PRÓLOGO
No vayáis a creer que James sea un filósofo de pensar y expresar enrevesado. Al contrario: concibe y expone con claridad y llaneza y a ratos con el propósito de hacer gracia, de tal suerte que uno duda con frecuencia si está leyendo a un filósofo o a un humorista.
Gran cosa es para la propagación de las ideas poseer la facultad de prescindir del aparato dialéctico, y conseguir, por lo tanto, que sin preparación alguna el lector penetre en el pensamiento del que escribe. Ha perjudicado grandemente a la filosofía el uso de una fraseología poco humana, adoptada con manifiesta afectación y como con el intento de clasificar la humanidad en dos categorías: entendedores y no entendedores del lenguaje filosófico.
Los filósofos han acabado por escribir en romance, pero cuidando de que el romance resultase para el común de los lectores tan poco inteligible como el latín a la vieja filosofía. ¡A cuántos hase caído de las manos la obra filosófica que cogieron con sincero afán de aquistar verdades superiores y trascendentes, por culpa del enrevesamiento del conceptismo y del tecnicismo! ¡Cuánto pensamiento impropagado y, por consiguiente, malogrado, estéril, a causa de no haber sido expuesto con claridad y llaneza!
James es propiamente un norteamericano haciendo filosofía. No de otro modo es dable concebir la labor filosófica en un país que sabe ir rectamente a su objeto, aligerándose antes de prejuicios, rutinas y afectaciones. Nuestro autor comprende que para exponer lo que piensa no necesita montarse en el trípode: al contrario, sabe que si lo hace estará más lejos de sus oyentes y será más difícil que le escuchen. él no pretende que le diputen sabio y ser superior: quiere que le comprendan y cuida de ser muy claro, y como además desea persuadir, procura hacerse amable.
Por esto el lector le sigue con gusto y con provecho, y se explica con asiduidad y atención afectuosas con que acudiría a escuchar sus conferencias la multitud de maestros norteamericanos ante quienes fueron pronunciadas las que contiene este volumen.
***
Si he de darle una filiación a James, deber tradicional del prologuista, no hallo manera de apartarme de dos nombres: uno pronunciado por él repetidamente: el de Tolstoi; otro apenas citado: el de Emerson.
Tiene James como éste el sentimiento, mejor dicho, la pasión de la vida; pero no de la vida agitada, no de la vida histórica, no de la vida trascendental, sino de la vida vulgar, ordinaria. Lo que le inspira y emociona es la vida en sí misma y más cuanto más concentrada y vergonzante.
Aquí obsérvase manifiestamente la gran influencia que ha tenido Tolstoi en la formación del sentido ético de James. él no trata de ocultarlo: cita a Tolstoi infinidad de veces; copia largos periodos de sus obras; relata episodios de ellas; y muestra a sus conciudadanos, a los americanos eminentes en literatura, la senda trazada por el apóstol ruso como objetivo digno de la labor del genio.
Tolstoi arrastra y subyuga a James, y nótase en los discursos de éste el esfuerzo que le cuesta resistir al encanto que le producen las predicaciones del autor de La guerra y la paz. El propio James, al ponerse, de pronto y de manera un poco brusca, en desacuerdo con Tolstoi, manifiesta el temor de que le tachen de haber incurrido en contradicción. En efecto: a muchos parecerá así. Muchos creerán que al rehusar una última consecuencia de la doctrina de Tolstoi, no ha tratado James de otra cosa que de no entregarse al autor ruso con armas y bagajes: que no ha querido que pudiera decirse que es pura y simplemente con tolstoyano más en Moral y en Sociología.
***
De la trilogía que forma el primer volumen de Los ideales de la vida nada tan sentido, tan elevado y tierno a un tiempo como el segundo estudio. ¡Qué religioso respeto para el sagrado de la vida ajena, para la intimidad inexplicable de yo del prójimo! Él mismo, en el prefacio, demuestra su pasión por el tema al lamentar con encantadora llaneza el no haber estado todo lo vivo e impresionante que hubiese querido estar al tratar de la "singular ceguera de los seres humanos". Tal vez no le falte razón: después de expuesto el asunto magistralmente, después de haber escogido para sus citas los pasajes, no ya más probatorios, sino de mayor delicadeza y valor artístico que imaginar cabe, el profesor James, como pudiera un orador sin práctica, descuida la peroración, y aunque trata de remediar su deficiencia al empezar el discurso siguiente, no lo consigue por completo. Sí: el discurso sobre la singular ceguera merece más, mucho más desarrollo en el sentido de exponer su trascendencia sociológica, del que James le concede. Las consecuencias de la teoría que expone pueden llenar un volumen y no sería baldío, porque nunca se dará a la mutua tolerancia, al recíproco respecto de las creencias, de los sentimientos, de la conducta, de la vida, en fin, seancomo sean, comunes o singulares, insignificantes o sublimes, corrientes o estrambóticos, un fundamento más humanamente firme, que hable al corazón de un modo más directo y emocionante, que este discurso de James, del que parece desprenderse un aroma de vago misticismo que cautiva y conmueve.
No hay duda, no: ahí está el fundamento de toda tolerancia y libertad. Cada vida es una vida: tiene una sustantividad completamente suya y para los demás perfectamente inescrutable. Desde la burla del vecindario y del círculo de amistades, hasta el tormento y el suplicio, todos los grados activos de la intolerancia deben estrellarse ante esta verdad nunca bastante propagada. El pueblo que consiga impregnarse de ellas, que la sienta y que la viva, será indudablemente el más culto y el más dichoso. Bien dice James que su desconocimiento es lo que con más frecuencia hace llorar a los ángeles.
Y si ensanchando el círculo de influencia de esta trascendental verdad que el autor preconiza, hacemos aplicación de ella a las relaciones entre las colectividades, a las relaciones entre los pueblos, quedará seguramente de relieve la condenación más completa de las guerras que con pretexto de misiones civilizadoras sirven a las naciones para adquirir territorios y mercados. Lo mismo que estamos ciegos para apreciar el significado y el valor internos de la vida del hombre que alienta a nuestro lado, lo estamos para apreciar el significado y valor internos de la vida de un pueblo, cualquiera que ésta sea y por mucho que choque con nuestros prejuicios de civilización y de progreso. El patrón moral y material de nuestras sociedades europeas y americanas parécenos el ideal universal; estamos convencidos de que no se debe otorgar consideración ni respeto alguno a otras organizaciones sociales que a él no se acomoden por completo, y reputamos justo y hasta generoso y grande el violentar su evolución histórica, ahogando la espontaneidad de su proceso.
Desde el momento en que reconozcamos nuestra ceguera para apreciar el valor que para cada pueblo tiene su propia vida, sentiremos hondamente el respeto de ésta, y si una nación se decide a ejercer violencia sobre otra, deberá invocar como motivo su codicia, su conveniencia, su necesidad en la lucha por la vida, pero nunca podrá disfrazarlas con el manto de la generosidad y del altruismo.
