El cinco de noviembre del año 2010 falleció en Pamplona la profesora Jutta Burggraf. Desde 1996 formaba parte del claustro de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra.
Jutta Burggraf, alemana nacida en Hildesheim (Baja Sajonia), ha sido una destacada representante del grupo de mujeres que, después del Vaticano II, han hecho de la Teología una parte central de su dedicación a Dios y a los demás en la Iglesia. Altamente cualificada para el trabajo intelectual, Jutta recibió su formación académica en su país natal y en Roma. En el año 1979 obtuvo en la Universidad de Colonia el doctorado en Psicopedagogía, y alcanzó el grado de doctora en Teología por la Universidad de Navarra, con Premio extraordinario, en el año 1984.
A partir de entonces su trabajo se distinguió por una intensa actividad docente, de investigación y servicio a la Iglesia y a la sociedad. Fue una actividad en la que pudo desplegar las cualidades de humanidad, sabiduría y honda religiosidad de las que estaba dotada. Ejerció durante años la docencia en el Instituto Académico Internacional de Kerkrade, Países Bajos (1989-1996), como Profesora ordinaria en la Cátedra de Antropología; y en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, como titular de Teología Sistemática y de Ecumenismo, a partir de 1999 hasta el año de su muerte.
Era miembro de la Pontificia Academia Mariana Internationalis, y formó parte del Comité Asesor del Congreso Católicos y Vida Pública (CEU España). Actuó de perito en el Sínodo de los Obispos sobre «La vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo» (Roma 1987). Su tarea directiva en revistas especializadas y en colecciones de ensayos formativos, dentro del área de la familia y lo femenino, destaca por la hondura cristiana y la amplitud de sus iniciativas.
La figura de Jutta Burggraf encarna una teología abierta a la cultura y al mundo personal de relaciones humanas. Trabajó siempre en los puntos neurálgicos de la teología, y dentro de una visión de unidad se ocupó especialmente del significado del quehacer teológico; la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo; la antropología teológica centrada en la idea de la persona y de la secularidad; el sentido de la libertad; la unión de los cristianos; y la mujer en el marco de una teología de la Creación y del cuerpo humano.
Jutta vivió la tensión que supone la labor teológica y la teología misma como «fe pensada», una tarea difícil, que exige mantenerse atento simultáneamente a los polos exigentes de la razón y la fe, y sin ejercer uno de ellos a costa del otro.
Había comprendido muy bien las peculiaridades del método teológico. Con acertado instinto de pensadora cristiana, captó la relativa continuidad que existe entre la teología y el deseo general humano de penetrar en la racionalidad y en los misterios del universo; y sintonizaba con la búsqueda de la verdad presente en la filosofía y en las ciencias empíricas. Estaba convencida de que la fe cristiana es la concepción de la realidad que mejor ha dialogado y dialoga con las inquietudes y preocupaciones insoslayables del hombre y de la mujer de todos los tiempos.
La profesora Burggraf impregnó su teología con la idea operativa de que como teóloga debía esforzarse por responder con respeto a las preguntas vitales de sus contemporáneos. Pensaba que la tarea teológica debía hacerse con la Palabra de Dios y las noticias cotidianas que reflejan la existencia de la gente corriente. La visión sub specie aeternitatis había de complementarse con la mirada sub specie temporis.
La reflexión de Jutta incluía, como no podía ser de otro modo, su experiencia y sensibilidad personales, y se apoyaba no solo en ideas sino también en sentimientos y emociones, sin degradarse nunca en emocionalismo. Procuraba vivir teológicamente, y su existencia cristiana se nutría a todos los niveles del espíritu y del cuerpo, en las coordenadas y el suelo de la fe. Poseía en ejercicio la convicción de que la buena teología equivale a un arte de vivir.
La ciencia y la investigación teológicas eran su trabajo. Entendía silenciosamente que la teología no es una ciencia infusa ni carismática. Supone y exige un esfuerzo constante, como cualquier tarea verdaderamente humana en la que se dan cita el cuerpo y la mente para generar, a veces con dolor, un esfuerzo interior que transforma la realidad y a la misma persona que piensa y siente. La teología era para Jutta un servicio y como un ministerio necesario que se lleva a cabo en la Iglesia, para la Iglesia y la entera humanidad.
La pensadora cristiana que había en Jutta nunca olvidó que el primer deber del teólogo es respetar el misterio divino que estudia, y que los misterios de la fe son mucho más para ser adorados que meramente escrutados por el intelecto, aunque sea creyente. El sobrecogimiento ante lo santo había de ser siempre un propio de la actitud y el carácter teológicos, y así lo era en ella.
La concepción de la teología que obraba en Jutta le decía que el hábito de la ciencia sagrada no es un saber simplemente teórico. Sabía que la teología se ordena a cambiar interiormente al teólogo, e influye luego en la transformación y mejora de la misma Iglesia y del mundo. No es una reflexión que sería lo mismo hacer o no hacer. No es una operación gratuita y sin consecuencias en la realidad. Teología era para ella, por lo tanto, un saber práctico. Lejos de las antiguas disputas escolásticas al respecto, la profesora Burggraf, como mujer de su tiempo, había conseguido una síntesis, que hacía de su actividad teológica una contemplación mistérica y una praxis transformadora. La teología era un hábito sapiencial, científico y operativo. Parecía que la larga historia de la teología, en sus diversas etapas de desarrollo, se condensaba en la tarea de Jutta.
Su reflexión mantenía en todo momento una conciencia y una intención enteramente pastorales. Era una reflexión atenta al ser humano, que procuraba enérgicamente acoger como horizonte los valores perennes del Reino de Dios operante en el mundo de los hombres y las mujeres. Jutta tenía muy en cuenta que los valores del Reino instaurado por Jesús son la sal de la tierra, y los únicos factores divino-humanos que pueden lograr verdaderamente el desarrollo de la humanidad. Son los valores públicos de la paz, la verdad, el amor, la compasión y la misericordia. Jutta era, como teóloga y como mujer, compasiva y tolerante. Entendía muy bien, y practicaba, que el primer atributo divino es la misericordia, que se ejercita tan escasamente entre los hombres.
El lenguaje de Jutta es sencillo. Se reflejaba en su docencia. Sus diálogos orientadores, aunque fueran rigurosos, desbordaban siempre el terreno de las ideas y alcanzaban el núcleo de la conciencia moral y afectiva de los interesados. Se aprecia en sus numerosos escritos, que huyen por lo general de tecnicismos, y transmiten una clara vivencia de la fuerza de la palabra humana como el más poderoso de los bienes. Cuando se examinan asuntos vitales para la condición humana, como hace la buena teología, se requiere el uso de palabras sencillas que todos puedan entender. He aquí el mejor test del auténtico teólogo.
Nunca proclamó declaraciones de laicidad. Sencillamente la ejercía. Su persona y su obra teológica segregaban laicidad. Atesoraba una clara idea del significado de los hombres y mujeres laicos como luz del mundo y sal de la tierra, y de la condición laical como modo ordinario de vivir la vocación bautismal. Era consciente del progreso eclesial en la compresión de asunto tan capital para la Iglesia y su ministerio; y sabía también lo mucho que queda por hacer para que la Iglesia cuente a fondo con los laicos para su desarrollo y su acción en el mundo.
Jutta vivía la significación eclesial de los laicos en un doble nivel. Reflexionaba sobre ello en el marco de sus escritos eclesiológicos, atenta a la doctrina del Concilio Vaticano II, y a las enseñanzas de San Josemaría Escrivá de Balaguer, asimiladas por Jutta tanto en un plano intelectual y orientador como existencial y operativo.
Pero Jutta encarnaba, además, la laicidad de un modo consciente y con la más espontánea naturalidad. Tenía un pensamiento sobre los laicos, que era parte de su reflexión teológica, pero no había ningún aspecto o categoría de ese pensamiento que no se manifestase prácticamente en su modo de vivir y actuar. No era una mujer de mundo, sino una mujer del mundo y en el mundo.
Jutta hubo de estudiar a fondo la antropología teológica, llevada por su tarea docente y también por la necesidad y la coherencia de sus investigaciones sobre el ser humano, caído y redimido. Había construido una visión de conjunto del hombre y la mujer, creados a imagen de Dios, en la que ese ser carencial y frágil se eleva sobre sí mismo, mediante la gracia y la libertad, hasta el nivel de existencia en la que Dios le espera para convertirle en interlocutor suyo.
Dentro de una reflexión libre de romanticismo y de planteamientos naturalistas, Jutta consideró al ser humano en el marco de un método de búsqueda, que partía de los datos suministrados por la observación empírica, acudía luego a la ayuda de categorías filosóficas elementales, y coronaba finalmente el proceso heurístico en un plano de plenitud y totalidad, en la que interviene la Providencia. La vida humana nunca es una deriva, pero el hombre y la mujer son seres en peligro.
Jutta fue una verdadera experta en la reflexión y tratamiento de la libertad humana, asunto que la ocupaba habitualmente y por el que sentía genuina fascinación. La libertad no era la libertad a secas, sino el misterio de la libertad. Junto con otros filósofos y teólogos contemporáneos, consideraba la libertad no solo como una propiedad del ser humano, sino como un verdadero trascendental.
No le gustaba calificar la libertad con adjetivos que, aunque fueran positivos, desfiguraban su sentido radical. Consideraciones o títulos que hablan de autentica y verdadera libertad, o expresiones parecidas, le parecían amaneramientos ideológicos de quienes apenas comprendían en realidad el sentido y la hondura de la libertad humana, que no necesita glosas postizas.
La realidad de la libertad exhibe toda la sencillez y toda la complejidad del ser humano. El hombre y la mujer no la consiguen plenamente en esta vida. Son ya libres cuando tienden conscientemente a serlo en medio de las contingencias de este mundo, sabiendo o al menos sospechando que la plenitud de la libertad estriba en decir sí al bien y no al mal.
El gran asunto que el hombre debe resolver a lo largo de su existencia terrena es el uso que hace de su libertad. Éste es probablemente el motor de la existencia humana. La libertad origina en el hombre una legalidad dinámica y un régimen de vida que le relaciona con Dios, con el mundo, con los demás y también consigo mismo. La «libertad vivida», como reza el título de un importante libro de Jutta, permite al hombre y a la mujer ser verdaderos interlocutores de Dios, y emplear coram Deo sus facultades anímicas y físicas del mejor modo posible. Es a través de su libertad como el ser humano puede aspirar a planteamientos de totalidad para su destino terreno y eterno. La condición de seres libres faculta al hombre y a la mujer para crear un espacio vital interhumano que lo sea realmente, porque reine en él de modo auténtico la común humanidad.
La libertad es una realidad polifacética que interesa diversos aspectos del complejo humano, pero que, bien entendida, no autoriza a separar en el hombre un ámbito inteligible de autodeterminación y un ámbito fenoménico de la necesidad. Es libre el hombre entero y no solamente una zona de su personalidad.
Cuando trata de la libertad, Jutta no se limita a formular verdades. Lo hace de tal modo que sus afirmaciones contienen estímulos y parecen invitaciones a una acción según la razón y urgida por valores trascendentes. Todo suena como una educación para el ejercicio reflexivo y apasionado de la libertad.
Sintonizó ya en sus años formativos y en los momentos esenciales de su desarrollo como mujer cristiana con los aspectos teológicos y el comportamiento que supone la unión de los cristianos. La experiencia alemana la puso muy pronto en vivo contacto con la realidad de las comunidades, católica y evangélica, que ocupan desde siglos el espacio confesional de su país. No aprendió por lo tanto el ecumenismo en los libros, y comprendió fácilmente el propósito ecuménico que la Iglesia católica quiso asumir expresamente como programa histórico a partir del Concilio Vaticano II. Fue así una experta en la reflexión y en la práctica ecuménicas.
Sus escritos y numerosas intervenciones en reuniones interconfesionales hablan claramente de su posición prudente y abierta, donde se desplegaban su capacidad de diálogo y su visión de futuro. Entendía bien el por qué de las dificultades, lentitudes, e incluso retrocesos, del camino ecuménico, pero sabía y enseñaba que lo importante y lo factible en el momento presente es «conocerse y comprenderse». Lo demás se encuentra en las manos de Dios y en un horizonte que no alcanzamos a ver.
Jutta dedicó notables esfuerzos y agudas reflexiones a la mujer, como asunto teológico y humano, en sus diversas vertientes. La suya era primariamente una visión escriturística como base de estudio. Veía a la mujer, con mirada genesiaca, creada junto al varón, en un acto creador divino, que consideraba llamamiento vocacional para ser interlocutor de Dios en compañía de Adán. Habría de contribuir, por la tanto, a la perfección de la creación mediante el trabajo. La mujer es ante todo para Jutta un ser humano, con un papel bien definido e irremplazable en la sociedad y en la Iglesia. Es un ser con innata dignidad que no necesita tutelas ni dependencias.
El tono del discurso carece de crispación y de acentos reivindicativos. Es una mirada teológica que permite construir un tejido de ideas que es a la vez tradicional y novedoso. La reflexión teológica tiene muy en cuenta y usa, como era de esperar, la psicología y la sensibilidad femeninas. Emplea a fondo los registros anímicos de los que, por naturaleza, carece el varón. La autora habla de este asunto como cosa propia y desde dentro de su experiencia. No usa información libresca o secundaria, ni es la suya una apreciación extrínseca.
Cuando valora el necesario papel de la mujer en la familia, la sociedad y la Iglesia, la profesora Burggraf no piensa o razona como una socióloga o una mujer de cultura, sino como una cristiana que conoce bien la sociología y los demás campos pertinentes. Porque el tema de la mujer es un ámbito donde se dan cita múltiples disciplinas, sensibilidades y puntos de vista.
¿Se consideraba Jutta una teóloga? Ciertamente respetaba esa denominación que se usa hoy con tanta desenvoltura, y nunca se apresuró a aplicársela a sí misma. Pero era más que una simple docente de ciencia teológica, y entra con distinción en el grupo de quienes han pensado a fondo la fe aplicada a la vida. No pertenecía a ninguna escuela teológica. Trabajó con responsabilidad personal, y se veía como un factor más en el esfuerzo intelectual común de la Iglesia. Su tarea en la noción de teología, el laicado, la libertad, la mujer y el ecumenismo le hizo entender que en estos asuntos de largo desarrollo se advierten solo en el panorama inmediato y no se puede abarcar todo el horizonte.
José Morales, en dianet.unav.edu/
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