externo a un grupo en el que se ha visto obligado a estar (niño nuevo en una clase), aunque quizás el grupo no lo sentía así.
Situaciones de este estilo pueden dejar en la persona un poso de ansiedad tan grande, que a partir de ese momento su respuesta asertiva se ve mermada. Si la persona tiende a generalizar a otras situaciones, pronto todas sus respuestas asertivas sufrirán con esta ansiedad; si no, por lo menos las que se parezcan o tengan algo que ver con la situación inicial suscitarán reacciones de ansiedad.
c) La persona no conoce o rechaza sus derechos
La educación tradicional nos ha pretendido hacer sumisos. Algunos más, otros menos, todos hemos recibido mensajes del estilo “obediencia a la autoridad”, estar callados cuando hable una persona mayor, no expresar la opinión propia ante padres, maestros, etc. Si bien esto responde a un modelo educativo más antiguo, sorprende ver cómo personas jóvenes relatan historiales llenos de reproches, padres autoritarios, prohibiciones para ser ellos mismos, etc.
Por supuesto que lo anteriormente dicho, tomado en su justa medida, es una sana aplicación pedagógica para que el niño aprenda a respetar a los demás y a ser educado, pero ¡cuántas veces se exageran estas normas en nombre de una “buena educación”!
Existen una serie de suposiciones tradicionales que a primera vista parecen “normales”, pero que, recibidas de forma autoritaria e insistente, pueden hacer mucho daño a la persona, haciéndola sentirse inferior a los demás y sin capacidad para cambiar. Estas “suposiciones tradicionales” pueden ser, por ejemplo: “Es ser egoísta anteponer las necesidades propias a las de los demás”. Según y como entendamos esta máxima, puede ser una sana declaración de principios o, por el contrario, algo que hunde a la persona que lo tome demasiado al pie de la letra. Porque algunas veces, tenemos el derecho de ser los primeros. Otra cosa que nos han transmitido a casi todos es: “hay que ser siempre lógico y consecuente”, es más, la persona que, por ejemplo, tiene claro desde pequeño la carrera que va a elegir, el trabajo al que se piensa dedicar, pasa por ser una persona seria, congruente y valorable. Pero ¿no tenemos derecho, de vez en cuando, a cambiar de línea de acción o de idea? Una tercera máxima, muy extendida, es la que indica que “es vergonzoso cometer errores. Hay que tener una respuesta adecuada siempre, no hay que interrumpir, no hacer demasiadas preguntas”. Sin embargo, todos tenemos derecho, en un momento dado, a cometer errores, a pedir aclaraciones, a quedar como ignorante si algo no se sabe realmente.
Últimamente, tal vez se prodiga menos este modelo sumiso en el niño. A cambio, medios de comunicación y agentes sociales bombardean con otro mensaje: hay que ser agresivo, subir por encima de los demás, ser “más” que otros.
En el fondo, ambos modelos no están tan diferenciados entre sí como pueda parecer: ambos supeditan a la persona a la opinión de los demás o la imagen que den al exterior, en vez de centrar la autoestima en los propios logros y respecto a uno mismo. Ambos clasifican el mundo en ganadores y perdedores, en estar “por encima” o “por debajo”, en vez de contemplar a los demás como iguales a uno mismo. En suma, ambos pasan por alto los derechos que todos tenemos y que nos harían ser personas asertivas.
¿Qué son los Derechos Asertivos? Son unos derechos no escritos, que todos poseemos, pero que muchas veces olvidamos a costa de nuestra autoestima. No sirven para “pisar” al otro, pero sí para considerarnos a la misma altura que todos los demás.
En la siguiente página, te presentamos la lista de los principales derechos asertivos que todos poseemos. Si te los lees, seguramente pensarás: “ya, claro, eso ya lo sabía yo”, pero párate a reflexionar un momento. ¿Realmente haces uso de tus derechos, te acuerdas de ellos en momentos puntuales? Como dice P. Jakubowski:
“Si sacrificamos nuestros derechos con frecuencia, estamos enseñando a los demás a aprovecharse de nosotros”.
d) La persona posee unos patrones irracionales de pensamiento que le impiden actuar de forma asertiva
Al describir las principales características de la persona sumisa, agresiva y asertiva, reflejábamos las típicas creencias y esquemas mentales que tiene cada uno de ellos. Así, recordaremos que la persona sumisa suele guiarse principalmente por este esquema mental: “Es necesario ser querido y apreciado por todo el mundo”, mientras que la agresiva puede tener este: “Es horrible que las cosas no salgan como a mí me gustaría que saliesen”.
Estas “creencias” o esquemas mentales, así expresadas, son parte de una lista de 10 “Ideas Irracionales” que Albert Ellis ideó hace ya unos años. Vamos a explicar, de manera rápida y algo “sui géneris”, en qué consisten estas Ideas Irracionales.
Se supone que todos tenemos, desde pequeños, una serie de “convicciones” o “creencias”. Éstas están tan arraigadas dentro de nosotros, que no hace falta que, en cada situación, nos las volvamos a plantear para decidir cómo actuar o pensar. Es más, suelen salir en forma de “pensamientos automáticos”, tan rápidamente que, a no ser que hagamos un esfuerzo consciente por retenerlas, casi no nos daremos cuenta de que nos hemos dicho eso.
Una típica convicción puede ser la de que necesitamos sentirnos apoyados o queridos para sentirnos a gusto. Otra podría ser la necesidad de sentirnos competentes en algún área de nuestra vida para tener la autoestima medianamente alta.
Albert Ellis, psicólogo de los años 50, delimitó 10 de estas convicciones, que todos poseemos en mayor o menor medida. Están reflejadas en la siguiente página. Ellis las llamó “irracionales” ya que, según él, no responden a una lógica ni son objetivas. En efecto, tomadas al pie de la letra, nadie realmente “necesita” ser amado para sobrevivir, ni “necesita” ser competente para tener la autoestima alta.
Pero dado que no somos máquinas y que, por suerte o por desgracia, amamos, odiamos, estamos tristes y somos felices, no se puede pedir a nadie que no posea estas ideas, por lo menos en algún grado. Por lo tanto, yo traduciría la teoría de Ellis en lo siguiente: todos poseemos estas ideas en algún grado. Por supuesto que casi todos nos sentimos mejor si contamos con un apoyo, si nos sentimos queridos; por supuesto que, para tener una buena autoestima se requiere, entre otras cosas, considerarse competente y saber mucho de algo.
El problema comienza cuando una o varias de estas creencias se hacen tan importantes para nosotros, que supeditamos nuestras acciones y convicciones a su cumplimiento. Por ejemplo: la persona para la cual es absolutamente vital recibir el afecto de los demás, buscará este apoyo en todo lo que haga, es decir, intentará gustar a todo el mundo, estará constantemente temerosa de “fallarles” a los demás, interpretará gestos y palabras como “ya no me quieren”, etc.
Lo mismo le ocurre a la persona que necesita ser competente y hacerlo todo bien para sentir que vale algo. Esta persona pronto se convertirá en un perfeccionista, que nunca estará satisfecho con lo que haga, que se autorreproche y culpabilice ante cualquier error y que tenga puesto su listón tan alto que difícilmente pueda llegar a él. Cualquier exageración de una de estas creencias o convicciones puede proporcionar un considerable sufrimiento a la persona que las vive de esta forma, y suele traducirse en alguna conducta disfuncional. Así, la persona que tenga como necesidad suprema la Idea nº 1 (“Es necesario ser amado o aceptado por todo el mundo”), no puede ser asertiva, ya que, para ella, es intolerable no caer bien a los demás y una excesiva asertividad le parecería peligrosa para cumplir este objetivo. A la persona agresiva le ocurrirá lo mismo, pero al revés: la asertividad le parecerá demasiado amenazante porque puede quedar como excesivamente “blanda” ante los demás, sobre todo si tiene muy arraigada la Idea Irracional nº 3 (“Hay gente mala, despreciable, que debe ser castigada por ello”), y también si su Idea es la nº 4 (“Es horrible que las cosas no salgan como a mí me gustaría que salieran”), ya que la conducta asertiva implica ceder de vez en cuando y obtener las cosas con paciencia y consenso, cosas incompatibles con la rigidez mental que sugiere esta última creencia irracional.
La persona, normalmente, no tiene la “culpa” de poseer estas convicciones. La mayoría de las veces, éstas se van formando a lo largo de la educación y, si no se hace nada en contra u ocurre algo muy fuerte, se van afianzando y reforzando cada vez más.
Muy frecuentemente, se trata de máximas que van circulando por la sociedad y que se dan por hechos asumidos. Como decíamos antes, hace un tiempo se nos transmitía un patrón de conducta sumisa, ahora, el patrón de conducta tiende más hacia la agresividad, pero siempre se nos transmite una conducta defensiva. Las creencias que circulan por la sociedad desde tiempo inmemorial son del estilo: “tengo que defenderme de los demás; si no, me hacen daño”; “es peligroso mostrarse débil, se pueden aprovechar de ti”; “no puedo mostrar mis verdaderos sentimientos. Es peligroso lo que puedan pensar los demás de mí”, etc.
Repasa una a una las Ideas Irracionales de Ellis e intenta pensar qué patrones de conducta sumisa puede desencadenar cada una de ellas si se poseen como una “necesidad imperiosa” [5].
4. Trabajando con la asertividad: identificación de las conductas erróneas
Dado que los tipos “sumiso”, “agresivo” y hasta el “asertivo”, tal y como los describíamos en el capítulo precedente, no existen como “tipos puros”, puede resultar difícil saber cuándo una persona comparte con el común de los mortales algunas dificultades para comunicarse asertivamente y cuándo estas dificultades se están convirtiendo en “problema psicológico”. Desde el punto de vista cognitivo-conductual, un “problema” no es tal porque figure en los libros con una serie de síntomas descritos, sino porque una persona (y, en algunos casos, las personas cercanas) siente que las dificultades que tiene son para ella un “problema”. Es decir, si alguien es absolutamente asocial, solitario e introvertido, pero está satisfecho con esa forma de ser y no molesta a nadie que le sea cercano (y aún en este último caso habría que analizar dónde y en quién está el problema), esta persona no tiene un problema y no hay que obligarle a cambiar si él/ella no quiere. En el momento en el que esa forma de ser le traiga dificultades o le resulte molesta para la consecución de algún fin, será la propia persona la que defina sus dificultades como “problema”. El que emprenda pasos para mejorar es otro tema más complicado (existen muchas “defensas”, autoengaños, etc.) que ahora no vendría al caso. El hecho es que existen muchas personas que sufren con sus dificultades de comunicación y que existen diversas técnicas encaminadas a paliar estas dificultades.
Para ello, lo mejor es comenzar por saber exactamente qué problemas se tienen y dónde, cuándo y cómo ocurren, cosa que, frecuentemente, no se sabe con precisión. Seguramente, las personas que estéis leyendo este libro pensaréis: “pues yo sí que sé qué problemas de asertividad tengo y en qué situaciones”; es cierto, pero de “saber” a delimitar exactamente las circunstancias que hacen que se tenga esa dificultad, hay un paso. ¿Sabéis, por ejemplo, de qué dependen vuestras dificultades? ¿Habéis observado si ocurren en presencia de una persona concreta, de una situación específica, o si dependen de lo que os decís en cada momento? ¿Tenéis claro cuáles son las convicciones irracionales que están condicionando vuestra conducta?
Es sumamente importante poder responder a estas preguntas si se quiere hacer algo por solucionar un problema de asertividad. Si no se delimita exactamente el problema, no podrá solucionarse nunca.
La primera regla para entresacar la intrincada red de circunstancias que rodean una conducta es pensar: ¡no sé nada respecto a esta conducta! Es así como podremos saber realmente qué está ocurriendo, sin dejarnos influir por pensamientos como “esto ya lo sé”, “no me hace falta analizar si ya me conozco”, etc.
El segundo paso será poner en práctica una serie de métodos de observación que nos permitan conocer mejor nuestra conducta-problema y las circunstancias por las que se ve influida, a fin de poder enfocar correctamente los pasos que nos van a llevar a modificarla.
Veamos, pues, qué es lo que se necesita para saber exactamente qué ocurre con nuestra conducta-problema y cómo podemos afrontarla:
1. Una correcta formulación del problema
2. Una observación precisa y exhaustiva sobre las circunstancias que rodean la conducta-problema
3. Un análisis detallado de los datos que se hayan sacado, a fin de detectar qué está manteniendo la conducta (por qué no desaparece) y cómo podemos modificarla.
4.1. Formulación correcta del problema
Saber cuál es la conducta que nos causa problemas no basta para poder afrontarla adecuadamente. Hace falta que nos la formulemos a nosotros mismos de forma precisa y objetiva.
Así, por ejemplo, Elena y Juana, las personas con problemas de asertividad (Elena sumisa y Juana agresiva) que describíamos al principio, relataron su problema en la primera entrevista de la siguiente forma:
Elena:
“Tengo muchos problemas a la hora de hablar con la gente. Nunca sé qué decir y las conversaciones se terminan enseguida. Creo que es porque tengo tanto miedo a meter la pata que prefiero no decir nada”.
Juana:
“No sé qué me pasa con la gente. Yo creo que están acostumbrados a que siempre haya alguien que les saque las castañas del fuego y, si les fallo en ese sentido, ya les caigo mal y me ponen malas caras”.
Parece que digan mucho, pero, en el fondo, con estas palabras no nos han dicho nada. No podríamos empezar a trabajar basándonos solamente en este párrafo.
Necesitamos tener contestadas una serie de cuestiones para poder centrarnos y saber en qué consiste realmente el problema. Estas son:
– Con quién ocurre (jefes, compañeros, hombres, mujeres, niños; alguna persona o personas sueltas, etc.)
– Cuándo ocurre (momento y lugar) (en el trabajo, con los amigos, en reuniones, en actos sociales, con mi pareja...)
– Qué es lo que me preocupa de la situación (lo que piensan los demás, lo que pienso yo, quedar mal, hacer el ridículo, parecer tonto, etc.)
– Cómo lo suelo afrontar normalmente (evito las situaciones problemáticas, me “pego” a alguien, no digo nada, intento a toda costa decir algo, etc.)
– Por qué no soy asertivo/a con esta conducta concreta; dicho de otra forma: qué temo que ocurra si me mostrara asertivo (no se me acepte, se me considere un jefe duro, no se me quiera, etc.)
– Cuál es el objetivo que persigo al querer cambiar mi conducta (que se me estime profesionalmente, que se me tenga afecto, que no me tomen más el pelo, etc.)
Veamos cómo cambia la formulación de Elena si intenta contestar a las preguntas citadas anteriormente:
“En las reuniones informales, por ejemplo, en una boda o en fiestas del trabajo (no me muevo en otros ambientes), me cuesta mucho conversar con la gente. Nunca me acerco a grupos ni a personas sueltas y cuando se acercan a mi, contesto con monosílabos y no aporto nada por mi parte. Intento pensar rápidamente en algo que decir, pero me quedo bloqueada. Mi mayor temor es que pueda decir algo que moleste a los demás. Con sólo poder conversar de manera fluida cuando alguien se acerque a mí me conformaría”.
Si Juana contestara las preguntas anteriores, podría decir:
“En mi trabajo y en la Facultad (con mis amigos íntimos no), tengo dificultades para relacionarme con la gente, ya que siempre parece haber problemas de poder entre ellos y yo. Creo que me tienen para sacarles las castañas del fuego. El caso es que me siento mal cuando veo corrillos de gente cuchicheando y riéndose, porque pienso que están hablando de mí. Cuando veo esto, me encaro directamente con ellos, para que no crean que soy tonta y no me doy cuenta de las cosas. Si me mostrara más ‘blanda’, me tomarían por el pito del sereno. Lo único que pretendo es que me dejen vivir tranquila”.
Esto ya comienza a parecerse a un instrumento de trabajo y aún así, a un psicólogo no le bastaría. Hace falta más, mucho más, para saber qué condiciona exactamente la conducta y cuáles son los pasos a emprender para evitarlo.
4.2. Observación precisa
En terapia, invertimos unas cuatro sesiones en realizar una exhaustiva entrevista a la persona. En ella, nos informamos de lo que ocurre alrededor y en el interior de la persona cada vez que ocurre el problema.
Por supuesto, aquí no podemos plasmar las cuatro sesiones de entrevista que realizamos a las personas, pero sí un resumen de las cuestiones principales.
Normalmente, se divide la conducta en las tres áreas cognitiva, motórica (o comportamiento externo) y emocional. A partir de ahí, se plantean preguntas que respondan a las siguientes cuestiones:
Área cognitiva
– ¿Qué pienso exactamente antes de enfrentarme a una situación que temo?
– ¿Qué pienso o qué me digo durante la situación, mientras estoy actuando y/o actúan los demás?
– ¿Qué pienso después de finalizada la situación temida, cuando saco conclusiones sobre lo ocurrido?
Área motórica
– ¿Qué hago exactamente en las situaciones temidas? ¿Me quedo callado, contesto agresivamente, huyo de la situación...?
– ¿Qué habilidades sociales poseo de hecho? Esto lo sabré si me observo en situaciones sociales en las que no estoy tenso o lo estoy menos. En estos casos ¿tengo la misma conducta que en las situaciones temidas? ¿cuál es la diferencia?
Área emocional
– ¿Cómo me siento en las situaciones que me cuesta afrontar?
– ¿Qué síntomas físicos experimento durante la situación: taquicardia, sudoración, pérdida de visión momentánea, mareos, tartamudeo... ¿En cuánto me influyen a la hora de actuar?
También es importante explorar y observar las situaciones concretas que nos causan temor:
– ¿Qué personas o tipo de personas suelen estar presentes?
– ¿Tienen algo en común las situaciones que temo, por ejemplo: mismo lugar, mismo tipo de situación (formal, informal, fiestas, reuniones...), mismas personas...?
– ¿Qué hace que me tranquilice, me sienta más seguro me tense, me sienta ansioso/a? ¿Influye en ello alguna persona, alguna reacción hacia mí, algún gesto o comentario?
Por supuesto, estas preguntas no son suficientes de cara a iniciar una terapia, pero pueden servir a las personas que estéis leyendo este libro para comenzar a explorarse y adquirir una nueva actitud hacia los problemas de asertividad.
La clave para poder contestar correctamente a estas preguntas es observar atentamente cuándo, cómo, en qué circunstancias ocurre la conducta y qué sucede a la vez en el interior de la cabeza de la persona que la está emitiendo. En terapia, como ya hemos dicho, utilizamos para ello unas cuatro sesiones y damos “deberes” (autorregistros) a la persona, para que ésta se autoobserve durante la semana. En estas páginas, no pretendemos plasmar un manual completo de autoobservación. Daremos, simplemente, unas cuantas pautas por si algún lector quiere practicar la autoobservación y mostraremos unos registros realizados por personas que hemos tenido en consulta.
4.3. Cómo autoobservarme correctamente
Para poder contestar mejor a preguntas del tipo de las expuestas anteriormente, es necesario realizar una precisa autoobservación que nos permita detectar exactamente cuándo, cómo, con quién y en qué circunstancias emitimos una conducta problemática; con qué frecuencia la emitimos y si la intensidad (más o menos fuerte) de la conducta depende de los factores anteriormente dichos. Observar cómo afrontas las situaciones es esencial, ya que te permite saber cómo reaccionas en el presente, pero también cómo vas progresando y qué tienes que hacer para cambiar tu conducta. Observar y anotar tu comportamiento te será de ayuda inmediata, ya que irás adquiriendo más y más conciencia del mismo. Además, así dispondrás de un instrumento de evaluación objetivo del cambio que se produce a lo largo del tiempo en el comportamiento sometido a observación.
A veces ocurre que el mero hecho de autoobservarte hace que modifiques tus conductas; es la llamada “reactividad” de la observación. A veces, esta reactividad es negativa: hace que la persona se obsesione más con su conducta, al tener que estar pendiente de ella. Pero en la mayoría de los casos, si se realiza correctamente, esto no ocurrirá y la posible alteración positiva del comportamiento que tenemos habitualmente, desaparecerá pronto, en cuanto nos hayamos habituado a este tipo de observación. Por ello, la autoobservación por sí sola no basta para modificar nuestra conducta. Es sólo el primer paso de toda una serie de estrategias encaminadas a modificar una conducta que nos causa problema, pero en ningún caso nos bastará sólo con observar.
Hay que tomarse un tiempo, por lo general, de tres semanas a un mes, durante el cual estaremos observando nuestra conducta externa e interna. Un período de tiempo menor no nos daría una información lo suficientemente precisa como para poder saber exactamente qué nos ocurre y podríamos incurrir en sacar conclusiones precipitadas sobre la causa de nuestro problema. Esto nos llevaría a intentar modificar nuestra conducta de forma errónea o a continuar en la misma línea que seguíamos hasta ahora. Ambos casos no nos resolverían el problema y, en el peor de los casos, nos darían una sensación de frustración y de irremediabilidad respecto a nuestro problema.
Existen dos tipos de instrumentos que nos pueden ayudar a observar mejor nuestra conducta: las escalas y los autorregistros.
Bajo el término “escalas” se engloban todo tipo de tests, cuestionarios e inventarios que exploran de forma objetiva datos tales como los principales síntomas de un problema, su frecuencia, las circunstancias que lo rodean, etc. Para el tema de la Asertividad existen muchos cuestionarios. Entre ellos, los más utilizados son:
– Inventario de Asertividad de Rathus
– Cuestionario de Asertividad de Sharon y Gordon Bowers
– Inventario de Aserción de Fensterheim, adaptado de Rathus, Lazarus, Troy y Wolpe
Recientemente ha aparecido una escala que mide la asertividad en español, realizada por Elena Gismero. Se trata de la Escala de Habilidades Sociales (EHS) y está editada por TEA en el año 2000.
También puede ser interesante explorar el grado y tipo de tensión que se experimenta ante las situaciones que más dificultades causan. Entre otros, están los inventarios:
– Inventario de Tensión de Fensterheim y Baer
– Cuestionario de Temores, de Wolpe
Pero lo que verdaderamente nos va a dar la clave, si lo sabemos analizar bien, de nuestras dificultades, son los autorregistros. Un autorregistro es una hoja de papel en la que se apuntan, a medida que van ocurriendo, las conductas problemáticas, los factores que intervienen en ellas, las circunstancias que las rodean, etc. Se utiliza tanto para realizar una observación inicial, a lo largo de tres o cuatro semanas, como para ir viendo los progresos que se realizan una vez iniciado un tratamiento del problema. Igualmente, puede servir para analizar posibles fracasos y ver qué se puede hacer la siguiente vez.
No existe un modelo estándar de autorregistro. Lo importante es tener en cuenta que el autorregistro es un método para observar y registrar tanto la conducta manifiesta (pública) como la encubierta (pensamientos y sentimientos). Al final del capítulo os presentamos varios modelos de autorregistro. Como veréis, pueden variar los factores a registrar, dependiendo de lo que se busca, de si estamos registrando nuestra conducta antes de haberla modificado, durante o después, etc. Sin embargo, hay algunos determinantes que siempre se deben de registrar:
– la frecuencia de aparición de la conducta problema. Es decir: ¿cuántas veces ocurre al día/semana/mes? ¿Ocurre en todas las ocasiones o sólo a veces? ¿De qué depende?
Normalmente, esto se recuenta apuntando simplemente el día y la hora en que sucedió la conducta a observar y la situación y las circunstancias que la precipitaron.
– La intensidad o “gravedad” que para cada uno tenga la conducta. Interesa lo que la persona entienda como “grave”, no lo que objetivamente “debería” de ser grave o leve. Esto es así, porque lo que la persona interprete como “grave” estará influyendo en sus pensamientos y, consiguientemente, en sus sentimientos y conducta.
Para apuntar mejor la intensidad, se puede establecer un sistema de números (1-5), que vayan de menor a mayor gravedad, o poner, simplemente, “grave” - “intermedio” - “leve”.
– La conducta concreta que se haya realizado, entendiendo bajo conducta tanto la interna como la externa, es decir, lo que se ha hecho, lo que se ha pensado al respecto y lo que se ha sentido física o anímicamente.
Otros datos a poner podrían ser la repercusión (también interna o externa) que la conducta haya tenido en uno mismo o los demás, la idea irracional subyacente, las posibles cosas a modificar, etc.
Una de las ventajas de los autorregistros frente a otras formas de medir las conductas problemáticas consiste en que la persona no tiene que recordar situaciones pasadas para llegar a conclusiones sobre su problema, con la consiguiente distorsión que esto conlleva, sino que va anotando los episodios en el momento en el que ocurren (o, como muy tarde, la misma noche en que han sucedido), con lo cual, el grado de fiabilidad de la información es mucho mayor. Pero para ello, es necesario llevar un registro exacto. Es imperativo que éste sea escrito y que la persona se comprometa a rellenarlo todos los días o en todas las ocasiones en las que ocurre algo relacionado con el problema. Llevando así una hoja de datos diaria, se tendrá evidencia objetiva sobre los cambios que se van experimentando. Si no se realizan las anotaciones regularmente, se tendrá que confiar en la memoria y ésta es un método de autoobservación muy inexacto, tal y como han demostrado múltiples investigaciones.
Aún con todo lo dicho, a veces, la conducta registrada se hace de forma inexacta. Los mensajes irracionales que nos mandamos suelen ser muy poderosos y distorsionan a menudo las cosas que vemos, sobre todo, si algo nos está afectando y entronca directamente con alguna creencia irracional. Así, por ejemplo, una persona que tema mucho quedar en ridículo o que está continuamente pendiente de lo que piensan los demás de él, anotará quizás “se dieron cuenta de que estaba nervioso”, “todos me miraron con cara extrañada” y hasta “me puse colorado”, sin evidencia de que esto haya ocurrido realmente. La propia conducta se ensombrece, la persona sólo se fija en los aspectos negativos y al cabo de un tiempo de estar registrando, se sentirá muy desalentada.
Lo ideal sería que, paralelamente al autorregistro, otra persona de confianza le relate al interesado cómo “ha quedado”, visto desde fuera. Evidentemente, esta persona no puede seguirle a todas partes para observarle. Pero basta una muestra de situaciones en las que ambos puedan contrastar sus puntos de vista sobre la actuación en cuestión para que la persona interesada sepa si tiene tendencia a filtrar la realidad o si contempla las cosas de forma objetiva y realista. Por ello, convendría que la persona elegida fuera alguien que compartiera con el interesado situaciones de diversa índole, es decir, que fuera su pareja, sus padres o hermanos o algún amigo de mucha confianza.
Estos son algunos ejemplos de posibles autorregistros. Están rellenados por personas que mostraban dificultades de asertividad y que acudieron a nuestra consulta.
(En este registro, se rellena una hoja por situación, mientras que en los otros que presentamos, se pueden poner varias situaciones en una misma hoja).
Olga Castanyer, en psicocarlha.com/
Notas:
4. Para mayor comprensión de los conceptos “refuerzo” y “castigo” ver capítulo 7.1.
5. La solución la tienes en el capítulo 5, “Aplicación de la Reestructuración Cognitiva a problemas de Asertividad”.
Olga Castanyer
Lancémonos, pues a mejorar la calidad de nuestras relaciones
Introducción
Asertividad... ¿qué era eso? Me suena haberlo oído, pero ahora no lo localizo...
De esta y muchas formas parecidas pensarán la mayoría de las personas que se acerquen a hojear este libro. Si en vez de utilizar ese término decimos “habilidades sociales”, el tema ya empieza a sonar más. Y si finalmente decimos “trata de cómo quedar bien con todo el mundo y no dejarse pisar”, quedarán aclaradas ya todas las incógnitas y la gente respirará tranquila. Aparentemente.
Porque este libro habla de eso y no habla de eso.
El tema de las llamadas “habilidades sociales”, con su derivado, la asertividad, está cada vez más a la orden del día, hasta estar convirtiéndose, sobre todo en el mundo empresarial, en una “moda”. Parece como si, de pronto, a todo el mundo se le hubiera ocurrido que posee pocas habilidades sociales y quisiera mejorarlas; y también parece que, si no se desarrollan al máximo estas habilidades, nunca conseguiremos vender correctamente un producto o tener éxito en nuestra profesión.
El concepto de “asertividad” conlleva un peligro. Los lectores que hayan acudido a uno de los llamados “cursos de asertividad” o hayan leído ciertos libros sobre el tema, pueden estar algo asustados (o excesivamente entusiasmados) ante la supuesta pretensión que se persigue con ellos: estar por encima de los demás, no dejarse apabullar en ningún caso y ser, en definitiva, siempre el “que gana”.
Pues bien, la asertividad, así como la trataremos en este libro, no es eso. Aquí vamos a intentar situarla muy cerca a la autoestima, como una habilidad que está estrechamente ligada al respeto y cariño por uno mismo y, por ende, a los demás.
Quien busque en este libro la clave para ganar siempre o para quedar indiscutiblemente por encima del otro, hará mejor en no leerlo, ya que se sentirá rápidamente frustrado. No encontrará ningún “truco” que le lleve a ser el mejor.
Pero quien busque aumentar el respeto por sí mismo y por los demás, mejorar sus relaciones y, en último extremo, contribuir a aumentar su autoestima, tiene en sus manos un libro que le quiere ayudar a ello.
A lo largo del libro, el lector se irá encontrando con propuestas de ejercicios, la mayoría para realizar solo, algunos en pareja o en grupo. Os invito a realizar estos ejercicios, cada uno con vuestros temas particulares, para así poder participar de forma activa en la lectura del libro y sacar más provecho de ello.
Para facilitar la localización de estos ejercicios, los señalaremos siempre con el carácter:
Alguien, todavía, puede pensar: “¿pero a quién va dirigido exactamente este libro? ¿A psicólogos, a expertos en el tema, o a personas ‘de la calle’ que quieran saber más?”. La respuesta es muy clara: a todos. No es, desde luego, un libro “profesional” escrito para iniciados en la materia; es, o pretende ser, algo escrito desde una experiencia clínica para todo aquél que quiera saber más sobre relaciones humanas, aprender para su propia experiencia o acercarse a alguna dificultad que tenga en esta materia.
Citando al gran Rabinranath Tagore, ¿quién no ha tenido alguna vez sentimientos parecidos y ha deseado poder actuar de otra forma?:
“Quería decirte las palabras más hondas que te tengo que decir, pero no me atrevo, no vayas tú a reírte. Por eso me río de mi mismo y desahogo en bromas mi secreto. Si, me estoy burlando de mi dolor, para que no te burles tú.
Quería decirte las palabras más verdaderas que tengo que decirte, pero no me atrevo, no vayas a no creerme. Por eso las disfrazo de mentira y te digo lo contrario de lo que te quisiera decir. Si, hago absurdo mi dolor, no vayas a hacerlo tú.
Quisiera decirte las palabras más ricas que guardo para ti, pero no me atrevo, porque no vas a pagarme con las mejores tuyas. Por eso te nombro duramente y hago alarde despiadado de osadía. Si, te maltrato, de miedo a que no comprendas mi dolor (...)”.
Lancémonos, pues, a mejorar la calidad de nuestras relaciones.
1. Las incógnitas de una psicóloga
A veces, en medio de mi práctica cotidiana como psicóloga clínica, tengo necesidad de hacer un parón. Me reclino ante mi mesa, repleta de papeles, historias clínicas, libros de consulta, y miro a mi alrededor por el despacho que desde hace años acoge y escucha a las personas que acuden a explicar su problema. ¡Qué no habrán escuchado estas paredes, qué peso no habrá soportado el viejo sofá negro, que tan pronto sirve de asiento, como de colchón para relajarse, como de banco de una estación en un improvisado role-playing! [1].
Una consulta psicológica es como la otra cara de la vida: allá fuera nos sonríen brillantes hombres de negocios, triunfadores profesionales, dicharacheras amas de casa y divertidos estudiantes a los que nunca parece preocuparles nada. Aquí dentro, salen a la luz los niños tímidos, los adolescentes excluidos de su grupo, los hijos que se sentían rechazados, no queridos, solos...
A lo largo de estos años de consulta, me han ido surgiendo una serie de cuestiones, difíciles de contestar, pero que, pienso, son de vital importancia para comprender la naturaleza humana, como puede ser la tremenda importancia que tienen en la vida los padres (¿Cómo es posible que un hombre hecho y derecho de cuarenta años tiemble de terror ante su padre, anciano e inválido? ¿Qué ha pasado para que una chica guapa, inteligente y culta vea su vida oscurecida por la culpabilidad que siente respecto a su madre?) o la religión y la moral, hasta el punto de destruir internamente a una persona a fuerza de hacerla sentirse culpable y mala.
Otra de estas cuestiones, a la que últimamente doy más vueltas, se refiere al concepto de “respeto”: ¿Qué hace realmente que se respete a una persona? ¿Por qué hay personas ante las que se tiene un natural respeto, de las que no se burla nadie, a las que nadie levanta la voz, y personas que suscitan en los demás la burla, el desprecio; hombres y mujeres a las que se pisa y humilla?
Cuando vienen a consulta personas que se consideran tímidas, faltas de habilidades sociales, torpes o solitarias, chocamos una y otra vez con este tema: no se sienten respetadas, parece que los demás les pasan por alto, les rechazan o les excluyen. ¿Por qué? ¿Son todos ellos personas feas, bajitas, débiles, patosas? ¿Tienen algún defecto físico que pueda hacer que alguien les considere “inferiores”? No, en absoluto. Es más, hay muchas personas feas, bajitas, débiles, con defectos físicos, que sí son respetadas. Y personas guapas, fuertes y altas que son sistemáticamente ignoradas por los demás.
¿Será la capacidad de defenderse, de contestar a los demás la que marca la diferencia? También aquí nos encontramos que no necesariamente. Hay personas que, efectivamente, se defienden, piden que se les deje en paz, o tratan de no contestar o de hacer oídos sordos ante faltas de respeto e imprecaciones... pero hay algo en su forma de decirlo que hace que no se les tome en serio, que su palabra quede invalidada o ignorada por los demás.
Suelen ser personas inseguras, desde luego. ¿Será pues, la inseguridad el factor determinante? Pudiera parecer que sí, pero si lo pensamos bien, veremos que tampoco es eso solamente. El mundo está lleno de personas inseguras, y yo diría que, si pudiéramos hacer una encuesta, el 90% de la gente se considera insegura en algún campo interpersonal de su vida. Unos temen no saber qué decir, otros no soportan las reuniones informales, otros tiemblan ante la idea de hablar en público... sí, pero no todos son burlados sistemáticamente. Es más, muchos de los “respetados”, incluso gente que aparentemente “pisa” a los demás, está en su fuero interno tremendamente insegura... Tampoco parece ser ésta la causa determinante para que se respete a una persona.
En donde mejor se pueden observar todas estas conductas es en un grupo de niños, en los que todavía no existen las normas sociales que tenemos impuestas los adultos y en donde surge con mucha más claridad el afecto, pero también la crueldad que todos llevamos dentro. Si observamos a un grupo de niños o recordamos nuestra infancia, veremos que siempre había un “tonto de la clase”, aquél que siempre metía la pata, el que ejercía de payaso de la clase. A veces, esta persona era gorda o llevaba gafas de “culo de vaso”... pero también recordaremos a compañeros y compañeras gordas y con gafas que no tenían ese papel. A esas personas burladas las tenemos ahora, de adultos, en las consultas psicológicas, y vemos que son personas normales, con sus intereses, temores, afectos. Son personas con su inteligencia y cultura, ni mayor ni menor que la de muchos otros, pero que han sufrido y sufren la falta de respeto.
Pero sálgamos de la consulta psicológica y observemos nuestra vida cotidiana, las relaciones que tenemos, las situaciones en las que nos movemos. Constantemente, estamos interactuando con otras personas, con diferentes niveles de confianza. A veces, nos sentimos satisfechos, otras no tanto. Hay personas concretas con las que nos sentimos más inseguros o situaciones que nos hacen sentir mal, sin aparente razón.
Aquí te pediría que hicieras un pequeño parón en tu lectura y reflexionases un poco: ¿qué situaciones de tu vida te hacen sentir inseguro? ¿Hay personas con las que te sientes mal, “cortado”, retraído? Si quieres, puedes hacer un pequeño listado, con el que luego, a lo largo del libro, irás trabajando. ¡Seguro que si te paras a pensar salen más situaciones de las que hubieras dicho en un principio!
¿Qué producen estas situaciones o personas en nosotros? Normalmente, nos sentimos mal porque estamos frustrados, enfadados, infravalorados, desatendidos. Excusamos nuestro estado de ánimo culpando al otro, a la situación, al momento, pero, en el fondo, sentimos que no se nos considera como nos gustaría, o que no somos capaces de mostrarnos tal y como somos y por consiguiente... ¡no nos sentimos respetados!
A todos nos pasan estas cosas en mayor o menor medida: todos somos “tímidos” en alguna situación y, como decíamos antes, por muy resueltos que creamos ser, de pronto, nos encontramos con una situación que “se nos hace grande”.
Hay personas que lo ven como un problema general, que afecta a muchas facetas de su vida (personas con fobia social o pánico ante las interacciones), otros lo notan sólo en momentos puntuales. De la angustia que ello produzca depende tal vez el que una persona acuda a una consulta psicológica o no, pero todos nos podríamos considerar “pacientes potenciales” porque siempre hay un área de nuestra vida con la que no podemos enfrentarnos.
Ya sea, pues, como problema general (personas que siempre se sienten rechazadas o inferiores) o puntual, el caso es que sigue estando ahí el misterio del respeto y la falta del mismo. Y si, como hemos visto, no es ni el aspecto físico exclusivamente, ni la capacidad de protestar, ni la seguridad la que hace que a uno se le respete y a otro no, ¿qué es entonces esa cosa extraña, cómo se le puede llamar a ese “algo” que hace que unos se sientan bien con los demás y otros mal, que a unos se les respete más y a otros menos?
Tras mucho reflexionar, pienso que la respuesta no es única, aunque sí se puede resumir en un término.
No es única, porque para hacerse respetar hacen falta varios de los elementos descritos anteriormente: hace falta sentirse seguro de sí mismo, y, a la vez, ser capaz de autoafirmarse, de responder correctamente a los demás, de no ser “torpe” socialmente.
Y todo esto se resume en una palabra, se trata de la ASERTIVIDAD.
En resumen, diríamos que:
Si alguien duda de este planteamiento, que se imagine la siguiente situación: dos personas se encuentran en una fiesta. Una le dice a la otra: “Vaya, contigo quería hablar. ¿A qué viene eso de ir diciendo por ahí que soy un vago y un malqueda?”.
Tanto si es cierto como si no, la situación es, cuando menos, algo intimidante. ¿Depende del que ha hecho la interpelación el que la situación sea penosa para el otro? No, porque una persona segura de sí misma y de sus habilidades, responderá de forma airosa (“Pues no, te has equivocado” o “Sí, pero me gustaría explicártelo”), y no le dará mayor importancia al episodio, mientras que la persona más insegura en ambos aspectos responderá consiguientemente (“Nnnoo… no... de verdad, yo noo…” o “Pu… pues, bueno... no sé, quizás dije algo, pero...”) y, lo que es peor, se sentirá mal para el resto de la noche.
Las personas que tienen la suerte de poseer estas habilidades son las llamadas personas asertivas. Las personas que presentan algún problema en su forma de relacionarse, tienen una falta de asertividad. Esto último se puede entender de dos formas: poco asertivas son las personas consideradas tímidas, prestas a sentirse pisadas y no respetadas, pero también lo son los que se sitúan en el polo opuesto: la persona agresiva, que pisa a los demás y no tiene en cuenta las necesidades del otro. Ambos tienen problemas de relación y ambos son considerados, pues, faltas de asertividad, aunque el tratamiento tenga que ser forzosamente diferente en cada caso.
Llegados a este punto y antes de introducirnos de lleno en el tema de la asertividad, tenemos que hacer una advertencia: tal vez algunos de vosotros hayáis oído hablar de este tema, incluso puede que hayáis leído libros al respecto. Quizás os hayan parecido excesivamente “americanos”, es decir, avocados a convertir al lector en triunfador de la vida, en un brillante yuppie que sale airoso de todas las situaciones que se le presentan. Aquí pretendemos dar un concepto algo diferente al tema de la asertividad, más humilde, pero quizás también más realista: pretendemos que la asertividad sea un camino hacia la autoestima, hacia la capacidad de relacionarse con los demás de igual a igual, ni estando por encima ni por debajo. Sólo quien posee una alta autoestima, quien se aprecia y valora a sí mismo, podrá relacionarse con los demás en el mismo plano, reconociendo a los que son mejores en alguna habilidad, pero no sintiéndose inferior ni superior a otros. Dicho al revés, la persona no asertiva, tanto si es retraída como si es agresiva, no puede tener una autoestima muy alta, por cuanto siente la necesidad imperiosa de ser valorada por los demás.
2. ¿Soy asertivo?
Teóricamente, ¿qué es la asertividad? Definiciones de la asertividad hay muchas. Una de las más clásicas es ésta:
Esta frase suena muy bien y seguramente más adelante, cuando sepamos más sobre el tema, nos significará mucho. Pero ahora mismo, quizás no es muy ilustrativa para la persona que quiera introducirse en este tema. Para comprender mejor en qué consiste esto de la asertividad, permitidme poner unos ejemplos de personas con problemas de asertividad que acudieron a consulta.
Aquí, quisiera resaltar que los problemas de asertividad o de habilidades sociales no siempre son el motivo de consulta de la persona que acude a una terapia. A no ser que la problemática asertiva sea muy acuciante, las personas suelen comenzar explicando problemas de ansiedad, timidez, culpabilidad y muchas veces es el psicólogo el que, tras una serie de análisis, detecta una carencia de habilidades sociales como parte de la problemática por la que ha acudido la persona. Así ocurrió también en el caso de estas dos personas:
a. Juana
Juana es secretaria y tenía 36 años cuando acudió a consulta. Estaba separada de su marido.
La exploración psicológica se desarrolló a diversos niveles de profundidad, a medida que se iba analizando el material y la entrevista que realizamos a Juana.
Análisis 1:
Como “motivo de consulta” reseñamos que vino llorando, diciendo tener una “crisis de identidad”. Una relación simultánea con dos hombres le había hecho plantearse muchas cosas de su vida, llegando a la conclusión de que no sabía lo que quería, a quién quería ni cómo iba a desarrollarse su futuro afectivo.
Se definía a sí misma como obsesiva y puntillosa, y decía no poder dejar de darle vueltas constantemente a todo cuanto de importancia le acontecía.
Análisis 2:
Poco a poco, la problemática con sus dos hombres fue quedando en un segundo plano, para extenderse a más personas. Progresivamente, fue saliendo que tenía problemas en casi todas las situaciones de interacción: trabajo, Universidad, amigos.
Se sentía explotada, pensaba que los demás se aprovechaban de ella y adivinaba intenciones en su contra en casi todo el mundo.
La explicación que daba a tal problemática con la gente era que ella tenía más empuje y energía que el resto de las personas que la rodeaban. Se quejaba de que, si ella no tiraba de la gente y tenía la iniciativa, las cosas no funcionaban.
Análisis 3:
Por medio de autorregistro [1] y entrevistas, llegamos a la conclusión de que su conducta era extremadamente agresiva: muy frecuentemente, contestaba con brusquedad a preguntas banales, por creer haber adivinado segundas intenciones en ello.
No dejaba explicarse a la gente y enseguida les etiquetaba públicamente.
En el trabajo y la Universidad, cada vez que veía corrillos de gente u oía hablar a más de dos personas entre sí, profería frases del estilo: “si queréis hablar de mí, hacedlo en alto”.
Al conocer a alguien nuevo, dejaba muy claro quién era ella y qué conductas le gustaban y cuáles le molestaban, “para que no haya malentendidos”.
b. Elena
Elena también tenía 36 años cuando acudió a consulta y trabajaba asimismo como secretaria, pero su problemática era bien diferente.
Era soltera y vivía con su madre y sus dos hermanos, todos adultos con edades comprendidas entre los 23 y los 36 años.
Análisis 1:
El motivo de consulta fue muy difícil de saber; en principio, se quejaba de tener problemas familiares porque “siempre estamos de bronca”, ejerciendo ella de conciliadora. Su impresión era que, si no mediaba ella, aquello se podía convertir en un infierno. Su madre, decía, era depresiva y también era Elena la que la cuidaba y protegía de tensiones.
Aún con eso, fue muy difícil extraer más información y llegamos a tardar casi un año en profundizar más.
Análisis 2:
Muy lentamente y con gran dificultad, fue saliendo que su principal problema era la relación con su madre, que los manipulaba y dominaba a todos, provocando las tensiones y broncas que había en la casa. De hecho, se pudo comprobar que ésta tenía a los tres hijos completamente “atados” a ella, llegando a no permitirles salir los fines de semana, tener amigos y mucho menos, una pareja. De ahí se derivaba que los tres tenían grandes dificultades de relación con los demás. Concretamente Elena, no salía nunca, no tenía amigos, y, por lo tanto, carecía por completo de habilidades sociales.
Análisis 3:
Al final se delimitaron dos problemas principales: 1. la falta de asertividad: jamás llevaba a cabo deseos propios, nunca se negaba a nada, ni en el trabajo ni en casa, no sabía enfrentarse ni enfadarse, mostraba un excesivo autocontrol, con tal de no demostrar nunca disgusto [2]. Una gran culpabilidad, inculcada por su madre (si no cumplía con sus órdenes era “mala”) que la hacía justificar siempre a los demás y nunca a sí misma. (En este caso, se trató primero el tema más “interno”, el de la culpabilidad y luego el externo, las técnicas de asertividad y habilidades sociales).
Juana y Elena nos van a acompañar a lo largo de este artículo. Iremos viendo registros y escritos suyos, analizando su problemática y observando cómo se fueron resolviendo sus respectivos problemas.
2.1. Características de la sumisión de la agresividad y de la asertividad
Veamos ahora, en abstracto, cuáles son las principales características de la “personalidad” de las personas sumisas, agresivas y, finalmente, asertivas.
Por supuesto, nadie es puramente agresivo, ni sumiso, ni siquiera asertivo. Las personas tenemos tendencias hacia alguna de estas conductas, más o menos acentuadas, pero no existen los “tipos puros”. Por lo mismo, podemos exhibir algunas de las conductas descritas en ciertas situaciones que nos causan dificultades, mientras que en otras podemos reaccionar de forma completamente diferente. Depende de la problemática de cada uno y de la importancia que tenga ésta para la persona.
A lo largo del artículo, observaréis que utilizamos repetidas veces la palabra “conducta”. Cuando hablamos de “conducta” no nos referimos solamente a “comportamiento externo”. Como psicólogos cognitivo-conductuales, denominamos “conducta” a todo el conjunto de comportamientos, emociones, pensamientos, etc. que posee una persona en las situaciones a las que se enfrenta.
Así, para delimitar las características que presenta cada estilo de conducta, (sumiso, agresivo y asertivo) describiremos cómo funcionan en cada caso los tres patrones de conducta:
- Comportamiento externo
- Patrones de pensamiento
- Sentimientos y emociones
2.1.1. La persona sumisa
Si estamos muy pendientes de no herir a nadie en ninguna circunstancia, acabaremos lastimándonos a nosotros mismos y a los demás (P. Jakubowski)
La persona sumisa no defiende los derechos e intereses personales. Respeta a los demás, pero no a sí mismo.
Comportamiento externo:
• Volumen de voz bajo/ habla poco fluida/ bloqueos/ tartamudeos/ vacilaciones/ silencios/ muletillas (estoo... ¿no?)
• Huida del contacto ocular/ mirada baja/ cara tensa/ dientes apretados o labios temblorosos/ manos nerviosas/ onicofagia [2]/ postura tensa, incómoda
• Inseguridad para saber qué hacer y decir
• Frecuentes quejas a terceros (“X no me comprende”, “Y es un egoísta y se aprovecha de mí”...).
Patrones de pensamiento:
• Consideran que así evitan molestar u ofender a los demás. Son personas “sacrificadas”.
• “Lo que yo sienta, piense o desee, no importa. Importa lo que tú sientas, pienses o desees”.
• Su creencia principal es: “Es necesario ser querido y apreciado por todo el mundo”.
• Constante sensación de ser incomprendido, manipulado, no tenido en cuenta.
Sentimientos/emociones:
• Impotencia/ mucha energía mental, poca externa/ frecuentes sentimientos de culpabilidad/ baja autoestima/ deshonestidad emocional (pueden sentirse agresivos, hostiles, etc. pero no lo manifiestan y a veces, no lo reconocen ni ante sí mismos)/ ansiedad/ frustración.
Este tipo de conductas tiene unas lógicas repercusiones en las personas que les rodean, el ambiente en el que se suelen mover, etc. Estas son las principales consecuencias que, a la larga, tiene la conducta sumisa en la persona que la realiza:
• pérdida de autoestima/ pérdida del aprecio de las demás personas (a veces) /falta de respeto de los demás.
La persona sumisa hace sentirse a los demás culpables o superiores: depende de cómo sea el otro, tendrá la constante sensación de estar en deuda con la persona sumisa (“es que es tan buena...”), o se sentirá superior a ella y con capacidad de “aprovecharse” de su “bondad”.
Las personas sumisas presentan a veces problemas somáticos (es una forma de manifestar las grandes tensiones que sufren por no exteriorizar su opinión ni sus preferencias).
Otras veces, estas personas tienen repentinos estallidos desmesurados de agresividad. Estos estallidos suelen ser bastante incontrolados, ya que son fruto de una acumulación de tensiones y hostilidad y no son manifestados con habilidad social.
2.1.2. La persona agresiva
Defiende en exceso los derechos e intereses personales, sin tener en cuenta los de los demás: a veces, no los tiene realmente en cuenta, otras, carece de habilidades para afrontar ciertas situaciones.
Comportamiento externo:
• Volumen de voz elevado/ a veces: habla poco fluida por ser demasiado precipitada/ habla tajante/ interrupciones/ utilización de insultos y amenazas
• Contacto ocular retador/ cara tensa/ manos tensas/ postura que invade el espacio del otro/
• Tendencia al contraataque.
Patrones de pensamiento:
• “Ahora sólo yo importo. Lo que tú pienses o sientas no me interesa”
• Piensan que si no se comportan de esta forma, son excesivamente vulnerables
• Lo sitúan todo en términos de ganar-perder
• Pueden darse las creencias: “hay gente mala y vil que merece ser castigada” y/o “es horrible que las cosas no salgan como a mí me gustaría que saliesen”.
Emociones/ sentimientos:
• ansiedad creciente
• soledad/ sensación de incomprensión/ culpa/ frustración
• baja autoestima (si no, no se defenderían tanto)
• sensación de falta de control
• enfado cada vez más constante y que se extiende a cada vez más personas y situaciones
• honestidad emocional: expresan lo que sienten y “no engañan a nadie”.
Como en el caso de las personas sumisas, los agresivos sufren una serie de consecuencias de su forma de comportarse:
• generalmente, rechazo o huída por parte de los demás
• conducta de “círculo vicioso” por forzar a los demás a ser cada vez más hostiles y así aumentar ellos cada vez más su agresividad.
No todas las personas agresivas lo son realmente en su interior: la conducta agresiva y desafiante es muchas veces (yo diría que la mayoría) una defensa por sentirse excesivamente vulnerables ante los “ataques” de los demás o bien es una falta de habilidad para afrontar situaciones tensas. Otras veces sí que responde a un patrón de pensamiento rígido o unas convicciones muy radicales (dividir el mundo en buenos y malos), pero son las menos.
Muy común es también el estilo pasivo-agresivo: la persona callada y sumisa en su comportamiento externo, pero con grandes dosis de resentimiento en sus pensamientos y creencias. Frecuentemente utilizan la manipulación y el chataje afectivo para conseguir ser tenidos en cuenta. Obviamente, esto se debe a una falta de habilidad para afrontar las situaciones de otra forma.
Vamos a presentarte un escrito de una persona con problemas de asertividad. El contenido está plasmado tal cual lo puso esta persona. ¿A qué estilo crees que corresponde el perfil de esta persona? Cuidado con equivocarte, se puede prestar a interpretaciones erróneas:
“Siempre que estoy en el trabajo me fijo en Álvaro. Cada cosa que le oigo decir me repatea. Es un estúpido, y dice las mayores idioteces con una seguridad pasmosa. Le odio.
Suelo estar muy tenso. Sé que no debo dejar que esto afecte al resto de mis relaciones fuera del trabajo, pero ayer, por ejemplo, sentados cada uno en su mesa, Álvaro comentó: “qué poco les queda a algunos para irse de vacaciones”, en clara alusión a mí. Le contesté, bastante tenso, que diez días eran mucho tiempo aún. Me dijo que a él le quedaba mes y medio, y le contesté que cuando le quedaran 10 días como a mí ya me diría cómo estaba. El contestó algo en voz baja. Yo estaba de espaldas a él, en el ordenador, y no le miré ni le pregunté. Estaba ya tan tenso que pensaba que iba a estallar. Fui incapaz de articular más palabras.
Tengo mucho miedo a contestarle. Estoy tan tenso que pienso que mi voz va a salir quebrada. Le odio totalmente. No le soporto, me siento tan inseguro y él está tan tranquilo. Creo que dijo aquello (lo de las vacaciones), para hacerme reaccionar y yo he caído como un estúpido.
El siempre tiene razón y yo no. Me supera, es mejor que yo. Con Ana me va a pasar lo mismo. ¿Cómo puedo pensar en salir con ella? Duraríamos una semana.
Cada vez que tengo que hablar con alguien del trabajo, me entra una tensión horrible, me bloqueo y me sale una voz afectada. Eso me deja completamente abatido” [3].
¿Qué tipo de respuesta sueles tener tú? Seguramente, variarás tu conducta dependiendo del tipo de situación, las personas con las que estés, etc.
Consulta el listado de situaciones que te hiciste al principio. ¿De qué forma respondes a cada una de las situaciones?
¿Eres asertiva en unas, sumisa en otras y agresiva en otras o sueles mostrar un mismo tipo de comportamiento?
2.1.3. Formas típicas de respuesta no asertiva
Hemos descrito en general, los comportamientos, los pensamientos y los sentimientos más comunes a las personas con problemas de asertividad, pero ¿cómo reacciona una persona con problemas de asertividad en una situación concreta de tensión?
Imaginemos una situación que conlleva algo de tensión: Carlos, que es poco asertivo, tiene prestado un libro de Juan desde hace más de un mes. Juan está cansado de reclamarlo una y otra vez, pero a Carlos siempre se le olvida. Por fin, un día, éste le devuelve su libro. Juan, molesto desde hace un tiempo, le dice con ironía: “Hombre, pues muchas gracias. Me gustan las personas que devuelven rápidamente lo prestado”.
Carlos se siente muy “cortado”, y no es asertivo, pero tiene que afrontar la situación de alguna manera. (Afrontar significa “salir airosamente”, no enfrentarse. En este caso, si Juan tiene razón, no hay por qué intentar quitársela).
Estas son cuatro de las típicas formas erróneas de responder que podría esgrimir Carlos con su problema de asertividad:
a. Bloqueo
Conducta: ninguna, “quedarse paralizado”.
Pensamiento: a veces, no hay un pensamiento claro, la persona tiene “la mente en blanco”.
Otras, la persona se va enviando automensajes ansiógenos y repetitivos: “tengo que decir algo”, “esto cada vez es peor”, “Dios mío, ¿y ahora qué hago?”, etc.
Generalmente, esta forma de respuesta causa una gran ansiedad en la persona y es vivida como algo terrible e insuperable.
En este caso, Carlos, simplemente, se quedaría “de piedra” y no diría ni haría nada. Esta conducta permite que el interlocutor, al no disponer de datos, interprete la reacción según sea su estilo de pensamiento. Depende de cómo sea Juan, éste podrá pensar: “pues vaya caradura, encima se me queda mirando y no se excusa” o “vaya, parece que ha reconocido su falta. Quien calla, otorga...”.
b. Sobreadaptación
Conducta: el sujeto responde según crea que es el deseo del otro.
Pensamiento: atención centrada en lo que la otra persona pueda estar esperando: “tengo que sonreírle”, “si le digo mi opinión, se va a enfadar”, “¿querrá que le de la razón?”.
Esta es una de las respuestas más comunes de las personas sumisas.
Carlos, de responder así, simplemente, se reiría nerviosamente, haciendo como si el “chiste” de Juan tuviera mucha gracia. No daría ninguna explicación respecto a su demora en devolver los apuntes.
c. Ansiedad
Conducta: tartamudeo, sudor, retorcimiento de manos, movimientos estereotipados, etc.
Pensamiento: “me ha pillado”, “¿y ahora qué digo?”, “tengo que justificarme”, etc. La persona se da rápidas instrucciones respecto a cómo comportarse, pero éstas suelen llevar una gran carga de ansiedad.
Otras veces, la ansiedad es parte de un bloqueo. En estos casos, la persona no puede pensar nada porque está bloqueada, y generalmente, tampoco emite otra respuesta encaminada a afrontar la situación.
Esta forma de comportamiento tiene grados. Puede ir desde una respuesta correcta, que afronta la situación, aunque con nerviosismo interno o externo, hasta el descrito bloqueo, en el que la persona no emite más respuesta que la ansiedad.
Carlos tal vez sí respondería, pero con ansiedad: “Bueno, es que yoo..., pues sí, je, je, tienes razón, pero yo no quería, es decir, en fin, vaya, que sí, que tienes razón”, a la vez, que se retorcería nerviosamente las manos o se pasaría la mano una y otra vez por el pelo, riendo nerviosamente.
d. Agresividad
Conducta: elevación de la voz, portazos, insultos, etc.
Pensamiento: “ya no aguanto más”, “esto es insoportable”, “tengo que decirle algo como sea”, “a ver si se cree que soy idiota”.
Esta conducta, a veces, sigue a la de ansiedad. La persona se siente tan ansiosa, que tiene necesidad de estallar, con la idea, además, de tener que salir airoso de la situación.
Carlos podría esgrimir cualquier frase desafiante del estilo: “pues tú tampoco eres manco, ¿eh?”, “pues no sé a qué viene eso”, o peor aún: “oye, a ti nadie te ha pedido la opinión”.
2.1.4. La persona asertiva
Vistas ya las dos conductas que indican falta de asertividad, veamos, por fin, cómo se comporta, qué piensa y siente la persona que sí es asertiva. Lógicamente, rara vez se hallará una persona tan maravillosa que reúna todas las características; al igual que ocurre con los tipos descritos de sumisión y agresividad, los rasgos que ahora presentamos son abstracciones. Todo lo más, podremos encontrar a personas que se asemejen al “ideal” de persona asertiva, y podremos intentar, por medio de las técnicas adecuadas, acercarnos lo máximo posible a este modelo, pero jamás tendremos el perfil completo, ya que nadie es perfecto.
Las personas asertivas conocen sus propios derechos y los defienden, respetando a los demás, es decir, no van a “ganar”, sino a “llegar a un acuerdo”.
Comportamiento externo:
• Habla fluida/ segura/ sin bloqueos ni muletillas/ contacto ocular directo, pero no desafiante/ relajación corporal/ comodidad postural.
• Expresión de sentimientos tanto positivos y negativos/ defensa sin agresión/ honestidad/ capacidad de hablar de propios gustos e intereses/ capacidad de discrepar abiertamente/ capacidad de pedir aclaraciones/ decir “no”/ saber aceptar errores.
Patrones de pensamiento:
• Conocen y creen en unos derechos para sí y para los demás.
• Sus convicciones son en su mayoría “racionales” (esto se explicará más adelante).
Sentimientos/emociones :
• Buena autoestima/ no se sienten inferiores ni superiores a los demás/ satisfacción en las relaciones/ respeto por uno mismo.
• Sensación de control emocional.
También en este caso, la conducta asertiva tendrá unas consecuencias en el entorno y la conducta de los demás:
• Frenarán o desarmarán a la persona que les ataque
• Aclaran equívocos
• Los demás se sienten respetados y valorados
• La persona asertiva suele ser considerada “buena”, pero no “tonta”.
Acordémonos de nuevo del ejemplo antes descrito sobre una conversación entre Juan y Carlos, en la que Juan reprochaba de forma irónica a Carlos el que éste hubiera tardado mucho en devolverle un libro. Si Carlos, en este caso, es una persona asertiva, cuenta con una serie de habilidades para salir medianamente airoso de la situación, aunque esto incluya tener que admitir su error. Estas son las habilidades de las que dispone Carlos:
¿Qué podría haber dicho Carlos en este caso? Si considera que el reproche es razonable, no cabe negar la evidencia, con lo cual, lo más que puede hacer es decir algo así: “Tienes razón, tendría que habértelo devuelto antes, pero es que soy un despistado. Te prometo que la próxima vez me esforzaré en devolvértelo más pronto”. Pero también puede no estar de acuerdo con lo que se le reprocha. En este caso, podría responder: “cuando te lo pedí, te dije que tendría que leerlo entero y no he podido leerlo en menos tiempo”. También, si le ha molestado el tono de la increpación: “Bueno, es verdad, pero me molesta un poco el tono irónico con que me has hablado. Intentaré no tardar tanto la próxima vez, pero tú no me hables así, ¿vale?”. Por supuesto, éstas son frases “standard” que suenan algo artificiales. Carlos tendría que adaptarlas a su lenguaje y forma de expresión.
2.2. Cómo nos delatamos: Componentes no verbales de la comunicación asertiva
En Escocia puede ser difícil hacer hablar a un individuo. En España, lo espinoso es conseguir que se calle. (J.A. Vallejo-Nágera)
Es esta una parte algo más teórica, pero, a mi entender, interesante, ya que hace hincapié en un tipo de respuesta que muchas veces pasamos por alto, y que sin embargo, nos está condicionando constantemente: la conducta no verbal, es decir, los gestos, miradas, posturas que emitimos mientras estamos comunicándonos. Remitimos al lector al estudio de los interesantes libros que se han escrito al respecto (véase Bibliografía) y nos limitamos aquí a describir la parte de la comunicación que afecta directamente a la asertividad.
La comunicación no verbal, por mucho que se quiera eludir, es inevitable en presencia de otras personas. Un individuo puede decidir no hablar, o ser incapaz de comunicarse verbalmente, pero todavía sigue emitiendo mensajes acerca de sí mismo a través de su cara y su cuerpo. Los mensajes no verbales a menudo son también recibidos de forma medio consciente: la gente se forma impresiones de los demás a partir de su conducta no verbal, sin saber identificar exactamente qué es lo agradable o irritante de cada persona en cuestión.
Para que un mensaje se considere transmitido de forma socialmente habilidosa (asertiva), las señales no verbales tienen que ser congruentes con el contenido verbal. Muchas veces nos hemos encontrado con individuos que, aparentemente, emiten mensajes verbales correctos, pero que no consiguen que los demás les respeten o consideren interlocutores válidos. Las personas sumisas carecen a menudo de la habilidad para dominar los componentes verbales y no verbales apropiados de la conducta, y de aplicarlos conjuntamente, sin incongruencias. En un estudio realizado por Romano y Bellack, a la hora de evaluar una conducta asertiva, eran la postura, la expresión facial y la entonación las conductas no verbales que más altamente se relacionaban con el mensaje verbal.
Analicemos uno a uno los principales componentes no verbales que contiene todo mensaje que emitimos:
La mirada
Ha sido uno de los elementos más estudiados en la literatura sobre habilidades sociales y aserción.
Casi todas las interacciones de los seres humanos dependen de miradas recíprocas. Pensemos solamente en cómo nos sentimos si hablamos con alguien y éste no nos está mirando; o, al contrario, si alguien nos observa fijamente sin apartar la mirada de nosotros. La cantidad y tipo de mirada comunican actitudes interpersonales, de tal forma que la conclusión más común que una persona extrae cuando alguien no le mira a los ojos es que está nervioso y le falta confianza en sí mismo (que algunas veces, por nuestra propia inseguridad, la persona que no nos está mirando a los ojos nos “contagie” el nerviosismo es otra historia...).
Los sujetos asertivos miran más mientras hablan que los sujetos poco asertivos.
De esto se desprende que la utilización asertiva de la mirada como componente no verbal de la comunicación implica una reciprocidad equilibrada entre el emisor y el receptor, variando la fijación de la mirada según se esté hablando (40%) o escuchando (75%).
La expresión facial
La expresión facial juega varios papeles en la interacción social humana:
– Muestra el estado emocional de una persona, aunque ésta pueda tratar de ocultarlo
– Proporciona una información continua sobre si se está comprendiendo el mensaje, si se está sorprendido, de acuerdo, en contra, etc. de lo que se está diciendo
– Indica actitudes hacia las otras personas.
Las emociones: alegría, sorpresa, ira, tristeza, miedo, se expresan a través de tres regiones fundamentales de la cara; la frente/cejas, ojos/párpados y la parte inferior de la cara.
La gente, normalmente, manipula sus rasgos faciales adoptando expresiones según el estado de ánimo o comportamiento que le interese transmitir. También se puede intentar no transmitir o no dejar traslucir estado de ánimo alguno,(la llamada “cara de póker”) pero, en cualquier caso, la persona está manipulando sus rasgos faciales.
La persona asertiva adoptará una expresión facial que esté de acuerdo con el mensaje que quiere transmitir. Es decir, no adoptará una expresión facial que sea contradictoria o no se adapte a lo que quiere decir. La persona sumisa, por ejemplo, frecuentemente está “cociendo” por dentro cuando se le da una orden injusta, pero su expresión facial muestra amabilidad.
La postura corporal
La posición del cuerpo y de los miembros, la forma cómo se sienta la persona, cómo está de pie y cómo se pasea, refleja las actitudes y conceptos que tiene de sí misma y su ánimo respecto a los demás. Existen cuatro tipos básicos de posturas:
– Postura de acercamiento: indica atención, que puede interpretarse de manera positiva (simpatía) o negativa (invasión) hacia el receptor
– Postura de retirada: suele interpretarse como rechazo, repulsa o frialdad
– Postura erecta: indica seguridad, firmeza, pero también puede reflejar orgullo, arrogancia o desprecio
– Postura contraída: suele interpretarse como depresión, timidez y abatimiento físico o psíquico.
La persona asertiva adoptará generalmente una postura cercana y erecta, mirando de frente a la otra persona.
Los gestos
Los gestos son básicamente culturales. Las manos y, en un grado menor, la cabeza y los pies, pueden producir una amplia variedad de gestos que se usan, bien para amplificar y apoyar la actividad verbal o bien para contradecir, tratando de ocultar los verdaderos sentimientos.
Comparados un grupo de sujetos asertivos con otro que no lo era, se halló que mientras que el primero gesticulaba un 10% del tiempo total de interacción, el segundo grupo sólo lo hacía el 4%.
Los gestos asertivos son movimientos desinhibidos. Sugieren franqueza, seguridad en uno mismo y espontaneidad por parte del que habla.
Componentes paraligüísticos
El área paralingüística o vocal hace referencia a “cómo” se transmite el mensaje, frente al área propiamente lingüística o habla, en la que se estudia “lo que” se dice. Las señales vocales paralingüísticas incluyen:
– Volumen: en una conversación asertiva, éste tiene que estar en consonancia con el mensaje que se quiere transmitir. Un volumen de voz demasiado bajo, por ejemplo, puede comunicar inseguridad o temor, mientras que si es muy elevado transmitirá agresividad y prepotencia.
– Tono: puede ser fundamentalmente agudo o resonante. Un tono insípido y monótono puede producir sensación de inseguridad o agarrotamiento, con muy pocas garantías de convencer a la persona con la que se está hablando. El tono asertivo debe de ser uniforme y bien modulado, sin intimidar a la otra persona, pero basándose en una seguridad.
– Fluidez-perturbaciones del habla: excesivas vacilaciones, repeticiones, etc. pueden causar una impresión de inseguridad, inapetencia o ansiedad, dependiendo de cómo lo interprete el interlocutor. Estas perturbaciones pueden estar presentes en una conversación asertiva siempre y cuando estén dentro de los límites normales y estén apoyados por otras componentes paralingüísticos apropiados.
– Claridad y velocidad: el emisor de un mensaje asertivo debe hablar con una claridad tal, que el receptor pueda comprender el mensaje sin tener que sobreinterpretar o recurrir a otras señales alternativas. La velocidad no debe ser ni muy lenta ni muy rápida en un contexto comunicativo normal, ya que ambas anomalías pueden distorsionar la comunicación.
Componentes verbales
Separándonos del área no verbal, vamos a analizar muy brevemente aquellos elementos verbales que influyen decisivamente en que una comunicación sea interpretada como asertiva o no.
El habla se emplea para una variedad de propósitos: comunicar ideas, describir sentimientos, razonar, argumentar... Las palabras que se empleen cada vez dependerán de la situación en la que se encuentre la persona, su papel en esa situación y lo que está intentando conseguir.
Investigaciones en este campo han encontrado una serie de elementos del contenido verbal que diferencian a las personas asertivas de las que no lo son: utilización de temas de interés para el otro, interés por uno mismo, expresión emocional, etc. Asimismo se ha encontrado que la no condescendencia y las expresiones de afecto positivo ocurren con mayor frecuencia en personas socialmente habilidosas.
La conversación es el instrumento verbal por excelencia del que nos servimos para transmitir información y mantener unas relaciones sociales adecuadas. Implica un grado de integración compleja entre las señales verbales y las no verbales, tanto emitidas como las recibidas. Elementos importantes de toda conversación son:
– Duración del habla: la duración del habla está directamente relacionada con la asertividad, la capacidad de enfrentarse a situaciones y el nivel de ansiedad social. En líneas generales, a mayor duración del habla, más asertiva se puede considerar a la persona, si bien, en ocasiones, el hablar durante mucho rato puede ser un indicativo de una excesiva ansiedad. De hecho, hay personas a las que les resulta más fácil hablar que tener que escuchar. En este último caso, la persona, al estar “pasiva”, tiene que mostrar muchas más conductas no verbales que la persona que está hablando.
– Retroalimentación (feed back): cuando alguien está hablando, necesita información intermitente y regular de cómo están reaccionando los demás, de modo que pueda modificar sus verbalizaciones en función de ello. Necesita saber si los que le escuchan le comprenden, le creen, están sorprendidos, aburridos, etc.
Los errores más frecuentes en el empleo de la retroalimentación consisten en dar poca y no hacer preguntas y comentarios directamente relacionados con la otra persona. Una retroalimentación asertiva consistirá en un intercambio mutuo de señales de atención y comprensión, dependiendo, claro está, del tema de conversación y de los propósitos de la misma.
– Preguntas: son esenciales para mantener la conversación, obtener información y mostrar interés por lo que la otra persona está diciendo. El no utilizar preguntas puede provocar cortes en la conversación y una sensación de desinterés.
Olga Castanyer, en psicocarlha.com/
Notas:
1. Role playing: técnica terapéutica utilizada sobre todo en terapia cognitivo-conductual, que consiste en escenificar, siguiendo unas pautas, las situaciones que causan problema a la persona.
Autorregistro: método de obtención de información típico de la terapia cognitivo-conductual, que consiste en que la persona apunte en una hoja una serie de datos preestablecidos, cada vez que siente malestar.
2. Onicofagia: hábito de morderse las uñas.
3. La persona es del estilo pasivo-agresivo.
Alejandro Llano
Decía el poeta alemán Heinrich von Kleist que “el paraíso está cerrado y el querubín se halla a nuestras espaldas; tenemos que dar la vuelta al mundo para ver si el paraíso no está quizás abierto aún en algún lugar del otro lado, detrás de nosotros”. La cultura moderna y la existencia actual se presentan como impregnadas de esta conciencia desencantada de encontrarse fuera del Paraíso, en la prosa del mundo y en su red de discordancias irreconciliables.
El hombre actual es el protagonista pasivo de una escisión que lo aparta de la totalidad de la vida y lo divide incluso en su ser íntimo. Las contradicciones del reciente proceso histórico –entre emancipación y violencia, liberación y desposesión del hombre aislado– parecen gritar al individuo que en el marco de la lucha general no puede recurrir a valores universales, capaces de justificar definitivamente su opción, de una vez por todas. Como ha sugerido Claudio Magris, toda opción lleva consigo la conciencia del agravio a quien ha preferido otra distinta o enfrentada a aquélla. La relativización de todos los valores –el relativismo ético– se presenta como la única posibilidad de superar ese mal radical que implican las convicciones morales absolutas, la única forma de abandonar la conciencia de culpa que acompaña a toda actuación seria, para alcanzar así una “nueva inocencia”.
Se lleva al extremo el nihilismo al intentar convertir la ausencia de todo valor en premisa para la libertad. El más célebre representante del pensamiento débil, Gianni Vattimo, haciendo la apología del nihilismo total, ha escrito que éste constituye la reducción final de todo valor de uso a valor de cambio: liberados los valores de su radicación en una instancia última, todos se hacen equivalentes e intercambiables: cada valor se convierte en cualquier otro, todo se reduce a valor de cambio y queda cancelado todo valor de uso, toda peculiaridad inconfundible o insustituible. Economicismo y relativismo se dan la mano. Cualquier realidad se puede convertir en cualquier otra, y adquiere de este modo la naturaleza del dinero, que puede ser permutado indiferentemente por cualquier cosa. La apoteosis del mecanismo del cambio, extendido a la vida entera, celebra la desposesión de la persona, a la que se arrebata radicalmente su dignidad.
Todo intento de restablecer el valor absoluto de la dignidad de la persona humana será considerado, entonces, como una agresión injustificable, y resultará por lo tanto ignorado o, si esto no es posible, duramente combatido por los Mass Media y por la cultura dominante.
Cuando empezaba este siglo que ahora termina, el sociólogo alemán Max Weber avanzó una profecía profana, que venía a concretar las formuladas en la pasada centuria por Kierkegaard, Dostoievski y Nietzsche. El diagnóstico de Weber se centra en su célebre fórmula del “politeísmo de los valores”. Olvidado ya el único Dios verdadero, los valores se enfrentan entre sí, en una lucha irreconciliable, como dioses de un nuevo Olimpo desencantado. La ausencia de finalidad conduce a la generalizada “pérdida de sentido”. A su vez, esa carencia de sentido hace surgir un tipo de individuos calificados por el propio Weber como “especialistas sin alma, vividores sin corazón”. Hoy están por todas partes. Habitan en los entresijos de una complejidad que no procede de la abundancia de proyectos, sino más bien de esos fenómenos de fragmentación de la sociedad, anomia de las costumbres, proliferación de los efectos perversos e implosión de las instituciones, descritos por sociólogos más recientes.
La conciencia de crisis de la cultura se generaliza, hasta constituir toda una corriente de pensamiento. Por su hondura y radicalidad, destaca en ella la figura de Martin Heidegger. “Sólo un Dios podrá salvarnos”, afirma. Pero su débil y ambigua sentencia, no exenta de ribetes turbios, surgía de un pensamiento postmetafísico que renunciaba de antemano a toda ética y, por supuesto, al acceso a una verdad del hombre fundada en la metafísica y abierta a la iluminación de un Dios personal. De postración intelectual tan honda, que se agudiza progresivamente y se prolonga hasta ahora mismo, sólo puede sacarnos en verdad la aceptación de una llamada que surge de una profundidad aún más radical. El abismo de la vaciedad clama por el abismo de la plenitud. La difundida y difusa conciencia de haber llegado a una situación improseguible, a un “final de esa historia”, abre un espacio para escuchar otra narrativa del todo diferente, como es la que apela –en esta era crepuscular– nada menos que a la reposición del valor incondicionado de la verdad como perfección del hombre, a un “esplendor de la verdad”.
Una cosa es el brillo y otra el esplendor o resplandor. El brillo es relativo, luz reflejada, prestada claridad. El resplandor, en cambio, es absoluto, luminosidad interna que serenamente se difunde: como aquel personaje de Miguel Delibes, esa señora de rojo sobre fondo gris, de quien nos dice el escritor castellano: “con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir”. El resplandor es la verdad de lo real. El brillo omnipresente es la luz artificial del simulacro televisivo, que celebra el triunfo de la sociedad como espectáculo. El televisor es el tabernáculo doméstico de la religión nihilista.
No somos nosotros los que poseemos la verdad, es la verdad la que nos posee. La verdad, dice el Profesor Leonardo Polo, no admite sustituto útil. Y Ortega y Gasset afirmaba en 1934: “La verdad es una necesidad constitutiva del hombre (...). Este puede definirse como el ser que necesita absolutamente la verdad y, al revés, la verdad es lo único que esencialmente necesita el hombre, su única necesidad incondicional”. Esta verdad necesaria no nos encadena: nos libera de la irrespirable atmósfera del subjetivismo y de la esclavitud a las opiniones dominantes, que representan obstáculos decisivos para un diálogo seriamente humano.
La fuerza liberadora de la verdad es un valor humanista y cristiano. La verdadera Fe no ha de ser nunca constricción o barrera, sino acicate para la investigación y apertura de posibilidades inaccesibles para esa razón menguada, esa razón positivista y relativizada, que en definitiva no busca la verdad sino la certeza, es decir, la coherencia consigo misma. La crispada pretensión de certeza está orientada hacia atrás, para atar los cabos de una seguridad que garantice el dominio de la razón. La búsqueda de la verdad, en cambio, se lanza audazmente hacia delante, al encuentro con la plenitud de la realidad. Quien busca la verdad no pretende seguridades. Todo lo contrario: intenta hacer vulnerable lo ya sabido, porque pretende siempre saber más y mejor. Y, paradójicamente, es esta apertura al riesgo la que hace, en cierto modo, invulnerable a la persona, porque ya no están en juego sus menudos intereses, sino la patencia de la realidad.
No podemos infravalorar los actuales obstáculos para la comprensión de esta concepción del valor de la verdad como perfección del hombre. Las dificultades son muy hondas. Provienen de toda una ficción cultural, en la que todavía se sigue empleando un lenguaje ontológico y moral cuyo significado se ignora. Alasdair MacIntyre lo ha demostrado de un modo que, a mi juicio, resulta irrefutable. Su argumentación más conocida es la que se refiere al uso de una palabra clave para nuestro tema: la palabra “virtud”. Hablar de “virtud” sólo tiene auténtico sentido en el contexto de una concepción de la razón práctica que supera la dialéctica sujeto-objeto consagrada por la ética racionalista. Para el racionalismo terminal de este siglo, la objetividad está compuesta por hechos exteriores y mostrencos, mientras que la subjetividad es una especie de cápsula vacía y autorreferencial. Se divide así la entera realidad en dos territorios incomunicados. Lo fáctico es el campo de la evidencia científica, accesible a todos los que dominen el método correspondiente; se trata de un reino neutral, avalorativo, dominado por un férreo determinismo. En cambio, lo subjetivo es irracional, irremediablemente individual, en donde no cabe la evidencia sino sólo las preferencias arbitrarias de cada uno. Claro aparece que, en un contexto así, no tiene mucho sentido hablar de virtud, porque la virtud es el crecimiento en el ser que acontece cuando la persona, en su actuación, “obedece a la verdad”. La virtud es la ganancia en libertad que se obtiene cuando se orienta toda la vida hacia la verdad. La virtud es el rastro que deja en nosotros la tensión hacia la verdad como ganancia antropológica, es decir, como perfección de la persona.
El que obedece a la verdad realiza la verdad práctica. Rehabilitar este concepto aristotélico –el de verdad práctica– implica superar la escisión entre sujeto y objeto, para abrirse a una concepción teleológica – finalista– de la realidad, en la que tiene sentido la libre dinámica del autoperfeccionamiento y, en definitiva, el ideal de la vida buena, de la vida lograda, de la vida auténtica o verdadera. Dando un paso más, se puede decir que el concepto de verdad práctica, central en la ética de inspiración clásica, sólo es posible si la libertad no se contrapone a la verdad. La oposición de la libertad a la verdad –como lo subjetivo a lo objetivo– se enreda en el pseudoproblema de la falacia naturalista y conduce a un dualismo antropológico –a una escisión entre la mente y el cuerpo– que arruina toda fundamentación realista de la ética.
Es conveniente –y posible– “hacer la verdad en el amor”. La verdad que se hace, que se opera libremente, es la verdad práctica. Y el amor es mucho más que deseo físico o sentimiento psicológico: es la tendencia racional que busca un verdadero bien, un bien que responda a la naturaleza profunda del que obra y, en definitiva, al ser de las cosas. Es así como cabe entender que “la verdad nos hace libres”. Actuar según verdad no supone la constricción de la libertad –como se derivaría de un esquema mecanicista– sino que implica potenciar la libertad: perfeccionarse, autorrealizarse. La vivencia de esta autorrealización no está sometida a reglas mecánicas, no responde a ningún recetario, sino que está dirigida por ese “ojo del alma” al que se llamaba phronesis o prudentia. La prudencia es el saber cómo aplicar las reglas a una situación concreta y, por lo tanto, ese mismo saber no puede estar sometido a reglas: es la capacidad de comprensión ética de una determinada coyuntura vital.
El relativismo ético es una trivialización de este carácter no reglado de la razón práctica. La moral prudencial no equivale, en modo alguno, al relativismo. Porque lo que subraya es que hay que “dar con la verdad” en cada caso, lo cual viene facilitado por esa experiencia vital que se remansa en las virtudes. La recta ratio es una correcta ratio, como ha puesto de relieve Fernando Inciarte. Y ello presupone que no da lo mismo hacer una cosa que otra. Al actuar, es posible acertar y es posible equivocarse. Nuestro campo de actuación no es una especie de gelatina amorfa, sino que está estructurado por las leyes morales, que expresan lo que es conveniente y lo que es disconveniente para el hombre, superando esa mezcla del bien con el mal, esa ambigüedad que hoy invade la sociedad entera. Una sociedad en la que ya nadie parece atreverse a decir categóricamente: “esto es bueno” o –todavía menos– “esto es malo”. Es bien cierto que no se puede asegurar de antemano que determinada conducta vaya a conducir al logro de la vida buena, precisamente porque cada biografía es única e irrepetible, no sometida a reglas mecánicas. Lo que se puede predecir es que si se actúa de determinada manera –de un modo moralmente malo– va a acontecer un fracaso vital. Por eso no nos debería extrañar o escandalizar el hecho importantísimo de que sean precisamente los preceptos morales negativos aquellos que tienen una universal validez incondicionada. Lo cual en modo alguno conlleva que se propugne una ética negativa, una moral de prohibiciones. Implica más bien un conocimiento antropológico que atesora una experiencia existencial según la cual el desprecio de ciertos bienes esenciales siempre conduce a la destrucción del propio equilibrio vital. Los preceptos morales negativos expresan, en último término, que no es lo mismo el bien que el mal, condición indispensable para la realización del bien. Sólo cuando se reconoce que hay algo malo en sí mismo –como es la tortura, el aborto directamente provocado o la exhibición del propio cuerpo ante un público anónimo– empieza la vida ética, emergen los bienes morales. Dicho en términos más generales: si no hay error, tampoco hay verdad. Porque, si no hubiera error, todo sería verdadero. Y si todo es igualmente verdadero –también una afirmación y su correspondiente negación– entonces todo es igualmente falso.
Ciertamente, hoy resulta intempestivo –arriesgado incluso– apelar a una fundamentación ontológica para salir al paso de un relativismo moral que se presenta como esa “nueva inocencia”, situada más allá del bien y del mal. Estamos acostumbrados a aceptar la visión oficial del relativismo como algo ingenuo y hasta divertido, que contrasta con los ceños fruncidos de la intolerancia y el fanatismo, condensados hoy en la etiqueta “fundamentalismo”. La levedad del permisivismo convierte la ética en estética, o incluso en dietética, porque los únicos mandamientos incondicionados son actualmente los del disfrute dionisíaco y los de la higiene puritana. Como dice Magris, los nuevos personajes, “emancipados con respecto a toda exigencia de valor y significado, son igualmente magnánimos en su indiferencia soberana, en su condición de objetos consumibles; son libres e imbéciles, sin exigencias ni malestar, grandiosamente exentos de resentimientos y prejuicios. La equivalencia y permutabilidad de los valores determinan una imbecilidad generalizada, el vaciamiento de todos los gestos y acontecimientos”.
Sólo que, al convertir incluso a las personas en objetos consumibles, el relativismo consumista adquiere una deriva cruel. Porque habría que caer en la cuenta de que lo que el permisivismo permite es justamente el dominio de los fuertes sobre los débiles, de los ricos sobre los pobres, de los integrados sobre los marginales. El relativismo moral, como ha subrayado Spaemann, absolutiza los parámetros culturales dominantes. Lleva, así, a un acomodo a las fuerzas en presencia que acaba por anestesiar la capacidad de indignación moral.
El coraje moral para demostrar que la verdad es la perfección de la persona humana sólo puede mantenerse desde una renovada comprensión de la verdad del hombre. Sin el campo de juego que abre el amor a la verdad, la libertad humana se ve ahogada por el temor y el sentimentalismo, por ese sofocante encapsulamiento afectivo del subjetivismo o por la violencia que se desprende del relativismo pragmatista. Violencia la ha habido siempre, se dirá. Y está bien dicho, si por violencia se entiende simplemente el uso de la fuerza. Pero el ensalzamiento actual de la violencia, sin contraste válido posible, revela el vacío que ha dejado tras de sí el nihilismo. Como dice Hannah Arendt, sólo el olvido de que la contemplación de la verdad –la teoría– es la más alta actividad humana ha dado origen a ese avasallamiento sistemático e implacable que revelan las manifestaciones actuales de violencia. No sería ocioso preguntarse cuáles son las condiciones culturales que posibilitan el terrorismo: fenómeno muy reciente, típicamente moderno, que refleja precisamente esa absolutización de lo relativo a la que antes me refería.
Ya Tocqueville –más actual ahora que nunca– advertía que el fundamento de la sociedad democrática estriba en el estado moral e intelectual de un pueblo. Desde luego, el fundamento de la democracia no puede ser el relativismo moral, aunque sólo sea porque el relativismo no fundamenta nada. La condición de posibilidad de la democracia es el pluralismo, que viene a reconocer los diversos caminos que la libertad sigue en su búsqueda de la verdad práctica. La democracia no puede florecer si se considera que es el régimen de las incertidumbres, la organización de la sociedad que permite “vivir sin valores”.
Ciertamente, la aceptación del pluralismo es condición necesaria para la existencia real de las discusiones democráticas. La realidad es compleja y no sólo autoriza sino que exige diversidad de perspectivas para abordar su entendimiento. Mientras que los hombres y mujeres no somos sujetos puros, sino que nuestra personalidad está configurada por distintas trayectorias vitales, diferentes fibras éticas y preferencias de muy vario linaje. Son muchos, por tanto, los senderos que convergen en el descubrimiento de las nuevas realidades y en el perfeccionamiento individual y social. Pero –insisto– el pluralismo no equivale en modo alguno al relativismo. Acontece, más bien, lo contrario. Si hay posiciones diversas que entran en confrontación dialógica, es precisamente porque se comparte el convencimiento de que hay realmente verdad y la esperanza de que se pueda acceder a ella por el recto ejercicio de la inteligencia. Si se partiera, en cambio, de que la verdad es algo puramente convencional o inaccesible, las opiniones encontradas serían sólo expresión de intereses en conflicto, de manera que todas vendrían a valer lo mismo, porque en definitiva nada valdrían. Lo que imperaría, entonces, sería el poder puro, la violencia clamorosa o encubierta, tan dolorosamente manifestada en la actualidad internacional.
El relativismo hace trivial al pluralismo y tiende a eliminarlo. El hecho de que tenga relevancia discutir acerca de la justicia de una ley positiva responde a que los interlocutores saben que existe algo que es justo en sí, por más que unas veces sea reconocido por el poder establecido y otras no.
En cambio, cuando ya no se cree que haya acciones injustas y malas de suyo, cuando se afirma –como hace el relativismo cultural– que es sólo nuestro modo de usarlas el que da su sentido a las calificaciones morales, cuando se mantiene que sólo es justo y bueno lo que simplemente llamamos “justo” y “bueno”, ya no cabe conversación racional posible; y el aparente diálogo disfraza con dificultad lo que se ha transformado en un puro juego de poderes. Si cuando discutimos acerca de lo bueno y lo justo sólo hablamos acerca de nuestro modo de hablar, entonces se impone necesariamente quien grita más fuerte, quien a esa peculiar mesa de negociaciones lleva más poder o quien deja sobre el tapete la pistola. Pero es que además, si sólo hablamos de nuestra forma de hablar, seguir refiriéndonos a un “diálogo libre de dominio” –al estilo de Habermas o Apel– no pasa de ser una burla cruel. Como ha dicho el Profesor Jorge de Vicente, si no hay verdad real, si son únicamente nuestras prácticas lingüísticas las que fundan el sentido de las palabras, si el honorable término “justicia” sólo tiene el sentido que se le dé en la mesa de negociaciones, ¡Ay de los ausentes! ¡Ay de los débiles, de quienes por carecer, carecen hasta de palabra! “Me queda la palabra”, decía un verso inolvidable de Blas de Otero. Pero a los enfermos, a los presos, a los subnormales, los no nacidos, los ancianos, los dementes, los catatónicos, los emigrantes magrebíes, los drogadictos, los que padecen el Sida, y al ingente número de los marginados de nuestra sociedad, ni siquiera les queda la palabra, porque unos la han perdido y otros no la han tenido nunca. Hoy –cuando la marginación ya no es marginal– puede entenderse mejor que en otras épocas el lamento de la Escritura: Vae tacentibus! ¡Ay de quienes callan! Porque ellos, los que mejor expresan en su humanidad doliente la humana dignidad, no tienen lugar en la mesa de negociaciones, en la que se pacta qué es lo justo, lo bueno y lo honrado.
Sabemos desde antiguo que hay un conflicto entre Ethos y Kratos, entre la moral y el poder. Una manera de resolverlo es la eliminación del Ethos, la resignación ante una política tecnocrática que sacraliza los procedimientos e ignora a las personas y su inalienable libertad. En la medida en que triunfa esta tendencia, se impone un modelo de colonización, de penetración capilar de la Administración y de la economía mercantilista en todos los ámbitos de la vida social y privada. Si, en cambio, se entiende que el poder surge de la libertad concertada de los ciudadanos, entonces se abre paso un modelo de emergencia, en el que la ética tiene primacía sobre la mecánica político-económica, y las solidaridades primarias recuperan su originario protagonismo.
El individualismo posesivo –típico de nuestras sociedades satisfechas– es pre-totalitario, porque los individuos aislados y presuntamente satisfechos por el consumo son instrumentos dóciles en manos de la tecnoestructura, es decir, de la emulsión entre Estado, mercado y Mass media. El individualismo ético es la síntesis de esas ficciones inhabitables a las que antes me refería. En el individualismo se malentiende el carácter único e intransferible de la conciencia personal, que primero se absolutiza y luego se disuelve. Pero, sobre todo, se ignora que la vida ética sólo es posible en comunidad, porque –como también muestra MacIntyre– únicamente en el seno de una comunidad se puede uno embarcar en prácticas susceptibles de aprendizaje, rectificación y perfeccionamiento, es decir, en prácticas éticamente relevantes. La inviabilidad ética y social del individualismo se traduce en ese difundido modelo que se podría llamar “totalitarismo permisivo”, el cual implica una especie de división del territorio –correspondiente a la escisión entre objeto y sujeto– según la cual los poderes tecnoestructurales dominan todo el campo de lo público, en el que se subsume lo social, mientras que –a modo de compensación– se tolera que el individuo se disperse en la veleidad de sus placeres privados. Se entra así en lo que Vittorio Mathieu ha llamado “sociedad de irresponsabilidad ilimitada”.
La vida ética se encuentra siempre encarnada en comunidades que tienen una determinada configuración cultural. Frente al universalismo trascendental de cuño kantiano, del que todavía podemos aprender mucho, es preciso reconocer que no hay ética sin cultura. Frente al relativismo, en cambio, hay que mantener que no todo es cultura. Este es, según entiendo, el significado profundo de la alegoría platónica de la caverna. Todo se da a través de representaciones, pero no todo es representación. Si no hubiera más que representaciones, no habría siquiera representaciones, porque toda representación es intencional, es “representación-de” algo que no es ella misma. Todo se expresa a través del lenguaje, pero el lenguaje mismo presupone el pensamiento, que no es una especie de lenguaje interior, sino que tiene que estar basado en una inmediación distinta de la inmediación sensible, en una segunda inmediación de carácter intelectual, cuya raíz son los primeros principios teóricos y prácticos de la inteligencia. La cultura es un entramado de mediaciones, mas, para que las haya, es preciso que no todo esté mediado sino que exista eso que George Steiner llama “presencias reales”.
Si hoy día nos resulta tan difícil superar el relativismo, es porque nos movemos en el caldo de cultivo de una cultura que glorifica el simulacro, la apariencia que no reviste verdad alguna y remite solamente al vacío: una cultura que tiende a considerar la realidad entera como un simulacro y se goza en ese “descubrimiento” como en una liberación de la dureza de la realidad. En la sociedad del espectáculo, éste no remite a nada, sino que absorbe una realidad que acaba por quedar abolida. Sueño y vigilia terminan por confundirse en una especie de fascinación caótica, en la que el espectáculo exhibe y proclama su unidimensionalidad, se hace total y totalitario, sin que deje siquiera lugar para la ironía, para el recuerdo de esa divergencia entre representación y vida que es el meollo del arte y de la literatura, como debería saber todo lector de El Quijote.
No estoy yo defendiendo aquí una simple vuelta al universalismo ético de la Ilustración. Porque el paradigma de la fuerza liberadora de la verdad –de la concepción de la verdad como perfección del hombre– se encuentra tan lejos de la concepción racionalista de la ley natural cuanto dista el derecho natural clásico del derecho natural moderno que sería válido a priori, “aunque Dios no existiera”. Si la ética racionalista es la última instancia, nos situamos en un moralismo que deriva al inmoralismo con la misma facilidad con la que se ha pasado de Kant a Nietzsche. A la postre, es preciso aceptar el radicalismo de un Kierkegaard, cuando abre la posibilidad de una suspensión de la moral por la religión. En términos abstractos, cabría discutir la viabilidad de una ética completamente secular, desligada de toda religión, neutral desde el punto de vista religioso. En términos históricos, esta viabilidad queda, a mi juicio, excluida. Porque nuestras actuales discusiones éticas sólo tienen sentido sobre el trasfondo del cristianismo. Incluso la propuesta de una “moral civil”, tan reiterada hoy día, sólo tiene sentido en una sociedad que es –o ha sido, al menos– cristiana. Cuando también eso se pretende ocultar, lo que resulta es un producto muy extraño en el que casi nunca falta un ingrediente de mala conciencia.
A algunos les parece que la insistencia en la debilidad humana y en el inexcusable reconocimiento del mal son una manifestación de pesimismo. Desde luego, no es el leve y superficial optimismo de ese subproducto, tan al uso, que Spaemann llama “nihilismo banal”, para el que sólo existe el bienestar o el malestar, y de lo que se trata es de maximizar aquél y minimizar éste. Este “nihilismo banal” es como una domesticación del “nihilismo heroico” nietzscheano, para el que “la anarquía de los átomos”, la ausencia de todo orden metafísico, conduce a la liberación que sólo se produce en un vacío de realidad. La lúcida radicalidad de Nietzsche se revela en un aforismo suyo, incluido en El ocaso de los ídolos: “Me temo que no nos vamos a desembarazar de Dios porque aún creemos en la gramática”. Nietzsche ya no resulta hoy subversivo, porque –paradójicamente– su inmoralismo ha pasado a formar parte de la conciencia burguesa, y se ha hecho objeto de comercialización y consumo. Más subversivo sería un alegato en favor de la verdad, que viniera a tocar el nervio donde más duele. Atreverse a hacerlo es una manifestación de confianza en el hombre, al que no se da definitivamente por perdido. Como dice el Calígula de Camus, “aún vivimos”.
Alejandro Llano, en dadun.unav.edu/
Diego José Bacigalupe
En el presente artículo intentaremos ahondar los fundamentos por los cuales mentir está mal. El propósito no es indagar la historia de la cuestión, sistematizar diversas posturas o contestar problemas actuales. Excelentes estudios cubren estas expectativas [1]. Lo que nos proponemos es, simplemente, poner de manifiesto dónde reside el problema de mentir, siguiendo lo que santo Tomás enseña en la Suma de Teología. Para ello plantearemos, en primer lugar, la relación entre las palabras, los conceptos y las cosas; luego, estableceremos dónde reside la verdad del discurso y su distinción de la veracidad como virtud; después, veremos en qué radica el mentir; por último, analizaremos las razones de la maldad del mentir, tocando incluso dos situaciones complejas, como son la mentira que salva una vida o el uso del hábito eclesiástico por parte de sujetos que no viven sus promesas de consagración.
Palabras, conceptos, cosas
En el célebre inicio del Peri hermeneias (Aristóteles, 1995, 16a, 3-8), Aristóteles sostiene que las palabras son signos de las afecciones del alma y que éstas son semejanzas de las cosas. Nuestro autor, entonces, establece una relación lineal [2]:
En primer lugar, vemos que las palabras son signos de las afecciones del alma. Por afecciones del alma podemos entender todo lo conocido sensiblemente e intelectualmente, toda sensación y todo concepto, pero, fundamentalmente, todo juicio, puesto que lo que en la mayoría de los casos expresamos con palabras son, justamente, juicios de la mente. A diferencia de las afecciones del alma, las palabras son voces, sonidos articulados –aunque haya casos en los que se usan gestos en lugar de sonidos–, cargados de una cierta relación de razón (Contat, 2017, pág. 187-190) respecto de ciertas afecciones del alma.
¿Cuál es esta relación de razón? Esta relación de razón es la significación. Las palabras y las afecciones del alma no se parecen, no comparten ninguna cualidad, se trata de ciertos sonidos que, por convención humana, se refieren a ciertas realidades a través de la mediación de los conceptos. La multiplicidad de lenguajes expresa que la relación entre la palabra y las afecciones del alma es convencional: no existe un lenguaje que sea natural, aunque sí sea natural, por el hecho de ser sociales, hablar [3]. Los diversos lenguajes nos hacen ver que las palabras nacen de la voluntad de los hombres en su entendimiento mutuo y que se relacionan de algún modo con lo que los hombres quieren manifestar. Las palabras nos sirven para darnos a entender, para manifestar lo que está en nuestro interior.
¿Cómo es posible que nos entendamos? Nos entendemos porque las afecciones del alma a las que se refieren las palabras son las mismas para todos, como señala en el mismo lugar Aristóteles. Las afecciones del alma son semejanzas de las cosas: esto implica que comparten una cierta cualidad. Ser semejante, en efecto, es ser uno según la cualidad (Tomás de Aquino, 1950, IV, l. 2, 14):
La semejanza significa una relación –que requiere diversos sujetos– causada por la unidad de la cualidad; en efecto, la semejanza es la misma cualidad de cosas diferentes, de donde la razón que causa la semejanza expresa la unidad de la esencia, que es la misma bondad o sabiduría, o cualquier otra cosa que se significa por modo de cualidad (Tomás de Aquino, 1929-1947, I, d. 2, q. 1, a. 5, ex) [4].
Esto implica que hay alguna cualidad compartida entre la cosa y la afección del alma. Esta cualidad puede ser accidental o bien, tomando la noción de cualidad en sentido amplio, puede ser la misma estructura formal que distingue a una cosa (Tomás de Aquino, 1888-1906, I-II, q. 49, a. 2, c). Hemos ahondado este punto en otra circunstancia (Bacigalupe, 2014). Aquí basta lo dicho para manifestar que nos entendemos porque nuestras palabras, aunque diversas en los distintos idiomas, se refieren a las mismas cosas a través de los mismos conceptos o sensaciones, y por eso, por ejemplo, es que podemos aprender un idioma que no es el materno.
Por lo dicho se entiende que usamos las palabras para manifestar los juicios internos que hacemos sobre las cosas o sobre nosotros mismos. Sea al avisar que <cerremos las ventanas porque va a llover>, al manifestar que <nunca he robado>, o al preguntar <¿por qué hay que ir a la escuela?>, en todo caso las palabras nos sirven como signos sensibles para manifestar algo que hay en nuestro interior: sea un juicio sobre nosotros, sobre otras cosas, una duda, una pregunta, en todo caso las palabras expresan y dan a entender –con todas las limitaciones que implica un medio material– lo que hay en nuestro interior.
Verdad y veracidad
Cada una de las dos relaciones que hemos establecido, siguiendo a Aristóteles, puede ser adecuada o no. La verdad, en efecto, es la adecuación entre el intelecto y la cosa, según la célebre definición de Isaac Israelí (Tomás de Aquino, 1972-1976, q. 1, a. 1, c):
- Si los juicios del intelecto son adecuados al estado de cosas, se llaman verdaderos, como cuando pensamos <está lloviendo> y, efectivamente, llueve; mientras que se llaman falsos cuando tal adecuación no se da, como sería el caso contrario (pensar <está lloviendo> cuando no llueve).
- Si las cosas hechas por el hombre se adecuan a lo que este hombre pensó, se llamarán ellas verdaderas, puesto que son ellas las que se adecuan al intelecto: si un artesano quiere hacer una pulsera de cierto tipo según su invención (que llamaremos pulsera R) y, efectivamente, sale tal cual la pensó, será una verdadera pulsera R, por adecuarse a lo que pensó el artesano; por el contrario, si no sale tal cual la pensó, si, por ejemplo, sale larga como un collar –aunque resulte ser algo novedoso, en algún caso incluso una exitosa revolución de la moda, aprobada y mejorada por otros artistas–, será una falsa pulsera R, por no adecuarse a la idea original del artesano.
¿Cuál es el caso de los discursos proferidos? Puesto que hablar es algo que el hombre hace, el acto lingüístico se asemeja al caso del artesano, ya que ambos nacen de la capacidad humana de hacer. Así como el producto del arte será verdadero si se adecua a la idea del artesano, así el discurso será verdadero si se adecua a lo que hay en la mente del hablante. Asimismo, lo que hay en la mente del hablante podrá ser adecuado a la realidad, o no.
Un discurso podrá ser verdadero, entonces, de dos maneras:
- Será verdadero en cuanto a los signos si se adecua a lo que el hablante tiene en mente (adecuación de la palabra –y de los eventuales gestos concurrentes– al juicio del intelecto).
- Será verdadero en cuanto al contenido si lo que el hablante tiene en mente es adecuado a lo que realmente es (adecuación del juicio del intelecto a la realidad).
La veracidad, por otra parte, no es lo mismo que la verdad. Mientras que la verdad es la adecuación que hemos mencionado, la veracidad es una virtud, es un modo de obrar estable y bueno que inclina al hablante a decir lo que hay en su mente. Es una virtud relacionada con la justicia, en cuanto que intenta establecer una igualdad entre el juicio del intelecto y los signos exteriores (fundamentalmente las palabras) por las que se manifiesta. Es, por otra parte, una virtud que, aunque relacionándose con la justicia, no es exactamente igual a ella, puesto que esta última responde al débito legal, mientras que la veracidad sólo responde a un débito moral. Esto significa que decir lo que hay en la mente no realiza un débito de ley, sino un débito, por decir de algún modo, de honradez: los unos nos debemos a los otros decir lo que hay en nuestro interior. Como señala santo Tomás,
puesto que el hombre es un animal social, naturalmente un hombre debe a otro aquello sin lo cual la sociedad humana no puede ser conservada. Los hombres, en efecto, no pueden convivir juntos si no confían mutuamente, como manifestándose la verdad recíprocamente. Así, la virtud de la veracidad [verdad] en cierto modo alcanza la razón de débito (1888-1906, II-II, q. 109, a. 3, ad 1m) [5].
Así pues, la virtud de la veracidad nos inclina a decir lo que hay en la mente, es decir, a que los signos por los que nos manifestamos se condigan con los juicios del intelecto (verdad en cuanto a los signos). Esto, obviamente, no garantiza que el discurso sea verdadero en cuanto al contenido, puesto que esto último más tiene que ver con la previa operación del intelecto, es decir, con la formación del juicio, el cual, como la experiencia nos enseña (muchas veces pensamos como verdadero lo que después descubrimos que no lo es), puede, por nuestra condición creatural y, aún más, material, errar.
La mentira
El hábito opuesto a la veracidad es la mendacidad, constituido por la propensión a decir mentiras. ¿Qué es la mentira? Santo Tomás resume lo que es la mentira de la siguiente manera:
Si, pues, concurren estas tres cosas –esto es, que lo que se enuncie sea falso, que esté presente la voluntad de enunciar algo falso, y, por otra parte, la intención de engañar–, entonces hay falsedad materialmente, porque se dice algo falso; hay falsedad formalmente, a causa de la voluntad de decir algo falso; y hay falsedad efectivamente, a causa de la voluntad de fijar en la mente [del otro] la falsedad. Sin embargo, la razón de mentira se toma de la falsedad formal, esto es, de que alguien tenga la voluntad de enunciar algo falso (1888-1906, II-II, q. 110, a. 1, c) [6].
La mentira, propiamente hablando, se reduce formalmente a la voluntad de enunciar algo falso, es decir, a romper la relación entre las palabras y los juicios de la mente. Es verdad que, como dice el texto citado, hay más de una manera de decir falsedad. Por ejemplo, existe una falsedad meramente material, que no hace a la mentira. Esta falsedad no constituye mentira porque falta la voluntad de decir algo falso. Es decir, se dice algo falso, pero no intencionalmente. Veamos un ejemplo.
Supongamos que hablamos por teléfono con nuestra madre y dice que llega a las 19.00. Avisamos a nuestros hermanos que <mamá viene a las 7, es decir, en tres horas> (suponiendo que fueran las 16.00). Sin embargo, nuestra madre no viene a las 19.00, sino a las 7.00 del día siguiente. ¿Nuestro discurso fue verdadero? No, fue falso, porque no hubo adecuación a lo que es. ¿Nuestro discurso fue una mentira? No, porque no hubo voluntad de decir algo falso: siempre pensamos que era verdad que nuestra madre venía a las 19.00. Así pues, en este caso hay falsedad material (porque el discurso no era verdadero según el contenido), pero no hay falsedad formal, es decir, mentira (porque el discurso sí era verdadero según los signos).
En el ejemplo visto, encontramos las dos líneas de adecuación mencionadas previamente en juego y en discordancia:
- Verdad según el contenido del discurso: es la adecuación entre el intelecto y la cosa, ausente en el ejemplo citado. Por eso este discurso es materialmente falso.
- Verdad según los signos del discurso: es la adecuación entre las palabras –y los gestos– y lo que hay en la mente, presente en el ejemplo citado. Por eso este discurso es formalmente verdadero.
En cuanto a la falsedad efectiva, es evidente que está ausente en el ejemplo: en ningún caso quisimos engañar a nuestros hermanos.
Pongamos otro ejemplo. Supongamos que nuestra madre nos dice por teléfono que llega a las 19.00. Nosotros suponemos que llega a las 19, pero, como queremos ser los únicos en recibirla, les decimos a nuestros hermanos: <mamá llega a las 7.00 de mañana>. De esa manera, seremos los únicos en recibirla y, además, podremos disfrazar el engaño, señalando astutamente una supuesta confusión. Sin embargo, nuestra madre efectivamente llega a las 7.00 del día siguiente… ¿Cómo analizamos esta situación?
Por un lado, hay que decir que la proposición <mamá llega a las 7.00 de mañana> –que nosotros considerábamos falsa– resulta verdadera, porque efectivamente se da así. Es decir, es materialmente verdadera, en cuanto que el contenido se adecuó, accidentalmente, a la realidad. Por otro lado, la misma proposición según los signos del discurso es falsa, esto es, formalmente falsa, porque en nuestra mente había otra cosa: pensábamos que era verdad que mamá llegaba a las 19.00 y dijimos que llegaría a las 7.00; luego, los signos no se adecuaron al juicio del intelecto y, por esto, hubo voluntad de decir algo falso, es decir, hay falsedad formal.
En cuanto a la falsedad efectiva, no hay dudas de que aquí estuvo presente, porque siempre hubo intención de engañar.
Así pues, mientras que en el primer caso no hubo mentira, puesto que no hubo voluntad de decir algo falso, en el segundo caso sí. Es decir, la mentira reside formalmente en la inadecuación voluntaria entre los signos y los significados, entre las palabras y lo que hay en la mente. Cabe destacar que es preciso que sea voluntaria; de no ser así, no habría mentira, puesto que no habría un acto moral.
Dicho esto, la cuestión recae sobre la falsedad formal, que es la que constituye la mentira. Siempre que haya voluntad de decir algo falso (aunque lo que se diga sea materialmente verdadero), habrá mentira.
Razones de la maldad de la mentira
Santo Tomás esgrime dos razones de la maldad de la mentira. La primera es la ya mencionada: la convivencia social se vuelve imposible si los hombres no pueden fiarse unos de otros. Existe un débito moral, la honradez mutua, que hace que decir la verdad sea preciso para la convivencia social [7].
La segunda razón no atiende a la sociabilidad natural del hombre, sino a la naturaleza de las palabras:
La mentira es mala por su género, puesto que es un acto que cae sobre materia indebida, ya que las voces son naturalmente signos de lo entendido, es antinatural e indebido que alguien por cierta voz signifique lo que no tiene en mente (Tomás de Aquino, 1888-1906, II-II, q. 110, a. 3, c) [8].
Por su propia naturaleza, las palabras (aquí llamadas voces, pero incluyendo todo gesto que pueda significar algo que haya en la mente) son signos de lo que hay en la mente, es decir, han sido instituidas para eso, las usamos para decir, preguntar, advertir, expresar, en síntesis, manifestar lo que hay en nuestro interior. Si fuéramos por un camino de cornisa y encontráramos que una flecha nos indica doblar hacia el lado donde se halla el abismo, entraríamos en una confusión que, por ejemplo, de noche podría ser fatal. Así como las señales de tránsito han sido instituidas para indicar algo del camino, así las palabras han sido instituidas para indicar algo de lo que hay en nuestra mente. Utilizar los signos para significar lo que no hay en la mente es contrario a la propia naturaleza de las palabras.
Así pues, la mentira es de por sí mala, siempre y en todos los casos: no existe excepción a esta realidad. No hay modo de volver lo malo bueno: Bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu. La mentira, de por sí, incluye un defecto: voluntariamente no adecua los signos a los significados, es decir, a lo que hay en la mente del hablante.
Esto es válido incluso en el caso de la restricción mental (Drake, 1997). Dejando afuera los diversos tipos (amplia, estricta), la restricción mental es la formulación de un enunciado lo suficientemente ambiguo como para, por un lado, contener palabras que no vayan contra lo que hay en la mente del hablante y, por otro lado, provocar en el oyente la comprensión de lo contrario de lo que se piensa. Por ejemplo, supongamos que viene una persona que quiere ver a nuestro padre, pero que sabemos que nuestro padre no la quiere encontrar. Al ver por la ventana quién es quien llama a la puerta, le decimos a nuestro padre que salga al patio trasero de la casa, atendemos y, cuando esta persona pide hablar con él, le decimos <recién salió>. Mientras que nosotros entendemos que salió al patio, la persona que está en la puerta entiende que salió de la casa, es decir, que no está en el domicilio. Como los signos se adecuan a lo que hay en nuestra mente, aparentemente, no hay una mentira.
En efecto, el problema de la restricción mental parece estar más en la voluntad de engañar (falsedad efectiva) que en la enunciación voluntaria de algo contrario a lo que sabemos verdadero (falsedad formal), en el aspecto ilocucionario más que en el locucionario. Como la mentira consiste en la falsedad formal, entonces, la restricción mental no sería mentira.
Sin embargo, como ya hemos dicho, la restricción mental se vale de un enunciado ambiguo: mientras que para el hablante significa una cosa, para el oyente significa otra. Esto sucede también cuando se da un error en la comprensión, pero la restricción mental es más que un error, puesto que no es casual, sino voluntaria. En la restricción mental, las palabras se eligen de manera tal que puedan significar –ayudadas eventualmente por el contexto– algo distinto de lo que hay en la mente del hablante. Por lo tanto, también hay falsedad formal: los signos son elegidos a propósito para que, en esta circunstancia, signifiquen para el oyente algo distinto de lo que el hablante sabe que es verdadero, induciendo al pensamiento erróneo. Así pues, la restricción mental, como todo enunciado que usa signos que no se adecuan al significado voluntariamente, es una mentira. Y, como toda mentira, es de por sí mala.
Siempre se erige una serie de objeciones a la afirmación de que toda mentira es mala: por ejemplo, cuando una mentira salva una vida, o la mentira que se hace al enemigo, que resultaría no ser mala. Santo Tomás, fiel a su posición inicial, considera que todas estas mentiras (como también las bromas) son mentiras y, por lo tanto, contrarias a la naturaleza de los signos y moralmente objetables, pero establece una distinción entre las mentiras que van contra la caridad y aquellas que no, es decir, entre las que constituyen pecado mortal y aquellas que no lo hacen. Así, las mentiras que van contra Dios –cuya verdad se altera o cuya dignidad se ofende– o contra el prójimo –cuya verdad para su verdadero desarrollo personal se oculta o cuya fama o cuyos bienes son dañados– son faltas graves, mientras que cuando recae sobre verdades sin importancia, cuando procura la risa o cuando incluso procura ser útil al prójimo, no será grave (Tomás de Aquino, 1888-1906, II-II, q. 110, a. 4, c). Asimismo, podemos agregar nosotros, las mentiras que nacen del miedo, por ejemplo, carecen de la voluntariedad necesaria para que sean consideradas un acto moral. De todos modos, la voluntad deliberada y libremente determinada de decir algo falso siempre es mentira y la mentira siempre, aunque en distintos grados, es moralmente mala.
De todos modos, ¿cómo resolver el problema de decir una verdad que puede comprometer la vida de alguien? Si unos hombres armados entran en un edificio buscando, digamos, a nuestro jefe para matarlo –independientemente de cuán bien nos llevemos con nuestro jefe–, y nos preguntan a punta de pistola dónde está, ¿qué contestamos? Sabemos que está en el subsuelo. Podemos salvarle la vida si los mandamos al cuarto piso y le damos tiempo para huir. Pero, si decimos esto, nuestras palabras no se adecuarán a lo que hay en nuestra mente, y no será un acto bueno, aunque tampoco un pecado mortal [9]. ¿Qué hacer?
Santo Tomás se plantea, mutatis mutandis, esta misma cuestión:
Además, el mal menor debe ser elegido para evitar un mal mayor, como el médico amputa un miembro para que no se corrompa todo el cuerpo. Pero menor daño es que alguien induzca una opinión falsa en el ánimo de otro respecto de que alguien mate o sea asesinado. Por lo tanto, lícitamente el hombre puede mentir para preservar a uno del homicidio, y, a otro, de la muerte (1888-1906, q. 110, a. 3, arg. 4) [10].
Y la contesta de la siguiente manera:
La mentira no sólo tiene razón de pecado por el daño que infiera al prójimo, sino [también] por su desorden. Pero no es lícito usar de algún ilícito desorden para impedir daños y defectos de los demás, como no es lícito robar para hacer limosna (salvo ocasionalmente, en el caso de necesidad, en el que todas las cosas son comunes). Y por esto no es lícito decir una mentira para que alguien libre a otro de algún peligro. Sin embargo, es lícito ocultar prudentemente la verdad bajo cierto disimulo, como dice [san] Agustín, en Contra mendacium (1888-1906, II-II, q. 110, a. 3, ad 4m) [11].
Más allá de todas las consideraciones que habría que hacer en torno a este tipo de situaciones, en las que, cuanto más querida sea la persona en riesgo, más premura tendremos por salvar su vida, en abstracto y en frío, por decir de algún modo, hay que sostener que la mentira es un medio ilícito para un fin lícito. El cierto disimulo mencionado por santo Tomás no podría ser, por lo ya dicho, una restricción mental; sólo el silencio es el disimulo posible de la verdad. Así pues, no es lícito mentir para salvar la vida del jefe, en el ejemplo aducido, pero sí es posible ocultar la verdad con disimulo, es decir, con silencio [12]. En efecto, no es lo mismo decir lo que no es que callar. La virtud de la veracidad se opone a usar de signos que no respondan a lo que hay en la mente, pero no se opone al silencio. Esto es verdadero en el ejemplo dado, pero también en aquellos casos donde no se dice todo lo que se es, sin negar lo que en verdad se es; es decir, por ejemplo, cuando una persona no dice de sí lo que tiene de sabio o santo, pero tampoco lo niega, obra prudentemente y no va contra la virtud de la veracidad (Tomás de Aquino, 1888-1906, II-II, q. 109, a. 4, c).
Cabría preguntarse si, dada esta situación, un consagrado que viste un hábito y que ha caído en pecado mortal, ¿no debería dejar de usar el hábito? En efecto, el hábito hace las veces de palabra en este caso, puesto que es un signo exterior de una realidad interior. Significa, pues, la consagración a Dios, pero, de hecho, esa consagración ha sido pervertida por el pecado, luego, parece una mentira, es más, parece hipocresía, que use el hábito.
A esta situación, santo Tomás contesta con una claridad admirable:
El hábito de santidad –por ejemplo, de religión o de clerecía– significa el estado por el que alguien se obliga a las obras de perfección. Por esto, cuando alguien asume el hábito de santidad, tendiendo a alcanzar el estado de perfección, si por debilidad defecciona, no es simulador o hipócrita, porque no está obligado a manifestar su pecado dejando el hábito de santidad. Si, en cambio, asumiera este hábito de santidad para ostentar ser justo, sería hipócrita y simulador (1888-1906, II-II, q. 111, a. 2, ad 2m) [13].
El hábito, pues, es un signo del estado que se prometió abrazar; luego, la defección circunstancial no implica el abandono del hábito, porque éste no significa la santidad actual, sino la decisión de tender hacia ese estado de perfección. Ahora bien, si desde el principio no hubo intención de abrazar el estado de perfección, entonces sí hay mentira y, por lo tanto, debería abandonar el hábito. De hecho, de esta situación podrían seguirse grandes y graves problemas por la posición en que pone a alguien el uso de un hábito. Como salta a la luz por oposición, la veracidad, dado que es una virtud moral, aún en estas cosas, no sólo nos hace obrar bien, sino que nos hace buenos.
Conclusión
Las razones por las que la mentira es mala son dos:
- La mentira atenta contra la naturaleza social del hombre: La vida en sociedad implica la honradez mutua; de otro modo, la convivencia social se hace imposible. Esto se apoya, evidentemente, en la justicia, que es la estructura de la sociedad. Una sociedad sin relaciones justas se desintegra. Y esto vale para todos los niveles sociales: la familia, el barrio, la escuela, la parroquia, las instituciones de ayuda mutua, el club, la ciudad, la república.
- La mentira atenta contra la naturaleza del signo lingüístico: La palabra (oral, escrita o gestual) es un signo de las afecciones del alma; utilizarla para significar lo que no hay en el alma, sea algo falso sobre las cosas o sobre nosotros mismos, va contra lo que el mismo signo es y constituye un acto contrario a la naturaleza de las palabras. Y esto vale para todas las situaciones, sin excepción.
Asimismo, vale la pena decirlo, es claro que, aunque toda mentira sea pecado, no toda mentira es pecado mortal; para ser pecado mortal debe ser contraria a la caridad. Pero esto no es lo que nos interesa aquí, sino simplemente poner en evidencia la radical necesidad de vivir en la verdad, más allá de que, prudentemente, en ciertos casos valga la pena más callar que hablar:
Aquí en el mundo la verdad anda en despojo y humillación, no tiene donde recostar su cabeza, debe agradecer que alguien le ofrezca un vaso de agua – pero si alguien lo hace, si la reconoce por lo que es, a viva voz y públicamente, entonces esta insignificante figura, esta pobre desgraciada, ultrajada, burlada, perseguida, «la verdad», tiene, si puedo decirlo así, una pluma en su mano con la que escribe en un papel «por la eternidad» y se lo entrega a ese hombre que en la contemporaneidad la reconoció por lo que es (Kierkegaard, 2006, pág. 162).
Por el contrario, la mundanidad, esto es, la degradación del hombre que hace de esta tierra y de su posición en ella su paraíso, es contraria a la verdad: el engaño es el poder, y la mentira, que puede iniciarse inocentemente pero que conduce a cosas graves, es el medio para instalarse y acomodarse en cualquier situación o institución. ]Mientras que Jesucristo fue enjuiciado por las mentiras de la mundanidad religiosa de su tiempo (Mt 26, 59-62; Mc 14, 55-59), Él, que es nuestro Maestro y nuestro Camino, Él, que es la Verdad, algunas veces calló [14], pero jamás mintió [15].
Diego José Bacigalupe, en revistas.unlp.edu.ar/
Notas:
1 Cf. Pérez Cortés (1998), González de Requena Farré (2019), Vide Rodríguez (2016), Mahón (2016), Gómez Giraldo (2018).
2 También podría establecerse una relación entre las palabras y las cosas: se trataría de la suppositio de los medievales, por la cual una palabra hace las veces de la cosa en el discurso. De esta manera, pasaríamos de una línea al famoso triángulo semántico.
3 Los animales, cuanto más gregarios, más se comunican entre sí; así también el hombre, en su nivel intelectual, usa naturalmente de signos para darse a entender a los demás (Tomás de Aquino, 1979, I, 1).
4 “Similitudo enim significat relationem causatam ex unitate qualitatis, quae relatio requirit distincta supposita; est enim similitudo rerum differentium eadem qualitas; unde ratione ejus quod causat similitudinem ostendit unitatem essentiae, quae est eadem bonitas et sapientia, vel quidquid aliud per modum qualitatis significatur”. Las traducciones de las citas de santo Tomás son nuestras.
5 “Ad primum ergo dicendum quod quia homo est animal sociale, naturaliter unus homo debet alteri id sine quo societas humana conservari non posset. Non autem possent homines ad invicem convivere nisi sibi invicem crederent, tanquam sibi invicem veritatem manifestantibus. Et ideo virtus veritatis aliquo modo attendit rationem debiti”.
6 “Si ergo ista tria concurrant, scilicet quod falsum sit id quod enuntiatur, et quod adsit voluntas falsum enuntiandi, et iterum intentio fallendi, tunc est falsitas materialiter, quia falsum dicitur; et formaliter, propter voluntatem falsum dicendi; et effective, propter voluntatem falsitatem imprimendi. Sed tamen ratio mendacii sumitur a formali falsitate, ex hoc scilicet quod aliquis habet voluntatem falsum enuntiandi”. Subrayados nuestros.
7 El dilema del prisionero pone a prueba justamente esto, viendo que la ganancia neta de la confianza mutua, a pesar de pérdidas circunstanciales, es superior (Miller Moya, 2004, págs. 111-113).
8 “Mendacium autem est malum ex genere. Est enim actus cadens super indebitam materiam, cum enim voces sint signa naturaliter intellectuum, innaturale est et indebitum quod aliquis voce significet id quod non habet in mente”.
9 Se trataría de una mentira oficiosa, es decir, útil para otro. La mentira oficiosa se distingue de la
jocosa, cuya finalidad es la diversión, y de la perniciosa, que nace de la malicia.
10 “Praeterea, minus malum est eligendum ut vitetur maius malum, sicut medicus praecidit membrum ne corrumpatur totum corpus. Sed minus nocumentum est quod aliquis generet falsam opinionem in animo alicuius quam quod aliquis occidat vel occidatur. Ergo licite potest homo mentiri ut unum praeservet ab homicidio, et alium praeservet a morte”.
11 “Ad quartum dicendum quod mendacium non solum habet rationem peccati ex damno quod infert proximo, sed ex sua inordinatione, ut dictum est. Non licet autem aliqua illicita inordinatione uti ad impediendum nocumenta et defectus aliorum, sicut non licet furari ad hoc quod homo eleemosynam faciat (nisi forte in casu necessitatis, in quo omnia sunt communia). Et ideo non est licitum mendacium dicere ad hoc quod aliquis alium a quocumque periculo liberet. Licet tamen veritatem occultare prudenter sub aliqua dissimulatione, ut Augustinus dicit, contra mendacium”.
12 En esto nos apartamos de Gómez Giraldo: “Por mi parte, considero que la mentira por humanidad es obligatoria, y a fortiori la restricción mental” (2018, pág. 84). Obviamente, en estos casos la mentira no es pecado mortal –no atenta contra la caridad–, pero, de todos modos, es un medio ilícito. Aún el confesor debe preferir, a nuestro entender, evitar la cuestión (manifestando su imposibilidad de hablar de esos temas en general) a mentir para ocultar el secreto de confesión.
13 “Ad secundum dicendum quod habitus sanctitatis, puta religionis vel clericatus, significat statum quo quis obligatur ad opera perfectionis. Et ideo cum quis habitum sanctitatis assumit intendens se ad statum perfectionis transferre, si per infirmitatem deficiat, non est simulator vel hypocrita, quia non tenetur manifestare suum peccatum sanctitatis habitum deponendo. Si autem ad hoc sanctitatis habitum assumeret ut se iustum ostentaret, esset hypocrita et simulator”.
14 Hay quienes consideran que Jesucristo ha hecho restricciones mentales: “El mismo Jesucristo nos dio un buen ejemplo de restricción mental cuando dijo que el Hijo de Dios no sabía la fecha del Juicio final (Mar. XIII, 32). No lo sabía con ciencia comunicable, pero en rigor lo sabía, como aseguraron todos los Padres en sus controversias con los arríanos [sic] apolinaristas, nestorianos, monofisitas, etc.” (Manuel, 2012). Considerar esto una restricción mental es semejante a sostener que, cuando Jesús dijo “el Padre es más grande que Yo” (Jn 14, 28) o “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46) –esta última cita tomada según ciertas interpretaciones–, estaría haciendo también restricciones mentales, porque su discurso se refiere en ambos casos a su humanidad y no a su divinidad. Como es evidente, no son restricciones mentales, son cuestiones de exégesis.
15 Agradecemos profundamente las indicaciones y sugerencias de estilo, de claridad y de bibliografía que nos han hecho llegar los revisores.
Ángela Aparisi
1. Introducción
Tradicionalmente, el término "género" ha tenido un uso fundamentalmente gramatical: distinguía palabras masculinas, femeninas o neutras. Sin embargo, en las últimas décadas dicho vocablo ha adquirido, progresivamente, significados distintos y novedosos. Las razones que han motivado esta evolución son muy complejas. No obstante, podría señalarse que, en gran medida, son deudoras de las aportaciones del denominado "discurso de género". En este marco, la expresión "género" ha ido, progresivamente, sustituyendo al clásico término "sexo" [1]. Dicha evolución ha tenido, por un lado, consecuencias positivas: así, por ejemplo, ha permitido percibir y matizar ciertas realidades sobre la identidad personal y sexual humana que, hasta hace poco tiempo, permanecían ocultas. En esta línea, el "discurso de género" ha ayudado a poner en evidencia que, en el ser humano, la identidad sexual no depende forzosamente de la biología, sino que se encuentra mediada por la libertad y la cultura. Ciertamente, la identidad genética es un presupuesto insoslayable en el camino personal de búsqueda y conformación de la propia identidad sexual. No obstante, desde una perspectiva estrictamente biológica, la identidad sexual humana está inacabada.
Por otro lado, los gender studies, desarrollados, fundamentalmente, en el ámbito anglosajón, han denunciado la visión tradicional según la cual las diferencias culturales y sociales entre varones y mujeres pueden ser consideradas como datos "naturales" e inmodificables. En este sentido, se hace referencia al género para subrayar la importancia de la cultura en el papel o rol sexual que asume una persona. Este se manifestará en actitudes, patrones de comportamiento y atributos de personalidad mediados, principalmente, por el contexto en el que el individuo se desarrolla. Considerados de este modo, el sexo y el género serían dos dimensiones que confluyen en una misma realidad: la identidad sexual. Un aspecto es natural o biológico -el sexo-, y remite al dato empírico -"dado"-, de la dualidad biológica varón/mujer. El otro es cultural -el género- [2], y conduce a la representación psicológica-simbólica, a la construcción histórica y antropológico-cultural -con los condicionamientos sociales y culturales que ello conlleva-, de la identidad masculina y femenina. En cualquier caso, interesa hacer notar que, en esta línea argumental, ambas perspectivas no se presentan como antagónicas, sino como complementarias. Se trata, por ello, de dimensiones que, en un desarrollo equilibrado de la persona, están llamadas a integrarse armónicamente.
Sin embargo, el término género también ha asumido un significado distinto. Dicho contenido puede captarse más adecuadamente a través del análisis de la contraposición sexo/género, situada, a su vez, en el marco más amplio de la dialéctica naturaleza/cultura. Este segundo concepto de género se caracteriza, fundamentalmente, por su radical autonomía con respecto al dato biológico, por su elaboración al margen de todo presupuesto empírico o natural. Se sostiene así que cualquier diferencia entre varón y mujer responde, íntegramente, al proceso de socialización e inculturación. En esta línea, y en general, muchas propuestas del denominado "feminismo de género" parten de la absoluta irrelevancia del sexo biológico, tanto en el ámbito personal, social e, incluso, jurídico. Por el contrario, exaltan la categoría del género, considerado como un dato convencionalmente elaborado y, en cualquier caso, dependiente de la autonomía individual. En consecuencia, en este segundo contexto, sexo y género ya no son dimensiones complementarias, sino antagónicas. Encontramos, de este modo, un enfrentamiento entre naturaleza -entendida en sentido biológico u ontológico-, y cultura o, más bien, una aniquilación de la primera en beneficio de la segunda. En definitiva, el género tiende a anular al sexo en todos los ámbitos de la vida personal y social [3].
Este segundo significado del género es el resultado de complejas elaboraciones de carácter interdisciplinar [4], entre las que se incluyen trabajos científicos [5], contribuciones provenientes de la sociología, construcciones antropológicas, filosóficas, etc. Entre estas últimas se podría destacar: el existencialismo de Sartre -en cuya base hay una limitada concepción de la libertad-, el pansexualismo de Freud, el marxismo [6], el debate naturaleza-cultura desarrollado en el seno de la antropología cultural -en el cual se apoya la disputa entre sexo-género-, el evolucionismo -en el que se inspira la teoría del "cyborg"-, el "deconstruccionismo" de Derrida y Foucault, el hedonismo, o la crítica a toda autoridad establecida, propia del mayo del 68. Sobre algunas de estas aportaciones volveremos más adelante.
De cualquier manera, es importante destacar que, tras algunas de estas contribuciones se deslizan, con cierta frecuencia, elementos ideológicos. Ello tiene lugar en la medida en que las investigaciones llevadas a cabo se subordinan a un objetivo que está previamente determinado [7]: la demostración de la irrelevancia, a todos los efectos, del sexo biológico de las personas. Lo que históricamente ha sido entendido, en el caso de las mujeres, como un "destino ciego" puede ahora ser aniquilado o anulado gracias a la construcción del género -"deconstruible" y "reconstruible"-, social e individualmente. Por ello, no parece temerario afirmar que estamos, en realidad, ante una nueva ideología [8], entendida en el sentido clásico de distorsión de la realidad o, al menos, de minusvaloración de la misma.
La ideología de género se apoya, fundamentalmente, en una nueva antropología [9], en una original visión de la persona y, más en concreto, de las relaciones entre naturaleza y cultura en la configuración de la identidad humana. Dicha antropología, tiene, por otro lado, claras consecuencia en la ética, la política e, incluso, en el derecho. En concreto, la concepción del ser humano y de la sociedad que emerge, en general, de las gender theories afecta claramente a normas e instituciones tradicionales del derecho occidental como, por ejemplo, el matrimonio. Además, es evidente que la influencia de estas teorías ha sido especialmente incisiva en el ámbito de los derechos humanos. Así, por ejemplo, las propuestas de las Conferencias del Cairo (1994) y de Pekín (1995) influyeron profundamente en la ONU. De hecho, aunque el artículo 12 de la Declaración Universal de Derechos Humanos reconoce una noción de familia como sociedad natural, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, actualmente dicho organismo está promoviendo, a muy diversos niveles, algunos principios de la ideología de género contrarios a esta visión. Dicha perspectiva orienta también, de manera muy clara, la actuación de algunas de sus instituciones, como la INSTRAW [10] o la CEDAW [11].
En lo que se refiere al ámbito español, es claro que ciertos postulados básicos de la ideología de género han influido en algunas recientes leyes. Entre ellas, podríamos mencionar la Ley 13/2005, por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio, la Ley 14/2006 de Reproducción Asistida, que permite a la madre no biológica, casada con la biológica, solicitar que se reconozca a su favor la filiación (art. 7.3), y la Ley 3/2007, reguladora de la rectificación registral de la mención relativa al sexo de las personas. Sobre ello se volverá más adelante.
2. Origen y desarrollo de la ideología de género
Existe bastante unanimidad en entender que los presupuestos básicos de la ideología de género [12] se encuentran en Simone de Beauvoir (1908-1986) [13]. En su obra El Segundo Sexo (1949) [14] Simone estableció las bases sobre las que posteriormente se construiría una nueva forma de entender la identidad sexual humana [15]. Partía del existencialismo de Sartre [16], al presuponer un concepto de libertad desvinculado de cualquier realidad previa y, de manera especial, de la naturaleza humana. De esta manera, como señala Castilla, si la libertad es el único presupuesto a tener en cuenta en el ser humano, es imposible establecer alguna diferencia entre varón y mujer: "la igualdad -innegable- ahoga completamente la diferencia" [17]. Reducido a pura existencia, "el ser humano no es absolutamente nada más que lo que hace. Es difícil, entonces, determinar qué es la feminidad o la masculinidad" [18]. Por otro lado, Simone de Beauvoir estuvo influida por autores como Kant o Hegel, para quienes el modelo de lo humano es el varón, por lo que su ideal de liberación de la mujer abocará, irremediablemente, a la imitación de éste [19].
Desde estos presupuestos, de Beauvoir enunció su conocida afirmación "La mujer no nace, se hace" [20]. Sin llegar, posiblemente, a imaginar las consecuencias de sus palabras, Simone planteó un nuevo modo de concebir la identidad sexual humana, en el que, como ya se ha indicado, sexo y género llegarán a entenderse como esferas independientes [21].
De Beauvoir partía de una realidad: en su obra diagnosticó situaciones y patrones de comportamiento, profundamente arraigados en la historia y en la sociedad de su tiempo, claramente discriminatorios para la mujer [22]. Reconoció como injustos los determinismos sociales que asignaban a la mujer, en razón de su sexo biológico, unos roles y papeles absolutamente preestablecidos. Denunció que la distinción, culturalmente construida, entre femineidad y masculinidad, había generado y reforzado, a lo largo de los siglos, la subordinación de las mujeres a los varones. Sin embargo, no acertó con la solución adecuada al problema [23]. Al contrario, su aportación fue extremista y reduccionista: desgarró el desarrollo cultural humano del sexo biológico. Al entender que la dominación de un sexo sobre otro, así como la perpetuación de esta situación a lo largo de la historia, tenía su raíz, básicamente, en la diferencia sexual, la respuesta se imponía por si misma: si lo biológico "condena" a la mujer a la subordinación, la salida está en convertir en irrelevante dicho aspecto [24]. Por esta vía se sientan las bases para llegar a anular el papel que desempeña en la identidad sexual el hecho biológico de nacer varón o mujer, abriendo el camino a la separación radical entre cultura y naturaleza en este ámbito concreto.
Beauvoir estableció los cimientos antropológicos, pero el respaldo científico vino de la mano, entre otros, del psiquiatra John Money, de la Johns Hopkins University de Baltimore. A fines de la década de los cincuenta del siglo XX, y a raíz de sus estudios sobre personas hermafroditas, Money trasladó el término gender, hasta entonces utilizado como categoría antropológica, al ámbito de la ciencia [25]. Fue el primero que empleó las expresiones "papel de género" (gender rol) e "identidad de género" (gender identity), conceptos que él tendió a unificar. Definió dichas nociones de la siguiente manera [26]:
"Identidad de género: la igualdad a sí mismo, la unidad y persistencia de la propia individualidad como varón, hembra o ambivalente, en mayor o menor grado, en especial tal como es experimentada en la conciencia acerca de sí mismo y en la conducta; la identidad de género es la experiencia personal del papel de género, y éste es la expresión pública de la identidad de género.
Papel de género: Cuanto una persona dice o hace para indicar a los demás o a si mismo el grado en que es varón o hembra, o ambivalente; incluye la reacción y las respuestas sexuales, si bien no se limita a las mismas; el papel de género es la expresión pública de la identidad de género y ésta es la experiencia privada del papel de genero".
Money asimiló el "papel de género" a una amplia sombrilla que cubriría, no solo la dimensión sexual de la persona, sino también la influencia de la educación, la propia orientación, el sentido estético, etc., estereotipados en el hecho de actuar como varón o mujer. Este "papel de género" no es experimentado como un rol social, como el que debe representar un actor, sino que es asumido como "identidad de género", es decir, como la conciencia individual que de sí mismas tienen las personas como varón o como mujer, que se manifiesta a los demás en lo que se dice y se hace.
Como se puede advertir, Money sigue la lógica de la prioridad de la cultura sobre la naturaleza (o de la irrelevancia de la naturaleza). Es evidente que en su visión queda poco espacio para la dimensión objetiva o "recibida" de la sexualidad humana, primándose radicalmente los aspectos subjetivos o "construidos" culturalmente. Pero este psiquiatra dio un paso más: quiso demostrar científicamente que la pertenencia a un concreto sexo biológico no era impedimento alguno para actuar conforme a patrones de género distintos en cualquier otro aspecto de la vida. La sexualidad es, para Money, psicológicamente indiferenciada en el momento de nacer. Se torna masculina o femenina en el transcurso de las múltiples experiencias vividas. De ahí que, en este contexto, como ya se ha indicado, la naturaleza o la biología devengan irrelevantes. El tiempo demostraría la falsedad de las tesis de Money [27], así como sus fatales resultados.
En la misma línea que Money, el psiquiatra y psicoanalista Robert Stoller publicó, en 1968, su conocida obra Sex and Gender. En ella sostiene que "El vocablo género no tiene un significado biológico, sino psicológico y cultural. Los términos que mejor corresponden al sexo son macho y hembra, mientras que los que mejor califican al género son masculino y femenino, y estos pueden llegar a ser independientes del sexo biológico" [28].
En el origen y desarrollo de la ideología de género también cabría mencionar, por su influencia -más que por su rigor científico-, a Alfred Kinsey [29]. Elaboró dos Informes sobre el comportamiento sexual del hombre y la mujer (en 1948 y 1953, respectivamente). Dichos trabajos fueron elevados, posteriormente, a la categoría de dogma por muchas feministas de género [30]. En general, Kinsey dedicó sus esfuerzos a introducir en la sociedad americana, y especialmente en el ámbito universitario, su propia visión de la sexualidad humana, profundamente marcada por su homosexualidad. Sus ideas fundamentales podrían resumirse en los siguientes puntos: a) los seres humanos son constitutivamente bisexuales o, mejor, pansexuales; b) las mujeres, a lo largo de la historia, han sido oprimidas por una moral represiva, prevaleciendo siempre el interés social en mantenerlas relegadas al ámbito doméstico. Para ello, el instrumento más adecuado ha sido la función procreativa; c) la pedofilia y el bestialismo -entre otros comportamientos sexuales-, son prácticas naturales. Su prohibición está relacionada con prejuicios que proceden de la cultura judeo-cristiana [31].
Kindsey fundó, en 1947, el Instituto Para la Investigación Sexual, en la Universidad de Indiana [32]. En él fomentó actividades dirigidas, en la teoría y en la práctica, a "deconstruir" cualquier distinción social, ética y cultural entre lo considerado "normal" o "anormal", "natural" o "antinatural", en el ámbito de la sexualidad humana.
En las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX, la separación sexogénero fue acogida por grupos radicales reivindicativos de los derechos de las mujeres [33] Desde la antropología cultural, Gayle Rubin intentó llevar a cabo una delimitación terminológica que distinguiera la doble realidad del sexo y del género. A partir de 1975 divulgó la expresión "sistemas de sexogénero". Su finalidad fue denunciar que la división sexual responde a una imposición social de la que es imprescindible liberarse [34].
En la elaboración teórica de la ideología de género también cabría hacer mención, entre otras, a las aportaciones de Germaine Greer, Kate Millet y Shulamith Firestone. La obra más destacada de Greer fue The female eunuch, publicada en 1970 [35]. En ella asume las tesis de Herbert Marcuse y Wilhelm Reich sobre la sexualidad. Considera que los mitos del "amor romántico" y el matrimonio confluyen en la forma de dominación de la mujer más extendida en la sociedad: la familia tradicional y la maternidad. Frente a ello, propugna la liberación del "destino biológico" y el fomento de una autosuficiencia que evite dependencias exclusivas y "otros tipos de simbiosis neuróticas" [36]. Posteriormente, en su obra Sexo y destino, cambiará radicalmente sus propuestas [37]
Kate Millet también llevó a cabo aportaciones muy destacadas. En su obra Política sexual [38] propuso, en la línea de Stoller, un concepto de género independiente del sexo biológico. Entendía, de esta manera, que no existen, necesariamente, relaciones entre ambos conceptos. La conducta sexual es el fruto de un aprendizaje que comienza con la temprana socialización del individuo, quedando reforzado con las experiencias del adulto. En principio, el género es arbitrario: es el patriarcado [39] y las normas impuestas por dicho sistema, el que establece el papel de los sexos. En sus palabras "La personalidad psicosexual se forma, por consiguiente, en la fase postnatal y es fruto del aprendizaje" [40]. Millet también contribuyó, entre otras cosas, al surgimiento de la denominada "conciencia lesbiana" [41] y a la identificación entre feminismo y lesbianismo [42].
En su obra La dialéctica del sexo [43] , Shulamith Firestone, al igual que otras feministas de género, incorporó a su discurso elementos estructurales del análisis marxista. Aplicó la dialéctica de la opresión burguesía-proletariado, y el esquema de la lucha de clases, al ámbito de las relaciones intrafamiliares, introduciendo la lógica del dominio y la opresión en esta esfera de las relaciones humanas. El objetivo era, nuevamente, denunciar la atávica explotación de la mujer por el varón a lo largo de la historia. Siguiendo la dialéctica marxista, considera que la sociedad está dividida en dos clases en conflicto: la dominadora -los varones-, y la dominada -las mujeres-. Dicha dominación es posible gracias a un dato biológico: la potencial capacidad reproductiva de la mujer. Para superar esta situación, al igual que el marxismo instaba al proletariado a controlar los medios de producción, la mujer debe dominar su capacidad reproductiva. La utopía que propone Firestone pasa por la abolición de la familia y la eliminación de las clases sexuales, mediante una neutralización cultural de las diferencias genitales entre los humanos [44]
En su Historia de la sexualidad [45], Foucault recoge, entre otras, las anteriores tesis, e insiste en una idea fundamental: para él, la sexualidad no es sólo una realidad natural que las distintas sociedades, religiones y épocas históricas han intentado reprimir de diversos modos y maneras, sino, fundamentalmente, el resultado de un complejo proceso de elaboración social. Frente a ello, entiende la identidad sexual como una construcción subjetiva y cambiante, basada, exclusivamente, en la autodeterminación individual y apoyada en las variables pulsiones, deseos, impulsos, intereses, etc. No pretende conseguir carta de tolerancia para determinadas prácticas sexuales, sino producir una "inversión" de la moral sexual, de tal modo que lo "anormal" sea ahora, incluso, lo óptimo.
Se configura así, en rasgos generales, la ideología de género, entendida como una nueva forma de interpretar la realidad. Niega, en primer lugar, la naturalidad de la diversidad sexual binaria varón/mujer, pretendiendo superar el dualismo natural/antinatural en el ámbito de la sexualidad. Por ello, frente al tradicional modelo de la heterosexualidad, se propone una multiplicación de géneros, social e individualmente construidos. El dato de la diferencia sexual (biológica) y el modelo heterosexual resultan supera dos frente a la diversidad de las diferentes sexualidades. El feminismo de género considera una "trampa metafisica" [46] el otorgar relevancia social y jurídica al dato biológico de la diferencia sexual. Y ello, en razón de que tal elemento es el que permite imponer un rol falsamente fundado en "lo natural" [47]. Frente a ello, la propuesta de género se dirige a eliminar los rasgos de masculinidad o feminidad impuestos por la cultura, la historia, la política y el derecho. Pero, dado que tales rasgos tienen un origen claro, la biología, los mayores esfuerzos se encauzan a privar de cualquier relevancia a las diferencias impuestas por la naturaleza. Por esta vía se llega a calificar como "ultraje a la libertad" lo que no son más que caracteres recibidos de la biología. En la raíz de este planteamiento encontramos una rebelión del hombre frente a la naturaleza -tanto lo empíricamente recibido, como cualquier tipo de ley natural-, al entender que ésta frena tanto su radical autonomía, como el desarrollo de la sociedad. El sexo, entendido como dato biológico, resultará absolutamente intrascendente para la identidad y el desarrollo de la personalidad humana. En consecuencia, se atribuye a la autonomía individual la capacidad de configurar una pluralidad de géneros. Los conocidos hasta el momento son: femenino heterosexual, masculino heterosexual, homosexual, lésbico, bisexual y transexual.
En los últimos años se ha evolucionado, progresivamente, de las teorías de género, a las que podríamos denominar de "multigénero", "postgénero" o "transgénero" [48]. Superando las dualidades sexo/género y masculino/femenino, se entiende que la identidad de género no es algo estático, sino abierto y dinámico. Ciertamente, en sus extremos se encuentran las categorías de masculino y femenino, homosexual y heterosexual. Sin embargo, existen múltiples posiciones intermedias, flexibles y diversas, entre las cuales puede oscilar un individuo a lo largo de su existencia [49], Las representantes más destacadas de este pensamiento son Judith Butler [50], Jane Flax [51] o Donna Haraway [52]. Sus aportaciones han sido decisivas en la elaboración de la denominada Queer theory [53]. Precisamente el uso del término Queer viene a poner de relieve el carácter anómalo, transgresor, "fluido" y fluctuante de la sexualidad. En realidad, dicha teoría, más que reforzar el concepto de género, parece pretender diluirlo, enfatizando los elementos marginales e inusuales de la sexualidad humana. Rechaza de plano cualquier clasificación de los individuos en categorías universales, como "varón" o "mujer", "heterosexual" o "homosexual". No sólo equipara la homosexualidad o el lesbianismo a la heterosexualidad, sino también a la bisexualidad, intersexualidad o transexualidad (con intervención quirúrgica o sin ella). En esta línea, Butler propone "deshacer", no sólo la categoría del sexo (natural), sino también la del género (social y cultural). En sus palabras: "Al teorizar que el género es una construcción radicalmente independiente del sexo, el género mismo viene a ser un artificio libre de ataduras. En consecuencia, varón y masculino podrían significar tanto un cuerpo femenino como uno masculino; mujer y femenino, tanto un cuerpo masculino como un femenino" [54].
Tras estas propuestas subyace, en realidad, la finalidad de "deconstruir" cualquier tipo de "orden sexual" (especialmente el heterosexual, también denominado "veterosexual") [55], "normalizando" toda forma de sexualidad tradicionalmente percibida como "antinatural", en beneficio de un "pansexualismo" sin ningún tipo de obstáculo, basado, a su vez, en un polimorfismo sexual imposible de clasificar. Se rechaza, de plano, que el proceso de elaboración de la propia identidad deba llevarse a cabo sólo en un contexto de relaciones interpersonales heterosexuales. Frente a la "monocultura del género" se propone una "subjetividad sexual nómada", compleja, múltiple, variable e indefinible. Desprendido de cualquier presupuesto previo, el individuo debe construir libremente su propia identidad, transformándola y modificándola según sus deseos, tanto en el ámbito público como en el privado. Desde tales presupuestos se propone una "neutralización sexual" que, en realidad, es una "desnaturalización sexual". De diferentes modos, y bajo distintas perspectivas, se intenta demoler cualquier categoría que límite la autonomía individual a favor de modelos sociales predeterminados. La identidad del individuo puede ser "construida" y posteriormente "deconstruida". Todo ello viene a desembocar, entre otras cosas, en la preconización del modelo del cyborg (una suerte de híbrido humano/máquina), en el que se ha diluido, definitivamente, cualquier diferencia entre masculinidad o feminidad, paternidad o maternidad, orden natural o artificial [56]. De este modo, se cierra el círculo. Desde la inicial diferencia varón-mujer, se llega hasta la "indiferencia" [57] sexual. La propuesta consiste, no solamente en la eliminación del sexo -entendido como fundamento o base del sistema patriarcal-, sino también en la "cancelación" del género.
Nos encontramos, siguiendo a Palazzani [58] ante un esfuerzo por llevar al límite el discurso de la postmodernidad. Dicho intento estaría caracterizado, fundamentalmente, por las siguientes notas: a) un pensamiento radicalmente antimetafisico, que reduce la naturaleza a un sentido puramente materialista y mecanicista. Desde un punto de vista empirista, la naturaleza es entendida, exclusivamente, como una masa de materia orgánica o inorgánica. Por su parte, el individuo es reducido a la pura pulsión del instinto, no mediada por la razón; b) una concepción no cognitivista, que rechaza cualquier posibilidad de conocer, mediante la razón humana, unos principios o exigencias con base en cualquier realidad previa. Se presupone que sólo posee valor objetivo el conocimiento susceptible de ser verificado empíricamente. Estamos, en consecuencia, ante una concepción profundamente relativista, que parte de la negación radical de cualquier valor permanente, y que rechaza todo criterio objetivo sobre el que apoyar normas jurídicas estables. La ética, en línea con el emotivismo ético, será considerada como una cuestión de gustos, pura emotividad. De ese modo, como ha considerado Maclntyre, al no existir criterio alguno para determinar lo mejor o lo menos malo, el desacuerdo valorativo será interminable [59]; c) un pensamiento subjetivista y voluntarista, que fundamenta cualquier valor o derecho en el deseo y la voluntad individual, determinada profundamente por el instinto; d) una concepción liberal del derecho, que entiende injustificada cualquier intrusión de las normas jurídicas en la esfera subjetiva de libertad del individuo, entendiendo ésta lo más laxamente posible. El ámbito de la ética privada debe quedar inmune a cualquier intromisión jurídica, ya que en el mismo debe reinar, absolutamente, la autonomía individual. Así, por ejemplo, matrimonio será considerado un mero contrato particular, cuyo contenido podrá ser fijado libremente por las partes, sin ningún límite previo. Sólo el derecho público, entendido como el campo de lo "neutral" o "procedimental" tendrá legitimidad para limitar la autonomía individual.
2. Ideología de género y derecho
Como ya se ha indicado, en los últimos años la ideología de género se ha difundido a nivel político y jurídico con una rapidez que puede calificarse como desconcertante [60]. Algunos de sus postulados han pasado, con inusitada celeridad, desde el ámbito privado al público y, en consecuencia, también al terreno jurídico. Es dificil concretar los rasgos característicos de esta ideología que, actualmente, se encuentran, en mayor o menor medida, respaldados jurídicamente. No obstante, se podría afirmar que los más des tacados serían los siguientes:
• La exigencia de una igualdad absoluta entre hombre y mujer. Se presupone que cualquier distinción es puramente cultural y, por lo tanto, una construcción social a superar. Se tiende a ignorar cualquier base biológica o psicológica en las diferencias entre sexos, considerándola, incluso, sospechosa y ofensiva. Ello ha tenido consecuencias positivas, tanto en el ámbito del derecho público como en el del privado. Sin embargo, también ha desembocado, en muchos casos, en una abstracta y equivocada pretensión de igualitarismo, manteniendo, por otro lado, el modelo masculino como parámetro de equiparación. Con respecto a este punto, Encamación Femández señala que, desde esta perspectiva, "se produce la asimilación jurídica de las mujeres a los varones. Las mujeres tienen los mismos de rechos que los varones porque se finge o se presume que no existen di ferencias, en cuanto son consideradas 'como' o se finge que son 'como' los varones y se asimilan a ellos en los estilos de vida y en los modelos de comportamiento. La diferencia femenina ya no es discriminada en el ámbito jurídico, sino que es desconocida, ocultada y enmascarada. Pero, precisamente por esta ignorancia, resulta penalizada de hecho. La igualdad jurídica, al no hacerse cargo de las diferencias y de su relevancia en las relaciones sociales, resulta ampliamente inefectiva. Estaríamos pues ante una ficción de igualdad que deja sobrevivir las desigualdades como producto del desconocimiento de las diferencias" [61]. Dicho igualitarismo debe reflejarse en todos los ámbitos de la vida social, especialmente en el laboral y el político. Para ello se recurre, especialmente, a las medidas de discriminación positiva. Esta meta ha impregnado, en gran medida, la política española de los últimos años [62] Ello puede advertirse, por ejemplo, en la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres. Dejando de lado los innegables aspectos positivos de esta norma, merecen destacarse las medidas consistentes en la imposición legal de cuotas de participación de mujeres en partidos políticos o empresas. No se trata, por lo tanto, de una promoción de la igualdad, entendida como paridad de oportunidades o de "punto de partida", sino de un igualitarismo final, impuesto coactivamente.
• En segundo lugar, podemos destacar la contraposición, o antagonismo, entre el ámbito público y el privado, con la consiguiente minusvaloración del segundo como ámbito de realización personal. En este sentido puede interpretarse la Ley 15/2005, por la que se modifica el Código Civil y la Ley de Enjuiciamiento Civil, en materia de separación y divorcio, cuyo efecto es claramente desincentivador de la estabilidad temporal del matrimonio
Por otro lado, recordemos que uno de los postulados de la ideología de género es la afirmación de que la liberación de la mujer implica independencia de sus funciones biológicas, fundamentalmente de la reproductiva, ya que en ella se encuentra la raíz de la opresión [63]. En este contexto se entiende que la lucha por el reconocimiento de un derecho al aborto se convierta en bandera indiscutible e innegociable. En este sentido, resulta muy clarificador que el actual Anteproyecto de Ley sobre derechos y salud sexual reproductiva transforme el aborto, de conducta excepcionalmente despenalizada, en derecho. Es evidente que, si queda algún resquicio de desigualdad entre varón y mujer se encuentra, precisamente, en la posibilidad, por esta última, de ser madre. Por ello, el último bastión para la igualdad se encuentra en la configuración del aborto como un derecho.
• Por último, otro postulado que ha alcanzado pleno reconocimiento en nuestro ordenamiento jurídico es la separación entre los conceptos de sexo y género. El primero queda desprovisto de relevancia jurídica en cualquiera de los ámbitos en los que anteriormente la poseía. En primer lugar, desaparece el requisito de la dualidad sexual masculino/femenino para contraer matrimonio. Un ejemplo de ello podemos encontrarlo en la Ley 13/2005, por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio [64]. Dicha norma elimina el requisito de la diferencia sexual, en contra de lo previsto en el artículo 32.1 de la Constitución [65] , al señalar que "El matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayentes sean del mismo o diferente sexo". Por ello, las referencias al marido y a la mujer se han sustituido por la mención a los cónyuges y a los consortes. Como consecuencia de esto, también se priva de cualquier trascendencia jurídica a las categorías de paternidad/maternidad, que serán sustituidas por la más amplia de "parentalidad". Lo que importa para el desarrollo del hijo es la relación afectiva, prescindiendo del sexo biológico de sus progenitores o cuidadores. En este sentido, por ejemplo, la Ley 14/2006 de Reproducción Asistida permite a la madre no biológica, casada con la biológica, solicitar que se reconozca a su favor la filiación (artículo 7.3) [66].
Por otro lado, la noción de identidad sexual, basada en la realidad objetiva de ser biológicamente varón o mujer, es sustituida por la idea de orientación sexual, de corte completamente subjetivo. Ello aparece de una manera especialmente evidente en la Ley 3/2007, reguladora de la rectificación registral de la mención relativa al sexo de las personas. Dicha norma parte de la no necesaria correlación entre sexo y género, permitiendo el cambio de inscripción registral cuando el sexo biológico no se corresponda con el género deseado. La Ley sólo establece el requisito de acreditar "la existencia de disonancia entre el sexo morfológico o género fisiológico inicialmente inscrito y la identidad de género sentida por el solicitante o sexo psico-social, así como la estabilidad y persistencia en la disonancia". Tal acreditación puede ser llevada a cabo por un psicólogo. En consecuencia, no se requiere cirugía previa, ni tampoco de un dictamen médico.
3. Sexo-Género: ¿antagonismo o complementariedad?
El Derecho, como sabemos, cristaliza y consagra concepciones previas de la persona y de sus relaciones en sociedad. Por ello, la respuesta jurídica a los postulados de la ideología de género requiere, inevitablemente, de un enfoque interdisciplinar. No es nuestra intención elaborar un modelo alternativo a dicha ideología, ya que tal objetivo desborda, ampliamente, las posibilidades de este trabajo. Tan sólo se trata de proponer, a modo de epílogo, algunas reflexiones que puedan resultar útiles al efecto.
a) El primer nivel de reflexión sería el científico. Ciertamente, el derecho no se fundamenta en la ciencia, pero ésta le aporta elementos sumamente útiles, cuya trascendencia no debe ser despreciada. Es evidente que, desde un punto de vista biológico, la persona se sitúa en la existencia como varón o como mujer. El ser humano, de modo natural o innato, se desarrolla diferenciándose en cuerpo humano masculino y femenino. Este proceso de dimorfismo tiene su origen ya en la gametogénesis y acontece en la mayor parte de los casos de fecundación humana [67]. En este sentido, podemos afirmar que la condición sexual de la persona humana es una característica que -al menos, desde el punto de vista biológico- acompaña al ser humano desde su mismo origen y a lo largo de toda su existencia [68]. Los gametos que aporta a la fecundación el organismo del varón y el de la mujer son claramente diferentes. El cromosoma X o Y del gameto masculino determinará el sexo cromosómico del nuevo individuo, ya que el femenino siempre tiene el cromosoma sexual X. A su vez, el sexo cromosómico determinará el sexo gonadal y éste el hormonal, con todas sus importantes consecuencias posteriores.
La referida realidad biológica encierra, en sí misma, un profundo significado personal. Spaemann denomina "identidad natural básica" a la dimensión biológica de la persona. Dicha dimensión natural -el organismo-, permite que el ser humano sea "en todo momento reidentificable desde fuera" [69] Se trata de un indicio crucial: la identidad personal corporal, la identidad sexual y las identidades y relaciones familiares que se desprenden de esa realidad -maternidad, paternidad, filiación y fraternidad- se encuentran encamadas en un organismo, y marcarán radicalmente la vida de la persona. En consecuencia, la condición sexual no es un elemento irrelevante, sino un presupuesto insoslayable en el camino personal de búsqueda y formación de la propia identidad.
b) Evidentemente, los factores biológicos no constituyen la totalidad de los elementos que conforman la identidad sexual de la persona. Por ello, podemos afirmar que la diferencia entre varón y mujer no está limitada a la dimensión somática. En conformidad con esto, Von Balthasar afirma que, ciertamente, "hasta la última célula del cuerpo masculino es masculina y del femenino es femenina, análogamente, la entera experiencia y autoconciencia empírica" también lo son [70]. No obstante, la identidad sexual se continuará construyendo con posterioridad al nacimiento y a lo largo de las distintas etapas de la vida. Generalmente, en el momento de la pubertad la identidad sexual se encuentra ya definitivamente establecida. Por ello, se puede afirmar que la adquisición de la identidad es un proceso socio-psicológico que tiene como base la realidad biológica antes descrita [71]. A lo largo del mismo van adquiriendo protagonismo distintos factores de la vida social y persona (72]. En esta línea sostiene Serra: "En realidad, un análisis completo de la naturaleza e intensidad de esta fuerza en el hombre [la sexualidad], aun admitiendo que el origen y la orientación están inscritos a nivel biológico, se debe reconocer que su naturaleza no es sólo de orden biológico y su intensidad no es cuantificable teniendo en cuenta sólo este nivel. En efecto, en su caracterización y manifestación intervienen otros componentes de orden psicológico y mental, derivados de las relaciones que se establecen entre el sujeto humano y el ambiente familiar y socio-cultural, en el que es concebido, nace y crece, y del ejercicio de la propia capacidad racional y volitiva que se desarrollan a través del aprendizaje y la educación" [73]
c) En consecuencia, desde un punto de vista antropológico es posible aproximarse a la identidad sexual desde dos perspectivas, la objetiva y la subjetiva. Desde la primera entendemos la identidad personal como una realidad dada, que se asume y de la que progresivamente se toma conciencia [74]. De cualquier forma, a cada individuo le corresponderá organizar los elementos de esa realidad recibida de un modo original. Este es el aspecto subjetivo de la identidad personal. En esta segunda acepción, la identidad personal es, en suma, el resultado de una historia única y original, porque única y original es la persona. El hombre constantemente se reinventa a sí mismo, aunque dentro de unos límites finitos. Desde este punto de vista subjetivo, se podría definir la identidad como la "certeza de mantener una similaridad a sí mismo y continuidad al interno de sí, en relación a una integración personal y social, y a la capacidad de asunción de un cierto rol" [75]. En este sentido, Erikson entiende que la posesión verdadera de una identidad se demuestra a través de un bienestar psico-social, que se manifiesta en un sentirse a gusto con el propio cuerpo, en saber "hacia dónde se va" y en tener la íntima seguridad de ser reconocido como tal por los demás.
Además, cabe destacar que la conciencia que cada ser tiene de sí mismo está ligada a la conciencia del otro. La relación con el mundo es intrínseca a la estructura del ser y, por tanto, la identidad se define en su relación con la alteridad. Desde la perspectiva psicológica, se puede afirmar que la "medida de mi yo" me es dada por un "otro-yo", del "yo" que reconozco en el "tu". Identidad y alteridad se reclaman recíprocamente" [76]. Por lo tanto, el concepto que cada uno tiene de sí mismo depende, al menos en parte, de la idea que los otros se hayan hecho de él. Por ello, a lo largo de las distintas etapas del proceso socio-psicológico destaca la importancia de las relaciones interpersonales. En definitiva, corporalidad-dimensión biológica-, reconocimiento social -dimensión social y cultural- y autoconciencia -dimensión psicológica- son tres elementos claves para la conformación de la identidad personal y, por lo tanto, de la identidad sexual. Pero, para el adecuado desarrollo del sujeto, dichos elementos están llamados a una integración armónica. En consecuencia, su plena compenetración tiene una gran relevancia personal y, por ello, social.
Sin embargo, observamos que el pensamiento de Occidente ha tendido hacia esquemas disyuntivos de razonamiento: libertad o igualdad, individuo o sociedad, libertad o biología, cultura o naturaleza... Este planteamiento ha afectado, profundamente, al modo de concebir al ser humano y a su propia identidad. Se suele entender que el hombre es pura corporeidad o biología -exclusivamente la res extensa de Descartes- o, por el contrario, puro espíritu, libertad o razón -la res cogitans-. Tal modo de concebir a la persona afecta, lógicamente, a la manera de enfocar su identidad: ésta vendría exclusivamente determinada por la biología -los elementos recibidos- o, por el contrario, sería el resultado de la nuda conciencia del yo -una libertad omnímoda- que, incluso, podría llegar a desplazar a la realidad. Una identidad muy centrada en la capacidad racional -o dimensión espiritual que, evidentemente, caracteriza al ser humano y lo diferencia de todos los demás seres-, no abarca verdadera, e integralmente, lo que es la persona. Tampoco lo logra una identidad focalizada, exclusivamente, en la dimensión biológica. Tales visiones sesgadas tienen como consecuencia, a su vez, concepciones reduccionistas y disyuntivas del ser humano.
En definitiva, podemos afirmar que la persona no es sólo biología, ni sólo autoconciencia o cultura, sino una unidad muy compleja. La maduración armónica de un ser humano implica la integración de variados elementos. Tal integración está confiada al esfuerzo y a la libertad personal de cada individuo, no debiendo ser obstaculizada por el derecho. Al contrario, éste debería fomentar su armónica compenetración. Ello implicaría, de una manera muy resumida, que las normas jurídicas deberían tener en cuenta los siguientes presupuestos:
d) Frente a la promoción, e incluso imposición coactiva, de un igualitarismo radical, se plantearía la necesidad de hacer compatibles las categorías de igualdad y diferencia entre varón y mujer. Presuponiendo la igual dignidad ontológica, y los consiguientes iguales derechos, el derecho debería armonizarla con el reconocimiento de la diferencia en aquellos ámbitos en los que ésta sea relevante como, por ejemplo, en la maternidad [77].
e) El derecho no puede presuponer que sexo y género sean realidades completamente independientes. Por el contrario, están llamadas a integrarse, como manifestaciones de una misma identidad sexual que, por otro lado, debe ser relevante jurídicamente. Lo contrario, un sujeto de derecho en el que el sexo no cuenta para nada, es una abstracción, una negación de la realidad. Por otro lado, el derecho debe reconocer la importancia del ámbito privado, familiar, para un desarrollo equilibrado de las personas. La familia heterosexual, y su estabilidad temporal, deben ser promovidas por los sistemas jurídicos, al tratarse de la ecología humana básica.
4. Conclusión
Ya Scheler afirmaba que "en ninguna época de la historia ha resultado el hombre tan problemático a sí mismo como en la actualidad" [78]. Esta afirmación cobra especial relevancia en lo referente a la identidad sexual de las personas. Para situarla adecuadamente en el contexto de la identidad personal es importante no dividir al ser humano en compartimentos estancos, sino, por el contrario, ser capaz de integrar lo que, en apariencia, puede aparecer disgregado. Por ello, el reto está en otorgar a las distintas dimensiones que confluyen en el ser humano un significado armónico, que evite los dualismos reduccionistas. La ideología de género propone una visión fragmentaria de la persona, en la que los actos [faciendum] someten e instrumentalizan la realidad dada o recibida [factum]. Frente a ello, entendemos mucho más razonable una concepción integral de la misma, en la que su modo de ser [factum] influya sobre su modo de vivir [faciendum] [79]. En consecuencia, frente al dualismo de la ideología de género, el nuevo paradigma debe ser de carácter unitario.
Tal concepción entiende a la persona como una unidad inescindible entre cuerpo y espíritu, entre dimensión corporal, autonomía y racionalidad, entre naturaleza y cultura, pasando así del modelo antagonista y conflictual, al modelo de la complementariedad.
Ángela Aparisi, dadun.unav.edu/
Notas:
1. A lo largo de la década de los 80 del pasado siglo, la referencia al "género" se hizo omnipresente en los programas de Women Studies, especialmente en el ámbito anglosajón, desplazando completamente a la expresión "sexo".
2. Zuanazzi diferencia la identidad sexual y el rol sexual. Aclara que la primera se inserta en el orden del ser mientras que el segundo se sitúa en el orden del hacer; la primera, a su vez, especifica la identidad personal radicada en la biología; el segundo es, en gran parte, producto de la influencia socio-cultural (ZUANAZZI, G., L'etá ambigua. Paradossi, risorse e turbamenti del/'adolescenza, La Scuola, Brescia, 1995, pp. 81-82, nota 59).
3. PALAZZANI, L., Identita di genere? Dalla differenza a/la indifferenza sessuale ne/ diritto, Edizioni San Paolo, Milano, 2008, pp. 31 y ss
4. Aunque en el presente texto se adopta una perspectiva filosófico-jurídica, estamos ante un tema marcadamente interdisciplinar, por lo que para abordarlo adecuadamente resulta imprescindible recurrir a otras ramas del saber, como, por ejemplo, la biología, la antropología, la psiquiatría o la sociología.
5. Dichos trabajos no siempre han contado con el rigor y la objetividad requerida, como se expondrá más adelante.
6. Ya Engels se manifestó contrario a la familia.
7. Vid. GONZÁLEZ, A.M., "Género sin ideología", Nueva Revista, 124 (2009), pp. 33-34.
8. Como es sabido, el término ideología se utiliza con significados distintos. Fundamentalmente existen dos sentidos: a) Desde una perspectiva que podríamos calificar como "descriptiva", la ideología hace referencia al sistema de ideas o concepción del mundo que impera en una determinada sociedad y que, por ello, tiene su reflejo en los comportamientos sociales; b) Un segundo sentido, sostenido sobre todo por posiciones marxistas, entendería la ideología como falsa conciencia, como aquella que en parte enmascara y distorsiona la realidad.
9. Puede afirmarse que, en la actualidad, la antropología de género es una rama con pretensiones académicas.
10. En 1975, la Primera Conferencia Mundial de la Mujer, recomendó la creación de un Instituto de investigación y promoción del desarrollo de la mujer. El afio siguiente, el Consejo Social y Económico de Naciones Unidas (ECOSOC) creó el Instituto Internacional para la Investigación y Promoción de la Mujer (UN-INSTRAW). En 1979, el Consejo recomendó que el UN-INSTRAW tuviera su sede en un país en vías de desarrollo. En 1983 se inaguró la sede oficial de la UN-INSTRAW en Santo Domingo (República Dominicana).
11. Comité de la ONU para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer.
12. Sobre el origen histórico de la ideología de género y sus rasgos más destacados, vid. MIRANDA, M., Aproximación a los orígenes históricos de la ideología de género (trabajo inédito), pp. 51-96.
13. Para Elósegui, las dos "representantes paradigmáticas del movimiento de liberación de la mujer fueron Simone de Beauvoir, con su ya considerada obra clásica del feminismo, El Segundo Sexo, y más tarde Betty Friedan que publica La ilusión femenina. De este modo Esta dos Unidos y Francia se convierten en la cuna del feminismo radical. En Europa se inspira en el marxismo, mientras que en EE.UU. sólo en parte, y en este caso es más crítico". Y agrega, respecto al feminismo en Estados Unidos que, "dentro del movimiento de liberación de las mujeres surgido en los años 60 en dicho país se debe distinguir entre tres corrientes feministas: el feminismo radical, el feminismo socialista y el feminismo liberal" (ELósegui, M., Diez temas de género, EIUNSA, Madrid, 2002, p. 31).
14. DE BEAUVOIR, S., El Segundo Sexo (traducción de Pablo Palant), Siglo Veinte, Buenos Aires, 1962.
15. GONZÁLEZ, A.M, "Gender Identities in a Globalizad World", en González, A.M.; Seidler, V. J., Gender ldentities in a Globalizad World, Humanity Books, New York, 2008, p. 17.
16. La misma Simone de Beauvoir lo señala en la introducción de El Segundo Sexo: "La perspectiva que adoptamos es la de la moral existencialista" (DE BEAUVOIR, S., El Segundo Sexo, t. I, op. cit., p. 25).
17. CASTILLA, B., "A propósito del 'Segundo Sexo' de Simone de Beauvoir", Anales de la Real Academia de Doctores, 4-2 (2000), p. 406.
19. Si el varón encama la actividad y la mujer la pasividad, el único modo de salir de dicha pasividad será imitar el modo de trabajar y de ejercitar la libertad por parte del varón. Hegel se detiene en la consideración de la división entre el espacio doméstico y el espacio público, refiriéndose a dos racionalidades: una, que tiende a la autonomía, a la actividad universal, al Estado, la ciencia y el trabajo; y otra, que remite a la pasividad, a la individualidad concreta, la familia y la creación de la moralidad. Para Hegel, un "sexo es pues tanto lo espiritual como lo que se desdobla, por un lado en la independencia personal que existe por sí y por otro en el saber y querer de la libre universalidad, en la autoconciencia del pensamiento que concibe y el querer del fin último objetivo. El otro es lo espiritual que se mantiene en la unidad como saber y querer de lo sustancial en la forma de la individualidad concreta y el sentimiento. Aquél es lo poderoso y activo en referencia a lo exterior, éste lo pasivo y subjetivo. El hombre tiene por ello su efectiva vida sustancial en el Estado, la ciencia... y en general en la lucha y el trabajo con el mundo exterior y consigo mismo; sólo a partir de su duplicidad puede conquistar su independiente unidad consigo, cuya serena intuición y el sentimiento subjetivo de la eticidad tiene en la familia. En ella encuentra la mujer su determinación sustancial y en esta piedad su interior disposición ética" (HEGEL, G.W. Friedrich, Principios de la Filosofía del Derecho (trad. Juan Luís Vermal), Edhasa, Barcelona, 2005, pp. 285-286).
20. DE BEAUVOIR, S., El Segundo Sexo, t. II, op. cit., p. 13.
21. Vid. MIRANDA, M., Aproximación a los orígenes históricos de la ideología de género, op. cit., pp. 70 y SS.
22. De acuerdo con Blanca Castilla, la obra de Simone de Beauvoir "tiene valor por haber tocado fondo. Lo humano merece toda defensa. Sus escritos han contribuido a que el problema de la mujer se plantee en términos de humanismo, pues su protesta por lo que ella denomina la inesencialidad de la mujer, y por su reducción al campo de lo sexual, a hembra de la especie humana -opinión fomentada por el psicoanálisis freudiano-, no puede menos de encontrar asentimiento. Para Simone de Beauvoir el problema de la mujer tiene un carácter humano, es un problema de alienación y de olvido del ser que le corresponde. Lo que se cuestiona es, por tanto, el ser humano, y la solución hay que situarla en ese terreno" (CASTILLA, B., "A propósito del 'Segundo Sexo' de Simone de Beauvoir", op. cit., p. 404).
24. Simone criticó duramente la condición femenina por su pasividad y dependencia, lo que la llevó a rechazar la maternidad, tanto en su vida como en sus escritos, tal como se refleja, por ejemplo, en Las bocas inútiles (en Obras completas, t. I, Aguilar, Madrid, 1978) y en La mujer rota (Seix Barral, Barcelona, 1984). En el Segundo Sexo manifestó un total rechazo al cuerpo femenino y una visión muy negativa de la maternidad. La consideró como una trampa que impedía a las mujeres intervenir en la vida pública. Por ello, era indispensable romper las cadenas biológicas que las oprimían mediante el control de la naturaleza y el aborto. Ello desembocará en un intento de anular la identidad femenina. El matrimonio y la maternidad serán, en definitiva, los dos obstáculos más importantes para la promoción de la mujer, lo que implicará, en la práctica, una actitud antagónica en relación a los varones e indiferencia en relación a los niños.
25. MONEY, J., "Hermaphroditism, Gender and Precocity in Hyperadrenocorticism", in Psychologic Findings, Bulletin of the John Hopkins Hospital, 96 (1955); MONEY, J., EHRHARDT, A., Man and Woman - Boy and Girl. Differentiation and Dimorphism of Gender, Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1972 (hay traducción castellana: Desarrollo de la sexualidad humana: diferenciación y dimorfismo de la identidad de género, Morata, Madrid, 1982).
27. A partir de los estudios de Money, la separación radical entre sexo y género pareció adquirir una base científica. En un primer momento, dicha disociación tuvo como su mejor exponente el conocido caso de los gemelos Bruce y Brian Reimer. La historia corresponde a dos hermanos nacidos en 1965 en Winnipeg (Canadá). Cuando contaban con siete meses de edad, a uno de ellos -Bruce- le debió ser extirpado su miembro viril, después de habérsele practicado incorrectamente una operación de circuncisión. La recomendación del doctor Money a los padres fue la realización de una cirugía de castración, y que se educara a Bruce como si se tratase de una niña. Por su parte, a su hermano Brian se le impartiría una formación de acuerdo con su condición masculina. Con el ánimo de que Bruce no supiese la verdad de su sexo, se le cambió el nombre por el de Brenda Reimer. Money describió sus investigaciones -calificándolas como exitosas- en su libro Man and Woman, Boy and Girl Differentiation and Dimorphism of Gender. Con ello, pareció superarse la controversia entre lo natural y lo cultural, lo dado y lo adquirido, a favor de la segunda opción. Pero el transcurso de los años mostró otra realidad. Ante los innumerables problemas psicológicos de Brenda, sus padres le confesaron la verdad e intentaron remediar el daño causado. Se le realizó una cirugía reconstructiva de su verdadero sexo, y Brenda cambió su nombre por el de David. El caso concluyó de forma trágica con el suicidio de Brian en 2002 y, dos años después, en mayo de 2004, con el de David, a la edad de 38 años (vid. COLAPINTO, J., As nature made him: the boy who was raised as a girl, Harper Perennial, New York, 2006).
28. Vid. TRILLO-FIGUEROA, J., Una revolución silenciosa, Libros-Libres, Madrid, 2007, p. 122.
30. Vid. JONES, J. H., Alfred Kinsey: a public/private life, W.W. Norton, New York, 1997.
31. Vid. DE MARCO, D., WICKER, B. D., Arquitectos de la cultura de la muerte, Ciudadela, Madrid, 2007.
32. Actualmente se denomina Kinsey Institute <www.indiana.edu/kinsey/>. Vid. JONES, J. H., Alfred Kinsey: a public/private life, op. cit., p. 69.
33. Puede encontrarse una introducción a las diversas teorías feministas en ToNG, R., Feminist Thought. A more Comprehensive lntroduction, Unwin Hyman, London, 1998; JAGGAR, A.M., YOUNG, J.M. (eds.), A Companion to Feminist Philosophy, Blackwell, Oxford, 1998.
34. RUBIN, G., "The Traffic in Women: Notes on the 'Political Economy' of Sex", en REI TER, E. (ed.), Toward an Anthropology of Women, Monthly Review Press, New York, 1975, especialmente pp. 157-210.
35. ÜREER, G., The female eunuch, McGibbon & Kee, Londres, 1970. Hay traducción al castellano, publicada por Kairós, Barcelona, 2004.
36. ÜREER, G., The female eunuch, cit., p. 25
37. GREER, G., Sexo y destino, Plaza y Janés, Barcelona, 1985.
38. MILLET, K., Política sexual, Cátedra, Madrid, 1995. Dicha obra, publicada en 1969, fue considerada en 1998, por el New York Times, uno de los libros principales y más influyentes del siglo XX.
39. En su obra denuncia, con contundencia, la influencia del patriarcado. Entiende que, desde los comienzos de la historia, éste ha sido el sistema de dominación básico, sobre el que se han asentado todos los demás. Dicho sistema se elaboró a través de un complejo engranaje que conllevaba, necesariamente, la dominación y discriminación de la mujer. A través de este mecanismo se ha construido socialmente un género, el femenino, esencial y naturalmente inferior al masculino. El patriarcado ha sido tan asimilado por la sociedad que ha llegado a ser considerado como natural. De este modo, no sólo ha conseguido imponerse durante siglos en la sociedad, sino también ser interiorizado por las mujeres, que lo transmiten de generación en generación, a través de la educación (MILLET, K., Política sexual, cit.).
40. MILLET, K., Política sexual, op. cit., pp. 54 y 82.
41. MILLET, K., En pleno vuelo, Hacer, Barcelona, 1990.
42. Es evidente que si la denuncia del modelo patriarcal implica una crítica y un rechazo a la masculinidad, las relaciones heterosexuales tienden a ser consideradas, en general, como una incongruencia práctica.
43. FIRESTONE, S., The dialectic of sex, The Women s Press, Londres, 1970 (la version española está editada por Kairós, Barcelona, 1976).
44. FIRESTONE, S., The dialectic of sex, op. cit., p. 12. En este sentido, Alicia Miyares entiende que el objetivo del feminismo de género es abatir la identidad sexual, de tal modo que la categoría del sexo deje de ser útil para definir o aproximarse a la realidad (MIYARES, A., Democracia feminista, Cátedra, Universitat de Valencia e Instituto de la Mujer, Madrid, 2003).
45. FOUCAULT, M., Histoire de la sexualité I: la volonté de savoir; Gallimard, Paris, 1976. Hay edición española: Historia de la sexualidad, Siglo XXI, Madrid, 1998 (25ª ed.).
46. PALAZZANI, L., Identita di genere? Dalla differenza al/a indifferenza sessuale ne/ diritto, op. cit., p. 38.
47. Tras dicho rol subyace, por otro lado, la distinción previa entre el ámbito privado (que incluye las labores domésticas y reproductivas) y el ámbito público (en el que se ejerce el poder político y económico).
48. Vid. JAG0SE, A., Queer theory, University of Melbourne Press, Melbourne, 1996; SED WICK, E.K., "Gender Criticism", en GREENBLATI, G., GUNN, G. (eds.), Redrawing the Boundaries, MLA, New York, 1992, pp. 273-275.
49. El estructuralismo antropológico y cultural sitúa en su centro de atención el tabú del incesto, así como cualquier norma que imponga limites a la absoluta libertad como, por ejemplo, las que prohíben las uniones entre miembros de una misma familia, la pedofilia, el bestialismo, etc.
50. BUTLER, J., Gender Trouble. Feminism and the Subversion of Identity, Routledge, London, 1990, p. 6. Este trabajo ha sido criticado, en algunos círculos extremistas todavía más radicales, por no separarse completamente de la dimensión biológica en su consideración del ser humano. No obstante, puede considerarse como una de las obras más representativas de la ideología de género.
51. FLAX, J., Thinking Fragments. Psychoanalysis, Feminism and Postmodernism in the Contemporary West, University of California Press, Berkeley and Los Angeles, 1990, pp. 32 y ss.
52. HARAWAY, D., "A Cyborg Manifiesto: Science, Technology, and Socialist-Feminism in the Late Century", in Simians, Cyborgs, and Women, Routledge, New York, 1991 (hay edición española publicada por Cátedra); HARAWAY, D., Primate Visions: Gender, Race and Nature in the Word of Modern Science, Routledge, New York-London, 1989.
53. El nombre proviene del adjetivo inglés queer (raro, anómalo), que fue utilizado durante algún tiempo como eufemismo para nombrar a las personas homosexuales..
54. BUTLER, J., Gender Trouble. Feminism and the Subversion of ldentity, cit., p. 6.
55. Vid. HARAWAY, D., "Gender'for a Marxist Dictionary. The Sexual Politics of a World", en HARAWAY, D., Symians, Cyborg and Women, op. cit., pp. 127-148.
56. Vid. BALLESTEROS, J., "Biotecnología, Biopolítica y Posthumanismo", en BALLESTEROS, J., FERNÁNDEZ, E., Biotecnología y Posthumanismo, Thomson-Aranzadi, Pamplona, 2007, pp. 27 y ss.; SARACENI, G., "El cuerpo del delito. Reflexiones jurídico-filosóficas sobre el posthumanismo", en BALLESTEROS, J., FERNÁNDEZ, E., Biotecnología y Posthumanismo, op. cit., pp. 139 y SS.
57. PALAZZANI, L., Identita di genere? Dalla differenza alla indifferenza sessuale nel diritto, op. cit., pp. 29 y ss
59. MAClNTYRE, A., After virtue, Duckworth, London, 1985, pp. 6 y ss.
60. Como ha destacado Palazzani, el término "género" ha sido introducido de manera "casi obsesiva" en numerosos documentos y declaraciones internacionales de los últimos años. En muchos casos, dicha incorporación se ha llevado a cabo sin una adecuada clarificación de su significado en un contexto dado y sin la necesaria discusión y consenso {PALAZZANI, L., op. cit., pp. 46 y ss).
61. FERNÁNDEZ, E., Igualdad y Derechos Humanos, Tecnos, Madrid, 2003, p. 156. Vid., asimismo, FERRAJOLI, L., Derechos y garantías: la ley del más débil (trad. Perfecto Andrés lbáñez y Andrea Greppi), Trotta, Madrid, 1999.
62. En este sentido, pueden ser citadas unas palabras de M. Teresa de la Vega, que recogen este planteamiento: "La desigualdad más onerosa sigue siendo la de las mujeres, que atraviesa todas las desigualdades, y que explica el hecho mismo de la desigualdad, razón de nuestro actuar político". Y continuaba diciendo que debe corregirse la desigualdad que sigue existiendo en el reparto de poder, estableciendo la paridad a la fuerza en todos los ámbitos, político, profesional, e incluso religioso. La democracia debe convertirse en democracia paritaria. Hay que hacer política de igualdad desde las escuelas; la igualdad lo es todo: "La igualdad me mueve y me conmueve" (Conferencia del PSOE sobre Políticas de Igualdad, 16-10-2006).
63. Así, para Simone de Beauvoir, la maternidad priva a las mujeres de su participación en la vida pública, por lo que deberían abstenerse de ser madres. En el sexto capítulo del segundo tomo de El Segundo Sexo titulado "La madre", De Beauvoir expone una serie de ejemplos sobre las diferentes reacciones que pueden tener las mujeres en el momento de ser madres, con el objeto de determinar si existe una actitud única que concurra en todos los casos. La autora llega a la conclusión de que la maternidad no es una experiencia unívoca y que, de ninguna manera, garantiza la felicidad de las mujeres. En consecuencia, niega la existencia de un instinto maternal universal: "estos ejemplos bastan para mostrar que no existe ningún "instinto" maternal; la palabra no se aplica en ningún caso a la especie humana. La actitud de la madre es definida por el conjunto de sus circunstancias y por el modo en que las asume y, según se acaba de ver, esto es extremadamente variable" (DE BEAUVOIR, S., El Segundo Sexo, t. 11, op. cit., pp. 306-307).
64. También hay que tener en cuenta la Resolución de 29 de junio de 2005, sobre matrimonios civiles entre personas del mismo sexo.
65. "El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica".
66. Dicho artículo establece que "Cuando la mujer estuviere casada, y no separada legalmente o de hecho, con otra mujer, esta última podrá manifestar ante el Encargado del Registro Civil del domicilio conyugal, que consiente en que cuando nazca el hijo de su cónyuge, se determine a su favor la filiación respecto del nacido".
67. En su mayor parte, todos estos datos son proporcionados por la embriología. A raíz de los adelantos tecnológicos, esta ciencia es capaz de detallar el desarrollo embrionario paso a paso. Como señala O'Rahilly y Müller, "La embriología humana, como ciencia descriptiva, es básicamente anatomía del desarrollo, aunque, como en la anatomía, las consideraciones funcionales, cuando son conocidas, son de gran importancia. El desarrollo incluye crecimiento (incremento de la masa de tejido) y diferenciación, mediante la cual se aumenta la compleji dad. A pesar de que la embriología trata de las primeras etapas del desarrollo, de forma especial las correspondientes al embrión, el desarrollo es un proceso que se extiende tanto después como antes del nacimiento[...] Aparte del interés inherente de saber cómo una sola célula se desarrolla en un ser adulto, el principal valor del estudio de la embriología humana presenta dos aspectos: a) contribuye al conocimiento del anatomía humana y b) ayuda a la interpretación de las anomalías congénitas'"(O'RAHILLY, R. y MOLLER, F., Embriología y teratología humanas, Masson, Barcelona, 1998, p. 7).
68. Grumbach y Conte afirman que la distinción entre varón y mujer es "científicamente absoluta" y, tanto que, generalmente, se utilizan estos términos para hacer referencia a dos opuestos (vid. ÜRUMBACH, M., CONTE, F., "Disorders of Sex Differentiation", en WILSONFOSTER-KRONENBERG-REED LARSEN, William Textbook of Endocrinology, W. B. Saunders Company, Philadelphia, 1998, pp. 1303-1425). Sin embargo, esta afirmación no implica que la identidad sexual masculina y la femenina sean dos realidades disyuntivas, sino que son relacionales.
69. SPAEMANN, R., Personas. Acerca de la distinción entre "algo" y "alguien", Eunsa, Pamplona, 2000, p. 96. Vid. especialmente CAMPS, M., Identidad sexual y Derecho, Eunsa, Pamplona, 2007, pp. 241 y ss.
70. Vid. BALTHASAR, VON, H. U., Le persone nell dramma, vol. 11, Jaca Book, Milano, 1982, p. 345.
71. SERRA, A., "Sessualita e Bios", Consultori Familiari Oggi, 3 (1994); lo., "Sessualita: natura e cultura", en ÜALLI, N., L'educazione sessuale nell'etá evolutiva, Vita e Pensiero, Milano, 1994.
72. En este sentido, en 1978, Eaves escribía: "Los sociólogos son cada vez más conscientes de la importancia potencial de los factores genéticos, y los genetistas hacen hoy un esfuerzo por incluir factores sociales y culturales en los modelos para el estudio de diferencias individuales [...] es necesario aportar nuevos datos. Pocos estudios combinan todos los aspectos deseados para una resolución adecuada de los factores biológicos y culturales" (EAVES, L. J., LAST, K. A., Y0UNG, P. A., MARTEN, N. Y., "Model fitting approaches to the analysis ofhuman behaviour", Heredity, 41 [1978], pp. 249-320).
73. SERRA, A., "Sessualita e Bios", op. cit., p. 3; SERRA, A., "Sessualita: natura e cultura", cit. En el mismo sentido, para Polaino "es preciso afirmar que la vieja polémica está llena de sentido siempre que no se trate tanto de contraponer a uno y otro bloque de factores, como de diferenciar el peso, mayor o menor, que cada uno de ellos pueda tener en la génesis y emergencia de éste o aquel comportamiento" (POLAINO-L0RENTE, A., Sexo y cultura. Análisis del comportamiento sexual, Rialp, Madrid, 1992, p. 25).
74. No hemos elegido el nombre, el sexo, la constitución somática, el temperamento, la raza, la familia, la época. Tampoco la nacionalidad, la cultura, el ambiente físico y social en el que se desarrolla nuestra existencia y que le confiere una connotación fundamental. Estamos ante ciertos elementos "recibidos", que distinguen objetivamente a una persona y nos permiten identificarla socialmente (ZUANAZZI, G., L'etá ambigua. Paradossi, risorse e turbamenti dell'adolescenza, op. cit., p. 55).
75. ERIKSON, E. H., Giuventu e crisi di identitá, Armando, Roma, 1974, p. 194. Este autor entiende las fases psicológicas evolutivas a la luz del "principio epigenético". La epigénesis es un concepto de la embriología que indica el desarrollo continuo de un órgano según un plan preestablecido de modo armónico en relación con todos los demás órganos. Este término fue utilizado, por vez primera, por Waddington (WADDINGTON, C. H., Principies of Embryology, Allen & Unwin, Londres, 1956, p. 10). Sostiene que el desarrollo del sujeto después del nacimiento acontece de modo análogo: cada elemento aparece en un momento determinado (proper rate) y según cierto orden de sucesión (normal sequence). El desarrollo del "yo" no es sólo psico-orgánico, afectivo y psico-sexual, sino también psico-social. De ahí la importancia de las relaciones sociales que, a medida que la persona va creciendo, se van extendiendo (ERIKSON, E. H., 1 cicli della vita. Continuita e mutamenti, Armando, Roma, 1984).
76. ZUANAZZI, G., L'etá ambigua. Paradossi, risorse e turbamenti dell'adolescenza, op. cit., p. 55; ZUANAZZI, G., Tema e simboli del/ 'eros, Cittá Nuova, Roma, 1991, pp. 1 y ss.
77. CASTILLA, B., "Lo masculino y lo femenino en el siglo XXI", en APARISI, A., BALLESTEROS, J. (ed.), Por un feminismo de la Complementariedad, Eunsa, Pamplona, 2002, p. 45.
78. SCHELER, M., Die Stellung des Menschen mi Kosmos, Gesammelte Schriften (1971-87) 9, Munich-Bema, Franken Verlag, p. 11, cit. en ARREau1, V., CHOZA, J., Filosofía del hombre. Una antropología de la intimidad, Rialp, Madrid, 1993 (3ª ed.), p. 24.
79. CAMPS, M., Identidad sexual y Derecho, op. cit., pp. 237 y ss.
Pilar Ronda Martínez
1. Introducción
El objetivo de este artículo es tratar de investigar a qué quiere referirse Arendt con el concepto acuñado por ella misma de “banalidad del mal”. Hannah Arendt es una filósofa alemana de origen judío muy influyente a lo largo del siglo XX. Nació el 14 de octubre de 1906 en Hannover (Alemania) y murió el 4 de diciembre de 1975 en Nueva York (Estados Unidos). En 1951 fijó su residencia en EE.UU. tras huir de la persecución y del holocausto judío. La formación de Arendt se fraguó en distintas universidades. Estudió Filosofía en la Universidad de Berlín y más adelante, cuando contaba con dieciocho años, se trasladó a la Universidad de Marburgo, donde conoció a Heidegger. Este filósofo fue muy importante en su formación. Tras su estancia en Marburgo se traslada a la Universidad de Friburgo donde imparte clases Husserl. Por último, Hannah decide ir a la Universidad de Heidelberg, donde Karl Jaspers es profesor. Con él en 1928 defiende su tesis doctoral: El concepto de amor en San Agustín.
He escogido a esta autora por dos razones principalmente. Por un lado, dado que la mujer no ha tenido un lugar destacado en la filosofía hasta el siglo pasado, he querido reivindicar el pensamiento de una de las grandes figuras del siglo XX, siendo en este caso el pensamiento de una mujer. Por otro lado, en Hannah Arendt se ha dado una unión muy estrecha entre pensamiento y vida. Filosofa acerca de su experiencia vital y puede ser éste uno de los motivos por lo que ha influido tanto. La filósofa va desarrollando su pensamiento de la mano de maestros como Heidegger o Jaspers, entre otros. Pero es la experiencia del sufrimiento y del mal lo que hace que su pensamiento madure y llegue a ser un pensamiento propio y original. Es una mujer que ha sufrido en su propia carne la violencia nazi. Como a ella, me interesa dilucidar por qué los seres humanos a veces elegimos hacer el mal.
El punto de partida de la reflexión que esta pensadora hace acerca de la banalidad del mal, lo podemos encontrar en su viaje a Jerusalén para asistir al juicio de un criminal de guerra conocido sobre todo por organizar y ejecutar la llamada “solución final” del holocausto judío. Lo que Hannah Arendt se encuentra en el juicio de Eichmann lo describe Gabriel Cortina con palabras muy precisas: “Eichmann no tenía el perfil de un clásico psicópata, ni era un inteligentísimo estratega, ni manifestaba un brillante ingenio para el mal. Lo que estaba delante de ella era un burócrata sumiso y diligente. Eichmann argumentó en el juicio que su papel se limitaba a cumplir con los horarios de los trenes y el transporte. Delante de decenas de testigos estaba la mezcla fatal de obediencia a las órdenes recibidas y un hombre incapaz de pensar por sí mismo. Los de las SS ni eran monstruos ni estaban locos” [1]. Este choque entre lo ideal y lo real, entre lo que imaginaba encontrarse y lo que realmente se encuentra en la sala del juicio, es lo que hace que Arendt inicie una reflexión sobre el concepto del mal.
Para la investigación acerca de la banalidad del mal, he elegido como bibliografía primaria el libro de Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal (1961). Es una recopilación ordenada de las notas que la filósofa tomó durante su asistencia al juicio de Eichmann. Los artículos que elaboró fueron publicados por la revista New Yorker y más tarde los reunió en este libro.
El trabajo consta de esta introducción, el desarrollo de la cuestión —a su vez dividido en tres partes— y, por último, las conclusiones. El núcleo de la investigación se centra, por un lado, en los antecedentes del problema del mal que se han dado en la historia de la filosofía. Se ha elegido en concreto a tres filósofos que desde este punto de vista son muy relevantes: san Agustín, Leibniz y Kant. Por otro lado, se desarrolla el tema principal que se está analizando: la banalización del mal frente al concepto que existía antes de Arendt que es el del mal radical. Se discute sobre si Hannah Arendt cambió realmente de opinión respecto a su concepción del mal o simplemente dio una evolución en su pensamiento. Por último, se ha intentado profundizar en algunas de las características que adopta la banalización del mal en el mundo contemporáneo, es decir, hoy en día.
La conclusión principal que he alcanzado es que no hace falta apelar a la existencia de un mal radical, de un mal demoníaco, para explicar los grandes problemas que se dan hoy en nuestra sociedad y que se han dado a lo largo de la historia. Se ha adoptado como paradigma de la cuestión el contexto de la Segunda Guerra Mundial y, en concreto el problema del racismo contra los judíos, porque es cuando Arendt reflexiona sobre esto. El verdadero problema se da cuando cualquier persona deja de pensar sobre de sus actos, cuando alguien se somete a una idea, a un partido, a una persona sin dejar cabida a la propia reflexión. Es en ese momento en el que puede llevar a cabo actos terribles sin apenas ser consciente de la magnitud del mal que está produciendo. El mismo Eichmann se defendió en el juicio diciendo que él sólo había cumplido órdenes: no había tomado la decisión de asesinar a los judíos, tampoco había diseñado las cámaras de gas, de hecho apenas pisó un campo de concentración más que en unas pocas ocasiones. Pero para Arendt, y para mí también, esto no justifica la parte de culpa que le corresponde. Quiso dejar de ser dueño de sus actos, es decir, quiso actuar sin que eso conllevara responsabilidad alguna por su parte y esto, sólo es posible pretenderlo cuando no se reflexiona y se vive una vida superficial de manera continua, tanto que, no solo el pensamiento se vuelve superficial, sino que son las personas las que acaban siendo superficiales para uno mismo: dejan de tener valor.
2. Algunos antecedentes sobre la cuestión del mal
El problema del mal es un tema que ha aparecido en la historia de la filosofía desde los primeros tiempos. Ya con Parménides en el siglo VI a.C, el Ser era lo único inmutable, verdadero y eterno. Por lo que el cambio era carencia, privación y, en definitiva, mal. En este capítulo se van a analizar a tres autores en concreto: Agustín de Hipona, Leibniz y Kant. Se han escogido estos tres autores por la influencia que han tenido en la Historia de la Filosofía y en mayor o menor medida en la concepción de la propia Arendt respecto al mal.
Se puede abordar la cuestión empezando por señalar una distinción tradicional entre los conceptos mal y malo. En alemán el mal (das Übel) puede definirse como “algo contra lo que alguien choca y puede considerarse, por tanto, como algo objetivo. En cambio, lo malo (das Böse) es algo que se quiere o se lleva a cabo y puede considerarse como una realidad subjetiva” [2] Esta distinción nos abre un amplio panorama en el que la reflexión de los filósofos ha sido y es muy extensa.
¿Es el mal algo ontológico o algo causado por la acción del ser humano, algo de índole moral? ¿Hay distintos tipos de mal? ¿Está causado por la libertad o el hombre está predeterminado a hacer el mal?
El problema del mal es indicador de la concepción que tiene el ser humano acerca de la realidad. Según como se entienda qué es el mal, se están dando muchas pistas para entender qué idea sobre la metafísica tiene cada pensador. Se puede pensar que el mal es algo ontológico: “El mal forma parte de la realidad, porque sin él la realidad sería incompleta; el mal puede ser concebido, pues como un elemento necesario para la armonía universal” [3]. El representante que se va a analizar de esta visión es Leibniz (1646-1716). Aquí, el mal es “el último grado del ser” [4]. Es decir, todo lo malo que se encuentra en el ser (imperfecciones, limitaciones, pasividad, temporalidad, etc.) se debe a la pobreza ontológica de la que parte. Por otro lado, nos encontraríamos con la visión de san Agustín para quien el mal es principalmente la privación de un bien. Por lo tanto, no existe el mal en sí mismo sino en la medida en que no se realiza un bien. Por último, se va a analizar lo que Kant defiende en su obra la Crítica a la Razón Práctica con respecto al actuar libre del hombre que puede dar lugar al mal.
Empezaremos por la perspectiva de san Agustín de Hipona, pensador cristiano del siglo IV a. C y autor sobre el que Hannah Arendt hizo su tesis doctoral El concepto del amor en san Agustín: Ensayo de una interpretación filosófica, publicada en 1929. Este filósofo se preguntó incansablemente acerca del origen del mal: “Al preguntarse este si es posible concebir que la substancia divina posea el mal, responde negativamente” [5]. De hecho, san Agustín llega a la conclusión de que ninguna substancia es mala en sí misma. No existe por tanto el mal ontológico para este autor, el mal no está en la naturaleza de las cosas. San Agustín defiende que mientras algo existe es siempre bueno. Todo lo que posee ser es bueno y añade además que el mal no puede ser una substancia porque si lo fuera, sería bueno[6]. San Agustín examina el problema del mal tanto desde el punto de vista metafísico como desde el moral, interesándole más este último. Define el mal moral como el alejamiento de Dios que es causado por la libre voluntad de las personas. El mal es por tanto “una privación determinada de un cierto bien” [7].
En la época de san Agustín se dieron también otras concepciones acerca del mal, y por tanto acerca de la realidad, con las que tuvo que enfrentarse Agustín. Una de las más extendidas fue el maniqueísmo que proponía una concepción dualista del mundo: defendían que la realidad está formada por dos principios, un principio bueno y otro malo, que se encuentran en continua lucha. Proponen no ya que el mal provenga del mismo Dios sino que el bien y el mal son los principios supremos que rigen cuanto existe, ambos con el mismo grado ontológico, que dan lugar a todas las cosas. Por otro lado, estaría el neoplatonismo que defendía que Dios, al igual que las Ideas para Platón, era lo inmutable, perfecto y el sumo bien. El mal se encontraría en la materia y por tanto en el mundo. La materia según los neoplatónicos es increada y es la responsable del mal.
Agustín de Hipona rechaza esta teoría aludiendo a la Sagrada Escritura: vio Dios que lo que había creado era bueno [8]. Teniendo estas posturas para rebatir, San Agustín conformó su propia doctrina. Para él el mal se puede definir de manera negativa puesto que es precisamente la ausencia del bien. Donde no hay bien, hay mal. Es decir, el mal se da cuando un agente libre deja de hacer el bien. Para Agustín, Dios no puede hacer el mal (y tampoco lo ha creado él). Dios no desea que haya mal en el mundo. Por lo tanto, a la pregunta acerca del origen del mal san Agustín responde que lo encontramos en el ser humano: el mal nace de la libre voluntad del hombre.
En el ser humano se da una lucha entre la materia y el espíritu. Se puede hacer una analogía con la lucha que se da entre los principios maniqueos y también con la concepción dualista de Platón respecto del hombre. La diferencia reside en que frente a los maniqueos, para san Agustín el mal no tiene entidad ontológica sino que es dependiente del bien, y frente a la concepción dualista de Platón, para Agustín el hombre no es un ser encerrado en una cárcel (su cuerpo) sino que también debe dar gloria a Dios con su cuerpo, por lo tanto el cuerpo no es malo.
San Agustín sigue preguntándose por qué el hombre hace el mal y peca. En sus Confesiones, muestra cómo Dios va llamándole poco a poco hacia el bien pero él se resiste. Se puede decir que Dios ya tiene un plan pensado para él y es precisamente el rechazo de ese plan el que le lleva a hacer el mal. Para san Agustín pecar es rechazar la voluntad de Dios, es decir, la privación del bien que se podría realizar si se siguieran los planes que Dios tiene para cada uno.
Es importante hacer una distinción entre los tipos de mal de los que san Agustín habla. No existe el mal ontológico. Lo que sí se dan son distintos grados de ser. Dios es el ser en grado absoluto y las criaturas dependen de él y poseen un grado menor de ser en función de la complejidad de las mismas. Al mismo tiempo es evidente que se da en la tierra un mal físico (terremotos, enfermedad, etc.). Pero tampoco es un mal que esté provocado por Dios sino por la ruptura de la armonía que existía cuando Dios creó el mundo por culpa del pecado de Adán y Eva. Esta ruptura de la armonía también afectó a la naturaleza, como puede observarse hoy con las catástrofes naturales. Pero como se ha dicho este mal está provocado por la decisión del hombre de no obedecer a Dios, en otras palabras, está provocado por el mal moral, al que san Agustín llama pecado.
Siguiendo la tradición filosófica llegamos a Leibniz, filósofo y matemático del siglo XVII. La Teodicea de Leibniz es la primera obra centrada exclusivamente en el problema del mal (cómo es compatible la existencia de Dios y la del mal). Fue publicada en 1710. Está enmarcada en un planteamiento metafísico de fondo muy claro: el esencialismo leibniziano, donde hay una primacía de la potencia sobre el acto. Para Leibniz se dan tres tipos de males: el mal metafísico, el físico y el moral [9].
El mal tiene que ver con el origen metafísico de la creación. Es un autor creacionista, es decir, sostiene que Dios ha creado el mundo libremente, y eso para él significa que ha elegido uno de entre infinitos mundos posibles. Que Dios cree libremente significa para Leibniz que hay una distancia entre lo actual y lo posible.
Hay otros mundos que Dios podría haber creado y que existen de algún modo en el entendimiento divino. El intelecto divino es el origen de todas las posibilidades y piensa todas las posibles combinaciones que son posibles. Con toda esa información evalúa qué mundos son mejores y cuáles peores y luego decide crear el mundo que tiene más perfección.
Para entender a Leibniz hay que hablar de su concepto de armonía preestablecida cuyo fundamento es también metafísico: el intelecto divino. Antes de que Dios se decida a crear, ya tiene representado cada mundo posible en su más mínimo detalle. Los mundos son totalidades, una serie completa de cosas, que surgen de las infinitas variaciones con que se pueden concebir los posibles. Cada variación mínima ya produciría otro mundo posible. En cada mundo posible las criaturas contenidas están representadas en el entendimiento divino con las limitaciones que tendrían si Dios se decidiese a crear ese mundo.
Esto explica que el mal ya está contenido en las verdades eternas: que el origen metafísico del mal está desde el principio en el intelecto divino. La conclusión a la que se llega entonces es a la de que Dios es el autor intelectual del mal. Sin embargo, Leibniz niega que Dios conciba voluntariamente el mal sino que más bien, por la propia naturaleza de su entendimiento, está obligado a pensar en todas las posibilidades, incluyendo el mal en ellas. Se puede concluir que el mal metafísico se da porque el mejor mundo posible, el actual, contiene en sí el mal. Es decir, que un mundo con sólo bien sería más imperfecto que el mundo con mal metafísico.
Por otro lado, Leibniz asocia el mal físico al mal moral, esto es, todo sufrimiento (mal físico) es fruto del pecado (mal moral). En todo mundo posible hay al menos mal metafísico (criaturas limitadas por el simple hecho de ser creadas), pero no en todos los mundos posibles hay mal físico y mal moral. Eso significa que el mal metafísico es necesariamente posible en todo mundo, no como los otros dos tipos de males, que podrían no haberse dado. Según Leibniz “es necesario que los males sean posibles, pero es contingente que los males sean necesarios” [10]. Esto lo dice en un intento de salvar a Dios de la acusación de creador del mal. La existencia del mal es contingente entonces para él porque Dios no estaba obligado a crear ningún mundo. Sin embargo, una vez que decide crear, el mejor mundo posible contiene mal.
Leibniz es determinista (aunque no necesitarista): hay libertad, pero esta está determinada por la naturaleza de las cosas. Si cada sustancia individual que Dios concibe está completamente determinada en su pasado, presente y futuro, todas las acciones y pasiones de un individuo ya están contenidas en su misma posibilidad. Dios no es causa de las imperfecciones de sus criaturas, sino solo de lo que hay de perfección en ellas: la limitación viene de la naturaleza individual de las criaturas. Se puede decir que Leibniz es un compatibilista: para él es compatible la determinación ideal de la criatura con su libertad. No hay que preguntarse porqué Judas peca, ya que lo hace libremente, la pregunta es por qué Judas fue llevado a la existencia entre otros individuos posibles.
En conclusión, Dios está obligado moralmente a crear el mejor de los mundos posibles. Dios evalúa la perfección total, y combina la mejor proporción de bien metafísico, bien físico y bien moral. Por lo tanto, la criatura creada por Dios se encuentra al nacer con un mundo en el que existe el mal ontológicamente y que además está determinado a actuar de una forma concreta, aun respetándose su propia libertad. Por poner un ejemplo cercano a Arendt, Dios desde toda la eternidad ya había contado con el mal que en el siglo XX iba a producirse por causa de Hitler sin embargo, para mantener la armonía en el mejor de los mundos posibles (el actual), estaba moralmente obligado a crearlo [11].
Por último, el tercero de nuestros autores es Kant. Autor alemán que nació en Konigsberg en 1724 y murió en el mismo lugar en 1804. La obra en la que se hace referencia más a la libertad del ser humano y, por tanto, al mal que puede ser realizado por él es la Crítica de la Razón Práctica escrita en 1788. En este libro Kant expone su pensamiento con respecto a la moral. En la Crítica se hace una distinción entre dos usos de la razón: el uso teórico y el uso práctico y se profundiza en este último uso, el práctico, que es el que nos lleva a actuar [12].
Para enmarcar la cuestión sobre la influencia que pudo tener Kant en el nazismo y en concreto en personas como Eichmann, conviene detenerse en la reflexión que hace la propia Arendt: “Se ignora hasta qué punto Kant ha contribuido a la formación de la mentalidad del “hombrecillo” en Alemania. Pero es indudable que, en un cierto sentido, Eichmann seguía los preceptos de Kant: la ley era la ley; no se podían hacer excepciones. Y sin embargo, en Jerusalén Eichmann confesó que había hecho dos excepciones en la época en la que cada uno de los “ochenta millones de alemanes” tenía su “judío honesto”. Había hecho un favor a un primo medio-judío; después, con la intervención de su tío, a una pareja judía. Estas excepciones, todavía hoy, le incomodaban. Preguntado, durante el contrainterrogatorio sobre estos incidentes, Eichmann se arrepintió claramente. Por otra parte, había “confesado su falta” a sus superiores. Es que con respecto a sus deberes mortíferos, Eichmann conservaba una actitud no comprometida -actitud que, más que todo el resto, le condenaba a ojos de sus jueces, pero que en su espíritu era lo que le justificaba. Sin esta actitud no hubiera podido acallar la voz de su conciencia, que quizá todavía oía, por muy silenciosa que fuese. Sin excepciones: era la prueba de que siempre había obrado contra sus “inclinaciones” –sentimentales o interesadas – que sólo había cumplido con su “deber” [13].
En el ámbito donde opera la razón práctica la voluntad tiene un papel fundamental. Es una facultad en la que reside el poder de causar natural, es decir el poder para realizar un cambio. Para actuar, la razón pura práctica o voluntad necesita de unos fundamentos que la determinan a hacerlo. La voluntad se determina a actuar adoptando un principio práctico que puede ser objetivo o subjetivo. Por un lado, el principio objetivo hace referencia a la ley moral que es la que dice qué es bueno y qué es malo. Esta ley es para todos los hombres igual y, por ello, todos tienen el deber moral de seguirla. Así se explican las palabras de Arendt en Eichmann en Jerusalén: la ley era la ley y no cumplirla era atentar directamente contra lo que se consideraba correcto. En esto se amparó Eichmann al defenderse de los jueces judíos: él sólo cumplía la ley. Además, el saber que estaba haciendo lo que supuestamente debía, puesto que cumplía sin apenas excepciones todo lo que le ordenaban, resultó ser la herramienta perfecta para ir adormilando su conciencia.
Por otro lado, se encontraría el principio subjetivo que es la máxima que el sujeto que actúa debe adoptar. La máxima es lo que le parece bien al sujeto en el momento mismo de actuar y consta de dos elementos: la regla práctica, es decir, la estructura de medios- fines, y el móvil que es lo que le mueve a desear hacer el fin. En otras palabras, el móvil es lo que lleva al agente a adoptar ese fin como su máxima. Eichmann adoptó el fin que suponía la plena obediencia a las órdenes que recibía alentado por el móvil que era ser fiel al Führer e ir subiendo de puesto en las filas nazis. Kant defiende que el móvil puede llevarnos a desear dos cosas: o el placer sensible, con el que nos encontraríamos en el nivel de la naturaleza (de lo sensible), o el respeto a la ley moral. Estos dos móviles son los fundamentos de determinación de la voluntad. Y es aquí donde se encuentra el quid de la cuestión acerca del mal en Kant.
La voluntad o razón pura práctica puede ser pura o empíricamente condicionada. Es importante que la razón sea pura porque es la que nos lleva a seguir la ley. Es la instancia superior a la naturaleza que hace que no nos dejemos llevar por ella. Para actuar correctamente de lo que se trata es de convertir el principio objetivo en la máxima (principio subjetivo) de la actuación. Es importante destacar que para Kant el bien es igual a actuar correctamente. Por lo que, el mal será igual a la actuación de manera incorrecta que se produce cuando nos dejamos llevar por la sensibilidad, estando la voluntad empíricamente condicionada. Además, si actuamos siguiendo esta instancia superior, estaremos obrando con libertad. En cambio, al obrar de manera empíricamente condicionada la libertad no cabe.
En Kant la descripción de la acción, siendo la acción a lo que la voluntad debe determinarse, “es el conocimiento que el agente, en primera persona, posee acerca de lo que realiza y que –esto es lo decisivo- está causalmente relacionado con la acción. Es una representación del objeto o estado de cosas que se producirá, o se está produciendo, por medio del ejercicio de su causalidad, a través de su acción” [14]. Es decir, la voluntad tiene dos funciones: producir objetos y determinarse a sí misma a la realización de esos objetos. Los objetos que se producen deben corresponderse con las representaciones. Primero, el sujeto se representa lo que quiere conseguir, lo que desea: que es el objeto, y luego lo es cuando lo produce. El representarse el objeto no es tarea de la voluntad sino el producirlo y, una vez producido el objeto, determinarse a sí misma a realizarlo. Kant da por supuesto el poder que el hombre tiene para causar, para poder realizar cambios. Por ello, que la voluntad se determine a sí misma a la realización de un objeto es lo mismo que decir que la voluntad determine su causalidad. La causalidad es el poder realizar un objeto. El problema se da cuando el objeto no está producido por una voluntad pura, sino teñida de sensibilidad porque esto nos llevaría a desviarnos de la acción recta. De alguna manera se puede decir que Kant se asemeja en este punto a Platón para quien la materia, la sensibilidad induce a error y es causante del mal.
En conclusión, para Kant la razón práctica es la encargada de producir objetos y determinar la causalidad del hombre. Es importante destacar que para que el ser humano conforme a su naturaleza, su actuación debe ser libre y, por tanto, no condicionada empíricamente. A través de la razón pura, debe determinarse a sí misma internamente por respeto a la ley moral. Es decir, haciendo de su máxima de actuación algo universalizable, y esto sólo se consigue adoptando como propio el principio objetivo de la ley moral.
La pregunta que se puede plantear ahora es: ¿qué hubiera pasado si Hitler se hubiera regido por la norma moral propuesta por Kant, por el imperativo categórico, según el cual se debe obrar de tal manera que tu actuación pueda llegar a universalizarse? Si se admite que el móvil que lleva a actuar a Hitler está viciado desde el principio, se puede concluir que el mal opera desde antes de realizar ninguna acción: el odio le lleva a infravalorar a los judíos y a expulsarles, llegando incluso a matarlos. Es una acción que en ninguno de los casos puede universalizarse puesto que acabaría con la especie humana.
Tras el análisis de la concepción que tienen sobre el mal estos tres pensadores queda en evidencia que el mal es un tema que no ha quedado agotado por la reflexión filosófica y que depende en gran medida de la actuación de la propia persona y de su libertad. Esta idea será retomada por Arendt y desarrollada desde su propio punto de vista en el libro de Eichmann en Jerusalén a la hora de exponer lo que ha acuñado como la banalidad del mal.
3. Banalidad del mal y mal radical
En 1945, tras el final de la II Guerra Mundial, Hannah Arendt afirmó que el problema del mal sería la cuestión fundamental de la vida intelectual de la postguerra en Europa [15]. Sin embargo, para su sorpresa, no fue así. Tras los horrores de la guerra y del holocausto judío, Europa prefirió olvidar antes que reflexionar acerca de las causas de la terrible desgracia.
Lo que Arendt intenta dilucidar es el tipo de mal que se esconde tras las actuaciones de los nazis. Como es bien conocido, Arendt viajó a Jerusalén para asistir al juicio de un teniente coronel de las SS nazis llamado Adolf Eichmann que había sido capturado en Argentina en 1960, donde vivía con su familia, y que finalmente fue ahorcado el 1 de junio de 1962 acusado de crímenes contra la humanidad y contra el pueblo judío. El hombre que esperaba encontrarse en el juicio se acercaba más a la idea de un tipo cuasi diabólico y no fue eso lo que realmente encontró. En palabras que la propia Arendt pronunció en una entrevista televisiva que concedió tras el proceso: “No creo haber sido yo quien haya despojado a Eichmann de todo componente demoníaco. Él mismo se encargó de hacerlo, y tan a conciencia que llegó a rozar los límites de lo verdaderamente grotesco” [16].
“Eichmann no es ningún águila, más bien es un espectro que, además, está resfriado y que, por decirlo así, pierde sustancialidad minuto a minuto en su habitáculo de cristal” [17]. Arendt se topó frente a frente con un tipo normal, un funcionario; una persona cuyo trabajo se parecía mucho al de un oficinista. Es cierto que fue uno de los principales encargados de ejecutar la llamada “solución final” (manera de denominar la decisión tomada por los alemanes de aniquilar a los judíos) principalmente en Polonia. Sin embargo, su principal tarea consistió en la mera logística de los transportes de deportados a los campos de concentración y en esto se escudó durante el juicio. En la correspondencia que mantuvieron Arendt y Jaspers durante el tiempo que duró el juicio pueden leerse las siguientes palabras: “Desgraciadamente es un hecho que el señor Eichmann personalmente no tocó un pelo a un sólo judío, e incluso es un hecho que ni él ni sus secuaces se ocuparon de seleccionar a los que fueron deportados” [18].
En ese momento, al ponerse frente a frente ante un criminal de lo mas vulgar, es cuando comienza su reflexión acerca de lo que llamará la banalidad del mal. Es importante tener en cuenta la concepción que tiene Arendt del ser humano: es un ser que actúa [19]. Es precisamente el poder que tiene el ser humano de elegir hacer una cosa u otra lo que lo va constituyendo como persona. Siguiendo la reflexión de Arendt, no existe un mal radical si se entiende éste como algo ontológico y profundo sino que el mal es algo causado por la libre decisión y actuación de los seres humanos.
Puede resultar confuso que en su libro Los orígenes del totalitarismo sí que parece hablar de mal radical como tal y lo relaciona directamente con el totalitarismo. Está “estrechamente vinculado con la invención de un sistema en el que todos los hombres son igualmente superfluos” [20]. Explica Fina Birulés que en el totalitarismo los asesinatos son completamente impersonales y ésta es una de las clave con las que hay que contar a la hora de entender por qué a la filósofa alemana le fascinó el mal producido por los nazis: “El horror es la transformación que tiene lugar cuando los asesinos de oficina asumen el control” [21]. Para Arendt lo que realmente está en juego en la Segunda Guerra Mundial, no son sólo una infinidad de vidas humanas, sino la misma naturaleza humana. Si los seres humanos se vuelven superfluos, se está terminando con la naturaleza humana. Es entonces cuando se debe hablar, no sólo de asesinato, sino de crímenes contra la humanidad [22].
Llegados a este punto es necesario ver la diferencia, si es que la hay, entre lo que algunos llaman mal radical y lo que Hannah Arendt denomina banalidad del mal. Para Scholem, un filólogo e historiador israelí considerado el mayor especialista en mística judía en la época de Arendt, son términos contradictorios y eso es lo que manifiesta en su carta a Arendt [23]. Sin embargo, para Birulés no hay realmente incompatibilidad entre los términos sino que se trata de un mismo problema visto desde puntos de vista distintos. “El mal radical no tiene nada que ver con ninguna grandeza satánica. Hablando estrictamente no es castigable ni perdonable, porque el castigo y el perdón presuponen aquello que el mal radical (el totalitarismo) intenta erradicar, es decir, la acción humana” [24]. El ser humano se convierte así en superfluo. Pero si se profundiza en el término de banalidad del mal, se puede concluir que también bajo esta noción el ser humano pasa a ser considerado como algo sin valor, superfluo.
En palabras que Arendt dirige a Scholem: “Tiene usted toda la razón: I changed my mind y he dejado de hablar de mal radical . (...) Hoy en día pienso, efectivamente, que el mal es siempre sólo extremo, pero nunca radical; lo que no tiene profundidad, ni nada de demoníaco. Puede devastar el mundo, justamente, porque es como un hongo, que prolifera en la superficie. Profundo y radical es siempre y sólo el bien” [25]. Las cosas por sí mismas, ontológicamente, son buenas, no malas. Sin embargo, sería absurdo e irracional cerrar los ojos ante la evidencia del mal en el mundo. ¿Cómo es introducido el mal? o ¿de qué depende para existir? La respuesta de Arendt es que el mal es provocado por la superficialidad. Lo que distingue a un animal de una persona es precisamente la razón, la capacidad para reflexionar y de autotrascenderse. Cuando una persona deja de pensar, es capaz de cometer las mayores atrocidades. Si no se piensa, si no se profundiza en la propia vida y en la de los demás, se acaba considerando todo irrelevante, superfluo. Se termina por alterar la prioridad entitativa que unas cosas tienen sobre otras y se puede llegar a anteponer, como le ocurrió a Eichmann, la ambición y el deseo de ascender y de cumplir las órdenes del Führer, al valor de la vida humana.
Por lo que puede observarse la “banalidad” no hace referencia al mal en cuanto tal. No se considera que el mal producido carezca de importancia, sino que alude en primer término a la persona que lo realiza. “La banalidad del mal designa, por tanto, en relación con los crímenes monstruosos, una actitud que carece de abismos psicológicos y de motivaciones profundas, que no presenta siquiera tensiones íntimas destacables o desequilibrios de la persona. Designa, pues, lo contrario de todo lo que suele ingenuamente asociarse con la participación de alguien en la destrucción consciente de su prójimo” [26].
La tesis que sostiene Arendt no fue bien recibida en general por el mundo occidental. Hannah Arendt propone una idea que no había sido dicha con anterioridad y que, de alguna manera, iba en contra de la opinión pública.“El hecho mismo de que los criminales no actuaran movidos por los impulsos malvados y asesinos que todos conocemos (no mataban por matar, sino porque así lo exigía su carrera profesional) nos ha llevado a todos a demonizar la desgracia. (...) Y concedo que resulta más fácil asumir que uno ha sido víctima de un demonio en figura humana (...) que no víctima de un fulano cualquiera, que ni siquiera está loco o es especialmente mala persona” [27]. A esto precisamente es a lo que Arendt llama mal banal.
Por lo tanto, mal radical y banalidad no son contrarios, sino que muestran una perspectiva distinta de una misma concepción: la consideración del mal como algo no ontológico sino como algo superficial y propiciado por la falta de reflexión. Sí que se diferenciaría de la visión tradicional del mal. El mal visto desde la perspectiva tradicional “se relaciona directamente con “la maldad” presentando los motivos pasionales como características de quien lo realiza. Los malvados (...) actúan movidos por la envidia (...) También puede guiarles la debilidad (...) O, al contrario, el poderoso odio que experimenta la maldad ante la pura bondad (...) o, la codicia. Esto significa que la concepción tradicional otorga un estatus ontológico al fenómeno del mal, suponiendo que quien realiza el mal es malvado” [28]. Arendt es consciente de que entender este tipo de mal es más complicado que si hubiera dicho que Eichmann era un fanático antisemita con instintos asesinos o que si lo hubiera diagnosticado como un psicópata. Sin embargo, Arendt defiende que la vulgaridad de gente como Eichmann es la causante de que las ideas de personas como Hitler- igualmente vulgares por supuesto- puedan llegar a realizarse.
La pregunta que cabe hacerse aquí y que Arendt no aborda es que, si se acepta que Eichmann es un hombre que sólo recibía órdenes, se podría entonces analizar si el mal de los que daban las órdenes es también banal o si en su caso se podría hablar de mal demoníaco o radical, en sentido tradicional. Arendt en una entrevista que concedió en televisión afirma que el libro de Eichmann en Jerusalén no contiene ninguna tesis, es simplemente una exposición de hechos del juicio [29]. Por esta razón voy a aventurarme intentando dilucidar qué pensaría Arendt de los actos de Hitler. Si se ha dicho que una persona se constituye a través de sus acciones, puede verse de manera clara que las actuaciones de Hitler estaban impregnadas de mal. Pero, ¿cuál es la razón por la que Hitler realiza acciones malas? Hitler no nació malo, como ningún otro niño en el mundo. El mal que cometió y que tan grandes consecuencias causó se debe a una errónea concepción que tenía del ser humano y de su dignidad y valor. En definitiva, pienso que el mal producido por él se debe también a la irreflexión, a la superficialidad. Esto no quiere decir que Hitler actuara sin pensar. De hecho, planificaba y organizaba todo lo que quería llevar a cabo. El problema es anterior. Si se acepta que la realidad está formada por niveles ontológicos, se podría decir, que los nazis “juegan” siempre en el nivel menos profundo y es desde ahí desde donde urden sus planes.
Ellos no aceptan esta diferencia ontológica que se da en la realidad por la que las personas acaban careciendo de valor. Birulés en este punto afirma que uno de los rasgos propios de todo totalitarismo en el “desprecio de lo real, frente a la cosmovisión que proporciona la ideología totalitaria” [30]. Los nazis son capaces de llevar a cabo sus planes porque han convencido a sus víctimas, en este caso a los judíos, de que su vida es superflua. Les han convencido de que no son humanos. Todo lo que han vivido hasta ese momento ya no existe, nadie les va a reclamar y no tienen a dónde ir. La única realidad que hay es el campo de concentración y el trabajo. Y algún día morir.
Arendt lo expresa en una de sus cartas a Jaspers de la siguiente manera: “No sé lo que es realmente el mal radical, pero me parece que de algún modo tiene algo que ver con los siguientes fenómenos: hacer superfluos a los seres humanos como seres humanos (no se trata de utilizarlos como medios, lo cual deja intacta su condición humana y sólo vulnera su dignidad humana, sino hacerlos superfluos qua seres humanos). (...) La omnipresencia del hombre hace superfluos a los hombres” [31]. Un hombre, en este caso Hitler, se coloca en una posición de omnipotencia en la que puede conseguir todo lo que se proponga ya que hay muchas personas que, por diversos motivos, le van a obedecer. Así funcionan los totalitarismos: la persona primero es utilizada como medio y luego es fácilmente eliminable, superflua. "Que las clases dominantes permitan a un pequeño delincuente convertirse en un gran criminal no le garantiza un lugar privilegiado en nuestra visión de la historia. Es decir, que se convierta en un gran criminal y que lo que haga tenga grandes consecuencias no aumenta su valor. [...] Si uno quiere conservar su integridad en circunstancias semejantes, la única manera de hacerlo consiste en recordar la antigua forma de considerar tales cosas y decir: haga lo que haga, y por más que matase a diez millones de personas, es y sigue siendo un payaso” [32].
Esta forma de concebir el mal, incluso entre los más altos cargos del nazismo, es lo que impide que pueda acusarse a Arendt (como algunos de hecho ya hicieron) de intentar disculpar o banalizar los crímenes nazis. Para la filósofa hubo un malentendido en cuanto a la manera en la que se debía interpretar el término de banalidad del mal. “Nada más lejos de mi intención que trivializar la mayor desgracia de nuestro siglo” [33]. “Se ha intentado repetidamente rastrear el nacionalsocialismo en las profundidades del pasado intelectual alemán e incluso europeo en su conjunto. Considero que estos intentos son erróneos y también perniciosos, porque eliminan, a fuerza de tanto discutir, el rasgo auténticamente destacado del fenómeno, que es su abismal falta de nivel. Que algo pueda, por así decir, surgir del arroyo, sin la más mínima profundidad, y que, con todo, llegue a ejercer un poder sobre casi todos los seres humanos, ahí está justamente lo temible del fenómeno” [34].
Con estas palabras, Arendt disuade de la idea de que el mal es algo biológico o que está en la naturaleza de las personas y que además es algo que se va transmitiendo de generación en generación hasta que en un momento dado explota, por así decirlo, y se produce un mal terrible. Por el contrario, el mal es algo que está al alcance de todos y que hay que evitar cada día para que no ocurra que de tanta irreflexión, ésta se convierta en costumbre y que sea precisamente la falta de profundidad lo que guíe nuestra vida.
Si se sigue el razonamiento al que Arendt llegó tras el juicio de Eichmann se puede ver la estrecha relación que hay entre el mal y la irreflexión. Es decir, que si se reflexiona con profundidad, se evita o se puede llegar a evitar el mal. Esta idea puede llevarnos, sin embargo, a caer en una falacia: el pensar que existe una relación de causa-efecto: si se reflexiona, se hace el bien y, por el contrario, si no se reflexiona, se hace siempre el mal. María Camila Sanabia, en una artículo reciente escribe que “no hay algo que condicione suficientemente a los hombres de modo que no puedan hacer el mal” [35]. Y un ejemplo de esto, es el propio Eichmann. En este artículo Sanabia explica la relación que existe entre el mal y las facultades de pensar y de juzgar tomando como referencia la concepción arendtiana. El punto de partida de su reflexión se encuentra en la pregunta de por qué algunos hombres hacen el mal teniendo la posibilidad de prevenirlo. Sanabia siguiendo a Arendt explica cómo cuando se piensa no se producen buenas acciones por sí mismas (esto sería aceptar la relación causa-efecto) sino que se lleva a cabo una actividad clave: se cuestionan los prejuicios que preceden a lo hábitos y a las costumbres [36]. Una mente que no reflexiona queda estancada en unos modos habituales de actuación sin siquiera preguntarse si son los correctos o no o si convendría cambiarlos.
Dando un paso más, se explica como el carácter preventivo del pensamiento frente al mal reside precisamente en su carácter autodestructivo. “Para Arendt, pensar es una actividad mucho más destructiva que constructiva, que limpia el terreno y elimina los obstáculos para ejercer la facultad de juicio. Esos obstáculos son las falsas generalidades, tales como normas, conceptos y valores que tienden a determinar nuestros juicios como salvaguardas engañosas de una vida no reflexiva” [37]. Es decir, que la facultad de pensar es necesaria para terminar con los prejuicios que son los que llevan al ser humano a llevar una vida vulgar. Esta vida se caracteriza por ser estática, quedarse estancada: está fundamentada en hábitos y costumbres que se basan en los prejuicios [38]. Por ello, el carácter autodestructivo del pensamiento “no consiste en crear definiciones sino en pensar de modo crítico” [39]. Esto lleva a “deshacer los pensamientos congelados” [40], es decir, los prejuicios. Puede pensarse que la persona sin reflexión aparentemente vive más tranquila que la que trata de que sea el pensamiento el que oriente sus acciones. Esto se debe a que exige en principio menor esfuerzo. Sin embargo, es necesario para Arendt salir de la falsa seguridad que origina el vivir irreflexivamente. Eichmann es un buen ejemplo de la falsa seguridad que aporta el vivir sin profundidad. Se entra en un círculo de incoherencias como puede ser por ejemplo la de que se manden a la muerte a miles de niños judíos mientras los funcionarios de las SS ganan dinero para alimentar a sus propios hijos, etc.
Es evidente que la actividad de pensar no se da necesariamente en todos los seres humanos aunque todos cuenten con esta facultad. Pero esto no debe hacernos suponer que, en estas personas, las acciones que causan un mal estén necesariamente obligadas a producirse. El no pensar y, más tarde, el no juzgar algo como bueno o malo podrían permitir que el mal se produjera, pero no lo hacen absolutamente necesario. “La argumentación arendtiana muestra una posibilidad de prevenir el mal, y con ello, reafirma la responsabilidad de los hombres, pero aunque todos los hombres estén facultados para pensar y juzgar podrían no hacerlo sino basarse en prejuicios” [41].
Para Arendt la reflexión lleva a la creación de la conciencia moral, que no da prescripciones (como ocurría en el modo tradicional de concebir la conciencia) sino que “la conciencia que propone Arendt no dice lo que tiene que hacerse, sino que no se haga algo” [42]. Es conocer la relación consigo mismo; es el diálogo del dos- en- uno. La persona al pensar entra en un diálogo consigo misma y pasa a ser quien pregunta y quien responde: se convierte en su propio interlocutor [43].
En La vida del espíritu, Arendt explica que : “El pensar, hablando desde el punto de vista existencial, es una empresa solitaria, pero no aislada; la soledad es aquella situación humana en la que uno se hace compañía a sí mismo. La soledad aparece cuando estoy solo sin poder separar en mí el dos- en- uno [44] (…) cuando soy uno y sin compañía” [45]. El pensar es una actividad que se da en solitario, puesto que es el hombre mismo el que debe adentrarse en sí y enfrentarse a su conciencia, pero no es una actividad que se haga en soledad, precisamente porque se da un diálogo interior (un dos-en-uno). Siguiendo este razonamiento, no se pretende decir que Eichmann no pensara sobre lo que estaba haciendo, sobre si moralmente era correcto o no, etc. La conclusión acertada sería que Eichmann sí pensaba en lo que hacía y en algunas de las consecuencias que tendrían sus actos, sin embargo, aunque supiera que la acción que iba a realizar era mala (y en el diálogo interior propio sospechara que iba a desaprobar la acción que fuera a realizar), esto “no implica que necesariamente se estuviera dando esta actualización (del dos-en-uno) después de realizar la acción (…) En pocas palabras, es posible saber que me desaprobaré si realizo determinada acción, y realizarla sin desaprobarme simplemente no pensando” [46].
Esto es precisamente lo que ocurrió con el caso de Eichmann. No era un asesino en serie, ni actuaba por motivos malvados. Sin embargo, aun conociendo la maldad de los actos que realizaba organizando el transporte de los judíos a su muerte, no es que no lo pensara sino que acallaba su conciencia: no se enfrentó nunca al diálogo interior consigo mismo y poco a poco fue entrando la costumbre en su día a día. Eichmann era en definitiva una “persona normal, no mala, que no tiene especiales motivos y que por esta razón es capaz de infinito mal; a diferencia del villano, no encuentra nunca su catástrofe de medianoche” [47].
Arendt llama “catástrofe de medianoche” al encuentro con la propia conciencia, al momento en el que uno se da cuenta del mal que está produciendo. Puede haber personas que nunca lleguen a darse cuenta de que viven en un error, en la apariencia. Personas que nunca se enfrentan con la realidad, que es en el fondo su propia verdad. Estas tienen la conciencia dormida: son personas que viven en constante desacuerdo consigo mismas porque no han querido hacer que la conciencia y sus obras fueran en la misma dirección. Son personas que “ante la posibilidad de realizar una acción que le causará remordimiento o evitarla, se inclina por la realización y luego se arrepiente de ello. Y si este proceso se repite las suficientes veces de modo que se acostumbre “al remordimiento” o a la “desaprobación de sí mismo”, el mal sería continuamente realizado incluso por alguien que distingue entre lo bueno y lo malo, y está inconforme con el hecho de realizar el mal.
Para concluir este capítulo hay que destacar la apelación que Hannah Arendt hace acerca de la responsabilidad que cada persona tiene sobre sus propias acciones. Eichmann se defendió en el juicio diciendo que él no mató directamente a ningún judío, es más, pudo darse el caso en que llegara a salvar a algunos de ser transportados a los campos de concentración. Pero esto no redime el mal que produjo colaborando directamente con la logística nazi. Los seres humanos tienen la responsabilidad de hacer frente al mal previniéndolo “mediante la conciencia como subproducto del pensar. Esta conciencia anticiparía en quien piensa la desaprobación de sí mismo por haber realizado el mal y esto conllevaría a evitarlo” [48].
4. La banalidad del mal hoy en día
En este capítulo se pretende poner de manifiesto cuáles son los síntomas por los que se reconoce un régimen totalitario con el fin de poder evitar que pueda volver a repetirse algo parecido. No se habla de una mera posibilidad. De hecho en algunos países de Europa se están alzando partidos de ultraderecha, y en concreto en Alemania sigue sin ilegalizarse el Partido Nacional Democrático Alemán (NDA), que se hacen llamar neonazis y dicen frases como la de: “Europa es un continente para gente blanca” [49]. ¿Qué diría Hannah Arendt si tuviera hoy en día la posibilidad de hacerlo?
Para Arendt, como ya se ha visto, el totalitarismos tiene mucho que ver con la realización del mal de un modo banal: esto es, de esa situación en la que personas mediocres llegan a hacer acciones de gran vileza [50]. A Arendt “no le tembló el pulso para afirmar que esto podría ocurrir de nuevo si se repiten circunstancias similares a las que ocurrieron en la Alemania nazi” [51]. Pero, ¿cuáles son esas circunstancias que pueden llegar a ocasionar una barbaridad de tal calibre?
López Casanova expone tres hechos que caracterizaron el período del nazismo, siguiendo a Arendt en Los orígenes del totalitarismo, y que describen cuáles son los ingredientes esenciales para que un totalitarismo se conforme. Es importante tener en cuenta que si se llegara a banalizar alguna realidad en nuestra sociedad, habría que estar especialmente atento para caer en la cuenta porque como dice Arendt en Eichmann en Jerusalén: “el poder real reside donde reside el secreto” [52]. Esto responde directamente a lo ya explicado anteriormente de que la banalidad lleva a que el individuo entre en una estado de dormición de la conciencia. Ésta se vuelve insensible y ya cada vez le afecta menos el mal moral. Además, suelen ser acciones realizadas por la mayoría de los individuos y que son aplaudidas por el poder, factores que favorecen a su vez la no percepción del mal.
El primer factor que propugna el totalitarismo es el tratar a los seres humanos, no como personas individuales, sino como masa. El concepto de masa está tratado por el filósofo español Ortega y Gasset (1883- 1955) en su famoso libro La rebelión de las masas, publicado en 1929. En él Ortega y Gasset se centra principalmente en tres conceptos: “sociedad-masa”, “hombre-masa” y “minoría selecta”. El primero hace referencia a una sociedad homogeneizada tanto desde el punto de vista social, como económico y tecnológico. El segundo, el hombre masa, es el producto de la sociedad-masa. Es un hombre que alimenta sus apetitos en una sociedad llena de comodidades. “Delante de una sola persona podemos saber si es masa o no. Masa es todo aquel que no se valora a sí mismo –en bien o en mal– por razones especiales, sino que se siente “como todo el mundo”, y, sin embargo, no se angustia, se siente a salvo al saberse idéntico a los demás” [53]. Por último, la minoría selecta es aquella que se exige más que los demás no estando cómodos formando parte de la masa.
El hombre masa descrito por Ortega y Gasset podría describir en algunos aspectos al propio Eichmann y a sus contemporáneos alemanes. El hombre masa es aquel que no tiene grandes proyectos y se contenta con lo que posee sin aspirar a nada superior. En el caso de los nazis solo había una pequeña minoría, los más allegados a Hitler, que quizá podrían ser considerados como parte de esa minoría selecta. No forman parte de la masa y grandes proyectos que intentan llevar a cabo, aunque éstos sean viles.
El segundo factor que es necesario para conformar el totalitarismo es el desprecio por lo real. Si se está sumergido en un sistema totalitario, se vive en una atmósfera que no es real. Lo real tiene que ver con la verdad y la verdad en este caso es que en la Alemania nazi se realizaron muchas injusticias, desde expropiar bienes a los judíos con el fin de empobrecerlos hasta el asesinato de millones de ellos, que los alemanes prefirieron consentir antes de meterse en problemas. Prefirieron que la guía de sus vidas fuera la irreflexión y, por tanto, la superficialidad. Sin embargo, había personas en esa época que sí vivían en la realidad y son las propias víctimas. Ellas sí eran conscientes de que estaban transgrediendo su propia dignidad, pero en la mayoría de los casos no pudieron hacer nada para evitarlo.
Por último, el tercer factor que constituye un totalitarismo es el de la importancia que adquiere el secretismo, “de que exista un poder oculto, que opere desde el secreto” [54]. Es evidente que ni siquiera entre los propios nazis se tenía conocimiento de todo lo que se tramaba en cada lugar. Por no hablar de la escasa información que se daba a las víctimas cuando, por ejemplo, les obligaban a subirse a un tren con dirección desconocida, o cuando se les hacía entrar en una especie de duchas que eran en realidad cámaras de gas.
Algunos se preguntan si “¿puede existir un nuevo totalitarismo, inadvertido por irreflexión, en nuestras sociedades actuales?” [55]. O si, “¿no existirá mucha indiferencia moral, acostumbramiento y falta de respuesta, al ver situaciones indignas en la televisión, en la playa, o en las páginas de nuestros periódicos?”. Se podrían elegir infinidad de temas para analizar esta cuestión, pero se va a escoger el de los refugiados que huyen de los países de Oriente próximo a causa de la guerra. Es un tema de suma actualidad que está teniendo impacto en todo el mundo y generando muchas y variadas opiniones acerca de cómo abordarlo.
Se debe evitar tener “una actitud de despreciable indiferencia, que se contagia ante el hecho de que la mayoría no hace nada y de que el poder lo permite y lo aplaude” [56] que es exactamente lo que ocurrió en Alemania. La crisis de los refugiados en Europa es también conocida como la crisis migratoria en el Mediterráneo y ha adquirido el grado de situación humanitaria crítica. Se está dando un flujo descontrolado de refugiados. Algunos solicitan asilo, otros son emigrantes económicos y los hay también que están en situación de vulnerabilidad. A fecha de 21 de diciembre de 2015, más de 1.006.000 personas habían entrado en Europa, de las cuales más de 942.400 habían solicitado asilo político. Por otra parte, 3.406 personas habían muerto en el intento. A la hora de analizar el problema hay que tener en cuenta que desde la Segunda Guerra Mundial, es el mayor flujo migratorio que se ha dado en Europa [57].
La mayoría de las personas que se embarcan hacia Europa lo hacen jugándose la vida. Se van de sus países huyendo de conflictos armados, de la pobreza, de persecuciones, etc. Por lo general, se escapan de los lugares donde se está dando una violación de los derechos humanos. En este caso, es la canciller alemana, Angela Merkel, la que está apelando a la solidaridad de los países europeos, pero éstos se resisten. ¿Dónde está el problema? Quizá es que son plenamente conscientes del problema y por eso no se hacen cargo de él. Quizá los países europeos no piensan que sea un problema suyo y, por tanto, piensan que no deben asumirlo. Puede ser que Europa se encuentre, como diría Ortega y Gasset, en un situación de “sociedad-masa” en donde se viva de manera excesivamente cómoda y sea precisamente esta comodidad la que se vea peligrar con la entrada de los refugiados en nuestras fronteras.
Si se analiza según los parámetros que ha propuso Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, puede decirse que para los países europeos los refugiados han asumido el papel de “masa”. Al ver en la televisión la terrible situación por la que millones de personas están pasando cada día, no se llega a individualizar a las personas. Es cierto que se siente pena e indignación durante unos pocos segundos por la situación, pero luego se vuelve a poner la cabeza en las propias preocupaciones. A primera vista se podría considerar que el término masa está aplicado a los refugiados, pero quizá sería más adecuado aplicarlo a los europeos, que por superficialidad están viviendo dormidos teniendo delante de sí el drama de tantas personas.
Y esto nos lleva directamente a la segunda característica que proponía Arendt al hablar de la banalidad del mal y es la de no vivir en la realidad. Decíamos antes que para saber realmente cuál era la verdad en la situación que se vivía en los tiempos del nazismo había que preguntar a las víctimas, no a los alemanes, porque ellas eran las que eran verdaderamente conscientes de la violación de derechos a la que estaban siendo sometidas. Y ahora, ¿quién puede decirse que vive en la realidad, los refugiados que están pidiendo a gritos todos los días “open the borders” o los países europeos que no quieren dejarles entrar? Citando las palabras de la alcaldesa de Lampedusa, Giuseppina Nicolini, “Europa increíblemente ha declarado la guerra a los más débiles, a los refugiados (…) ha vuelto a los viejos egoísmos y a la lógica del estado” [58].
Por último, el tercer factor que se dio en la Alemania nazi fue la existencia del secretismo donde sólo los que ostentaban el poder disponían de la información que hacía referencia a los planes que se organizaban. Hoy en día, no todos los ciudadanos de los países europeos están en contra de la entrada de los refugiados, pero no son ellos los que deciden al final sino los que gobiernan cada país.
Últimamente se pueden leer noticias como ésta en los periódicos: “Una coalición de carácter inhumano está emergiendo en Europa. Un grupo de líderes políticos se ha reunido esta semana en Viena para precintar el paso de refugiados al oeste de los Balcanes. Los países involucrados, incluyendo Macedonia, Croacia y Serbia, no quieren arriesgarse a acoger a miles de personas varadas en sus sociedades empobrecidas. Esperan que al provocar un desastre humanitario en Grecia puedan detener la miseria mundial que se cierne sobre su patio trasero. Esta semana, el país heleno ha suplicado a Macedonia que reabra su frontera ante la llegada de 4.000 refugiados a sus costas” [59]. O en Austria: “Por el miedo a perder las elecciones ante el nacionalista Heinz-Christian Strache y su Partido de la Libertad de Austria, su aterrorizado presidente ha pasado del ala moderada socialdemócrata a la extrema derecha en solo unos meses” [60].
Es importante no caer en una trampa que ya se ha dado anteriormente en la historia: ante las épocas de crisis social surgen partidos que tienen por objetivo el pretender salvar la patria del mal que se esté dando. Hoy en día la crisis parece ser la “invasión” de miles de personas pidiendo auxilio de las cuales casi la mitad son mujeres y niños. No hay una solución fácil a este problema ya que deben ponerse de acuerdo muchos estados para buscar la mejor manera de canalizar la ayuda a estas personas. Pero lo que no se debe perder nunca de vista, como se ha dicho al hablar de Eichmann es que ésta es una de las situaciones en las que se debe hacer frente a la injusticia y conseguir que las miles de personas refugiadas vivan en una situación respetable. No se puede mirar hacia otro lado como si el problema no existiera porque es entonces cuando volvemos a caer en el mismo escándalo que supuso el silencio, quizá por temor o por comodidad, de tantos alemanes que veían como sus vecinos y hasta el momento amigos eran llevados a la muerte.
Es precisamente el poder que tiene el ser humano de elegir hacer una cosa u otra lo que le va constituyendo como persona. Volviendo a la reflexión de Arendt, no existe un mal radical si se entiende éste como algo ontológico y profundo, sino que el mal es causado por la libre decisión y actuación de los seres humanos en el momento en el que les toca vivir.
5. Conclusiones
Cabe concluir que el mal es un tema que ha interesado a las personas de todas las épocas porque depende en gran medida de las propias acciones. Es el resultado muchas veces de la propia libertad, tema también profundamente estudiado. El primer tratado acerca del mal fue la Teodicea de Leibniz publicada en 1710.
A lo largo de este trabajo se ha intentado profundizar sobre lo que Hannah Arendt quiso decir al acuñar el término de banalidad del mal a diferencia de lo que se entendía como mal radical u ontológico. El mal radical se entendía casi siempre como la existencia de una mancha imborrable en la naturaleza humana que llevaba al ser humano a realizar el mal. De alguna manera, se afirma así que el mal es irremediable puesto que reside en la misma naturaleza humana. Para Arendt el mal no es nunca radical, es solo extremo. No tiene profundidad ni nada de demoníaco. Ontológicamente el mal no tiene entidad: las cosas son buenas en sí mismas. Por lo tanto, la naturaleza del ser humano es buena.
Arendt define el mal banal como algo superficial y propiciado por la falta de reflexión. El mal banal es realizado por personas sumamente normales, no por gente cuasi demoníaca. Si se reflexiona, se puede llegar a evitar el mal y también se evita llevar una vida superficial: “La facultad de pensar es necesaria para terminar con los prejuicios que son los que conducen al ser humano a llevar una vida vulgar” [61]. En Eichmann en Jerusalén Arendt afirma que “lo más grave, en el caso de Eichmann, era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron unos pervertidos o unos sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales” [62].
Además, siguiendo a Fina Birulés, para Arendt lo que estaba en juego en la Segunda Guerra Mundial no era sólo una infinidad de vidas humanas, sino el mismo concepto de naturaleza humana. El totalitarismo, máxima expresión del mal banal, está vinculado para Arendt con el hecho de hacer superfluos a los seres humanos. Pero se da un paso más en este proceso fatídico, pues al despojar a las personas de su naturaleza humana, acaba desapareciendo esa naturaleza humana.
Por último, debe tenerse en cuenta que lo que ocurrió en el siglo XX podría volver a ocurrir si no ponemos los medios para evitarlo. Es necesaria la reflexión sobre los propios actos y sobre los sucesos que transcurren en la sociedad para no caer en actos totalizantes en los que la superficialidad es la que reina. Para ello es necesaria la reflexión acerca del valor del ser humano como ser único y personal y hacer un esfuerzo por tratar de captar la realidad tal y como es, esto es, tratar de vivir en verdad.
Es evidente que en la época que nos ha tocado vivir hay motivos suficientes para caer en la desesperanza: guerras, atentados, familias rotas, crisis económica, etc. La desesperanza nos lleva a pensar que no se puede hacer nada para resolverlo, que no está en nuestras manos, por lo que la única solución es la resignación. Por eso, siguiendo a López Casanova en su libro Pensadoras del siglo XX, he querido escoger la filosofía de una mujer porque creo que es ella la única capaz de devolver la esperanza al mundo, de dar vida, no solo físicamente sino espiritualmente. Saint- Exupéry en El principito consigue expresar de manera magistral el poder, a veces oculto, que tiene la mujer para ver donde nadie más ve: “-Adiós -dijo el zorro-. He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos” [63].
Pilar Ronda Martínez, en unav.edu/
Notas:
1 Cortina, G. La película “Hannah Arendt”, reflexión sobre la banalización del mal muy válida paranuestro tiempo, Religión en libertad, 22 agosto 2013. (http://www.religionenlibertad.com/la-pelicula-hannah-arendt-reflexion sobre-la-banalizacion-del-mal-muy-30764.htm).
2 Ferrater Mora, J. (1979). Diccionario de Filosofía. Madrid: Alianza. Pág. 2079.
3 Ferrater Mora, J. Pág. 2080.
4 Ferrater Mora, J. Pág. 2080.
5 Ferrater Mora, J. Pág. 2081.
6 Cf. Ferrater Mora, J. Pág. 2081.
7 Ferrater Mora, J. Pág. 2081.
8 Cf Gn 1, 31.
9 Cf. Apuntes sobre Leibniz de la asignatura Teodicea impartida por el profesor don Ángel Luis González durante el curso 2015-2016, en el que falleció. Quieren ser estas líneas un homenaje a su memoria.
10 Leibniz, G.W. (2014). Teodicea: Ensayo sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal. Madrid: Biblioteca Nueva.
11 Cf. Apuntes sobre Leibniz de la asignatura Teodicea impartida por el profesor don Ángel Luis González durante el curso 2015-2016.
12 Apuntes tomados de la asignatura de Ética impartida por José María Torralba en el curso 2014-2015.
13 Arendt, H. (2003) “Los deberes de un ciudadano cumplidor de la ley”, capítulo VIII, Eichmann en Jerusalén. Buenos Aires, Argentina: Editorial Lumen.
14 Kant, I. (2000). Crítica de la razón práctica. Madrid: Alianza.
15 Birulés, F. (2000). Hannah Arendt: El orgullo de pensar. Barcelona: Gedisa.
16 Arendt, H. (2010). Entrevista televisiva con Thilo Koch, Lo que quiero es comprender. Sobre mi vida y mi obra. Madrid: Trotta. Págs. 36-41.
17 Arendt, H. (2010). Carta a Jaspers. p. 195.
18 Arendt, H. (2010). p. 194.
19 López Casanova, I. (2013). Pensadoras del siglo XX. Una filosofía de esperanza para el siglo XXI. Madrid: Rialp. Págs. 114- 120.
20 Birulés, F. (2000). El orgullo de pensar. Barcelona: Gedisa. Pág. 239.
21 Birulés, F. (2000). Pág. 239.
22 Cf Birulés. F. (2000).
23 Cf Arendt, H. (2010). Carta a Scholem, Lo que quiero es comprender. Sobre mi vida y mi obra. Madrid: Trotta. Págs. 29-35.
24 Birulés, F. (2000). El orgullo de pensar. Barcelona: Gedisa. Pág. 251.
25 Arendt, H. (2010). Carta a Scholem, Lo que quiero es comprender. Sobre mi vida y mi obra. Madrid: Trotta. Págs. 29-35.
26 Birulés, F. (2000). El orgullo de pensar. Barcelona: Gedisa.
27 Arendt, H. (2010). Entrevista televisiva con Thilo Koch, Lo que quiero es comprender. Sobre mi vida y mi obra. Madrid: Trotta. Págs. 36-41.
28 Sanabria Cucalón, M. C. (2016). “El carácter preventivo del mal mediante la facultad de pensar y juzgar desde la perspectiva de Hannah Arendt”. Daimon. Revista Internacional de Filosofía. Nº 68. Págs. 101-114.
29 Cf Arendt, H. (2010). Entrevista televisiva con Thilo Koch, Lo que quiero es comprender. Sobre mi vida y mi obra. Madrid: Trotta. Págs. 36-41.
30 López Casanova, I. (2013). Pensadoras del siglo XX. Una filosofía de esperanza para el siglo XXI. Madrid: Rialp. Págs. 114- 120.
31 Arendt, H. (2010). Carta a Jaspers, Lo que quiero es comprender. Sobre mi vida y mi obra. Madrid: Trotta. Pág. 208.
32 Birulés, F. (2000). El orgullo de pensar. Barcelona: Gedisa. Pág. 114
33 Arendt, H. (2010). Entrevista televisiva con Thilo Koch, Lo que quiero es comprender. Sobre mi vida y mi obra. Madrid: Trotta. Págs. 36-41.
34 Arendt, H. (2010). Págs. 36-41.
35 Sanabria Cucalón, M. C. (2016). “El carácter preventivo del mal mediante la facultad de pensar y juzgar desde la perspectiva de Hannah Arendt”. Daimon. Revista Internacional de Filosofía. Nº 68. Págs. 101-114.
36 Cf Sanabria Cucalón, M. (2016). Págs. 101-114.
37 Sanabria Cucalón, M. C. (2016). Págs. 101- 114.
38 Cf Sanabria Cucalón, M. C. (2016). Págs. 101-114.
39 Sanabria Cucalón, M. C. (2016). Págs. 101- 114.
40 Sanabria Cucalón, M. C. (2016). Págs. 101- 114.
41 Sanabria Cucalón, M. C. (2016). Págs. 101- 114.
42 Sanabria Cucalón, M. C. (2016). Págs. 101- 114.
43 Cf Sanabria Cucalón, M. C. (2016). Págs. 101- 114.
44 La situación del “dos- en- uno” se da cuando la persona inicia un diálogo consigo misma. Ya no se encuentra uno sólo sino que puede contrastar lo que piensa con su propia conciencia y avanzar en el pensamiento.
45 Arendt, H. (1984). La vida del espíritu. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.
46 Sanabria Cucalón, M. C. (2016). “El carácter preventivo del mal mediante la facultad de pensar y juzgar desde la perspectiva de Hannah Arendt”. Daimon. Revista Internacional de Filosofía. Nº 68. Págs. 101-114.
47 Arendt, H. (1995). De la historia a la acción. Barcelona: Paidós. Pág. 135. Citada por Sanabria Cucalón, M. C. (2016). Pág. 109.
48 Sanabria Cucalón, M. C. (2016). Pág. 109.
49 Elgot, J. “10 partidos ultraderechistas que asustan y que estarán en la Eurocámara”. Huffington post. Mayo 2014. (http://www.huffingtonpost.es/2014/05/26/partidos- ultraderecha_n_5392885.html).
50 Cf López Casanova, I. (2013). Pensadoras del siglo XX. Una filosofía de esperanza para el siglo XXI. Madrid: Rialp. Pág. 114
51 López Casanova, I. (2013). Pág. 114.
52 Arendt, H. (2003). Eichmann en Jerusalén. Buenos Aires, Argentina: Lumen.
53 Ortega y Gasset, J. (1937) La rebelión de las masas. Buenos Aires, Argentina: Austral.
54 López Casanova, I. (2013). Pensadoras del siglo XX. Una filosofía de esperanza para el siglo XXI. Madrid: Rialp. Págs. 114-120.
55 López Casanova, I. (2013). Pág. 119.
56 López Casanova, I. (2013). Pág. 119.
57 Cf “Crisis migratoria en Europa”. Wikipedia. (https://es.wikipedia.org/wiki/Crisis_ migratoria_en_Europa).
58 “La respuesta de Europa a la crisis de los refugiados suma protestas”. Diario de Navarra online. (http://www.diariodenavarra.es/noticias/actualidad/internacional/2016 /03/16/ la_ respuesta_europa_crisis_refugiados_suma_protestas_441772_1032.html). Información tomada de la Agencia de noticias: Europa Press.
59 “La respuesta racista contra los refugiados es la verdadera crisis en Europa”. El diario.es. Información tomada de The Guardian. 25 febrero 2016. (http://www.eldiario.es/theguardian/racista-refugiados-verdadera-crisis- Europa_0_488201988.html)
60 Ibídem.
61 Sanabria Cucalón, M. C. (2016). “El carácter preventivo del mal mediante la facultad de pensar y juzgar desde la perspectiva de Hannah Arendt”. Daimon. Revista Internacional de Filosofía. Nº 68. Págs. 101-114.
62 Arendt, H. (2003). Eichmann en Jerusalén. Buenos Aires, Argentina: Lumen.
63 López Casanova, I. (2013). Pensadoras del siglo XX. Una filosofía de esperanza para el siglo XXI. Madrid: Rialp. Pág. 14.
Pablo Martí del Moral
El discernimiento es un tema importante en la teología espiritual. En el clásico Dictionnaire de spiritualité ascetique et mystique, se considera que el “discernimiento de espíritus” abarca una amplia variedad de preguntas, incluidas las razones de las elecciones y acciones de una persona, los signos de los tiempos, carismas, inspiraciones y movimientos interiores, y espiritual. acompañamiento, entre otros [1]. Una premisa clara aquí es que las personas no están determinadas en sus elecciones. Cada uno se enfrenta a la tarea de discernir su propio camino en la vida a partir de sus convicciones e inquietudes. Así, la relevancia del discernimiento se deriva de su relación con la libertad, que a su vez depende de una comprensión de la verdad práctica ("lo que se debe hacer").
Mucho se ha escrito sobre el discernimiento espiritual [2], es decir, el discernimiento sobre la vida del espíritu y más concretamente sobre la vida cristiana [3]. El Papa Francisco ha utilizado este término en numerosos discursos y documentos, en una variedad de contextos. En particular, se ha referido a la vocación de los jóvenes, especialmente en la reciente Exhortación Apostólica Christus vivit : “Una forma particular de discernimiento implica nuestro esfuerzo por descubrir nuestra propia vocación” [4].
En los escritos y predicaciones de San Josemaría encontramos diversas reflexiones sobre el descubrimiento de nuestra vocación cristiana, comenzando por el reconocimiento de que Dios está llamando a cada persona a la santidad en un camino específico de vida. Como veremos a continuación, el fundador del Opus Dei rara vez utilizó el término “discernimiento” en este contexto, quizás por la amplitud de su significado que vimos anteriormente. Sin embargo, esto no impide que sus enseñanzas, como las de tantos guías en la vida espiritual, arrojen luz sobre el discernimiento vocacional, tema que durante estos meses ha estado en el centro de las reflexiones de la Iglesia. A continuación ofreceremos algunas consideraciones sobre el discernimiento entendido como el descubrimiento de la vocación de cada persona, a partir de las enseñanzas de san Josemaría.
1. Una nueva realidad pastoral, fundada en la llamada universal a la santidad
En las obras de san Josemaría publicadas hasta el momento abundan las alusiones al descubrimiento de la propia vocación, mientras que las referencias concretas al concepto de discernimiento sólo aparecen en Conversaciones con san Josemaría Escrivá, en concreto tres veces en la misma entrevista (núms. 59 y 70). Las declaraciones allí formuladas se enmarcan dentro de la llamada universal a la santidad, núcleo de su predicación.
En la introducción a la edición crítica de Conversaciones, José Luis Illanes explica por qué el fundador del Opus Dei decidió intentar dar a conocer mejor el mensaje del Opus Dei concediendo entrevistas en diversos medios públicos, entre ellos el entonces Osservatore della Domenica, que se vinculó a las fuentes de información oficiales dentro de la Curia romana y tuvo especial resonancia en la Iglesia [5]. Quizá por eso se encuentran allí varias referencias al discernimiento y al discernimiento de espíritus, lo que no ocurre en las otras entrevistas concedidas a publicaciones como The New York Times o Le Figaro .
El enfoque, desde el inicio de la entrevista, es la vocación de los fieles laicos. “La característica básica del desarrollo de los laicos es una nueva conciencia de la dignidad de la vocación cristiana. La llamada de Dios, el carácter que confiere el Bautismo y la gracia hacen que cada cristiano pueda y deba ser expresión viva de la fe. Todo cristiano debe ser 'otro Cristo, Cristo mismo' [6], presente entre los hombres” [7].
El mensaje de san Josemaría implica una profunda comprensión del Bautismo como llamada personal de Dios, es decir, como camino vocacional. Este enfoque facilita la comprensión de la vocación propia de los fieles laicos, como una forma específica de contribuir a la santidad y al apostolado de la Iglesia [8]. La entrevista subraya que la vocación específica al Opus Dei conlleva el compromiso de responder personalmente a la llamada a la santidad en la vida ordinaria, y de difundir la conciencia de esta llamada universal. La incorporación al Opus Dei requiere una vocación divina; no es simplemente una asociación resultante de la voluntad de las personas involucradas [9].
Comprender esta vocación específica en la Iglesia exige apreciar la vocación y la misión de los laicos, que “lleva consigo una conciencia más profunda de la Iglesia como comunidad formada por todos los fieles, donde todos participan de una y la misma misión, que cada uno deben cumplir de acuerdo con sus circunstancias personales” [10]. Para fomentar la conciencia de la vocación laical, es necesaria una nueva pastoral, “encaminada a descubrir la presencia en medio del Pueblo de Dios del carisma de la santidad y del apostolado, en las formas infinitamente variadas en que Dios lo otorga” [11]. Esto a su vez requiere la cooperación orgánica de los fieles laicos con los ministros sacerdotales.
Este nuevo programa pastoral, tan exigente como necesario, “pide el don sobrenatural del discernimiento de espíritus, de la sensibilidad hacia las cosas de Dios, y de la humildad de no imponer la preferencia personal a los demás y de secundar las inspiraciones que Dios suscita en las almas. En una palabra: es amar la justa libertad de los hijos de Dios que encuentran a Cristo y se hacen portadores de Cristo, siguiendo caminos muy diversos pero todos igualmente divinos” [12].
Los sacerdotes “deben ser verdaderamente servidores de los servidores de Dios” [13], para que los laicos puedan hacer presente a Cristo en todos los sectores de la sociedad. “Una de las tareas fundamentales del sacerdote es y será siempre dar doctrina, ayudar a las personas ya la sociedad a tomar conciencia de los deberes que les impone el Evangelio y mover a los hombres a discernir los signos de los tiempos. Pero toda labor sacerdotal debe realizarse con el máximo respeto a la justa libertad de las conciencias: toda persona debe responder libremente a Dios. Y además, todo católico, además de recibir la ayuda del sacerdote, tiene también luces propias que recibe de Dios y una gracia de estado para realizar la misión específica que, como persona y como cristiano, ha recibido” [14]. Todos los fieles están llamados a cumplir esta misión, en virtud del sacerdocio común recibido en el Bautismo.
Estas palabras de san Josemaría presentan una visión de la Iglesia centrada en su misión de llevar a Dios al mundo. Como dijo el Papa Francisco, debería ser “una Iglesia en salida [al mundo]”. El papel de los ministros sagrados, como “siervos de los siervos de Dios”, es ayudar a los laicos y animarlos a descubrir la voluntad de Dios, alertándolos sobre su responsabilidad personal. Y la misión e identidad específicas del laico es hacer presente a Cristo en todos los sectores de la sociedad, respondiendo libremente a la llamada de Dios.
A continuación consideraremos la vida cristiana como vocación o llamada personal de Dios dirigida a cada persona en el Bautismo tanto en sus implicaciones teológicas (apartados 2 y 3) como pastorales (apartados 4-6)
2. Todos los hombres y mujeres tienen una vocación, cada uno la suya
Desde un punto de vista teológico, entender la vida cristiana como vocación implica subrayar que Dios llama a todos los hombres y mujeres. Todo bautizado tiene una vocación, cada uno la suya, y por eso su vida adquiere sentido como respuesta a la iniciativa de amor de Dios. “Si estás allí en medio de la vida ordinaria, no significa que Cristo se haya olvidado de ti o no te haya llamado” [15].
La iniciativa es siempre de Dios: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros” ( Jn 15,16). La vocación cristiana no es autorrealización, ni búsqueda de sacar el máximo partido a la vida, sino despertar a las preocupaciones de Dios. Cristo ha entrado en nuestra vida sin pedirnos permiso. “Tampoco pensé que Dios se apoderaría de mí de la forma en que lo hizo. Pero déjame decirte una vez más, Dios no nos pide permiso para 'complicarnos' la vida. Él simplemente entra: ¡y eso es todo! [16]. Cada persona puede oír la voz del Espíritu y orientar libremente su vida según la voluntad de Dios. Esta es la clave del discernimiento: dónde, cuándo y cómo Dios se manifiesta en nuestras vidas.
Dios quiere que todos participemos de la misión de Jesús: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio” (Mc 16, 15). Por eso es necesario un proyecto pastoral para la promoción de las vocaciones. Pero entonces surge la pregunta: “¿qué derecho tengo de involucrarme en la vida de los demás?”. La respuesta de San Josemaría es clara: “Porque lo necesitan. Sin pedirnos permiso, Cristo ha entrado en nuestras vidas. Hizo lo mismo con los primeros discípulos” [17].
El enfoque de la promoción de las vocaciones cambia sustancialmente a la luz de la llamada universal a la santidad. Si todos los cristianos tienen una vocación, entonces el objetivo del trabajo pastoral en la promoción y el discernimiento de las vocaciones no es excluir a muchas personas y decidir quién encaja en una vocación específica, sino ayudar a cada persona a descubrir su propio llamado de Dios. El discernimiento no debe reducirse a quién tiene o no vocación a la vida religiosa o al ministerio sacerdotal. Más bien se trata de descubrir el camino correcto para cada persona [18].
Además, el protagonista del discernimiento ya no es el director vocacional o el guía espiritual, sino cada persona, aunque sin duda necesitará consejos. Así se ayuda a cada fiel cristiano a discernir su propio camino de vida ya elegirlo libremente. En la Iglesia existen muchas vocaciones que configuran la vocación bautismal compartida por todos los hombres y mujeres: el sacerdocio ministerial, la vida consagrada en sus diversas formas, y la vida laical con sus diversos carismas. ¿Qué vocación es la mejor? “Para cada persona, lo más perfecto es, siempre y únicamente, hacer la Voluntad de Dios” [19].
Por lo tanto, el discernimiento implica la necesidad de escuchar tanto a Dios como a la persona involucrada cuando se plantea la cuestión de la vocación. Quien ayuda a otra persona a discernir su vocación, ya sea sacerdote, religioso o laico, debe tener una gran sensibilidad hacia las preocupaciones de Dios, una profunda humildad para no imponer las propias preferencias y un fuerte deseo de ayudar a lo que Dios es. fomentando en cada alma. En definitiva, hay que dejarse mover por el amor a la legítima libertad de los hijos de Dios [20]. “Este modo de actuar y este espíritu se fundan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada y en el amor a la libertad de la persona humana. Podría agregar que también se basan en la comprensión de que la historia es indeterminada y está abierta a una variedad de opciones humanas, todas las cuales Dios respeta” [21].
3. La historia como salvación [22]
En el tercer texto de Conversaciones donde San Josemaría habla explícitamente del discernimiento dice: “El bien y el mal se mezclan en la historia humana, y por eso el cristiano debe ser una persona de juicio [“ una criatura que sepa discernir ”]. Pero este juicio [“ discernimiento ”] nunca debe llevarlo a negar la bondad de las obras de Dios. Al contrario, debe llevarlo a reconocer la mano de Dios obrando a través de todas las acciones humanas, incluso aquellas que traicionan nuestra naturaleza caída. Podéis hacer de estas palabras de San Pablo un buen lema para la vida cristiana: 'Todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios' ( 1Co 3, 22-23), y así llevar a cabo los planes de ese Dios cuya voluntad es salvar al mundo” [23].
Aquí el discernimiento está ligado a la afirmación de que el mundo es bueno, e incluso santo. San Josemaría decía también en esta entrevista que santificar el propio trabajo profesional, santificarse uno mismo en ese trabajo y contribuir a la santificación de los demás a través de la propia profesión, es intrínseco a la vocación al Opus Dei, como parte del plan de salvación de Dios.
Esta declaración sobre el mundo es también una declaración sobre la libertad y la acción de la persona humana en el mundo. La historia es el lugar de la salvación porque resulta de la encarnación de Jesucristo y de la libertad de los hijos de Dios asistidos por la gracia divina [24]. La filiación divina —la seguridad de que Dios es nuestro Padre— conduce a una profunda visión contemplativa y mística de los acontecimientos cotidianos que nos permite reconocer lo divino manifestado en lo humano [25].
La vocación se ve así a la luz de un Dios que es Padre y que manifiesta su amor en la historia, y por tanto exige la respuesta de nuestra libertad personal [26]. San Josemaría mira la vida de cada persona con profunda confianza en la providencia de un Dios que es Padre y que cuida de sus hijos [27].
La historia es vista como una realidad dinámica donde interviene primero Dios Padre y luego la persona humana en el uso de su libertad. La historia está formada por las decisiones personales que están inspiradas por el amor divino. “Si me preguntas cómo se percibe la llamada divina, cómo se toma conciencia de ella, te diría que es una nueva mirada a la vida. Es como si una nueva luz se encendiera dentro de nosotros; es una fuerza impulsora misteriosa, que empuja a una persona a dedicar sus energías más nobles a una actividad que, a través de la práctica, se convierte en una segunda naturaleza. Esa fuerza vital, algo así como una avalancha que barre todo a su paso, es lo que otros llaman vocación” [28].
4. Importancia de la formación
Varias consecuencias pastorales se derivan de esta visión de la vocación. Si partimos de la premisa de que cada uno tiene una vocación —cada uno la suya— y que Dios se manifiesta en la historia, pero siempre contando con nuestra libertad personal, entonces es claro por qué necesitamos dejar actuar al Espíritu Santo. Emprender el descubrimiento de la propia vocación y misión apostólica requiere, por tanto, adquirir una profunda formación cristiana.
San Josemaría estaba convencido de la importancia de ofrecer una formación profunda a todo tipo de personas como premisa para responder a la llamada del Señor. Refiriéndose específicamente a la institución que fundó por inspiración divina, dijo que fue una “gran obra de catequesis” [29]. En la Instrucción para el Trabajo de San Rafael sobre el trabajo apostólico del Opus Dei con los jóvenes, afirma claramente que el fin inmediato de este esfuerzo apostólico es la formación cristiana de los jóvenes, mientras que el fin secundario es formar a quienes , de entre este grupo más amplio, podrá recibir la vocación para realizar la misión apostólica de la Obra, ya sea en el celibato o en el matrimonio [30].
Una directriz esencial para esta formación es educar a las personas en la libertad. El ambiente formativo fomentado por el fundador del Opus Dei presupone un delicado respeto por la intimidad de cada persona. De ahí la necesidad de crear un clima de confianza que permita a cada alma desatar la energía de su libertad personal sin caer en conductas hipócritas o estrechas de miras. Por eso se basa en la amistad, que facilita ayudar a las personas “a dirigir sus esfuerzos ya realizar bien sus proyectos, enseñándoles a considerar las cosas ya razonarlas. No se trata de imponer una línea de conducta, sino de mostrar los motivos humanos y sobrenaturales de la misma… No hay verdadera educación sin responsabilidad personal, y no hay responsabilidad sin libertad” [31].
Como decíamos más arriba, en toda formación la acción más importante es la de Dios. Quienes ayudan a formar a los demás —y, en este contexto, a ayudarlos a discernir la voluntad de Dios— necesitan cultivar una humildad que lleve a reconocer la primacía del Espíritu, que los usa como instrumentos en sus manos. Por tanto, para llevar a cabo esta misión, el punto de partida es la propia vida interior: ser almas eucarísticas [32], ya que es una siembra sobrenatural [33].
En otra de sus Instrucciones [34], san Josemaría subraya aún con más fuerza el cuidado necesario para proporcionar una adecuada formación a quienes se incorporan al Opus Dei como numerarios o asociados. El punto de partida es siempre el deseo de acercar a todas las almas a Cristo, ayudando a cada una a descubrir su propia vocación [35]. La formación que reciben estos fieles del Opus Dei está al servicio de su misión. De ahí que el fundador subraye que la santidad en medio del mundo, por su rico contenido humano y divino, conlleva la necesidad de formarse a sí mismo con especial profundidad [36].
El trabajo pastoral con quienes sienten una llamada al Opus Dei requiere ayudarlos a adquirir una fuerte piedad, un profundo conocimiento doctrinal de la fe y sólidas virtudes humanas necesarias para santificar su profesión o trabajo y llevar a cabo su misión apostólica [37]. San Josemaría hablaba a menudo de cinco áreas fundamentales de la formación: humana, doctrinal-religiosa, espiritual, profesional y apostólica. Esta formación es “el fundamento de vuestra vida como almas entregadas a Jesucristo” [38].
5. Una libre elección personal [39]
A medida que se profundiza la formación de la persona, llega un momento de maduración en el que, bajo el impulso de la gracia, cada uno afronta todo su futuro y los compromisos necesarios para seguir su propio camino en la Iglesia. Este momento suele ir acompañado de dos estados psicológicos: una inquietud y una atracción.
Como en la vida de la Virgen –“Estas palabras la turbaron mucho” (Lc 1, 29)–, la llamada vocacional va acompañada muchas veces de inquietud, de la conciencia de haber recibido una tarea específica en la vida. Sin necesidad de manifestaciones sobrenaturales extraordinarias, la persona se da cuenta, con sencillez, de que algo ha sucedido . Dios irrumpe en nuestro acontecer cotidiano y habla sin palabras a través de la mediación humana de un amigo o de un sacerdote, o de circunstancias como la entrada de un libro en la vida o de un acontecimiento. Esta experiencia psicológica puede conducir a la inquietud o incluso al miedo, junto con el anhelo de lograr grandes cosas en la vida. Dios “actúa a través de esas inspiraciones interiores, que empiezan por quitarnos un poco de comodidad y tranquilidad”. [40]
Una persona toma conciencia de estar llamada a una misión, con la oportunidad de dirigir su vida hacia una meta superior. A menudo esto está motivado por la atracción de las vidas de otros que están siguiendo el mismo camino en su propia vida.
San Josemaría valoraba el testimonio silencioso del comportamiento recto, pero sabía que no era suficiente. Cada persona necesita esforzarse diligentemente para guiar a otros a Cristo a través de su oración y ejemplo, y sus palabras convincentes y alentadoras. [41] Por eso le gustaba usar una expresión contundente que se encuentra en los Evangelios: compelle intrare, “obligar a la gente a entrar” (Lc 14, 23). Esto requiere acompañar a las personas de manera alentadora, siempre en el contexto de una auténtica amistad. Es “una invitación, ayudar a la persona a tomar una decisión, y nunca, ni remotamente, una coacción”. Esta atracción “no es un empujón material sino una abundancia de luz, de doctrina; el estímulo espiritual de vuestra oración y de vuestro trabajo, que da auténtico testimonio de doctrina; todos los pequeños sacrificios que ofreces; la sonrisa que asoma a vuestros labios porque sois hijos de Dios; tu porte humano y encanto. [42]
Aunque Dios pueda intervenir con una iluminación repentina, o una persona pueda sentir un deseo natural de abrazar una determinada forma de vida cristiana, el camino normal para descubrir la propia vocación es la razón iluminada por la fe y movida por la caridad. [43] El primer recurso es siempre la oración. [44] Reflexionando sobre la verdad de que hemos sido creados para amar a Dios, meditando en los Evangelios, considerando los modos de vida autorizados por la Iglesia, buscando el mejor camino para servir a Dios, a la Iglesia y a todos los hombres, en luz de las propias cualidades y talentos personales. Naturalmente, la claridad de visión y de intención no siempre está presente desde el inicio de una auténtica vocación, pero es importante lograrla durante el período de prueba que implica toda vida entregada a Dios.
Con esta conciencia de la llamada de Dios, la persona se siente interpelada a discernir los signos de la voluntad de Dios en su vida: esforzándose por crecer en su fe y profundizar su relación con Dios; considerando los caminos posibles en la Iglesia y las personas a cuyo ejemplo se sienten atraídos; reflexionar sobre las “coincidencias” en su vida que los han puesto en un lugar y tiempo particular; las cualidades personales que poseen y pueden emplear al servicio de los demás; y sobre todo, las inspiraciones recibidas en su oración. En definitiva, reflexionar sobre la propia experiencia, ya que Dios se sirve de la historia de vida de cada uno para manifestarse.
6. Discernir la vocación
El discernimiento vocacional requiere una comprensión profunda de la naturaleza de la vocación a la que cada persona siente una llamada, junto con las cualidades necesarias para hacer realidad sus ideales en la propia vida y la recta intención de actuar por amor a Dios. [45]
Respecto al primer aspecto, san Josemaría se pregunta: ¿cuáles son las características especiales de la vocación al Trabajo? Y responde: «Un estado definitivo de búsqueda de la perfección en medio del mundo», [46] semejante a la vida de los primeros cristianos, fundada en la práctica de las virtudes. [47] Y añade: “No sacamos a nadie de su lugar”. [48]
También se necesita discernimiento para asegurarse de que la persona está actuando con una intención correcta, que no siempre es fácil de establecer; y también para determinar dónde emplear mejor los talentos que cada uno ha recibido. Son necesarios tanto el discernimiento del interesado (asistido por un acompañamiento espiritual) como el discernimiento eclesial sobre la idoneidad del candidato.
(a) Una intención correcta
El discernimiento vocacional se ocupa también de la recta intención de la persona: lo que realmente quiere y ama. La decisión de seguir un camino determinado debe depender directa y exclusivamente del amor a Dios. Dado que el egocentrismo es un defecto frecuente, es prudente que una persona acepte consejos para evaluar la rectitud de su intención. Se elige un camino vocacional con el compromiso de seguirlo para siempre por amor a Dios, para ayudar a la edificación de la Iglesia.
Así, la respuesta a una vocación debe partir del deseo de servir a Dios, “porque quiero” [49], y no ser el resultado de un cálculo de beneficios personales. Debe ser una elección hecha por amor que lleve a reconocer la propia responsabilidad por la Iglesia y por la salvación de todos los hombres y mujeres. Esta es la cuestión vocacional: decidirse a entregar la vida a Dios para construir la Iglesia y la sociedad de un modo específico. La madurez personal se alcanza ascendiendo del “yo” al “nosotros”, en la medida en que la persona se responsabiliza de los demás. Unido a Cristo en el Espíritu, uno se decide verdaderamente a ayudar a realizar la redención. La persona asume esta misión a través de un camino específico y determinado, presentado aquí y ahora a través de la Iglesia.
Acompañamiento significa dar a cada persona la ayuda necesaria para que pueda decidir libremente emprender su camino de vida, apoyándose en la experiencia humana y divina de la Iglesia. El papel del director espiritual es “ayudar a la persona a querer verdaderamente hacer la voluntad de Dios” [50]. Esto requiere “ayudar a cada persona a afrontar todas las exigencias de su vida y a descubrir lo que Dios quiere de cada persona en particular—sin limitar de ninguna manera esa santa independencia y bendita responsabilidad personal que son las características de una conciencia cristiana [51].”
Aquí es fundamental conocer muy bien a cada persona y ayudarla a conocerse verdaderamente a sí misma. Sólo así la persona interesada puede realmente decidir, con conocimiento de sus debilidades pero también con una fuerte esperanza. Por lo tanto, es necesario considerar la intención y los motivos de la persona y, por lo tanto, la recta intención de su vocación [52]. Esta recta intención se requiere claramente tanto de la persona involucrada como de quien la acompaña en su elección.
La decisión de seguir una vocación nace de la libertad de la persona como respuesta al amor de Dios. Toda vocación en la Iglesia es exclusivamente una respuesta de amor. Se elige un camino para ayudar a realizar la misión de la Iglesia, teniendo en cuenta su diversidad. Pero el motivo de la elección es siempre el amor, y no simplemente “esto hay que hacerlo”, “para que me salve”, etc. Es una respuesta a Dios que sale a nuestro encuentro.
(b) La idoneidad de la persona
La vocación implica el ofrecimiento gratuito de la propia vida por amor y con amor, en el sacerdocio, en el estado religioso o en la vida laical. Nadie está excluido a priori de un camino determinado; la biografía personal señala el camino más adecuado para cada persona [53]. Todos los hombres y mujeres tienen la posibilidad de emprender una vida de servicio y entrega total [54]. La vocación cristiana recibida por el Bautismo se concreta mediante el discernimiento personal y eclesial, y puede ser llamada al matrimonio o al celibato apostólico. La Iglesia subraya la belleza de la vocación al matrimonio, así como la belleza del celibato por el reino de los cielos [55].
La vocación al Opus Dei implica tener las cualidades que exige este camino y misión específicos, para hacer del amor a Dios y al prójimo el motor de las propias acciones y actitudes en la vida cotidiana. En definitiva, exige que la persona sea madura y bien formada humana y espiritualmente. San Josemaría dio unas pautas para conocer en profundidad a la persona, las aptitudes y cualidades de cada uno. Subrayó que cada persona debe poseer las cualidades y la posición social necesarias para poder irradiar la caridad de Cristo en su propio entorno (que puede ser muy variado); también es importante conocer las circunstancias del entorno familiar, la niñez y la adolescencia de cada uno que configuran el carácter; y sobre todo, las virtudes que cada uno posee, los buenos hábitos que hacen posible el buen juicio y la toma de decisiones [56].
San Josemaría decía también que en el Opus Dei hay sitio para «todos los que tienen un gran corazón, aunque hayan tenido mayores debilidades» [57], mientras que en él no cabrían los egoístas, los tibios o los frívolos. Se destaca como única cualidad indispensable la capacidad de amar con generosidad, que, con el tiempo y gracias a la formación, dará lugar a virtudes que hagan efectivo el compromiso vocacional.
El discernimiento incluye un juicio sobre las aptitudes y la idoneidad de una persona. Esto involucra las cualidades que una persona posee ahora, y no en un futuro más o menos lejano. El futuro de uno implica un crecimiento que requiere corresponder a la gracia de Dios. Pero cada uno necesita emplear todos sus talentos, como nos enseña la parábola de san Mateo (Mt 25, 14-30). Nada puede ser retenido; cada rincón de la vida necesita dar frutos: “Cuando le hablaron de comprometerse personalmente, su reacción fue razonar de la siguiente manera: 'Si lo hiciera, podría hacer eso... tendría que hacer esto otro'. ...' La respuesta que obtuvo fue: 'Aquí, no regateamos con el Señor. La ley de Dios, la invitación del Señor, es algo que tomas o dejas, tal como es. Tienes que decidirte: sigue adelante, con toda la decisión y sin frenos; de lo contrario,Qui non est mecum... Quien no está conmigo, está contra mí” [58].
Conclusión: fidelidad a la vocación
Dado que la vocación se vive en el tiempo, sólo en la vivencia se verifica plenamente la idoneidad de la persona [59]. Se trata de un discernimiento tanto personal como eclesial, que son caminos paralelos ya que su origen es el mismo: el amor de Dios por cada hombre y cada mujer.
San Josemaría entendió así la vocación. Por eso siguió la tradición de la Iglesia cuando estableció, para la llamada específica al Opus Dei, tiempos especiales de discernimiento, incorporaciones temporales hasta la incorporación definitiva [60], para subrayar la libertad de cada uno en su entrega.
Este proceso de discernimiento se funda, ante todo, en la libertad de la persona. La respuesta a una vocación es la libre elección de un compromiso hecho por amor, en respuesta a una iniciativa divina, a la acción de Dios. Y como la gracia asume y eleva todo lo humano, la respuesta necesita madurar con el tiempo. Por eso es necesaria la formación, como consecuencia del juego entre la libertad, la gracia y la vida de cada uno.
Una vocación es parte de la historia de vida de cada persona; es fruto de una respuesta libre a los dones que Dios ofrece gratuitamente [61]. Por tanto, todo depende de Dios y todo de uno mismo, de las decisiones concretas que se toman, de la lucha hoy-y-ahora que hace posibles los avances futuros. Así también es claro por qué cambiar de camino, cuando uno ya ha comenzado, requiere justificación. Toda decisión o elección requiere una justificación, pero esta justificación debe estar dirigida hacia Dios y no hacia uno mismo. Y tiene que ser totalmente libre: porque se quiere de verdad , la persona se posiciona en la vida orientada hacia Dios y no hacia la propia voluntad o el amor propio.
“La vocación nos lleva, sin darnos cuenta, a tomar una postura de vida que mantendremos con anhelo y alegría, llenos de esperanza hasta el momento mismo de la muerte. Es algo que da sentido de misión al trabajo, que dignifica y da valor a nuestra existencia. Jesús entra con autoridad en el alma, en la tuya y en la mía; eso es lo que significa la vocación [62]”.
La primera decisión, el primer paso en la vocación, requiere una correspondencia sostenida en el tiempo. Darse cuenta de que todavía queda mucho camino por recorrer para configurar la propia vida de acuerdo con la llamada divina debe ser una invitación a decidirse de nuevo a entregar la propia vida a Dios. Es cierto que entonces el ideal puede parecer costoso, y la desilusión puede intentar colarse, con una sensación más fuerte de ir contra la corriente. Es en este escenario que pueden surgir las crisis. En ocasiones, estas crisis pueden adquirir un sentido positivo si se transforman en crisis de crecimiento. Pero también existe la triste posibilidad de retroceder, mirar hacia el pasado.
La paz y la alegría de la entrega de uno mismo es una señal de que se ha emprendido el camino correcto. Las crisis a menudo implican un oscurecimiento de esta paz y alegría, como consecuencia de seguir los propios sentimientos. Pero estos momentos de oscuridad y de prueba, cuando se debilita la alegría de una vida entregada a Dios o se nublan las razones del intelecto y las decisiones de la voluntad que habían conducido a la felicidad de la vocación, pueden ayudarnos a purificarnos y conducirnos a una confianza más profunda en Dios y un mayor abandono de sí mismo.
La lucha entre el amor a Dios y el amor propio desordenado es permanente. La clave para discernir el camino es: ¿voy hacia Dios, hacia una apertura más madura a los demás y un amor más realista, o me encierro en mí mismo y me retraigo siguiendo mi voluntad? Por eso, como decía el Papa Francisco, la gran cuestión del discernimiento no es quién eres sino para quién eres [63]. La pauta evangélica es “por sus frutos los conoceréis”. Nuestros sentimientos no son lo primordial. Guiada por el amor a Dios, cada persona necesita educar sus sentimientos y crecer en la libertad a través de la entrega cotidiana a los demás.
Pablo Martí del Moral, en en.romana.org/
Notas:
[1] Véase el extenso artículo Discernement des ésprits , en el vol. 3 del citado Diccionario, col. 1222-1291 (de diferentes autores, según las distintas partes: J. Guillet, G. Bardy, F. Vandenbroucke, H. Martin y J. Pegon).
[2] Además del artículo anterior, un buen resumen se puede ver en Manuel Ruiz Jurado, El discernimiento espiritual, BAC 1994.
[3] Para una visión más histórica ver, entre otros, Charles-André Bernard, Spiritual Theology, Athens 1994, 375-400; A. Cappelletti, Discernimiento de espíritus, en Diccionario de espiritualidad I, Herder 1983, 628-632; José de Guibert, Lecciones de teología espiritual, razón y fe 1953, 321-332.
[4] Papa Francisco, Exhorto Apostólico. Christus vivit, 25 de marzo de 2019, n. 283.
[5] San Josemaría, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Edición Histórico-Crítica, editada por José Luis Illanes, Rialp 2012, 13-25. Este comentario crítico aún no está disponible en inglés, aunque la entrevista misma ha sido publicada en inglés enConversaciones con san Josemaría Escrivá, Editorial Cetro.
[6] Esta fórmula cristológica referida a cada cristiano es fundamental en el magisterio de san Josemaría: véase Antonio Aranda, El cristiano “alter Christus, ipse Christus” en el pensamiento del beato Josemaría Escrivá de Balaguer , Scripta Theologica 26 (1994), 513-570.
[7] Conversaciones, n. 58. Esta entrevista para L'Osservatore della Domenica se titula “Opus Dei: una Asociación que favorece la búsqueda de la santidad en el mundo”.
[8] Como resumen de la extensa bibliografía, véase Ernst Burkhart – Javier López, Ordinary Life and Holiness in the Teaching of St. Josemaría, Vol I , Sceptre 2017, 146-182.
[9] “Estamos aquí [en el Opus Dei] porque Dios nos ha llamado, con una vocación personal y especial”. San Josemaría, Carta, 14 febrero 1944, n. 1; citado en Fernando Ocáriz, El Opus Dei en la Iglesia , Four Courts Press, 93. Aunque san Josemaría se refiere aquí específicamente a los fieles del Opus Dei, sus enseñanzas son útiles para todos los cristianos, ya que se basan en la llamada universal a la santidad inherente al bautismo.
[10] Conversaciones, nº59. Estas verdades captan muy bien el núcleo de la enseñanza del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia y su misión: véase Lumen Gentium, nn. 39-40 y Apostolicam Actuositatem , nn. 2 y 4.
[11] Conversaciones, n. 59.
[12] Ibíd.
[13] “Siervos de los siervos de Dios” es una expresión que se usa a menudo para referirse a los Papas. En su homilía Sacerdote para siempre, San Josemaría decía, refiriéndose a los que iban a ser ordenados: “Serán ordenados, para servir”. Ve el ministerio sacerdotal como servicio: servicio a Dios, a la Iglesia ya todos los hombres y mujeres.
[14] Conversaciones, n. 59.
[15] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 20
[16] San Josemaría, La Fragua, n. 902.
[17] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 175.
[18] San Josemaría buscaba un nuevo término para explicar esta realidad, esta llamada o vocación, porque en la época en que escribió Camino se entendía que la vocación era exclusiva de los sacerdotes y religiosos (ver Camino : Edición crítico-histórica). , comentario al punto 27).
[19] Conversaciones, n. 92.
[20] Véase Conversaciones, n. 59.
[21] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 99
[22] Véase al respecto: Joseph Ratzinger, Teoría de los principios teológicos , “Salvación e historia”, 181-204; “Historia de la salvación, metafísica y escatología”, 204-227, Herder 1985.
[23] Conversaciones , n. 70.
[24] “Dios Padre, en la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo unigénito a tomar carne en María siempre Virgen, por el Espíritu Santo, y restablecer la paz. De este modo, al redimir al hombre del pecado, 'recibimos la adopción de hijos' ( Ga 4, 5). Nos volvemos capaces de compartir la intimidad de Dios. De esta manera el hombre nuevo, la nueva línea de los hijos de Dios (cf. Rm 6, 4-5), se capacita para liberar del desorden a todo el universo, restaurando todas las cosas en Cristo (cf. Ef 1, 9-10). , ya que han sido reconciliados con Dios.” (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 183) Aquí tenemos un resumen de su comprensión de la historia y del papel del cristiano en el mundo.
[25] «Precisamente porque somos hijos de Dios, podemos contemplar con amor y maravillarnos todo como salido de las manos de nuestro Padre, Dios Creador. Y así nos convertimos en contemplativos en medio del mundo, amando al mundo”. (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 65)
[26] Para una aproximación a la comprensión de la libertad en san Josemaría, véase Ernst Burkhart – Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría II, Rialp 2011, 161-220; Luis Clavell, La libertad ganada por Cristo en la Cruz , Romana 33 (2001), 242-271; Cornelio Fabro, “ El primado existencial de la libertad”, Scripta Theologica 13 (1981), 323-337; Fernando Ocáriz, Naturaleza, Gracia y Gloria , Eunsa 2000, 108-121 y 283-298.
[27] “Abrid vuestro propio corazón a Jesús y cuéntale tu historia. No quiero generalizar” ( Es Cristo que pasa, n. 1). Véase especialmente su meditación “En las manos de Dios”: En diálogo con el Señor, Cetro 2018, nn. 125-131.
[28] San Josemaría, Carta, 9 enero 1932, n. 9: citado en Fernando Ocáriz, El Opus Dei en la Iglesia, Four Courts Press y Sceptre Publishers, 1994, 86.
[29] Sobre la variedad, naturaleza y contenido de estos documentos denominados “Instrucciones”, véase Luis Cano, Instrucciones (obra inédita), en Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, Monte Carmelo 2013, 650-655; José Luis Illanes, “ Obra escrita y predicación de san Josemaría Escrivá de Balaguer ”, Studia et Documenta 3 (2009), 203-276, sobre las Instrucciones en concreto, 217-220 y 257-258.
[30] Véase San Josemaría, Instrucción para la obra de San Rafael , 9 de enero de 1935, nn. 65-66.
[31] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 27
[32] Véase San Josemaría, Instrucción sobre el modo de hacer proselitismo, 1 de abril de 1934, n. 3. La palabra “proselitismo” se deriva de “prosélito”, que en la Biblia se refiere a alguien que, viniendo de otro pueblo, estaba preparado para aceptar la fe judía. La Iglesia tomó esta palabra analógicamente. San Justino, por ejemplo, hablaba de “proselitismo” para referirse a la misión apostólica de los cristianos, dirigida a todo el mundo (ver Mc16:15). Muchos autores espirituales, entre ellos San Josemaría, han utilizado el término “proselitismo” en este sentido, como sinónimo de apostolado o evangelización: una labor caracterizada, entre otras cosas, por un profundo respeto a la libertad, en contraste con el significado negativo que esta palabra ha tomado fuerza en los últimos años. San Josemaría utilizó la palabra “proselitismo” en el sentido de una propuesta o invitación con la que los cristianos comparten la llamada de Cristo con sus compañeros y amigos, y abren ante ellos el horizonte de su Amor.
[33] En la misma Instrucción citada en la nota anterior, san Josemaría recordaba que, en los primeros años de la labor apostólica del Opus Dei, era costumbre «no hablar de la Obra a nadie, sin considerarlo lentamente en la oración». ” (n. 11), pedir, “con oración y sacrificio, por abundante gracia del Cielo” (n. 12), y orar al ángel de la guarda de la persona (n. 13).
[34] Instrucción para la obra de San Miguel, 8 de diciembre de 1941.
[35] Véase Ibíd. , No. 2.
[36] Véase Ibíd. , No. 19
[37] Véase Ibíd. , núms. 6-7.
[38] Ibíd. , No. dieciséis.
[39] San Josemaría entendió siempre la vocación en términos de libertad: la libertad de la persona, que configura verdaderamente su vocación y su historia, tanto personal como colectiva. Tenemos que tener en cuenta que es realmente Dios quien llama. La elección implica aceptar el don de Dios. La libertad es la respuesta por amor a una llamada que es expresión del amor de Dios. Llamada y respuesta dan lugar a un proceso de gracia y libertad que configura la vida de todo ser humano. La dificultad del tema radica en el concepto de libertad que hemos recibido desde la época moderna. La libertad como autonomía absoluta de la voluntad tiene sus raíces en Lutero (autonomía de creencia), Kant (autonomía de pensamiento) y Marx (autonomía de acción). Esta visión de la libertad parte del ideal emancipatorio que nace con la Modernidad y que se puede resumir en la pretensión de hacerse a sí mismo exclusivamente con las propias fuerzas, sin depender de nada ni de nadie (ver Joseph Ratzinger, en Truth and Tolerance, Ignatius Press : San Francisco 2004; Romano Guardini, Mundo y persona. Ensayos para una teoría cristiana del hombre, Madrid, Ediciones Encuentro, 2014, pp. 15-43). En la versión más extrema de esta concepción, la libertad, para ser real, debe enfrentarse a Dios, rechazarlo o incluso “matarlo”, como dirá Nietzsche. Sólo sin Dios se puede ser libre, piensan. Es difícil para alguien con esta falsa idea de libertad comprender el significado de la libertad que los santos intuyen en su plenitud: la vocación de cada uno es la vocación a la libertad, a la verdadera libertad de los hijos de Dios, por la que Cristo ha liberanos. Hay plena armonía entre la libertad y la gracia, no oposición; hay plena armonía entre la libertad de la persona y el plan de salvación libremente querido por Dios. La única oposición proviene del pecado que nos esclaviza. Esta relación tan directa entre verdad, libertad y filiación divina se puede ver en la homilía de san Josemaría “La libertad, don de Dios”, en Amigos de Dios , nn. 26-27.
[40] Esta fue la respuesta de San Josemaría a la pregunta: ¿Cómo podemos estar seguros de que nuestra vocación es tal o cual? Apuntes de una tertulia familiar, 26 de mayo de 1974: tomado de José Luis Soria, Maestro de buen humor, Rialp, Madrid 1994, p. 85.
[41] Después de orar y hacer orar, se plantea el tema “como algo posible, como hipótesis, la necesidad del apostolado que estamos realizando” ( Instrucción sobre el modo de hacer proselitismo , n. 15).
[42] San Josemaría, Carta del 24 de octubre de 1942, n. 9; citado en Guillaume Derville, “ Proselitismo”, en Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, Monte Carmelo 2013, 1030.
[43] Véase San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, n. 177. Para una descripción más detallada: Juan Batista Torelló, Psicología y vida espiritual, Rialp 2008, 179-205.
[44] Por ejemplo, san Josemaría aconsejaba a algunos jóvenes que se planteaban una vocación al Opus Dei que rezaran al Espíritu Santo durante tres días, pidiendo luz: cf. José Luis González Gullón, DYA, Rialp 2016, 95-96.
[45] Entre otros, véase Enrique de la Lama, La vocación sacerdotal , Palabra 1994; Luis María García Domínguez, Discernir la llamada: la valoración vocacional , San Pablo 2008; Juan Carlos Martos, Abrir el corazón: animación vocacional en tiempos difíciles y formidables , Publicaciones Claretianas, DL 2007.
[46] Instrucción sobre el modo de hacer proselitismo, núm. 20
[47] Véase Ibíd. , No. 21
[48] Ibíd. , No. 23..
[49] “Opto por Dios porque quiero, libremente, sin compulsión de ningún tipo. Y me comprometo a servir, a convertir toda mi vida en un medio para servir a los demás, por amor a mi Señor Jesús”. (San Josemaría, Amigos de Dios, n. 35)
[50] San Josemaría, Carta del 8 de agosto de 1956, n. 38, citado en Guillaume Derville, Dirección espiritual, en Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, Monte Carmelo 2013, 343.
[51] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 99
[52] En la Instrucción sobre el modo de hacer proselitismo, San Josemaría trata algunos ejemplos relacionados con la rectitud de intención de una persona, y ofrece algunos juicios prácticos basados en la experiencia personal y la psicología de la vida espiritual: nn. 44, 46, 50, 54-61.
[53] Un ejemplo de cómo San Josemaría reconocía una variedad de caminos, todos con sentido vocacional, se puede ver en los talleres de varios días que organizaba para una serie de jóvenes que pensaba que podían tener vocación al Trabajo en la estado matrimonial. Algunos descubrieron su vocación al Opus Dei en el matrimonio, otros en el celibato apostólico. Véase Luis Cano, “ Los primeros supernumerarios. La convivencia de 1948 ”, Studia et Documenta 12 (2018), 251-302.
[54] Véase Wenceslao Vial, “ Psicología y celibato ”, Scripta Theologica 50 (2018), 139-166.
[55] San Josemaría también explicaba así la vocación de los fieles laicos, tanto en el matrimonio como en el celibato: cf. Conversaciones, n. 92.
[56] Véase Instrucción sobre el modo de hacer proselitismo , núms. 63-64.
[57] Ibíd., n. 66: en Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei I, Cetro 2001, 444.
[58] San Josemaría, Surco, n. 9.
[59] “La decisión debe probarse en los hechos con vistas a su confirmación. El tiempo es esencial para verificar la orientación efectiva de la decisión tomada”. Sínodo de los Obispos, Documento preparatorio de la XV Asamblea General Ordinaria “Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional”, 13 de enero de 2017.
[60] Cfr . Estatutos de la Prelatura de la Santa Cruz y del Opus Dei , nn. 17-27. Una traducción al español de este documento está disponible en https://opusdei.org/es/article... .
[61] “Nuestra vocación nos revela el sentido de nuestra existencia. Significa estar convencidos, por la fe, del porqué de nuestra vida en la tierra. Nuestra vida, presente, pasada y futura, adquiere una nueva dimensión, una profundidad que antes no percibíamos. Todos los acontecimientos y acontecimientos se sitúan ahora en su verdadera perspectiva: comprendemos hacia dónde nos conduce Dios y nos sentimos llevados por esta tarea que se nos ha confiado”. ( Es Cristo que pasa, n. 45)
[62] San Josemaría, Carta, 9 enero 1932, n. 9; citado en Fernando Ocáriz, El Opus Dei en la Iglesia , Four Courts Press 1994, p. 86. Estas palabras se refieren a la vocación específica al Opus Dei, pero se aplican a toda vocación a la santidad en la vida ordinaria.
[63] “Puedes seguir preguntando: '¿Quién soy?' por el resto de sus vidas. Pero la verdadera pregunta es: '¿Para quién soy yo?' Por supuesto, usted es para Dios. Pero ha decidido que tú también lo seas para los demás, y te ha dado muchas cualidades, inclinaciones, dones y carismas que no son para ti, sino para compartir con los que te rodean”. (Papa Francisco , Exhortación Apostólica, Christus vivit, n. 286)
Eduardo López Azpitarte
1. “Nos rescató de la maldición de la ley” (Ga 3,13)
El evangelio de la libertad, que san Pablo no dejó de proclamar, como hemos visto en otro artículo de este número, provocó un verdadero escándalo para los judíos piadosos que leían sus cartas. En el fondo de toda su doctrina, quedaba una impresión que resultaba por completo inaceptable. La ley, que tanta importancia había tenido a lo largo de toda la historia, quedaba completamente marginada, como si hubiera perdido todo su valor.
Jesús aparece en su teología como el gran libertador. Nos ha rescatado de la esclavitud del pecado para que, a pesar de ese misterio de iniquidad que domina a la creación entera, el hombre pueda realizar el bien; nos ha librado de la muerte, sembrando una nueva esperanza que vence y supera la finitud de nuestra existencia; y nos ha dado una última y definitiva victoria, pues él también “nos rescató de la maldición de la ley” (Ga 3, 13). Todo régimen legal ha caducado definitivamente con la venida de Cristo y queda sustituido por otro régimen de relaciones familiares: “... envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, sometido a la Ley para que recibiéramos la condición de hijos” (Ga 4, 4-5). En la economía actual de la salvación no existe nada más que una doble alter- nativa, sin ningún término medio que suavice su radicalismo: o vivir en un régimen de esclavitud que nos somete a la ley –“los que se apoyan en la observancia de la ley llevan encima una maldición” (Ga 3, 10), o seguir a Cristo para liberarnos de esa maldición, pues “si os dejáis llevar por el Espíritu, no estáis bajo la ley” (Ga 5, 18).
Para comprender el rechazo y la incomprensión de este mensaje no hay que olvidar que, desde una perspectiva religiosa, la ley encerraba un valor de extraordinaria importancia y profundidad, pues era la memoria y el recuerdo constante, que resonaba en el corazón del judío piadoso, de un hecho tan asombroso y desconcertante como el de la alianza de Dios con su pueblo elegido. Un gesto inaudito, del que nunca podrá olvidarse, porque formará parte definitivamente de su propia historia y marcará de manera significativa su propia identidad: “¿Y qué nación grande tiene unos mandatos y decretos tan justos como esta ley que yo os promulgo hoy?” (Dt 4, 7).
Es lógico, por tanto, que la ley no despertara ninguna agresividad o rebeldía, sino que se convirtiera en una realidad sagrada, digna de veneración y agradecimiento. Tenía un carácter sacramental, como símbolo de la presencia y cercanía de Iahvé, que nunca abandonaría a los que así había amado. Por eso, cuando en el destierro se encontraban sin Templo, la conservaban como signo inequívoco de su destino histórico. Era una evocación permanente de todas las maravillas que Dios había realizado con ellos [1].
Con razón, según Billerbeck [2], los judíos no experimentaban ninguna dificultad en aplicar a la ley, vivida con toda su riqueza simbólica y espiritual, la afirmación que aparece en el prólogo del evangelio de san Juan, referida al Logos: “En el comienzo existía la ley”. La doctrina del judaísmo rabínico quedaría expresada, con toda su fuerza y estima, en aquella frase del sermón de la montaña: “mientras duren el cielo y la tierra, no dejará de estar vigente ni una i ni una tilde de la ley sin que todo se cumpla” [3]. (Mt 5, 18). Aquí también, la lucha por sentirse liberados de ella destruiría, en este caso, la identidad religiosa del pueblo elegido.
Convertirse al cristianismo suponía renegar de una tradición sagrada en la que el judío había sido educado. Las diversas sectas rivalizaban en su adhesión más incondicional a la ley y no podían comprender que un verdadero israelita se atreviera a defender una doctrina tan contraria a esta observancia religiosa. La reacción del pueblo, frente a un movimiento que rompía su propia identidad histórica, resulta bastante comprensible. Y no resulta extraño que, desde entonces, la misma literatura rabínica no haga ninguna mención de Pablo o lo considere como un auténtico hereje y cismático [4]. No en vano, su pensamiento chocaba de frente contra uno de los puntos básicos en la teología de aquel tiempo.
2. “A fin de salvaguardar para vosotros la verdad del Evangelio” (Ga 2, 5)
A pesar de ello, podemos catalogar su postura de intransigente, pues se trataba de un punto donde no cabían concesiones de ningún tipo, ni benévolas tolerancias, si quería defender lo más específico de la experiencia cristiana. El cariño y la comprensión no debían disimular lo más mínimo un aspecto tan importante de la fe. El episodio de Antioquía revela esa actitud inquebrantable frente a la conducta más ambigua del mismo Pedro, que no tuvo el suficiente valor para enfrentarse a los partidarios de la circuncisión. No podía tolerar que algunos falsos hermanos, como intrusos, quisieran privar de esa libertad a los cristianos para esclavizarlos de nuevo con el yugo de la ley: “ni por un instante cedimos, sometiéndonos, a fin de salvaguardar para vosotros la verdad del Evangelio” (Ga 2, 5) [5]. Es una doctrina que siempre va a mantener con una coherencia absoluta.
Que la doctrina paulina sobre la libertad de la ley fue captada con todo su radicalismo se deduce de los intentos que, desde el comienzo, existieron por suavizar su pensamiento. No sólo hubo copistas bien intencionados que, por su cuenta y riesgo, quisieron limar las afirmaciones que juzgaron exageradas [6], sino que, hasta en épocas recientes, se han ofrecido interpretaciones que desvirtúan su auténtica originalidad y fuerza.
Para algunos, el término ley, haría referencia exclusiva a todo el conjunto de prescripciones, ritos y observancias, propias del Antiguo Testamento, que perdieron definitivamente su validez con la venida de Cristo. Un mundo de preceptos y normativas secundarias que fue eliminado por la superioridad y plenitud del evangelio. Su vigencia no tendría ya ningún sentido, en la nueva economía de la salvación.
La explicación resulta, a primera vista, coherente y comprensible, pero no hubiera levantado tanta oposición si el objetivo de esta libertad hubiera sido sólo la eliminación de unos cuantos preceptos, aunque alguno de ellos fuera tan estimado y tradicional como el de la circuncisión. Además, las afirmaciones del mismo san Pablo no permiten esta interpretación poco objetiva. Cuando les dice a los cristianos que “ya no estáis en régimen de ley” (Rm 6, 14) o que “os hicieron morir a la ley” (Rm 7, 4) no se refiere exclusivamente a la ley judía ya caducada, sino que lo aplica también, y de una manera explícita, a un precepto tomado del Decálogo, como el “no desearás”. Es decir, la maldición y esclavitud de la que Cristo nos ha liberado incluye cualquier tipo de ley, aun la más sagrada y obligatoria [7]
No es tanto su contenido de mayor o menor trascendencia, sino el significado general lo que plantea el problema. Numerosos pasajes demuestran que Pablo emplea el término nomos, con o sin artículo, para designar a la ley como tal, que se caracteriza por ser un mandamiento exterior al hombre (cf. Rm 3, 27.31; Rm 5, 20; Rm 13, 8, etc.). Sus expresiones demuestran que no hace ninguna distinción entre los preceptos intangibles, como el Decálogo, y las otras leyes y preceptos secundarios. La ley es un todo integral que revela la voluntad de Dios sobre los hombres, de la misma manera que para el judío piadoso tampoco cabían distinciones jurídicas entre mandatos más o menos importantes [8]. La observancia constituía siempre la única respuesta posible, pues por muy onerosa y pequeña que fuese, era un motivo de gozo responder con absoluta fidelidad al Dios de la alianza.
La ley para él era el símbolo de toda normativa ética impuesta desde fuera a la persona. El que vive en función de ella no ha penetrado todavía en la esfera de la fe ni se encuentra vivificado por la presencia del Espíritu. Su vida se mantiene todavía en una situación infantil, ya que “la ley fue nuestra niñera, hasta que llegase Cristo” (Ga 3, 23). Por eso el que permanece protegido por ella no será nunca un verdadero hijos de Dios, “porque hijos de Dios son todos y sólo aquellos que se dejan llevar por el Espíritu de Dios” (Rm 8, 14). Tal vez la traducción más exacta de su pensamiento, para comprender el choque que supuso contra la mentalidad de su época, sería afirmar hoy que el cristiano es un persona rescatada por Cristo de la esclavitud de la moral, un ser que vive sin la maldición de esta ley.
3. “Todo me está permitido… pero no todo aprovecha” (1Co 6, 12)
Y es que la aceptación de este mensaje no fue ni ha sido nunca fácil, pues la tentación de acudir a la ley para encontrar en ella la salvación y la seguridad de un guía certero ha sido demasiado frecuente en todos los tiempos. Si sus afirmaciones admitieran una interpretación reductora y suavizada, no habrían sido motivo de escándalo, ni provocado tanta crítica y discusión.
Ya sé que su pensamiento puede resultarnos aún demasiado desconcertante, y prestarse a múltiples equívocos y falsas interpretaciones. De hecho, el mismo san Pablo tuvo que luchar y corregir ciertas conclusiones equivocadas, que algunos pretendieron deducir de esta enseñanza. El “todo me está permitido” (1Co 6, 12) podía servir de justificación para comportamientos inaceptables, como si el sentirse liberado de la ley se convirtiera en un camino de inmoralidad, que justificara la gula y la lujuria. Y el desenfreno no es la meta de esta liberación, pues aunque “todo me esté permitido, pero yo no me dejaré dominar por nada” (ib.). Otros muchos, amantes y defensores de la ley, querían conservar, por el contrario, la fidelidad más absoluta a las tradiciones de sus mayores, y ya sabemos con qué energías se opuso a las prácticas judaizantes que empezaron a introducirse dentro, incluso, de las comunidades cristianas.
Entre estos extremismos radicales, no faltaban quienes confundían el mensaje de la libertad con un cambio sociológico, que los convirtiera en ciudadanos libres para escapar de su condición de siervos esclavizados (1Co 7, 21-24) [9], o se apoyaban en él para actuar sin ninguna discreción, olvidando el bien de los otros (1Co 8, 9). Pablo no era un iluminado ingenuo [10], que desconoce la situación del hombre pecador, ni tan realista y apegado a la condición humana que le impidiera abrirse a otros horizontes. La esencia de su pensamiento nos hará comprender cómo su enseñanza continúa siendo aplicable a nuestra situación actual.
4. “¡Habéis sido bien comprados!” (1Co 6, 20)
Sabemos que en la antigüedad existían grandes mercados de esclavos universalmente conocidos por el prestigio de su organización. Allí estaban los vendedores para ofrecer su mercancía y los que necesitaban de esclavos para ponerlos a su servicio, intentando cada uno obtener las mejores condiciones. Con la compra quedaban en propiedad exclusiva de quien sería en adelante su único dueño y señor. Sin embargo, no eran raros los casos de liberación por filantropía y recompensa. Al que había sido comprado se le entregaba después el título de hombre libre, que lo colocaba para el futuro en un nivel social diferente. Ya no sería nunca más esclavo y gozaría de los derechos y prerrogativas de los demás ciudadanos. Algunos, no obstante, como respuesta y agradecimiento a esta generosidad, permanecían voluntariamente al servicio del templo o de su señor, pero no ya como esclavos, sometidos a la fuerza, sino como personas jurídicamente libres que desean entregarse a esa tarea [11].
En este contexto, Cristo aparece también como el gran mecenas que, después de pagar el precio del rescate – “no os pertenecéis, ¡habéis sido bien comprados!”(1Co 6, 20)- nos libera del pecado, de la ley y de la muerte, y nos otorga la más absoluta libertad de cualquier esclavitud. Como signo de amor y agradecimiento, el cristiano se convierte, por su propia voluntad, en el esclavo del Señor. Una dinámica distinta -la que nace de su condición de ser libre- es la que orientará en adelante su conducta. Sirve a Dios porque quiere, porque está lleno de cariño y desea responder al que tanto le ha amado con anterioridad. De la misma manera que un individuo podía, mediante un contrato especial, enajenar su libertad en beneficio de un amo o patrono a quien se obliga a servir, el rescatado vive bajo la fuerza del Espíritu, sin que ninguna norma exterior le coaccione desde fuera, porque “el amor de Dios nos apremia” (2Co 5, 15). La conducta será ya una respuesta de cariño agradecido, pero conscientes de que todo lo esperamos de su gracia.
La libertad cristiana alcanza así su densidad más profunda. Vivir sin ley significa sólo que la filiación divina produce un dinamismo diferente, que orienta la conducta no con la normativa de la ley, sino por la exigencia de un amor que radicaliza todavía más el propio comportamiento. Para el cristiano, vivificado por el Espíritu e impulsado por la gracia interna, no existe ninguna norma exterior que le coaccione o impongan desde fuera y ante la que se sienta molesto. Colocar de nuevo a la ley en el centro de su interés significaría la vuelta a un estadio primitivo e infantil, pues “hemos quedado emancipados de la ley, muertos a aquello que nos tenía aprisionados, de modo que sirvamos según un espíritu nuevo y no según un código anticuado” (Rm 7, 6).
Esta doctrina no implica ningún desprecio o marginación de la ley dentro de la vida cristiana. No se necesita ser muy psicólogo para comprender la importancia de una normativa que regule las pulsiones humanas. El principio de la realidad, que determina y canaliza, es una exigencia para moderar nuestras pulsiones que intentan simplemente su satisfacción inmediata. No hay ninguna posibilidad educativa que no acepte la importancia de la norma, como un dique que evita la búsqueda prioritaria del placer y de la gratificación.
La ley tiene, además, un función importante para la regulación de la vida social. El ser humano no vive como un ser solitario en el desierto. Su conducta debe tener en cuenta los derechos y obligaciones de cada uno para que sean posibles la convivencia social y el respeto mutuo. Cualquier persona sensata aceptará con gusto esta función, aunque limite algunas de sus posibilidades. Una renuncia imprescindible que debe regular las relaciones en cualquier tipo de comunidad.
Como tampoco existe ninguna duda de que la ley, cuando encarna auténticos valores humanos, constituye para el creyente una manifestación también de la voluntad de Dios. No es extraño, por tanto, que este aprecio de la ley se haya mantenido en la espiritualidad cristiana. Si la moral nos enseña no solo a realizarnos como personas, sino a responder también a la voluntad de Dios, lo más importante para el creyente es descubrir esa llamada y hacerse dócil y obediente a esa invitación. La ley se mantenía de esa manera como la señal más universal y explícita de su querer, y el camino más corto para conocer sus designios sobre cada persona.
5. “Nadie será justificado ante Él por las obras de la ley” (Rm 3, 20)
Sin embargo, no es posible olvidar tampoco los peligros latentes de este plantea- miento legalista, ni los límites inevitables que contiene. El mismo san Pablo lo apunta en diferentes ocasiones, muy consciente de los peligros que encierra.
Si hay algo claro en toda la tradición bíblica, pero que él va subrayar, si cabe, con una fuerza mayor, es que la salvación y todos los dones que nos vienen de arriba son un regalo gratuito que nos viene de Dios. Él toma la iniciativa de ofrecernos su cercanía y amistad. Y para ello, la condición primera es tomar conciencia de nuestra incapacidad para conseguir su gracia y amistad. Ser cristiano supone la experiencia íntima de sentirse cogido por Dios, de que una fuerza, más allá de nuestras posibilidades, nos ha situado a un nivel radicalmente distinto, en el que los méritos personales no constituyen ningún derecho. La fe no es el apéndice final de lo humano, como una especie de premio a nuestro buen comportamiento, sino que supone la ruptura de todo esfuerzo personal. Jesús vino para darnos la gran noticia: el ofrecimiento hecho por Dios al ser humano para vivir en amistad con Él. La única condición es permanecer abiertos al don y a la gracia, aceptando nuestra incapacidad de merecerla [12].
El peligro de una moral legalista es que provoca el falso convencimiento de que una vida, cumplidora de todos los preceptos y exigencias, lleva inevitablemente al encuentro y a la amistad con Dios. Un deseo de la propia perfección, para ir alcanzando todas las virtudes, superar las incoherencias y debilidades de cualquier tipo, provoca en la conciencia una dosis de autosatisfacción, más o menos explícita, que la hace poco a poco insensible a la gracia, hasta olvidar su condición de pobreza e indigencia absoluta frente al don de Dios. Y una conciencia autosuficiente nunca llegará a sentir de verdad -o a lo más, sólo con la cabeza y con las puras ideas- la necesidad de una presencia salvadora.
De esta forma, el individuo perfecto se hace plenamente incompatible con Dios, pues sus propias virtudes tienen el peligro de convertirse en una barrera que lo separe del amor gratuito y misericordioso. Desde el fondo de su corazón brota, la mayoría de las veces de forma imperceptible, aquella oración farisaica que imposibilita la justificación auténtica y verdadera: “Dios mío, te doy gracias de no ser como los demás” (Lc 18, 11) [13]. El cristiano se vuelve así impermeable a la salvación y la moral se convierte en un obstáculo para la gracia.
El peligro de la conducta farisaica no nace directa y primariamente de la religión, sino que hunde sus raíces en nuestras experiencias infantiles más primitivas. Desde pequeños aprendimos que la obediencia y la buena conducta consiguen el premio deseado: el cariño de los padres, la estima de los que nos rodean, la alegría y tranquilidad de la propia conciencia. Estamos, por tanto, acostumbrados a recibir el premio del amor como fruto del buen comportamiento. La recompensa se merece con el esfuerzo y los méritos acumulados. Por eso el rechazo y la condena son también merecidos, cuando no se actúa de acuerdo con las normas exigidas. El bueno y obediente puede exigir lo que se merece, mientras que para el perverso e insumiso no queda otra alternativa que el justo castigo y la condena.
Es muy fácil que estas vivencias, en las que nos han educado y que integramos en nuestro psiquismo con toda naturalidad, se hagan presentes también en nuestras relaciones con Dios. Cuando por la obediencia a la ley y con el esfuerzo de las buenas obras se cree merecer el beneplácito de Dios y su amistad o, por el contrario, cuando se considera imposible, por la mala conducta, que Él nos ame sin méritos de nuestra parte, brota de inmediato el fariseísmo.
6. “Por gracia habéis sido salvados” (Ef 2, 5)
No sabemos con certeza quiénes eran estos personajes, pero algunos datos se deducen con claridad del evangelio. El fariseo, como su misma etimología expresa, se considera un separado, alguien muy diferente a los demás, que por su observancia fiel de la ley y de las tradiciones pertenecía a una especie de aristocracia espiritual, por encima de la vulgaridad y perversión de la masa [14]. Su piedad y obediencia atraía la cercanía y salvación de Dios, de la que no podían gozar los publicanos y gente de mal vivir.
Sin embargo, tanto la doctrina de Jesús como su praxis muestran una teología en manifiesta contradicción con estos esquemas de la cultura religiosa del judaísmo. Los doctores de la ley y los escribas eran los grandes defensores del sistema. Contra ellos van dirigidas las críticas más fuertes del Evangelio. Es comprensible, por tanto, que se sintieran desconcertados y condenaran como demonio y embaucador a una persona que se apartaba por completo de su espiritualidad y actuaba con otros criterios muy diferentes. Se acercaba a todos los pecadores para ofrecerles su perdón y amistad sin ningún requisito previo; comía y se dejaba tocar por ellos, hasta el punto que el cariño de Dios no aparece nunca como premio a la virtud. A los únicos que margina y abandona es precisamente a los fariseos, no porque se niegue a su encuentro, sino porque el mismo fariseo se cierra e incapacita a este don, desde el momento que lo considera como un merecimiento y no como una gracia.
La doctrina de Jesús está en plena coherencia con su práctica. La parábola del publicano y del fariseo (Lc 18, 9-14), la del hijo pródigo (Lc 15, 11-32), la de los jornaleros enviados a la viña (Mt 20, 1-16) -por citar sólo los textos más conocidos y simbólicos- denuncian siempre la misma actitud de fondo. Nos sigue pareciendo incomprensible que el bueno no alcance la justificación; nos indignamos de que se celebre una fiesta por el hijo que se ha gastado los bienes con malas mujeres y no haya habido ningún premio para el que siempre permaneció en su casa, dócil y obediente; y todavía consideramos como una injusticia que nos revela el hecho de pagar con el mismo salario a los que han trabajado sólo una hora que a los que cargaron con el peso del día y del bochorno [15]. Y es que en este campo las ecuaciones humanas no tienen nada que ver con las matemáticas de Dios.
Que la salvación se haya realizado por el pleno fracaso de Cristo será siempre un misterio incomprensible, pero cabría un intento de explicación humana por este camino. El Padre no es un sádico que se goce en el sufrimiento o desamparo de su Hijo, ni pretende reparar la ofensa del pecado con la sangre y el dolor de una víctima inocente [16], sino que ha querido simbolizar de forma impresionante y llamativa esta misma enseñanza: la salvación se realiza allí donde lo humano ha perdido toda su capacidad y autosuficiencia. Es la confesión más solemne de que no es el poder humano, del tipo que sea, el que salva y justifica, sino la gratuidad asombrosa de su amor.
La moral corre, pues, el peligro de ofrecer, como ideal de perfección, un esteticismo virtuoso, que deseamos alcanzar con un gasto enorme de energías. La meta se pone en superar cualquier deficiencia que impida ese objetivo, para sentirnos en el fondo satisfechos de cumplir con tal obligación, pero sin tener en cuenta que lo que vale es la plenitud de una entrega amorosa, a pesar y por encima de las propias limitaciones. Y es que a fuerza de ser buenos y de tener tantas virtudes, nace el riesgo de caer insensiblemente en un narcisismo farisaico.
La experiencia de Pablo, que necesita quitarse el dardo clavado en su carne, es la reacción humana frente a aquello que, por uno u otro motivo, se considera un obstáculo para el encuentro con Dios (Cfr. 2Co 12, 7-10) [17]. Su petición insistente no encuentra la respuesta deseada pero, en cambio, va a comprender en la oración una verdad que tampoco había asimilado: la fuerza de Dios pone su tienda en la debilidad e impotencia del ser humano. La reacción, entonces, se hace consecuente. Alegrarse en la propia incapacidad y limitaciones es la única forma de sentirse potente. “Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mi la fuerza de Cristo” (2Co 12, 9). El Espíritu nos da una visión muy distinta, que nos libera del apego a la misma perfección. Desde esta perspectiva, no creo exagerado afirmar que uno comienza a ser cristiano, a partir del momento en que abandona las ganas de ser perfecto, pues el empeño por alcanzar un esteticismo narcisista elimina por completo la experiencia de la gratuidad. Es una forma muy frecuente de crear una coraza que incapacita para recibir el don.
7. “Comprended cuál es la voluntad del Señor” (Ef 5, 17)
Es el objetivo principal del cristiano: quedar siempre abierto a la voluntad de Dios para escuchar y seguir con diligencia su llamada. Pero es un error lamentable creer que en la ley se puede encontrar la respuesta completa y adecuada. Sus exigencias afectan siempre a todos los miembros de una sociedad, aunque está incapacitada para descubrir al cristiano aquellas otras demandas mucho más personales. Existe, en efecto, una zona íntima y exclusiva de cada persona, donde las normas universales no tienen ni pueden tener cabida. Se trata de una esfera de la vida moral y religiosa que por, el hecho de no estar reglamentada, no queda tampoco bajo el dominio del capricho, ni de una libertad absoluta. Dios es el único que puede penetrar hasta el fondo de esa intimidad, cerrada a cualquier otro imperativo, para hacer sentir su llamada de manera personal, exclusiva e irrepetible.
Incluso el núcleo más íntimo de cada persona queda siempre sometido a su querer, pues sería absurdo e inadmisible que Él no pudiera dirigirse a cada uno nada más que como miembro de una comunidad, y no de una forma única y personalísima. La distinción clásica entre preceptos y consejos estaba imbuida de esta mentalidad [18]. Si los primeros eran obligatorios, estos últimos no constituían ninguna obligación, ya que no se imponen a todos los creyentes. Como si su palabra no tuviese la fuerza suficiente para obligar a un cristiano, cuando le sale al encuentro en cualquier circunstancia de la vida.
Es san Pablo, sobre todo, quien otorga al discernimiento una importancia decisiva en la vida ordinaria de cada cristiano. La expresión “lo que agrada al Señor”, tan constante y repetida en sus escritos, se encuentra siempre relacionada con este discernimiento personal. No se trata de ver cómo se aplica una norma a las situaciones particulares, o de interpretar su contenido en función de las circunstancias, sino de enfrentarse con el querer de Dios para descubrir lo que me exige de una forma muy particularizada, más allá de las obligaciones generales. De ahí el interés que reviste el término dokimasein en orden a conocer su voluntad, como el único camino válido y acertado.
No resulta extraño, por ello, que cuando se busca una caracterización en la fisonomía del adulto espiritual a diferencia de los rasgos específicos del niño, se nos dé precisamente este signo: “tienen las facultadas ejercitadas en el discernimiento del bien y del mal” (Hb 5, 14). Esto último sería suficiente para fijar, al menos en teoría, dónde se encuentra el ideal de la vida cristiana y superar ese miedo, más o menos latente, a que los cristianos caminen por ese sendero. Muchos creen todavía que la mejor manera de educar en la fe es mantenerlos en un estado de infantilismo espiritual permanente, arropados por la ley y la autoridad, sin ninguna capacidad de discernimiento. La afirmación bíblica es demasiado clara, cuando considera como niños a los que no tienen este juicio moral (Cf. Hb 5, 13).
8. “Que vuestro amor siga creciendo… en discernimiento” (Ef 1, 9)
El único peligro que existe es caer en un subjetivismo engañoso para acomodar la voluntad de Dios a la nuestra y guiar la conducta en función de nuestros propios intereses. El sujeto que discierne no es un absoluto incondicionado, sino que se encuentra ya con una serie de influencias, que escapan de ordinario a su voluntad. Nunca se sitúa de una forma neutra ante sus decisiones, pues ya está afectado por una serie de factores diversos que dificultad una decisión objetiva. Sin embargo, siempre que se habla de discernir, los textos paulinos manifiestan la urgencia y necesidad de una transformación profunda en el interior de la persona. La inteligencia y el corazón, como las facultades más específicas del ser humano, requieren un cambio radical, que las coloca en un nivel diferente al anterior y les posibilita un conocimiento y una sensibilidad que han dejado de ser simplemente humanas. Se trata ahora de conocer y amar, de alguna manera, con los ojos y el corazón de Dios [19].
Por eso, su oración por los filipenses tiene un objetivo muy concreto: “que vuestro amor crezca más y más”, pues la consecuencia de esa cariño será un crecimiento posterior en el conocimiento y sensibilidad necesaria “para que podáis aquilatar lo mejor” (Flp 1, 9-11). El amor ejerce una función iluminante sobre la inteligencia (epígnosis) que posibilita un conocimiento más pleno y profundo y, al mismo tiempo, un afinamiento exquisito de la percepción espiritual (aiscesis), en el sentido moral práctico. El judío intentaba acertar con lo mejor, valiéndose de la ley como norma orientadora, pero ese camino era falso y engañoso. El apoyo que en ella buscaba sólo le sirvió para convertirse en “guía de ciegos, luz de los que andan en tinieblas, educador de ignorantes, maestro de niños, porque posees en la ley la expresión misma de la ciencia y de la verdad” (Rm 2,19-20). El cristiano utiliza otra metodología en la búsqueda del bien, cuando se siente renovado por dentro y el amor sustituye al antiguo régimen legal.
Esto significa que el discernimiento tiene que ver muy poco con la democracia. Ésta será la forma menos mala de gobernar una sociedad, pero la presencia del Espíritu, su invitación y su palabra no se detecta siempre allí donde vota la mitad más uno. Como tampoco está presente en los responsables de la Iglesia por el simple hecho de estar constituidos en autoridad, ni en los hombres de ciencia por mucha teología que dominen. Cuando se trata de discernir son otras las categorías que entran en juego. A Dios lo captan fundamentalmente los que se encuentran comprometidos e identifica- dos con Él, los que han asimilado con plenitud los valores y las perspectivas evangélicas.
9. “La ley ha sido vuestro pedagogo” (Ga 3, 24)
Si todo lo que hemos dicho es cierto, la moral, como conjunto de normas y leyes, debería representar para los cristianos un papel bastante más secundario y accidental de lo que ha significado para muchos. San Pablo utiliza una metáfora que todavía conserva una riqueza y expresividad extraordinaria. La ley ha ejercido la función de pedagogo, como un maestro que orienta y facilita la educación de las personas, hasta la llegada de Cristo (Ga 3, 24). Ella nos abrió la senda que nos conduce hacia el Salvador, por un mecanismo del que todos hemos sido conscientes.
La única condición para recibir la gracia, como hemos dicho antes, es experimentar la urgencia de sentirse salvado por una fuerza trascendente. En la medida en que la persona capta su pobreza, indigencia e incapacidad, buscará fuera la salvación que ella no puede conseguir. Ahora bien, “la ley no da sino el conocimiento del pecado” (Rm 3, 20). Al confrontarnos con ella, aunque su cumplimiento no justifique, se comprende el margen de impotencia y limitación que cada uno descubre en su interior y que no puede superar por sí mismo, pues “aunque quiera hacer el bien es el mal el que se presenta” (Rm 7, 21). Esta dolorosa sensación que la moral nos revela despierta un grito de esperanza: “¿Quién me librará de este ser mío, instrumento de muerte? Pero ¡cuántas gracias le doy a Dios por Jesucristo nuestro Señor!”, quien “lo que resultaba imposible a la Ley... lo ha hecho” (Rm 7, 24 y Rm 8, 3). A través del fracaso, experimentado por la inobservancia de la ley, se ha descubierto la necesidad de un Salvador. Se reconoce la propia indigencia que nos abre a la posibilidad de una gracia.
El régimen legal, que debería ser sólo una etapa pasajera e introductoria, no debe convertirse en algo absoluto y definitivo. Si en lugar de preparar al cristiano para una libertad adulta y responsable se prefiere seguir manteniéndolo en un estado infantil
-con la ley, como una niñera que no se aparte de su lado-, la crítica que aparece en la carta a los hebreos tendrá en nuestro ambiente una perfecta aplicación: “Cierto, con el tiempo que lleváis, deberíais ya ser maestros y, en cambio, necesitáis que os enseñe de nuevo los rudimentos de los primeros oráculos de Dios; habéis vuelto a necesitar leche, en vez de alimento sólido; y claro, los que toman leche están faltos de juicio moral, porque son niños” (Hb 5, 13).
Incluso para los justos, la moral puede servir como termómetro para medir el grado de nuestra vivificación interior. La afirmación de Pablo no deja lugar a dudas: “Si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley” (Ga 5, 18). Es decir, cuando existe una tensión interna, espiritual y dinámica no se requiere ninguna reglamentación. Desde dentro surge, como una necesidad espontánea, la inclinación a realizar lo que es bueno y está mandado. El precepto nace como una llamada externa para recordar lo que ya se está olvidando en el interior En este sentido puede afirmarse con toda propiedad que ninguna ley o código ético “ha sido instituida para la gente honrada; está para los criminales e insubordinados, para los impíos y pecadores... y para todos los demás que se opongan a la sana enseñanza del Evangelio” (1Tm 1, 9-11).
El día que la exigencia interior decaiga en el justo, la ley vendrá a recordarle que ya no se siente animado por el Espíritu. Desde fuera oirá la misma invitación, pero que ya no resuena por dentro. Es más, cuando la coacción externa de la ley se experimente con demasiada fuerza, cuando resulte excesivamente doloroso su cumplimiento, será un síntoma claro de que nuestra tensión pneumática ha sufrido un descenso progresivo. Si la ley se vivencia como una carga molesta, como una forma de esclavitud, habría que tener una cierta nostalgia, pues “donde hay Espíritu del Señor, hay libertad” (2Co 3, 18). La moral, de esta forma, no sólo nos ayuda a sentirnos salvados por Cristo, sino que descubre a cada uno la altura de su nivel espiritual.
Finalmente tampoco se debe olvidar que nuestra libertad, como nuestra salvación, se mantiene en un estado imperfecto, sin haber alcanzado la plenitud, pues sólo tenemos la primicia (cf. Rm 8, 23) y la garantía (cf. 2Co 1, 22) de la liberación definitiva. En este estado, la norma objetiva ayudará a discernir sin equívocos posibles las obras de la carne y los frutos del Espíritu, a no confundir las inclinaciones y apetencias humanas con la llamada de Dios. El que peregrina todavía por el mundo está todavía sujeto a sus engaños y mentiras, y su libertad, por ello, es demasiado frágil e imperfecta. Tener delante unas pautas de orientación con las que poder confrontar la conducta es un recurso prudente y necesario. En aquellas ocasiones, sobre todo cuando la complejidad del problema y la falta de conocimiento impiden una valoración más personal, las normas iluminan, dentro de sus posibilidades, el camino más conveniente. Pero nunca deberían ocupar el puesto de privilegio que tantas veces se les ha otorgado.
Caminar hacia esta libertad y discernimiento, donde le papel de la ley y de la moral tiene que ser más secundario de lo que todavía se estila en la vida cristiana, es una larga tarea a proseguir que aún nos queda por delante. Para lo que no quieran avanzar por este camino, san Pablo les recuerda lo que manifestaba a los gálatas, que no querían vivir como hijos de Dios, sino sometidos a la ley de la que Jesús los había liberado: “Queréis ser sus esclavos otra vez como antes” (Ga 4, 10)
Eduardo López Azpitarte, dialnet.unirioja.es/
Notas:
1 Sobre el sentido profundamente religioso de la ley, puede verse: J. L’Hour, La morale de l’alliance, Ga- balda, Paris 1960; G. Siegwalt, La loi, chemin du salut. Études sur la signification de la loi de l’ancien Testament, Delachaux, Neuchatel 1971; J. Goldstain, Les valeurs de la loi. La Thora, lumière sur la route, Beauchesne, Paris 1980; J. Hervada, “La ley del pueblo de Dios como ley para la libertad”, en Aa.Vv., Dimensiones jurídicas del factor religioso, Universidad, Murcia 1987, 225-238; D. Noquet: “Les ‘dix paroles’ patrimoine universal. Réflexion sur le décalogue dans l’Ancien Testament”: mélanges des Sciences religieuses 60 (2003) 21-33; F. Ramis Darder, “La ley mosaica: norma de comportamiento ético”: Biblia y Fe, 29 (2003) 5-37.
2 L. Strack - P. Billerbeck, Das Evangelium nach markus, Lukas und Johannes und die apostelgeschite,
C.H. Becksche, München 1924 II, 353.
3 Cf. W.D. Davies: El sermón de la montaña, Cristiandad, Madrid 1975, 49-83.
4 Sobre la condena rabínica de san Pablo, cf. diferentes textos y bibliografía en J. M. Arróniz, “Ley y libertad cristiana en san Pablo”: Lumen 33 (1984) 385-411. De la misma manera que tampoco fue bien visto por su oposición a otras autoridades, cf. D. Álvarez Cineira, “Pablo, el antisistema”: Estudios agustinianos 42 (2007) 293-334.
5 Cf. J. Nuñez regodón, El evangelio en antioquía: Gál 2,5-21, entre el incidente antioqueno y la crisis gálata, Universidad Pontificia, Salamanca 2002. A. Casalegno, “A açâo do Espirito Santo na Assembléia de Jerusalem (At 15)”: Perspectiva Teologica 37 (2005) 367-380.
6 S, Lyonnet, Libertad cristiana y ley nueva, Sígueme, Salamanca 1967, 87-91. Aquí resume la oposición abierta o latente que encontró, entre muchos, su evangelio de la libertad. Como poco después afirma (p. 94): “muy pronto copistas bien intencionados intentaron mitigar” algunas de sus afirmaciones que resultaron escandalosas.
7 Así lo explican S. Lyonnet, o. c. (n. 5), 96-104, en contra de algunos exegetas. Lo mismo F. Pastor, La libertad en la carta a los Gálatas, Madrid 1977, en diferentes pasajes de su estudio: “Ha quedado apuntado en varias ocasiones que las fórmulas paulinas sobre la libertad de la ley tienen un tono absoluto y general, que parece desbordar el caso concreto que está tratando”, 231. También H. Schlier, La carta a los gálatas, Sígueme, Salamanca 1975, en su excurso sobre la problemática de la ley en Pablo, 204-218; F. Marín, “Evangelio de la libertad”: Estudios Eclesiásticos 54 (1979) 19-42; J.Comblin, La libertad cristiana, Santander 1979, 38-55. Para los diversos matices en la interpretación, St. Grabska, La liberté chrétienne selon quelques théologiens catholiques contemporains, Louvain 1973.
8 M. D. Hooker, “Christ: The ‘End’ of the ‘Law’” en Neotestamentica et Philonica, Brill, Leiden 2003, 126-146; A. Pitta, “Un conflitto in atto: La legge nella lettera ai Romani”: rivista Biblica 49 (2001) 257-282; St. Romanello, “Cristo’fine’ della Legge” en Aa.Vv., Le Scritture d’israel e la loro normativa secondo il Nuovo Testamento, Glossa, Milano 2006, 91-120; St. Romanello, “Paolo e la legge. Prelogomeni a una riflessione organica”: rivista Biblica 56 (2006) 321-356.
9 La opinión de los comentaristas sobre si san Pablo invita aquí a una nueva libertad espiritual o admite también una liberación civil del estado de esclavitud no es unánime. El texto parece ambiguo y la mayoría se inclinan por el primer sentido. Cf. E. Walter, Primera carta a los corintios, Barcelona 1971, 123-128; O. Kun, Carta a los corintios, Barcelona 1976, 228-230; W. Schrage, Ética del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1987, 285-289. Esta mística de la libertad aparece también con un sentido político en el fanatismo de los zelotes. Cf. J. Leipoldt-W. Grundwann, El mundo del Nuevo Testamento, Madrid 1973, 299-304; J. L. Espinel, “Jesús y los movimientos políticos y sociales de su tiempo. Estado actual de la cuestión”: Ciencia Tomista 113 (1986), 251-284. G. Jossa, i grupi giudaici ai tempi di Gesú, Brescia 2001.
10 M. Gillet, “Vivre sans loi?”: Lumière et Vie, n1 192 (1989), 5-14, cree que la carta a los gálatas, desde un punto de vista psicoanalítico, está marcada con un signo de regresión, como el adolescente que busca su absoluta independencia -la compara al mayo del 68-, ya que la ley del padre es necesaria para el proceso y maduración evolutiva. Me parece una lectura demasiado superficial, pues no tiene en cuenta la ley del amor que radicaliza aún más el principio de realidad.
11 Ver el interesante apéndice sobre “Emancipación jurídica y libertad de gracia”, en C. Spicq, Teología moral del Nuevo Testamento, Pamplona 1973, t. II, 997-942.
12 Es la lucha constante de san Pablo contra los judíos, que buscaban en las obras, en el cumplimiento de la ley, el camino de la salvación. Su carta a los Romanos constituye una denuncia impresionante contra esta tentativa. O. Kurs, Comentario de ratisbona al Nuevo Testamento, Barcelona 1976, VI, 21-176; S. Lyonnet Études sur l’epître aux romains, Roma 1989, especialmente 107-177; S. Grindheim, The Crux of Election: Paul’s Critique of the Jewish Confidence in the Election of israel, Tübingan 2005.
13 Cf. las descripciones sobre el fariseo de D. Von Hildebrand, moral auténtica y sus falsificaciones, Madrid 1960, 31-62. D. Bonhöffer, Ética, Barcelona 1968, 16-26. Una visión más comprensiva en M. Pellentier, Les Pharisiens. Histoire d’un parti meconnu, Paris 1990. E. de Miranda- J. M. Schorr Malca, Farisei nostri maestri. un pregiudicio da superare, Milano 2003.
14 M. A. Fuentes, “Actualidad del fariseísmo como problema moral”: Gladius, n1 15 1989), 29-44.
15 J. Pohier, “¿Predicar en la montaña o cenar con meretrices?”: Concilium, n1 130 (1977), 493-503; J.A. García, “Así es Dios, tan bueno. Parábola al fariseo que habita en nuestro corazón”: Sal Terrae 78 (1990), 133- 147; S. G. Arzubialde, Theologia spiritualis. El camino espiritual del seguimiento a Jesús, Madrid 1989, vol. I, 65-82; A. Aparicio, “¡Sed perfectos!”: Vida religiosa 82 (1997) 174-183; T. Cabestrero, El Dios de los imperfectos. reciclar nuestras vidas en la novedad de Jesús, Madrid 2003.
16 Cf. el interesante libro de F. Varone, El Dios “sádico”. ¿ama Dios el sufrimiento? Santander 1988.
17 E. Fuchs, “La faiblesse, gloire de l’apostolat selon Paul. (Études sur 2Co 10-13)”: Études Théologiques et religieuses, 55 (1980), 231-253; A. Xavier, “Fuerza de la flaqueza. Pastoral de san Pablo en Corinto”: Selecciones de Teología, 25 (1986), 155-159; A. Mieth, “ ‘Ethos’ del fracaso y de la vuelta a empezar. Una perspectiva teológica olvidada”: Concilium, nº 231 (1990), 243-259; A. Cordovilla Pérez, “El poder de Dios desde la debilidad”: Sal Terrae 95 (2007) 609-623.
18 Sobre el pasaje del joven rico muchos se apoyaban para hacer esta distinción. Puede verse una interpretación actualizada en G. Leal Salazar, El seguimiento de Jesús, según la tradición del rico. Estudio redaccional y diacrónico de Mc 10, 17-31, Estella 1996.
19 Me remito, entre lo mucho que se ha publicado, al amplio estudio de M. Ruiz Jurado, El discernimiento espiritual. Teología. Historia. Práctica, Madrid 2005.
Daniel Doré
Origen y consecuencia
Del culto de los ídolos (Sb 14, 11-31)
Los vv. 11-14 anuncian los temas: comienzo y origen de los ídolos; prostitución y corrupción de la vida. Como principio del juego, el v. 11 retoma a su manera la dureza del mensaje profético: los ídolos son condenados por la «visita» o la «intervención» (episkopé) escatológica de Dios (Jr 10, 14-15; et. Ez 30, 13). La motivación que se ofrece es a la vez de orden religio so (abominación), moral (escándalo) y existencial (trampa). Las afirmaciones del v. 12 serán desarrolladas en los vv. 22-31.
En el v. 14, la causa es llamada «juicio superficial» (lit. «vana gloria», kenodoxia). Sb 2, 24 afirmaba:
«Mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo». Muchos autores se han preguntado cuándo había que situar en el tiempo el origen de los ídolos, y prodigaron tesoros de erudición para situarla o bien durante la creación, o bien antes del diluvio, o bien con los hijos de Noé después del diluvio, o bien incluso en el episodio del robo de los terafim por Raquel (Gn 31, 19). Ciertamente, esta búsqueda no tiene suficientemente en cuenta el hecho de que el propio texto (vv. 15-21) desarrolla la respuesta. Calvino lo observaba: «No hubo edad desde la creación del mundo en la que los hombres, para obedecer a esta codicia insensata, no erigieran signos y figuras en las que pensaban que Dios se les mostraba» (La institución cristiana, Sb 1, 11, 8).
El padre en duelo y el culto del rey (Sb 14, 15-21)
Estos versículos presentan los ejemplos cuarto y quinto del septenario de la idolatría. Estos dos ejemplos juegan con la representación de un ser mortal para suplir su ausencia por el hecho de la muerte o del alejamiento. Señalemos también las diferencias: el padre de luto está movido por el dolor, y el escultor por la ambición. El leñador (Sb 13, 11-19) fabricaba estatuas sin belleza, falto de talento; el marino (Sb 14, 1-2) adora ídolos que no dicen nada; ahora el escultor ejerce su arte no por utilidad, como el marino, sino por la belleza.
«El narrador-escribe F. Genuyt- trata después del nacimiento y de la propagación de los ídolos mediante la observación de dos situaciones, una de naturaleza familiar y otra de naturaleza social: el culto de un hijo muerto prematuramente y el culto del rey ausente. Distingamos el problema del comienzo de los ídolos (los ídolos no han existido siempre) y el problema de su origen.
a) El nacimiento del culto al hijo desparecido es descrito en tres etapas: sustitución del difunto por una imagen, instauración de un rito consuetudinario, transformación de la costumbre en ley, en el orden de los principios (serie de transformaciones que acaban con la sustitución de una figura de piedra o de madera por el Nombre incomunicable). Hay que subrayar que es la muerte la que se encuentra en el comienzo del culto de los ídolos y que al final es la vida la que es atrapada en la "trampa".
b) El culto del rey obedece al mecanismo general de la sustitución: aquí la del culto que se ofrece a la imagen del rey, en lugar del honor debido a su persona, en razón no de la muerte, sino de la distancia y la ausencia del rey. El paso del honor al culto es facilitado por la belleza (mentirosa, ya que es más bella que natural) de la obra. Encontramos aquí la fascinación de la belleza, presente al comienzo del capítulo 13, pero ejerciéndose a partir de las obras del artista y no de las del creador» [49]
Estas dos situaciones coinciden con la crítica de la religión del filósofo griego Evémero (340-260 a. C.). Siguiendo a M. Gilbert, podemos observar que el autor utiliza probablemente una fuente de inspiración evemerista al narrar la muerte de Dionisia, el dolor de su padre y el origen de los misterios en su honor. Igualmente, podemos subrayar que los ataques del autor «no son personales. Lo que condena es una sociedad, no a los individuos. El príncipe, inclinado a favorecer la adulación del pueblo (Sb 14, 16-20), es presentado de forma tan general que se tiene la impresión de que el autor rechaza precisar en quién piensa» [50].
Sb 14, 21 es precisamente el núcleo literario y doctrinal de estos tres capítulos. Aquel cuyo Nombre es incomunicable (et. la bendición de Kippur en Si 50, 20-21) es a la vez el que buscan los filósofos sin encontrarlo -el Dios creador del hombre y del universo- y el Dios de la alianza con Israel.
Consecuencias de la idolatría (Sb 14, 22-26)
Las dramáticas consecuencias de la idolatría pueden resumirse en una palabra: es una corrupción general de la vida humana. Ningún sector escapa a ella. La enumeración de las consecuencias representa un catálogo completo de las miserias humanas: adulterio, fraude, perjurio, traiciones, orgías, infanticidios, asesinatos, desvaríos, etc. Se dice que la idolatría es el principio, la causa y el término de todo este mal. «El juicio es muy severo, como en todos los catálogos de vicios de la literatura antigua. En el NT, estos catálogos se encuentran en Pablo en Rm 1, 24-32; 1Co 6, 9; Ga 5, 19-21, y en otros lugares: 1P 2, 1; Ef 4, 31; Col 3,8; St 1, 21. La influencia ejercida por el Decálogo (Ex 20, 13-15) y por Sb 1, 25 por mediación de Oseas (Os 4, 2) da cuenta mejor de la totalidad del contenido real del catálogo de Sb 14, 23-26. El asesinato, el adulterio, el perjurio y el falso testimonio son mencionados explícitamente por el Decálogo y las corrientes que dependen de él. Si existe influencia griega, se aprecia, por una parte, en el nivel del vocabulario que designa los vicios que ya la moral veterotestamentaria condenaba(...); por otra, el ambiente de Sb está infestado por los misterios y los banquetes dionisíacos que el mundo bíblico hebreo ignoraba» [51].
Juramentos e ídolos (Sb 14, 27-31)
Los vv. 27-31 constituyen una conclusión sobre los juramentos en el marco del culto a los ídolos «sin nombre», es decir, que no se pueden nombrar en una invocación. Si los juramentos están muy reglamentados en la legislación bíblica -es por el nombre del Señor por quien se hace un juramento en Israel (Dt 6,13; Dt 10, 20)-, la prohibición de apelar a los dioses extranjeros está atestiguada en Jos 23, 7. En el judaísmo tardío, los juramentos, incluso por el Nombre (del Señor), están fuertemente desaconsejados (Si 23, 9-10).
De hecho, estos vv. 27-31 retoman el tema del perjurio, el juramento falaz por las divinidades paganas, los ídolos e incluso por el soberano, considerado como dios. El castigo de los idólatras perjuros es, por tanto, doble, porque confunden a Dios con los ídolos y porque cometen perjurio. Este castigo restablece un orden de justicia en este mundo que ha perdido el sentido y la jerarquía de los valores. Este tema del castigo anuncia la perícopa siguiente sobre la misericordia de «nuestro» Dios.
Oración de Israel (Sb 15, 1-6)
El texto comprende dos partes: la invocación de los vv. 1-3 y el juicio de los idólatras en los vv. 4-6. La invocación de los vv. 1-3 es la última de Sb 13, 15 después de Sb 14, 3-6. En el relato bíblico del Éxodo, después de la idolatría del becerro de oro (Ex 32), el Señor renueva la alianza (Ex 34, 6-9).
«En Sb 15, 3, la inmortalidad (athanasía) está vinculada explícitamente al conocimiento del Dios revelado; más directamente, al reconocimiento de su señorío.
La inmortalidad ya no es considerada como la sanción de la justicia en general o como la recompensa a una fidelidad ejemplar a Dios, en medio de pruebas o de persecuciones, sino como el desarrollo de una justicia que procede del reconocimiento del Dios único y de la aceptación de su realeza. El clima es más claramente judío» [52]
Por su parte, F. Genuyt señala el vínculo entre la inmortalidad y el respeto a la vida: «Sin querer profundizar excesivamente en la categoría de la inmortalidad, afirmamos que está ligada al reconocimiento del origen de la vida. Conocer que la vida es un don ya es un modo de inmortalidad. Ningún mortal puede agotar la vida ni jugar con ella, porque sería su detentador. Si la vida le ha sido dada, pasará por él e irá a otros. Lo que constituye la dignidad del ser humano no es que sea inmortal y que no deje de vivir, es decir, que haya nacido, mientras que los ídolos, propiamente hablando, no nacen de la actividad humana (cf. Sb 15, 17). Su grandeza es haber recibido la vida. Que esta recepción de la vida no sea incompatible con el acontecimiento de la muerte sería la conclusión, todavía modesta, del texto. Pero la idolatría muestra que la historia de los hombres enseña a la vez que proceden de Dios y van a Dios y que hacen todo lo posible para olvidarlo» [53].
Los vv. 4-6 retoman las descripciones del arte idólatra en Sb 14, 18-20 y del extravío al que Israel ha es capado. El verbo «extraviarse» (planao), empleado en el v. 4, tiene el sentido, en un contexto semejante, de «conducir a la idolatría». Los antiguos comentaristas de Sb 15, 5 remiten a la célebre pasión del escultor chipriota Pigmalión por la estatua de Afrodita que había esculpido. ¡El deseo por una imagen sin vida! Los idólatras están prendados de sus estatuas, mientras que Salomón estaba prendado de la Sabiduría (Sb 8, 2). Este deseo traduce un olvido de la vida. «Los idólatras no saben que han recibido la vida, y se las arreglan para rechazar transmitirla. No reconocen a su creador y, en lugar de dar vida, pasan su tiempo fabricando sustitutos de lo que serían los beneficiarios de la vida ofrecida. Intentan producir un dios y no producen ni siquiera un ser humano. Traducimos de forma simplista: a falta de hijos hacen ídolos. El miedo a la generación tiene como corolario un frenesí de fabricación o, si se quiere, la desaparición de cualquier diferencia entre generación y fabricación» [54].
El alfarero idólatra (Sb 15, 7-13)
En el sexto ejemplo de idolatría, nuestro sabio desarrolla una de sus formas inferiores al retomar elementos de la descripción del leñador idólatra en Sb 13, 11-19. Los ídolos ya no son de madera, sino solamente de arcilla; ya no representan hombres o figuras humanas, sino una divinidad vana (theos mataios); ya no de buena fe (Sb 13, 17), sino por amor a la ganancia (Sb 15, 12). «Así desperdician la materia y la intención. Son las últimas etapas de la idolatría: el peor de los artesanos, hombre sin Dios, trabaja sobre lo que hay de peor» (E. des Places).
Estos versículos presentan tres grados de amplificación en el trabajo del alfarero:
a) Hace vasos finos y se sirve de la misma materia para los ídolos, humillados por esta vecindad.
b) Rivaliza con los artesanos que trabajan una materia noble al fabricar ídolos de arcilla dorados o plateados, sin esperar mentir a los compradores pobres, que se contentan con la apariencia.
c) Es vendedor de ídolos para una clientela sencilla. Así, los ídolos no son dioses; lo que parece de oro no lo es; el artesano no asigna a la vida humana otro fin que la ganancia; ¡no es adorador, sino vendedor de ídolos! La materia está indicada tres veces, en los vv. 7.8.13. En Sb 13, 1-9 los hombres adoraban las más puras de las obras divinas, las grandezas de la creación; el alfarero hace de la tierra un dios. La tierra, elemento ausente de la enumeración de Sb 13, 1-9, era reservada para convertirse en la materia deficiente que serviría para imitar a los fundidores de oro, plata o bronce.
El trabajo del alfarero es entendido (Sb 15, 8.11) a la luz de una relectura original de dos textos de los relatos de creación: «El Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida y el hombre se convirtió en un ser viviente» (Gn 2, 7), y la sentencia de Adán después de la transgresión:
«Con el sudor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra de la que fuiste formado, porque eres polvo y al polvo volverás» (Gn 3,19). Estas enseñanzas ya alimentaron la meditación de Qohélet (Qo 3, 19-21), de los salmistas (Sal 104, 29), del autor de Job (Jb 34, 15) y de Ben Sira (Si 16, 30; Si 17, 1).
Más que en otras partes, nuestro sabio insiste en estos versículos sobre la paradoja del conocimiento del alfarero idólatra, como lo ha iluminado F. Genuyt:
«El creador de ídolos sabe perfectamente lo que hace (Sb 15,7). Pero, por otra parte, todo sucede como si el idólatra no supiera lo que hacía. (...) Sabe muy bien que de la misma tierra hace utensilios diversos e ídoa) los, y que es él quien juzga el destino de los objetos que fabrica. No sabe, puesto que llega a ilusionarse él mismo. Tomándoselo como un juego, "desconoce a su Creador, el que le infundió un alma capaz de actuar y le insufló un aliento vital" (Sb 15, 11). En el v. 9 se aporta un principio de respuesta: "No se preocupa de que pronto tiene que morir, ni de que tiene una vida corta". Este olvido del fin ha de ser relacionado con el des conocimiento del origen; una despreocupación que hace que se considere la vida como "un pasatiempo, una feria de negocios".
El alfarero y la vasija de barro tienen el mismo comienzo y el mismo final (et. Gn 2). Pero la diferencia entre él y la vasija es que él dispone de un soplo vital que no procede de la tierra, sino de Aquel que le ha insuflado un aliento vital. Vale más que los objetos que adora; él habrá poseído la vida, ellos nunca (Sb 15, 17). Lo que el fabricante de ídolos olvida es el don de la vida, es que la vida existe ya cuando él se dedica a tratar de producirla, sabiendo que no la produce, que lo que quiere enmascarar es que la vida ya está dada, y no es definible de otra manera más que como dada. Éste es el sutil juego enmascarado tras el olvido de la muerte» [55].
Los zoólatras (Sb 15, 14-19)
El séptimo y último ejemplo de idolatría, último grado de la degradación, es la zoolatría reservada a los animales más viles. Después de los hombres insensatos (mataioi, Sb 13, 1), los desgraciados o miserables a) (talaiporoi, Sb 13, 10), tenemos aquí los más insensatos (atronestatoi, 15,14), que son los egipcios, «enemigos de tu pueblo», que veneran a la vez a los ídolos de las naciones (vv. 15-17) y a los animales vivos (vv. 18-19). Esta vuelta a los egipcios, presentes desde Sb 11-12, prepara la última sección de Sb 16-19, en la que el autor retoma la synkrisis, la comparación de los castigos y de los beneficios.
Los vv. 15-17 describen la impotencia de los ídolos de las naciones al oponerse al hombre viviente, creación e imagen de Dios. Sal 115, 4-8 lo enuncia en términos similares, así como Sal 135, 15-17; Dt 4, 28 o Dn 5, 23. Los vv. 18-19 denuncian el culto a los ani males. Esta crítica está atestiguada en la tradición profética de Israel desde el asunto de los becerros de oro de Jeroboán (1R 12, 26-33; Am 8, 14; Os 8, 5-6; Os 10, 5-6) hasta la destrucción de la serpiente de bronce del templo por Ezequías (2R 18, 4). El culto a los animales vivos era corriente en la religión de los egipcios: gatos, perros, cocodrilos, hipopótamos, ave fénix, serpientes, como lo atestiguan diversos escritos judíos de Egipto.
« ¿Y qué decir de los otros triples absurdos, egipcios y semejantes, que ponen su confianza en animales, con mayor frecuencia en serpientes y animales feroces, se postran delante de ellos y les ofrecen sacrificios mientras viven y cuando están muertos?» (Carta de Aristeas, 138).
«En cuanto a los egipcios, no sólo incurren en la reprobación que alcanza a todas las regiones común mente, sino incluso en otra que no se puede dirigir, en buena ley, más que a ellos solos. Además de a las estatuas y a las imágenes, es también a bestias des provistas de razón, toros, carneros y machos cabríos, a las que han conferido los honores divinos» (De Decálogo, 78; et. De vita contemplativa, 8. Ct. también Oráculos Sibilinos, 111).
El punto final de la crítica de la idolatría nos remite al Génesis, a la maldición de la serpiente en Gn 3, 14: la serpiente engañó al hombre y a la mujer y así les alejó de Dios. Pero con anterioridad, nuestro sabio habrá señalado que la creación de los animales salvajes (Gn 2, 24-25) no concluye con una bendición. La maldición de la serpiente del Génesis alcanzaba igualmente a los animales de los que el hombre infiel a Dios era propietario (Dt 28, 18). En las leyes de Israel, los animales abominables son objeto de una prohibición alimentaria (Lv 11, 41-45); por tanto, la zoolatría de los egipcios no puede más que suscitar una repulsión instintiva en el israelita fiel a las prohibiciones del Levítico y que recuerda siempre el drama del jardín del Edén (Gn 3).
Así acaba este tratado sobre la idolatría. Nuestra esperanza de salvación es posible sin la renuncia a los ídolos. «La consecuencia normal de este deterioro del sentido de Dios es la corrupción de toda vida moral: con ella se atenta contra cualquier valor humano, la vida personal, la vida conyugal, la vida social. (...) Los mandamientos fundamentales del Decálogo son violados. (...) La fidelidad actual de Israel ha cedido a la idolatría, desde el Sinaí, durante la aventura del Becerro de oro. El Dios que descubrió entonces se proclamó a sí mismo misericordioso, lento a la cólera. Israel volvió de su pecado y la salvación le fue concedida por la misericordia de su Dios, Dios de la Alianza que, por el don de la Sabiduría, restaura al hombre pecador. En efecto, la Sabiduría es la que aporta a Israel el conocimiento de Dios» [56].
Continuación del midrás del Éxodo (Sb 16-19)
2ª ANTÍTESIS: Las ranas y las codornices (Sb 16, 1-4)
Después de la prueba de la sed de Sb 11, 6-14 (y después de las dos «digresiones»), está la prueba del hambre. Los animales son en ella bien un alimento sabroso para los israelitas hambrientos, bien un alimento repulsivo para cortar el apetito de los egipcios. La acción de Dios produce a la vez efectos inversos: al castigo de Egipto («los primeros») corresponde la salvación del pueblo santo («los segundos») por el juego de los mismos elementos naturales (cf. Sb 11, 5-6 y Sb 11, 13). La repugnancia provocada por la proliferación de las ranas golpea a los egipcios con la anorexia, mientras que los israelitas corren el riesgo de la bulimia: comen un alimento, las codornices, que obtiene su sabor porque es recibido como un don, un beneficio concedido.
El autor retoma aquí la plaga de las ranas (Ex 7, 27 – Ex 8,10) y el episodio de las codornices (Ex 16, 13 y Nm 11, 31-32), pero, observa la Biblia de Jerusalén, «el autor continúa añadiendo muchos detalles a los relatos bíblicos antiguos (así en el v. 3), interpretándolos libremente, a la manera de un midrás». El epílogo, en Sb 19, 10-12, subrayará curiosamente el origen acuático de las ranas y de las codornices, «subidas del mar».
Ésta es la estructura de las antítesis 2, 3 y 4 observada por P. Dumoulin [57]. No podemos retomar aquí más que algunos elementos. En el plano temático, dos datos estructuran el conjunto del capítulo: la relación agua-fuego (que no está explícito en los quince primeros versículos) y el remontarse hacia las causas en el orden de la creación:
3ª ANTÍTESIS: Tábanos y saltamontes-serpiente de bronce (Sb 16, 5-14)
La perícopa se inspira aquí en el relato de las serpientes ardientes en el desierto (Nm 21, 4-9) y de la salvación gracias a la serpiente de bronce que Moisés modela según la orden del Señor. Esta serpiente no tiene otro poder que el de ser el recuerdo de la Palabra del Señor, de su Ley: es el signo de la salvación ofrecida a todos por Dios (et. Jn 3, 14-17). Para las plagas, Sb 16, 9 combina los saltamontes (Ex 10, 4-15), los tábanos (Ex 8, 16-20) y los mosquitos (Ex 8, 12-15): insectos que pican, estos animales inofensivos se convierten en animales que muerden y matan, una «plaga mortífera» (Ex 10, 17).
4º ANTÍTESIS: El granizo-el maná (Sb 16, 15 – Sb 17, 1A)
Esta hábil y profunda meditación retoma la plaga del granizo en Ex 19, 13-35, y, añade la nota g de la Biblia de Jerusalén, «el autor explota a la manera del midrás todas las indicaciones bíblicas: para las "lluvias", et. Ex 9, 29 (griego).33.34; para el "fuego", et. Ex 9, 23-24; Sal 78, 47-49; Sal 105, 32 (donde se encuentra también la "lluvia")»
En su capítulo dedicado a las tradiciones sobre el maná, tanto en el Antiguo Testamento como en el judaísmo antiguo, P. Dumoulin señala los textos de Ex 16, «utilizados muy libremente por Sb, que no vacila en añadir elementos de la tradición oral, como el prodi910 de los sabores y la resistencia al fuego», de Nm 11, 6-9 y Nm 21, 5-6, de Dt 8, 3-16, donde el maná es a la vez don de Dios y alimento humillante, y, finalmente, de Jos 5, 12, que establece la oposición entre el maná y los productos de la tierra (citado en Sb 16, 26). Recordemos igualmente las menciones del maná en los salmos: Sal 81,11.14.17; Sal 107, 4.9; Sal 111, 4.5; Sal 145, 5.15-19; Sal 47, 14-15.
Además, los Sal 78, 23-25 y Sal 105, 40-41 cantan la providencia del Dios creador. Por último, hay que recordar la oración de Nehemías (Ne 9, 15-21 passím).
«En esta relectura de la tradición, el maná no es sólo una maravilla (Ex 16) o un alimento de miseria (Nm 11), ni siquiera una prueba (Dt 8); se convierte en uno de los signos reveladores del Dios del perdón, lleno de piedad y de ternura, lento a la cólera y rico en bondad (Ne 9, 17). Esta nueva manera de considerar el maná prepara la noción de dulzura de Dios de la que habla Sb 16, 21» [58].
Sb 16 lleva a cabo también una relectura original del maná: a) como alimento vital, pan de los ángeles venido del cielo y sustancia por la que Dios revela su dulzura a sus hijos (Sb 16, 20-21); b) como cima de la jerarquía cósmica «al servicio de tu bondad, que a todos sustenta» (Sb 16, 25); e) como símbolo de la Palabra enviada, «para hacer que subsistan los que creen en ti», Palabra del Dios salvador de todos, que cura a todos (Sb 16, 7.12; d) como escuela de oración, «para que todos aprendan que es necesario adelantarse al sol para darte gracias, y salir a tu encuentro al despuntar el alba» (Sb 16, 28); e) como alimento ambrosíaco, pues el maná, «prenda de inmortalidad, es el signo supremo de una nueva armonía en la que la carne es indestructible» [59].
La argumentación de esta synkrisis o paralelo entre el castigo del granizo y el beneficio del maná es de tipo médico, como ha subrayado recientemente P. Beauchamp: «El principio general de Sabes que el agua ha reforzado al fuego en lugar de apagarlo (Sb 16, 17). Las modulaciones inspiradas al autor por este tema son tan hábiles que es útil presentar una trasposición suya relativamente simplificada; se trata de la siguiente: el fuego era capaz de calmarse para no dañar a los animales que debían castigar a los egipcios, pero se redoblaba, incluso en el agua, para destruir las cosechas de su país. Cayendo del cielo al mismo tiempo que el maná (que alimenta) y el granizo (que destruye), el fuego olvidaba su capacidad de extinguirse. Pero no la olvidaba definitivamente, incluso para el maná, ya que los primeros rayos del sol bastaban para hacer que se fundiera lo que el fuego había dejado intacto.
Ante una argumentación tan laboriosa, estos pasajes fueron desdeñados como elucubraciones marginales. Pero es buen método atribuir semejante esfuerzo encarnizado, incluso penoso, a una finalidad argumentativa precisa. Ninguna ayuda mejor para comprenderlo que el interés prestado por la antigua medicina a la pareja del fuego y del agua. La argumentación que aquí se lleva a cabo es de tipo médico. En los cuatro elementos, el fuego y el agua son los que ponen al hombre en peligro. En las pruebas sufridas o impuestas por el hombre, prácticamente sólo al fuego y al agua se les reconoce un efecto decisivo: la ordalía es o la prueba del fuego o la prueba del agua. Pero lo que prima ante todo para nuestra inteligencia del texto es el hecho de que el autor simplemente ha recurrido al lugar común de la literatura médica de su tiempo» [60].
5ª ANTÍTESIS: Noche de tinieblas-luz (Sb 17, 1B – Sb 18, 4)
L. Mazzinghi divide el texto en cinco unidades:
- Sb 17, 1b-6: la noche de los egipcios; 6 versículos, 19 esticos. Inclusión de «noche» (vv. 2b y 5c);
- Sb 17, 7-11: la magia; 5 versículos, 10 esticos;
- Sb 17, 12-15: la noche que engendra el miedo; 5 versículos, 9 esticos. Inclusión de «miedo» (vv. 12a y 15c) y «espera, esperanza» (v. 13a) con «inesperado» (v. 15c);
- Sb 17, 1.6-21: la noche sobre el mundo de los egipcios; 6 versículos, 19 esticos;
Sb 18, 1-4: la luz; 4 versículos, 11 esticos. Inclusión de «luz» (18,1 y 4a.4c).
«Estas cinco secciones delimitadas de esta manera se corresponden también por su longitud. El miedo está en el centro de la sección; en los dos extremos, el tema de la noche en la que son sumergidos los egipcios, opuesto al de la luz de la Ley».
Sb 17, 1- 6. El extravío de los egipcios en su noche desarrolla el breve relato de la plaga de las tinieblas en Ex 10, 21-23. Después del v. 1, que recuerda el díptico precedente y anticipa los juicios divinos, tan salvíficos como punitivos, los vv. 2-3 describen los errores de los egipcios desde su punto de vista y sus consecuencias. Los vv. 4-6 enumeran las realidades que sirven para castigar a los impíos. Las consecuencias del extravío y del pecado son consideradas desde el punto de vista del autor: el miedo provocado por las apariciones de un «espectro lúgubre», de una «hoguera que se encendía a sí misma».
«No es anodino -escribe Genuyt- que antes de describir el temor y las modalidades de este estado, el texto plantee un principio relativo al error o a la equivocación, donde se puede ver una de las formas de la mentira en la que se han instalado de entrada los egipcios. Lo cual establece una interesante sucesión: en primer lugar la equivocación, después el temor. El texto invertiría la idea que se tiene habitualmente de las relaciones entre la mentira y el miedo: hay temor porque hubo inicialmente mentira, y no mentira porque hay temor. El miedo se sitúa aquí en primer lugar y se le adjunta a la grandeza y al carácter impenetrable de los juicios de Dios.
En efecto, el texto señala que el error no se debe al azar o a la dificultad del problema, sino a un defecto de competencia interpretativa derivada de una "falta de educación". Efectivamente, si queremos entender la forma en la que el texto describe el temor y los diferentes miedos, no podemos eliminar la noción de una equivocación del sujeto por el rechazo de la ver dad y la preferencia concedida al error. Tenemos la confirmación en el v. 17, 3: siguiendo su conducta de dominación frente a la "nación santa", los egipcios creían poder permanecer en el secreto, ocultar su pecado en la sombra velada del olvido, ampararse en su reducto, comportamientos que se parecen a la máscara, al disimulo, y que confieren a la equivocación una dimensión subjetiva. Así, los errores sobre la realidad, y los vanos espantos de los que serán víctimas, derivarán de este error sobre los "juicios" de Dios» [61].
Sb 17, 7-11. Los vv. 7 y 11 ofrecen cada uno una afirmación de principio, la primera relativa a la impotencia de los magos y de la magia y a la pretensión de inteligencia; la otra, de carácter más general, relativa a la conciencia acusadora que engendra el temor en el malvado. La crítica de la magia se convierte en crítica de las pretensiones del conocimiento y de la técnica. El tono es irónico y sarcástico. No existe un fundamento objetivo de sus espantos. El v. 11 suena como un juicio universal. Los miedos son atribuidos a la mala conciencia. Observemos que aquí se encuentra el primer empleo en griego bíblico de syneidesis, en el sentido de «conciencia moral». El término será corriente en los estoicos y en el Nuevo Testamento.
Sb 17, 12-15. Psicología o fenomenología del temor inspirada en fuentes helenísticas. Los vv. 12-13 definen el temor, el v. 14ab señala su origen: el Abismo, y los vv. 14c-15 lo aplican a los magos egipcios. L. Mazzinghi ha mostrado cómo estos versículos estaban en el cruce entre la tradición bíblica y judía sobre la noche infernal y el vocabulario de los papiros mágicos y las religiones mistéricas.
Sb 17, 16-21. La tiniebla se extiende sobre el mundo de los egipcios. La perícopa se estructura así:
- v. 16: todo egipcio, prisionero de las tinieblas,
- vv. 17-18a: amplificación: «A todos atrapaba la misma cadena de tinieblas»,
- vv. 18b-19: catálogo de siete realidades naturales que espantan a los egipcios: el viento y, después, tres realidades del mundo animal y otras tres del mundo de la naturaleza,
- vv. 20-21: antítesis final (la luz del mundo entero opuesta a la noche de los egipcios) que anticipa Sb 18, 1-4.
Estos vv. 16-21 son un desarrollo de las secciones precedentes: «El miedo de los magos y el temor de cada egipcio es traducido de manera poética como un aprisionamiento en las tinieblas -recuerdo de Sb 17, 1-6- y algo de irracional que remite a la definición del temor en Sb 17, 12-13». Al mismo tiempo, los vv. 20-21, conclusión y transición con la sección siguiente, introducen el elemento principal de 18,1-4: la luz.
El vocabulario de estos versículos no contiene menos de catorce hapax de los Setenta, palabras de uso raro o típicamente poético. Pero incluso aunque tal o cual palabra (como ananké, «necesidad», o kosmos, «mundo») ya está atestiguada en la Biblia griega, el empleo que hace de ella Sb está más próximo a los textos helenísticos. La antítesis de estos versículos -luz / tiniebla- recuerda la de la primera parte del libro: vida / muerte (Sb 1-6).
En Sb 1-6, observa L. Mazzinghi, «el contraste no se da entre el pueblo de Israel y los egipcios, sino entre los justos y los impíos; los siete dípticos de Sb 10-19 no oponen Egipto a Israel, sino más bien a los israelitas en cuanto justos a los egipcios e tanto que impíos. De esta manera, es posible contar entre los egipcios a los judíos apóstatas a los que se dirige el autor, y que constituyen al menos una parte del público ideal de los lectores que tiene en perspectiva. La historia pasada de Israel y la acción de Dios en la historia se convierten en una enseñanza y una garantía para la suerte final del hombre».
Sb 18,1-4. La luz. Estos cuatro versículos no son sólo la conclusión de la quinta antítesis, sino que anticipan ya la conclusión de todo el libro:
- v. 1a: el anuncio de la luz para los santos,
- vv. 1b-2: la situación de los egipcios,
- v. 3: el beneficio de Dios para Israel,
- v. 4: los prisioneros de ayer dan al mundo la luz de la Ley.
El relato de la columna de nube en el desierto en Ex 13, 21-22 y textos análogos (Ex 14, 19-20.24; Nm 10, 34; Nm 14, 14; Dt 1, 33), ha sido estudiado por J. Luzarraga (Roma, 1973). El desarrollo de la tradición ilustra sobre todo la actividad de Dios, que guía e ilumina a su pueblo a lo largo de su camino. Los targumes insisten en esta luz que acompaña a Israel durante cuarenta años sin que tenga necesidad de otras luces. La luz es aquí explícitamente la de la Torá, la de la Ley revelada a Israel. Además de los textos sobre la Palabra de Dios, luz o lámpara para sus fieles (Pr 6, 23 griego; Sal 19, 9; Sal 119, 105), el oráculo de Is 2, 1-5 concluye con un solemne «casa de Jacob, marchemos a la luz del Señor».
Las tinieblas de los egipcios son desde ahora atravesadas por una voz. «Todos los componentes de la conversión están aquí reunidos -concluye F. Genuyt-. Existe una salida del pecado que se mantiene en secreto a toda costa, como la oscuridad interior preferida a la verdad. A esta salida de la mentira se une una especie de encuentro nocturno entre los egipcios y los israelitas, así como la posibilidad de una liberación del pueblo por la Ley (Sb 18, 4). Al término del recorrido, la Ley está situada en su función universal. Es propuesta a todos, "al mundo", pero no se convierte en una instancia accesible a todos más que pasando por los testigos de la Ley, que son los "hijos". Esta liberación de la Ley por la liberación de los que estaban encargados de transmitirla constituye, por tanto, lo definitivo y decisivo de la prueba de las tinieblas» [62].
6ª ANTÍTESIS: Muerte de los primogénitos - la pascua de Israel (Sb 18, 5-25)
Con M. Priotto proponemos la siguiente estructura:
- Sb 18, 5: introducción,
- Sb 18, 6-9: la noche de la salvación,
Sb 18, 10-13: reacción de los egipcios ante la muerte de los primogénitos,
- Sb 18, 14-19: acción punitiva de la Palabra (Logos),
- Sb 18, 20-25: los israelitas salvados de la muerte en el desierto.
Sb 18, 5. Este versículo introduce de hecho las dos últimas antítesis, la muerte de los primogénitos en Sb 18, 6-25 y el hundimiento del ejército egipcio en el mar en Sb 19, 1-9. Comenta Ex 1, 16-22; Ex 2, 2-10, como acción infanticida de los egipcios, y Ex 12,29; Ex 14, 27-28, como su castigo. Los dos primeros acontecimientos se encuentran ya unidos en el libro de los Jubileos. «Todos los que había hecho salir perseguían a los israelitas, y el Señor, nuestro Dios, los arrojó en medio del mar, a la profundidad del abismo, igual que los egipcios habían arrojado a sus hijos al río. Los vengó por millares, y fueron muchos los hombres válidos y combatientes que perecieron, en proporción con los que habían sido arrojados al río entre los hijos de tu pueblo» (Jb 48, 14).
Sb 18, 6-9. La noche pascual es interpretada aquí como el cumplimiento de una promesa hecha a los patriarcas en Gn 15,13-14, donde la alusión al Éxodo y a la liberación es explícita. De igual manera que la tradición judía de la época, Sb ve esta pascua como una celebración de la alianza, en la que el pueblo encuentra su identidad en la acogida de la alianza de Dios y el compromiso en el compartir fraterno. Nuestro autor interpreta así el sacrificio pascual como un primer sacrificio de rescate de los primogénitos, conmemorado cada año en la fiesta de la Pascua. La «ley de la divinidad» (Sb 18, 9) es la ley del rescate de los primogénitos humanos.
Sb 18, 10-13. La reacción de los egipcios ante la muerte de sus primogénitos subraya la extensión de la plaga a todas las categorías sociales, el número in calculable de los muertos y los muertos que se que dan sin sepultura. La tradición judía comentaba ya de manera fantástica Ex 12,30b, pero algunos elementos -como la ausencia de sepultura- sólo están atestiguados en Sb. El autor subraya así el poder y la radicalidad de la intervención de Dios.
Sb 18, 14-19. Los vv. 14-16 presentan la «Palabra todopoderosa» como un guerrero invencible. Esta personificación de la palabra no está lejos de la del Logos, el Verbo, en Jn 1, 1-18. «La muerte de los primogénitos de los egipcios, atribuida directamente a Dios por Ex 11,4; Ex 12, 12.23.27.29, acompañado por el Exterminador (Ex 12, 23), se convierte en la obra de la Palabra divina. Ésta ya era presentada ejecutando los juicios divinos por Is 11, 4 y Is 55, 11; Jr 23, 29; Os 6, 5. En esta evocación dramática, el v. 16b se inspira en 1Cro 21, 25-27 y quizás también en Homero (Ilíada, IV, 4 43). El conjunto adquiere un significado apocalíptico, y la Palabra de juicio prefigura no la encarnación del Verbo (contrariamente al uso que la liturgia latina de Navidad ha hecho de este texto), sino el aspecto temible de su segundo advenimiento: 1Ts 5, 2-4; Ap 19, 11-21» (M. Gilbert).
Los vv. 17-19 imaginan -sin ninguna relación con el relato del Éxodo- la agonía de los primogénitos, sus angustias y espantosos sueños y la comunicación de la razón de su muerte.
Sb 18, 20-25. M. Priotto ha puesto de relieve la estructura concéntrica de estos versículos:
a - v. 20: anuncio de la plaga y de su carácter limitado,
b - v. 21abc: Aarón utiliza el arma de la liturgia,
c - v. 21de: Aarón detiene la plaga en cuanto siervo de Dios,
d -v. 22: victoria de Aarón por la plegaria de intercesión,
c' - v. 23: Aarón, manteniéndose en medio, detiene la plaga,
b' - v. 24: Aarón, revestido con los ornamentos litúrgicos,
a' - v. 25: anuncio del fin de la plaga y de su carácter limitado.
La experiencia de la muerte vivida por los israelitas en el desierto (Nm 17, 6-15) no fue de la misma naturaleza que la de los egipcios. Aarón, revestido con los ornamentos pontificales (et. Ex 28; Si 45, 6-12 y Filón, Vida de Moisés, 11, 133), cuyo simbolismo cósmico se detalla, intercede mediante la oración y el rito apotropaico de la incensación y así salva al resto del pueblo.
7ª ANTÍTESIS: El mar rojo, muerte de los egipcios y liberación de Israel (Sb 19, 1-9)
La última antítesis es la más trágica de todas. Igual que en la primera en Sb 11, 6-14, es el agua (aquí del mar Rojo) la que constituye el castigo de los egipcios; ésta se convierte en el lugar de su sepultura (vv. 1-5), mientras que se retira para el paso de los israelitas (vv. 6-9). La lectura de Ex 14, 15-31 y de Nm 33, 2-4 se hace aquí de una manera providencialista.
P. Beauchamp [63] y M. Gilbert [64] han señalado la utilización en Sb 19, 6-21 de un esquema de creación cercano al de Gn 1, 1-2.4a (griego). La renovación de la creación se anuncia en Sb 19, 6. En los vv. 7-9 observamos los contactos siguientes:
Gn 1, 2: caos - tinieblas - soplo de Dios = la nube: Sb 19, 7a,
Gn 1, 9-10: tierra emergente del agua = paso del mar: Sb 19, 7b,
Gn 1, 11: hierba sobre la tierra = llanura verdeante: Sb 19, 7d.
«Esta renovación de la creación -comenta M. Gilbert- es descubierta por el autor de Sb en los diferentes episodios que marcarán el Éxodo de los hebreos. Durante el paso del mar "se vio a la nube dar sombra al campamento" (Sb 19, 7a). Ex 14, 19 no dice esto exactamente; se piensa además en la Tienda (Nm 9, 18-22), en la nube de la que Dios revistió el mar cuando organizó el mundo (Jb 38,9) o, mejor aún, en la Sabiduría que, surgida de la boca de Dios, cubrió la tierra como con una bruma (Si 24, 3). Ahora bien, este texto podría transmitir una interpretación antigua de Gn 1, 2 (las tinieblas cubrían el abismo), pero ligando la función de cubrir más al Espíritu que a las tinieblas. Yo añadiría, sin embargo, que Sal 105, 39 ya habla de la nube que cubre al pueblo durante la salida de Egipto y que Sb 10, 17 atribuye esta función de cobertura a la Sabiduría misma. Por tanto, creo que la relación entre Gn 1, 2 y Sb 19, 7a no es de suyo evidente, pero la continuación del texto de Sb podría confirmar la exégesis de P. Beauchamp.
"Y de lo que antes era agua [se vio] emerger la tierra seca" (Sb 19, 7b). P. Beauchamp subraya la presencia del elemento seco en Gn 1, 9 y Sb 19, 7b, a lo que se añade sobre todo la mención, en ambos casos, de que se vio el elemento seco. En Sb 19, 7c se precisa incluso que esta tierra seca era una "llanura verdeante". Esta observación no procede del relato del Éxodo, sino que parece referirse a Gn 1, 11-13, donde el tema del verdor es característico del tercer día» [65]. En estos vv. 6-9, el paso del mar Rojo es celebrado con una acción de gracias al Señor liberador, inspirándose también en Is 63, 11-14 y en Sal 114. La mención del mar Rojo forma inclusión con el comienzo de la sección del libro en Sb 10, 18. La relectura midrásica de la salida de Egipto puede concluir con consideraciones relativas a la actualidad de los judíos de Alejandría.
Reflexiones finales (Sb 19, 10-22)
Sb 19, 10-12. Estos versículos retoman la plaga de las ranas y el relato de las codornices mencionados en Sb 16, 1-4, pero esta vez la relectura se lleva a cabo desde el ángulo de la nueva creación o producción de animales, que corresponde a los días quinto y sexto de la creación en Gn 1, 20-25.
Sb 19, 13-17 se inspira en Sal 77, 18-19 («Las nubes descargaron sus aguas, los nubarrones tronaron, zigzaguearon tus rayos. El estruendo de tu trueno resonaba en el torbellino, los relámpagos deslumbraron el orbe») y los targumes de Ex 14. Las advertencias dadas a los pecadores fueron ya señaladas en Sb 11, 17-19 y Sb 12, 8-10. Pero la recuperación de la plaga de las tinieblas, tratada en Sb 17, 1 – Sb 18, 4, permite comparar la inhospitalidad de los egipcios con la de los sodomitas (Gn 19); por otra parte, los egipcios habían sido comparados igualmente con los cananeos (Sb 12, 3-11). Sin embargo, la creación de la luz en el primer día (Gn 1, 4-5) y la de las luminarias en el cuarto (Gn 1, 14-19) está también subyacente.
Sb 19, 16 constituye junto con Sb 1, 16 un indicio de la fecha de la redacción del libro de la Sabiduría. En Sb 1, 16 el club de «los que van a morir juntos» recuerda la transformación de una asociación dionisíaca por Cleopatra y Antonio, después de la batalla de Accio en el 31 antes de C. El reproche de Sb 19, 16 apunta a la administración romana. «El reinado de Cleopatra VII significó para los judíos de Egipto el final de una época feliz durante la cual sus comunidades formaban parte de la minoría de los conquistadores helenófonos. Con la reducción de Egipto al estado de provincia romana, los judíos debieron sufrir una cruel decadencia. Al no ser ya admitidos entre los notables locales, para gozar de los privilegios que los romanos reservaban desde entonces a los griegos, se encontraron en el mismo nivel que los egipcios indígenas. De ahí la revuelta de los años 115-117, que terminó con la aniquilación del judaísmo helenizado en Egipto. En suma, Cleopatra era la última posibilidad de un judaísmo en simbiosis con la sociedad griega. Su derrota abrió el camino a los enfrentamientos que acabaron por levantar a los judíos contra el poder romano y condujeron a la destrucción de las entidades judías en la tierra de Israel y en Egipto» [66].
Sb 19, 18-21. La metamorfosis de los elementos de la creación, anunciada como un principio en Sb 19, 6, está ilustrada aquí por el regreso a la cuarta antítesis (Sb 16, 16-17,1a). La referencia a Gn 1 concierne en primer lugar al hábitat. «La inversión de los hábitats: los animales acuáticos sobre la tierra, los terrestres en el agua. El autor apunta sin duda a algo que va más allá de un simple intercambio o diferencia con relación al orden antiguo: quiere decir que, en las relaciones, los elementos son a partir de ahora intercambiables, mientras que en el heptameron (Gn 1-2, 4a), los seres vivos acuáticos y los terrestres tenían cada uno suyas condiciones llamadas "paradójicas" impiden para siempre el triunfo de la muerte sobre los justos. De esta proposición se derivan cuatro conclusiones. Nos resulta difícil ver en qué difiere la susodicha proposición de lo que nosotros llamamos "resurrección". En Israel nadie habría creído nunca en la resurrección sin apoyarse en las Escrituras, y ¿quién la habría encontrado sin una exégesis tan audaz como la de Sb?
Los comentaristas no han concedido bastante atención a la aproximación médica, terapéutica, que es la del libro, y, de una manera general, han estudiado menos la tercera parte. Que Sb haya elaborado su grandiosa tipología del Éxodo sin decir en qué consiste el antitipo (la transformación corporal de los justos dentro de un cosmos recreado en el último elemento» [67].
El alimento ofrecido, «el alimento divino» día), sigue siendo innegable. El empeño racional de (v. 21), remite también al alimento ofrecido por Dios al hombre y a todos los seres vivientes en el sexto día en Gn 1, 29-30. Este alimento divino es, literalmente, «alimento de ambrosía» (ambrosías trofés), es decir, un manjar delicioso que, según los griegos, asegura a los héroes y a los dioses la inmortalidad. P. Dumoulin ve aquí con razón el alcance escatológico del prodigio del maná.
Estos vv. 18-21, como ya Sb 19, 7-10, constituyen una conclusión de Sb 10-19. Son una síntesis de los principales acontecimientos del Éxodo vistos como una creación, una génesis renovada. «El libro de la Sabiduría enseña ciertamente y de manera apenas velada que la salvación definitiva del hombre nunca podrá separarle de un cosmos renovado cuyas condiciones llamadas "paradójicas" impiden para siempre el triunfo de la muerte sobre los justos. De esta proposición se derivan cuatro conclusiones.
Nos resulta difícil ver en qué difiere la susodicha proposición de lo que nosotros llamamos "resurrección". En Israel nadie habría creído nunca en la resurrección sin apoyarse en las Escrituras, y ¿quién la habría encontrado sin una exégesis tan audaz como la de Sb?
Los comentaristas no han concedido bastante atención a la aproximación médica, terapéutica, que es la del libro, y, de una manera general, han estudiado menos la tercera parte. Que Sb haya elaborado su grandiosa tipología del Éxodo sin decir en qué consiste el antitipo (la transformación corporal de los justos dentro de un cosmos recreado en el último día), sigue siendo innegable. El empeño racional de Sb es un buen indicio para conjeturar las razones de este silencio. Se explicaría perfectamente por la voluntad de confundir a un adversario que negara la resurrección: no es el enunciado de una tesis conocida lo que en semejante caso importa, sino la argumentación» [68].
Sb 19, 22. La liberación de la palabra anunciada en Sb 10, 20b-21 ya era atribuida a la Sabiduría. Así, el midrás del Éxodo termina con este grito de alabanza al Señor. Toda la historia pasada de Israel se transforma en alabanza a su Dios. Pues todo lo que ha vivido y lo que hoyes, es al Señor a quien se lo debe.
El autor de Sabiduría se ha abstenido de nombrar a este Señor en su polémica contra los dioses paganos en Sb 13-15, pues para él es el «Nombre incomunicable».
Daniel Doré, en mercaba.org/
Notas:
49. O. c., 144-145.
50. La critique des dieux, 268-269.
51. lbíd., 169. Cf. M.F. BASLEZ, Bib/e et Histoire, 113-114, y G. FREYBURGER, «Les religions amysteres dans l'Empire romain», en Y. LEHMANN (ed), Religions de l'Antiquité (París, PUF, 1999) 270-284.
52. c. LARCHER, Études, 281-282.
53. La sortie d'Égypte, 149-150.
56. M. GILBERT, La critique des dieux, 274-275.
57. Entre la manne et l'Eucaristie. Étude de Sg 16,15-17,1ª (Analecta Bíblica 132; Roma, PIB, 1994), aquí pp. 25-26.
60. P. BEAUCHAMP, «'Sagesse de Salomon'. De l'argumentation médicale a la résurrection», en ACFEB, La Sagesse biblique, 180-181.
61. La sortie d'Égypte, 158-160.
63. «Le salut corporel des justes et la conclusion du livre de la Sagesse»: Bíblica (1964) 491-526.
64. «La relecture de Gn 1-3 dans le livre de la Sagesse», en La création dans l'Orient ancien (Lectio Divina 127; París, Cerf, 1987) 323-344.
65. lbíd., 339-340. 66. J. MELEZE-MODRZEJEWKI, «La derniere chance des Juifs d'Égypte»: L'Histoire 238 (diciembre 1999) 49.
66. MELEZE-MODRZEJEWKI, «La derniere chance des Juifs d'Égypte»: L'Histoire 238 (diciembre 1999) 49.
68. P. BEAUCHAMP, «Sagesse de Salomon», en La Sagesse biblique, 185-186.
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