***
El primer discurso de la trilogía tiene tal vez un interés local, nacional mejor dicho, muy pronunciado para que pueda cautivar el nuestro. Con referencia a casos individuales podrá convenirnos su lectura: en este sentido debe interesar al pedagogo cuya profesión ha de ponerle algunas veces en presencia de niños excesivamente expresivos, propensos a la alarma, al apasionamiento, a la ira por motivos fútiles o desproporcionados. Colectivamente no adolecemos los españoles de este mal. Si a tratar fuéramos este asunto con referencia a nosotros, deberíamos entrar en una serie de distingos que nos llevarían muy lejos. Siquiera en Norte América, al parecer, la gente reacciona con exceso a todas las impresiones. Aquí reaccionamos excesivamente cuando no debemos, y no reaccionamos poco ni mucho cuanto más debiéramos.
En resumen, el evangelio del abandono no es más que una predicación modernizada de la imperturbabilidad de los estoicos y de la indiferencia de los místicos. Trescientos años antes de Jesucristo, ya Zenón en el famoso Pórtico que dio nombre a su doctrina, enseñaba una moral austera que hacía inconmovibles a sus discípulos para las enfermedades, la pobreza y los dolores, de suerte que llegaban a adquirir una apatía, imperturbabilidad e indiferencia para todos los acontecimientos y todas las situaciones.
El hermano Lorenzo, tan celebrado por James, no es más que un glosador de nuestra Santa Teresa. Su constante abandono a la voluntad de Dios y el confortamiento que se procura con la perpetua idea de que, obrando siempre por amor de Él, nada debe temer absolutamente, es repetición, después de tres siglos, del "Nada te turbe, nada te espante: sólo Dios basta", de la gran mística de Ávila.
Lo mismo puede decirse de las obritas místicas de autoras modernas norteamericanas, que, desde este punto de vista, tal vez producen al autor una admiración excesiva, no muy propia de quien está tronando contra el exceso en las reacciones.
Lo que sí resulta del primer discurso de este libro, es que el autor no adolece de "jingoísmo". Escribiendo después de la fácil victoria alcanzada por su pueblo, en pleno esplendor de la política imperialista yankee, James satiriza rudamente a sus conciudadanos, negándoles muchas cualidades y aun algunas que los extraños ni hubiéramos osado poner en duda. El citar como propias del pueblo americano "la ineficacia, la debilidad y la imposibilidad de hacer algo empleando tiempo y sin perderlo", parecerá a la mayoría de los lectores imbuidos en la leyenda de la actividad yankee, una verdadera herejía.
A algunos conciudadanos nuestros puede ponerse por ejemplo ese proceder de James. No es prueba de amor a un pueblo el ensalzarle desmedidamente, el atribuirle cualidades de que desgraciadamente carece y el engreírle, por lo tanto, hasta ponerle en ridículo. Así los monarcas como los pueblos, han de desconfiar de los aduladores. Casi todos los jinetes acarician al caballo antes de montarlo. El halago ha sido siempre el camino más seguro de la dominación.
***
También es útil leer el último discurso de la trilogía. El precisar lo que es el ideal y el concluir que éste por sí solo no es nada, resulta muy instructivo. El ideal que enaltece una vida no está en la mente, sino en la acción, y no en la acción fácil, sino en el sacrificio. Esta es la conclusión de James, a la cual pudiera añadirse algo, más en contacto con la vida práctica: el ideal debe dominar la vida determinando la conducta, pero para el que manifiesta profesarlo debe ser real y verdaderamente un fin. Hallamos muchos preconizadores de un ideal, y pocos, muy contados, dispuestos por su ideal al sacrificio, a obrar como si en realidad el ideal fuese fin de su vida. La mixtificación es tan frecuente que raya en escándalo: el ideal predicado, propagado, preconizado, no es en realidad un fin: es un medio y un gran número, el mayor, sin duda, de los idealistas más ardientes, concluye por entrar en las grandes posiciones sociales a caballo del ideal.
En el orden de la política, donde tienen más significación exterior los ideales, el régimen parlamentario ha favorecido grandemente el equívoco, quitando todo peligro a la profesión y propaganda de las ideas, y brindando categorías y cargos públicos a la oposición más radical. Es en la actualidad sumamente difícil distinguir al idealista del ambicioso. En otras organizaciones políticas, la victoria del ideal no era la victoria de los que lo profesaban. Ahora, no solo al vencer el ideal vencen sus adeptos, sino que cada uno de estos puede personalmente triunfar sin que el ideal haya conseguido el triunfo.
***
Leed el segundo volumen de James los que seáis y los que no seáis maestros. Obra de sinceridad y desinterés, su Psicología pedagógica es lo que debe ser y no puede ser ni más ni menos. No engaña a sus lectores con ponderaciones de la utilidad que para su profesión tendrá el libro: empieza ya por decirles que sufrirán un desengaño, pues para la enseñanza puede la Psicología prestarles una muy pequeña ayuda.
Sin embargo, creo que James se equivoca porque, en verdad, su Psicología pedagógica, obra maestra de claridad y de llaneza, ha de ser útil por fuerza a los que se dedican y a los que no se dedican a la enseñanza. Su obrita, tamaña apenas como un manual, es de las que dejan jalones en la mente, apoyos seguros para la conducta, de los cuales, una vez adquiridos, ya no se prescinde. Para los profesores, para los padres, para el que se preocupe de la propia higiene mental, la Psicología de James, desentendida por completo de los primeros principios que no interesan a su punto de vista práctico, es una pequeña joya. En manos de un maestro inteligente y enamorado de su sacerdocio, es inapreciable, pues sobre ella puede edificarse mucho y muy bueno en la vida profesional.
***
Aun cuando he dicho que nuestro autor prescinde de los primeros principios por estimar innecesaria su exposición, para los fines de su Psicología pedagógica, no puede, al tratar semejante materia, dejar de levantar siquiera una punta del velo de sus creencias y de revelarnos vagamente su opinión sobre el gran pleito entre el espiritualismo y el fatalismo, hoy en plena recrudescencia.
Un enamorado de Tolstoi y de Emerson, un admirador de los místicos, no podía ser materialista, ni dejar a sus lectores en la creencia de que lo fuese. Por esto, tras de una concepción mecánica de los procesos mentales ocasionada a que se le clasificase entre los que niegan el libre arbitrio, James, con el fin de evitarlo, hace una concisa profesión de fe. Cree en la libertad y señala el punto crítico en que la mecanicidad del proceso mental expuesta en su libro, puede dar, y da a su entender, acceso a la voluntad libre en la producción de la conciencia y consiguientemente en la determinación de la conducta.
Por lo demás, toda su obra se halla impregnada de este misticismo vago en que fluctúan las inteligencias más elevadas y sutiles de los modernos tiempos.
***
James es un profesor, un maestro norteamericano. No sé en qué grado o categoría. Es, de todos modos, un maestro.
Su ilustración, su sentido de la vida y de la sociedad, tienen una amplitud verdaderamente notable, que ¿por qué no decirlo? Contrasta a los ojos de un español, con su carácter profesional. Excede manifiestamente del tipo del maestro que ha cristalizado en nuestra mente de pueblo pobre, moral y materialmente pobre.
No se piense que me figure a todos los maestros norteamericanos a la altura de James. Pero, aun cuando le pongamos junto a la cúspide, ¡qué buena base no arguye para la pirámide!
