Lutgart Govaert

El título de estas páginas puede ser  considerado  la  síntesis  de  una vida. La vida de un hombre que, desde su  juventud,  percibió  la  luz  divina  en una profunda experiencia y que respondió a la llamada de esta luz con sinceridad, fielmente, con plena conciencia y perseverancia; pero no sin sombras o dificultades.

En primer lugar, ¿quién era este hombre? El mismo John  Henry Newman respondió a esta pregunta. Leamos las primeras líneas de sus memorias autobiográficas:

«John Henry Newman, el sujeto de esta memoria,  nació  en  la 'Old Broadway Street' en la ciudad de Londres el 21  de  febrero  de 1801, y fue bautizado en la iglesia de St. Bennet Fink el 9 de abril del mismo año. Su padre fue un banquero de Londres, cuya familia  venía  de Cambridgeshire. Su madre era de una familia protestante francesa, que salió de Francia hacia este país debido  a la revocación  del Edicto  de Nantes» (A. W. 29).

John Henry fue el primogénito de una numerosa familia. Tenía 5 hermanos, Charles y Francis, y tres  hermanas,  Harriet, Jemina  y  Mary. El negocio de su padre era próspero, y la familia vivió sin apuros económicos. John Henry Newman recordó siempre  una infancia  muy  feliz en un círculo familiar muy unido.

En las memorias de sus primeros años hay un punto digno  de  mención. En la Apología, escrita  cuando  tenía  63 años,  y  en  la  que  habla  de sí mismo muy a menudo, podemos leer:

«Hubiera deseado que los cuentos de 'Las Mil y una noches' fueran verdad: mi imaginación gustaba de influencias desconocidas, 'de poderes mágicos y talismanes... Pensaba que la vida fuera un sueño, yo un ángel y todo este mundo una ilusión; mis compañeros, en un juego maligno, se me ocultaban y me engañaban con la apariencia de un mundo material» (Apo 3).

En esta confesión, encontramos ya la  inclinación  que  será  base  de todo el ingenio de Newman para transformar  la  realidad  y  buscar  la  verdad de las cosas fuera de la superficialidad del mundo, sobre  la  que  estas cosas dejan sólo su perfil y sus apariencias. Esto no quiere decir  que  Newman huyera de la realidad.  El  misterio  no  se  encuentra  en  el  exterior  de las cosas, pues éste forma parte de la realidad. Para Newman, esto implica descubrir bajo las apariencias, que no son sino signos, la realidad más absoluta que constituye la misma esencia de los seres y la verdad de su presencia  entre  nosotros.  Este  descubrimiento  produjo  un  profundo  impacto en el joven John Henry, que siempre  lo  recordó  como  una  verdadera  gracia de su niñez:

«Lo conocemos en el propio recuerdo de nosotros mismos, y en nuestra experiencia como niños: que en los primeros años de su 'estado regenerado' existen en el alma del niño un discernimiento del mundo invisible en las cosas visibles, una visión lúcida de lo que es Regio y Adorable, junto con una ignorancia total sobre lo que es transitorio y cambiable... Tiene este gran don quien parece haber venido recientemente de la presencia de Dios, y no entiende el lenguaje de este escenario visible, cómo éste es una tentación, y un velo que se interpone entre el alma y Dios» (P. S. II, 64, 65).

Debemos mencionar otra influencia que marcó al joven John Henry durante toda su vida: las primeras enseñanzas religiosas recibidas en el seno de su familia. Sus padres practicaban un protestantismo a medias, un Anglicanismo que puede ser resumido en su apego a la Biblia y al «Prayer Book» (libro de oraciones y lecturas para todo el año y toda circunstancia de la vida). Como todo niño inglés, John Henry fue introducido a los textos sagrados. Leía cada día, en el bello inglés de la versión del rey Jaime, una parte de la historia bíblica, que despertaba en él fuertes imágenes. Durante sus lecturas de la Biblia, John Henry quedó ciertamente prendado del misterio de Dios y de su Creación. Estas lecturas de la Biblia eran la revelación de un Dios personal que actuó en el curso de la historia. Esta  historia desarrolló en John Henry un vivo y agudo sentido de lo trascendente.

A  pesar  de  estas  dos  influencias  importantes  que  marcaron  su niñez -su   sentido  de la realidad  de un  mundo  invisible  y  su introducción  a la 'religión de la Biblia'-, el joven 'John Henry' aún no percibía la luz que pronto habría de guiarlo. Hasta podemos ver el lento oscurecimiento del amanecer que el niño parecía haber percibido. A sus 15 años encontramos en él un gran refinamiento moral: quería practicar la virtud a cualquier costo, pero sin ser religioso. Sobre este período, escribe:

«A los quince años, leí los tratados de Paine contra el Antiguo Testamento, y sentí gozo pensando en las objeciones que contenían. También leí algunos de los ensayos de Hume;... Recuerdo haber copia­ do algunos versos en francés, tal vez de Voltaire, que negaban la inmortalidad del alma, y me decía a mí mismo algo así como '¡Qué espantoso, pero qué probable!'» (Apo 5).

En la primavera de 1816, Newman  había  casi  terminado  sus estudios en una escuela de Ealing, cerca de Londres, donde  había  estado  interno  desde 1808. Los últimos meses de escuela fueron oscurecidos por una catástrofe familiar. Con el fin de  la  era  napoleónica,  Inglaterra  sufrió  una seria crisis económica durante la cual  el  padre  de  Newman  tuvo  que  cerrar el banco.  Aunque  todas  las  deudas  fueron  pagadas  en  poco  tiempo,  la familia Newman tuvo que deshacerse de su  hogar  en  Londres  y  de  su casa de campo. Su padre pasó  a  ser  el  administrador  de  una  cervecería, pero un amargo fracaso siguió a otro, y su bancarrota  se  hizo  pública  en 1821. Durante el verano de 1816, John Henry no  salió  de  la  escuela.  Por otra parte, había caído gravemente enfermo. Durante estas semanas de soledad, uno de sus profesores, el reverendo Walter Mayers, que era de confesión evangélico-calvinista, trajo al joven alguna lectura espiritual. Estas fueron las circunstancias que provocaron  el  primer  desarrollo  profundo  de su vida religiosa y removieron la llamada  interior  a  la  conversión.  Dejemos que Newman mismo nos lo cuente:

«A mis 15 años (en el otoño de 1816),  un  gran  cambio  tuvo  lugar en mí. Caí bajo la influencia de un Credo definido, y recibí en mi inteligencia impresiones de dogma, que,  por  la  misericordia  de  Dios,  nunca se han borrado ni oscurecido» (Apo 5).

Esta es la luz que Newman distinguió por primera vez en su vida. Aunque dicha «conversión», como él  siempre  llamó  a  este  gran  cambio,  fue sentida profundamente, no tuvo un carácter sentimental. El grupo evangélico-calvinista nunca la reconoció como conversión, según su definición usual. Lo que constituyó la esencia  de ésta  para el  joven  fue el carácter doctrinal de una certeza religiosa. Tras este cambio a sus 15 años, no existirá para Newman ninguna religión sin  una doctrina  claramente  definida, verdadera e irreformable con  respecto  a Dios  y a  nuestra  relación  con Él. Newman  aceptó  en  esta  etapa  toda  la  doctrina  del  Credo  Atanasiano y quiso probar,  como  un  ejercicio  personal,  todas  las  doctrinas  presentes en la Sagrada Escritura. Esta profunda convicción  de la necesidad  del dogma permaneció con él durante toda la vida, y sería  la causa  de  una  continua lucha contra  el  liberalismo  en  cuestiones  religiosas.  Newman  definió el liberalismo como el principio antidogmático por excelencia con sus consecuencias lógicas.

Junto con las grandes doctrinas Cristianas, aceptó también una enseñanza calvinista que habría de abandonar al cabo de cinco o seis años: la perseverancia final y predestinación. Esta doctrina jugó un papel de suma importancia en 1816. Newman habla de esto en la Apología:

«...creo que tuvo alguna influencia sobre mis convicciones, en el sentido de mis imaginaciones de niño..., me aisló de los objetos que me rodeaban, me confirmó en mi desconfianza de la realidad de los fenómenos materiales, y concentró mis pensamientos en dos seres y sólo dos seres absoluta y luminosamente evidentes: yo mismo y mi Creador» (Apo 5).

Estos términos, «Yo mismo y mi Creador» son famosos. Para el joven Newman, la existencia del mundo invisible nunca estuvo en duda. Aceptaba el mundo, visible y externo; pero este mundo tenía sentido sólo como un factor intermedio entre Dios y el hombre.

Su convicción con respecto al mundo invisible le llevó, en este mismo período, a otra conclusión. Newman mismo lo explica:

«Tengo que mencionar, aunque lo hago  con  gran  repugnancia, otra impresión profunda que se apoderó de mí  por este tiempo, en otoño de 1816,... que era voluntad de Dios que llevara vida célibe. Este presentimiento... estaba en mi mente más o menos en conexión con la idea de que la vocación de  mi  vida entrañaría  el sacrificio  que supone el celibato... Ello acreció mi sentimiento de separación del mundo visible, del que he hablado anteriormente» (Apo 8).

No debemos olvidar que Newman era miembro de una Iglesia que permitía un clero casado.

En aquel mismo año, 1816, Newman entró en la  Universidad  de Oxford, y en 1817 se hizo estudiante de 'Trinity College'. Fue un universitario serio y tenaz, demasiado reservado para algunos de sus compañeros. Bajo la dirección de su tutor, el Dr. Short, se preparó para el primer examen: Bachiller en Artes. Apuntaba a la mayor calificación, «cum alta distinctione», la nota de excelencia reservada para los mejores estudiantes.

Durante estos primeros  años  en  Oxford,  Newman  estaba  inspirado por una fuerte rigidez moral,  que era consecuencia  del factor  calvinista  en  su conversión de 1816. Escribió a su hermano mientras estudiaba para el examen de Bachiller:

«La quietud e inmovilidad de todo alrededor mío, tienden a calmar y a adormecer las emociones, que la cercanía de estos importantes exámenes y un coraz6n demasiado ansioso de fama y temeroso de un fracaso, están continuamente tratando de excitar... Mi diaria,  y espero que sincera, oraci6n es que no obtenga  ninguna  distinción  en ellos,  o  se convertirán para mí en causa segura de pecado» (Mvz. I 43).

En 1820, estos exámenes terminaron mal. Newman se recobró rápidamente de su disgusto, y se aplicó a sus estudios personales: Su padre le preguntó pronto acerca de sus planes. Por lo que,  en  enero de 1822,  escri­bió en su diario:

«Mi padre dijo esta  mañana  que  debo  decidirme  sobre  lo  que  he de ser... Así que escogí, y me determiné por  la  Iglesia.  Gracias  a  Dios, esto es por lo que he estado rezando» (A. W. 180).

Por lo tanto, Newman decidió hacerse un  fellow de  uno de los  grandes Colleges de Oxford, es decir, un hombre de Iglesia y un hombre de estudios. Un año después  de  su fracaso  en  el examen  para  el  Bachillerato en Artes, intentó lo que parecía imposible: aspirar a la  más  envidiada  y menos accesible fellowship, la de Oriel College. Por estos tiempos, los fellows de Oriel College se distinguían tanto por el prestigio  de  su  talento como por su independencia de espíritu. El 12 de abril de 1822 ocurrió el milagro. Newman, todavía muy joven, con escasos 21, produjo  una  excelente impresión entre los profesores del tribunal. Escribió en su diario:

«Esta mañana fui elegido fellow de Oriel». Desde este momento su futuro estaba asegurado, y ocupaba ya un lugar en la élite intelectual de Oxford, aunque todavía se conservaba tímido y, en apariencia, inseguro».

El 13 de junio de 1824, Newman fue ordenado diácono de la Iglesia Anglicana. Fue un día muy importante para  él,  aún  más  que  su  ordenación como sacerdote Anglicano al año siguiente. Apuntó en su diario que desde ese momento pertenecía al Señor,  y  que  por  el  resto de su  vida sería responsable de las almas que el Señor le confiar.  Obtuvo  inmediatamente un puesto de coadjutor en la parroquia  de  San  Clemente,  la  más pobre de Oxford. Visitó a todo su rebaño, y frecuentaba especialmente  las casas de los enfermos. Este contacto cercano con sus feligreses  tuvo  un  efecto saludable: Newman cortó sus últimos lazos con el evangelismo­calvinista de su conversión a los quince años.

La luz que recibiera en 1816 fue  purificada.  Pero  durante  algún  tiempo corrió el riesgo de ser oscurecida. El joven fellow de Oriel se dejó conquistar  por  el  espíritu  del  colegio,  una  especie  de  humanismo   sereno que con frecuencia terminaba en diletantismo  intelectual,  que  buscaba más la originalidad  de  las  ideas  que  su  verdad.  Newman  se  halló ante  esta  tentación   del  espíritu,  este  liberalismo   que  implicaba   la emancipación   del   pensamiento   y   el   rechazo   de   toda   autoridad   fuera de  la, razón.

Su contacto con el espíritu liberal en Oriel no fue completamente negativo para Newman. Era lo suficientemente inteligente  para reconocer la sabiduría de quienes no sostenían ideas calvinistas. Gracias a la influencia de éstos, le fue posible descubrir en estos años el valor del Bautismo, sobre y muy por encima de la noción calvinista de conversión y predestinación. Whately tuvo desde el primer instante un  presentimiento del valor y mérito que Newman escondía bajo su modesta apariencia,  y le ayudó a salir de sí mismo y a ocupar  su  propio lugar  entre  los intelectuales de Oxford. Hawkins, otro miembro de Oriel, desplegó  una severa crítica del estilo de Newman, que era todavía demasiado retórico. En gran medida, debemos a esta influencia la clara simplicidad  y la precisión  que llevó a Newman a ser un clásico del lenguaje inglés.

Podemos decir que sus primeros años en Oriel fueron años de búsqueda. Fue influido por las ideas racionalistas y liberales de la mayoría de los que vivían con él. A pesar de esto, conservó una clara rectitud de conciencia y un vivo deseo de progreso moral. Escribía a un amigo: «Algo resistía dentro de mí». De esta forma, indicaba que aquél no era su propio camino. Pero tuvo que esperar algunos años antes de redescubrir  al Dios  de su primera conversión. En la  Apología, Newman  nos dejó constancia de este cambio:

«Me dejé arrastrar por el liberalismo del día. A fines de 1 27 desperté bruscamente de mi sueño  por dos terribles  golpes: la enfermedad y el dolor» (Apo. 14).

Su enfermedad fue el resultado de un extremo agotamiento mental. Newman había pasado a ser tutor en Oriel, y  tenía  responsabilidades  directas sobre los estudiantes. El remedio para esta enfermedad fue sencillo: largas caminatas al aire libre, hechas en soledad la mayoría  de las  veces.  Estas caminatas le dieron el tiempo y la oportunidad de  reflexionar  y  de rezar.

El segundo golpe fue  la  muerte  de  Mary,  su  hermana  menor.  Entre el primogénito y su hermana favorita había existido una relación muy estrecha, tejida en sus conciencias, y casi desconocida para la familia. Esta muerte repentina, y la forma  en  que  ella  la  aceptó,  mostraron  a  Newman en toda su terrible grandeza la presencia y acción del Dios vivo. Este Dios podía cambiar radicalmente una existencia, como la de Mary, que ya le pertenecía a Él. Newman sintió aún más  que  la  presencia  de  Dios  en  su vida era tan real como en el día de su conversión.

Por su muerte repentina, Mary rindió un gran servicio  a su hermano. El espíritu de éste, que como hemos visto estaba más cerca de Platón que de Aristóteles, debido  a su fina sensibilidad  por  el  mundo  invisible, y el ambiente y mentalidad de «Oriel College», le empujaban peligrosamente hacia la creación de un mundo abstracto al que su pensamiento habría rodeado de objetos puramente formales. Sin embargo, desde este momento, Newman se volvió un convencido realista que contemplaba un universo de personas, y  a éstas dentro de  un  mundo de fe sumergido  en  la gloria soberana del Dios vivo.

Uno puede sorprenderse ante el efecto causado por  un  suceso  familiar. Pero Newman  se  había  preparado  inconscientemente  durante  uno  o dos años. Había abandonado la parroquia de San  Clemente  para  hacerse cargo de «St. Alban's Hall», uno de los centros  de Oxford,  como  vicerrector. Al cabo de un año regresó a  Oriel  College,  donde  pasó  a  ser  un  tutor, y vicario de la parroquia de Santa María, la iglesia  universitaria  de Oxford. El párroco de  esta  iglesia  había  sido  siempre  un  residente  de Oriel, College consagrado a la Santísima Virgen mucho  antes  de la  Reforma en el siglo XVI. Aunque vivía  poca  gente  dentro  de los límites de San­ta María, la parroquia estaba bastante extendida, pues incluía la villa de Littlemore en las afueras de Oxford. Newman tomó muy seriamente  sus nuevas responsabilidades. El deseo  de  entregarse  plenamente  a  su  misión en la Iglesia tomó una forma personalísima. Admitió en él una vocación intelectual. A un amigo escribía:

«No te diré sino que desde hace algunos años ha venido creciendo dentro de mí un convencimiento {más o menos desde que fui elegido a este puesto) que muchos hombres no permanecieron en Oxford como debieran, y, al mismo tiempo, que era mi deber no tener  ningún  plan más allá de residir en un College. Atravesando  cien  millas de campiña en el camino de ida y vuelta a Brighton, puedes estar seguro que la fas­ cinación por la vida del campo me llama cada vez. Sería realmente una tentación muy fuerte que me fuera ofrecida una parroquia en el campo, cuando ahora hasta ser coadjutor presenta un  encanto  inexpresable... Una cosa que he deseado seriamente desde hace años y que espero sin­ ceramente es no ser rico, y añadiré: (aunque aquí estoy más convencido unas veces que otras) no ascender dentro de la Iglesia. Los hombres más útiles no son los que han sido más exaltados» (Moz. I 230.231).

Poco después de la muerte de Mary, Newman tomó una decisión importante: decidió leer en orden cronológico todos los Padres Griegos y Latinos. La patrología no era una «terra incognita» para él. Tras su con­ versión de 1816, Newman había leído algunos extractos de estas obras y  los retenía como un tesoro precioso. Lo recordó en una conferencia en Birmingham en 1850:

«Desde que era niño, mis pensamientos se volvieron hacia la Iglesia primitiva, y especialmente hacia los primeros Padres a través de la lectura de la 'Historia de la Iglesia' del calvinista John Milner. No he perdido, ni padecido nunca mengua en la profunda y agradable impresión que dejaron en mi mente sus descripciones de san Ambrosio y san Agustín.  Puedo  decir  que  desde  entonces  la  visión  de  los, Padres fue siempre en mi imaginación un bello paraíso, a cuya contemplación dirigía mis pensamientos de tiempo en tiempo, siempre que estaba libre de los compromisos propios de aquel momento de mi vida» (Diff. 370-371).

El primer fruto de sus lecturas sobre patrística fue el  resurgimiento en él del significado de la fe. Desde los quince años,  había sabido que la  fe era una sumisión y una adherencia a un orden de verdades que sobre­ p' asaban  el  entendimiento  humano.  Ahora  entendió  que  este  proceso  de­ mandaba primero la fidelidad del corazón antes de involucrar  el arbitraje de la mente. En 1845 escribió estas líneas, que clarifican su experiencia de muchos años:

« … que la búsqueda de la verdad no es la mera satisfacción de la curiosidad; que su obtención no tiene nada del regocijo de un descubrimiento, que la mente está bajo la verdad y no sobre ella, y  que  está  obligada no a erguirse sobre ella, sino a venerarla;... éste es el principio dogmático que tiene fuerza» (Dev. 357).

La fe es un don y una llamada. Al responder a la voz de Dios,  el  hombre no entrega su asentimiento,  lo  da  antes  de  elaborar  razonamientos. Estas reflexiones sobre el asentimiento de la fe y la relación entre fe y razón fueron de extrema importancia para Newman. Esta reflexión lo acompañó durante toda su vida. El tema de sus quince sermones universitarios no es otro que la relación  entre  fe  y  razón.  Antes  de  publicar  en 1870 su obra maestra en filosofía, «La Gramática del Asentimiento» consideraría incompleta la misión de su vida.

Lo que atrajo aún más a Newman a la Iglesia de los Padres fue el testimonio  vivo  de  una  conciencia  religiosa  con  pleno  dominio  de  su  fe y de sus privilegios divinos. En los Padres descubrió las  actitudes  necesarias: adherencia absoluta  a  la  Palabra  divina,  sumisión  y  dependencia  de  la mente, respeto profundo por el misterio Cristiano, y un  espíritu  de  silencio y de fervor en la oración.

Newman se dispuso a practicarlo. Lo encontramos reflejado en sus sermones. No era el único en Oriel que aspiraba a este elevado ideal. Encontró nuevos amigos: Hurrel Froude, John Keble, Pusey, y pronto los hermanos de Wilber Force. Todos ellos eran miembros de la High Church,  un grupo dentro de la Iglesia anglicana más centrado en el dogma que la  Iglesia anglicana  que  Newman  había  conocido  desde  niño.  Intentó  llevar  a cabo junto con  ellos  la  vocación  que  tenían  en  común: ser  hombres  de la Iglesia, como ministros de la Iglesia anglicana e intelectuales al servicio. Gracias a los Padres, Newman había comprendido la importancia de la influencia personal. Le escribió a un amigo:

«Los hombres viven después de su muerte. Viven no solamente en sus escritos o en las crónicas de sus historias, sino aún más en aquella ágrafos comúnmente expuesta en una escuela de discípulos que trazan su parentesco moral hasta ellos. Ya que la verdad moral no es descubierta a través de la razón, sino por la práctica de hábitos; entonces ésta no es obtenida en los libros, sino en la instrucción oral» (Moz. I 231).

Newman y sus amigos, que eran tutores de Oriel, hicieron de este ideal el modelo de su relación con los estudiantes. Sabían que eran responsables de la formación intelectual de estos jóvenes -e hicieron todo lo posible para que su College mantuviera la distinguida reputación por sus altos niveles intelectuales- pero dieron aún más importancia a la formación moral y religiosa. Para lograr mejor su propósito, introdujeron una reforma en el sistema de tutores del colegio. Sin embargo, el probo Hawkins, una de las grandes lumbreras liberales de Oriel, no respetó ni sus principios ni su propósito, y después de largas explicaciones por ambas partes -explicaciones inútiles al final- Hawkins dejó de encomendarles estudiantes. Así que, en 1831, Newman terminó su período como tutor y empleó el tiempo libre en pulir su primer libro, «Los Arrianos del Siglo Cuarto» y en preparar mejor sus sermones. Estos siempre atraían muchedumbres  cada  vez  mayores  a Santa  María,  compuestas  no sólo  por feligreses, sino también por estudiantes de todos los Colleges de Oxford.

En el verano de 1832  le fue  aconsejado  a  Hurrel  Froude  un cambio de clima debido  a  su  mala  salud.  Éste  invitó  a  Newman  a  un  viaje  por  el Mediterráneo, junto con su padre, el arcipreste Froude. Aun cuando Newman se sentÍa libre de sus responsabilidades en Oriel, dudó en un principio, pero finalmente aceptó la invitación. Aunque  siempre  consideró este viaje como «una pérdida de tiempo, cuando la vida es tan corta» -éstas  son  sus  propias  palabras-  al  final  de  la  gira   decidió  no   regresar  a Inglaterra junto con los  Froude,  sino  que  se  fue  solo  a Sicilia.  Después de unos días cayó gravemente enfermo con fiebre. Ninguno,  excepto  el mismo Newman, pensó  que  se  recuperaría.  Esta  enfermedad  fue  para  él  un castigo por haber escogido una satisfacción  puramente  egoísta.  Dieciocho meses después de esta experiencia, habló de ella en  un  pasaje  re­velador:

«Al siguiente día, mis sentimientos de reproche aumentaron. Parecía descubrir cada vez más mi completa vaciedad. Empecé a pensar en todos los principios que profesaba, y sentí que eran meras deducciones intelectuales de una o dos verdades evidentes... así es como me miro a mí mismo, casi como un vitral que transmite calor, siendo frío él mismo. Tengo una vívida percepci6n de las consecuencias de ciertos principios evidentes, una capacidad intelectual considerable para deducirlas, el refinamiento para admirarlas, y aun el poder retórico o histriónico para representarlas. Sin tener un gran amor (es decir,  un  amor nada  vivo)  por este mundo, ya sean riquezas, honores o cualquier otra cosa,  pero con una cierta firmeza  y dignidad  natural  de carácter,  tomo sobre  mí la profesi6n de esas consecuencias como si cantara una melodía que me gustase -amar la Verdad pero sin poseerla- porque creo  estar  en  el fondo casi completamente vacío, esto es, con poco amor y escasa renuncia a mí mismo. Creo tener alguna fe, eso es todo. En cuanto a mis pecados, me exigen no poca fe para ser cubiertos y ganar su remisi6n» (A. W. 125).

Este es un rudo análisis de sí mismo. Sin embargo, y a pesar de su sentido de culpabilidad, Newman permaneció consciente de no haber pecado contra la Luz, y del hecho de que a través de esta experiencia, Dios quería llevarlo más allá, mostrándole una luz que aún no había  visto, y  que demandaba mayor entrega. Leamos otros pasajes de sus memorias:

«De lo que quise primero  hablar fue  de la Providencia  y del extraño significado de ésta. Casi  pensaba  que  el  demonio  vio  que  yo  iba  a ser un instrumento útil, y trataba de destruirme. La fiebre era extremadamente peligrosa. Durante una semana mis enfermeros me dieron por muerto. Muchas personas morían de esto en  todas  partes,  aún  así  siempre tuve una firme sensación de que me recobraría. Le dije esto a mi sirviente, y como razón le di... que  pensaba  que  Dios  tenía  un  trabajo para mí: creo que estas fueron  mis  palabras  exactas.  Y  cuando,  después de la fiebre, iba de camino  a  Palermo  tan  débil  que  no  podía  caminar por mí  mismo,  me  senté  en  la  cama...  y  sólo  era  capaz  de  decir  que no podía sino pensar que Dios me  reservaba  algo  que  debía  hacer  en  casa. Esto se lo repetía mi sirviente...» (A.W. 122).

«Sentía que Dios estaba peleando contra mí -y por fin supe por qué- era debido a mi voluntad antojadiza. Me di cuenta que había sido muy voluntarioso... A pesar de eso sentí y continué diciéndome 'no he pecado contra la Luz'. Y en una ocasión  tuve el sentimiento  consolador y convincente del amor de elección de Dios. Me pareció sentir que yo  era Suyo.» (A. W. 124-125)

Durante estas semanas en Sicilia, el  espíritu  de  Newman  fue  curado de ilusiones, lo que dio  paso  al  deseo  de  un  abandono  más  completo  en las manos de Nuestro Señor. Cuando regresó a Inglaterra  en  julio de 1833, sabía que tenía una misión que cumplir en su Iglesia, y estaba  completamente listo para emprenderla. Era un momento crítico para la Iglesia de Inglaterra, amenazada desde su  interior.  Newman  era  consciente  de  esto.  La señal para entrar en acción no tardó mucho en llegar.  Algunos  días  después de su llegada, asistió a un sermón predicado por Keble sobre la Apostasía nacional dentro de la Iglesia anglicana. Aunque algunos de sus amigos consideraron la posibilidad de formar una  gran  comisión  nacional para remediar esta situación, Newman y  Froude  eran  de  la  opinión  que, para llevar a cabo tal  ofensiva,  un  ejército  regular  sería  menos  efectivo  que un grupo móvil y agresivo de combatientes libres. Esta resolución dio origen al Movimiento de Oxford. Los principios fundamentales fueron expuestos en numerosos tracts (folletos con artículos cortos). El  primero  de ellos, en septiembre de 1833, fue de Newman. Iba dirigido  al clero  anglicano, y trataba de hacerles conscientes de la gran misión que se les había confiado en su ordenación presbiteral. Aun cuando el clero anglicano era en su mayor parte inactivo, lánguido y sumergido en una vida sin preocupaciones, los tracts hallaron pronto una gran acogida.

A través de ellos, Newman y sus amigos deseaban iniciar un retorno a las fuentes dogmáticas de la fe, y también una reforma litúrgica y sacramental. Pero esta reforma no se detuvo aquí. El fundamento del pensamiento de Newman era el afán religioso de salvación, la noción  bíblica  del hombre pecador deseando el paraíso perdido, la ansiedad de una  reconciliación y de una libertad espiritual, que no podrían alcanzarse sin la gracia de Jesucristo. Predicaba una ascética exigente destinada a llevar a las almas a la conversión y al progreso espiritual. En cierto sentido, los tracts dan el tono, mientras que los sermones de Newman en Santa María tienden a definir las condiciones de esta reforma espiritual. Ésta no ocurrió dentro de un grupo de unos pocos iniciados, corno fue el caso de otros movimientos de renovación existentes. Por el contrario, esta conversión ocurrió dentro del seno de la Iglesia institucional y de la comunidad cristiana. Esta última les ofreció sus ritos y sacramentos  de acuerdo  con  el uso establecido heredado de la Cristiandad Apostólica. Se dirigía  a abrir los corazones  de las personas a la llamada del Evangelio, y a disponerlos  a entrar por la puerta estrecha de la renuncia y la sumisión a Dios.

Este intento de reforma espiritual, ascética, dogmática, litúrgica y sacramental encontró un gran eco y dio frutos durante muchos  años,  más allá del propio Movimiento de Oxford, que todavía afectan a la Iglesia anglicana de nuestro tiempo.

Paralelamente a los tracts y a la predicación, se llevó a cabo un esfuerzo dentro del movimiento en el  campo  literario.  Se  intentaba  difundir las obras maestras de espiritualidad anglicana, y aun católica, de los siglos pasados, así corno las obras de los Padres.

