Rodrigo Bulboa

Introducción

El tema de la educación siempre es relevante en nuestras vidas, está presente en la conciencia de todas las personas, de tal modo que cada uno se sabe contingente, caduco, necesitado de perfección y de ayuda por parte de otros, como también, se descubre con cierta capacidad para guiar y colaborar a que otros puedan alcanzar alguna perfección moral; además, es un tema que está presente en lo cotidiano de una conversación familiar o en las políticas de los países de nuestro mundo. Porque, de alguna manera, todos tenemos presente que necesitamos de educación, y que, como se educa, es como se vive.

También la Iglesia Católica se ha pronunciado sobre esta materia, así vemos que en el Concilio Vaticano II, considerado unos de los documentos eclesiásticos más importantes de los últimos tiempos, se ha ponderado atentamente la gravísima importancia de la educación en la vida del hombre y su influjo cada vez mayor en el progreso social contemporáneo (Concilio Vaticano II. Gravissimum educationis, 1965).

Recordemos, además, las sentidas palabras del Papa Benedicto XVI a comienzos del 2008, en las cuales develaba una crisis o "emergencia educativa" de carácter universal, "confirmada por los fracasos en los que muy a menudo terminan nuestros esfuerzos por formar personas sólidas, capaces de colaborar con los demás y de dar un sentido a su vida" (Papa Benedicto XVI, 2008). Tengamos presente que, en aquella ocasión, el Papa no sólose limitó a denunciar el problema, sino que,al año siguiente, también solicitó a todo elmundo académico dar una respuesta a la crisis, entregando él mismo, como veremos, diversas orientaciones para saber cómo enfrentarse al escollo.

Después de un tiempo, el Papa Benedicto XVI (2008) insistía en el tema, diciendo: "me parece necesario ir hasta las raícesprofundas de esta emergencia para encontrar también las respuestas adecuadas a este desafío”; y planteó dos raíces problemáticas de esta emergencia, con sus respectivas soluciones, las cuales sucintamente quedan expresadas del siguiente modo: En primer lugar,"una raíz esencial consiste en un falso concepto de autonomía del hombre”; para lo cual propone "superar esta falsa idea de autonomía del hombre, como un «yo»completo en sí mismo, mientras que llega a ser «yo» también en el encuentro colectivo con el «tú» y con el «nosotros»”;es decir, nadie se educa a sí mismo, tema que no ayudará a comprender mejor la necesidad de fortalecer la educación de los hijos; y en segundo lugar, la otra raíz de la emergencia educativa es el escepticismo y el relativismo o, con palabras más sencillas y claras (afirmaba el mismo Papa Benedicto), la exclusión de  las dos  fuentes que  orientan el camino humano. La primera fuente debería ser la  naturaleza; la segunda, la Revelación (Papa Benedicto XVI, 2010)

Ante esta situación mundial, y frente al notable llamado de la Iglesia a dar respuesta a la "emergencia educativa" (Papa Benedicto XVI, 2008) de acuerdo con las dos orientaciones mencionadas, se destaca la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia del Papa Francisco, que trata directamente de la educación en unos de sus capítulos (Papa Francisco, 2016). A partir de esto, nos proponemos en este artículo mostrar cómo algunos aspectos de la concepción filosófica de la educación, según el patrimonio universal de la humanidad (Papa Juan Pablo II, 1998), están presentes en la encíclica Amoris Laetitia, especialmente en su capítulo VII. De ese modo podremos mostrar que el capítulo mencionado colabora a dar respuesta a la emergencia educativa desde una «fuente natural» según la nomenclatura empleada por el Papa Benedicto. Además, a pesar de que en el capítulo VII de Amoris no se cita en ningún momento al Aquinate, pretendemos tratar algunos temas de Santo Tomás que resultan  complementarios al texto del magisterio y que son, a nuestro parecer, de gran importancia para un posterior estudio (Papa Juan Pablo II, 1 998).

Fortalecer la educación de los hijos

Como indicamos en la introducción, desarrollaremos el artículo centrados en el capítulo VII de Amoris Laetitia, titulado: "Fortalecer la educación de los hijos”; para mostrar los alcances filosóficos y complementar, a su vez, con el Aquinate. Comencemos por recordar la conocidísima definición que nos heredó Santo Tomás, en ella nos dice que la educación es la conducción y promoción de la prole al estado perfecto del hombre, en cuanto hombre, que es el estado de virtud (Aquino, 2005, In IV Sent., dist. 26, q. 1, a. 1.). Si nos interrogamos acerca de quién educa, la respuesta es obvia, respecto de los primeros responsables, ya que se trata de educar a los hijos. Vislumbramos, en el texto magisterial la referencia a los padres en su rol como educadores. A partir de la lectura del mismo título del capítulo séptimo:"Fortalecer la educación de los hijos" podemos intuir la relación al rol de los padres; vemos, además, en el mismo texto, que desde el inicio nos dice el Papa:"los padres siempre inciden en el desarrollo moral de los hijos"(Papa Francisco, 2016), lo cual implica, no sólo una gran responsabilidad, sino también su importancia, lo cual nos invita a comprender, en el cuerpo de este artículo, el correcto ejercicio de la paternidad. Complementando lo anterior, el Papa Francisco agrega: "ya que esta función educativa de las familias es tan importante y se ha vuelto muy compleja, quiero detenerme especialmente en este punto" (Papa Francisco, 2016), y enfatiza esto diciendo en el mismo texto citado: "la familia no puede renunciar a ser lugar de sostén, de acompañamiento, de guía"(Papa Francisco, 2016). Tema que tendremos presente en el resto de este trabajo.

Bajo estos parámetros entendemos las palabras del Papa en las que le otorga gran responsabilidad a los padres en la tarea educativa, de tal modo que sus acciones inciden no sólo profundamente en la vida de los hijos,sino que, además,de suyo, son determinantes de sus vidas. En este sentido, el Santo Padre Francisco afirma que los padres ejercen sobre sus hijos una influencia insustituible. Así nos dice:

El desarrollo afectivo y ético de una persona requiere de una experiencia fundamental: creer que los propios padres son dignos de confianza. Esto constituye una responsabilidad educativa: generar confianza en los hijos con el afecto y el testimonio, inspirar en ellos un amoroso respeto. Cuando un hijo ya no siente que es valioso para sus padres, aunque sea imperfecto, o no percibe que ellos tienen una preocupación sincera por él, eso crea heridas profundas que originan muchas dificultades en su maduración.Esa ausencia, ese abandono afectivo, provoca un dolor más íntimo que una eventual corrección que reciba por una mala acción (Papa Francisco, 2016, p. 263).

Por ello la familia, entend ida como aquella primera comunidad nuclear en la sociedad, es la institución primordial para el desarrollo de la vida moral de las personas, pues en ella se encuentra el ámbito de aceptación incondicional que todo ser humano necesita para crecer en la virtud. Sin la familia la persona crecerá subdesarrollada desde el punto de vista afectivo y ético, porque es el ámbito donde trasuntan nuestros deseos y aspiraciones más profundas:

La familia es la primera escuela de los valores humanos, en la que se aprende el buen uso de la libertad. Hay inclinaciones desarrolladas en la niñez, que impregnan la intimidad de una persona y permanecen toda la vida como una emotividad favorable hacia un valor o como un rechazo espontáneo de determinados comportamientos. Muchas personas actúan toda la vida de una determinada manera porque consideran valioso ese modo de actuar que se incorporó en ellos desde la infancia, como por ósmosis: «A mí me enseñaron así»; «eso es lo que me inculcaron» (Papa Francisco, 2016, p. 274).

Hay un segundo aspecto a distinguir, complementario a lo anterior, aunque más bien propio de Santo Tomás (Aquino, 2005). Los padres, aunque son los primeros educadores de la prole, no causan la ciencia en los hijos, sino que buscan que éstos, desde sus principios intelectuales y morales, causen la ciencia en sí. Esta sentencia tomista nos ayudará a entender que la causa eficiente de la educación del hijo es el mismo hijo o educando, porque, como resulta obvio, nadie entiende por otro, ni ama libremente por otro, las acciones pertenecen a la persona que las realiza, como su dueña, y en su riqueza personal, de un modo único e irrepetible. Analicemos brevemente la doctrina tomista. Como bien sabemos, Santo Tomás da particular importancia a la enseñanza, dentro de lo que corresponde al conjunto de las acciones humanas según vemos en el sistemático desarrollo de la Suma Teológica (5.Th.1, q. 117,a.1). Esto quiere decir que destaca sobremanera aquellas acciones por las que una persona colabora a que otra adquiera conocimiento, lo cual pertenece esencialmente al ámbito de laeducación. Recordemos y analicemos algunos aspectos esenciales de estas acciones de acuerdo con el texto de la Suma:

El hombre adquiere la ciencia a veces por un principio interno, como es el caso de quien investiga por sí mismo; y, a veces, por un principio externo, como es el caso del que es enseñado. Pues a cada hombre le va anejo un principio de ciencia, la luz del entendimiento agente, por el que, ya desde el comienzo y por naturaleza, se conocen ciertos principios universales comunes a todas las ciencias. Cuando uno aplica estos principios universales a casos particulares cuyo recuerdo o experiencia le suministran los sentidos, por investigación propia adquiere la ciencia de cosas que ignoraba, pasando de lo conocido a lo desconocido. De ahí que también todo el que enseña procura conducir al que aprende de las cosas que éste ya conoce al conocimiento de las que ignora, siguiendo aquello que se dice (Aristóteles) en I Poster.: Toda enseñanza, dada o adquirida, procede de algún conocimiento previo (S.Th. /, q. 117, a. 1.).

Lo anterior lo podemos expresar del siguiente modo: los padres proponen los instrumentos necesarios para que el hijo aprenda propiamente desde sí mismo. Estos son, por ejemplo, todos los signos sensibles aptos para comunicar la ciencia. Y a través de estos signos sensibles se presentan a la inteligencia las especies inteligibles que la hacen fecunda (Canals Vidal, 1987). Es el hijo quien, movido desde la actualidad del entendimiento agente, se mueve al aprendizaje, formando las concepciones inteligibles, cuyos signos los padres proponen, al modo como el médico causa la salud en el paciente ayudando a que la naturaleza alcance su fin natural (S.Th.1, q. 117, a.1, ad 1 y 3.). Estos signos sensibles, que el maestro suministra o propone, son la verdadera causa instrumental y no los padres (Aquino, 2005):

El maestro puede contribuir de dos maneras al conocimiento del discípulo. La primera, suministrándole algunos medios o ayudas de los cuales pueda usar su entendimiento para adquirir la ciencia, tales como ciertas proposiciones menos universales, que el discípulo puede fácilmente juzgar mediante sus previos conocimientos, o dándole ejemplos palpables, o cosas semejantes, o cosas opuestas a partir de las que el entendimiento del que aprende es llevado al conocimiento de algo desconocido (5.Th.1, q. 117,a. 1.).

Detengámonos un momento en aquello que dice el Aquinate: "el hombre puede adquirir ciencia por símismo”; lo cual delata que de algún modo es causa eficiente para sí, por lo menos en lo que se trata de adquirir ciencia, porque entender es propio del alma inteligente. Y como nadie entiende por otro, le puede ayudar colaborando, orientando y promoviendo, como el médico ayuda a la naturaleza para que ésta cause la salud en el enfermo (5.Th.1, q. 117, a.1, ad 4.). Se concluye que los padres transmiten su ciencia a los hijos desde su propia formalidad inherente, la ciencia, pero es el hijo, desde la luz del intelecto agente y sus primeros principios, quien aprende. Por ello, dice Santo Tomás que la ciencia se adquiere "a través de un principio interno; porque le es propio al alma un principio de ciencia": al que Santo Tomás llama "entendimiento agente”; es decir, la misma alma en cuanto que es principio de conocimiento, porque siendo el alma humana subsistente se tiene presente a sí misma, y teniéndose presente, se sabe siendo, sabe que es ella.

Por ello deducimos, con el Doctor Angélico, que los padres suministran una ayuda externa para que sea el hijo quien aprenda. Luego, son los padres quienes actúan sobre la naturaleza del hijo para que éste adquiera mediante ayudas externas los conocimientos necesarios de lo que es apto para aprender (5.Th.l, q. 117, a.1, ad 4.) La luz del intelecto es puesta como la causa principal del aprendizaje, luz que los padres presuponen en el hijo y que no la causan(Aquino, 1967).

Los temas tomistas que hemos traído a colación nos pueden ayudar a complementar las palabras del Papa Francisco; así ocurre, por ejemplo, con el siguiente texto:

Cuando se proponen valores, hay que ir de a poco, avanzar de diversas maneras de acuerdo con la edad y con las posibilidades concretas de las personas, sin pretender aplicar metodologías rígidas e inmutables. Los aportes valiosos de la psicología y de las ciencias de la educación muestran la necesidad de un proceso gradual en la consecución de cambios de comportamiento, pero también la libertad requiere cauces y estímulos, porque abandonarla a sí m isma no ga rantiza la maduración (Papa Francisco,2016, p. 273).

Por otra parte, siguiendo con nuestro breve análisis tomista, el segundo modo de contribuir al conocimiento de los hijos, según nos sigue diciendo el Aquinate, es: "fortaleciendo el entendimiento del que aprende" (5. Th.1, q.  117,a. 1.), pero"no mediante alguna virtud activa como si el entendimiento del que enseña fuese de una naturaleza superior" (5. Th. 1, q. 106, a.2;q. 111,a.1), puesto que todos los entendimientos humanos son de un mismo grado en el orden natural, sino en cuanto que se hace ver al hijo la conexión de los principios con las conclusiones, en el caso de que no tenga suficiente poder comparativo para deducir por sí mismo tales conclusiones de tales principios. De este modo, cuando los padres enseñan por «demostración», según la nomenclatura tomista, ayudan  a que el hijo adquiera ciencia (5. Th.1, q . 117, a. 1.).

Por tanto, los padres, aunque no son causa eficiente del entender del hijo, ni de la adquisición de la virtud por parte de éste, son, según las palabras del Papa, son los principales responsables de la educación, en cuanto a la conducción y promoción de los hijos a adquirir conocimiento y virtud, participando de este modo de la paternidad divina, según nos dice el Aquinate (5.Th. l, q. 117, a.1, ad 3.).

Ahora, para analizar otro aspecto, tratemos de responder la pregunta: ¿para qué educar? Siguiendo la lógica de Santo Tomás entramos en consideración de la causa final de la educación. Como es prop io de la razón de fin, será aquello último en alcanzar, pero que, sin lo cual, nada se haría, y, por esto, es lo primero que se pretende (In IV Sent., dist. 26, q. 1, a. 1). Como afirma el Aquinate: el fin de la educación es el "estado de el virtud" (S.Th. 1.11. q.1, a.l , ad 1.), aunque en el texto magisterial no se presenta este tema directamente, veamos qué significa en el Aquinate. Para Santo Tomás el estado perfecto del hombre significa la adquisición de la virtud. Esta perfección no le corresponde al hombre por esencia, sino en cuanto sujeto perfectible por el correcto ejercicio de su libertad, y es un "estado" porque cabe poseer esta perfección aún mientras no se esté ejerciendo la virtud, y esto sólo se consigue por la perfección estable que otorga la virtud.

Encontramos en el texto magisterial la referencia al tema: "La tarea de los padres incluye una educación de la voluntad y un desarrollo de hábitos buenos e inclinaciones afectivas a favor del bien" (Papa Francisco, 2016, p. 264). Y más adelante nos dice el Papa: "Es necesario desarrollar hábitos.También las costumbres adquiridas desde niños tienen una función positiva, ayudando a que los grandes valores interiorizados se traduzcan en comportamientos externos sanos y estables" (Papa Francisco, 2016, p. 266).

Una vez más, busquemos complementar con Santo Tomás. Primero, tengamos presente aquello de "todo agente obra por un fin"(S.Th. 1.11, q. 1, a. 1.). En nuestro caso, son lospadres, como agentes, los que educan para que el hijo alcance el estado de virtud. Pero, no basta con advertir el fin inmediato y propio de algo, en este caso de la educación, porque, como también nos recuerda el Aquinate, no podemos elaborar una escala infinita de fines, ya que no habría movimiento alguno en el agente, luego, necesariamente hay que tener presente el fin último, aquel que satisface todo movimiento, es decir, Dios, que como ser perfectísimo satisface toda necesidad y en cual se alcanza la felicidad plena y absoluta (S.Th. 1.11. aa.7 y 8.).

Por tanto,cuando tratamos de la educación en Amoris Laetitia no podemos perder de vista, lo más importante: que todas las acciones educativas se realizan en vista de la felicidad del hijo, como fin último. Porque, el estado de virtud tiene,a su vez, como fin, el ser feliz: fin último de toda la vida del hombre (S.Th. 1.11, q. 3, a. 1).

Así entonces, cuando el Santo Padre inicia el documento Amoris Laetitia diciendo:"La alegría del amor que se vive en las familias es también el júbilo de la Iglesia”; o cuando se pregunta: "¿Dónde están los hijos?" (Papa Francisco, 2016, p. 261), podemos dirigirnos a pensar en el fin último, porque es donde se encuentra  la alegría  plena, y es también la razón última de la pregunta que sehaceel Papa. Así vamos entendiendo los textos magisteriales de acuerdo con el último Fin.

Al Santo Padre Francisco le preocupa entonces "generar procesos, más que dominar espacios" (Papa Francisco, 2016, p. 261). Obviamente nos podemos preguntar: ¿generar procesos para qué? La respuesta acertada nos podrá, evidentemente, conducir al del fin último. Veamos qué nos dice el texto magisterial:

Si un padre está obsesionado por saber dónde está su hijo y por controlar todos sus movimientos, sólo buscará dominar su espacio. De ese modo no lo educará, no lo fortalecerá, no lo preparará para enfrentar los desafíos. Lo que interesa sobre todo es generar en el hijo, con mucho amor, procesos de maduración de su libertad , de capacitación, de crecimiento integral, de cultivo de la auténtica autonomía. Sólo así ese hijo tendrá en sí mismo los elementos que necesita para saber defenderse y para actuar con inteligencia y astucia en circunstanciasdifíciles (Papa Francisco, 2016, p. 261).

Entendemos con esto,que los padres deben procurar la adquisición de las virtudes en el hijo en orden a un crecimiento en perfección del ejercicio de la libertad, para que así, siendo dueño de sí mismo, pueda amar verdaderamente. Nos parece apropiado ir pensando en él para qué final. Además, el Papa Francisco (2016), afirma:

Entonces la gran cuestión no es dónde está el hijo físicamente, con quién está en este momento, sino dónde está en un sentido existencial, dónde está posicionado desde el punto de vista de sus convicciones, de sus objetivos, de sus deseos, de su proyecto de vida. Por eso, las preguntas que hago a los padres son: ¿Intentamos comprender "dónde" están los hijos realmente en su camino? ¿Dónde está realmente su alma, lo sabemos? Y, sobre todo, ¿queremos saberlo? (p. 261)

Por otra parte, como segundo epígrafe del mismo capítulo séptimo que estamos analizando, el Papa Francisco titula: "formación ética de los hijos" (Papa Francisco, 2016), lo cual nos hace tener presente nuevamente el tema subyacente del fin último nombrado más arriba. De la mano de Santo Tomás hemos de decir que sólo en vista del fin último podemos desarrollar cualquier formación ética,y dependiendo de la veracidad de este fin, será la veracidad de la formación.

Al finalizar el Papa Francisco en el capítulo que tratamos, haciendo una consideración teológica del tema, nos dice que: "La educación de los hijos debe estar marcada por un camino de transmisión de la fe" (Papa Francisco, 2016, p. 287), desde la mirada sobrenatural evidentemente es Dios el fin último, es decir, la Santísima Trinidad. Con esto el Santo Padre Francisco nos conduce a realizar una mirada teológica, elevando la filosófica o la razón natural, al ámbito de lo sobrenatural, y por ello, a lo más luminoso y verdadero.

Por último, podemos apreciar que el Santo Padre Francisco nos habla de la necesidad de adquirir la virtud a través de un proceso que se da en el tiempo. Por tanto, la perfección a la que se aspira, obviamente, hay que lograrla progresivamente, es un fin por alcanzar, a través del buen ejercicio de las acciones humanas, por lo que el Papa nos dice: "siempre se trata de un proceso que va de lo imperfecto a lo más pleno" (Papa Francisco, 2016, p. 264). Luego, se trata del ejercicio de la libertad que tiene su sustento en el conocimiento de la verdad; porque, de lo contrario, nos asegura el Papa Francisco: "si la madurez fuera sólo el desarrollo de algo ya contenido en el código genético, no habría mucho que hacer"(Papa Francisco, 2016, p. 262), sería algo ajeno a la vida personal, caracterizada por el ejercicio de la libertad y por la conciencia de ejercerla.

Lo anterior lo expresa el Papa Francisco con las siguien tes palabras: "Lo que interesa sobre todo es generar en el hijo, con mucho amor, procesos de maduración de su libertad, de capacitación, de crecimiento integral, de cultivo de la auténtica autonomía" (Papa Francisco, 2016, p. 265), y más adelante dice: "el fortalecimiento de la voluntad y la repetición de determinadas acciones construyen la conducta moral, y sin la repetición consciente, libre y valorada  de determinados comportamientos buenos no se termina de educar  dicha conducta. Las motivaciones, o el atractivo que sentimos hacia determinado valor, no seconvierten en unavirtud sin esos actos adecuadamente motivados" (Papa Francisco, 2016, p. 266). El vínculo entre el ejercicio de las virtudes, como aquello que es lo formal de la educación, con el estado de virtud, como aquello que es el fin al que se aspira, lo presenta el Papa Francisco afirmando respecto de lo que podríamos considerar en el texto magisterial el final del proceso educativo: "La virtud es una convicción que se ha transformado en un principio interno y estable del obrar. La vida virtuosa, por lo tanto, construye la libertad, la fortalece y la educa, evitando que la persona se vuelva esclava de inclinaciones compulsivas deshumanizantes y antisociales" (Papa Francisco, 2016, p. 267).

Conclusión

Respecto de la tesis inicial, podemos decir que hemos visto a lo largo del artículo que las palabras magisteriales expresan, en su fundamento, varios de los principales principios de la filosofía de la educación, entendida ésta, como perteneciente a aquel patrimonio intelectual y universal de la humanidad que mencionábamos en la introducción. Especialmente en lo que se refiere a la moral y al fin de la educación, ya que se hace especial énfasis en el desarrollo de las virtudes, como en respetar la libertad de los hijos en el proceso educativo, en orden a un verdadero ejercicio de la libertad.

Es por esto que podemos afirmar que el texto de Amoris Laetitia,especialmente en el capítulo VII (Papa Francisco, 2016) que hemos tratado, hace un especial aporte doctr inal a la respuesta que la Iglesia nos ha invitado hacer por boca del Papa Benedicto XVI (2008), ante la emergencia educativa que sufre la humanidad en nuestros tiempos. Considerando temas en el ámbito natural o filosófico ilumina el que hacer educativo de los padres y exhorta con fuerza a asumir la misión educativa propia de los progenitores.

Por otra parte, respecto del segundo aspecto que planteaba nuestro artículo, en lo referente a la metafísica tomista, creemos que el texto de Amoris Laetitia contiene principios filosóficos suficientes para ser complementada y desarrollada según la filosofía del ser tomista (Aquino, 2005). A pesar de que el Aquinate no es citado ni tratado de modo específico en el capítulo que hemos analizado, la doctrina del Santo Doctor se hace perfectamente complementaria y necesaria para profundizar en posteriores estudios (Aquino, 1967).

Queda patente en el texto magisterial la importancia de los padres de familia, cuya presencia y acción es vital en el proceso educativo, no sólo en lo referente a alcanzar la vida virtuosa, sino también en crear el ambiente emocional favorable para que crezcan los hábitos virtuosos correspondientes (Papa Francisco, 2016). En esta tarea peculiar, los padres ejercen una particular causalidad, pues colaboran con su vida y ejemplo a que se alcance la perfección necesaria para llegar a la plenitud moral y ética que no sólo exige el concepto de educación, sino que es fundamental para la felicidad de los hijos (Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino, 2019).

Además, siendo el hombre creado por Dios y para Dios, y que la razón de la creación se funda en la bondad divina, hemos de destacar, como elemento clave del texto magisterial, el amor con que se educa, ya que, de modo análogo al acto creador, lo formal del acto educativo por parte de los padres debe ser el amor, como, a su vez, la razón final debe ser el Amor, que es Dios mismo (S.Th. 1, q.93.). En definitiva, la educación de los hijos esel acto de amor más importante que pueden realizar los padres y eslo que más conduce a la plenitud de la vida personal de éstos en cuanto padres.

Rodrigo Bulboa, dialnet.unirioja.es/

Judith Buchanan

“En nuestro mundo, la salud se entiende como una meta positiva para los seres humanos” [1]. Por tanto, una persona diagnosticada de una enfermedad terminal, es decir “una enfermedad que no se puede curar y que es mortal” [2], tiene que ser vista como alguien con la última desgracia y así, cuando la noticia es comunicada a familiares y amigos, todos reaccionan con muestras de simpatía y “condolencias” [3]. Luego, para el creyente, viene la dificultad de saber cómo orar. Así, por ejemplo, en las preguntas a su amiga de una mujer a quien se acaba de diagnosticar una enfermedad terminal: –“¿Qué hago? ¿Le pido a Dios que me ayude a aceptar mi diagnóstico? o ¿le pido que me sane?” [4].

En primer lugar la espiritualidad tiene que ver con nuestra manera de relacionarnos con Dios, pero ¿cómo debe una persona hacerlo cuando está a la espera de una muerte que va viniendo poco a poco? ¿Se debe solicitar ayuda para resignarse a la realidad que parece tan cruel? o sabiendo que Dios es todopoderoso y que Jesús sanó a muchos enfermos durante su tiempo en la tierra ¿se debe buscar su sanidad? El gran problema es que, aunque muchos piden que Dios les sane, la mayoría no consiguen la sanidad que anhelan. ¿Cómo se puede saber que un enfermo en particular va a ser sanado? Si Dios no quiere sanar a una persona ¿por qué permite que sufra una enfermedad así?

Hay muchas preguntas, pero sobre todo hace falta pensar de nuevo lo que quiere decir acercarse a la presencia de Dios. Él es más que un cajero automático del banco donde se teclea nuestra instrucción y la maquina responde entregando lo que se ha pedido. Dios no está lejos de los problemas de los que sufren y se enfrentan con la muerte. Al contrario, en su Hijo, Dios experimentó sufrimiento y muerte de la manera más intensa posible. Por lo tanto tocando su presencia el enfermo encuentra que no esta solo sino que es acompañado, consolado y fortalecido; no simplemente para enfrentar la muerte sino para disfrutar de la vida, una vida que se valora tanto más desde el conocimiento de que su fin se acerca [5]. Ya la oración cambia al descubrir la riqueza de la vida que queda por vivir en vez de fijarse en el fin de ella. A la vez el enfermo es liberado de su constante preocupación sobre su propia enfermedad para poder relacionarse positivamente con otros en la misma situación.

Una razón por la cual muchos creyentes se empeñan a seguir orando por la curación a pesar de ver al enfermo empeorar cada vez más, es que da una posibilidad de esperanza que tanto falta en la vida de alguien con una enfermedad terminal. Es ahí donde la resurrección es buena noticia. A través de ella el enfermo tiene la esperanza de seguir tocando la presencia de Dios más allá de la muerte y de disfrutar de la transformación de su cuerpo dejando atrás su cuerpo debilitado y cada vez más inútil.

Tocar la presencia de Dios puede cambiar el enfoque de un enfermo terminal abriendo más posibilidades para la oración, dando un propósito para vivir y guiándole en sus relaciones con otros pacientes. Aquí estos temas serán desarrollados en los siguientes apartados: el dilema del enfermo terminal, el camino del enfermo terminal, el destino del enfermo terminal y las relaciones del enfermo terminal.

El dilema del enfermo terminal

Vivir con una enfermedad terminal es vivir con la certeza de que el proceso de la muerte ya ha empezado y llegará a su fin. Así el paciente está a la espera sabiendo que su vida va apagándose, pero sin saber exactamente cuando será. Mientras, la vida va dificultándose por el avance de la enfermedad y los tratamientos que requiere. Es difícil no estar pensando constantemente sobre la situación, lo que puede llevar a un egocentrismo atroz. En la sociedad secular de hoy día “la muerte es el desastre definitivo, que hay que eludir o posponer todo lo que sea posible” [6]; es el gran desconocido que todos temen y por tanto “se ha establecido un cierto tabú”  [7] sobre ella. Por consiguiente el enfermo terminal se enfrenta solo con algo que nadie quiere contemplar ni se menciona en conversaciones. Fácilmente se identifica con Job cuando pregunta:

¿Cuál es mi fuerza para seguir esperando?

¿Cuál es mi fin para seguir teniendo paciencia?

¿Soy acaso tan fuerte como las piedras?

¿Es mi carne como el bronce?

¿No es cierto que ni aun a mí mismo me puedo valer y que carezco de todo auxilio? [8]

“En cierto sentido, la muerte es el acontecimiento más natural de la vida, y, al mismo tiempo, el más antinatural” [9]. Todos nos tenemos que enfrentar a ella y no sólo los enfermos terminales. Entró en el mundo como resultado del pecado [10] y sirve para recordar a todos que vivimos en un mundo que no refleja la intención original de su Creador, sino la dominación del pecado, como resultado del deseo de los seres humanos de independizarse de Él. Por lo tanto en la muerte se evidencia el juicio de Dios contra todo desvío de sus buenos planes y deseos para todas sus criaturas. El Nuevo Testamento abre nuevos horizontes porque describe la victoria sobre la muerte conquistada por Cristo a través de la crucifixión y resurrección. Dios, en su benevolencia hacia su creación envió a su propio hijo a este mundo para morir por el pecado de todos para que los que acepten esta muerte y se identifiquen con ella, también puedan disfrutar de su victoria sobre ella [11] y cantar con Pablo:

¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley. Más gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo. [12]

Todos los que somos creyentes, los que estamos “en Cristo” tenemos que morir, pero con la esperanza segura que la muerte no es el fin y que hay vida después de la muerte. Mientras, para el enfermo terminal la vida sigue, cada vez más corta y cada vez más difícil. Se puede asomar al futuro para ver la separación inevitable de familiares y amigos, su tristeza, y la finalidad de todos los anhelos, y planes para la vida. Sí, “en Cristo” no se tiene que temer a la muerte; no obstante, es comprensible que tantos oren desesperadamente por la sanidad para poder escapar de ella. Sin embargo, ¿no es eso seguir la corriente de este mundo, con su cultura del placer”, donde “todo lo doloroso... debe ser desterrado”? [13]. Lo importante para el creyente no es tanto la manera o la fecha de la muerte de él/ella –dado que todo ser humano tiene que pasar por ella– sino lo que hace con la vida que le queda por vivir.

Al recibir su diagnóstico de cáncer terminal, Mark Ashton –un pastor evangélico en Gran Bretaña– dijo que fue una “buena noticia”, porque, con su esperanza puesta en su relación con Cristo, vio que con el tiempo que le quedaba hasta la muerte, tendría ocasión para prepararse para ella y tener todo en orden al momento de fallecer. Además, a pesar de su tristeza al despedirse de sus seres queridos, esos meses de vida fueron un tiempo de “riqueza espiritual” en que experimentó la presencia de Dios en su vida de una manera especial a través de su relación con Cristo y fue sostenido al creer firmemente que esta relación no terminaría con la muerte [14]. Otro pastor, Michael Wenham, –que ya tiene dificultad para hablar, andar o hacer las cosas más básicas de la vida– habla de tener mucho más tiempo para “disfrutar de la belleza a su alrededor”, que parece “el borde del manto del Creador”. Así durante el tiempo que está esperando su inevitable muerte, ha llegado a ser un tiempo para tocar la presencia de Dios y deleitarse en sus maravillas [15]. De esta manera encuentra posible experimentar “el gozo del Señor” como su “fuerza” [16] a pesar de su lucha diaria para simplemente sobrevivir.

El camino del enfermo terminal

Pensar en cómo tocar la presencia de Dios en medio de la enfermedad terminal nos ayuda a seguir el ejemplo de los teólogos de liberación, con una cristología desde abajo que empieza con “la realidad de Jesús de Nazaret, su vida, su misión y su destino” [17]. Durante su vida Jesús estuvo con enfermos. Muchas veces los sanó, pero no siempre, como se ve en el relato del paralítico de Betesda donde sólo uno de la multitud de enfermos alrededor del estanque experimentó sanidad, y que fue no tanto una obra de caridad sino una señal para mostrar que Jesús era el Mesías [18]. Jesús se encontró constantemente con personas necesitadas –lo que incluía enfermos y sufrientes– y tenía compasión de ellos, lo que se manifestaba no solamente en milagros para aliviar el sufrimiento, sino en enseñanza para poder caminar mejor en esta vida con ello. En una ocasión dijo: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación” [19]. “Los que lloran” tiene que incluir a los enfermos terminales que han perdido su salud y se enfrentan con su propia muerte. La consolación del Buen Pastor es algo práctico que da fuerzas para seguir adelante. Se encuentra la realidad de esto en la visita no planeada de un amigo en un momento de crisis, en la provisión de un/a compañero/a de habitación compatible con el paciente durante una hospitalización, un regalito que llega en un momento de depresión o la intervención a tiempo cuando ha habido una equivocación en el tratamiento.

En cierto sentido, Jesús de Nazaret ha ido delante del enfermo terminal abriendo camino. Durante su corta vida tenía muy claro su destino: la cruz; pero andar hacia ella no fue fácil como se ve en su lucha en Getsemaní. Delante estaba el maltrato, los azotes, las heridas, la falta de sueño, la impotencia, el dolor y por fin, después de mucho sufrir, la muerte. No es para sorprenderse que quisiera escapar de ello y por eso la oración: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa ... pero no sea como yo quiero, sino como tú” [20]. Fue una oración no contestada en que no consiguió su propia voluntad. Al contrario, logró entregarse voluntariamente al Padre para cumplir su plan a favor de toda su creación. Nadie ha llegado a tanto sufrimiento como el Hijo cuando llegó a experimentar el abandono del Padre. A la vez el Padre, quién entregó su Hijo para este fin, sufría con el dolor de un padre amante por la pérdida de su hijo, y no solamente por su Hijo sino por todos los seres humanos, dado que fue “hecho por nosotros maldición” [21]. De esta manera llega a ser “el Dios y Padre de los abandonados” [22] entre  los cuales se pueden incluir los enfermos terminales. Es por eso que a través de la cruz pueden encontrar la presencia consolador del Padre y además encuentran la verdad de que “Cristo, volcado a nosotros y abandonado en su muerte por nuestra causa, es el hermano y el amigo al que todo podemos confiar porque él todo lo conoce y padeció todo lo que nos puede afectar... y mucho más” [23].

Al pensar en los sufrimientos de Jesús, un tipo de espiritualidad mística que se encuentra en Rusia, puede ser de ayuda. Es una manera de entender toda la vida como consistiendo tanto de lo bueno como de lo malo totalmente mezclado. Así no se puede ni se debe escapar del sufrimiento —tan íntimamente entretejido con lo bueno— sino que hay que participar en ello para poder conocerlo y verlo transformado [24]. Tenemos el ejemplo supremo de esto cuando vemos a Jesús muriendo en la cruz. Su muerte –la entrega del bueno al malo– permite la victoria sobre la muerte. Es el camino que ofrece a sus seguidores cuando les dijo: “si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame” [25]. Él va delante de los que le siguen en este camino rocoso y difícil, pero a la vez viene hacia ellos para unirse a su participación en el sufrimiento de este mundo [26]. Así la presencia de Dios es la guía y la seguridad del enfermo terminal [27].

El destino del enfermo terminal

Hoy se reconoce que “la esperanza provee una estrategia importante para poder llevar bien las etapas críticas de la vida humana” [28] y que hay una relación entre esperanza y desesperanza que puede afectar la salud de la persona [29]. Más aún hay un estudio realizado entre pacientes con cáncer, que muestra que su enfermedad se atenua cuando tienen esperanza [30]. Todo esto nos deja con la pregunta ¿qué se entiende por esperanza? En la literatura secular parece un concepto bastante borroso, como por ejemplo cuando Kylmä y Vehviläinen-Julkunen la describen como “una emoción, una experiencia o una necesidad” y que se puede “distinguir entre una esperanza generalizada y otra particularizada.” Estos autores –al repasar la literatura de las investigaciones de enfermería– dan unas pincelas generales para describir el contenido de esperanza, pero no terminan de concretarlo. Sin embargo subrayan un estudio que muestra que “la esperanza se define como una experiencia del sentido y propósito de la vida” [31].

Desde el principio de la Iglesia una de las creencias fundamentales del cristianismo que ha sostenido a muchos creyentes a la hora de encontrarse cara a cara con la muerte ha sido la convicción de que hay vida después de la muerte. En su resurrección Jesús venció la muerte y abrió paso a una nueva vida sin muerte: la vida eterna. Cristianos que han tocado la presencia de Dios durante sus vidas y han disfrutado de su relación con Jesús resucitado tienen la seguridad de poder seguir disfrutándola después de su muerte porque “si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él” [32]. Ahora bien a veces esta esperanza se centra más bien en el lugar donde estaremos con Jesús después de la muerte. Hace poco un autor ha escrito: “el resumen de nuestra esperanza es el cielo” y por eso “hemos de convertir nuestra esperanza en una realidad presente, en cosas concretas, reales, tangibles” [33]. Pero para un enfermo terminal esto parece una esperanza pobre ya que esta persona tiene poco para aportar a este mundo y el cielo suena lejos y difícil de valorar aunque sí, provee una vía de escape de una vida cada vez más difícil de llevar. A pesar del énfasis sobre el cielo como el destino de los creyentes de las iglesias, la Biblia habla poco sobre el tema y más bien se centra en la resurrección de los cuerpos de los que mueren. Por eso el credo apostólico declara su creencia en “la resurrección de la carne” sin mencionar “el cielo” y, en los primeros siglos del cristianismo, los muertos eran enterrados hacia el oriente para estar preparados para levantarse y encontrarse con su Señor a su regreso [34].

Wright ha destacado la necesidad de la resurrección de la carne para que la muerte sea “conquistada” y no solamente “redefinida” [35]. El proceso de morir implica la destrucción de la carne, a veces con resultados desagradables y vergonzosos. Claramente, la resurrección de un cuerpo en tales condiciones no es una buena noticia. Hay la tentación de pensar únicamente en la resurrección de un alma sin cuerpo. Sin embargo no solo va contra la idea hebrea de una persona íntegra, que impregna la Biblia, sino también ignora el hecho de que el patrón para los cuerpos resucitados de los seres humanos es el cuerpo resucitado de Jesús quien es “las primicias de los que durmieron” [36]. Su resurrección garantiza la resurrección de sus seguidores [37] quienes resucitarán en una manera semejante: con cuerpo. Lucas deja claro que el cuerpo resucitado de Jesús fue un cuerpo genuino: comió y se relacionó con sus discípulos aunque ellos tardaron en reconocerle. A la vez se aparece y desaparece en una manera fuera de normal [38]. Se podría describir su cuerpo como “transformado”: en continuidad con su cuerpo antes de la crucifixión, pero nuevo y distinto. Al hablar de la resurrección de creyentes, Pablo hace referencia a dos cuerpos: –animal de la vida terrenal– y espiritual –de la vida resucitada con Jesús–. Esta descripción viene después; de una serie de contrastes para resaltar la diferencia entre la vida terrenal antes de la muerte y la vida del resucitado después; por eso el cuerpo espiritual se debe entender como un cuerpo “sobrenatural” y no “inmaterial” [39]. Así en la resurrección, los seguidores de Jesús, por la gracia de Dios, serán transformados con nuevos cuerpos a su semejanza, quien es las “primicias” de todos:

Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas [40].

Es una buena noticia para los que tienen la muerte ante sí viéndose más debilitados y frustrados con su vida en este mundo. Ya pueden soñar con un futuro glorioso sabiendo que los problemas presentes pasarán, abriendo camino para una nueva vida en la presencia de Dios con cuerpos sanos e íntegros. Una vida libre de dolor, tristeza y tratamientos incómodos. Una vida en que cada persona sigue siendo quien es con su personalidad, historia y cuerpo y no llega a ser meramente un alma.

Las relaciones del enfermo terminal

Antes de ir a la cruz, al despedirse de sus discípulos Jesús les dio su paz: su shalom que implica su bienestar y salud que se experimenta en las relaciones dentro de una vida comunitaria. La comunidad de creyentes que forma una iglesia local provee el contexto donde el creyente enfermo terminal puede experimentar este shalom a pesar de su enfermedad y así encontrar la fuerza para seguir adelante [41]. Ahora aporta menos al grupo en cuanto a lo que es capaz de hacer, pero puede ser apreciado por quien es y disfrutar de dar y recibir amor, el amor ágape [42]. Una traducción de Jb 6, 14 es “el que retira la compasión al prójimo, abandona el temor de Sadday” que implica que las muestras de compasión contribuyen a nuestro culto a Dios [43]. Por lo tanto, la presencia  de personas enfermas y discapacitadas en una iglesia da más oportunidad para mostrar compasión y, al hacerlo, enriquecen el culto que se ofrece a Dios. A la vez los  miembros de la comunidad eclesial pueden respaldar y abrigar a los que padecen enfermedades terminales, para que a través del grupo se sientan fortalecidos y experimenten el shalom. En esto la oración es importante cuando la comunidad lleva las peticiones del enfermo a la presencia de Dios. Algo que los cristianos rusos han apreciado durante sus años de persecución es que el que sufre nunca está solo sino que el peso de su sufrimiento es compartido con los creyentes que oran, estén donde estén [44]. De acuerdo con esto está el testimonio del pastor Michael Wenham quien ha confesado que siempre se siente mejor después de la oración a su favor a pesar de que su enfermedad sigue empeorando, lo atribuye al hecho de que ha sido posible tocar la presencia del Dios de amor [45]. A veces es difícil saber como orar pero estos momentos proveen oportunidades para poner los problemas del enfermo delante de Dios y permitir que su Espíritu interceda a favor de esta persona [46]. Por lo tanto al tocar la presencia de Dios en oración, no hace falta decirle lo que tiene que hacer.

El mandato del Jesús resucitado a sus discípulos en el evangelio de Juan: “como me envió el Padre, así también yo os envío” deja claro que los discípulos están encargados de seguir con la misión de Jesús. De la misma manera que Él trajo el reino de Dios y lo encarnó en medio de la sociedad de su tiempo así también los discípulos están llamados para hacer lo mismo. Los creyentes que son enfermos terminales tienen el enorme privilegio de poder seguir este ejemplo y hacer palpable el reino de Dios y por lo tanto la presencia de Dios para otros pacientes en situación similar. Cada visita al hospital con las esperas tan largas para ver al médico o recibir un tratamiento, pueden ser una oportunidad para ayudar a otros a tocar la presencia de Dios que sostiene al creyente en su camino y le da esperanza. Simplemente una sonrisa puede aliviar la preocupación o depresión de un enfermo, mientras otro será ayudado por la promesa de oración o una palabra de ánimo. Otros querrán saber qué es lo que da fuerzas al creyente y le ayuda a ver su situación con una luz positiva. Al cumplir el mandato de Jesús de esta manera, el creyente con una enfermedad terminal encontrará un nuevo sentido para su vida que se va apagando.

La presencia de Dios hace posible mirar a la vida en vez de a la muerte, sostiene al enfermo durante su caminar y le da esperanza y sentido para vivir. Por eso el enfermo puede decir con Job: “el Señor dio y el Señor quitó: ¡Bendito sea el nombre del Señor” [47] La relación con Dios en el presente que no termina con la muerte, es la relación prioritaria a todas las demás relaciones y hace posible para el creyente seguir adelante con su enfermedad aún conociendo su pronóstico [48]. Por tanto, la oración a favor de una persona así no debe estar enfocada hacia la sanidad o a la resignación frente a la enfermedad. Más bien debe estar orientada a buscar tocar la presencia de Dios.

Judith Buchanan, en fliedner.es/

Notas:

1   Cook, E. D., “La salud y la asistencia sanitaria” en Atkinson, D. J. y Field, D. H., Ética Cristiana y Teología Pastoral, (Terrassa: CLIE, 1995), p.1014.

2   Definición           de      enfermedad     terminal      del      Instituto      Nacional      del      Cáncer. <www.cancer.gov/diccionario/?CdrID=44178> consulta: 19.11. 2010.

3   ¡A pesar de que el enfermo todavía vive!

4   Mathers, M, “Radical gratitude” en Women at the Well, Vl. 6 Issue 1, (April, 2010).

5   Casson, James H., Dying, the Greatest Adventure of My Life, (London: Christian Medical Fellowship Publications, 1980), p.5.

6   Vere, D. W. “La muerte y agonía” en Atkinson, D. J. y Field, D. H., Ética Cristiana y Teología Pastoral, (Terrassa: CLIE, 1995), p.833.

7   Flavia C, “De algo hay que morir”, Sierra Madrileña, 22 octubre (2010), p13.

8   Jb 6, 11-13.

9   Atkinson, D. J., “La vida, la salud y la muerte” en Atkinson, D. J. y Field, D. H., Ética Cristiana y Teología Pastoral, (Terrassa: CLIE, 1995), p.135.

10    Gn 3, 19.

11    Rm 6, 8.

12    1Co 15, 55-57.

13    Bressanello, P., “¿Y si reflexionáramos sobre la muerte?”, Sierra Madrileña, 22 octubre (2010), p.13.

14    Ashton, M., “On my way to heaven”, Evangelical Now, <www.e-n.org.uk/5014-On-my-way-to- heaven.htm> consulta: 28.4.2010.

15    Wenham, M., My Donkey Body, (Oxford: Monarch Books, 2008), p.90.

16    Ne 8, 10.

17    Sobrino, J., Jesucristo liberador (Madrid: Editorial Trotta), 2001, p.59.

18    Jn 5, 1-18.

19    Mt 5, 4.

20    Mt 26, 39.

21    Ga 3, 13.

22    Moltmann, J., El Caminno de Jesucristo, (Salamanca: Sígueme, 2000), p.242.

23    Ibid., p.251.

24    de Beausobre, I., Creative Suffering, (Oxford, SLG Press, 1984), pp.12-13.

25    Lc 9, 23.

26    Gill, D. W., en Atkinson, D. J. y Field, D. H., “Esperanza”, Ética Cristiana y Teología Pastoral, (Terrassa: CLIE, 1995), p.535.

27    Wenham, My Donkey Body, p.104.

28    Kylmä, J. y Vehviläinen-Julkunen, K., “Hope in nursing reseaarch: a meta—analysis of the ontological and epistemological foundations of research on hope”, Journal of Advanced Nursing, nº25, (1997), p.365.

29   Ibid. p.364.

30    Obayuwana, A., y Carter, A. L., “The anatomy of hope”, Journal of the National Medical Association, vol 74, nº3, (1982), p.230.

31    “Hope in nursing research: a meta-analysis of the ontological and epistemological foundations of research on hope” (1982), pp.       364, 365-367.

32    Rm 6, 8.

33    Capó, E., “Vivir la esperanza” en Oikía, nº160, (octubre, 2010), p.         1.

34    Wright, T., Surprised by Hope, (London: SPCK, 2007), pp.         23-27.

35    Ibid. p.         23.

36    1Co 15, 20.

37    Fee, G., Primera epístola a los Corintios, (Buenos Aires/Grand Rapids: Nueva Creación/Eerdmans, 1994), p.         848.

38    Lc 24; Green, J. B., Body, Soul, and Human Life, (Milton Keynes: Paternoser, 2008), pp.166-167.

39    Fee, Primera epístola a los Corintios, p.890.

40    Flp 3, 20-21.

41    Cook, “La salud y la asistencia sanitaria”, p.1017.

42    Wenham, My Donkey Body, p.80.

43    La Biblia de Jerusalén; Hartley, J. E., The Book of Job (New International Commentary on the Old Testament), (Grand Rapids: Eerdmans 1988), pp.137-138.

44    Beausobre, Creative Suffering, pp.18-19.

45    Wenham, My Donkey Body, p.135.

46    Rm 8, 26-27.

47    Jb 1, 21.

48    Ashton, M., “On my way to heaven”.


Daniela Damaris Viteri Custodio

3.5.        La dignidad en la Teoría de los Derechos fundamentales: derechos a algo

Hasta ahora se ha discutido si la dignidad humana es un derecho fundamental o no, según el tenor de los pronunciamientos jurisprudenciales de las Altas Cortes constitucionales de España, Alemania y Perú. Pero ¿Qué establece la doctrina al respecto? ¿Qué debe ser considerado como un derecho fundamental? La Teoría de los Derechos Fundamentales de Robert Alexy nos brinda luces al respecto, las mismas que aportarán a la discusión de la naturaleza de la dignidad como derecho fundamental en el ordenamiento peruano.

El fruto analítico más importante de la discusión acerca de los derechos subjetivos consiste en los análisis y clasificaciones de aquellas posiciones jurídicas que, tanto en el lenguaje ordinario como en el técnico, son llamadas “derechos”. Así, según la Teoría de los Derechos Fundamentales, los derechos subjetivos pueden ser clasificados en: 1) derechos a algo, 2) libertades y, 3) competencias. Expuesto así, de forma preliminar se debe descartar que la dignidad sea considerada como una libertad o una competencia.

Por tanto, corresponde corroborar si la dignidad humana se erige como un “derecho fundamental a algo”, en concordancia con la Teoría General de los Derechos Fundamentales. En primer término, cabe destacar que la estructura fundamental del derecho a algo se encuentra simplificada en la siguiente fórmula general “(a) tiene frente a (b) un derecho a (G)”. Esta fórmula debe entenderse como una relación triádica entre un titular, un destinatario y un objeto. En el caso de los sujetos, no es necesaria mayor especificación: se refiere al ciudadano y al Estado. Por su parte, el objeto de un “derecho a algo” es siempre una acción del destinatario (el Estado). De modo contrario, si el objeto no fuera ninguna acción del destinatario no tendría sentido la relación y tampoco el derecho.

Ahora bien, que el objeto de un “derecho a algo” sea una acción del destinatario no implica que dicha acción deba ser expresada directamente a través de las disposiciones singulares de derecho fundamental. Un ejemplo de ello es la redacción constitucional del derecho a la vida: “todos tienen derecho a la vida”. En dicho postulado no se expresa directamente una acción, con lo cual podría pensarse que se trata de una relación diádica, no obstante, ello es sólo una designación abreviada de un derecho a algo.

Por tanto, se deduce que, para que se configure un “derecho a algo”, independientemente de su redacción en el texto constitucional, es menester que exista una relación triádica, donde el objeto del derecho sea una acción efectiva. Dicha acción supondrá dos obligaciones: una negativa y otra positiva. La primera, estará dirigida a la obligación de respeto al derecho fundamental por los órganos estatales, y la segunda, constituirá una obligación de garantía del derecho fundamental, en el sentido de intromisión del Estado frente a intervenciones arbitrarias de terceros. En el mismo ejemplo del derecho a la vida, el Tribunal Constitucional Federal, ha establecido que el artículo 2º párrafo 1º de la Ley Fundamental (que reconoce el derecho a la vida) estatuye tanto “negativamente un derecho a la vida, que excluye, especialmente, el asesinato organizado estatalmente’’; como también positivamente el derecho a que el Estado intervenga “protegiendo y promoviendo esta vida”, lo que, sobre todo, significa “protección frente a las intervenciones arbitrarias de terceros’’. En tal sentido, la construcción del derecho a algo puede ser traducida en dos fórmulas: a) “a” tiene frente al Estado el derecho a que éste no lo mate y, b) “a” tiene frente al Estado el derecho a que éste proteja vida frente a intervenciones arbitrarias de terceros.

Visto así, si bien el ordenamiento constitucional peruano no cuenta con un artículo que establezca taxativamente “toda persona tiene derecho a su dignidad” (lo cual resulta una mera designación abreviada de un derecho a algo); se advierte que   la dignidad posee la estructura propia de un “derecho a algo”, ya que, por un lado, el artículo 1° de la Constitución Política de 1993 consagra el deber de “respeto” de la dignidad humana, lo cual constituye una obligación negativa, de no vulnerar el derecho a la dignidad. Y, asimismo, el Tribunal Constitucional ha establecido, a través de su doctrina jurisprudencial, que la dignidad es un derecho autónomo cuya tutela puede ser reclamada por un particular ante los tribunales jurisdiccionales.

Sobre la naturaleza de los derechos fundamentales y su función en el ordenamiento jurídico, la doctrina ha definido el doble carácter que tienen los derechos fundamentales. De este modo, en primer lugar, los derechos fundamentales son derechos subjetivos, derechos de los individuos no sólo en cuanto derechos de los ciudadanos en sentido estricto, sino en cuanto garantizan un status jurídico o la libertad en un ámbito de la existencia, pero, al propio tiempo son elementos esenciales de un ordenamiento objetivo de la comunicada nacional, en cuanto ésta se configura como marco de una convivencia humana justa y pacífica, plasmada históricamente en el Estado de Derecho. En el segundo aspecto, en cuanto elemento fundamental de un ordenamiento objetivo, los derechos fundamentales dan sus contenidos básicos a dicho ordenamiento, en el caso peruano al Estado Social y Democrático de derecho, y atañen al conjunto estatal. En esta función, los derechos fundamentales, por cuanto fundan un status jurídico constitucional unitario para todos los ciudadanos y son decisivos en igual medida para la configuración del orden democrático en el Estado, son elemento unificador, tanto más cuanto el cometido de asegurar esta unificación compete al Estado. Los derechos fundamentales son un patrimonio común de los ciudadanos individual y colectivamente, constitutivos del ordenamiento jurídico cuya vigencia a todos atañe. Establecen una vinculación directa entre los individuos y el Estado y actúan como fundamentos de la unidad política sin mediación alguna. Por tanto, la garantía de su vigencia no puede limitarse a la posibilidad del ejercicio de pretensiones por parte de los individuos sino que ha de ser asumida por el Estado. Este es el sentido del derecho fundamental de la dignidad, que en tanto derecho autónomo, puede ser reclamado y efectivamente tutelado mediante una acción de amparo, tal y como ha dejado sentado el Tribunal Constitucional peruano: “en ello reside su exigibilidad y ejecutabilidad en el ordenamiento jurídico, es decir, la posibilidad que los individuos se encuentren legitimados a exigir la intervención de los órganos jurisdiccionales para su protección, en la resolución de los conflictos sugeridos en la misma praxis intersubjetiva de las sociedades contemporáneas, donde se dan diversas formas de afectar la esencia de la dignidad humana”[29].

Ahora bien, hace falta ahondar un poco más, a fin de ensayar una estructura de la dignidad como un “derecho a algo”. Pues bien, como se ha advertido, los “derechos a algo” implican una obligación de respeto y otra de garantía, negativa y positiva respectivamente. A su vez, los derechos a acciones negativas, también llamados derechos de defensa, están divididos en 3 grupos: derechos a que el Estado no impida y obstaculice determinadas acciones del titular del derecho; derechos que el Estado no afecte determinadas propiedades o situaciones del titular del derecho; y, derechos a que el Estado no elimine determinadas posiciones jurídicas del titular del derecho. Veamos en que clasificaciones se sitúa la dignidad humana.

Respecto del primer grupo, los derechos al no impedimento de acciones, son ejemplos de acciones de un titular de derecho fundamental que pueden ser impedidas u obstaculizadas: la libertad de movimiento, la manifestación de la fe, la expresión de opinión, la creación de una obra de arte, la educación de los hijos, la reunión en una calle, y la elección de una profesión. Así, un impedimento de una acción se da cuando se crean circunstancias que hacen fácticamente imposible su realización. Dicho de otro modo, “h” impide el desplazamiento de “a” cuando “b” detiene a “a”, “b” impide la educación de los hijos de “a” por parte de “a” si le quita los hijos a “a”. A este grupo pertenecen sólo los derechos a que el Estado no estorbe las acciones del titular del derecho, cualquiera que sea su tipo, es decir, no las impida u obstaculice por actos, cualquiera que sea su tipo. En esta línea de razonamiento, resulta difícil ubicar a la dignidad humana como un derecho al no impedimento de acciones, debido a que ésta (la dignidad) al ser un derecho inherente al ser humano, no es ejercida mediante una determinada acción o actividad de una persona, sino que es totalmente independiente a éstas. Dicho en otras palabras, independientemente del hecho que una persona pueda caminar, pensar, hablar, protestar, u otra actividad, siempre será portadora del derecho a su dignidad por el solo hecho de ser humana.

Respecto del segundo grupo, los derechos a la no afectación de propiedades y situaciones, están referidos a que el Estado no afecte determinadas propiedades  o situaciones del titular del derecho. Ejemplos típicos de propiedades son las de vivir y estar sano; un ejemplo de una situación es la inviolabilidad del domicilio. Al enunciado sobre un derecho tal puede dársele la siguiente forma estándar: “a” tiene frente al Estado un derecho a que éste no afecte la propiedad A (la situación B) de a. La dignidad es fácilmente ubicable dentro de esta clasificación, como una propiedad inherente al ser humano, cuyo respeto es consagrado por el artículo 1º de la Constitución de 1993, a través del cual se impone la obligación negativa al Estado de no afectarla.

Respecto del tercer grupo, los derechos a la no eliminación de posiciones jurídicas, está constituido por los derechos a que el Estado no elimine determinadas posiciones jurídicas del titular del derecho. Que existe una posición jurídica significa que vale una correspondiente norma (individual o universal). El derecho del ciudadano frente al Estado de que éste no elimine una posición jurídica del ciudadano es, por lo tanto, un derecho a que el Estado no derogue determinadas normas. De este modo, al interpretar de forma literal el artículo 1º de la Constitución de 1993, que establece que “la defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del Estado”, se evidencia que la dignidad ocupa un lugar preminente dentro del ordenamiento jurídico peruano, de modo que, las normas jurídicas que éste emita han ser concordantes con dicha dignidad. Así, la dignidad vincula la actuación de los poderes públicos, orienta las políticas públicas y en general la labor del Estado (eficacia vertical), e irradia las relaciones inter privatos (eficacia horizontal). En esencia, es un derecho fundamental que vale como anterior y superior al Estado, que está obligado a otorgarla con arreglo a sus leyes, y la reconoce y protege como dada antes que él.

5.6.El derecho fundamental de la dignidad en la práctica

De los pronunciamientos y casos resueltos por el Tribunal Constitucional peruano se evidencia una constante mención a la dignidad humana en tanto principio constitucional. No obstante, el Colegiado no ha resuelto ningún caso concreto donde se concluya la violación o vulneración de la dignidad humana como derecho fundamental autónomo, sino ha hecho uso de ésta como principio constitucional para establecer el núcleo esencial y los límites de un derecho fundamental específico. Ciertamente, resulta difícil imaginar una situación en donde se vulnere a la dignidad como derecho fundamental, sin referirse o apoyarse de otro derecho fundamental (libertad, igualdad, vida, integridad, etc.).

No obstante, también es cierto que el derecho debe anticiparse y prever situaciones que es necesario reglamentar. En tal sentido, se advierten situaciones futuras donde el derecho fundamental a la dignidad ocupará una un rol protagónico.

En efecto, resulta probable que dentro de un campo nuevo que se va abriendo en la vida actual, con presagios inciertos hacia el futuro, el respeto hacia la dignidad humana adquiera una importancia tan relevante y directa que en estos momentos sólo constituyen meras sospecha: ese campo es de la bioética y el bioderecho.

Lo importante de la bioética, como novedoso adelanto científico que trasciende  a la interpretación y aplicación del respeto y garantía de la dignidad, es que con motivo de los descubrimientos y manipulaciones del genoma humano, de los embriones humanos y de la bioética en general, se genera una situación nunca antes vista, ya que la humanidad aparece como sujeto de un nuevo derecho. La humanidad es sujeto porque ella viene siendo la directamente interesada como beneficiaria y responsable de dichos adelantos, pero al mismo tiempo es susceptible de ser tratada como objeto de cara con las nuevas técnicas científicas que terminan por experimentar con ella. Veamos  un ejemplo claro: en el caso  de la clonación humana, que en muchos Estados es prohibida legalmente, ¿qué derecho es susceptible de ser vulnerado? ¿La vida? ¿La integridad? ¿El honor? Ciertamente, en estos casos la dignidad jugaría un rol protagónico, ya que, como se ha dejado sentado, una consecuencia básica de dicho precepto es la prohibición de la cosificación del ser humano.

Otro ejemplo es aquel donde, a causa de la moderna investigación genética podría ser posible en el futuro (y así se ha establecido por la Ciencia) que los padres podrán tener hijos con ciertas características especiales determinadas por ellos. Respecto a esta posibilidad del futuro se habla ya de «niños de diseño» (Designer Babys) ¿Sería la realización de tal posibilidad, a través de la experimentación, una violación de la dignidad del hombre? Igualmente, a través de la modificación genética se establece la posibilidad, en el futuro, de alargar la vida del hombre. Así, científicos de Estados Unidos de Norteamérica han vaticinado que se desarrollará una genética que haga posible inyectar en las células viejas de la persona ciertas sustancias regeneradoras. De ese modo el hombre podría llegar a los doscientos años. ¿Infringen tales experimentos (o incluso  la congelación del hombre vivo con la finalidad de alargarle la existencia) la dignidad del ser humano? Estos son claros ejemplos donde la dignidad podría ser alegada como derecho fundamental.

De este modo, la dignidad de la persona humana en el ordenamiento jurídico peruano se erige como un verdadero derecho fundamental, a tenor de lo estipulado en el artículo 1º de la Constitución Política de 1993, lo establecido en la doctrina jurisprudencial del Tribunal Constitucional peruano y en concordancia con la Teoría General de los Derechos Fundamentales planteada por la doctrina. No obstante, ello no significa que existan ciertas falencias en el reconocimiento jurídico normativo de la dignidad, siendo ello un factor de gran importancia al momento de definir, de modo coherente, la dogmática constitucional propia de un ordenamiento jurídico.

4.    Conclusiones

La dignidad humana es un bien jurídico constitucional cuya importancia y trascendencia la ha situado en los primeros articulados de las constituciones contemporáneas, consagrándose como como prius lógico y ontológico para la existencia y especificación de los demás derechos. En esta relevancia reside la importancia de su estudio y análisis.

La dificultad para dotar de contenido jurídico a este bien se ha visto manifestada tanto en la doctrina como en la jurisprudencia comparada. No obstante, es el desarrollo jurisprudencial, a través de la resolución de casos concretos, el que ha ayudado a interpretar y establecer los alcances jurídicos y limitaciones de este principio-derecho. Si bien los Tribunales Constituciones de España y Alemania han construido, a través de los años, una doctrina de interpretación de la naturaleza jurídica de la dignidad humana en sus ordenamientos jurídicos, aún falta mucho por recorrer, más aún en los sistemas latinoamericanos.

Es a través del análisis comparado de estas construcciones jurisprudenciales que se ha podido llegar a establecer que la dignidad, en el ordenamiento jurídico peruano vigente, se erige como un verdadero derecho fundamental. Esto, debido a que si bien no se cuenta con un artículo como el 1° de la Ley Fundamental Alemana, que reconoce expresamente dicha naturaleza jurídica, el artículo 1° de la Constitución de 1993, ubicado en el Título I “De los derechos y deberes fundamentales”, reconoce la obligación de respeto de la dignidad. Aunado a ello, y cerrando el círculo de protección debida, la doctrina jurisprudencial del Tribunal Constitucional peruano ha reconocido el deber de garantía de la dignidad, al establecer que ésta se constituye como un derecho autónomo reclamable ante los tribunales jurisdiccionales; lo cual es consonante con la Teoría General de los Derechos Fundamentales planteada por la doctrina.

A la par, la dignidad humana posee también la naturaleza jurídica de principio constitucional, siendo que los efectos jurídicos derivados de dicha naturaleza  han de ser correctamente identificados para evitar confusiones respecto de su dimensión como derecho fundamental. Así, como principio constitucional, la dignidad cumple, principalmente, tres funciones: legitimadora del poder público, fuente de los derechos fundamentales y, parámetro interpretativo del ordenamiento jurídico peruano.

No obstante, son aún pocas las decisiones judiciales donde se haya discutido la violación de la dignidad humana como derecho fundamental autónomo, siendo que siempre ha recurrido a la dignidad en tanto principio constitucional que  guía la interpretación de otro derecho fundamental específico. Ello, indica la dificultad de plantear un caso concreto donde se vulnere la dignidad humana en tanto derecho fundamental, así como la urgencia de que la jurisprudencia siga delimitado sus alcances y contenido. Con todo, lo cierto es que el derecho debe anticiparse a situaciones futuras, como por ejemplo, el avance de la bioética y   el bioderecho. La clonación humana, así como la alteración y manipulación del genoma humano son ejemplos de situaciones perfectamente imaginables donde se discute la cosificación de la persona humana, situación en que la dignidad ocuparía un rol protagónico.

Daniela Damaris Viteri Custodio, en revistas.udea.edu.co/

Notas:

29   Tribunal Constitucional peruano. STC Nº 02273-2005-PHC/TC. Sentencia de 20 de abril de 2006. F.J 10

Daniela Damaris Viteri Custodio

1.       La naturaleza jurídica de la dignidad humana en la Constitución española

La dignidad de la persona no opera en el ordenamiento español como un derecho fundamental. Así lo ha establecido, de forma categórica, gran parte de la doctrina, así como la jurisprudencia reiterada del Tribunal Constitucional español. La dignidad humana es reconocida por el artículo 10.1º de la Constitución Española, en el Título I denominado “De los Derechos y Deberes Fundamentales”, lo cual podría constituir un indicio de que todos y cada uno de los 19 artículos que integran el Título I constituyen verdaderos derechos fundamentales; sin embargo, ello no es así, ya que la doctrina(GUTIÉRREZ GUTIÉRREZ, 2002) ha dilucidado que; por una parte, el título en cuestión se encuentra dividido en cinco capítulos diferentes de cuyos articulados se desprende que no en todos ellos se enuncian derechos fundamentales. Al respecto, resulta en extremo interesante la tesis, según la cual, la ubicación de la dignidad humana en el texto constitucional significa que la intención del constituyente fue la considerarla como fuente de los derechos que le son inherentes, en vez de un derecho fundamental.

Por otro lado, el Tribunal Constitucional español ha esgrimido otra teoría, a tenor de la cual niega a la dignidad la naturaleza de derecho fundamental. En efecto, el Ato Tribunal señala, en primer término, que la dignidad no puede ser considerada como un derecho fundamental, en la medida que, al no ubicarse dentro del Capítulo II de la Constitución española, no goza de la tutela preferente establecida por el artículo 53.2º  [12] del mismo cuerpo normativo. Así, en la STC 136/1996, se reiteró la imposibilidad de justificar en el artículo 10º de la Constitución española un recurso de amparo, argumentándose que la dignidad es ajena a los derechos fundamentales susceptibles de protección a través de este proceso constitucional (los derechos reconocidos en los artículos 14 a 29 CE) . Una afirmación rotunda sólo se puede encontrar en la ATC 149/1999, donde el Tribunal expresaría: “Debemos descartar la existencia de un pretendido derecho fundamental a la dignidad humana que opere de forma autónoma e independiente ex artículo 10º CE. Comenzando por esta última invocación, basta recordar que la dignidad de la persona no se reconoce en nuestra Constitución como un derecho fundamental sino como fundamento del orden político y la paz social”.

De este modo, la doctrina jurisprudencial del máximo intérprete de la Constitución española ha dejado sentado que la dignidad, con independencia de que pueda servir como criterio de interpretación de los derechos fundamentales y libertades públicas en general, no puede servir de base a una pretensión autónoma de amparo, por impedirlo los artículos 53.2º y 161.1.bº de la Constitución y el artículo 41.1º de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional [13], rechazándose, con ello, que la dignidad per se, pueda ser considerada como un derecho fundamental [14].

En suma, en el ordenamiento constitucional español, la dignidad y los derechos fundamentales no se hallan en un mismo plano; pues la dignidad se proclama como un principio constitucional, de donde emanan los demás derechos fundamentales (Hernández Gil, 1982), cumpliendo funciones como fundamentadora del orden político (Batista Jiménez, 2006) función promocional (al reflejar la obligación que tienen los poderes públicos del Estado de fomentar el orden político y la paz social, para lo cual tienen el deber constitucional de estimular (facilitar) el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los respectivos derechos subjetivos de los gobernados) (Ruiz-Giménez Cortés, 1997) y hermenéutica, al operar como criterio de interpretación del ordenamiento jurídico español (1997).

La naturaleza jurídica de la dignidad humana en la Ley Fundamental alemana

Al contrario de la jurisprudencia española, el Tribunal Constitucional Federal Alemán ha señalado, con una fórmula categórica, que la dignidad humana es el “derecho fundamental principal” (Hauptgrundrecht) [15], siendo que el fundamento jurídico-positivo de su rango superior en la jerarquía de los derechos fundamentales del Derecho constitucional alemán se explica y deriva, de que el artículo 1° [16] de la Ley Fundamental, a diferencia de los otros artículos relativos a derechos fundamentales, es inalterable de cualquier tipo de modificación constitucional, de acuerdo a lo establecido en el artículo 79.3° de la Ley Fundamental, por consiguiente, está por encima de cualquier reforma [17].

Por otro lado, el Tribunal Constitucional Federal no ha manifestado ninguna duda sobre el hecho de que el derecho fundamental de la dignidad es derecho invocable ante los tribunales internos, frente a cuya lesión cabe apelar al Tribunal. De hecho, en la práctica, se ha ocupado frecuentemente de recursos de amparo (Verfassungsbeswerden), que afirman expresamente una lesión de la dignidad como derecho fundamental (Starck,2008), bajo la premisa de que el artículo 1.1° (SCHWABE, 2009) de la Ley de Bonn tiene una clara tendencia, inherente en dirección hacia la garantía plena de los derechos, la misma que se hace evidente también a partir de las garantías establecidas en los artículos 19.4°[18] y 93.1.4.a° [19], del mismo cuerpo normativo, relativas a la posibilidad de interponer recurso de amparo. Así, se puede afirmar que sólo la garantía de la dignidad como derecho subjetivo posibilita el recurso de queja constitucional frente a las leyes que pretendan una reforma constitucional y lesionen la dignidad de la persona humana. Si esta obligación de protección jurídico-objetiva del Estado supone también un derecho subjetivo del hombre a la protección de su dignidad frente a terceros, podrá conseguir aquél la protección estatal de su dignidad por vía judicial y por medio del pertinente recurso de queja constitucional. Por consiguiente, la garantía de la dignidad se podrá reclamar judicialmente también en orden de disfrute de los derechos (Gutiérrez Gutiérrez, 2009). De este modo, el respeto y la garantía de la dignidad es obligación de todo el poder estatal (artículo 1.1° de la Ley Fundamental).

En este contexto, el Tribunal Constitucional Federal alemán ha subrayado que, para determinar la lesión de la dignidad del hombre, se deberá analizar el hecho concreto, caso por caso (SCHWABE, 2009), a través de una variante de la denominada “fórmula-objeto” o fórmula de no instrumentalización (Objekt-Formel). Esta formulación, de origen kantiano, es recibida en el ámbito del Derecho Constitucional alemán por Dürig y consagrada por la jurisprudencia constitucional [20]. La idea fundamental de esta fórmula consiste en que el hombre no puede ser reducido, bajo ninguna circunstancia, a mero objeto de la actuación del Estado. De esta forma, la dignidad queda comprometida cuando el ser humano es convertido en simple objeto.

¿Pero, cuándo se reduce a la persona a un mero objeto? Resulta preciso cualificar el sentido objetivo de la acción. La jurisprudencia del TC alemán ha ido aclarando la interrogante, estableciendo una serie de parámetros para resolver casos futuros. Así en el Caso relativo a las escuchas (Abhör-Urteil), sentenció: “la fórmula general que afirma que el hombre no puede ser reducido como mero objeto del poder estatal, puede indicar si acaso sólo cierta pauta respecto a la posibilidad de identificar casos de violación del derecho a la dignidad del hombre. Pero el hombre, realmente, es bastante a menudo un simple objeto, no solamente en las relaciones y en el mismo devenir social, sino también del Derecho, al que debe someterse sin considerar sus propios intereses. En este sentido, una lesión de la dignidad humana no puede aparecer simplemente en esto. Consecuentemente, tiene que añadirse que se le somete a un tratamiento, que, en principio, cuestiona su calidad de sujeto, o que este tratamiento en algunos casos concretos, supone una transgresión arbitraria de la dignidad del hombre (2009).

De este modo, a través de casos concretos resueltos por el Tribunal Constitucional Federal se puede establecer que, si bien hace uso del artículo 1.1º de la Ley Fundamental como un punto de partida del poder estatal, confiriéndole a la dignidad la naturaleza de derecho fundamental, lo hace sin llegar a “institucionalizar” la dignidad del hombre a través de un uso inflacionario, lo cual daría lugar a cierta devaluación de la dignidad. Así, la concretiza en ciertos casos específicos, determinando su contenido y alcance como derecho fundamental individual, pero sin argumentarla de una forma meramente retórica, es decir, con una fórmula vana. Así pues, el modelo de la dignidad, en el sentido de la “tesis del objeto” o de no instrumentalización, posibilita un contenido concreto y también un elemento para el juez en su labor de impartir justicia.

Esto último es consonante a lo que ha establecido la doctrina, en el sentido que no se puede realizar una interpretación excesiva el derecho fundamental de la dignidad, ya que ello podría conllevar a una degradación de este derecho, hasta pretender convertirlo en un “derecho fundamental a la felicidad” (happiness); de modo que con tal interpretación se sobrecarga el derecho fundamental; perdiéndose la diferencia entre derechos individuales de libertad exigibles y los fines u objetivos estatales generales propios del Estado social.

2.        La dignidad humana en la Constitución Política peruana de 1993

La Constitución Política del Perú de 1993 consagra a la dignidad de la persona humana en su artículo 1º, bajo el Capítulo I denominado “Derechos Fundamentales de la persona”, estableciendo que “La defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del Estado”. Ahora bien, es realmente escasa, o más bien casi nula, la doctrina jurídica que aporte a la discusión sobre la naturaleza jurídica de la dignidad humana en el ordenamiento jurídico peruano. Ante ello, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional peruano, si bien ha tomado partido por conferir a la dignidad humana la naturaleza de principio-derecho, no ha explicado, de forma exhaustiva, los fundamentos que lo llevan a adoptar dicha postura. De este modo, sus aportaciones se podrían sintetizar de la siguiente manera [21].

La dignidad humana constituye tanto un principio como un derecho fundamental, de forma similar a la igualdad, debido proceso, tutela jurisdiccional, etc.

Las consecuencias jurídicas que derivan del doble carácter de la dignidad humana son las siguientes: en tanto principio, actúa a lo largo del proceso de aplicación y ejecución de las normas por parte de los operadores constitucionales, como: a) criterio interpretativo; b) criterio para la determinación del contenido esencial constitucionalmente protegido de determinados derechos, para resolver supuestos en los que el ejercicio de los derechos deviene en una cuestión conflictiva; y c) criterio que comporta límites a las pretensiones legislativas, administrativas y judiciales; e incluso extendible a los particulares.

En tanto derecho fundamental, se constituye en un ámbito de tutela y protección autónomo. En ello reside su exigibilidad y ejecutabilidad en el ordenamiento jurídico, es decir, la posibilidad que los individuos se encuentren legitimados a exigir la intervención de los órganos jurisdiccionales para su protección, en la resolución de los conflictos sugeridos en la misma praxis intersubjetiva de las sociedades contemporáneas, donde se dan diversas formas de afectar la esencia de la dignidad humana [22].

3.       La naturaleza jurídica de la dignidad humana en la Constitución Política peruana de 1993. Análisis comparado.

En tanto España y Alemania han mantenido una postura clara respecto de la naturaleza jurídica de la dignidad humana en sus respectivos ordenamientos jurídicos; y estudiados y analizados los fundamentos jurídicos en mérito a los cuales se han adherido a una u otra posición, corresponde ahora realizar un análisis comparado con la doctrina y jurisprudencia del ordenamiento jurídico peruano. Si bien se ha establecido que cada Estado posee su propia dogmática constitucional, el análisis comparado a realizar nos permitirá dilucidar a qué posición se aproxima más el ordenamiento peruano y con ello, aportar a la discusión acerca de la naturaleza jurídica de la dignidad humana, de cara con el constitucionalismo español y alemán, que ciertamente han esbozado posiciones doctrinales más avanzadas.

3.1     La dignidad humana como principio constitucional

De manera preliminar, es preciso indicar que, en los tres ordenamientos analizados, la dignidad se erige como un principio constitucional de especial relevancia. La doctrina y la jurisprudencia comparada, no dejan ninguna duda al respecto. Pero, ¿qué significa que la dignidad sea un principio?, ¿cuáles son las consecuencias jurídicas de la naturaleza de principio de la dignidad? De modo resumido, de las consideraciones vertidas por los Tribunales Constitucionales de los ordenamientos jurídicos en análisis, se puede extraer que la dignidad, en tanto principio, tiene las siguientes características y cumple con los siguientes roles, o funciones:

En primer término, los principios constitucionales poseen características propias dentro de un ordenamiento jurídico. Así, las notas que los definen son la generalidad y la fundamentalidad. El primer elemento, indica que los principios estarán formulados de manera genérica, es decir, tienen una estructura normativa mínima, sea en cuanto al supuesto o la consecuencia normativa. Por ejemplo, el principio de supremacía constitucional, cuya protección sobre conductas políticamente relevantes (pero no normadas) o nuevas, siempre exigirá su concretización por los operadores jurídicos correspondientes. El segundo elemento esencial, la fundamentalidad, indica que como tales, los principios constitucionales poseen una gradación o rango de carácter material en base al contenido de la norma, la que deriva de su importancia.

En segundo término, la doctrina jurisprudencial señala que la  dignidad,  en tanto principio constitucional, goza de una mayor relevancia respecto de los demás principios consagrados en las Cartas Fundamentales. La doctrina, por su parte, sigue la misma línea, considerando al principio de la dignidad como un principio rector de la política constitucional Landa Arroyo, Cesar [23]. Esta trascendencia suprema que se le otorga a la dignidad humana supone, según lo estipulado por la Corte Constitucional de Colombia, el reconocimiento del hombre como un fin en sí mismo y no como un objeto manipulable al que hay que buscar y encontrarle su fin fuera de sí [24] En tal sentido, el plus que se le otorga a la importancia de la dignidad en tanto principio, toma en consideración que el ser humano es anterior, lógica y sociológicamente al Estado.

a.    En cuanto a las funciones que cumple la dignidad de la persona humana en tanto principio constitucional, destacan tres roles que son reconocidos tanto por la jurisprudencia de los Tribunales Constitucionales de Perú, España y Alemania, así como por la doctrina: como legitimador, como fuente de los derechos fundamentales y, como parámetro de interpretación del ordenamiento jurídico.

b.  En cuanto al primer rol, se ha establecido que la dignidad tiene un sentido y una función constitucional material e instrumental. Material, en la medida que establece la base de todo el orden fundamental de una comunidad democrática y libertaria y la función constitucional instrumental también cumple una finalidad legitimadora a partir de la conexión entre dignidad y Constitución [25]. En tal sentido, un ordenamiento jurídico será legítimo en función de su capacidad para garantizar, promover o defender la dignidad de la persona humana.

c.    En cuanto a su función como fuente de los derechos fundamentales [26], la dignidad es el punto de partida de los derechos fundamentales, siendo considerada como prius lógico y ontológico para la existencia y especificación de los demás derechos. Ello quiere decir que, en el reconocimiento constitucional de los derechos fundamentales, queda implícito el reconocimiento de una cuota de dignidad en cada derecho fundamental. Esta función estaría entonces íntimamente ligada a la función de la dignidad como criterio para la determinación del contenido esencial constitucionalmente protegido de determinados derechos, para resolver supuestos en los que el ejercicio de los derechos deviene en una cuestión conflictiva. Si la dignidad es la fuente de los derechos fundamentales, entonces es lógico deducir que un determinado derecho se encuentra limitado hasta donde llega la cuota de dignidad de otro derecho. Así lo ha planteado la jurisprudencia constitucional en diversos casos; por ejemplo: el derecho a la verdad ha sido recientemente reconocido por el Tribunal Constitucional peruano, en base a la dignidad humana inherente a este derecho. Por otro lado, se ha establecido que el derecho a la libertad de expresión queda limitado hasta donde llega el derecho al honor de la persona, derecho que se encuentra íntimamente ligado a la dignidad humana en cuenta principio constitucional.

Asimismo, la función interpretativa de la dignidad humana en cuanto principio constitucional es producto de la virtualidad nomogenética de los preceptos constitucionales, que en su gran mayoría son términos abiertos, cuyo contenido es necesario fijar, bien a través de normas posteriores o bien a través del desarrollo de la doctrina jurisprudencial.

Finalmente, la dignidad vincula y legitima a todos los poderes públicos, en especial al juez, que en su función hermenéutica debe convertir este principio en un parámetro interpretativo de todas las normas del ordenamiento jurídico [27].

Estando delimitadas las características así como consecuencias de la naturaleza de la dignidad humana como principio constitucional, es oportuno analizar la procedencia de la consagración de la dignidad como derecho fundamental en el ordenamiento jurídico peruano, contenida en el artículo 1º de la Constitución Política Peruana de 1993, a partir de un examen comparado con el Derecho español y alemán.

3.2  La dignidad humana no está al mismo nivel que los derechos fundamentales ¿principio constitucional o derecho fundamental?

Forma parte de un antiguo debate la jerarquía entre dignidad y derechos fundamentales. En ese sentido, se ha señalado continuamente que la dignidad humana no estaría al mismo nivel que un derecho fundamental específico, ya que a la primera le corresponde un grado más elevado, al ser la fuente de la cual emanan todos y cada uno de los derechos fundamentales. En tal perspectiva, se le niega a la dignidad la naturaleza de derecho fundamental, en la medida en que no estarían en el mismo plano.

En este punto, es innegable que el gran debate jurídico que ha generado la naturaleza de la dignidad humana se debe, en gran parte, a la confusión del significado de la misma como principio constitucional y como derecho fundamental. Es en base a esta confusión que se ha intentado sustraer a la dignidad de su naturaleza jurídica de derecho fundamental. En efecto, el hecho de que, como correctamente lo ha señalado la jurisprudencia, la dignidad sea la fuente de la cual emanan los demás derechos fundamentales, constituyéndose, por tanto, en un prius lógico y ontológico para la existencia y especificación de los demás derechos, no implica que no sea un derecho fundamental, en tanto que dicha función le corresponde en razón de principio constitucional.

Es la naturaleza jurídica de principio constitucional de especial relevancia, la que hace de la dignidad la fuente originaria de los demás derechos fundamentales; siendo un elemento imprescindible para hallar el núcleo esencial de un determinado derecho fundamental, aquel que no podrá ser vulnerado bajo ninguna circunstancia debido a su religación con la dignidad (en tanto principio). Un ejemplo mediante el cual se puede entender claramente este rol de la dignidad en tanto principio es el siguiente:

En el caso de conflicto entre el derecho a la libertad de expresión y el derecho al honor, si bien la libertad de expresión es un derecho cuya importancia ha sido ampliamente reconocida dentro de un Estado democrático de derecho, ¿hasta dónde puede llegar dicha libertad de expresión? ¿Es válida la vulneración de otros bienes constitucionales so pretexto del ejercicio de la libertad de expresión?, más aún, ¿en el caso de funcionarios públicos o de temas con interés público, el ejercicio de la libertad de expresión puede lesionar el honor de terceros? Al respecto, se ha establecido la posibilidad de restricción de la libertad de expresión como una excepción; así, según la Corte Interamericana de Derechos Humanos [28], las restricciones que se impongan deben ser necesarias en una sociedad democrática. Agrega la Corte IDH que, entre las varias opciones para alcanzar ese objetivo, debe escogerse aquélla que restrinja en menor escala el derecho protegido. Es decir, la restricción debe ser proporcional al interés que la justifica y debe ser conducente para alcanzar el logro de ese legítimo objetivo, interfiriendo en la menor medida posible en el efectivo ejercicio del derecho. En estos casos, el Tribunal Constitucional peruano ha dado un protagonismo especial a la dignidad humana, estableciendo que debe “prestarse una más intensa tutela a la libertad de información si, en el caso, la información propalada tiene significación pública, no se sustenta en expresiones desmedidas o lesivas a la dignidad de las personas” (Exp. Nº 0905-2001-AA/TC, F.J. 15). Ello quiere decir que las restricciones a la libertad de expresión (en temas de interés público) estarán fijadas en la medida que no se vulnere la dignidad humana, en tanto principio constitucional. No se tutela, por tanto, a la dignidad humana como derecho fundamental, sino que ésta actúa como principio constitucional para fijar los límites del derecho a la libertad de expresión y, en esa dirección, salvaguardar el derecho al honor, dada su estrecha religación con la dignidad.

Por tanto, la función de la dignidad como fuente de los derechos fundamentales, así como parámetro que fija el límite de los mismos, corresponde a su naturaleza de principio jurídico constitucional, no siendo válido el argumento que pretende desvirtuar a la dignidad de la naturaleza jurídica de derecho fundamental en este sentido.

3.3  La ubicación de la dignidad en el texto constitucional

Ya se ha expuesto la interpretación se ha otorgado a la ubicación de la dignidad humana en los textos constitucionales de España y Alemania. En el caso peruano, la Constitución Política de 1993, reconoce a la dignidad en su artículo 1°, bajo el Capítulo I que titula “Derechos Fundamentales de la persona”. No obstante, el legislador planteó en el artículo 2°, contenido en el mismo Capítulo, una redacción de los derechos fundamentales de la persona con la frase preliminar “toda persona tiene derecho a”, siendo, por tanto, el artículo 1° uno que abre la enumeración de los derechos fundamentales reconocidos por la Carta Magna, lo cual no deja en claro si la dignidad es un derecho fundamental, o, como en el caso del derecho español, un principio constitucional que, como fuente de los demás derechos fundamentales, inaugura el apartado que los reconoce. Más adelante, el artículo 3°, contenido en el mismo Capítulo, no ayuda a esclarecer el debate ya que establece que la enumeración de los derechos establecidos en el Capítulo II no excluye los demás que la Constitución garantiza, ni otros de naturaleza análoga o que se fundan en la dignidad, lo cual hace alusión a la dignidad como principio constitucional, fuente de los demás derechos fundamentales.

Si bien el Tribunal Constitucional peruano, intérprete máximo de la Constitución, ha establecido que la dignidad es un derecho fundamental, su ubicación dentro del texto constitucional, como ya se ha establecido, deja algunas dudas al respecto, lo cual plantea la cuestión de si la dignidad debería ser reconocida expresamente por la Constitución de 1993 como un derecho fundamental, al igual que los consagrados en el artículo 2° del texto fundamental.

3.4  La protección jurisdiccional de la dignidad: recurso de amparo

El principal argumento que el Tribunal Constitucional español ha establecido para negarle a la dignidad la naturaleza jurídica de derecho fundamental radica en que ésta no es susceptible de tutela jurisdiccional vía amparo. En efecto, como ya se ha hecho mención, los mecanismos de protección jurisdiccional de los derechos fundamentales se encuentran contenidos en el artículo 53.2° de la Constitución española, que establece, de forma expresa, que “cualquier ciudadano podrá recabar la tutela de las libertades y derechos reconocidos en el artículo 14° y la Sección I del Capítulo II ante los tribunales ordinarios por un procedimiento basado en los principios de preferencia y sumariedad y, en su caso, a través del recurso de amparo ante el TC”. De cara con este precepto, la dignidad de la persona no queda protegida a través de la vía jurisdiccional de protección de los derechos fundamentales, ya que el constituyente no la incluyó dentro del ámbito de protección del recurso de amparo. La protección de la dignidad de la persona tendría lugar, en último caso, a través de la tutela judicial de los derechos en que la misma se concreta. De hecho, el Tribunal Constitucional español, si bien ha hecho mención, en numerosos casos resueltos, a la dignidad humana como parámetro interpretativo, nunca ha concluido, en ninguna de sus sentencias, en la vulneración de la dignidad, sino en otro derecho fundamental específico. Esta ha sido la doctrina jurisprudencial reiterada del Tribunal Constitucional español. quien también ha dejado sentado que ello no significa, de forma alguna, que la dignidad carezca de eficacia constitucional, ya que su protección es en abstracto, es decir, a través de los procedimientos de declaración de inconstitucionalidad, regulados en los artículos 161º y 163º de la Constitución y en el Título II de la Ley Orgánica del TC español, quien tiene la potestad de declarar la inconstitucionalidad de una ley o norma con rango de ley, cuyos postulados o prescripciones sean contrarios a la dignidad humana.

Por su parte, el Tribunal Constitucional Federal de la República de Alemania es categórico al afirmar la naturaleza jurídica de derecho fundamental a la dignidad humana. Ello, debido a que, por un lado, el artículo 1° de la Ley Fundamental, a diferencia de los otros artículos relativos a derechos fundamentales, es inalterable, en concordancia con lo estipulado en el artículo 79.3° de la Ley Fundamental, por tanto no es susceptible de reforma constitucional. De esta forma, se otorga a la dignidad la máxima fuerza de validez que una Constitución pueda conceder. Aunado a ello, el propio artículo 1° de la Ley Fundamental establece la naturaleza de derecho directamente aplicable a la dignidad humana, imponiendo un doble deber al Estado alemán: de respeto y de garantía. Según el primer deber, la obligación estatal de respetar la dignidad, el Estado debe asegurarse de dejarla intacta de modo que deberá organizar el aparato estatal para impedir lesiones a la dignidad causadas por la aplicación incorrecta de la ley. Es una obligación de abstención, de no lesionar, ya sea a través de la emisión de normas o la aplicación de las mismas. La segunda obligación legitima a toda persona, a interponer un recurso judicial ante ataques a la dignidad por parte de terceros particulares. La obligación de protección, que se apoya directamente en el Estado, debe garantizar el respeto de la dignidad respecto a terceros. La eficacia frente a terceros, a través de la obligación de protección estatal, le da a la dignidad la efectividad necesaria, propia de un derecho fundamental. Finalmente, la Ley Fundamental, en sus artículos 19.4º y 93.1.4.aº, posibilita expresamente la posibilidad de interponer recurso de amparo ante la vulneración de la dignidad humana. De hecho, en la práctica, el Tribunal Constitucional Federal se ha ocupado frecuentemente de recursos de amparo (Verfassungsbeswerden), que afirman expresamente una lesión a la dignidad como derecho fundamental (Starck, 2008)

En el constitucionalismo peruano, la Carta Magna no posee un artículo como el 1° de la Ley Fundamental, que otorga una eficacia directa a la dignidad humana como derecho fundamental, al conferir a los órganos estatales la obligación de su respeto y protección. Tampoco se aproxima a la doctrina jurisprudencial española que, de forma tajante, ha denegado la naturaleza de derecho fundamental a la dignidad humana, de cara con la falta de protección que la Constitución española le ofrece, al excluir la posibilidad de plantear una acción de amparo ante su vulneración.  El artículo 1° de la Constitución Política de 1993 establece que “la defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del Estado”; lo cual pone de manifiesto el deber de respeto que existe de parte del Estado peruano a la dignidad humana. Por su parte, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional peruano ha dejado sentado que (02273-2005-PHC/TC) la dignidad, en tanto derecho fundamental, se constituye en un ámbito de tutela y protección autónomo. En ello reside su exigibilidad y ejecutabilidad en el ordenamiento jurídico peruano, es decir, la posibilidad que los individuos se encuentren legitimados a exigir la intervención de los órganos jurisdiccionales para su protección. Se podría colegir, por tanto, que a pesar de que el legislador peruano no ha reconocido expresamente la obligación de garantía de la dignidad humana en el texto de la Carta Fundamental, protección propia de todo derecho fundamental, ha sido el Tribunal Constitución peruano, máximo intérprete de la Constitución, el que ha cerrado el círculo de protección debida, declarándola como un derecho fundamental, merecedor de respeto y garantía y, por tanto, susceptible de ser reclamado ante los tribunales jurisdiccionales.

No obstante esta afirmación, aún quedan algunos cabos sueltos en la regulación positiva de la protección de la dignidad humana, toda vez que, por un lado, en un sentido ideal, sería oportuno que el propio texto Constitucional consagrara la obligación de respeto y garantía de la dignidad humana. Por otro lado, la regulación del Proceso de Amparo en el Perú no es equiparable con su regulación en España, dado que mientras en España se prevé el amparo para la protección exclusiva de los derechos fundamentales reconocidos por la CE, el Código Procesal Constitucional peruano establece que el amparo procede en defensa tanto de los derechos fundamentales como de los constitucionales.

En efecto, el artículo 37° del Código Procesal Constitucional peruano enumera, de forma taxativa, la lista de los derechos fundamentales que son susceptibles de amparo, siendo que en ningún numeral se encuentra consagrada la dignidad humana. Ello no parece lógico con la importancia y trascendencia que el Tribunal Constitucional peruano le ha conferido a dicho precepto constitucional que, tratándose de un derecho fundamental, resultaría racional que sea tutelado vía amparo y que ello sea consignado expresamente por el Código Procesal Constitucional.

Con todo, no se puede afirmar prima facie, basándonos en la estructura del artículo 37° del Código Procesal Constitucional peruano, que la dignidad no es un derecho fundamental, pues, en última ratio, la duda es subsanada por el Tribunal Constitucional que ha afirmado que la dignidad es un derecho fundamental autónomo susceptible de ser amparado judicialmente, no obstante mostrarse temeroso en cuanto se refiere a pronunciarse sobre la violación de la dignidad humana, señalando solamente la vulneración de otro derecho fundamental específico, lo cual no termina por aclarar del todo la problemática.

Daniela Damaris Viteri Custodio, en revistas.udea.edu.co/

Notas:

12    Congreso de Diputados de España. Constitución española. 1978. Artículo 53.2º: “Cualquier ciudadano podrá recabar la tutela de las libertades y derechos reconocidos en el artículo 14º y la Sección del Capítulo II ante los Tribunales ordinarios por un procedimiento basado en los principios de preferencia y sumariedad y, en su caso, del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional”.

13     Tribunal Constitucional español. STC 53/2004. Sentencia de 15 de abril de 2004; STC 113/1996. Sentencia de 15 de junio de 1996; y STC 12/1994. Sentencia de 17 de enero de 1994.

14    Tribunal Constitucional español. STC 53/1985. Sentencia de 11 de abril de 1985; STC 57/1994. Sentencia de 28 de febrero de 1994; STC 120/1990. Sentencia de 27 de junio de 1990; STC 91/2000. Sentencia de 30 de marzo de 2000.

15    Tribunal Constitucional Federal de Alemania. Sentencia BVerfGE, Vol. 45. p. 227.

16    Parlamento Federal de Alemania. Ley Fundamental Alemana. 1949. Artículo 1.1º: “La dignidad del hombre es intangible y constituye deber de todas las autoridades del Estado su respeto y protección”.

17    Tribunal Constitucional Federal de Alemania. Sentencia BVerfGE, Vol. 93. p. 112.

18    Parlamento Federal de Alemania. Ley Fundamental Alemana. 1949. Artículo 19.4º: “todo aquel que se vea lesionado en sus derechos por obra del poder público, podrá acudir a la vía judicial. Si no existe una vía específica, la competencia corresponde a la jurisdicción ordinaria”.

19    Parlamento Federal de Alemania. Ley Fundamental Alemana. 1949. Artículo 93.1.4.a: “respecto a los recursos de amparo, que podrán ser interpuestos por cualquiera mediante alegación de que el poder público le ha lesionado en alguno de sus derechos fundamentales, o en alguno de los derechos especificados….”

20    Tribunal Constitucional Federal de Alemania. Sentencia BverfGE, Vol. 9. p. 89.

21    Tribunal Constitucional peruano. STC Nº 02273-2005-PHC/TC. Sentencia de 20 de abril de 2006. F.J 9

22    Tribunal Constitucional peruano. STC Nº 02273-2005-PHC/TC. Sentencia de 20 de abril de 2006. F.J 10

23    LANDA ARROYO, Cesar. La Dignidad de la Persona Humana: Cuestiones Constitucionales. En: Revista Mexicana de Derecho Constitucional. México. No. 7 (Jul-dic. 2002): p. 123.

24    Corte Constitucional de Colombia. C-521/98. Sentencia de 23 de septiembre de 1998; SÁNCHEZ DE LA TORRE, Angel. Comentario al Fuero de los Españoles. Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1975. p.138.

25    Tribunal Constitucional peruano. STC 02273-2005-PHC/TC. Sentencia de 20 de abril de 2006; Tribunal Constitucional español. STC 57/1994. Sentencia de 23 de marzo de 1994. F.J 03.

26    Tribunal Constitucional Federal Alemán. Sentencia BverfGe, Vol. 36. p. 174; Sentencia BverfGe, Vol. 21, p. 362; Tribunal Constitucional peruano. STC 02273-2005-PHC/TC. Sentencia de 20 de abril de 2006. F.J 7; Tribunal Constitucional español. STC 443/1990. Sentencia de 15 de febrero de 1990.

27    Corte Constitucional de Colombia. C-521/98. Sentencia de 23 de septiembre de 1998.

28    Corte Interamericana de Derechos Humanos. Caso Claude Reyes y otros Vs. Chile. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 19 de septiembre de 2006. Serie C No. 151. p. 91.

Daniela Damaris viteri Custodio

Un análisis comparado de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional Español y el Tribunal Constitucional Federal alemán

1.        Antecedentes históricos-filosóficos de la dignidad humana

La dignidad es un concepto que actualmente es objeto de discusiones, tanto doctrinarias como jurisprudenciales. Ello, en gran medida, se debe a que sus orígenes más remotos no corresponden al ámbito jurídico. En efecto, los primeros vestigios que aluden a la dignidad se encuentran en la filosofía. En tal sentido, resulta importante hacer referencia a las consideraciones trazadas en dicho ámbito, ya que ello permitirá abordar posteriormente, y de forma integral, su naturaleza jurídica.

En la Historia del Pensamiento Antiguo y Medieval (Peces-Barba Martínez, 2003) se hace referencia al concepto de dignidad relacionándola con la idea del hombre como un ser grande, perfecto y distinto a los restantes animales. Estas ideas primigenias son coincidentes tanto en las culturas occidentales como en las orientales. Así, en Oriente, Lao-Tse, Confucio, entre otros, realizan las primeras referencias a la dignidad. Por ejemplo, en el Tao-te-king se establece: “Así el Tao es grande, el cielo grande, la tierra grande. Y también el hombre es grande. Cuatro grandes hay en el espacio. Y también el hombre es grande”. Por su parte, Confucio elaboró algunos textos, donde expone las mismas ideas: “…La Ley de la Gran Doctrina consiste en desenvolver e ilustrar el luminoso principio de la razón que hemos recibido del cielo, en regenerar a los hombres y en situar un destino definitivo en la perfección, o sea, en el bien supremo”.

No obstante las consideraciones vertidas en Oriente, el pensamiento antiguo occidental presentará ideas un tanto más desarrolladas, en la medida que se hace referencia a otros elementos configurativos de la naturaleza del hombre, elementos que constituyen también rasgos de su dignidad, entre ellos: la comunicación y el lenguaje; así como la creatividad y la libertad de elección. Del mismo modo, en la antigua Roma y Grecia, en los poemas de Tirteo y Píndaro (2003) se consolidará otra tesitura, basada en que la dignidad humana se encontraba ineludiblemente vinculada a la jerarquía, a un título o a una función que expresa “majestad”. Vemos pues, una idea de dignidad no autónoma que se basa en elementos externos para su configuración.

En la Edad Media, el cristianismo abordará a la dignidad, relacionándola con la imagen de Dios proyectada sobre los hombres, de modo que en esta época tampoco se tendrá una dignidad autónoma, sino una derivada de Dios.

Ambas corrientes, aquélla que indica que la idea de dignidad deriva de Dios, así como la que señala que la dignidad deriva de un rango o jerarquía; serán descartadas en el Renacimiento. Entre las principales obras de esta época se encuentran las aportaciones de Pico de la Mirándola, Lorenzo Valla, Angelo Poliziano, Pietro Pomponazzi y Giordano Bruno (2003). Todos estos autores apuntarán alguno de los rasgos que sistemáticamente identifican a la dignidad humana. De este modo, se construye la idea de una dignidad basada en rasgos que se extraen de la propia condición del ser humano y que, por tanto, descarta la idea de una dignidad derivada, dependiente, dando paso a una dignidad autónoma que surgirá y dependerá de la propia condición humana. Entre los rasgos de la dignidad a los que se hacen referencia en esta época, se tienen: la libertad de elección, la capacidad de razonar y de construir conceptos generales, la capacidad de dialogar, de comunicarse (lenguaje), y la memoria.

No obstante el avance logrado en el siglo XVI, donde se engrandece al ser humano y se resaltan sus rasgos de hombre digno y libre, y con ello una dignidad autónoma, derivada del ser humano por su propia condición; en el siglo XVII se evidencia una suerte de falta de optimismo en medio de un escenario donde se denuncia la perversión del hombre y su egoísmo (Osuna Fernández-Largo,2001) A pesar de ello, el iusnaturalismo racionalista impulsará el desarrollo del concepto de la dignidad humana, señalando a ésta como el núcleo fundamental del sistema de ética pública, política y jurídica. Pufendorf (2003) por ejemplo, señalaría que la dignidad cumple una doble función: como razón de la ética pública y como objeto de la misma, como efectiva realización de sus dimensiones. En dicho razonamiento, la ética pública se justifica porque el hombre es digno y tiene como objetivo desarrollar esa dignidad. Asimismo, otros autores destacarán otras dimensiones de la dignidad, basadas en la capacidad del ser humano para construir conceptos generales y de razonar, y en la capacidad de elección o libertad.

No obstante las importantes aportaciones referentes a la dignidad humana a lo largo de la historia del pensamiento, sin duda, es el Siglo XVII, con la ética kantiana, la que contiene una expresión más clara de la idea de la dignidad como categoría ética, vinculada a la dimensión moral del hombre. A ella se deben también los primeros intentos de fundamentar los derechos humanos en la idea de dignidad. Kant consideró la autonomía personal como el principal rasgo humano y, en tal contexto, habla de la “dignidad de un ser racional que no obedece otra ley que aquélla que se da a sí mismo”. Kant se referirá al hombre como un ser razonable que forma parte del mundo inteligible, y que por esta razón, vinculada a la idea de libertad, aparece la de autonomía, que supone la libre decisión sobre su vida. Así, la dignidad es valor incondicional, no sujeto a transacción, ni tampoco utilizado como medio (2003). La dignidad basada en autonomía está, para Kant, en el origen de la moralidad, puesto que las máximas de la moral son la consecuencia de la acción de la autonomía. La autonomía es pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional, porque la naturaleza racional existe como fin en sí mismo. En tal sentido, la dignidad se instituye en un valor intrínseco, incondicionado e incomparable. Al no poderse definir la dignidad desde “afuera”, su centro será la autonomía, mediante la cual el hombre tiene la libertad de hacer uso de su propia razón y determinar el sentido de sus actos responsablemente (Kant, 1994)

De lo expuesto ut supra, se entiende que la dignidad humana se sitúa como una reflexión plena a partir del tránsito a la Modernidad, donde se plantea la idea del hombre centro del mundo y centrado en el mundo. De tal modo, el concepto de dignidad humana, aunque con antecedentes en otras antiguas culturas, es un concepto propio del mundo moderno que adquiere especial resonancia en el ámbito jurídico a partir de los planteamientos de Kant, donde se deja entrever que la dignidad se encuentra referida, principalmente, a la interdicción de instrumentalización o cosificación del ser humano, y, asimismo, a la autonomía, la misma que se antepone a cualquier otro bien fundamental.

2.       El reconocimiento jurídico de la dignidad humana en los ordenamientos jurídicos contemporáneos

2.1  Precedentes internacionales de la dignidad

La expresión de la dignidad en los textos jurídicos aparece inicialmente en el plano internacional, como respuesta a las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, las mismas que constituyeron el impulso hacia la positivización de la dignidad humana. Así, los Estados manifestarían su voluntad soberana en instrumentos internacionales, con el firme propósito de que las atrocidades cometidas por el régimen nazista y fascista no volviesen a cometerse.

De este modo, las referencias a la “dignidad de la persona humana” y a los “derechos fundamentales del hombre” aparecen claramente expresadas en la Carta de las Naciones Unidas de 1945, como tratado constitutivo de dicha Organización. Lopropio sucede con otros instrumentos jurídicos internacionales como la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y  Culturales, de 1966; así como, en un ámbito más regional, la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre de 1948, y la Convención Americana sobre Derechos Humanos de 1969. De todos estos instrumentos jurídicos internacionales, es la Declaración Universal la que constituyó, sin duda, un avance sin precedentes en este largo camino hacia la civilización de la dignidad humana y un importante hito al vasto proceso de internacionalización de los derechos humanos. A partir de ella, se han elaborado y aprobado en el contexto de Naciones Unidas una serie considerable de instrumentos dirigidos a desarrollar y dotar de eficacia las disposiciones contenidas en el texto de la mencionada Declaración, logrando la configuración de los derechos humanos como expresión y concreción sustancial de la idea de dignidad de la persona.

No obstante, ésta no ha sido la única consecuencia de la proclamación de la noción jurídica de la dignidad intrínseca de la persona en los textos reseñados, pues también se ha producido lo que la doctrina señala como una “extraordinaria innovación en el Derecho Internacional”, consistente, fundamentalmente, en la consideración del ser humano y de su dignidad intrínseca no como un mero objeto del orden internacional; sino que, a diferencia del Derecho Internacional clásico o tradicional, que otorgaba el protagonismo exclusivo a los Estados, se afirma hoy, el reconocimiento del lugar supremo del interés humano en el orden de los valores, y, en consecuencia, la obligación de los Estados de hacer de dicho interés, concretado en las ideas de dignidad y derechos fundamentales de la persona, universales e indivisibles, uno de los principios constitucionales del nuevo orden internacional. Se ha producido así, un cambio de paradigma en el Derecho Internacional contemporáneo: el hombre, la persona humana ha comenzado a aparecer como sujeto de Derecho Internacional (Rodríguez Carrión, 1999).

Se puede hablar entonces de un “proceso de humanización de la sociedad internacional”, caracterizado por el establecimiento de nuevos sujetos que difieren de la estructura estatal, donde la persona humana registra unos niveles de subjetividad progresiva que la llevan a influir en el diseño de instituciones internacionales. La afirmación de que todo ser humano es titular de derechos propios oponibles directamente a todos los Estados constituye, sin lugar a dudas, una revolución jurídica consistente en que, a diferencia del Derecho Internacional clásico, la persona no puede ser considerada como un mero objeto (Carrillo Salcedo, 1999.) En definitiva, la trascendencia de este reconocimiento pone de relieve una concepción común de la dignidad, propia del mundo contemporáneo y fruto de un consenso entre diferentes concepciones del orden jurídico-político, correspondientes a los distintos países que integran los organismos internacionales, universales o regionales.

2.2  Reconocimiento constitucional de la dignidad humana

A partir de su reconocimiento en el ámbito jurídico internacional, la dignidad humana se consagra como un valor central en la axiología del constitucionalismo contemporáneo. Las Constituciones posteriores a la II Guerra Mundial pasaron a convertirse de meros documentos donde se regulaba la estructura y el funcionamiento de los poderes públicos (Constitución en sentido formal), a instrumentos jurídicos que se abrirían a los principios y valores, potenciando, de tal suerte, su elemento axiológico, o material. Uno de los rasgos más significativos del constitucionalismo después de la Segunda Guerra Mundial consistió en la fijación, mediante normas constitucionales, de principios de justicia material destinados a informar todo el ordenamiento jurídico, lo cual implicó un cambio importante en la transformación del Estado constitucional respecto a las anteriores concepciones del Estado de derecho (Estado legal, formal) ( Marín Castán, 2006.)

Como muestras significativas de la afirmación de la dignidad en el constitucionalismo europeo de la posguerra, se encuentran las Constituciones de Irlanda (1937), Italia (1947), Alemania (1949), Portugal (1976) y España (1978). Asimismo, en constitucionalismo latinoamericano, marcarían la pauta las Constituciones de Perú (1979), Chile (1980), Brasil (1988) y Colombia (1991); las que se erigen como las pioneras en su reconocimiento constitucional.

Así las cosas, a lo largo de la historia, la juridificación de la dignidad humana no ha seguido un proceso progresivo de positivización claro ni ha sido real y efectivamente considerada como cualidad inherente a todos los seres humanos, hasta bien entrado el siglo XX, tras la concienciación mundial sobre los derechos de las personas a raíz del conflicto de la Segunda Guerra Mundial y sus terribles consecuencias. Y siendo precisamente el siglo XX, la época en que las constituciones consagran a la dignidad dentro de su cuerpo normativo, es de notar que dicha positivización constitucional mantiene dos elementos homogéneos: por un lado, es recurrente la consagración de la dignidad en los primeros articulados de las Normas Fundamentales y que su reconocimiento abra, precisamente, el apartado de los derechos fundamentales; y por otro lado, todas las Constituciones reconocen a la dignidad humana como inherente a la persona, sin excepción. Dicha ubicación y reconocimiento no son gratuitos, pues uno de los rasgos sobresalientes del constitucionalismo de la II Guerra Mundial es la elevación de la dignidad de la persona a categoría de núcleo axiológico constitucional, y por lo mismo, valor jurídico supremo del conjunto ordinamental, siendo este tratamiento de carácter generalizado aún en ámbitos socio-culturales dispares.

3.        La dignidad humana como concepto jurídico

En una primera aproximación, se puede diferenciar dos sentidos de la dignidad: una determinada forma de comportamiento de la persona, presidida por su gravedad y decoro, según lo estipulado por el Diccionario de la Real Academia de la Lengua [1], y otra determinada por una calidad que se predica de toda persona, con independencia de cuál sea su específica forma de comportamiento, pues ni tan siquiera una actuación indigna priva a la persona de su dignidad. Es a este segundo sentido al cual nos referiremos. González Pérez (1986) señala que la dignidad es el rango o la categoría que corresponde al hombre como ser dotado de inteligencia y libertad, distinto y superior a todo lo creado, que comporta un tratamiento concorde en todo momento con la naturaleza humana. Por su parte, Von Münch Revista Española de Derecho, (May-Agos 1982) “La Dignidad del Hombre en el Derecho constitucional”, en : Revista Española de Derecho Constitucional, Madrid.(5) p. 123, a la vista de la doctrina y de la jurisprudencia alemana entiende que la dignidad entraña la prohibición de hacer del hombre un objeto de la acción estatal. Finalmente, una de las definiciones más citadas es la del tratadista alemán Von Wintrich (1997), para quien la dignidad del hombre consiste “en que el hombre, como ente ético-espiritual, puede por su propia naturaleza, consciente y libremente, autodeterminarse, formarse y actuar sobre el mundo que le rodea”.

Como se ha advertido, uno de los rasgos sobresalientes del constitucionalismo de la segunda postguerra es la elevación de la dignidad de la persona a la categoría de núcleo axiológico constitucional, y por lo mismo, a valor jurídico supremo del conjunto ordinamental, y ello con carácter prácticamente generalizado y en ámbitos socio-culturales dispares. La mayor problemática que ha suscitado esta elevación, así como el origen no jurídico, sino más bien filosófico de la dignidad es, precisamente, la imposibilidad de dotar de una definición exacta a lo que habría de entenderse por “dignidad”. Las dificultades de una definición del concepto de dignidad se documentan en el extremo de que la doctrina y jurisprudencia jurídico-constitucional no ha llegado todavía a una definición satisfactoria, permaneciendo atrapados los intentos de definición en formulaciones de carácter general.

Sin embargo, es posible aproximarse a la dignidad, tomando en consideración la doctrina jurisprudencial de las Altas Cortes y Tribunales Constitucionales. Para efectos del presente trabajo, se hará especial referencia a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional español, alemán y peruano.

Bajo esta premisa, en primer término, resulta preciso señalar dos elementos característicos constantes del reconocimiento constitucional de la dignidad humana: a) Su consideración como cualidad inherente al ser humano, por su propia condición de tal [2], y b) su consagración en los primeros articulados de las Constituciones, abriendo el apartado de los Derechos Fundamentales.

Por otro lado, el desarrollo jurisprudencial de la dignidad deja entrever que ésta cumple con una serie de funciones dentro de los ordenamientos jurídicos. Así, existe una suerte de consenso al momento de destacar tres roles de la dignidad: como fuente de los derechos fundamentales, como límite de los derechos fundamentales y, como legitimadora del ordenamiento jurídico.

3.1  La dignidad como fuente de los derechos fundamentales

La doctrina jurisprudencial indica que la dignidad es el presupuesto jurídico, el fundamento esencial de todos los derechos que, con la calidad de fundamentales, habilita el ordenamiento. En el caso peruano, el artículo 1° de la Constitución reconoce que “la defensa de la persona humana y el respecto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del Estado”, y, complementando dicha línea de razonamiento, se encuentra el artículo 3°, que dispone que “la enumeración de los derechos establecidos (...) no excluye los demás que la Constitución garantiza, ni otros de naturaleza análoga que se fundan en la dignidad del hombre (...)” [3]. De hecho, esta función ha desplegado todos sus efectos jurídicos en la realidad fáctica, pues mediante la STC 2488-2002-HC/TC, el TC reconoció un nuevo derecho, el Derecho a la Verdad que, sin estar expresamente consignado en el texto de la Constitución Política, fluye de su artículo 3°, que, a su turno, reconoce una “enumeración abierta” de derechos fundamentales que surgen de la dignidad del hombre.

Por su parte, el Tribunal Constitucional español ha señalado que la relevancia y la significación superior del valor de la dignidad y de los derechos que la encarnan se manifiesta en su colocación misma en el texto constitucional, ya que el artículo 10º de la Constitución española es situado a la cabeza del título destinado a tratar de los derechos y deberes fundamentales,  lo que muestra que, dentro del sistema constitucional español, es considerada como el punto de arranque, como prius lógicoy ontológico para la existencia y especificación de los demás derechos [4].

3.2  La dignidad como límite de los derechos fundamentales

La doctrina así como la jurisprudencia constitucional es unánime en establecer que los derechos fundamentales no tienen la calidad de absolutos, sin excepción alguna, bajo la premisa que los límites de los derechos fundamentales son aquellas restricciones a su ejercicio que resulten conformes con las coordenadas constitucionales. El Tribunal Constitucional español brinda ejemplos muy ilustrativos al respecto, concluyendo que no hay derechos ilimitados y menos aún pueden ejercerse los derechos abusivamente. Veamos: en una de sus primeras sentencias, el Alto Tribunal español [5] consideró que ni la libertad de pensamiento ni el derecho de reunión y manifestación comprenden la posibilidad de ejercer sobre terceros una violencia moral de alcance intimidatorio, porque ello es contrario a bienes constitucionalmente protegidos como la dignidad de la persona y su derecho a la integridad moral, que han de ser respetados no sólo los poderes públicos, sino también los ciudadanos. Asimismo, las libertades informativas se han visto delimitadas en su ejercicio abusivo por el valor jurídico supremo del ordenamiento, por la dignidad de la persona [6]:

De este modo, la dignidad ha venido operando como un límite frente al ejercicio abusivo de los derechos. Así se ha decantado en diferentes supuestos en la jurisprudencia constitucional peruana y española. Ello quiere decir que se podrán imponer medidas limitativas a los derechos fundamentales (siempre que dicha medida esté prevista por la ley, y que sea idónea, necesaria y proporcional en relación con un fin constitucionalmente legítimo); sin embargo, lo que no será factible es el irrespeto de las condiciones generales consagradas en la Constitución y el quebrantamiento del contenido esencial de los derechos fundamentales. Pero, ¿a qué la jurisprudencia con “contenido esencial”? Será aquel que tiene como principal sustento la dignidad del ser humano, la misma que se erige como un límite concreto y primordial frente a cualquier tipo de reforma constitucional [7]. En palabras del TC peruano, una reforma será inconstitucional, desde el punto de vista material, si el legislador modifica el contenido esencial del derecho fundamental, siempre y cuando este hecho constituya un elemento vulnerador de la dignidad de la persona humana, y termine, por lo tanto, desvirtuando la eficacia de tal derecho [8].

Por su parte, el Tribunal Constitucional español ha indicado que la dignidad de la persona permite concretar el contenido esencial de los derechos fundamentales objeto de limitación. Al menos, de aquellos derechos que han sido expresamente referidos a ella [9]. No obstante, la dignidad de la persona se ha utilizado excepcionalmente como criterio para determinar el contenido esencial de los derechos fundamentales en situaciones con cierto grado de extremidad, cuando la persona es tratada como un objeto y no un sujeto de derecho. En tales situaciones, la doctrina ha sido clara al establecer que no hace falta una intención de humillación o desprecio para que exista atentado a la dignidad de la persona. Si objetivamente se menoscaba el respeto debido a la dignidad de la persona, es irrelevante la intención del agente.

3.3  La dignidad como legitimadora del ordenamiento jurídico

Esta función se explica en cuanto únicamente será legítimo aquel orden político que respete y tutele la dignidad de cada una de las personas humanas radicadas en su órbita, sus derechos inviolables y el libre desarrollo de su personalidad. Sobre este tema, el TC peruano no se ha explayado mucho, sin embargo, ha sido categórico al señalar que “existe, pues, en la dignidad, un indiscutible rol de principio motor sin el cual el Estado adolecería de legitimidad, y los derechos de un adecuado soporte direccional, se erige como legitimadora y limitadora del poder público” [10].

Por su parte, su homólogo español ha establecido que la legitimidad de una norma se verifica en función de su capacidad para garantizar, promover o defender la dignidad de la persona. Así, la dignidad de la persona, como principio general del Derecho, constituye una de las  bases del Derecho, que fundamentan, sostienen  e informan el Ordenamiento, nutren y vivifican la ordenación legal; legitiman el sistema y sus normas. Por tanto, la eficacia de la dignidad en tanto legitimadora del poder público, radica en que, al haberse positivizado y formar parte de la Constitución, determinará la nulidad de pleno derecho de cualquier disposición de inferior jerarquía, ley o reglamento que la contravenga [11].

Daniela Damaris viteri Custodio, en revistas.udea.edu.co/

Notas:

1    Real Academia Española. Diccionario de la lengua Española. Vigésima segunda Edición. Tomo I. Madrid: Espasa Calpe.

2    Tribunal Constitucional Peruano. Expediente 2273-2005-PHC/TC. Sentencia de 20 de abril de 2006. F.J 6; Tribunal Constitucional español. STC 53/1985. Sentencia de 11 de abril de 1985. F. 8, que establece: “Puede deducirse que la dignidad es un valor espiritual y moral inherente a la persona, que se manifiesta singularmente en la autodeterminación consciente y responsable de la propia vida y que lleva consigo la pretensión de respeto por parte de los demás”

3   Tribunal Constitucional Peruano. Expediente N° 02273-2005-PHC/TC. Sentencia de 20 de abril de 2006. F.J 6, y Exp. N° 1417-2005-PA/TC. Sentencia de 08 de julio de 2005. F.J 3.

4   Tribunal Constitucional español. STC 337/1994. Sentencia de 23 de diciembre de 1994. F.J. 4, y STC 113/1996. Sentencia de 25 de junio de 1994. F.J 6.

5   Tribunal Constitucional español. STC 2/1982. Sentencia de 29 de enero de 1982. FJ. 5.

6   Tribunal Constitucional español. STC 105/1990. Sentencia de 6 de junio. FJ. 8; STC 231/1988. Sentencia de 2 de diciembre de 1988. FJ. 8; y STC 214/1991. Sentencia de 11 de noviembre. FJ. 8.

7   Tribunal Constitucional Peruano. Expediente 0050-2004-AI/TC, 0051-2004-AI/TC, 0004-2005-AI/TC, 0007-2005-AI/TC. Sentencia de 03 de junio de 2005. F.J 38.

8   Tribunal Constitucional Peruano. Expediente 0050-2004-AI/TC, 0051-2004-AI/TC, 0004-2005-AI/TC, 0007-2005-AI/TC. Sentencia de 03 de junio de 2005. F.J 39 y 46.

9   Tribunal Constitucional español. STC 120/1990. Sentencia de 27 de junio de 1990.

10    Tribunal Constitucional Peruano. Expediente 0050-2004-AI/TC, 0051-2004-AI/TC, 0004-2005-AI/TC, 0007-2005-AI/TC. Sentencia de 03 de junio de 2005. F.J 38; Expediente 2273-2005-PHC/TC. Sentencia de 20 de abril de 2006. F.J 6.

11    Tribunal Constitucional español. STC 53/1985. Sentencia de 11 de abril de 1985; STC 113/1996. Sentencia de 25 de junio de 1996. F.J 3 y 6.


Trinidad León

Afrontamos un tema que, por muy “imposible” que parezca, no deja de atraernos. El contenido de estas páginas va a girar sobre tres términos que ya están enunciados en el título: “experiencia”, “Dios” y “lo cotidiano”. Nos aproximaremos, en primer lugar a eso que se suele llamar “a lo cotidiano, tratando de mirar a través de la realidad espacio-temporal aquello que nombramos con mucha pretensión, la experiencia de Dios”. Esta reflexión tiene un contenido que apunta, obviamente, hacia lo teológico, es decir, hacia un cierto hablar sobre Dios o, si se quiere, ese balbuceo sobre las huellas que la Divinidad va dejando en el día a día de nuestra vida.

Hay mucho escrito sobre cómo se “experimenta” a Dios dentro del prisma de sensaciones y vivencias que acumulamos a lo largo de los minutos y de las horas del día, pero seguimos planteandonos el interrogante acerca de ese tipo de “experiencia” que no abarcamos sino que nos abarca, señal de que ninguna de las mucha respuestas han agotado mínimamente la inquietud que lleva a plantear la cuestión una y otra vez. Y es que esta pregunta no tiene, ni mucho menos, una respuesta simple. Si es que la tiene.

Partimos de la idea de que quien se plantea semejante interrogante es creyente o, al menos quiere serlo, o lo es a su pesar... Y si es creyente, la siguiente cuestión es ¿en qué Dios cree? Porque, se puede creer en Dios o creer en los dioses... De hecho, la Escritura cristiana nos presenta a Jesús de Nazaret ante el reto de optar entre vivir apegado a Dios o a los Adioses” (cf Mt 4, 1-11). Pero esto sería otro tema y lo vamos a dejar así.

Por otra parte, se dice, y con razón, que experimentar es vivir; o, a la inversa, que vivir verdaderamente es experimentar, llegar a ser una persona “experta”, “adiestrada” en algo, lo que sea... Sabemos que la vida es, por sí misma, un caudal inagotable de experiencias, de existir sintiendo o, mejor dicho, padeciendo (viviendo apasionadamente) aquello de la realidad que logramos aprehender conscientemente, aquello que logramos aferrar hasta hacerlo parte de nuestra vida. Cosas simples, pero imprescindibles para saber que existimos: levantarnos cada día con las fuerzas y el ánimo renovados, mirar al cielo y acercarnos a la inmensidad, aunque sea a través del sombrero de contaminación o de los bloques de cemento; encontrarnos con la sonrisa de los que nos rodean, con la mirada que acaricia, o tal vez con aquella que corta hasta la respiración...; con la palabra que abre intimidades, o con la tosca negación de ella. Cosas sin las cuales nadie puede vivir, por muy dolorosas que puedan llegar a ser.

1. La experiencia “de Dios” como experiencia de nuestra condición “religada” a Dios

Parto de la convicción de que la “experiencia de Dios” tiene una innegable dimensión antropo-teológica. La experiencia religiosa fundamental es la apertura del ser humano a la raíz, a la arkhéo, a la “Roca” de su propia realidad, este es el presupuesto antropológico de la experiencia religiosa y de la interioridad que ésta conlleva [1].

Decir que la experiencia de Dios posee una dimensión antropológica no significa afirmar que esa experiencia sea algo meramente psicológico. “Nadie tiene experiencia psicológica de Dios” afirma el filósofo X. Zubiri [2]. Porque nadie puede encerrar la inmensidad en la finitud. Todo lo más, advierte el autor citado, se tiene una experiencia moral de lo divino, es decir, se vive a Dios desde la vida y desde los gestos, opciones, actitudes que conforman la vida cotidiana [3].

Nadie, afirma el evangelio de Juan, ha visto nunca a Dios directamente, nadie lo ha “experimentado”, excepto aquel que ha venido de Dios, el Verbo encarnado que nos lo ha explicado (cf Jn 1, 18). Esta explicación, sin embargo, es la mejor confrontación experiencial: acogiendo la experiencia del Dios de Jesús podemos cotejar qué de nuestra propia vivencia dice algo acerca de lo Divino.

Cada creyente, al realizar el reconocimiento en el que consiste, por ejemplo, la experiencia orante de la fe, inscribe su propia vida dentro de un horizonte relacional que encierra toda una tradición religiosa en la que palabras tales como “YHWH”, “Dios”, “Alah”, “Brahman”, cobran significado más allá de la experiencia transmitida por lo dado en la realidad material, e incluso, íntima y trascendentalmente.

El reconocimiento de esto que podríamos llamar presencia transcendental en la propia interioridad del ser humano, el consentimiento y respuesta a la llamada y a la entrega en el encuentro personal con esa Presencia, es lo que la fenomenología de la religión identifica con la Aexperiencia religiosa fundamental” en cualquiera de las expresiones religiosas: entrega en fe, esperanza y caridad (cristianismo), en fidelidad obediencial (judaísmo), en absoluta sumisión (islamismo), en la búsqueda de la identificación plena “tu eres eso” (brahmanismo), nirvana o extinción del sujeto en el absoluto (budismo), etc...

Es decir, sin esta actitud fundamental que acoge y expresa lo que nos religa a la Trascendencia no se da ningún tipo de experiencia religiosa. Y lo cotidiano, el día a día, vendría a ser algo así como el lugar en el que experimentamos la relación-religación personal respecto a todo eso que nos rodea: el cordón umbilical que nos une a la existencia y a todo lo que existe.

La vida “en Dios”, sin etiquetas

Ahora bien, ¿cómo experimentamos, en lo cotidiano de la vida, esa vinculación personal a Dios?. ¿Cómo vivimos los cristianos, los bautizados en Cristo, la experiencia de Dios? Después de indagar he llegado a una conclusión, tal vez poco original, pero real: no es posible hacer un cliché único, ni etiquetar nuestras experiencias cotidianas de Dios bajo un mismo y único signo, una idea clave o una sensación superior e inefable. Por más que nuestra condición de creyentes cristianos haga de nosotros una “comunidad creyente” (Iglesia), la experiencia que tenemos de Dios es múltiple y compleja.

Tratando, pues, de crear un cuadro referencial amplio podríamos decir que los hombres y mujeres de nuestro tiempo estamos bastante despistados acerca de las cosas de Dios y sobre todo, de las cosas que pueden decirnos algo sobre Dios dentro de los acontecimientos cotidianos; aunque es muy cierto eso de que “La experiencia de Dios sólo puede darse en medio de y en contacto con determinadas experiencias mundanas” [4], con lo más cercano y lo que va creando el entramado de nuestra vida de cada día.

Una auténtica experiencia humana de la vida cotidiana tiene ya los elementos necesarios para ser llamada una auténtica experiencia de Dios. Podríamos decir que la persona que cree y vive esa fe como entrega y comunicación o proyección de sí al modo en que entiende que Dios se le comunica: gratuita, justa y misericordiosamente, comienza a experimentar lo incomunicable de aquello a lo que está llamada y no puede alcanzar por sus propias fuerzas, porque la trasciende absolutamente y de manera misteriosa, no manipulable.

Combinando los elementos que la experiencia humana proporciona en la vida de cada día con la experiencia de fe, es decir, de entrega al proyecto del Reino de Dios, en todo lo que ese proyecto tiene de empeño y compromiso por crear lo que se ha dado en llamar Auna sociedad de contraste”, que fue la misión de Jesucristo y sigue siendo la misión de la Iglesia en el mundo, podemos imaginar algo de lo que implica una verdadera experiencia de la Divinidad en nuestra existencia real y concreta, en medio de las cosas que nos resulta familiares, adheridas a nuestra existencia de cada instante.

Pero este ejercicio o compromiso creyente supone un verdadero proceso de crecimiento y madurez personal, supone aceptar cada día la tensión entre: libertad - normatividad, personalización - institucionalización, provisionalidad - perpetuidad, presente - futuro (pasado), pluralidad - unidad,... Los datos que ofrecen estas categorías bipolares que, podríamos, pero no vamos a desarrollar aquí, servirían para situarnos en el punto adecuado desde el cual comprender el tipo de “experiencia de Dios” que vivimos la mayoría de los creyentes, de manera cotidiana, tratando de tener en cuenta la integridad del Mensaje evangélico y la honestidad de nuestra adhesión a él; contando con la incoherencias de las que muchas veces adolecemos ente ese mensaje y su sentido salvífico. Lo cotidiano está lleno, precisamente y dolorosamente, de incoherencias...

2.  Riqueza, problematicidad y humillación de “lo divinamente cotidiano”

Lo que llamamos cotidiano no es sencillamente lo “simple”, ni mucho menos, lo “banal”. Lo cotidiano encierra mucha complejidad y, por lo mismo, una infinita gama de vivencias, de sentimientos, de perspectivas..., un arco iris de colores que abarca todo lo más íntimo de nuestro horizonte existencial: contiene albas, amaneceres radiantes y noches envueltas en una cierta semioscuridad, atardeceres radiantes y también llenos de espesos nubarrones... ¡Toda la creación parece estar dentro de las horas del día y del alma!

Por otra parte, eso que llamamos experiencia está muy lejos de ser algo uniforme o perfectamente programable. De una manera más o menos empírica sabemos que experimentar significa ir haciéndonos personas expertas (peritas) en algo, a partir del pathos: apasionamiento vital, lleno de amor y de sufrimiento volcado y como emergiendo de todo lo que toda vida trae y lleva consigo.

Pero tampoco es algo simple preguntarnos por esa realidad que llamamos Dios y que bien podríamos llamar Diosa, si nuestro intelecto o nuestra sensibilidad Areligiosa” no estuvieran tan encorsetados en los términos y en lo que ellos, más que revelarnos, nos encubren... Hablar de Ala experiencia de Dios en la vida cotidiana” significa tratar de encerrar en palabras esa Realidad totalmente inalcanzable que nos alcanza enteramente y a cada instante, de todas las maneras posibles. Dice el o la orante de la Escritura antigua:

“Señor, tú me has examinado y me conoces; sabes cuándo me acuesto y cuándo me levanto, de lejos te das cuenta de mis pensamientos; tú ves mi caminar y mi descanso, te son familiares todos mis caminos... Tú me envuelves por detrás y por delante, y tienes puesta tu mano sobre mí... ¿A dónde podría ir lejos de tu espíritu, a dónde podría huir lejos de tu presencia?...” [5].

La oración continúa mostrando que ni los cielos ni el abismo, ni un confín u otro de la creación, ni la luz ni las tinieblas, pueden alejarnos de la Presencia que lo llena todo.

Con esta certeza metida en el corazón podemos decir, con palabras de una mujer apasionada por Dios pero, sobre todo, por la vida, que en lo que llamamos experiencia cotidiana de Dios se trata de “... realizar lo posible para alcanzar lo imposible” [6]. Lo posible, en este espacio, es, a mi entender, hablar de la experiencia de la cotidianidad hecha de momentos entralazados, de pequeños retazos y de profundos vacíos, de vitalidad y de dicha, de languidez y de melancolía, o de todo a la vez... Lo imposible, tal vez, sea pretender atrapar, de alguna manera, aunque sea imaginada, esa Presencia que intuimos cercana y que sabemos también lejana, definitivamente no identificable con ninguna de las otras presencias que llenan nuestra vida.

La experiencia de Dios, conquista humilde de Dios

De la Divinidad experimentamos la urgencia de su mirada, sin poder jamás definir su Rostro ni sus maneras de estar presente en esta vivencia nuestra del tiempo y del espacio. La experiencia “de Dios” se va adquiriendo cada día en la comunión afectiva, no sólo con las cosas reales, sino a través de ellas. Es ahí, en la realidad donde se siente la brisa Divina, ese Misterio que, como tal, nos envuelve, nos abraza, nos mete dentro de sí y nos hace “hogar” en sus propias entrañas.

Pero ésta es una experiencia que nos supera y nos desconcierta siempre... Nos lanza al abismo aterrador de lo que no podemos definir, porque no entra dentro de ninguna de nuestras categorías, aunque sí de nuestras intuiciones.

Sin embargo, una manera de experimentar a Dios, sobre todo al Dios revelado en Jesucristo, y es a través de sentir su propio anonadamiento. No como el Todopoderoso, ni como el absolutamente inalcanzable Dios de los conceptos filosóficos, sino como esa enamorada compañía que nos observa embelesada sin hacer otra cosa que amarnos y ofrecernos su amor, retirándose casi con timidez, a fin de no presionar ni obstaculizar nuestra búsqueda en libertad de aquello que él mismo nos da. Dice S. Weil:

“Dios se agota, a través del infinito espesor del tiempo y del espacio, para alcanzar el alma y seducirla. Si ésta se deja arrancar, aunque no sea más que lo que dura un soplo, un consentimiento puro y completo, entonces Dios se alza con su conquista. Y una vez se ha convertido en algo completamente suyo, la abandona. La deja completamente sola. Y entonces le toca a ella atravesar, esta vez a tientas, el infinito espesor del tiempo y el espacio en busca de aquél a quien ama. De esa manera el alma vuelve a hacer en sentido inverso el viaje que Dios hizo hasta ella” [7].

Dios “se agota” entiendo que es una manera de definir la entrega, el abajamiento o la humillación de Dios en la Encarnación: Dios metido en la historia, nuestra historia de cada instante: perecedera y, sin embargo, llamada al infinito.

En el hombre Jesús de Nazaret, Dios nos ha dado alcance, se ha puesto a nuestro lado, ha caminado y experimentado nuestra vida y, al alejarse históricamente, al situarse en el lugar transcendente que le corresponde desde la eternidad, ha dejado nuestra existencia abierta a esa eternidad en la que él mismo existe desde siempre. Pero esta apertura es también herida, porque al Dios de Jesús no le vemos como algo completamente asequible y mucho menos manejable, sino como una seductora utopía de lo que jamás obtendremos de manera plena en esta vida, dentro de este tiempo ni de esta realidad.

Por eso, de la divina Presencia experimentamos siempre mucho más su ausencia que su cercanía. El grito del “Hijo del hombre” sobre la cruz sigue siendo el mismo grito a lo largo de la historia de muchos hombres y mujeres: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”... Experimentar a Dios en la cotidianidad de nuestra existencia, supone, con frecuencia, sentir la llamada y el abandono de Dios: atravesar el camino de la existencia buscando su rostro, sin verle; experimentar el dolor lacerante de los muchos límites y descubrir que la fe no nos exonera de ninguno de ellos.

Y esto duelo, aún teniendo la certeza de que somos criaturas miradas desde, no sabemos bien qué dimensión de la realidad, con infinita ternura, tanto si la amamos como si no, si confiamos en ella como si no, si aceptamos su absoluta libertad como si nos enfurece su indisponibilidad... Esa experiencia paradójica no siempre es llevadera, con frecuencia suele convertirse en un verdadero problema, tal vez, sin saberlo, en el problema más profundo de nuestra vida.

3. “Experiencia” de Dios o “hacerle” sitio a Dios en la cotidianidad de nuestra vida

Como venimos observando, lo que podemos intuir como experiencia cotidiana “de Dios” tiene al menos dos polos o vertientes desde las que podemos asomarnos: lo objetivo y lo subjetivo. No hay verdadera experiencia si no hay algo objetivo, algo que yo pueda oír, ver, tocar, sentir... Y, obviamente, es la persona, con toda su subjetividad, la que siente, experimenta. Son dos dimensiones irrenunciables de nuestra manera de conocer y por tanto de dejarnos afectar por la vida y por el Dios de la vida: “Venid y lo veréis” (Jn 1, 39), dice Jesús a aquellos que querían seguirle por la rivera del Jordán. Y se fueron con él. Al final del proceso, llamémoslo de experimentación, de seguimiento diario por los caminos de la vida cotidiana, pasando por pueblos y ciudades, visitando y dejándose visitar, sanando y dejándose sanar, aquellos hombres y mujeres que le siguieron desde el principio, afirmaban: “...lo que hemos oído, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos, es lo que os decimos” (1Jn 1, 1).

Dios, siempre “inadecuado” a nuestra vida

La nuestra es una experiencia mediada de Dios. Nuestra propia condición humana, compartida por el Hijo encarnado, es la vía de encuentro con la Divinidad que nos sale al encuentro. Experimentar a Dios en la cotidianidad de la vida es experimentar la vida misma, sentir el latido de lo divino resonando, paso a paso, en la interioridad de cada acontecimiento, por sencillo o difícil que se nos presente ante los ojos y en el corazón.

Sin embargo, la distancia o la tensión entre esas dos realidades: la objetiva y la subjetiva, la exterior y la interior, puede convertirsenos en un abismo aterrador, en una distancia infranqueable porque ¿dónde esta Dios cuando le necesito?, ¿dónde cuando el mundo, la creación entera reclama su “presencia”, su actuación?

Desde luego, Dios no está en algún lugar recóndito, esperando, como el genio de la lámpara de Aladino que se le convoque para actuar... ¡eso quisiéramos! Dios no es, como decía L. Feuerbach, una mera creación de nuestra mente, una proyección de todo aquello que no podemos ser ni alcanzar por nosotros mismos... “Dios” no es un término abstracto que en ciertos momentos podamos convertir en un soporte más o menos adecuado a nuestra vida. Dios es en la realidad que vivimos y es completamente inadecuado.

Ninguna “experiencia de Dios” no se amolda a nuestros criterios, por elevados y santos que sean o pretendan ser, pero esa experiencia forma parte de la existencia, una existencia tanto más auténtica y veraz, cuanto más se va abriendo a esa Realidad que nunca, aquí, podremos llegar a conocer plenamente, porque, como afirmaba Agustín de Hipona: “Si dices que le conoces, ya no es Dios”. Y, con todo, según otro teólogo del siglo IV, Gregorio Nazianzeno, la experiencia de Dios determina la entera existencia del creyente: “Hemos de pensar en Dios aún más a menudo que respiramos”.

Pensar a Dios y “pensarle” precisamente como “Hogar de Comunión” (Trinidad), debería sernos tan connatural como la respiración misma, pero eso es mucho decir, sobre todo para los hombres y mujeres de una época en la que el Dios manifestado en la vida y en la misión de Jesús de Nazaret, se ha convertido en un tema cada vez más paradójico e irritante, incluso para los mismos cristianos. En este sentido, seguramente nos vendría mejor, más a la medida de nuestra capacidad de entendimiento, un Dios que cumple siempre un rol determinado, aquel que quisiéramos darle: de dominio y de señorío absoluto, de poder arbitrario, e incluso de cierta condescendiente misericordia, incapaz de compartir con nadie su misteriosa e infinita, pero conveniente soledad. En definitiva, un Dios que nos deja en paz, que no incomode nuestra vida cotidiana, que no se acerca pidiendo ser hospedado en nuestro espacio humano... Pero la Divinidad, desde el acontecimiento Jesucristo, ya no puede ser contemplada ni entendida como absoluta lejanía, sino como Presencia que viene y nos considera suyos: familiares y amigos.

En definitiva, si queremos experimentar a Dios en aquello que vivimos cada día, si queremos hacerle espacio en el corazón de nuestra existencia cotidiana, debemos dejarnos afectar de otro modo por la realidad misma, abandonando muchas veces lo que considerábamos “nuestra” privacidad más irrenunciable, que en el fondo puede no ser otra cosa que nuestra comodidad más egocéntrica.

La “experiencia de Dios” en el día a día es una invitación a abandonar el espacio seguro de nuestros criterios y de nuestra sapiencia humana para lanzarnos a vivir un proyecto que apasiona en todos los sentidos: el proyecto de un Dios que se “exilia” de su Gloria (cf Flp 2, 6-11) para hacerse experiencia encarnada y apasionada en la historia, nuestra propia historia. Con todo lo que ella tiene de gozo y de sufrimiento, de triunfo y de fracaso, de vida y de muerte.

4. Dios, memoria del deseo Aexiliado” y llamada a la “interioridad”

A la distancia entre el vacío y el anhelo que experimentamos por dentro quienes a lo largo del día, de una manera más o menos intensa, más o menos consciente, buscamos a Dios, podemos llamarle deseo. Un deseo que está hecho de infinito, dentro de nuestra finitud, de grandeza dentro de nuestra pequeñez, de certeza dentro de nuestras dudas, de gozo en medio de todos los sufrimientos... El deseo de Dios supone tensión entre lo que creemos de él y lo que llegamos a experimentar verdaderamente de esa Realidad que nos abraza y nos transciende...

Y la tensión puede convertirsenos en angustia, en ansiedad desbordante, insoportable, hasta el punto de hacernos desear no desear que Dios sea, ni exista, ni se nos haga presente... Entre otras cosas, porque el hecho de que nuestra vida esté abierta a la Presencia divina no nos garantiza que todo lo que vivimos en el día a día sea algo satisfactorio, exitoso; por el contrario, puede ser frustrante y desalentador.

“Y es que al Dios vivo, al Dios humano, no se llega por camino de razón, sino por camino de amor y de sufrimiento. La razón nos aparta más bien de Él. No es posible conocerle para luego amarle, hay que empezar por amarle, por anhelarle, por tener hambre de Él... Dios es indefinible. Querer definir a Dios es pretender limitarlo a nuestra mente, es decir, matarlo. En cuanto tratemos de definirlo, no surge la nada” [8].

Dios, ni en el momento de experiencia mística (cercana) más intensa, se deja manipular ni dirigir por nuestros deseos, por “santos” que éstos sean o creamos que pueden ser. De hecho, lo que sentimos, como decía S. Weil, es que Dios se ha adueñado de nuestra vida para después dejarla inmersa en una búsqueda que hacemos a tientas, con muy pocas o ninguna certeza...

Nuestro deseo de experimentar a Dios se queda como “exiliado”, sacado de sí, al descubierto, en la más profunda indigencia. Existen situaciones en la vida personal contradictorias: al momento en el que Dios parece estar al alcance de nuestra la mano le sucede la noche de los sentidos y del espíritu en que la experiencia de Dios se nos convierte en transcendencia y lejanía. Lo que no acabamos de entender es que esta experiencia sea, precisamente la “kénosis” o anonadamiento de lo divino en nuestro “exilio” humano. Experimentar a Dios, de alguna manera, por dolorosa o gozosa que sea, es, ante todo, querer que él sea y tener la certeza de no poder vivir sin él [9].

La experiencia de Dios como experiencia abismal

Cuesta creer que “Dios” sea esa Realidad Infinita dispuesta a dejar su espacio (esté donde esté y sea lo que sea...) y venir a habitar en medio de nosotros; que Dios sea precisamente eso: Presencia implicada en la cotidianidad de nuestra existencia exiliada y la única manera de llegar a ese lugar perdido que llamamos “cielo” “paraíso”..., el lugar-seno acogedor donde experimentar a Dios es sencillamente vivirse en Dios.

Exilio y regreso son los dos polos de este binomio tensional entre el mundo material de lo externo que vivimos y el mundo espiritual e interno que reclama nuestra atención, porque somos seres llamados a existir en él y desde él. El exilio es, en realidad, salir del recinto superficial y amurallado de nuestros intereses materiales y regresar a la profundidad en la que se afirma lo mejor de nuestra existencia cotidiana.

Sin embargo, la interioridad que nos abre a nuestra propia transcendencia, como seres abiertos a la Transcendencia Divina, produce vértigo, y no siempre estamos dispuestos o dispuestas a sufrirlo. El científico, místico y... teólogo Pierre Teilhard de Chardin escribía:

“Penetremos en lo más secreto de nosotros mismos, circundemos nuestro corazón. Busquemos afanosamente el océano de fuerzas que padecemos y en la que nuestro crecimiento se haya inmerso. Es un ejercicio saludable: la profundidad y la universalidad de nuestras relaciones formarán la intimidad envolvente de nuestra comunión” [10].

Experimentar a Dios en la vida cotidiana exige circundar, navegar reciamente, con fuerza, cada momento, cada acontecimiento, firmes ante los embistes que recibimos, oleadas y oleadas de todo tipo de sentimientos y de vivencias, padecimientos, en suma, que pueden hacernos zozobrar y que, no obstante, encierran el secreto de la verdadera sabiduría de la existencia, porque nos lanza a la profundidad, a lo más íntimo y verdadero.

Realizar esa inmersión es “saludable”, puede ser el camino de sanación de muchas de las heridas que la vida nos va produciendo, día a día. Puede ser también camino de encuentro y de comunión, en primer lugar, con ese Abismo sin fondo que es Dios y que somos cada ser humano en Dios. Vale la pena seguir la idea de este buscador y acoger su experiencia:

“Así pues, acaso por primera vez en mi vida (¡yo, que se supone medito todos los días!) tomé una lámpara y, abandonando la zona, en apariencia clara, de mis ocupaciones y de mis relaciones cotidianas, bajé a lo más íntimo de mí mismo, al abismo profundo de donde percibo, confusamente, que emana mi poder de acción. Ahora bien, a medida que me alejaba de las evidencias convencionales que iluminan superficialmente la vida social, me di cuenta de que me escapaba de mí mismo. A cada peldaño que descendía, se descubría en mí otro personaje, al que no podía denominar exactamente y que ya no me obedecía. Y cuando hube de detener mi exploración, porque me faltaba suelo bajo los pies, me hallé sobre un abismo si fondo del que surgía, viniendo no sé de dónde, el chorro que me atrevo a llamar mi vida” [11].

San Agustín hace un llamado a la interioridad en la vida cotidiana que hoy sigue siendo completamente actual: “(Oh hombre!, )hasta cuando vas a estar dando vueltas en torno a la creación? Vuélvete a ti mismo, contémplate, sondéate, examínate... No quieras ir fuera de ti mismo, es en el hombre interior donde habita la verdad” [12].

Pero, el recogimiento en sí, en el lugar en el que habita la verdad, no es, ni mucho menos, un llamado al aislamiento sino a la autenticidad que se enraíza en el conocimiento de sí. La interioridad no es una huida, una evasión, es un compromiso con la vida tal cual. Es optar por la vida real, con todas sus consecuencias. Una opción que lleva al creyente a descubrir la Presencia que lo habita, lo mantiene en la existencia y lo lleva en ella hacia Ella. Una Presencia que es impulso y fuerza para emprender un itinerario hacia sí, hacia el interior de sí mismo, con vistas al encuentro que tiene lugar, según san Juan de la Cruz “del alma en el más profundo centro”.

De ahí que lo que venimos llamando interioridad se asemeje mucho a la experiencia que tiene lugar en lo más auténtico de nuestro ser y que se descubre sólo a través del reconocimiento personal, en un movimiento constante de concentración y descentración, de bajada a lo más profundo y de subida hacia lo que se descubre como lo más allá y lo más absoluto de sí mismo: Dios en los otros.

El esfuerzo que supone el ahondar en sí está orientado, en este camino de experiencia religiosa, a vaciar el propio interior, a tomar auténtica conciencia de sí frente a la realidad; a hacer experiencia de la realidad misma que nos rodea desde el propio señorío interior; en un estado que permita conocer esta realidad tal cual es; con sosiego, profundidad y, sobre todo, con verdad.

5. La experiencia de Dios como despojo de la superficialidad en lo cotidiano

Lo venimos afirmando constantemente: lo que llamamos experiencia de Dios, en el día a día, acarrea mucho de dolor y, por lo mismo, exige de la persona mucho valor. Dolor y valor que conlleva la misma vida. No es demasiado común que alguien quiera hacer experiencia de la Divinidad en profundidad y verdad; sentir las cosas, sentirse a sí misma/o, a los otros, la realidad, el mundo y la transcendencia, exponiéndose, quedándose a la intemperie de la vida, desde su propia fragilidad interior. La filósofa y mística Edith Stein afirmaba al respecto:

“El yo personal se encuentra enteramente en él, en la interioridad más profunda del alma. Cuando vive en esa interioridad, dispone de la fuerza total del alma y puede utilizarla libremente. Además, está abierto a las exigencias que se le presentan, puede apreciar mejor su significado y su importancia. Pero pocos hombres viven tan concentrados en sí mismos. En la mayor parte el yo se sitúa más bien en la superficie...” [13].

Podemos estar, cotidianamente, ante la tentación de sucumbir en la vorágine de la superficialidad o, lo que es peor, la hipocresía, dejarnos llevar por lo que no compromete de forma definitiva ni vincula íntimamente, ni nos toca realmente la vida. La búsqueda de la gratificación inmediata condiciona la continuidad de toda verdadera experiencia, mucho más de la experiencia de “Dios”. Con frecuencia solo interesa aquello que resulta compatible con lo efectivo y con las apetencias del momento presente; nos atrae todo lo que esté apoyado en un fuerte sentido de independencia personal y de respuesta inmediata a nuestras necesidades, reales o no.

Con el paso del tiempo, con la experiencia que vamos acumulando y que nos va llevando a la madurez, más o menos dificultosamente alcanzada, se va relativizando lo que cada día conlleva de banal y asumiendo lo que tiene un cierto sabor a imperecedero, aunque no sepamos exactamente qué sea esto, porque todo lo que somos capaces de experimentar tiende a convertirse en caduco y transitorio, hasta lo más querido: la vida, nuestra vida y la de los seres que amamos. Pero incluso ahí, precisamente ahí, podemos encontrarnos con “Dios”.

En la experiencia de la vida interior el hombre y la mujer creyentes descubrimos lo extraordinario de la propia finitud: miseria y grandeza irremediablemente unidas. Toda la grandeza y dignidad del ser humano radica aquí: en su aspiración a Dios “Los hombres están, por lo general, ávidos de divinidad” afirma san Agustín [14]. Somos seres complejos y misteriosos; fuente de incalculables riquezas y de carencias abismales. El ser humano es un ser para sí mismo incomprensible y a veces desesperante. Es toda una tarea aprender a esperar algo de nosotros mismos, incluso a través de la monotonía del día a día.

Experimentar a Dios en la vida cotidiana, como vemos, es aferrarse a aquello se nos escapa. Trata de aferrar la huidiza esperanza de algo que no se domina: el futuro, la felicidad, la realización personal... Pero es, sobre todo, dejar paso a la fe, muchas veces aprendida y pocas veces profundizada. Una fe trasmitida que se nos ha quedado, con frecuencia, ridículamente corta. Por eso, y concluimos:

1.   La experiencia cotidiana de Dios no es un simple saber acerca de Dios, pero tampoco llega a ser una contemplación en sentido místico; consiste en una disposición del pensamiento que reflexiona lo cotidiano. La mente del ser humano es un pozo profundo del cual, con el esfuerzo que supone considerarse a sí mismo lugar de encuentro con Dios, puede llegar a sacar de sí mismo el agua viva, es decir: las buenas opciones, los planes y proyectos válidos que llenan de sentido divino la existencia humana. Porque, se pregunta Pablo de Tarso “¿Quién conoce profundamente el modo de ser del hombre, sino el espíritu del hombre que habita dentro de él...?” (cf 1Co 2, 11). Se trata, en todo caso, de una verdadera catarsis espiritual, indispensable para adquirir la verdadera sabiduría del Espíritu.

La persona que quiera ver a Dios en los acontecimientos de la vida, tal y como Él se suele mostrar: dentro del misterio, de lo no-predecible, de lo no-abarcable con nuestra lógica, tiene que estar concentrada no distraída; tiene que saber vivirse en la intimidad desbordante y en el silencio sonoro; en la clara oscuridad de la fe y en la disponibilidad al compromiso que lleva, con frecuencia, a la cruz.

2.   El encuentro con Dios en la vida cotidiana supone la madurez humana de alguien que se vive, como criatura, orientada hacia dentro y volcada, desde dentro, a los otros, hacia todo lo que Dios mira y ama con predilección absoluta: su creación. Porque ese Dios a nuestro pesar, hace acepción de personas (se fija en lo más miserable), no se hace visible a una mirada superficial ni al alboroto que distrae de la intimidad y de la pasión del mundo.

3.   El silencio, que a muchos atrae y a otros muchos aterra, es un elemento fundamental e indispensable para vivir la experiencia cotidiana de Dios. Es necesario saber pasar del ruido ensordecedor al silencio dialogante, de la dispersión a la concentración, de la superficialidad a la hondura, del individualismo a la relación que hace comunión.

Se trata de un silencio que tiene que ser elocuente con la vida, que es disposición para la escucha de la voz de Dios en la propia existencia, y que no tiene nada que ver con la cerrazón huraña o con la hosca mudez en la que, con demasiada frecuencia, pretendemos esconder nuestra falta de autocomprensión de nuestra propia realidad y, obviamente, de los acontecimientos que vivimos a lo largo de las horas, del tiempo y del espacio.

En el silencio interior, a veces obligado, se fragua y crece la vida en el Espíritu o la vida espiritual. Ese silencio no es lo opuesto a la palabra, es lo opuesto al ruido y a la distracción permanente. Este silencio es también condición indispensable para que se de el diálogo con el Huésped interior y con aquellos seres humanos que lo hacen visible: los que siempre resultan marginados y silenciados, los que no cuentan porque no interesa que cuenten, los que no son significativos porque les restamos constantemente significatividad y dignidad. Esos Aaquellos” son cada una de las personas que, sabiendolo o no, son el rostro visible del Dios invisible” (Mt 25,  31-46). Ninguneados por la sociedad y engrandecidos en el Reino de Dios que construimos día a día [15].

Intentado una conclusión de lo siempre abierto

La experiencia de Dios en la vida cotidiana es acercamiento apasionado al mundo de Dios y a las cosas de Dios, en las cosas que nos pasan y por las que pasamos cada día. Esto supone que vivimos, en efecto, dentro de una realidad concreta, hecha de relaciones concretas, positivas, gozosas y constructoras en ocasiones y muchas veces, demasiadas tal vez, negativas y destructoras. Y aquí entra todo: relaciones familiares, vecinos, amigos, trabajo, acontecimientos que nos superan de manera absoluta...

La experiencia así entendida consiste en la forma peculiar en que la vida va poniendo la realidad en nuestras manos, y supone, en este sentido, algo previo, que existe y en lo que nos vivimos. Viene a ser algo así como la existencia de un campo visual, dentro del cual son posibles múltiples y diversas perspectivas, según el punto desde el cual nos situemos ante la realidad y sus complejas manifestaciones.

El problema, a mi entender, es que, precisamente lo cotidiano de nuestra vida personal puede llegar a convertir ese campo visual, más que en un balcón abierto hacia el Horizonte Infinito, en una cada vez más estrecha rendija a través de la cual pretendemos ver y conocer todo lo que acontece en la inmensidad del universo y de la historia. Y, algo que vemos o sentimos o experimentamos, cada vez con un margen de apertura más limitada es nuestra relación con la Transcendencia Divina. Por muchas razones:

-    por la influencia de lo que podríamos llamar la cultura de la tecnocracia pragmática,

-    por las incoherencias entre lo que la religión predica acerca de la Divinidad y lo que la comunidad creyente, nosotros y nosotras dentro de ella, olvida vivir en relación a esa Divinidad,

-    por ese afán de globalizar todo e incluir en ese todo incluso la Aexperiencia de Dios”, como si Dios fuera un producto más de la sociedad humana y de los sistemas de convivencia o de intolerancia que creamos a todos los niveles... [16].

Voy a terminar esta reflexión con unas palabras de la pensadora María Zambrano que, sin estar directamente vinculadas al tema que nos ocupa, pueden ayudarnos a entender la universalidad de eso que hemos venido llamando: experiencia de Dios en la vida cotidiana. Porque, )quién nos puede impedir sentir que experimentar a Dios en la vida de cada día es como salir de la realidad para entrar más profundamente en ella, de una manera que no podemos ni imaginar ni mucho menos programar? La “experiencia de Dios” es el cada instante en el que vivimos, lleno de una luz que se nos da tan gratuitamente como el nuevo día, que siempre amanece:

“Salimos del presente para caer en el futuro desconocido, pero sin olvidar el pasado, nuestra alma está cruzada por sedimentos de siglos, son más grandes las raíces que las ramas que ven la luz. Es en la hora del amanecer, trágica y de aurora en que las sombras de la noche comienzan a mostrar su sentido y las figuras inciertas comienzan a desvelarse ante la luz, la hora de la luz en que se congregan pasado y porvenir” [17].

Trinidad León, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1.  ZUBIRI, X., Naturaleza, historia, Dios Madrid 1987, 180-182. (citado NHD)

2.  Nacido en 1898 en San Sebastián

3.  Zubiri advierte que en realidad no hay experiencia de Dios..., hay experiencia de las cosas reales y en ellas, se hace un tanteo de Dios. La posesión de la existencia no es experiencia en ningún sentido, y por tanto, tampoco lo es de Dios (Cf ZUBIRI, X., NHD, 435).

4.  MARTÍN VELASCO, J., La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 1996, 42.

5.  Cfr. Salmo 138.

6.  WEIL S., La gravedad y la gracia, Trotta, Madrid 1994, 159.

7.  Ibid, p. 128.

8.  UNAMUNO, M., Del sentimiento trágico de la vida -en los hombres y en los pueblos-, Alianza Editorial, Madrid 1986, 163-164.

9.  Teología kenótica

10.    TEILHARD DE CHARDIN, P., El medio divino, Alianza Editorial, Barcelona 2000, 48.

11.    Idem.

12.    En Sermón 52, 17.

13.    STEIN E., Ser finito y ser eterno, FCE, México D.F. 1996, 453.

14.    Cf. SAN AGUSTÍN, Epístola 137, 3, 12.

15.    Cf CASTILLO, J. M., El Reino de Dios -por la vida y la dignidad de los seres humanos-, DDB, Bilbao 1999. El estudio, no sólo la lectura, de esta obra ayuda mucho a entender qué significa, en cristiano, “experimentar” al Dios de Jesucristo.

16.    En este sentido y en muchos otros, interesante y esclarecedor el libro de ESTRADA, J.A., Imágenes de Dios -la filosofía ante el lenguaje religioso-, Trotta, Madrid 2003.

17.    ZAMBRANO, M., en el artículo “Amo mi exilio”, aparecido en el ABC, 28 de agosto de 1989, pág 3.

Juan J. Padial Benticuaga

“Es necesario desprenderse del último ancla de una esperanza fantástica, por así decirlo, y mostrar que la práctica del método matemático es incapaz de reportar el menor beneficio en este tipo de conocimiento...; que la geometría y la filosofía son dos cosas completamente distintas, por más que se den la mano en la ciencia de la naturaleza; que por consiguiente el procedimiento de la una no puede ser imitado por la otra” [17].

Así es como la perplejidad renace en Kant [18]. Y renace transformando por completo el horizonte de la filosofía. No basta con averiguar el fundamento del saber para alejar las más extravagantes hipótesis de los escépticos. El escepticismo puede renacer desde sus cenizas, cuando parecía plenamente conjurado. Cuando se había logrado un edificio perfectamente transparente y completamente trabado consigo mismo. Como explica Polo: “un conocimiento intelectual cuya plenitud se lograse en el plano objetivo (…) sería un conocimiento de nadie. La necesidad de no olvidar lo que con un término vago, se llama sujeto del conocimiento es la observación más importante que se puede dirigir a Spinoza” [19]. Y esta es la observación que realiza Kant, tanto a la metafísica dogmática como al craso empirismo.

Este es un punto de inflexión en la historia de la filosofía moderna. Un momento en el que la pregunta por el fundamento seguro del saber deja su lugar a una pregunta de mayor radicalidad. Una pregunta que se cuestiona incluso si el saber es posible. No meramente que podamos alcanzar su fundamento. Kant da un paso atrás en la pregunta. Formula una pregunta de mayor radicalidad, que acoge cabe a la pregunta por el fundamento del saber, pero no se reduce a ella. Y esta es la pregunta con que Kant es despertado a la filosofía crítica: ¿es posible el saber? ¿No será lo que damos sentado como saber una mera construcción del psiquismo, una combinación incoherente de imágenes, que no se corresponden con nada?.

Así la atención hay que dirigirla al hecho, al factum del saber constituido, al hecho de la ciencia, con sus objetividades universales y necesarias. ¿Cuál es la condición –o condiciones– de posibilidad del saber? La diferencia entre lo que hay y el saber, de una parte, y la constatación de la perplejidad de otra, abren la posibilidad de que el uso de las categorías espontáneas sea ilegítimo. Quizá mucho de lo que llamamos saber no sea sino el fruto de una tendencia natural, espontánea inválida.

El saber y las funciones cognoscitivas espontáneas pueden disociarse. Lo que hay tiene su fundamento en las funciones cognoscitivas espontáneas del entendimiento. Pero esto no asegura que lo que hay sea saber. En las páginas precedentes a la deducción trascendental Kant había deducido metafísicamente las categorías. Había investigado las clases de juicios, y había mostrado las funciones del entendimiento que los permiten. Pero eso no significaba que las categorías fuesen las condiciones de posibilidad de la experiencia, o lo que es lo mismo, las condiciones de posibilidad del saber humano. Investigar esta cuestión es el cometido de la deducción trascendental.

La posibilidad del saber es lo que está en cuestión en la deducción trascendental. La respuesta kantiana estriba en mostrar el fundamento común de toda experiencia humana del mundo. Pues no cabe experiencia sin la capacidad de unir o separar representaciones que pueden haber tenido lugar en espacios o momentos del tiempo muy diversos. Por eso, este fundamento de toda posible experiencia ha de ser el yo entendido como acción. Y es por ello que la deducción trascendental trata de la relación entre la acción originaria del yo pienso y las categorías. Es decir trata de establecer las condiciones de validez de los conceptos raíces del entendimiento, y por lo tanto de establecer los límites del uso legítimo de la espontaneidad cognoscitiva.

“No podemos representarnos nada ligado en el objeto, si previamente no lo hemos ligado nosotros mismos, y que tal combinación es, entre todas las representaciones, la única que no viene dada mediante objetos, sino que al ser un acto de la espontaneidad del sujeto, sólo puede ser realizado por éste. Se advierte fácilmente que este acto ha de ser originariamente uno, indistintamente válido para toda combinación y que la disolución, el análisis, que parece su opuesto, siempre lo presupone” [20].

Este es uno de los textos fundamentales de la segunda edición de la deducción trascendental. Un texto que preside la tarea a realizar. La síntesis cognoscitiva, el acto (Handlung) cognoscitivo de reunir diferentes representaciones y de entender esa variedad “sólo puede ser realizado por el sujeto nur vom Subjekte selbst verrichtet werden kann-. No cabe objeto si no es ante la conciencia, ante el sujeto, y por lo tanto diferenciado de éste. Esto es lo más propio del saber. No sólo el ser producido, el ser resultado de la espontaneidad. Sino el darse ante. Por eso toda acción cognoscitiva presupone esta acción originariamente una –diese Handlung ursprünglich einig–.

Más aún no cabe negar esta última y originaria condición de posibilidad del saber, porque debería hacerse con esta misma y radical acción. Es así como Kant “escapa a la perplejidad justamente en el escueto modo de lo que llamaré función de atenencia, la cual puede expresarse así: la negación de la posibilidad es imposible, por cuanto sólo puede intentarse como posible (el pensamiento sólo se niega con el pensamiento, es decir, se presupone a mismo en cuanto que posible)” [21]. Polo denomina a esta función atenencia, porque implica la consideración de la subjetividad tan sólo como la actividad de hacer comparecer. La autoconciencia es el ahí, sin la cual ninguna representación es posible o se da. Además el atenerse a algo implica adherirse a ello porque se lo tiene por más seguro. Y es que la actividad del sujeto trascendental es la garante del saber. Sin la acción originaria del sujeto, “la representación, o bien sería imposible o, al menos, no sería nada para mí” [22].

El acto cognoscitivo es un acto de la conciencia. Ésta pone un todo donde antes había una mera heterogeneidad. Que sea un acto consciente implica, para Kant, que es un acto del sujeto, para el sujeto o ante el sujeto. No es el mero acto de una fuerza espontánea, sino la actividad de una facultad del sujeto. Éste, el yo pienso, el acto de la espontaneidad del sujeto queda destacado porque requiere de la representación empírica “yo pienso”. Esto es lo que Polo denomina función de atenencia, y que en Kant es la distinción y separación entre el sujeto y el objeto, entre la conciencia y lo que hay ante ella. Que el yo pienso sea una actividad originaria del sujeto, y que además requiera de la representación empírica “yo pienso” no es casual, ni constituye una paradoja. Esta representación es necesaria según Kant, pues es la que permite destacar precisivamente en la presencia [23] o que la presencia esté presente en cuanto que asegura [24]. El giro reflexivo se ha cumplido cuando se ha dado razón de la actividad subjetiva y de su modo de comparecer.

Este acto articulante de la conciencia no es una actividad causal. Y aquí hay que tener especial cuidado de no confundir actividades. Causar no es producir [25]. Para Kant la actividad productiva es aquella por la que se logra la representación cognoscitiva. Representación que es una, y que combina coherente y eficazmente la heterogeneidad y variedad sensible. Si la actividad causal implica la precedencia del fundamento respecto de lo fundado, la actividad productiva no entraña tal precedencia. El acto de producción requiere la presencia de la conciencia, esto es la presencia de la presencia. No la precedencia de la misma, sino la coactualidad de la conciencia. “Con frecuencia sólo puede ser débil esa conciencia, de suerte que no la ligamos al mismo acto de producción dem Actus selbst– de la representación, es decir, inmediatamente, sino sólo a su efecto. Dejando a un lado tales diferencias, siempre tiene que haber una conciencia muß doch immer ein Bewußtsein angetroffen werden–, aunque carezca de especial claridad” [26].

Conciencia y espontaneidad cognoscitiva están originariamente asociadas. Es el sujeto, la conciencia, el que lleva a cabo el acto de síntesis. No cabe disociación de estos dos factores según Kant. Y esto implica que el sujeto no puede dejar de asistir o de estar presente en la suscitación del acto cognoscitivo. No cabe objeto conocido alguno sin la aparición o actuación conjunta del sujeto. Éste es quien realiza la unidad cognoscitiva. La mera posibilidad de que algo sea objeto de experiencia estriba en la unidad trascendental de la apercepción, es decir, en la actuación del sujeto. “No es simplemente una condición necesaria para conocer un objeto, sino una condición a la que debe someterse toda intuición para convertirse en objeto para mí. De otro modo, sin esta síntesis, no se verificaría la variedad en una conciencia” [27].

Pero esta acción del yo es peculiar, pues no ha de entenderse en sentido causal. La actividad de la conciencia no funda al objeto de experiencia. La conciencia no es el principio del saber, no es una fuerza que se despliega constituyendo el objeto de experiencia. Más bien, la actividad espontánea como fuerza está profundamente limitada. En esto Kant se opone a la mónada representativa leibniziana. Como conciencia implica la representación de sí, del yo; requiere la representación “yo pienso”. “La conciencia de sí mismo (apercepción) es la representación simple del yo y si, por medio de ella sola, toda la diversidad existente en el sujeto fuera dada por la actividad espontánea, la intuición interna sería intelectual. Esa conciencia exige en el hombre la interna percepción de la diversidad previamente dada en el sujeto, y el modo según el cual se da en el psiquismo tal diversidad de forma no espontánea tiene que llamarse, habida cuenta de esta diferencia, sensibilidad” [28].

El noúmeno surge como el concepto intelectual que se correspondería con la intuición intelectual. Eso es precisamente lo que significa etimológicamente noúmeno, aquello que se corresponde con la visión del nous. Como en la especie humana no se da este tipo de intuición, entonces estos conceptos son problemáticos. Son noúmenos los conceptos que corresponden a la hipostatización de las categorías del entendimiento, es decir de aquellas unidades en las que desemboca la fuerza espontánea del entendimiento. Hipostasiar al margen de lo dado empíricamente conceptos como causa, sustancia, etc. es posible. Por eso el noúmeno es pensable. “Los pensamientos sin contenido son vacíos. Gedanken ohne Inhalt sind leer– [29]. Considerar no meramente formales a los conceptos a priori del entendimiento significa habérselas con noúmenos.

Ahora bien, dada la vacuidad de tales pensamientos es preciso limitarse al objeto de experiencia, ceñirse, ajustarse o atenerse a él. Tal es la conclusión de la deducción trascendental en sus dos versiones. Y es preciso atenerse a tal objeto, porque la única garantía del hacer comparecer la objetividad es la activa subjetividad del sujeto. Esto es la función de atenencia. El sujeto es desnuda posibilidad de hacer comparecer [30]. Pero este acto de la espontaneidad, el yo pienso, que realiza la síntesis, es decir, que hace comparecer la objetividad, es un acto condicionado de espontaneidad. Es un acto que requiere la dación previa de la diversidad que sintetizar. En este sentido su actividad no es suficiente para constituir el objeto de experiencia.

“Objeto de experiencia” es una expresión en la que se menta ante todo la experiencia, es decir lo que acontece al sujeto al conocer. Cabe postular un mundo de puras posibilidades mentales, puramente eidético, cuyo correlato con la realidad sea problemático. Este es el mundo nominalista. Lo definitorio de él consiste en separar lo real de lo ideal drásticamente. Lo fáctico y lo posible; lo empírico y los nuda nomina que suponen por lo real. Esta separación entre el ordo rerum y el ordo idearum, entre el pensar y el ser, hace imposible la experiencia. El acto de conocer y el objeto conocido son en su estructura unitaria la experiencia.

La experiencia es un tipo de conocimiento de los objetos [31]. Más aún, la experiencia no es el conocimiento meramente sensible de la realidad mundana. “La experiencia es, sin duda, el primer producto surgido de nuestro entendimiento al elaborar éste la materia bruta de las impresiones sensibles” [32]. Experiencia es así el primer producto de la actividad intelectual das erste Produkt, welches unser Verstand hervorbringt–. No hay en la especie humana un conocimiento puramente sensible. Los puros sense data, las meras sensaciones, los meros datos no son objetos cognoscitivos. Son materia bruta, materia prima con que se elabora el objeto cognoscitivo.

Así pues, el saber es posible por la apercepción pura, por la subjetividad trascendental como escueto y desnudo poder de hacer comparecer. Pero se trata de una mera suscitación formal, que requiere de un contenido previo. “La realidad objetiva de nuestro conocimiento se basará en la ley según la cual, en la experiencia, esos fenómenos han de estar sometidos a las condiciones de indispensable unidad de apercepción, al igual que, en la simple intuición, lo han de estar a las condiciones formales de espacio y tiempo: son esas condiciones las que hacen posible el conocimiento” [33]. Así pues la espontaneidad cognoscitiva está condicionada por la receptividad. Nuestra sensibilidad tiene un papel constitutivo y determinativo en el conocimiento. Pero como el acto cognoscitivo se ejerce en el sujeto, entonces la presencia mental es antecedida por la elaboración inconsciente [34] de las sensaciones y de la imaginación trascendental. Pero si esto es así, entonces la unidad del acto cognoscitivo queda comprometida. Y esto porque se introducen dos momentos en el acto intelectual: uno primero, inconsciente y previo de ejecución, al que le sigue la apropiación de lo producido [35]. Pero entonces, la unidad del acto cognoscitivo, la unidad de la praxis téleia se pierde. El conocimiento es lo mismo que lo conocido y simultáneo con él, según Aristóteles. Esta es la principal diferencia entre Kant y Aristóteles acerca de la unidad del acto de conocer.

Juan J. Padial Benticuaga, en dadun.unav.edu/

Notas:

17        KrV A 726/B 754.

18 Cfr. FALGUERAS, I., “Del saber absoluto a la perplejidad. La génesis filosófica del planteamiento crítico” en Anuario Filosófico, 1982 (15), 33–73.

19 El acceso, 39.

20 El acceso, 36

21 El acceso, 33.

22 KrV B 132.

23 El acceso, 46.

24 Ibid, 47.

25 Cfr. la magnífica investigación de Ignacio Falgueras “Causar, producir, dar”, en I. FALGUERAS; Crisis y renovación de la metafísica, SPICUM, Málaga, 1997, cap. II.

26  KrV A 104.

27  KrV B 138.

28        KrV B 68.

29        KrV A 51.

30        El acceso, 119.

31 Cfr. KrV B 1.

32 KrV A 1.

33 KrV A 110.

34 El acceso, 77.

35 Ibid., 78.

Juan J. Padial Benticuaga

1.    KANT Y LA UNIDAD DEL ACTO COGNOSCITIVO

Kant quizá sea el mayor creador de la terminología filosófica alemana. Desde luego debemos a su genio y talento especulativo su puesto en la historia de la filosofía. Pero también tenemos una deuda impagable para con él por su faceta de traductor y forjador de un lenguaje filosófico. Más aún, hay que atribuir al regiomontano la creación de la lengua filosófica alemana, para la que también fue precisa la aplicación de su talento. En efecto, él vierte a su lengua materna casi todos los conceptos latinos o griegos de la gran tradición filosófica de Occidente.

Uno de estos conceptos es el de acto, y en concreto el de acto u operación cognoscitiva. Este es uno de los señalados momentos en que la genialidad del filósofo se une a la genialidad del traductor. Para Kant el conocimiento es acto. No puede ser entendido sino como acción. Generalmente traduce el término latino actus u operatio por Handlung; así al comenzar la deducción trascendental, Kant entiende por síntesis “el acto Handlung de reunir diferentes representaciones y de entender su variedad en un único conocimiento ihre Man nigfaltigkeit in einer Erkenntnis zu begreifen” [1]. Se trata de un texto nuclear como indica el hecho que se mantenga en las dos versiones de la deducción trascendental, tanto en la “deducción subjetiva” de la primera edición, como en la profunda modificación que sufre la deducción trascendental en la segunda edición. En términos muy generales, Kant está aquí tratando del acto como articulación cognoscitiva. Este es el sentido de la reunión de representaciones. Además subraya el aspecto de la unidad de lo entendido. Más aún, por este texto es claro que para él no hay propiamente conocimiento en la mera afección sensible, sino en la articulación unitaria de las representaciones sensibles. Articulación que no puede ser llevada a cabo en el nivel de la sensibilidad.

Así pues, lo central reside en que estas articulaciones son el producto de las acciones del pensar puro –“Handlungen des reinen Denkens”– [2]. Acciones que construyen el objeto de experiencia desde los datos empíricos formalizados y  las estructuras a priori del entendimiento. La variedad de información recibida merced a las sensaciones -Mannigfaltigkeit– es pura heterogeneidad irreductible en el nivel de la sensibilidad. Es el modo como el sujeto es afectado –die Art… wie das Subjekt affiziert wird– [3]. En este punto la segunda edición de la Crítica de la razón pura modifica radicalmente la primera versión de la deducción trascendental. El acto de síntesis es un acto de la pura apercepción. Esto implica que no es empírico, que la síntesis no se realiza a nivel de la intuición interna. No cabe realizar esta síntesis en el nivel de la sensibilidad: ni el tiempo puede ofrecer una sinopsis de lo múltiple de la sensación, ni la imaginación puede realizar la síntesis. Esta segunda redacción de la deducción trascendental atiende ante todo al acto de la autoconciencia.

Alejandro Llano ha subrayado este acierto en la consideración kantiana del conocimiento. “Kant mantiene que las sensaciones tienen un origen heterónomo y, por así decirlo, natural. Se trata, en terminología tradicional, de una acción transeúnte –la afección cuyo efecto es la inmediatez del dato sensible: una inmediatez que no es propiamente inmediación cognoscitiva sino límite para el conocimiento. Pero es imprescindible tener en cuenta que el conocimiento, si bien se mira, nunca puede ser un mero efecto, ni el comportamiento del cognoscente un rendimiento simplemente pasivo” [4]. El conocimiento es pues, para Kant, acto, manifestación de un sujeto. La afección subjetiva no produce aún ningún objeto cognoscitivo. El sujeto ha de constituir activamente, desde las configuraciones de objetividad que residen en su subjetividad, los fenómenos en objetos. Y este es el sentido de la deducción trascendental. Mostrar la necesidad de las categorías y la “activa subjetividad del sujeto” [5].

Es por esto por lo que la segunda edición de la deducción trascendental sostiene que la “articulación Verbindung– o combinación de una variedad nunca puede llegar a nosotros a través de los sentidos (…) Es un acto –y aquí emplea el término latino Actus– de la espontaneidad de la facultad de representar” [6]. Es un acto estructurado y espontáneo del sujeto. Frente a Hume, las representaciones no se estructuran por solas. Nuestros conceptos no derivan de la mera asociación psicológica de impresiones e ideas. Los conceptos fundamentales con los que comprendemos la realidad no se deben a la mera costumbre, sino que requieren un proceso de síntesis. Un proceso que es una acción, un acto del sujeto. Que no puede ser llevado a cabo por las meras representaciones. Además el sujeto, para realizar la actividad de síntesis requiere de las categorías. Éstas son un análisis de la originaria unidad del sujeto. Son funciones de unidad que derivan de una unidad previa, anterior y originaria de toda comprensión e intelección.

2.   La analítica de la unidad de la autoconciencia

Unas líneas más abajo, y en la misma página, Kant emplea indistintamente Actus y Handlung: “al ser un acto de la espontaneidad del sujeto ein Actus seiner Selbstthätigkeit–, sólo puede ser realizado por éste. Se advierte fácilmente que este acto ha de ser originalmente uno diese Handlung ursprünglich einig… sein müsse”- [7]. Sólo conocemos, según Kant, en tanto que hay una acción del sujeto. En tanto que el sujeto es meramente afectado no cabe conocimiento. Y no cabe porque el sujeto, mediante su acción, constituye y destaca la objetividad. Este destacar viene a ser un separar de sí, un distinguir la subjetividad de la objetividad, y un diferenciarla entre sí, es decir un poner frente a sí, que justamente es lo mentado etimológicamente en la palabra obiectum. Conocemos como actio, como acción espontánea de un sujeto. Las alteraciones o mudanzas de nuestra subjetividad causadas por las impresiones sensibles, no son objetivas, aunque, como es bien sabido, según Kant contribuyen a nuestro conocimiento, siendo uno de sus elementos.

Pues bien, esta distinción entre el sujeto y el objeto es posible tan sólo por las categorías. Las categorías son funciones de unidad, modos en los que se realiza la síntesis cognoscitiva, es decir el acto cognoscitivo. En este sentido son un análisis de la unidad de la apercepción, de aquella unidad que corresponde a la autoconciencia, que piense lo que piense, en cualquier caso, ha de ser ella quien lo piense. Se trata de un análisis de la actividad sintética del sujeto. Y es que el yo pienso es una acción del entendimiento Handlung des Verstandes- [8], y las categorías son contracciones de esta actividad unificante y abarcadora. Al analizar esta acción originaria del yo pienso permiten que la unidad de la autoconciencia aparezca en los objetos de experiencia.

Pero al mismo tiempo distinguen al yo del objeto. Los objetos son “identidades ontológicas diversificadas entre sí y distintas de la subjetividad pensante que las estructura al conocerlas. Si la realidad objetiva no llegara a adquirir configuraciones básicas y estables, sería imposible pensar, porque no se podría pensar algo. No cabe que el curso de las vivencias mentales se agote en el mero proceso temporal de unos fenómenos subjetivos, en los que el sujeto y el objeto, el pensamiento y el ser, quedaran entreverados en una mezcla indiscernible” [9].

Esta hipótesis era la de Hume. Si las leyes de asociación de ideas explican de suyo la formación de nuestros conceptos, entonces no se ve por qué razón el yo sea algo más que una combinación de percepciones [10]. Pero si el yo no se distingue de sus representaciones, entonces el escepticismo es inevitable.

Las categorías son plurales mientras que el sujeto es originariamente unitario. Las categorías permiten la distinción de los objetos, y la distinción de estos con el sujeto. Y al hacerlo, el objeto puede destacarse y mantenerse frente al sujeto. Éste último aparece así como el lugar de constitución de la objetividad. Como el ámbito en el que la objetividad es presente.

Ya que la unidad de la autoconciencia se mantiene en toda objetividad, por distinta y diferenciada entre que esta sea, la unidad de la autoconciencia es la garantía de la constancia y necesidad con que se presentan los objetos. Se trata de la misma autoconciencia que acompaña –begleiten a todas y cada una de mis representaciones [11]. Aquí nos encontramos con una apercepción pura, no debida a la sensibilidad. El yo pienso, esta representación no es un mero haz de sensaciones. Es más bien la necesaria identidad del yo. Es necesaria una sola autoconciencia, que (i.) esté presente en cada una de mis representaciones, pues las acompaña a todas; (ii.) que sea consciente de estas sus representaciones; y frente a Hume, (iii.) que sea diferente de las representaciones de las que es consciente. Esta presencia consciente puede ser denominada presencia mental. Éste es el término de la deducción kantiana.

Y no sólo acompaña, sino que sintetiza las diferentes representaciones conscientes. El yo pienso es esta actividad necesaria en toda objetivación, pero también aquella representación. Es una actividad necesaria, distinta del modo en que cada categoría sintetiza. Es la actividad de que yo soy el que une en última instancia. Uno la diversidad contenida en los fenómenos de modo diverso, pero lo constante estriba en que yo soy activamente el que une. Uno según la diversidad de funciones con que objetivo (las categorías), pero ha de ser constante, invariable, inmutable que esta actividad es mía.

Sin esta actividad mía los objetos no podrían constituirse. No estarían ante un sujeto. El yo pienso como acción trascendental posibilita cualquier objetivación. Pero la objetivación corresponde a las categorías. Así las categorías distinguen del sujeto, pero al mismo tiempo, el yo pienso es la acción que permite la síntesis categorial. Como señala Llano, “que el yo pienso no es una intuición sino una acción –cosa que Kant no deja de repetir– constituye, a mi juicio, la tesis clave de la filosofía trascendental” [12].

3.   Espontaneidad y presencia

Nótese que la deducción trascendental plantea la quaestio iuris del conocimiento, la legitimidad de nuestro uso de las funciones objetivantes y su correspondencia con la realidad. Este es el significado de deducir para el derecho romano. La legitimidad de un título de propiedad había de ser mostrada, justificada mediante un argumento histórico [13]. Este mostrar la legitimitidad de alguien para algo es lo que significa deducir jurídicamente. Pues bien, ante el tribunal de la razón también es preciso deducir que nuestras categorías se aplican a la experiencia.

La deducción legitimante que emprende Kant es trascendental, no meramente empírica como la de Hume. No se trata de ofrecer impresiones que justifiquen el uso de ideas. Y es que la deducción empírica de Hume no logra conjurar la amenaza de perplejidad. Porque también en nuestros sueños, las representaciones se asocian entre sí. Cómo distinguir entonces el sueño de la vigilia, cómo no confundir cualquier rapsodia de representaciones con objetos universales y necesarios.

Descartes se había decidido a salir de la perplejidad, había resuelto encontrar un fundamento del saber que resistiendo toda duda, eliminase la perplejidad. Este fundamento –la evidencia– funda el saber, es decir, el conjunto de objetividades que podemos conocer con carácter universal y necesario. El saber, frente a la duda, es la objetividad fundada. Y esto implica que el saber no se constituye desde fuera, sino desde una clave interna –su fundamento– que da razón de su necesidad.

Esta clave no puede ser psicológica, porque entonces nada constante ni necesario podría encontrarse en los objetos pensados. El saber sería imposible. Y ese es el balance del psicologismo y del escepticismo humeano. Descartes había pensado que tal clave era el poder voluntario de afirmar o rechazar la objetividad según la evidencia con que se presente. Ante lo evidente no puedo sino asentir. La duda y la inquietud mental se aquietan en lo claro y distinto. La afirmación se dispara necesariamente, al margen de cualquier deliberación. Al interpretar así el fundamento del saber inauguró la concepción racionalista de la espontaneidad cognoscitiva. El saber se suscita espontáneamente.

Nótese que la evidencia no es algo externo al saber. Y por tanto el poder espontáneo con que se asiente a lo evidente no se dispara ante algo externo. Como dirá Spinoza, “las acciones brotan en el alma de las ideas adecuadas” [14]. El saber emerge espontáneamente, brota ante la idea clara y distinta.

Pues bien, Kant sostiene que el entendimiento actúa espontáneamente. Y esto es lo que significa que las categorías son funciones de objetivación. Funciones productivas de representaciones. La espontaneidad del entendimiento estriba en que él produce las representaciones desde mismo y por mismo. Ahora bien, Spinoza advirtió que el fundamento espontáneo del saber sólo requiere de la evidencia objetiva. El saber puede organizarse en un sistema evidente que lo será al margen de quien lo entienda, por la simple transparencia y evidencia objetivas. Las ideas, piensa Spinoza, son modos particulares bajo el atributo de pensamiento. Y no necesitan ser pensadas por ningún sujeto particular para ser necesariamente verdaderas. Lo son por pertenecer a la esencia divina, o lo que es lo mismo, como partes del universo, o como partes de un sistema que es objetivo en sí. “Para que se entienda la esencia de Pedro, no es necesario entender la idea misma de Pedro y mucho menos la idea de la idea de Pedro. Es lo mismo que, si yo dijera que, para que yo sepa algo, no me es necesario saber que lo sé y, mucho menos, saber que sé que lo sé” [15].

Pues bien, la deducción trascendental surge precisamente ante este desafío de Spinoza. Y es que el sueño dogmático consiste ante todo en pensar que es posible un tratado filosófico more geometrico demonstrato. Es decir, Kant denuncia el ideal de sistema meramente objetivo, que genera desde conocimientos. El sistema no es de suyo genético. No es productivo autónomamente. La espontaneidad no puede ser un proceso independiente del sujeto y del ejercicio (ausübung [16]) del pensar por él.

Juan J. Padial Benticuaga, en dadun.unav.edu/

Notas:

1        KrV., B 103/A 77

2        KrV A 57/B 81.

3        KrV., B 130.

4        LLANO, A., “Naturalismo y trascendentalismo en la Teoría kantiana del conocimiento” en Anuario Filosófico, XXXVII/3 (2004), 548.

5        Íbid., 550.

6        KrV., B 130.

7        Ibidem.

8        KrV B 133 y B 143.

9        LLANO, A., op. cit., 550.

10 Cfr. HUME, D., A Treatise of Human Nature, Oxford University Press, Oxford, 1978. I, IV, vi.

11 KrV B 132.

12 LLANO, A., op. cit., 552–53.

13 Cfr.: HENRICH, D., “Kant’s Notion of a Deduction,” en FÖRSTER, E., Kant’s Transcendental Deductions, Stanford University Press, Standford, 1989, 29–46.

14 SPINOZA, Ética, III, prop. 3

15 SPINOZA, Tractactus de Intellectu Enmendatione, § 27.

16 KrV B 93/A 68.

Juan Fernando Sellés Dauder

1.        La humildad del conocer humano

Antes de atender a la humildad personal, reparemos en una realidad humana que no puede ser sino humilde: el conocer. Polo predica la humidad del acto de conocer, el cual al pensar forma un objeto pensado; en tal formación el acto se limita a presentar el objeto sin presentarse jamás él mismo:

El acto de pensar es sumamente discreto; pensar es respetar. Para pensar un contenido es menester que el acto de pensar se oculte; si no se oculta, es imposible conocer un contenido. Dicha discreción se describe estrictamente así: la presencia es el ocultamiento que se oculta… El pensamiento, de suyo, no es soberbio, sino enteramente humilde porque actúa a favor de. La presencia abre lo abierto y eso es un beneficio… Si la presencia no se ocultara, no podría ser la presencia de lo abierto, sino que se haría vanamente presente. La presencia no se presenta, sino que se oculta. [1]

La presencia mental presenta lo presentado, pero no se presenta. El acto de conocer un objeto pensado (i.e. ‘perro’) se limita a presentarlo. Si se presentase a sí mismo, en la medida en que lo hiciese, no presentaría el objeto pensado y, además, no podríamos distinguirlo de él. Pero es claro que un acto de pensar es una realidad concreta, mientras que una forma pensada es de orden ideal y universal. Por eso la teoría reflexiva de la verdad, es decir, esa opinión que sostiene que un acto de conocer se conoce a sí mismo a la par que conoce el objeto conocido es, sin más, un sinsentido [2]. Pues bien, del mismo modo que todo conocer humano no se presenta sino que se oculta, lo mismo cabe decir de la humildad [3].

La aludida teoría reflexiva de la verdad es un desliz que no advierte que el conocer humano es siempre distinto de lo conocido, el método noético del tema sabido. Polo escribe: «Que el ver no sea lo visto significa que es transparente, es transparencia. ¿Y la transparencia que es? La luz tomada como luz.

¿Y esto que quiere decir? Que es humildad, que se ignora; pero esa ignorancia sería en todo caso una docta ignorancia» [4]. La raíz de dicho lapsus reside en admitir injustificadamente que todos los actos de conocer son iguales y del mismo nivel. Pero una cosa es conocer un objeto pensado y otra muy distinta conocer un acto de conocer, pues el objeto pensado no se puede conocer sino abstrayéndolo de la realidad física, mientras que al acto de pensar no hay quien lo abstraiga, sencillamente porque es inmaterial. Por eso, para conocer un acto de conocer se requiere de otro superior a él, y «la iluminación de la presencia mental en su ocultamiento no desmiente la humildad de su ocultamiento» [5].

Si a lo que precede se objeta que con esta tesis se abre un proceso al infinito, es decir, que al acto que conoce un acto debe conocerlo otro acto y así sucesivamente, a esta objeción hay que responder que el «acto» de conocer que conoce una operación inmanente es un «hábito adquirido» [6] –noción prácticamente olvidada en teoría del conocimiento desde el s. XIV hasta la fecha–, y que un hábito adquirido es una perfección de la facultad –la inteligencia– el cual, por equivaler al crecimiento perfectivo de esta potencia, no se puede conocer ni por una operación inmanente ni por otro hábito adquirido, sino por un «hábito innato» –precisamente ese descubierto por San Jerónimo en el s. IV, y asimismo olvidado desde el s. XIV hasta hoy: la sindéresis [7]. Para quien tenga una fijación con la hipótesis del proceso al infinito y siga preguntando con qué se conoce un hábito innato, la respuesta apela a la realidad cognoscitiva humana superior, la descubierta por Aristóteles en el s. IV a. C. –y, salvo excepción, mal interpretada desde él hasta hoy–: «el intelecto agente» [8], que equivale al conocer personal o conocer a nivel de acto de ser humano, el cual, obviamente, tampoco se puede tener a sí mismo como tema.

Las operaciones inmanentes de la inteligencia son actos, los hábitos adquiridos son actos, los hábitos innatos son actos y el intelecto agente es el acto de los actos cognoscitivos humanos, y ninguno de los actos de conocer se conoce a sí mismo, lo cual indica que el conocer humano no puede ser soberbio a ningún nivel sino siempre humilde. El superior de ellos, el intelecto agente, es personal, y la persona nativamente no es soberbia, porque es pura apertura dependiente del Creador. Por eso todo otro acto de conocer, desde el mínimo racional, el que se agota presentando un objeto conocido, es una manifestación del acto de ser personal y, por ende, muestra la humildad personal: «por eso conocer es indicio de la persona; persona significa darse. Es nota de la persona ser generosa. A veces se dice que la generosidad es cosa de la voluntad, pero la generosidad es intrínseca al acto de conocer» [9].

Con lo indicado se ve de modo claro cuál es la índole de la humildad. Por una parte, el completo «olvido de sí», pues todo acto de conocer se agota iluminando lo otro; y por otra, precisamente esto: el «jugar por entero a favor de lo otro», pues lo que ilumina un acto es siempre distinto de sí. En efecto, la mayor parte de ellos –los de la esencia del hombre– miran a lo inferior [10]; y la minoría –los del acto de ser personal humano– a lo superior, pero ninguno se mira a sí. Pues bien, si el conocimiento humano no es soberbio a ningún nivel, ¿de dónde surge en el hombre el superior de los vicios: la soberbia? Según Polo «la soberbia es un vicio subjetivo» [11], es decir, la soberbia nace del sujeto, pero no del conocer personal, sino de la libertad personal: «he señalado repetidas veces que el conocimiento es humilde; no hay soberbia intelectual.

Hay soberbios intelectuales, pero la inteligencia no es soberbia. El hombre puede ser soberbio, pero la inteligencia no» [12]. Esto, en rigor, es indicativo de que todo conocer humano procede de Dios, y que donde radica el mal es en el engreimiento subjetivo respecto de lo que uno conoce [13].

2.        La humildad al margen de la revelación divina

La humildad es tenida en gran valor en la revelación judeocristiana, tanto en el Antiguo [14] como en el Nuevo Testamento [15]. Obviamente, de este último testamento se han hecho eco muchos autores cristianos [16]. Pero también y desde tiempo inmemorial del primero, de entre los cuales Polo suele mencionar a uno de los medievales, Maimónides:

Según Aristóteles, las virtudes residen en el término medio. Maimónides alega que para algunas virtudes no hay término medio. Un ejemplo es la humildad: nunca se es suficientemente humilde. La humildad viene a ser la actitud virtuosa humana en orden a Dios, o sea, lo que en la moral se acerca más a lo trascendental [17].

Es decir, lo que en el plano de la esencia del hombre se acerca más al nivel del acto de ser personal humano.

Nótese que en el texto anterior, perteneciente a su gran obra antropológica, publicada por primera vez en 1999, Polo dice que la humildad es una virtud moral, de modo que pertenecería a la «esencia» del hombre. Sin embargo, en una obra posterior cuya primera edición es de 2014 –publicada por tanto 15 años después de aquélla–, y con la misma referencia al pensador medieval judío Polo escribe: «Al aceptarse uno como es –como persona– se da cuenta de que depende de Dios –todo lo ha recibido de Él–. De ahí nace la humildad, que no es una virtud griega. Además, antes que una virtud, es una aceptación del propio ser. Por eso, según el decir de Maimónides, la humildad carece de punto medio: nunca se es suficientemente humilde» [18], lo cual parece denotar que hay que colocarla en el plano trascendental del acto de ser personal humano. De modo que tenemos una oposición temática entre dos textos polianos.

Con todo, el último texto procede de un inédito poliano de 1963 [19]. Y asimismo, contamos con otro inédito del año 1989 de contenido similar [20]. La disparidad de contenido de los textos precedentes abren la pregunta decisiva: ¿la humildad es del plano de la esencia del hombre, o pertenece al acto de ser personal? Trataremos de responderla más abajo, pero antes hay que indicar que si la humildad no fue una virtud tenida como tal por la filosofía griega clásica al margen del cristianismo [21], tampoco es tenida como tal fuera del influjo de la revelación judeocristiana, como advirtió Kierkegaard [22]. El prototipo de esta opinión lo encontramos en la modernidad en Nietzsche. Polo recuerda que pensador de Röcken sostuvo que:

La humildad no es más que un modo de hacerse valer. Aparentemente, el débil excluye de sí la voluntad de poder, y exalta la humildad, pero ésta es una forma disimulada de la voluntad de poder. Ese disimulo es un engaño, un subterfugio, un procedimiento sutil, propio de los débiles: si la humildad es un valor, los más débiles son los más valiosos. La inversión de valores está clara. Por tanto, la humildad no existe como tal y hay que entenderla en estilo indirecto, porque no es más que un enmascaramiento de la voluntad de poder, del que uno tal vez no es consciente, pero que impera por completo en el fondo de la actitud… La humildad y la idea de igualdad son voluntad de poder transformada, descargada del esfuerzo de superación, es decir, formas astutas de subyugar al fuerte [23].

Polo sostiene que tampoco está bien tratada la humidad en otros pensadores recientes que se ponen a sí mismos al margen del cristianismo, por ejemplo, en Heidegger [24].

3.        La humildad como fundamento de todas las virtudes y algunas de sus manifestaciones

Para Polo «la humildad (es la) virtud sin la cual las demás no lo son, como dijo Cervantes» [25]. Por tanto, es el fundamento de las demás. Pero si las virtudes se asientan en la voluntad, su fundamento debe ser superior a esta potencia. Polo también indica que «la humildad está en el orden del fundamento de la vida» [26], y como en nosotros distingue realmente, según inferioridad y superioridad, entre la vida y el viviente, o sea, entre la esencia del hombre y el acto de ser personal [27], si la humildad es fundamento de la vida debe ser superior a ella, es decir, distintiva del viviente personal [28].

En cuanto a las manifestaciones de la humildad, éstas son, para Polo, variadas. Yendo de las inferiores a las superiores cabe decir que una de ellas estriba en que el hombre no se mida a sí mismo por sus obras o productos elaborados: «se precisa cierta humildad para aceptar que todo lo que producimos –la cultura, la técnica ¡El Arte!– no es, en su ser, sino medios» [29]. Otra es estar esperanzado ante el fututo laboral, pues el pretender excesivas seguridades es manifestación de soberbia: «es claro que la práctica humana no está definida por una ecuación de equivalencia entre presente y futuro, sino por una curiosa descompensación que obliga a estar más atento y a ser más humilde. En el fondo de la actitud que pide garantías a ultranza, hay soberbia» [30]. Otra manifestación es vivir la virtud de la pureza, porque ésta es «la humildad de la carne, del corazón que no quiere pudrirse» [31].

Con respecto a los demás, una manifestación de humildad es, obviamente, considerar su dignidad, del mismo nivel que nosotros, pues de lo contrario no les ayudaremos:

La misericordia se ha de manifestar con obras que busquen remediar tanto a las necesidades materiales (dar de comer al hambriento, visitar a los enfermos…) como a las espirituales (aconsejar, consolar, confortar…). Para tratar de esta manera a los demás se requiere la humildad: no considerarnos superiores a ellos [32].

Sin embargo, lo contrario es lo usual, por ejemplo, en el mundo educativo, político, laboral, empresarial, etc., ámbitos que están estructurados con una marcada jerarquía en la que se tiende a considerar en poco a los inferiores. Por eso Polo indicaba que:

La acción de gobierno va dirigida a la mejora de los otros agentes, y es recíproca... Por tanto, si el gobernante no es humilde, fracasa. El humanismo es imprescindible en política porque la acción de gobierno se distingue de la acción productiva. La acción de gobierno no consiste en imprimir la propia impronta en los demás, sino en activar sus energías, y esto es profundamente ético: los sistemas libres son sistemas que interactúan; un sistema libre no existe aislado [33].

4.        La humildad y los trascendentales personales

Leonardo Polo ha descubierto que la coexistencia libre, el conocer y el amor son trascendentales personales, es decir, rasgos del acto de ser personal humano, no propiedades de la esencia del hombre, como pueden ser, por ejemplo, las potencias de la inteligencia y la voluntad. Pues bien, Polo vincula la humildad a las dimensiones trascendentales, los cuales, además de ser referentes al ser divino, son crecientes respecto de él y por él elevables.

En cuanto a la libertad personal Polo afirma que «la libertad creada solo se desarrolla normalmente en un régimen interno de humildad y de obediencia; sin obediencia la libertad personal humana no es fiel a su Creador, y carece de la coherencia que le es propia» [34]. Por lo que se refiere al conocer personal, para su exposición Polo parte de una expresión acuñada por la santa de Ávila: «Santa Teresa decía que la humildad es andar en verdad» [35]. Descubrir que algo es verdad conlleva compromiso, pues uno sabe que no puede doblegar la verdad a los propios intereses [36]. Pero cuando se trata de la relación de la verdad con la humildad, más que aludir a cualquier verdad, se está atendiendo a la verdad que uno es, es decir, al sentido personal, el cual no se puede conocer sin vinculación divina, lo cual comporta por fuerza humildad, porque es manifiesto que nadie es un invento de sus manos ni tiene el sentido personal completo en ellas; por tanto, solo puede estar por entero en manos del inventor de cada quién como persona distinta que es y está llamada a ser. Pero, por encima del concoer, «la humildad tiene que ver más con otra cosa, con el amor» [37] personal. Tal amar no es ningún querer de la voluntad, pues esta potencia es de la esencia del hombre y sus quereres se inclinan hacia los bienes de que carece, pero el amar personal es del acto de ser personal y no es carente, sino efusivo, desbordante. A la esencia humana pertenece la inteligencia, la voluntad y lo que la psicología moderna denomina el yo (que Polo hace equivaler a la sindéresis o el ápice del alma según la filosofía medieval), raíz y respaldo de esas dos potencias inmateriales; pero la persona no es el yo, porque es claro que conocemos nuestro yo, pero no menos obvio que no sabemos enteramente quienes somos. En suma, «la humildad tiene que ver también con el amor personal, el cual es superior al yo, que es la cima de la esencia humana: la sindéresis» [38].

Además, «la humildad, por su referencia al conocer y al amar personal humano, contribuye a aunar estos dos trascendentales. Es, por tanto, un ingrediente intrínseco a la coexistencia trascendental» [39]. Según Polo, la coexistencia libre personal es atemática; en cambio, el conocer y el amar personales son temáticos y su tema es Dios. Si la libertad personal es la actividad del espíritu que anima la búsqueda del tema del conocer personal y la aceptación de dicho tema por parte del amar personal, esto lo lleva a cabo la libertad personal gracias a su intrínseca humildad.

5.        La referencia a Dios de la humildad personal

En las Sagradas Escrituras hay referencias a la humildad. Polo recoge algunas, como por ejemplo esa en la que se ve que:

Job llega al límite de su dolor y se queja, ante lo cual el Señor le responde: ‘¿sabes tú por dónde nace el sol?, que era igual que decirle: ‘Tú no sabes nada, tú no me puedes pedir cuentas’. Job se humilló, lo reconoció: ‘Tú eres superior, yo me humillo y haré penitencia por tamaña soberbia en saco y ceniza [40].

Obviamente, en los textos sagrados también hay ejemplos de soberbia. Polo alude en este punto a la hipocresía de los fariseos: «fariseísmo es estar a cuentas con Dios, es pensar que ya no tenemos deudas. Es como decir: ‘estoy ante Ti con regla de suficiencia’» [41]. También es claro que consideramos santos a aquellas personas que son más cercanas a Dios. De entre ellas Polo también trae a colación algún ejemplo: «qué diferente la actitud de Santa Catalina de Siena, a quien la humildad le hacía decir al Señor: ‘nunca te he amado, no   sé lo que es amarte’, que es como decir ‘estoy en deuda contigo, estoy en falta’» [42]. Entre los santos Polo resalta en especial la humildad de la Virgen [43] y de Cristo [44].

Pero la humildad no es solo un tema de la revelación o de la teología sobrenatural, sino netamente filosófico. En efecto, en el ámbito de la antropología trascendental cabe señalar que lo que más aleja al hombre del ser divino (y de las personas creadas) es la soberbia [45], la cual no es un vicio de la voluntad, sino del acto de ser personal. Si separa de las personas es, sencillamente, porque despersonaliza. En efecto, este defecto supone el decrecimiento del acto de ser personal [46]. En cambio, «el que procura humildemente descubrir y obedecer los designios de Dios crece a través de la lucha y, lejos de responder al mundo con una porción escasa de su ser, va entrando en escena con la sencillez intensa de la alegría» [47].

Probablemente las actitudes de ateísmo, agnosticismo e indiferentismo religiosos tienen un gran componente de ignorancia sobre el tema real más elevado, Dios, pero esas actitudes seguramente tampoco están exentas de soberbia. Con todo, con la pérdida del ser divino, quien de él se aleja lo lleva a cabo a costa de ir perdiendo su sentido personal íntimo, porque «la vida de cada uno no tiene sentido más que dirigiéndose a Dios. Se trata de una respuesta que está globalmente acompañada de otra cosa que es la humildad» [48]. Obviamente, esa persona conservará muchos sentidos parciales, por ejemplo, el de su profesión, pero no tendrá un sentido global en su vida y, desde luego, estará falto de sentido personal.

En rigor, la humildad marca la dependencia radical de la persona humana respecto de Dios: «la humildad, en el sentido claro de dependencia humana, es el reconocimiento de que el hombre tiene una medida, que no se da el ser él mismo, sino que le viene dado, puesto que el hombre no es la plenitud del ser» [49]. Si la humildad dice referencia a Dios, dirá referencia libre, cognoscente y amante, puesto que –como se ha adelantado– está vinculada a los trascendentales personales; dirá sobre todo referencia amante al ser divino, puesto que el amar personal es el superior de dichos trascendentales: «el amor del hombre a Dios es algo que lleva consigo de una manera muy especial la humildad» [50]. Y esto, por lo indicado, porque:

El amor a Dios es siempre insuficiente. Esa insuficiencia no es de ninguna manera humillante, sino que tiene que ser acogida con humildad, sabiendo que uno es un pequeño amante, pero también dándose cuenta que eso de ser pequeño amante no significa una detención, sino un crecimiento: uno puede ser más amante [51].

Para Polo el peor mal de la modernidad es el no querer reconocerse como criatura, en rigor, como hijo, puesto que «hijo es nombre personal. La libertad nativa es el nacer a la filiación en tanto que se nace como hijo» [52]. Por eso, «crecer en humildad es propio de abrirse a lo más grande, estar dispuesto a Dios» [53], obviamente tal rechazo conlleva una visión deformada del resto de lo real [54].

6.        La humildad divina

Comenzábamos diciendo que –según L. Polo– existe una realidad humana en la que no cabe soberbia: el conocer. Ahora, para finalizar –y siguiendo a este filósofo–, cabe decir que existe otra realidad que no puede ser sino humilde: el ser divino. Polo advierte esta prebenda divina en varios asuntos.

Por una parte, en el decreto creador, es decir, viendo a Dios de cara a fuera (ad extra), ya que «frente a la humildad del acto creador resalta penosamente la soberbia de los espíritus creados, pues éstos suelen despreciar a las otras criaturas mientras que Dios no desprecia a nadie» [55]. En efecto, el acto creador divino es desbordante, porque crea el ser, y lo lleva a cabo, por así decir, sin pasar factura, porque el ser dado es de la criatura, no de Dios.

Por otra parte, mirando el ser de Dios ad intra, pues «en Dios no hay distinción de niveles; por lo tanto, la voluntad de Dios tiene que ser amor   de Dios. Por eso, a veces he pensado que la santidad de Dios es la humildad pura» [56]. Que no haya distinción de niveles en Dios equivale a sostener que en él no se da la distinción real jerárquica entre acto de ser y esencia. Tal distinción se da en lo creado, y el problema que pueden tener las criaturas espirituales, por ejemplo, los hombres, es albergar la pretensión de querer reconocer el sentido de su acto de ser personal en la esencia humana. Se trata de lo que Polo llama «pretensión de sí», la cual da lugar a la despersonalización, puesto que la esencia del hombre no es la persona, sino de ella. También la denomina «pretensión de identidad», pero solo Dios es idéntico [57].

Juan Fernando Sellés Dauder, dialnet.unirioja.es/

Notas:

1       POLO, L. 2016: Curso de teoría del conocimiento, vol. II, en Obras Completas, Serie A, vol., V. Pamplona: Eunsa, p. 107.

2       Esta teoría actual sigue dos tradiciones: la fenomenológica y la neotomista. La primera porque Brentano, al leer a Aristóteles, consideró que lo intencional en el conocer es el acto, la operación inmanente, en vez del objeto conocido, y esa tesis la transmitió a Husserl y a Meinong, y el padre de la fenomenología la transfirió a Heidegger, Scheler, etc. Cf. sobre esto mi trabajo: «Revisión poliana de la fenomenología husserliana», Estudios Filosóficos Polianos, 2 (2015) 24-42. La segunda, porque basándose en 2 textos De Veritate de Tomás de Aquino algunos tomistas del s. XX (Boyer, De Finance, Derisi, Fabro, Cardona, Millán-Puelles, etc.) y otros autores más recientes (A. Llano, C. Segura, Sainte-Marie, Toribio, etc.) consideran que todo acto de conocer es auto-intencional; es más, algunos de ellos admiten que el acto tiene una doble, triple cuádruple… intencionalidad. Cf. sobre esto mi trabajo: «Revisión de la teoría reflexiva del conocer humano», Sapientia, LXIX/233 (2013) pp. 67-95.

3       «La humildad es una virtud humilde… Quien se jactara de poseerla mostraría simplemente que no la tiene». COMTE-SPONVILLE, A. 1995: Pequeño tratado de las grandes virtudes, Barcelona, Buenos Aires, México D.F., Santiago de Chile: ed. Andrés Bello, p. 143. «La humildad es una virtud que apenas llama la atención», en LUCA DE TENA, F. 2007: La humildad explicada. Madrid: Palabra, p. 9.

4       POLO, L. 2018: «La persona humana como ser cognoscente», en Escritos Menores (2001-2014), en Obras Completas, Serie A, vol., XXVI, Pamplona: Eunsa, p. 94.

5       POLO, L. 2016: Curso de teoría del conocimiento, vol. III, en Obras Completas, Serie A, vol., VI, Pamplona: Eunsa, p. 36.

6       Cf. mis trabajos: «Los hábitos intelectuales según Leonardo Polo», Anuario Filosófico, XXIX/2 (1996) pp. 1017-1036; « ¿Es posible conocer la verdad? Propuesta: el conocimiento por hábitos», Logos. Anales del Seminario de Metafísica, 41 (2008) pp. 187-202.

7       Cf. MOLINA, La sindéresis, Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria, nº 82, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 1999. Cf. asimismo mi trabajo: «La sindéresis o razón natural como la apertura cognoscitiva de la persona humana a su propia naturaleza. Una propuesta desde Tomás de Aquino», Revista Española de Filosofía Medieval, 10 (2003) pp. 321-333.

8       Cf. mi tripartito trabajo: (2012) El intelecto agente y los filósofos. Venturas y desventuras del supremo hallazgo aristotélico sobre el hombre (I), ss. IV a. C. – XV, Pamplona: Eunsa; (II), ss. XVI–XVII, 2017; (III), ss. XVIII–XXI, 2017.

9       POLO, L., Curso de teoría del conocimiento, vol. II, ed. cit., p. 107.

10        «La noción de potencia pasiva señala la humildad de la vida valorante, es decir, del refuerzo vital. De aquí, que la inteligencia y la voluntad empiecen a operar en determinada edad. La unión del alma con el cuerpo se entiende como inspiración valorativa; el alma es vida añadida». POLO, L. 2015: Antropología trascendental, vol. II, en Obras Completas, Serie A, vol. XV. Pamplona: Eunsa, p. 286. Tal activación y valoración se lleva a cabo desde la sindéresis, que es el ápice de la esencia del hombre. Por eso Polo escribe que «la suscitación es propia del ápice de la iluminación esencial. La ausencia de esfuerzo de dicha luz intelectual estriba en su humildad: inventa lo inferior. Aunque la iluminación esencial es libre y, por tanto, lo suscitado una novedad, sería ridículo que ello fuera motivo de engreimiento, ya que la iluminación suscitante es creada». Ibid., p. 336.

11        Los conocedores de la filosofía de L. Polo saben que, según él, la sindéresis tiene dos miembros, uno inferior –el ver-yo–, que ilumina la razón, y otro superior –el querer-yo–, que ilumina la voluntad. Pues bien, de ambos cabe predicar la humildad. Del primero Polo lo dice explícitamente: «Ver-yo es humilde también por no ser reflexivo, por jugar a favor, y por depender de la luz personal cuya búsqueda omite.» Ibid., p. 336, nota 61. Y del segundo indica: «la humildad ilumina que el poder voluntario tiene tope y que sólo así es posible la intersubjetividad». Ibid., p. 526, nota 312.

12        POLO, L., Curso de teoría del conocimiento, vol. II, ed. cit., p. 106. POLO, L. 2015: El conocimiento del universo físico, en Obras Completas, Serie A, vol. XX. Pamplona: Eunsa, p. 38.

13        Una manifestación práctica de tal vanidad es no dar a conocer lo que se sabe. Por eso Polo acostumbraba a decir que «las ideas están mejor en cuatro cabezas que no en una». Recuérdese, a título de ejemplo, que el pecado del ángel caído fue la soberbia, que Polo concretaba de este modo: «Dios (el superior tema conocido) solo para mí: exclusividad»: «La peor intemperancia es la soberbia porque es querer hacer propio un bien espiritual (pecado angelical)». POLO, L., La articulación de lo público y lo privado, PAD, Lima (Perú) 1-IX-1986, pro-manuscripto, p. 15. «Es un pecado de soberbia como el del ángel caído el intentar tener una relación sólo con Dios». Conversaciones en Torreblanca (Colombia), 25-30-VI-1997, pro-manuscripto, p. 105.

14        «Donde hay humildad, habrá sabiduría» Pr 11, 9.

15        «Aprended de mi que soy manso y humilde de corazón». Mt, 11, 29.

16        Cf. por ejemplo: CASTRO, J. 2006: La sabiduría de la humildad. Madrid: San Pablo; CHIESA, P.J.M. 2007: Amor, soberbia y humildad. Tucumás: ed. del autor.

17        POLO, L. 2015: Antropología trascendental, vol. I, en Obras Completas, Serie A, vol. XV. Pamplona: Eunsa, p. 258.

18        POLO, L., Epistemología, creación y divinidad, en Obras Completas, Serie A, vol. XXVII, Pamplona, Eunsa, 2015, p. 201.

19        Cf. POLO, L., «Sobre la libertad». Conferencia pronunciada en el C.M. Belagua de la Universidad de Navarra, Pamplona, 3-II-65, pro-manuscripto, p. 4.

20        «Maimónides… sostiene que (la ética griega) no es toda la ética. El ejemplo con el que ilustra esa tesis es claro. Se trata de un gran valor ético, que puede no parecer filosófico: la humildad. Está en la tradición veterotestamentaria, y naturalmente también vale para un cristiano, porque en el Nuevo Testamento se encuentra todavía más claro. Según Maimónides, la humildad no cabe dentro de la ética griega. A mi modo de ver, San Agustín también rondó esa idea cuando dijo que las virtudes de los paganos –griegos y romanos helenizados precristianos– tenían mucho de vicio; que no eran virtudes redondas o auténticas, justo porque llevan consigo un desconocimiento de la humildad. También para Maimónides la humildad es la actitud más importante en el hombre. Y esta tesis tiene interés precisamente porque se trata de un judío que a la vez sabe filosofía, y se da cuenta de que la humildad no es exactamente un asunto de ética filosófica». POLO, L., «Acto y actualidad en Aristóteles». Conferencia pronunciada en la Universidad de La Sabana, Bogotá, 7-IX-1989, pro-manuscripto, p. 6.

21        Esta tesis poliana ya fue advertida por otros autores: «Esta virtud de humildad no la supo enseñar Platón, ni Sócrates, ni Aristóteles». ALONSO RODRÍGUEZ, P. s.f.: La humildad, Madrid: España Editorial, p. 10. «Los gentiles no conocieron de la humildad más que la modestia, y lo que de ella conocieron lo practicaron con bastante imperfección». BEAUDENOM, C. 1944: Formación en la humildad. Barcelona: Eugenio Subirana, p. 15; «La diferencia más notable entre las virtudes cristianas y las paganas está precisamente en la humildad». LORDA, J.L. 2013: Virtudes. Madrid: Rialp, p. 103.

22        «Bueno puede ser cualquiera, pero siempre se requiere talento para ser malo. De ahí que muchos quieran ser filósofos, pero no cristianos, pues para ser filósofo se requiere talento, y para ser cristiano, humildad, algo que cualquiera puede tener si así lo quiere». KIERKEGAARD, S. 1997: O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida II. Madrid: Trotta, p. 206.

23        POLO, L. 2016: Nominalismo, idealismo y realismo, en Obras Completas, Serie A, vol., XIV. Pamplona: Eunsa, p. 151. En otro lugar Polo agrega: «A Nietzsche le parece claro que la religión es propia de seres humanos con una voluntad disminuida. Por eso, sobre todo en el cristianismo, la actitud ante Dios es de sometimiento y humildad. Estas pretendidas virtudes, enteramente contrarias a la voluntad de poder, sólo pueden entenderse como enmascaramientos suyos: es imposible que sean sinceras, puesto que entrañan el anonadamiento de la voluntad de poder».  (2018): Nietzsche como pensador de dualidades, en Obras Completas, Serie  A, vol., XVII. Pamplona: Eunsa, p. 89. «En su crítica al cristianismo Nietzsche entiende que la humil- dad es un recurso para defenderse de los fuertes». Ibid., p. 222. En otra publicación añade: «La humildad, por ejemplo, dice Nietzsche, es un lazo que el débil tiende al fuerte: somos humildes, caritativos, respetuosos; y eso se le ocurre al que sólo tiene una vitalidad débil, porque al fuerte no se le ocurre establecer un régimen de solidaridad o de igualdad, como hacen los socialistas. Las críticas de Nietzsche se dirigen al cristianismo y al socialismo». El conocimiento del uni- verso físico, ed. cit., p. 259.

24        «Mi discrepancia con la Gelassenheit es que expresa una subordinación excesiva respecto del ser… Sin embargo, la humildad no es una invitación a quedarse mudo ante el ser». POLO, L., Nietzsche como pensador de dualidades, ed. cit., p. 211.

25        POLO, L., Epistemología, creación y divinidad, ed. cit., p. 301. Esto lo reitera en un inédito: «la humildad es importantísima, porque sin esa virtud no lo son las demás... Eso lo dijo un antepasado mío: Cervantes». Conversaciones en Pamplona, 2-III-2015, pro-manuscripto p. 1. El texto cervantino dice así: «la humildad es la base y fundamento de todas las virtudes, que sin ella no hay alguna que lo sea». CERVANTES, M. 1973: Novelas Ejemplares 1. El coloquio de los perros. Madrid: Emesa, p. 266.

26        POLO, L. 2017: «El concepto de vida en Mons. Escrivá», en Escritos Menores (1951- 1990), en Obras Completas, Serie A, vol., IX. Pamplona: Eunsa, p. 163, nota 23.

27        «La esencia de la persona humana es… vida esencial de un viviente personal». POLO, L., Epistemología, creación y divinidad, ed. cit., p. 239. Cf. al respecto: CASTILLO, G., «Vivere viventibus est essentia», en Studia Poliana, 3 (2001) pp. 61-71.

28        Por tanto, no parece acertada la descripción kantiana según la cual «la conciencia y el sentimiento de su escaso valor moral en comparación con la ley es la humildad» (KANT, I., Metafísica de las costumbres, segunda sección, art. 16), no sólo porque la humildad no es ningún sentimiento, sino porque la persona está por encima de la ley moral universal, precisamente por eso puedo ratificarla o conculcarla.

29        POLO, L. 2015: La persona humana y su crecimiento, en Obras Completas, Serie A, vol. XIII. Pamplona: Eunsa, p. 122.

30        POLO, L. 2015: Filosofía y economía, en Obras Completas, Serie A, vol. XXV. Pamplona: Eunsa, p. 358.

31        POLO, L., «Reseña sobre el libro Surco», pro-manuscripto, p. 7.

32        POLO, L., Epistemología, creación y divinidad, ed. cit., p. 303.

33        POLO, L., 2018: Ética: hacia una versión moderna de los temas clásicos, en Obras Completas, Seria A, vol. XI. Pamplona: Eunsa, p. 308.

34        POLO, L., Epistemología, creación y divinidad, ed. cit., p. 225.

35        POLO, L., Curso de teoría del conocimiento, vol. II, ed. cit., p. 106. En otro lugar indica: «La humildad no es sentirse incapaz, sino andar en la verdad, como decía Santa Teresa». Epistemología, creación y divinidad, ed. cit., p. 126. La santa de Ávila escribió: «humildad es andar en verdad». STA. TERESA, Moradas, VI, 10. La tesis teresiana parece tener su origen en Agustín de Hipona: «La humildad habla de la verdad, y la verdad de la humildad; es decir, la humildad, de la verdad de Dios, y la verdad, de la humildad del hombre» SAN AGUSTÍN, Sermón, 183, 4; «toda tu humildad consiste en que te conozcas». Tratado sobre el Evangelio de San Juan, 25, 16. «Si me preguntáis qué es lo más esencial en la religión… os responderé: lo primero la humildad; lo segundo, la humildad; y lo tercero, la humildad». San Agustín, Epístola 118. Este último modo de decir agustiniano ha sido secundado recientemente por Carlos Díaz: «el primer paso en la búsqueda de la verdad es la humildad. El segundo, la humildad. El tercero, la humildad». DÍAZ, C. 2002: Repensar las virtudes. Madrid: Ediciones Internacionales Universitarias, p. 217. Según la tesis clásica sobre la humildad cabe suponer que los agudos errores contra la verdad que encontramos en la filosofía, sobre todo en su época moderna y contemporánea, delatan que quienes los han formulado no están exentos del vicio contrario a esta virtud. Al menos este era el parecer de Hildebrand: «Aprendió una profunda lección, esto es, la importancia de la humildad en la vida intelectual. Se convenció de que los errores filosóficos son causados a menudo por una postura intelectual orgullosa y arrogante». VON HILDEBRAND, A. 2001: Alma de león, Biografía de Dietrich von Hildebrand. Madrid: Palabra, p. 142.

36        «También la humildad es imprescindible para alcanzar la verdad. Esa estrecha vinculación es señalada por Teresa de Jesús». Nietzsche como pensador de dualidades, ed. cit., p. «La verdad es una propiedad que a uno le deja en suspenso por así decirlo, y que tiene una soberana autoridad racional que es objetiva y no subjetiva. Por lo tanto, la verdad no sojuzga, nunca es humillación». POLO, L. 2019: Ayudar a crecer. Cuestiones de filosofía de la educación, en Obras Completas, vol. XVIII. Pamplona: Eunsa, p. 259.

37        POLO, L., Conversaciones en Pamplona, 2-III-2015, pro-manuscripto, p. 1.

38        POLO, L., Epistemología, creación y divinidad, ed. cit., p. 301. En otro lugar escribe: «En el plano trascendental la humildad es inseparable del amor… Esto es especialmente aplicable al amor, una de cuyas bases es la humildad, precisamente por el gran aprecio hacia la realidad que dualiza trascendentalmente a la persona humana». Nietzsche como pensador de dualidades, ed. cit., p. 90.

39        POLO, L., Nietzsche como pensador de dualidades, ed. cit., p. 90.

40        POLO, L., «Acción y contemplación». Conferencia pronunciada en la universidad de Piura (Perú) en agosto de 1990, pro-manuscripto, p. 5.

41        Ibid., p. 4.

42        Ibid., p. 4.

43        Cf. POLO, L., Epistemología, creación y divinidad, ed. cit., p. 248. Ese asunto lo reitera en «La persona humana como ser cognoscente», ed. cit., pp. 94 y 95.

44        Cf. Ibid., pp. 249, 271, 273, 295 y 296.

45        «Cuando se descuida la humildad acontece el enfrentamiento con Dios». POLO, L., Antropología trascendental, vol. II, ed. cit., p. 509, nota 276.

46        «Lo peor para el ser personal es aislarse o ensoberbecerse, pues el egoísmo y la soberbia agostan el ser donal». POLO, L., Antropología trascendental, vol. I, ed. cit., p. 112.

47        POLO, L. 2015: La originalidad de la concepción cristiana de la existencia, en Obras Completas, Serie A, vol. XIII. Pamplona: Eunsa, p. 377.

48        POLO, L., Ayudar a crecer. Cuestiones de filosofía de la educación, ed. cit., p. 303.

49        POLO, L., «Con ciertas excepciones». Conversaciones con S. Bernal en Madrid a mediados de la década de 1970, pro manuscrito, p. 34.

50        POLO, L., «La Iglesia como sacramento y los sacramentos de la Iglesia». Conversaciones con S. Bernal en Madrid a mediados de la década de 1970, pro-manuscrito, p. 18. Esta sentencia poliana está en sintonía con la del místico castellano: «para enamorarse Dios del alma pone los ojos en la grandeza de la humildad». SAN JUAN DE LA CRUZ, Homilías sobre San Mateo, 15.

51        51 Ibid., p. 20.

52        52 POLO, L., Quién es el hombre, ed. cit., p. 179. En otro lugar indica: «Yo soy hijo; dependo de tal manera y tan radicalmente de quien me ha hecho hijo que no me puedo transformar en otra cosa de modo que según esa otra cosa yo sea. Yo tengo que aceptarme como hijo, pero aceptarme como hijo no es hacer nada, porque lo soy; aquí la aceptación no quita ni pone, sino que ontológicamente yo ya soy hijo; es lo que llamo libertad nativa». (2015): La esencia del hombre, en Obras Completas, Serie A, vol. XXIII, Pamplona: Eunsa, p. 291.

53        53 Polo, L., «Reseña sobre el libro Surco», cit., pro-manuscripto, p. 3, nota 7.

54        Sobre esto decía Marías que «la única verdadera humildad es aceptar la realidad». MARÍAS, J. 1973: Antropología metafísica. Madrid: Revista de Occidente, p. 13.

55        Polo, L., Epistemología, creación y divinidad, ed. cit., p. 109.

56        Polo, L., Conversaciones en Torreblanca (Colombia), 25-30-VI-1997, pro-manuscripto, p. 43.

57        En rigor, «pretender la intimidad como identidad… equivale a hacer caso a las palabras bíblicas ‘seréis como dioses’». POLO, L. 2017: Persona y libertad, en Obras Completas, vol. XIX, Serie A. Pamplona: Eunsa, p. 69.

 

Diana Elizabeth Gómez de la Rosa

Introducción

Verónica Roth es una autora muy joven. Nació el 19 de agosto de 1988 en Chicago,  la  ciudad   donde   se   desarrolla   la   historia   de   Divergente.   Viendo su pasión por la literatura, su familia la animó a matricularse en la prestigiosa universidad de Northwestern para estudiar Escritura Creativa.

Durante sus años de universidad, Verónica tomó la decisión de empezar a trabajar en el primer borrador de Divergente, prefiriendo invertir su tiempo en esta historia en vez de hacer los deberes académicos. Después de su abrumador éxito en más de 15 países, parece que Verónica tomó la mejor decisión.

El tema del cual hablaré en este ensayo es la sinceridad, donde expongo los puntos de vista tanto de la autora del libro del cual escogí este tema como de diferentes personajes que hablan acerca de este concepto, definiciones de diferentes fuentes, explicaciones sobre como desde pequeños se debe inculcar este valor.

La escritora Verónica Roth en su libro divergente ve desde otro punto de vista es significado de sinceridad, pues ella lo explica como una facción, una cualidad que solo algunas personas la tienen y la desarrollan al cien por ciento.

Mientras por otro lado Marianela Hiel quien su punto de vista está en las siguientes páginas nos muestra la manera personal de vivir la sinceridad en cinco pasos.

Existen diferencias en la forma en la que ambas personas explican este concepto, a continuación se verán como diferentes personas y paginas explican el significado de la sinceridad, como también hablan sobre cómo educar a hijos, como vivir siendo sinceros y como se ve desde la religión católica este valor de la sinceridad.

Desarrollo

La sinceridad es una de las cinco facciones de las que se hablan en el libro de divergente, en este libro la escritora Victoria Roth ve la sinceridad como un valor que los integrantes de esta facción deben tener y por eso, deben ser sinceros ante cualquier situación.

Según el catecismo de la iglesia católica La verdad o la veracidad es la virtud que consiste en mostrarse verdadero en sus actos y en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación o la hipocresía.” “La mentira consiste en decir algo falso con intención de engañar al prójimo que tiene derecho a la verdad.”

La sinceridad es una actitud que las personas pueden tener para enfrentar su vida y que se caracteriza por la honestidad y la utilización de la verdad en todos los ámbitos de la vida cotidiana. Esta es uno de los elementos o de los valores más importantes y más loables de una persona ya que se basa en ser y actuar tal como uno es, siente o piensa, dejando de lado todo tipo de fingimientos o hipocresías. La sinceridad siempre es atribuida a los niños y a los locos, dos figuras sociales que por su condición no están tan atados a las pautas de comportamiento social y por lo tanto no tienen miedo o conciencia de decir lo que realmente piensan.

En muchos casos la falta de sinceridad se da a partir de la timidez de una persona, al miedo a decir algo que no será aceptado y podría caer mal en su grupo. En otros casos, la hipocresía o la falta de sinceridad es buscada para obtener determinados resultados, pero en cualquiera de los dos casos genera algún tipo de conflicto en la persona que no se puede mostrar y asumir tal cual es.

Marianela Hiel nos habla sobre la sinceridad en las relaciones humanas y nos dice que a veces, atravesamos malas experiencias. El sentirnos defraudados provoca incomodidad, esta experiencia nos lleva a procurar que nunca nos suceda lo mismo, y a veces, nos impide volver a confiar en las personas, aún sin ser las causantes de nuestra desilusión. Sin embargo la sinceridad, no es algo que debemos esperar de los demás, es un valor que debemos vivir para tener amigos, para ser dignos de confianza.

La sinceridad caracteriza a las demás personas por su actitud, que mantienen en todo momento, basada en la veracidad de sus palabras y/o acciones.

Si queremos ser sinceros necesitamos decir siempre la verdad… esto que parece tan sencillo, resulta una tarea muy difícil para algunas personas. ¿Cuántas veces utilizamos esas “mentiras piadosas” en circunstancias que consideramos poco importantes?: como el decir que estamos avanzados en el trabajo, cuando aún no hemos comenzado, por la suposición de que es fácil y en cualquier momento podemos estar al corriente. Obviamente, una pequeña mentira, llevará a otra más grande y así sucesivamente, hasta que nos sorprenden.

Otra cosa que nos dice Marianela es la manera personal de vivir la sinceridad en cinco puntos que se muestran a continuación en la siguiente tabla:

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Actualmente vivimos en una sociedad que acepta la mentira como una cosa normal, en el mundo de los negocios, en la publicidad... Se dice lo que el cliente quiere oír, con tal de conseguir unos objetivos. Por otro lado, el concepto de sinceridad se pervierte continuamente. Muchas veces se autodefinen como sinceras personas que sólo son lo que, coloquialmente definimos como "unos bordes". Esto es algo de lo que piensa la Psicóloga especialista en infancia y adolescencia Dª. Trinidad Aparicio Pérez, a continuación muestra algunos temas o aplicaciones planteados para entender mejor este valor de la sinceridad.

1.       ¿Qué significa ser sinceros?

La sinceridad es un concepto que implica un comportamiento consecuente en nuestra vida, no sólo significa decir la verdad, va mucho más allá. Es tener una actitud congruente como persona, actuar según nuestra manera de ser y de pensar.

Por ejemplo, un hombre no puede mantener un discurso progresista e igualitario respecto a las relaciones entre hombre y mujer y no colaborar absolutamente nada en las tareas del hogar, permitiendo que su mujer haga todo el trabajo.

Tampoco se puede ser ecologista de fachada y dejar los papeles y latas tirados por el suelo cuando vamos a  pasar un  día al  campo. Ser sincero es ser honesto con los demás y con nosotros mismos. Por lo tanto, una persona sincera es una persona digna de confianza, una persona que consigue que los demás puedan confiar en él, ya que tienen la certeza de que no les va a engañar.

2.       Propiedades que debe tener la sinceridad  

En algunos programas de televisión vemos como algunos personajes justifican el insulto, la grosería y la mala educación alegando sinceridad. Nada hay más lejos de la realidad, ser sincero nunca quiere decir ser desagradable ni impertinente. Muchas veces, ese aire de franqueza y sinceridad para airear los defectos de los demás encubre envidias y frustraciones.

La sinceridad debe tener el don del tacto, de la oportunidad y de la discreción. Por ejemplo, si debemos comentar a alguien algo en lo que pensamos que debe rectificar, lo haremos porque creemos que el cambio será positivo para él e intentaremos no herirle. Buscaremos el momento apropiado y cuando estemos a solas con esta persona. Sólo si actuamos de esta manera, nuestro ejercicio de sinceridad tendrá un efecto positivo.

La sinceridad supone un cierto grado de responsabilidad y no se es más sincero por contar o decir las cosas arbitrariamente a todo el mundo.

3.   Educar a los  niños en la sinceridad 

Es muy importante transmitir este valor a los niños. Que tengan arraigado este concepto es fundamental para que en un futuro sean personas honestas y cabales.

También es muy importante conseguir que sean sinceros con los padres, ya que de esta manera podrán entenderlos mejor, podrán ayudarles cuando los necesiten y se establecerá una relación de mayor confianza entre padres e hijos.

Como en toda enseñanza, se debe predicar con el ejemplo y ser congruentes con lo que les decimos, no podemos exigir a nuestros hijos que no mientan y pedirles que hagan lo contrario cuando suena el teléfono y les decimos: "Si es fulanito, dile que no estoy".

Si los hijos ven en sus padres sinceridad y honestidad en su manera de comportarse y de relacionarse con los demás, ellos tenderán a comportarse de la misma manera. Esto no quiere decir que no nos vayan a mentir en un momento determinado, esto es casi inevitable, pero su relación con sus padres será más sincera.

El valor de la sinceridad: Actualmente vivimos en una sociedad que acepta la mentira como una cosa normal, en el mundo de los negocios, en la publicidad. Se dice lo que el cliente quiere oír, con tal de conseguir unos objetivos. Por otro lado, el concepto de sinceridad se pervierte continuamente. Muchas veces se autodefinen como sinceras personas que sólo son lo que, coloquialmente definimos como "unos bordes". La sinceridad es un concepto que está relacionado con otros como: honestidad o confianza.

4.   ¿Qué   significa ser sinceros?

La sinceridad es un concepto que implica un comportamiento consecuente en nuestra vida, no sólo significa decir la verdad, va mucho más allá. Es tener una actitud congruente como persona, actuar según nuestra manera de ser y de pensar.

Por ejemplo, un hombre no puede mantener un discurso progresista e igualitario respecto a las relaciones entre hombre y mujer y no colaborar absolutamente nada en las tareas del hogar, permitiendo que su mujer haga todo el trabajo. Tampoco se puede ser ecologista de fachada y dejar los papeles y latas tirados por el suelo cuando vamos a pasar un día al campo.

Ser sincero es ser honesto con los demás y con nosotros mismos. Por lo tanto, una persona sincera es una persona digna de confianza, una persona que consigue que los demás puedan confiar en él, ya que tienen la certeza de que no les va a engañar.

5.   Propiedades que debe tener la sinceridad

En algunos programas de televisión vemos como algunos personajes justifican el insulto, la grosería y la mala educación alegando sinceridad. Nada hay más lejos de la realidad, ser sincero nunca quiere decir ser desagradable ni impertinente. Muchas veces, ese aire de franqueza y sinceridad para airear los defectos de los demás encubre envidias y frustraciones. La sinceridad debe tener el don del tacto, de la oportunidad y de la discreción. Por ejemplo, si debemos comentar a alguien algo en lo que pensamos que debe rectificar, lo haremos porque creemos que el cambio será positivo para él e intentaremos no herirle. Buscaremos el momento apropiado y cuando estemos a solas con esta persona. Sólo si actuamos de esta manera, nuestro ejercicio de sinceridad tendrá un efecto positivo. La sinceridad supone un cierto grado de responsabilidad y no se es más sincero por contar o decir las cosas arbitrariamente a todo el mundo.

6.   Educar  a los niños en la sinceridad

Es muy importante transmitir este valor a los niños. Que tengan arraigado este concepto es fundamental para que en un futuro sean personas honestas y cabales.

También es muy importante conseguir que sean sinceros con los padres, ya que de esta manera podrán entenderlos mejor, podrán ayudarles cuando los necesiten y se establecerá  una  relación  de  mayor  confianza  entre  padres  e  hijos.  Como en toda enseñanza, se debe predicar con el ejemplo y ser congruentes con lo que les decimos, no podemos exigir a nuestros hijos que no mientan y pedirles que hagan lo contrario cuando suena el teléfono y les decimos: "Si es fulanito, dile que no estoy".

Si los hijos ven en sus padres sinceridad y honestidad en su manera de comportarse y de relacionarse con los demás, ellos tenderán a comportarse de la misma manera. Esto no quiere decir que no nos vayan a mentir en un momento determinado, esto es casi inevitable, pero su relación con sus padres será más sincera.

Por lamentables cuestiones de la vida en sociedad, no siempre es fácil ser sinceros con nuestros seres queridos, con las personas que nos han criado, con nuestros amigos más cercanos; cuando trasladamos la necesidad de compartir nuestras verdaderas ideas con empleadores y gobernantes, las posibilidades decrecen considerablemente.

Conclusión

La sinceridad desde mi punto de vista, después de estas diversas opiniones y fuentes, es el decir la verdad decir lo que pensamos, lo que sentimos sin omitir las cosas o sin pensar antes de hablar ya que así podría llegar a lastimar a las demás personas con        nuestras palabras.   

Podría decir que tenía en mente otro concepto o significado sobre este valor antes de realizar este ensayo, para mí la sinceridad era decir el decir solo lo que pienso, pero ahora sé que no solo es eso, sino que es el decir lo que opinas, piensas, en fin, es decir la verdad.

El omitir las cosas también se considera una mentira y esto no lo sabía, así que me creía una persona sincera, pero esto no es así.

El ser sincero (a) con las demás personas habla muy bien de uno mismo pues muestra que en realidad eres una buena persona y un buen amigo, y así las demás personas podrán confiar en nosotros.

En resumen para mí la sinceridad es decir la verdad, dejar todo claro, valorar la sinceridad de los demás y demostrar que uno también tiene ese valor.

Diana Elizabeth Gómez de la Rosa, en academia.edu/

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