¡Qué le hemos de hacer! Hay cosas que explican muchas cosas. No repitamos lo que se ha dicho de Francia: que fue vencida por los maestros alemanes. Pero maestros contra maestros nos hubieran ganado; abogados contra abogados, también de fijo; comerciantes contra comerciantes, tambi´n de seguro; políticos contra políticos, no hay que decirlo. Claro está que habían de vencernos todos juntos a todos juntos. Nada hay más lógico que la Historia: siempre pasa lo que ha de pasar sin necesidad de que esté escrito.
Carlos M. Soldevila
PREFACIO
Una Corporación de Harvard me rogó que diese a los maestros de Cambridge alguna conferencia pública sobre Psicología. Los discursos que pronuncié accediendo a aquella súplica y que ahora os ofrezco impresos, constituyeron el fondo y la sustancia de un Curso que fue desarrollado sucesivamente en diversos lugares y ante distinto público de maestros. He tenido ocasión de experimentar que mis oyentes gustan poco de toda suerte de tecnicismos analíticos, y que, por el contrario, lo que más les apasiona son las aplicaciones prácticas, concretas. Por este motivo he procurado en mis conferencias reducir todo lo posible lo que correspondía a aquél, dejando intacto lo que a éstas se refería; y ahora, que por fin me he decidido a dar a la estampa mis discursos, me encuentro con que estos contienen el mínimum de eso que en Psicología se llama "científico", y son en cambio eminentemente prácticos y populares.
Ya me figuro estar viendo a alguno de mis colegas sacudir la cabeza al oír semejante herejía; pero yo abrigo la creencia de que el hecho de haberme orientado con arreglo a lo que me ha parecido el sentir de mis oyentes, debía servir para que este libro correspondiese a la más viva, a la más genuina necesidad de mi público.
Comprendo que los que enseñan adoren las divisiones y las subdivisiones diminutas, las definiciones, los parágrafos numerados y los epígrafes señalados con letras griegas y latinas, la diversidad de caracteres y todos los demás artificios mecánicos a que con constante progresión han ido acostumbrado su mente. Pero mi deseo principal ha sido conducirles a concebir y, si posible fuese, a reproducir simpáticamente en su imaginación, la vida mental de su discípulo como una especie de unidad activa. El alumno no se especifica a sí mismo en procesos, en compartimentos distintos. Desconocería el sentido más profundo de esta obra aquel que buscase en ella un libro cómodo, algo como una guía Baedeker o un manual de Aritmética.
La utilidad de los libros como este mío es tanto mayor cuanto más ponen ante los ojos del maestro joven la fluidez de los hechos, aun cuando se de el caso, no ciertamente injustificado, de que dejen sin satisfacción un deseo intenso de un poco más de nomenclatura, de alguno que otro epígrafe y de alguna que otra subdivisión.
Los lectores que conozcan mis grandes volúmenes de Psicología [1] encontrarán aquí muchas frases con las cuales estarán ya familiarizados. Hasta en los capítulos sobre la Costumbre y sobre la Memoria he copiado literalmente algunas páginas, pero no creo necesarias muchas excusas para este género de plagios.
"Discurso a los jóvenes", que son los que dan comienzo a este volumen, fueron escritos para ser leídos como conferencias inaugurales de Escuelas superiores femeninas. El primero fue compuesto para la última clase de la Escuela normal de Gimnástica de Boston. Tal vez con más propiedad debiera integrar y cerrar la serie de los "Discursos a los maestros". El segundo y el tercer discurso, aun cuando colocados uno junto a otro, responden a una diversa dirección del pensamiento.
Hubiera querido en gran manera que el segundo, cuyo título es "De una curiosa ceguera en la naturaleza humana", hubiese producido una impresión más viva de lo que produce, y esta pretensión constituye algo más que un simple alarde de sentimentalismo, como pudiese creer algún lector, pues responde a una visión bien precisa del mundo y de las relaciones morales que con el mundo tenemos. Cuantos me han dispensado el honor de leer mi volumen de Ensayos de filosofía popular [2] reconocerán que profeso la filosofía pluralística o individualista, y, según ella, la verdad es una cosa demasiado grande para que cualquiera mente real y efectiva, como no sea una mente ennoblecida como el "Absoluto", puede conocerla por completo. Concurren numerosas inteligencias para comprender los hechos y el valor de la vida. No existe punto alguno de vista absolutamente conocido y universal. Las percepciones particulares e incomunicables permanecen siempre en la superficie, y lo peor es que aquellos que las buscan desde fuera, nunca saben dónde están.
La consecuencia práctica de semejante filosofía se halla en el conocido principio democrático del respeto a la sagrada individualidad de cada uno, y es, de todos modos, la tolerancia completa de todo aquello que no es por sí mismo intolerante. Estas frases son tan comunes, tan conocidas de todos, que suenan actualmente a nuestros oídos como vacías y muertas. Sin embargo, hubo un tiempo en que poseían un significado interior que apasionaba el ánimo, y este significado personal íntimo pueden rápidamente reconquistarlo, si el afán que siente nuestro país de imponer sus propios ideales internos y sus propias instituciones vi et armis a los Orientales encontrase una oposición tan sólida y continuada como ha sido hasta ahora noble y viva. Desde el punto de vista filosófico y religioso, puede demostrarse que nuestra antigua doctrina nacional del vivir y dejar vivir posee un significado mucho más hondo de lo que hoy por hoy imagina nuestra gente.
Cambridge, Mass., U.S.A.
I DISCURSOS A LOS JÓVENES
El evangelio del abandono
Me propongo examinar algunas doctrinas psicológicas y demostrar qué aplicaciones prácticas cabe deducir de ellas para la higiene mental en general, y, en particular, para la higiene de la vida americana. La Psicología despierta hoy en la gente una gran expectación, y para corresponder a ella, lo mejor que la Psicología puede hacer es mostrar los frutos que aporta al campo de la Pedagogía y de la Terapéutica.
Tal vez el lector haya oído hablar de una singular teoría de las emociones que se denomina "Teoría de James y Lange". Según ella, nuestras emociones son principalmente debidas a las conmociones orgánicas determinadas en nosotros de un modo reflejo por el objeto o por las situaciones que las producen.
Una emoción de miedo o de sorpresa, no es un efecto inmediato del objeto que se ofrece a nuestra mente, sino un efecto de aquel otro efecto anterior, o sea de la conmoción orgánica producida inmediatamente por el objeto; de modo que si se suprimiese aquella conmoción somática, orgánica, nosotros no sentiríamos el miedo, ni podríamos, por lo tanto, declarar terrorífica o pavorosa una situación, o bien no experimentaríamos sorpresa alguna y nos limitaríamos a reconocer fríamente que, en efecto, el objeto era muy insólito. Un entusiasta de esta teoría ha llegado al extremo de decir que si nos sentimos enfermos es porque nos quejamos, y que si estamos asustados es porque huimos, y no al contrario.
Esto no pasa de ser una paradoja.
De todos modos, aunque se incurra en grandes exageraciones al atribuir a nuestras emociones explicación semejante, lo cierto es que en el fondo de esta teoría está la verdad; y por esto es que el mero hecho de fundir en lágrimas o de abandonarse a cualesquiera expresiones externas de dolor, hace sentir con más amargura y viveza el interno sufrimiento. El precepto mejor conocido o más generalmente usado para la educación moral de los jóvenes o para la disciplina individual, es el que ordena prestar fiel atención a lo que hacemos o explicamos, sin cuidarnos demasiado de lo que sentimos. Si conseguimos reprimir a tiempo un impulso cobarde, o logramos contener una queja o una injuria (de la cual tal vez toda la vida nos habríamos de arrepentir), nuestros mismos sentimientos se calmarán y mejorarán sin necesidad de que nos ocupemos muchos en encauzarlos. Parece que la acción vaya a remolque del sentimiento, pero en realidad sentimiento y acción navegan de conserva: de aquí, que regulando la acción, que se halla más directamente bajo la férula de la voluntad, podamos tener a raya los sentimientos que al imperio directo de la voluntad se sustraen.
Por esto, el principal camino voluntario de la alegría, cuando hayamos perdido nuestro espontáneo humor, es el de erguirse alegremente, mirar alrededor con ojos serenos, y obrar y hablar como si siempre hubiésemos estado dispuestos y contentos. Si esto no os pone inmediatamente más alegres, se puede asegurar que, siquiera aquella vez, ningún otro arbitrio bastará a tranquilizaros. Así también para sentiros valientes, obrad como si realmente lo fueseis, lanzaos a la empresa con toda vuestra voluntad, y veréis cómo en vez de un impulso de miedo sentís un impulso de valor. Y lo mismo puede decirse de la dificultad de mostrarse amable con una persona con quien se esté reñido: el único miedo de vencer aquélla es sonreír más o menos de buen grado, mirar con simpatía y esforzarse por decir cosas afectuosas. Una buena carcajada lanzada al unísono hará que dos enemigos se hallen en condiciones de comunidad de sentimientos, mucho más que pudieran conseguirlo con horas enteras que separadamente consumieran en un examen interior dominado por el demonio de la falta de caridad para las debilidades del prójimo. Este examen hecho bajo el peso de un mal pensamiento no hace más que atraer sobre éste nuestra atención, arraigándolo cada vez más en lo hondo de nuestra mente; en cambio, si nos conducimos como si nos impulsase una tendencia algo más suave, el antiguo mal sentimiento recoge su tienda, como el árabe, y se aleja en silencio.
Los mejores libros de devoción religiosa predican repetidamente la máxima de que debemos dejar que nuestros sentimientos discurran sin cuidarnos mucho de ellos. En un librito admirable que ha alcanzado un éxito extraordinario —me refiero a El secreto cristiano de una vida dichosa de Dª Ana Whitall Smith— se halla este precepto repetido en todas las páginas. Obrad con fe, y tendréis en realidad la fe, por muy tibios y llenos de dudar que os sintiereis. "Vuestro deseo es lo que Dios mira —escribe la señora Smith— y no lo que sentís respecto de aquel deseo; vuestro deseo o vuestra voluntad son la sola cosa a que debéis prestar atención... Vayan o vengan vuestras emociones como Dios quiera; no os fijéis en ello... Estas no tienen, en verdad, importancia alguna, puesto que no son indicio del estado de vuestro ánimo, sino simplemente de vuestro temperamento o de vuestra actual condición psíquica".
Pero todos vosotros ya conocéis estos hechos y, por lo mismo, no tengo necesidad de llamar por más tiempo vuestra atención sobre ellos. Procedentes de nuestros actos y de nuestras situaciones entran en nosotros corrientes continuas de sensaciones que se conciertan para definir a cada instante en qué consisten nuestros estados interiores: esta es una ley fundamental de la Psicología, y por consiguiente la admitiré sin reserva en las siguientes páginas.
Un neurólogo de Viena, bastante reputado, ha escrito recientemente un volumen sobre la Binnenleben, como él la llama, o sea sobre la vida oculta, sepultada, de los seres humanos. Ningún médico —afirma— puede entrar en relación útil con un neuropático si no adquiere cierta noción de la Binnenleben de éste, esto es, cierto concepto de la especie de indefinible atmósfera interior, en la cual vive la conciencia en relación solamente con los secretos de la cárcel que la encierra.
Ese tono personal interno es imposible comunicarlo a alguien o describírselo con palabras; pero el espíritu y la sombra de él, por así decirlo, constituyen a menudo lo que nuestros amigos y nuestros íntimos aprecian como nuestra cualidad más característica. En los psicopáticos, además de toda especie de antiguas aflicciones, de ambiciones reprimidas por la vergüenza de aspiraciones anuladas por la timidez, consiste principalmente en un malestar físico indefinido, no bien localizado, pero que mantiene en ellos una condición general de poca confianza y el sentimiento de no ser conforme es debido. La mitad de la sed de alcohol que hay en el mundo, existe sencillamente porque el alcohol obra como anestésico temporal y suprime todas esas sensaciones anormales que jamás debiera experimentar un ser humano. En el individuo sano, por el contrario, no se descubre vergüenza ni temor, y las sensaciones que penetran su organismo contribuyen solamente a desarrollar el sentido vital general de seguridad y disposición para cualquier contingencia que pueda presentarse.
Considérese, por ejemplo, los efectos que un aparato motor, nervioso o muscular, bien tonificado, produce sobre nuestra conciencia personal general, y el resultado de elasticidad y vigor que de él se obtiene. Dícese que en Noruega la vida de la mujer ha sufrido recientemente una transformación completa por virtud de la nueva especie de sensaciones musculares que ha producido en ella el uso de los largos patines de nieve llamados ski, deporte en moda para los dos sexos.
Hace cincuenta años, las mujeres noruegas eran, mucho más que las de otros países, esclavas del anticuado ideal femenino de "ángel del hogar" y de su "influencia suavizadora". Ahora, según se dice, aquellas Cenicientas noruegas hanse trocado, gracias a los ski, en criaturas activas y resueltas, para las cuales no hay noche demasiado tenebrosa, ni altura que produzca vértigo, y no sólo han dado al olvido el tipo femenino tradicional y todas las delicadezas del sexo débil, sino que además se han puesto a la cabeza de toda reforma educativa y social. Yo no puedo dejar de pensar que el tennis y la patinación, las marchas a pie y la bicicleta, que se van extendiendo entre nuestras queridas hermanas e hijas en este país, elevarán y purificarán el tono moral, haciendo sentir su influencia en toda la vida americana.
***
Confío que aquí, en América, el ideal de un cuerpo vigoroso y bien nutrido irá unido siempre al ideal de una mente bien nutrida y vigorosa, porque uno y otro no son sino las dos mitades de toda educación superior, así para los hombres como para las mujeres. La fuerza del Imperio inglés reside en la fuerza del carácter de cada uno de los ingleses por separado. Y esta fuerza, no puedo dudarlo, sólo viene alimentada y sostenida por el amor en que todas las clases sociales se confunde, por la vida al aire libre, por el atletismo y los deportes.
Recuerdo que hace años leí cierto libro escrito por un médico americano sobre higiene, leyes de la vida y tipo de la humanidad futura. No recuerdo el nombre del autor ni el título de la obra, pero sí su pavorosa profecía respecto al porvenir de nuestro sistema muscular. La perfección humana —escribía— significa capacidad para adaptarse al ambiente; y el ambiente cada día exigirá de nosotros una mayor fuerza mental y una menor fuerza bruta. Las guerras cesarán, las máquinas harán todo el trabajo material que ahora nos corresponde realizar, el hombre acabará por ser un simple director de las energías naturales, y dejará de ser casi por completo un producto de energías por su propia cuenta. Ahora bien, ¿si el hombre del porvenir podrá limitarse a digerir y pensar, qué necesidad tendrá de una musculatura desarrollada? ¿Y por qué —proseguía el aludido autor— no acabaremos por sentirnos seducidos por un tipo de belleza más delicado e intelectual que aquel que hacía el encanto de nuestros antepasados?
Más aún: yo he oído a un amigo muy ingenioso, que llegaba más lejos en esta idea sobre el hombre futuro: como nuestro alimento —decía— consistirá mañana en un preparado líquido de los elementos químicos de la atmósfera, peptonado y digerido ya a medias e ingerido por un tubo de cristal desde un recipiente de lata, ya no tendremos necesidad de dientes, ni de estómago, y podremos vivir sin ellos, del mismo modo que sin músculos, sin vigor físico; y entre tanto, en medio de nuestra admiración creciente, se ensanchará la bóveda gigantesca de nuestro cráneo, arqueándose encima de nuestros ojos y animando nuestros labios flexibles como pétalos de rosa con un raudal de relatos eruditos y geniales que formarán nuestra ocupación predilecta [3].
***
Estoy seguro de que se os pone piel de gallina a la idea de esa visión apocalíptica. Igual me pasa a mi: no me resigno a creer que nuestro vigor muscular llegue a reducirse y a ser una superfluidad. Aun cuando llegue el día en que no sea necesario para librar las duras batallas contra la naturaleza, será preciso siempre para formar el fondo de la salud, de la serenidad y de la gracia de la vida. Para dar elasticidad moral a nuestra disposición, para desmochar los ángulos demasiado pronunciados de nuestra impaciencia, para darnos el buen humor y la facilidad de vivir con los demás. La debilidad conviértese fácilmente en lo que llaman los médicos debilidad irritable.
Aquella tranquilidad, aquella bendita confianza interior que Spinoza solía llamar acquescentia in se ipso, que brota de cada uno de los elementos del cuerpo de un ser humano bien nutrido, impregnado su alma de satisfacción, es, dejando a un lado toda consideración sobre su utilidad mecánica, un elemento de higiene espiritual de suprema importancia.
***
Demos ahora un paso más por el camino de la higiene mental y tratemos de llamar vuestra atención sobre una causa a la cual concedo, para nosotros, americanos, una extraordinaria importancia patriótica. Hace algunos años, el eminente alienista escocés, doctor Clouston, visitaba nuestro país, y se le escapó, hablando conmigo, una frase que no he podido borrar de mi memoria:
"Vosotros, americanos, —me dijo, — tenéis las caras demasiado expresivas: vivís como un ejército que tiene siempre en combate todas las reservas. El aire más estúpido, más adormecido del pueblo inglés supone un esquema de vida mucho mejor, pues acusa la existencia de un depósito de fuerza nerviosa de reserva, que puede ser utilizado cuando la ocasión se presenta. Esa inexcitabilidad, esa constante presencia de fuerza no aplicada —prosiguió Clouston, — paréceme la mejor salvaguardia del pueblo inglés. La cualidad contraria que observo en vosotros me da una impresión de inseguridad, y por esto creo que debierais rebajar un poco vuestro tono vital. Os lo repito: sois demasiado expresivos: consideráis con excesiva intensidad las ocasiones más indiferentes de la vida".
Como el doctor Clouston está muy habituado a leer los secretos del alma por el continente de la persona, no cabe negar que su observación tiene singular importancia. Por otra parte, todos los americanos que viven en Europa tiempo suficiente para acostumbrarse al espíritu que allá reina y se manifiesta, mucho menos excitable que el nuestro, se sienten sorprendidos al hacer la misma observación cuando regresan a su patria. Encuentran en el rostro de sus conciudadanos una mirada demasiado animada, rayana en la ferocidad, ya exprese el ardor o ansiedad desesperada, ya una buena voluntad sobrado intensa. Difícil sería decir si esto se nota más en los hombres o en las mujeres. Verdad es que no todos ven las cosas con los ojos del doctor Clouston, pues muchos americanos, en vez de lamentar esto, lo admiran, diciendo: "¡Qué hermosa inteligencia demuestra! ¡Cuán diferente de aquellas mejillas estólidas, de aquellos ojos de pescado muerto, de aquel continente lento, desmadejado, que hemos visto en Inglaterra!"
***
Intensidad, rapidez, viveza de expresión son, en realidad, entre nosotros, un ideal nacional aceptado por todo el mundo, y no nos sugieren ciertamente como al doctor Clouston la idea de la debilidad irritable.
Recuerdo haber leído en un semanario una novela en la que el autor resumía la descripción que había hecho de la belleza de su interesante heroína, diciendo que cualquiera que la viese recibía la impresión de hallarse junto a una botella de Leyden.
¡Una botella de Leyden! Pues, sí, señor: ¡este es verdaderamente uno de nuestros ideales americanos, hasta tratándose del carácter de una muchacha bonita!
***
Sé muy bien que es incorrecto y hasta parecerá a alguno poco patriótico, el criticar en público la característica física del pueblo a que uno pertenece, de la propia familia, casi puede decirse. Además, cabe afirmar con certeza que en los demás países existen innumerables temperamentos que recuerdan las botellas de Leyden, y que, en cambio, existen entre nosotros innumerables personas flemáticas, de modo que la mayor o menor tensión a cuyo propósito meto tanto ruido, es, en suma, una particularidad bien insignificante en el conjunto de la vitalidad de una nación y no merece un discurso tan solemne, cuando hay tantos otros temas agradables. Desde cierto punto de vista, la mayor o menor tensión en nuestro rostro y en nuestros músculos menos útiles, es cosa baladí: produce contradicciones que no realizan un trabajo mecánico que valga la pena.
Mas nótese que no es siempre el tamaño material de una cosa lo que da la medida de su importancia: lo principal es el lugar que ocupa y la función que realiza. Una de las observaciones más filosóficas que he oído en mi vida es la de un obrero analfabeto que hace algunos años trabajaba en ciertas reparaciones de mi casa: "Si atendéis al fondo, la diferencia entre uno y otro hombre es pequeñísima. Pero esta pequeñez le es muy importante". Y esta observación puede aplicarse al caso presente. El exceso de contradicciones puede ser inapreciable si se estima en kilográmetros, pero tiene una importancia inmensa si se atiende a sus efectos sobre la vida espiritual hipercontraída del individuo de que se trate. Esto es una consecuencia directa y necesaria de la teoría de las sensaciones que recordaba al principio de este artículo, toda vez que de las sensaciones que penetran en un cuerpo demasiado contraído nacen hábitos de hipertensión y de excitación, de suerte que la atmósfera interior, caliente, amenazadora, exuberante, nunca más puede serenarse.
Si ni una vez sola os abandonáis sobre la poltrona en que estáis sentados, y por el contrario tenéis de continuo los músculos de las piernas y de los brazos a media tensión, como para poneros de pie de un momento a otro; si respiráis diez y ocho o diez y nueve veces por minuto en vez de diez y seis, y jamás expeléis todo el aire de vuestros pulmones, ¿qué disposición mental podéis tener que no sea de expectación y ansia, y cómo es posible que el porvenir y sus temores abandonen vuestro espíritu? Al contrario, ¿cómo han de encontrar el camino de vuestro corazón si las arrugas de vuestra faz permanecen aplanadas, vuestro entrecejo sin fruncir, vuestra respiración completa y tranquila y relajados todos vuestros músculos? Pero ¿a qué se debe esta carencia de reposo, esta cualidad de parecer botellas de Leyden, tan común entre los americanos? Se atribuye ordinariamente a la extrema crudeza del clima y a los saltos acrobáticos que da en América el termómetro, combinados con la actividad febril de nuestra vida, con las luchas rudas, la velocidad de los ferrocarriles, las fortunas rápidas y tantas otras cosas bellas que nos sabemos todos de memoria. En verdad, nuestro clima es excitante, pero no mucho más que el de varios países de Europa, donde todavía no se hallan niñas que parezcan botellas de Leyden; y nuestra vida no es más excesiva que la que se hace en las grandes capitales europeas.
***
Por mi parte, creo que estas pretendidas causas no bastan a explicar suficientemente el hecho. Para hallar la explicación no hemos de acudir a la geografía física, sino a la psicología y a la sociología, y el capítulo de ellas en que debemos detenernos es el que se ocupa del impulso a la imitación. Bagehot primero, después Tarde, y, después aún, entre nosotros, Royce y Baldwin han demostrado que el invento y la imitación, tomados en conjunto, puede decirse que forman la urdimbre o tejido de la vida humana en lo que tiene de social. La hipertensión, la nerviosidad, la respiración corta y la abundancia de expresión de los americanos son en primer término fenómenos sociales y sólo secundariamente fenómenos fisiológicos. Son malas costumbres, ni más ni menos, alimentadas por el uso y el ejemplo, nacidas de la imitación de malos modelos, y del cultivo de falsos ideales personales. ¿Cómo se forman las lenguas? ¿Cómo nacen las singularidades locales en las frases y en los acentos? Alguno incidentalmente se expresa de cierto modo que llama la atención de otro, y esto basta para que aquella nueva manera de decir adquiera notoriedad y sea copiada, hasta que la adoptan todos los habitantes de la localidad. Esto es precisamente la especialidad de la vocalización y el tono, de las maneras, de los movimientos, de los gestos y de las expresiones del rostro que caracterizan a una nación.
Los americanos después de atravesar una sucesión no interrumpida de modelos que es ahora imposible definir y que se han influido mutuamente siguiendo una mala dirección, nos hemos acomodado por fin colectivamente a lo que, mejor o peor, constituye nuestro tipo nacional característico, tipo a cuya producción no han contribuido el clima, ni las condiciones físicas, por lo menos desde el punto de vista de los hábitos a que me vengo refiriendo.
Este tipo que habíamos casi llegado a hacer imposible, gracias a nuestro espíritu de imitación, lo hemos fijado ahora definitivamente para nuestro bien y para nuestra ventaja. Pero ningún tipo puede ser completamente ventajoso, y este nuestro, en cuando siga la moda de las botellas de Leyden, no puede ser completamente bueno.
Tenía razón el doctor Clouston cuando pensaba que la aspereza de nuestros modales, la respiración cortada y la ansiedad retratada en nuestras facciones no son signos de fuerza, sino de debilidad y de mala coordinación. La frente aplanada, las mejillas marmóreas pueden ser de momento menos interesantes; pero, a la larga, son signos que prometen mucho más que la expresión intensa. El obrero estúpido e inexcitable realiza un trabajo inmenso, porque nunca se vuelve a mirar atrás, nunca se interrumpe.
Nuestro trabajador, excitado, convulso, se interrumpe a cada momento, se produce con maneras bruscas, y nunca sabréis dónde tiene la cabeza cuando más necesitaréis su atención; y se da frecuentemente el caso de que tenga uno de los que llama quot;malos díasquot;. Decimos que una infinidad de nuestro campesinos cae en el abatimiento por exceso de trabajo y debe ser mandado lejos del país para que se le calmen los nervios; pero yo sospecho que con esto incurrimos en un notable error, pues ni la naturaleza, ni la cantidad de trabajo que ejecutamos es tal vez responsable de la frecuencia y gravedad de nuestros colapsos, sino que la causa debe buscarse más bien en la sensación absurda de apuro, de falta de tiempo, en la brevedad de la respiración, en la tensión excesiva, en el ansia de hacer mucho, en la manía de conocer los resultados conseguidos, en la falta, por decirlo de una vez, de armonía interna y de facilidad que acompaña casi siempre nuestro trabajo, falta de que un europeo haciendo el mismo trabajo no adolecería de las diez veces una sola.
Estas maneras absolutamente incorrectas e innecesarias de nuestras disposiciones internas y de nuestros actos externos, cultivadas por la atmósfera social, conservadas por la tradición, idealizadas por muchos como formas admirables de la vida, son las últimas cargas que romperán el lomo del camello americano, son la suma de lágrimas y fatigas que excede de nuestra medida de resistencia.
***
La voz, por ejemplo, tiene en la mayoría de nosotros un sonido apagado como un lamento. Muchos estamos realmente afónicos (porque no es posible negar en absoluto que nuestro clima contribuye a ello), pero la mayor parte no somos en realidad afónicos, o por lo menos no lo seríamos si no hubiésemos incurrido en el imperdonable vicio de sentirnos así, a fuerza de vocalizar y expresar con exceso. Si el hablar alto y el vivir con excitación y afán sirviese para hacer más, la cosa cambiaría de aspecto. Pero es precisamente todo lo contrario: el trabajador indiferente y fácil, que no tiene afán y que en la mayoría de los casos no considera, el resultado de su trabajo, es el que trabaja más; mientras que la tensión y la ansiedad, el presente y el pasado, revueltos en nuestra cabeza, constituyen la rémora más segura del progreso constante, e impiden nuestros éxitos.
Mi colega el profesor Münsterberg, que es un excelente observador, ha escrito en los diarios alemanes muchas notas sobre América y, en sustancia, ha dicho que la apariencia de extraordinaria energía de los americanos es superficial y engañosa y sólo obedece en realidad a los hábitos de atropello y de mala coordinación debidos a la insuficiente nutrición de nuestra gente. Yo mismo opino que ya es tiempo de abandonar tantas antiguas leyendas y tantas opiniones sin más apoyo que la tradición, y que si alguno quisiera escribir sobre la ineficacia, y la debilidad, y la imposibilidad de hacer algo empleando tiempo y sin perderlo, propias del pueblo yankee, habría encontrado una hermosa tesis paradójica, pudiendo citar muchos hechos y una gran número de experiencias en su apoyo.
Ahora bien, amigos míos; si el carácter americano vive debilitado por todas estas hipertensiones —hecho general que, en medio de cuantas reservas se os ocurran, admitiréis todos conmigo— ¿en dónde hallar el remedio? Naturalmente: allá donde se hallan las raíces del mal. Si está en una moda viciosa, en un gusto detestable, será preciso mudar esa moda y ese gusto, y aunque no sea muy fácil inocular nuevas maneras a setenta millones de personas, si esto puede producir alivio, a esto habrá que recurrir. De una raza que por propio impulso admira la prontitud, el arrebato, y considera con lástima, como signo de estupidez, las voces bajas y los modales mesurados, hemos de hacer una raza que, al contrario, tenga por ideal la calma, y ame la armonía, la dignidad y la compostura.
***
Volvamos atrás; vayamos de nuevo a la psicología de la imitación. Hay un solo modo de mejorarse: el de que cada uno de nosotros se ponga como ejemplo que los demás noten e imiten, del mismo modo que un nuevo traje se extiende hasta los confines, de Este a Oeste. Algunos de nosotros se hallan en condiciones favorables para establecer nuevos usos: son, por decirlo así, más imitables; pero no hay en el mundo persona alguna que halla llegado a tan bajo extremo que no pueda ser imitada por alguna otra. Thackeray dice, hablando de Irlanda, que nunca ha habido un irlandés tan extremadamente pobre que no tuviese un irlandés más pobre todavía que viviese a sus expensas; de igual manera puede decirse que no hay un ser humano cuyo ejemplo no pueda en algún respecto obrar por contagio. Los mismos idiotas de nuestros manicomios imitan mutuamente sus singularidades. Por esto es que si individualmente consiguierais reunir en vuestra persona la calma y la armonía, esto produciría una onda de imitación que de seguro se difundiría como los círculos concéntricos que se alejan del punto del lago donde ha caído una piedra.
***
Afortunadamente no nos hallamos en la necesidad absoluta de ser la escuadra de gastadores, pues recientemente se ha constituido en Nueva York una sociedad para el mejoramiento de la manera nacional de vocalizar, cuyos efectos se observan en las notitas que insertan los diarios, encaminados todas ellas a demostrar lo monstruoso de nuestra vocalización característica. Cosa mejor aún, como más radical y general, es el evangelio del abandono, que predica Miss Annie Payson Call, de Boston, en el delicioso librito cuyo librito es Power Throuhg Repose, librito que en América debieran tener todos en las manos, estudiantes y maestros de uno y otro sexo. De modo que os toca solamente seguir una senda abierta por otros, con la seguridad completa de que otros muchos os seguirán inmediatamente.
***
Y esto me conduce a otra aplicación de la Psicología a la vida práctica, sobre la cual quiero llamar vuestra atención antes de poner fin a este discurso. Se trata de que el ejemplo de las maneras reposadas y fáciles sea contagioso: pues bien, el mismo instinto nos dice que cuanto menos deliberadamente se aspire a ser imitado, cuanto más inconscientemente se practique la conducta ejemplar, tanto más fácilmente se conseguirá el éxito. Ejecutad el acto imitable, y no es cuenta vuestra el ser imitado: ya se ocuparán de esto las leyes sociales. El principio psicológico en que se funda este precepto es una ley de gran importancia y de mucha aplicación en la conducta humana; es al mismo tiempo una ley que con sobrada frecuencia infringimos los americanos. Hela aquí expuesta en términos técnicos: "El sentir fuertemente tiende por sí mismo a interrumpir la libre asociación de las ideas objetivas con los procesos motores de la persona". De este hecho tenemos un ejemplo clásico en la enfermedad mental llamada lipemanía.
***
El melancólico se halla dominado del todo por una emoción intensamente penosa. Se siente amenazado, culpable, condensado, aniquilado, perdido... Su mente se halla fijada como con un clavo en estos pensamientos relativos a su condición, y en todos los volúmenes de Psiquiatría se puede leer que "el curso habitual de sus pensamientos se ha interrumpido. Sus procesos asociativos, digámoslo en lenguaje técnico, están inhibidos; y sus ideas, inmóviles, reducidas a la monótona función de representar a la conciencia la desesperada condición actual". Esta influencia inhibitriz no se debe solamente al hecho de ser penosa la emoción, puesto que aun las emociones alegres tienen la propiedad de interrumpir la asociación de nuestras ideas. Un santo en éxtasis está tan inmóvil y fijo en una idea, y es tan irresponsable como un melancólico; y sin llegar a los santos, sabe cualquiera de nosotros, por propia experiencia, que un gran placer imprevisto puede paralizar el curso de nuestros pensamientos.
Preguntad a los niños que regresan de un espectáculo que ha logrado excitarles, qué es lo que han visto, y no conseguiréis de ellos otra descripción que “¡era muy bonito, muy bonito!”, hasta que hayan recobrado la calma. Probablemente alguno de mis lectores habrá experimentado de improviso un golpe de buena fortuna. “¡Bien! ¡BIEN! ¡BIEN!” decimos, esto nos ocurre y no acertamos a encontrar otras palabras, mientras reímos plácidamente en nuestro interior.
***
De todo esto se puede —conforme he dicho— sacar una conclusión extremadamente práctica. Hela aquí: si deseamos que las series de nuestras ideas y de nuestras voliciones sean abundantes, variadas y eficaces, debemos adquirir la costumbre de libertarlas de la influencia inhibitriz del reflexionar sobre ellas, de la egoístas preocupación de lo que de ellas pueda resultar. Esta costumbre puede adquirirse como todas las demás. La prudencia, el deber, el respeto de sí mismo, las emociones de la ambición y de la ansiedad, deben naturalmente tener una parte importante en nuestra vida; pero reducid cuanto sea posible su influencia a las grandes ocasiones, a aquellas que os obliguen a adoptar una resolución de orden general, a fijar un plan de campaña; y procurad que no se haga sentir en los detalles de vuestra vida. Una vez adoptada una resolución y empezada a ejecutar, abandonad por completo la responsabilidad y preocupaos exclusivamente del éxito. Abrid camino, en una palabra, a vuestros engranajes intelectuales y prácticos, y dejad que se desenvuelvan: sacaréis de ello doble ventaja. ¿Qué estudiantes fracasan en el examen? Precisamente los que piensan en la posibilidad de hacer fiasco y sienten más la importancia del acto que están realizando. ¿Cuáles son los que hacen mejor examen? Los que se toman la cosa con más indiferencia. Sus ideas surgen de su memoria como movidas por sí mismas. ¿Por qué oímos siempre lamentar que la vida sea en Nueva Inglaterra menos rica y menos expresiva o más enervante que en otro lugar del mundo? ¿A qué se debe este hecho, si un hecho es, como no sea a la conciencia sobrado activa de las personas temerosas de decir algo demasiado simple y trivial, o algo no sincero y por lo tanto indigno de la persona a quien se dirigen, o algo por una razón u otra no adecuado al lugar y a la ocasión? ¿Cómo es posible que una conversación pueda sostenerse y desenvolverse a través de semejante océano de responsabilidad y de inhibición? En cambio, la conversación brilla y la compañía se hace agradable, y ni es por una lado estúpida, ni por otra parte fatiga por lo forzada, siempre que algunas personas rompen con sus escrúpulos y cortan los frenos de sus corazones, dejando correr las lenguas a su antojo, automáticamente y sin preocupaciones de responsabilidad.
***
Hállase hoy sobre el tapete en los círculos pedagógicos la obligación del profesor, de prepararse cada lección. Esto es útil desde muchos puntos de vista, pero no necesitan seguramente los yankees que se les recomiende, pues lo hacen en demasía. El consejo que quisiera dar a muchos maestros, lo encuentro en las palabras de uno de ellos, que es por cierto un profeta excelente; preparaos de manera que dominéis por completo el asunto, y después, en la escuela, fiad en vuestra espontaneidad abandonando toda preocupación.