Tras extenderse rápidamente por uno o dos años, el Movimiento de Oxford profundizó en su reflexión teológica. Newman publicó dos obras doctrinales: «El Oficio Profético de la Iglesia» y las «Conferencias sobre la Justificación». Quería asegurar a la Iglesia de Inglaterra  una  situación  propia, la de la « Vía Media», Puesto que  atribuía  sucesión  Apostólica  a  la Iglesia anglicana, ésta vino a ser distinguida tanto del Protestantismo derivado de la Reforma, corno de las supuestas corrupciones que habrían falsificado al Catolicismo Romano. No consideraba esta Vía Media como un compromiso oportunista. Por el contrario, Newman  parece  haber  visto  en ella la verdadera esencia del catolicismo según fuera definido por  la tradición de los Padres y por los teólogos  anglo-católicos del siglo  XVII en los  que se apoyaba. Era, pues, sincero en su defensa de la Iglesia anglicana.

Quería salvarla demostrando que la Vía Media era la fuente fecunda a la que la Iglesia establecida había  de volver  para dar expresi6n  de fidelidad a sus principios constitutivos, tanto en obras como en su vida.

En 1839, el Movimiento de Oxford alcanzó su cumbre. Fue para Newman el año de sus  primeras  dudas.  Wiseman,  un  sacerdote  Católico que había conocido en Roma en 1833, publicó un artículo  en el  que  indicaba una analogía entre  la  posici6n  anglicana  con  respecto  a  Roma  y  la  de los Donatistas  con  la  Iglesia  del siglo  V. El  artículo  afectó escasamente a Newman; pero hizo uso de él para profundizar en  sus  lecturas  de  los  Padres del siglo V  con  relación  a  la  herejía  monofisita.  De  repente,  tuvo la impresión de que, en sus líneas generales, existía una coincidencia  entre esta herejía del principio del siglo V y el conflicto entre Roma y la Iglesia anglicana de los siglos XVI y XIX. Escribe en la Apología:

«Mi fuerte era la antigüedad, y ahora, a mediados del siglo V, me parecía ver reflejada la cristiandad  de los siglos  XVI  y  XIX. Vi  mi  cara en ese espejo: ¡yo era un monofisita!» (Apo. 114).

Newman quiso decir con esto que,  por  un  instante,  notó  una similitud entre las posiciones de los diferentes grupos. Como grupo  de  monofisitas moderados, los eutiquianos declaraban no pertenecer ni  a los  monofisitas radicales, ni a  la  Iglesia  de  Roma.  Así  es  como  veía  la posici6n  de la Iglesia anglicana  entre  el  protestantismo  y  la  Iglesia  Romana.  Entendía a donde le estaban conduciendo las consecuencias de estas lecturas:

«Era difícil averiguar cómo los eutiquianos y monofisitas eran herejes, si no lo eran también los protestantes y anglicanos; difícil hallar argumentos contra los Padres de Tremo que no fueran también  contra  los Padres de Calcedonia; difícil condenar a los papas del siglo XVI sin condenar a los del siglo quinto» (Apo. 115).

Pero Newman no estaba completamente convencido, y durante varios años no llegaría a estas conclusiones. El artículo de Wiseman contenía una  cita  de San  Agustín  que  le llamó  la  atención: «Securus  iudicat orbis terrarum» (el mundo entero juzga de forma segura). Esto planteaba el argumento  de  la  catolicidad  en  favor  de  la  Iglesia  de  Roma.  En  el  siglo quinto, como en el XVI durante la reforma anglicana, la Iglesia entera estaba innegablemente del lado de Roma. En el verano de 1839, Newman pensó  por  primera  vez:  «Tal  vez  Roma  está  en  el  lado  de  la  verdad, y   nosotros  en  el  error».  Esta  idea,  sin  embargo,  desapareció rápidamente, y continuó defendiendo a la Iglesia anglicana.  Pretendía  atribuirle  las cuatro señales de la auténtica Iglesia de Cristo: unidad,  catolicidad,  apostolicidad y santidad.

Dos años después, al principio de 1841, publicó el famoso tract  90,  el último de la serie. En éste desarrollaba la idea de que los Treinta y nueve Artículos, que forman la carta de constitución de la Iglesia anglicana, coincidían esencialmente con los dogmas del Concilio de Trento, luego de purificarlos de las interpretaciones de Roma que deformaban su significado. Newman había encontrado un argumento esencial a favor de su tesis. No menciona el hecho histórico de que los Treinta y nueve Artículos fueron redactados mucho antes de la promulgación de los decretos del Concilio de Trento, por lo que no pueden ser entendidos como  una condenación de este último. Pero aquí Newman entró en colisión con el prejuicio anglicano, demasiado envuelto en protestantismo e incapaz de aceptar tal posición católica. La reacción fue inmediata y violenta. En menos de 24 horas el tract 90 fue censurado por las autoridades de la universidad de Oxford. Unas cuantas horas después, Newman redactaba un documento aclarando su postura. En el curso del año, los obispos anglicanos, uno tras otro, censuraron también el artículo.  Los tracts fueron  suspendidos  ante  la petición expresa del obispo de Oxford. Newman estaba bajo sospecha. Los horarios de la cena fueron modificados en los Colleges de Oxford para que los estudiantes no pudieran ir a Santa María cuando Newman predicaba.  Pusey  fue  condenado  por  defender  la  presencia  real  en  la  Eucaristía.

Debido a estos acontecimientos, Newman llegó a darse cuenta  de  que la Iglesia anglicana no era parte de la única Iglesia Católica. Durante ese año de 1841, un obispo anglicano  fue  nombrado  para Jerusalén.  Iba  a ser en esta sede no sólo obispo para los anglicanos,  sino también  para  los luteranos (el nombramiento era ante todo un gesto político), y para todos los protestantes y disidentes cristianos que residieran en la Ciudad Santa.  Para  Newman,  esto  significó  la  negación oficial  de  la  apostolicidad por parte de la Iglesia anglicana.

Newman retomó ahora los estudios sobre el arrianismo y se encontró con las mismas analogías que había afrontado en 1839. Las posiciones arrianas y semi-arrianas de los siglos IV y V correspondían a las de los protestantes y anglicanos del siglo XIX, mientras que la Iglesia de Roma mantenía la misma posición. La Vía  Media  estaba  destruida: sólo  existía en el papel.

Con respecto a su  pertenencia  a la Iglesia  anglicana,  Newman  entró  en una lucha larga y dolorosa. Se retiró de la vida de la Universidad para vivir en la soledad de  Littlemore.  Deseaba  retirarse  también  de  Santa María y  dejar  su  parroquia  a  otro  vicario;  pero  Keble,  cuyo  consejo pidió,  lo  desaconsejó  expresamente.   Newman   no  renunció,   pero  en  este  momento  aspiraba   sólo  a   una   vida   de  oración   y   estudio.   Escribió a su obispo:

«Con el mismo fin de mejoramiento personal, consideré más seria mente un proyecto acariciado desde mucho  tiempo  atrás.  Durante  muchos años, por los menos trece, he deseado entregarme  a  una  vida  de mayor regularidad religiosa que la hasta entonces llevada; pero es verdaderamente desagradable confesar semejante deseo aun  a  mi obispo,  porque parece arrogante y me compromete  en  un  papel que  acaso se  reduzca a nada... La resolución  de  la  que  hablo  ha  sido  tomada  únicamente con relación a mí mismo. .. Y siendo una resolución de años,  a  la  que siento que Dios me ha llamado, y no violando ley alguna de la Iglesia... tendría que responder,  de  no  seguirla,  como  puerta  que  me  ha  abierto  la Providencia» (Apo. 174, 175).

A pesar de esta resolución, Newman no permaneció solo en  Littlemore.  Muchos  hombres  jóvenes  fueron  a  vivir  con  él.  Algunos  de  ellos le habían precedido en su movimiento hacia Roma, y se sentían desorientados antes de  hacer  su  decisión  final.  Otros  le  habían  seguido  de  cerca en el Movimiento de Oxford, y se sentían perdidos en medio de todas las insinuaciones contra lo que era fundamental para ellos.

Newman no los empujó de ningún modo  hacia Roma.  Al contra­rio, les advirtió que no actuaran precipitadamente, ayudándolos y en ocasiones forzándolos a ver las cosas con calma y en  la  presencia  de Dios. Procuraba evitar cualquier cosa que pudiera dar la impresión de ser una reacción ocasionada por una sensibilidad herida o por una atracción imprudente.

Para algunos de estos jóvenes, Littlemore fue una residencia temporal. Vivían con Newman y seguían un horario muy estricto. La casa, que aún está en pie, y las comidas eran austeras. Pasaban largas horas en oración, algunas veces en silencio y otras en común. Gran parte del día era pasado en silencio. Los períodos de recreo eran muy alegres, y Newman  no hacía referencia entonces a problemas o preocupaciones. Él mismo invertía mucho de su tiempo ayudando a sus jóvenes compañeros en sus dificultades, contestando la numerosa correspondencia. Si le quedaba tiempo lo dedicaba al estudio. La vida en Littlemore no era tan  tranquila  como uno podría pensar a partir de esta descripción. Newman sufrió de la persecución de los curiosos y de quienes le acusaban de ser papista. Fue  un tiempo muy doloroso. Dice en la Apología:

«¿Qué hace ese hombre  en  Littlemore?  ¿Qué  hacía  allí?  ¿No  me he apartado de vosotros? ¿No he abandonado mi puesto y mi cargo? ¿Soy, acaso, el único de los ingleses que  no tenga el privilegio  de ir  donde me dé la  gana,  sin  que  se  me  interrogue?...  ¡Cobardes!  Si  yo  diera un solo paso adelante, correríais desbandados. No os temo... Lo que me abruma es que los obispos siguen atacándome, aunque me he rendido completamente. Es este secreto temor de mi corazón el que me dice  que ellos obran bien, porque no tengo  parte  con  ellos.  No  puedo  entrar  o salir de mi casa sin que ojos curiosos se claven en  mí. ¿Por  qué  no que­réis dejarme morir en paz?» (Apo. 172).

Durante los primeros dos años en Littlemore, Newman intentó probar que la Iglesia anglicana no carecía de la señal de santidad. Publicó una serie de «Vidas de los Santos Ingleses». Pero el público no tuvo interés en ellas.

En  1843,  decidió  dedicarse  a  otras  iniciativas.  En  febrero   consideró que era su deber retractarse públicamente de cualquier  cosa  que  hubiera dicho contra las enseñanzas y ritos de Roma.

La inesperada conversión de un  joven  al que  Newman  había  tratado de retener en el anglicanismo, le empujó  a  renunciar  a  toda  responsabilidad oficial dentro de la Iglesia  anglicana.  El 18 de septiembre  fue  relevado de sus responsabilidades en Santa María, y el  26 dio en  Littlemore  su  último sermón titulado «La Separación  de  Amigos».  Newman  reconocía  todo el bien que perdería al abandonar el anglicanismo. Reflexionó así sobre la Iglesia anglicana:

« ¡Oh, Madre mía!, ¿cómo te sucede esto: llueven sobre ti cosas buenas y no las puedes conservar, crías hijos y no te atreves a hacerlos tuyos? ¿Por qué no tienes la habilidad de usar sus servicios, ni el corazón para regocijarte con su amor? ¿Cómo es posible que cualquiera que sea generoso en su propósito, cariñoso o  profundo en su  devoción,  flor y promesa  tuya, salga  de tu  seno  y  no encuentre  lugar en  tus brazos? ¿Quién  ha  puesto  esta  injuria  sobre  ti...  ser  extraña  a  tu  propia  carne, y tus ojos crueles; para con tus pequeñuelos?  Tu  propia  prole, el fruto  de tu vientre, que te ama y que se sacrificaría por  ti,  tú  lo ves  con  temor, como si fuera un monstruo, o bien  lo rechazas  como a  una  ofensa. A lo más, los toleras como si no tuvieran más derecho que a tu paciencia, compostura  y  vigilancia,  para  deshacerte  de ellos  tan  fácilmente como puedas. Tú los haces 'permanecer quietos todo el día' como la única condición para soportarlos, o los despides a otro lugar donde sean mejor recibidos, o los vendes por nada al primer extraño que pase.

Y, ¡Oh, mi rebaño! ¡Oh, corazones dulces y afectuosos! ¡Oh, queridos amigos!, si llegáis a conocer a alguien cuya tarea haya sido, por escrito o por palabra, ayudaros de algún modo a  actuar  así, si  alguna vez os dijo lo que sabíais de vosotros  mismos,  o  lo que  no conocíais, os ha revelado vuestros deseos y sentimientos, y consolado por el mero hecho de revelároslos, si os ha hecho sentir que existía una vida superior a ésta, y un mundo más brillante qué éste que veis, si os ha dado valor, si lo que dijo o hizo os ha llevado a interesaros por  él, y os sentís inclinados hacia él, recordadle en los tiempos que vienen, aunque ya no le oigáis, y rezad por él para que en todas las cosas conozca la voluntad de Dios y esté listo en todo tiempo a cumplirla (S. D. 407-408. 409).

Newman  vivía ahora en la Iglesia anglicana  como un  laico.  Esperaría aún otros dos años antes de abandonarla. ¿Por qué esta espera? En sus escritos de este período  encontramos  suficientes  observaciones  sobre el estado cismático del anglicanismo. Pero, ¿estaba Newman convencido que la Iglesia Romana  era  la  única Iglesia?  El 4 de  mayo de 1843 escribe  a Keble:

«Estoy mucho más cierto de  que  Inglaterra  está  en  el  cisma  que las adiciones de Roma  al  credo  primitivo  no  sean  desarrollos,  surgidos de una penetración viva y necesaria del depósito  divino  de la fe» (Apo. 208).

En octubre del mismo año, escribi6 a Manning:

«... pienso que la Iglesia de Roma es la Iglesia Católica, y la nuestra no forma parte de la Iglesia Católica porque no está en comunión con Roma» (Apo. 221).

¿Había  cambiado,  tal  vez, de opinión?  Entonces,  ¿por qué el  retraso? Newman no cambió de opinión. En realidad estas dos cartas son muy diferentes.  Newman  trató de ser lo más claro posible con Keble  y  le indicó que su problema se hallaba en torno  a la  apostolicidad  de la Iglesia  Romana. En cambio, la carta a Manning fue una respuesta categórica en la que Newman  afirmaba  que  la Iglesia  Católica  era la  Romana  y  no la anglicana.  Ahora  bien,  catolicidad  y  apostolicidad   no  son  la  misma  cosa, aun cuando Newman reconociera que tenía que  encontrar  ambas  en  la  verdadera  Iglesia.  Muy  pronto,  tuvo  la  impresión  de  que  encontraría seguridad y paz en la Iglesia de Roma; pero sabía que no podría ceder a esta impresión antes de que su intelecto le dijese  que  no había  otro camino,  antes  de estar seguro que en su búsqueda  no  había  pecado  contra  la luz. Sólo el tiempo le pudo dar esta certeza. Consiguientemente, permaneció consciente de su deber hacia Dios, por los grandes dones intelectuales que había recibido a través de los que podía influir a otras personas y conducirlas a donde él mismo fuera. Escribió sobre estas cuestiones a su hermana Jemina:

«Aún pienso que, con el paso del tiempo y cuando las personas tengan la oportunidad de conocerme mejor, verán  que estos prejuicios no se sostienen. Entonces llegarán a ver que mi motivo es simplemente que yo creo verdadera a la Iglesia de Roma, y que he llegado a esta convicción sin ninguna culpa de mi parte» (Moz. II 450).

A principios del verano de 1845 terminó el considerable trabajo de traducir, con anotaciones, artículos selectos de San Atanasia.  Inmediatamente, empezó a poner por escrito sus reflexiones sobre el problema del desarrollo doctrinal.  Estos  pensamientos  le  ocuparían  por  casi  dos  años. La cuestión  se  reducía  a  probar  históricamente  si  la  Iglesia  Romana  era  o no apostólica. Newman especificó las características del verdadero desarrollo doctrinal  que  conservarían  la  unidad  sustancial  de  la  verdad  viva. Al definir estas  características, observó  que sólo  podían  ser encontradas  en el desarrollo de la Iglesia Católica Romana.

No llegó a terminar el libro. Los datos objetivos  tenían  tal fuerza que no pudo esperar por más tiempo. El 8 de octubre de 1845 Newman escribía a un amigo:

«El Padre Dominic, el Pasionista... duerme aquí esta noche, huésped de mi amigo Dalgairns, a quien recibió hace diez días. No conoce  mi intención, pero le pediré que haga la misma obra de caridad conmigo. No enviaré esta carta hasta que todo haya terminado» (L. D. XI 7).

Aquella misma noche Newman empezó su confesión, y a la mañana siguiente fue recibido en la Iglesia Católica Romana.

Podemos  terminar  aquí  el  relato  de  esta  búsqueda  de  la  luz.  Puede  ser  resumida  en  las  dos  conversiones   de   Newman:   la   primera   fue su movimiento hacia un Dios personal, la segunda hacia la Iglesia. Obviamente,  ésta  implica  todo  lo  que  pertenece  a  la  vida  de  fe  en  la  Iglesia  de Cristo.

Dejamos a Newman a la edad de 44 años. Tenía 89 cuando murió. Podríamos continuar este relato trazando la respuesta a  la  luz  que  percibiera en la primera parte de su vida. Sin embargo, algo nos sorprende inmediatamente. Desde un  punto  de  vista  sobrenatural,  Newman  nunca  se vio defraudado. Pero desde un punto de vista humano  y  terreno,  su  vida como católico encontró dificultades. Como anglicano, Newman había saboreado el éxito. Este consuelo le fue  negado  en  gran  medida  en la segunda parte de su vida. Su sufrimiento le fue  causado  a  veces  por  eclesiásticos. Pero no menguó  nunca su  amor  por  la  Iglesia  de  Cristo,  ni  su  alma de ap6stol, que  siempre  encontr6  la  forma  de  continuar  el  trabajo  que Dios le tenía reservado,  aun  cuando  las circunstancias no fueran  las  ideales y sus talentos no pudieran ser 6ptimamente empleados.

Sabía que Dios podía disponer de  él  como  quisiese,  y  que  Él  tenía sus propios planes y tiempos. Nunca pensó que vería el «tiempo de Dios» durante su propia  vida;  pero  las  sombras  finalmente  desaparecieron  en 1879 cuando el Papa Le6n XIII, que le conocía desde 1840,  decidi6  honrarle  y  destacar  la  obra  que  Newman  había   hecho  a  favor  de  la  Iglesia al elevarlo a la dignidad de Cardenal.

Lutgart Govaert, en https://revistas.unav.edu

Urbano Ferrer

1.        Sentidos de la acción

Desvelar la conexión entre acción, cultura e historia trae consigo desprenderse de algunos modos de entender la acción que encubren dicha conexión. En primer lugar, si tomamos la acción en sentido predicamental, en correlación con un pati, entonces acaba residiendo en el paciente sobre el que recae, quedando reducido el agente a un lugar de paso; así, la acción de abrir una puerta no está lograda hasta que la puerta no queda abierta, o el usus activus tomista de la voluntad no se cumple sin el usus passivus de las potencias movidas por ella. En segundo lugar, tampoco nos referimos a la acción acabada en sí misma (la aristotélica praxis teleia), tal que se agota al cumplirse, trae a presencia y nada más; es el ver como acción perfecta, que tiene lo visto y sigue viendo, puro presente que no marca los límites con las otras acciones. Diríamos en términos fenomenológicos que, al ver, no se ve más más allá del ver. Si en la acción-pasión no llegaba a ponerse de relieve el agente, sumido como estaba en el obrar hacia fuera, en la acción como telos el presente aparece exento, no advirtiéndose desde ella los límites en que se inserta y que la prolongarían en su propia línea.

Pero hay una tercera dimensión de la acción en la que ya se destaca el agente –como trascendente a ella–: es cuando se toma en tanto que incidiendo sobre él, que se retroalimenta con su actuación: la acción me cualifica según ella es. Aquí se sitúa preferentemente la dimensión moral de la acción. Y cabe una cuarta posibilidad en el modo de entender la acción, referida esta vez a sus límites: el agente personal cuenta con unos contornos ontológicos y éticos para sus realizaciones, por cuanto él mismo no puede ni debe ser el objetivo o meta a conseguir con su actuación –ya se trate de la persona propia o ajena–, al consistir en un fin de suyo (Zweck, no Ziel). Es lo que K. Wojtyla llama autoteleología del agente en su obrar, en tanto que se comporta como el confín que acota desde fuera lo que éticamente es realizable como acción [1].

2.        Sentido medial de la acción en la cultura

Vamos a prescindir metodológicamente de los cuatro aspectos anteriores de la acción para atender únicamente al encadenamiento de medios suscitados por ella, entre los cuales la propia acción se comporta como el primer medio: así, la escalera es medio para la acción medial de subir, el guía o volante del coche es medio relativamente al guiarlo o conducirlo, el vestido es medio para la acción-medio de vestirse, la armadura es medio de cara a ir armado… La acción que resulta en estos casos es lo que Polo llama el “hacer factible” [2], vale decir, el hacerse la acción haciendo algo externo a ella. Así pues, hacer factible significa dar lugar a medios relativamente al primer medio que los tiene a disposición y los hace funcionar: tal es la acción medial. Los medios son ciertamente en orden a algún fin, pero pasando por la mediación de la acción que los ordena al fin de ella misma. Y como los medios en singular no están separados, sino que se entrelazan en la acción que los emplea, nos sale al paso la cultura como una dimensión inseparable de la praxis o, en los términos de Polo, como un plexo de medios tal que convoca una conexión de acciones [3].

Partiendo de la acción medial entendida en estos términos cabe situar antropológicamente la cultura en distintos planos: 1º) como el cultivo de la naturaleza externa, de la que el hombre extrae lo que alberga de posibilidades con las cuales convertir el mundo en habitable: así, los cultivos agrícolas son precisos para disponer de los productos de la tierra, los pantanos y presas hidráulicas hacen posibles los regadíos fertilizantes de los secanos, la construcción de calzadas facilita el tránsito por ellas, y así sucesivamente; 2º) como conjunto de símbolos evocadores, sobrepuestos a lo que es meramente natural, pero contando con ello; aquí se sitúan sobre todo las bellas artes, en las que lo humano acusa una presencia particular valiéndose de los sonidos, los bloques de mármol o los pinceles; son modos culturales creativos, con los que se han alcanzado a veces cumbres expresivas; 3º) o bien como un conjunto de usos y costumbres comunes con los que los hombres han consolidado unos patrones vigentes (pattern) en orden a la convivencia; en este tercer sentido se hace patente la convencionalidad en la cultura, puesto que se trata de modelos variables de unos a otros pueblos, no siendo pertinente la pregunta acerca de cuál de ellos es el más conseguido.

Si bien se mira, lo común a estas formas culturales –y lo que a la vez constituye su raíz antropológica–  es su conexión con la acción, a la que prolongan según unos u otros vectores. En el primer caso se trata de alumbrar las oportunidades que la naturaleza encierra para poder actuar sobre ella; en el segundo la acción está en dar forma expresiva a materiales de suyo informes, y en el tercero la acción reside en abrir unos cauces comunicativos inéditos, sean o no lingüísticos. Y en los tres sin que se fije de una vez por todas lo logrado, sino de modo tal que quienes dispongan de esas invenciones puedan proseguirlas de modo nuevo. Lo cual está en correspondencia con el carácter inacabado de suyo de la acción humana, en tanto que se plasma en unos medios siempre elongables. Desde luego el primer medio es la mano, como órgano de la acción, pero el último de la serie no podría fijarse de antemano. Asimismo, por depender de la mano, el conjunto cultural, si bien escindible de la acción en tanto que artificio, como destacara Arnold Gehlen [4], no llega a emanciparse nunca totalmente del hombre.

Pero también se pone de relieve la conexión de la cultura con la acción si se la considera en su relación con la naturaleza, como continuatio naturae, según la fórmula repetida por Polo. Con ella se indica que no hay estratos culturales necesariamente estereotipados y antitéticos de lo natural, como desde Rousseau se ha tendido a presentar, sino que las expresiones culturales tienen su arranque e incoación en la naturaleza. La cultura entendida de este modo hace de puente entre lo meramente natural, de lo cual parte, y lo espiritual, que se apoya en los medios culturales para trascenderlos. “Nos apoyamos en símbolos, que nos envían más allá, porque no son detenciones, sino que abren su propio en, como la palabra en la voz […] Los traspasamos, trascendemos a través de ellos” [5]. La cultura se comporta, en este sentido simbólico, como estabilizadora de la acción, al dotarla de un cauce de despliegue cuya duración excede las vidas humanas. Es claro que esto no significa que con tal cauce se impidan nuevas plasmaciones culturales ni mucho menos que se paralice la acción, sino que ocurre, a la inversa, que los depósitos culturales hacen de trampolín para nuevas transformaciones; así se ve arquetípicamente en el lenguaje convencional, en tanto que nunca es un producto (Erzeugnis) acabado, sino que es más bien producción (Erzeugen) siempre en curso, siguiendo la terminología empleada por W. von Humboldt.

3.        Cultura y técnica

En los dos sentidos examinados nos encontramos con una acepción de cultura próxima a la técnica. Así, del avión de hélice se ha podido pasar al avión motorizado y de éste al helicóptero…, sin que esté diseñada la posibilidad definitiva. En su célebre conferencia sobre la técnica, Heidegger [6] puso de manifiesto cómo, conforme se ha ido desarrollando ésta, se ha hecho más patente que los medios que se emplean no son utensilios aislados, sino que se condicionan entre sí, abriendo a la vez un ámbito de acciones concatenadas, como transformar, almacenar, transportar, distribuir… Heidegger se está refiriendo al fondo estable (Bestand) de requerimientos en cadena al que remite el operar técnico singular: así, el guardabosques que calcula la madera talada es requerido por la industria maderera, que a su vez es puesta en funcionamiento por la necesidad de papel impreso, y éste por el mantenimiento de la opinión pública, la cual resulta, de este modo, condicionante y condicionada por la serie anterior. Por aquí encontramos una primera aproximación de la técnica y la cultura a la historia, de la que se ha dicho que consiste en términos generales en “hacer un poder” [7]. Luego retomaremos el nexo cultura-historia. De momento se trataba de mostrar que sólo en apariencia la cultura rige al hombre, porque en última instancia es éste el que alienta detrás de ella y la continúa en una u otra dirección.

¿En qué se diferencian técnica y cultura, partiendo de la mencionada proseguibilidad histórica que tienen en común? Sin duda ambas intersectan realmente, pero nocionalmente son distintas. La técnica expone formalmente el dominio del hombre sobre la naturaleza, tomando ésta exclusivamente como una acumulación o depósito de energías, trátese de una cuenca carbonífera, una turbina hidráulica o una zona de reservas naturales. En cuanto a la cultura, añade al saber-hacer técnico la configuración de la conducta desde una idea. Es algo subrayado por Polo: “El objeto en la mente pasa a ser objeto en la realidad a través de la configuración de la conducta humana, que se realiza de acuerdo con una idea o conocimiento. El hombre como physis es ser técnico, y tiene una actividad que es hacer: un saber hacer que constituye a los medios” [8]. Hasta aquí lo que se refiere a la técnica. Pero la cultura, añade, se cifra en la “imprescindible configuración del acto humano por el conocimiento” [9]. Por tanto, la cultura se comporta como directriz de la técnica, por cuanto sin ella la técnica se encontraría falta de proyectos por plasmar.

Se diría, pues, que en una obra humana convergen técnica y cultura, según subrayemos lo que en ella hay de transformación de la naturaleza al servicio del hombre o bien lo que tiene de materialización de una forma expresiva en la que el espíritu se reconoce como ideador y receptor de la misma, aunque no necesariamente en el mismo individuo. Ambas se complementan, evitando así, por un lado, posibles abusos de la técnica, como la fijación en lo cuantitativo o la anonimización de los resultados, y, por el otro lado, aportando la técnica a la cultura la disposición espacial ordenada de los medios en la que cobra realidad lo ideado por el hombre. Lo cual nos da pie a pasar a examinar a continuación las componentes espacial y temporal de las obras culturales, que nos allanarán el camino para comprender su subordinación antropológica a la ética.

4.        Del espacio y tiempo en la cultura al tiempo de la persona

Si en su disposición externa las obras de la cultura forman un espacio configurado, apto para ser habitado, en su surgimiento y consolidación requieren un tiempo. Espacio y tiempo son, así, indicativos de la exterioridad de la cultura y de su distanciamiento consiguiente a la persona, que no podría ser absorbida –ni siquiera integrada– culturalmente. La cultura se debe a que la persona presenta inicialmente opacidad o resistencia para sí misma y para las otras personas, habiendo de interponer signos externos para expresarse; la penetración total del cuerpo por el alma haría innecesarios estos signos. Nuestro interrogante inmediato se refiere a la posibilidad de trascender tales exterioridad y distanciamiento, naturalmente situándonos en otro plano.

Vayamos por partes. Entiendo que la cultura tiene su medida propia en el tiempo histórico, en el que arqueológicamente se articulan los medios que la componen. Así, una piedra de sílex es un fósil cultural sobre el que han actuado posteriormente diversas modificaciones, o los aperos de labranza ya inservibles y que se visitan en un museo están en la misma situación. Pero este tiempo histórico –exteriorizado y distendido– tiene un reverso, que reside en su aminoración –y en el límite anulación– cuando se lo concentra progresivamente en la persona. Lo cual implica que el tiempo por el que se mide la cultura se contradistingue del tiempo de que dispone la persona para su personalización.

Es así posible que una misma acción perfeccione los medios culturales externos y simultáneamente procure al hombre perfección interna, en tanto que no es la misma la temporalidad de los productos que la temporalidad esencial de la persona. Es lo que expone Polo con la caracterización del hombre como perfeccionador perfectible [10]. En este sentido, praxis y poíesis difieren, más que como dos tipos de acción, como dos aspectos de una acción inscritos cada uno en temporalidades distintas. En otros términos: con la acción con que completo la naturaleza externa y expreso simbólicamente la propia me puedo perfeccionar también esencialmente, por cuanto adquiero a la vez unos hábitos intelectivos y voluntarios con los que administro el tiempo de que personalmente dispongo.

De este modo, concentrar el tiempo significa el paso de la naturaleza – transformable en cultura– a la esencia (me identifico con mis actos, los hago míos). Derivadamente es también el tránsito de la cultura a la ética: el hombre como perfeccionador de la naturaleza mediante la cultura se torna asimismo perfectible, por acompañarle una esencia incrementable que hace manifiesta la libertad moral. En el primer caso estoy al nivel de la continuatio naturae, mientras que en el segundo accedo al orden de la esencia de la persona manifiesta en el yo consciente (más específicamente, en el “ver-yo” y el “querer-yo”). A diferencia del sí mismo, que presenta restos de opacidad todavía no incorporados a lo propiamente personal, el yo es la misma persona aunada esencialmente, sin distinguirse ni espacial ni temporalmente de ella.

El tiempo histórico no es, pues, el tiempo de la persona porque se desenvuelve todavía al nivel efectual en el que están inscritos los productos culturales. Así, mientras los tiempos de las distintas efectuaciones históricas son divergentes de acuerdo con los respectivos resultados a que los sujetos históricos dan lugar con sus actuaciones, en cambio, las distintas vías ensayadas intencionalmente por los agentes biográficos se van congregando y haciendo convergentes en otra intención más genérica y concentrada temporalmente por relación a la persona (por ejemplo, una profesión elegida concentra los tiempos dispersados en intentos anteriores que no eran definitivos).

5.        El tiempo histórico entre la cultura y la persona

Pero ¿qué es lo distintivo del tiempo histórico, al que hemos acudido para situar la diferencia entre el hacer cultural y el hacerse de la persona? La dilucidación del mismo repercutirá en una aproximación más completa al tiempo cultural y al tiempo de la persona, ya entrevistos como contrapuestos en el epígrafe anterior.

A diferencia de la técnica y la cultura, la historia no depende directamente del hacer intencional, sino que más bien lo enmarca desde unas coordenadas externas. Pues la historia no concierne propiamente a los acaeceres humanos en sucesión, sino al hecho de que se hayan sucedido tales o cuales acaeceres a partir de la perspectiva asumida por el historiador o simplemente por el narrador. En este sentido, el lenguaje de la historia es en estilo indirecto respecto de lo acaecido. O en otros términos: tener conciencia histórica y argumentar históricamente son algo segundo en relación con la proyección intencional de los propios actos.

No obstante, queda en pie la pregunta sobre cómo ha de ser la actuación para que posteriormente se cobre conciencia histórica de ella o, dicho de otro modo, cuál es la componente pasiva de la actuación que permite su tematización histórica. La respuesta se formula escuetamente en los términos de un estar-en-situación. Así como el tener con la mano (ekhein) es el predicamento antropológico que está en el origen del hacer técnico-cultural, el estar situado es el punto de partida antropológico de los eventos históricos. Y la historia en tanto que sucesión indefinida es posible justamente como el tránsito de una a otra situación por rebasamiento de los horizontes que respectivamente las emplazan y por la adquisición de nuevos horizontes.

Encontramos, de este modo, un cruce de temporalidades en la historia: en su estar vuelta al futuro –para ella indeterminado– la historia acusa su proveniencia de la persona, única capaz de darle una figura concreta; pero en su hacerse a partir de hechos que le vienen ofrecidos como medios, la historia está adscrita a culturas ya configuradas. Ambas temporalidades definen la situación, en tanto que quien está situado es libre y en tanto que cuenta con medios ya dispuestos, a su vez dependientes de la acción humana para darles uno u otro uso. La situación se individúa, pues, culturalmente a través de unos medios, pero que son incapaces de saturarla porque la temporalidad futuriza de quien está en situación no puede encontrarse fijada a ellos.

Por tanto, la indeterminación histórica no se colma con el desplazamiento de una a otra cultura, no es intercultural, sino que tiene su eje positivo en la libertad del agente, no proporcionada a los medios de que dispone, ninguno de los cuales ni su suma la orientan en su destinación. En términos de Polo: “Este ámbito (histórico) no es terminal: como término, su correspondencia con la acción humana es nula, es decir, ninguna acción humana es capaz de configurarse con él, de hacerlo o de alcanzarlo, de finalizar la historia. La indeterminación de la generalidad del ámbito histórico equivale a que la acción productiva no deriva de él” [11].

Por tanto, la significación originaria del futuro y del pasado sólo cabe asentarla en la libertad trascendental de la persona. Pues el futuro se ajusta con la libertad, es abierto por ella, y el pasado histórico es reunido en presencia libremente a partir de los objetos culturales. Ciertamente, ni uno ni otro son tematizados en la consideración de la ciencia histórica, para la cual sólo cuenta el pasado acontecido como dato. En efecto, según Polo, “por tener que acudir a la mediación del dato, la ciencia histórica cierra la posibilidad de entender teóricamente el pasado; ella misma no es un saber teorético, sino algo menos: una hermenéutica de datos” [12]. Pero es viable acceder a ambos vectores temporales desde el ser en situación para el que se constituye el sentido de lo histórico. En efecto, el futuro del agente situado es lo que hace de la historia una discontinuidad de comienzos libres, y el pasado es descubierto en tanto que tal desde el futuro.

Sería una desfiguración del futuro histórico alinearlo de suyo con el antes en sucesión. Igualmente lo sería articularlo con el pasado por medio de la presencia mental, una de cuyas notas es la constancia. Y desde luego de ningún modo se transmuta el futuro posteriormente en presente, sino que se mantiene en congruencia con la libertad. Si lo identificamos con lo que advendrá, estamos poniendo en la presencia el modelo de lo definitivo, pero con ello pasamos por alto su carácter más original como futuro, que lo desvincula de cualquier presente anticipado. Propiamente, en el futuro, en tanto que no es puesto por la libertad, se delata ésta como creada; baste aquí indicar, como comprobación de este aserto, que de lo contrario estaría abocada a un término inferior a ella, que le pusiera coto desde fuera, y por tanto dejaría de ser libertad. Polo lo expone del siguiente modo: “La libertad humana es creada en tanto que, al poseer un futuro sin desfuturizarlo, no acaba. La libertad trascendental estriba en que el futuro no le es extrínseco, pero tampoco le es propio de otro modo que como futuro” [13]. No está en la libertad abrirse o no al futuro, como si se supusiera a sí misma para luego ejercer su poder en libertad, sino que el futuro al que está abierta la revela como otorgada, carente, por tanto, de antecedente alguno que la precontuviese.

En la cultura no podría abrirse el futuro originariamente porque lo más que ella alcanza son posibilidades operativas a través del objeto pensado. Es un modelo que no puede trasvasarse a la historia, ya que haría de ésta un conjunto cerrado por delante y por detrás sin dar razón de la indeterminación constitutiva del futuro. Pero ¿se extiende la indeterminación también al pasado? Reparemos en que si así no fuera, sería problemática la propia indeterminación del futuro acabada de afirmar, ya que el pasado sin el futuro no puede identificarse. Puede concluirse también en la indeterminación del pasado a partir de la necesidad que presenta de ser articulado culturalmente.

En efecto, el pasado por sí solo, sin su actualización en la comprensión, se desvanece. Y el único modo de articularlo en unidad es culturalmente. “Solamente la cultura integra el pasado en el pensamiento sin los inconvenientes de la llamada ciencia histórica” [14]. Asimismo, la única posibilidad de unificar el pasado es constituyéndolo libremente en la situación humana y, por tanto, dentro de unos márgenes de variación no determinados desde fuera de la presencia que lo acota. Sin la presencia el pasado carece de unidad y consiguientemente de determinación. El pasado necesita ser comprendido para pervivir, y esta pervivencia se lleva a cabo en la unidad articulante de una cultura, sin la cual quedaría indeterminado (otra cosa son los datos históricos fechados, pero la propia fechación depende de quien se hace cargo de ellos).

Otra consecuencia de lo anterior es que la libertad ha de comenzar de continuo para sobreponerse a la fugacidad del pasado inserto en una situación, siendo en los actos libres discontinuos en los que se cumple la comprensión del pasado. En este sentido, Polo liga la trama de la historia a la comprensión renovada del pasado por parte de los actos libres: “El entramado de lo histórico, su constitución situacional, depende de la renovación del ejercicio libre en la comprensión del pasado” [15]. No habría, según ello, una división intrahistórica entre pasado y futuro fuera de la comprensión ejercida por el sujeto en situación, único que puede prescribir unos límites intrínsecos y determinantes para el pasado.

6.        Más allá de la cultura y de la historia

En lo anterior queda implícita la existencia de unos límites en la cultura y en la historia infranqueables por ellas mismas. Si en la cultura se aprecian en su carácter medial para la acción, en la historia los límites se cifran en su incapacidad para culminar en su propio orden. Pero ello nos lleva a preguntarnos por aquello de que una y otra carecen y que viene enmascarado por tales límites. Lo exponemos en los siguientes enunciados por glosar: 1º) la cultura está confinada por el límite mental al que debe su presencia; 2º) la limitación intrínseca a la historia se advierte en la discontinuidad de comienzos libres. Primero se abordarán ambas tesis por separado y después en su relación interna.

1)   Por lo que hace a la primera tesis, el principio organizador de una cultura no es ninguno de los medios inscritos en ella, sino que sólo puede residir en aquello a lo que se ordena la acción y que convoca los plexos mediales integrantes de esa cultura. A este respecto, una interpretación culturalista de la acción incurriría en un quid pro quo, ya que es la cultura la que está en función de la acción y no a la inversa; en términos polianos: estaríamos extrapolando la cultura como actualidad objetiva y, consiguientemente, pasando por alto su dependencia de aquellas acciones que están congregadas por algún objeto pensado. Pues ninguna de las expresiones culturales se monta sobre sí, como lo acusan su convencionalidad, asociada a su carácter de fictum, y su simbolismo, destacados al comienzo. Por tanto, aquello en orden a lo cual la cultura se idea no puede por menos de rebasarla, en tanto que no arbitrado convencionalmente y en tanto que no remitente a otra cosa. Pero en tal situación se encuentran, respectivamente, las normas procedentes de la recta razón y los bienes intrínsecos, constituyendo ambos elementos indispensables de la ética.

Desde otro punto de vista ya se ha advertido que el reforzamiento de la acción en el agente no concide con la suscitación de medios culturales por ella, aunque ambos procesos sean con frecuencia simultáneos (lo cual puede explicar que el segundo oculte el primero). Pero con ello nos sale al paso el tercero de los constitutivos éticos –el relativo al agente–, que es la virtud. Estos tres componentes de la ética no han de aislarse, y sólo en su entrelazamiento presiden las posibilidades factivas en que se resuelve la cultura.

Examinemos ahora la implicación mutua entre los anteriores componentes. Los bienes son aquello que endereza las tendencias humanas. Pero si no se toma en cuenta su medida racional, que hace de los mismos ya fines, ya medios, y que los administra según el tiempo, no llegan a consolidarse como bienes morales. A este respecto se percibe la inexcusabilidad de la normatividad (“normare” es un verbo latino equivalente a “mensurare”). Mediante la norma –que empieza por acusarse en el nivel jurídico– se faculta al sujeto más allá del poder físico efectivo de que dispone. La norma ofrece así su cauce al ejercicio práctico de la libertad. Y la virtud es lo que trasciende las disposiciones momentáneas, otorgándoles una eficacia que por sí solas no tienen. Sin ella la normatividad de la razón se queda en el corto plazo o, todo lo más, en el largo plazo de lo fácticamente previsible, pero no llega a apuntar a la perfección interna del agente, que es quien se cualifica moralmente con las acciones especificadas por el bien moral y de acuerdo con la medida de la razón.

2)   En cuanto a la tesis que expone el carácter no culminar de la historia, es un déficit que se refiere a los actos libres que le dan curso. La fórmula “discontinuidad de comienzos libres” da expresión a lo característico del acontecer histórico, ya que los acontecimientos sobrevenidos sólo se insertan en la historia en la medida en que se responde a ellos libremente. Pero el comienzo libre no se mantiene si no se renueva en el agente singular, en los miembros de una cultura y en las siguientes generaciones, significando esta renovación un recomenzar de los actos libres, puesto que, a diferencia de los componentes de la cultura, no son actos que se articulen entre sí. Son comienzos estrictamente discontinuos: no están en sucesión unos con otros porque entonces dejarían de ser comienzos; por la misma razón tampoco hay una sucesión previa y vacía para cada comienzo. Precisamente el fingimiento de tal precedencia de la sucesión hasta el comienzo libre impide la experiencia originaria del futuro como comienzo.

El déficit primario de la libertad en la historia se hace notar en su decaimiento en posibilidad operativa, mediada por la presencia objetivante. Y se remonta ajustando la libertad al futuro, en el que se alcanza a sí misma en dependencia de un otorgamiento creador, en vez de medirla mentalmente por él, ya sea anticipándolo en presencia, ya transmutándolo desde fuera en irreal. Según Polo, “es la libertad lo que explica que el futuro no “precipite” como conocido en presencia. El futuro no es incognoscible por irreal, sino más bien por todo lo contrario, a saber: porque enderezarse hacia el futuro es la actividad libre del hombre, superior a la anticipación mental” [16].

Pero, situándonos en el nivel trascendental, también significa déficit en la libertad la aludida necesidad de recomenzar, debido a que el comienzo libre no se mantiene de suyo, sino que es preciso renovarlo. Esto lleva a que la libertad manifiesta en la historia reaparezca de continuo –en vez de ser un simple comienzo–, por haber de plasmarse en unas condiciones sobrevenidas, análogamente a como la atención al mantenimiento propio es uno de los menesteres históricos inesquivables recurrentes y que escapan, en este caso, al acto libre discontinuo.

3)   Encontramos de este modo un paralelismo en los modos de dar unidad a cultura e historia. Así como la cultura se sostiene –según se ha visto– por el acto libre de congregarla a través de la presencia mental, impidiendo de ese modo su dispersión, la historia se constituye en su relato unitario, que la hurta a su desvanecimiento por hundimiento del pasado en el olvido. Ambas unidades precisan, pues, de una presentificación, en el primer caso ajena a la libertad de la acción moral, la cual prima sin embargo sobre los efectos culturales, y en el otro caso, de signo inverso a la libertad trascendental del agente –abierta al futuro–, aunque ésta sea la que preside sus desvelaciones históricas. Este traer a presencia se explica, en la cultura, por la exteriorización de los prágmata, desde los que se ha de recobrar una y otra vez al sujeto en acción del que se han desprendido, y, en la historia, tiene su razón de ser en la evanescencia de los pasados en serie, a la que ha de sobreponerse reiteradamente la libertad para asumirlos.

Urbano Ferrer, dadun.unav.edu/

Notas:

1   Con otros términos se refiere también Polo a los límites de la acción en este sentido cuando menciona la imposibilidad de autorrealización del agente en ella, por cuanto para ello habría de  ser a la vez fin y medio. “La noción de autorrealización es una equivocación porque no se pueden realizar fines (de suyo), y la autorrealización es concebirme a mí mismo como medio, de modo  que nunca llegue al fin. Autorrealización es pretender que yo sea fin, y no podré serlo nunca”; L. Polo, Lecciones de ética, Eunsa, Pamplona, 2013, p. 93.

2   L. Polo, Antropología trascendental, II, Eunsa, Pamplona, 1999, p. 250.

3   “Llamaré cultura a la conexión histórica de las acciones convocadas por el plexo de los medios”; L. Polo, Antropología trascendental, II, p. 250.

4   Cfr. A. Gehlen, Urmensch und Spätkultur, Athenaion, Frankfurt, 1975, p. 11.

5   L. Polo, ¿Quién es el hombre?, Rialp, Madrid, 1991, pp. 167-168.

6   Cfr. M. Heidegger, “Die Frage nach der Technik”, en Aufsätze und Vorträge, Günther Neske, Pfullingen, 1954 (traducción castellana: “La pregunta por la técnica”, Rev. Época de Filosofía, 1985, pp. 7-29).

7   X. Zubiri, Naturaleza, Historia y Dios, Ed. Nacional, Madrid, 1963, p. 330. Sin embargo, el tránsito de unas a otras posibilidades no está determinado unilinealmente por los avances técnicos, sino que abrirse paso unas posibilidades implica abandonar otras. El progreso histórico en sentido amplio lo es por incremento de posibilidades, al integrarse las primeras en las que se van ganando. Como indica I. Falgueras: “De manera que, por mera reiteración del esquema: acción–producto–integración del producto en una nueva acción–nuevo producto, se obtiene un proceso de neto incremento de posibilidades. Esta cadena de crecientes posibilidades incluye y rebasa lo que se llama proceso técnico y proporciona lo que de continuidad hay en el tiempo histórico”; I. Falgueras, “La responsabilidad del hombre sobre la historia”, en F. Fernández (coord.), Estudios sobre la Encíclica Sollicitudo Rei Socialis, Unión Editorial / Aedos, Madrid, 1990, pp. 312-313.

8   L. Polo, Lecciones de ética, p. 57.

9   L. Polo, Lecciones de ética, p. 57.

10    Cfr. Antropología trascendental, I, Eunsa, Pamplona, 2006, p. 207. Cfr. también el siguiente texto, que es una cierta glosa de la fórmula: “Ética y cultura son conexas sin confundirse. El modo de plasmar la continuación de la naturaleza no es absoluto, inequívoco e igual en todas partes porque la cultura es ficta. La ética, en cambio, mira al fortalecimiento real, intrínseco del hombre”; L. Polo, ¿Quién es el hombre?, pp. 180-181.

11    L. Polo, Antropología trascendental, II, p. 251.

12    L. Polo, El hombre en la historia, Cuadernos de Anuario Filosófico, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 2008, p. 69.

13    L. Polo, El hombre en la historia, p. 62.

14   L. Polo, El hombre en la historia, p. 72.

15   L. Polo, El hombre en la historia, p. 72.

16    L. Polo, El hombre en la historia, p. 65.

César Castilla Villanueva

I.         Introducción

La persecución religiosa es aquella que tiene como objetivo hostigar a personas que tienen un credo que afecta a los intereses de aquel o aquellos que están en el poder o también por parte de algún grupo en particular que se encuentre al margen de la ley y que quiere imponer su creencia a la fuerza en detrimento de los demás. En pleno siglo XXI, aún existen Estados o grupos religiosos desviacionistas al margen de la ley que intentan asediar a minorías especialmente en África y Medio Oriente. El objetivo principal de esta investigación es demostrar como grupos extremistas incurren en esta práctica violentando el derecho de los demás sin que la Comunidad Internacional haga nada por resolver este problema.

1.   El legado de la impunidad y la indiferencia ante la persecución religiosa.

2.   ¿Choque de civilizaciones o desviacionismo religioso como causal de las persecuciones religiosas en el siglo XXI?

3.   Los Izadies víctimas de la persecución takfirista del Estado Islámico (Daesh).

4.   ¿El dialogo intercultural como una posible solución a las persecuciones religiosas en el siglo XXI?

5.   ¿El dialogo intercultural como una posible solución a las persecuciones religiosas en el siglo XXI?

6.   La tolerancia religiosa como ingrediente principal en el dialogo intercultural.

II.  El legado de la impunidad y la indiferencia ante la persecución religiosa

Las persecuciones religiosas son un hecho execrable que por lo general atentan contra las minorías. Una de las más recordadas en la historia del mundo contemporáneo es aquella que sucedió en el Imperio Otomano, donde la Comunidad Internacional fue testigo del genocidio sistemático de la población no musulmana, llevado a cabo en contra de una minoría religiosa durante la segunda mitad del siglo XIX.

En esta época los principios islámicos habían influenciado el crecimiento del Imperio Otomano. Esto quiere decir que estos principios no solo moldeaban la fe de los musulmanes sino también otros aspectos como lo político y lo social. Por lo tanto, el carácter islámico de la teocracia otomana aparecía como un factor predominante en la organización legal del Estado otomano. Es aquí donde la figura del Sultán Califa ejercía una doble función. El hecho de ser sultán le permitía ejercer el poder sobre el plano político; y por ser Califa, tenía la misión de proteger el Islam.

La sinergia de estas dos funciones derivaba solo en una: velar por la aplicación de la Sharia (Revelación de la ley islámica al profeta Mahoma en el siglo VII d.C.) (Dadrian, 1995, pp. 29-30). En el imperio otomano la sociedad estaba dividida en musulmana y no musulmana creando una dicotomía entre ciudadanos de primera y segunda clase (dominantes y dominados). Esto había llamado poderosamente la atención de Gran Bretaña, Francia y Rusia, cuestionando el tratamiento que el Imperio Otomano otorgaba a la población no musulmana, es decir las minorías cristianas. Lo cual influyó para que se dieran a cabo una serie de reformas en el seno del gobierno otomano (Tanzimat) entre 1839 y 1876.

Durante el mandato del Sultán Califa Abdul Hamid II (1848-1918) que asumiría el poder en 1876 se llevaron a cabo las peores masacres en contra de las minorías no musulmanas (masacres hamidianas o masacres armenias entre 1894 y 1896), provocando un enfrentamiento entre la comunidad musulmana y las minorías cristianas representada por los armenios en mayor cuantía. Es así que las potencias europeas empezaron a hacer un llamado para proteger a los armenios víctima del régimen opresor de Abdul Hamid II, lo que finalmente despertaría el nacionalismo turco y encendería aún más la represión en contra de los armenios cristianos a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX a manos de los Jóvenes Turcos miembros del Comité Unión y Progreso (CUP) o Ittihad (Ittihad ve Terakki Cemiyeti).

Desde noviembre de 1894, los cables de noticias llegaban a  Inglaterra anunciando por primera vez las atrocidades cometidas en Samsun, donde el sultán Abdul Hamid negaba a toda costa los crímenes cometidos bajo sus órdenes que iban desde violaciones, mutilaciones, incendios, y masacres perpetuadas por soldados tanto regulares como irregulares. Es así que se decide llevar a cabo una investigación tardía en pleno invierno compuesto por un francés, un ruso y un inglés, dando como resultado que el criminal responsable habitaba en el castillo de Yildiz, el cual solo se limitaba a pagar una deuda mediante el dictado de una Orden Imperial de Liakat a su fiel servidor Zekhi Pasha, comandante del cuadragésimo sexto Cuerpo. A pesar de la visita de esta delegación europea, poco o mucho sirvió para frenar la masacre en contra de los cristianos armenios (Quillard, 1900, p. 1).

En 1895, a pesar del plan de reforma para garantizar los derechos de los no musulmanes en particular de los armenios, propuesto por las seis potencias que reinaban en aquel sistema internacional de carácter eurocéntrico se elevaría ante las autoridades del imperio otomano el 11 de mayo de 1895, pero dos semanas después Abdul Hamid, el 3 de junio del mismo año presenta un proyecto oponiéndose a la petición europea, lo que significó que entre 1895 y 1896 el sultán rojo acabó con la vida de al menos trescientos mil armenios (Quillard, 1900, p. 1).

En esta época las intervenciones entre las potencias europeas estaban basadas en un mínimo de cohesión hasta el tratado de Berlín de 1878 que sienta un precedente para la protección de algunas minorías y grupos religiosos, donde la presión de las grandes potencias de aquella época como Reino Unido y Rusia podía influir en el Imperio Otomano [1], ambos países eran firmantes de dicho tratado. Sin embargo, esta tentativa no  fue lo suficientemente eficaz ni eficiente para poder frenar el genocidio en contra de las comunidades no musulmanas (Dadrian, 1995, pp. 49-50).

Para noviembre de 1914, habían transcurrido los primeros meses de la Primera Guerra Mundial, es ahí cuando Mehmed V (1909-1918) declaró la Yihad contra los países de la Triple Entente (Inglaterra, Francia y  Rusia). Por otro lado, la persecución hacia los armenios se había intensificado, es decir, el legado de Abdul Hamid II seguía presente, ya  que bajo su mandato avalo la matanza de más de 200.000 armenios entre 1894-96. Todo esto respondía a una política oficial de genocidio implementada en nombre del nacionalismo turco propuesto por el partido nacionalista y reformista “Comité de Unión y Progreso” también conocido como “Jóvenes Turcos”. Como resultado de esta persecución religiosa según la historiadora Nelida Boulgourdjian-Toufeksian afirma que de dos millones cien mil armenios censados en el Imperio Otomano en el transcurso del año 1912 según las estadísticas del Patriarca Armenio en Estambul, solo quedaron 77.435 en 1927 (Alfred de Zayas, 2010).

III. ¿Choque de civilizaciones o desviacionismo [2] religioso como causal de las persecuciones religiosas en el siglo XXI?

Comenzando la década de los 90’s, se afianzaría la desconfianza en lo que respecta al entendimiento entre civilizaciones. Samuel Huntington escribe Clash of Civilizations en 1993, donde adopta una postura fatalista cuando se refiere a las relaciones entre Occidente y Oriente, enmarcándolas en un «choque de civilizaciones» donde la religión jugara un rol preponderante:

«La hipótesis de este artículo es que la principal fuente de conflicto en un nuevo mundo no será fundamentalmente ideológica ni económica. El carácter tanto de las grandes divisiones de la humanidad como de la fuente dominante de conflicto será cultural» (Huntington, 1993).

Para Huntington el origen del conflicto radicará en la profundización de las diferencias que mantienen las civilizaciones más importantes, que según él son la occidental, confuciana, japonesa, islámica, hindú, eslava, ortodoxa, latinoamericana y finalmente también toma en cuenta a la africana. Las cuales tienden a diferenciarse por su historia, idioma, tradición y religión, elementos que a través de la historia han generado los conflictos más prolongados y violentos (Huntington, 1993).

Por otro lado, si las persecuciones religiosas de este siglo XXI no son producto de un choque de civilizaciones inminente ¿podrían estas tener su origen y agravarse por el desviacionismo religioso? Una vez desaparecida la guerra de ideologías políticas antagónicas es decir entre el capitalismo y el comunismo durante la última década del siglo XX, ve la luz un nuevo tipo de conflicto donde la relación Occidente y Oriente se ve involucrada.

El desviacionismo religioso del Islam ha conllevado a que organizaciones político-religiosas como los Talibanes, Al-Qaeda y el Estado Islámico se hayan nutrido principalmente de corrientes desviacionistas como el wahabismo y salafismo. El wahabismo resalta la unidad de Dios (Tawhid), es decir haciendo alusión al monoteísmo absoluto mientras todo lo que caiga fuera de este concepto debe ser denunciado como una innovación herética (Bida). En el caso del salafismo es un movimiento reformista ultra conservador dentro del islam sunita que propone que el Islam sea como se daba durante la vida del poeta; rechazando toda innovación religiosa (Bida) para finalmente adoptar la Sharia donde el común denominador es la lucha contra los “infieles” de Occidente y de Medio Oriente. Dentro de estas dos corrientes existe otra línea de pensamiento denominado takfirismo que consiste en la acusación de apostasía de la parte de un musulmán hacia otro musulmán o seguidor de cualquier otra fe de Abraham.

Por otro lado, la amenaza del desviacionismo religioso se extendió finalmente a otros continentes como África [3] y Asia a través de su proceso de contratación, creación y apoyo financiero de células terroristas. Al mismo tiempo, los enfoques de seguridad han cambiado considerablemente en los últimos años debido al aumento del número de amenazas, como por ejemplo el neo-realismo que incluye una amplia gama de nuevos conceptos como el terrorismo internacional, la guerra preventiva, y también la creación de alianzas de seguridad.

Esto afecta especialmente a Medio Oriente, donde poblaciones enteras se ven afectadas, por la insania de mentes extremistas dado que el derecho de las poblaciones a ser protegidas se desvanece ante la indiferencia de la comunidad internacional, que a falta de una voluntad política dejan pasar el tiempo mientras vidas inocentes pierden la vida a diario. Intervenir militarmente en un territorio que sea soberano con el fin de proteger a una población debería de dejar de ser un tabú, y contar con el visto bueno de los miembros del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

IV.  Los Izadies víctimas de la persecución takfirista del Estado Islámico (Daesh)

El origen del Daesh (داعش) se remonta a la invasión estadounidense de Irak en marzo de 2003, cuando el Sheikh jordano Abu Musab al- Zarqawi [4] anunció su lealtad a los líderes más importantes de Al Qaeda: el Sheikh saudí Osama bin Laden y el médico egipcio Ayman al-Zawahiri en 2004. Abu Musab al-Zarqawi, antes de convertirse en el líder de Al-Qaeda en Irak (AQI), fue también el líder del Grupo de Monoteísmo y Yihad [5], que forma parte de la red de Al-Qaeda. Durante una breve estancia en Afganistán, decidió instalarse en el norte de Irak en 2002 (Ayad, 2014). Ciertamente, en el primer momento el objetivo principal de AQI era contrarrestar la invasión de Estados Unidos y sus aliados en territorio iraquí, para tal efecto este grupo se había ensañado con las fuerzas de seguridad iraquíes que cooperaban con los estadounidenses.

A principios del año 2006, AQI con otras organizaciones pro-yihad [6] creó el Consejo Consultivo de los muyahidín en Irak [7] y la Alianza de los perfumados [8], unificando así sus acciones; Abu Abdullah al-Rashid al- Baghdadi también conocido como Abu Omar al-Baghdadi, proclamó el Estado Islámico de Irak (ISI) en octubre de 2006 y se convirtió en el líder de esta organización hasta su muerte en 2010, cuando fue sustituido por Abu Bakr al-Baghdadi, quien inmediatamente cortó los vínculos con Al Qaeda.

Durante los años de la Primavera Árabe, Siria sufre el efecto boomerang de estos eventos que buscan un cambio de régimen desde marzo de 2011. El Estado Islámico de Irak (ISI) se envuelve en este conflicto y el nombre de esta organización se convierte en 'Estado Islámico en Irak y el Levante (ISIL) en abril de 2013 [9]. Esta vez se inicia la persecución en contra de las personas consideradas Rawafid (aquellos que rechazan la Sunna) por el ISIL y todos los partidarios del presidente sirio. ISIL con el apoyo financiero y militar de las potencias occidentales, especialmente Estados Unidos y de la Unión Europea, trató de derrocar al régimen de Bashar al-Asad.

La proclamación del califato por el Estado Islámico (EI) es obviamente, un desafío a la autoridad de Al-Qaeda, la principal organización terrorista implicada en la Yihad en todo el mundo después de los ataques del 9/11. Pero a pesar de las diferencias surgidas entre el EI y Al-Qaeda desde abril 2013 a causa de su participación en Siria (Sallon, 2014), el EI se ha convertido en un grupo terrorista que ha superado en peligrosidad a Al-Qaida. No obstante, el Califato goza de un apoyo significativo entre los grupos muyahidines de Irak y Siria [10] y también se benefician de seguidores en Europa. Sin duda, el factor de motivación fue bien canalizado a través del uso de las redes sociales como Twitter, YouTube, etc., y también mediante la publicación de la revista Islamic State Report magazine (ISR) en idiomas árabe e inglés.

También hay que señalar que la presencia del EI se ha ampliado con el apoyo financiero de países como Arabia Saudita, que siempre ha apoyado organizaciones wahabitas, salafistas y yihadistas en el Magreb, Mashrek y Oriente Medio. El Reino de Bahréin también juega un papel clave en el apoyo del EI, ya que nunca ha aceptado y tolerado que los Chiitas puedan gobernar Irak. Por último, la complicidad de otros países, como Turquía, ya que este país considera que apoyando la causa del EI puede contribuir a derrocar al régimen sirio (Toscano, 2014).

Para la mayoría de los países sunitas, los Chiitas son una secta herética e Irán es considerado un Rogue State. También se debe de tomar en cuenta que el EI abraza el takfirismo y actúa bajo el apoyo de sus unidades de inteligencia que han sido esenciales para la toma de Mosul, área ocupada por los «apóstatas» (Islamic State Report, 1435) es decir politeístas, cristianos, izadíes y los dos principales grupos poblacionales de Irak: los Chiitas que están viviendo principalmente en el sur de Irak y los kurdos en el Kurdistán iraquí.

En este caso, son los Yazidies (Izadies), quienes fueron víctimas de persecución y eliminación sistemática por parte del EI por tan solo tener un credo completamente diferente a aquel que pregona y propaga el EI. Esto se inició prácticamente después de la inauguración de su Califato a fines de junio de 2014. Dicho credo es inclusive anterior al siglo VI d.C., es decir antes de la expansión del islam, los Izadies tienen sus raíces en la antigua Mesopotamia, actualmente Irak incluyendo al sur del Kurdistán iraní, en Kermanshah. Aunque muchos de ellos hayan nacido en el Kurdistán, niegan o no se identifican con este. Para el 2014, en Irak los Izadies totalizaban una población de 325.856 habitantes (un 1% de la población total) [11].

Los Izadies son monoteístas puesto que consideran a una sola deidad como su único Dios, el cual es Melek Taus [12], el ángel en forma de pavo real, es decir un ángel caído que para los musulmanes no es otro que Sheitan o Satanás. Bajo la óptica de los Izadies, Malek Taus no se revelo contra Dios, todo lo contrario, se le ordenó que cuidara de la creación. Aunque con el transcurrir de los años fueron adoptando varias costumbres de distintas religiones (sincretismo) entre ellas el zoroastrismo (dualismo entre el bien y el mal), del islam, puesto que son herederos de Sheikh Adi, un místico sufí, fundador de una comunidad musulmana ortodoxa en el siglo XII que se instaló en el Kurdistán; e inclusive del cristianismo ya que creen en el bautismo (De Mareschal, 2014).

Para agosto de 2014, la situación se había complicado tanto que a mediados de este mes, la ONU había puesto a Irak en el nivel más alto de emergencia (nivel 3), debido a la catástrofe humanitaria por el avance impresionante del EI y la persecución de las minorías religiosas (Espinosa, 2014). Esto despertó el temor en los iraquíes puesto que miles de Izadies habían desaparecido o habían sido masacrados por los combatientes de EI, lo que podría ser un presagio de un retorno a la pesadilla sectaria de 2006 y 2007, cuando los vecinos se volvieron contra los vecinos.

Esta situación generó que más de 400.000 izadies, que siguen una religión antigua con raíces en las tradiciones cristianas, musulmanas y zoroastrianas, hayan decidido dejar sus hogares por miedo a ser eliminados (Ahmed, 2014). La verdadera pesadilla de los izadies comenzó el 3 de agosto de 2014 cuando los muyahidines del IS, toman Sinjar (ciudad situada en el noroeste de Irak, cerca de la frontera con Siria), debiendo huir hacia las montañas sin agua ni alimentos, teniendo que soportar temperaturas de hasta 50° C (Gillig, 2014). La situación se volvió tan tensa al punto que el papa Francisco invocó a la ONU a tomar cartas en el asunto a través de una intervención (Follorou, 2014).

Breen Tahsin, diplomático iraquí destacado en Gran Bretaña e hijo del príncipe Tahsin Saeed Bek, jefe de la comunidad yazidi, el 19 de agosto de 2014, denuncia en Ginebra que la Comunidad Internacional no había hecho nada para poner fin al genocidio de los Izadies de Irak por parte de los efectivos del IS. Según las cifras dadas por Tahsin, más de 3.000 Izadies fueron eliminados por el EI, y otros 5.000 fueron capturados por esta organización. Pero lo que más le preocupaba era la suerte de otras 4.000 familias en las montañas de Sinjar (Follorou, 2014, p. 3).

Entonces ante lo expuesto anteriormente porque ante el asedio y los crímenes en contra de los izadies, a través de asesinatos selectivos, entierros de gente aún con vida, torturas, etc.; por parte de los efectivos del Estado Islámico. La pregunta que debería hacerse es ¿Por qué el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, contempló de forma indiferente esta situación? ¿Por qué no hubo una resolución por parte del Consejo de Seguridad que permita una intervención militar para proteger a esta minoría religiosa? ¿Porque solo se limitaron a condenar? ¿Por qué la mayoría de Estados tuvo que actuar en forma independiente y desorganizada? ¿Por qué aun en pleno siglo XXI el dialogo intercultural fracasa y la persecución religiosa se vuelve algo tan común en nuestro mundo contemporáneo?

V.   ¿El dialogo intercultural como una posible solución a las persecuciones religiosas en el siglo XXI?

En la Declaración Universal sobre la Diversidad Cultural de la UNESCO del 2 de noviembre de 2001, aprobada por 185 Estados Miembros, documento que consta de 12 artículos y dividida en 4 secciones donde principalmente trata de interrelacionar la diversidad cultural con algunas variables como pluralidad, derechos humanos, creatividad, solidaridad internacional; redefine la palabra cultura como:

«El conjunto de los rasgos distintivos espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o a un grupo social y que abarca, además de las artes y las letras, los modos de vida, las maneras de vivir juntos, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias» (UNESCO, 2001).

Este documento fue preparado para la Cumbre Mundial sobre el Desarrollo Sostenible, celebrada en Johannesburgo del 26 de agosto al 4 de septiembre de 2002, apunta a garantizar la existencia de la diversidad cultural, frenando toda tentativa segregacionista y fundamentalista que a partir de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI, en particular después del 11 de setiembre de 2001 se ha convertido en una amenaza contra la convivencia pacífica de las civilizaciones y atentando contra la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 así como a  los pactos internacionales sobre los derechos civiles y políticos; y el otro de los derechos económicos y culturales, ambos suscritos en 1966 (UNESCO, 2004). A comienzos del siglo XXI, el presidente de la República Islámica de Irán, Muhammad Jatami (1997-2005) de tendencia reformista, trata de retomar la fórmula del austríaco Hans Köchler, cuya propuesta  denominada Diálogo de Civilizaciones (Dialogue of Civilizations), fue el pionero en proponer un diálogo de tal naturaleza en 1972, a través de una carta dirigida a la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO). Para la implementación y difusión de ésta propuesta, Köchler decide realizar un viaje (Global Dialogue Expedition) por algunos puntos del planeta sumando un total de 28 ciudades visitadas en 26 países, tales como el Reino de Jordania, India, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Tailandia, Indonesia, Senegal; que le toma desde marzo a mayo de 1974, con el fin de explicar y discutir su punto de vista acerca de la hermenéutica cultural con representantes de diferentes culturas. Durante la primera semana de este viaje, exactamente el 9 de marzo de 1974, organizó la primera conferencia internacional sobre “La Auto-Comprensión Cultural de las Naciones” (The Cultural Self- comprehension of Nations) en la Royal Scientific Society de Amman, actividad que persistiría por un par de décadas más (Koechler, 2002).

Por lo tanto, Jatami apoyándose en la filosofía islámica-chiita, desarrolló un enfoque, entre el mundo islámico en general y otras civilizaciones, especialmente aquellas de Occidente, alegando que ambas pueden crear las condiciones necesarias para que exista un diálogo eficaz y eficiente, con el objetivo de lograr un mayor entendimiento entre ambas partes. Es así que Jatami se convierte en el promotor de la idea para que el año 2001 sea elegido como el año del Diálogo entre Civilizaciones en el seno de las Naciones Unidas. A diferencia de Samuel Huntington en su famoso “Choque de Civilizaciones” (Clash of Civilisations), la visión con que Jatami encara de una manera optimista los desafíos de entablar una línea de diálogo entre civilizaciones en el nuevo milenio.

En su discurso “Como continuar el diálogo de las civilizaciones” pronunciado en Siria en enero de 2002, Jatami resalta la importancia de la relación entre la filosofía islámica y la tolerancia como instrumento para el entendimiento con otras ideologías existentes:

«El islam no solo ha crecido a lo largo de la historia por el diálogo mantenido entre sus distintas escuelas y sectas sino también ha dado cobijo  siempre a las ideas no islámicas. La filosofía griega llego a Irán y al mundo islámico a través de Alejandría por lo que la filosofía islámica por la tolerancia demostrada por los musulmanes hacia otras ideologías se convirtió pronto en una de las más ricas ramas de la filosofía» (Jatami, 2006).

Muhammad Jatami, años más tarde, después de terminar su periodo presidencial, se dedicó a difundir su propuesta de diálogo, a tal punto que en el año 2007 creó la Fundación para el Diálogo entre Civilizaciones (Foundation for Dialogue among Civilisations), con sede en Ginebra apostando por un diálogo regular a través del tiempo entre los pueblos, las culturas, las civilizaciones y las religiones del mundo con el fin de promover la paz, la justicia y especialmente la tolerancia además de poner en práctica las recomendaciones de las resoluciones pertinentes de la ONU (Foundation for Dialogue among Civilisations, 2013).

VI.  La tolerancia religiosa como ingrediente principal en el dialogo intercultural

Sin embargo, la tolerancia ha sido y será un elemento indispensable para una convivencia pacífica dentro de las relaciones interculturales; pero cuando se trata de ir más allá, y enfocarnos en las relaciones entre Oriente y Occidente, nos damos cuenta de que toda tentativa de dialogo ha sido en vano y poco fructífera, terminando siempre en un fracaso. A la tolerancia se le puede clasificar como valor o virtud, entendiéndose como valor (Muller & Halder, 2001) a aquella característica de un ser que le permite ser apreciado que por lo general va ligado a lo moral; y virtud (Ferrater Mora, 1998) en el sentido de hábito o manera de hacer una cosa gracias a que goza de una capacidad.

Desde el plano filosófico, la tolerancia se ha considerado como el hecho opuesto de adoptar una actitud contraria a la de preservar en la propia opinión con dureza y rigidez (Ferrater Mora, 1998, p. 3523). Y si quisiéramos profundizar más en el tema, nos tocaría recurrir a la ética, ya que siendo ésta una rama de la filosofía, tiene como objeto de estudio a la moral, donde los valores del ser humano se convierten en una de las principales tareas de estudio y la tolerancia cabria dentro de este campo (Hildebrandt, 1997). Sabiendo que los valores morales, son esencialmente valores personales y están cimentados en la libertad, es aquí donde el significado de la palabra tolerancia juega un rol esencial ya que demuestra el respeto a la forma diferente de pensar de los demás, lo único malo es que siendo algo tan personal no se pueden universalizar.

Ya en la práctica, la tolerancia, por lo general se espera que como una virtud transformada en actitud aplaque las diferencias que se puedan suscitar entre las religiones, ideologías políticas, aficiones de todo tipo, entre otros; permitiendo una convivencia pacífica la cual sería posible a través de un proceso de entendimiento y asimilación de personas con características diferentes a nosotros.

Aunque la tolerancia ha sido defendida por parte de algunos filósofos, también tuvo ciertos detractores como los filósofos tradicionalistas que sostenían que la tolerancia para con el error permite la expansión de este, por lo tanto, recomendaban que es mejor no comulgar con aquellos que no comulgan con la verdad. En el caso de Balmes, la tolerancia está acompañada con la idea del mal, puesto que la tolerancia genera malas costumbres (Ferrater Mora, 1998, p. 3524).

En el plano religioso, el término “tolerancia”, cobra vigencia ante la actitud mostrada por parte de algunos autores durante las guerras religiosas de los siglos XVI y XVII, con el objetivo de poder lograr una convivencia pacífica entre católicos y protestantes (Ferrater Mora, 1998, p. 3523).

En la antigüedad, la tolerancia contribuyó a que las poblaciones que vivían bajo el mandato del Imperio Persa alcancen una relativa armonía. Por “Imperio Persa”, debe entenderse a un conjunto de reinos o dinastías que gobernaron Persia, donde su administración principal era Persepolis (Περσέπολις) [13] o también llamada Takht-e-Jamshid (جمشيد تخت) [14], la que se ubicaría en lo que actualmente es la provincia de Fars, en el sudoeste de la República Islámica de Irán [15].

Las primeras civilizaciones que dieron vida al imperio persa, fueron descendientes de grupos indoeuropeos que colonizaron la parte meridional y septentrional de la meseta de lo que hoy en la actualidad se conoce como Irán. Estas civilizaciones pertenecían a la raza Aria, de la cual proceden la mayoría de pueblos europeos, caracterizados por haber sido criados en la pobreza y sin mayores necesidades se propusieron colonizar las poblaciones del Asia Occidental.

El imperio persa tiene sus orígenes en las antiguas civilizaciones Elamita (عيالم تمدن) [16] y luego en la Meda [17] abarcando ésta última poblaciones asentadas entre el mar Caspio y los ríos de Mesopotamia, la cual terminó dominando a los persas hacia el siglo VII A.C. No obstante, el imperio persa alcanza su mayor esplendor en dos etapas, la primera con la dinastía Aqueménide fundada por Aquemenes (s. VII a.C.), bajo la dirección de Ciro II el Grande y la segunda con la dinastía Sasánida fundada por Ardacher I, bajo la dirección de Sapor II (s. II d.C.).

En el caso de la dinastía Aqueménide fue Ciro II el Grande 559-529 A.C., fundador y líder de éste imperio, que después de vencer a los Medos en el año 550 A.C., se caracterizó por tener una visión unificadora de los pueblos persas, extendiendo su liderazgo hacia territorios ubicados en Asia Menor, inclusive anexando algunas colonias griegas. Otra de sus hazañas fue la conquista de los territorios de lo que hoy es Pakistán entre los años 546-540 A.C. y la toma de Babilonia en el año 539 A.C., lo que incluía los territorios de Palestina y Siria, permitiendo que los judíos apresados por el rey Nabucodonosor en esta ciudad regresen a su país. De esta manera, Ciro II el Grande extendió el imperio persa por toda la parte del Asia occidental donde el mar Mediterráneo y Negro bañan sus costas.

La segunda etapa donde el imperio persa llega a alcanzar un desarrollo importante es con la dinastía Sasánida que ocupó Persia entre  los siglos III y VI d.C., tomando la posta de la dinastía Aqueménide en cuestión de liderazgo; reforzando así las estructuras del imperio persa, además de crear una órbita geopolítica importante, permitiendo también contrarrestar al poderío de los romanos en la región de Mesopotamia. A lo largo de sus aproximados 400 años de existencia, esta dinastía tuvo numerosas guerras con los romanos y con el imperio bizantino, pero también conquistó territorios en Mesopotamia, Siria y Asia Menor e invadió India y Armenia, para finalmente sucumbir a la conquista árabe.

Junto al desarrollo de los sasánidas también se dio originaron dos religiones iranias, donde la deidad principal era Zurvan [18] dios de lo infinito y del espacio, el cual previo sacrificio de mil años fue padre del dios del Bien Ahura Mazda y del dios del Mal Angra Mainyu creando un concepto dualista. Estos dos existen desde y para la eternidad ocupando cuadrantes opuestos en el cosmos, con características totalmente opuestas en su naturaleza; compartiendo algo en común, que ninguno de los dos es omnipotente y cada uno está limitado por la existencia y el poder del otro (Lincoln, 2012). Aunque es difícil precisar en qué momento la ortodoxia zurvanista o mazdea podía prevalecer una por encima de la otra. A pesar que el zurvanismo se impusiera después del siglo III A.C., Ardashir (Artajerjes) fue considerado el restaurador del zoroastrismo (Eliade & Couliano, 2008).

A partir de Darío I, la doctrina de Zoroastro (Zarathustra) [19], el culto a la deidad Ahura Mazda, en otras palabras, el Zoroastrismo se convirtió en una religión predominante cuyas fuentes fueron puestas por escrito en el libro sagrado Avesta a partir de los siglos IV o VI de la era cristiana. Dicho libro está dividido en nueve secciones Yasna (Sacrificios), Yasht (Himnos a las divinidades) Vendidad (Reglas de pureza), Vispered (El culto), Nyayishu y Gah (Oraciones), Khorda o Pequeño Avesta (Oraciones Cotidianas), Hadhokht Nask (Libro de las Escrituras), Aogemadaecha (Nosotros aceptamos) y Nirangistan (Reglas culturales) (Eliade & Couliano, 2008, p. 300). En este caso los soberanos de la dinastía aqueménides como Dario I (522-486 A.C.), Jerjes (486-465 A.C.), Artajerjes II (402-359 A.C.) (Eliade & Couliano, 2008, p. 300), siempre tuvieron una actitud de respeto hacia las creencias o manifestaciones de índole religioso existentes en los diversos pueblos anexados por el imperio persa lo que significaba rendir culto a divinidades arias como Mitra y Anahita conjuntamente con las egipcias, babilonias e inclusive hebreas.

Cabe mencionar que esta fue una época caracterizada por fuertes tendencias nacionalistas, donde el rey concentraba el poder, el cual le permitía tener el control del ejército, la administración, la hacienda pública y la política exterior donde su principal preocupación era sin duda el imperio romano. Los reyes sasánidas fueron los responsables de la instauración del Zoroastrismo modernizado como religión oficial del imperio. Por tal motivo también proliferaron monumentos figurativos iranios durante Sapor I (241-272 d.C.) y Narses (292-302) (Eliade & Couliano, 2008, p. 300). No obstante, al principio las demás religiones fueron vistas como un elemento separatista (Planeta Sudamericana, 1981). Sin embargo, en el caso de Sapor I, probablemente zurvanita mostró simpatía en favor de Mani, profeta fundador del maniqueísmo que predico en Persia; a tal punto que sus hermanos Mihrshah y Peroz se convirtieron a esta religión. Hay que resaltar que Mani fue encarcelado por Bahram I y por Kerdir iniciando una persecución. Esta situación cambiaría con la llegada de Yezdigird (el Pecador), cuya tolerancia mereció el aprecio tanto de cristianos como de paganos (Eliade & Couliano, 2008, p. 303).

Entre sus principales reyes tenemos a Ardashir I, Sapor I y Cosroes I. Éste último fue considerado un monarca tolerante ya que según la historia no se dieron persecuciones de ningún tipo durante su reinado (Pisa Sanchez, 2011). En el periodo de Ardashir I en Ctesifonte (Capital del Imperio Sasánida), hubo mucha proliferación de judíos. En esta ciudad también se podía encontrar una escuela judía de alto nivel desde el siglo tercero d.C.; y el Exilarca [20] (גלות ראש), jefe de la comunidad judía en Babilonia también residió en la ciudad de Mahuz [21]. En el caso de Cosroes II (590-628) fue tolerante con el cristianismo, siendo Shirin, su esposa una princesa cristiana de Constantinopla (Ropero, 2010). Debido a esto, Cosroes II en un momento de su vida desarrolló una cierta afinidad con el cristianismo y los cristianos, los cuales podían ejercer libremente su fe. La construcción de Conventos e iglesias era permitida, por ejemplo, el Convento de Pethion que estuvo ubicado específicamente en Ctesifonte. En tiempos posteriores hubo dos iglesias, una con el nombre de Santa María y la otra llamada San Sergio ambas construidas bajo las órdenes de Cosroes II [22].

En ambos casos, es decir durante el reinado de estas dos dinastías hubo monarcas que desarrollaron la tolerancia en todo el sentido de la palabra incluyendo la religiosa. La tolerancia es un término demasiado complejo para poder definirlo, aunque por lo general es aplicado al comportamiento humano puede ser también interpretado como una virtud. Pero si nos basamos en la etimología latina tendríamos que centrarnos en el verbo Tolerare que significa resistir, sufrir, soportar, etc. (Cabedo Manuel, 2006). Para Max Müller y Alois Halder el término “tolerancia” es un concepto practico y no teórico, el cual tiene múltiples funciones como el de proteger al sistema dominante contra la disolución, protege al sujeto de la opinión minoritaria contra represiones físicas, sociales, mentales; y finalmente como una especie de preparación para una confrontación pacífica (Muller & Halder, 2001, pp. 426-427).

VII.            Conclusiones

Las persecuciones de cualquier tipo son actos deplorables especialmente aquellas que son de tipo religioso porque limitan la libertad del ser humano en su relación con Dios. Lamentablemente la historia universal nos muestra que las persecuciones religiosas se han originado desde la edad antigua. Ante esto poco o mucho se ha podido hacer para evitarlas. En el presente artículo se ha puesto como ejemplo las masacres hamidianas llevadas a cabo por Abdul Hamid II (1894-1896) en contra de todo no musulmán, que sin duda alguna afectó principalmente a los Armenios. Sin embargo esto sólo fue el inicio, porque durante los años finales del Imperio Otomano, por el año 1915, la persecución religiosa por parte del Estado se intensificó.

En el siglo XXI, podemos encontrar persecuciones religiosas de toda índole, en especial promovidas por algunos Estados y grupos terroristas como el Estado Islámico en Medio Oriente, África y Asia, que tienen como objetivo a cristianos, musulmanes, Izadies y personas de otras creencias.

¿Estaremos siendo testigos de un clash de civilizaciones, como se refería Samuel Huntington en la década de los 90? Si es así, ¿qué se puede hacer para revertir esta situación y poder vivir en harmonía? Es exactamente aquí cuando el dialogo intercultural juega un rol fundamental, teniendo como objetivo principal promover una convivencia harmónica. El legado del austriaco Hans Köchler y del expresidente irani Jatami no debe olvidarse, sino, por el contrario, ha de continuarse con su ejemplo. Lamentablemente lo que no se conoce no se valora: por lo tanto, se debería seguir divulgando la obra de estos personajes que entregaron parte de su vida para lograr un mundo mejor.

A manera de conclusión, la pregunta que se debería plantear es: ¿que nos ha impedido poner en práctica la tolerancia? Sabiendo los beneficios que ésta puede aportar para alcanzar un nivel de convivencia óptimo, tanto al interior de una sociedad y como al exterior, esto nos permitiría desarrollar un enfoque sobre relaciones internacionales capaz de consolidar una política exterior que promueva el dialogo intercultural. Al parecer, en estas dos primeras décadas que están transcurriendo del siglo XXI, pareciera que resultara difícil ponerlo en práctica, y, por el contrario, todo lo que se ha conseguido hasta el momento es haber desencadenado un proceso de intolerancia al interior de países que están constituidos por diferentes etnias y credos, entre regiones que son completamente asimétricas.

César Castilla Villanueva, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1   El Imperio Austro-Húngaro, Francia, el Imperio Alemán y el Reino de Italia también fueron firmantes de dicho tratado.

2   Entendido como dar una interpretación diferente a una ortodoxia.

3   Como se sabe, Al-Qaïda es una agrupación terrorista inspirada en el wahabismo, que fue liderada en sus inicios por Osama ben Laden. Se caracteriza por tener varias células como Al-Qaïda en el Maghreb islámico (AQMI), Al-Qaïda en Irak (AQI) o Al-Qaïda en la península Arábiga (AQPA).

4   Abu Musab al-Zarqawi fue asesinado en 2006.

5   (والجهاد التوحيد جماعة (Jama'at al-Tawhidw al-Jihad.

6   Al-Qaïda en Irak (AQI), Jaysh Al-Taifa Al- Mansoura, KataebAnsar al-Tawhid, Sarayat al-Jihad al-Islami, Kataeb Al-Ahwal.

7   (العراق في المجاهدين شورى مجلس (Majlis Shura al-Mujahideen fi al-Iraq.

8   (المطيبين حلف (Hilf al-Mutaibin, grupo compuesto por el Consejo Consultivo de los Muyahidines en Irak y otras organizaciones como Jund Assahaba, Jaish Al Fatihin, Kataib Ansara Tawhidwa Sunna, y otros jefes de tribus.

9   (والشام العراق في االسالمية الدولة (Ad-Dawlat al-Islāmiyya fī'l-'Irāqwa'sh-Shām.

10    AnsarBeit Al-Maqdisa, Al-Nosra.

11    Cfr. Cia. Fact Book, 2014.

12     ملك طاووس

13    Denominada por los griegos de ésta forma, cuyo significado es “Ciudad de los Persas”.

14    “Reino de Jamshid” en español.

15    Fundada por el Ayatollah Imam Jomeyni en abril de 1979, después de la caída del Sha de Irán y largos años de opresión sobre el pueblo musulmán.

16    Tamdan Eilam que en español significa “Civilización de Elam”.

17    Μηδία o مادای en griego y persa respectivamente.

18    Del avéstico zruvan, “tiempo”.

19    Profeta del Siglo VII A.C., Irán.

20    Líder laico de la comunidad judía de Babilonia, luego de la destrucción del reino de Judá, así como la consecuente deportación de los hebreos bajo las órdenes de Nabucodonosor II.

21    ۵۱۳ : ص، کريستنسن آرتور، ساسانيان زمان در ايران) Traducción del Persa al Español por el autor de este ensayo).

22    Ibidem

Redacción  opusdei.org

El 28 de abril de 1951, Mons. Escrivá abandona Roma para pasar unos días en España. Se instala en Molinoviejo, cerca de Segovia, lugar que evoca en él multitud de recuerdos.

El motivo de su viaje es el Congreso General de la Sección de varones del Opus Dei, que se va a celebrar allí.

Con la aprobación definitiva de la Obra, hace apenas un año, la Santa Sede ha confirmado su organización y su forma de gobierno. El dinamismo apostólico del Fundador y su profunda formación jurídica se ponen de manifiesto tanto en la manera como ha querido que la Obra esté gobernada como en su estructura interna, que él mismo describirá a un periodista francés como una organización desorganizada.

En cuanto a la estructura, es de lo más sencilla: en cada una de las Secciones -de hombres y de mujeres-, que funcionan separadamente, siempre con el mismo espíritu, un Consejo, formado por sacerdotes y por seglares, asesora y asiste al Presidente General (desde el 28-XI-82, Prelado, que da y asegura la unidad fundamental de espíritu y de jurisdicción entre las dos Secciones) -que en esta etapa fundacional es el Fundador mismo- en el gobierno de cada una de las Secciones. En cada país o región, un Consiliario (actualmente. Vicario Regional) preside órganos similares.

De arriba abajo, cada escalón de gobierno se limita a estimular el apostolado de todos los miembros y mantener el espíritu propio de la Obra. Porque la actividad esencial del Opus Dei -su razón de ser- no es otra que garantizar la formación de sus miembros y ayudarles a perseverar en el camino al que Dios les ha llamado. En cuanto a sus iniciativas apostólicas, pueden revestir las formas más variadas, ya que la diversidad de situaciones en que cada cual se encuentra es prácticamente inagotable. En consecuencia, la autonomía de los miembros es total no sólo en lo que concierne a sus actividades familiares, profesionales y sociales, sino también en la manera concreta en que se esfuerzan en acercar a Dios a quienes les rodean. A la Obra sólo le interesa que el espíritu sobrenatural que la anima se transmita íntegramente.

De todo ello se deriva una forma de gobierno basada en la descentralización, la delegación de responsabilidades e iniciativas y la colegialidad, lo cual, por otra parte, responde adecuadamente al carácter secular del espíritu del Opus Dei. El Padre confía plenamente en que cada uno de sus hijos sabrá cumplir con su deber y enseña a éstos a hacer lo mismo con los que dependen de ellos en sus tareas de gobierno. Por eso suele decir que tiene más confianza en la afirmación de uno de sus hijos que en la de mil notarios juntos y unánimes.

Una de las normas aprobadas por la Santa Sede prevé que cada Sección organice, periódicamente y por separado, un Congreso General, en el que participarán determinados miembros de la Obra. Tales Congresos darán ocasión a revisar la situación apostólica en cada país o región, formular iniciativas y designar el Consejo general de la Sección de varones o, en su caso, la Asesoría Central de la Sección de mujeres.

El que va a celebrarse, presidido por el Fundador, será el primero de estos Congresos.

"Consummati in unum"

Nada más llegar a Molinoviejo, el Padre tiene la alegría de volver a ver a algunos de sus hijos mayores.

Les habla de Roma, de los apostolados en Italia, del curso de las obras en Villa Tévere... Con la fe y el tono vibrante que le caracterizan, evoca también la expansión futura de la Obra.

Durante los ratos de charla con los miembros del Congreso, y en las meditaciones que les dirige, comenta aquellas palabras del Señor: Consummati in unum... "Para que sean consumados en la unidad y conozca el mundo que Tú me has enviado y los has amado como me amaste a mí" (loh., XVII, 23). Unidad de todos los miembros de la Obra, repartidos ya por un número creciente de países. Unidad profunda de sentimientos y de doctrina, que garantiza la espontaneidad de las iniciativas apostólicas. Unión con la cabeza visible de la Iglesia, el Papa...

Para responder a los testimonios de afecto que le ha enviado el Fundador, Pío XII, por mediación de Mons. Montini, ha enviado el siguiente telegrama: "Soberano Pontífice, vivamente conmovido testimonio filial adhesión Congreso General del Opus Dei, desea luces, gracias divinas sobre trabajos para seguro, eficaz servicio Iglesia, otorgando de todo corazón Vuestra Señoría, congresistas, implorada bendición apostólica".

Nueva campaña denigratoria

El 12 de mayo de 1951, al regresar a Roma, el Fundador del Opus Dei se encuentra con una mala noticia: a pesar de las aprobaciones de la Santa Sede, las antiguas calumnias vuelven a levantar cabeza, ahora en Italia. Como en España durante los años cuarenta, alguien se ha tomado la molestia de calentar los cascos a las familias de los primeros miembros italianos de la Obra. Confundidos por informaciones engañosas, un puñado de personas han dirigido una carta al Papa acusando al Opus Dei de haber desviado a sus hijos del camino recto... Algo que puede tener graves consecuencias en un momento en el que la Obra acaba de recibir el definitivo respaldo de la Santa Sede.

La injuria es particularmente penosa para el Padre, que siempre ha procurado que sus hijos se muestren llenos de delicadeza y afecto con su familia de sangre. Tanto, que, cuando habla del cuarto mandamiento de la Ley de Dios -"honrar padre y madre"- lo llama el dulcísimo precepto del Decálogo.

Antes de iniciar gestión alguna para contrarrestar las calumnias, escribe en una nota: Roma, 14 mayo 1951. Poner bajo el patrocinio de la Sagrada Familia, Jesús, María y José, a las familias de los nuestros: para que logren participar del "gaudium cum pace" de la Obra y obtengan del Señor el cariño para el Opus Dei.

Unas horas más tarde, mientras visita las obras de Villa Tévere, el Padre cumple su promesa: se detiene en una sala rectangular, destinada a oratorio, y allí, entre aquellos muros todavía encofrados, pone en manos de la Sagrada Familia de Nazaret la solución del problema concreto, y también, de forma más amplia, las familias de todos los miembros de la Obra, actuales y futuros.

Al cabo de unos días, las personas que, de buena fe, habían firmado aquella carta van retirando sus firmas, una a una. Había bastado con explicarles los fines de la Obra y hacerles ver claramente que las informaciones que les habían dado eran falsas.

Una vez terminado aquel oratorio, dedicado a la Sagrada Familia, el Padre mandará colocar, encima del altar, un cuadro de un pintor italiano que representa a la Sagrada Familia de Nazaret y, sobre un muro lateral, una placa en mármol con el texto de la consagración escrita por el Fundador, texto que se leerá todos los años, en la festividad de la Sagrada Familia, en todos los Centros de la Obra:

... Oh Jesús, amabilísimo Redentor nuestro, que al venir a iluminar el mundo, con el ejemplo y con la doctrina, quisiste pasar la mayor parte de tu vida sujeto a María y a José en la humilde casa de Nazaret, santificando la Familia que todos los hogares cristianos debían imitar: acoge benignamente la consagración de las familias de tus hijos en el Opus Dei, que ahora te hacemos (..). Tómalas bajo tu protección y custodia, y haz que se acomoden al divino modelo de tu Sagrada Familia.

Una peregrinación de penitencia

Calmados ya los ánimos, el Fundador del Opus Dei sigue consagrando todas sus energías a la formación de sus hijos e hijas y a sus tareas como Presidente General. Piensa, entre otras cosas, en los que pronto irán a Colombia y en la instalación de una amplia residencia de estudiantes en Londres, la cual podrá ser un foco de irradiación cristiana en toda Inglaterra y en aquellos países que conservan las huellas de la influencia británica. También da vueltas a otros proyectos, como la posible creación de una Universidad en España...

Con todo, sin que nada lo justifique en apariencia, tiene como un extraño presentimiento. Algo así como lo que les sucede a las madres, que tienen como un sexto sentido que les hace adivinar los problemas de sus hijos, aunque se encuentren lejos... Está pasando algo; no sé lo que es, pero algo está sucediendo...

La inquietud del Padre es tanto más viva en cuanto que la falta de elementos objetivos le impide acudir a alguien para defenderse o pedir explicaciones.

En tales circunstancias, su único recurso está en la Madre de Dios. Así, próximo ya el 15 de agosto de 1951, en Castelgandolfo, a donde va con frecuencia, anuncia a sus hijos su propósito de honrar a la Virgen en la fiesta de la Asunción haciendo una peregrinación a Loreto para consagrar toda la Obra a la Señora.

-El día 15 pondré en las manos de María, en Loreto, la Obra entera; colocaré vuestros corazones en la patena y se los ofreceré al Señor. También le ofreceré, por medio de María, a todos los demás hombres y a todos los países del mundo, porque siempre que se trata del Señor soy muy ambicioso. Haremos un viaje rápido, como mortificación.

El 14, en las primeras horas de la tarde, parte en coche hacia Loreto, acompañado por don Álvaro del Portillo y otros dos miembros de la Obra. Hace un calor bochornoso, propio del ferragosto, como dicen los italianos. En esta ocasión, el Padre no habla, ni tampoco canta, como suele hacer cuando viaja. Sus acompañantes respetan su silencio y su recogimiento, asociándose mentalmente a su oración, conscientes de estar viviendo un momento de excepcional importancia.

Cuando, a la caída de la tarde, llegan por fin a Loreto, numerosos peregrinos se dirigen al Santuario. Nada más descender del automóvil, el Padre se encamina hacia la basílica a tal velocidad que los que le acompañan le pierden de vista. Inmediatamente, entra en la Casita de Nazaret, enclavada en el templo (la cual, según la tradición, fue transportada a Loreto milagrosamente) y reza allí fervorosamente, después de leer una y otra vez, con intensa emoción, la inscripción grabada encima del altar de la capilla: "Hic Verbum caro factum est". Aquí, en una casa construida por la mano de los hombres, en un pedazo de la tierra en que vivimos, habitó Dios.

Al día siguiente, a las nueve de la mañana, celebra la Santa Misa en ese mismo altar de la capilla, pero el ajetreo de la multitud de peregrinos en ese día de la Asunción es tal que le resulta difícil recogerse. Cada vez que, según prescriben las rúbricas, besa el altar, tres o cuatro campesinas lo besan también.

Durante la acción de gracias, prosigue el ajetreo, hasta tal punto que, para evitar los empujones, tiene que refugiarse en un estrecho pasillo situado tras el altar. Pero los peregrinos lo invaden también, a empujón limpio...

El Padre ofrece esas molestias -fruto de la devoción de aquellas gentes- y se concentra en lo que le ha llevado allí: depositar su inquietud en manos de la Virgen; consagrar al Inmaculado Corazón de María el Opus Dei y todos sus miembros: nuestros cuerpos, nuestros corazones y nuestras almas; tuyos somos nosotros y nuestros apostolados; pedirle que mantenga firme y seguro el camino de la Obra...

Pronto, le invade una paz profunda, de tal forma que, cuando abandona el Santuario de Loreto, abriga la convicción de que, si la Obra está amenazada, como confusamente presiente, no hay nada que temer: la Madre de Dios, a la que acaba de consagrar la Obra entera en la "Santa Casa", velará por ella.

Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum! Corazón dulcísimo de María, prepáranos un camino seguro... ¡Allana las dificultades! ¡Ábrenos el camino!

En Italia, en España, en Portugal

Durante las siguientes semanas, el Padre visita otros Santuarios marianos: Nuestra Señora de Pompeya, cerca de Nápoles; Lourdes, el 6 de octubre de 1951, camino de España, donde va a asistir al primer Congreso General de la Sección de mujeres de la Obra; el Pilar en Zaragoza... En todos ellos, renueva la consagración que ha hecho en Loreto y repite la misma jaculatoria: Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum!

A sus hijas, reunidas en Los Rosales, una casa situada en las proximidades de Madrid, les habla de la expansión de la Obra en el mundo, de la maravillosa aventura que van a vivir si permanecen fieles a los medios sobrenaturales de siempre: oración, mortificación, Sacramentos...

Unos días antes, un joven ingeniero, Bartolomé Roig, ha ido a establecerse en Venezuela y el 11 de octubre, durante su estancia en España, el Padre bendice a don Teodoro Ruiz Jusué, a punto de partir hacia Colombia. Luego, con amoroso impulso, descuelga un crucifijo de mármol que pende sobre su cama y se lo entrega, con dos tomos encuadernados de las obras de San Agustín y un cuadrito con una imagen de la Virgen pintada sobre cobre, regalo de su hermana Carmen. Son los únicos "tesoros" que le puede dar...

El 19 de octubre, procedente de Coimbra, se detiene una vez más en Fátima antes de seguir viaje a Lisboa. Reza intensamente en la capilla de las apariciones y vuelve a consagrar la Obra al Inmaculado Corazón de María.

Fin de una amenaza

El 24 de octubre ya está de nuevo en Villa Tévere, en Roma. Allí le informan de que va a haber que prescindir de los servicios de la empresa constructora, porque no cumple el contrato. Por otra parte, son tales las dificultades financieras que hay que restringir los gastos al máximo. Los alumnos del Colegio Romano dejan prácticamente de fumar y se dirigen a pie a la Universidad o a su lugar de trabajo.

Don Álvaro del Portillo se esfuerza por hacer frente, no sin dificultades, a los vencimientos de los créditos y pide ayuda a diestro y siniestro...

Nadie piensa en reducir, o en renunciar a concluir, los edificios de la sede central de la Obra, porque no es ése el espíritu del Opus Dei, tal y como el Padre se lo ha transmitido a sus hijos: Las obras de Dios no fracasan nunca por falta de medios materiales; si fracasan es por falta de buen espíritu.

Así pues, las obras de Villa Tévere no se interrumpen. A finales de año, el Fundador puede bendecir un oratorio y consagrar el altar de Villa Sacchetti, edificio independiente reservado a las mujeres de la Obra, cuyo oratorio dedica al Corazón Inmaculado de María en recuerdo de la Consagración hecha el 15 de agosto. Porque aquel presentimiento de un peligro que amenaza a la Obra le sigue atosigando, aunque no sabe cuál es...

Hasta que una carta de sus hijos de Milán viene a arrojar un poco de luz: el 18 de febrero de 1952, dos miembros de la Obra -un sacerdote y un laico- habían ido a visitar al Cardenal arzobispo, como solían hacer periódicamente, para tenerle al tanto de sus labores apostólicas. Nada más llegar, el Cardenal Schuster les había preguntado por el Padre.

-¿No tiene ahora una especial contradicción, una Cruz muy fuerte?

Los dos miembros de la Obra le habían respondido que no sabían nada, pero que si era así estaría muy contento, porque siempre había enseñado a sus hijos que cuando se está cerca de la Cruz, se está muy cerca de Jesús...

-No, no -había insistido el Cardenal-. Decidle que recuerde a su paisano San José de Calasanz y... que se mueva.

A1 recibir la carta de sus hijos, lo comprende todo. Conoce bien la historia del Fundador de las escuelas Pías. No en vano había sido en Barbastro alumno de una de ellas, sin olvidar que San José de Calasanz era aragonés y estaba emparentado con su familia...

Aquel santo de su tierra había fundado en Roma una congregación religiosa para instruir y educar a niños de familias humildes, pero, al final de su vida -tenía ya más de ochenta años- había sido víctima de incalificables intrigas, urdidas por uno de sus hijos, el Padre Mario. Éste, engañando al Papa, le había denunciado al Santo Oficio, logrando usurpar su cargo de Superior y que se le expulsara de la congregación que había fundado...

No tarda en recibir datos más concretos: existe, en efecto, un proyecto de desmantelamiento de la Obra que, a diferencia del caso de San José de Calasanz, procede de fuera. Un plan verdaderamente diabólico: se trata de escindir las dos secciones del Opus Dei -masculina y femenina- y de obligar al Fundador no sólo a renunciar a su cargo de Presidente General, sino a apartarse de la Obra.

El proyecto, al parecer, está ya en manos de altas jerarquías del Vaticano. Aprobarlo es tanto como destruir la Obra, porque la unidad de espíritu entre las dos Secciones y la unidad de gobierno, garantizadas por la persona del Presidente General, es algo esencial, que forma parte del carisma fundacional.

El segundo objetivo -la expulsión del Fundador- le hace decir, con lágrimas en los ojos: Si me echan, me matan; si me echan, me asesinan. Se siente como aplastado entre dos planchas de hierro. Si su corazón no estalla es por su ilimitada confianza en Dios y por la seguridad que le proporcionan sus recientes peregrinaciones a los Santuarios de la Virgen.

Se da cuenta, también, de que hay que actuar, debe "moverse", como le ha aconsejado afectuosamente, por mediación de sus dos hijos de Milán, el Cardenal Schuster.

Oficialmente, sin embargo, el Presidente General del Opus Dei sigue sin saber nada. Además, no puede presentar un recurso contra una decisión que todavía no se ha tomado. Queda la posibilidad de dirigirse personalmente al Papa, haciéndole saber que está al corriente de lo que se trama...

La carta es filialmente, dolorosamente directa. Mons. Escrivá no pide nada para él. Lo único que pide es que, por amor a la justicia, se le hagan conocer abiertamente las acusaciones. El Fundador abre su conciencia de sacerdote enamorado de la Iglesia: no tiene ningún miedo a la verdad. Bien sabe el Padre que se trata de una campaña de calumnias y falsas acusaciones: una inexplicable celotipia ha hecho que, una vez más, se propalen falsedades, con el fin de levantar un clima de sospecha y desconfianza en contra de la Obra. No le importa por su persona; lo que no puede tolerar es la ofensa a Dios y la injusticia que eso supone para con todas sus hijas e hijos, que sirven a la Iglesia con plena fidelidad al espíritu y a las normas expresamente aprobadas por la Santa Sede.

Cuando el Fundador da a leer la carta a don Álvaro del Portillo, éste pide al Padre que le deje firmarla también.

Unos días más tarde, el 18 de marzo de 1952, el Cardenal Tedeschini, encargado de presentar a la Santa Sede los asuntos relacionados con el Opus Dei, lee la carta a Pío XII. Aunque el procedimiento ha sido realmente muy poco usual, el Papa, emocionado sin duda por la excepcional franqueza de Mons. Escrivá y la sinceridad que emana de su misiva, le responde inmediatamente que no es cuestión de que tales propuestas sean aceptadas.

Una vez más, un intento de destruir el Opus Dei ha sido desbaratado.

Para don Josemaría, como para el puñado de miembros de la Obra que saben lo que ha pasado, ha sido la Madre de Dios, ardientemente invocada en Loreto y en otros santuarios marianos, quien ha obtenido esta gracia extraordinaria.

En junio de 1952, el Fundador completa el acto de entrega a la Virgen María del año anterior con una nueva consagración de la Obra, en este caso al Sagrado Corazón de Jesús.

Finalmente, el 26 de octubre, festividad de Cristo Rey, en un pequeño oratorio de la sede central, todavía sin terminar, el Padre pide al Señor que otorgue la paz a la Obra, al mundo, a todos los hombres de buena voluntad: Oh, dulcísimo Jesús (...), al consagrarte nuestra Obra, con todas sus labores apostólicas, te consagramos también nuestras almas con todas sus facultades; nuestros sentidos; nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones; nuestros trabajos y nuestras alegrías. Especialmente te consagramos nuestro pobres corazones, para que no tengamos otra libertad que la de amarte a Ti, Señor.

Es Dios quien lo hace todo...

A pesar de ser muy graves, estos acontecimientos no han obstaculizado en absoluto el desarrollo de los apostolados de la Obra.

A Roma llegan, cada vez en mayor número, estudiantes y jóvenes licenciados que van a profundizar su formación. A comienzos del verano de 1952, el Padre ruega a su hermana Carmen que se traslade a Salto di Fondi -un pueblo situado entre Roma y Nápoles- para atender al cuidado material de una casa de campo, situada junto al mar, donde pasarán una temporada; en tandas sucesivas, grupos de alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz.

En julio, ocho miembros del Opus Dei reciben las sagradas órdenes en una iglesia de Madrid. Poco antes, se ha instalado en Pamplona una escuela de Derecho, semilla de una futura Universidad. Se trata de un antiguo sueño del Padre, para cuya realización ha rezado y trabajado años y años. Para él es claro que si bien el apostolado de los miembros reviste un carácter personal, de amistad y confidencia, en todos los ambientes, será también necesario promover en todos los países algunas actividades orientadas a la educación y a la promoción social. La iniciativa corresponderá a sus hijos o a sus hijas, en colaboración con otras personas. La Obra se limitará a insuflar su espíritu en esas realizaciones, cuya misión consistirá en contribuir a resolver problemas concretos de un país, una región o un sector de la sociedad, constituyendo, al mismo tiempo, instrumentos aptos para difundir la doctrina cristiana y marco propicio al apostolado personal de los miembros de la Obra que en ellas ejerzan su trabajo profesional.

Tal era la finalidad de la Academia DYA, abierta en Madrid en 1933, y de las distintas residencias de estudiantes instaladas desde entonces. Sin embargo, el proyecto actual es más ambicioso, y el Padre espera mucho de él: una Universidad digna de ese nombre, cuya influencia se extenderá no sólo a toda España, sino también a otras naciones.

Poco a poco, buenas noticias empiezan a llegar a Roma, procedentes de los países y ciudades a donde se ha ido en los últimos años.

A comienzos del mes de julio de 1952, algunos de los que habían iniciado la labor en Argentina, tomando como base la ciudad de Rosario, se instalan en Buenos Aires. En agosto, comunican al Padre que se ha producido la primera vocación femenina en aquel país. El 30 de ese mismo mes, un sacerdote parte para Venezuela, y un ecuatoriano que acaba de concluir sus estudios en Roma regresa a su país. Otros dos miembros de la Obra se establecen en Bonn, capital de la Alemania Federal.

En 1953 prosigue la expansión apostólica: se abre en Dublín una Residencia de estudiantes y dos miembros del Opus Dei van a trabajar profesionalmente en Perú y en Guatemala. Finalmente, en París -objetivo del Fundador desde los años treinta- dos miembros de la Sección de varones alquilan un pisito en la calle del Doctor Blanch. En el verano, se les une Fernando Maycas, el joven jurista que ya había residido en París varios años y que ha sido ordenado sacerdote en España. Su instalación definitiva en París marca el comienzo de una labor estable y continuada en Francia.

***

El Padre realiza un nuevo viaje a España para pasar en Molinoviejo, cerca de Segovia, el 2 de octubre de 1953, fecha en la que se cumple el veinticinco aniversario de la fundación del Opus Dei. En ruta, se detiene en Lourdes para rezar a la Virgen en el mismo lugar donde lo había hecho el 11 de diciembre de 1937, en plena guerra civil, tras el largo y agotador paso de los Pirineos.

Antes de abandonar Roma, ha recibido una bendición especial del Santo Padre mediante una carta del Cardenal Tedeschini, confirmada días más tarde por un telegrama de Mons. Montini, pro-secretario de Estado para los asuntos ordinarios.

En Madrid le esperan sus hijos, para celebrar el aniversario. Porque, en efecto, ha transcurrido un cuarto de siglo desde que vio la Obra por primera vez, mientras repicaban las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles... Ahora, ya puede contemplarla como el Señor la quería, proyectada en el tiempo -siglos- y haciendo en la historia de la humanidad -humilde y silenciosamente- un surco hondo y ancho, luminoso y fecundo.

Al acercarse este aniversario, había recomendado a sus hijos y a sus hijas que realizasen con mayor empeño su trabaja en ese día, intensificando su oración. Sed -en esta tierra tan llena de rencores- sembradores de alegría y de paz: porque este heroísmo sin ruido de vuestra vida ordinaria será la manera más normal, según nuestro espíritu, de solemnizar las Bodas de Plata de nuestra Madre.

Antes de regresar a Roma, el Padre se acerca a Portugal y luego, pasando por Bilbao, llega hasta París, donde sorprende a sus hijos con su visita, el 24 de octubre. Desciende hacia Italia y pasa por Milán y Loreto.

La expansión de la Obra, que no ha hecho más que empezar, le demuestra, una vez más, que Dios la ha querido. ¡No puedo!, ¡no valgo!, ¡no sé!, ¡no tengo!, ¡no soy nada! repite sin cesar, como en los primerísimos comienzos, durante los días que preceden y siguen al aniversario. Y concluye con el complemento lógico de este acto de fe: Pero Tú lo eres todo.

Este 2 de octubre debe ser para sus hijos un nuevo punto de partida, una ocasión de ampliar el horizonte de su apostolado hasta los últimos rincones del planeta.

Vuestra caridad ha de ser amplia, universal: habéis de vivir de cara a la humanidad entera, pensando en todas las almas de todo el mundo. Esa actividad os llevará a rezar por todos, y, en la medida de vuestras posibilidades, a ayudar a todos.

¿Quién, entre los más antiguos, no rememora, al oír estas palabras, aquel mapamundi de la Residencia de Jenner y aquella cruz que el Padre dibujaba, con sus cuatro brazos en forma de flecha, orientados hacia los cuatro puntos cardinales?

Redacción  opusdei.org/es-es/

leszek koczanowicz

El domingo 25 de octubre de 2015 fue un punto de inflexión política en Polonia. En mayo de 2015 las elecciones presidenciales ya habían provocado un inesperado disgusto cuando el presidente en el cargo, apoyado por la gobernante Plataforma Cívica, fue derrotado por el candidato derechista Andrzej Duda. Era obvio que se había producido un importante vuelco. Sin embargo pocos, si alguno, apreciaban su magnitud. En las elecciones parlamentarias de octubre de 2015, el partido conservador-nacionalista Prawo i Sprawiedliwosc (Ley y Justicia) obtuvo una mayoría absoluta en el Sejm, un resultado sin precedentes en la historia poscomunista de Polonia; el PIS también obtuvo el 61 de los 100 escaños del Senado [1]. El voto a la Plataforma Cívica, la formación liberal-conservadora que había dominado el panorama político desde 2007, se desplomó en cambio quince puntos hasta el 24 por 100 y perdió la cuarta parte de sus escaños. Por primera vez desde 1990, ningún partido de izquierda o centro-izquierda logró superar el umbral del 5 por 100 para entrar a formar parte del parlamento, si bien nuevas fuerzas políticas afirmaron con fuerza su presencia. En tercer lugar se situó Kukiz’15, una formación novel centrada en torno a Pawel Kukiz, un rockero punk de 53 años, quien se alió con el Movimiento Nacional, de extrema derecha, abogando por un cambio al sistema mayoritario estricto con representación unipersonal en los distritos electorales como la panacea para todos los males de la democracia polaca [2].

Los primeros meses del gobierno del PIS han mostrado claramente la meta política hacia la que es probable que se dirija el país durante los próximos años. Tras obtener el pleno control político –Sejm, Presidencia, Senado–, el partido ha proclamado que, habiendo obtenido un mandato de la nación, está decidido a cumplir sus promesas electorales e implementar un programa radical de «buen cambio». Las declaraciones de sus líderes implican que ello transformará el modelo polaco de democracia para convertirlo en un instrumento de la comunidad nacional. La pregunta clave es, pues, cómo debe entenderse realmente esa «comunidad». De hecho, la relación entre comunidad y democracia es una de las cuestiones más complejas, aunque también la más intensamente debatida, de la teoría política contemporánea.

La dificultad reside en el hecho de que los dos conceptos –democracia liberal y comunidad– se han desarrollado siguiendo líneas separadas, a menudo no sólo ignorándose, sino incluso mostrándose abiertamente hostiles entre sí. El liberalismo toma como punto de partida un individuo aislado y autónomo, cuyas relaciones con los demás se armonizan en la esfera pública mediante procedimientos de naturaleza sustancialmente jurídica. La «comunidad», en cambio, pone de relieve el papel del «pueblo» –de la comunidad nacional– como vehículo de valores, que se materializan en la vida social. Un problema inherente a este enfoque es la relación entre la comunidad y el poder político. Mientras que la comunidad es algo «vivo», «cálido» y «omnipresente», el poder político es «frígido» y «distante», siendo el Estado «el más frío de todos los monstruos fríos», como dijo Nietzsche. Si la noción de democracia liberal está inmersa en el pensamiento de la Ilustración, la noción de comunidad se basa por el contrario en el romanticismo y su desconfianza respecto al poder supremo de la razón y, en particular, a sus proclamaciones universalizadoras. La historia del pensamiento político durante los siglos XIX y XX se puede interpretar como una contienda continua entre esos dos conceptos, aunque la dicotomía, por supuesto, requiere matizaciones. La democracia no puede surgir ni desarrollarse sin el apoyo del pueblo; y sin el respaldo de las masas, la democracia se reduce a un juego entre elites. Sin embargo, una cuestión clave sigue siendo determinar las condiciones en que la protesta popular puede transformarse en instituciones democráticas estables o aumentar el potencial democrático de la sociedad.

La disputa sobre «democracia» versus «comunidad» ha dado lugar a un compromiso realmente débil entre las dos perspectivas en liza. Esto no significa que haya surgido un nuevo marco teórico, sino que las dos partes del debate han acordado hacer algunas concesiones. Algunos liberales han reconocido que, incluso en la esfera pública, las personas no son simplemente individuos autónomos sin ninguna historia previa, sino que, por el contrario, están inmersos en ciertas tradiciones que configuran sus vidas y forman sus creencias políticas, lo que implica que en política no sólo participan los individuos autónomos, sino también grupos e identidades colectivas. Y la mayoría de los comunitaristas ya no niegan la validez de los procedimientos, sino que afirman que hay que llenarlos con el contenido vivo de los valores comunales. La cuestión todavía por resolver es cuánto comunitarismo necesita realmente la democracia, con la pregunta concomitante sobre el punto crítico en que un comunitarismo fuerte llega a ser destructivo para la sociedad democrática.

El problema de la democracia radica, en realidad, en su carácter volátil, elusivo. Claude Lefort lo interpretó muy bien cuando describía la democracia como un sistema organizado en torno a un «lugar vacío» –antes ocupado por el monarca–, que cuenta con su noción central de «pueblo» necesariamente construido y reconstruido una y otra vez, siempre «disponible». No sorprende, pues, que la democracia sea intrínsecamente susceptible a las tentaciones tanto del autoritarismo como del anarquismo. El primero está relacionado con una tendencia recurrente a llenar el «espacio vacío» con símbolos definidos, tales como la nación o el proletariado. Al mismo tiempo, la democracia también está siempre en riesgo de reducirse a la anarquía, cuando su precario equilibrio comienza a desmoronarse. Desde este punto de vista, la democracia aparece como un gran llamamiento a cruzar sus límites, a la transgresión de lo que está realmente allí [3]. Como insistió Cornelius Castoriadis, el descubrimiento trascendental de los atenienses fue la comprensión de que las instituciones son un producto humano y no una obra divina. En su monumental estudio, Castoriadis argumenta convincentemente que las instituciones, incluida la esencial, es decir, «la institución imaginaria de la sociedad», crean a los individuos, siendo creadas por ellos al mismo tiempo. Esta relación recíproca entre individuos e instituciones presupone la autonomía individual como esencia de la democracia [4].

Desde este punto de vista, es evidente que la democracia, como sistema que alberga en su núcleo la mutabilidad de las instituciones y la autonomía individual, puede encontrarse fácilmente al borde de la colisión con la comunidad, basada en la unidad y la tradición y en una visión del individuo como expresión de valores comunales. Pero la colisión no tiene por qué producirse obligatoriamente; y cualquier respuesta a la pregunta de cuánto comunitarismo necesita la democracia será en gran medida empírica, relacional y basada en circunstancias políticas y culturales particulares. Las sociedades democráticas, como sabemos, surgieron dentro de los Estados nacionales asociadas a la aceptación de su carácter pluralista. Sin embargo, a medida que se consolidaba la democracia, estas mismas sociedades se transformaron, dando paso a una creciente aprobación del pluralismo político y ético. En consecuencia, la comunidad nacional se volvió cada vez más autorreflexiva.

¿Cada uno para sí mismo, y sólo la nación para todos?

Decir que las actitudes comunales son omnipresentes en Polonia es una banalidad. A pesar de los logros significativos, y en muchos sentidos pioneros, de la tradición democrática basada en la baja nobleza, fue la pérdida de la condición de Estado independiente la que determinó la trayectoria del pensamiento político y social en Polonia. Los intelectuales polacos del siglo XIX se vieron desafiados a formular un concepto de la nación fuera y más allá del Estado nacional, un concepto que ayudara a la idea nacional a sobrevivir a los tiempos de la partición y el sometimiento. Los esfuerzos titánicos de las elites intelectuales polacas sostuvieron la continuidad de la identidad nacional, pero ese éxito tuvo un precio. La nación surgió como una proyección de esperanzas y ansiedades; o, para usar un término psicoanalítico, como un fantasma que dejó una pesada huella en la vida de muchas generaciones de polacos. En su corazón estaba un sueño de unidad nacional absoluta y la creencia añadida de que era casi tangible, de que estaba a su alcance. Por definición, un fantasma no sólo resiste a la realidad, sino que crea una esfera simbólica que domina las creencias de la gente y motiva eficazmente la acción humana. Como un fantasma está, claramente, saturado de emoción, ir más allá u oponerse a él es un proceso desacostumbradamente doloroso. No es de extrañar que una pérdida de unidad nacional, el consentimiento para la pluralización de la nación y la tolerancia de actitudes divergentes sobre cuestiones fundamentales, puedan parecer una horrible perspectiva.

La lógica social presente tras la persistencia de tal concepto nacional no es difícil de precisar. Su procedencia feudal se destacó en los debates de principios del siglo XX. Aunque ideas alternativas de la nación fueron presentadas por la burguesía polaca (con la Democracia Nacional como su encarnación política) y los incipientes movimientos populares y obreros, la concepción feudal de la nación dominó la escena política. Como sostenía su crítico radical, Julian Brun, abrigaba una contradicción intrínseca [5]. Por un lado, la creencia en la importancia de la unidad nacional recibió una poderosa confirmación de dos milagros: la restauración de la independencia política otorgada por los Aliados en 1918 y la victoria en la guerra de 1920 contra los bolcheviques. Por otra parte, la realidad de la Polonia Renacida estaba atenazada por las tensiones sociales –el levantamiento de los trabajadores, el golpe militar, el endurecimiento del nacionalismo– y las fricciones políticas. Como la contradicción parecía insoluble, lo único que cabía hacer era esperar un «tercer milagro».

Paradójicamente, parece que la contradicción sobrevivió al período comunista y volvió a aparecer casi inmutada después de 1989, cuando Polonia recuperó su independencia del bloque soviético. El catálogo de los milagros polacos se vio incrementado por dos acontecimientos consecutivos: el surgimiento de Solidaridad en 1980 y la caída del comunismo en 1989. Fue fácil interpretarlos como un triunfo de la unidad nacional que evitó la intervención externa. Este concepto de la nación se convirtió en un punto de referencia cultural, mientras que su versión simplificada sirvió de base a la «ideología de los medios de comunicación populares».

¿Cuántas veces hemos oído durante los últimos veinticinco años a los periodistas de diversos medios presentar apasionadamente banalidades inspiradas en la unidad nacional, urgiéndonos a poner fin a nuestras disputas ya que somos, después de todo, una nación y deberíamos mantenernos unidos siempre? Este llamamiento no brotaba de la nada; era generado por una extraña división ideológica del trabajo, omnipresente durante la primera década de la transformación posterior a 1989, que incluía a las dos ideologías dominantes –el liberalismo y el nacionalismo religioso–, dividiendo a Polonia, al menos en cierta medida, en dos esferas de influencia separadas.

En este contexto, quizá vale la pena señalar que los medios de comunicación liberales y de centro-izquierda criticaron duramente cualquier intento de proteger los derechos de los trabajadores, tachándolos con el apodo despectivo de «derechos poscomunistas». Por otro lado, las medidas políticas aprobadas en su favor recibieron un fuerte respaldo de los medios de orientación nacionalista, que permanecían al margen de la opinión predominante y que a menudo estaban estrechamente vinculados a la Iglesia católica. Saturados de ideología nacionalista, su mensaje era, no obstante, que la injusticia social era el producto de una conspiración de liberales e «izquierdistas». La influencia de esa fracción de los medios de comunicación creció rápidamente a comienzos del siglo XXI, junto con la decadencia de la Alianza Democrática de Izquierdas (Sojusz Lewicy Demokratycznej, SLD), partido de centro-izquierda, que contó con el respaldo de entre el 20 y el 40 por 100 del electorado entre 1993 y 2001. La emisora católica Radio Maryja se convirtió en una plataforma popular muy destacada para la difusión de mensajes nacionalistas y ultraconservadores.

El liberalismo polaco, en la medida en que funcionaba como una «ideología vital», es decir, como parte del imaginario social, permanecía primordialmente en la esfera económica. Además, se conoció primero en su variedad más radical, vinculada a la Escuela de Chicago; su popularidad fue impulsada, por otro lado, por la línea dura anticomunista adoptada por Reagan y Thatcher, así como por la creencia de que eran esenciales cambios estructurales en la economía. Se pensaba que las dos cosas que faltaban en el comunismo –el capitalismo y la democracia– estaban tan claramente entrelazadas que pocos tenían dudas sobre su inseparabilidad. En consecuencia, se extendió una profunda convicción de que el ascenso del capitalismo conduciría directamente a la democracia liberal. Es cierto que ese pensamiento se combinaba con el Zeitgeist mundial; era la época en la que prevalecían las ideas contenidas en el famoso artículo de Fukuyama sobre el «fin de la historia» y el triunfo final de la democracia liberal junto con el libre mercado. También fue un momento en el que la crítica social tradicional se consideraba comúnmente una lamentable expresión del «sentido del derecho a», una reminiscencia del pasado que había que archivar de una vez para siempre. Esto impedía el desarrollo de cualquier alternativa social de izquierdas, o por lo menos social-liberal, especialmente porque la izquierda oficial, el SLD, había hecho suyo el vocabulario neoliberal. Los debates se centraban en «aliviar los efectos de la transformación» más que en construir un modelo socialmente responsable de Estado. Las actitudes individualistas, cuando no egoístas, se difundieron de manera consistente, así como la creencia de que sólo se podía contar con uno mismo.

Por supuesto, tal atomización no podía sino inclinar a la gente a buscar un asidero en ideologías capaces de proporcionar identidades colectivas sólidamente asentadas. La única cosmovisión poderosa disponible –y prácticamente incontestada– era el tándem establecido de valores nacional-religiosos. Además, su relevancia recibió un poderoso respaldo de los políticos y legisladores de la década de 1990, que hicieron obligatoria la enseñanza religiosa en la escuela, introdujeron rígidas restricciones en el acceso al aborto y firmaron un concordato con el Vaticano. Es difícil evaluar hasta qué punto estas políticas resultaron del equilibrio de poder del momento o de concesiones deliberadas de los reformistas liberales en un intento de asegurar los cambios que consideraban más importantes en la economía. De un modo u otro, convergieron con una ofensiva lanzada por la derecha, que dominaba ámbitos cada vez cada vez más vastos de la conciencia social, sin encontrar realmente mucha resistencia. En última instancia, esos procesos produjeron un sistema bipolar, en el que el egoísmo económico coexistía con una noción abstracta de la nación, definida estricta y cada vez más restrictivamente en términos de valores y patrones de comportamiento tradicionales. La Iglesia católica desempeñó un papel esencial en el proceso; utilizando el capital social acumulado durante el período comunista, la jerarquía eclesiástica se sintió libre para plantear considerables exigencias a los sucesivos gobiernos, cualquiera que fuese su naturaleza política. Ningún gabinete polaco fue capaz de rechazar esas demandas, lo que ayudó a la Iglesia a obtener una posición excepcionalmente influyente en la vida cultural y social. Esto no hizo más que ahondar la división dicotómica en la sociedad al hacerse cada vez más conservadora la jerarquía religiosa, mientras que los intelectuales católicos de mentalidad más liberal quedaron al margen e incapacitados para influir en la política de la Iglesia frente al gobierno.

El auge del sistema dicotómico arroja alguna luz sobre el enigma de por qué se ha mantenido el paradigma romántico pese a la creencia, generalizada en la década de 1990, de que su final estaba cerca. Las expectativas de la inminente desaparición del romanticismo polaco, magistralmente expresadas en el ensayo de Maria Janion «Crepúsculo del paradigma», no eran en modo alguno infundadas. Sus tropos literarios habían servido para crear conciencia nacional durante la larga era de las particiones, resaltando lo que parecía central para la supervivencia de la nación, que se reducía, por decirlo así, a hacer significativo el sufrimiento [6]. La idea de la unidad nacional basada en la celebración del martirio ayudó a la gente a resistir la opresión, alimentando, al mismo tiempo, una compleja mitología. Si después de 1989 Polonia se estaba convirtiendo en un país «normal», no había razón para que se atuviera a esos mitos. Sin embargo, tales razonamientos no se hicieron realidad, mientras que los tropos románticos, por el contrario, no sólo se consolidaron, sino que encauzaron poderosamente la experiencia de sucesos trascendentales, con la tragedia de Smolensk como principal ejemplo [7].

Si sólo hubieran estado en juego las reacciones frente a grandes acontecimientos traumáticos, esa respuesta sería comprensible; en tales casos es casi imposible sacudirse el lenguaje en el que se han expresado esas emociones durante más de dos siglos. Sin embargo, parece que la noción romántica de la nación, o más bien su variedad marchita y simplificada, ha impregnado áreas más amplias de la vida cotidiana y la política, porque es innegable que hay una continuidad entre la conmemoración de grandes acontecimientos, el culto de los «soldados malditos» y el Levantamiento de Varsovia de 1944, por un lado, y las omnipresentes «afrentas» o eslóganes lanzados a gritos por los aficionados en los estadios de fútbol [8]. Se podría argumentar, por supuesto, que la noción romántica de la nación era diferente; que, a diferencia del nacionalismo actual, era extraordinariamente inclusiva. Hay, ciertamente, mucha verdad en ello, y el contenido de la ideología nacional polaca contemporánea es un asunto que los sociólogos y los antropólogos deben explorar; pero una breve ojeada basta para comprobar que se trata de una amalgama de elementos románticos con el nacionalismo moderno implantado en Polonia durante el período de entreguerras por los demócratas nacionales [9]. Sin embargo, la pregunta clave es qué función cumple esta ideología, o mitología, en la sociedad polaca contemporánea, así como las razones de su popularidad.

Corrosivos

Sin lugar a dudas, muchos de los siete millones de polacos que votaron por el PIS y Kukiz’15 en octubre de 2015 se sintieron atraídos por la orientación pro-nacional de esos partidos. Sin embargo, la popularidad de esa ideología no se puede explicar únicamente recurriendo a factores relacionados con la conciencia; también responde de una forma u otra a problemas sociales. En mi opinión, la fuente de la popularidad actual del nacionalismo en Polonia radica en que proporciona un marco de referencia para la crítica social: ayuda a combinar y generalizar percepciones y expresiones de graves injusticias que, aunque dispersas, proliferan en la vida cotidiana. Sin exagerar mucho, la transición polaca puede considerarse un éxito, en el sentido de que ha producido un sistema operativo de instituciones democráticas y una economía de libre mercado tolerablemente eficaz. Sin embargo, ese éxito tuvo un coste social enorme. Los aspectos socioeconómicos de la transición han suscitado múltiples estudios, centrándose particularmente en amplias esferas de exclusión de muchas formas básicas de participación social [10]. Sin embargo, se ha prestado menos atención a lo que se podría denominar daño sociopolítico. Es cierto que se han evitado protestas masivas, que pudieran socavar los fundamentos del sistema, pero el período de transición ha causado un daño irreparable a las relaciones entre quienes detentan el poder y la sociedad, debilitando así un importante pilar del sistema democrático. Un análisis exhaustivo de ese proceso queda fuera del alcance de este artículo, pero podemos enumerar sus aspectos principales.

En primer lugar, el modelo bipolar de conciencia social expuesto anteriormente ha obstruido el funcionamiento de la democracia. No se puede esperar que la gente obligada a actuar egoístamente en la esfera económica lo vaya a hacer de manera solidaria en la política. Un resultado más probable es lo que ha ocurrido en Polonia: la gente o bien se apartó de la política (la participación electoral es siempre baja) o adoptó valores abstractos, viéndola como una batalla por principios no negociables: la «política como religión», expresión acuñada por Avishai Margalit, en contraposición a «la política como economía», donde se pueden alcanzar acuerdos y cierta comprensión mutua. La política polaca se ha encaminado peligrosamente hacia la política como religión, siendo quizá el actual gobierno del PIS la culminación de esa tendencia. Bajo el modelo bipolar, la misma tendencia ha prevalecido en la política económica, donde una ideología extremista de libre mercado ha sido considerada como justificación de todos los costes de la transición. (El PIS se inclina a rescindir ese acuerdo tácito en nombre de la solidaridad nacional; por ejemplo, planea aumentar los impuestos a las grandes corporaciones, los bancos y las cadenas minoristas. Su programa insignia es una subvención mensual de 500 zlotys [120 dólares] por niño a todas las familias con dos o más hijos. Esto, que sin duda supondrá una ayuda para las familias numerosas, se llevará a cabo a costa de medidas colectivas como el desarrollo de guarderías o la mejora de las escuelas, y como tal es probable que impulse el egoísmo económico).

En segundo lugar, el curso de la joven democracia polaca ha atravesado una serie de escándalos que han dejado su huella en ella [11]. Aunque no es una novedad –véase, por ejemplo, la historia de la política francesa desde finales del siglo XIX hasta la década de 1930–, la «política del escándalo» señala una enfermedad que aflige al sistema democrático, indicando que los procedimientos normales están fallando y dando lugar a acontecimientos caóticos. Esto provoca inevitablemente una desconfianza hacia las elites gobernantes y lo que es peor, cinismo sobre las reglas de la sociedad democrática. Esos factores pueden, por supuesto, ayudar a «limpiar el ambiente»; pero su confluencia puede también anunciar un giro hacia el autoritarismo.

Una tercera fuente de daño sociopolítico surge de la creciente sensación de que la Administración del Estado ha sido ineficaz en cuanto a asegurar una mínima seguridad social para todos. Paradójicamente, esto se ha acentuado en las últimas fases de la transición, tal vez porque el efecto anestésico de la ideología neoliberal se había agotado. Es más, aunque el desmantelamiento del sistema público de salud, el aumento de la edad de jubilación y el amplio reconocimiento de los fracasos administrativos del Estado parecen exigir una discusión urgente sobre su papel en la vida social, el bipolar sistema nacionalista-neoliberal impediría cualquier solución, incluso si tal discusión llegara a tener lugar. Para algunos, el Estado es una entidad hipostasiada por encima y más allá de todas las coyunturas sociales y una encarnación terrenal de la nación idealizada. Para otros, es un «gestor de infraestructuras» –véanse las famosas autopistas, un elemento constante en todas las campañas electorales polacas durante los últimos veinticinco años–, únicamente responsable de su eficacia en la «modernización» de esos activos. Las dos visiones del Estado son tan divergentes, y a su modo tan abstractas, que el compromiso entre ellas parece imposible.

Finalmente, los sentimientos más intensos y amargos probablemente fueron inducidos no tanto por las desigualdades económicas de la transición, sino por las sociales, que han sido –y siguen siendo– mucho más graves. El sentimiento de injusticia como negación de la igualdad de oportunidades y una profunda convicción de la disparidad de acceso a los bienes socialmente disponibles es, como ha señalado Luc Boltanski, un poderoso mecanismo que desencadena la crítica social [12]. Su primera etapa implica reconocer la realidad como inaceptable, con lo que se debilita «la realidad de la realidad», para usar la expresión de Boltanski. Así es como se desarrollaron las cosas durante las últimas etapas del gobierno de la Plataforma Cívica, en el período previo a 2015, lo cual explica por qué el electorado del PIS se multiplicó, en general, y por qué, individualmente, muchos personajes conocidos declararon sorprendentemente que a pesar de no estar de acuerdo con su programa iban a votarle de todos modos. Tales actitudes también parecen haber alimentado el ascenso del movimiento Kukiz’15.

Sin embargo, para que la crítica generada por la decepción cotidiana pueda ser reformulada en un programa de cambio, necesita ser expresada en categorías universales. En términos «negativos», esto fue proporcionado por análisis socio-científicos y político-teóricos de patologías en las operaciones del poder y los negocios, que confirmaban la sensación cotidiana de las desigualdades sociales, pero la enmarcaban en términos políticos («romper el pacto»). Al mismo tiempo, la crítica ofreció el postulado de que Polonia debía renunciar a imitar las instituciones sociales y políticas occidentales y buscar en su lugar soluciones originales, que expresen plenamente la experiencia histórica y culturalmente distinta de la nación. Por supuesto, los diagnósticos negativos de la situación en Polonia no determinaban por sí mismos la dirección que debía tomar la búsqueda de soluciones «positivas». Pero la división bipolar de la conciencia social, basada en la obliteración de cualquier alternativa de izquierda viable, reforzó el impulso en una dirección particular hacia la recreación o más bien creación, como se prefiera, de una comunidad nacional.

Trenzando una comunidad

Muchos han sugerido que los cambios que se están desarrollando en Polonia desde la victoria del PIS reflejan un retorno en toda Europa al refugio del Estado-nación, lo que equivale a abandonar el compromiso con las instituciones supranacionales de la Unión Europea, aunque eso no impida el mantenimiento de organizaciones internacionales como la otan. Del mismo modo, la campaña de Trump se construyó sobre el atractivo del «America First». Sin embargo, tales comparaciones deben ser matizadas, ya que no hay una definición única de lo que constituye una comunidad nacional. Como se ha señalado, el concepto de nación en Polonia evolucionó después de la pérdida de la condición de Estado, convirtiéndolo en una excepción entre los países que produjeron identidades nacionales dentro de fronteras estatales tolerablemente estables. Los procesos de construcción de la nación siguieron diferentes trayectorias bajo esas condiciones variadas, con diferentes puntos focales y nociones de comunidad brotados de ellos. La nación, lejos de ser una comunidad confeccionada de antemano que encarna después en un Estado-nación, es, pues, una construcción llevada a cabo mediante complicados desarrollos históricos.

Tales ideas no parecen molestar a los líderes del PIS. Suponen tácitamente que la comunidad nacional es «transparente» y que sus intereses no necesitan ser negociados mediante el debate, al ser suficientemente evidentes para su implementación inmediata. Sin embargo, para materializar esos intereses hay que redefinir la democracia. Como ha sugerido Chantal Mouffe, la democracia liberal es un proyecto híbrido, que involucra dos componentes independientes: la soberanía del pueblo y los derechos individuales. Las líneas que los separan son fluidas y se definen usualmente mediante negociaciones entre diversas fuerzas políticas; aún así, ambos deben coexistir. Mouffe atribuye este principio a Benjamín Constant, quien en los albores de la democracia liberal exploró la diferencia entre la libertad entendida por los antiguos y por los modernos. Si para los primeros se trataba de la capacidad de influir en las relaciones políticas, para los últimos la separación entre lo privado y lo público era una dimensión esencial de la libertad, lo cual implicaba que áreas cada vez mayores deberían estar exentas de la interferencia del Estado [13].

Los defensores de la democracia republicana, en una de cuyas versiones se inspira el PIS, quieren revertir esa tendencia. Creen que la participación en la política debe basarse en un conjunto de valores morales que, en Polonia, deben derivar de normas nacionales y religiosas. Las instituciones políticas, sociales y educativas deben ser construidas de modo que fomenten y sirvan a la comunidad. Tales declaraciones suelen articularse en un lenguaje de valores, pero inevitablemente deben traducirse en decisiones concretas sobre la forma de esas instituciones, en las que los representantes y los dirigentes ejecutivos tienen precedencia como encarnaciones de «la voluntad del pueblo». De ahí que los objetivos políticos del PIS parezcan diferentes de los de los partidos populistas de derecha presentes en Europa occidental. Mientras que estos últimos tienden a perseguir una meta –centrada ahora, por regla general, en la contención de la inmigración–, el PIS busca una transformación total, no sólo de la escena política, sino también de los principios que la sustentan. En el lenguaje de la filosofía política contemporánea, el cambio apunta al fondo de la política y no sólo a su puesta en práctica.

La democracia republicana puede ser una reacción frente a la desintegración ideológica y la falta de valores –rasgos inherentes a la democracia liberal–, lo que, sin embargo, no le impide caer en contradicciones propias. El problema fundamental que afronta es si la misma mano de cartas se puede jugar con éxito una segunda vez; si en las sociedades contemporáneas, que aprecian la «libertad de los modernos», todavía es posible establecer una democracia basada en las virtudes cívicas y el compromiso directo de los ciudadanos en la política. Esta cuestión general, relativa como tal a la filosofía política, podría ir seguida de más detalles sobre las diferencias culturales, el tamaño del Estado, la viabilidad de la democracia directa y el fundamento material de la participación política común de los ciudadanos.

Si se responde afirmativamente, la pregunta conduce a dos problemas. Primero, la nación debe estar claramente definida, delimitando quién pertenece a ella y quién no. Segundo, hay que forjar instrumentos políticos para poner en práctica esa división ideológica. En la democracia republicana, o al menos en el tipo que parece sostener la estrategia del PIS, la nación se define como el conjunto de los individuos que apoyan un conjunto particular de valores: los que podrían llamarse auténticamente polacos. Como la definición es totalmente tautológica, necesita una especificación adicional. Una posibilidad consiste en delimitar una formación sociocultural histórica que encarne claramente la polaquidad –de ahí el énfasis en la tradición sármata del siglo XVI, la cultura de la nobleza polaco-lituana, algo orientalizada, como la fuente más pura de la identidad nacional en el pensamiento derechista [14]. Se supone que esta tradición proporciona un modelo único que combina el compromiso social y político con las virtudes individuales de los ciudadanos. El ideal presupone, no obstante, que quienes no apoyan sus valores nacionales y religiosos deben ser excluidos de la comunidad democrática de la nación polaca.

Otra posible definición de los auténticos valores polacos está asociada a la celebración de las tragedias nacionales en formas que transmiten ardientemente modelos morales a seguir. Por supuesto, nadie se atreve a afirmar que nuestros tiempos exijan las mismas formas de conducta, pero los ejemplos históricos, o exempla, implican enfáticamente que para asegurar la supervivencia de la nación debe mantenerse su identidad integral. En la actualidad, eso implica la resistencia frente a las influencias externas en todas las esferas de la cultura, la política y la vida social. Además, el concepto de nación debe explicar por qué la comunidad comprende parte de la nación y no a toda ella. Las explicaciones, una vez más, deben basarse en la política histórica, que puede demostrar que la sociedad –la comunidad– sufrió una gran degeneración bajo el régimen comunista y en las primeras etapas de la transición. Este argumento tiene una capacidad considerable de movilización política, ya que proviene directamente de la división bipolar de la conciencia social, en la que el pensamiento comunitario se deriva casi exclusivamente de los valores nacionales. En consecuencia, se insta a una dicotomización aguda entre los que «luchan por Polonia» y los que están «en su contra». Por otra parte, esa retórica agresiva pone a estos últimos a la defensiva, forzándolos a «demostrar» que ellos también están comprometidos con el bien del país.

Practicar la política en términos de unidad nacional puede así tener mucho éxito a corto plazo, especialmente si tal política puede entrelazarse con la crítica social. Sin embargo, esas estrategias pueden ser contraproducentes a largo plazo, ya que las medidas políticas necesarias para hacer y mantener la división entre los verdaderos polacos y los demás pueden socavar los mismos fundamentos del orden democrático, puesto que se basan en una paradoja: a saber, que es el Estado el que debe crear la comunidad, más que ser una emanación de ella. El Estado, no obstante, es una institución política y no comunitaria, lo que demuestra implícitamente que es la política –o en sentido estricto los políticos–, la que impone su versión de la comunidad. Esto exige que el Estado sea reconocido como una institución decisiva para la construcción de la comunidad, lo que pone en duda la autenticidad de esta última.

¿Democracia para nadie, o sólo para nosotros?

Los conceptos de democracia avanzada propuestos por Lefort y Castoriadis, aunque difieren en varios aspectos, comparten la idea de que la democracia no es reducible a un conjunto de instituciones y procedimientos, sino que representa un cierto proyecto antropológico y social. Para John Dewey, la democracia es la propia idea de la vida comunitaria [15]. Aplicar esta perspectiva al primer año del gobierno del PIS sugiere que los movimientos institucionales deben ser analizados en términos del modelo de democracia que promueven. En este sentido, la controversia sobre el Tribunal Constitucional –el más encendido de todos los debates mantenidos en Polonia desde octubre de 2015– podría tener cierto impacto positivo, ya que ha puesto de manifiesto el carácter contingente del derecho y su entrelazamiento con las circunstancias culturales, sociales y en cierto sentido políticas [16]. Además, ha ilustrado la relevancia de las concepciones ideológicas de los jueces, que no pueden sino afectar a los veredictos que pronuncian. Del mismo modo, el clamor en torno a las enmiendas a la Ley de Medios de Comunicación podría ofrecer una oportunidad para un examen detallado de las operaciones de los medios en Polonia [17]. No es ningún secreto que el periodismo imparcial y fiable es prácticamente inexistente en el país, donde los periodistas están más atrincherados en sus posiciones políticas que los propios políticos. Esto no ayuda a fomentar un debate público sólido, elemento indispensable de la democracia como tal. Por el contrario, tales enredos han contribuido en gran medida a la coyuntura actual, en la que dos fracciones opuestas tratan de eliminarse mutuamente, renunciando a cualquier intento de comprensión mutua.

Sin embargo, no se puede decir que ninguna de estas disputas –ni otras, por ejemplo la de la nueva ley sobre la función pública, que podría haber servido para iniciar un debate sobre dónde termina la política y comienza la Administración–, hayan propiciado una mejor comprensión de los mecanismos democráticos, al menos por el momento. Hay dos razones para este fracaso. En primer lugar, no hay indicios de que el PIS esté interesado en tales debates, sino más bien en perpetuar, o al menos legitimar, el statu quo, y en obtener beneficios rápidos y tangibles. El hecho de que ciertos objetivos hayan sido abiertamente enunciados es una ventaja en sí mismo, pero esto debería ser sólo un paso hacia el cambio de la ley o de las costumbres políticas, que no parece estar en marcha por el momento. En segundo lugar, la urgencia del gobierno del PIS y su desatención casi total a las opiniones de la minoría afectan la calidad de un debate que, después de todo, atañe a cuestiones fundamentales para el orden democrático.

Ahí es donde llegamos a la cuestión clave de la democracia, en concreto la actitud hacia las minorías. Las teorías de la democracia no parecen ofrecer una buena solución a este problema. Si asumimos que la soberanía del pueblo se expresa en su voto y va a ser representada por la mayoría, se deduce lógicamente que el gobierno debe ser conformado por esa mayoría, pudiendo ser derrocado en las siguientes elecciones. En tal versión de la democracia no hay cabida en la actividad de gobierno para la minoría, pero las instituciones democráticas deben proporcionarle oportunidades de expresar sus opiniones. Como ha insistido Adam Przeworski, la esencia del sistema democrático en tal modelo radica en la posibilidad de cambiar a los gobernantes por medio de elecciones [18]. Los defectos de tal doctrina son bastante evidentes y se han hecho múltiples intentos para corregirlos, sirviendo como ejemplo eminente el concepto rousseauniano de la voluntad general. Actualmente, por supuesto, el sistema constitucionalmente establecido de controles que se activan cuando se deciden asuntos de importancia fundamental incluye generalmente el principio de los dos tercios de los votos emitidos. En mi opinión, sin embargo, el reconocimiento de la minoría es más una cuestión de cultura política o de hábitos democráticos que una cuestión regulada por la ley. El ideal de la democracia se asemeja al de la deportividad: así como al equipo perdedor no se le niegan sus derechos, la minoría política no debe ser despojada de ellos. La actitud hacia la minoría es uno de los puntos de referencia más importantes por los que se mide el ejercicio del ideal democrático.

En Polonia, el período de transición no fomentó hábitos democráticos como el de un reconocimiento adecuado de las minorías. Probablemente esto fue el resultado de considerar la democracia como un sistema de procedimientos e instituciones, que tendían a velar y servir a intereses creados sectoriales, más que de hábitos. De ahí, diría yo, la decepción expresada, por ejemplo, en la baja participación en las elecciones, que varía entre el 41 y el 54 por 100. La democracia se estaba convirtiendo en una democracia «para nadie», una forma vacía carente de contenido social. Lo que el PIS y Kukiz’15 ofrecían resultó atractivo, porque anunciaba un cambio tectónico. La democracia se convertiría en una expresión de la voluntad de la nación, una vía hacia su protagonismo. Sin embargo, como se señaló anteriormente, el problema es que el concepto mismo de la comunidad nacional es una construcción política particular. En consecuencia, nos perdemos en el círculo vicioso de una democracia que expresa una comunidad que, a su vez, es producida por instituciones políticas. Empleando las categorías de Lefort, el «lugar vacío» está siendo ocupado por una comunidad políticamente constituida. Con otras palabras, la política identitaria invalida radicalmente la comunidad y la democracia. Y la reflexión crítica, núcleo de la democracia, se ve reemplazada por un conjunto de símbolos capaces de movilizar emociones.

¿Qué viene a continuación?

La situación política actual en Polonia puede entenderse como un enorme experimento social con el que se pretende comprobar la hipótesis de si es posible crear una comunidad nacional fuerte en el contexto de una sociedad pos-convencional diversificada. El principio de partida es la creencia de que se puede jugar de nuevo las mismas cartas: que los símbolos y valores que movilizaron a los polacos y organizaron su vida social –y en muchos aspectos, personal– en la era de la opresión pueden resultar funcionales en una coyuntura completamente diferente. En los próximos años tendremos la oportunidad de ver cómo se pone en práctica esa idea y qué compromisos conlleva. También sabremos hasta qué punto una sociedad diversificada es un valor y hasta qué punto es una carga. Averiguaremos cómo afecta la política a la vida social, e incluso a la vida cotidiana, bajo un sistema democrático. El alcance y el ritmo de los cambios durante el primer período del gobierno del PIS implican que el objetivo no es simplemente facilitar la gobernabilidad, sino emprender una transformación social fundamental, llegando a un punto sin retorno aun si las tendencias políticas cambiaran. Es, sin duda, un gran desafío, pero una hazaña similar fue realizada por Thatcher, con cambios económicos y sociales permanentes que largos años de gobierno laborista no lograron revertir. Parece, sin embargo, que los objetivos que se ha marcado el PIS son aún más ambiciosos, ya que pretende no sólo transformar ciertas condiciones externas, sino también lograr una reinvención integral de la mentalidad y reorientar radicalmente la trayectoria del pensamiento social.

La resistencia social parece sorprendentemente débil frente a la dimensión y el carácter del cambio proyectado. Las actividades del Comité para la Defensa de la Democracia (Komitet Obrony Demokracji, KOD) son más bien defensivas, algo que está obviamente determinado por los objetivos y la naturaleza de la propia organización [19]. Lo que es realmente sorprendente a medida que se desarrollan las cosas es la actitud de la oposición, sin que ningún partido haya sido capaz hasta el momento de ofrecer una alternativa significativa. Es necesario y urgente hacerlo, ya que, como hemos visto, la victoria del PIS fue el resultado de la persistente negligencia social y cultural de los gobiernos anteriores. En consecuencia, si queremos impedir el experimento social que se está intentando, no puede haber retorno al statu quo ante las elecciones. La política democrática no puede reducirse a las agendas desarrolladas por los políticos profesionales. En última instancia, las alternativas políticas surgen en y desde movimientos de masas espontáneos, los cuales, hasta cierto punto, reflejan la conciencia de la sociedad. Lo único que podemos esperar es que las energías despertadas cristalizarán en un programa político y social.

Coda

En sus primeros once meses, la maquinaria del cambio puesto en marcha por la victoria del PIS parecía imparable. Las manifestaciones de la oposición, los acalorados debates en el Sejm, las intervenciones de la Comisión Europea y la desaprobación del Parlamento Europeo no lograron convencer al PIS de que modificara su agenda. Sin embargo, esa maquinaria sufrió un bloqueo causado por las protestas organizadas por mujeres. En septiembre de 2016 se presentaron al Parlamento polaco dos proyectos de ley sobre el aborto por iniciativa ciudadana. Una de ellas, elaborada por Ordo Juris, una asociación de abogados ultra católicos, penalizaba todo aborto y estipulaba el encarcelamiento de las mujeres que lo hubieran llevado a cabo. La otra, presentada por la coalición Ratujmy kobiety [Salvemos a las mujeres], pretendía liberalizar la actual Ley del Aborto haciendo que las dificultades socioeconómicas pudieran esgrimirse como razón legítima. Ambos proyectos de ley apuntaban a abolir lo que se conoce como el «compromiso del aborto», un proyecto de ley de principios de la década de 1990, que derogó el derecho al aborto de la era comunista vigente en Polonia desde 1956 y lo prohibió a menos que la vida de la madre estuviera amenazada, que el feto estuviera gravemente dañado o que el embarazo fuera el resultado de un acto criminal. Aunque las disposiciones de la Ley no le resultaban plenamente satisfactorias, la Iglesia católica había logrado esto y continuó esforzándose por una prohibición aún más estricta. La victoria del PIS le ofreció la oportunidad de presionar aún más, ya que, evidentemente, la posición del partido respondía en gran medida a la influencia de la Iglesia. Al mismo tiempo, sin embargo, el PIS había prometido reiteradamente que cualquier proyecto de ley por iniciativa ciudadana sería admitido al debate legislativo en lugar de ser inmediatamente rechazado, como había ocurrido a veces antes.

Aun así, cuando llegó el día del voto en el Sejm sólo el proyecto de ley conservador fue admitido para su posterior estudio, mientras que la propuesta liberal fue descartada al instante. Esa decisión fue impulsada por los votos del PIS, pero algunos de los parlamentarios de otros partidos también la apoyaron, lo que atestigua la enorme influencia de la Iglesia Católica en la política polaca. La decisión del Sejm provocó preocupaciones fundadas de que el derecho al aborto sería radicalmente restringido. Como respuesta, una ola espontánea de protestas barrió todo el país, orquestada por las redes sociales y apoyada por el partido Razem. Alcanzó su culminación el lunes 3 de octubre de 2016, cuando miles de mujeres vestidas de negro salieron a las calles para expresar su indignación por los cambios que se estaban produciendo y exigir la liberalización de la ley existente (la iniciativa fue apropiadamente denominada Lunes Negro). Parece particularmente llamativo que se celebraran manifestaciones de protesta no sólo en las grandes ciudades, que tradicionalmente han sido bastante hostiles al partido gobernante, sino también en varias ciudades más pequeñas, cuyas poblaciones son en buena medida votantes del PIS.

Pocos días después el Sejm rechazó abrumadoramente la prohibición del aborto de Ordo Juris, votando en contra de la propuesta la mayoría de los parlamentarios del PIS a pesar del apoyo prestado por la derecha y la Iglesia. Por supuesto, esta decisión bien pudo ser puramente táctica, y la propuesta puede resurgir aún en una forma ligeramente menos drástica. Sea como fuere, el partido gobernante ha sufrido su primera derrota clara. Estimar las consecuencias a largo plazo de esta situación sería todavía prematuro. El Lunes Negro puede no entrar en la historia como una gran victoria, pero sin duda se recordará como un día de reflexión, cuando el PIS y toda la derecha polaca se vieron obligados a afrontar preguntas difíciles. Las respuestas llegarán tarde o temprano…

leszek koczanowicz, newleftreview.es/

Notas:

1    El Sejm polaco, o cámara baja, es elegido con un sistema de representación proporcional de acuerdo con el sistema d’Hondt con listas abiertas; Prawo i Sprawiedliwosc [PIS] obtuvo 235 de sus 460 escaños, con el 38 por 100 de los votos. El Senado de cien miembros es elegido con un sistema mayoritario estricto. El PIS fue fundado en 2001 por Lech y Jaroslaw Kaczynski, figuras bien conocidas de la derecha cristiana. Lech Kaczynski, antiguo ministro de Justicia y alcalde de Varsovia, ocupó la presidencia del país desde 2005 hasta su muerte en el accidente aéreo de Smolensk en 2010. El PIS formó un gobierno minoritario en 2005 y una mayoría gobernante, en coalición con grupos de extrema derecha, en 2006, antes de ser derrotado por la Plataforma Cívica de Donald Tusk en 2007. El propio Tusk dejó la política polaca en 2014, cuando las previsiones para su partido ya se desplomaban, para convertirse en presidente del Consejo Europeo.

2   En cuarto lugar, con el 8 por 100 de los votos, aparecía otro partido nuevo: Nowoczesna [Moderno], encabezado por el ex economista del Banco Mundial Ryszard Petru, que promovía una agenda social y económica liberal. Su voto provenía en gran medida de antiguos partidarios de la Plataforma Cívica, decepcionados con su incapacidad para sacudirse su conservadurismo social. Fracasaron en el intento de superar el umbral mínimo (del 5 por 100 para los partidos y el 8 por 100 para las coaliciones) la coalición Alianza de la Izquierda Democrática [Sojuszu Lewicy Demokratycznej, SLD], liderada por el centroizquierda poscomunista, la de centroizquierda, castigada por los votantes desde los escándalos durante su gobierno de 2001 a 2005; Razem [Juntos], una nueva formación liberal de izquierda fundada por jóvenes intelectuales y activistas sociales desilusionados de la SLD; y el ultralibertario Korwin [Koalicja Odnowy Rzeczypospolitej Wolnosc i Nadzieja, Coalición para la Renovación de la República: Libertad y Esperanza].

3   Bernard Flynn, The Philosophy of Claude Lefort, Evanston (il), 2005.

4   Cornelius Castoriadis, The Imaginary Institution of Society, Oxford, 1989; ed. orig.: L’institution imaginaire de la société, París, 1975; ed. cast.: La institución imaginaria de la sociedad, Barcelona, 1975.

5   Julian Brun (1886-1942) fue un crítico literario y activista radical. En su Stefana Zeromskiego tragedia pomylek [La tragedia de los errores de Stefan Zeromski, 1925], Brun presentó una concepción marxista de la nación muy interesante.

6   Maria Janion, «Zmierzch paradygmatu», en Maria Janion, Czy bedziesz wiedzial, co przezyles? [¿Atraparás lo que has dejado atrás?], Varsovia, 1996.

7   El 10 de abril de 2010, el avión que llevaba al presidente Kaczynski a una conmemoración en Katyn, donde aproximadamente 20.000 soldados y oficiales polacos habían sido asesinados por orden de Stalin al principio de la segunda Guerra Mundial, se estrelló cerca del aeropuerto de Smolensk. El presidente y todos los demás viajeros y tripulantes a bordo del avión murieron en la catástrofe. Aquel desastre sigue siendo uno de los puntos de disputa más agudos en Polonia. El PIS, dirigido por el hermano gemelo del fallecido presidente, sostiene que el accidente se debió a la negligencia, cuando no asesinato premeditado, de la gobernante Plataforma Cívica, posiblemente con la complicidad rusa. Una vez llegado al poder, el PIS inició una amplia investigación, cuya pretensión era impugnar las conclusiones que realizó el gobierno de la Plataforma Cívica, que concluyó que las causas del accidente habían sido errores de los pilotos y negligencias de los controladores aéreos rusos.

8   «Soldados malditos» es el nombre que da la derecha polaca a quienes tomaron las armas contra el comunismo en las décadas de 1940 y 1950. Son presentados como los justos, a diferencia de los que aceptaron o llegaron a un acuerdo con el régimen comunista.

9   Democracia Nacional [Narodowa Demokracja o Endecja, por el acrónimo ND]: Partido Nacionalista Polaco que surgió después de la derrota del levantamiento de 1863 y se situó a la derecha durante la Segunda República Polaca (1918-1939), adoptando una actitud violentamente antisemita.

10    David Ost, The Defeat of Solidarity: Anger and Politics in Postcommunist Europe, Ithaca (NY), 2005.

11    Entre los escándalos más notorios de los últimos quince años se encuentran el asunto Rywin de 2002-2003, en el que estaban implicadas figuras destacadas del gobierno de Miller y de los medios de comunicación, incluidos el productor Lew Rywin y más ambiguamente Adam Michnik, director de Gazeta Wyborcza, el mayor diario de Polonia; el caso Orlen de 2004, que afectó a figuras del gobierno del SLD y ejecutivos de empresas energéticas; las cintas de Oleksy de 2006, en las que el ex primer ministro del SLD exponía los negocios oscuros de sus colegas; y las cintas de 2014 de los ministros de la Plataforma Cívica que denigraban las medidas políticas de su gobierno.

12    Luc Boltanski, On Critique: A Sociology of Emancipation, Cambridge (uk), Polity Press, 2011; ed. orig.: De la critique. Précis de sociologie de l’émancipation, París, 2009; ed cast.: De la crítica. Compendio de sociología de la emancipación, Madrid, 2014.

13    Chantal Mouffe, The Democratic Paradox, Londres & Nueva York, 2000; ed. cast.: La paradoja democrática, Barcelona, 2003.

14    «El sarmatismo polaco, el estilo característico de la época sajona, se regodeaba sentimentalmente en las supuestas glorias y logros de la República, y se cree en general que tenían poco mérito literario o artístico. Junto con la moda oriental de vestido y decoración, reforzó las tendencias conservadoras de la szlachta [nobleza alta y baja] y la creencia en la superioridad de su “libertad dorada” y su noble cultura», Norman Davies, Heart of Europe: The Past in Poland’s Present, Oxford, 2001, p. 263.

15    John Dewey, The Public and its Problems, Nueva York, 1927; ed. cast.: Opinión pública y sus problemas, Madrid, 2004.

16    En octubre de 2015, sobre la base de la legislación aprobada tres meses antes, el gobierno saliente de la Plataforma Cívica nombró a cinco nuevos jueces de los quince que forman el Tribunal Constitucional, incluyendo reemplazos de dos jueces cuyos mandatos no expirarían hasta después de las elecciones de octubre de 2015; en total, catorce de los jueces del Tribunal habrían sido nombrados por la Plataforma Cívica. A finales de 2015 el nuevo Sejm, dominado por el PIS, nombró a cinco jueces diferentes, aprobando también una nueva ley que modificaba los límites del mandato en el Tribunal Constitucional y su funcionamiento, al tiempo que exigía la participación de trece jueces en las sentencias en lugar de nueve. En medio de protestas y contraprotestas callejeras, el Tribunal declaró inconstitucional la nueva ley. En julio de 2016 la Comisión Europea intervino para denunciar «una amenaza sistémica contra el Estado de derecho en Polonia» y advirtió que sancionaría al país si no se respetaban los tres nombramientos legítimos de la Plataforma Cívica.

17    El gobierno del PIS ha introducido una ley que pone a la Agencia de Prensa Polaca y a las emisoras públicas de televisión y radio bajo la supervisión de un Consejo Nacional de Medios, nombrado por el Sejm, y que somete su financiación a una cuota de licencia vinculada a la factura de electricidad.

18    Adam Przeworski, Democracy and the Limits of Self-Government, Nueva York, 2010; ed. cast.: Qué esperar de la democracia. Límites y posibilidades del autogobierno, Buenos Aires, 2013.

19    El KOD fue fundado por activistas de medios sociales en noviembre de 2015 para oponerse a los cambios que pretendía el PIS en el Tribunal Constitucional. Desde entonces ha organizado una serie de concentraciones y manifestaciones.

Amalia Quevedo

Kierkegaard articula su lectura del relato del Génesis en torno a dos categorías: el héroe trágico –representado por Agamenón– y el caballero de la fe –representado por Abraham–.

En la lectura que hace Derrida no estamos ante una suspensión teleológica de lo ético, efectuada en razón de una instancia más alta. Estamos ante un típico gesto derridiano, que, sin reconocer ni apelar a instancias superiores, descubre, en el interior mismo de un concepto –en este caso el de responsabilidad– la contradicción que intrínsecamente lo encenta y contamina –el secreto–. Es así como el concepto de responsabilidad entraña de suyo –y ésta es la paradoja– la irresponsabilidad. La responsabilidad que consiste, como su nombre indica, en ser capaz de responder de los propios actos y dar cuenta de ellos, exige y entraña, según Derrida, la irresponsabilidad: a saber, el no estar precedida ni sustentada por la conceptualidad y generalidad que implica el rendir cuentas. La auténtica responsabilidad es irresponsable  a  la manera de una decisión puramente singular y exenta, en la que el yo se empeña con independencia de instancias externas a la decisión misma, y en primer lugar del concepto que la despojaría de su índole única y singular, convirtiéndola en una mera repetición, en una traducción siempre retrasada de una idea rectora precedente. En lugar de una suspensión teleológica de lo ético, una encentadura que muerde y contamina, ab initio, la responsabilidad con la irresponsabilidad.

Aguzando la paradoja,  Derrida  advierte que la ética puede estar entonces destinada  a irresponsabilizar. Haría falta algunas veces rechazar la tentación que proviene de ella, en nombre de una responsabilidad que no tiene que echar cuentas ni rendir cuentas al hombre, al género humano, a la familia, a la sociedad, a los semejantes, a los nuestros. Una responsabilidad así guarda su secreto, una responsabilidad así no puede ni debe presentarse. Indómita y celosa, rechaza la autopresentación ante la caciones, el exigir la comparecencia ante la ley de los hombres. Rehúsa la autobiografía, que es siempre autojustificación, egodicea30.

Desvelada la paradoja que habita el concepto de responsabilidad absoluta, Derrida procede a sacar a la luz la índole igualmente paradójica de otras dos nociones: la de deber absoluto y la de odio, de las que no voy a ocuparme aquí. Baste señalar que, para Derrida, la responsabilidad está imbricada de irresponsabilidad, en el deber absoluto apunta lo que va en contra y más allá de todo deber, y el odio por último está irreductiblemente encentado por el amor. No hay, pues, ni responsabilidad pura, ni deber puro, ni odio puro, ni sus contrarios: también el amor está contaminado por el odio. Y la auténtica fidelidad, como muestra Derrida en el marco de sus reflexiones acerca de la herencia, implica un cierto apartamiento, un irrecusable parentesco con la traición. En efecto, una fidelidad  literal a ultranza no sería más que un pobre remedo carente de vida, una repetición anacrónica desprovista de alma; y equivaldría, en el fondo, a la más deleznable de las traiciones. A lo largo de los siglos, ha sido la literatura, más que la ética, la que ha sabido hacerse eco de esta visión, contrapuesta a las teorías de sesgo racionalista e idealista. “El relato del sacrificio de Isaac –sintetiza Derrida– podría ser leído como el alcance narrativo de la paradoja que habita el concepto de deber o de responsabilidad absoluta”31.

De acuerdo con Derrida, los conceptos de responsabilidad absoluta y deber absoluto nos ponen en relación con el otro absoluto, con la singularidad absoluta del otro, que en este caso lleva el nombre de Dios. Lo absoluto del deber y de la responsabilidad supone a la vez que uno denuncie, rechace, trascienda todo deber, toda responsabilidad y toda ley humana. La ética debe ser sacrificada en nombre del deber absoluto. Éste llama a traicionar todo lo que se manifiesta en el orden de la generalidad universal, y todo lo que se manifiesta en general, el orden mismo y la esencia de la manifestación, a saber, violencia que supone el pedir cuentas y justificaciones, el exigir la comparecencia ante la ley de los hombres. Rehúsa la autobiografía, que es siempre autojustificación, egodicea.

Desvelada la paradoja que habita el concepto de responsabilidad absoluta, Derrida procede a sacar a la luz la índole igualmente paradójica de otras dos nociones: la de deber absoluto y la de odio, de las que no voy a ocuparme aquí. Baste señalar que, para Derrida, la responsabilidad está imbricada de irresponsabilidad, en el deber absoluto apunta lo que va en contra y más allá de todo deber, y el odio por último está irreductiblemente encentado por el amor. No hay, pues, ni responsabilidad pura, ni deber puro, ni odio puro, ni sus contrarios: también el amor está contaminado por el odio. Y la auténtica fidelidad, como muestra Derrida en el marco de sus reflexiones acerca de la herencia, implica un cierto apartamiento, un irrecusable parentesco con la traición. En efecto, una fidelidad  literal a ultranza no sería más que un pobre remedo carente de vida, una repetición anacrónica desprovista de alma; y equivaldría, en el fondo, a la más deleznable de las traiciones. A lo largo de los siglos, ha sido la literatura, más que la ética, la que ha sabido hacerse eco de esta visión, contrapuesta a las teorías de sesgo racionalista e idealista. “El relato del sacrificio de Isaac –sintetiza Derrida– podría ser leído como el alcance narrativo de la paradoja que habita el concepto de deber o de responsabilidad absoluta”.

De acuerdo con Derrida, los conceptos de responsabilidad absoluta y deber absoluto nos ponen en relación con el otro absoluto, con la singularidad absoluta del otro, que en este caso lleva el nombre de Dios. Lo absoluto del deber y de la responsabilidad supone a la vez que uno denuncie, rechace, trascienda todo deber, toda responsabilidad y toda ley humana. La ética debe ser sacrificada en nombre del deber absoluto. Éste llama a traicionar todo lo que se manifiesta en el orden de la generalidad universal, y todo lo que se manifiesta en general, el orden mismo y la esencia de la manifestación, a saber, la esencia misma, la esencia en general en tanto que inseparable de la presencia y la manifestación. La crítica que estas palabras esbozan no tiene como blanco exclusivo, aunque quizás sí privilegiado, a Hegel. Ella se dirige, de acuerdo con una inspiración que Derrida toma de Heidegger, contra todas las formas de filosofía de la presencia, incluidas la fenomenología  y el propio pensar heideggeriano, al que Derrida considera aún demasiado lastrado por la filosofía que pretende superar.

El sacrificio de Isaac es expresión de la experiencia más cotidiana y común de la responsabilidad. Según Derrida, “hay también otros, en número infinito, la generalidad innumerable de los otros, a los que debería ligarme la misma responsabilidad, una responsabilidad general y universal (lo que Kierkegaard denomina el orden ético). Yo no puedo responder a la llamada, a la petición, a la obligación, ni siquiera al amor de otro, sin sacrificarle el otro otro, los otros otros. Los simples conceptos de alteridad y singularidad son constitutivos tanto del concepto de deber como del de responsabilidad. Éstos condenan a priori los conceptos de responsabilidad, de decisión o de deber, a la paradoja, al escándalo y la aporía. Desde el momento en espacio o al riesgo del sacrificio absoluto”32.

Pero no acaban aquí las sorpresas que la lectura derridiana de Temor y temblor nos depara. “El ‘sacrificio de Isaac’ –escribe Derrida– ilustra, si podemos emplear este término en el caso de un misterio tan nocturno, la experiencia más cotidiana y más común de la responsabilidad. Sin duda la historia es monstruosa, inaudita, apenas pensable: un padre dispuesto a dar muerte a su hijo bienamado, a su amor irremplazable, y esto porque el Otro, el gran Otro se lo pide o se lo ordena sin darle la menor razón para ello; un padre infanticida que oculta a su hijo y a los suyos lo que va a hacer sin saber por qué. ¡Qué crimen abominable, qué espantoso misterio (tremendum) a los ojos del amor, de la humanidad, de la familia, de la moral! ¿Pero no es acaso también la cosa más común? ¿Lo que el más mínimo examen del concepto de responsabilidad debe constatar sin falta? El deber  o la responsabilidad me vinculan con el otro, y me vinculan en mi singularidad absoluta con el otro en cuanto que otro. Dios es el nombre del otro absoluto en cuanto que otro y en tanto que único. Desde el momento en que entro en relación con el otro absoluto, mi singularidad entra en relación con la suya bajo el modo de la obligación y del deber. Soy responsable ante el otro en cuanto que otro, le respondo, y respondo ante él. Pero, por supuesto, lo que me vincula así, en mi singularidad, con la singularidad absoluta del otro, me arroja inmediatamente al propio Kierkegaard. En la lectura derridiana, que excluye de tajo la noción de origen, Dios no es más que el nombre del otro, un nombre intercambiable por el de cualquier otra alteridad singular. Todo otro, cualquier otro es infinitamente otro en su singularidad absoluta, inaccesible, solitaria, trascendente, no manifiesta, no presente originariamente a mi ego. Lo que se dice de la relación de Abraham con Dios se dice –según Derrida– de mi relación con cualquier otro como radicalmente otro [tout autre comme tout autre]33, en particular con mi prójimo o los míos, que me son tan inaccesibles, secretos y trascendentes como Yahvé. Cualquier otro es radicalmente otro. Desde este punto de vista, lo que dice Temor y temblor del sacrificio de Isaac es la verdad. Este relato extraordinario muestra la estructura misma de lo cotidiano. En su paradoja, enuncia la responsabilidad de cada instante para cualquier hombre y cualquier mujer. Así,  no hay ya generalidad ética que no sea víctima de la paradoja de Abraham. En el momento de cada decisión y en la relación con cualquier otro como radicalmente otro, todo otro nos exige en cada instante que nos comportemos como caballeros de la fe, asegura Derrida34.

Llegados a este punto, deseo advertir  que nos encontramos  tan lejos de Hegel como del propio Kierkegaard. En la lectura derridiana, que excluye de tajo la noción de origen, Dios no es más que el nombre del otro, un nombre intercambiable por el de cualquier otra alteridad singular. Todo otro, cualquier otro es infinitamente otro en su singularidad absoluta, inaccesible, solitaria, trascendente, no manifiesta, no presente originariamente a mi ego. Lo que se dice de la relación de Abraham con Dios se dice –según Derrida– de mi relación con cualquier otro como radicalmente otro [tout autre comme tout autre], en particular con mi prójimo o los míos, que me son tan inaccesibles, secretos y trascendentes como Yahvé. Cualquier otro es radicalmente otro. Desde este punto de vista, lo que dice Temor y temblor del sacrificio de Isaac es la verdad. Este relato extraordinario muestra la estructura misma de lo cotidiano. En su paradoja, enuncia la responsabilidad de cada instante para cualquier hombre y cualquier mujer. Así,  no hay ya generalidad ética que no sea víctima de la paradoja de Abraham. En el momento de cada decisión y en la relación con cualquier otro como radicalmente otro, todo otro nos exige en cada instante que nos comportemos como caballeros de la fe, asegura Derrida.

El sacrificio de Isaac es expresión de la experiencia más cotidiana y común de la responsabilidad. Según Derrida, “hay también otros, en número infinito, la generalidad innumerable de los otros, a los que debería ligarme la misma responsabilidad, una responsabilidad general y universal (lo que Kierkegaard denomina el orden ético). Yo no puedo responder a la llamada, a la petición, a la obligación, ni siquiera al amor de otro, sin sacrificarle el otro otro, los otros otros. Los simples conceptos de alteridad y singularidad son constitutivos tanto del concepto de deber como del de responsabilidad. Éstos condenan a priori los conceptos de responsabilidad, de decisión o de deber, a la paradoja, al escándalo y la aporía. Desde el momento en que entro en relación con el otro, con la mirada, la petición, el amor, la orden, la llamada del otro, yo sé que no puedo responderle sino sacrificando la ética, es decir, aquello que me obliga a responder también y de la misma manera, en el mismo instante, a todos los otros. Día y noche, a cada instante, sobre todos los montes Moriah del mundo lo estoy haciendo: levantar el cuchillo contra lo que amo y debo amar, sobre el otro al que debo fidelidad absoluta, inconmensurablemente. Abraham no es fiel a Dios más que en la traición a todos los suyos y a la unicidad de cada uno de los suyos, aquí de modo ejemplar a su hijo único y bienamado; y él no sabría preferir la fidelidad a los suyos o a su hijo, más que traicionando al otro absoluto: Dios, si se quiere”35.

Los ejemplos se multiplican. Derrida menciona sólo uno: al cumplir su deber de filósofo, ciudadano y profesor que escribe ese texto, él descuida, sacrifica, traiciona a cada instante todas sus otras obligaciones. Y lo mismo ocurre en el ámbito privado, familiar, donde cada uno es el hijo único que yo sacrifico al otro, “en esta tierra de Moriah que es nuestro hábitat de todos los días y de cada segundo”36. Yo no puedo responder a uno, sino sacrificándole el otro. No soy responsable ante uno, más que faltando a mis responsabilidades ante todos los otros, ante la generalidad de la ética o de la política. Y no podré justificar jamás este sacrificio, deberé callarme siempre al respecto. Lo quiera o no, no podré justificar nunca que yo prefiero o que sacrifico uno al otro. Estaré siempre incomunicado, obligado a guardar secreto al respecto, porque no hay nada que decir sobre ello. Lo que me vincula con singularidades, con ésta o aquélla más que con tal o cual otra, sigue siendo, en último término, injustificable, no menos que es injustificable el sacrificio infinito que yo hago así en cada instante. No hay ni lenguaje, ni razón, ni generalidad o mediación que justifique esta responsabilidad última que nos lleva al sacrificio absoluto. Sacrificio absoluto que no de la responsabilidad, sino el sacrifico del deber más imperativo (el que vincula con el otro como singularidad en general) en beneficio de otro deber absolutamente imperativo que nos vincula con cualquier otro37.

Derrida concluye que “Abraham es a la vez el más moral y el más inmoral de los hombres,  el más responsable y el más irresponsable; absolutamente irresponsable porque absolutamente responsable, absolutamente irresponsable ante los hombres y los suyos, ante la ética, porque responde absolutamente al deber absoluto, sin interés ni esperanza de recompensa, sin conocer el porqué y en secreto: a Dios y ante Dios”38. El secreto y el no-compartir –Derrida insiste– son aquí esenciales, así como el silencio guardado por Abraham. A diferencia del héroe trágico, Abraham no puede ni hablar, ni compartir, ni llorar ni quejarse. Está absolutamente incomunicado, no puede decir nada. Si hablara una lengua común o traducible, si se hiciera entender dando sus razones en forma convincente, cedería a la tentación de la generalidad ética que irresponsabiliza. Ya no sería entonces Abraham, en relación singular con el Dios único. Mientras que el héroe trágico es grande, admirado y legendario de generación en generación, Abraham, por haber sido fiel al solo amor del radicalmente otro, jamás es considerado como un héroe. No nos hace derramar lágrimas ni inspira admiración alguna: más bien un horror estupefacto, un terror también secreto39.

Derrida, que había estigmatizado el secreto como intolerable para la ética, la filosofía y la dialéctica, desde Platón hasta Hegel, ve en él un irremediable límite a la filosofía: “Como denegación del secreto, la filosofía se instalaría en el desconocimiento de lo que hay que saber, esto es, que hay secreto y que éste es inconmensurable con el saber, con el conocimiento y con la objetividad”40. Habiendo articulado su lectura de Kierkegaard y del correspondiente pasaje del Génesis alrededor del secreto, un tema aparentemente sin relieve, Derrida llama la atención ahora sobre otro rasgo de esta historia, “monstruosa y banal” a la vez: la ausencia de la mujer41. Estamos ante una historia de padre e hijo varón, de figuras masculinas, de jerarquías entre hombres: Dios Padre, Abraham,  Isaac.  La mujer, Sara, es aquélla a la que no se le dice nada. He aquí una diferencia nada despreciable entre la gesta del héroe trágico y la prueba del caballero de la fe, una diferencia que había pasado hasta ahora inadvertida.

Antes de concluir, no quiero dejar de señalar que en el espacio abierto por Kierkegaard, de confrontación entre la literatura griega y el relato de Abraham, se inscribe la siguiente propuesta, inusitada, de Derrida: “En el pliegue de ese momento abrahámico […], en el repliegue de ese secreto sin fondo se anunciaría la posibilidad de la ficción llamada literatura”42. “Yo inscribo aquí –declara Derrida– la  cuestión  del secreto como secreto de la literatura bajo el signo aparentemente improbable de un origen abrahámico. Como si la esencia de la literatura, stricto sensu, […] no fuera de ascendencia esencialmente griega sino abrahámica”43.

Pero no voy a adentrarme ahora en la concepción derridiana de la literatura, para no complicar aun más este abigarrado paisaje conceptual, en el que aparecen juntos los conceptos que siempre estuvieron separados, en el que se mezclan, de forma inverosímil, retazos y perfiles de los temas más variados y las fuentes más heterogéneas. En ello estriba, en buena parte, el encanto de la imprevisible lectura derridiana, una lectura original y filosófica de suyo, que desplaza el abismo que separa al hombre de Dios para situarlo entre el concepto y la decisión. Ya no es Dios el que es absoluto, sino la responsabilidad entendida derridianamente, esto es, absuelta, desvinculada de todo programa, de todo plan: imprevisible, absolutamente novedosa, plena y soberanamente libre. Así las cosas, Dios no es más que un nombre intercambiable por el de cualquier otro; y el caballero de la fe –al que Derrida continúa sin embargo llamando así– no se caracteriza por una fe que ya no tiene ni tampoco necesita, que gira inútil en el vacío. Ahora bien, este sorprendente caballero de la fe: sin fe y sin Dios, no es tampoco el héroe trágico, que se rige por la ética y lo general, y desconoce por completo la responsabilidad absoluta de la decisión sin supuestos y la soledad incondicional del secreto.

¿A quién se asemeja, pues, en su versión derridiana, el nuevo caballero de la fe, tan alejado del héroe trágico como del Abraham de Kierkegaard o del Génesis? ¿Cuáles son sus ancestros filosóficos, qué herencia delata su perfil? En él se adivinan, inconfundibles, los rasgos del superhombre de Nietzsche, “ese hombre del futuro, que nos liberará del ideal existente hasta ahora y asimismo de lo que tuvo que nacer de ese ideal, de la gran náusea, de la voluntad de la nada, del nihilismo, ese toque de campana del mediodía y de la gran decisión, que de nuevo libera la voluntad, que devuelve a la tierra su meta y al hombre su esperanza, ese anticristo y antinihilista, ese vencedor de Dios y de la nada”44.

¿Nos hallamos entonces ante una secularización del sacrificio de Abraham? Afirmar esto es decir demasiado poco. Por encima de una mera secularización del sacrificio, la lectura de Derrida representa la más radical y subversiva de cuantas se han propuesto en el campo abierto por la filosofía moderna, desde Kant45 hasta Lévinas; e inicia a su vez un auténtico giro que bien podríamos llamar a-teo-lógico

Amalia Quevedo, en dialnet.unirioja.es/       

Notas:

30  Ibídem, p. 64.

31  Ibídem, p. 68.

32 Ibídem, pp. 69-70.

33 En el intraducible juego de palabras que emplea Derrida, por mor de la claridad he traducido el primer tout autre por “cualquier otro” y el segundo por “radicalmente otro”, basada en la traducción de Peretti y Vidarte, que para conservar la ambivalencia de la expresión traducen en cada caso por “cualquier/radicalmente otro”.

34 Derrida, Dar la muerte, ob. cit., pp. 78-79.

35 Ibídem, p. 70.

36 Ibídem, p. 71.

37 Ibídem, pp. 71-72.

38 Ibídem, p. 74.

39 Ibídem, pp. 74-75.

40 Ibídem, p. 90.

41 Ibídem, p. 76.

42 Ibídem, p. 105.

43 Ibídem, pp. 115 y 124-125.

44 F. Nietzsche, La genealogía de la moral, traducción de A. Sánchez Pascual Alianza, Madrid, 1972, II, 24. (La negrita es mía).

45 I. Kant, El conflicto de las facultades: en tres partes, traducción de R. Rodríguez Aramayo Alianza, Madrid, 2003.

        

Amalia Quevedo

Kierkegaard articula su lectura del relato del Génesis en torno a dos categorías: el héroe trágico –representado por Agamenón– y el caballero de la fe –representado por Abraham–.

En 1999 apareció un libro breve al que su autor, Jacques Derrida, dio un título aparentemente simple y erizado sin embargo de problemas: Donner la mort. En Dar la muerte, al hilo de temas que le son caros, como la responsabilidad, la literatura y el perdón, Derrida aborda la lectura de Temor y temblor de Kierkegaard, y lo hace desde otras lecturas: Patoĉka, Heidegger, Lévinas, Carl Schmitt, Baudelaire.

Dios le pide a Abraham que sacrifique a su hijo Isaac en la cumbre del Monte Moriah. Este hecho insólito ha llamado la atención de filósofos y escritores de todos los tiempos, pero son pocos los que como Kierkegaard y Derrida le dedican un libro entero. “Mysterium tremendum –exclama Derrida–. Misterio espantoso, secreto que hace temblar. […] Un secreto hace temblar siempre. […] Tiemblo ante lo que excede mi ver y mi saber, cuando ello me concierne hasta lo más hondo, hasta el alma y los tuétanos, como se suele decir. Tendido hacia aquello que hace fracasar el ver y el saber, el temblor es, en efecto, una experiencia del secreto o del misterio. […] Se comprende que Kierkegaard haya elegido, para su título, el discurso de un gran judío converso, Pablo, en el momento de meditar una experiencia aún judía del Dios escondido, secreto, separado, ausente o misterioso, el mismo que decide, sin revelar sus razones, exigir a Abraham el gesto más cruel e imposible, el más insostenible: ofrecer a su hijo Isaac en sacrificio. Todo esto ocurre en secreto. Dios guarda silencio sobre sus razones, Abraham también, y el libro no lo firma Kierkegaard sino Johannes de Silentio”1.

Kierkegaard articula su lectura del relato del Génesis en torno a dos categorías: el héroe trágico –representado por Agamenón– y el caballero de la fe –representado por Abraham–.

Y en la tercera sección de Temor y temblor plantea, a propósito del sacrificio del patriarca, tres Problemata: Problema I: ¿Existe una suspensión teleológica de lo ético? Problema II: ¿Existe un deber  absoluto  para  con  Dios?  Problema III:

¿Es posible justificar éticamente a Abraham por haber guardado silencio ante Sara, Eliézer e Isaac? Mientras que Lévinas se ocupa preferentemente del problema I: la suspensión teleológica de lo ético2, Derrida se dedica  al III: la legitimidad del silencio de Abraham. Como es habitual en él, metodológicamente habitual, Derrida se centra en el menos atendido de los problemas planteados por Kierkegaard; no es tanto la suspensión teleológica de lo ético como el silencio de Abraham el que despierta su interés y reclama su lectura siempre original, siempre deconstructora. Sobre este silencio ya había llamado la atención el propio Kierkegaard: “Nada había dicho a Sara, nada tampoco a Eliézer, pues ¿quién habría podido comprenderlo?

¿Acaso no le había impuesto voto de silencio la naturaleza misma de la prueba?” 3.

“¿Cómo obró Abraham?” se pregunta Kierkegaard, y él mismo responde: “Abraham calló; no dijo una sola palabra ni a Sara ni a Eliézer ni tampoco a Isaac; pasó por alto tres instancias éticas, porque la ética no tenía para Abraham una expresión más alta que la vida de familia. […] Abraham calla…, no puede hablar; es ahí donde residen la angustia y la miseria. […] Abraham no puede hablar porque no puede decir aquello que lo explicaría todo, no puede decir que es una prueba; y notemos esto: una prueba en que la tentación está constituida por lo ético”4. “Lo ético –advierte Kierkegaard– es como tal lo general, y como lo general lo manifiesto. […] La ética exige la manifestación y castiga lo oculto. […] Abraham no hace nada en cambio en favor de lo general y permanece oculto”5. La esfera de lo general es el ámbito del diálogo, el lugar donde tiene cabida la justificación, las palabras que todo lo explican. Pero Abraham “sabe que por encima de esta esfera serpentea una senda solitaria, una senda estrecha y escarpada; sabe lo terrible que es nacer en una soledad emplazada fuera del territorio de lo general, y caminar sin encontrarse nunca con nadie: […] está en una soledad universal donde jamás se oye una voz humana, y camina solo, con su terrible responsabilidad a cuestas”6.

“De modo que Abraham no habló –concluye Kierkegaard–. […] Abraham no dice nada y, de ese modo, dice cuanto tenía que decir. No puede decir nada, pues lo que sabe no lo puede decir”7. Hablar sin decir nada –comenta Derrida–, es la mejor táctica para guardar un secreto. Y el filósofo francoargelino advierte que el secreto es doble: entre Abraham y los suyos, por una parte, y entre Dios y Abraham por otra. Primer secreto: Abraham no debe desvelar que Dios lo ha llamado y le ha pedido, en el cara a cara de una alianza absoluta, el sacrificio más alto. Este secreto lo conoce y lo comparte con Dios. Segundo secreto, archisecreto: la razón o el sentido de la petición sacrificial. A este respecto, Abraham está obligado al secreto porque el secreto lo es también para él. Está obligado entonces al secreto, no porque comparta, sino porque no comparte el secreto de Dios. El doble secreto está imbuido así de una doble necesidad: porque Abraham no puede menos que guardarlo, y porque, en el fondo, él mismo no lo conoce: sabe que lo hay, pero desconoce tanto su sentido como las razones últimas que lo sustentan. Recurriendo a uno de sus frecuentes e intraducibles juegos de palabras, Derrida lo expresa así: guardado por el secreto que él guarda, Abraham “está obligado mantener el secreto [il est tenu au secret] porque está incomunicado [il est au secret]”8.

“Pienso en Abraham que guardó el secreto –afirma Derrida– no hablando ni a Sara, ni  a Isaac siquiera, de la orden que le había sido dada, cara a cara, por Dios. El sentido de esta orden sigue siendo, para él mismo, secreto. Todo lo que sabe es que es una prueba. ¿Qué prueba? Yo voy a proponer una lectura. Y la distinguiré, en este caso, de una interpretación. A la vez activa y pasiva, esta lectura vendría presupuesta por toda interpretación, por las exégesis, comentarios, glosas, descifres que se acumulan en número infinito desde hace milenios; de ahí que no sea ya una mera interpretación entre otras. En la forma a la vez ficticia y no ficticia que yo voy a darle, ella pertenecería al ámbito de una muy extraña especie de evidencia o de certeza. Tendría la claridad y la distinción de una experiencia secreta respecto a un secreto. ¿Qué secreto? Helo aquí: unilateralmente asignada por Dios, la prueba impuesta en el monte Moriah consistiría en probar, precisamente, si Abraham es capaz de guardar un secreto”9. Esta prueba del secreto pasa por el sacrificio de lo más amado, el amor más grande en el mundo, lo único del amor mismo, lo único contra lo único, lo único para lo único. Porque el secreto del secreto no consiste en esconder algo, en no revelar su verdad, sino en respetar la absoluta singularidad, la separación infinita de lo que me vincula con o me expone a lo único, a lo uno como lo otro, al Uno como el Otro10.

De acuerdo con Derrida, el secreto no tiene el sentido de algo que ha de ser ocultado, como parece sugerir Kierkegaard. En la prueba a la que Dios va a someter a Abraham, a través de la orden imposible, a través de la interrupción del sacrificio que se asemeja entonces a un indulto, a la recompensa por el secreto guardado, la fidelidad al secreto no concierne esencialmente al contenido de algo que hay que ocultar (la orden del sacrificio, etc.), sino a la pura singularidad del cara a cara con Dios, al secreto de esta relación absoluta. Es un secreto sin contenido alguno, no hay ningún sentido que ocultar, ni ningún otro secreto, salvo la petición misma de secreto, a saber, la exclusividad absoluta de la relación entre el que llama y el que responde “aquí estoy”. Así pues, es preciso que el secreto a guardar sea en el fondo sin objeto, sin otro objeto que la alianza incondicionalmente singular11.

Como había hecho Blanchot en su lectura del sacrificio de Abraham12, también Derrida ilumina sus reflexiones con la luz insoslayable y ambigua que provee la consideración de la muerte. Al hilo de su lectura de Heidegger, Derrida concibe la muerte como “aquello que nadie puede padecer ni afrontar en mi lugar. Mi irremplazabilidad es conferida, entregada, podría decirse donada por la muerte”13. La unicidad, la singularidad irremplazable del yo hace que la existencia se sustraiga a toda sustitución posible. En palabras de Derrida: “Desde la muerte como lugar de mi irremplazabilidad, es decir, de mi singularidad, yo me siento llamado a mi responsabilidad. En este sentido, sólo un mortal es responsable. La muerte –insiste Derrida–  es el lugar de mi irremplazabilidad. Nadie puede morir por mí, si ‘por mí’ quiere decir en vez de mí, en mi lugar”14. Según Heidegger –cito Ser y Tiempo–, nadie puede arrebatarle a otro su morir. Alguien bien puede ‘ir a la muerte por otro’. Pero esto significa siempre: sacrificarse por el otro ‘en una causa determinada’. Este morir por… no puede significar nunca que con ello le sea arrebatada al otro su muerte en lo más mínimo. Cada Dasein debe tomar sobre mismo el morir. La muerte es, en tanto que ‘es’, esencialmente cada vez la mía (wesensmäßig je der meine)”15.

Morir por otro, en efecto, no es ni puede ser nunca morir en su lugar, en vez de él, arrebatarle su propia muerte, de suyo inalienable. Antes bien, es en la medida en que ese morir sigue siendo el mío –comenta Derrida–, como yo puedo morir por el otro o dar mi vida al otro.

  No hay, no cabe pensar un don de sí, sino a la medida de esta irremplazabilidad. En este sentido, Derrida afirma que la irremplazabilidad es, para Heidegger, condición de posibilidad y no de imposibilidad del sacrificio. Yo puedo dar toda mi vida por el otro –insiste Derrida–, puedo ofrecer mi muerte al otro, pero así sólo remplazaría o salvaría algo parcial en una situación particular. Yo no moriría en lugar del otro. Sé, con una certeza absoluta, que jamás libraría al otro de su muerte. Morir por el otro, dar la vida al otro no significa sustitución. Si hay algo radicalmente imposible –y todo adquiere sentido a partir de esta imposibilidad–, es precisamente morir por el otro en el sentido de morir en lugar del otro. Puedo darle todo al otro, salvo la inmortalidad, salvo el morir por él hasta el punto de morir en su lugar, librándolo así de su propia muerte. Puedo morir por él en una situación en que mi muerte le un poco más de tiempo de vida, pero no puedo morir en su lugar, darle mi vida a cambio de su muerte16.

Cuando, siguiendo a Heidegger, Derrida afirma que la irremplazabilidad, esto es la insustituibilidad, es condición de posibilidad y no de imposibilidad del sacrificio, no está contradiciendo, ni mucho menos anulando a quienes, como Girard, consideran la sustitución como integrante del sacrificio17. La sustitución por una víctima de recambio, sea humana o animal, el recurso al chivo expiatorio, son esenciales al sacrificio en el nivel de la antropología cultural, en el plano simbólico y ritual. Ahora bien, en un nivel más profundo, es la insustituibilidad última de la víctima, la no intercambiabilidad de su muerte, finalmente innegociable aunque negociada en el plano simbólico, la que hace posible el sacrificio. La expropiación simbólica de la propia muerte, por llamarla de alguna manera, el dar la vida por otro o morir por él en este sentido, es posible justamente gracias a que, en el plano del ser, la muerte de cada uno es única e inalienable, absolutamente insustituible.

Porque yo no puedo quitarle su muerte al otro –sostiene Derrida–, que a su vez no puede quitármela a mí, corresponde a cada uno tomar sobre sí su propia muerte. Cada uno debe asumir su propia muerte, y esto es la libertad y la responsabilidad. La propia muerte es la única cosa en el mundo que nadie puede ni dar ni quitar. (De ahí lo paradójico del título: Dar la muerte). Nadie puede ni darme ni quitarme la muerte. Incluso si alguien me da muerte, en el sentido de que me mata, esta muerte habrá sido siempre la mía, y yo no la habría recibido de nadie, por cuanto es irreductiblemente mía, y el morir ni se lleva, ni se presta, ni se transfiere, entrega, promete o transmite. Y lo mismo que no se me puede dar la muerte, no se me puede tampoco quitar. La muerte sería entonces esta posibilidad del darquitar, que se sustrae a lo que ella misma hace posible, a saber el darquitar. Muerte sería así el nombre de lo que suspende toda experiencia del darquitar. Lo cual no excluye, más bien implica, que solamente desde la muerte y en su nombre sean posibles tanto el dar como el quitar18.

“El temblor de Temor y temblor es, según parece, la experiencia misma del sacrificio […], en el sentido en que el sacrificio supone matar al único en lo que tiene de único, de irremplazable y de más valioso. Se trata asimismo de la sustitución imposible, de lo insustituible, pero también de la sustitución del hombre por el animal – y también, sobre todo, en esta misma sustitución imposible, de lo que liga lo sagrado al sacrificio y el sacrificio al secreto”19. (Recuérdese que Abraham finalmente sacrifica una víctima de recambio, un carnero).

El secreto es la clave. A partir de él, Derrida se sumerge en “una reflexión que vincula la cuestión del secreto con la de la responsabilidad”20. El caballero de la fe –advierte Derrida– asume su responsabilidad dirigiéndose hacia la petición absoluta del otro, más allá del saber. Él decide, pero su decisión absoluta no está guiada o controlada por un saber. Tal es, en efecto, la condición paradójica de toda decisión: ésta no debe deducirse de un saber del que sería solamente el efecto, la conclusión. Estructuralmente en ruptura con el saber, y condenada por tanto a la nomanifestación, una decisión es, en suma, siempre secreta. La decisión de Abraham es absolutamente responsable porque responde de sí ante el otro absoluto. Paradójicamente es también irresponsable porque no está guiada ni por la razón ni por una ética justificable ante los hombres o ante la ley de algún tribunal universal. Todo ocurre como si no se pudiera ser responsable a la vez ante el otro y ante los otros21.

Es al guardar el secreto, cuando el Abraham de Derrida traiciona la ética. Su silencio, el hecho de que no revele el secreto del sacrificio que le ha sido exigido, no está destinado a salvar a Isaac. “En la medida en que no diciendo lo esencial, a saber, el secreto entre Dios y él, Abraham no habla, asume esa responsabilidad que consiste en estar siempre solo y atrincherado en su propia singularidad en el momento de la decisión. Lo mismo que nadie puede morir en mi lugar, nadie puede tomar una decisión, lo que se llama una decisión, en mi lugar. Ahora bien, desde el momento en que se habla, desde que se entra en el medio del lenguaje, se pierde la singularidad. Se pierde por tanto la posibilidad o el derecho de decidir. Toda decisión debería así, en el fondo, permanecer a la vez solitaria, secreta y silenciosa”22.

Derrida concibe la verdadera decisión, la auténtica responsabilidad, como un  completo fresh start, un comienzo nuevo, que no va precedido de planes y deliberaciones, que no se apoya en una  plataforma  conceptual  que lo despojaría de su núcleo de libertad y novedad. “Una decisión está siempre más allá del cálculo”, afirma23. Si hablar –como había dicho Kierkegaard– es expresar lo general, la palabra nos arroja de inmediato en ese ámbito de índole conceptual, sustrayéndonos del campo de lo singular, único en el que tiene lugar la decisión y cabida la responsabilidad. En este sentido, “el primer efecto, el primer destino del lenguaje es –según Derrida– privarme o también librarme de mi singularidad. Al suspender mi singularidad absoluta en la palabra, yo abdico, en un mismo acto, de mi libertad y de mi responsabilidad. Desde que hablo, ya no soy nunca más yo mismo, solo y único”24.

Derrida no duda en calificar de extraño, paradójico y terrorífico el nexo que une lo que tanto el sentido común como la razón filosófica han tenido siempre separados: la responsabilidad y el silencio: “Contrato extraño, paradójico y terrorífico también, aquel que vincula la responsabilidad infinita con el silencio y con el secreto”25. Lo que la filosofía y el sentido común comparten es la evidencia del vínculo existente entre la responsabilidad y el nosecreto, la publicidad, la posibilidad, la necesidad incluso de dar cuenta, de justificar o asumir el gesto y la palabra ante los otros. “Aquí, por el contrario, aparece, con la misma necesidad, que la responsabilidad absoluta de mis actos, en tanto que debe ser la mía, completamente singular, puesto que nadie puede obrar en mi lugar, implica no sólo el secreto, sino que, no hablándole a los otros, yo no rinda cuentas, no responda de nada, y no responda nada a los otros o ante los otros. Escándalo y paradoja a la vez. La exigencia ética se rige, según Kierkegaard, por la generalidad; y define, pues, una responsabilidad que consiste en hablar, es decir, en adentrarse en el elemento de la generalidad para justificarse, para rendir cuentas de la propia decisión y responder de los propios actos. Ahora bien, ¿qué nos enseñaría Abraham en este abordaje del sacrificio? Que lejos de asegurar la responsabilidad, la generalidad de la ética lleva a la irresponsabilidad. Ella insta a hablar, a responder, a rendir cuentas, así pues, a disolver mi singularidad en el elemento del concepto”26.

Habiendo llegado a este límite, Derrida sin embargo no se detiene y continúa extrayendo consecuencias de su lectura: Aporías de la responsabilidad: siempre se corre el riesgo de no poder acceder, para formarlo, a un concepto de la responsabilidad. Porque la responsabilidad exige por una parte la rendición de cuentas, el responder de sí en general, de lo general y ante la generalidad: la sustitución; y, por otra parte, la unicidad, la singularidad absoluta: la no-sustitución, la no-repetición, el silencio y el secreto. Lo que se dice aquí de la responsabilidad vale también para la decisión. La ética me arrastra a la sustitución, como lo hace la palabra. De ahí la insolencia de la paradoja: para Abraham, según Kierkegaard, la ética es la tentación, a la que debe resistir. Abraham se calla para desarmar la tentación moral que, bajo pretexto de llamarlo a la responsabilidad, a la autojustificación, le haría perder, junto con su singularidad, su responsabilidad última, su responsabilidad absoluta, injustificable y secreta ante Dios. Ética como irresponsabilización, contradicción insoluble y paradójica entre la responsabilidad en general y la responsabilidad absoluta. La responsabilidad absoluta no es una responsabilidad, en cualquier caso no es la responsabilidad general o en general. Ella es irresponsable, por ser absolutamente responsable27.

En Derrida –a diferencia de Kierkegaard–, no es la gran noción del deber absoluto cara a Dios la que pone en jaque a la ética. Como es habitual en él, es un concepto sin carrera filosófica, uno que hasta ahora todos habían tomado por lateral, el que constituye el fulcro de su lectura de Abraham. Me refiero al secreto. Por esto, Derrida, que no sólo quiere poner en entredicho a Hegel (como era el caso de Kierkegaard), sino a la entera filosofía occidental, escribe: “El secreto es, en el fondo, tan intolerable para la ética como para la filosofía o la dialéctica en general, de Platón a Hegel”28. “Bajo la forma ejemplar de la coherencia absoluta –anota Derrida–, la filosofía hegeliana representa la exigencia irrecusable de manifestación, de fenomenalización, de desvelamiento; y por tanto, la pretensión de verdad que anima tanto a la filosofía como a la ética en lo que tienen de más poderoso. No hay secreto último para lo filosófico, lo ético o lo po lítico. Lo manifiesto es mejor que lo secreto, la generalidad universal es superior a la singularidad individual. […] Ningún secreto es legítimo en absoluto”29.

Amalia Quevedo, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1   J. Derrida, Dar la muerte, Barcelona, Paidós, 2000, pp. 57, 58 y 60-61. (Sigo, con modificaciones, la traducción de Cristina Peretti y Paco Vidarte).

2   E. Lévinas, Nombres propios, traducción de C. Díaz, Madrid, Fundación Emmanuel Mounier, 2008.

3   S. Kierkegaard, Temor y temblor, Madrid, Editora Nacional, 1981, p. 77. (Sigo, levemente modificada, la traducción de Vicente Simón Merchán).

4   Ibídem, pp. 196, 197-198 y 199.

5   Ibídem, pp. 157, 163 y 197.

6   Ibídem, pp. 149 y 155.

7   Ibídem, pp. 200 y 204.

8   Derrida, Dar la muerte, ob. cit., pp. 62 y 121.

9   Ibídem, p. 115.

10        Ibídem, p. 116.

11 Ibídem, pp. 142-144.

12 M. Blanchot, Lo (el) indestructible, en El diálogo inconcluso, traducción de P. De Place, Caracas Monte Ávila, 1993.

13 Derrida, Dar la muerte, ob. cit., p. 46.

14 Ibídem, p. 47.

15 M. Heidegger, Sein und Zeit, §47, Tübingen, Max Niemeyer, 1993, p. 240. (La traducción es mía. Tomo la expresión ‘en una causa determinada’ de la excelente traducción de Jorge Rivera). Sobre la muerte como factor de individuación del hombre, véase §53, 263.

16 Derrida, Dar la muerte, ob. cit., pp. 47-48.

17 R. Girard, La violencia y lo sagrado, traducción de J. Jordá, Anagrama, Barcelona, 2005.

18 Derrida, Dar la muerte, ob. cit., p. 49.

19 Ibídem, p. 61.

20 Ibídem.

21 Ibídem, p. 78.

22 Ibídem, pp. 62-63.

23 Ibídem, p. 93.

24 Ibídem, p. 63.

25 Ibídem.

26 Ibídem.

27 Ibídem, pp. 63-64.

28 Ibídem, p. 65.

29 Ibídem.

Salvador Ros García

La muerte «revelada» de Jesús de Nazaret

En Jesús de Nazaret se nos ha  dado la posibilidad  de contemplar una imagen modélica: un hombre que libremente ha ido al encuentro de la muerte y en ella, saboreando toda la carga de negatividad que comporta el hecho de morir, ha consumado el gesto  propio de su  vida  como  entrega  libre  y  liberalmente  consentida. La suya no ha sido una muerte serena e impávida como la de Sócrates; tampoco una muerte estoica como la de Séneca;  ni  tampoco la  de un discípulo de Buda en quien la muerte de todo deseo le habría preparado el acceso tranquilo al nirvana... Jesús, en cambio, ni ha escondido su miedo delante  de  los  discípulos  ni  ha  reprimido  el  grito angustiado en el trance final  de  su  agonía.  Es  justamente  en  esta muerte en la que todo ser humano podrá reconocer  el  fondo  mismo de su experiencia; una muerte en la que han tenido cabida las dimensiones más humanas de la persona: el dolor, la angustia como horror vacui..., y también la libertad amorosa de la entrega.

Aparte de otros datos históricos, ciertamente escasos, el testimonio de la muerte de Jesús nos viene consignado con  mayor amplitud en los cuatro relatos evangélicos. Es claro que en  ellos no podemos encontrar las actas de un proceso jurídico, ni tampoco la crónica-reportaje  de  cuanto  ocurrió   positivamente   en aquella  muerte. Al ser estos relatos la narracción de una comunidad confesante,  la muerte que en ellos se nos describe está fuertemente teologizada [58]. Según esto parece que tendríamos limitado el acceso histórico a la muerte de Jesús, pues si la  que  nos cuentan  los  evangelios obliga a  ser   leída   como   un   relato   de   fe  para   la  fe  de  una comunidad, ¿quién nos dice, con juicio crítico, que Jesús ha vivido  su  muerte con radical autenticidad y que en ella ha desvelado  el sentido  último de la existencia humana? Si los pocos datos históricos que poseemos acerca de su muerte sólo nos dicen que fue una  muerte  violenta  (crucifixión  romana), ¿cómo saber con certeza histórica  que  él contó con ese trágico desenlace y que no le llegó a modo de sorpresa en una especie de emboscada? Esta y otras cuestiones, legítimas desde el punto de vista histórico (y también desde la fe para evitar irracionalismos), han abierto una historia de polémicas en el campo de la exégesis contemporánea: desde una radical desconexión entre el Jesús de la historia y el Cristo  de la fe  (Reimarus  y  teología liberal), pasando por la interpretación mítica (Strauss) para desembocar en el extremo opuesto del desprecio por las cuestiones históricas de Jesús (escuela bultmanniana) [59].

Rudolf Bultmann negaba la posibilidad de un acercamiento histórico a la muerte de Jesús. Con un radical escepticismo hacía de ella cuestión de un malentendido  político: si él sufre la muerte de un malhechor político y es difícil que esta ejecución pueda entenderse como la consecuencia íntimamente necesaria de su actividad, históricamente hablando se trataría de un destino absurdo; con lo cual afirma el autor: «la mayor desazón que siente el que quiere reconstruir el retrato de Jesús se debe a que no nos es dado  saber cómo comprendió Jesús su fin, su muerte... ¿ Le encontró un sentido? ¿Cuál? No podemos saberlo» [60].

Sin embargo, en la postura de Bultmann, más  que  una  verificación histórico-positiva (no es posible  saber  lo  que  ocurrió  en  la muerte de Jesús) hay una cuestión pre-lógica:  no  interesa  el  contenido histórico-objetivo del evangelio, sino sólo el kerigma, la proclamación de que Dios nos  ha  salvado  en  el  acontecimiento  pascual de Jesús. Por esto mismo,  porque  la  afirmación  bultmanniana  más  que negar la posibilidad histórica negaba la validez soteriológica de lo histórico (un dato que entra de lleno en su unilateral teología dogmática para  derribar  todos  los  modelos  anteriormente  construidos por la teología liberal de la Leben-Jesu-Forschung), quedaba todavía abierto el desafío para proseguir la investigación. Sus mismos discípulos  emprendieron  la  nueva  búsqueda [61]. Y, poco  a  poco,  se iba constatando que los  evangelios  sinópticos  tienen una  gran dosis de  tradición auténtica;  de modo  que  «los  evangelios  no  autorizan de ninguna manera la resignación  o  el  escepticismo.  Por  el  contrario, nos presentan la figura histórica de Jesús con una  fuerza  inmediata, aunque de manera muy distinta de cómo  lo  hacen  las  crónicas o los relatos históricos» [62].

Entre los estudios dedicados al análisis de la  muerte  de  Jesús, los más satisfactorios, sin  duda, han sido la  tesis de Hans  Kessler [63], y  el  libro  de  Heinz   Schürmann [64]. El primero, Kessler, intenta dar con los primerísimos fragmentos de la narración del Calvario (el relato más antiguo estaría construido por una serie de frases de Marcos,  todas  ellas  en  presente  histórico),  para  ir  señalando  después las distintas etapas de evolución e  intensidad  teológica  que  el dato de la muerte de Jesús ha ido recibiendo en la cristología neotestamentaria (desde una ausencia de mención  en la fuente Q hasta la lectura salvífica por  parte  de  Pablo) [65].  Schürmann,  en  cambio, tiene siempre de frente la refutación de Bultmann y de entre sus mismas ruinas, procediendo con rigor analítico (su método es la  conducta de Jesús en orden a  su  destino),  va  levantando  la  atalaya que nos permite ver de qué modo  Jesús  ha  arrostrado  su  muerte. