Almudena Alegre Hernándo
I.- Fundamentación y justificación del trabajo
Para muchos, permanecer a salvo consiste en cerrar puertas y ventanas y evitar los lugares peligrosos. Para otros no hay escapatoria porque la amenaza de la violencia está detrás de esas puertas, ocultas a los ojos de los demás. (Gro Harlem Brundtland Directora General OMS)
No es infrecuente la asociación de la violencia de género con diferentes comentarios inoportunos e inadecuados. Diferentes debates coloquiales tras noticias de asesinatos de mujeres desatan opiniones encontradas y desencuentros importantes. Comentarios del tipo “yo no entiendo cómo siguen con él tras varios años de maltrato”, “algo habrá hecho para que le pegue”, “y a los hombres, ¿no se nos maltrata?”, “muchas denuncias son falsas”, “luego van denuncian que les han pegado y claro, los jueces les dan todo” etc. Frases duras, juicios que traslucen resonancias personales, comentarios divulgados que nos alejan de la comprensión de esta grave problemática social que afecta al conjunto de la sociedad.
Se pueden distinguir dos definiciones de violencia de género diferentes, una de carácter más amplio y otra de carácter más restringido. Por una parte, las Naciones Unidas, en la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer define la violencia contra las mujeres así como la violencia de género como “todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, inclusive las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública o privada”. Por su parte, la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género define este maltrato como aquél que ejercen los hombres sobre las mujeres, desde el poder y la desigualdad, cuando sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin convivencia. Esta segunda definición circunscribe la violencia de género en el ámbito de las parejas. Es conveniente realizar esta apreciación dado que, este trabajo, abordará “la violencia de género en la pareja”, concepto al que me referiré a partir de ahora con las siglas VGP.
Según datos del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, en el año 2015, 56 mujeres fueron asesinadas por sus parejas o exparejas, estando 4 casos en investigación y 51 menores son huérfanos/as por VGP. Respecto al número de menores fallecidos/as por VGP en el 2015, 3 casos se han confirmado y 6 se encuentran en investigación.
La violencia cuestiona la base de nuestros afectos, nuestra seguridad, nuestra propia identidad y nos obliga a afrontar nuestra propia vulnerabilidad. La violencia en relaciones afectivas supone un cuestionamiento máximo ya que, ¿cómo comprender que esa relación, en la que se supone que ha de reinar el respeto y el amor, cause tanto sufrimiento y dolor?
¿Cómo comprender que la persona con quien compartes tu vida y tu intimidad se convierta en tu peor enemigo? ¿Cómo entender que el amor mata y que por amor se mata?
Como profesionales, la violencia también nos cuestiona y nos expone a la fragilidad del ser humano; a la responsabilidad de “salvar vidas”; a la inquietud e incertidumbre sobre las decisiones que hemos de ir tomando junto a las personas con las que intervenimos; a emociones como miedo, impotencia y ansiedad. Pero, sobre todo, la violencia nos expone al sufrimiento extremo.
La VGP atenta contra los Derechos Humanos y se considera la máxima expresión de desigualdad entre hombres y mujeres. Por su parte, la OMS en 1996 definía taxativamente la violencia contra las mujeres como “un problema de Salud Pública”.
Personalmente, la VGP me suscita diferentes preocupaciones: supone daño, produce sufrimiento en toda la unidad familiar, afecta a la integridad física y psíquica de quienes la sufren y de quienes están en contexto de violencia y en última instancia, puede llegar a la muerte, incluyendo posibles suicidios. Por otra parte, son múltiples los interrogantes que me plantea este tema: “¿qué papel tiene el contexto en esta problemática social?”, “¿cómo no ser cómplice de la violencia?”, “¿cómo realizar intervenciones en red adecuadas a las personas que viven en contextos de violencia?”, “¿cómo articular diferentes contextos de intervención: asistencialista, terapéutico, de control etc de manera coordinada y eficaz?”, “¿cómo conseguir trabajar con los hombres que ejercen violencia sin interferencia de nuestras resonancias personales?”, “¿cómo trascender los moralismos y entender al hombre que maltrata y a la mujer que sufre el maltrato como dos personas con un problema de tal índole?”, “¿cómo proteger también a los y las hijas inmersas en ese contexto?”. Todas estas reflexiones son el motor de la elección de este tema de trabajo. A su vez, estos mismos cuestionamientos me planteaban un abordaje sistémico de esta tragedia, con el fin de profundizar en conceptos desarrollados por la terapia sistémica, desde sus diferentes escuelas, que puedan arrojar luz sobre esta sinrazón. Estructura y dinámica familiar; mitología familiar; roles, reglas, mandatos familiares; poder y jerarquía; cosmovisión familiar; legado transgeneracional; puntuaciones interaccionales y comunicacionales; subsistemas familiares; vinculaciones afectivas entre otros, guiarán este trabajo.
No hay duda de que cualquier tipo de violencia es destructiva, sin embargo, este aspecto cobra especial relevancia en las relaciones íntimas, aquellas en las cuales se supone que el amor y el apego están presentes, alcanzando aquí un carácter traumático. Como señalan M.F. Solomon y D.J. Siegel (2003) se produce una paradoja esencial en las mujeres víctimas de maltrato, dado que son expuestas al trauma de ser agredidas por quienes las quiere, la respuesta condicionada es la de huir y buscar protección precisamente en la figura de apego que las maltrata. Es difícil y supone un tiempo resolver esta compleja paradoja, donde violencia y apego se asocian a la misma persona.
En esta introducción, quisiera destacar las cuatro premisas que Perrone y Nannini (1997) señalan para situarnos en una perspectiva sistémica, “donde estudia la participación de cada persona en el funcionamiento del sistema y se considera que cada uno tiene que hacerse y pensarse responsable de sus propios comportamientos”:
✓ La violencia no es fenómeno individual sino una manifestación de un fenómeno interaccional. No puede explicarse sólo en la esfera de lo intrapsíquico sino en un contexto relacional, puesto que es el resultado de un proceso de comunicación entre dos o más personas.
✓ Todos cuantos participan en una interacción se hallan implicados y son responsables interaccionalmente hablando (no legalmente). Manteniendo dudas sobre esta premisa en casos de VGP, quizá se puede corresponder con el inicio de la interacción violenta. Sin embargo, según se rigidifican las pautas interaccionales, con una acomodación rígida de las posiciones one-up y one-down del hombre y de la mujer respectivamente, y se activan mecanismos propios del control coercitivo, esta premisa desaparecería.
✓ Todo individuo adulto, con capacidad suficiente para vivir de modo autónomo, es el garante de su propia seguridad.
✓ Cualquier individuo puede llegar a ser violento con diferentes modalidades o manifestaciones.
En esta introducción, considero importante realizar las siguientes apreciaciones:
✓ Este trabajo aborda la VGP, de tal manera que no se niegan otros tipos de maltrato (violencia doméstica, conyugal, familiar, de mujer a hombre etc.), que también pueden ocurrir en relaciones íntimas.
✓ Así mismo, se diferencia de la conflictividad en la pareja.
✓ Reconoce la responsabilidad del que ejerce violencia. La persona que ejerce violencia elige esa conducta frente a otras alternativas. De manera complementaria, se entiende que la víctima no es culpable. Estas dos afirmaciones contundentes son compatibles con la necesidad, en cualquier intervención, de entender lo que ha llevado a la persona que ejerce maltrato a actuar de esa manera, a usar la violencia como patrón interaccional e interpersonal en sus relaciones íntimas así como de promover pautas de autoprotección en la víctima, trabajando así aspectos que están bajo su control y que permitirán su empoderamiento. La OMS define la violencia como “el uso deliberado de la fuerza física o el poder, ya sea en grado de amenaza o efectivo, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daño psicológico, trastornos en el desarrollo o privaciones y que atenta contra el derecho a la salud y a la vida de la población”. Ese uso intencional que subraya la OMS al definir violencia, se relaciona directamente con el concepto de responsabilidad del acto de la persona que usa la violencia.
Ningún estudio relaciona la patología mental en los varones con una mayor probabilidad de ejercer maltrato (Montero, 2008). En investigación con hombres condenados en prisión por un delito de violencia grave contra la mujer “no se ha podido establecer una relación entre la psicopatía o los trastornos de personalidad y la comisión de homicidio contra la pareja o la ex pareja” (Fernández-Montalvo y Echeburúa, 2008, p.197)
✓ El objetivo principal de este trabajo es ofrecer una mirada sistémica sobre la VGP, a partir de dos ejes fundamentales: eje ámbito privado- público y eje esfera individual- esfera familiar. Sin obviar la complejidad y multicausalidad de cualquier tipo de maltrato en general y de éste en particular, a lo largo de este trabajo intentaré responder a diferentes interrogantes.
En relación a este último punto, ¿qué pretendo tratar con esos dos ejes? ¿qué quiero resaltar al explicitar esta violencia como “del ámbito privado al ámbito social”? ¿qué supone tratar esta violencia “de lo individual a lo familiar”?
La elección de estos dos ejes que estructuran este trabajo viene determinada por el deseo de ofrecer una visión sistémica de la VGP. La VGP suele producirse en el ámbito privado, sin embargo el componente estructural de este tipo de maltrato alcanza un papel relevante, tal como se expondrá en el apartado 3 del presente trabajo. Por otra parte, no hay que olvidar que, si bien el hogar se identifica como seguridad, en los casos de VGP, esta asociación se rompe, dado que es ahí, ese hogar, el escenario de la mayoría de las agresiones y actos violentos. Por su parte, el paso de la esfera individual a la familiar sugiere la importancia de entender este tipo de violencia como un maltrato que afecta directamente a la familia nuclear (hijos e hijas) y mantiene posibles conexiones con las propias familias de origen. Así mismo, este paso de lo individual a lo familiar permite abrir el foco del problema, analizando la estructura y dinámica familiar, así como los roles en los que se coloca a hijos/as y, que circularmente, éstos/as asumen.
Reconociendo la complejidad de este tipo de maltrato, trataré diferentes cuestiones que considero de interés para avanzar en esos dos ejes antes señalados y promover la comprensión de la VGP. La VGP es un delito, por este motivo es imprescindible realizar una breve reseña legal (apartado 2). El apartado 3 permitirá desgranar el aspecto estructural de este maltrato. Si bien la mayor parte de los actos agresivos se producen en el hogar (que paradójicamente deja de ser un lugar seguro) y en la esfera más privada, existe un componente social y cultural que aporta singularidad a esta violencia y que permite esclarecer los mecanismos que subyacen. Entender estos mecanismos es crucial para realizar programas preventivos eficaces, pero la prevención primaria no es objeto de este trabajo. Este apartado 3 se complementa con el siguiente, que trata conceptos generales para, posteriormente, describir varios modelos teóricos sobre la VGP. Una vez desarrollado un marco teórico amplio que permita trazar este trayecto de lo privado a lo social, se planteará el siguiente eje del trabajo: “de lo individual a lo familiar” en el apartado 5. A lo largo de este apartado, se pasará de una concepción individual de la VGP a una visión más amplia, puesto que no sólo la mujer está afectada por esta problemática, sino que la estructura y dinámica familiar en su conjunto lo está, así como los subsistemas que lo componen. Completando este apartado, se expondrán posibles intervenciones en VGP, huyendo de un concepto individual de intervención por el cual se entiende sólo el tratamiento de las mujeres, excluyendo a los/as menores así como a los hombres que ejercen violencia, intervención que también previene que otras mujeres, futuras parejas de estos hombres, sufran esta violencia. En el apartado 7 se expondrá un estudio de caso, cerrando el trabajo con conclusiones y opinión personal.
Finalizo esta introducción resaltando que el amor es una forma de poder, de influencia en la vida de otras personas, de la que podemos hacer un uso positivo (crecimiento personal y relacional) o destructivo (violencia y maltrato en las relaciones íntimas). Este aspectos nos plantea un reto profesional importante: bajo muchos casos de maltrato existe realmente un vínculo afectivo, destructivo, pero vínculo, siendo necesario el abordaje del mismo así como el replanteamiento de otras formas vinculares constructivas y saludables que transmitan “el querer bien”. Con esta reflexión, invito a pensar sobre nuestra forma de amar a las personas que forman parte de nuestra vida.
II.- Breve reseña sobre normativa
El que habitualmente ejerza violencia física o psíquica sobre quien sea o haya sido su cónyuge o sobre persona que esté o haya estado ligada a él por una análoga relación de afectividad aun sin convivencia(…) será castigado con la pena de prisión(…) privación del derecho a la tenencia y porte de armas(…)” (Extracto artículo 173.2 de la LO 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal)
En nuestro país, el marco legal de referencia en este tipo de maltrato es la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. El artículo 1 menciona que esta Ley “tiene por objeto actuar contra la violencia que, como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce sobre éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin convivencia”.
Sin embargo, las Naciones Unidas en la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer (1993) realizan una definición más amplia, entendiendo la violencia contra las mujeres como “todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, inclusive las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública o privada”.
III.- Violencia de género en la pareja: desde el ámbito privado al ámbito social
Violence against women is a manifestation of the historically unequal power relations between men and women, which have led to domination over and discrimination against women by men and to the prevention of women’s full advancement. (The United Nations Fourth World Conference on Women, Beijing 1995)
Desde mi punto de vista, es fundamental entender la VGP dentro de un paradigma social amplio.
La VGP se vive en las unidades familiares, en la esfera privada, contribuyendo así a su invisibilización. Sin embargo, este tipo de maltrato tiene un importante componente estructural. De esta manera, considero oportuno abrir el foco de este tipo de maltrato y pasar de una concepción individual y privada a otra social y pública.
Es de obligación realizar dos apreciaciones, extraídas del “Protocolo Común para la Actuación Sanitaria ante la Violencia de Género” (Ministerio de Sanidad y Consumo, 2007) para comprender el carácter estructural de la VGP:
✓ “(…) el género se refiere a los roles, derechos y responsabilidades diferentes que tradicionalmente y a través del proceso de socialización han sido asignados a los hombres y a las mujeres, así como a la desigualdad que esto crea entre ellos y ellas.” (p.51).
✓ “La violencia no se debe a rasgos singulares y patológicos de una serie de individuos, sino que tiene rasgos estructurales de una forma cultural de definir las identidades
y las relaciones entre los hombres y las mujeres. La violencia contra las mujeres se produce en una sociedad que mantiene un sistema de relaciones de género que perpetúa la superioridad de los hombres sobre las mujeres y asigna diferentes atributos, roles y espacios en función del sexo (…). La violencia contra las mujeres es además instrumental. El poder de los hombres y la subordinación de las mujeres, que es un rasgo básico del patriarcado, requiere de algún mecanismo de sometimiento. En este sentido, la violencia contra las mujeres es el modo de afianzar ese dominio” (p. 12).
Por último, indicar que ha sido recientemente cuando se ha comenzado a cuestionar el “derecho a la intimidad dentro de la pareja” para ejercer el uso de la violencia (Lorente, 2001).
A lo largo de este tercer apartado subrayaré el componente estructural de este maltrato para ubicarlo en su vertiente social y su vivencia en el ámbito privado, sin olvidar que el hogar, lugar que se asocia a la seguridad, se convierte en un sitio peligroso y de riesgo.
3.1.- Modelo de Brofenbrenner aplicado a la violencia de género en la pareja
Donald Dutton (1988) desarrolló su teoría ecológica para entender la violencia familiar basándose en el modelo de Bronfenbrenner (1977).
El contexto social se dividiría en:
✓ Macrosistema
✓ Exosistema
✓ Microsistema
El macrosistema nos remite a las formas de organización social, los sistemas de creencias y los estilos de vida que prevalecen en una cultura o subcultura en particular. Son patrones generalizados que impregnan los distintos estamentos de una sociedad (por ejemplo, la cultura patriarcal).
Según Dutton (1988), el sistema de creencias patriarcal contribuiría a la incidencia en el maltrato al generar en los hombres la creencia de que sus expectativas o deseos no pueden ser criticados por una mujer. En ciertos hombres este sistema de creencias justificaría la violencia como medio para conseguir ese “derecho natural”.
Las creencias culturales asociadas al problema de la violencia familiar y de género han sido estudiadas por profesionales de la sociología y de la antropología, que han definido el entorno más amplio como “sociedad patriarcal”, dentro del cual el poder, conferido al hombre sobre la mujer y los padres sobre los hijos/as, es el eje que estructura los valores sostenidos históricamente por nuestra sociedad occidental. El sistema de creencias patriarcal sostiene el modelo de familia vertical, con un vértice constituido por “el jefe del hogar”, que siempre es el padre, y estratos inferiores donde son ubicados la mujer y los hijos/as. Dentro de esta estratificación, el subsistema filial también reconoce cierto grado de diferenciación basada en el género, ya que los hijos son más valorados y en consecuencia, obtienen mayor poder que las hijas (J. Corsi 1999).
Las formas más rígidas del modelo vertical prescriben obediencia automática e incondicional de la mujer hacia el marido y de los hijos/as hacia los padres.
Por otra parte, las creencias culturales incluyen los estereotipos de la masculinidad que asocia al hombre con la fuerza y por consiguiente el uso de la fuerza para la resolución de conflictos. En contrapartida, las mujeres son percibidas como más débiles y por tanto, se asocia a conceptos tales como dulzura y sumisión.
El exosistema compuesto por la comunidad más próxima, incluye las instituciones mediadoras entre el nivel de la cultura y el nivel individual: la escuela, los medios de comunicación, los ámbitos laborales, las instituciones recreativas, los organismos judiciales y de seguridad etc.
La estructura y el funcionamiento de tales entornos juegan un papel decisivo a la hora de legitimar la violencia. Se considera la llamada “legitimización institucional de la violencia”, que sucede cuando las instituciones reproducen en su funcionamiento el modelo de poder vertical y autoritario. De alguna manera, terminan usando métodos violentos para resolver conflictos institucionales, lo cual se transforma en un espacio simbólico propicio para el aprendizaje y/o legitimación de las conductas violentas en el nivel individual (J. Corsi, 1999). En
este sentido, posibles ejemplos son instituciones religiosas que abogan por la resignación ante el maltrato, escuelas que no ofrecen alternativas a la resolución constructiva de conflictos etc. Por otra parte, el contexto económico y laboral también son factores exosistémicos, siendo por tanto, el estrés económico o el desempleo factores de riesgo asociados a este problema, sin ser nunca, por sí solos, causa de violencia.
Un componente fundamental del exosistema lo constituye los medios de comunicación y su efecto en los procesos de socialización secundaria.
A nivel comunitario, los recursos de los que se dispone para dar respuesta a este problema (carencia o no de legislación adecuada, apoyo institucional suficiente etc), contribuyen a la perpetuación del maltrato.
Finalmente, hay que mencionar el fenómeno de victimización secundaria, promovido por profesionales e instituciones que muestran respuestas inadecuadas ante quienes piden ayuda y apoyo, probablemente debido a los mitos, estereotipos, creencias y resonancias personales.
El microsistema se refiere a las relaciones cara a cara que constituyen la red vincular más próxima a la persona. Dentro de esa red, juega un papel privilegiado la familia, entendida como estructura básica del microsistema. Se refiere al patrón de interacción y a los elementos estructurales de la familia, así como a las historias personales de quienes la constituyen. A lo largo de los siguientes apartados de este trabajo, se abordará estos aspectos.
El modelo ecológico tiene como objetivo permitir una mirada más amplia de los problemas humanos y Donald Dutton además incluye los factores ontogenéticos que ayudan a entender los diferentes niveles de análisis del contexto en el modelo de Bronfenbrener.
Dutton (1988) incluye los factores ontogenéticos, es decir, el desarrollo individual o la historia de aprendizaje de cada persona sería lo que lleva cada sujeto a ese contexto social de tres niveles.
El perfil del hombre que maltrata producido por la teoría ecológica de Dutton (1988) toma de prestado los cuatro niveles para predecir el riesgo de maltrato: un hombre con una fuerte necesidad de dominar y controlar a la mujer (ontogenético), con pobres habilidades de resolución de conflictos (ontogenético), con estrés en el trabajo o por el contrario sin un puesto de trabajo (exosistema), aislado de los grupos de apoyo (exosistema), con estrés en su relación, es decir, con dificultades en la comunicación (microsistema) y luchas de poder (microsistema) y que vive en una cultura donde los hombres demuestran su hombría resolviendo sus conflictos de forma agresiva (macrosistema) tenderá a maltratar a su pareja (P. Villavicencio y J. Sebastián, 1999).
3.2.- Bases socioculturales de la violencia de género en la pareja
La VGP tiene múltiples causas, entre las que destaca el hecho de que es una conducta aprendida que se ha forjado por las normas socioculturales y las expectativas de rol que apoyan la subordinación femenina y perpetúan la violencia masculina. Es fundamental conocer las bases socioculturales que componen el macrosistema de este tipo de maltrato.
El modelo interactivo de la violencia doméstica fue desarrollado por Stith y Rosen (1992). Este modelo plantea que los valores socioculturales relacionados con la violencia y con los roles sexuales, inciden sobre las vulnerabilidades, factores de estrés y recursos disponibles, así como sobre la definición y percepción de la violencia. Además, señala que una vez que la violencia ha sido empleada para satisfacer necesidades, existe una tendencia a repetir su uso.
Son varios los factores que favorecen el mantenimiento de la VGP:
✓ Culturales: desigualdades basadas en el género, definición cultural estereotipada de los roles sexuales apropiados, expectativas asignadas a los diferentes roles dentro de las relaciones, creencia de la superioridad innata de los varones, sistemas de valores
que atribuyen a los varones el derecho de propiedad sobre mujeres y niñas, concepción de la familia como esfera privada bajo el control del varón, tradiciones matrimoniales (precio de la novia, dote), aceptación de la violencia como medio para resolver conflictos.
✓ Económicos: dependencia económica de la mujer respecto al varón, restricciones en el acceso al dinero y manejo presupuestario del hogar, leyes discriminatorias, restricciones en el acceso al empleo así como a la educación.
✓ Legales: inferioridad jurídica de la mujer, leyes discriminatorias, definiciones jurídicas de la violación y los abusos domésticos, escasos conocimientos de sus derechos como
mujeres, actitudes estereotipadas y prejuiciosas en el tratamiento de mujeres y niñas por parte de la policía y del personal judicial.
✓ Políticos: representación insuficiente de las mujeres en las esferas del poder, trato poco serio de la violencia doméstica, concepción de la vida familiar como un asunto privado y fuera del alcance del control del Estado, riesgo de desafiar el status quo o las
doctrinas religiosas, restricciones en la organización de las mujeres como fuerza política así como en la participación de las mujeres en el sistema político organizado.
Un aspecto clave a tener en cuenta es la complejidad de este tipo de maltrato. Esta complejidad se detecta en la imposibilidad de señalar una única causa u origen. Diferentes factores de carácter sociocultural interaccionan con otros factores de carácter familiar e individual; cuestiones que se abordarán a lo largo de este trabajo.
3.3.- Bases familiares de la violencia de género en la pareja
La familia es el núcleo fundamental en el que nos desarrollamos. Supone la red vincular, afectiva y de referencia más próxima a cualquier persona.
La familia se sitúa en la articulación individuo- sociedad. Conceptos sistémicos tales como circularidad, mitos, reglas, “grupo natural con historia”, comunicación, jerarquía, roles etc son fundamentales para comprender las bases familiares de la VGP. Todos estos aspectos se tratarán en el apartado 5 del presente trabajo.
Almudena Alegre Hernándo, en avntf-evntf.com/
Agustín Echavarría
1. Introducción
La expresión “problema del mal” se utiliza con frecuencia para hacer referencia a la dificultad especulativa que representa la conciliación de la afirmación de la existencia de un Dios omnipotente, sumamente sabio y sumamente bueno, con la innegable evidencia de la abundante presencia del mal en el mundo.
Este ancestral problema fue adecuadamente presentado por Boecio como una paradoja: “Si Dios es, ¿de dónde provienen los males? Por otra parte, ¿de dónde proceden los bienes, si Dios no es?” [1]. En efecto, el problema del mal ha sido siempre, y sigue siendo aun hoy, el caballo de batalla más habitual del ateísmo, dado que a simple vista la existencia del mal se presenta como absolutamente incompatible con la existencia del Bien absoluto [2]. Por otra parte, la existencia del mal es también la cruz del ateísmo, porque, como explica Tomás de Aquino, lejos de implicar la negación de Dios, parece implicar una confirmación de su existencia: “Si el mal es, Dios es. Pues no existiría el mal una vez quitado el orden del bien, del cual el mal es privación. Pero este orden no existiría, si no existiera Dios” [3]. Es por eso que a pesar de esta aparente paradoja inicial, la mayor parte de los filósofos que han querido abordar filosóficamente el problema del mal han intentado sostener, simultáneamente con la existencia real de dicho mal, la existencia de un Dios todopoderoso, absolutamente sabio y bueno. La negación de la existencia de Dios (o de alguno de los mencionados atributos), más que una respuesta al problema del mal, parece suponer más bien la renuncia absoluta a encontrarle un sentido.
La doctrina de Tomás de Aquino sobre el mal se sitúa dentro de la tradición filosófica que intenta conciliar todos los extremos del problema (y con ello, enfrenta el problema como tal). En esta tradición cabe enumerar a grandes representantes del pensamiento metafísico de occidente como san Agustín, Boecio, san Anselmo, Malebranche, Leibniz y Rosmini, entre muchos otros. Para estos autores la respuesta al problema del mal estriba en la afirmación de que Dios no es su causa, sino que sólo “permite” el mal en vistas a obtener bienes mayores, o para impedir mayores males, que se seguirían de su no permisión. Parafraseando a san Agustín, Tomás afirma que “(…) pertenece a la infinita bondad de Dios el permitir que existan males y el sacar bienes a partir de ellos” [4].
Ahora bien, dentro de esta tradición, los modos de explicar qué significa y cómo se produce la “permisión” del mal son muy diversos, en virtud de las no menores diferencias entre los principios metafísicos adoptados por cada autor. El problema del mal ha sido una de las cuestiones más debatidas de la filosofía moderna (especialmente pre-kantiana), y hemos asistido a un notable resurgimiento del debate en los últimos 40 años, especialmente en el ámbito de la filosofía analítica anglosajona. Entre las muchas teorías que se han elaborado para intentar responder al problema del mal cabe destacar, por su notable influencia y vigencia, la doctrina llamada “teodicea” y la teoría de la “defensa del libre albedrío” (free will defence).
En este contexto, ¿tiene algo que decir el planteamiento metafísico de un autor medieval como Tomás de Aquino en el actual debate acerca del “problema del mal”? El propósito de este artículo es dar una respuesta a este interrogante, estableciendo un contrapunto de su doctrina con las más habituales posiciones modernas y contemporáneas sobre esta cuestión. En primer lugar se definirá y explicará en qué consiste una “teodicea”, como tipo específico de solución al problema del mal, y se intentará mostrar cómo, contra lo que puede parecer, la doctrina de Tomás de Aquino sobre el mal no puede ser caracterizada como tal. En segundo lugar, se definirá y explicará en qué consiste una “defensa del libre albedrío”, en tanto que respuesta específica al problema del mal, y se intentará mostrar cómo, contra lo que podría parecer, la doctrina de Tomás de Aquino sobre el mal tampoco puede ser encuadrada dentro de esa definición. Finalmente, se expondrán algunas ideas clave de la metafísica de Tomás de Aquino que consideramos que pueden resultar de gran importancia para iluminar el debate moderno y contemporáneo sobre la cuestión, mostrando su notable vigencia.
2. La doctrina de Tomás de Aquino no es una “teodicea”
El término “teodicea” es un compuesto de los vocablos griegos theós (Dios) y diké (justicia), por lo que etimológicamente significa “justificación de Dios”. Acuñado por Leibniz, el término aparece por primera vez en algunos de sus manuscritos de mediados de la década de 1690 [5], y ve oficialmente la luz con la publicación de su única obra editada en vida, los Essais de Théodicée sur la bonté de Dieu, la liberté de l’homme et l’origine du mal (Amsterdam, 1710) [6]. Según Leibniz, Dios es libre en su creación, lo cual significa que en la mente divina están representados infinitos modos posibles de crear el mundo, de los cuales Él escoge sólo uno [7]. Partiendo de la absoluta universalidad del principio de razón suficiente, y de la absoluta bondad y sabiduría de Dios, es preciso concluir que Él debe actuar del mejor modo, no por una necesidad absoluta de tipo metafísico, sino por una necesidad “moral” que depende del primer decreto libre mediante el cual Dios ha decidido elegir lo mejor [8]. De ahí se sigue que el mundo efectivamente creado, con todos los males que contiene, debe ser el mejor de los mundos posibles, incluidos aquellos que no contienen ningún mal en su estado de posibilidad [9]. Por consiguiente, el mundo presente es aquel que contiene aquella mínima proporción de mal que sirve de medio o al menos de condición sine qua non para la obtención de la mayor cantidad de perfección total en el universo [10]. En este contexto, que Dios “permite” el mal significa que es su causa indirecta o per accidens [11], principio que vale tanto para el mal metafísico (o mal de naturaleza), como para el mal físico (sufrimiento) y el mal moral (el pecado) [12].
Este tipo paradigmático de “teodicea” tuvo su continuación en ciertas formas de racionalismo ilustrado que proponían un tipo de justificación de la conducta divina que simultáneamente implicaba una justificación del mal mismo. Este tipo de doctrina es el principal objeto de la ridiculización llevada a cabo por Voltaire en su novela Candide ou l’Optimisme (1759), así como de los argumentos de Kant en su breve opúsculo Über das Misslingen aller philosophischen Versuche in der Theodizee (1791). No obstante, en la actualidad el término “teodicea” se utiliza en un sentido amplio para designar toda doctrina filosófica que no busque únicamente establecer la compatibilidad entre la existencia de Dios y la existencia del mal, sino que pretenda además dar una respuesta “positiva” al problema del mal, esgrimiendo razones para su permisión por parte de Dios [13]. Aquí utilizaremos el término en un sentido más específico y cercano al sentido original, para designar toda doctrina que, como la de Leibniz, sostenga las siguientes tesis:
1) Holismo: la perfección del universo creado considerado como un todo es la razón última de la permisión del mal.
2) Consecuencialismo: la justificación de la existencia del mal se basa en el hecho de que este es un “medio” o al menos una conditio sine qua non instrumentalizable en orden a la obtención de la mayor perfección del universo [14].
3) Optimismo: existe una relación directa entre el carácter óptimo de la obra de Dios —es decir, entre la proporción y cantidad de bienes y males existentes en el universo—, y la bondad o perfección “moral” del obrar divino.
Si bien no es tan frecuente encontrar hoy en día autores que defiendan expresamente todos estos puntos señalados, muchas de estas tesis se filtran de modo implícito en algunos planteamientos. En todo caso, resulta de gran interés establecer una comparación entre esta doctrina y la de Tomás de Aquino, ya que no pocas veces se la ha caracterizado como una “teodicea” de este tipo [15]. Abordemos la cuestión punto por punto.
1) ¿Es la doctrina de Tomás de Aquino “holista”? En algunos textos, siguiendo principios neoplatónicos, Tomás vincula expresamente la razón de permisión del mal con la perfección total del universo. En efecto, la perfección o forma que Dios busca plasmar en sus criaturas es el orden del universo [16], por eso Dios hace aquello que es mejor para el todo, y no sólo para cada una de las partes, a no ser en vistas a la perfección del todo [17]. Ahora bien, explica Tomás, no se encontraría una perfecta bondad en las cosas si no hubiese en ellas un orden tal, que unas resulten mejores que otras y que haya cierta desigualdad —como la que existe entre las criaturas racionales y las irracionales— [18], de tal suerte que se completen en el universo todos los grados de bondad [19].
Según el Aquinate hay algún grado de bondad al cual corresponde por naturaleza el no poder decaer del bien propio, y otros grados a los cuales corresponde por naturaleza esa posibilidad; por consiguiente, para la mayor perfección del universo es necesario que existan ambos grados [20]. Ahora bien, dado que la providencia divina no busca destruir las naturalezas de las cosas, sino conservarlas, permite entonces que aquello que por naturaleza puede decaer, algunas veces decaiga efectivamente de su bien propio[21]. A partir de aquí concluye Tomás de Aquino:
“Por consiguiente se quitarían muchos bienes del universo si Dios no permitiera los males. Pues no se generaría el fuego si no se corrompiera el aire, ni se conservaría la vida del león, si no muriera el asno, ni tampoco sería alabada la justicia del que castiga y la paciencia del que sufre, si no hubiera iniquidad” [22].
La perfección del universo como un todo es entonces, sin duda, para Tomás de Aquino la razón de la permisión del mal, al menos en un sentido general y antecedente, es decir, es la razón de la apertura indiferenciada a la posibilidad del defecto de las criaturas [23].
1) ¿Significa todo esto que para Tomás de Aquino el mal es un “medio” o al menos conditio sine qua non para la obtención de ciertos bienes, como sostiene Leibniz? El propio Tomás aclara que el hecho de que a partir de los males se puedan obtener bienes que de otro modo no habrían existido, no significa que el mal pueda conferir per se ninguna perfección al universo [24]. Sólo puede conferir cierta perfección a alguna cosa aquello que o bien es una parte constitutiva de ella, o bien causa alguna perfección en esa cosa [25]. Ahora bien, dado que el mal no es una realidad ni substancial ni accidental, sino sólo “privación”, no puede formar parte del universo, ni puede ser per se la causa de ningún bien [26]. El mal sólo puede conferir alguna perfección al universo per accidens, en la medida en que a dicho mal viene unido incidentalmente algo que contribuye a la perfección del universo [27].
Si bien este último principio relativo a la razón de la permisión del mal es universalmente válido para todas las clases de mal, debe ser aplicado de manera analógica según el tipo de mal del que se habla en cada caso. Hay ciertamente algunos males que, si no existiesen en absoluto, el mundo sería menos perfecto, a saber, aquellos males a partir de los cuales se obtiene una perfección mayor que aquella de la que estos mismos males privan, como sucede, por ejemplo, que de la corrupción de los elementos resulta el mixto, cuya forma es más perfecta que la de los elementos corrompidos [28]. Tal es el caso de los males de los agentes físicos o “males de naturaleza”, es decir, los defectos que afectan a las cualidades y a las acciones de estos sujetos y que les acaecen como una consecuencia natural a la vez de su mutuo entrecruzamiento causal y de su composición hilemórfica. Pero es también el caso de los “males morales de pena”, es decir, de aquellas privaciones contrarias a la voluntad de las criaturas racionales que estas padecen como consecuencia de una culpa personal o ajena —por ejemplo, el pecado original—. En ambos casos, que Dios “permite” estos males significa que es su causa indirecta o per accidens, en la medida en que se producen como consecuencia ya de la obtención de la “forma natural” del universo [29], ya del restablecimiento de la justicia en el mismo [30].
Sin embargo, hay otro tipo de males, explica Tomás, que, si no hubiesen llegado a ser, el universo podría haber sido más perfecto. Se trata de aquellos males que privan a algún individuo de una perfección mayor que la que otro obtiene a partir de ese mal. Tal es el caso del “mal moral de culpa”, es decir, de la acción voluntaria privada del debido orden al fin del sujeto racional que la realiza, en lo cual consiste según Tomás el mal en sentido estricto, ya que se opone directamente al bien infinito que es Dios [31]. En efecto, cuando se da este tipo de males, alguno queda privado de la gracia y la gloria, gracias a lo cual otro se ve beneficiado con la comparación. Ahora bien, la perfección que se obtiene por medio de la permisión de estos males, podría alcanzarse sin ellos, pues no es estrictamente necesario que exista, por ejemplo, un acto de persecución para que alguno adquiera la paciencia y alcance la salvación [32]. En conclusión:
“(...) si ningún hombre hubiese pecado, todo el género humano habría sido mejor; porque aun cuando la salvación de uno fuera ocasionada directamente a partir de la culpa de otro, sin embargo aquél podría haber conseguido la salvación sin aquella culpa; sin embargo, ni estos males ni aquellos contribuyen per se a la perfección del universo, porque no son causas de la perfección, sino ocasiones” [33].
Así, el mal de culpa puede ser “ocasión” para la obtención de ciertos bienes [34], en la medida en que se presenta como una circunstancia favorable para ello [35]. Pero, en rigor, ningún bien ulterior que pueda obtenerse está necesariamente ligado con ningún mal de culpa precedente, de suerte que no existan otros medios para su obtención. Por eso afirma Tomás que El “mal de culpa”, no puede ser causado por Dios ni directa ni indirectamente [36], y su permisión no es en modo alguno la consecuencia necesaria de los bienes que Dios desea obtener. En este caso, que Dios lo permite significa que Él es la causa primera que sostiene en el ser el acto deficiente de la libertad creada; no obstante, es ésta misma libertad la que, introduciendo por si sola ese defecto en su acción y poniendo un impedimento a la causalidad divina, es la única causa —e incluso “causa primera” [37]— del defecto de su acción [38]. El mal moral es entonces una posibilidad necesaria de toda libertad creada, pero su realización efectiva es absolutamente contingente. Como se ve, estamos muy lejos aquí de una consideración consecuencialista en la que el mal es instrumentalizado para la obtención del bien.
1) Con respecto al optimismo metafísico, es preciso hacer algunas importantes aclaraciones. Ciertamente, Tomás de Aquino afirma de modo expreso la absoluta perfección del obrar de Dios, quien “no podría obrar mejor” que como obra. No obstante, debe entenderse esa expresión en un sentido adecuado. Explica Tomás que si por “mejor” se entiende el “modo” de la acción divina, es evidente que Dios no puede obrar mejor que como obra, porque su actuar inmanente se identifica por completo con la perfección de su sabiduría y su bondad esenciales, que no admiten comparación alguna [39]. En cambio, si el comparativo “mejor” se refiere a la perfección del efecto creado, entonces debe decirse que la perfección de la acción de Dios no se agota en ningún efecto, ya que toda criatura es perfectible o mejorable; en este sentido Dios, absolutamente hablando, siempre puede hacer las cosas mejores que lo que las hace [40].
No existe pues un “mejor de los mundos posibles”, porque no hay un único modo de crear las cosas que sea el más adecuado para manifestar la sabiduría y la bondad divinas. En rigor, la perfección del obrar de Dios no puede ser mensurada a partir de ningún efecto actual ni posible, ya que el fin por el cual Él obra —a saber, su propia gloria— se alcanzaría en cualquier caso de modo infalible y perfecto, sea con unas criaturas o con otras, y sea cual sea el modo en que estas se comporten. Por supuesto que estas afirmaciones solo alcanzan su pleno fundamento dentro de una metafísica que no reduzca el acto creador de Dios a la mera actualización de un “mundo” completo, ya desplegado en el reino de la pura posibilidad, o — para decirlo con terminología actual—, a la mera “instanciación” de ciertos “estados de cosas”. Para Tomás Dios crea comunicando el acto de ser a determinados sujetos a los que constituye con sus capacidades operativas propias [41], y cuyo modo de obrar, necesario o contingente y falible, conserva y respeta [42].
En tal sentido resulta muy llamativo que, a pesar del general rechazo de la filosofía y teología actuales a las teodiceas de tipo racionalista, persistan aun algunos de sus supuestos fundamentales. En efecto, muchas de las objeciones a la bondad divina basadas en la “cantidad” de males del universo, y muchas de las respuestas a este tipo de objeción, descansan sobre el supuesto consecuencialista de que para que la bondad de Dios esté a salvo, Él no puede “fracasar” en su creación, y que por eso es necesario que la cantidad y calidad de los males no supere a la cantidad de bienes —por ejemplo, que los condenados no sean más que los salvados—. En este sentido, parece acertada la apreciación de P. Van Inwagen, en el sentido de que la cantidad de mal que Dios permite tiene que ser indeterminada, ya que no hay una “mínima cantidad de mal” a través de la cual Dios alcance sus objetivos [43]. En rigor, ninguna cantidad ni proporción de mal en el mundo podría significar una objeción definitiva a la inocencia de Dios.
Lo que este tipo de objeciones parecen soslayar es la posibilidad de que Dios, sin que esto vaya en desmedro de su perfección, pueda haber decidido asumir un “riesgo real” al decidir crear seres racionales falibles, abriendo de este modo la posibilidad real del fracaso para todas y cada una ellas, y que lo haya hecho simplemente por el valor que posee en sí misma la libre conquista del bien al que estas están naturalmente orientadas. Esta consideración —que puede hacerse independientemente de la certeza que podamos tener acerca de la posible sobre compensación que quepa esperar de parte de un Dios sabio, bueno y todopoderoso por la permisión de esos males—, parece sin duda estar mejor preservada dentro de la así llamada “defensa del libre albedrío” (free will defence).
3. La doctrina de Tomás de Aquino no es una “defensa del libre albedrío” (free will defence)
La estrategia argumentativa más habitual para afrontar el problema del mal en las últimas décadas ha sido la así llamada free will defence [44]. Elaborada en el contexto del resurgimiento analítico del interés por la teología natural —o, como se la llama en ámbito anglosajón, Philosophy of Religion—, ha sido sostenida con diversos matices por autores como A. Plantinga [45], R. Swinburne [46] y P. Van Inwagen [47], entre muchos otros. Esta estrategia ha tenido un rotundo éxito, llegando a dejar como comúnmente aceptado que no existe ninguna incompatibilidad lógica entre la existencia de Dios, con todos sus atributos clásicos, y la existencia del mal.
Sin entrar en las particularidades de cada una de las propuestas de los mencionados autores, podríamos caracterizar a grandes rasgos esta estrategia a partir de las siguientes afirmaciones comunes a muchas de ellas:
1) El gran bien que representa la existencia del libre arbitrio en las criaturas ha sido la razón fundamental que ha movido a Dios a permitir todo el mal que esta libertad, por su propia condición, hace posible [48]. Que la libertad sea un gran bien queda en evidencia desde el momento en que ella es la condición necesaria no sólo para un comportamiento moral responsable [49], sino también para que las criaturas entre relación de amistad entre ellas y con su creador [50]. Para que la libertad pueda ser considerada “moralmente relevante” debe implicar por su propia naturaleza la capacidad de autodeterminación, y la consiguiente posibilidad de elección entre opciones buenas o malas; ahora bien, esto trae por ello consigo la posibilidad del mal, al menos del mal moral. Por consiguiente, Dios no podría haber creado seres libres para amar, sin abrir con ello la posibilidad de que estos decidieran odiar [51].
2) Algunos partidarios de la free will defence van aún más allá y afirman que es contradictorio que Dios pueda crear un mundo con libertad y sin mal, y que, por tanto, tal posibilidad está fuera del alcance de la omnipotencia de Dios. Así, según Plantinga, Dios no puede actualizar aquellos mundos posibles que contienen un estado de cosas que consista en que una criatura realice o deje de realizar una acción. En efecto, Dios sólo puede actualizar en sentido fuerte aquello que puede “causar” que sea actual [52]. Ahora bien, si Dios “produce que yo deje de hacer A, entonces yo dejo de hacer A libremente” [53], porque la libertad en sentido significativo implica la indeterminación respecto de leyes causales y condiciones antecedentes que determinen la voluntad [54]. Por tal motivo Plantinga rechaza lo que él considera “el lapsus de Leibniz” (Leibniz’s lapse), es decir, la afirmación de que Dios puede crear cualquier mundo posible [55]. Más concretamente, los free will defenders señalan en general —contra una clásica objeción compatibilista de Mackie [56]—, que Dios no podría crear un mundo en el que los hombres eligieran siempre libremente el bien [57], es decir, un mundo que contuviera únicamente bien moral y no mal moral. Se ha dicho incluso que esta afirmación constituye el “corazón de la defensa del libre albedrío” [58].
3) La existencia de la libertad es suficiente además para explicar la condición de posibilidad no solamente de los males que ella misma produce (mal moral) sino también todos los males de naturaleza física que las criaturas padecen. Acerca de este punto, los diferentes autores han ensayado diversas hipótesis explicativas del modo en que la libertad se encuentra conectada con la posibilidad del mal físico, dada la especial dificultad que representa el caso de los males “naturales” no producidos por el hombre. Así, A. Plantinga ha sostenido como altamente probable la posibilidad de que todo mal natural tenga su origen en una libertad no humana (es decir, la del demonio) [59]. R. Swinburne ha recurrido al argumento de “la necesidad del conocimiento”, que afirma que la posibilidad de los males naturales es connatural a un mundo en el que exista una regularidad que permita al hombre hacer las inducciones necesarias para ejercer positivamente su libertad [60]. P. Van Inwagen, por su parte, ha elaborado una narración de carácter conjetural acerca del “estado de justicia original” y el pecado del primer hombre como causa de su desajuste con la naturaleza [61].
No resulta nada extraño que, a la vista de esta clase de argumentos, muchos autores hayan querido incluir a autores clásicos como san Agustín, san Anselmo y, por supuesto santo Tomás de Aquino, entre las grandes precursores de la free will defence [62]. Ahora bien, ¿responde la caracterización arriba expuesta a una fiel lectura de la doctrina de Tomás de Aquino? Conviene analizar la cuestión punto por punto:
1) Ciertamente, como ya se ha dicho, para Tomás, Dios crea, en vistas a la perfección de su creación, aquellas sustancias que pueden por su propia naturaleza decaer del bien, como es el caso de las dotadas de libre arbitrio [63]. Esto significa que el bien que estas criaturas libres representan para el universo es de suyo un bien más alto que el precio que se paga por ello. Para Tomás, el bien de cada criatura intelectual —que en virtud de su libre arbitrio pueden dirigirse por sí misma a su fin último—, vale más que todo el universo físico [64]. La posibilidad de la gloria, es decir, de que estas criaturas puedan entrar libremente en relación de amistad con Dios y alcanzar su visión “cara a cara”, bien vale, según Tomás, la posibilidad del pecado e incluso de su condenación eterna [65]. En este punto, la doctrina de santo Tomás no solo es perfectamente coincidente con la de los free will defenders, sino que es una de sus fuentes históricas más claras.
2) En segundo lugar, también es cierto que para Tomás de Aquino la libertad de las criaturas es naturalmente falible o “flexible” hacia el mal. Afirma claramente Tomás que “cualquier criatura racional, tanto el ángel como el hombre, si se lo considera en su sola naturaleza, puede pecar” [66]. En tal sentido, J. Maritain ha sostenido que una criatura naturalmente infalible equivale a un círculo cuadrado [67]. Ahora bien, es necesario introducir un importante matiz a estas afirmaciones. Como ha señalado muy agudamente J. Pieper [68], para Tomás, si bien la posibilidad de hacer el mal es una “signo” de la libertad [69], no es sin embargo una parte constitutiva de ésta: “(…) el poder elegir el mal no pertenece a la razón del libre arbitrio, sino que se sigue del libre arbitrio en cuanto existe en una naturaleza creada que puede decaer” [70]. Dios, siendo libre, no puede hacer el mal [71], como tampoco, dejan de ser libres los bienaventurados, cuya libertad está ya confirmada en el bien [72]. Esto significa que para Tomás de Aquino, el no poder querer sino el bien no es en modo alguno una anulación o una limitación de la libertad, sino su consumación y perfección última [73].
Tomás, siguiendo en esto a san Agustín, afirma que lo que vuelve falible a la libertad de la criatura no es el ser ella una libertad, sino el provenir “de la nada” [74], es decir, el ser una libertad “creada”. La posibilidad de actuar mal no es inherente a la libertad en cuanto tal, sino solo a la libertad finita. Más aun, sin necesidad de caer en la afirmación de que tal finitud es un “mal metafísico” —como se suele interpretar que pensó Leibniz—, puede afirmarse que la limitación creatural es la raíz metafísica de la posibilidad de todos los tipos de mal, no solo del propio de la voluntad libre. En Tomás de Aquino esta afirmación está fundada sobre la tesis de la composición acto-potencial de ser y esencia propia de toda criatura [75]. La composición de ser y esencia implica la no identidad del sujeto creado con la perfección que tiene recibida [76]. Ahora bien, esta no identidad es lo que hace posible que las criaturas adquieran o pierdan perfección [77]. Así, la composición metafísica, al mismo tiempo que es la raíz de la perfectibilidad de las criaturas, es por ello mismo la raíz su carácter falible. En cuanto a la cuestión de la causalidad divina y la libertad creada, debe decirse que para Tomás de Aquino no solo es posible que Dios “cause” que una criatura actúe libremente bien, sino que eso es precisamente lo que sucede en cada acción buena que la criatura realiza. Para Tomás Dios no “permite” a la criatura obrar libremente, sino que ciertamente “causa” las acciones libres de la criatura. Esta tesis es la consecuencia natural de su metafísica de la creación, que implica la total y radical dependencia de todas las cosas respecto de la causalidad divina. Esta causalidad universal y omncomprensiva no excluye las acciones libres de las criaturas, ya que toda causa segunda obra “en virtud de la causa primera” [78]. Dios “mueve” radicalmente como causa primera el libre arbitrio de la criatura, no solo en la medida en que lo “conserva” en el ser, sino en tanto que “aplica” la voluntad creada a su acto propio, siendo causa del mismo querer de la voluntad [79].
Ahora bien, esto no significa que la doctrina de Tomás pueda ser caracterizada como una suerte de “compatibilismo” que acepte la coexistencia de libertad y determinismo en nuestras acciones. En rigor, su posición se sitúa en un plano que supera el debate entre compatibilismo y libertarianismo [80], en los términos en los que habitualmente está planteado, es decir, como una falsa oposición entre causalidad (entendida de modo determinista) y libertad. Para entender adecuadamente la perspectiva de Tomás hay que tener en cuenta algunos aspectos de la noción de causalidad aplicada a la acción de Dios sobre las criaturas:
a) En primer lugar, la acción causal divina ad extra es siempre causalidad creadora, que no presupone ningún sujeto [81]. Esto quiere decir que Dios no “deja obrar” una libertad ya existente (libertarianismo), o la “determina” hacia una opción u otra (compatibilismo), como si esta fuera algo preexistente. Antes bien, la acción creadora constituye al sujeto en su propio ser y en su propio obrar participados. La causalidad divina no solo no anula la libertad creada sino que la fundamenta, ya que esta actúa con un mayor poder causal propio cuanto mayor es la influencia que recibe de la causalidad divina [82].
b) El concepto tomasiano de “causalidad” no implica en modo alguno una “determinación” unívoca de los efectos a partir de “condiciones antecedentes”, sino pura y exclusivamente la “dependencia” actual de lo que llamamos efecto respecto de un principio del cual éste recibe el ser [83]. Que las acciones libres de la criatura dependan de Dios para ser no implica que éstas dejen de producirse contingentemente. La causalidad divina es precisamente la raíz de esta contingencia, en la medida en que Dios ha querido que ciertas cosas sucedan contingentemente, para lo cual les ha preparado causas contingentes, proporcionadas a la naturaleza de tales efectos [84].
Ahora bien, según ciertos tomistas han explicado, esto no excluye que pueda caer bajo la omnipotencia de Dios el remediar la natural falibilidad de la criatura, moviendo de modo extraordinario la voluntad creada, de tal forma que esta se aplique infaliblemente al bien, sin que esto implique destruir la naturaleza de la libertad [85]. Ahora bien, de esto no se sigue que, si Dios no obra siempre de tal modo, su bondad quede cuestionada. Para que Dios no sea el responsable del mal basta con que mueva ordinariamente la libertad creada al modo falible connatural a ella, o, como dice Maritain, con mociones “rompibles”, que son por su propia naturaleza suficientes para que la criatura pueda no obrar mal [86]. En ese sentido, tanto Mackie como los free will defenders incurren en un mismo supuesto no demostrado, al sostener que del hecho de que Dios pueda valerse de un poder extraordinario para mover la libertad creada hacia el bien, se sigue que Él “debería” hacerlo siempre, para que su justicia no quedase en entredicho.
3) Por último, al no acertar con la raíz última de la posibilidad del mal —la composición metafísica de esencia y ser—, los free will defenders se ven en la obligación de recurrir una serie de argumentos ad hoc para vincular la posibilidad de todo el sufrimiento y el mal de naturaleza con la libertad. En Tomás ciertamente existe esa conexión del sufrimiento y el mal de naturaleza con la libertad, ya que tales males no afectaban al hombre en el estado de justicia original, sino que lo hacen como consecuencia de tal pecado original [87]. Ahora bien, la existencia de tal conexión no puede ser alcanzada como una conclusión meramente filosófica, sino que proviene de un dato de fe (a saber, el mismo pecado original). Aunque muchos de los argumentos de los free will defenders sobre esta cuestión se presenten como hipótesis meramente probables sin pretensión demostrativa, incurren en una cierta confusión de planos, al querer presentar en sede exclusivamente filosófica una cuestión que pertenece propiamente al ámbito de la teología revelada, sin legitimar ese recurso. En tal sentido, como ha mostrado recientemente P. A. McDonald Jr., la esencial apertura de la metafísica tomista del mal a la teología revelada podría proveer de una fundamentación mucho más sólida a los argumentos basados en la free will defence, al legitimar el recurso racional a verdades reveladas para responder a problemas planteados desde la experiencia y la razón naturales [88].
Desde un punto de vista estrictamente filosófico, debe decirse que tanto el sufrimiento como el mal de naturaleza en general tienen su raíz en el carácter naturalmente corruptible del ente físico. Para Tomás, todo ente natural, dada su composición acto-potencial hilemórfica, tiene la posibilidad de no-ser, es decir, de perder su forma o perfección sustancial, y sufrir así la corrupción, así como también puede padecer la acción de otras sustancias físicas [89]. La razón general de la permisión de este tipo de males se reduce entonces al mencionado principio de la conveniencia de los grados de ser, ya que Dios no podría crear el universo material sin producir per accidens el mal que tal corrupción implica [90]. Esto no quita que, desde un punto de vista teológico, algunos de estos males puedan ser considerados también como “males de pena”, en la medida en que afectan al hombre como consecuencia del pecado.
4. La definición de “mal” como aportación de Tomás de Aquino al debate actual
Ahora bien, si la doctrina de Tomás de Aquino no puede ser catalogada dentro de las habituales respuestas modernas y contemporáneas al problema del mal, ¿qué puede decirse positivamente de ella? En un artículo reciente S. Newlands ha señalado que una de las deficiencias más notables de los planteamientos actuales es la falta de una clara definición de “mal”, mostrando que, luego de la severa crítica que sufrió la clásica definición agustiniana del mal como privatio boni a lo largo del s. XVII, no ha surgido ninguna alternativa a esta definición entre los autores que defienden el teísmo [91]; por esta razón sugiere que tal definición debe ser rehabilitada [92]. En tal sentido, quizás la contribución más importante de Tomás de Aquino al esclarecimiento de este problema sea su definición del mal, sustentada en su “metafísica del ser”.
En efecto, la versión específicamente tomista de la definición del mal como privación contiene ciertas ventajas que contribuyen a superar el descrédito en el que tal definición ha caído. Las críticas más usuales a la definición del mal como privación, se basan en la acusación de que con ella el mal quedaría reducido a una mera apariencia sin realidad alguna [93], lo cual contrasta con la experiencia del poder y el dramatismo con que se manifiesta en el mundo [94]. Ahora bien, este tipo de críticas adolecen de una comprensión superficial de lo que se entiende por “privación”, concepto que queda frecuentemente confundido con la mera ausencia de perfección. En este malentedido se basa, por ejemplo, la errónea identificación que R. Swinburne ha hecho de la clásica definición del mal como privación con la doctrina hegeliana que postula que la misma finitud es una mal [95].
Para esclarecer este malentendido es conveniente recordar que Tomás de Aquino no se limita a reiterar la definición agustiniana [96], sino que desarrolla y explicita sus fundamentos metafísicos. Para Tomás no toda carencia de perfección es de suyo un mal, sino que es necesario establecer una distinción entre la ausencia “privativa” y la meramente “negativa”. Así, las carencias propias de los límites que constituyen a una cosa en su propia naturaleza son meramente “negativas”, mientras que aquellas carencias que privan al sujeto en el que radican de alguna perfección que le correspondería tener en virtud de su naturaleza, se llaman “privativas” [97]. Así, el carecer de alas no es un mal para un hombre, porque no corresponde a su naturaleza el poder volar, mientras que la ceguera sí es un mal para el hombre, ya que por naturaleza debería estar provisto de la capacidad de ver. El mal no es entonces una mera negación, es decir, cualquier ausencia de bien o perfección, sino que es propiamente la privación de un bien debido, esto es, la ausencia de una perfección que a un sujeto le corresponde por naturaleza poseer.
Ahora bien, esta doctrina solo puede ser entendida correctamente en el contexto de una metafísica creacionista del acto de ser y de la participación, en la cual el ente finito está compuesto de dos co-principios: la perfección recibida de Dios —el acto de ser— y el sujeto que recibe esa perfección —la esencia finita—. Sólo puede haber aunténticamente “privación” o ausencia de perfección debida, allí donde hay composición metafísica, porque para que un determinado sujeto pueda estar “privado” de la perfección que le es debida de acuerdo con su naturaleza, el sujeto no debe ser idéntico a la perfección que posee [98]. Ahora bien, por lo mismo que la criatura no se identifica con su ser, tampoco su esencia se identifica ni con su obrar ni con los principios próximos de su obrar, es decir, sus potencias operativas [99]. Esta no identidad entre la esencia y las operaciones hace que la criatura no sea un ser “clausurado”, sino ontológicamente “abierto”, que puede y debe conquistar más ser o perfección a través de sus acciones. Pero, por eso mismo, también puede perder perfección o ser, introduciendo defectos o faltas en sus acciones, y desviándose del fin señalado por su naturaleza.
Decir que el mal es privación no significa entonces negar absolutamente su realidad, sino afirmar que no tiene una entidad “positiva”, que carece de toda forma y naturaleza, y que no es capaz de subsistir por sí mismo, sino sólo como una mutilación en el ser de los entes. El mal subsiste en y actúa por medio de aquellos sujetos a los cuales corrompe y, por tanto, toda su realidad y su eficacia procede de estos bienes [100]. En tal sentido, hay que decir que el mal es peor y se manifiesta con más crudeza cuanto mayores son los bienes que corrompe. Su dramatismo estriba precisamente en el carácter corrosivo y parasitario de su modo de existencia.
La definición del mal no puede ser independiente de la cuestión de su causalidad. Es por eso que la definición del mal como privación permite una mejor comprensión de la cuestión de su permisión. Como ha señalado acertadamente J. Maritain, es necesario llevar a sus últimas consecuencias la total disimetría que existe entre la línea del bien o del ser y la línea del mal o del no-ser. En la línea del ser o del bien, Dios, en cuanto creador, es la causa primera de toda la perfección que hay en las criaturas, tanto a nivel sustancial, como operativo. También en la línea del ser, las criaturas son a su vez causas segundas —esto es, real y propiamente causas, en su propio plano— de sus acciones. En cambio, en la línea del mal o del no-ser, nos situamos en el orden de la causalidad “deficiente”, donde las cosas suceden de otro modo. Así, si consideramos los males físicos, no se puede decir que Dios, en cuanto causa del ser, los cause directamente, aunque sí pueda decirse que lo hace indirectamente, como se ha mostrado más arriba.
Ahora bien, como ya se ha dicho, el mal moral de culpa no puede ser causado por Dios, “ni directa ni indirectamente” [101]. Por una parte, porque el mal moral de culpa, al ser el mal en sentido absoluto, es lo radicalmente opuesto tanto al Bien absoluto como a su voluntad, manifestada a través de las inclinaciones naturales de la criatura. Por otra parte, como se ha dicho, toda libertad finita, es naturalmente falible o flexible hacia el mal porque, teniendo que adecuarse a una norma de acción distinta de sí misma —el bien y la ley moral—, tiene bajo su potestad, al momento de actuar, el considerar o no la norma que debe hacer recta su acción. La libre “no consideración de la ley moral” en el instante de la elección de la voluntad es la causa de que tal acción sea defectuosa y constituya un mal de culpa. Ahora bien, la libertad creada no tiene necesidad de que Dios concurra con su causalidad para tal “no consideración”, porque ella no es propiamente un acto —es decir, algo positivo—, sino una pura “negación”, introducida sólo por la criatura en su elección [102]. De este modo, la libertad creada se basta a sí misma para ser la “causa primera” en la línea del mal, es decir, tiene la primera iniciativa en lo que hay de privación en sus acciones deliberadas [103] y tiene en algún sentido la capacidad de frustrar la voluntad (antecedente) de Dios [104].
5. Conclusión
No ha sido la intención de este artículo hacer una exposición completa de la doctrina de Tomás de Aquino acerca del mal, ni se han abordado todos los problemas especulativos que esta doctrina puede traer consigo. Lo que se ha intentado es simplemente mostrar cómo el enfoque que Tomás de Aquino hace del problema no es fácilmente reductible a ninguna de las más frecuentes soluciones ensayadas por los filósofos teístas modernos y contemporáneos. Si bien, como se ha visto, Tomás comparte algunos de los supuestos de estas posiciones, se sitúa en una perspectiva metafísica más amplia que permite eludir algunas falsas oposiciones y aporías muy habituales. El mal es para Tomás de Aquino una ausencia “real”, un desgarramiento o “empobrecimiento” ontológico, una auténtica pérdida de ser o perfección de las criaturas, introducida por ellas mismas en contra de la intención original de Dios, y que nunca tendría que haber acaecido. En tal sentido, se ha intentado mostrar la notable vigencia del planteamiento de Tomás de Aquino, que si bien no propone una “solución” al problema del mal, en el sentido habitual de esta expresión, desarrolla una “metafísica del ser”, en cuyo marco, ciertamente, encontramos los principios para una comprensión adecuada de la realidad del mal, y por tanto, también de su permisión por parte de un Dios sabio, bueno y omnipotente [105].
Agustín Echavarría, en revistas.unav.edu/
Notas:
1. A. M. S. BOECIO, Philosophiae consolatio, I, 4, 30; Corpus Christianorum, Series Latina, XCIV (Brepols,Turnhout, 1984) 9.
2. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 2, a. 3, obj. 1.
3. TOMÁS DE AQUINO, Summa Contra Gentiles, III, c. 71. Las traducciones de los textos de santo Tomás son mías
4. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 2, a. 3, ad 1.
5. G. W. LEIBNIZ, Textes inédits d’après les manuscrits de la Bibliothèque provinciale de Hanovre, ed. G. Grua (Presses Universitaires de France, Paris, 1948) 370.
6. G. W. LEIBNIZ, Essais de Théodicée [1710], en Die Philosophische Schriften VI, ed. C. J. Gerhardt, Berlin, 1875-1890, reimp. (Olms, Hildesheim, 1965) 258.
12. Ibídem, 242. Sobre el concepto leibniziano de permisión y sus fundamentos metafísicos, me permito remitir a: A. ECHAVARRÍA, Metafísica leibniziana de la permisión del mal (Eunsa, Pamplona, 2011) y A. ECHAVARRÍA, “Leibniz’s Conception of God’s Permissive Will”, en P. RATEAU (ed.), Lectures et interprétations des Essais de Théodicée de G. W. Leibniz, Studia Leibnitiana: Sonderheft 40 (Steiner, Stuttgart, 2011) 191-209.
13. A. PLANTINGA, God, Freedom, and Evil (Eerdmans, Grand Rapids, 1974) 27-28; P. VAN INWAGEN, The Problem of Evil. The Gifford Lectures Delivered in the University of St Andrews in 2003 (Oxford University Press, Oxford, 2006) 7.
14. Si bien el término “consecuencialismo” se utiliza habitualmente en un sentido diferente en filosofía moral, he preferido utilizarlo siguiendo la caracterización que hace de la teodicea leibniziana S. NADLER, Choosing a Theodicy: The Leibniz-Male-branche-Arnauld Connection, “Journal of the History of Ideas” 55 (1994), 581.
15. E. ROARK, Aquinas’s Unsuccessful Theodicy, “Philosophy and Theology” 18/2 (2006); J. A. ESTRADA, La imposible teodicea (Trotta, Madrid, 1997).
16. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 49, a. 2.
17. Ibídem, I, q. 48, a. 2, ad 3.
18. Ibídem, I, q. 48, a. 2; también Summa Contra Gentiles, III, c. 71.
19. TOMÁS DE AQUINO, Summa Contra Gentiles, III, c. 71. Sobre la participación de la “forma” del ser como razón última de la permisión del mal, L. DEWAN, Thomas Aquinas and Being as a Nature, “Acta Philosophica” 12 (2003) 123-135.
20. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 48, a. 2; Summa Contra Gentiles, III, c. 71.
21. Ibídem, I, q. 48, a. 2, ad 3; también I, q. 48, a. 2; y también I, q. 49, a. 2.
22. Ibídem, I, q. 48, a. 2, ad 3.
23. Esto es lo que J. Maritain ha llamado la primera instancia de “permisión indiferenciada” del mal: J. MARITAIN, Dieu et la permission du mal (Desclée De Brouwer, Paris, 1963) 64.
24. Con respecto a la posible objeción de que tampoco según Leibniz el mal confiere per se ninguna perfección al universo, es preciso hacer una distinción. En sus escritos juveniles, Leibniz caracteriza al mal como una “disonancia” dentro de la armonía universal, que contribuye de suyo a la perfección del universo (véase A. ECHAVARRÍA, Metafísica leibniziana de la permisión del mal cit., 53-80); en su madurez, al adoptar la definición clásica del mal como “privación”, Leibniz devalúa notablemente el peso ontológico del mal, no obstante, sigue este siendo un ingrediente esencial, una “posibilidad necesaria” de la constitución del mejor de los posibles (ibíd., 143-148 y 207-213).
25. TOMÁS DE AQUINO, In I Sent. dist. 46, q. 1, a. 3.
26. TOMÁS DE AQUINO, In I Sent. dist. 46, q. 1, a. 3.
27. Ibídem, dist. 46, q. 1, a. 3.
28. TOMÁS DE AQUINO, In I Sent. dist. 46, a. 3, ad 6.
29. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I q. 49 a. 2.
33. Ibídem, dist. 46, q. 1, a. 3, ad 6; en esto Tomás de Aquino es fiel seguidor del pensamiento de san Agustín, De civitate Dei, XI, XXIII, 22-31, Corpus Christianorum, Series Latina XLVIII (Brepols, Turnhout, 1955) 342.
34. Es por eso que aunque Tomás afirma, siguiendo a las Sagradas Escrituras, que la razón de la Encarnación ha sido el pecado del primer hombre —a tal punto que, si éste no hubiese acaecido, Dios no se habría encarnado—, no obstante, dicho pecado no era en absoluto una condición necesaria para la obtención de ese bien, ya que sin el pecado Dios podría haberse encarnado de todos modos: Summa Theologiae, III, q. 1, a. 3.
35. TOMÁS DE AQUINO, In I Sent. dist. 46, q. 1, a. 3.
36. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II, q. 79, a. 1.
37. Ibídem, I-II, q. 112, a. 3, ad 2.
38. TOMÁS DE AQUINO, De malo, q. 3, a. 2.
39. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I q. 25, a. 6, ad 1.
41. TOMÁS DE AQUINO, De potentia, q. 3, a. 1, ad 17.
42. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae I, q. 48, a. 2, ad 3.
43. P. VAN INWAGEN, The Problem of Evil cit., 106.
44. La expresión free will defence fue utilizada por primera vez por Anthony Flew en Divine Omnipotence and Human Freedom, en A. FLEW, A. MACINTYRE (eds.), New Essays on Philosophical Theology (SCM Press, London, 1955) 149-160. Tomo la referencia de R. ROVIRA, Si quidem Deus est, unde mala? Examen de la adecuación del argumento del libre albedrío como solución de la aporía capital de la teodicea, “Anuario Filosófico” 48/1 (2010), 121-159.
45. A. PLANTINGA, God, Freedom and Evil cit.
46. R. SWINBURNE, Providence and the Problem of Evil (Clarendon Press / Oxford University Press, New York / Oxford, 1998).
47. P. VAN INWAGEN, The Problem of Evil cit.
48. Esta afirmación no es común a todos que sostienen una “defensa del libre albedrío”, dado que su alcance va más allá de los límites de una mera “defensa”, para dar una razón positiva de la permisión del mal, lo cual podría ser calificado ya como una “teodicea”. Swinburne la sostiene con claridad (R. SWINBURNE, op. cit., 82 ss), mientras que Plantinga (A. PLANTINGA, God, Freedom, and Evil cit., 28-29) y Van Inwagen (P. VAN INWAGEN, The Problem of Evil cit., 70) permanecen dentro de los límites de una mera “defensa”.
49. A. PLANTINGA, Which Worlds Could God Have Created?, “Journal of Philosophy” 70 (1973) 551; también R. SWINBURNE, op. cit., 88-89.
50. See V. BRÜMMER, Moral Sensitivity and the Free Will Defence, “Neue Zeitschrift für Systematische Theologie und Religionsphilosophie” 29 (1987) 86-100. Referencia tomada de R. ROVIRA, art. cit., 130.
51. Esta afirmación es común a todos los partidarios de la free will defence. Véase por ejemplo R. SWINBURNE, op. cit., 84-85.
52. A. PLANTINGA, Which Worlds cit., 544.
53. Ibídem, p. 543; también God, Freedom and Evil cit., 43.
54. A. PLANTINGA, Which Worlds cit., 542; también, The Nature of Necessity (Clarendon Press, Oxford, 1974) 170-171.
55. A. PLANTINGA, The Nature of Necessity cit., 184; God, Freedom and Evil, 45-49.
56. J. L. MACKIE, Evil and Omnipotence, “Mind” 64 (1955) 200-212; 208-210; tambiénThe Miracle of Theism (Clarendon Press, Oxford, 1982) 160-162.
57. A. PLANTINGA, Which Worlds cit., 551-552; P. VAN INWAGEN, The Problem of Evil cit., 75-77.
58. A. PLANTINGA, The Nature of Necessity cit., 167.
59. A. PLANTINGA, God, Freedom and Evil cit., 58.
60. R. SWINBURNE, op. cit., 176-192.
61. P. VAN INWAGEN, The Problem of Evil cit., 84-90.
62. R. ROVIRA, art. cit., 132.
63. TOMÁS DE AQUINO, In I Sent., dist. 46, q. 1, a. 3.
64. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II, q. 113, a. 9, ad 2.
65. J. MARITAIN, Saint Thomas d’Aquin et le problème du mal, en De Bergson à Thomas d’Aquin (Éditions de la Maison Française, New York, 1944) 229.
66. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 63, a. 2.
67. J. MARITAIN, Saint Thomas d’Aquin et le problème du mal cit., 227.
68. J. PIEPER, Über den Begriff der Sünde, en Werke Band 5 (Felix Meiner Verlag, Hamburg, 1997) 266-267.
69. TOMÁS DE AQUINO, De veritate, q. 22, a. 6.
70. TOMÁS DE AQUINO, De veritate, q. 24, a. 3, ad 2; In II Sent., d. 44, q. 1, a. 1, ad 1.
71. TOMÁS DE AQUINO, Summa Contra Gentiles, III, c. 109 n. 6.
72. TOMÁS DE AQUINO, De veritate, q. 22, a. 6.
73. S. GAINE, Will There Be Free Will in Heaven? Freedom, Impeccability and Beatitude (Continuum, New York, 2003) 121; E. ALARCÓN, Libertad y necesidad, “Anuario Filosófico” 43/1 (2010) 25-46.
74. THOMAE AQUINATIS, De veritate, q. 22, a. 6 ad 3.
75. TOMÁS DE AQUINO, De veritate, q. 24, a. 7.
76. TOMÁS DE AQUINO, De veritate, q. 24, a. 3.
77. TOMÁS DE AQUINO, De spiritualibus creaturis, a. 11. Sobre este punto, C. CARDONA, Metafísica del bien y del mal (Eunsa, Pamplona, 1987) 155.
78. TOMÁS DE AQUINO, Summa Contra Gentiles, III, c. 88.
79. TOMÁS DE AQUINO, De potentia, q. 3, a. 7.
80. Para una presentación clásica de este debate, en perspectiva “libertaria”, véase P. VAN INWAGEN, An Essay on Free Will (Clarendon Press, Oxford, 1983) 55-152.
81. TOMÁS DE AQUINO, De potentia, q. 3, a. 1.
82. TOMÁS DE AQUINO, De potentia, q. 3, a. 7; Summa Contra Gentiles, III, c. 88.
83. Esta consideración subyace a planteamientos “libertarios” más recientes que buscan compatibilizar la libertad de la criatura con la causalidad divina: W. M. GRANT, Can a Libertarian Hold that Our Free Acts Are Caused by God?, “Faith and Philosophy” 27/1 (2010), 22-44.
84. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 19, a. 8.
85. J. MARITAIN, Court Traité de l’Existence et de l’Existant (Paul Hartmann, Paris, 1947) 161.
86. Ibidem, 154-156. Sobre la noción de Maritain de moción “rompible” y su debate con los defensores de la “premoción física”, me permito remitir a A. ECHAVARRÍA, Jacques Maritain contra el tomismo bañeciano: la polémica de los decretos permisivos, “Studium: Filosofía y Teología” 24 (2009) 319-358.
87. TOMÁS DE AQUINO, De malo, q. 1, a. 4.
88. P. A. MCDONALD, Jr., Original Justice, Original Sin and the Free-Will Defense, “The Thomist” 74 (2010) 105-141; 108-109.
89. TOMÁS DE AQUINO, De malo, q. 1, a. 3.
90. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 49, a. 2.
91. S. NEWLANDS, Evils, Privations and the Early Moderns, en S. MACDONALD, A. CHINGELL (eds.), Evil (Oxford University Press, Oxford, forthcoming) pro manuscripto 36 (citado con permiso del autor).
93. J. CROSBY, Doubts About the Privation Theory That Will Never Go Away: Response To Patrick Lee, “American Catholic Philosophical Quarterly” 81 (2007) 489-505; 500. Véase el debate completo en J. CROSBY, Is All Evil Really Only Privation, “Proceedings of the American Philosophical Association” 75 (2001) 197-210 y P. LEE, Evil as Such is a Privation: A Reply to John Crosby, “American Catholic Philosophical Quarterly” 81 (2007) 469-488.
94. R. SWINBURNE, op. cit., 32.
96. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 48, a. 1; Summa Theologiae, I, q. 38, a. 5, ad 1; De malo, q. 1, a. 1.
97. Ibidem, I, q. 48, a. 3, c.
98. TOMÁS DE AQUINO, De malo, q. I, a. 2.
99. TOMÁS DE AQUINO, De spiritualibus creaturis, c. XI. Véase sobre este punto C. CARDONA, Metafísica del bien y del mal cit., 155.
100. J. MARITAIN, Dieu et la permission du mal cit., 16.
101. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II, q. 79, a. 1. 102.
102. TOMÁS DE AQUINO, De malo, q. 1, a. 3.
103. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II, q. 112, a. 3, ad 2.
104. TOMÁS DE AQUINO, De veritate, q. 23, a. 2; Summa Theologiae, I, q. 48, a. 6.
105. El presente artículo es una versión condensada y levemente modificada de una conferencia impartida el 10 de febrero de 2011 en el Aquinas Seminar de Blackfriars Hall (University of Oxford). Quiero expresar mi agradecimiento a William Carroll, Ignacio Silva, Andrew Pinsent y Orlando Poblete por sus valiosos comentarios a versiones preliminares de este artículo; a Enrique Alarcón por sus sugerencias sobre cómo enfocar el debate compatibilismo-libertarianismo en perspectiva tomista. Finalmente, mi especial agradecimiento a los dos evaluadores anónimos por sus pertinentes comentarios.
Pedro J. Ramírez Acosta
“El movimiento actual de la tierra, el de sus partes y del conjunto, es hacia el centro del universo, de ahí su actual estado en reposo en el mismo”
(Aristóteles, Tratado del cielo)
“Los cielos cuentan la gloria de Dios, la obra de sus manos anuncia el firmamento…”
(Sal 19, 2)
“Te doy las gracias a ti, Dios señor y creador nuestro, porque me dejas ver la belleza de tu creación, y me regocijo con la obra de tus manos. Mira, ya he concluido la obra a la que me sentí llamado; he cultivado el talento que Tú me diste; he proclamado
la magnificencia de tus obras a los hombres que lean estas demostraciones, en la medida en que pudo abarcarla la limitación de mi espíritu”
(Kepler, Armonía del universe)
“M-theory predicts that a great many universes were creater out of nothing. Their creation does not require the intervention of some supernatural being or god. ….
Although we are puny and insignificant on the scale of the cosmos, this makes
us in a sense the lords of creation”
(Stephen Hawking, The grand design. pp. 8-9)
Introducción
El tema del diseño del universo es de suma actualidad en medios científicos, religiosos y populares. La cosmología nos presenta hoy un diseño o imagen física del universo diferente a la imagen del universo antiguo y medieval. La cosmología de los griegos daba a conocer un número limitado de esferas, estrellas y planetas; en cambio las hipótesis cosmológicas más recientes señalan que sólo en la Vía Láctea se encuentran un trillón de estrellas y al menos un millón de planetas semejantes al planeta tierra.
Del universo aristotélico finito y centrado en el planeta tierra pasamos a un universo sin centro e ilimitado en extensión. La imagen actual del universo es el resultado de los avances de las ciencias naturales, en especial de la física teórica, y de las nuevas tecnologías.
Por otra parte, la teología nos ofrece otro diseño del universo, en la que espacio, tiempo y personas tuvieron un comienzo y tendrán un final, “el final de los tiempos, en el que todo será nuevo”. Desde el Génesis hasta el Apocalipsis las escrituras sagradas reiteran: “Todo el cosmos es obra de las manos de Dios”. La cosmovisión de las sagradas escrituras es una visión religiosa, no científica. Su máxima preocupación e interés están relacionados con la historia de la salvación de todos los seres humanos. Es, por tanto, una visión lineal de la historia: Dios es alfa y omega, está al inicio, a lo largo y al final de los tiempos.
¿Los grandes avances científicos actuales ofrecen una nueva estructura del universo y conducen a una visión total e integral del cosmos? Para los griegos el cosmos o el universo era la totalidad concebida y ordenada hacia un fin supremo que es el bien. Por tanto, conocer el mundo de las esferas era tan importante como vivir éticamente. El sentido del cosmos incluía el destino de los seres humanos. Tanto las alegrías como el devenir trágico de los seres humanos eran parte de esa antigua racionalidad cósmica. En esta nueva visión científica ¿qué lugar ocupa el hombre, Dios y la teología? ¿Fe y razón, teología y ciencia pueden encontrarse en el camino de la búsqueda de la verdad? ¿Es capaz de integrar y armonizar la totalidad cósmica y humana?
Hawking en su reciente obra The grand design [1] da a entender que la creación del universo no necesitó de un diseñador inteligente que lo sacara de la nada y que más bien los seres humanos, aunque pequeños e insignificantes en la escala del cosmos, son los señores de la creación. ¿Señores de la creación? Señor es una palabra que viene del latín “Dominus” que significa el que tiene poder, el que posee, es soberano, domina y controla. Aclarado el concepto, ¿qué alcances tienen las palabras de este científico? Hawking es un físico teórico de los más prestigiosos del siglo XX, que ha desarrollado planteamientos básicos y medulares de la teoría de la relatividad de Einstein. A diferencia de lo expresado en obras anteriores, como en Historia del tiempo, ¿las nuevas afirmaciones tienen solo un valor mediático?
La sociología de la religión y la teología fundamental actual reconocen un debilitamiento de los patrones religiosos tradicionales, pero igualmente identifican nuevas formas de religiosidad y de espiritualidad en el hombre moderno. Convencido de la necesidad de la ciencia y de la fe, Rahner, refiriéndose a la historia del mundo, en sus Escritos de Teología, identificaba tres categorías fundamentales: Dios – mundo – historia, estrechamente relacionadas: “La historia de la salvación acontece en la historia del mundo” (T.V., p. 116). Creación, universo, ser humano, gracia vivificante y transformadora son partes esenciales de la teología católica de la historia de la salvación. Dos historias diferentes, la del mundo o profana y la de la salvación, pero implicadas en el marco de un gran diseño, el mejor e insuperable diseño, según Leibniz. Entonces, ¿qué tan cierto es que caminamos hacia una sociedad del conocimiento o de la ciencia sin Dios, donde el universo y sus leyes son el sustituto de Dios y los seres humanos los “Señores de la creación”, como señala Howking? Carl Sagan, otro prestigioso físico teórico contemporáneo, se hacía una pregunta más inteligente: ¿Y quién hizo las leyes que gobiernan el universo?
Jamás la sociedad humana alcanzó tanto conocimiento y poder sobre la naturaleza, apoyada en el avance asombroso de las ciencias, en los últimos dos siglos, pero especialmente a partir de la segunda parte del siglo XX con la revolución científico tecnológica. El Renacimiento fue la puerta de entrada a la Edad Moderna. Fue una revolución cultural en casi todos los caminos del conocimiento humano. Desde el arte de Leonardo y Miguel Ángel hasta una nueva visión cósmica ideada por Copérnico. A partir de este momento, la imagen del universo ha cambiado y adquiere nuevos contornos. Sus fronteras se extienden en forma ilimitada en el espacio y en el tiempo. En el campo de la física-matemática, Kepler, Galileo, Newton, De la Mettrie, De Broglie, y más actuales: Heisenberg, Einstein, Hubble, Lemaitre, Hawking, etc., se encargarán de hacer los aportes más significativos. Pero, afirma Rahner: “Ni un individuo, ni una época histórica pueden abrir caminos simultáneamente en todas las direcciones. Por eso, toda conquista implica también una renuncia… Y hay que preguntar a qué se puede renunciar en la conquista, sin que la renuncia sea una maldición mortal” (1967, T. III, p. 429).
En relación con esta renuncia las ciencias de la naturaleza han ido tan lejos en preguntas y respuestas, que han dejado otras fundamentales, largamente meditadas por la teología hebraica cristiana. ¿Por qué existe el universo y no más bien nada? Es la pregunta que se hacía Hawking al final de su obra: Teoría del todo. A diferencia de las afirmaciones actuales, en esta obra su pregunta es fundante y coherente. Lograr una respuesta, afirma, es un triunfo de la razón humana e implicaría entrar a conocer la mente de Dios (2007: 138-139). Producto de esta búsqueda la imagen del universo ha cambiado desde las cosmologías antiguas de Chinos, Sumerios, Egipcios, Griegos, y Aztecas hasta nuestros días. Aunque los modelos se han multiplicado y varían unos de otros tanto del macro como del micro cosmos, el universo en su totalidad sigue asombrando y dejando al hombre de ciencia sin una respuesta definitiva. La luz de la ciencia aún no desvela el misterio de la mente de Dios, es decir el diseño ejemplar del cosmos, incluida la sociedad humana, concebido en la inteligencia divina. ¿Es posible rastrear un camino que nos lleve a una respuesta integradora? En este ensayo queremos indagar, en una primera parte, sobre la búsqueda científica de esa respuesta, y en una segunda parte, desde la luz de la fe, examinar a qué corresponde el Gran Diseño como una aproximación al misterio de la mente de Dios.
El desarrollo del conocimiento científico
El conocimiento científico actual, con sus abismales logros y limitaciones, solo podemos entenderlo si nos asomamos brevemente a la historia de sus orígenes. En los inicios del conocimiento sistemático, hoy pareciera lo contrario, la filosofía fue la ciencia básica troncal de los demás conocimientos. La frontera entre ambos conocimientos de filosofía y ciencia no requería de una demarcación exacta y definida, porque, con justa razón, consideraban el objeto de estudio como una realidad poliédrica a la cual se acercaban desde diferentes intereses y niveles epistémicos. Esta situación se mantuvo desde los antiguos filósofos griegos y romanos hasta muy entrada la edad moderna con científicos como Bacon, Newton, Kepler, etc. Igualmente Descartes prescindía de hacer la diferencia. Concibe a la filosofía como el gran árbol, cuyo tronco es la física y las ciencias son las ramas. Por esta misma razón, Newton, que escribe el primer trabajo científico en términos modernos, titula su investigación así: Principios Matemáticos de Filosofía Natural (Capra, 1993).
Por su puesto, los antiguos filósofos hacían filosofía y ciencia a la vez. Su interés científico estaba dirigido a conocer las causas últimas y próximas de los fenómenos de la realidad. Esta, según Platón (Fedro, 1979), se da a conocer en forma sensible a través de los sentidos y en forma racional a través de las ideas. Existe un dualismo heredado de Heráclito y Parménides, que Platón no logra superar. El conocimiento del mundo sensible es cambiante y errático, produce solamente opinión (doxa); el conocimiento, en cambio, de las ideas es verdadero y permanente, alcanza la verdad de las cosas (alezeia), y es por tanto científico. Al valor de científico se llega mediante el conocimiento de las realidades del mundo superior, que está integrado por ideas eternas e inmateriales. El universo físico es solamente una sombra del verdadero y real mundo de las ideas.
El conocimiento científico en Aristóteles (1973) se distancia del planteamiento platónico. Parte del acercamiento a la realidad de las cosas. Mediante el proceso de abstracción la mente penetra las cosas o los fenómenos, conoce la verdad y puede explicar su estructura y su comportamiento. Así, la física aristotélica reconocía diversidad y jerarquía en los seres del universo, que era el lugar de las cosas y de los seres humanos. Dentro de ese ordenamiento natural los seres se distinguían por el grado de perfeccionamiento de su forma. Todos los seres, de acuerdo con su teoría hilemórfica [2], están compuestos de materia prima y forma sustancial. Así tenemos seres inanimados, seres vivos y seres racionales. En esta escala, los seres humanos, con una forma más completa, serían los seres privilegiados del universo conocido, con un mayor perfeccionamiento, que proviene de la conciencia racional.
El conocimiento científico, estancado y atrapado por el método escolástico durante el medioevo, resurge en el renacimiento y en la edad moderna, ahora impulsado por el método empírico y las matemáticas. Las ciencias de la naturaleza son las primeras beneficiadas con el nuevo método. Este cambio va a dar origen a la revolución copernicana (s. XVI) y a una nueva imagen del universo. De una concepción finita, donde la tierra es el centro del universo, se pasa a una concepción heliocéntrica de un universo infinito en extensión (Kuhn, 1994: 185).
El posicionamiento del método empírico matemático da origen a la cultura de la ilustración y a la entronización de las ciencias positivas en los siglos XVII al XIX principalmente, para las que la validez y certeza del conocimiento está fundado en el conocimiento empíricamente demostrable. Desde esta perspectiva, Comte (1788-1857) establecía tres etapas en el desarrollo del conocimiento: El conocimiento mítico, el conocimiento metafísico, y la etapa del conocimiento científico, que es el grado más alto y perfecto. Sin embargo, el mismo avance de las ciencias y nuevas corrientes de la filosofía contemporánea se han encargado de desmentir tal aserto. Husserl (1859-1938) crea y establece otra vía o método para hacer ciencia: la fenomenología. Se trata de un método riguroso, ordenado y sistemático, abierto a toda la realidad material, humana y social, que trata de llegar a la esencia de las cosas y fenómenos que estudia. Los aportes de Husserl dieron impulso al desarrollo de las ciencias humanas y sociales (psicología, antropología, arqueología, historia, ciencias sociales, filosofía, teología, etc.), contribuyendo a la creación de nuevos métodos, como el histórico, el histórico-crítico, el arqueológico, el hermenéutico, el dialéctico, entre otros.
De esta manera, se pasa de un concepto de ciencia positivista reduccionista validada por la verificación empírica a un concepto de ciencia amplio cuya validez está dada por la rigurosidad del método aplicado. El empiriocriticismo neopositivista y los resultados actuales de las ciencias naturales reconocen que la verificación empírica no es un dato cerrado, sino procesal y complejo, donde intervienen tanto el sujeto como el objeto investigado en el marco de un contexto histórico sociocultural. Desde esta perspectiva, la construcción de la imagen del universo o los distintos modelos creados sobre el origen del universo como el Big Bang [3] (Gran Explosión), el Big Crunch (Gran Colapso), o el de los universos paralelos, con base en la física matemática, son solamente una cara del poliedro.
El conocimiento primitivo del universo
Las observaciones y el asombro ante un cielo estrellado y aparentemente inmutable han sido desde tiempos inmemoriales un motivo para preguntarse y tratar de construir una imagen física del universo de acuerdo con el nivel de conocimiento y cultura de cada pueblo. Así, la astronomía y la cosmología han estado unidas a la tendencia a construir explicaciones de los fenómenos del cielo vinculados a los terrestres.
El inicio de las investigaciones astronómicas se da en el Neolítico, 9000 a 3000 años a. C. Es concurrente con el desarrollo de las grandes civilizaciones de la antigüedad. Carmen Toro y Llaca (1999) identifica 6 grandes culturas hacia el 6000 a. C. la mayoría de ellas asentadas junto a grandes ríos, que sirvieron de sostén de su economía y de su vida socio-cultural. Estas culturas fueron: La Hassuna, que dará origen a la Sumeria y a la Babilónica, ubicada entre el Tigris y el Eúfrates; la Egipcia junto al Nilo; la Indú, que culmina con la civilización Harappa, junto al Indo; los primitivos asentamientos que son la base de cultura China, junto al río Huang-ho; y la Maya y Azteca en Mesoamérica, y la Nazca e Inca en el Altiplano Andino, cuyo desarrollo es posterior a las euroasiáticas (1500 y 2100, respectivamente). Estas culturas, cada una en su contexto histórico, construyeron su propia imagen del mundo. En unos casos fue especulativa y fantasiosa; en otras, en cambio, fue el resultado de repetidas observaciones apoyadas en mediciones matemáticas. Entre las más interesantes en relación con nuestro objetivo está la cosmología protohindú para la que el mundo se apoya sobre cuatro elefantes y estos, a su vez, sobre una tortuga, que flota en el océano universal. En el centro del universo hay siete zonas concéntricas, de las cuales la interior está dividida en cuatro continentes. Uno de ellos es la India. Pero, más allá de esta visión fantástica del mundo, los Sumerios, hacia el año 3000 a. C. fueron la primera gran cultura organizada, que desde los Zigurats sistematizaron sus observaciones con el interés de explicar el origen y naturaleza del universo. La cosmología sumeria definió el universo como un globo esférico, inmóvil y en equilibrio, inmerso en un océano cósmico infinito. Por su parte, la tierra es una especie de disco plano, que flota horizontal al mar, que es origen de todas las cosas y que está cubierto por la bóveda del cielo, lugar donde se desplazan los astros: el sol, la luna, los cinco planetas “errantes”: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno, y las estrellas. Agruparon las estrellas en 12 constelaciones para conformar el zodíaco y crearon calendarios lunares de 12 meses de 29 y 30 días.
Hacia el 4000 a. C., otra gran cultura que, similar a la Sumeria, influenció la filosofía y la ciencia griega, la helenística y la medieval, fue la Egipcia. De acuerdo con esta cosmología, la tierra tiene forma de plato alargado, en cuya dimensión mayor corría paralelamente el Nilo. Encima de la tierra estaba el dios aire que sostenía una segunda bandeja en forma de bóveda, que era el cielo. Por debajo de la tierra existía una tercera bandeja que contenía al dios de las aguas, sobre las que flotaba la tierra. Afirma Kuhn (1994) que la cosmovisión egipcia obedecía al conocimiento y experiencia que tenía de su país, cuya economía, vida y cultura se movían en función de los cambios estacionales del río Nilo. Las observaciones con menos precisión que las sumerias estaban asociadas a grandes mitos que abarcaban creencias profundas sobre la vida y la muerte. El sol, conocido como Ra, era el principal dios de los egipcios. Utilizaba dos embarcaciones, una para viajar de día a través del aire y otra en su viaje nocturno sobre las aguas. Las estrellas, como dioses menores, estaban claveteadas en la bóveda celeste. Distinguían entre ellas a las estrellas circumpolares, porque no descienden por debajo del horizonte. Por eso, llamaban a los cielos del norte el lugar donde no existe la muerte y donde se goza de una vida eterna y feliz.
Estas primitivas cosmologías son especies de bosquejos de una estructura del universo y responden a necesidades psicológicas profundas como la de sentir al resto de la naturaleza y al universo como su espacio vital donde todas las actividades físicas y espirituales están integradas. Sin embargo, estas cosmologías son simples bosquejos esquemáticos, que solo denotan pero no explican los fenómenos como se le exige a las cosmologías científicas. Las cosmologías, primitivas o no, como visiones de mundo están, por tanto, sujetas a cambios producidos por los avances de la astronomía, que es la ciencia encargada de verificar las observaciones de los fenómenos del cosmos (Kuhn, 1994:29-31). Veamos a continuación algunos aspectos de la primera cosmología científica.
El diseño finito del universo en las cosmologías antigua y medieval
El aporte griego a la construcción de una visión científica del universo tiene dos momentos. En una primera fase está el aporte de los clásicos con las contribuciones, entre otros, de Tales de Mileto, Platón, Aristóteles (ss. VI – IV a. C.) y en un segundo momento está el aporte helenístico: Eratóstenes, Hiparco, Ptolomeo (ss. III a.C. – II d. C.). La principal característica de esta nueva cosmovisión es el diseño finito y geocéntrico del universo. Aunque diferentes filósofos antiguos y científicos propusieron teorías distintas sobre los fenómenos celestes, el modelo que prosperó con amplia aceptación e influencia en el pensamiento medieval, fue el modelo cosmológico aristotélico tolemaico.
En qué consistía este modelo finito y geocéntrico? Examinemos seguidamente los aspectos principales de estos dos momentos en forma conjunta:
Aristóteles (384-322 a. C.) tiene la capacidad y el mérito de integrar en su cosmovisión los aportes de la reflexión científica de varios siglos anteriores. Su modelo geocéntrico, asimilado y promovido por los científicos de la Biblioteca de Alejandría, perduró por 22 siglos. Según su teoría el cosmos se divide en dos regiones. La región sublunar y la región supralunar. La primera región comprende 4 elementos: la tierra, agua, aire y fuego. La tierra es una esfera inmóvil y el centro del universo. Aristóteles demostraba que no era plana, sino redonda. Uno de sus argumentos probatorios fáciles de observar era la pérdida de visibilidad de un barco en la medida en que se alejaba del punto de partida. Eratóstenes (280-200 a. C) midió el perímetro de la tierra utilizando la altura del sol de mediodía y el resultado fue 39. 690 kms, dato inexacto comparado con el actual; sin embargo, el método utilizado era correcto.
La región supralunar o celeste se extendía desde la Luna hasta las estrellas fijas. Esta región está compuesta de Éter, elemento procedente de la naturaleza divina y en ella se ubicaban siete esferas, que correspondían a: La Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Júpiter, y Saturno. Más allá de Saturno se encontraban las estrellas organizadas en galaxias y constelaciones, trabajo de agrupación que los sumerios iniciaron hace más 3000 años a. C. Las estrellas estaban como fijas en el firmamento, pero tenían un leve movimiento armónico relativo, circular y uniforme. El impulso era dado por un primer motor inmóvil. Todas las estrellas, dentro de sus respectivas constelaciones, se mueven al unísono, pero conservando su posición y su forma. ¿Qué significa todo esto? Una estrella de la Osa Mayor, en el hemisferio norte, o de Aries, siempre conservará la forma y la distancia respecto a las demás (Kuhn , 1994:39). Más allá de la esfera de las estrellas no había nada, ni espacio, ni materia. De ahí el carácter finito de esta imagen cosmológica.
Dentro de esta visión cosmológica el Sol era considerado un planeta en movimiento. Un movimiento aparente de este a oeste durante el día y otro que realiza día a día, durante el año, a través de la eclíptica [4]. Aristarco de Samos (310 – 250 a. C.), en cambio, se distanciaba de la teoría de las siete esferas alrededor de la tierra, y proponía otra en la que el Sol era el centro y los demás planetas, incluyendo la tierra, giraban en torno a él. Esta teoría, retomada en el Renacimiento, no tuvo en su momento la aceptación suficiente.
El nuevo diseño del universo, según los filósofos y científicos griegos, fue un logro de la razón científica . Dejaron de recurrir a los dioses y en su lugar aplicaron métodos científicos para explicar los fenómenos de la naturaleza.
El universo, según el nuevo diseño, tiene forma esférica y circular. ¿Por qué? Dice Platón (1979) en el Timeo que la forma esférica y circular es “la más perfecta de todas las figuras y la más completamente semejante a sí misma. Pues lo semejante es mil veces más bello que lo desemejante”. En realidad, el universo está compuesto por dos esferas: una interior, la tierra, en la que se desarrolla la vida humana, y otra externa, celeste, integrada por las estrellas.
Ptolomeo (87 – 170 d. C.) recoge en su obra maestra, Syntaxis matemática, posteriormente conocida como Almagesto, todo el avance de la astronomía y cosmología de los clásicos griegos, en especial, la cosmología aristotélica. Intenta explicar matemáticamente la estructura del universo y las distancias entre los planetas tomando como centro a la Tierra. Trata de resolver el problema de Platón o el retroceso aparente de los planetas señalando que hay un punto denominado Ecuante [5], que está situado a la misma distancia del deferente con la tierra y que elimina el problema. Asimismo, resuelve el problema de la diferencia de brillo de las estrellas, la cual se da según la distancia entre el planeta y el Ecuante. Otra labor de Ptolomeo fue la clasificación de 1022 estrellas en función del brillo aparente. Afirma Kuhn que la compleja combinación de excéntricas, epiciclos y ecuantes aportadas por Ptolomeo no lograron conciliar la teoría con la observación en forma precisa, de modo que el sistema propuesto no fue ni el más complejo, ni una versión científica última y definitiva (1994:110).
Aunque hubo otros modelos del cosmos, entre los griegos el modelo científico aristotélico ptolemaico fue el más completo y aceptado, sin discusión crítica, en el mundo cultural del imperio romano y el medioevo. En primer lugar, el sistema numérico introducido por los romanos no favorecía el avance de las ciencias y el cálculo matemático y, en segundo lugar, la desmoralización de la sociedad del imperio, como señala S. Agustín (354-430) en su obra Civitas Dei, fue la polilla que carcomió las bases políticas, militares y culturales del imperio, lo que significó la destrucción del imperio de occidente en el año 476 y el estancamiento de las ciencias y técnicas hasta que tomaron un nuevo empuje en el Renacimiento. Desde otro ángulo, la filosofía y teología cristiana medieval, en los primeros siglos tuvo una gran influencia platónica, y a partir del siglo XII, con Tomás de Aquino (1225-1274), la influencia fue aristotélica. En consecuencia, la cosmovisión cristiana medieval se asentó en el diseño científico de Aristóteles y de Ptolomeo. Una síntesis de esta cosmovisión la encontramos bellamente descrita en la obra literaria de Dante Alighieri (1265-1321), La divina comedia.
Sin embargo, desde el punto de vista teológico, existían algunas contradicciones en la cosmología aristotélica. Una de ellas era la eternidad del universo, que se oponía a una verdad fundamental del cristianismo: “En el principio Dios creó los cielos y la tierra” (Gn. 1, 1-2). ¿Qué significa “crear” en el contexto de la Biblia? Sobre este pasaje haremos su análisis más adelante.
A diferencia del atraso científico que padecía Europa medieval, el mundo y civilización árabe, a partir del siglo VI, dio muestras de crecimiento progresivo en el orden económico, político y cultural. Bagdad fue la nueva capital del desarrollo de las ciencias árabes y al-Mansur (754-775), el califa responsable de impulsar la traducción de numerosas obras de astronomía indú, persa y griega. En el siglo IX Isha Ibn Hunayn tradujo la obra de Ptolomeo Syntaxis matemática dándole el nombre de Almagesto. Siglos más tarde Averroes (1120-1198), perteneciente al mundo árabe hispánico, es considerado el científico de mayor influencia en la cultura occidental. Su principal obra es “Comentarios a la obra de Aristóteles”, comentarios que sirvieron para dar a conocer el pensamiento aristotélico entre los filósofos y teólogos medievales de la época. Si bien es cierto que la cosmovisión aristotélica era ampliamente reconocida y base del universo cristiano, esta encerraba imprecisiones y contradicciones.
Algunos científicos medievales y precursores de Copérnico se encargaron de criticarlo y formular aclaraciones. Tal fue el caso de Nicolás de Oresme (1323-1382) y de Jean Buridan (1300-1358).
El diseño moderno del universo según las leyes positivas de la física teórica
La base del diseño actual del universo es una asociación de conocimientos provenientes de las ciencias: termodinámica, hidrodinámica, astronomía, física atómica, física cuántica y relatividad, entre otras. ¿Qué es la física teórica? Es una ciencia positiva interdisciplinar que intenta comprender, explicar y predecir los fenómenos de la naturaleza a partir de un modelo matemático y conceptual. Su núcleo central es la matemática y su método es experimental o empírico descriptivo.
Los logros de estas ciencias modernas y contemporáneas han roto los límites del espacio y del tiempo y empujan la frontera del conocimiento del universo hacia mundos desconocidos. Nuevos estudios y mediciones revelan que la estructura del cosmos ha cambiado en relación con el modelo aristotélico ptolemaico. El Sol, desde el nuevo paradigma de Copérnico (1473-1543) dado a conocer en su famosa obra De revolutionibus orbium caelestium, es el centro del universo y la Tierra un planeta con movimiento circular alrededor del Sol. A esta primera ruptura paradigmática que provocó la revolución copernicana se han sumado los aportes de Galileo, Kepler, Newton, y de contemporáneos como Friedman, Gamow, Lemaitre, Hubble, Hawking, etc., con resultados como los siguientes: El diámetro de la tierra asciende a 12.756 kilómetros; la luna está alejada de la tierra 30 veces esta distancia o sea 384.400 kilómetros y el sol se encuentra a 150 millones de kilómetros. El cielo considerado fijo y limitado en número de estrella, ahora en la nueva visión contemporánea, está poblado por
500.000 millones de galaxias, a distancias que se miden en años luz. Alfa de Centauro, que es la estrella más cercana al sol , se encuentra a 4, 36 años luz de la tierra y cada año luz comprende 9.461.000.000.000 kilómetros. Las galaxias son conglomerados de estrellas en la bóveda del cielo. Una de ellas, la más conocida desde la antigüedad, es la Vía Láctea, a la que pertenece el sol. Contiene aproximadamente 200 mil millones de estrellas y un diámetro de 80.000 años luz. Una de las más grandes y brillantes es la galaxia Andrómeda, que se encuentra a 2.5 millones de años luz y una de las más alejadas, la A 1689-z D1, asequible por el telescopio de mayor alcance, el Hubble, está situada a 240.000 millones de años luz aproximadamente (Weizsacker, 1974: 138-140; Universia, 2008).
Por una parte, es evidente que el diseño antiguo ha cambiado. Ahora nos encontramos ante un universo cuya extensión es casi infinita, donde la tierra es, según Sagan (1934-1996), un punto físicamente insignificante. Cada vez que el poder de captación de los telescopios aumenta, las fronteras del espacio y del tiempo retroceden. Algunos científicos plantean la hipótesis de la existencia de millones de otros universos mayores o menores al nuestro, que podrían ser una especie de “huevos cósmicos” en un gigantesco nido. Por otra parte, frente a un universo de estrellas fijas con pequeños movimientos circulares uniformes, que participaban de la inmutabilidad y eternidad divina según el diseño aristotélico, ahora en el diseño de la física teórica y de científicos actuales el universo, como un todo, se mueve y se expande. Continuamente mueren y nacen nuevas estrellas. Por ejemplo, las nebulosas son restos o polvo de estrellas, que llegaron a su final y colapsaron. Así, las enanas blancas o las supernovas son originadas por gigantescas explosiones estelares, lo que da una idea impresionante de la expansión del cosmos.
La teoría de la expansión del universo o teoría del Big Bang es la más conocida en la actualidad. El padre de esta teoría es Georges Lemaitre, quien en 1929, después de desarrollar las ecuaciones de la relatividad de Einstein sobre la expansión del universo, propuso que el universo se inició con la explosión de un átomo primigenio. Uno de los científicos que continuaron trabajando esta teoría y que la ha popularizado con sus publicaciones es Stephen Hawking. Sobre el tema ha publicado Breve historia del tiempo, El universo en una cáscara de nuez, Teoría del todo, La naturaleza del espacio y del tiempo, y la más reciente: The grand design. En estas obras Hawking se plantea preguntas, que desde el neolítico el hombre se ha venido haciendo al observar, contemplar, y medir matemáticamente el universo, y también plantea respuestas, algunas muy aventuradas, que van más allá del campo especializado de la física teórica actual. Entre otras preguntas sobresalen las siguientes: ¿Tuvo un origen el universo o existe desde la eternidad? Si tuvo un inicio, ¿es Dios el creador o el mismo se autocrea? Alrededor de estas preguntas y en contexto semejante, Sagan (1984), además, se preguntaba: ¿Qué o quién es Dios? Y afirmaba: la respuesta depende mucho de qué se entiende por ese término. Los diferentes significados han dado origen a todas las religiones, desde las monoteístas a las naturalistas, que han existido a lo largo de la historia de la humanidad. Para algunos, continúa, Dios es un hombre de piel blanca y de inmensos poderes, en cambio, para otros como Baruch Spinoza o Einstein, Dios es la suma total de las leyes físicas.
Es notorio que el avance de las ciencias matemáticas ha llevado el debate sobre el origen y eternidad del universo a posiciones apresuradas y contrarias a la esencia misma de la ciencia de parte de algunos científicos de la naturaleza. Interpretando estas creencias, Sagan afirmaba:
“A medida que vamos comprendiendo el universo, van quedando menos cosas para Dios. … Si en Grecia se hubiese inventado, en el siglo V a. J. C., el cálculo diferencial e integral o la aritmética transfinita, y no hubiesen sido desestimadas posteriormente, la historia de la religión en Occidente hubiese podido ser muy distinta – o, por lo menos, se hubiese dado con menor frecuencia la pretensión de que la doctrina teológica puede demostrarse convincentemente mediante argumentos racionales a aquellos que rechazan la revelación divina como intentó Tomás de Aquino en su Summa contra Gentiles. … Cuando Newton explicó el movimiento de los planetas recurriendo a la teoría de la gravitación universal, dejo de necesitarse que los ángeles empujasen los planetas. … Se dice que Laplace presentó una edición de su trabajo matemático Mecanique celeste a Napoleón, … quien se quejó a Laplace de que en el texto no apareciese ninguna referencia a Dios. La respuesta de la Place fue: Señor, no necesito esa hipótesis” (1984:374-376).
Aunque se puede pasar del Dios como hipótesis de Laplace al completo exilio de Dios de la creación del universo como en El Gran Diseño de Hawking, ya que es perfectamente posible demostrar que el Big Bang fue el inicio del universo y que igualmente son posibles infinitas creaciones y destrucciones del mismo, Sagan reconoce que estamos frente a dos profundos misterios y que nada hace evidente que uno esté mejor posicionado que el otro. Por tanto, lo menos que se podría esperar, sobre todo sabiendo lo que somos a nivel cósmico y los conocimientos aún raquíticos que poseemos, es una actitud humilde y prudente de búsqueda de la verdad. La certeza en las ciencias es relativa, no absoluta. La arrogancia intelectual positivista no llega muy lejos, como lo ha confirmado la epistemología actual. Los logros científicos pueden generar dos actitudes opuestas: Una, la del espíritu arrogante que trata de imponer su verdad como la verdad, y la del espíritu humilde que, por el contrario, trata de integrar verdades y soluciones. Así, sin arrogancia, el diseño aristotélico tolemaico integró visiones de la teología, de la filosofía y de las ciencias y funcionó por 22 siglos. Por eso, para Sagan ciencia y teología, si bien parten de principios diferentes, participan de objetivos semejantes, no excluyentes sino complementarios. Sin embargo, Sagan, pese a su gran honestidad y claridad intelectual como se hace notar especialmente en su escrito En el “Valle de las sombras”, no logra captar que esos objetivos semejantes tienen alcances también diferentes (1984:378). A continuación, analizamos estos alcances.
La teología, su método y el gran diseño de Dios
Como las ciencias de la naturaleza y la teología tienen objeto, objetivos, presupuestos teóricos y contenidos diferentes, los alcances de la teología son más que formales y llegan a lo más profundo de la vida y de la existencia humana.
A diferencia de las ciencias formales y factuales que están creando, como parte de su propia naturaleza y método, nuevos diseños o modelos del universo o de sus respectivos objetos de estudio, la teología (1) y su método avanza en la reflexión y en la interpretación de un solo diseño o modelo que Dios ha revelado al hombre y que contiene la historia de la salvación. ¿Qué es la teología como ciencia o cuál es su naturaleza y su método?
Dentro de la clasificación anterior de las ciencias la teología es una ciencia factual especial porque su paradigma o sistema de creencias parte de la razón y de la fe. Posee o versa sobre un objeto que es Dios o la palabra revelada de Dios. Esa palabra es una palabra viva, actual, que dialoga con cada lector u oyente de todas las edades y lugares. Como ciencia humana es sistemática y rigurosa. Para este propósito utiliza uno o varios métodos como el método teológico, el método hermenéutico, el arqueológico, y el histórico crítico, entre otros.
La teología reflexiona, estudia e interpreta los textos revelados a la luz de la fe. Razón y fe son imprescindibles en el estudio teológico. Desde el inicio de la edad moderna Melchor Cano (1509-1560) propone en su obra De locis theologicis una sistematización del trabajo teológico. Identifica y propone los lugares teológicos en los que la investigación teológica debe fundamentarse en la búsqueda de razones y argumentos para escuchar, interpretar, y explicar el dato revelado. El se refiere a diez lugares, de ellos mencionamos los principales: Las sagradas escrituras, la tradición apostólica, los sínodos y concilios, el magisterio de la Iglesia, la fe del cuerpo universal de los creyentes. A estos se debe agregar otras fuentes de importancia, aportados por la investigación teológica contemporánea, como el testimonio de la liturgia, el estudio de la vida de los santos, y los Documentos de las Conferencias regionales, del CELAM, en el caso de América Latina, etc.(Wicks, 2001: 21-23).
Parte del rigor del método teológico está en hacer uso no solo de una fuente o lugar teológico, sino de varias, de modo que, por una parte, se pueda captar las diferentes maneras en que Dios se revela a los hombres y, por otra, se busque dar consistencia y objetividad al análisis realizado. En este mismo sentido, el teólogo debe hacer uso de distintos métodos según lo requiera el objeto particular de estudio. Siendo las sagradas escrituras una fuente principal, como lo señala la Constitución del Vaticano II, Dei Verbum, el método hermenéutico es casi de práctica obligatoria. La Biblia es el conjunto de libros sagrados o revelados por Dios. Contiene el Antiguo y Nuevo Testamento. Fue escrita entre los siglos X a. C. y I d. C. en tres lenguas principalmente: Hebreo, Arameo y Griego, en contextos sociales y culturales diferentes. Por tanto, el teólogo es un hermeneuta que estudia, esclarece e interpreta el texto, los intertextos y los contextos sociales culturales, lo mismo que los diferentes géneros y estilos literarios, a la luz de la fe. En este sentido, a diferencia del científico positivista para quien los resultados tienen la evidencia de la verificación empírica, el teólogo recorre a tientas el camino de la búsqueda de la verdad sabiendo que navega en aguas profundas y llenas de misterio y que sus resultados solo pueden ser aproximaciones a la inescrutable e inagotable palabra de Dios (Wicks, 2001, Juan Pablo II, 1998). Desde este marco de referencia metodológico analicemos, a continuación, el diseño del universo en el Génesis.
El diseño cosmológico del Génesis
El término “Génesis” viene del hebreo “Bereshith”, que significa “origen del mundo” o “en el principio”. Fue escrito por varios autores religiosos, en la versión que conocemos, hacia el siglo VI y V a. C., en el contexto del cautiverio en Babilonia. Este dato es importante para reconocer la influencia cosmológica sumeria en la elaboración del discurso o del texto sagrado. Los exégetas identifican, por lo menos, tres fuentes principales: La fuente J, Yavista, la fuente E, Eloísta, y la fuente P, Sacerdotal, las cuales están basadas en tradiciones orales del I y II milenio a. C.
El Génesis es el primer libro canónico de los 46 del Antiguo Testamento. No es un libro científico acerca del origen del universo. Es un libro religioso, que ofrece el comienzo de la historia de la salvación. La estructura de dicho libro contempla tres partes:
a. Cap. 1 al 11: Relato de la creación
b. Cap. 12 al 37.1: Los patriarcas o la elección y formación del pueblo de Dios, y
c. Cap. 37.2 al 50: Historia de José en Egipto: Drama y salvación.
En relación con la primera parte, encontramos dos relatos sobre la creación del universo. El primero comienza:
“En el principio, cuando Dios creó los cielos y la tierra, todo era confusión y no había nada en la tierra. Las tinieblas cubrían los abismos mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas…” (Gn 1, 1-2. 4a)
El segundo relato es menos detallado sobre el proceso de la creación y se centra en la creación de Adán y Eva, como figuras protagónicas del comienzo de la historia de la relación de Yavé Dios con el pueblo escogido, Israel. El texto dice así:
“El día en que Yavé Dios hizo la tierra y los cielos no había sobre la tierra arbusto alguno, ni había brotado aún ninguna planta silvestre, pues Yavé Dios no había hecho llover todavía sobre la tierra, y tampoco había hombre que cultivara el suelo e hiciera subir el agua para regar toda la superficie del suelo.
Entonces Yavé Dios formó al hombre con polvo de la tierra… Dijo Yavé Dios: “No es bueno que el hombre esté solo. Le daré, pues, un ser semejante a él para que lo ayude” … (Gn 2, 4b-25)
¿Estamos frente a dos diseños cosmológicos diferentes que responden a pueblos y culturas diferentes? El análisis científico bíblico actual, como un dato esencial, relaciona estos relatos de la creación con la prehistoria y la fe de Israel. En segundo lugar, la diferencia entre ambas versiones se debe a que provienen de dos fuentes distintas: La primera proviene de la fuente sacerdotal (conocida como P) y la segunda, de la fuente yavista (conocida como J). De ahí las semejanzas y las diferencias. La primera es conceptualmente precisa. Enfatiza el tiempo, cada día de la semana, de las acciones de Dios. La segunda enfatiza el espacio y se fija en los detalles: La tierra, las plantas, la manera como formó a Adán y a Eva, el jardín del Edén, en donde Dios coloca a la primera pareja de la humanidad, etc. El primero es más abstracto: “El hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios”, en cambio, el segundo es más poético y figurativo: “Tomó polvo de la tierra para formar al hombre y luego sopló sobre él”. Por otra parte, ambos relatos cosmológicos expresan el comienzo del Pueblo de Israel , se dirigen a la creación del hombre, que es la cúspide en importancia y dignidad de toda la creación, y adquieren unidad y cohesión en la voluntad creadora y personal de Dios, a diferencia de las cosmologías primitivas que se centran en un determinado elemento (von Rad. 1982: 189-190).
La fuente sacerdotal (P), como ya hemos indicado, es conceptualmente más precisa y pretende acentuar la diferencia entre el relato cosmológico israelita y otras cosmologías existentes en los pueblos vecinos. Por eso, utiliza el verbo “crear” en lugar del “hacer” o de “organizar” utilizado en el mito sumerio del origen del mundo. En este mito existen dos principios o sustancias primordiales de la que están hechas las divinidades y todas las cosas. Las divinidades hacen y organizan las cosas que hay en el agua, en la tierra, en el aire y en el cielo. En cambio, “crear”, en hebreo bara, significa sacar de la nada o traer a la existencia. Antes de la creación sólo existe Dios y las cosas vienen a la existencia en el momento en que Dios ordena. Consciente de esta diferencia el profeta Baruc (Ba 6, 58-69) anteponía el poder del Dios de Israel frente a los falsos dioses o ídolos. Y les recordaba a los israelitas en Babilonia no temer a esos dioses falsos y poner toda su confianza en Yahvé Dios. Por otra parte, y más cercano a nosotros, el evangelio de Juan, refiriéndose a este momento trascendental, señala: “En el principio solo existía la Palabra y la Palabra era Dios, quien hizo todas las cosas” (Jn 1, 1-3).
Otro dato importante es que el diseño cosmológico del Génesis fue escrito por los autores sagrados hacia el siglo VI a. C., posterior a los grandes acontecimientos salvíficos de la historia de Israel. Se da primero una experiencia personal, fundante y espiritual: Dios que elige a su pueblo de Israel y Dios que libera a su pueblo de la opresión de Egipto (El libro del Éxodo fue escrito entre 1440 y 1400 a. C.). Posteriormente, el autor o autores sagrados reflexionan sobre su entorno, sobre el cosmos o el universo, como la gran casa del hombre, y se preguntan por el creador de todas esas maravillas naturales y su respuesta está dada en la primera parte del Génesis. Así las cosas, examinemos a continuación la relación de la cosmología del Génesis con la historia de la salvación.
La creación del universo en la historia de la salvación
La fe de Israel nace de una experiencia espiritual, que consiste en un encuentro personal de Yahvé Dios y Abraham, en una elección y en una promesa: “Serás padre de una gran nación y te bendeciré…” (Gen 12,1-4). Esta experiencia es personal: Abraham escucha el llamado de Dios; es histórica: Se da en un tiempo y en un contexto determinado: Ur de Caldea, Jarán, Siquem; es profunda y radical: “Deja a tu país, a los de tu raza y a la familia de tu padre”. Este es el comienzo de una historia de amistad y alianza entre Dios e Israel, amistad que se prolongará con Isaac, Jacob, y su descendencia, y será probada repetidamente a través de los actos de liberación y de salvación que marcan la historia de este pueblo.
La creación del universo noformó parte de la primera fe israelita, como lo han demostrado los estudios históricos y exegéticos de los libros del Antiguo Testamento. Así, el primer credo que los israelitas repetían y trasmitían a sus descendientes no incluía ninguno de los relatos de la creación, como se puede ver en el texto siguiente:
“Mi padre era un arameo errante, que bajó a Egipto y fue a refugiarse allí, siendo pocos aún; pero en ese país se hizo una nación grande y poderosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron dura servidumbre.
Llamamos pues a Yavé, Dios de nuestros padres, y Yavé nos escuchó, vio nuestra humillación, nuestros duros trabajos y nuestra opresión. Yavé nos sacó de Egipto con mano firme, demostrando su poder con señales y milagros que sembraron el terror. Y nos trajo aquí para darnos esta tierra que mana leche y miel. Y ahora vengo a ofrecer los primeros frutos de la tierra que tú, Yavé, me has dado” (Dt. 26, 5-10).
tribus a tomar conciencia de que la creación del universo es una intervención esencial en la historia de la salvación?
El cautiverio en Babilonia, en el siglo VI a. C., es una nueva experiencia humana espiritual que vive el pueblo de Israel. Lejos de su patria, de sus tradiciones, e inmersos en una cultura ajena a sus principios y creencias los israelitas consideran como una amenaza a su identidad, como pueblo elegido, las nuevas costumbres, la nueva moral y los nuevos dioses de Babilonia. Surgen así los profetas del exilio: Isaías, Jeremías, Ezequiel, etc. Frente a la crisis y el peligro de perder la fe en Yavé, ellos ven la necesidad de anteponer la fe y la esperanza en la restauración de Israel. El centro del mensaje es: “Si Dios es todopoderoso, creador de cielo y tierra, también tiene poder para liberarnos”. Por eso, en Isaías 40 ss se afirma que Yahvé ha perdonado los pecados de Jerusalem, y a continuación el profeta repite sin cansancio “la grandeza de Yavé Creador”:
“Pongan la cara hacia arriba y miren: Quién ha creado todos esos astros? El, el mismo, que hace salir en orden su ejército, y que llama a cada estrella por su El, el mismo, que hace salir en orden su ejército, y que llama a cada estrella por su nombre.
Su fuerza es tan grande y su poder tan inmenso, que ninguna se hace la desentendida. … ¿Acaso no lo sabes o no lo has oído? Yavé es un Dios eterno que ha creado hasta los etremos del mundo”…
En este contexto profético la tradición sacerdotal redacta la única cosmogonía que hay en toda la Biblia. ¿Cuál es la intención? Los profetas, como también la fuente sacerdotal, pretenden luchar contra las posibles influencias del medio social y cultural del exilio babilónico y de otros pueblos que rodean a Israel. Lo particular y significativo de la reflexión sacerdotal es que interpreta el comienzo del universo en función de la elección y alianza de Dios con Israel. Por eso afirma von Rad (1982) que la bondad de Dios para con su pueblo prima sobre la omnipotencia.
A partir de este período el tema de la creación del universo va a ser una constante en la literatura bíblica. En los Salmos el tema de la creación se convierte en un canto de alabanza: Sal 19, 2 “Los cielos cantan la gloria de Dios”. En la literatura sapiencial, bajo influencia helenística, se manifiesta una relación entre la creación y el orden moral: Sb 11, 10: “Todo lo dispusiste con medida, número y peso”; Sb 13, 1: “… Todos los hombres que ignoraron a Dios, ….contemplando su obra, no reconocieron al Artífice”. En la etapa final del Antiguo Testamento, en el siglo II a. C., en el II libro de los Macabeos (2M 1,24-29) se afirma de manera clara: “Dios creó de la nada todo el universo, es justo y lleno de misericordia”. …Y “es motivo de esperanza para los que mueren” (2M 1, 38-43).
En el Nuevo Testamento el tema de la creación continúa como un elemento central en la historia de la salvación, solamente que ahora adquiere un carácter cristocéntrico. Cristo es la plenitud de los tiempos, el Alfa y Omega de toda la creación. Es el pleroma [6], en el que se cumplen todas las promesas y plenitud de todas las bendiciones (Rm 11, 12.25; Mc 1, 15; Rm 15, 19).
El diseño de la creación solo tiene sentido en Cristo. Por eso Pablo en Rom. 8, 21ss afirma:
“…el mundo creado también dejará de trabajar para el polvo, y compartirá la libertad y la gloria de los hijos de Dios. Vemos que la creación entera gime y sufre dolores de parto. … en la esperanza de la redención de nuestro cuerpo”.
En consecuencia, la historia de la salvación es una historia de fe. Es un proyecto unitario salvífico, que va desde el comienzo de la creación hasta el final de los tiempos. Sobre este gran proyecto, ¿es posible la alianza y el diálogo entre la fe cristiana y la ciencia?
El Gran Diseño de Dios: fe y ciencia
¿Qué es un diseño? En el campo de la investigación científica el diseño es un modelo teórico que sostiene y sustenta el desarrollo de la investigación y el objeto de estudio. En relación con la naturaleza, la ciencia y , en especial, la física teórica construyen un modelo y un método para estudiar el ser y el comportamiento de la realidad. Si el modelo es correcto y efectivo podrá descubrir e identificar un modelo implícito de leyes o normas que rigen la estructura interna y el comportamiento del ser o de la realidad, y por tanto podrá predecir consecuencias y resultados verificables de ese comportamiento. Las leyes o normas identificadas conforman un diseño esencial, que lo poseen desde las partículas elementales más pequeñas (subatómicas) hasta la galaxia más grande y más alejada del universo. Con esto, estamos diciendo que el universo físico tiene y obedece a un diseño y de acuerdo con ese diseño, descubierto por la ciencia, tuvo uno o muchos comienzos lo mismo que podrá tener uno o muchos finales.
En la época medieval el concepto de “diseño de la creación del universo” adquiere contenidos filosófico-teológicos orientados a fundamentar la racionalidad de la fe. Tomás de Aquino (1225-1274) recoge de las sagradas escrituras y de los padres de la Iglesia los elementos básicos necesarios para plantear la tesis de la causalidad ejemplar de Dios, especialmente en dos de sus obras principales: De veritate y Summa Theologica. En la primera se afirma que el universo no es producto de la casualidad, sino que responde a una idea o a un “diseño”, concebido en la mente de Dios. Esto significa que Dios es el artífice inteligente o la causa ejemplar del universo (De ver. q. 3). En la segunda, continua afirmando: “El mundo y cada cosa que lo compone tienen en Dios su idea ejemplar”. El mundo se hizo y se está haciendo según un plan preexistente en la mente divina (Sum. Th. 1, 15-23; Sum. Th. 1, q.14-16). Es decir, el modelo implícito de leyes que norman el ser y el comportamiento del universo está en la mente divina. ¿Qué es la mente de Dios? Es la Sabiduría de Dios. ¿Cómo entrar o llegar a ella? En Pr 8, 22 ss. se indica una vía: Dios es el artífice que ha hecho todas las cosas siguiendo un plan. Ese plan es anterior al cielo, a la tierra y cuanto existe, y es lo que le da armonía a todo el universo, incluido el hombre y la sociedad. Pero no basta el conocimiento o la ciencia de las cosas. El capítulo termina con un mensaje moral religioso: la felicidad consiste en seguir sus caminos, los caminos de este plan; encontrarlo y aceptarlo significa encontrar la vida y, por el contrario, despreciarlo a conciencia es elegir la muerte. Entonces, de acuerdo con el autor sagrado, solamente se llega a él o a la Sabiduría a través de la fe, que es la aceptación de sus enseñanzas.
Así, el Gran Diseño no consiste solo en un modelo o teorías del universo físico, aunque tengan el mayor reconocimiento de la astronomía moderna o de la física teórica contemporánea. Para un creyente cristiano actual el Gran Diseño es algo más complejo e integral, es la historia de la salvación, fundamentada en una concepción lineal de la historia y del tiempo. Dios está al inicio, creando, manteniendo en su ser a todos los seres creados y guiando toda la creación hacia el final de la historia y del tiempo. ¿Qué sentido tendría el “gran nido cósmico”, la vida y la historia de la sociedad humana separado de la historia de la salvación del hombre? Todo acabaría absurdamente con la muerte de las personas, la vida maravillosa del planeta, y todo el sistema cósmico.
De ahí que para Tomás de Aquino y para la teología católica, Dios no solo es la causa ejemplar, sino también la causa final de toda la creación. La dimensión de la fe permite dar sentido a los miles de millones de años de evolución cósmica y al desarrollo de la vida neuronal y espiritual del ser humano.
Fe y ciencia son dos fuentes de conocimiento que se complementan. No pueden contradecirse si ambas buscan la verdad mediante caminos legítimos y diferentes. Por eso, Rahner, en relación con esa fuerte vinculación, afirma que la historia de la salvación acontece en la historia humana, la abarca y la integra a una plenitud mayor, y Juan Pablo II en Fides y Ratio (1998) apoyado en las fuentes bíblicas señala : Hay una profunda unidad entre el conocimiento de la razón y el de la fe (p. 29). Advierte que el hombre, también el hombre de ciencia, con solo la luz de la razón puede encontrar y reconocer el camino hacia Dios, pero sólo podrá recorrerlo desde el horizonte de la fe (pp. 30, 33 ).
Sin fe el hombre corre el riesgo de quedarse en el camino paladeando la felicidad que ofrecen las delicias terrestres, sabiendo y aceptando que al final solo está la muerte (Camus, 1939), o como en el caso de Sagan que enfrentado a la muerte le basta “entrever la maravillosa estructura del mundo existente, junto al piadoso esfuerzo por comprender una porción, aunque sea diminuta, de la razón que se manifiesta en la naturaleza” (1998: 288).
Sagan, como muchos otros científicos, llegan al umbral del misterio, pero no dan el paso hacia la gran aventura de la fe. Entrar en el misterio significa encontrar a Dios, pero este paso trascendental está mediado por la libertad soberana del hombre. Entrar es un acto valiente que implica, por una parte, despojarse de todas las certezas y seguridades materiales y humanas, como en el caso de Abraham, de Moisés, Pablo de Tarso, y , por otra, aceptar dócilmente ser conducido para iniciar un recorrido de luces y de sombras, de paradojas, como dice Karl Barth en su Comentario a la Carta a los Romanos, pero seguro de que Dios, el Dios de la historia de la salvación, la fuerza del bien, está a tu lado y te sostiene. Tampoco es correcto ni cierto afirmar que la fe esté asociada a “debilidades de la mente” o al “miedo a la muerte”. La sagrada escritura y la historia de la Iglesia dan testimonio de lo contrario, es decir, que la fe es una experiencia personal, íntima y profunda que abarca todo género de personas, cuyas creencias los lleva a vivir y a realizar acciones heroicas o sencillas, pero que dan muestras de ser gigantes en el conocimiento y en la vivencia de su fe.
En la Iglesia Católica, desde sus inicios, ha habido un permanente esfuerzo, apertura y trabajo por integrar conocimiento y fe, ciencia y teología, sin perder de vista la especificidad de cada una. En el último siglo es bueno recordar algunos ejemplos, como el de Georges Lemaitre, teólogo y astrofísico belga , descubridor de la explosión del átomo primigenio (1931), conocido ahora como Big Bang; Pierre Teilhard du Chardin (1881-1955), teólogo, filósofo y paleontólogo, defensor de la tesis de una evolución cósmica, que culmina en el punto Omega que es Cristo; y Leonardo Boff, teólogo y ecologista, para quien “más allá del vacío cuántico, la última referencia de la razón analítica, está el océano de energía, el continente de todos los posibles contenidos, el “gran atractor cósmico”, pues se percibe que el conjunto del universo está siendo atraído hacia un punto central misterioso” (2003:79). En esta cosmovisión teísta Boff trata de integrar los nuevos paradigmas de las ciencias. No menos significativo es el testimonio de Francis Collins, 2008, genetista y Director del proyecto del Genoma Humano, para quien existe una maravillosa armonía entre las verdades complementarias de la ciencia y la fe. El Dios de la Biblia, sigue afirmando, es el mismo Dios del Genoma y la ciencia puede ser en efecto un medio para encontrar y aceptar a Dios, que es el artífice del Gran Diseño de la historia de la salvación.
Conclusión
La obra de Hawking, The Grand Design, ha sido el motivador de estas reflexiones cosmo-teológicas. Hablar del cosmos es hablar de la existencia de miles de millones de estrellas, galaxias y planetas, expandiéndose a distancias asombrosas, donde la tierra y el hombre son insignificantes dentro de la escala cósmica. Del neolítico a nuestros días el avance del conocimiento científico tecnológico, en particular los logros de las ciencias de la naturaleza, han permitido plantear la hipótesis del “átomo primigenio” cuya explosión poderosísima o Big Bang sería el origen del universo y de todo lo que él contiene.
Algunos científicos del pasado y del presente, como Hawking actualmente, impresionados por estas conquistas de la ciencia, afirman: “el maravilloso diseño del universo no tuvo diseñador”. En este trabajo hemos querido acercarnos a un concepto de ciencia más amplio, más abarcador e integrador donde los aportes de la física teórica no son verdades absolutas, sino simples hipótesis de trabajo, parciales con respecto a una realidad poliédrica y densa en significados, que lejos de aportar una solución definitiva, lo más que hacen es darnos, como dice Sagan, una cierta madurez para abrir nuevos caminos de búsqueda.
Motivado por los avances de las ciencias humanas y por el método fenomenológico e histórico crítico nos hemos acercado a la visión judeo cristiana de la creación del cosmos. Para esta cosmología teológica no hay diseño sin diseñador. El universo no tiene sentido en sí mismo. Dios, el señor del espacio, de la gravedad y del tiempo. La visión paulina de esta cosmología es total e integradora. Todo tiene sentido en relación con el hombre y el hombre encuentra su razón en Cristo, que es el pleroma de todo el universo. Por tanto, el gran diseño no contiene solo el universo. Es la historia de la salvación de la sociedad humana y del cosmos.
Pedro J. Ramírez Acosta, en revistas.uned.ac.cr/
Notas:
1. Es una obra escrita, en 2010, en conjunto con Leonard Mlodinov, doctor en física por la Universidad de Berkeley y escritor de la serie Star Trek: The next generation. Es una obra científica con algunos temas clásicos de la filosofía como El misterio del ser, y Qué es la realidad? Y otros que tocan temas fronterizos con la teología, como El milagro aparente y El gran diseño.
2. El hilemorfismo aristótelico es una teoría fundamental en la concepción de la realidad y del ser humano. El término proviene de dos raíces griegas que significan materia (hile) y forma (morfé). Todo ser material está compuesto de materia y forma. En el caso de los seres vivos la forma es el alma, y en el caso del ser humano la forma es el alma racional. Su planteamiento es una crítica radical a las ideas platónicas y una afirmación de la existencia del mundo real. Esta teoría caló tan profundo que fue base de la filosofía y teología medieval. Pueden consultarse las obras de Edwin Hartman, 1977, Substance, body and soul: Aristotelian investigation, Priceton U.P. y José M. Petit, y Antonio Prevosti,, 2004, Filosofía de la naturaleza: Su configuración a traves de sus textos, Barcelona: Ed. Scire.
3. La teoría del Big Bang responde a la vieja e inquietante pregunta que el hombre de ciencia se ha hecho sobre el origen del universo. Dice Sagan, en Cosmos, 1997: 20, que un sacerdote babilonio llamado Beroso escribió un libro (perteneció a la Biblioteca de Alejandría), cuyo primer volumen estaba dedicado al período que va de la creación al diluvio con una duración 432.000 años. Hoy la ciencia reconoce que de esa gran explosión a la actualidad hay unos 20 mil millones de años aproximadamente.
4. Es una línea curva o trayectoria del sol en su “movimiento aparente sobre la tierra”. El término está relacionado con los eclipses del sol y de la luna. Las órbitas de los planetas del sistema solar están próximas a la eclíptica. Si la sombra de la luna se interpone entre la tierra y el solo, se produce un eclipse solar. En cambio, si la sombra de la tierra se interpone entre la luna y el sol, tendremos un eclipse lunar. Este comportamiento fue medido, con cierta exactitud, por los científicos de Alejandría 200 años a C. Sobre el tema véase “El antiguo universo de las dos esferas” en Kuhn, La Revolución copernicana.
5. Es un punto cercano al centro de la esfera del planeta, en el marco de la teoría geocéntrica. Esta teoría estuvo vigente desde el s. VI a C. hasta el s. XVI en que fue sustituida por la teoría heliocéntrica. Ptolomeo utiliza el ecuante para mantener la teoría de Platón del movimiento circular uniforme de los cuerpos celestes. Por su parte, la deferente es un círculo que tiene por centro a la tierra.
6. Es un término que proviene del griego “pleroo” que significa llenar. Si bien tiene ascendencia gnóstica, es utilizado repetidas veces en las cartas paulinas. Del sentido de plenitud se deriva que todo tiene sentido en Cristo. Por eso, Pablo afirma en Ef 1,10. 22,29: Cristo es la cabeza del cosmos y por tanto resumen del proyecto divino de salvación. Veáse Pierre Benoit, Revue Biblique 63 (1956) 5-44: Pierre T. du Chardin, El fenómeno humano, Energía humana e Himno al universo.
Javier Echeverría
1. Introducción
Hilary Putnam publicó en 1981 el libro Reason, Truth and History [1], que supuso un giro importante en el tratamiento que los filósofos de la ciencia han solido hacer de los valores. Ya en el Prefacio, Putnam afirmaba que “una de las finalidades de mi estudio acerca de la racionalidad es ésta: tratar de mostrar que nuestra noción de racionalidad es, en el fondo, solamente una parte de nuestra concepción del florecimiento humano, es decir de nuestra idea de lo bueno. En el fondo, la verdad depende de lo que recientemente se ha denominado «valores» (capítulo 6)” [2]. Si comparamos esta tesis con la tradición empirista y positivista, basada en la estricta separación entre la ciencia y los valores, vemos hasta qué punto se está viniendo abajo otro dogma del positivismo: el de la neutralidad axiológica de la ciencia [3]. Antes que él, Kuhn había afirmado la existencia de valores permanentes en la ciencia (precisión, rigor, amplitud, coherencia, fecundidad) [4] y posteriormente Laudan distinguió entre la metodología, la epistemología y la axiología de la ciencia, afirmando la irreductibilidad de cada una de ellas [5]. Cabe afirmar que durante el último cuarto de siglo se ha producido en filosofía de la ciencia un giro axiológico, que fue iniciado por los autores recién mencionados y continuado por Rescher, Longino, Agazzi y otros [6]. En esta contribución partiremos de las tesis de Putnam sobre la ciencia y los valores, reinterpretándolas desde nuestra propia perspectiva y afirmaremos que hay valores previos a la verdad que delimitan lo que es una ciencia bien hecha. Ulteriormente haremos unas primeras consideraciones sobre los nuevos valores en la tecnociencia contemporánea, en los que no sólo se plantea la cuestión del bien hacer, sino el problema más hondo de lo bueno.
2. Putnam: ciencia y valores
En un breve artículo publicado en la revista mexicana Crítica, Putnam resumió las tesis de su obra de 1981 en los términos siguientes: “Como expongo en Razón, Verdad e Historia, sin los valores cognitivos de coherencia, simplicidad y eficacia instrumental no tenemos ni mundo ni hechos acerca de que es relativo a qué. Y estos valores cognitivos, reivindico, son simplemente una parte de nuestra concepción holística del florecimiento humano” [7].
Esta afirmación tiene una gran importancia para la epistemología, porque en ella se reivindica la prioridad de la axiología respecto de cualquier teoría de la verdad científica. Antes de indagar si algo (un teorema, un enunciado empírico, una teoría) es verdadero o falso desde un punto de vista científico, hay una serie de requisitos axiológicos que dicha propuesta científica debe cumplir. Si alguien demuestra un teorema, propone una hipótesis, formula una teoría, o simplemente enuncia el resultado de una observación, una medición o un experimento, cada una de esas propuestas científicas ha de satisfacer una serie de valores (coherencia, precisión, simplicidad, rigor, eficacia instrumental, fecundidad, etc.) antes de pasar a ser evaluada desde el punto de vista de su posible verdad o falsedad. La satisfacción previa de un determinado sistema de valores es condición necesaria (no suficiente) de la verdad o falsedad de cualquier propuesta científica. Por ello afirmamos que la axiología de la ciencia es previa a una teoría de la verdad científica. A diferencia del conocimiento humano en general, en el que suele decirse que, para que sea verdad lo que alguien dice, basta con que quien lo dice crea que ello es así, para que los científicos se pregunten sobre la verdad de una nueva propuesta es preciso que sus aseveraciones y argumentaciones cumplan una serie de requisitos axiológicos. La axiología de la ciencia, por tanto, ha de ocuparse de estudiar cuáles son esos requisitos previos a la pregunta por la verdad. Diremos que, antes de que una propuesta científica sea verdadera o no, dicha propuesta ha de estar bien hecha. El bien hacer científico es uno de los objetos de estudio de la axiología de la ciencia.
Más volvamos a Putnam. Según él: “cohererencia y simplicidad y otros por el estilo son ellos mismos valores”. “Efectivamente, ellos son términos que guían la acción” [8].
Esta tesis también merece ser comentada. Según Putnam, hay valores propiamente científicos, que no son subjetivos, sino objetivos, y dichos valores desempeñan una función muy importante, a saber: guían la acción de los científicos. Tradicionalmente se ha pensado que las reglas metodológicas eran la guía que debían seguir los científicos al observar, medir, experimentar, demostrar y formular hipótesis y teorías. Putnam y Laudan introdujeron una importante matización: los métodos científicos están cargados de valores, hasta el punto de que un conjunto de reglas o procedimientos es o no científico si y sólo si satisface en mayor o menor grado un sistema de valores científicos, epistémicos y no epistémicos. Puestas así las cosas, cabe un análisis axiológico de la propia metodología científica, puesto que un método puede ser interpretado como un conjunto de reglas de acción que satisfacen un sistema de valores. La axiología de la ciencia no sólo es previa a la teoría de la verdad (o de la falsedad), sino también a la metodología científica, aunque no se confunde con ella.
Según Putnam, los valores guían las acciones de los científicos. A nuestro modo de ver, esta tesis comporta consecuencias importantes para la filosofía de la ciencia. Además de hacer una teoría del conocimiento científico (es decir, una epistemología), los filósofos de la ciencia han de elaborar también una teoría de la acción científica [9]. Dicho de otra manera: la filosofía de la ciencia no debe reducirse a la epistemología, sino que ha de incluir además una praxiología de la ciencia. La filosofía de la ciencia así concebida incluye dos grandes ramas, que se interconectan entre sí en muchos puntos: la filosofía del conocimiento científico y la filosofía de la actividad científica. La axiología de la ciencia es pertinente para ambas, porque se ocupa tanto de los valores epistémicos como de los valores praxiológicos, o pragmáticos.
Putnam remacha sus anteriores afirmaciones con una tesis que sintetiza perfectamente lo que hemos denominado giro axiológico en filosofía de la ciencia: “Reivindico en pocas palabras que sin valores no tendríamos un mundo” [10].
Como puede verse, las tesis de Putnam suponen un giro radical con respecto a la tradición epistemológica de Weber, Reichenbach y el Círculo de Viena en favor de una ciencia axiológicamente neutral, valuefree. Según Putnam, y en este punto coincidimos estrictamente con él, sin valores no hay mundo ni hechos. Los valores epistémicos, además de ser cambiantes históricamente, forman parte de una totalidad más amplia, a la que Putnam designa como “florecimiento humano total” (total human flourishing [11]), y cuyos orígenes remonta a Platón y Aristóteles. La búsqueda científica de la verdad requiere un bien hacer, es decir, un alto nivel de competencia en el hacer científico. Dicha competencia puede ser analizada y gradualizada si aceptamos que cualquier propuesta o actividad científica está bien o mal hecha según satisfaga en mayor o menor grado una serie de valores que son pertinentes para evaluar dicha propuesta o dicha acción. Con ello se justifica la precedencia del bien científico (en el sentido técnico del término ‘bien’, well) con respecto a la verdad.
Sin embargo, se puede ir más lejos, ampliando la noción del bien científico a una perspectiva ética, de modo que dicho bien tenga que ver también con lo bueno (good). Ello es claro en el caso de la tecnología, y por ello nos centraremos a continuación en los nuevos valores en el mundo tecnológico.
Una última cita de Putnam: “la teoría de la verdad presupone la teoría de la racionalidad, que a su vez presupone nuestra teoría de lo bueno” [12]. La filosofía de la ciencia está así estrechamente vinculada a la ética, al menos en último análisis.
3. Tecnociencia y nuevos valores
En este apartado nos centraremos en una nueva modalidad de tecnología muy característica de la segunda mitad del siglo XX, a la que diversos autores, empezando por Bruno Latour, denominan tecnociencia. En el fondo, buena parte de las argumentaciones anteriores adquieren mayor relevancia cuando nos referimos a este híbrido entre la ciencia y la tecnología, la tecnociencia [13].
La denominación más habitual para la tecnociencia es Big Science. Ejemplos de tecnociencia hay muchos a partir de la Segunda Guerra Mundial: la invención del ENIAC, el proyecto Manhattan, la física de partículas, la meteorología, la criptología, la televisión, el ciberespacio, la ingeniería genética, el proyecto genoma, la telemedicina, la realidad virtual, etc. Hablando en términos generales, cabe decir que la tecnociencia se caracteriza porque no hay progreso científico sin avance tecnológico, y recíprocamente [14]. La interdependencia entre ciencia y tecnología es estrechísima en la caso de la Big Science, y por eso conviene distinguir entre ciencia, técnica, tecnología y tecnociencia. La técnica no tiene que estar basada en conocimiento científico, la tecnología sí. Pero cuando el conocimiento científico depende estrictamente de los avances tecnológicos, de modo que no es posible observar, medir ni experimentar sin recurrir a grandes equipamientos, entonces estamos hablando de tecnociencia. No toda la ciencia es así, pero una parte sí. Las cuatro modalidades de saber recién mencionadas siguen existiendo hoy en día y es posible distinguirlas entre sí. Mas la novedad estriba en la emergencia de la tecnociencia, que surge a partir de la segunda guerra mundial, y por ello dedicaremos nuestra atención a ella.
Por tanto, en este artículo nos ocuparemos ante todo de la axiología de la tecnociencia, partiendo de la tesis según la cual los sistemas de valores involucrados en las actividades tecnocientíficas son más amplios y complejos que en el caso de la ciencia básica. Sobre todo, tienen una estructura muy diferente. Los sistemas de valores tecnocientíficos mantienen algunos valores científicos clásicos, pero, o bien incorporan nuevos sistemas de valores, o bien modifican radicalmente el peso relativo de unos y otros valores. Aunque aquí no entraremos en este punto, cabe hablar de progreso tecnocientífico, entendido como un incremento en la satisfacción de una serie de valores positivos y un decremento de otros negativos. Puesto que el sistema de valores tecnocientíficos no coincide con el sistema de valores científicos, la noción de progreso también cambia, como veremos más adelante. Sin embargo, para abordar la axiología de la tecnociencia conviene partir de la axiología de la ciencia, que ha sido más estudiada en las dos últimas décadas. Las consideraciones que siguen adoptan esa estrategia expositiva: partir de la axiología de la ciencia para indagar las especificidades axiológicas de la tecnociencia.
Lo importante es dilucidar cuáles son los sistemas de valores o planos axiológicos pertinentes para la tecnociencia. Para ello, conviene en primer lugar proceder empíricamente, lo cual implica una investigación interdisciplinar basada en estudios de caso y en los protocolos de evaluación efectivamente usados al valorar las innovaciones tecnocientíficas. En lugar de delimitar a priori los valores pertinentes para la ciencia y la tecnociencia en virtud de alguna caracterización teórica de ambos saberes, optamos por una estrategia más modesta, consistente en localizar los valores efectivamente presentes en las diversas actividades tecnocientíficas, organizándolos en grupos o clases. Los subsistemas que iremos distinguiendo no son estancos. Valores de un grupo se interrelacionan con valores de otro grupo. Aun así, cabe distinguir inicialmente siete grupos de valores relevantes para la tecnociencia, aunque sólo sea a efectos analíticos. Prestaremos especial atención a los sistemas axiológicos que no suelen ser considerados por los filósofos de la ciencia, por no ser epistémicos, sino externos (Laudan) o contextuales (Longino). En lo que sigue nos limitaremos a esbozar un panorama general de esta axiología de la tecnociencia que surge a partir de estudios de caso y de protocolos, sin entrar en grandes detalles con respecto a los ejemplos previamente investigados.
En primer lugar, los valores epistémicos siguen siendo relevantes para la tecnociencia, porque sus innovaciones y propuestas siempre están basadas en conocimiento científico previamente contrastado, tanto desde un punto de vista teórico como por sus aplicaciones prácticas. Los artefactos tecnológicos actuales suelen ser construidos en base a teorías y aportaciones científicas suficientemente corroboradas. Por tanto, los valores internos (verosimilitud, adecuación empírica, precisión, rigor, intersubjetividad, publicidad, coherencia, repetibilidad de observaciones, mediciones y experimentos, etc.) se plasman en los propios artefactos tecnológicos y no sólo en las teorías utilizadas. No insistiremos mucho en este primer grupo de valores, pero conviene no olvidar que la tecnociencia depende estrictamente de las teorías científicas, sin perjuicio de que muchos de estos valores puedan no hacerse explícitos a la hora de evaluar los artefactos tecnocientíficos, porque se dan por supuestos. Varios de ellos forman parte del núcleo axiológico de la tecnociencia.
En segundo lugar, entre los valores subyacentes a la actividad tecnocientífica hay valores típicos de la técnica y de la tecnología que tienen un peso considerable a la hora de evaluar las propuestas y las acciones tecnocientíficas: la innovación, la funcionalidad, la eficiencia, la eficacia, la utilidad, la aplicabilidad, la fiabilidad, la sencillez de uso, la rapidez de funcionamiento, la flexibilidad, la robustez, la durabilidad, la versatilidad, la composibilidad con otros sistemas (o integrabilidad), etc. Obsérvese que muchos de estos criterios de evaluación proceden de propiedades que poseen los sistemas tecnológicos, las cuales se convierten en valores. Este es un fenómeno frecuente en el campo de la axiología. Muchos filósofos de la tecnología han afirmado que la eficiencia es el valor tecnológico por antonomasia [15]. A nuestro modo de ver, la utilidad, la funcionalidad y la eficacia son valores previos a la eficiencia, y por ello mantenemos que en este segundo grupo también rige una pluralidad de valores, sin perjuicio de que la eficiencia sea un valor nuclear en la actividad tecnocientífica.
En tercer lugar, en la segunda mitad del siglo XX han adquirido un peso específico muy considerable algunos valores económicos, como la apropiación del conocimiento (patentes), la optimización de recursos, la buena gestión de la empresa científica, el beneficio, la rentabilidad, la reducción de costes, la competitividad, la comerciabilidad, la compatibilidad, etc. que no eran prioritarios para la ciencia moderna, más centrada en los valores epistémicos [16]. Buena parte de la investigación científica actual está financiada por empresas, por lo que no es de extrañar que los valores económicos y empresariales impregnen cada vez más la actividad tecnocientífica [17]. También conviene tener presente que la Teoría Económica se ha ocupado ampliamente del problema de los valores a lo largo del siglo XX, generando diversos modelos de racionalidad (utilitarismo, decisión racional, teoría de juegos, racionalidad limitada en situaciones de incertidumbre, etc.) que han de ser tenidos en cuenta por los axiólogos de la tecnociencia, porque el problema básico es el mismo, aunque en este caso sólo se tengan en cuentan los valores económicos.
En cuarto lugar, el impacto de las tecnologías industriales y de las nuevas tecnologías sobre la naturaleza ha suscitado una profunda reflexión sobre los riesgos de las innovaciones tecnocientíficas, con la consiguiente aparición de nuevos valores, a los que genéricamente podemos denominar ecológicos. El más obvio es la salud, tan importante en el caso de las tecnologías agroalimentarias (transgénicos, etc.), pero también hay que mencionar la conservación y el respeto al medio-ambiente, la biodiversidad, la minimización de impactos sobre el entorno, el desarrollo sostenible, etc. El dominio de la naturaleza, objetivo básico de las ciencias baconianas, está dejando de ser el valor prioritario, o cuando menos encuentra otros valores como contrapeso. Algunos autores defensores del ecologismo radical hablan incluso de valores ontológicos en la biosfera.
En quinto lugar, la incidencia de las nuevas tecnologías sobre la vida cotidiana y sobre la sociedad ha puesto en primer plano una serie de valores humanos, políticos y sociales (intimidad, privacidad, autonomía, estabilidad, seguridad, publicidad, mestizaje, multiculturalismo, solidaridad, dependencia del poder, libertad de enseñanza y de difusión del conocimiento, etc.), que contribuyen a definir en muchos casos, o cuando menos a matizar algunos objetivos concretos de la actividad tecnocientífica. Este quinto grupo podría subdividirse fácilmente en grupos específicos, cosa que aquí no haremos, pero sí indicamos. Los valores jurídicos podrían ser un grupo por sí mismo, pues no hay que olvidar que la actividad tecnocientífica de financiación pública ha de adecuarse al marco legislativo de cada país, y por ende respetar numerosas normas y valores jurídicos, tanto a la hora de investigar como al aplicar las innovaciones resultantes.
En sexto lugar, las biotecnologías suscitan profundos problemas éticos y religiosos, de modo que la actual tecnociencia está marcada cada vez más por la incidencia de este quinto tipo de valores (la vida, la dignidad humana, la libertad de conciencia, el respeto a las creencias, la tolerancia, el respeto a los animales, la minimización del sufrimiento en la experimentación, el derecho a la disidencia y a la diferencia, la honestidad de los científicos, etc.). La honestidad de los científicos, con todas las virtudes que conlleva, es una condición sine qua non de la actividad tecnocientífica, y por ello es un valor nuclear. Pero no es el único valor nuclear de la tecnociencia, y por ello la axiología de la ciencia no se reduce a una ética de la ciencia, con ser ésta importantísima para la reflexión y el análisis axiológico.
En séptimo lugar, no hay que olvidar los valores ligados a la actividad militar, en la medida en que muchas investigaciones tecnocientíficas han estado y siguen estando estrechamente vinculadas a los Ejércitos, sobre todo en los USA. Esto es particularmente claro en las épocas de guerra, cuando las comunidades científicas ven cómo sus sistemas de valores quedan claramente subordinados a los valores militares (patriotismo, disciplina, jerarquía, obediencia, secreto, engaño al enemigo, propaganda, victoria, etc.). Las dos guerras mundiales y la guerra del Vietnam indujeron profundas crisis morales en algunas comunidades científicas, que han de ser interpretadas como conflictos de valores al irrumpir un nuevo subsistema de valores en la actividad tecnocientífica. Y no hay que olvidar que buena parte de la actividad investigadora sigue siendo desarrollada por instituciones militares, por lo que los valores efectivamente presentes en esas actividades tecnocientíficas siguen estando impregnados por este séptimo subsistema de valores en épocas de paz.
Estos siete subsistemas podrían ser más, pero esta primera tipología puede bastar para dejar clara la amplitud de la tarea que se le presenta a la axiología de la tecnociencia. Los filósofos de la ciencia sólo se suelen interesar en los valores epistémicos, los filósofos morales en las cuestiones éticas, los militares en la victoria y en los medios para lograrla, los economistas en la relación costes/beneficios, los juristas en el respeto a la ley y los ecologistas en la defensa del medio-ambiente. Todas estas perspectivas son válidas, pero ninguna agota los problemas axiológicos generados por la tecnociencia actual. Precisamente por ello afirmamos que es preciso plantearse el problema de la axiología en toda su generalidad y diversidad, en lugar de reducir la cuestión a uno de los siete planos de análisis antes mencionados.
Vista la gran pluralidad de los sistemas de valores de la tecnociencia, es posible concluir que la tecnociencia está mucho más imbricada en la consecución del bien y de lo bueno (o del mal y de lo malo) que en la búsqueda de la verdad. Esta es la tesis principal de este artículo. Siendo una actividad que transforma el mundo, y no sólo lo conoce, describe o explica, la valoración que hay que hacer sobre la bondad o la maldad de los tecnosistemas y los sociosistemas depende siempre de los valores que rigen las acciones posibilitadas por las invenciones tecnocientíficas. Por otra parte, siendo relativamente reciente su institucionalización a nivel internacional, cabe afirmar que la tecnociencia atraviesa una auténtica crisis de valores, estrechamente vinculada a su propia instauración y asentamiento como nueva modalidad de acción científica y técnica. Los sistemas de valores de la ciencia fueron cristalizando a lo largo de los siglos XVII al XX, generando un sistema de valores epistémicos que ha sido la principal aportación de la ciencia a la filosofía de los valores. La tecnociencia, en cambio, va constituyendo poco a poco su propio sistema de valores mediante la mutua impregnación entre sistemas de origen muy diverso. Todo ello genera indudables e importantes conflictos de valores en la tecnociencia actual.
Así como la existencia de una pluralidad de valores y su equilibrio en sistemas dinámicos eran precondiciones para hablar de la verdad científica, así también cabe afirmar que en el caso de la tecnociencia lo bueno sólo puede surgir a partir de un proceso de integración, hoy en día en curso, de los diversos sistemas de valores presentes en la actividad tecnocientífica. Las comunidades científicas adoptaron un cierto ethos de la ciencia (Merton), que todavía está por configurar en el caso de las comunidades tecnocientíficas, a su vez emergentes. Por ello es previsible un proceso de decantación y progresiva estructuración de esa pluralidad de valores, lo cual es un requisito previo al análisis de la bondad o maldad de las diversas innovaciones tecnocientíficas. Los filósofos pueden desempeñar un papel muy importante al respecto, como ya ahora se advierte con la creación de diversos tipos de comisiones de ética que trabajan en contacto con los tecnocientíficos (hospitales, laboratorios, comisiones legislativas, etc.). A mi modo de ver, la aportación de los filósofos a esos grupos de debate interdisciplinar no debe limitarse a la ética. Conjuntamente con otros profesionales, los filósofos de la ciencia pueden aportar mucho al perfeccionamiento axiológico de la actividad tecnocientífica.
4. La tecnociencia y lo bueno, desde el punto de vista de la axiología
Concluyamos, aunque sea de manera harto provisional [18]. Diremos que, así como la verdad es un metavalor en relación a los valores epistémicos de la ciencia moderna, así también lo bueno ha de ser considerado como un metavalor para los diversos sistemas axiológicos presentes en la tecnociencia. Equivale ello a decir que lo bueno de la tecnociencia no es una idea intemporal (la historicidad de la tecnociencia es indudable), sino el resultado de un proceso de criba y afinamiento axiológico que permite distinguir entre valores nucleares (o fundamentales) y valores periféricos. Estamos pues ante un nuevo proceso de búsqueda de lo bueno a nivel individual y en el plano colectivo y social. En dicho proceso la filosofía tiene una clara misión a cumplir, tanto desde los ámbitos educativos como desde las tribunas públicas de mayor difusión. En el fondo, la filosofía vuelve a tener pleno sentido desde la perspectiva axiológica aquí considerada.
Por su propio carácter procesual y dinámico, difícilmente cabe aquilatar una idea de lo bueno, y mucho menos una definición general del bien en relación con la tecnociencia. La valoración de las acciones y resultados de la tecnociencia también es una acción, o mejor, una metaacción, puesto que versa sobre acciones previamente realizadas o en curso de ejecución. Por ende, la axiología de la tecnociencia está sujeta a la teoría general de las acciones tecnocientíficas, sobre la cual sólo podemos ofrecer unos primeros rudimentos [19]. Puesto que una acción tiene diversas componentes (agentes, acciones propiamente dichas, objetos sobre los que se ejercen, contextos o escenarios de actuación, instrumentos disponibles, condiciones iniciales, intenciones de dichas acciones, objetivos de las mismas y consecuencias derivadas, como mínimo), la evaluación de lo bueno y lo malo de la tecnociencia está sujeta al análisis de todas y cada una de esas componentes.
Concebimos pues la valoración de lo bueno como una meta-acción, posterior a la evaluación axiológica basada en los subsistemas de valores antes mencionados. Definir criterios para caracterizar lo bueno como metavalor no es cosa fácil, como cualquiera puede adivinar. A título general, diremos que será preferible aquella actividad tecnocientífica que muestre mayor capacidad para integrar diversos sistemas de valores, a veces opuestos y en conflicto, de modo que la satisfacción de todos y cada uno de ellos sea exigible, aunque sólo sea en un cierto grado. Ello equivale a decir que un artefacto o una acción tecnocientífica será más o menos buena, o si se prefiere mejor que otra, sólo si satisface hasta cierto grado los diversos valores de los distintos sistemas axiológicos antes citados.
En resumen, y a modo de síntesis provisional: una acción o artefacto tecnocientífico es bueno (sin perjuicio de que siempre pueda ser mejor) sólo si:
1. Está basado en un conocimiento científico coherente, preciso, riguroso, contrastado, etc., que ha sido evaluado positivamente una y otra vez por las comunidades científicas correspondientes.
2. Es útil, innovador, eficiente, versátil, fácil de uso, seguro, etc.
3. Es barato, rentable, beneficioso, optimizable, competitivo, etc.
4. Respeta los valores ecológicos antes enumerados.
5. Satisface los valores humanos, políticos, sociales y jurídicos del grupo quinto.
6. Respeta y fomenta los valores éticos y morales del grupo sexto.
7. En casos de conflicto bélico, puede contribuir a la realización de los valores militares sin que los restantes subsistemas de valores desaparezcan. Obviamente, esto no es fácil que suceda, y por ello la axiología de la ciencia tiene en las épocas bélicas un ámbito importante para el análisis y la contrastación de sus modelos.
8. Satisface en más alto grado el mayor número de valores positivos de los diversos grupos y disatisface los contravalores correspondientes.
Obsérvese que incluso la aplicación de este metacriterio depende de las componentes antes mencionadas en nuestro esbozo de una teoría general de la acción. Por tanto, el grado de satisfacción de este metacriterio puede ser muy distinto según los agentes, el tipo de acciones, los objetos, los escenarios, etc. Precisamente por ello propugnamos una axiología de la tecnociencia que sea empírica y analítica. Sería un error pensar que la actividad tecnocientífica va a ser beneficiosa para todos, en todas las circunstancias, etc. Por ello no pretendemos promover una axiología categórica.
Quien se anime a hacer propuestas categóricas basadas en principios universales, sean formales o materiales, tiene ocasión de emprender la tarea. ¡Animo y mucha suerte! Nuestra propuesta es mucho más modesta, y sin embargo considerablemente ambiciosa desde el punto de vista de la actual filosofía de la ciencia y de la tecnología [20].
Javier Echeverría, en dadun.unav.edu/
Notas:
1 Putnam, H., Reason, Truth and History, Cambridge Univ. Press, Cambridge, 1981 (reimpr. 1982 y 1984). Hay traducción española de Esteban Cloquell J. M., Razón, verdad e historia, Tecnos, Madrid, 1988. Las citas se remitirán a estas dos obras.
2 Putnam, H., 13: “A final feature of my account of rationality is this: I shall try to show that our notion of rationality is, at bottom, just one part of our conception of human flourishing, our idea of the good. Truth is deeply dependent on what have been recently called ‘values’ (chapter 6)” (XI).
3 Para un estudio más amplio de esta cuestión véase la obra de Proctor, Robert N., Value-Free Science?, Harvard Univ. Press, Cambridge, 1991, así como Echeverría, J., Filosofía de la Ciencia, Akal, Madrid, 1995.
4 Kuhn, T. S., La tensión esencial, FCE, México, 1983, 344 y ss.
5 Laudan, L., Science and Values, Univ. of California Press, Berkeley, 1984. Sobre la obra de Laudan véase el volumen editado por Wenceslao González, en el que se incluye el artículo: Echeverría J., “Valores epistémicos y valores prácticos en la ciencia”, en W. González (ed.), El pensamiento de L. Laudan. Relaciones entre Historia de la Ciencia y Filosofía de la Ciencia, Universidade da Coruña, Servicio de Publicaciones, 1998, 135-153.
6 Por mi parte, la contribución más reciente es: Echeverría, J.,: “Ciencia y valores: propuestas para una axionomía de la ciencia”, en Contrastes, Suplemento 3, ed. P. Martínez Freire, (1998), 175-194. Véase en dicho artículo un breve panorama de los estudios recientes sobre axiología de la ciencia.
7 “As I put it in Reason, Truth and History, without the cognitive values of coherence, simplicity and instrumental efficacy we have no world and no facts, not even facts about what is so relative to what. And these cognitive values, I claim, are simply a part of our holistic conception of human flourishing. Putnam, H., “Beyond the Fact-Value Dichotomy”, Crítica XIV: 41, 3-12, 8-9.
8 “coherence and simplicity and the like are themselves values”. “Indeed, they are action guiding terms”. Ibid., 7.
9 Y no sólo de la actividad científica, sino también de la actividad tecnocientífica, que es la que caracteriza a la ciencia contemporánea.
10 “I claim, in short, that without values we would not have a world”. Putnam, H., 11.
11 Ibid.
12 Putnam, H., 215: “I am saying that “theory of truth presupposes theory of rationality which in turn presupposes our theoy of good” (212).
13 Las distinciones que aquí proponemos han sido desarrolladas en el volumen Ciencia moderna y ciencia postmoderna, Fundación March, Madrid, 1998, 45-62 y en Echeverría J., “Teletecnologías, espacios de interacción y valores”, Teorema XVII/3, (1998), 11-25. Véase asimismo nuestro reciente artículo en Argumentos de razón técnica 2 (1999), en la que se comentan las definiciones de tecnología de Agazzi y Quintanilla.
14 Ver los artículos citados en la nota anterior para un desarrollo más preciso de estas distinciones.
15 Ver, por ejemplo, Agazzi, E., El bien, el mal y la ciencia, Tecnos, Madrid, 1996. También Ramón Queraltó defendió esta tesis en su obra Mundo, Tecnología y razón en el fin de la Modernidad, PPU, Barcelona, 1993.
16 En el ámbito empresarial se habla hoy en día de una gestión basada en valores management by values, entendiendo por valores la calidad total de la gestión empresarial, la seguridad, la prevención de riesgos derivados, etc.
17 En los EEUU de América la investigación tecnocientífica de financiación pública no supera el 50% del total. Esta privatización y empresarialización de la actividad investigadora es uno de los cambios más significativos experimentados por la ciencia en el siglo XX, y por ello cabe decir que la tecnociencia está financiada en buena parte por la iniciativa privada, a diferencia de la ciencia moderna, cuya financiación era casi exclusivamente pública.
18 Al modo de Descartes, las propuestas axiológicas que siguen deben ser entendidas como una axiología par provisión.
19 Ver al respecto mi artículo sobre “Ciencia, tecnología y valores: una propuesta para evaluar las acciones tecnocientíficas”, que será publicado por el Centro de la UIMP de Valencia.
20 Este artículo ha sido elaborado en el marco del proyecto de investigación sobre “Ciencia y Valores”, financiado por el Ministerio de Educación y Ciencia.
William James
III. Lo que da significación a una vida
En el ensayo que antecede he tratado de haceros comprender cómo puede una vida hallarse llena de valor y de significación, aun cuando nosotros nos demos cuenta de ello a causa de nuestro punto de vista externo e insensible. Las significaciones que existen para los demás no existen para nosotros. La recta inteligencia de este hecho envuelve algo más que un simple interés de curiosidad especulativa: tiene una importancia práctica enorme. Quisiera convenceros de esto como yo estoy convencido, ya que para mí constituye la base de toda nuestra tolerancia social, religiosa y política. Entre las raíces de todos los errores estúpidos y sanguinarios que los directores de pueblos han hecho sufrir a sus súbditos, hállase siempre la negación de aquel hecho. Lo primero que importa evitar en las relaciones con las demás personas es cerrar el camino a los modos peculiares que tiene cada uno de ser feliz, para que los demás a su vez no pretendan cortar su senda a los nuestros. Nadie logra la intuición de todos los ideales, ni puede presumirse a la ligera capaz de juzgarlos. La prisa con que se dictan dogmas para los demás es la causa del mayor número de las injusticias y crueldades humanas, y es el rasgo humano carácter que más a menudo hace llorar a los ángeles.
Todo Juan ve en su Juanita una infinidad de gracias y de perfecciones a cuyo encanto nosotros los extraños permanecemos estúpidamente fríos... ¿Quién posee la vista superior de la verdad absoluta, él o nosotros? ¿Quién posee la intuición más vital sobre la naturaleza de la existencia de Juanita? ¿Es excesivo, Juan, porque es víctima, en tal caso, de una idea fija? ¿O nosotros somos deficientes sufriendo una anestesia patológica con relación a la mágica importancia de Juanita? Esta segunda hipótesis es, sin duda, la verdadera, porque, de seguro, se revelan a Juan las verdades más profundas, y ciertamente los pequeños latidos del corazoncito de Juanita son maravillas de la creación, son dignos de aquel interés y de aquella simpatía; y es para nosotros una vergüenza el no poderlo sentirlo así, como lo siente Juan. Porque él realiza su Juanita en concreto y nosotros no podemos hacerlo. El se une a la vida interior de ella, adivinando sus sentimientos, previniendo sus deseos, y, sin embargo, siempre demasiado indignamente porque hasta él mismo adolece de un poco de ceguera.—Entre tanto, nosotros, especie de piedras muertas, no nos preocupamos de esto poco ni mucho, y vivimos contentos aunque aquella porción de hecho externo que se llama Juanita signifique para nosotros tan poco como si no existiera. Juanita, que conoce su propia vida interior, sabe que la manera como la considera Juan —que tanta importancia le atribuye— es la sola manera verdadera y seria de considerarla, y corresponde a la verdad que reside en él, considerándolo, a su vez, con la misma verdad y seriedad. ¡Ojalá la antigua ceguera no cubra de nuevo a alguno de ellos con sus brumas!
***
¿Qué sería de cada uno de nosotros si ninguno quisiese conocernos como realmente somos, y no estuviese dispuesto a compensarse de nuestra intuición con una agradecido cambio? Es para todos nosotros un deber el realizarse mutuamente de esta manera intensa, patética e importante.
Si decís que esto es absurdo y que no podemos amarlo todo al mismo tiempo, os haré observar como un dato de hecho que ciertas personas poseen una infinita capacidad de amorosidad y de interés por la vida de los otros, gracias a la cual conocen una porción mayor de verdad que si su corazón fuese menos grande. El defecto del amor recíproco de Juan y de Juanita no es su intensidad, sino su exclusivismo y sus celos. Dejad estos a un lado y veréis cómo el ideal que levanto a vuestros ojos a modo de bandera, aun cuando no es posible practicarlo en la actualidad, nada contiene intrínsecamente absurdo.
***
Pesa sin duda sobre nosotros un enorme velo de ceguera atávica apenas surcado aquí y allí, de vez en cuando, de sagaces revelaciones de la verdad. Por ahora, es en vano esperar que tal estado de cosas se modifique sensiblemente. Nuestros internos secretos deben permanecer en su mayor parte impenetrables a los demás, porque los seres como nosotros, esencialmente prácticos, son necesariamente miopes. Pero si cada uno de nosotros no puede alcanzar una intuición muy positiva del modo de ser de los demás, ¿no podemos, por ventura, servirnos de la noción que tenemos de nuestra ceguera, para ser más cautos al atravesar los lugares oscuros? ¿No nos será dable sacudirnos alguna de esas horribles intolerancias atávicas, hereditarias, o alguna de esas ocultaciones positivas de la verdad?
Busquemos algunos principios que hagan nuestra intolerancia menos caótica, y del mismo modo que he comenzado mi anterior conferencia con un recuerdo personal, os pido perdón para otro rasgo semejante de egotismo.
***
Hace algunos años pasé una hermosa semana en el famoso Assembly Grounds, a orillas del lago Chautauqua. Así que uno penetra en aquel sagrado recinto, siéntese en una atmósfera de bienestar. Discreción e ingenio, inteligencia y bondad, orden e idealidad, prosperidad y gracia vagan por los aires. Es una continua partida de campo seria y estudiosa, organizada en una escala gigantesca. Hay allí una ciudad que muchos miles de habitantes espléndidamente colocada en el bosque, dispuesta y provista de manera que satisfaga a todas las necesidades elementales y a la mayor parte de los deseos superiores más superfluos que pueda experimentar un hombre. Allí una escuela superior de primer orden; allí espléndida música; un coro de 700 voces con el auditorium al aire libre más perfecto que existe en el mundo; allí toda clase de ejercicios atléticos, y todo lo preciso para navegar a vela y a remo, nadar, pedalear, jugar a pelota, y para todos los demás juegos especiales propios de la gimnástica. Allí jardines sistema Fröbel y escuelas secundarias modelos. Allí cultos religiosos y clubs especiales para todas las confesiones. Allí fuentes continuas de agua de soda, y todos los días conferencias populares por personajes eminentes. Allí la compañía más intelectual, y ni el menor esfuerzo. Nada de bacilos, ni de pobres, ni de borrachos, ni de criminales, ni de polizontes; sino cultura, cortesía, buen trato, igualdad, y los mejores frutos de todo aquello por que la humanidad ha combatido y ha sufrido en nombre de la civilización durante siglos y siglos. Allá, en pocas palabras, podéis frecuentar lo que podría ser la sociedad humana cuando la luz hubiese penetrado por todas partes y no existiesen sufrimientos ni ángulos agudos en la vida.
Durante un día mi curiosidad estuvo excitada. Continué durante la semana, encantado de la gracia y la facilidad de todas las cosas, de aquel paraíso de que gozaban las clases medias sin un pecado, sin una víctima, sin una lágrima...
Sin embargo, ¿cuál no sería mi maravilla al entrar de nuevo en el mundo oscuro y vicioso, y oírme decir a mi mismo, sin quererlo, inesperadamente? "¡Uf! ¡Gracias a Dios! Dadme cualquiera cosa de primordial o salvaje, así sea una cosa tremenda como un degüello de armenios, para poner la balanza en equilibrio! Aquel orden es demasiado mecánico, aquella cultura es demasiado de segunda mano, aquella bondad es demasiado artificiosa. Aquel drama humano sin un grito y sin un tormento; aquella comunidad tan refinada como un helado al agua de seltz es muy pobre regalo para presentado al bruto que todavía duerme en el hondo del hombre. Aquella ciudad susurrante bajo el tibio sol que templa sus rayos en el lago, aquel atroz endulzamiento de todas las cosas, me resultan insufribles. Quiero de nuevo correr el albur del mundo externo en pleno salvajismo, con todos sus delitos, con todo su sufrimiento, porque en él se encuentran lo elevado y lo profundo, los abismos y los ideales, los fulgores de lo horrendo y de lo infinito, y mil veces más esperanza y auxilio que en aquella quintaesencia de todas las mediocridades".
***
¡Tal fue el improvisado apóstrofe de mi desenfrenada fantasía! Habíase ofrecido a mis ojos la realización —naturalmente en mínima escala— de todos los ideales que han coronado la civilización: seguridad, inteligencia, humanidad y orden; y yo había sentido la reacción instintiva hostil, no ya del hombre de la Naturaleza, sino del hombre de cierta cultura enfrente de semejante utopía. Y esto constituía una contradicción, una paradoja que en mi calidad de profesor con estipendio entero me creía en el deber de estudiar y explicar si me era posible.
Por esto púseme a reflexionar y bien pronto caí en la cuenta de lo que era aquello que se echaba de menos en aquella ciudad infernal, y cuya falta hacia descender a cualquiera de los siete cielos de la admiración. Al punto reconocí que era el mismo elemento que da al pecaminoso mundo externo todo su tono moral, la expresión y el colorido: el elemento de la precipitación, por decirlo así, de la fuerza y del valor, de la tensión y del peligro. Lo que excita el interés del que observa la vida, lo que las estatuas y las novelas celebran, lo que los monumentos públicos recuerdan, es la continua batalla de la potencia de la luz contra la de las tinieblas: la victoria conseguida con el heroísmo, reducido a su más simple eventualidad, contra las dentelladas de la muerte. En aquella inefable Chautauqua, en cambio, no había a la vista ninguna potencialidad de muerte: no había punto alguno del horizonte por donde pudiese despuntar el peligro. El ideal era ya victorioso hasta tal extremo que no revelaba huella alguna de la batalla que debía haberle precedido. Lo que emociona el espíritu humano es el espectáculo de la batalla en acción: desde el momento en que no falta más que comer el fruto, ya resulta innoble. Sudor y esfuerzo, la humana naturaleza en tensión extremada, y volviendo la espalda al éxito obtenido para conseguir otro nuevo, más raro y más difícil todavía: esto es lo que inspira todas las formas más elevadas del arte y de la literatura. En Chautauqua no había más recuerdos de tormento ni aun en el Museo Histórico, ni sudor alguno como no fuese la transpiración en la frente de los conferenciantes, o en el cuerpo de los jugadores de pelota.
Tan completa falta de "humanidad in extremis" paréceme explicación suficiente de insustancialidad en Chautauqua.
¡Qué paraíso tan bien calculado para descorazonar a cualquiera! Realmente, pensaba yo, no parece sino que los idealistas románticos con todo su pesimismo respecto de nuestra civilización estuviesen completamente en lo cierto. Una irremediable insipidez está a punto de invadir el mundo.
Filisteísmo y mediocridad, iglesias sociales y convencionalismos de profesores van a tomar el lugar de los antiguos altibajos y de los claroscuros románticos. En el porvenir, para ver la vida humana en su más feroz intensidad, tendremos que alejarnos cada vez más de lo que actualmente existe, y refugiarnos en las páginas de los novelistas y de los poetas. El ancho mundo, si puede todavía parecer delicioso a un individuo escapado del encierro de Chautauqua, va, sin embargo, obedeciendo cada día más a los ideales que a la postre han de convertirle en una simple asamblea de Chautauqua en enorme escala. Was in Gesang soll leben, muss im Leben untergehen. En nuestro mismo país, la corrección, la elegancia, las preferencias por la más tenue ventaja, van tomando el lugar de las otras cualidades. Los heroísmos superiores y los antiguos gustos raros quedan eliminados de la vida [16].
***
Mientras daba vueltas a estos pensamientos en mi cabeza, el tren que me llevaba acercábase a Búfalo, y ya próximo a esta ciudad, la vista de un obrero trabajando a una altura vertiginosa sobre el ángulo de una de esas construcciones de hierro que parecen escalar el cielo, me condujo de improviso al verdadero sentido de las cosas. Entonces, por un relámpago de intuición, comprendí que, dominado por la ceguera atávica, miraba la vida actual con los ojos de un espectador demasiado remoto. Deseoso de heroísmo y del espectáculo de la humanidad en tensión, jamás había observado los campos ilimitados que me circundaban y en que el heroísmo tenía aplicación constante: no había sabido considerar ese heroísmo presente y vivo. No sabía figurármelo sino muerto y embalsamado, clasificado y catalogado como en las páginas de las novelas, y, sin embargo, estaba ante mis ojos, en la vida de cada día de las clases trabajadoras. No hay que buscar solamente el heroísmo en la lucha cruenta y en las carreras desesperadas, sino en cada puente de ferrocarril y en cada edificio a prueba de fuego que hoy se fabrican. Sobre los trenes de los ferrocarriles, sobre las cubiertas de los barcos, en el recinto de las minas, entre los bomberos y los polizontes, en todas partes es incesante el dispendio de valor, y nunca disminuye. Donde quiera una pala, un hacha, un pico están en movimiento, la naturaleza humana suda, gime, suspira y con toda su fuerza de paciente sufrimiento llega al máximo de tensión.
Cuando al fin volví la vista a esa vida heroica tan poco idealizada que me circundaba, pareció que las cataratas cayesen de mis ojos, y me sentí anegado en la ola de simpatía más amplia y más intensa que nunca había sentido, hacia la vida ordinaria de los individuos más ordinarios; y comencé a creer que la única virtud germinativa y vital, la única digna de ser tenida en cuenta, es la que tiene las manos encallecidas y la piel curtida.
En cualquiera otra virtud hay pose: ninguna es como ésta inconsciente y sencilla, sin esperanza de ser honrada y reconocida. Estos son nuestros soldados, pensaba, estos nuestro sostén, estos la verdadera fuente de nuestra vida.
Muchos años después, estando en Viena, experimenté un sentimiento semejante de obsequio y reverencia observando a las aldeanas que habían ido a la ciudad para el mercado. Viejas, secas, rugosas, ennegrecidas en su mayoría, con su pañuelo a la cabeza y un jubón demasiado corto, caminaban pesadamente entre el ir y venir de los carruajes, sin mirar a derecha ni izquierda, atentas a su deber, sin envidia, con corazón humilde.
Y, sin embargo, pensaba yo, esas mujeres llevan sobre sus hombros laboriosos toda la trama de los esplendores y de la corrupción de la ciudad. ¿Cómo habría ésta hallado modo de existir sin su trabajo no interrumpido y mal recompensado? Y lo mismo pensaba de nosotros: no a los generales y a los poetas, sino a los jornaleros italianos y húngaros de la vía subterránea debieran dedicarse los monumentos de gratitud y respeto que embellecen una ciudad como Boston.
***
Aquellos de vosotros que conocéis las obras de Tolstoi habréis notado que mi pensamiento se acomoda al suyo, con todo el horror que él siente hacia cuanto, por convención, llamamos distinguido, y con la divinización exclusiva de la bravura y de la paciencia del hombre natural inconsciente.
¿Pero dónde se halla —digo yo— un Tolstoi nuestro que esculpa esta verdad en nuestros pechos americanos, que nos dé una mejor intuición y nos libre del espurio romanticismo literario de que se alimenta nuestra sedicente cultura? En todas partes alrededor nuestro alienta la divinidad, y la cultura está demasiado hundida para sospecharlo siquiera ¡Oh! ¡Di un Howells o un Kipling asumiesen esta misión! ¿Están acaso tan influidos por la ceguera atávica y son tan poco humanos, que no se puede realmente revelar a sus ojos la intensa alegría y el sentido de la existencia del que trabaja? ¿Deberemos aguardar para eso, que uno nacido y crecido entre el pueblo, viviendo él mismo como un obrero, sea dotado por la gracia del Cielo, al mismo tiempo, de una voz literaria?
Desde aquel día me afirmé en este pensamiento como si mi facultad de visión hubiese crecido grandemente y como si hubiese adquirido algo que muy bien podría llamarse un aumento de mi consideración religiosa de la vida. A los ojos de Dios, las diferencias de posición social, de la inteligencia, de la cultura, de la urbanidad y del vestir que distinguen a los hombres, así como todas las demás irregularidades y excepciones a las que tan gran precio se atribuye, deben ser tan insignificantes que casi deben quedan absolutamente desvanecidas; y lo que queda es únicamente el hecho de que nosotros, infinita multitud de navegantes de la vida, existamos expuestos cada uno a ciertas dificultades particulares con las cuales debemos combatir tenazmente, consumiendo en la lucha toda la fuerza y bondad que hayamos podido acumular. El ejercicio del valor, de la paciencia y de la cortesía debe ser la porción importante de la tarea; mientras las distinciones nacidas de la posición deben ser solamente un modo de diversificar la superficie fenoménica bajo la cual las virtudes inferiores antes citadas pueden manifestarse. Por esto la vida humana más profunda existe en todas partes y es eterna. Y si existe en individuos humanos algún atributo singular, debe ser, sin duda, un atributo externo, decorativo de la superficie.
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Las vidas de los hombres resultan así niveladas lo mismo arriba que abajo: niveladas en lo alto por su común significado interior, niveladas abajo por su gloria exterior y por su aspecto. Sin embargo, preciso es confesarlo, esta visión niveladora tiende a ser de nuevo oscurecida, pues siempre la ceguera atávica influye en nosotros de manera que acabamos por pensar que la creación no ha existido con otro fin que el de desenvolver situaciones dignas de nota, y distinciones y méritos convencionales.
Cada vez que semejante cosa ocurre surge un nuevo nivelador bajo el ropaje de un profeta religioso —Buda, Cristo, o algún San Francisco, algún Rousseau, algún Tolstoi— para disipar una vez más nuestra ceguera. Con todo, poco a poco, algún beneficio estable se junta a nuestro haber; porque el mundo debe ser más humano y la religión de la democracia tiende a un aumento progresivo y permanente.
Esto, como os he dicho, fue durante cierto tiempo mi convicción, con exclusión de toda otra creencia.
Os he expuesto el hecho en forma de recuerdo personal para que penetraseis en él de un modo más directo y completo. Ahora trataremos el resto de un modo más impersonal.
***
La filosofía niveladora de Tolstoi comenzó bastante antes de que él se sintiese afligido por aquella crisis de melancolía que recuerda en su maravilloso documento titulado Mi confesión, con el cual ha iniciado una misión especialmente religiosa. En su obra maestra La guerra y la paz —que es ciertamente la primera novela de todos los tiempos—, el papel de héroes está confiado a un pobre soldadito llamado Karataieff, tan lleno de gracia y devoción, que a pesar de su ignorancia, logra, con su sola presencia, abrir el cielo a la mente del personaje principal del libro; y su ejemplo es seguramente presentado por Tolstoi como medio de que el lector vea de nuevo a Dios en el mundo. El pobrecillo Karataieff cae prisionero de los franceses, y cuando la fiebre y el cansancio le impiden caminar, es fusilado, como lo fueron otros tantos prisioneros en la famosa retirada de Moscou. La última imagen que de él ofrece el libro, es la de su pobre figura apoyada en el tronco de un álamo blanco, aguardando su fin sin compasión y sin consuelo de nadie.
"Cuanto más —escribe Tolstoi en Mi confesión— cuanto más examino la vida de este pueblo de obreros, más me persuado de que poseen realmente la fe, y sacan de ella la posibilidad de vivir... Al revés de los que pertenecen a nuestra clase y que continuamente protestan contra el destino y se indignan de sus rigores, estos otros aceptan las enfermedades y las desgracias sin rebelarse, sin oponerse, y con la confianza sólida y tranquila de que todo debe pasar conforme pasa, de que no puede ocurrir de otra manera y de que así va bien... Cuanto más vivimos con el entendimiento, tanto menos comprendemos el significado de la vida. En el sufrimiento y en la muerte sólo acertamos a ver un juego cruel; pero ellos viven, sufren y se acercan a la muerte tranquilamente y con placer más a menudo de lo que se cree.
Existe un contingente enorme de seres humanos felices de la felicidad más perfecta, a pesar de faltarles lo que para nosotros constituye lo único bueno de la vida. entre los que carecen de ello, se cuentan por cientos, por miles, por millones, lo que entendiendo el significado de la vida, saben cómo deben vivir y cómo deben morir; los que se fatigan tranquilamente soportando privaciones y dolores, ,y viven y mueren viendo a través de todas las cosas el bien, pero no la vanidad... Debemos amar a estar personas. Yo cuanto más he penetrado en su vida, más las he amando, y más se me ha hecho a mí mismo posible el vivir. Oucrrióme que no sólo empezó a disgustarme la vida de nuestra sociedad instruida y rica, sino que tal vida fue perdiendo a mis ojos toda valor y sentido. Todos nuestros actos, nuestras deliberaciones, nuestra ciencia, nuestras artes tomaron para mí un significado completamente nuevo: comprendí que todas aquellas lindas cosas podían ser agradables pasatiempos, pero que no debía buscarse en ellas profundidad alguna, en tanto que la vida de la plebe en frente de la fatiga, la vida de esas multitud de seres humanos que realmente contribuyen a la existencia, se me aparecía en su verdadera y plena luz. Comprendí que allá verdaderamente estaba la vida, que el sentido de la vida que allá se tiene es la verdad; y lo acepté por completo" [17].
De un modo análogo llama Stevenson a las puertas de nuestra compasión hacia la virtud elemental de la raza humana:
"¡Qué cosa tan milagrosa —escribe— es el hombre! ¡Qué sorprendentes son sus atributos! Pobre alma venida al mundo por tan breve tiempo, sometida a tantos trabajos, acechada y oprimida de un modo salvaje, condenada irremisiblemente a ser una presa ¿quién puede hablar mal de ella?... No importa dónde le miremos, en qué clima le observemos, en qué clase social, en qué grado de cultura ni en qué nivel de moralidad. En un buque en mitad del Océano, un hombre dedicado al más rudo navegar y a los placeres más viles, cuya ilusión más elevada es el sonido de un violín perversamente tocado en una taberna, y una prostituta que se vende para robarle,... y él, sin embargo, sencillo, inocente, bueno como un niño, dispuesto al trabajo duro;... en las callejas oscuras de la ciudad, moviéndose en medio de millones de indiferentes, dedicado a las tareas mecánicas, sin esperanza de que en el porvenir cambie el modo de ser de las cosas, casi sin goce alguno en el presente, y no obstante fiel a su virtud, atento con los maestros de su arte, cortés con los vecinos... sirviendo muchas veces al vulgo a cambio de su desprecio, a menudo resistiendo frente a frente a una tentación;... donde quiera alguna virtud, doquiera alguna finura de pensamiento o de valor; en todas partes la muestra de la bondad fundamental del hombre... ¡Oh! ¡Si yo supiese mostraros todo esto! ¡Si pudiese haceros ver esos hombres y esas mujeres esparcidos por el mundo entero, en todas las edades de la historia, sujetos a todos los abusos del error, expuestos a todas las ocasiones del pecado, sin esperanza, sin ayuda, sin agradecimiento, y, con todo, librando constantemente en la oscuridad la lucha por la virtud, siempre adheridos a algún jirón de honra como única alegría de su alma misérrima!"
Todo esto es tan brillante como verdadero y debemos gratitud a Tolstoi y Stevenson por haberlo evocado en nuestro espíritu. Recordemos la respuesta del irlandés a quien preguntaron: "¿Es tan bueno un hombre como otro?" y contestó: "Sí: ¡y a veces mucho mejor!" De un modo parecido, según mi sentir, Tolstoi ataca excesivamente nuestros prejuicios sociales cuando manifiesta un amor tan exclusivo por los aldeanos, y aguza tanto sus dardos contra el hombre de ilustración. Es verdad que en Chautauqua se nota muy poco esfuerzo moral, poco sudor, poco cansancio; pero en la más oscura profundidad del alma de cada uno que allí estaba, seguramente se escondía algo bueno, alguna virtud vital que, llegada la ocasión, no dejaría de mostrarse. Y, después de todo, se impone esta pregunta: ¿Será cierto que las concomitancias y las circunstancias de la virtud hagan diferir tan poco la importancia de su resultado? ¿La utilidad para el Universo, de cierta cantidad definida de valor, de cortesía, de paciencia, no es mayor por ventura si el que la posee es persona de una cierta ilustración, con propósitos vastos, que si es un analfabeto que corta la leña y lleva el agua, y que trabaja justamente lo bastante para vivir? En este particular la filosofía de Tolstoi, tan profunda y tan luminosa, resulta una abstracción reñida con la verdad. Adolece demasiado del pesimismo oriental y del nihilismo que declara simple ilusión todo el mundo de los fenómenos, todos sus hechos y todas sus distinciones.
***
Jamás nuestro sentido común occidental podrá creer que sea una simple ilusión el mundo de los fenómenos. Admitirá sin esfuerzo que la alegría y la virtud interna son la parte esencial del complexo de la vida, pero siempre reconocerá algún valor positivo anexo a lo que se ve. Si es estúpido el romanticismo empeñándose en no reconocer lo heroico sino cuando se ofrece con pose de heroísmo, o cuando lo halla bien catalogado en los libros, es asimismo estúpido el no querer verlo sino en los zapatos sucios y en la camisa, empapada de sudor, del campesino. Lo heroico está entre nosotros, con cualquier traje; lo mismo en Chautauqua que en los campos de batalla, en la cubierta de los buques y en la Corte del Zar de todas las Rusias. Instintivamente, cuando tratamos de formular un juicio general acerca de un ser humano, combinamos dos cosas: sentimos que es un producto de su valor interno y de la posición externa que ocupa, no tomando separadamente una y otra, sino combinándolas. Si las diferencias exteriores no tuviesen importancia alguna para la vida, ¿por qué habría de ellas una variedad sin límites? Deben ser seguramente, con igual razón, elementos significativos del mundo.
He aquí un testimonio relacionado con la divinización que hace Tolstoi del simple obrero manual.
He aquí lo que escribe el señor Walter Wyckoff después de haber trabajado como simple peón en la demolición de unos edificios sitos en West-Point, acerca del estado de ánimo de la clase de que había querido formar parte durante cierto tiempo:
"Los puntos salientes de nuestra condición saltan a la vista. Somos hombres adultos y no tenemos un oficio determinado. En el mercado del trabajo estamos, todos los días, dispuestos a vender al mejor postor, por tantas horas diarias, nuestra fuerza muscular pura y simple. Por esto estamos en el último peldaño de la escala de los trabajadores. Y vendemos nuestra fuerza muscular en condiciones particulares, pues ella constituye todo nuestro capital y carecemos de medios de subsistencia de reserva, y no podemos por lo tanto recabar un precio de reserva, toda vez que vendemos obligados por la necesidad de satisfacer el hambre inminente. Hablando en plata: tenemos que vender nuestro trabajo o morir; y como el hambre es asunto de pocas horas y no tenemos otro medio de satisfacerla, debemos vender por lo que el mercado ofrece.
El que nos emplea compra el trabajo a un precio que le parece caro, y querrá, en consecuencia, por dicho precio cuanto más trabajo pueda obtener de nosotros. Esta es la razón de que escoja para capataz de cada grupo de operarios un individuo que conozca a fondo la tarea, y que tiene sobre nosotros poder absoluto. No nos ha conocido antes, y seguramente nos despedirá en cuanto el trabajo disminuya o se acabe. En el entretanto, su obligación es obtener de nosotros toda la labor física que individual y colectivamente podamos realizar. Si esto aniquila a alguno de nosotros, de suerte que quede incapaz para proseguir trabajando, él nada perderá con esto, porque el mercado le ofrecerá en seguida un suplente.
Somos unos ignorantes, pero vemos muy claramente que hemos vendido nuestro trabajo a un precio bajo, y hubiéramos podido obtener por él un precio mayor, y que el que nos emplea habría podido comprar la misma obra a menos precio. El ha pagado mucho y ha de hacernos trabajar cuanto pueda; y nosotros, por instinto que es común a todos, procuramos trabajar lo menos posible. Así es como de una labor semejante quedan por completo eliminados todos los elementos que constituyen la nobleza del trabajo: no nos alegra que éste progrese; no sentimos comunidad alguna de intereses con el que nos ha alquilado; jamás experimentamos el placer de la responsabilidad, ni aquella satisfacción de la obra realizada; y sí solamente la estúpida monotonía de la fatiga, con el deseo agudo, feroz, de la señal de reposo y del pago al final de la jornada.
Y, siendo lo que somos, la escoria del mercado de trabajo, sin seguridad de una colocación estable, sin organización entre nosotros, no tenemos más esperanza que seguir trabajando bajo el ojo vigilante del capataz, esclavos del salario, hasta la terminación de nuestra obra.
Todo esto conduce a la conclusión de que, en efecto, nuestra vida es dura, improductiva y sin esperanza".
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No se puede ciertamente desea vivir de un modo permanente esta vida dura, inútil y sin esperanza. ¿Por qué razón? ¿Porque es tan sucia? Nansen estaba mucho más sucio todavía durante su expedición polar, y no por ello despreciamos su vida, ¿Por causa de la insensibilidad? Nuestros soldados llegar a ser mucho más insensibles, y, no obstante, los glorificamos.¿Quizás por la pobreza? La pobreza ha sido reconocida como el coronamiento de nuestros caracteres heroicos. ¿Es la fidelidad, la esclavitud de un fin prefijado, la falta de placeres elevados? No: porque esa esclavitud y esa falta constituyen la verdadera esencia de la fuerza superior, y siempre se les ha atribuido gran mérito, bastando para que os persuadáis de ello la lectura de las memorias de los misioneros esparcidos por todo el mundo. No es ninguna de esas cosas tomada por separado, ni tampoco todas ellas reunidas, lo que hace que esta vida no sea apetecible. En verdad, un hombre puede trabajar como un operario analfabeto, llevar a cabo toda la tarea de éste, y, sin embargo, contarse entre las más nobles criaturas de éstas en la masa que Wyckoff describe; pero la corriente de su alma se deslizaba en lo profundo, y él estaba asaz influido por la ceguera atávica para darse cuenta de ella.
Pero, si hubiese existido alguno de esta naturaleza moralmente excepcional, ¿qué notas hubieran podido distinguirle de lo que le rodeaba? Una sola: que su alma trabajaba y sufría obedeciendo a algún ideal interno, mientras nada semejante ocurría en sus compañeros. Estos ideales de la vida ajena constituyen secretos casi siempre impenetrables, pues muy a menudo nada revela su existencia en los hombres que los poseen. En el caso de Wyckoff sabemos con exactitud el ideal que él se había impuesto: en parte se había propuesto salir bien de un empeño difícil, pero principalmente deseaba ampliar la propia intuición simpática de la vida de sus compañeros. Por esto sus sudores y sus penas alcanzan algo de significación heroica, y le hacen merecedor de una estima excepcional. Pero es fácil imaginar otros diversos ideales para sus compañeros de trabajo. Dejando a un lado la mujer y los hijos, uno de ellos podría ser un converso del "Ejército de salvación" del general Booth, y llevar oculto en el corazón un ruiseñor que entonase de continuo un canto de expiación y de perdón, mientras él se fatigaba en la tarea. Podría haber en el grupo algún apóstol a lo Tolstoi o a lo Bondareff, que hubiese abrazado la profesión manual como misión religiosa. Para muchos la solidaridad de clase era seguramente un ideal.Y quién puede decir cuánta parte habría entre ellos de aquella elevadísima dignidad en la miseria de que ha hablado Felipe Brooks con tanta agudeza y penetración?
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La pobreza —dice Brooks— es, para vivir, una tierra inhospitalaria y estéril; una tierra donde muy a menudo hay que contentarse con hallar un fruto o una raíz que roer. Pero viviéndola en realidad, dejando que se manifieste genuinamente, sin deshonrarla de continuo juzgándola por la medida de otras tierras, sus cualidades saltan gradualmente a la vista. Desde luego, ninguna tierra como la inhospitalaria y estéril tierra de la pobreza puede mostrarnos la geología moral del mundo.
Nada puede como la pobreza llevarnos al corazón de las cosas y haceros comprender su significado, ni puede hacernos sentir la vida y el mundo como ella cuando ha arrojado a un lado los falsos almohadones... La pobreza acerca a los hombres y les hace conocer recíprocamente sus corazones; la pobreza exige e impone la fe en Dios mejor y con más fuerza que otra cosa alguna...
Bien sé que ha de sonar a falso y a afectado cuanto pueda deciros en honor de la pobreza..., Pero os aseguro que estoy bien convencido de que la libertad y la dignidad del pobre, el respeto de sí mismo y su energía dependen de la sincera y clara conciencia de que la pobreza es una verdadero modo de vivir, y de que con ella se puede tener carácter y fuentes de felicidad y de divina revelación. Lo que debe procurar es resistir tenazmente a la tendencia de carecer de carácter, que es a menudo achaque de la pobreza; afirmarse en el respeto de la condición en que vive; aprender a amarla de suerte que si llega a ser rico pueda salir por la baja puertecita de la antigua miseria con verdadero aflicción, y honrado sinceramente la augusta casa donde por tanto tiempo ha vivido" [18].
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La inutilidad y la inferioridad de la vida en la mayoría de los obreros consiste en que no se sientes animados por un ideal anterior. Soportan con paciencia el dolor en la espalda, las horas interminables, el peligro mismo, a cambio de qué? A cambio de un poco de tabaco, de un vaso de cerveza, de una taza de café, un pan y una cama, para recomenzar el día siguiente, con la preocupación de evitar todo lo posible la fatiga. Esta es en realidad la razón de que no elevemos monumentos a los obreros de la Metropolitana, aun cuando en realidad nuestra ciudad se funda sobre sus corazones pacientes y sobre sus espaldas encallecidas. Y esta es la razón porque, en cambio, levantamos monumentos a nuestros soldados cuyas condiciones exteriores son, sin embargo, más brutales. Se supone simplemente que los soldados han perseguido un ideal, lo cual nunca se supone en los obreros.
Y he aquí, como veis, de qué suerte se complican las cosas y de qué extrañas manera empieza a desenvolverse bajo nuestras manos la complejidad de la maravillosa naturaleza humana. hemos visto que eran nuestro patrimonio natural la ceguera y la indiferencia de los unos respecto de los otros; y a pesar de esto, hemos llegado a reconocer que puede existir en la vida de otro un significado interior, cuando menos lo sospechamos. Ahora, por fin, nos vemos inducidos a afirmar que este significado interior puede ser completo y tener valor hasta para nosotros, cuando la alegría interna, el valor y la constancia se asocian a un ideal.
Pero ¿qué es lo que debemos entender por un ideal?¿Podemos dar una definición exacta de esta palabra? Sí, hasta cierto punto. Un ideal, por ejemplo, debe ser algo concebido intelectualmente, alguna cosa que tenemos conciencia de que está delante de nosotros, y debe llevar consigo aquella suerte de expresión, de lucidez, de elevación que acompaña a los hechos intelectuales más altos. Secundariamente, un ideal debe tener novedad, al menos para aquel que lo profesa. Una vieja rutina es incompatible con la idealidad, si bien lo que es para uno rutina encallecida por el uso, puede ser para otro una novedad ideal. Lo cual quiere decir que nada existe absolutamente idea, sino que los ideales son siempre relativos a la vida de quien los cultiva. El evitar el agua de las goteras no absorbe la más mínima parte de la conciencia de los que estamos aquí, y sin embargo, para muchos de nuestros hermanos, es el ideal que más legítimamente les preocupa.
Bien se ve, pues, que los ideales son la cosa más barata que hay en el mundo. Cada uno los posee en una u otra forma, personales o generales, justos o disparatados, elevados o bajos; y es posible que los más insignificantes sentimentalistas o soñadores, los borrachines, los vagos, en los que jamás se manifiesta una forma de esfuerzo, de valor o de constancia, tengan mayor copia de ideales que todos los demás. La cultura, ensanchando nuestro horizonte y nuestro campo visual mental, es un gran medio de multiplicar nuestro ideales, para hacer que surjan ante nuestra vista muchos ideales nuevos. Por esto vuestro tipo de profesor, con la camisa almidonada y calados los anteojos, sería el hombre de más absoluta y profunda significación, si bastase para dar significado a una vida una buena provisión de ideales. Tolstoi incurriría en un error si lo despreciase por pedante y afectado como una parodia; y todas nuestras ideas acerca de la divinidad del trabajo muscular errarían por completo el camino de la verdad.
Semejantes consecuencias, bien lo comprendéis, son completamente erróneas. Aunque un hombre tenga muchos ideales, continuaréis despreciándole si no pasa de ahí, sin no pone en acción algunas de las cualidades laboratrices del hombre; si no demuestra valor, sino soporta privaciones, si no se lastima y hiere procurando la consecución de alguno de sus ideales. Es bien evidente que para dar significación a una vida hasta el punto de provocar la admiración del observador, se requiere algo más que la simple posesión de ideales. Es verdad que el individuo puede sentir la alegría interior de la posesión de sus ideales, pero esto es una empresa puramente sentimental. Para obtener de nosotros que vemos las cosas desde fuera y tenemos nuestros propios ideales por alcanzar, el tributo de ardiente reconocimiento, debe asociar a sus visiones ideales lo que los trabajadores poseen: la virtud humana; debe ensanchar la propia superficie sentimental con toda la extensión de su volición activa, si quiere producir la impresión de la profundidad, o de algo cúbico y sólido respecto del carácter.
La significación de una vida humana en cuanto a los propósitos públicamente apreciables, es, por consiguiente, el connubio entre dos seres, cada uno de los cuales sería estéril por sí solo. Los ideales tomados separadamente carecen de realidad; las virtudes, por separado, carecen de novedad. Digan lo que quieran orientalistas y pesimistas, lo que en la vida tiene un significación más profunda —por lo menos, comparativamente— hállase constituido por el carácter de progresión, es decir, por el raro connubio entre realidad y novedad ideal. El reconocer la novedad ideal es función de la inteligencia, pero no todas las inteligencias puede decir qué novedades son ideales. Para muchos el ideal será siempre lo que más concuerde con el bien más antiguo a que está acostumbrados. En tal caso, su carácter, aunque no sea absolutamente significativo, podrá ser significativo pasionalmente. Si tuviésemos que decir cuál sea el factor más esencial del carácter humano, el valor para la lucha o la amplitud de la inteligencia, escogeríamos, iluminados por Tolstoi, la fe sencilla formada de luz y sombra, que puede manifestarse en cualquier analfabeto.
De seguro, pensaréis vosotros, que con tanto dar vueltas al asunto acabaré por producir una gran confusión, pues, en realidad, parece que acepte todas las opiniones sólo por el gusto de rechazarlas poco después. En efecto; he empezado por elogiar a Chautauqua, y después la he arrojado a un lado; luego he puesto por los cielos a Tolstoi y la fatiga de todos los días, y por fin les he dejado caer; últimamente, me he dedicado a glorificar los ideales y ahora parece que en gran parte los desecho. Observad, sin embargo, en qué sentido lo hago. Les abandono en cuanto pretendan bastar singularmente a dar significación a una vida. La cultura y el refinamiento no bastan para ello y tampoco las aspiraciones ideales, si no están acompañadas por el valor y la voluntad. Ni el valor, ni la voluntad, ni la constancia, ni la indiferencia ante el peligro, son suficientes cada una de por sí. Es preciso que se forme como una fusión, una especie de combinación química de todos estos elementos para que resulte una vida objetiva y completamente significativa.
Naturalmente, esta conclusión adolece de incertidumbre, pero en cuestiones de significación, de valor, jamás las conclusiones pueden ser precisas. La medida del aprecio, de sentimiento es siempre una cuestión de más y de menos, una especie de balance determinado por la simpatía, por la intuición, por la buena voluntad. De todos modos, hemos llegado a una respuesta, a una conclusión, y me parece que en el camino emprendido para conseguirlo, nuestros ojos se han abierto ante muchas cuestiones de importancia. Muchos de vosotros advertiréis ahora con más perspicacia que antes la profundidad de valor que se oculta en la vida de los demás, y cuanto tratéis de distribuir y aplicar vuestra simpatía, hallaréis aún en la noción de la combinación de los ideales y de las virtudes activas, una buena base para formar vuestras resoluciones. De todos modos, vuestra imaginación se ha hecho más vasta. Adivináis en el mundo que os rodea algo que os hace ser un poco más humildes y más tolerantes, un poco más respetuosos que los demás, que os hace amarlos mayormente; y vais adquiriendo una alegría interior al considerar de tal suerte aumentada la importancia de nuestra vida común. Tal alegría es una inspiración religiosa, un elemento de salud espiritual, y vale bastante más que las minuciosas noticias técnicas que, según la suposición general, acostumbramos a dar nosotros los maestros.
Para demostrar lo que quiero decir con estas palabras, voy antes de concluir a ilustrarlo prácticamente.
En la actualidad sufrimos en América la llamada cuestión del trabajo, y en todo el mundo llama la atención la perplejidad que esta cuestión engendra. Digo cuestión del trabajo para expresarme en una fórmula breve, pues comprendo en ella todas las formas de insufrimiento anárquico, de proyectos socialistas y de resistencias conservadoras que estos provocan. Si semejante conflicto es malo y lamentable —y creo que lo es sólo dentro de ciertos límites—, la maldad consiste únicamente en que una mitad de nuestros compatriotas cierra por completo los ojos ante el significado interior de la vida de la otra mitad, no viendo en ella goces ni penas, ni virtud moral, ni la existencia de ideales intelectuales. Sus propósitos se entrechocan a cada momento, y se consideran recíprocamente como una hilera de autómatas gesticulando de un modo peligroso. A menudo la única cualidad que el pobre concibe en el rico es la infame liviandad de la impunidad, del lujo, del afeminamiento y una afectación sin límites: no lo considera como un ser humano, sino como una cartera o un billete de Banco. En cambio, muchas personas ricas no imaginan en el pobre otro estado mental que un hervor de deseos convertidos en envidia a fuerza de privaciones. En cambio, si el rico se acerca con sentimiento al pobre, ¡qué error tan grande comete compadeciéndole por razón o de los verdaderos deberes y la real inmunidad que, examinados rectamente, son las condiciones más características y duraderas de su alegría! En pocas palabras: cada uno ignora el hecho de que la felicidad e infelicidad y sentido de la vida son un misterio vital; cada uno lo cifra absolutamente en cualquiera ridícula particularidad de la situación externa, y cada uno permanece fuera del modo de ver individual de todos los demás.
Con todo, la sociedad ha obtenido indudablemente la aproximación a un nuevo y mejor equilibrio, y la distribución del bienestar ha ganado algo con el cambio. Pero si después de todo lo que he dicho, alguno de vosotros cree que los cambios, como el que he indicado (que se han sucedido y seguirán sucediéndose) determinarán alguna diferencia vital genuina, en gran escala, en la vida de nuestros descendientes, no ha entendido mi conferencia. El sentido sólido de la vida es siempre el mismo algo eterno, esto es, el connubio de algún ideal poco común con la fidelidad, el valor y la paciencia, y con el sufrimiento de algún hombre o mujer, y dondequiera y cualquiera que sea la vida, es connubio puede realizarse.
***
Fitz-James Stephen escribió sobre esto, hace muchos años, palabras mucho más elocuentes que las que yo podría pronunciar: “El Great Eastern, o cualquiera de sus sucesores —escribía— atravesará la anchura del Atlántico sin que sus pasajeros se percaten de que han dejado la tierra firme. Pues bien: el viaje de la cuna a la tumba puede realizarse con la misma facilidad. El progreso y la ciencia permitirán quizás a muchos millones de hombres vivir sin un cuidado, sin una aflicción, sin una ansiedad, y estos tendrán una travesía plácida y de continuo una conversación brillante, y se maravillarán de que haya habido nunca combates exterminadores, ciudades incendiadas, barcos sumergidos y manos tendidas para implorar; y llegados al fin de su camino, cederán el sitio, sin dejar de ello ni una huella. Pero no es probable que estos tengan el conocimiento del Océano tan completo como el de los que en frágiles esquifes han afrontado sus tempestades, sus corrientes, sus olas gigantescas de cresta espumeante y sus huracanes formidables, y que, aun careciendo de otros méritos, habrían alcanzado el de haberse hallado frente a frente con el tiempo y con la eternidad y en condiciones, por lo tanto, de tener una visión bien definida de sus relaciones con ambos” [19].
En este sentido sólido y tridimensional, por así decirlo, tienen razón los filósofos que sostienen que el mundo es una cosa inmóvil, sin progreso, sin historia real. Las condiciones que alteran la historia no hacen más que surcar la superficie de lo que se ve. Los cambios de equilibrio y las nuevas distribuciones, no hacen más que mudar nuestras facilidades y las posibilidades abiertas para llegar a los ideales nuevos. Pero cuando un nuevo ideal surge a la vida, destierra toda posibilidad de una existencia que se funde en un ideal antiguo: sería ciertamente un presuntuoso calculista quien pretendiesen confiadamente afirmar que la suma total de significación haya sido en una época del mundo positiva y absolutamente mayor que en cualquier otra.
Hablo en general y por esto no puedo tomar en consideración algunos puntos de vista que se relacionan con lo expuesto. En una conferencia no se puede tratar más que un punto y me tendría por dichoso si hubiese conseguido hacer entender, siquiera aproximadamente, lo que he pretendido explicar. Existen compensaciones: y ninguna modificación extensiva de las condiciones de la vida puede impedir al ruiseñor —de la significación eterna— cantar en todas las diversas especies de corazones humanos. Esto es lo principal. ¡Si sabéis admitirlo, no ya con los labios, sino creyéndolo con verdadera fe, sentiréis suavizarse nuestra antipatías recíprocas, atenuarse nuestros terrores! Si el pobre y el rico pudieran mirarse entre sí de este modo, sub especie aeternitates, ¡cómo se dulcificarían sus contiendas! ¡Cuánta tolerancia y cuánto buen humor, cuánta buena voluntad de vivir y de dejar de vivir brotarían en el mundo!
William James, unav.es/
Traducción castellana de Carlos M. Soldevila (1904)
Notas:
16. Estas líneas fueron escritas antes de la guerra de Cuba y Filipinas. Pero esas manifestaciones de la pasión de dominar son simples episodios de un proceso social que, a la larga, tiende por todas partes a los ideales de Chautauqua.
17. Tolstoi, Mi confesión, cap. X (condensado).
18. Brooks, Sermons. 5ª serie.
19. Fitz-James Stephen, Essays by a Barrister, pág. 318. London, 1862.
William James
II. Una singular ceguera de los seres humanos
Nuestros juicios sobre el valor de las cosas grandes o pequeñas, depende de los sentimientos que las mismas cosas despiertan en nosotros. Cuando reputamos preciosa una cosa como consecuencia de la idea que formamos de ella, es porque la misma idea está ya asociada a un sentimiento. Si estuviésemos radicalmente privados de sentimientos y en su virtud pudiesen las ideas reinar por sí solas en nuestra mente, nos hallaríamos completamente libres de todas nuestras simpatías y antipatías, y seríamos incapaces de atribuir mayor importancia o significación a una que a otra situación, a una que a otra experiencia de nuestra vida.
Ahora bien: la ceguera de que quiero hablaros es la que todos sufrimos con relación a los sentimientos de las criaturas y de las personas diferentes de nosotros.
Somos seres prácticos y tenemos bien determinadas las funciones y los deberes que hemos de cumplir. Cada uno está obligado a sentir intensamente la importancia de sus propios deberes y la significación de las situaciones que provocan su aparición. Pero tal sensación es en cada uno de nosotros un secreto vital y en vano miramos a los demás para que sientan por ella la misma simpatía. Los demás viven demasiado absortos en los secretos vitales que les son propios para que se interesen por los nuestros. De este procede la estupidez y la injusticia de nuestras opiniones en cuanto se refieren al significado de la vida de los demás; y procede asimismo la falsedad de nuestros juicios en cuanto presumen de decidir de un modo absoluto sobre el valor de las condiciones o de los ideales ajenos.
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Tomemos como ejemplo nuestros perros y nosotros. Nos unen, como es sabido, lazos bastante más íntimos y estrechos que muchos otros que existen en el mundo. Y, sin embargo, en medio de la amigable ternura que nos liga, ¡cuán insensible es cada uno a lo que tiene más importancia en la vida del otro! Nosotros concedemos muy poca a las excelencias del hueso roído debajo de la mesa. Ellos atribuyen muy poca a las delicias de la literatura y el arte. Cuando estáis leyendo la novela más emocionante que ha caído en vuestras manos, ¿qué opinión formará al fox-terrier de vuestra actitud? Con toda su mejor voluntad, no puede explicarse su inteligencia la naturaleza de vuestra conducta. ¿Por qué estáis sentados como una estatua, cuando podríais arrojar un bastón para que corriese a cogerlo? ¿Qué misteriosa dolencia es la que os sobreviene cuando cogéis una cosa blanca y larga y la estáis mirando horas enteras, en la más completa inmovilidad y sin la menor expresión de una vida consciente? Ciertos africanos se aproximaron un poco más a la verdad, sin llegar a ella por completo, cuando se agrupaban maravillados alrededor de aquel viajero americano que había encontrado en el centro del áfrica un ejemplar del Comercial Advertiser de Nueva York y devoraba una tras otra las columnas del mismo. cuando hubo concluido, los indígenas le ofrecieron por aquel misterioso objeto un precio muy elevado, y como el viajero les preguntase para qué lo querían, contestaron: “Porque es un remedio para la vista.” Era ésta la única razón que acertaban a atribuir al prologando baño que el viajero había hecho sufrir a sus ojos sobre la superficie del periódico.
El juicio del espectador pierde el camino de las causas y no puede llegar a la verdad. El sujeto juzgado conoce una parte del mundo real que el espectador que juzga no llega en cambio a entrever: aquél conoce más lo que el espectador conoce menos; y donde existe tal conflicto de opiniones y tal diferencia de visión, hay más obligación de creer que el lado más verdadero es el de aquel que siente más, no el de aquel que siente menos.
Permitid que os refiera un ejemplo personal de esos que se registran todos los días:
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Hace algunos años, viajando por las montañas de la Carolina del Norte, pasaba junto a muchos “cowes” (que así llaman allá a unos pequeños valles tendidos entre las colinas) recientemente talados y provistos de nuevas plantaciones. Su vista me produjo una impresión completamente desagradable. Por lo regular, el colono había derribado los árboles más útiles, dejando sólo la base del tronco; pero a los árboles demasiado grandes se había limitado a abrirles una incisión alrededor del tronco con objeto de que se secaran, evitando así la excesiva sombra de su follaje; después había construido una cabaña de troncos, obturando con arcillar los intersticios, y en torno de tal escena de destrucción había dispuesto una valla rústica muy elevada para tener separados de la casa los cerdos y las ovejas. Por fin, había sembrado trigo entre los árboles y los troncos mochos que quedaban, y allí vivía con la mujer y los hijos. Toda su hacienda se reducía a un hacha, un fusil, unas pocas herramientas, algunos cerdos y algunos pollos.
El bosque había sido destruido y esto que lo había beneficiado resultaba horrible; parecía una úlcera, sin un solo elemento de gracia artificial que compensase todas las bellezas naturales que había perdido. En verdad, debía de ser desgraciada la vida del colono, navegante sin vela, como dicen los marineros, que empezaba de nuevo la existencia en el mismo punto de donde habían partido nuestros antepasados, y en condiciones muy poco mejoradas por el decurso de las generaciones que le habían precedido.
¡No me habréis de volver a la Naturaleza! —decíame al pasar por aquellos lugares bajo la opresión de la aridez que me rodeaba.— ¡No me habléis de la vida del campo para los viejos y para los niños! ¡Las pobres manos desnudas y la tierra sola para sostener la ruda batalla! ¡Jamás es dable prescindir de los últimos beneficios de la cultura! La belleza y las comodidades conseguidas por los siglos de cosa sagrada. Constituyen nuestra herencia y tenemos derecho a ella por el solo hecho de haber nacido. No es posible que persona alguna moderna desee vivir un solo día en un estado tan rudimentario y lleno de privaciones.
Y dije en seguida al montañés que me servía de guía: “¿A qué clase de genera están confiadas estas labores de tala?” “Pues, a todos nosotros —contestóme,— ¿por qué cómo podríamos acomodarnos aquí si no obtuviésemos uno de estos cowes para roturarlos?”— Comprendí instantáneamente que no había acertado a comprender el significado interior de aquella situación.
Porque a mí, aquel desmoche me daba sólo una impresión de pobreza y pensaba que a aquel que con sus vigorosos brazos y su fiel hacha lo había realizado, debía de producirle el mismo efecto. Pero él, cuando miraba aquellas monstruosas bases de troncos, recordaba una victoria personal. Todo aquello hablábale de su sudor honrado, de fatiga obstinada e industriosa, y de la recompensa final. La cabaña era para él, para la compañera, para los niños, una garantía de salvación. En una palabra: aquella tala que no era para mi retina sino un cuadro repugnante, era para él un símbolo perfumado de recuerdos morales, y le cantaba el poema del deber, de la lucha y de la victoria. Había yo estado tan ciego para la idealización peculiar de su condición, como él mismo habíalo estado seguramente respecto de mis ideales si hubiese podido dar una ojeada a las extrañas maneras académicas de mi vida doméstica en Cambridge.
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Cada vez que un método de vida comunica cierto ardor al individuo, la vida adquiere un significado esencial, genuino.
Roberto Luis Stevenson ha ilustrado este hecho con un ejemplo que expone en un ensayo que merece alcanzar la inmortalidad, tanto por la verdad del fondo como por las excelencias de la forma.
“A fines de Septiembre —escribe Stevenson— cuando se acercaba la apertura del curso y las noches iban siendo muy oscuras, empezamos a salir de nuestras respectivas casas, provistos cada uno de una linterna de ojo de buey. Tan notable fue la cosa, que determino una pequeña revolución en el comercio de la Gran Bretaña, de modo que los drogueros, al poco tiempo, empezaron a adornar sus escaparates con el artefacto que servía para nuestras particulares iluminaciones. Llevábamos la lamparilla encima de la barriga, colgada de una gancho de cricket, y por encima de ella —según la consigna que nos habíamos dado— abotonábamos el sobretodo. Aquellas lamparillas, no sólo apestaban a lata recalentada, de una manera infame, sino que por añadidura apenas ardían aun cuando las estábamos despabilando metódicamente. La verdad es que no servían para nada, de suerte que el placer que nos producían era puramente imaginario. Los pescadores ponían linternas en sus barcos, y de ellos seguramente habíamos tomado ejemplo, aun cuando ni sus linternas eran de ojo de buey, ni nosotros tratábamos de imitarles en otra cosa. Los agentes llevaban las linternas sobre la barriga y lo mismo hacíamos nosotros; pero, por lo demás, no habíamos soñado en echárnoslas de polizontes. Quizá más bien pretendíamos imitar a los ladrones, recordando edades pasadas en que las linternas de ojo de buey eran mucho más comunes, y ciertos libros de cuentos en que esta clase de lámparas hacía un papel extraordinario. Pero, lo cierto es que, en resumen, el placer que aquellos nos procuraba puede llamarse sustantivo, pues nuestra felicidad consistía pura y simplemente en ser un chiquillo con una linterna sorda debajo del abrigo.
Cuando dos de esos excéntricos muchachos se encontraban, brotaba en seguida esta pregunta: “¿Tienes tu linterna?” a la cual correspondía un ‘sí’ de persona satisfecha. Estas eran las frases de consigna, por otra parte muy necesarias, pues como era de ordenanza llevar oculta nuestra gloria, nadie podía reconocer a un portador de linterna como no fuese por lo que apestaba. Alguna vez cuatro o cinco de esos rapaces se recogían bajo el vientre de algún barco de pesca, o en alguna caverna de la playa, mientras el viento batía a más y mejor. Parece que entonces se abrían los sobretodos y quedaban las linternas al descubierto: a su luz vacilante, bajo la bóveda pavorosa y agitada de la noche, acariciados por el aroma de lata asada, aquellos jovencitos se apretaban unos contra otros sobre la arena fría o sobre la palanca del barco de pesca, embriagándose de cuentos adecuados a las circunstancias. ¡Por desgracia, no puedo referiros uno como ejemplo!... Pero el relato no pasaba de ser un condimento, y hasta esas mismas reuniones no eran más que fenómenos accidentales en la carrera de los portadores de linternas. La esencia de aquella gloria paradisíaca consistía en caminar solos bajo la negra noche, con la lámpara cubierta y el sobretodo bien abrochado, sin que se escapase un solo rayo de luz que nos permitiese ver donde poníamos los pies, ni descubrir al público el secreto de nuestra felicidad.
Se ha dicho que en el corazón de todo hombre, aun del más torpe, ha muerto joven un poeta. Se puede sostener también que un bardo (inferior a un poeta en muchos respectos) sobrevive en la mayoría de los casos, y forma el perfume de la vida de aquel que lo posee. No se hace bastante justicia a la fluidez y frescura de imaginación del hombre. Su vida parecerá desde fuera un insignificante montículo de tierra; pero su corazón puede encerrar un camarín de oro donde encuentre un baño de delicias. Aun cuando siga una senda muy sombría, ¿quién os dice que no lleva sobre la barriga alguna linterna de ojo de buey?
Da una excelente idea de la rapidez de la vida, la leyenda de aquel hermano que atravesando el bosque, se para a escuchar el canto de un pájaro, oye dos o tres gorjeos y regresa al convento. Pero allí le miran como un extraño por haber estado ausente tanto años. Sólo uno de sus compañeros sobrevive y éste consigue reconocerle después de muchos esfuerzos.
La morada de este pájaro hechicero no es solamente el bosque. Canta donde más impresión puede producir. El mísero escucha y sucumbe al encanto: entonces sus días son momentos. Sin otro amuleto que una hedionda lámpara, helo evocado yo sobre la playa desierta. Toda vida que no sea puramente mecánica, se teje con dos hilos: buscar el pájaro y pararse a escucharlo. Por esto es muy difícil apreciar el valor de una vida y es imposible comunicar a otra las delicias que cada una posee. El conocimiento de este hecho y el recuerdo de las horas felices en que el pájaro ha cantado para nosotros, nos hace leer con asombro las páginas de los escritores realistas. En ellas encontramos un cuadro exacto de la vida en cuanto se compone de cal y de hierro, de deseos y temores a bon marché que nos avergonzamos de recordar; pero de las notas de aquel ruiseñor devorador del tiempo no encontramos el menor eco.
Si en alguna novela realista habéis encontrado algo que se pareciese a la historia de mis portadores de linternas sobre la barriga, habréis hallado la descripción de unos muchachos ateridos de frío, hundidos en la arena de la playa y sobrecogidos de terror— y así es verdad que estaban; y habréis leído sus discursos estúpidos e indecorosos— que también es verdad que eran así. A vuestros ojos de lector aquellos chicos estaban mojados, fríos y asustados; pero preguntadles a ellos y os dirán que se hallaban en un paraíso de recónditos placeres, aun cuando estos no tuvieran otro fundamento que una linterna que apestaba endiabladamente.
En verdad, para decirlo una vez más, el fondo del placer de un hombre es a veces muy difícil de comprender. Puede unas veces derivarse de un simple accesorio, como una linterna, de igual modo que puede obedecer a misteriosos procesos psicológicos. Tiene tan pocos lazos con las cosas externas, que puede ni siquiera tocarlas, de modo que la verdadera vida del hombre, aquello que es causa de que acepte con agrado el seguir viviendo, se encuentre del todo en el campo de la fantasía. En tal caso la poesía rueda oculta.
El observador —pobre espíritu documentado— anda perdido. Porque mirar al hombre es bien poca cosa. podemos ver el tronco de que se nutre, pero él mismo está fuera y lejos, en la cúpula verde del follaje, a cuyo través murmura el viento, y donde los pájaros fabrican amorosamente sus nidos. El verdadero realismo es siempre y en todas partes el de los poetas, que buscan donde reside la alegría para prestarle con sus cantos una voz que llegue muy lejos.
No conseguir la alegría es perderlo todo. En la alegría de cada uno que obra consiste el sentido de todas sus acciones; su explicación, su excusa. Para el que ignora el secreto de la linterna, la escena de la playa carece de sentido. De aquí proviene la falta de realidad de obsesionante y verdaderamente fantástica de los libros realistas. En ninguno de ellos encontramos la poesía personal, la atmósfera encantada, la obra irisada de la fantasía que viste lo que está desnudo y parece ennoblecer lo más bajo. En todos ellos la vida cae muerta como el barro, en vez de levantarse como un globo a los vivos colores del sol naciente. Ninguno de ellos es verdadero, porque ningún hombre vive la realidad exterior entre sales y ácidos, sino en la cálida camarilla fantasmagórica de su cerebro formado de vidrieras decoradas y paredes cubiertas de pinturas” [5].
***
Estos parágrafos son lo mejor que conozco de Stevenson. "No conseguir la alegría es perderlo todo." Así es, en realidad. Cada uno de nosotros tiene una vocación singular bien especificada como suya propia. No parece sino que la energía necesaria para los deberes particulares sólo puede alcanzarse haciendo impenetrable el corazón para todo lo que sea diferente de ellos; de suerte que nuestra obtusidad para comprender las formas particulares de alegría, con excepción de una sola, viene a ser el precio con que pagamos el ser criaturas prácticas. A veces en algún mísero soñador, en algún filósofo, poeta, novelista —o cuando el hombre práctico se enamora— cede la dura corteza exterior, y una ojeada lanzada como un relámpago en el mundo efectivo —como le llama Clifford— en el vasto mundo de vida interior que irradiamos, tan diferente del mundo de las apariencias externas, ilumina nuestra mente. Esto basta para conmover todo el esquema habitual de nuestros valores, para que nuestro Yo se descomponga, y sus limitados intereses queden a un lado: es preciso hallar un nuevo centro, una nueva perspectiva.
Este cambio se halla muy bien descrito en Josiah Royce:
"¿Qué es, pues nuestro vecino? Has mirado su pensamiento y su sentimiento como algo diferente de los tuyos. Te has dicho: "Un dolor en él, es semejante a un dolor a mí, pero mucho más fácil de soportar." Te produce el efecto de algo menos vivo que tú: su vida es oscura, fría: un pálido fulgor en comparación con tus ardientes deseos. Así, a tientas y por instinto, has juzgado a tu vecino sin conocerlo, porque eres ciego. Has hecho de él una cosa, no un yo. Abandona tal ilusión y procura simplemente conocer la verdad. El dolor es el dolor, la alegría es la alegría en todas partes como en ti mismo. en todos los trinos de los pájaros del bosque, en los aullidos todos de los animales heridos o moribundos; en el mar sin límites donde miriadas de criaturas se agitan y perecen; entre todos los salvajes; en toda enfermedad y en todo júbilo y en toda esperanza; dondequiera, desde lo más bajo a lo más noble, se halla la misma vida consciente, ardiente, llena de voluntad, indefinidamente múltiple, como las formas de las criaturas vivientes, inextinguiblemente como los rayos del Sol, real como esos impulsos que ahora mismo palpitan en tu pequeño corazón de egoísta. Levanta los ojos, observa esa vida y luego ve y desmiéntela si puedes. Como hayas conocido esto, habrás ya empezado a conocer tu deber" [6].
***
Esta visión más elevada de un significado interior en todo aquello que hasta entonces habíamos considerado fríamente de un modo exterior, a veces invade a una persona de improviso, y cuando esto ocurre forma época en la historia del sujeto. Existe en aquel momento una profundidad de concepción que nos obliga a atribuir a aquel instante una realidad mucho mayor que a las demás ocasiones de la vida.
La pasión de amor se revelará en un individuo como una explosión, y determinará en otro una melancolía que durará toda la vida, como si llevase un clavo hundido en el pecho.
Este místico sentido de secreta significación procede quizás de causas naturales sobrehumanas.— Corto un pasaje de Oberman, novela francesa que alcanzó cierta fama en sus tiempos:
"París 7 de marzo.—Estaba el día encapotado y frío, y, sintiéndome melancólico, paseaba falto de ocupación. Pasé junto a unas flores colocadas a la altura de mi pecho: era unos junquillos y me produjeron una violenta impresión de deseo: eras las primeras flores del año. Sentí de pronto toda la felicidad que está reservada al hombre. la armonía de las almas que no tiene expresión posible, el fantasma del mundo ideal surgió en mí con toda su plenitud. Jamás había sentido nada tan grande y tan súbito. No sé qué formas, qué analogías, qué secretas afinidades hiciéronme ver en aquellas flores una belleza sin límites... Jamás podré expresar en concepción alguna esta inmensidad, este poder que no tiene expresión humana; esta forma que jamás se contendrá en ninguna parte, este ideal de un mundo mejor, que se siente, pero que parece no haber sido creado por la naturaleza" [7].
Wordsworth y Shelley han sido pródigamente dotados para sentir esa significación oculta de las cosas naturales. En el primero se ofrece tal cualidad con caracteres de austeridad:—“En toda forma natural, roca, fruto o flor, aun en la misma piedra abandonada en el camino público, existe una vida moral. Yo la veía sentir o la asociaba a algún sentimiento: la gran masa yace sepultada en alguna alma que la estimula, y todo lo que yo miraba, tenía para mis ojos un significado interior” [8].
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"¡Manifestaciones auténticas de cosas invisibles!"— Bien se comprende, por lo expuesto, que lo que sentía Wordsworth en sus arrebatos y en la luz que le daba vida, era ese presencia de algo desconocido en la naturaleza, que no podía exponer con orden lógico ni con sonidos articulados. Para él basta que por sí mismo haya experimentado momentos de arrebato semejantes; los versos en que Wordsworth expone simplemente el hecho, suenan como una afirmación autorizada que halaga el corazón: "Espléndida —despuntó el alba, como una pompa insuperable, —gloriosa como nunca la había visto. Delante de mí —el mar rielaba en lontananza: más cerca aparecían las sólidas montañas relucientes como las nubes —verdeantes, perdiéndose en las luces del cielo; —y en las praderas y en los planos inferiores— se mostraba toda la dulzura de una colina,—nieblas, vapores y la melodía de las aves, —y los campesinos que iban a la labor de los campos."
"Ah, no necesito decirte, caro amigo, que mi corazón —hallábase colmado hasta los bordes; yo no hacía votos —pero se hacían votos por mí; un lazo para mi desconocido —se estrechaba; yo debía haber sido desde aquel instante, cantando siempre más —un espíritu delicado. Por esto me marché —lleno de una santidad agradecida que todavía dura."
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Cuando Wordsworth se marchaba lleno de su inmensa alegría interior, respondiendo a la vida secreta de la naturaleza que a su alrededor se agitaba, los aldeanos próximos a él, preocupados por sus tareas, debieron juzgarle un personaje bien insignificante y medio tonto. No se les ocurriría ciertamente la idea de maravillarse de lo que llevaba en su interior. Y sin embargo, aquella vida interior encerraba la esencia de un significado que ha alimentado muchas otras almas y que aun hoy día las llena de una interna alegría.
Ricardo Jefferies ha dejado un notable documento titulado La historia de mi corazón; y en él cuenta prolijamente el arrebato que le producía el sentir en su juventud la vida de la naturaleza. A propósito de la cumbre de cierta colina dice lo siguiente:
"Estaba absolutamente solo con el sol y la tierra. Acostado en la hierba hablaba con la voz del alma, a la tierra, al sol, al cielo, a las estrellas, al Océano distante, más allá de mi vista... Con toda la intensidad del sentimiento que me exaltaba, en la comunión estrecha que me ligaba a la tierra, al sol, al cielo, a las estrellas que la excesiva luz me ocultaba, el Océano —no es posible expresar con palabras la vibrante profundidad de estos sentimientos— con todas estas cosas yo me he divertido como si fuesen los trastes de un instrumento que yo pulsase. El sol inmenso derramando luz, la tierra poderosa —tierra querida, — el cielo ardiente, el aire puro, el pensamiento del Océano, la inefable belleza de todas las cosas, me llenaban de un arrebato, de un éxtasis, de un soplo divino. Aquel soplo me hizo rezar... Y la plegaria, esa emoción del alma, era fin de sí misma; yo no la individualizaba en un objeto: era una pasión. Escondí el rostro en el césped. Estaba postrado, me sentía arrebatado, arrastrado muy lejos... Si algún pastor me hubiese visto en aquella postura, se hubiera figurado que estaba descansando, porque mi estado no se traducía en modo alguno al exterior. ¿Quién hubiera podido imaginar el torbellino vertiginoso de la pasión que se agitaba en mi pecho, mientras estuve tendido en aquella colina?" [9].
¡He aquí una hora de vida inútil si se la quiere apreciar contrastándola con la unidad del valor comercial! Y, con todo, ¿cómo establecer el valor de una hora si no es dable apreciarlo con unos sentidos afinados como los de Jefferies y Wordsworth?
¡Ah! Pero al afán de los intereses prácticos nos vuelve tan ciegos y tan sordos para otra cosa, que no parece sino que sea preciso perder todo valor de ente práctico si se quiere alimentar la esperanza de conseguir cierta agudeza y alcance de visión que nos permita formarnos un concepto del significado de la vida desde un punto de vista suficientemente amplio. Solamente vuestros místicos, vuestros soñadores y tal vez vuestros payasos y vuestros vagabundos, pueden permitirse esa ocupación tan simpática, una ocupación que descompone en un abrir y cerrar de ojos, toda la vieja escala de los valores humanos, dando a la pereza más precio que al poder y arrojando al aire en un minuto todas las distinciones que un hombre común, fiel a los convencionalismos, emplea su vida entera en echarse encima. Así podréis ser profetas, pero no obtendréis éxitos en el mundo.
Walt Whitman, por vía de ejemplo, es considerado por muchos de nosotros como un profeta contemporáneo. Ha abolido las distinciones entre los hombres, ha roto con todos los convencionalismos, y difícilmente ama o celebra un atributo humano que no sea común a todos los miembros de la raza. Por esto es una especie de vagabundo ideal: un caballero errante de los imperiales de los ómnibus o de los barcos de vapor, y tanto si se le considera desde el punto de vista práctico, como desde el punto de vista académico, es un ser sin valor, perfectamente improductivo.
Sus versos son simples hilos de cosas sin tema, sin verbo, series de interjecciones hasta perder el fiato. Ha sentido el movimiento dela muchedumbre con el mismo arrebato con que Wordsworth sentía la montaña: lo ha sentido como una presencia, significativa como ninguna, tanto que el mero hecho de absorber en ella la propia mente constituye para él una tarea bastante a llenar la vida entera de un hombre de bien, acostumbrado a tomar las cosas por el lado serio.
He aquí lo que siente nuestro profeta cuando encuentra el barco de Brooklin:
"¡Onda que surges bajo mis pies! Yo te miro frente a frente.—¡Nieblas del Oeste! ¡Elevado sol del Mediodía! También os miro cara a cara. ¡Multitud de hombres y de mujeres vestidos con vuestros trajes de costumbre! ¡Qué cosa tan curiosa sois para mí!— Los centenares y centenares que veo volviendo a casa en los barcos, excitan mi curiosidad mucho más de lo que podréis suponer;— y vosotros que hace años atravesáis de una a otra orilla, sois para mí mucho más de lo que pensáis, entráis en mis meditaciones mucho más de lo que os es dable suponer.—Otros entrarán en el barco y pasarán de una orilla a otra.— Otros habrá que miren el curso de las ondas.— Otros verán la barca del Manhattan al Noroeste y la altura de Brooklin al Sudeste.— Otros verán las islas grandes y las pequeñas islas.— Dentro de cincuenta años, otros verán todo esto, mientras atraviesen el río, bajo el sol del Mediodía.— Y dentro de cien años y de otros cien años más, otros las verán.— Gozarán de la salida del sol, del flujo y del reflujo de las aguas.— Nada importa el tiempo ni el espacio, nada la distancia.— Lo mismo que sentís contemplando el río o el cielo, lo he sentido yo a mi vez.— Como cualquiera de vosotros forma parte de esa multitud viviente, formo yo parte de ella.— De igual modo que vosotros, me refrescan a mi las brisas del río.— Lo mismo que vosotros miráis los innumerables mástiles de las embarcaciones y las infinitas chimeneas de los vapores, los he mirado yo antes.— Infinitas veces, infinitas veces he atravesado el río a las doce del día.
He mirado los albatros y los he visto elevarse en el aire y sostenerse sobre sus alas inmóviles. —He visto el fulgor del sol iluminar partes de su cuerpo, dejando el resto en la sombra.— He visto sus lentos y anchos círculos, inclinarse gradualmente hace el Sud.— Y las blancas velas de los bergantines y de las navecillas, y las grandes embarcaciones firmes sobre sus anclas,. Y los marineros trabajando en las cuerdas, y sus gallardetes flotando al viento.— Y los cendales del crepúsculo, las oleadas majestuosas, y las crestas de espuma gárrulas y centelleantes.— La lontananza que se va oscureciendo.— Los muros grises de granito de los almacenes del puerto.— En la vecina playa los ardientes fuegos de los hornos de fundición irguiéndose en medio de la noche y haciendo volar sombras negruzcas.
—Estas y otras muchas cosas eran para mí lo mismo exactamente que son para vosotros” [10].
Y así va siguiendo un poema divinamente bello. Si además deseáis saber cuál sea —según el— la mejor manera de aprovechar la oportunidad de la vida que el cielo ofrece, leed el delicioso volumen de sus cartas a un joven amigo suyo:
"Nueva York, 9 de octubre de 1868.
Querido Pete: ¡Qué mañana tan hermosa, serena y fresca! He salido para dar un corto paseo a lo largo del río que dista poco de mi casa. ¿Te he de decir qué es de mi vida? Generalmente, por la mañana escribo, después me baño; salgo cerca de mediodía, paseando a la ventura, o llego con algún amigo hasta el centro de la ciudad, o bien hago algunas compras. Si el tiempo es a propósito, me hago llevar por algún cochero amigo sobre el Broadway de la calle vigésima tercia de Bowling Green, tres millas para la ida y tres para el regreso. Todos los días tengo mucho que hacer: no hay hora para mí sin ocupación. Es una diversión sin límites: un estudio y un recreo, el pasear en carroza un par de horas a lo largo de Broadway: todo lo voy viendo como en una especie de panorama viviente que nunca se acaba: muestras de comercio, espléndidos edificios con grandes ventanales; pasan de continuo por las aceras mujeres ricamente vestidas, siempre diferentes, mucho mejores que todo lo demás que pueda verse... Un verdadero río de gente... Hombres también muy bien vestidos a la última moda, infinidad de forasteros, multitud de coches particulares y de alquiler, los ómnibus de los hoteles, carros, vehículos de toda especie... Y el esplendor de la calle con tan suntuosos edificios, incrustados muchos de mármol blanco; y la alegría y el movimiento que se nota en todas partes... Ya comprendes que estoy es muy bello, cuando hace buen tiempo, para un vagabundo como yo que se goza lo que es decible viendo el mundo de los negocios agitarse en torno, mientras cómodamente mira y observa” [11].
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Fútil manera de pasar el tiempo —pensaréis muchos de vosotros,— y, sin embargo, es muy conveniente para un hombre de cierta edad. Porque, vamos a ver, profundizando la materia, ¿quién es que conoce mayor parte de la verdad, y quién menor parte de ella, Whitman sobre su imperial del ómnibus, lleno de la intensa satisfacción que le inspira el espectáculo, o vosotros llenos del desdén que sentís por la futilidad de su ocupación?
Cuando vuestro vulgar brooklinés o neoyorkino, que vive una vida demasiado lujosa, o está melancólico e inquieto por sus negocios personales, encuentra el barco o pasea por el Broadway, su fantasía no puede, como la de Whitman, "levantarse y cernirse entre los colores del crepúsculo", ni en su interior puede en modo alguno realizar el hecho indiscutible de que nunca, en lugar alguno, en tiempo alguno, este mundo contiene una cantidad mayor de divinidad esencial o de significación eterna, que la que informa el espectáculo que sus ojos ven con tanto indiferencia. Allá está la vida, y un paso más allá está la muerte. Allá está la única forma de la belleza que ha existido. Allá, la antigua batalla humana con los frutos que ha producido. Allá, el espíritu y la letra: lo real y lo ideal reunidos. Pero para el ojo mortecino y flojo todo es vulgar e inexpresivo, fatigoso y desagradable. "¡Puah! ¡qué repugnante visión!"— decía Carlyle cuando paseaba de noche con alguno que le llamaba la atención sobre el esplendor del firmamento. Así ocurre que la eterna repetición de una escena por todas las generaciones, que el eterno retorno del orden establecido, que llenan de íntima satisfacción a un Whitman, constituye para un Schopenhauer una anestesia emocional, el ingrediente principal del tedio para un espíritu como el suyo lleno hasta los bordes del sentimiento de "terrible vanidad interior" ¿Qué cosa es en suma la vida—se pregunta— sino la eterna representación de la misma vanidad, el mismo ladrar de los perros, el mismo sempiterno graznar de las aves? Y, sin embargo, de las mismas fibras de que están formadas esas futilidades, está compuesto y tejido el material de todas las excitaciones, de todas las alegrías, de todas las significaciones que fueron, son y serán en el mundo.
El sentirse, como Whitman, arrebatado por el simple espectáculo de la presencia del mundo, es un modo, y en verdad, el modo más fundamental de reconocer su significado y su importancia inconmensurable. ¿Pero, cómo se puede llegar al sentimiento del significado vital de un experimento, si no se sabe por dónde empezar? No existe para esto precepto alguno. Siendo un secreto y un misterio, frecuentemente ocurre de un modo inesperado y misterioso. Quizá florece en la misma tumba donde creíamos para siempre enterrada nuestra felicidad. Benvenuto Cellini, después de una vida pasada en los esplendores del Renacimiento, entre las aventuras y las excitaciones del arte, hállase de improviso recluido en la base de la torre mayor del castillo de Sant’Angelo, lugar horrible abundante en ratones, humedades e inmundicias. Sobre esto, tiene una pierna rota y el escorbuto hace castañetear los dientes. Sin embargo, sus pensamientos se dirigen a Dios, como nunca lo había hecho hasta entonces. Consigue proveerse de una Biblia y la lee durante la única de las veinticuatro horas del día en que un rayo de luz reflejada penetra en su pocilga; tiene visiones místicas; canta salmos y compone himnos sacros.
Y pensando el último día de Julio en las fiestas religiosas que al día siguiente han de celebrarse en Roma, hace esta observación: "En años anteriores celebré esta fiesta entre las vanidades del mundo, pero este año la celebraré con la divinidad de Dios. Por esto dígome a mí mismo: ¡Oh, cuánto más feliz y soy con esta mi vida presente, que con todas aquellas cosas que recuerdo!" [12].
Mas el gran intérprete de estos misteriosos y eternos flujos y reflujos es el conde Tolstoi, pues constituye el relieve de todas sus novelas. Pedro, el héroe de La guerra y la Paz, es reputado el hombre más rico del imperio ruso, y durante la invasión francesa cae prisionero y es conducido muy lejos por el enemigo en su desastrosa retirada. Asáltanle todas las formas de miseria: el frío, el hambre, la sed, los gusanos, y de todo ello resulta en su mente una revelación de la escala real de los valores de la vida. "Entonces solamente apreció, porque se hallaba privado de ello, el goce de comer cuando se tiene hambre, de beber cuando se tiene sed, de dormir cuando se tiene sueño, de calentarse cuando se tiene frío y de hablar cuando deseaba conversación... Más tarde, recordaba siempre con alegría aquel mes de esclavitud, y no cesó de hablar con entusiasmo de las inefables sensaciones y, sobre todo, de la calma moral que había experimentado durante aquel período de su vida. Cuando al amanecer del día siguiente a aquel en que cayó prisionero, ve la cúpula oscura todavía y las cruces del monasterio, el rocío brillante sobre la hierba polvorienta, la montaña y sus vertientes cubiertas de bosque que se perdían a lo lejos en una niebla grisácea; cuando se siente acariciado por una fresca brisa, y de improviso mira brotar la luz entre los vapores de la niebla y el sol levantarse majestuoso por entre las nubes, las cruces y la cúpula, y en lontananza el río brillar a sus rayos esplendentes y juguetones, el corazón de Pedro da un vuelco de emoción. Aquella emoción ya no le abandonó: no hizo sino centuplicar sus fuerzas a medida que se hacían más graves las dificultades de su situación... De todo aquello que le pasaba, del género de vida a que forzosamente se hallaba sometido, dedujo que el hombre había sido creado para la felicidad, que esta felicidad está en él mismo, en la satisfacción de las exigencias cotidianas dela existencia; y que la desgracia es el fatal resultado, no de la necesidad, sino de la abundancia. Acabábase de revelar en él una nueva y consoladora verdad: la de que en este mundo nada hay irremediable, y que, del mismo modo que el hombre jamás es del todo feliz e independiente, tampoco es nunca del todo infeliz y esclavo. Comprendió que el padecimiento tiene sus límites, lo mismo que la libertad, y que dichos límites se tocan: que el hombre acostado en un lecho de hojas de rosa, de las cuales está doblada una sola, sufre tanto como el que adormeciéndose sobre el suelo húmedo se siente transido de frío: que él mismo había sufrido tanto con los zapatos de baile demasiado ajustados, como entonces con los pies desnudos y doloridos...
Reinaba la calma en el vivac, una hora antes tan animado con el rumor de las voces y el chisporroteo de las hogueras, cuyos tizones palidecían y se apagaban poco a poco. La luna llena tocaba al cenit: los bosques y los campos, hasta entonces invisibles se dibujaban claramente alrededor, y más allá de aquellos campos y de aquellos bosques inundados de luz, la vista se perdía en la infinita profundidad de un horizonte sin límites. Pedro, con la mirada sumergida en el firmamento, donde centelleaban en aquel instante miriadas de estrellas, pensó: "Todo esto es mío: ¡todo esto es en mí y es yo! ¡Y se figuran haber hecho prisionero esto!¡Y esto es lo que se figuran haber encerrado en una barraca!" Sonrió y volvió a acostarse entre sus compañeros" [13].
La ocasión y la experiencia no tienen importancia alguna. Todo depende de la capacidad que tiene el alma para ser impresionada, de sentir la propia corriente vital vibrar a impulsos de lo que encuentra al paso. "Atravesando un lugar muy común—dice Emerson—con los patines de nieve, al caer la tarde y bajo un cielo plomizo, sin tener en mi pensamiento ningún motivo especial, me ha dado un acceso de risa. Me ha alegrado la idea de mi rinconcito junto a la lumbre."
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La vida merece siempre ser vivida y todo consiste en tener la sensibilidad correspondiente. Muchos de nosotros pertenecientes a las clases que a sí mismas se llaman cultas, nos hemos alejado demasiado de la Naturaleza. Nos hemos dedicado a buscar exclusivamente lo raro, lo escogido, lo exquisito y a desdeñar lo ordinario. Estamos llenos de concepciones abstractas y nos perdemos entre las frases y la palabrería; y así es que mientras cultivamos esas funciones más elevadas, la peculiar fuente de la alegría, que se halla en nuestras funciones más simples, muy a menudo se seca, de modo que quedamos ciegos e insensibles en presencia de los bienes más elementales y de las venturas más generales de la vida.
En semejantes condiciones, el remedio consiste en el descenso a un nivel más primitivo. Ser prisionero, náufrago o soldado por fuerza, servirá siempre para mostrar la bondad de la vida a muchos pesimistas cultos. Viviendo al aire libre y sobre la tierra, el plato de la balanza que estaba bajo se levanta lentamente hasta hallarse en equilibrio, y la hipersensibilidad y la insensibilidad se equiparan. Los atractivos de los esquemas ficticios palidecen, mientras crecen y aumentan cada vez más los de ver, oler, gustar, dormir, actuar con el propio cuerpo. Los salvajes y los hijos de la naturaleza, a los cuales nos estimamos muy superiores, viven ciertamente en condiciones que para nosotros serían mortales, y, sin embargo, si ellos tuviesen la facilidad de escribir que nosotros tenemos, con seguridad harían conferencias sensacionales sobre nuestra impaciencia por mejorar y sobre nuestra ceguera respecto de los bienes estáticos fundamentales de la vida.
"¡Ah! Hijo mío—decía a un su huésped blanco un jefe de tribu india.— Tú nunca conocerás la gran felicidad de no pensar en nada y de no hacer nada. Esto, después del dormir, es la cosa más encantadora. Así éramos antes de nacer y así seremos después de muertos. Tu gente, cuando ha acabado de cultivar un campo, va a roturar otro; y, como si no fuese bastante el día, he visto a algunos labrando a la luz de la luna. ¿Qué significa su vida comparada con la nuestra, su vida que consumen de esta suerte? ¡Ciegos, que todo lo pierden! ¡Nosotros, en cambio, vivimos al día!" [14].
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El intenso interés que puede asumir la vida puesta al nivel de la falta de pensamiento, al nivel de la pura percepción sensorial, ha sido descrito magistralmente por W. H. Hudson en su obra: Idle days in Patagonia.
"Pasé la mayor parte de un invierno —escribe dicho admirable autor— en una población sobre el Río Negro, a setenta u ochenta millas del mar.
Solía salir todas las mañanas a caballo, con el fusil y seguido de un perro, trotando a lo largo del valle. Apenas entraba en el enorme y uniforme bosque, me sentía tan solo, como si, no cinco, sino quinientas millas me separasen del valle y del río.
¡Tan salvaje me parecía aquella soledad gris que se extendía hasta lo infinito, no tocada aún por la mano del hombre, y en la cual los animales eran tan raros que ni siquiera habían trazado un sendero visible entre los espinos!... no una, no dos ni tres veces, sino todos los días volví a aquella soledad por la mañana como a una fiesta, abandonándola solamente cuando el hambre, la sed o el sol me obligaban a ello. Y con todo ningún motivo que yo pudiese explicar con palabras me impulsaba a ir allá, pues aunque llevaba un fusil, no podía tirar, ya que la caza estaba en el valle que quedaba detrás de mí... A veces paseaba todo un día sin ver un mamífero, y quizá no más allá de una docena de pájaros. El tiempo durante aquella estación era poco simpático: de ordinario un ligero velo de niebla cubría el cielo, y a menudo un viento helado me entorpecía la mano con que sujetaba la brida. Cabalgaba horas y horas seguidas con un paso lento que en otras circunstancias no habría podido resistir. Llegando a una colina, aceleraba el paso para alcanzar la cima, desde la cual contemplaba el paisaje que se extendía por todas partes con ondulaciones de un aspecto áspero e irregular. ¡Todo era gris! Solamente en el horizonte la línea ondulada de las colinas tomaba un color un poco más obscuro a causa de la distancia. Descendiendo de mi observatorio, buscaba otros puntos elevados para ver desde otro lugar la misma escena, y así sucesivamente durante horas y horas. Al medio día, me apeaba y me sentaba o tendía sobre el plaid desplegado, durante más de una hora.
Un día descubrí un bosquecillo de veinte o treinta árboles muy bien colocados, que presentaba señales evidentes de haber sido frecuentado por un rebaño de ciervos u otros animales silvestres. Aquella colina se distinguía poco de las que la rodeaban, y se convirtió a los pocos días para mí en una costumbre y en puntillo de amor propio, el encontrarla y hacer de ella el lugar de mi reposo al medio día. No comprendo por qué había hecho aquella elección, y muchas veces desviaba mucho de mi camino para ir a sentarme allá, en vez de hacerlo bajo cualquiera de los millones de árboles que cubrían todas las colinas. Lo hacía sin propósito alguno, sin pensar, de una manera inconsciente. Más tarde, parecíame, sin embargo, que habiendo descansado allí una vez, se renovaba mi deseo de hacerlo allí en las veces sucesivas, asociándose a la imagen de aquel grupo de árboles de tronco liso; y así formóse en mí en poco tiempo el hábito de volver a descansar en aquel lugar preciso.
Es quizá inexacto decir que me sentaba a descansar, porque en realidad no estaba fatigado, pero érame muy grata aquella pausa al medio día. Nunca había oído el menor rumor: ni el de una hoja cayendo de un árbol.
Un día mientras escuchaba el silencio, ocurrióseme asombrarme del efecto que habría producido si de pronto me hubiese puesto a gritar con todas mis fuerzas. Parecióme una horrible sugestión y casi me hizo temblar. Con todo, en aquellos días de soledad, era una excepción que un pensamiento atravesase mi mente, hasta el punto que en aquel estado de ésta hubiérame sido imposible pensar. Mi condición era la suspensión y la vigilancia, y, sin embargo, no esperaba aventuras de ninguna clase, y me sentía tan libre de temores como en mi estudio de Londres...
Ciertamente había retrocedido, porque aquel estado de vigilancia y de atención excesiva, acompañado de la paralización de las facultades intelectuales superiores, representaba el estado mental del salvaje puro, que piensa poco, razona poco, guiándose por sus percepciones puramente sensorias: hállase en perfecta armonía con la naturaleza, casi al nivel, mentalmente, de los animales salvajes a quienes acecha y por quienes tal vez es acechado” [15].
Para el lector, las horas que Hudson describe no pasan de ser la relación de una vaciedad en la que no ocurre nada ni hay cosa alguna que describir. Son lapsos de tiempo sin significación. En cambio, para el que siente su secreto interior, revisten una gran importancia. Compadezco al niño y a la niña, al hombre y a la mujer que jamás han oído las voces de esa misteriosa vida sensorial, con toda su irracionalidad —si así queréis que se diga,— mas también con su vigilancia y con su felicidad suprema. Las fiestas de la vida son las funciones de ella cubiertas con aquella especie de mágico encanto que no puede ser descrito.
Y ahora bien, ¿cuál es el resultado de todas estas consideraciones y de tantas citas? Es negativo en un sentido, y positivo en otro. Por una parte, nos prohíbe absolutamente juzgar con precipitación que carecen de sentido las formas de existencia diversas de la nuestra; y nos impone la tolerancia, el respeto, la indulgencia para todos los que vemos sin afectación interesados y felices en la senda que siguen, aun cuando no acertemos a explicárnosla. En pocas palabras: ni toda la verdad, ni toda la bondad se revelan a un solo espectador, sino que cada observador individual alcanza una superioridad parcial de visión gracias a la peculiar posición en que se encuentra. Hasta las cárceles y las salas de los hospitales tienen sus revelaciones. Basta querer que cada uno de nosotros sea fiel a la propia oportunidad y se aproveche cuanto pueda de sus propios bienes, sin la pretensión de someter a reglas el resto de vasto campo.
William James, unav.es/
Traducción castellana de Carlos M. Soldevila (1904)
Notas:
5. R. L. Stevenson, The Lantern-bearers, en el volumen titulado: Across the Plains.
6. Josiah Royce, The Religious Aspect of Philosophy, págs. 157-162.
7. De Sénancour.Oberman. Lettre XXX.
8. Wordsworth, The Prelude.Bk. III.
9. Jefferies, ob. cit., págs. 5 y 6. Boston, Roberts, 1885.
10. Walt Whitman, Crossing Brooklin Ferry.
11. Whitman, Calamus, págs. 41-42. Boston, 1897.
12. Vida de Benvenuto Cellini, Libro II, cap. IV.
13. L. Tolstoi, La guerre et la paix, vol. III, págs. 268, 276, 316. París, 1884.
14. Citado por Lotze en el Microcosmus, vol. II, pág. 240.
15. W. H. Hudson, Ob. cit., págs. 210-222.
William James
PRÓLOGO
No vayáis a creer que James sea un filósofo de pensar y expresar enrevesado. Al contrario: concibe y expone con claridad y llaneza y a ratos con el propósito de hacer gracia, de tal suerte que uno duda con frecuencia si está leyendo a un filósofo o a un humorista.
Gran cosa es para la propagación de las ideas poseer la facultad de prescindir del aparato dialéctico, y conseguir, por lo tanto, que sin preparación alguna el lector penetre en el pensamiento del que escribe. Ha perjudicado grandemente a la filosofía el uso de una fraseología poco humana, adoptada con manifiesta afectación y como con el intento de clasificar la humanidad en dos categorías: entendedores y no entendedores del lenguaje filosófico.
Los filósofos han acabado por escribir en romance, pero cuidando de que el romance resultase para el común de los lectores tan poco inteligible como el latín a la vieja filosofía. ¡A cuántos hase caído de las manos la obra filosófica que cogieron con sincero afán de aquistar verdades superiores y trascendentes, por culpa del enrevesamiento del conceptismo y del tecnicismo! ¡Cuánto pensamiento impropagado y, por consiguiente, malogrado, estéril, a causa de no haber sido expuesto con claridad y llaneza!
James es propiamente un norteamericano haciendo filosofía. No de otro modo es dable concebir la labor filosófica en un país que sabe ir rectamente a su objeto, aligerándose antes de prejuicios, rutinas y afectaciones. Nuestro autor comprende que para exponer lo que piensa no necesita montarse en el trípode: al contrario, sabe que si lo hace estará más lejos de sus oyentes y será más difícil que le escuchen. él no pretende que le diputen sabio y ser superior: quiere que le comprendan y cuida de ser muy claro, y como además desea persuadir, procura hacerse amable.
Por esto el lector le sigue con gusto y con provecho, y se explica con asiduidad y atención afectuosas con que acudiría a escuchar sus conferencias la multitud de maestros norteamericanos ante quienes fueron pronunciadas las que contiene este volumen.
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Si he de darle una filiación a James, deber tradicional del prologuista, no hallo manera de apartarme de dos nombres: uno pronunciado por él repetidamente: el de Tolstoi; otro apenas citado: el de Emerson.
Tiene James como éste el sentimiento, mejor dicho, la pasión de la vida; pero no de la vida agitada, no de la vida histórica, no de la vida trascendental, sino de la vida vulgar, ordinaria. Lo que le inspira y emociona es la vida en sí misma y más cuanto más concentrada y vergonzante.
Aquí obsérvase manifiestamente la gran influencia que ha tenido Tolstoi en la formación del sentido ético de James. él no trata de ocultarlo: cita a Tolstoi infinidad de veces; copia largos periodos de sus obras; relata episodios de ellas; y muestra a sus conciudadanos, a los americanos eminentes en literatura, la senda trazada por el apóstol ruso como objetivo digno de la labor del genio.
Tolstoi arrastra y subyuga a James, y nótase en los discursos de éste el esfuerzo que le cuesta resistir al encanto que le producen las predicaciones del autor de La guerra y la paz. El propio James, al ponerse, de pronto y de manera un poco brusca, en desacuerdo con Tolstoi, manifiesta el temor de que le tachen de haber incurrido en contradicción. En efecto: a muchos parecerá así. Muchos creerán que al rehusar una última consecuencia de la doctrina de Tolstoi, no ha tratado James de otra cosa que de no entregarse al autor ruso con armas y bagajes: que no ha querido que pudiera decirse que es pura y simplemente con tolstoyano más en Moral y en Sociología.
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De la trilogía que forma el primer volumen de Los ideales de la vida nada tan sentido, tan elevado y tierno a un tiempo como el segundo estudio. ¡Qué religioso respeto para el sagrado de la vida ajena, para la intimidad inexplicable de yo del prójimo! Él mismo, en el prefacio, demuestra su pasión por el tema al lamentar con encantadora llaneza el no haber estado todo lo vivo e impresionante que hubiese querido estar al tratar de la "singular ceguera de los seres humanos". Tal vez no le falte razón: después de expuesto el asunto magistralmente, después de haber escogido para sus citas los pasajes, no ya más probatorios, sino de mayor delicadeza y valor artístico que imaginar cabe, el profesor James, como pudiera un orador sin práctica, descuida la peroración, y aunque trata de remediar su deficiencia al empezar el discurso siguiente, no lo consigue por completo. Sí: el discurso sobre la singular ceguera merece más, mucho más desarrollo en el sentido de exponer su trascendencia sociológica, del que James le concede. Las consecuencias de la teoría que expone pueden llenar un volumen y no sería baldío, porque nunca se dará a la mutua tolerancia, al recíproco respecto de las creencias, de los sentimientos, de la conducta, de la vida, en fin, seancomo sean, comunes o singulares, insignificantes o sublimes, corrientes o estrambóticos, un fundamento más humanamente firme, que hable al corazón de un modo más directo y emocionante, que este discurso de James, del que parece desprenderse un aroma de vago misticismo que cautiva y conmueve.
No hay duda, no: ahí está el fundamento de toda tolerancia y libertad. Cada vida es una vida: tiene una sustantividad completamente suya y para los demás perfectamente inescrutable. Desde la burla del vecindario y del círculo de amistades, hasta el tormento y el suplicio, todos los grados activos de la intolerancia deben estrellarse ante esta verdad nunca bastante propagada. El pueblo que consiga impregnarse de ellas, que la sienta y que la viva, será indudablemente el más culto y el más dichoso. Bien dice James que su desconocimiento es lo que con más frecuencia hace llorar a los ángeles.
Y si ensanchando el círculo de influencia de esta trascendental verdad que el autor preconiza, hacemos aplicación de ella a las relaciones entre las colectividades, a las relaciones entre los pueblos, quedará seguramente de relieve la condenación más completa de las guerras que con pretexto de misiones civilizadoras sirven a las naciones para adquirir territorios y mercados. Lo mismo que estamos ciegos para apreciar el significado y el valor internos de la vida del hombre que alienta a nuestro lado, lo estamos para apreciar el significado y valor internos de la vida de un pueblo, cualquiera que ésta sea y por mucho que choque con nuestros prejuicios de civilización y de progreso. El patrón moral y material de nuestras sociedades europeas y americanas parécenos el ideal universal; estamos convencidos de que no se debe otorgar consideración ni respeto alguno a otras organizaciones sociales que a él no se acomoden por completo, y reputamos justo y hasta generoso y grande el violentar su evolución histórica, ahogando la espontaneidad de su proceso.
Desde el momento en que reconozcamos nuestra ceguera para apreciar el valor que para cada pueblo tiene su propia vida, sentiremos hondamente el respeto de ésta, y si una nación se decide a ejercer violencia sobre otra, deberá invocar como motivo su codicia, su conveniencia, su necesidad en la lucha por la vida, pero nunca podrá disfrazarlas con el manto de la generosidad y del altruismo.
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El primer discurso de la trilogía tiene tal vez un interés local, nacional mejor dicho, muy pronunciado para que pueda cautivar el nuestro. Con referencia a casos individuales podrá convenirnos su lectura: en este sentido debe interesar al pedagogo cuya profesión ha de ponerle algunas veces en presencia de niños excesivamente expresivos, propensos a la alarma, al apasionamiento, a la ira por motivos fútiles o desproporcionados. Colectivamente no adolecemos los españoles de este mal. Si a tratar fuéramos este asunto con referencia a nosotros, deberíamos entrar en una serie de distingos que nos llevarían muy lejos. Siquiera en Norte América, al parecer, la gente reacciona con exceso a todas las impresiones. Aquí reaccionamos excesivamente cuando no debemos, y no reaccionamos poco ni mucho cuanto más debiéramos.
En resumen, el evangelio del abandono no es más que una predicación modernizada de la imperturbabilidad de los estoicos y de la indiferencia de los místicos. Trescientos años antes de Jesucristo, ya Zenón en el famoso Pórtico que dio nombre a su doctrina, enseñaba una moral austera que hacía inconmovibles a sus discípulos para las enfermedades, la pobreza y los dolores, de suerte que llegaban a adquirir una apatía, imperturbabilidad e indiferencia para todos los acontecimientos y todas las situaciones.
El hermano Lorenzo, tan celebrado por James, no es más que un glosador de nuestra Santa Teresa. Su constante abandono a la voluntad de Dios y el confortamiento que se procura con la perpetua idea de que, obrando siempre por amor de Él, nada debe temer absolutamente, es repetición, después de tres siglos, del "Nada te turbe, nada te espante: sólo Dios basta", de la gran mística de Ávila.
Lo mismo puede decirse de las obritas místicas de autoras modernas norteamericanas, que, desde este punto de vista, tal vez producen al autor una admiración excesiva, no muy propia de quien está tronando contra el exceso en las reacciones.
Lo que sí resulta del primer discurso de este libro, es que el autor no adolece de "jingoísmo". Escribiendo después de la fácil victoria alcanzada por su pueblo, en pleno esplendor de la política imperialista yankee, James satiriza rudamente a sus conciudadanos, negándoles muchas cualidades y aun algunas que los extraños ni hubiéramos osado poner en duda. El citar como propias del pueblo americano "la ineficacia, la debilidad y la imposibilidad de hacer algo empleando tiempo y sin perderlo", parecerá a la mayoría de los lectores imbuidos en la leyenda de la actividad yankee, una verdadera herejía.
A algunos conciudadanos nuestros puede ponerse por ejemplo ese proceder de James. No es prueba de amor a un pueblo el ensalzarle desmedidamente, el atribuirle cualidades de que desgraciadamente carece y el engreírle, por lo tanto, hasta ponerle en ridículo. Así los monarcas como los pueblos, han de desconfiar de los aduladores. Casi todos los jinetes acarician al caballo antes de montarlo. El halago ha sido siempre el camino más seguro de la dominación.
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También es útil leer el último discurso de la trilogía. El precisar lo que es el ideal y el concluir que éste por sí solo no es nada, resulta muy instructivo. El ideal que enaltece una vida no está en la mente, sino en la acción, y no en la acción fácil, sino en el sacrificio. Esta es la conclusión de James, a la cual pudiera añadirse algo, más en contacto con la vida práctica: el ideal debe dominar la vida determinando la conducta, pero para el que manifiesta profesarlo debe ser real y verdaderamente un fin. Hallamos muchos preconizadores de un ideal, y pocos, muy contados, dispuestos por su ideal al sacrificio, a obrar como si en realidad el ideal fuese fin de su vida. La mixtificación es tan frecuente que raya en escándalo: el ideal predicado, propagado, preconizado, no es en realidad un fin: es un medio y un gran número, el mayor, sin duda, de los idealistas más ardientes, concluye por entrar en las grandes posiciones sociales a caballo del ideal.
En el orden de la política, donde tienen más significación exterior los ideales, el régimen parlamentario ha favorecido grandemente el equívoco, quitando todo peligro a la profesión y propaganda de las ideas, y brindando categorías y cargos públicos a la oposición más radical. Es en la actualidad sumamente difícil distinguir al idealista del ambicioso. En otras organizaciones políticas, la victoria del ideal no era la victoria de los que lo profesaban. Ahora, no solo al vencer el ideal vencen sus adeptos, sino que cada uno de estos puede personalmente triunfar sin que el ideal haya conseguido el triunfo.
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Leed el segundo volumen de James los que seáis y los que no seáis maestros. Obra de sinceridad y desinterés, su Psicología pedagógica es lo que debe ser y no puede ser ni más ni menos. No engaña a sus lectores con ponderaciones de la utilidad que para su profesión tendrá el libro: empieza ya por decirles que sufrirán un desengaño, pues para la enseñanza puede la Psicología prestarles una muy pequeña ayuda.
Sin embargo, creo que James se equivoca porque, en verdad, su Psicología pedagógica, obra maestra de claridad y de llaneza, ha de ser útil por fuerza a los que se dedican y a los que no se dedican a la enseñanza. Su obrita, tamaña apenas como un manual, es de las que dejan jalones en la mente, apoyos seguros para la conducta, de los cuales, una vez adquiridos, ya no se prescinde. Para los profesores, para los padres, para el que se preocupe de la propia higiene mental, la Psicología de James, desentendida por completo de los primeros principios que no interesan a su punto de vista práctico, es una pequeña joya. En manos de un maestro inteligente y enamorado de su sacerdocio, es inapreciable, pues sobre ella puede edificarse mucho y muy bueno en la vida profesional.
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Aun cuando he dicho que nuestro autor prescinde de los primeros principios por estimar innecesaria su exposición, para los fines de su Psicología pedagógica, no puede, al tratar semejante materia, dejar de levantar siquiera una punta del velo de sus creencias y de revelarnos vagamente su opinión sobre el gran pleito entre el espiritualismo y el fatalismo, hoy en plena recrudescencia.
Un enamorado de Tolstoi y de Emerson, un admirador de los místicos, no podía ser materialista, ni dejar a sus lectores en la creencia de que lo fuese. Por esto, tras de una concepción mecánica de los procesos mentales ocasionada a que se le clasificase entre los que niegan el libre arbitrio, James, con el fin de evitarlo, hace una concisa profesión de fe. Cree en la libertad y señala el punto crítico en que la mecanicidad del proceso mental expuesta en su libro, puede dar, y da a su entender, acceso a la voluntad libre en la producción de la conciencia y consiguientemente en la determinación de la conducta.
Por lo demás, toda su obra se halla impregnada de este misticismo vago en que fluctúan las inteligencias más elevadas y sutiles de los modernos tiempos.
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James es un profesor, un maestro norteamericano. No sé en qué grado o categoría. Es, de todos modos, un maestro.
Su ilustración, su sentido de la vida y de la sociedad, tienen una amplitud verdaderamente notable, que ¿por qué no decirlo? Contrasta a los ojos de un español, con su carácter profesional. Excede manifiestamente del tipo del maestro que ha cristalizado en nuestra mente de pueblo pobre, moral y materialmente pobre.
No se piense que me figure a todos los maestros norteamericanos a la altura de James. Pero, aun cuando le pongamos junto a la cúspide, ¡qué buena base no arguye para la pirámide!
¡Qué le hemos de hacer! Hay cosas que explican muchas cosas. No repitamos lo que se ha dicho de Francia: que fue vencida por los maestros alemanes. Pero maestros contra maestros nos hubieran ganado; abogados contra abogados, también de fijo; comerciantes contra comerciantes, tambi´n de seguro; políticos contra políticos, no hay que decirlo. Claro está que habían de vencernos todos juntos a todos juntos. Nada hay más lógico que la Historia: siempre pasa lo que ha de pasar sin necesidad de que esté escrito.
Carlos M. Soldevila
PREFACIO
Una Corporación de Harvard me rogó que diese a los maestros de Cambridge alguna conferencia pública sobre Psicología. Los discursos que pronuncié accediendo a aquella súplica y que ahora os ofrezco impresos, constituyeron el fondo y la sustancia de un Curso que fue desarrollado sucesivamente en diversos lugares y ante distinto público de maestros. He tenido ocasión de experimentar que mis oyentes gustan poco de toda suerte de tecnicismos analíticos, y que, por el contrario, lo que más les apasiona son las aplicaciones prácticas, concretas. Por este motivo he procurado en mis conferencias reducir todo lo posible lo que correspondía a aquél, dejando intacto lo que a éstas se refería; y ahora, que por fin me he decidido a dar a la estampa mis discursos, me encuentro con que estos contienen el mínimum de eso que en Psicología se llama "científico", y son en cambio eminentemente prácticos y populares.
Ya me figuro estar viendo a alguno de mis colegas sacudir la cabeza al oír semejante herejía; pero yo abrigo la creencia de que el hecho de haberme orientado con arreglo a lo que me ha parecido el sentir de mis oyentes, debía servir para que este libro correspondiese a la más viva, a la más genuina necesidad de mi público.
Comprendo que los que enseñan adoren las divisiones y las subdivisiones diminutas, las definiciones, los parágrafos numerados y los epígrafes señalados con letras griegas y latinas, la diversidad de caracteres y todos los demás artificios mecánicos a que con constante progresión han ido acostumbrado su mente. Pero mi deseo principal ha sido conducirles a concebir y, si posible fuese, a reproducir simpáticamente en su imaginación, la vida mental de su discípulo como una especie de unidad activa. El alumno no se especifica a sí mismo en procesos, en compartimentos distintos. Desconocería el sentido más profundo de esta obra aquel que buscase en ella un libro cómodo, algo como una guía Baedeker o un manual de Aritmética.
La utilidad de los libros como este mío es tanto mayor cuanto más ponen ante los ojos del maestro joven la fluidez de los hechos, aun cuando se de el caso, no ciertamente injustificado, de que dejen sin satisfacción un deseo intenso de un poco más de nomenclatura, de alguno que otro epígrafe y de alguna que otra subdivisión.
Los lectores que conozcan mis grandes volúmenes de Psicología [1] encontrarán aquí muchas frases con las cuales estarán ya familiarizados. Hasta en los capítulos sobre la Costumbre y sobre la Memoria he copiado literalmente algunas páginas, pero no creo necesarias muchas excusas para este género de plagios.
"Discurso a los jóvenes", que son los que dan comienzo a este volumen, fueron escritos para ser leídos como conferencias inaugurales de Escuelas superiores femeninas. El primero fue compuesto para la última clase de la Escuela normal de Gimnástica de Boston. Tal vez con más propiedad debiera integrar y cerrar la serie de los "Discursos a los maestros". El segundo y el tercer discurso, aun cuando colocados uno junto a otro, responden a una diversa dirección del pensamiento.
Hubiera querido en gran manera que el segundo, cuyo título es "De una curiosa ceguera en la naturaleza humana", hubiese producido una impresión más viva de lo que produce, y esta pretensión constituye algo más que un simple alarde de sentimentalismo, como pudiese creer algún lector, pues responde a una visión bien precisa del mundo y de las relaciones morales que con el mundo tenemos. Cuantos me han dispensado el honor de leer mi volumen de Ensayos de filosofía popular [2] reconocerán que profeso la filosofía pluralística o individualista, y, según ella, la verdad es una cosa demasiado grande para que cualquiera mente real y efectiva, como no sea una mente ennoblecida como el "Absoluto", puede conocerla por completo. Concurren numerosas inteligencias para comprender los hechos y el valor de la vida. No existe punto alguno de vista absolutamente conocido y universal. Las percepciones particulares e incomunicables permanecen siempre en la superficie, y lo peor es que aquellos que las buscan desde fuera, nunca saben dónde están.
La consecuencia práctica de semejante filosofía se halla en el conocido principio democrático del respeto a la sagrada individualidad de cada uno, y es, de todos modos, la tolerancia completa de todo aquello que no es por sí mismo intolerante. Estas frases son tan comunes, tan conocidas de todos, que suenan actualmente a nuestros oídos como vacías y muertas. Sin embargo, hubo un tiempo en que poseían un significado interior que apasionaba el ánimo, y este significado personal íntimo pueden rápidamente reconquistarlo, si el afán que siente nuestro país de imponer sus propios ideales internos y sus propias instituciones vi et armis a los Orientales encontrase una oposición tan sólida y continuada como ha sido hasta ahora noble y viva. Desde el punto de vista filosófico y religioso, puede demostrarse que nuestra antigua doctrina nacional del vivir y dejar vivir posee un significado mucho más hondo de lo que hoy por hoy imagina nuestra gente.
Cambridge, Mass., U.S.A.
I DISCURSOS A LOS JÓVENES
El evangelio del abandono
Me propongo examinar algunas doctrinas psicológicas y demostrar qué aplicaciones prácticas cabe deducir de ellas para la higiene mental en general, y, en particular, para la higiene de la vida americana. La Psicología despierta hoy en la gente una gran expectación, y para corresponder a ella, lo mejor que la Psicología puede hacer es mostrar los frutos que aporta al campo de la Pedagogía y de la Terapéutica.
Tal vez el lector haya oído hablar de una singular teoría de las emociones que se denomina "Teoría de James y Lange". Según ella, nuestras emociones son principalmente debidas a las conmociones orgánicas determinadas en nosotros de un modo reflejo por el objeto o por las situaciones que las producen.
Una emoción de miedo o de sorpresa, no es un efecto inmediato del objeto que se ofrece a nuestra mente, sino un efecto de aquel otro efecto anterior, o sea de la conmoción orgánica producida inmediatamente por el objeto; de modo que si se suprimiese aquella conmoción somática, orgánica, nosotros no sentiríamos el miedo, ni podríamos, por lo tanto, declarar terrorífica o pavorosa una situación, o bien no experimentaríamos sorpresa alguna y nos limitaríamos a reconocer fríamente que, en efecto, el objeto era muy insólito. Un entusiasta de esta teoría ha llegado al extremo de decir que si nos sentimos enfermos es porque nos quejamos, y que si estamos asustados es porque huimos, y no al contrario.
Esto no pasa de ser una paradoja.
De todos modos, aunque se incurra en grandes exageraciones al atribuir a nuestras emociones explicación semejante, lo cierto es que en el fondo de esta teoría está la verdad; y por esto es que el mero hecho de fundir en lágrimas o de abandonarse a cualesquiera expresiones externas de dolor, hace sentir con más amargura y viveza el interno sufrimiento. El precepto mejor conocido o más generalmente usado para la educación moral de los jóvenes o para la disciplina individual, es el que ordena prestar fiel atención a lo que hacemos o explicamos, sin cuidarnos demasiado de lo que sentimos. Si conseguimos reprimir a tiempo un impulso cobarde, o logramos contener una queja o una injuria (de la cual tal vez toda la vida nos habríamos de arrepentir), nuestros mismos sentimientos se calmarán y mejorarán sin necesidad de que nos ocupemos muchos en encauzarlos. Parece que la acción vaya a remolque del sentimiento, pero en realidad sentimiento y acción navegan de conserva: de aquí, que regulando la acción, que se halla más directamente bajo la férula de la voluntad, podamos tener a raya los sentimientos que al imperio directo de la voluntad se sustraen.
Por esto, el principal camino voluntario de la alegría, cuando hayamos perdido nuestro espontáneo humor, es el de erguirse alegremente, mirar alrededor con ojos serenos, y obrar y hablar como si siempre hubiésemos estado dispuestos y contentos. Si esto no os pone inmediatamente más alegres, se puede asegurar que, siquiera aquella vez, ningún otro arbitrio bastará a tranquilizaros. Así también para sentiros valientes, obrad como si realmente lo fueseis, lanzaos a la empresa con toda vuestra voluntad, y veréis cómo en vez de un impulso de miedo sentís un impulso de valor. Y lo mismo puede decirse de la dificultad de mostrarse amable con una persona con quien se esté reñido: el único miedo de vencer aquélla es sonreír más o menos de buen grado, mirar con simpatía y esforzarse por decir cosas afectuosas. Una buena carcajada lanzada al unísono hará que dos enemigos se hallen en condiciones de comunidad de sentimientos, mucho más que pudieran conseguirlo con horas enteras que separadamente consumieran en un examen interior dominado por el demonio de la falta de caridad para las debilidades del prójimo. Este examen hecho bajo el peso de un mal pensamiento no hace más que atraer sobre éste nuestra atención, arraigándolo cada vez más en lo hondo de nuestra mente; en cambio, si nos conducimos como si nos impulsase una tendencia algo más suave, el antiguo mal sentimiento recoge su tienda, como el árabe, y se aleja en silencio.
Los mejores libros de devoción religiosa predican repetidamente la máxima de que debemos dejar que nuestros sentimientos discurran sin cuidarnos mucho de ellos. En un librito admirable que ha alcanzado un éxito extraordinario —me refiero a El secreto cristiano de una vida dichosa de Dª Ana Whitall Smith— se halla este precepto repetido en todas las páginas. Obrad con fe, y tendréis en realidad la fe, por muy tibios y llenos de dudar que os sintiereis. "Vuestro deseo es lo que Dios mira —escribe la señora Smith— y no lo que sentís respecto de aquel deseo; vuestro deseo o vuestra voluntad son la sola cosa a que debéis prestar atención... Vayan o vengan vuestras emociones como Dios quiera; no os fijéis en ello... Estas no tienen, en verdad, importancia alguna, puesto que no son indicio del estado de vuestro ánimo, sino simplemente de vuestro temperamento o de vuestra actual condición psíquica".
Pero todos vosotros ya conocéis estos hechos y, por lo mismo, no tengo necesidad de llamar por más tiempo vuestra atención sobre ellos. Procedentes de nuestros actos y de nuestras situaciones entran en nosotros corrientes continuas de sensaciones que se conciertan para definir a cada instante en qué consisten nuestros estados interiores: esta es una ley fundamental de la Psicología, y por consiguiente la admitiré sin reserva en las siguientes páginas.
Un neurólogo de Viena, bastante reputado, ha escrito recientemente un volumen sobre la Binnenleben, como él la llama, o sea sobre la vida oculta, sepultada, de los seres humanos. Ningún médico —afirma— puede entrar en relación útil con un neuropático si no adquiere cierta noción de la Binnenleben de éste, esto es, cierto concepto de la especie de indefinible atmósfera interior, en la cual vive la conciencia en relación solamente con los secretos de la cárcel que la encierra.
Ese tono personal interno es imposible comunicarlo a alguien o describírselo con palabras; pero el espíritu y la sombra de él, por así decirlo, constituyen a menudo lo que nuestros amigos y nuestros íntimos aprecian como nuestra cualidad más característica. En los psicopáticos, además de toda especie de antiguas aflicciones, de ambiciones reprimidas por la vergüenza de aspiraciones anuladas por la timidez, consiste principalmente en un malestar físico indefinido, no bien localizado, pero que mantiene en ellos una condición general de poca confianza y el sentimiento de no ser conforme es debido. La mitad de la sed de alcohol que hay en el mundo, existe sencillamente porque el alcohol obra como anestésico temporal y suprime todas esas sensaciones anormales que jamás debiera experimentar un ser humano. En el individuo sano, por el contrario, no se descubre vergüenza ni temor, y las sensaciones que penetran su organismo contribuyen solamente a desarrollar el sentido vital general de seguridad y disposición para cualquier contingencia que pueda presentarse.
Considérese, por ejemplo, los efectos que un aparato motor, nervioso o muscular, bien tonificado, produce sobre nuestra conciencia personal general, y el resultado de elasticidad y vigor que de él se obtiene. Dícese que en Noruega la vida de la mujer ha sufrido recientemente una transformación completa por virtud de la nueva especie de sensaciones musculares que ha producido en ella el uso de los largos patines de nieve llamados ski, deporte en moda para los dos sexos.
Hace cincuenta años, las mujeres noruegas eran, mucho más que las de otros países, esclavas del anticuado ideal femenino de "ángel del hogar" y de su "influencia suavizadora". Ahora, según se dice, aquellas Cenicientas noruegas hanse trocado, gracias a los ski, en criaturas activas y resueltas, para las cuales no hay noche demasiado tenebrosa, ni altura que produzca vértigo, y no sólo han dado al olvido el tipo femenino tradicional y todas las delicadezas del sexo débil, sino que además se han puesto a la cabeza de toda reforma educativa y social. Yo no puedo dejar de pensar que el tennis y la patinación, las marchas a pie y la bicicleta, que se van extendiendo entre nuestras queridas hermanas e hijas en este país, elevarán y purificarán el tono moral, haciendo sentir su influencia en toda la vida americana.
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Confío que aquí, en América, el ideal de un cuerpo vigoroso y bien nutrido irá unido siempre al ideal de una mente bien nutrida y vigorosa, porque uno y otro no son sino las dos mitades de toda educación superior, así para los hombres como para las mujeres. La fuerza del Imperio inglés reside en la fuerza del carácter de cada uno de los ingleses por separado. Y esta fuerza, no puedo dudarlo, sólo viene alimentada y sostenida por el amor en que todas las clases sociales se confunde, por la vida al aire libre, por el atletismo y los deportes.
Recuerdo que hace años leí cierto libro escrito por un médico americano sobre higiene, leyes de la vida y tipo de la humanidad futura. No recuerdo el nombre del autor ni el título de la obra, pero sí su pavorosa profecía respecto al porvenir de nuestro sistema muscular. La perfección humana —escribía— significa capacidad para adaptarse al ambiente; y el ambiente cada día exigirá de nosotros una mayor fuerza mental y una menor fuerza bruta. Las guerras cesarán, las máquinas harán todo el trabajo material que ahora nos corresponde realizar, el hombre acabará por ser un simple director de las energías naturales, y dejará de ser casi por completo un producto de energías por su propia cuenta. Ahora bien, ¿si el hombre del porvenir podrá limitarse a digerir y pensar, qué necesidad tendrá de una musculatura desarrollada? ¿Y por qué —proseguía el aludido autor— no acabaremos por sentirnos seducidos por un tipo de belleza más delicado e intelectual que aquel que hacía el encanto de nuestros antepasados?
Más aún: yo he oído a un amigo muy ingenioso, que llegaba más lejos en esta idea sobre el hombre futuro: como nuestro alimento —decía— consistirá mañana en un preparado líquido de los elementos químicos de la atmósfera, peptonado y digerido ya a medias e ingerido por un tubo de cristal desde un recipiente de lata, ya no tendremos necesidad de dientes, ni de estómago, y podremos vivir sin ellos, del mismo modo que sin músculos, sin vigor físico; y entre tanto, en medio de nuestra admiración creciente, se ensanchará la bóveda gigantesca de nuestro cráneo, arqueándose encima de nuestros ojos y animando nuestros labios flexibles como pétalos de rosa con un raudal de relatos eruditos y geniales que formarán nuestra ocupación predilecta [3].
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Estoy seguro de que se os pone piel de gallina a la idea de esa visión apocalíptica. Igual me pasa a mi: no me resigno a creer que nuestro vigor muscular llegue a reducirse y a ser una superfluidad. Aun cuando llegue el día en que no sea necesario para librar las duras batallas contra la naturaleza, será preciso siempre para formar el fondo de la salud, de la serenidad y de la gracia de la vida. Para dar elasticidad moral a nuestra disposición, para desmochar los ángulos demasiado pronunciados de nuestra impaciencia, para darnos el buen humor y la facilidad de vivir con los demás. La debilidad conviértese fácilmente en lo que llaman los médicos debilidad irritable.
Aquella tranquilidad, aquella bendita confianza interior que Spinoza solía llamar acquescentia in se ipso, que brota de cada uno de los elementos del cuerpo de un ser humano bien nutrido, impregnado su alma de satisfacción, es, dejando a un lado toda consideración sobre su utilidad mecánica, un elemento de higiene espiritual de suprema importancia.
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Demos ahora un paso más por el camino de la higiene mental y tratemos de llamar vuestra atención sobre una causa a la cual concedo, para nosotros, americanos, una extraordinaria importancia patriótica. Hace algunos años, el eminente alienista escocés, doctor Clouston, visitaba nuestro país, y se le escapó, hablando conmigo, una frase que no he podido borrar de mi memoria:
"Vosotros, americanos, —me dijo, — tenéis las caras demasiado expresivas: vivís como un ejército que tiene siempre en combate todas las reservas. El aire más estúpido, más adormecido del pueblo inglés supone un esquema de vida mucho mejor, pues acusa la existencia de un depósito de fuerza nerviosa de reserva, que puede ser utilizado cuando la ocasión se presenta. Esa inexcitabilidad, esa constante presencia de fuerza no aplicada —prosiguió Clouston, — paréceme la mejor salvaguardia del pueblo inglés. La cualidad contraria que observo en vosotros me da una impresión de inseguridad, y por esto creo que debierais rebajar un poco vuestro tono vital. Os lo repito: sois demasiado expresivos: consideráis con excesiva intensidad las ocasiones más indiferentes de la vida".
Como el doctor Clouston está muy habituado a leer los secretos del alma por el continente de la persona, no cabe negar que su observación tiene singular importancia. Por otra parte, todos los americanos que viven en Europa tiempo suficiente para acostumbrarse al espíritu que allá reina y se manifiesta, mucho menos excitable que el nuestro, se sienten sorprendidos al hacer la misma observación cuando regresan a su patria. Encuentran en el rostro de sus conciudadanos una mirada demasiado animada, rayana en la ferocidad, ya exprese el ardor o ansiedad desesperada, ya una buena voluntad sobrado intensa. Difícil sería decir si esto se nota más en los hombres o en las mujeres. Verdad es que no todos ven las cosas con los ojos del doctor Clouston, pues muchos americanos, en vez de lamentar esto, lo admiran, diciendo: "¡Qué hermosa inteligencia demuestra! ¡Cuán diferente de aquellas mejillas estólidas, de aquellos ojos de pescado muerto, de aquel continente lento, desmadejado, que hemos visto en Inglaterra!"
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Intensidad, rapidez, viveza de expresión son, en realidad, entre nosotros, un ideal nacional aceptado por todo el mundo, y no nos sugieren ciertamente como al doctor Clouston la idea de la debilidad irritable.
Recuerdo haber leído en un semanario una novela en la que el autor resumía la descripción que había hecho de la belleza de su interesante heroína, diciendo que cualquiera que la viese recibía la impresión de hallarse junto a una botella de Leyden.
¡Una botella de Leyden! Pues, sí, señor: ¡este es verdaderamente uno de nuestros ideales americanos, hasta tratándose del carácter de una muchacha bonita!
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Sé muy bien que es incorrecto y hasta parecerá a alguno poco patriótico, el criticar en público la característica física del pueblo a que uno pertenece, de la propia familia, casi puede decirse. Además, cabe afirmar con certeza que en los demás países existen innumerables temperamentos que recuerdan las botellas de Leyden, y que, en cambio, existen entre nosotros innumerables personas flemáticas, de modo que la mayor o menor tensión a cuyo propósito meto tanto ruido, es, en suma, una particularidad bien insignificante en el conjunto de la vitalidad de una nación y no merece un discurso tan solemne, cuando hay tantos otros temas agradables. Desde cierto punto de vista, la mayor o menor tensión en nuestro rostro y en nuestros músculos menos útiles, es cosa baladí: produce contradicciones que no realizan un trabajo mecánico que valga la pena.
Mas nótese que no es siempre el tamaño material de una cosa lo que da la medida de su importancia: lo principal es el lugar que ocupa y la función que realiza. Una de las observaciones más filosóficas que he oído en mi vida es la de un obrero analfabeto que hace algunos años trabajaba en ciertas reparaciones de mi casa: "Si atendéis al fondo, la diferencia entre uno y otro hombre es pequeñísima. Pero esta pequeñez le es muy importante". Y esta observación puede aplicarse al caso presente. El exceso de contradicciones puede ser inapreciable si se estima en kilográmetros, pero tiene una importancia inmensa si se atiende a sus efectos sobre la vida espiritual hipercontraída del individuo de que se trate. Esto es una consecuencia directa y necesaria de la teoría de las sensaciones que recordaba al principio de este artículo, toda vez que de las sensaciones que penetran en un cuerpo demasiado contraído nacen hábitos de hipertensión y de excitación, de suerte que la atmósfera interior, caliente, amenazadora, exuberante, nunca más puede serenarse.
Si ni una vez sola os abandonáis sobre la poltrona en que estáis sentados, y por el contrario tenéis de continuo los músculos de las piernas y de los brazos a media tensión, como para poneros de pie de un momento a otro; si respiráis diez y ocho o diez y nueve veces por minuto en vez de diez y seis, y jamás expeléis todo el aire de vuestros pulmones, ¿qué disposición mental podéis tener que no sea de expectación y ansia, y cómo es posible que el porvenir y sus temores abandonen vuestro espíritu? Al contrario, ¿cómo han de encontrar el camino de vuestro corazón si las arrugas de vuestra faz permanecen aplanadas, vuestro entrecejo sin fruncir, vuestra respiración completa y tranquila y relajados todos vuestros músculos? Pero ¿a qué se debe esta carencia de reposo, esta cualidad de parecer botellas de Leyden, tan común entre los americanos? Se atribuye ordinariamente a la extrema crudeza del clima y a los saltos acrobáticos que da en América el termómetro, combinados con la actividad febril de nuestra vida, con las luchas rudas, la velocidad de los ferrocarriles, las fortunas rápidas y tantas otras cosas bellas que nos sabemos todos de memoria. En verdad, nuestro clima es excitante, pero no mucho más que el de varios países de Europa, donde todavía no se hallan niñas que parezcan botellas de Leyden; y nuestra vida no es más excesiva que la que se hace en las grandes capitales europeas.
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Por mi parte, creo que estas pretendidas causas no bastan a explicar suficientemente el hecho. Para hallar la explicación no hemos de acudir a la geografía física, sino a la psicología y a la sociología, y el capítulo de ellas en que debemos detenernos es el que se ocupa del impulso a la imitación. Bagehot primero, después Tarde, y, después aún, entre nosotros, Royce y Baldwin han demostrado que el invento y la imitación, tomados en conjunto, puede decirse que forman la urdimbre o tejido de la vida humana en lo que tiene de social. La hipertensión, la nerviosidad, la respiración corta y la abundancia de expresión de los americanos son en primer término fenómenos sociales y sólo secundariamente fenómenos fisiológicos. Son malas costumbres, ni más ni menos, alimentadas por el uso y el ejemplo, nacidas de la imitación de malos modelos, y del cultivo de falsos ideales personales. ¿Cómo se forman las lenguas? ¿Cómo nacen las singularidades locales en las frases y en los acentos? Alguno incidentalmente se expresa de cierto modo que llama la atención de otro, y esto basta para que aquella nueva manera de decir adquiera notoriedad y sea copiada, hasta que la adoptan todos los habitantes de la localidad. Esto es precisamente la especialidad de la vocalización y el tono, de las maneras, de los movimientos, de los gestos y de las expresiones del rostro que caracterizan a una nación.
Los americanos después de atravesar una sucesión no interrumpida de modelos que es ahora imposible definir y que se han influido mutuamente siguiendo una mala dirección, nos hemos acomodado por fin colectivamente a lo que, mejor o peor, constituye nuestro tipo nacional característico, tipo a cuya producción no han contribuido el clima, ni las condiciones físicas, por lo menos desde el punto de vista de los hábitos a que me vengo refiriendo.
Este tipo que habíamos casi llegado a hacer imposible, gracias a nuestro espíritu de imitación, lo hemos fijado ahora definitivamente para nuestro bien y para nuestra ventaja. Pero ningún tipo puede ser completamente ventajoso, y este nuestro, en cuando siga la moda de las botellas de Leyden, no puede ser completamente bueno.
Tenía razón el doctor Clouston cuando pensaba que la aspereza de nuestros modales, la respiración cortada y la ansiedad retratada en nuestras facciones no son signos de fuerza, sino de debilidad y de mala coordinación. La frente aplanada, las mejillas marmóreas pueden ser de momento menos interesantes; pero, a la larga, son signos que prometen mucho más que la expresión intensa. El obrero estúpido e inexcitable realiza un trabajo inmenso, porque nunca se vuelve a mirar atrás, nunca se interrumpe.
Nuestro trabajador, excitado, convulso, se interrumpe a cada momento, se produce con maneras bruscas, y nunca sabréis dónde tiene la cabeza cuando más necesitaréis su atención; y se da frecuentemente el caso de que tenga uno de los que llama quot;malos díasquot;. Decimos que una infinidad de nuestro campesinos cae en el abatimiento por exceso de trabajo y debe ser mandado lejos del país para que se le calmen los nervios; pero yo sospecho que con esto incurrimos en un notable error, pues ni la naturaleza, ni la cantidad de trabajo que ejecutamos es tal vez responsable de la frecuencia y gravedad de nuestros colapsos, sino que la causa debe buscarse más bien en la sensación absurda de apuro, de falta de tiempo, en la brevedad de la respiración, en la tensión excesiva, en el ansia de hacer mucho, en la manía de conocer los resultados conseguidos, en la falta, por decirlo de una vez, de armonía interna y de facilidad que acompaña casi siempre nuestro trabajo, falta de que un europeo haciendo el mismo trabajo no adolecería de las diez veces una sola.
Estas maneras absolutamente incorrectas e innecesarias de nuestras disposiciones internas y de nuestros actos externos, cultivadas por la atmósfera social, conservadas por la tradición, idealizadas por muchos como formas admirables de la vida, son las últimas cargas que romperán el lomo del camello americano, son la suma de lágrimas y fatigas que excede de nuestra medida de resistencia.
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La voz, por ejemplo, tiene en la mayoría de nosotros un sonido apagado como un lamento. Muchos estamos realmente afónicos (porque no es posible negar en absoluto que nuestro clima contribuye a ello), pero la mayor parte no somos en realidad afónicos, o por lo menos no lo seríamos si no hubiésemos incurrido en el imperdonable vicio de sentirnos así, a fuerza de vocalizar y expresar con exceso. Si el hablar alto y el vivir con excitación y afán sirviese para hacer más, la cosa cambiaría de aspecto. Pero es precisamente todo lo contrario: el trabajador indiferente y fácil, que no tiene afán y que en la mayoría de los casos no considera, el resultado de su trabajo, es el que trabaja más; mientras que la tensión y la ansiedad, el presente y el pasado, revueltos en nuestra cabeza, constituyen la rémora más segura del progreso constante, e impiden nuestros éxitos.
Mi colega el profesor Münsterberg, que es un excelente observador, ha escrito en los diarios alemanes muchas notas sobre América y, en sustancia, ha dicho que la apariencia de extraordinaria energía de los americanos es superficial y engañosa y sólo obedece en realidad a los hábitos de atropello y de mala coordinación debidos a la insuficiente nutrición de nuestra gente. Yo mismo opino que ya es tiempo de abandonar tantas antiguas leyendas y tantas opiniones sin más apoyo que la tradición, y que si alguno quisiera escribir sobre la ineficacia, y la debilidad, y la imposibilidad de hacer algo empleando tiempo y sin perderlo, propias del pueblo yankee, habría encontrado una hermosa tesis paradójica, pudiendo citar muchos hechos y una gran número de experiencias en su apoyo.
Ahora bien, amigos míos; si el carácter americano vive debilitado por todas estas hipertensiones —hecho general que, en medio de cuantas reservas se os ocurran, admitiréis todos conmigo— ¿en dónde hallar el remedio? Naturalmente: allá donde se hallan las raíces del mal. Si está en una moda viciosa, en un gusto detestable, será preciso mudar esa moda y ese gusto, y aunque no sea muy fácil inocular nuevas maneras a setenta millones de personas, si esto puede producir alivio, a esto habrá que recurrir. De una raza que por propio impulso admira la prontitud, el arrebato, y considera con lástima, como signo de estupidez, las voces bajas y los modales mesurados, hemos de hacer una raza que, al contrario, tenga por ideal la calma, y ame la armonía, la dignidad y la compostura.
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Volvamos atrás; vayamos de nuevo a la psicología de la imitación. Hay un solo modo de mejorarse: el de que cada uno de nosotros se ponga como ejemplo que los demás noten e imiten, del mismo modo que un nuevo traje se extiende hasta los confines, de Este a Oeste. Algunos de nosotros se hallan en condiciones favorables para establecer nuevos usos: son, por decirlo así, más imitables; pero no hay en el mundo persona alguna que halla llegado a tan bajo extremo que no pueda ser imitada por alguna otra. Thackeray dice, hablando de Irlanda, que nunca ha habido un irlandés tan extremadamente pobre que no tuviese un irlandés más pobre todavía que viviese a sus expensas; de igual manera puede decirse que no hay un ser humano cuyo ejemplo no pueda en algún respecto obrar por contagio. Los mismos idiotas de nuestros manicomios imitan mutuamente sus singularidades. Por esto es que si individualmente consiguierais reunir en vuestra persona la calma y la armonía, esto produciría una onda de imitación que de seguro se difundiría como los círculos concéntricos que se alejan del punto del lago donde ha caído una piedra.
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Afortunadamente no nos hallamos en la necesidad absoluta de ser la escuadra de gastadores, pues recientemente se ha constituido en Nueva York una sociedad para el mejoramiento de la manera nacional de vocalizar, cuyos efectos se observan en las notitas que insertan los diarios, encaminados todas ellas a demostrar lo monstruoso de nuestra vocalización característica. Cosa mejor aún, como más radical y general, es el evangelio del abandono, que predica Miss Annie Payson Call, de Boston, en el delicioso librito cuyo librito es Power Throuhg Repose, librito que en América debieran tener todos en las manos, estudiantes y maestros de uno y otro sexo. De modo que os toca solamente seguir una senda abierta por otros, con la seguridad completa de que otros muchos os seguirán inmediatamente.
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Y esto me conduce a otra aplicación de la Psicología a la vida práctica, sobre la cual quiero llamar vuestra atención antes de poner fin a este discurso. Se trata de que el ejemplo de las maneras reposadas y fáciles sea contagioso: pues bien, el mismo instinto nos dice que cuanto menos deliberadamente se aspire a ser imitado, cuanto más inconscientemente se practique la conducta ejemplar, tanto más fácilmente se conseguirá el éxito. Ejecutad el acto imitable, y no es cuenta vuestra el ser imitado: ya se ocuparán de esto las leyes sociales. El principio psicológico en que se funda este precepto es una ley de gran importancia y de mucha aplicación en la conducta humana; es al mismo tiempo una ley que con sobrada frecuencia infringimos los americanos. Hela aquí expuesta en términos técnicos: "El sentir fuertemente tiende por sí mismo a interrumpir la libre asociación de las ideas objetivas con los procesos motores de la persona". De este hecho tenemos un ejemplo clásico en la enfermedad mental llamada lipemanía.
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El melancólico se halla dominado del todo por una emoción intensamente penosa. Se siente amenazado, culpable, condensado, aniquilado, perdido... Su mente se halla fijada como con un clavo en estos pensamientos relativos a su condición, y en todos los volúmenes de Psiquiatría se puede leer que "el curso habitual de sus pensamientos se ha interrumpido. Sus procesos asociativos, digámoslo en lenguaje técnico, están inhibidos; y sus ideas, inmóviles, reducidas a la monótona función de representar a la conciencia la desesperada condición actual". Esta influencia inhibitriz no se debe solamente al hecho de ser penosa la emoción, puesto que aun las emociones alegres tienen la propiedad de interrumpir la asociación de nuestras ideas. Un santo en éxtasis está tan inmóvil y fijo en una idea, y es tan irresponsable como un melancólico; y sin llegar a los santos, sabe cualquiera de nosotros, por propia experiencia, que un gran placer imprevisto puede paralizar el curso de nuestros pensamientos.
Preguntad a los niños que regresan de un espectáculo que ha logrado excitarles, qué es lo que han visto, y no conseguiréis de ellos otra descripción que “¡era muy bonito, muy bonito!”, hasta que hayan recobrado la calma. Probablemente alguno de mis lectores habrá experimentado de improviso un golpe de buena fortuna. “¡Bien! ¡BIEN! ¡BIEN!” decimos, esto nos ocurre y no acertamos a encontrar otras palabras, mientras reímos plácidamente en nuestro interior.
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De todo esto se puede —conforme he dicho— sacar una conclusión extremadamente práctica. Hela aquí: si deseamos que las series de nuestras ideas y de nuestras voliciones sean abundantes, variadas y eficaces, debemos adquirir la costumbre de libertarlas de la influencia inhibitriz del reflexionar sobre ellas, de la egoístas preocupación de lo que de ellas pueda resultar. Esta costumbre puede adquirirse como todas las demás. La prudencia, el deber, el respeto de sí mismo, las emociones de la ambición y de la ansiedad, deben naturalmente tener una parte importante en nuestra vida; pero reducid cuanto sea posible su influencia a las grandes ocasiones, a aquellas que os obliguen a adoptar una resolución de orden general, a fijar un plan de campaña; y procurad que no se haga sentir en los detalles de vuestra vida. Una vez adoptada una resolución y empezada a ejecutar, abandonad por completo la responsabilidad y preocupaos exclusivamente del éxito. Abrid camino, en una palabra, a vuestros engranajes intelectuales y prácticos, y dejad que se desenvuelvan: sacaréis de ello doble ventaja. ¿Qué estudiantes fracasan en el examen? Precisamente los que piensan en la posibilidad de hacer fiasco y sienten más la importancia del acto que están realizando. ¿Cuáles son los que hacen mejor examen? Los que se toman la cosa con más indiferencia. Sus ideas surgen de su memoria como movidas por sí mismas. ¿Por qué oímos siempre lamentar que la vida sea en Nueva Inglaterra menos rica y menos expresiva o más enervante que en otro lugar del mundo? ¿A qué se debe este hecho, si un hecho es, como no sea a la conciencia sobrado activa de las personas temerosas de decir algo demasiado simple y trivial, o algo no sincero y por lo tanto indigno de la persona a quien se dirigen, o algo por una razón u otra no adecuado al lugar y a la ocasión? ¿Cómo es posible que una conversación pueda sostenerse y desenvolverse a través de semejante océano de responsabilidad y de inhibición? En cambio, la conversación brilla y la compañía se hace agradable, y ni es por una lado estúpida, ni por otra parte fatiga por lo forzada, siempre que algunas personas rompen con sus escrúpulos y cortan los frenos de sus corazones, dejando correr las lenguas a su antojo, automáticamente y sin preocupaciones de responsabilidad.
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Hállase hoy sobre el tapete en los círculos pedagógicos la obligación del profesor, de prepararse cada lección. Esto es útil desde muchos puntos de vista, pero no necesitan seguramente los yankees que se les recomiende, pues lo hacen en demasía. El consejo que quisiera dar a muchos maestros, lo encuentro en las palabras de uno de ellos, que es por cierto un profeta excelente; preparaos de manera que dominéis por completo el asunto, y después, en la escuela, fiad en vuestra espontaneidad abandonando toda preocupación.
Mi enseñanza será análoga para los estudiantes y especialmente para las mujeres; del mismo modo que la cadena de la bicicleta puede funcionar mal por estar demasiado tirante, la preocupación y capciosidad del individuo puede estar en tensión excesiva e impedir los movimientos del pensamiento. Tomad como ejemplo el periodo formado por muchos días sucesivos de examen. Una onza de buena entonación nerviosa en un examen vale por muchos días de preparación intensa y ansiosa. Si realmente deseáis hacer buen papel en un examen, tirad el libro el día antes y decir: "No quiero perder un minuto más en esta estúpida materia, y tanto se me importa que me aprueben como que me suspendan". Decid esto con sinceridad, sintiéndolo de veras; pasead, jugad, acostaos y dormid; y estoy seguro de que el buen resultado que de ello obtendréis al día siguiente os animará para hacerlo así siempre más. A un discípulo de Miss Call, cuyo libro sobre el relajamiento muscular he citado más arriba, he oído dar este mismo consejo. Dicha Miss, en otro libro que ha publicado posteriormente bajo el título As a Matter of Course, predica con igual entusiasmo el evangelio del relajamiento moral, el arrojar las cosas de la mente sin cuidarse de ellas.
La ansiedad siempre e invariablemente significa inhibición de las asociaciones y pérdida de potencia efectiva. Naturalmente la curación radical de la ansiedad, bien lo sabéis, hállase en la fe religiosa. Las espumosas olas de la inquieta superficie no turban la inmovilidad de las masas profundas del Océano; y por esto el que puede apoyarse en algo más amplio y más permanente, tiene por cosas insignificantes las continuas alternativas de la suerte. La persona esencialmente religiosa tiene firmeza, ecuanimidad y se halla solemnemente dispuesta al cumplimiento de todos los deberes que puede traerle el nuevo sol. He leído esto graciosamente expuesto en una obrita que conozco hace poco tiempo: La práctica de la presencia de Dios.—El mejor guía para una vida santa, del hermano Lorenzo, traducción del francés, de las conversaciones y cartas de Nicolás Ernmanno de Lorena, de la cual copio algunos pasajes.
El hermano Lorenzo era un carmelita que se había convertido en Paría el año 1666.
"Contaba que sirviendo de ayuda de cámara al Sr. Fieubert, había sido siempre una babieca que todo lo rompía. Que había deseado retirarse a un monasterio pensando encontrar en él ocasión de arrepentirse de su poca maña y de sus pecados, sacrificando de este modo a Dios la vida con sus placeres, pero que Dios le había faltado en aquella ocasión, puesto que en el monasterio no había hallado más que satisfacciones...
Que durante mucho tiempo habíale turbado la idea de que había de condenarse y todos los hombres de la tierra no habían podido convencerle de lo contrario, pero que al cabo se había hecho el siguiente raciocinio: Me he dedicado a la vida religiosa solamente por el amor de Dios, y por lo mismo solo por él he obrado: cualquiera cosa que me sobrevenga, condéneme o sálveme, yo continuaré con toda la pureza de mi espíritu obrando sólo por amor a Dios. Siquiera tendré el mérito de haber hecho hasta la muerte todo lo posible por amarle... Que desde aquel día había pasado la vida con perfecta libertad de espíritu y perpetua alegría.
Que cuando se le presentaba ocasión de poner en práctica alguna virtud, se dirigía a Dios diciendo:"Señor, y no sabré realizar esto si tú no me haces capaz de ello", y que entonces recibía toda la fuerza que necesitaba. Que si faltaba a su deber, confesaba en seguida su pecado diciendo a Dios: "Jamás haré otra cosa que faltar a mi deber si tú me abandonas a mis propias fuerzas: tú debes impedirme que obre mal y reparar mis errores." Y después de esto desechaba toda preocupación.
Que recientemente había sido enviado a Borgoña a comprar vino para la Comunidad, comisión que le pesaba mucho, pues carecía en absoluto de disposición para los negocios y se sentía torpe para desempeñar el encargo. Que dijo a Dios: "que era asunto suyo, porque él no se sentía con fuerzas", y que poco después estaba todo corriente.
"Que el año siguiente le habían mandado a Auvernia con el mismo objeto, y que, sin saber cómo, le había salido todo bien.
Y lo mismo le pasó con sus deberes de cocinero, teniendo verdadera aversión a la cocina, pues habiéndose habituado a hacerlo todo por amor de Dios y con oraciones para todos los casos, todo le había sido fácil durante los quince años que había permanecido allí, por asistirle la gracia en todo lo que hacia.
Que estaba contentísimo del lugar que actualmente ocupaba, pero que estaba dispuesto a abandonarlo como había dejado el anterior, pues siempre estaba complacido con lo que le correspondía, haciendo las cosas más humildes por el amor de Dios.
Que la bondad de Dios le hacía vivir en la seguridad de que nunca se vería abandonado, sino, al contrario, de que siempre le sería concedida la fuerza de soportar cualquier desgracia que El se sirviese mandarle; que como nada temía, jamás tenía necesidad de pedir consejos a nadie respecto de su situación. Que siempre que había probado de hacerlo, sólo había conseguido hallarse en mayor perplejidad" [4].
La sencillez de corazón del bueno del hermano Lorenzo y su abandono de todos los afanes innecesarios constituyen un espectáculo muy consolador.
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La necesidad de considerarse responsable ha sido proclamada con bastante frecuencia en Nueva Inglaterra, y especialmente respecto del sexo femenino. Hoy por hoy nuestros estudiantes y nuestros profesores necesitan, no ciertamente exacerbar, sino más bien atenuar su tensión moral.
Sin embargo, temo que en este mismo instante alguno de mis amables oyentes adopte la enérgica resolución de abandonarse, de relajarse durante lo que le resta de vida. No es preciso que diga que no es esta la manera de proceder. Aunque os parezca una paradoja, la mejor manera de lograr el éxito es no preocuparse de si se podrá o no se podrá obtener. De este modo es posible que, mediante la gracia de Dios, caigáis de pronto en la cuenta de que ya estáis practicando mi consejo y, penetrados de la clase de sensaciones que el hacerlo os proporciona, podáis (si os sigue Dios ayudando) persistir en la empresa.
Hago los más ardientes votos por que puedan conseguirlo todos mis corteses oyentes.
William James, unav.es/
Traducción castellana de Carlos M. Soldevila (1904)
Notas:
1. W. James, Principles of Psychology y Psychology. Briefer Course.
2. W. James, The Will to Believe and Other Essays in Popular Philosophy.
3. Recuerdo haber leído en la revista Mercure, de Francia, una ingeniosa e interesante novela titulada: Los Marcianos, en que el autor finge una invasión de la Tierra por los habitantes de Marte que llegan de su planeta en varios proyectiles. Los marcianos o habitantes de Marte, cuya cultura supone el autor extraordinariamente superior a la nuestra, son unos monstruos análogos a los hombres del porvenir a que se refiere James. Han sufrido la atrofia de los órganos de la nutrición y del aparato motor, y todo su organismo se halla reducido casi a la cavidad craneana. (N. del T.)
4. H. Flerning, Revell Company. New York.
Francisco García Bazán
I. El converso Justino de Neápolis. Tentativa de cuadro bio-cronológico
Justino Mártir, hijo de Prisco y nieto de Braquio, nació en Flavia Neápolis en samaria, la antigua Siquem y actual Neplusa, próxima al monte Garizim, de familia de colonos instalada allí con el repoblamiento de Vespasiano en el 76. Vio la luz en torno al año 100, como varón gentil y no circuncidado, tuvo una formación filosófica variada que finalmente lo llevó al platonismo y posiblemente formó parte de los grupos de prosélitos o temerosos de Dios, asistentes a las sinagogas locales [1]. Se lo conoce también como Justino de Roma, porque vivió desde alrededor del 138 en la Ciudad eterna y sufrió allí el martirio en el año 165 o 166. Se lo distingue asimismo como filósofo porque él mismo sostiene que fue su profesión trashumante durante parte de su existencia, aunque posteriormente fijó escuela doméstica en la Urbe. testigos y discípulos próximos también lo declaran así, como Evelpisto en las Actas de los mártires y Taciano en el Discurso contra los griegos [2].
De atenerse a dos de sus autorizados informantes, el Patriarca Focio, de mediados del siglo IX, en su Biblioteca, y el historiador y obispo cristiano del siglo IV, Eusebio de Cesárea en su Historia eclesiástica, obtenemos diferentes informaciones sobre Justino. el compilador bizantino, registra noticias leídas en manuscritos seleccionados y procurando conservar el contenido para la posteridad. Eusebio con intención de construir una historia eclesiástica que es una necesaria historia de la salvación. Escribe Focio de Constantinopla:
«Leída de Justino Mártir una Apología por los cristianos, un libro Contra los paganos y otro Contra los judíos, así como también otro tratado Contra el primero y segundo libro de la Física, o sea, contra la forma, contra la materia y contra la privación, libros de argumentaciones ajustadas, vigorosas y aprovechables. Igualmente y del mismo modo, otros Contra el quinto cuerpo y Contra el movimiento eterno que Aristóteles hizo manifiesto mediante la potencia de sus razonamientos, y también sus Soluciones sumarias a las dificultades que se oponen a la religión. El autor ha alcanzado el ápice en cuanto al conocimiento de nuestra filosofía y de la ajena, desborda de erudición y de riqueza de datos históricos; pero en lo que se refiere a los afeites retóricos carece del afán de adornar la belleza que es connatural a su filosofía [...]. Ha compuesto cuatro tratados contra los paganos. El primero lo ha dedicado a antonino, llamado el Piadoso, a sus hijos y al senado, y el segundo a sus sucesores. En el tercero ha discutido sobre la naturaleza de los démones. Su cuarta obra, asimismo compuesta contra los gentiles, tiene por título Refutación. el tratado Sobre la monarquía divina, el denominado Sobre el Salterio y el Contra Marción le pertenecen y son indispensables, igual que él útil Tratado contra todas las herejías» [3].
Focio confirma brevemente datos que precisan el cuadro biográfico que diseña, pero, además, aporta observaciones que le dan relieve a otros, como su dominio total de la filosofía, tanto profana como cristiana, y la piedad religiosa. Es decir que para Justino en el verdadero filósofo doctrina racional y vida de piedad constituyen unidad y tratándose de pensamiento cristiano, teoría y práctica religiosa son indisolubles. Asimismo el Patriarca le atribuye que su adhesión a la convicción cristiana de los mártires, es lo que lo llevó a su conversión a Cristo. Lo escrito por Focio es la confirmación de que la figura de Justino seguía siendo para la tradición bizantina de gran significación para la historia del cristianismo y esto debido a la atracción de su identidad filosófica y cultural y de su fervor religioso.
Cuatro menciones especiales dedica Eusebio de Cesárea a Justino. Con la primera emplaza su actividad dentro del cuadro general de la historia de las herejías que él mismo está consolidando con sus referencias a Simón Mago y sus andanzas en Roma enfrentando a Pedro en tiempos de Claudio César –41-54–4. Después insistirá Eusebio que Justino informaba también que Menandro de Caparatea fue el primer discípulo de simón mostrando rasgos peculiares de doctrina, lo que deriva tanto de la lectura de la Apología de Justino [4] como de informaciones transmitidas por Ireneo de Lyon, como el mismo lo dice. Y tanto en esta ocasión [5] como en la anterior, se pone de relieve el influjo diabólico sobre la conducta de los heresiarcas. en las noticias que prosiguen, empero, Eusebio, trata de proporcionar informaciones cronológicas y personales precisas sobre Justino y su relación con los gnósticos. Cuando se muestran en Roma los cabecillas de la Gnosis, Simón y Menandro, y a partir de este las corrientes de Saturnino y Basílides –uno sirio y el otro egipcio–, durante el tiempo de gobierno del Emperador Adriano, Justino florece contemporáneamente en la misma ciudad. Y ratifica que este oriundo de Palestina habiendo presenciado el coraje de los cristianos cuando el falso mesías Barkokebas los sometía a terribles suplicios en ocasión de la segunda guerra judía (133-135), negándose a renegar de Jesucristo, a pesar de ser calumniados. Comprueba en estos actos la autenticidad y fortaleza de la fe de los judíos cristianos, y toma la decisión de abandonar la filosofía platónica y de convertirse al cristianismo [6]. Sigue el testimonio de la epístola de Adriano con el rescripto sobre las acusaciones contra los cristianos [7]. Concluye finalmente el historiador eclesiástico con el aporte de nuevos datos. Justino ha llegado a Roma iniciado el gobierno de Adriano, pronto estableció escuela y poco antes, otros maestros en relación con el cristianismo y asimismo conocidos: Valentín, Cerdón y el discípulo de este último, Marción del Ponto, se han radicado en le Ciudad Eterna, trasmitiendo enseñanzas que difieren de las de Justino. El alejandrino Valentín y el sirio Cerdón se han radicado en Roma en tiempos del Obispo Higinio, asimismo filósofo (138-142), y durante el siguiente pontificado, el de Pío (142-155), ha florecido Valentín y ha permanecido aquí hasta la época de Aniceto (155-166). Igualmente Marcos de la escuela de Valentín los siguió por aquí. Es también Justino el que como: «embajador del Logos divino y defensor en sus tratados de la fe en el atuendo de filósofo» (en philosóphou skhémati presbeyon ton theîon lógon kai toîs hypér tês písteos enagonizómenos syggrámasin) y distinguiendo la diferencia que existe entre la enseñanza filosófica que trasmite y la de los expositores anteriormente nombrados escribe libros contra los que él mismo señala como herejes, el Contra Marción y el Tratado contra todas las herejías, para el esclarecimiento de los cristianos que residen Roma guiados por los obispos Higinio y Pío. Los comienzos de su estadía en Roma, coinciden, por lo tanto, con el sínodo de presbíteros que expulsan a Marción de la comunidad en julio de 144. Crecida, más tarde, la influencia de su enseñanza en la metrópolis, escribe con sentido de autoafirmación cristiana y de universalidad filosófica, escritos, sin duda, magisterialmente maduros, algunos de los cuales se han conservado. La extensa Apología, dividida en dos partes, redactada en torno al 150, y el célebre Diálogo con Trifón, que también data de esta época, pero que es posterior (157). Eusebio trata de corroborar sus informaciones facilitando breves fragmentos de ambos escritos, los que igualmente había citado Ireneo de Lyon y por los que se puede haber orientado en su exposición [8].
Llegado el momento, Justino también sufre el martirio con feliz convicción en el año 165, bajo el pontificado de Aniceto, un acontecimiento que no considera infausto y que había incluso previsto que le podía suceder teniendo en cuenta las maquinaciones que contra él urdía su rival, Crescente, filósofo de la escuela cínica, cuya concurrencia lo había alterado y que sintió lastimado su amor propio [9].
Pone de relieve Eusebio de Cesárea en su crónica, la firme posición de Justino como baluarte contra las herejías en esta orientación romana que ha encontrado confirmadas en las tesis contenidas en las obras antiheréticas de san Ireneo y de Clemente de Alejandría, aunque no deja a un costado al cronista y polemista judeocristiano Hegesipo (anterior al 110), lo que da a su historia una pincelada de novedad, ya que este escritor proporciona en sus Memorias noticias antiheréticas arcaicas del cristianismo del área palestinense, pero no es tema al que ahora se deba prestar atención [10].
II. Importancia filosófica de la apología y su proyección en el diálogo con Trifón.
Ambas obras son las únicas directas conservadas de Justino y subsisten en un solo manuscrito, el Codex Parisinus Graecus 450. Ofrecen un vínculo de estilo inconfundible acerca de su unidad y de sus fines [11]. Con estos escritos, por encima de sus objetivos inmediatos, Justino ha tratado de mostrar la identidad filosófica y religiosa del cristianismo, aunque en diferentes momentos y con interlocutores también diversos, gentiles y judíos, que lo pueden entender [12]. En ambos libros asimismo el autor advierte con constancia que el paisaje de fondo ante el que se levanta la naturaleza típica de la fe cristiana es el piso subyacente que puede llevar a confusión de lo que denomina la herejía. Una denominación que es ante todo un neologismo de carácter filosófico y de tinte peyorativo, una vez que se lo examina críticamente desde la doctrina de la filosofía cristiana. Porque la haíresis, según se la interpreta comúnmente, corriente de opinión justificada en elección de hombres, no tiene su fuente en dios, es de este modo una opción carente de justificación y así mientras que los fundamentos de las diversas hairéseis de la filosofía helénica o gentil en general, están debilitadas por la injerencia del factor humano, las hairéseis falsamente llamadas cristianas son perversas y disolutas, están faltas de toda participación en el Verbo de Dios, pues voluntariamente se han alejado de él, constituyendo formas de elección humanamente desviadas, elección que obviamente es solo una muestra y prueba, la más patente, del conflicto de los démones perversos (daímones phaúloi) y de su jefe, Satanás, contra el Verbo de Dios [13].
Dentro de este marco de múltiples registros se mueve la redacción tanto de la Apología como del Diálogo con Trifón, con diversidad de matices, como se podrá comprobar.
El fin especial en los dos casos es la demarcación de espacios de formas de vida: 1º los cristianos (khristiánoi) por su doctrina y actividades de adoración, culto y conducta no se pueden identificar con los paganos y ni con los judíos, pero tampoco se debe confundir la naturaleza que le es propia. 2º Por eso en ambos cotejos los planos significativos cristianos deben mostrar también las credenciales que los autoidentifican. 3º Y la mencionada autoidentificación se basa en que exhibe los rasgos de la verdadera filosofía. Porque es ella la que hace posible que culturalmente los cristianos como escuela de filosofía auténtica puedan convivir con las corrientes de la filosofía profana, a la que también se le reconocen valores, en una primera forma de armonía entre la fe y la razón; y al mismo tiempo puedan demostrar ante los judíos que el verdadero Israel superando a la Ley, pero sin romper con ella, es el cristianismo no herético gracias a la inspiración directa del verbo que lo sostiene. de cualquier manera que se traten de interpretar ambos escritos, se impone la extirpación de la herejía como un tumor maligno endogámico; la separación de lo profano como una expresión religiosa deficiente que puede ser perfeccionada y la necesidad de desenvolver intelectualmente las notas de la sabiduría cristiana como la base y piedra de toque de los otros dos.
El proyecto de autoafirmación frente a la filosofía gentil conjuntamente con la condenación de la herejía se delinea en el plan de la gran Apología cuyo mensaje filosófico circula dentro de las tres grandes partes formales de la petición a la autoridad imperial [14]. Pero Justino a diferencia de Cuadrato (124) y Arístides (141), inaugura una especie de discurso misional que seguirán Anatenágoras y otros: Exordio (A.1-12), exposición (B.13-68) y resumen ratificatorio (C. II. 1-15). Las ideas se desarrollan intelectualmente en 21 subdivisiones convencionales que consideramos como unidades temáticas.
A. 1. La Apología está dirigida como una demanda oficial al Emperador antonino Pío y a sus hijos adoptivos, Marco Aurelio y Lucio vero, pero debajo del fin jurídico inmediato, se percibe el de la propagación misional, bajo la forma de un protréptico filosófico, se dirige de este modo a filósofos, que buscan o aman la verdad (philaléthe), hombres que prefieren esta a su propia vida y de este modo están dispuestos a ser justos (1-2) [15].
2. Esta iniciativa se lleva a cabo en un mundo cultural que está impregnado de vida religiosa coronada por la piedad (eusebeía) y la filosofía (philosophía) [16] y el ideal de gobierno en este ámbito es el del gobernante filósofo (3) [17].
3. De acuerdo con esto, se puede comenzar la defensa de la causa presentada, admitiendo que no se debe castigar al reo por el nombre, sino por el contenido de la conducta. Acusar a personas por ser «cristianos» (khristiánoi...kategoreímetha) no es justo. Y si el Cristo maestro enseñó a sus discípulos a no negarle y no obstante se le negó y que con esta excusa se hayan levantado las calumnias de los impíos contra todos los cristianos no es honesto, porque no son todos cristianos por el mero nombre, como no todos son filósofos, por el nombre y el atuendo (skhêma) (4)[18].
4. De igual modo fueron los démones perversos los que intervinieron contra Sócrates con la acusación de «ateo e impío» y también contra los cristianos, por el hecho de que algunos fueron ateos. en realidad estos actos anteriores aducidos sucedieron, porque fue el verbo el que se hizo presente en Sócrates lo mismo que se hizo entre los bárbaros y con mayor visibilidad en el Verbo hecho carne (5).
5. Pero si porque rechazamos a estos dioses que son falsos nos llaman ateos, es admisible, pues creemos en el dios verdadero en sí mismo y en su Hijo que proviene de él y que nos enseñó todo lo que decimos, en los ángeles buenos que le siguen y en el espíritu profético, enseñando todo esto como lo que se nos ha transmitido (paradidóntes) también a quien lo quiere aprender «en razón y en verdad» y sin reservas (áphtonos) (6) [19].
6. Ni los cristianos quieren mentir sobre su creencia cuando los interrogan, ni prestar adhesión a la idolatría, sino que consideran que el sacrificio superior para Dios es la virtud, pues siendo bueno crea el mundo de la materia informe y al hombre que no existía otorgándole la incorruptibilidad y convivencia con él, si obra de acuerdo con lo que es divinamente grato (8, 9, 10) [20].
7. Esperan los cristianos de este modo un Reino (basileía) que no es humano que se construye por la virtud y al que gobierna el verbo como rey. Esta conclusión completa la impiden los démones en el desarrollo temporal y todo esto lo predijo el Maestro. Pero, aunque estemos en situación imperfecta, igual los cristianos con sus conductas que no son reprochables están contribuyendo a la paz del Imperio (11-12) [21].
B. 8. La exposición doctrinal propiamente dicha que comienza seguidamente señala, en primer lugar, que es un absurdo tildar de ateos a quienes creen y adoran al hacedor de este universo (demiourgón toûde toû pantós) y a Jesucristo, nuestro Maestro, nacido en Judea y crucificado bajo Poncio Pilato en tiempos de Tiberio César, hijo del mismo verdadero dios, y en tercer lugar al espíritu profético [22]. Los démones, no obstante, ponen obstáculos, pero hemos superado la vida llena de divisiones por una comunidad que no hace acepción de personas y sin disensiones, como lo enseñó Cristo, en: «discursos breves y compendiosos, pues no era él ningún sofista, sino que su palabra era una potencia de Dios (dýnamis theoû)» (13-14) [23].
9. Comienzan las citas escriturarias sobre la continencia (encratéia) y la castidad (sophrosýne), la caridad, el trato paciente, no jurar y sólo adorar a dios, virtudes cristianas que siguen las enseñanzas de Cristo que ocupa el centro de la historia de la humanidad. Son estos seres humanos los que son cristianos, más allá de llevar el nombre [24] (15 y 16), que pagan los tributos y también aceptan la autoridad del Emperador (17) [25].
10. La nigromancia, las evocaciones de almas, los simulacros de los sueños (oneiropómpoi) y espíritus asistentes (páredroi) según los magos y fenómenos que se producen por los que saben de esto, confirman que después de la muerte las almas conservan la percepción sensible (aisthesis) y otros hechos que mantienen las enseñanzas de filósofos y poetas, aceptados también por los cristianos, máxime que los cristianos creen en la recuperación de sus cuerpos, porque la resurrección no es imposible (18-19) [26].
11. Afinidades paganas por semejanza con lo que se dice del cosmos y su consumación por el fuego por la Sibila, Histaspa, los estoicos y la ordenación y conclusión del mundo según Platón. Respecto de la enseñanza cristiana del Verbo generado y ascendido al Cielo, ella reclama compararse con los relatos sobre Zeus, Asclepio, etcétera y asimismo Hermes: La palabra intérprete y maestro de todos, con otras similitudes con Jesús, no solo como Maestro divino, sino también como Hijo de Dios, lo que también lo indica en afinidad con la caracterización de Hermes, como el Verbo anunciador o mensajero de parte de Dios [27]. Y si Jesús fue sanador, igual Asclepio, y si nacido de una virgen, también Perseo [28], y si fue crucificado no faltan los dioses hijos de Zeus que también experimentaron sufrimientos letales (20-21-22).
12. Pero lo aprendido por los cristianos del Cristo humanado –Unigénito, primogénito, Verbo y potencia de Dios y guía de los hombres– y los profetas, es más antiguo que lo dicho por todos los escritores griegos y la sola verdad [29], pero los démones malos antes de su venida influyeron con mitos y leyendas poéticas y prosiguen con obras impías contra nosotros. Tres pruebas lo demuestran: a) decimos discursos semejantes a los griegos, pero se nos odia por llevar el nombre de Cristo; b) porque antes como no conversos dábamos culto a los dioses paganos, pero ahora siendo cristianos, la consagración total es al dios inengendrado y libre de pasiones. c) Porque los herejes no son perseguidos, sino hasta honrados como dioses. sin embargo, son llamados impropiamente cristianos aplicándose a ellos la falsa analogía de los diversos filósofos como miembros de la filosofía usando una concepción de la filosofía perimida por ser autocontradictoria (23-24-25-26) [30].
13. Confirmación progresiva de la superioridad de la doctrina cristiana aplicada a la ética social en tres dominios: frente a las calumnias de relaciones incestuosas, rechazo de la exposición de los recién nacidos y de la explotación de rebaños de niños, afeminados, andróginos y pervertidos para realizar uniones promiscuas y de la mutilación ritual para sacar ganancias materiales. Condena asimismo del culto de la serpiente: «Porque entre nosotros el príncipe de los malos démones se llama Serpiente, Satanás, Diablo y Calumniador» [31], y si dios no lo castigó a Satanás y su ejército definitivamente, es porque prevé que algunos todavía se arrepentirán. Porque al principio dios creo al género humano intelectivo (noerón), o sea, capaz de distinguir entre la verdad y el obrar bien y lo que no es bueno, un ser razonable (logistikón) y contemplativo (theoretikón). Se quiere evitar el posible homicidio del niño expósito (27, 28, 29). El casamiento tiene el solo fin de la procreación de hijos y si renunciamos al matrimonio somos totalmente castos [32]
14. Desde los parágrafos 30 a 42 se disertará sobre la profecía como la máxima prueba de la enseñanza cristiana. La palabra profética de los judíos (Moisés, los Salmos, Isaías, Zacarías) han predicho los acontecimientos por venir y los reyes las observaron y consignaron en libros en lengua hebrea [33] y de aquí fueron traducidas al griego en Egipto y se esparcieron por todo el mundo. Los judíos no entienden el contenido profético que encierran y odian y persiguen a los cristianos. La conducta cruel de Barkokebas lo confirmó. Así están consignadas anticipadamente las profecías sobre Jesús, «el maestro nuestro e intérprete de las profecías desconocidas (agnoouménon)», que cerró el linaje real auténtico de Israel y al que todos los pueblos esperan nuevamente, que entró triunfalmente en Jerusalén, fue concebido por una virgen no por comercio carnal, sino por la Potencia de dios que la cubrió con su sombra (Lc 1), que nació en Belén, que vivió oculto hasta la edad viril, que los judíos lo desconocieron como el Mesías, que fue crucificado [34] y que resucitó. Todo esto resulta ser así porque a través de los profetas habla el espíritu profético, el espíritu santo divino profético [35]. Igualmente fue también profetizado sobre los Doce [36], que salieron de Jerusalén y convencieron a todo el mundo –indoctos y faltos de elocuencia (idiótailaleîn me dynámenoi)– por la potencia de Dios [37], y sobre el reino de Cristo con su ascenso al cielo y alegría (euphrosýne) de cuantos esperan la inmortalidad.
15. Lo dicho sobre la profecía no significa que el hombre sea esclavo del destino (heimarméne), pues actúa usando el libre albedrío (epí hemín-autexoûsion) y la decisión deliberativa (proáiresis) y de este modo sus actos son buenos o malos, porque durante su existencia pasa de un contrario a otro, ya que es agente de elección. Lo que la profecía anticipa no hace al hombre víctima de la necesidad del destino, sino que el preconocimiento o providencia divina (prónoia) es propia de Dios y por su adhesión voluntaria a ella el hombre es recompensado. El espíritu profético expresa este diseño divino interior y ayuda al hombre a cumplir la voluntad divina. En este sentido la expresión de Platón: «La culpa es de quien elige, dios no tiene culpa» es correcta, porque los gérmenes de Verdad están por doquier, pero los griegos, también cuando hablan de la inmortalidad del alma y de la contemplación de las entidades celestes, han tomado la instrucción de Moisés, el profeta más antiguo, y los profetas [38] y los démones lo frenan. Incluso la prohibición de leer a Histaspa y la Sibila es obra de ellos (43-44).
16. Igualmente fue anticipada la ascensión gloriosa de Cristo al cielo después de su resurrección y retenerle hasta concluir con los demonios y completar el número de los reconocidos como buenos, para después cumplir con la conflagración universal. Porque también se anticipó con Vara de Poder, «el anuncio de la palabra poderosa, que saliendo de Jerusalén, predicaron por doquiera sus apóstoles, y que nosotros, a despecho de la muerte decretada contra los que enseñan o que en absoluto confiesan el nombre de Cristo» (hólos homologoúnton to ónoma toû Khristoû) [39], la abrazamos y enseñamos. Y quienes vivieron conforme al verbo son cristianos antes de Cristo [40]. También el espíritu profético predijo la devastación de la tierra de los judíos [41] y los milagros de Cristo [42] y la adoración de la gentilidad [43], y los sufrimientos de la pasión y la gloria de Cristo [44] (45-51).
17. Pero si se predijo la subida al cielo, también se profetizó su posterior venida con gloria, según Daniel (Dn 7,13), o sea, no solo lo sucedido, sino también lo que ha de suceder. Por eso son dos los advenimientos de Cristo, el segundo con gloria y acompañamiento de ángeles y la resurrección de todos los muertos, unos con incorruptibilidad los otros, con los demonios, para el fuego eterno. también la cruz se ha remedado anticipatoriamente (52-55).
18. Pero los démones malvados no descansan y además de sus fábulas han suscitado personajes como simón y Menandro [45] (56-57-58).
19. del verbo que habló por los profetas tomó también Platón que dios hizo el mundo de una materia informe, porque de Moisés, muy anterior a los griegos, se valió el espíritu profético cuando se expresó en Gn 1, 1-3, ya que por la Palabra de dios hizo el mundo de elementos preexistentes. También el poeta que habla del Erebo lo tomó de él. Y la forma de X en el Timeo que le dio el Hijo de Dios para formar el mundo también la tomo de Moisés porque en el desierto al darle forma de cruz al bronce liberó de las serpientes y al hablar Platón de tres seres que se siguen [46] y lo mismo lo de la conflagración universal (59-60).
20. seguidamente se exponen los rituales cristianos y su sentido regenerativo [47]. Primero el rito de ingreso y las condiciones requeridas: lugar de agua; después el significado y el poder que transforma, en el Nombre del Padre [48], del Hijo que muestra su efectividad como Verbo recreativo, y del espíritu que todo lo anunció por los profetas. el aspecto de la purificación del baño lo anunció Isaías (Is 1, 16-20), pero el regenerativo, Jn 3, 3-4 [49]. de los apóstoles aprendimos que puesto que nuestro primer nacimiento no fue consciente –al haber sido obra de la necesidad de un germen húmedo, o sea, de la naturaleza– y nos criamos en costumbres viciosas, ahora somos hijos de la libre decisión (proaíresis) y de la ciencia (episteme), esto por obra trinitaria –en donde el Verbo se hace presente por su efectividad– y así el rito se llama iluminación (photismós), porque fuimos iluminados en este baño [50]. Los demonios quisieron importunar este lavatorio, pero su eficacia se anunciaba ya en Moisés, por eso el acto de descalzarse y el llamado desde la zarza del Dios sin nombre (anonómaston), de la colaboración de su único vástago, mensajero y enviado (ággelos kai apóstolos) (Mt 11, 27), el Verbo, que es el que habla en la zarza: «Yo soy el que es, el dios de Abrahán, Isaac y Jacob». Y fueron también los demonios los que para tergiversar el sacramento pusieron a Core en las fuentes de agua y atenea salida de la cabeza de Zeus como primer pensamiento (próten énnoiam), lo que es ridículo, poner a una mujer como imagen del pensamiento (tes énnoias eikóna) [51]. Después del lavado y adhesión, al ingresante lo llevamos ante los hermanos y si antes del bautismo hubo ayunos, ahora hay oraciones, un ósculo de paz, al que preside se le proporciona pan y un vaso de agua y vino y se tributan alabanzas al Padre del universo a su Hijo y al espíritu santo, concluyendo las oraciones con la acción de gracias, y los diáconos dan a los asistentes parte de las tres especies. Este alimento es la eucaristía, como ofrenda de la carne y sangre del Jesús encarnado. así está en los Recuerdos de los Apóstoles: «Haced esto en memoria mía, esto es mi cuerpo» [52] (61-68).
C. 21. La parte final del escrito que exponemos que aparece como 2Apología se apoya en un proceso de acusación presentada al prefecto Lollio Urbico contra una mujer y la sucesiva condena del didáscalos Ptolomeo, de Lucio y de un tercero por no renegar del nombre de cristianos. Se ratifica con esto como los démones han ampliado su odio anticristiano (1-2). Se confirma la negación cristiana del suicidio, pues Dios crea el universo provisto de un orden total, pero los ángeles se rebelan contra ese orden y enamorándose de las mujeres engendran hijos que son los demonios. Así hicieron esclavos a los hombres de la magia, de los mitos demás perversiones (3-4) [53]. Se amplía con Apol. 33, 7-8, y otros lugares previos, que dios, Padre del universo, carece de nombre impuesto por otro, porque ninguno ha existido para eso. Los nombres padre, Dios y otros son denominaciones (prospréseis) (5). De nuevo también la visión estoica de la conflagración universal y el destino (heimarméne) ratifican el rechazo, porque se espera completar todas las semillas (6). Reiterado acercamiento a las semillas del Verbo ingénitas en todos y en algunos manifestadas de antemano pese a los démones (Heráclito, Musonio, los profetas) y el Verbo total (7). Hay un paréntesis de teología histórica con el presentimiento del martirio por parte del autor por la acusación y odio de Crescente que ignora al cristianismo y actúa como agente de los démones, los que antes actuaron también sobre Sócrates acusado como ateo e impío. Incluso los démones malos establecen las leyes perversas de las naciones, pero hay una justicia eterna (8-9). La religión cristiana aparece como la más sublime porque el verbo entero se hizo cuerpo, discurso racional y alma, y cuanto se ha dicho de bueno es mirando al verbo total, pero eran expresiones filosóficas parciales y por eso se contradijeron. Sócrates, valiéndose de la investigación de la razón conoció en parte a Cristo y le precedió, igual que otros filósofos, hombres cultos y artistas, porque Cristo es «la potencia del Padre inefable» (es decir, el instrumento de la actividad paterna) (10). En el relato de Heracles ante el cruce de caminos este debe optar entre la benevolencia del vicio o el rigor de la virtud. Elige la virtud. Es la elección que hacen los cristianos. Por eso cuando los vio ir intrépidamente a la muerte (motivo recurrente, pero con el rasgo del testimonio personal en este momento) y dejó el ser platónico por la divina filosofía (philosophia theía), fue por el convencimiento de que se ha elegido lo permanente (el camino de la virtud), frente a lo cambiante y efímero (el placer y el vicio, como hizo Hércules en el cuento de Jenofonte. (11-12). Afirma de este modo Justino en el cierre del escrito: «soy cristiano», desde que descubrí que los démones malvados ponían un velo a las enseñanzas cristianas y también que antes de Cristo hubo los que hablaron bien por afinidad. Están en el tiempo, las semillas del verbo, el verbo y los que siguen la enseñanza del verbo. Lo que participa y lo que concede la participación: «Una cosa es, en efecto, la semilla y la imitación de lo que se da conforme a su capacidad, y otra aquello mismo a partir de lo que se genera la participación e imitación conforme con la gracia que también de él procede» [54]. De este modo asume el autor su responsabilidad plena, «quiero que se conozcan públicamente la Verdad según estas doctrinas la muestran» (13-14-15).
En resumen la filosofía cristiana de Justino es al mismo tiempo metafísica, cosmológica, histórica, antropológica, ética y gnoseológico-epistemológica in nuce.
El Dios inefable convive internamente con el Hijo-Logos y el Espíritu Santo inspirador. El Logos/Palabra está junto al Padre y como su Potencia verbal crea, el mundo y su orden ontológico y racional, que es así manifestación de la providencia paterna. Este designio oculto se torna plena revelación en la encarnación concreta en la historia –tiempo y espacio–. Hacia este arquetipo y su proyección hacia el futuro tienden todas las semillas (spérmata) o imitaciones (mimémata) sembradas por el mismo Logos, que no crecen espontáneamente como los vástagos de naturaleza, por dos razones, primero porque la criatura se manifiesta como «animal viviente libre y apasionado» y segundo porque bajo esta manifestación subyace una constitución triple de cuerpo, razón y alma, y su libertad y razón intelectiva le hacen que tanto acierte como se equivoque. De este modo, su participación en la potencia del Logos se torna impotente y los démones contrapotentes están al acecho, procurando que el designio divino sea una gestación difícil y si es posible sin alumbramiento. La caída de los ángeles y en especial de Satanás protagoniza la contrapotencia opositora mencionada, que impide que el compuesto humano alcance la salvación en todos los casos y el juego entre la oposición demónica y la necesidad de que todas las semillas del Logos tengan su oportunidad, ordena la organización progresiva de la historia y del cosmos. de este modo, ni la conclusión del mundo es inmediata, ni el suicidio es permitido y los exorcismos son efectivos en la trama providencial.
III. Las confirmaciones del diálogo con trifón
El Diálogo con Trifón viene a repetir, confirmar con diferente tratamiento o ampliar con nuevos elementos esta doctrina filosófica y ahora teniendo a los judíos como destinatarios de la mostración de la propia identidad. el largo escrito tiene una estructura en apariencia desordenada unida por extensas citas de las escrituras. Sin embargo, hay en él una ordenación interna en la que las postergaciones de las preguntas y las digresiones solo en apariencia rompen la unidad de la composición, porque son recursos que vienen en apoyo del fortalecimiento de las respuestas y al desorden de la redacción sirven de fondo inquietudes que provienen del Sýntagma cuyo contenido nos es desconocido directamente, y las soluciones doctrinales de la Apología [55]. Es de nuevo la exposición de doctrina filosófica la que guía el diálogo que refuerza la enseñanza del Cristo en relación con la salvación como el fin último del hombre, el fundamento de la felicidad (eudaimonía) y la que ocupa el lugar central en la filosofía de la historia, por eso la introducción a la obra temáticamente filosófica no es separable del conjunto, sino la bisagra que une la Apología con el Diálogo, lo organiza y le otorga el sentido de la transmisión de una verdad universal y única [56].
I. De 1 a 8,2 se describe un breve itinerario filosófico en el que se descartan como escuelas de paso aptas para la formación a la epicúrea, la estoica, la peripatética y la escéptica [57] y se incluyen como aptas para el fin de la búsqueda de dios, la pitagórica y la platónica. La primera se descuenta con precaución, puesto que el aprendizaje previo de los cuatro grandes saberes (aritmética, geometría, armonía y astronomía) [58], pone obstáculos para el ingreso directo en la dialéctica inteligible, ya que desde el ejercicio de ésta sería posible la posterior visión de Dios. Esta exigencia significa para Justino una pérdida de tiempo innecesaria y la enseñanza de los platónicos se le ofrece como más efectiva para alcanzar a Dios, aunque insuficiente. De qué tipo de platonismo se trata siendo al menos cuatro las corrientes que en ese tiempo se comprueban como seguidas por platónicos: los platónicos que pitagorizan, subdivididos en los fieles a la rama platónica de Espeusipo o a la dualista insinuada por Jenócrates, los platónicos académicos o los platónicos medios propiamente dichos como alcino, Plutarco, Atico o el comentarista anónimo del Teeteto, no es fácil decidirlo, porque si por el vocabulario filosófico Justino parece provenir de estos últimos, por las dos definiciones de filosofía que proporciona parece ser familiar con platónicos pitagorizantes e incluso con Numenio, el pitagórico [59]. Por otra parte, cuando Justino se encuentra con el anciano interlocutor (palaiós tis presbýtes) y entra en contacto con la divina filosofía el enfoque filosófico descriptivo da un giro y el tema en el que se concentra la reflexión para avanzar es la antropología, desde cuyas bases es posible descartar un enfoque de tendencia cosmológica, porque gracias al esbozo antropológico que se ofrece se hace posible conocer a dios y alcanzar la salvación por el logro de la inmortalidad. Efectivamente, el alma como principio de vida del cuerpo no posee la vida por sí misma. Su vida proviene del espíritu viviente que dios le otorga como criatura y que se lo puede arrebatar. Cuando el alma se separa del cuerpo el hombre muere, criatura que había enseñado como poseedora de cuerpo, razón y alma, de alma racional con función tanto lógica (logikós) como intelectiva (noerós) [60], capaz de conocimiento superior y de participación responsable en el designio del verbo. Paralelamente puede eliminar el razonamiento del autor la necesidad del alma del mundo de los platónicos y pitagóricos que le da permanencia eterna a este como gran animal viviente y también por participación en ella a los vivientes particulares, descartando el riesgo de la metempsomatosis. Por otro lado, con esta concepción de la psiquis puede disolver la relevancia del espíritu (pneûma) como capaz de autoaislamiento incorpóreo o liberación espiritual propio de los gnósticos. El verbo como Cristo salvador y Maestro se levanta en el centro de la historia y es el eje de la concepción de la filosofía de la historia justiniana frente a griegos y judíos.
II. Por ese motivo en el parágrafo 35 del presente escrito es posible acentuar con nuevos trazos sobre la herejía lo que se anticipó como una desviación profunda del designio divino en la Apología:
«Hay, pues, amigos, y los ha habido, muchos que han enseñado doctrinas y moral atea y blasfema, no obstante presentarse en nombre de Jesús, y son por nosotros llamados del nombre de quien dio origen a cada doctrina y opinión. Y, efectivamente, unos de un modo y otros de otro, enseñan a blasfemar del Hacedor del universo y del Cristo que por Él fue profetizado que había de venir, lo mismo que del Dios de Abrahán, Isaac y Jacob. Nosotros no tenemos comunión ninguna con ellos, pues sabemos que son ateos, impíos, injustos e inicuos, y que, en lugar de dar culto a Jesús, solo de nombre le confiesan. Y se llaman a sí mismos cristianos, a la manera como los gentiles atribuyen el nombre de dios a obras de sus manos, y toman parte en inicuas y sacrílegas iniciaciones (anómois kai athéois teletaîs). De ellos unos se llaman marcionitas, otros valentinianos, otros basilidianos, otros saturnilianos y otros por otros nombres, llevando cada uno el nombre del fundador de la secta (gnómes), al modo como los que pretenden profesar una filosofía, como al principio advertí, creen deber suyo llevar el nombre del padre de la doctrina que su filosofía profesa» [61].
Justino como filósofo profesional de origen medio platónico entiende la filosofía primariamente como búsqueda o amor a la verdad y como filósofo cristiano ha tenido la oportunidad de descubrir la plenitud de la investigación, o sea, adhiere a la verdad misma encarnada, al Logos universal y único, Jesucristo.
Los gnósticos tomando por ejemplo de reflexión crítica la filosofía de los platónicos que pitagorizan entienden la filosofía como conocimiento de lo que realmente es y como filósofos cristianos que conocen, como gnosis que salva, experiencia cuyo logro restaura en su plenitud el reino de los seres pneumáticos. Para los gnósticos la filosofía cristiana es conocimiento salvífico y misterio iniciático conjunto. Por eso condena Justino: «Y toman parte en inicuas y sacrílegas iniciaciones», lo que se refuerza con sus reproches sobre los misterios paganos según se comprueba en la Apología, pero que es una terminología que también encierra un sentido positivamente cristiano: la iniciación en los misterios de Cristo [62].
III. es igualmente posible entender el desvío de las herejías cristianas, pero también el significado de las llamadas por los judíos herejías judías, prefiguraciones de las cristianas por el impulso desmembrador de los démones y en esto lo que se confirma es la concepción personal de Justino como autor que se mueve en el mundo grecorromano, frente a otros autores anti heréticos, como Hegesipo, que, sin embargo, ha actuado en el medio judeocristiano palestinense:
«Porque los que se llaman cristianos, pero son realmente herejes sin Dios (athéous) y sin piedad (asebeîs), ya te he dicho que solo enseñan blasfemias, impiedades e insensateces... Y si vosotros habéis tropezado con algunos que se llaman cristianos y no confiesan eso, sino que se atreven a blasfemar del dios de Abrahán y de Isaac y de Jacob, y dicen que no hay resurrección de los muertos, sino que en el momento de morir son sus almas recibidas en el cielo, no los tengáis por cristianos; como si se examina bien la cosa, nadie tendrá por judíos a los saduceos y sectas semejantes de los genistas, meristas, galileos, helenianos, fariseos y baptistas..., sino por gentes que se llaman judíos e hijos de Abrahán, pero que solo honran a dios con los labios...» [63].
Para Hegesipo, no obstante distinguiéndose de Justino, se trata de diferentes corrientes de opinión dentro del pueblo que no rompían la unidad, aunque iban contra creencias de la tribu de Judá (en la que nacería el Mesías de David) y el Cristo.
IV. Pero la función insoslayable que desempeñan los démones/demonios en la historia de la salvación según lo hemos señalado en la Apología estando ahora Justino desarrollando su autoidentificación ante los judíos le hace detenerse en el origen mismo del jefe de los demonios y obviamente lo hace mostrando su perfil originario en el marco de las corrientes gnósticas arcaicas, los naasenos u ofitas [64], que parece conocer de oídas por familiaridad con noticias que circulaban en su samaria natal, igual que sobre la corriente simoniana:
Sigue así Justino ampliando la exégesis profética del salmo (Sal 2, 2 ss):
«O entonces llamó León que ruge contra él al diablo, a quien Moisés llama serpiente, y en Job y Zacarías se le da el nombre de diablo y por Jesús es nombrado Satanás, significando que lleva este nombre compuesto, tomado de lo mismo que el diablo hacía. Porque Satán en la lengua de hebreos y sirios vale tanto como “apóstata” y nas, en hebreo, quiere decir “serpiente”. De ambos nombres se compone el de Satanás. Y fue así que, apenas Jesús salió del río Jordán...se escribe en los Recuerdos de los Apóstoles que acercándosele el diablo le tentó hasta decirle: “adórame”. a lo que Cristo le contestó: “vete atrás, Satanás, al señor dios tuyo adorarás y a él solo servirás”» [65].
Finalmente se quiere recordar la vinculación de las denominaciones mediatas del dios inefable o nombres del verbo, especialmente el nombre Jesús, con el poder de la pronunciación y el uso de los exorcismos, pues ellos pueden abatir la potencia de los espíritus mágicos y enderezan de este modo el designio divino caído (5) [66]. todo este diseño conceptual se acompaña asimismo de la racionalización filosófica del tiempo que lo vacía de sustancia cualitativa, la que es propia de la intensidad de la expectativa según se daba en la experiencia religiosa paleocristiana [67], reemplazado por la noción de una línea cronológica que discurre entre la primera y la segunda venida y que se tiene que completar con la actividad cósmica de las semillas del verbo. Por imperio de las circunstancias las menciones al Reino de Dios han corrido la misma suerte entre la racionalización y la tibieza política.
Conclusión
Justino de roma es el primer escritor cristiano que ha sostenido el vínculo inseparable entre la fe y la razón. En este sentido ha afirmado la naturaleza universal y única del pensamiento cristiano y le corresponde el título legítimo de primer filósofo católico. La declaración implica dos supuestos: la admisión de elementos aceptables en las enseñanzas de la gentilidad (helénica y bárbara) y el reconocimiento de anticipos cristianos en la Ley judía y los profetas (Sagradas Escrituras del A.T. y Libros proféticos). No existe ruptura entre lo antiguo y lo nuevo, sino respeto y superación. La Palabra divina incorporada, creadora y en función de Espíritu profético (en Dios y en el tiempo), es el eje que articula este gran ensamblaje reflexivo. Su captación exige la disolución como cuerpo extraño de la herejía que se opone a la potencia divina al servicio de su contrapotencia (Satanás y los démones) y la asimilación progresiva de la filosofía gentil y la fe de los judíos para su legítima madurez y el conocimiento de la identidad cristiana frente a griegos y judíos. La piedad humana manifestada en el culto y la moral son esclarecidos por la filosofía y le son complementarios, pero no interiores a ella. Por esto ser filósofo católico encierra al mismo tiempo en Justino ser el fundador de la heresiología y de una nueva apologética, que es tanto mostración de la propia identidad como mensaje misionero.
Francisco García Bazán, en scielo.cl/
Notas:
1. Así se puede deducir de su afirmada gentilidad (Apol. 53, 3-4) y de su buen conocimiento del judaísmo de la época de rica diversidad en las enseñanzas de las sinagogas ver D. Boyarin, Border Lines. The Partition of Judaeo-Christianity (Philadelphia 2004) 37-73.
2. Ver D. Ruíz Bueno (int., trad. y notas), Actas de los mártires (Madrid 1968) 311-316, «Martirio de san Justino y sus compañeros», y a. Velasco (int., trad. y notas), Eusebio de Cesárea, Historia Eclesiástica (Madrid 1973), IV, 16, 1-9, I, 233-235.
3. Cf. r. Henry (ed.), Photius, Bibliothèque (Paris 1960) II, 97-98.
4. H.E. II, 13-14.
5. H.E. III, 25-26.
6. H.E. IV, 8, 3-5: heroicidad de los mártires.
7. IV, 11, 8-11.
8. Cf. F. García Bazán, «Les origines de la philosophie chrétienne et les gnostiques» en l. PaincHauD, P. Poirier (eds.), Colloque Internationel. «L´Évangile selon Thomas et les textes de nag Hammadi», Québec, 29-31 mai 2003 (Quebec-Lovaina, 2007) 131-155 (especialmente 139-155).
9. H.E. IV, 16, 1-18, 10. Actas de los mártires, ver más arriba n. 2.
10. Eusebio, H.E. IV, 11,7 y 21; 22, 1ss; asimismo II, 23, 3ss. III, 11; 19; 32, 2ss. y F. García Bazán, Jesús el Nazareno y los primeros cristianos. Un enfoque desde la historia y la fenomenología de las religiones (Buenos Aires 2006) 282-286. Ver asimismo, «Testimonios y fuentes del primer filósofo protoortodoxo: Justino Mártir» en J. J. Herrera (ed.), Actas de las V Jornadas de Estudio sobre el Pensamiento Patrístico y Medieval (Tucumán 2010).
11. Ver c. Munier (Int. trad. et comm.), Justin martyr apologie pour les chrétiens (Paris 2006) y PH. Bobichon (éd. critique, trad., comm.), Dialogue avec Tryphon, 2 vols. (Fribourg 2003).
12. Cf. D. Boyarin, Border Lines. The Partition of Judaeo-Christianity.
13. Sobre el tema ver F. García Bazán, Jesus el Nazareno y los primeros cristianos, 263, n. 6 y a. le Boulluec, La notion d’hérésie dans la littérature grecque IIe.-IIIe. siécles, tome, De justin à Irénée (Études Augustiniennes; Paris 1985) 36-91.
14. Un biblídion (2Apol. 14,1) o libellus.
15. Ver c. Munier, Justin martyr apologie pour les chrétiens, 12-21.
16. Siete veces se reitera el motivo (ver c. Munier, Justin martyr apologie pour les chrétiens, 17).
es evidente que esta introducción excede el carácter de una simple captatio benevolentiae.
17. Cf. Rep. V, 473 d-e. Marco Aurelio solía repetir: Florere civitates, si aut philosophi imperant aut imperatores philosopharentur. ver alcino, Didaskálicos 34 (J. WHittaker - P. louis [eds.] (Paris 1990) 69-71 y nn. y c. Munier, Justin martyr apologie pour les chrétiens, 111-112.
18. Semejante el razonamiento de (7). Pero aquí Justino se apoya en un juego de palabras entre chrestós y christós, basándose en la acepción de khrestós como buen ciudadano, que desea el bien común frente al significado de agitador que ya circulaba (el impulsore Khresto de Suetonio y Tácito). Ver cH. Munier, Justin martyr apologie pour les chrétiens, 113 y a. orBe, La unción del Verbo (Est. Val. III; Roma 1961), 69-82.
19. Escuela de Cristo. es la primera vez que se alude a Cristo como maestro, lo que se seguirá repitiendo (ver F. García Bazán, Les origines de la philosophie chrétienne et les gnostiques, 152 y
n. 41). Se sostiene que la enseñanza filosófica basada en la tradición cristiana (cf. 1Co 15) es pública y expresada con claridad y sin mitos, frente a los gnósticos. La referencia a un comportamiento confuso podría aludir a los carpocratianos, estas acusaciones toman aliento civil en el hecho de que los cristianos no pertenezcan a una religio licita.
20. El sacrificio espiritual que tiene en cuenta la ausencia de necesidades en Dios como una corriente de devoción helenística se encuentra asimismo en Filón, Porfirio y los herméticos, y más abajo en 13, 1-2. Sobre el sacrificio de naturaleza espiritual ver F. García Bazán, «El evangelio de judas y los démones», Epimeleia. Revista de Estudios sobre la Tradición XVII, 33-34 (2008) 7-34 (especialmente 19-20) y acerca de la creación desde la materia informe con Timeo 30ª y sobre la recreación del hombre ver Macabeos II, 7, 28, en F. García Bazán, «Creatio ex nihilo y trinidad. Los fundamentos arcaicos de la metafísica cristiana y su actualidad», IVas. Jornadas de Filosofía Medieval (2009), Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires-Centro de Estudios Filosóficos Eugenio Pucciarelli, CD ISBN 978-987-537-072-2-20. El tema de la materia está desvinculado del problema del mal. En 10,3 la felicidad adquiere las notas de la inmortalidad, incorruptibilidad, la impasibilidad y la ausencia de aflicción (ver c. Munier, Justin martyr apologie pour les chrétiens, 135).
21. Sobre el Reino de Dios –ver particularmente 42, 4– es cauteloso Justino, precavido por la rivalidad ante un reino terrestre, prefiriendo orientarse hacia la concepción cristiana de la políteuma con orientación milenarista, y sobre la paz romana, ver F. García Bazán, «designio trinitario y política según los gnósticos», en M. alesso - r. Miranda (eds.), Actas del II Simposio Internacional Helenismo Cristianismo (II SIHC) Universidad nacional de general. sarmiento-Universidad nacional de La Pampa, (1910). Publicación on line ISSN 1853-0621: http://www.sihc.com.ar.
22. Creador y datos históricos, contra gnósticos, lo mismo que la cuestión sobre el misterio de la crucifixión. Sobre este punto ver asimismo C. Munier, Justin martyr apologie pour les chrétiens, 146.
23. Sobre el Dios trascendente al que sirve de intermediario el Verbo, que no es el Dios cósmico. En este momento es más a Numenio (Fr. 5 a 8, F. García Bazán, Oráculos Caldeos-Numenio de Apamea [Madrid 1991] 239-242) que a otros autores al que se aproxima Justino. Frases breves, no discursos sofísticos, sino sapienciales –acaso lógoi– y no exposiciones narrativas que es lo propio de los evangelios canónicos en los que se insertan los dichos. Este sería el significado de Memorias (apomnemoneúmata) de los Apóstoles Apol. 67,3, Diál. 105, 1, 5, etcétera. Esto es anterior al género Evangelio. Dýnamis theoû, ver Filón, F. García Bazán, De confusione linguarum, § 63, n. 58 y § 146-147, n. 117 e Int., en J. P. Martín (ed.), Obras Completas de Filón de Alejandría III (Madrid 2011).
24. Especialmente Mt, algunas de Lc y una de Mc (y también en EvT, en realidad se trata de una armonización vinculados los dichos kaí, A. Bellinzoni, The Sayings of Jesus in the Writings of Justin Martyr (Leiden 1967). En la moral se acercan más a los judíos helenísticos que a los griegos y romanos: ver Libro 4 de los Macabeos, prólogo y exposición filosófica, 1, 1-3,15.
25. El dicho «Lo del César devolvédselo al César, lo de Dios a Dios» Mc 22, 20-21 no tiene la profundidad de la exégesis gnóstica, que permite deducir su sentido original. Ver Ext. Teod. 86, 1 y artículo citado más arriba en la nota 21.
26. Época de religiosidad matizada, más que difusa. Ver también Diál. 105,4 y e. r. DoDDs, Pagan and Christians in an Age of Anxiety (Cambridge 1968) 38ss. La enseñanza es también contra gnósticos. Del semen humano nace el cuerpo, por qué de las semillas humanas esparcidas en tierra no puede nacer la incorrupción –1Co 15, 53, pero también 2M 7, 28ss–. Asimismo Diál. 80,4 y n. 9 (ver BoBicHon, Dialogue avec Tryphon, ad loc.). Sensibilidad post motem relacionada con resurrección corporal. Este tipo de sobrevida no rompe el vínculo con el cuerpo que espera la transformación estable. Si se salva adquiere los rasgos de la felicidad eterna (n. 20), si se condena sufre igualmente indefinidamente. Ver Munier pp. 167 y 170-171. J. PéPin, Theologie cosmiqueet théologie chrétienne (Paris 1964) 443-466.
27. Parece ser el Hermes heleno combinado con el egipcio según lo practicó el neoestoico a. ornuto al basarse sobre la universalidad del Logos (cf. i. raMelli (ed.), Theologiae graecae compendium, (Milán 2003) 207-215. Ver también Tim 28c, 30ª y 69b.
28. Tema también prognóstico por el uso de diá para la virginidad de María y no ek o apó. Ver Ireneo de Lyón, Adv. Haer. I, 7,2 y III, 11,3 (M. tarDieu, «Comme à travers un tuyau», en r. Barc. (ed.), Colloque International sur les Textes de Nag Hammadi. Québec 1978 (Quebec-Lovaina 1981) 151-177, asimismo el Testimonio de la Verdad (NHC IX, 3) 40, 1-10, en a. Piñero - J. Montserrat - F. García Bazán (eds.), Textos gnósticos. Biblioteca de nag Hammadi III (Madrid 2000) 223-224 y n. 10.
29. Preexistencia, antigüedad y verdad. Aristóbulo, Eupolemo, Artapano. Ver a. J. DroGe, Homer or Moses? (Tubinga 1989) 12-35 y F. García Bazán, La religión hermética. Formación e historia de un culto de misterios egipcio (Buenos Aires 2009) 88-89, n. 5.
30. Desde 23 hasta 60, está incluida toda la doctrina cristiana y cristológica. viene como prueba en 26 la noticia plenamente antignóstica sobre simón, y Menandro –una corriente que directamente Justino ha conocido en samaria e incluso el detalle del endiosamiento simoniano (ver asimismo Diál. 120, 6: «La prueba es que sin preocuparme de nadie de mis paisanos, quiero decir, de los samaritanos, he comunicado por escrito al emperador que están engañados siguiendo al mago simón, de su propio pueblo, que afirman ellos ser Dios por encima de todo principio, potestad y potencia»), por más que el Simoni Deo Sanco sea una confusión con la divinidad sabina Semone Sanco deo que presidia los pactos y que el provocador social Marción –cuyos ecos en Roma se debían conservar vivos al ser excluido de la comunidad en el 144– y el llamado de atención de la mención de la redacción más amplia del Syntagma katá pasôn tôn gegenoménon hairéseon.
31. Para los dos primeros casos ver r. Stark, La expansión del cristianismo. Un estudio sociológico (Madrid 2009). Ver asimismo el culto pagano de la serpiente como divinidad ctónica (Munier, 187-191), pero sobre todo contra ofitas Diál. 103, 5 con su etimología samaritana.
32. Al punto de que alguno en Alejandría para contrarrestar la acusación de la unión promiscua como un misterio celebrado por nosotros los cristianos, quiso mutilarse los testículos, pero no se le permitió y quedó célibe. A diferencia con Justino en relación con la procreación como el fin único del matrimonio ver J. Crisóstomo, Propter fornicationes: «Porque hay dos razones por las que el matrimonio haya sido introducido: para que podamos ser moderados y para que seamos padres. Sobre estas dos razones el motivo de la moderación es primario...», en Jesús el nazareno, 205.
33. Igual el profeta Petosiris instruye al rey nechepso en Egipto.
34. Certificación por las Actas de Pilato, 35, 9. Justino con Mt 1, 23 y la Septuagisnta (Is 7,14) retiene el término parthénos (virgen), frente al ‘almâ/neânis (muchacha soltera o casada) de la masorética, seguido por Símaco, Aquila y Teodoción.
35. To prophetikón pneûma., to theión ágion prophetikon pneûma, es decir, el espíritu de dios en su función predictiva en el A.T. y también en Cristo, que los que creen en él la entienden, porque en ellos como en los mismos profetas mora la semilla proveniente de Dios, que es el Verbo, primogénito y Salvador [= nombre Jesús], que es quien prorrumpe o habla por la inspiración.
36. Sal 18, 3-6.
37. Ellos podrían haber dicho con Eurípides: «La lengua juró, pero el alma no ha jurado», pero esto sería ridículo. Rasgo antignóstico, ver García Bazán, «Les origines de la philosophie chrétienne...», 153 y n. 43 y ahora Munier, 217.
38. Subyace la crítica al estoicismo de Crisipo, ver también alcino, Didaskálicos 26 [J. Dillon, The Middle-Platonists. A Study of Platonism 80 B.C. to A.D. 220 (Londres 1977) 209ss.]. Moisés el profeta más antiguo, para menciones similares de Aristóbulo, Artapano, ver n. 29 más arriba.
39. Contra gnóstico que no confiesan el nombre, igual que antes en n. 37.
40. Sócrates, Heráclito, Abrahán, Ananías, Azararías, Misael y otros.
41. Is 64, 10 y Is 7, 1.
42. Is 35, 5. Esto también se registra en las Actas de Pilatos.
43. Is 65, 1-3, ampliado en §54.
44. Is 52, 13ss.
45. Noticia dada anteriormente (26) y referencia a Marción del Ponto, antes también mencionado, pero ahora con una breve noticia, aunque más amplia. Estas reiteraciones como posteriormente en el Diálogo se registran solo para los gnósticos.
46. Carta II 312e, también registrada en Valentín y en el Himno de los naasenos de Hipólito. Aquí ha tomado Justino varias reiteraciones de naturaleza técnicamente filosófica que contrasta con la verdad plena de la filosofía cristiana. Ver más arriba n. 30.
47. Los ritos que no son ajenos a los usos romanos, por eso se extienden las explicaciones que quieren evitar confusiones.
48. Que es impronunciable, lo que Moisés expuso en Ex 3, 14.
49. Que no se puede entender como volver al seno (adýnaton) materno. Es una acotación antignóstica.
50. También es aclaración antignóstica, contra los misterios, por eso en Diálogo 35 se reitera y expresa la condena sin explicaciones mayores.
51. En polémica antignóstica, porque ya en las noticias sobre simón se hablaba de la ennóia de Dios salida de su cabeza (Helena), que lo acompañaba. Ver asimismo ireneo, Adv. Haer. I, 23, 1-4, Homilías Pseudo clementinas II, 22-25 y Reconocimientos II, ss. (F. García Bazán, La gnosis eterna. Antología de textos gnósticos griegos, latinos y coptos (Madrid 2003) 58-64).
52. O sea, los relatos transmitidos y conservados. También el día del sol se celebra una reunión de todos (porque se pasó de las tiniebla a la luz y fue la resurrección) y se leen los Recuerdos o los profetas, y hay una exhortación sobre ellos. Después oraciones, después consagración de pan, vino y agua, distribución a la comunidad y ayuda a los necesitados, y todo se repite. Similitudes y diferencias con el gnosticismo. La coloración litúrgica ya estaba en 65, 1, 66, 2 y 67, 1-2.
53. Gn 6, 1ss. Con la condena de la magia y la tecnología como su instrumento, no contra la ciencia. El mismo tema se prosigue más abajo en relación con la ambigüedad de la palabra proferida.
54. 13 al final, es la doctrina filosófica de la potencia según la capacidad del receptor y la del dador.
55. Cf. P. PriGent, justin et l’Ancien Testament. L’argumentation scripturaire du traité de justin contre toutes les hérésies comme source principal du “Dialogue avec Tryphon et de la «Première Apologie» (Paris 1964); BoBicHon, Dialogue avec Tryphon, 153 ss.
56. Ver BoBicHon, Dialogue avec Tryphon, 149-152. En efecto, desde el parágrafo 1 al. 8.2 hay una combinación de autobiografía intelectual y de enseñanza que es crucial como vínculo y proyección sobre el resto de la obra. De este modo inicia el autor el diálogo con el exordio filosófico y lo prolonga dando entrada al coloquio. Si en la Apología el pensamiento gnóstico es rechazado ante la verdadera filosofía, en esta presentación propedéutica, se exaltan los milagros de los profetas que glorifican al Dios creador, anunciando a Cristo que de él procede y se concluye con las palabras a Trifón: «ahora bien, si tú también te preocupas algo de ti mismo y tienes confianza en Dios, como a hombre que no es ajeno a estas cosas, posible te es alcanzar la felicidad, reconociendo al Cristo de Dios e iniciándote en sus misterio (epignónti soì ton Khíston toû Theoû kai teleío genoméno)». Las carcajadas son la respuesta, ante quien trata de iniciarse en serio.
57. O sea, teórica o escéptico pirrónica.
58. La enumeración es un poco descuidada, ver F. García Bazán, «Les origines de la philosophie chretienne» 145.
59. Cf. J. oPsoMer, In Search of the Truth. Academic Tendencies in Middle Platonism (Bruselas 1998) 265-269 y F. García Bazán, Plotino sobre la trascendencia divina: sentido y origen (Mendoza 1990), Cap. IV y F. García Bazán, «antecedentes, continuidad y proyecciones del neoplatonismo», Anuario Filosófico 33 (2000), 111-149 (esp.116-118).
60. Alcino ha aplicado el adjetivo al dios noético, al alma del mundo y al mundo. Esta definición por la constitución está oculta en la observable, viviente racional libre y pasible.
61. Ver 35, 4-6. De 56 a 60 se proporciona una interpretación que afirma al Dios trascendente y a su verbo como el «dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob» en la historia de los Patriarcas, teofanías sucesivas que no permiten separar en un dios desconocido y un dios creador inferior como sostienen los gnósticos. Ver BoBicHon, Dialogue avec Tryphon, II, 679, n.15, igualmente 732-744.
62. Ver diál. 8,2 y más arriba n. 56.
63. 80, 3-4. Pero aquí uno es el tema del rechazo del Dios del A.T. (idea marcionita y gnóstica) y otro el tema más genérico de la resurrección (ver BoBicHon, Dialogue avec Tryphon, 787). Dice e. De cesárea con referencia a Hegesipo: «El mismo autor describe además incluso las sectas que hubo en otro tiempo entre los judíos, diciendo: “existían diferentes opiniones en la circuncisión, entre los hijos de los israelitas, contra la tribu de Judá y contra el Cristo, a saber: esenios, galileos, hemerobautistas, marboteos, samaratinos, saduceos y fariseos”». sin embargo, inmediatamente antes el mismo Hegesipo hace resaltar que la oposición franca de Tibutis es el resorte que hace saltar la frágil conjunción entre diversas corrientes de cristianos judaizantes y gentiles, permitiendo asimismo el cambio semántico de corriente de ideas a herejía como una corriente de ideas condenable: «el mismo escritor nos explica los comienzos de las herejías de su tiempo en estos términos: “Y después que Santiago el Justo hubo sufrido el martirio, lo mismo que el señor y por la misma razón, su primo Simeón, el hijo de Clopás, fue constituido obispo. Todos le habían propuesto, por ser el otro primo del señor. Por esta causa llamaban virgen a la Iglesia, pues todavía no se había corrompido con vanas tradiciones. Más fue tibutis, por no haber sido él nombrado obispo, quien comenzó a corromperla, partiendo de las siete sectas que había en el pueblo, de las cuales también él formaba parte. De ellas salieron simón –de ahí los simonianos–, Cleobio –de donde los cleobinos–, dositeo –de donde los dositianos–, gorteo –de donde los goratenos– y los masboteos. De estos proceden los menandrianistas, los marcianistas, los carpocratianos, los valentinianos, los basilidianos, y los saturnilianos. Cada uno de estos introdujo su propia opinión por caminos propios y diferentes”». entre las corrientes enumeradas en primer término por el autor palestino y las noticias que proporciona se descubren –a diferencia de la línea más reciente trazada por Justino ordenada por otras instancias críticas del judaísmo históricamente más modernas y su formación filosófica medioplatónica–, una diversidad de tendencias de fácil entendimiento y diálogo, pero asimismo rasgos de un docetismo universalista refractarios ante la posición adopcionista más externa de los judeocristianos que se ven representados en las Memorias de Hegesipo, y otros de adscripción a una escatología realizada, propios de un esoterismo iniciático en posesión de rituales y con indicios del cultivo de una especulación filosófica sobre los que dan testimonios dispersos las epístolas paulinas y deuteropaulinas y posteriormente las cartas pastorales y católicas. Pero incluso un testimonio más próximo a Justino, pero anterior a él, es asimismo Ignacio de Antioquía. Ver Jesús el nazareno, 285-286.
64. Ver F. García Bazán, El gnosticismo: esencia, origen y trayectoria (Buenos Aires 2009) cap. IV, 88-92 y caps. V-VI, 93-129.
65. Ver diál. 103,5, Lc 3, 22 y BoBicHon, Dialogue avec Tryphon, II, 835, n. 14. La etimología basada en la separación de la palabra Satanás (el adversario) en êatah (separarse) y na’ (serpiente), parece asimismo conocerla san Ireneo refiriéndose a Mt 4, 10: «Su nombre lo desnudó y lo mostró tal como es: Satanás, palabra que en hebreo significa apóstata» (Adv. Haer. V, 21,2 (HarVey II, 383) y Dem. 16.
66. Ver 2Apol. 5 (6), 6 (epokrístoi), asimismo c. Munier, 313. Diál. 110, 4; 111, 3 sobre potencia del nombre (BoBicHon, Dialogue avec Tryphon II, 848, n.8.).
67. Mt 24, 1 ss; 1Ts, 4, 13-5,5; Apo. y 2Ts 2, 1-12. Ver F. García Bazán, «tiempo cristiano y comunidad política» en Actas V Jornadas de Filosofía Medieval (Buenos Aires 2010), CD ISBN 978-987-537-102-6.
Varios opusdei.org/es
Amor conyugal y vida de piedad
El bien de los hijos: la paternidad responsable (1)
El bien de los hijos: la paternidad responsable (2)
El matrimonio y el paso del tiempo
Amor conyugal y vida de piedad
Tenemos una gran suerte porque el matrimonio no es cosa de dos, sino de tres.
¿Y quién es el tercero en discordia, estaréis pensando? Pues, además de los cónyuges hay alguien todavía más interesado en sacar adelante el proyecto de cada matrimonio, el proyecto de santidad de cada cónyuge: Dios.
Jesucristo elevó el matrimonio natural a la alta categoría de sacramento, para dar una gracia especial a cada uno de los esposos al emprender este camino apasionante de formar una nueva ‘iglesia doméstica’; y además no nos deja solos, sino que se entremete en nuestra vida y es como si nos dijera: "Yo me implico en todo lo vuestro, pequeño o grande, permanente o efímero; recorreréis mi senda, habrá ratos para todo, estaremos en Nazaret, en Betania… y en el Calvario; pero no acaba ahí porque habrá también Resurrección: pero, confiad, pues Yo estaré siempre con vosotros animando vuestras jornadas".
Como decía san Josemaría: "El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo. Quien es llamado al estado matrimonial, encuentra en ese estado –con la gracia de Dios– todo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que convive" [1].
La vida conyugal es verdadero itinerario de santidad cristiana, y el truco que cualquier matrimonio busca para conseguir la felicidad consiste en hacer Su voluntad en cada situación y amar mucho, mucho, como Él nos ha amado. Por eso en una familia cuando uno está pendiente de los demás es más feliz, porque entonces de su felicidad se ocupan los otros y, por supuesto Dios: Él nunca falla.
Como nos ha dicho el Papa Francisco en su catequesis sobre la familia: "Dios ha confiado a la familia, no el cuidado de una intimidad en sí misma, sino el emocionante proyecto de hacer‘doméstico’ el mundo. La familia está en el inicio, en la base de esta cultura mundial que nos salva; nos salva de tantos, tantos ataques, tantas destrucciones, de tantas colonizaciones, como aquella del dinero o como aquellas ideologías que amenazan tanto el mundo. La familia es la base para defenderse" [2].
Cerca de Dios
En este sentido, vale la pena recuperar el sentido del matrimonio sacramental. No sólo como un evento festivo o familiar –que lo es–, sino porque entendemos con profundidad lo que vamos a hacer: la recíproca entrega-aceptación de nuestras personas en su conyugalidad, participando del misterio de amor entre Cristo y su Iglesia. De aquí que la etapa de noviazgo sea tan crucial para ir poniendo ya a Dios en el centro de nuestra vida personal: y que llegue a formar parte de un tu, un yo y de un nosotros abierto a los hijos, y a otras familias. El hombre no podrá sacar lo mejor de la mujer si no está cerca de Dios, y la mujer no podrá sacar lo mejor del varón si no está cerca de Dios. Estar o no cerca de Dios es clave para la felicidad matrimonial.
Desde nuestro matrimonio también podemos ser –sin mérito alguno de nuestra parte– luz para los demás: luz que diga –sin decir– que Dios está en nuestra vida porque las cosas en nuestro matrimonio y en nuestra familia, con naturalidad se sobrenaturalizan; no hacemos nada raro: trabajamos como los demás, salimos y nos distraemos como los demás, nos reímos como los demás, tenemos las inquietudes propias de nuestra edad, sueños, quimeras que quizá cumplamos o quizá no. Pero procuramos ponerlo todo en manos de Dios: esta es la diferencia… y lo vivimos con una alegría de fondo: porque si tenemos un hijo con problemas, o si parece que los hijos no llegan, si hay una enfermedad, lloraremos como los demás, pero con los pies en la tierra y los ojos mirando al cielo.
"La caridad llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores –nos recuerda san Josemaría–; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria" [3].
Rezar juntos en familia –respetando la libertad y la edad de cada uno de los hijos: la fe se trasmite, no se impone– es algo que la tradición cristiana recomienda pues, a través de esas pequeñas pero concretas prácticas de piedad familiares, se ha transmitido la fe generación tras generación: rezar por la mañana –el ofrecimiento a Dios de nuestra jornada–, el Angelus al mediodía, y por la noche las tres Avemarías; invocar a Dios al empezar un viaje; asistir juntos a la Misa dominical; y quizá rezar el Rosario en familia, porque como se dice "la familia que reza unida, permanece unida", pero siempre. Entre esas prácticas resulta muy familiar la bendición de la mesa, como nos recuerda Laudato si’: "Una expresión de esta actitud [contemplativa ante la creación] es detenerse a dar gracias a Dios antes y después de las comidas. Propongo a los creyentes que retomen este valioso hábito y lo vivan con profundidad. Ese momento de la bendición, aunque sea muy breve, nos recuerda nuestra dependencia de Dios para la vida, fortalece nuestro sentido de gratitud por los dones de la creación, reconoce a aquellos que con su trabajo proporcionan estos bienes y refuerza la solidaridad con los más necesitados" [4].
Respetar los tiempos
Los esposos tenemos el deber conyugal, que prometimos el día de nuestro matrimonio, de la ayuda mutua, y ayudar al otro es abrirle un horizonte para que pueda sacar lo mejor, y por supuesto animarle a estar cerca de Dios –sin atosigar, ni importunar indebidamente; porque el mejor y más eficaz modo de atraer a Dios, el compelle intrare (Lc 14, 23) del evangelio, es amar y rezar por el otro cónyuge y por los hijos–, porque lo más importante para uno es llevar al cónyuge al cielo, pero ayudándole a apreciar el bien por sí mismo.
Hay que respetar los tiempos de cada quien, las posibles crisis: estando, acompañando, rezando y no agobiando. Pero al revés también: respetar al otro en sus ratos de intimidad con Dios, aunque el otro no los comparta, es algo que no entorpece nuestro matrimonio, sino que lo enriquece. Es importante el respeto mutuo, y más en lo que toca a la conciencia, que es el lugar en el que cada uno abre su interioridad al Señor, el lugar donde nuestra libertad cuaja las decisiones más trascendentes de su vida. La intimidad con Dios es personal y cada uno ha de descubrir su personal camino hasta Él, que ciertamente pasa por el otro cónyuge: esto es muy enriquecedor para ambos.
Dios se ha implicado en esta aventura del matrimonio con nosotros, porque le ha dado la gana, porque nos ama de modo entrañable y desea nuestra felicidad, y porque quiere que seamos luz para los demás, y que formemos una auténtica ‘Iglesia doméstica’ con nuestros hijos. "En la medida en que la familia cristiana acoge el Evangelio y madura en la fe, se hace comunidad evangelizadora (...). Esta misión apostólica de la familia está enraizada en el bautismo y recibe con la gracia sacramental del matrimonio una nueva fuerza para transmitir la fe, para santificar y transformar la sociedad actual según el plan de Dios" [5]. ¡Qué grande es la misión a la que Dios ha llamado a los esposos, y que ha puesto en sus manos! ¡Qué maravillosa responsabilidad estar en el mismo surgir de una sociedad renovada por la caridad de Cristo, y qué imperiosa necesidad de Su auxilio!
R. Aguilar, en opusdei.org/es-es/ Volver al índice
Notas:
1 San Josemaría, Conversaciones, n. 91.
2 Papa Francisco, Audiencia 16/09/2015.
3 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 23.
4 Papa Francisco, enc. Laudato si’, n. 227.
5 San Juan Pablo II, ex. ap. Familiaris consortio, n. 52.
El bien de los hijos: la paternidad responsable (1)
Al sostener que quien no vive como piensa acaba pensando cómo vive, la sabiduría popular no lo dice todo y ni siquiera lo más importante.
Nada más práctico que una buena teoría
Porque si es cierto que quienes no luchan por corregir una conducta equivocada terminan con frecuencia echando mano de una teoría que la justifique, no lo es menos que un conocimiento adecuado de las realidades fundamentales constituye la mejor y más permanente ayuda para un recto comportamiento.
Entre esas verdades, ninguna influye tanto en la conducta como la comprensión profunda de que cualquier mujer o varón es persona. Y ninguna determina tan eficazmente la actitud de los cónyuges entre sí y respecto a sus hijos.
Por eso, la consideración pausada de lo que lleva consigo ser persona, lejos de apartarnos de la práctica educativa, nos introduce hasta su mismo corazón, a la vez que ilumina desde dentro el sentido más hondo de la paternidad responsable.
Persona e hijo de Dios
El desvelamiento de la condición personal, unido históricamente a la difusión del cristianismo, se intuye en toda su grandeza al descubrirlo como respuesta a una sola y decisiva pregunta:¿Cuál no será el valor de cada hombre si el Verbo de Dios ha decidido encarnarse y morir en la Cruz para devolverle la posibilidad de gozar de Él y con Él por toda la eternidad?
La verdad era tan innegable como sublime y pasmosa. Y sus consecuencias prácticas tan profundas y cotidianas, que los primeros en vislumbrarla temieron no estar a la altura de tanta maravilla y olvidar, siquiera por un momento, la impresionante grandeza de cuantos los rodeaban.
Quisieron asegurar entonces que el mismo vocablo con que se referían a ellos trajera a su mente la valía casi infinita de cualquier varón o mujer, de "cada uno de todos".
Que es justo lo que indica la palabra persona, utilizada desde entonces para designarlos: la magnitud indescriptible y la absoluta e insustituible singularidad de todo ser humano, correlativa, en los dominios de la gracia, a la condición de hijos de Dios.
Siguiendo una pauta divina
La filosofía y la teología refrendan lo que los hombres de buena voluntad intuyen y cualquier cristiano sabe con certeza: lo único que puede mover a Dios a crear es el bien de las criaturas a las que piensa dar el ser y, en particular, de las personas; Él nada gana al crearnos, puesto que su Bien es infinito y no admite incremento.
Con palabras más claras: cada uno de los seres humanos es fruto directo del infinito Amor de Dios, que quiere lo mejor para él.
Y como nada hay mejor que Dios mismo, Dios crea al hombre a su imagen y semejanza —lo hace capaz de conocerlo y amarlo— y, elevándolo al orden de la gracia, lo destina a unirse definitivamente a Él, introducido en su propia Vida, en un diálogo eterno y poderosamente unitivo de conocimiento y amor.
Para referirse a esa condición final del ser humano, Tomás de Aquino utiliza expresiones tan audaces como profundas: los hombres estamos llamados a "alcanzar" o "tocar" a Dios (attingere Deum), transformándonos en "dioses" por participación (participative dii).
Si Dios puede describirse como un Acto infinito y perfecto de Amor de Dios, seremos enteramente semejantes a Él cuando, al término, llevados por su gracia, todo nuestro ser se resuma y transforme en un también perpetuo y gozoso acto… de amor de Dios.
Dioses por participación: ese es nuestro destino y el más soberano índice de nuestra grandeza.
Cómo "responder" a la grandeza de nuestros hijos
Sobre esa convicción se construyó y sigue asentándose lo mejor de nuestra civilización; y sobre la misma base, enriquecida y hecha eficaz mediante el diálogo con Dios, debe edificarse la relación de los cónyuges entre sí y con cada hijo.
Siempre y en cualquier circunstancia, al referirse a sus hijos, un padre y una madre han de considerar que se encuentran ante una persona y que, con su propia actitud y manera de obrar, deben responder a la grandeza de esa índole personal.
En su acepción más amplia y profunda, la paternidad responsable designa la calidad del comportamiento de unos padres que responden como personas a la nobleza indescriptible, e imposible de exagerar, de unos hijos que también son personas.
Más allá del genérico respeto, e incluso de la veneración y la reverencia, esa respuesta sólo queda adecuadamente expresada con una palabra: amor, entendido reciamente como la búsqueda coherente y decidida del bien del ser querido.
Cooperadores de Dios
La vida en la tierra, entonces, más que como una "prueba", debe concebirse como la gran oportunidad que Dios ofrece para incrementar nuestra capacidad de amar, de modo que vayamos siendo más felices ya en este mundo y que, al concluir nuestra existencia temporal, habiendo dilatado las fronteras de nuestro corazón, nos "quepa" más Dios en el alma y gocemos más de Él por toda la eternidad.
Y el padre y la madre han de colaborar con Dios en esta tarea, de una manera muy particular, derivada de su condición de padres.
El Modelo es, de nuevo, Dios mismo. Si, para salvarnos, Jesucristo se "anonadó", manifestando así la infinitud del Amor divino, para educar —que no es, en definitiva, sino enseñar a amar— el padre y la madre han de saber asimismo "desaparecer" en beneficio de cada hijo. Es decir, sus intereses, sus capacidades, sus ilusiones más nobles no cuentan, entonces, sino en la medida en que saben ponerlas sin reservas al servicio del cumplimiento del plan de Dios para cada hijo.
En otras palabras, en la proporción exacta en que ayudan a cada uno a descubrir ese designio —único, aunque convergente con el de cualquier otro ser humano—, y fomentan y apoyan su libertad; para que sepa conducirse por sí mismo hasta la plenitud del Amor que le dio el ser y que de nuevo lo interpela para que libremente retorne a Él.
Co-creadores responsables
Ese derecho-deber deriva, según decía, de su condición de padres. Como recuerda también Tomás de Aquino, quienes han sido la causa del surgir de una realidad, han de constituir asimismo el motor de su desarrollo: pueden y deben.
El hijo no es sino la síntesis del amor de los cónyuges entre sí, unidos íntimamente al amor de Dios, que crea el alma. Corresponde, pues, a los padres cooperar con Dios en la educación de cada hijo, como un derecho inalienable, que a la par es un deber del que nadie les puede dispensar: por ser realmente sus padres, por su condición de co-creadores.
Dios se bastaba para dar la vida a cualquier ser humano; no necesitaba de nada ni de nadie. Pero quiso también ahora asimilarnos a Él en esa su acción creadora, fruto de su infinito Amor, elevándonos, en cierto sentido, a la altura de co-creadores.
Y lo hizo a su manera, teniendo en cuenta su propia sublimidad y, por decirlo de algún modo, la grandeza del término de su acción creadora: cada persona humana, que exige ser tratada siempre con amor, pero muy particularmente en el instante prodigioso en que inaugura su existencia, que es condición de posibilidad de cualquier otro momento y situación.
Por eso, para llevar a cabo la creación de cada nueva persona humana, Dios buscó "algo" igualmente maravilloso: si el infinito y todopoderoso Amor divino es el Texto que narra la entrada en la vida del ser humano y la realiza —la Palabra de Dios es infinitamente eficaz—, el único contexto proporcionado a ese Amor sin medida habría de ser un también grandioso y exquisito acto de amor.
Me refiero, como es fácil colegir, al acto maravilloso con el que se unen íntimamente un varón y una mujer que, por amor, se han entregado mutuamente y de por vida.
Como sugerí, este conjunto de verdades, normalmente poco atendidas, constituyen el ámbito y el horizonte imprescindibles, donde se recorta la doctrina particular de la paternidad responsable.
Lo que en ella suele afirmarse —y que reservo para un posterior artículo— solo acaba de entenderse a la luz de la sublimidad de quienes intervienen más directamente en la generación y el desarrollo de toda persona humana: Dios, el propio hijo, cada uno de sus padres.
Tomás Melendo, en opusdei.org/es-es/ Volver al índice
El bien de los hijos: la paternidad responsable (2)
El artículo precedente se asentaba sobre la grandeza de cualquier persona y, en concreto, de las que más intervienen en el surgimiento y desarrollo del ser humano.
La persona del hijo
Ahora, al ceñir nuestro tema a la procreación, pasa a primerísimo plano la realidad del hijo, que de ordinario determina los diversos comportamientos al respecto.
Y así, en el fondo de la actitud incondicional a favor de la vida humana late la capacidad de apreciar que el hijo —por su sublime condición personal y al margen de cualquier otra circunstancia— goza de un valor inestimable, de una bondad constitutiva que nunca cabría exagerar.
Análogamente, en el repudio de una nueva vida se esconde sutil e inconscientemente la consideración —difusa pero operativa— de que el hijo es un mal.
Un convencimiento cuya enunciación explícita provoca estupor y rechazo, pero fácil de comprender al considerar los valores que dominan en nuestra cultura.
Lo útil
Una mirada atenta a lo real permite distinguir tres tipos de bienes o, mejor, tres aspectos o dimensiones del bien.
Los bienes útiles son los de ínfima categoría; tienen su bondad doblemente fuera de sí: en la realidad para la que sirven y, de manera definitiva, en quienes quieren lo que esos instrumentos hacen posible.
De ahí que, sin sufrir la menor alteración, dejen de valer cuando ya no existe —o cuando nadie quiere— aquello para lo que servían: sin cambiar ni deteriorarse, el mejor de los destornilladores pierde toda su utilidad si desaparecen los artefactos unidos por tornillos; y todo el dinero del mundo nada vale si nadie está dispuesto a mover un dedo a cambio de él.
Lo gozoso o placentero
También los bienes deleitables gozan de una bondad escasa, porque tampoco acaban de tenerla en sí: en última instancia, su valor depende de que alguien los quiera y decida servirse de ellos.
Por eso, la bondad de lo que sólo es apreciado a causa del placer o el gozo que genera, desaparece en cuanto nadie quiere disfrutar de ella.
En definitiva, lo útil y lo placentero no son buenos en sí y por sí. Su valor reside, más bien, en las personas que los reclaman, en función de las cuales valen o son buenos: se trata de una bondad relativa, dependiente.
Lo digno
La persona, por el contrario, es un bien digno o absoluto. Su bondad radica en sí misma, en su ser-persona, con total independencia de cualquier circunstancia: edad, sexo, salud, comportamiento, eficacia, posición social…
Y así debe ser querida y apreciada: por sí misma o absolutamente, al margen de cualquier otra condición.
Sin duda, los bienes dignos pueden generar satisfacción o resultar útiles, pero no es esa su bondad fundamental o primera. La amistad, por ejemplo, es fuente de gozos incomparables y produce beneficios múltiples. Pero no es básica y radicalmente buena por el placer o los servicios que engendra, sino que se sitúa a años luz por encima de ellos.
Podría decirse que en sí y por sí es tan extraordinariamente buena, que también aporta satisfacciones y beneficios, que ninguna otra realidad puede proporcionar. Pero tener amigos sólo por esas ventajas añadidas degrada o prostituye la amistad: la relativiza, olvidando que su bondad es absoluta.
Una ceguera generalizada
Sin embargo, en nuestra civilización, los bienes relativos se han impuesto de tal modo que la misma noción de bien digno o absoluto ha desaparecido.
Año tras año, mis alumnos de primero de filosofía discuten acerca de si esta es o no útil, para acabar decantándose a favor de su utilidad. Su sorpresa es mayúscula cuando les explico que, precisamente para manifestar su superioridad y nobleza, Aristóteles declara la filosofía radicalmente inútil: término que, para darme a entender, traduzco como supra-útil, intentando paliar la ausencia de significado de lo digno.
De manera parecida, tras explicarles con detalle que la filosofía no se subordina a un objetivo ulterior, que el filósofo sólo busca saber por saber, casi todos lo traducen afirmando que el filósofo conoce por el placer de saber.
Como muchos de nuestros contemporáneos, a veces parecen incapaces de concebir lo bueno en y por sí, y no en virtud del beneficio o satisfacción que genera. En tales circunstancias, al no poder comprenderla, la bondad de lo digno "no existe".
¿A ti te gustan los hijos?
Respecto a la procreación, el problema surge cuando, sin plena conciencia, la bondad del hijo tiende a medirse con los parámetros de los bienes inferiores, cosa nada infrecuente.
En intervenciones públicas, al comentar que tengo siete hijos, no es raro que alguno de los asistentes me pregunte: "¿A ti te gustan mucho los niños, no?" Suelo hacer una pausa, mirarlo fijamente unos segundos y añadir en tono amable:
"Gustarme, gustarme, lo que verdaderamente me gusta es el jamón. A mis hijos los quiero con toda el alma".
La reacción suele ser cordial, y no me cuesta demasiado hacerles entender que un hijo —una persona— nunca debe convertirse en cuestión de gustos, antojos o apetencias.
Y es que lo digno está a años luz por encima de lo deleitable y lo útil. En rigor, se trata de bienes inconmensurables, que nunca deberían ponderarse en la misma balanza. Lo digno se justifica por sí mismo y por sí mismo debe quererse; lo útil y deleitable, no.
En consecuencia, más aún que conocer los criterios que rigen la procreación responsable —que sin duda hay que saber—, hoy resulta imprescindible desarrollar la aptitud —a menudo atrofiada o inexistente— para captar con hondura la bondad propia del hijo. Advertir que, para traerlo al mundo, no hace falta más razón que su sublime grandeza; y que lo que requiere otros motivos, serios y proporcionados, es no procurar traerlo.
¿Existen tales motivos?
Para impedir la procreación o eliminar su fruto, no. Sí, en ocasiones, para dejar de poner los medios de los que la procreación podría seguirse.
El hijo constituye un bien absoluto, en la acepción más propia del término. Pero absoluto no equivale a infinito. Y precisamente a causa de su finitud, siempre lleva aparejados ciertos males, los derivados de la necesidad de atenderlo, que cabría considerar ordinarios.
Ante ellos, si se ignora o desconoce la bondad absoluta de la persona, el hijo pasa automáticamente a concebirse como un mal. Pero, por el mismo motivo, lo serán también el cónyuge, los padres, los hermanos, los amigos…
Nos topamos con la lógica tremendamente individualista de Sartre, para quien
«el infierno son los otros», y la única respuesta, el aislamiento: es decir, la soledad, el más auténtico infierno.
La exclusión de lo digno desemboca inevitablemente en una aporía, en un camino ciego, sin salida. Por el contrario, el reconocimiento del hijo como bien absoluto, relativiza estos males inevitables y los transforma en ocasión de crecimiento personal.
Inconvenientes graves o extraordinarios
Son los que ponen en juego a otra u otras personas: peligro serio para la madre gestante o para la subsistencia de la familia, cargas que la salud física o psíquica de los padres aconseja no asumir…
En tales circunstancias, la situación cambia… y también debe modificarse la actitud y el comportamiento de los posibles padres.
El criterio de fondo es el que rige toda actuación moral: haz el bien y evita el mal, con las exigencias propias de cada miembro de este enunciado.
Hacer el bien constituye el más básico, fundamental y gozoso deber del ser humano. Pero nadie está obligado a poner por obra todos los bienes que, en abstracto, pudiera realizar. Entre otros motivos porque, al optar por uno de ellos —una profesión, un estado civil…—, tendrá forzosamente que desatender todos los bienes alternativos que, en tales circunstancias, podría escoger y llevar a cabo.
Por el contrario, nunca está permitido querer positivamente un mal o impedir, también mediante una acción encaminada directamente a ello, un bien. El imperativo de evitar el mal, con el que se completa la faceta afirmativa de la ética, no admite excepciones.
De nuevo la bondad del hijo
Hemos realizado estas reflexiones teniendo en el horizonte, sobre todo, la grandeza de la persona de los hijos, que, según afirma el Catecismo de la Iglesia católica (núm. 1652), citando a su vez al Vaticano II, "son el don más excelente del matrimonio y contribuyen grandemente al bien de sus padres".
Apoyados precisamente en esa bondad íntima y constitutiva, que nunca cabría exagerar, en lo que atañe a la procreación conviene distinguir dos comportamientos opuestos, y conocer el principio que permite distinguirlos.
a) Si existen causas proporcionadas, es moralmente lícito no querer hacer lo necesario para una nueva concepción, aunque nunca con intención anti-conceptiva, sino meramente no-conceptiva: con otras palabras, está permitido dejar de querer la procreación de un nuevo hijo y dejar de actuar en favor de ella.
b) Pero nunca será moralmente legítimo poner activamente impedimentos para que el hijo llegue a la vida (anti o contra-concepción), pues eso equivaldría a querer positivamente un mal —que no exista la nueva criatura— y a obrar en consecuencia.
Es la profunda diferencia que separa la anticoncepción del uso adecuado de los métodos naturales. Divergencia que, pese a la habitual denominación, no es sólo, ni mucho menos, cuestión de métodos.
En definitiva, el criterio de fondo sigue siendo la bondad absoluta del hijo.
Quienes por razones graves deciden dejar de poner los medios para una nueva concepción, han de seguir considerando al hijo posible como un gran bien, pero que no buscarán a causa de su condición actual.
No hacen nada positivo que se oponga a la concepción, pero se abstienen de poner los medios para que un nuevo ser humano reciba la existencia. Y si, al margen de su voluntad, Dios los bendijera con otro hijo, lo aceptarían sin reservas, confiando en la infinita Bondad y Omnipotencia divinas.
Las familias numerosas
Finalmente, la consideración de la grandeza constitutiva de cada hijo ayuda a entender, como asimismo recuerda el Catecismo, que "la sagrada Escritura y la práctica tradicional de la Iglesia" vean "en las familias numerosas como un signo de la bendición divina y de la generosidad de los padres" (núm. 2373).
Ciertamente, existen matrimonios a los que Dios concede pocos hijos o a los que no otorga descendencia, pidiéndoles entonces que encaucen su capacidad conjunta de amar hacia el bien de otras personas; pero, también por lo que implica de generosidad, la creación y el cuidado de una familia numerosa, si tal fuera la voluntad de Dios, es una garantía de felicidad y de eficacia sobrenatural (cf. Es Cristo que pasa, n. 25).
Como afirmaba Benedicto XVI, y quizá de manera particular en el momento presente, las familias "con muchos hijos constituyen un testimonio de fe, valentía y optimismo" (Audiencia General, 2-XI-2005) y "dan un ejemplo de generosidad y confianza en Dios" (Discurso, 18-I-2009); a su vez, el Papa Francisco exclamaba: "da alegría y esperanza vertantas familias numerosas que acogen los hijos como un verdadero don de Dios" (Audiencia general, 21-01-2015).
Por otro lado, en bastantes ocasiones Dios bendice la generosidad de esos padres, suscitando entre sus hijos decisiones de entrega plena a Jesucristo y deseos de traer también ellos al mundo numerosos hijos. Son familias que están llenas de vitalidad humana y sobrenatural. Además, al llegar a la vejez, los padres se verán de ordinario rodeados del afecto de sus hijos y de los hijos de sus hijos.
Tomás Melendo, en opusdei.org/es-es/ Volver al índice
El matrimonio y el paso del tiempo
Es una realidad que el matrimonio viaja por diferentes etapas –desde el "enamoramiento" hasta el amor de benevolencia, atravesando por el amor "maduro"–; sin embargo, el paso del tiempo, las circunstancias personales de cada cónyuge, las dificultades u otros aspectos ordinarios de la vida, no desfiguran la esencia del vínculo matrimonial que se origina en el mutuo consentimiento de los cónyuges manifestado legítimamente: "Del matrimonio válido se origina entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza; además, en el matrimonio cristiano los cónyuges son fortalecidos y quedan como consagrados por un sacramento peculiar para los deberes y dignidad de su estado" [1].
El consentimiento inicial de los esposos es, por tanto, esencial en el matrimonio, lo constituye; de tal modo que sin él no existe. Es en ese "sí, quiero", manifestado recíprocamente y en libertad, en donde los esposos se transforman en una realidad nueva, una unidad en la diferencia personal; ambos, por así decir, asumen una alianza estable –el matrimonio– que es para toda la vida, que será el lugar en que cada uno busque en el bien y la felicidad del otro su propia plenitud: sólo en el matrimonio llegan a ser realmente una sola carne, una sola alma.
De esta unión única, exclusiva, perpetua, surge la ayuda mutua que se concreta en el día a día de los cónyuges a través de mil y un detalles de auxilio, cuidado, interés… Detalles que abarcan desde lo más íntimo y espiritual hasta lo material: un "te quiero", una sonrisa, un obsequio en ocasiones señaladas, un "pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria" [2]. Es decir, un desplegarse de la persona para realizar la dádiva total y gratuita a la que están llamados los esposos.
La ayuda mutua propia del amor de enamorados, que siempre busca más porque quiere más, se dirige también a contemplar lo que aún es potencialidad. Al respecto dice Viktor Frankl: "El amor es el único camino para arribar a lo más profundo de la personalidad de un hombre. Nadie es conocedor de la esencia de otro ser humano si no lo ama. Por el acto espiritual del amor se es capaz de contemplar los rasgos y trazos esenciales de la persona amada: hasta contemplar también lo que aún es potencialidad, lo que aún está por desvelarse y mostrarse. Todavía hay más: mediante el amor, la persona que ama posibilita al amado la actualización de sus potencialidades ocultas. El que ama ve más allá y urge al otro a consumar sus inadvertidas capacidades personales" [3].
Esos detalles, que alimentan la vida matrimonial y que no se deben descuidar por el paso del tiempo, acrecientan y aquilatan el amor; son el reflejo tangible –e ineludible en cuanto personas necesitadas de las manifestaciones propias del amor humano– de la cantidad y calidad del amor: de ese amor que puede desvelar las potencialidades ocultas. No olvidemos que el amor es un "adelantado", es audaz, osado y valiente hasta la temeridad por alcanzar su culminación: hacer mejor a la persona que ama.
Esas manifestaciones amorosas han de estar acompañados de optimismo –otro nombre de la esperanza cristiana–, entendido como la "capacidad de transformar los fallos en oportunidades de aprendizaje y crecimiento" [4]. Pues el crecimiento es el fin del aprendizaje, y esto en todos los aspectos de la vida de una persona.
Optimismo que ha de ir acompañado de buenas maneras, de agradecimiento, que es una forma de reconocer en el otro el bien que su presencia y amor nos proporciona; de la capacidad de perdonar y de pedir perdón; de sabernos frágiles y dependientes y, por tanto, necesitados del favor y la asistencia del otro. Son prendas de la fidelidad matrimonial y defensa ante los avatares inevitables de la vida.
El Papa Francisco, en una de sus catequesis sobre el matrimonio y la familia proponía en tres palabras un refugio, no exento de lucha contra el propio egoísmo, un camino para sostener el matrimonio: "estas palabras son: permiso, gracias, perdón. En efecto, estas palabras abren el camino para vivir bien en la familia, para vivir en paz.
Son palabras simples, ¡pero no así simples para poner en práctica! Encierran una gran fuerza; la fuerza de custodiar la casa, también a través de miles de dificultades y pruebas; en cambio, su falta, poco a poco abre grietas que pueden hacerla incluso derrumbar" [5].
Y sigue el Papa: "la primera palabra es ¿permiso? Cuando nos preocupamos por pedir gentilmente también aquello que quizás pensamos que podemos pretender, nosotros ponemos una verdadera protección para el espíritu de la convivencia matrimonial y familiar. Entrar en la vida del otro, incluso cuando es parte de nuestra vida, necesita la delicadeza de una actitud que no violente, que renueve la confianza y el respeto. La confianza, en fin, no autoriza a dar todo por cierto. Y el amor, mientras es más íntimo y profundo, tanto más exige el respeto de la libertad y la capacidad de esperar que el otro abra la puerta de su corazón" [6].
Con respecto a la segunda palabra gracias, dice el Papa: "Ciertas veces pensamos que estamos transformándonos en una civilización de los malos modales y de las malas palabras, como si fueran un signo de emancipación. Las escuchamos decir tantas veces también públicamente. La gentileza y la capacidad de agradecer son vistas como un signo de debilidad, y a veces suscitan incluso desconfianza.
Esta tendencia debe ser contrastada en el seno mismo de la familia. Debemos hacernos intransigentes sobre la educación a la gratitud, al reconocimiento: la dignidad de la persona y la justicia social pasan por aquí. Si la vida familiar descuida este estilo, también la vida social lo perderá" [7].
Finalmente, en referencia al perdón: "Palabra difícil, cierto, sin embargo tan necesaria. Cuando falta, pequeñas grietas se ensanchan –también sin quererlo– hasta transformarse en fosos profundos.
"Si no somos capaces de disculparnos, quiere decir que ni siquiera somos capaces de perdonar. En la casa donde no se pide perdón comienza a faltar el aire, las aguas se estancan. Tantas heridas de los afectos, tantas laceraciones en las familias comienzan con la perdida de esta palabra preciosa discúlpame" [8].
A modo de conclusión, dice el Papa: "La familia vive de esta fineza del quererse".
En el día a día de la convivencia conyugal y familiar puede ser fácil perder las formas, por miles de motivos: cansancio, prisas, dificultades, un trabajo profesional muy exigente en dedicación y resultados, preocupaciones por los hijos, etc.; sin embargo, no podemos olvidar que ese otro, esa otra a quien nos dirigimos es la persona a la que un día libremente escogimos para recorrer juntos el camino de la vida y a la que nos entregamos por amor.
Evocar el pasado, esperar el futuro
A lo largo de la existencia en común, se dan altibajos, inevitables aunque sí superables. Es importante, entonces, evocar el pasado, el momento de aquel primer encuentro único, y de la elección de esa persona que nos parecía al principio como excepcional e irrepetible con la que comparto mis días. Se trata de un imprescindible ejercicio de la memoria afectiva, que actualiza el cariño: porque conviene, porque hace bien al amor entendido como acto de la inteligencia, de la voluntad y del sentimiento; y entonces re-cordamos (volvemos a colocar, con sumo cuidado, en el corazón) todos aquellos rasgos distintivos –también los defectos y las limitaciones– que nos llevaron a comprometernos, a querer "para siempre".
También observamos y ocupamos el presente con la disposición de ser nosotros mismos y hacer al otro cada día mejor, con la ilusión renovada de reafirmar el amor para fortalecer la unión.
Y el futuro, que nos reta con su incertidumbre, a la vez que nos anima con la esperanza de que todo en nuestro andar terreno tiene como fin la felicidad plena en el Cielo, con la certeza de que –como decía san Josemaría– el camino para ir al cielo se llama... (el nombre de la mujer, o para ella, el del marido).
En relación con esta frase del fundador del Opus Dei, apunta Marta Brancatisano: "una frase sencilla como ésta, dirigida a jóvenes esposos y padres, tiene –a pesar del tono aparentemente romántico– una profundidad y un sentido innovador que invitan a reflexiones casi inagotables. Con esa afirmación, Josemaría Escrivá rebasa el planteamiento que enfoca los deberes conyugales como algo marginal respecto de los deberes hacia Dios. Esas palabras son el comienzo de una superposición sistemática de la relación con Dios y con el cónyuge, en el sentido de que no se puede admitir ya la hipótesis de una vida cristiana plena a latere de la conyugal.
"Esta perspectiva arroja una luz nueva sobre el matrimonio, sobre el amor humano y sobre la transmisión de la vida. No supone normas nuevas, sino sobre todo un nuevo espíritu de vivir y de comprender el valor de la vida matrimonial. Despierta la responsabilidad personal de los esposos, llamados a salir del anonimato para ser actores de una trama fundante e insustituible en el plan de la Providencia, como primera célula de amor y de vida que manifiesta el rostro del creador" [9].
Tal es la trascendencia del amor humano vivido en plenitud, sin reservarnos nada, porque sabemos que "en el ocaso de nuestra vida seremos juzgados en el amor", como decía san Juan de la Cruz.
La vida conyugal está llamada a adquirir matices insospechados que llevan a priorizar el matrimonio por encima de cualesquiera otras circunstancias o realidades, en tanto que vocación específica –humana y sobrenatural– para cada uno de los llamados a ese estado. Para descubrir tales matices es necesario no solo el amor sino el buen humor: ante los errores que nos permiten alejarnos de una pretendida y al mismo tiempo inalcanzable perfección; ante las situaciones adversas o los pequeños despistes; o cuando las cosas no salen como las habíamos planeado… saber reírse de uno mismo, aceptar la crítica constructiva con agradecimiento y simpatía ayudan a no caer en el orgullo herido, que tanto mal hace a cualquier relación, sea de amistad, filial o conyugal.
Buen humor también como fuente de gozo, para saber gozarnos en el otro y con el otro: "cuando se reconoce el amor como el principal ámbito de donación intersubjetiva –del don de lo mejor de sí–, ese amor adquiere inmediatamente la fuerza y la belleza de lo que es sagrado. Y ese amor es lúdico, es fuente de gozo. Sólo en la donación del amor, el hombre es capaz de pronunciar un tú lleno de sentido. Un tú que designa el reducto más sagrado e íntimo de la persona amada" [10].
Un gozo que es posible en todos los momentos y circunstancias de la vida, aun en aquéllos tan dolorosos que nos hacen rehuir de la risa, de la contemplación de lo bello, hasta de la apreciación de la bondad como una realidad omnipresente. En el dolor se manifiesta la verdad del amor. Como le gustaba decir a san Josemaría: "no olvides que el dolor es la piedra de toque del Amor" [11].
Todos los rasgos de ayuda mutua, el valor de los pequeños y grandes detalles, la fineza del quererse, a la que alude el Papa Francisco, el optimismo y el sentido del humor, todo sin excepción, contribuye a hacer patente la maravilla y el asombro ante el otro. Ahí está la grandeza y la belleza del amor conyugal, que redunda directamente en el bien de los hijos.
Muchas veces se ha dicho: "si el matrimonio está bien, los hijos están bien". Se puede sostener que lo que más quieren los hijos es ver el amor –porque lo sienten, lo palpan– que se tienen sus padres: saberse seguros, parte de un proyecto familiar estable, donde cada uno tiene su lugar y es querido incondicionalmente, por el hecho de ser hijo. El amor está en la base de todo proceso educativo sea familiar o académico. Por esto, es comprensible que el primer acto educativo para cada hijo sea el amor entre sus padres.
"Nadie da lo que no tiene", es decir, si no tengo amor no puedo dar amor; pero tampoco puedo exigirlo, y una educación sin amor despersonaliza pues no alcanza el núcleo central, constitutivo de la persona. El amor entre los padres es original –es anterior, es fuente, lleva siempre la delantera–, y originante del hijo –pro-creador o, dicho con osadía: co-creador–; por eso, el amor de los padres, también es originante para el hijo, porque pone en él –desde dentro, constitutivamente– la capacidad de amar que es fundante de su originalidad, de esa novedosa personalidad que ha venido a la existencia y se desplegará, creativamente, en su biografía.
Hemos sido creados para donar-nos y, de una manera especialísima, los padres están llamados a mostrar el amor a los hijos. Amor que se expresa, entre otros aspectos, en la apertura a la vida, que hace posible engendrar y educar a los hijos, fin propio del matrimonio; en los desvelos para que crezcan sanos y seguros; en guiarles y acompañarles en la búsqueda de la felicidad, respetando su libertad que es una de las más grandes manifestaciones del cariño.
Si falla el amor entre los esposos, se quiebra el orden natural de la entrega recíproca, que tiene como beneficiarios no solo a los cónyuges sino a los hijos. Toda persona merece sentirse querida con el amor que solo ambos padres –varón y mujer– son capaces de dar y transmitir.
El día de mañana los hijos serán llamados por Dios a formar una familia, o al celibato apostólico o a la vida religiosa; y serán, en la mayor parte de los casos, lo que hayan visto en sus padres. Hoy educamos no tanto a los médicos, ingenieros o abogados de mañana, sino a los hombres y mujeres que algún día acogerán la vocación con que Dios les busque: y serán capaces de respeto, de amor, de generosidad y de entrega en la medida en que lo hayan visto en sus padres y compartido en sus familias.
Mirar el pasado con agradecimiento, el presente con determinación y el futuro con esperanza, ayuda a vivir la entrega con plenitud, aceptar el paso del tiempo en el matrimonio con alegría, porque es el signo de que el amor se ha desarrollado de un modo armónico: ha hecho posible la transformación, el crecimiento y la entrega de los esposos; y se ha intentado trasmitir a los hijos, que no necesitan regalos sino cariño.
Carolina Oquendo, en opusdei.org/es-es/ Volver al índice
Notas:
1 Código de Derecho Canónico, 1638.
2 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 23.
3 Frankl, V., El hombre en busca de sentido, Barcelona 2004.
4 Majeres, K., Mindfulness as Practice for Purity
5 Papa Francisco, Audiencia, 13-V-2015.
9 El paraíso de los enamorados
10 Pirfano Laguna, I., Ebrietas: El poder de la belleza. Ed. Encuentro. Madrid, 2012.
11 San Josemaría, Camino, n. 439.
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Trabajo y familia: pautas para conciliar
Fortalecer el amor: el valor de las dificultades
La intimidad en el matrimonio: felicidad para los esposos y apertura a la vida (1)
La intimidad en el matrimonio: felicidad para los esposos y apertura a la vida (2)
Trabajo y familia: pautas para conciliar
Hoy en día resulta frecuente encontrar muchos matrimonios que sufren una continua tensión al intentar conciliar la vida profesional y la vida familiar. Se encuentran con falta de tiempo y de energía para llegar a todo: la atención de los hijos, el cuidado de la casa, las exigencias del trabajo profesional... Esta tensión puede afectar muy negativamente a la familia. A pesar de los esfuerzos que hacen los esposos, a menudo se sienten derrotados por la vorágine que impone la vida contemporánea.
¿Qué está pasando?
Vida familiar y vida laboral
El reto de la conciliación entre la vida laboral y la vida familiar parece irrumpir como un fenómeno nuevo y complejo, que bastantes matrimonios aún parece que no han sabido resolver. Quizás, la causa con mayor incidencia ha sido la incorporación masiva de la mujer al mercado laboral durante los siglos XIX y XX, que ha cambiado una tranquila dinámica donde parecía imperar una clara distribución de tareas: el ámbito doméstico era más propio de la mujer y el laboral externo del hombre.
Deteniéndonos a pensar sobre la situación en la que se encuentra la familia en la actualidad, vemos que hay aspectos ambivalentes. Así lo describe la ex. ap. Familiaris Consortio:
"Por una parte existe una conciencia más viva de la libertad personal y una mayor atención a la calidad de las relaciones interpersonales en el matrimonio, a la promoción de la dignidad de la mujer, a la procreación responsable, a la educación de los hijos; se tiene además conciencia de la necesidad de desarrollar relaciones entre las familias, en orden a una ayuda recíproca espiritual y material, al conocimiento de la misión eclesial propia de la familia, a su responsabilidad en la construcción de una sociedad más justa. Por otra parte no faltan, sin embargo, signos de preocupante degradación de algunos valores fundamentales: una equivocada concepción teórica y práctica de la independencia de los cónyuges entre sí; las graves ambigüedades acerca de la relación de autoridad entre padres e hijos; las dificultades concretas que con frecuencia experimenta la familia en la transmisión de los valores; el número cada vez mayor de divorcios, la plaga del aborto, el recurso cada vez más frecuente a la esterilización, la instauración de una verdadera y propia mentalidad anticoncepcional" [1].
Esta síntesis nos puede servir para orientar cada situación de la vida (personal, laboral, familiar, social, etc.), y darle el lugar y la relevancia que le corresponde.
Sentido del trabajo
En primer lugar, hay que pensar que de algún modo el trabajo se hace presente en todas las esferas de nuestra vida: ya sea no-remunerado, profesional, doméstico o social; el cristiano siempre puede trabajar, esforzarse, a semejanza de Jesucristo y del Padre: "Mi Padre trabaja siempre, y Yo también trabajo" [2].
El trabajo es un terreno connatural al ser humano. Hemos sido creados para trabajar [3]; no sólo para conseguir un sustento, sino para contribuir al progreso social y al bien de toda la humanidad. Como explica la Gaudium et Spes, Dios decide crear al hombre y a la mujer para que gobiernen las cosas de la tierra en justicia y santidad. Esa actividad es su trabajo. En su sentido más originario, el trabajo no es otra cosa que la actividad del ser humano que interactúa con la creación material; de modo que, constitutivamente, estamos hechos para trabajar: homo, quasi adiutor est Dei, como el ayudante de Dios, dice audazmente Santo Tomás de Aquino; pues la Creación siendo perfecta, porque es obra de Dios, puede ser a su vez perfeccionada por la libertad del hombre.
Asimismo, sabemos que el dolor y el cansancio se añaden al trabajo tras el pecado original. Sin embargo, más que el cansancio, la peor consecuencia del pecado quizá sea el orgullo: la deformación del trabajo que nos conduce a olvidar que somos ayudantes de Dios, a invertir los términos y querer, por el trabajo, ser como dioses.
Somos colaboradores de Dios en la familia, en el cuidado de los hijos, en el trabajo profesional. Si nos dejamos llevar por el orgullo o por la pereza, no tomaremos las decisiones acertadas para conseguir el adecuado equilibrio en nuestra familia. Por ejemplo, el orgullo profesional desmedido o el rechazo de tareas de menor brillo podrían hacernos descuidar el ambiente familiar, donde encontramos la mayor fuente de felicidad.
Unidad de vida
En segundo lugar, las esferas profesional y doméstica no deberían enfrentarse, pues en realidad se complementan: el ámbito familiar se enriquece con la vida profesional y, a su vez, la vida profesional se llena de sentido y de ilusión desde la perspectiva familiar.
Algo que ya apuntaba san Josemaría respondiendo a una pregunta: "son compatibles los dos trabajos. Tú los haces compatibles. Hoy, en la vida, casi todo el mundo tiene el pluriempleo. (…) Y te digo que tienes razón, que son dos labores perfectamente compatibles" [4].
Sin embargo, como señala el Papa Francisco, "La familia es un gran punto de verificación. Cuando la organización del trabajo la tiene como rehén, o incluso dificulta su camino, entonces estamos seguros de que la sociedad humana ha comenzado a trabajar en contra de sí misma. Las familias cristianas reciben de esta articulación un gran desafío y una gran misión. Ellas llevan en sí los valores fundamentales de la creación de Dios: la identidad y el vínculo del hombre y la mujer, la generación de los hijos, el trabajo que cuida la tierra y hace habitable el mundo" [5].
La coherencia cristiana lleva a priorizar, según las circunstancias, cada una de las tareas que se derivan de nuestra condición de padres, cónyuges, amigos, compañeros, etc. Ahí está la lucha por mantener la unidad de vida: establecer las prioridades; es decir, fijar la vista en los objetivos más altos de amor a Dios y amor a los demás en cualquier ámbito que nos desenvolvamos.
Estas metas nos ayudan a poner en su sitio los múltiples quehaceres, que son jerarquizados conforme a ese ideal de vida. Y, al mismo tiempo, a tratar de vivirlos con intensidad, sacándoles el máximo partido: con los pies bien anclados en la tierra y la vista en el cielo, como gustaba repetir a san Josemaría. En definitiva, más que conciliar, se trata de integrar las distintas actividades de cada jornada -o, al menos, de intentarlo todos los días-.
El trabajo del hogar
En gran medida, se procura diseñar un proyecto matrimonial propio, que se adecue a las necesidades de cada familia: sin hijos, con muchos o pocos hijos, hijos con necesidades especiales, con cuidado de abuelos... Si uno de los cónyuges decide dedicarse al cuidado del hogar es una opción legítima. En concreto, son muchas las madres que optan por el cuidado exclusivo del hogar. Con mentalidad profesional, también ellas tienen que conciliar este trabajo con su vida familiar.
El cuidado del hogar se traduce en estar pendiente de mil detalles de la convivencia diaria, que, realizados con amor, rebosan de trascendencia, humana y sobrenatural. Como explica una madre inglesa de cinco hijos, "al fin y al cabo, gran parte de la vida consiste en cosas pequeñas: ir ordenando todo cuando termino mi trabajo, por amor; ofrecer el lavado de los calcetines malolientes por la labor apostólica de la Iglesia en Kazajstán; escuchar a un hijo cuando estoy agotada y deseando cinco minutos de paz; ser educada con el vendedor de ventanas que llama justo cuando estoy sirviendo la comida en la mesa..." [6].
Pautas para el equilibrio trabajo/familia
En la primera parte de este articulo se trató sobre la unidad de vida y la integración deseable entre trabajo profesional y vida familiar. En esta segunda parte se ofrecen algunas pautas para avanzar en el empeño por hacer compatibles ambos ámbitos. Estas reglas se podrían resumir en cuatro: anticipar, asumir, aprender y amar.
- Anticipar
- Asumir
- Aprender
- Amar
Para llegar a todo conviene ser prácticos y anticipar todo lo posible las labores.
Con suficiente antelación, podremos colocar primero las grandes "piedras", las importantes, para que cada tarea tenga su sitio y pueda caber todo. Asimismo, para anticipar, hemos de tener clara la prioridad de los quehaceres: Dios, los demás y yo, es una forma rápida de sintetizar el orden que debería regir la vida del cristiano.
A veces, esto puede suponer especificar día y hora para cada trabajo, y no dejar nada a la improvisación. Sólo si tenemos un plan, será posible ser flexibles y encajar los imprevistos que se nos presentan a lo largo de la jornada.
Un modo de anticipar y ser flexibles es aplicar también a la gestión del hogar lo que ya funciona en las empresas: fijarse metas, estrategias, precedencias, cometidos que se puedan delegar y que hay que comunicar con tiempo. Si nuestra familia es el "negocio más importante", debemos dar cada paso con organización. Dejarlo todo en manos de la espontaneidad, no asegura la paz ni el orden que se necesita en la convivencia.
Lo que vale cuesta, dice el refrán. Lo mejor es apropiarse cuanto antes de la gran energía física y mental que esto supone. "El reto del equilibrio radica en saber vivir con coherencia nuestro proyecto familiar, reconociendo que, por el grandioso hecho de ser matrimonio, hemos asumido una serie de obligaciones que nos debemos esforzar por vivir, huyendo de falsas excusas que impidan o lesionen el cumplimiento de dichas obligaciones y viviendo con realismo cada una de las situaciones que se nos presenten en la vida" [7].
Un determinado momento de la vida en donde se precisa sacar adelante mucho trabajo, fuera y dentro del hogar, exige grandes dosis de realismo y de generosidad; y también estar desprendidos de la tendencia al perfeccionismo y a las manías personales.
No estamos solos ni somos los únicos que hemos intentado conciliar el trabajo y la familia. Hay distintos modos de afrontar una existencia con múltiples frentes que atender. Por ejemplo, se puede aprender mucho de la participación en unos cursos de orientación familiar, o de los testimonios de otros padres cristianos que luchan por vivir como tales, integrando los ámbitos laboral y familiar [8].
En concreto, mantener el equilibrio adecuado entre el trabajo y la familia supone a menudo gestionar bien nuestro recurso más escaso: el tiempo. Hay distintos trucos y consejos para maximizar nuestro tiempo:
- "Haz lo que debes y está en lo que haces" decía san Josemaría [9]. De este modo, evitaremos perder el tiempo en concentrarnos de nuevo en cada cosa, procurando terminarla en el intervalo asignado. Podremos también ofrecer a Dios y evitar la dispersión que supone estar pendiente de varios asuntos a la vez.
- Fijar un tiempo para el trabajo profesional. Resulta imprescindible poner un límite semanal a las horas que se van a dedicar al trabajo fuera del hogar. El tiempo para estar con los hijos y el cónyuge debería resultar sagrado.
- Evitar actividades estériles, tales como ver programas de televisión que no aportan nada, conversaciones inútiles o dañinas, etc., que resultan verdaderos ladrones del tiempo. Como explica Nuria Chinchilla, podríamos en ocasiones echar la culpa de nuestro agobio a los demás, a las circunstancias, cuando a menudo perdemos el tiempo en actividades sin importancia: "¿y si miramos primero hacia nosotros mismos?
Porque ésta es la única realidad que está en nuestra mano cambiar. Seguramente, nos encontraremos con una falta de organización personal, confusión de las prioridades, escasa delegación en los colaboradores, exceso de optimismo al apreciar las propias habilidades y potencial de trabajo, pretensión de abarcar un campo de actividad demasiado amplio, poca puntualidad y control del horario, dilación o precipitación en las decisiones importantes…" [10].
- Tiempo de calidad. Una sana vida de familia requiere tanto cantidad de tiempo como calidad en el tiempo, para poder así desarrollar las funciones derivadas de nuestros roles de padres y esposos. Un modo de aprovecharlo es orientar los fines de semana y las vacaciones: un tiempo de "libre disposición", para cuidar especialmente de nuestro matrimonio y de nuestros hijos, avanzando así en el deseado equilibrio.
Podemos pensar en actividades que nos permitan estar juntos, que nos enriquezcan y que nos potencien como miembros de una familia. Si no priorizamos este tiempo con nuestro cónyuge y nuestros hijos, si organizamos unas vacaciones muy emocionantes, pero que no nos permiten estar juntos con la tranquilidad que requiere la convivencia, no habremos avanzado en el proyecto común que es el matrimonio y la familia.
- Fijar tiempos de reflexión. Cuanto más abundantes son las diversas tareas que tenemos que realizar, resulta más necesario hacer "parones" durante el día, para pensar cómo organizarlas mejor. Para un cristiano estos tiempos de reflexión son tiempos de oración. Dios nos acompaña siempre y podemos pedirle ayuda en esos momentos de gran actividad.
En definitiva, es el amor de Dios lo que da unidad, pone orden en el corazón, enseña cuáles son las prioridades. "Entre esas prioridades está saber situar siempre el bien de las personas por encima de otros intereses, trabajando para servir, como manifestación de la caridad; y vivir la caridad de manera ordenada, empezando por los que Dios ha puesto más directamente a nuestro cuidado" [11].
El amor a los demás nos hace enfocar bien nuestra vida y darnos cuenta de lo positivo de nuestra situación: si tenemos que conciliar un trabajo exigente con una familia es que somos muy afortunados. No somos víctimas sino acreedores de grandes dones.
R. Baena, en opusdei.org/es-es/ Volver al índice
Notas:
1 San Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n. 7.
2 Jn 5, 17.
3 Cfr. Gn 2, 15 (Vg).
4 San Josemaría, notas de una reunión familiar, Santiago de Chile, 7-VII-1974.
5 Francisco, Audiencia general, 19-VIII-2015.
6 Cfr. Cuidar de mi familia es un verdadero trabajo profesional
7 Cfr. "Familia y trabajo" (Nota Técnica. Curso Amor Matrimonial II).
8 Cfr. por ejemplo: Familia, trabajo y buen humor; La difícil combinación de familia y trabajo; Cuidar de mi familia es un verdadero trabajo profesional; Mi familia, mi trabajo, mi isla y otros animales; Tener una familia grande da bastante trabajo pero es inmensamente gratificante
9 San Josemaría, Camino, n. 815.
10 Chinchilla N. y C. León, C., La ambición femenina. Como re-conciliar trabajo y familia, Madrid, Ed. Aguilar, Madrid 2004, p. 12.
11 Cfr. López Díaz, J. y Ruiz, C., "Trabajo y familia"
Fortalecer el amor: el valor de las dificultades
"Los casados –recordaba san Josemaría– están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar" [1].
Nadie se casa para separarse. Nadie trae un hijo al mundo para hacerlo infeliz. Y, sin embargo, la realidad muestra a diario situaciones difíciles, no queridas, que parecen negar premisas tan evidentes como estas.
Una decisión de vértigo
Ciertamente, casarse para siempre no es una decisión fácil. Como todo compromiso definitivo, produce un vértigo existencial. Pero, una vez tomada, con plena conciencia y determinación, el vértigo desaparece y se transforma en seguridad y alegría.
La libertad ha hablado, y el espíritu atento descubre entonces un nuevo horizonte de libertad: no tiene sentido detenerse en el pasado, pensando en lo que se ha dejado atrás; el nuevo futuro descubierto ofrece un panorama de crecimiento personal que el alma enamorada se ve impelida a recorrer. Las riendas de nuestro amor están ahora en nuestras manos y no al albur de las circunstancias.
Naturalmente, no es un recorrido sin espinas. Habrá dificultades, y se intuyen.
Pero tras ese sí que no admite vuelta atrás, se percibe también el valor para afrontarlas. La vida ha adquirido sentido y se descubre una nueva misión, que arroja una luz inédita sobre toda la existencia.
Algunos, por miedo a esas espinas, intentan evitar amar con esta profundidad de vida. Es comprensible. El amor es paradójico, pues, por una parte, nos hace fuertes para afrontar las dudas, los obstáculos y los conflictos que podrán aparecer a lo largo del camino; pero, por otra, nos hace frágiles, deja a la intemperie nuestros puntos débiles. Quien ama se expone al dolor, ya que aquellos a quienes amamos también tienen la capacidad de hacernos sufrir.
Ciertas técnicas o filosofías orientales ofrecen otro camino: no sientas y no sufrirás. Sin embargo, la ausencia de dolor no equivale a la felicidad. El que ama se hace vulnerable, es cierto. Pero, en el matrimonio auténtico, la vulnerabilidad, por ser recíproca, se puede aceptar sin miedo: me entrego a mi cónyuge y sé que mi cónyuge se entrega a mí. Mi vulnerabilidad cobra fuerza en sus manos, y su entrega se hace fuerte en las mías.
La primera condición para superar las dificultades en el matrimonio es no extrañarse de que un día puedan surgir. Son un terreno por el que nuestro amor tendrá que transitar algún día. Como en una ascensión a la montaña, cuando se tiene clara la meta, las dificultades no son ajenas a la travesía, forman parte de ella, y el reto consiste en poner ingenio y fortaleza para superarlas. Como ha dicho el Papa Francisco, quienes afrontan así el matrimonio son "hombres y mujeres lo suficientemente valientes para llevar este tesoro en las «vasijas de barro» de nuestra humanidad", y constituyen "un recurso esencial para la Iglesia, también para todo el mundo" [2].
Podemos distinguir las dificultades que pueden surgir en la vida matrimonial y familiar en tres grupos: las procedentes del entorno, las que provienen de los hijos y las que afectan al matrimonio mismo. El camino que sugiero para superarlas es el mismo en los tres casos: unidad. Unidad familiar, unidad matrimonial y unidad personal.
Dificultades del entorno: unidad familiar
Por entorno me refiero aquí al ámbito próximo pero diferente de la familia íntima. Pueden ser problemas de trabajo o económicos, la enfermedad de un padre o una madre, controversias entre familiares o amigos.
El criterio seguro para afrontar estas dificultades, que por su misma diversidad no admiten soluciones uniformes, es la unidad familiar. La mejor manera de afrontarlas es integrarlas en la dinámica familiar. No dejar que actúen como un factor externo de desestabilización personal.
En la familia, las alegrías se multiplican y las penas se dividen. Cuando la amenaza es exterior a la familia, es la familia entera la que ha de afrontarlas, aportando cada uno, en el nivel que le es propio y desde la perspectiva que le corresponde, su particular visión y apoyo. La unidad familiar actúa, además, como límite y criterio para cualquier propuesta, solución o enfoque que se plantee.
En no pocas ocasiones, estas dificultades se convierten en un campo especialmente propicio para la educación de virtudes esenciales para el desarrollo personal: confianza, humildad, sobriedad, ayuda mutua, etc.
Dificultades de los hijos: unidad matrimonial
Cuando los problemas proceden de los hijos, la solución pasa siempre por la unidad matrimonial. Durante largos períodos, los hijos pueden llegar a ser una fuente constante de conflicto matrimonial.
Ante las dificultades con los hijos, la primera ocupación ha de ser nuestro cónyuge. Lo primero es acrecentar nuestro amor. Suceda lo que suceda con un hijo, el camino más seguro para ayudarle a superar su personal conflicto es que perciba, con la mayor evidencia posible, el amor que sus padres se tienen entre sí, además, naturalmente, del que le tienen a él.
Después vendrán los consejos, las técnicas, el diálogo constante en el matrimonio, el compromiso mutuo, el análisis sereno, la ayuda de profesionales y todo lo demás. Pero la condición primera para dar seguridad y criterio a nuestro hijo es el amor mutuo de sus padres.
Si nuestros hijos perciben de manera clara y contundente, casi materialmente, esa prioridad (lo primero es tu padre; lo primero es tu madre), habremos puesto las bases para afrontar eficazmente el problema, sea de la naturaleza que sea.
Dificultades en el matrimonio: unidad personal
"El regalo más precioso que me hizo el matrimonio fue el de brindarme un choque constante con algo muy cercano e íntimo pero al mismo tiempo indefectiblemente otro y resistente, real, en una palabra" [3], afirma C.S. Lewis. Puede llegar el momento en que la relación matrimonial se enturbie o se endurezca.
Circunstancias diversas pueden influir con mayor o menor intensidad y extensión. En ocasiones, una pequeña gota –que quizá hace colmar el vaso– desata la marejada: "Un matrimonio que comienza a reñir, a litigar… No tienen razón nunca el marido y la mujer para reñir. El enemigo de la fidelidad conyugal es la soberbia" [4].
Unidad personal equivale aquí a autenticidad de vida; integridad de vida intelectual, volitiva, emocional, biográfica. Ante cualquier dificultad en la relación matrimonial, hay que rechazar la tentación de romper con lo que somos, con lo que hemos querido ser. Rehacer la vida, sí, pero con nuestros propios materiales, no con los de otro u otra. El compromiso matrimonial nos transformó de manera radical y ya no debería ser imaginable nuestra vida sin ella o sin él.
Así ha de ser siempre. Con visión larga, magnánima, con generosidad de espíritu. No importa hacer un poco de teatro en el matrimonio, y forzar la propia entrega cuando el sentimiento no acompaña. Como recordaba san Josemaría, refiriéndolo a Dios, tenemos el mejor espectador posible para esa humilde interpretación: nuestra mujer, nuestro marido, y el sentimiento, si se le sabe invocar, siempre vuelve.
Fortalecer el amor es actualizarlo. Elegir cada día a los que amamos: ¿la he querido hoy?, ¿lo ha notado? Y volver después la vista a nosotros mismos; solo hay una persona que puede ayudar a mejorar la relación: yo mismo. Soy yo quien ha de cambiar y, entonces, con la nueva visión que mi transformación me concede, ayudarle a él, o ella, a hacerlo. ¿Quién ha de dar el primer paso? La respuesta no es nueva: el que ve el problema, es decir, uno mismo.
Una virtud y una conducta asoman necesariamente cuando se trata de reconducir el amor: la humildad y el perdón. Humildad para reconocer los propios errores, humildad para pedir ayuda cuando sea necesario, humildad para pedir perdón, humildad para conceder ese perdón, y humildad para aceptar ser perdonados. Y que sea un perdón humilde, no altivo, generoso, comprensivo y oportuno, que sepa decir sin palabras: "te necesito a ti para ser yo mismo", como lo describió Jutta Burggraf [5].
Javier Vidal-Quadras, en opusdei.org/es-es/ Volver al índice
Notas:
1 San Josemaría, Es Cristo que pasa, 23.
2 Papa Francisco, Audiencia general, 6-V-2015.
3 C.S. Lewis, Una pena en observación, Trieste, Madrid 1988, p. 24.
4 San Josemaría, notas de una reunión familiar, 1-VI-1974.
5 Burggraf, J., "Aprender a perdonar". Artículo publicado en la revista Retos del futuro en educación. Editada por O.F. Otero, Madrid 2004.
"Dios que ha creado al hombre por amor, lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e innata de todo ser humano" [1]. Cuando Dios creó al hombre, creó a un ser capaz de amar y de ser amado, porque Dios es Amor y lo hizo a su imagen y semejanza [2].
Hombre y mujer fueron creados el uno para el otro. Se nota ya la voluntad del Creador de hacer de estas dos personas, distintas por su naturaleza sexuada, iguales en su dignidad, seres complementarios. El matrimonio "se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y permanentes. (...) Existe en todas las culturas un cierto sentido de la grandeza de la unión matrimonial" [3].
"El matrimonio –afirmaba san Josemaría– no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural" [4].
Amor de esposos, amor de Dios
Como señala el Catecismo de la Iglesia Católica: "Dios que ha creado al hombre por amor, lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e innata de todo ser humano. Porque el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, que es Amor. De este modo, el amor mutuo entre los esposos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Este amor es muy bueno a los ojos del Creador" [5].
El hombre, cuando ama, se realiza plenamente como persona. Es lo que nos recuerda el Concilio Vaticano II: "el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás" [6]. Todo hombre de buena voluntad es capaz de entenderlo. El don de sí al otro es fuente de riqueza y de responsabilidad, asegura san Juan Pablo II, y Benedicto XVI añade que es atención al otro y para el otro.
Pero el pecado original rompió esa comunión armónica entre el hombre y la mujer. La mutua atracción se convirtió en relación de dominio y de concupiscencia. "El orden de la Creación subsiste aunque gravemente perturbado. Para sanar las heridas del pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia que Dios, en su misericordia infinita, jamás les ha negado. Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó al comienzo" [7].
Y fue Jesucristo quien vino a restablecer el orden inicial de la Creación. Por su Pasión y su Resurrección, hizo que hombre y mujer fueran capaces de amarse como Él nos amó. "Les da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios" [8].
Dos personas, un sólo corazón
Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: "el amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona –reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad–; mira a una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no tener más que un corazón y un alma; exige la indisolubilidad y la fidelidad de la donación recíproca definitiva; y se abre a la fecundidad. En una palabra: el matrimonio entre dos cristianos reúne las características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no sólo las purifica y consolida, sino que las eleva" [9].
Don y aceptación son simultáneos y recíprocos: en efecto, solo es realmente conyugal el don si pasa por la aceptación del otro, que se da a su vez y es recibido como cónyuge.
Cada esposo se compromete ante Dios y ante su cónyuge por un acto de amor que es un acto libre de la voluntad. Y es Dios quien sella esta alianza, y nos deja como modelo la fidelidad entre Cristo y la Iglesia, que es su Esposa, de manera que "por el sacramento del matrimonio los esposos son capacitados para representar y testimoniar esta fidelidad" [10] .
Uno de los frutos y fines del matrimonio es la apertura a la vida, "pues el amor conyugal tiende naturalmente a ser fecundo. El niño no viene de fuera a añadirse al amor mutuo de los esposos; brota del corazón mismo de ese don recíproco, del que es fruto y cumplimiento" [11]. El hijo es "el don más excelente del matrimonio" [12]; acogerlo es "participar del poder creador y de la paternidad de Dios" [13]. La unión íntima y generosa de los esposos, querida por Dios, construye y afianza el amor de los padres.
Favorece el don recíproco con el que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud [14]. En cambio, actuar en contra de las exigencias morales propias del amor conyugal es contrario al respeto debido al cónyuge y a su dignidad.
En el contexto de la fecundidad, es importante considerar la situación de aquellos matrimonios que no pueden tener hijos. Ellos cuentan con la gracia necesaria para volcar la riqueza de su amor conyugal de diversas maneras, lo cual colmará a los esposos de felicidad y hará pleno su amor recíproco.
La fuerza especial del sacramento
El sacramento del Matrimonio confiere a los esposos cristianos una gracia particular que les permite perfeccionar su amor, afianzar su unidad indisoluble, "levantarse después de sus caídas, perdonarse mutuamente, llevar unos las cargas de los otros y amarse con un amor sobrenatural y delicado... En las alegrías de su amor y de su vida familiar les da, ya aquí, un gusto anticipado del banquete de las bodas del Cordero" [15].
En este sentido, para que perdure y alcance su plenitud, el amor conyugal debe cultivarse. Es exigente, dice san Pablo. Fuerza y perseverancia son necesarias para afrontar las pruebas. Así lo expresaba san Josemaría: "El matrimonio es un camino divino, grande y maravilloso y, como todo lo divino en nosotros, tiene manifestaciones concretas de correspondencia a la gracia, de generosidad, de entrega, de servicio" [16].
Hay que aprender a amar. "Amar es... no albergar más que un solo pensamiento, vivir para la persona amada, no pertenecerse, estar sometido venturosa y libremente, con el alma y el corazón, a una voluntad ajena... y a la vez propia" [17].
Amar necesita tiempo y requiere esfuerzo. Hay que aprender a ahondar en el amor del cónyuge, tratando de tener un conocimiento del ser amado cada vez más fino, más intenso, y más confiado. Es necesario dilatar el propio corazón y el del cónyuge, tratar de paliar sus límites con generosidad y sobretodo perdonar y ser misericordioso: hacer todo lo posible para vivir el don de sí al servicio del otro.
Cristo es nuestro modelo: "El Padre me ama –afirma el Señor– porque yo doy mi vida y la tomo de nuevo. Nadie me la quita, sino que la doy yo por mí mismo" [18]. Ésa es la vocación al matrimonio: dar la propia vida por quien se ama. Por eso, los esposos deben dejarse renovar por Jesucristo, que actúa y transforma sus corazones. La oración de los esposos es vital para que ambos permanezcan en Dios, tengan una paz sobrenatural frente a las dificultades –que se examinarán entonces en su justa medida–, y sepan ofrecer las penas y las flaquezas, y también las alegrías.
"Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar" [19].
El amor se despliega en las "cosas pequeñas": palabras, gestos de cariño, detalles. El secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad; en el aprovechamiento también de todos los adelantos que nos proporciona la civilización, para hacer la casa agradable, la vida más sencilla, etc [20].
Los esposos han de ser veraces y amantes, sinceros y sencillos, expresarse con inteligencia, con planteamientos positivos y constructivos, restando importancia a las pequeñas o grandes fricciones que se presentan en la vida diaria. No intentarán moldear al otro a la medida de su deseo, le aceptarán tal como es, con sus defectos y cualidades, procurando –a la vez– ayudarle con paciencia y verdadero cariño.
Se esforzarán por ser humildes, reconociendo sus propios límites para no dramatizar los del otro. Procurarán percibir la riqueza del otro más allá de sus flaquezas.
Serán, ante todo, misericordiosos, como Cristo fue misericordioso. El rencor y las caras largas ahogan y encierran. Las nostalgias y las comparaciones destruyen y aíslan.
Sin embargo, las crisis son normales en un matrimonio. Son el signo de que algo hay que cambiar. Los esposos se esforzarán por sacar a flote su relación, por decidir lo que hay que hacer o decir para que el amor resurja, crezca y se afiance. Pondrán los medios para crear un ambiente de seguridad y de confianza, porque no hay nada peor que "la indiferencia" [21] y, ante todo, se apoyarán en la ayuda divina, que no les faltará, pues cuentan con la gracia específica del sacramento del Matrimonio.
Además, tendrán que aportar ese toque positivo, esa pincelada maravillosa, imprescindible, dar sin medida, amar antes de actuar, encomendándose al Señor. Verán al otro como un camino para su santificación personal, profundizando la fe: a fin de amar más y mejor.
Paul Laugier, en opusdei.org/es-es/ Volver al índice
Notas:
1 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1604
2 Cfr. Gn 1, 26-27
3 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1603
4 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 23
5 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1604
6 Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, n. 24
7 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1608
8 Ibid., n. 1615
9 Id., n. 1643. Remite a San Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, 13: AAS 74 (1982) 96
10 Id., n. 1647
11 Id., n. 2366
12 Id., n. 2367
13 Ibidem.
14 Concilio Vaticano II , Gaudium et Spes, n. 49
15 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1642
16 San Josemaría, Conversaciones, n. 93
17 San Josemaría, Surco, n. 797
18 Jn 10, 17-18
19 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 23
20 San Josemaría, Conversaciones, n. 91
21 Papa Francisco, Mensaje para la Cuaresma 2015
La intimidad en el matrimonio: felicidad para los esposos y apertura a la vida (1)
El amor es la vocación fundamental innata de la persona humana como imagen de Dios [1]; y el matrimonio es uno de los modos específicos de realizar íntegramente esa vocación de la persona humana al amor. Por eso mismo, es el cauce para la realización personal de los esposos.
El amor es la vocación fundamental innata de la persona humana como imagen de Dios
"El amor humano y los deberes conyugales –decía san Josemaría refiriéndose a los casados– son parte de la vocación divina" [2]; así, en otra ocasión, les recordaba "que no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar" [3].
Es claro, sin embargo, que cualquier forma de relación entre los esposos no sirve como expresión del amor humano, ni tampoco –en este caso– del amor conyugal. Tan solo cumple ese cometido aquella forma de relacionarse que, como consecuencia de la recíproca donación personal surgida de la alianza matrimonial, y por ello, siendo propia de los esposos, recibe el nombre de amor conyugal. El pacto conyugal crea entre los esposos un modo específico de ser, de amarse, de convivir y de procrear: el conyugal, que se expresa en multitud de actos y comportamientos del acontecer íntimo cotidiano.
La sexualidad humana es parte integrante de la concreta capacidad de amar que tiene el ser humano por ser imagen de Dios
La persona humana en abstracto no existe, sino la persona sexuada; porque la sexualidad es constitutiva del ser humano. "La sexualidad abraza todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma. Concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro" [4]. La sexualidad es inseparable de la persona; no es un simple atributo, un dato más. Es un propio modo de ser. Es la persona misma la que siente y se expresa a través de la sexualidad. Lo amado, en el amor conyugal, es la entera persona del otro, en cuanto y por cuanto es varón o mujer.
Tanto el hombre como la mujer son imagen de Dios como persona humana sexuada. "Y como todos sabemos, la diferencia sexual está presente en muchas formas de vida, en la larga serie de los seres vivos. Pero sólo en el hombre y en la mujer esa diferencia lleva en sí la imagen y la semejanza de Dios: el texto bíblico lo repite tres veces en dos versículos (26-27): hombre y mujer son imagen y semejanza de Dios. Esto nos dice que no sólo el hombre en su individualidad es imagen de Dios, no sólo la mujer en su individualidad es imagen de Dios, sino también el hombre y la mujer, como pareja, son imagen de Dios. La diferencia entre hombre y mujer no es para la contraposición, o subordinación, sino para la comunión y la generación, siempre a imagen y semejanza de Dios" [5].
Los esposos responden a la vocación al amor en la medida que sus relaciones recíprocas se pueden describir como amor conyugal
Es necesario, por eso, identificar adecuadamente, qué es y qué exigencias conlleva el amor conyugal. De acertar o no en la respuesta va a depender la felicidad de los esposos. ¿Cuáles son las notas y las exigencias características del amor conyugal? El amor conyugal es un amor plenamente humano, total, fiel, exclusivo y fecundo [6].
a. El amor conyugal es un amor plenamente humano y total. Ha de abarcar la persona de los esposos en todos sus niveles: cuerpo y espíritu, sentimientos y voluntad, etc. Es un amor de entrega en el que el deseo humano, que comprende también el "eros", se dirige a la formación de una comunión de personas. No sería conyugal el amor que excluyera la sexualidad o que, en el otro extremo, la considerase como un mero instrumento de placer. Los esposos han de compartir todo sin reservas y cálculos egoístas, amando cada uno a su consorte no por lo que de él recibe, sino por sí mismo. No es, pues, amor auténticamente humano y conyugal el que teme dar todo cuanto tiene y darse totalmente a sí mismo, el que sólo piensa en sí, o incluso el que piensa más en sí que en la otra persona.
b. Un amor fiel y exclusivo. Si el amor conyugal es total y definitivo, ha de tener también como característica necesaria la exclusividad y la fidelidad. "La unión íntima, prevista por el Creador, por ser donación mutua de dos personas, hombre y mujer, exige la plena fidelidad de los esposos e impone su indisoluble unidad" [7]. La fidelidad no sólo es connatural al matrimonio sino también manantial de felicidad profunda y duradera. Positivamente, la fidelidad comporta la donación recíproca sin reservas ni condiciones; negativamente, entraña que se excluya cualquier intromisión de terceras personas –y, esto, a todos los niveles: de pensamiento, palabra y obras– en la relación conyugal.
c. Y un amor fecundo, abierto a la vida. El amor conyugal está orientado a prolongarse en nuevas vidas; no se agota en los esposos. La tendencia a la procreación pertenece a la naturaleza de la sexualidad. En consecuencia, la apertura a la fecundidad es una exigencia de la verdad del amor matrimonial y un criterio de su autenticidad. Los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres (otra cosa distinta es que, de hecho, surjan o no nuevas vidas).
Estas características del amor son inseparables: si faltara una de ellas tampoco se darían las demás. Son aspectos de la misma realidad.
El amor conyugal: don y tarea
El amor de los esposos es don y derivación del mismo amor creador y redentor de Dios. El sacramento del matrimonio, concedido a los esposos como don y como gracia, es una expresión del proyecto de Dios para los hombres y de su poder salvífico, capaz de llevarles hasta la realización plena de su designio. Además de ser un don, el matrimonio implica una tarea del varón y la mujer; una tarea que empeña la libertad y la responsabilidad, y la fe.
El amor conyugal no se agota en un solo acto, sino que se expresa a través de una multitud de obras diarias grandes o pequeñas. Es una disposición estable (un hábito) de la persona y, al mismo tiempo, una tarea. El amor conyugal es exigente y está llamado a cultivarse. Como virtud, los esposos lo han de construir constantemente, conforme a las circunstancias de cada uno de ellos y de los afanes y agobios de cada día.
"El secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad" [8].
La felicidad conyugal no es posible si la relación no se cultiva y se cuida día a día, a través de hechos concretos de amor –expresados en palabras, en gestos de ternura, en detalles de cariño, en actos de generosidad, de confianza, de sinceridad, de cooperación, etc.–, que hacen realidad el mutuo compromiso de vivir en el amor (en- amor-dados).
Javier Escrivá Ivars, en opusdei.org/es-es/ Volver al índice
Notas:
1 Cfr. Gn 1, 27
2 San Josemaría, Conversaciones, 91.
3 San Josemaría, Es Cristo que pasa, 25.
4 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2332.
5 Papa Francisco, Audiencia 15-IV-2015.
6 Cfr. Humanae vitae, 9.
7 Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 48, 49 y 50. No hay que ver la fidelidad sólo como una respuesta a un compromiso adquirido, sino, sobre todo, como la lógica consecuencia que se deriva del amor total, de la recíproca donación personal sin reservas ni límites. Un amor con estas características no puede menos que ser exclusivo y para siempre.
8 "…Pobre concepto tiene del matrimonio, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo" (San Josemaría, Conversaciones, 91).
La intimidad en el matrimonio: felicidad para los esposos y apertura a la vida (2)
El matrimonio, como unión conyugal, se ordena hacia la mutua ayuda interpersonal de los cónyuges y hacia la procreación, recepción y educación de los hijos.
La expresión y perfección del amor conyugal en los actos propios de los esposos
Las fuerzas instintivas, emocionales y racionales que se hallan presentes en la dimensión sexual de los esposos se ordenan y se transforman en dignas de la persona humana, y del amor matrimonial, cuando se realizan presididas por las características esenciales del amor y la unión conyugales: en el contexto de un amor indisolublemente fiel y abierto a la vida. En el matrimonio, en este sentido, también se da una escuela de la inclinación sexual en la que no cabe el libertinaje.
El acto conyugal es el acto propio y específico de la vida matrimonial. Es el modo típico con el que los esposos se expresan como "una sola carne" [1], y llegan a conocerse mutuamente en su condición específica de esposos. Es el acto en el que los cónyuges se comunican, de hecho, la mutua donación que han confirmado de palabra al contraer matrimonio; es el lenguaje con el que los esposos se dicen mutuamente: ‘yo te amo incondicionalmente, fielmente, para siempre y con todo mi ser. Estoy comprometido a formar contigo una familia’.
La unión sexual es un acto de entrega, y por eso es un gesto exclusivamente marital. Supone el compromiso matrimonial previo, y la decisión real de expresar y realizar cada relación conyugal como un acto de verdadera entrega, donde cada cónyuge busque primero y sobre todo el bien y la satisfacción del otro [2]. En ese contexto, es normal y bueno que dentro del matrimonio haya muestras del amor que los une y les hace felices por estar juntos. Estas muestras de amor son muy diversas e íntimas, son un don de Dios y del cónyuge. Sólo por razones justas sería aceptable dentro de la relación matrimonial prescindir de este tipo de unión entre los esposos.
Pero la intimidad física no solo es uno de los medios más altos de expresar amor y unidad; también es la forma en que los hijos llegan al hogar familiar. "La unión del hombre y de la mujer en el matrimonio es una manera de imitar en la carne la generosidad y la fecundidad del Creador"; por esto es hermosa y sagrada [3]. Como espacio de la acción creadora de Dios en la trasmisión de la vida, la unión de los esposos debe ser signo del amor de Dios.
En consecuencia, "los actos mediante los cuales los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y si se llevan a cabo de modo verdaderamente humano, manifiestan y fomentan la mutua donación y enriquecen a los esposos con espíritu de gozo y agradecimiento" [4]. El acto conyugal no solo es moralmente bueno, sino que, cuando está presidido por la caridad, es santo y fuente de santificación para los casados [5]. Es una consecuencia inmediata de la doctrina del matrimonio como camino de santidad. En este contexto, san Josemaría señalaba: "Lo que pide el Señor es que se respeten mutuamente y que sean mutuamente leales, que obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia. Les diré también que las relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de verdadero amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos" [6].
El acto conyugal servirá a la realización del bien de los cónyuges si es verdaderamente conyugal; esto es, si es expresión de la mutua donación, que, como elementos esenciales, comporta: la actitud de apertura a la paternidad o maternidad; el respeto a la persona del otro y el dominio de los propios instintos, que se encauzan de tal modo que el deseo no esclaviza, sino que deja la libertad necesaria para poder donarse al otro. Esta es una de las razones por las que la castidad es un elemento necesario de la verdad del amor conyugal [7].
La castidad: virtud de los enamorados
La castidad, en palabras del Catecismo, es "una virtud moral y también un don de Dios" [8]. Una virtud para cultivar y un don que se nos regala: es un don y una tarea. La sexualidad en el matrimonio debe ser vivida desde la castidad. La castidad como virtud de estado implicará, en el caso de los casados, actuar conforme a su realidad vital: buscar el bien del cónyuge, practicar la fidelidad conyugal y estar abiertos al don de la vida.
Vivir la castidad es vivir el amor en plenitud [9]. A veces, los esposos pueden ver la llamada a ser castos y puros como algo que limitaría su cariño: ¿hasta dónde podemos llegar?; ¿qué permite la Iglesia, y qué prohíbe? Pero la castidad en el matrimonio no es un no a ciertas cosas. Si bien excluye ciertos comportamientos que no son dignos, ésta es sobre todo un sí radical, hondo y sencillo al otro [10]. Es el cuidado del amor único y exclusivo hacia el otro.
La castidad no es menosprecio ni rechazo de la sexualidad o del placer sexual, sino fuerza interior y espiritual que libera a la sexualidad de los elementos negativos (egoísmo, agresividad, atropello, cosificación del otro, narcisismo, lujuria, violencia…) y la promueve a la plenitud del amor auténtico. Es la virtud que permite tener señorío o dominio sobre esta dimensión humana [11].
La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La castidad conyugal permite a los esposos integrar los sentimientos, los afectos y las pasiones en un bien superior que les libera del egoísmo y les capacita para amar de verdad respetándose mutuamente. En otras palabras, la castidad es la puesta en valor de la sexualidad como afectividad comprometida, fiel, leal y respetuosa de la situación de cada uno [12].
Ayudarse mutuamente: la intimidad conyugal
No pocas personas confunden la intimidad conyugal con las relaciones maritales, pero la verdadera intimidad es mucho más que eso: es esa relación que mantiene fuerte y unida la relación de los esposos, es la unión profunda entre dos personas que se aman [13]. La intimidad conyugal exige y se manifiesta en la entrega mutua y se extiende desde las diferencias, incluso discusiones, sobre los detalles de la vida diaria a los instantes en que uno confía los sentimientos más íntimos, aquellos que no compartiría con nadie más. Para que exista esa intimidad, los esposos deben crear conjuntamente un puente de unión profundo -formado por pilares de conocimiento mutuo, de confianza, de dialogo, de generosidad, de respeto, de admiración, de comprensión, de atracción física, de ternura, de sentido del humor, de cercanía, etc.- que es posible cruzar cuando hay dos seres que se desean y se aman incondicionalmente.
Los esposos que viven esa intimidad con generosidad buscan una unión más completa y profunda de todo su ser, de sus cuerpos, de sus mentes y de sus espíritus. Ambos cónyuges tienen ese deseo de complicidad, de conocerse y de entregarse mutuamente. Estos esposos comparten pasión, sentimientos y emociones, hacen planes y toman decisiones juntos; en pocas palabras, tienen una vida en común, esa vida es de los dos, algo que les hace únicos, que hace única su relación matrimonial. Esa intimidad conyugal transciende a los cónyuges y les lleva a formar una familia en la que se da la apertura a la vida y se intenta también ser fecundos socialmente.
Todos los fines se implican unos a otros y, si se quieren obtener plena y equilibradamente, hay que buscarlos todos, conjunta y armoniosamente, sin contradicciones artificiosas. Al mismo tiempo, conviene tener muy claro que la mutua ayuda no es un medio para la obtención de otros fines, sino un fin en sí mismo. Esposo y esposa no solamente se complementan y ayudan en cuanto a la generación y educación de los hijos habidos; también se complementan hacia sí mismos, en tanto que cada uno es el bien del otro.
"El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural…. Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar" [14].
Javier Escrivá Ivars, en opusdei.org/es-es/ Volver al índice
Notas:
1 Cfr. Gn 2, 24.
2 De ahí que cualquier acto contrario a esta fidelidad y exclusividad conyugal implique un atentado gravísimo contra el ser propio de los esposos.
3 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2335.
4 Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, n. 49.
5 Cfr. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 184.
6 Es Cristo que pasa, n. 25. Lo mismo hay que decir sobre el uso del matrimonio cuando se sabe que, por causas ajenas a la voluntad de los cónyuges, no se da lugar a la procreación.
7 Cfr. Sarmiento, A., El matrimonio cristiano, p. 387.
8 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2345. Además el Catecismo explica que: "La virtud de la castidad forma parte de la virtud cardinal de la templanza, que tiende a impregnar de racionalidad las pasiones y los apetitos de la sensibilidad humana" (n. 2341). Pero, ¿en qué consiste realmente la castidad? El Catecismo dice que: "La castidad significa la integración lograda de la sexualidad en la persona y por ello, en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual" (n. 2337). Esta es una virtud que se adquiere a través de "Un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana" (n. 2339).
9 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2331-2391.
10 Cfr. Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado (8-12-1995); Idem., Vademecum para los confesores sobre algunas cuestiones de moral conyugal (12-02-1997).
11 No se trata de un ejercicio ascético de renuncia; en su esencia es un don de Dios. Ciertamente supone lucha, como toda virtud moral; pero es gracia que el Espíritu Santo concede en el bautismo y en el sacramento del matrimonio (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2345). De ahí la necesidad absoluta de la oración humilde para pedir a Dios la virtud de la castidad.
12 "Todo bautizado es llamado a la castidad. El cristiano se ha ‘revestido de Cristo’ (Ga 3, 27), modelo de toda castidad. Todos los fieles de Cristo son llamados a una vida casta según su estado de vida particular. En el momento de su Bautismo, el cristiano se compromete a dirigir su afectividad en la castidad" (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2348)
13 Cfr. Fromm, E., El arte de amar.
14 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 22.
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