Mi enseñanza será análoga para los estudiantes y especialmente para las mujeres; del mismo modo que la cadena de la bicicleta puede funcionar mal por estar demasiado tirante, la preocupación y capciosidad del individuo puede estar en tensión excesiva e impedir los movimientos del pensamiento. Tomad como ejemplo el periodo formado por muchos días sucesivos de examen. Una onza de buena entonación nerviosa en un examen vale por muchos días de preparación intensa y ansiosa. Si realmente deseáis hacer buen papel en un examen, tirad el libro el día antes y decir: "No quiero perder un minuto más en esta estúpida materia, y tanto se me importa que me aprueben como que me suspendan". Decid esto con sinceridad, sintiéndolo de veras; pasead, jugad, acostaos y dormid; y estoy seguro de que el buen resultado que de ello obtendréis al día siguiente os animará para hacerlo así siempre más. A un discípulo de Miss Call, cuyo libro sobre el relajamiento muscular he citado más arriba, he oído dar este mismo consejo. Dicha Miss, en otro libro que ha publicado posteriormente bajo el título As a Matter of Course, predica con igual entusiasmo el evangelio del relajamiento moral, el arrojar las cosas de la mente sin cuidarse de ellas.
La ansiedad siempre e invariablemente significa inhibición de las asociaciones y pérdida de potencia efectiva. Naturalmente la curación radical de la ansiedad, bien lo sabéis, hállase en la fe religiosa. Las espumosas olas de la inquieta superficie no turban la inmovilidad de las masas profundas del Océano; y por esto el que puede apoyarse en algo más amplio y más permanente, tiene por cosas insignificantes las continuas alternativas de la suerte. La persona esencialmente religiosa tiene firmeza, ecuanimidad y se halla solemnemente dispuesta al cumplimiento de todos los deberes que puede traerle el nuevo sol. He leído esto graciosamente expuesto en una obrita que conozco hace poco tiempo: La práctica de la presencia de Dios.—El mejor guía para una vida santa, del hermano Lorenzo, traducción del francés, de las conversaciones y cartas de Nicolás Ernmanno de Lorena, de la cual copio algunos pasajes.
El hermano Lorenzo era un carmelita que se había convertido en Paría el año 1666.
"Contaba que sirviendo de ayuda de cámara al Sr. Fieubert, había sido siempre una babieca que todo lo rompía. Que había deseado retirarse a un monasterio pensando encontrar en él ocasión de arrepentirse de su poca maña y de sus pecados, sacrificando de este modo a Dios la vida con sus placeres, pero que Dios le había faltado en aquella ocasión, puesto que en el monasterio no había hallado más que satisfacciones...
Que durante mucho tiempo habíale turbado la idea de que había de condenarse y todos los hombres de la tierra no habían podido convencerle de lo contrario, pero que al cabo se había hecho el siguiente raciocinio: Me he dedicado a la vida religiosa solamente por el amor de Dios, y por lo mismo solo por él he obrado: cualquiera cosa que me sobrevenga, condéneme o sálveme, yo continuaré con toda la pureza de mi espíritu obrando sólo por amor a Dios. Siquiera tendré el mérito de haber hecho hasta la muerte todo lo posible por amarle... Que desde aquel día había pasado la vida con perfecta libertad de espíritu y perpetua alegría.
Que cuando se le presentaba ocasión de poner en práctica alguna virtud, se dirigía a Dios diciendo:"Señor, y no sabré realizar esto si tú no me haces capaz de ello", y que entonces recibía toda la fuerza que necesitaba. Que si faltaba a su deber, confesaba en seguida su pecado diciendo a Dios: "Jamás haré otra cosa que faltar a mi deber si tú me abandonas a mis propias fuerzas: tú debes impedirme que obre mal y reparar mis errores." Y después de esto desechaba toda preocupación.
Que recientemente había sido enviado a Borgoña a comprar vino para la Comunidad, comisión que le pesaba mucho, pues carecía en absoluto de disposición para los negocios y se sentía torpe para desempeñar el encargo. Que dijo a Dios: "que era asunto suyo, porque él no se sentía con fuerzas", y que poco después estaba todo corriente.
"Que el año siguiente le habían mandado a Auvernia con el mismo objeto, y que, sin saber cómo, le había salido todo bien.
Y lo mismo le pasó con sus deberes de cocinero, teniendo verdadera aversión a la cocina, pues habiéndose habituado a hacerlo todo por amor de Dios y con oraciones para todos los casos, todo le había sido fácil durante los quince años que había permanecido allí, por asistirle la gracia en todo lo que hacia.
Que estaba contentísimo del lugar que actualmente ocupaba, pero que estaba dispuesto a abandonarlo como había dejado el anterior, pues siempre estaba complacido con lo que le correspondía, haciendo las cosas más humildes por el amor de Dios.
Que la bondad de Dios le hacía vivir en la seguridad de que nunca se vería abandonado, sino, al contrario, de que siempre le sería concedida la fuerza de soportar cualquier desgracia que El se sirviese mandarle; que como nada temía, jamás tenía necesidad de pedir consejos a nadie respecto de su situación. Que siempre que había probado de hacerlo, sólo había conseguido hallarse en mayor perplejidad" [4].
La sencillez de corazón del bueno del hermano Lorenzo y su abandono de todos los afanes innecesarios constituyen un espectáculo muy consolador.
***
La necesidad de considerarse responsable ha sido proclamada con bastante frecuencia en Nueva Inglaterra, y especialmente respecto del sexo femenino. Hoy por hoy nuestros estudiantes y nuestros profesores necesitan, no ciertamente exacerbar, sino más bien atenuar su tensión moral.
Sin embargo, temo que en este mismo instante alguno de mis amables oyentes adopte la enérgica resolución de abandonarse, de relajarse durante lo que le resta de vida. No es preciso que diga que no es esta la manera de proceder. Aunque os parezca una paradoja, la mejor manera de lograr el éxito es no preocuparse de si se podrá o no se podrá obtener. De este modo es posible que, mediante la gracia de Dios, caigáis de pronto en la cuenta de que ya estáis practicando mi consejo y, penetrados de la clase de sensaciones que el hacerlo os proporciona, podáis (si os sigue Dios ayudando) persistir en la empresa.
Hago los más ardientes votos por que puedan conseguirlo todos mis corteses oyentes.
William James, unav.es/
Traducción castellana de Carlos M. Soldevila (1904)
Notas:
1. W. James, Principles of Psychology y Psychology. Briefer Course.
2. W. James, The Will to Believe and Other Essays in Popular Philosophy.
3. Recuerdo haber leído en la revista Mercure, de Francia, una ingeniosa e interesante novela titulada: Los Marcianos, en que el autor finge una invasión de la Tierra por los habitantes de Marte que llegan de su planeta en varios proyectiles. Los marcianos o habitantes de Marte, cuya cultura supone el autor extraordinariamente superior a la nuestra, son unos monstruos análogos a los hombres del porvenir a que se refiere James. Han sufrido la atrofia de los órganos de la nutrición y del aparato motor, y todo su organismo se halla reducido casi a la cavidad craneana. (N. del T.)
4. H. Flerning, Revell Company. New York.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |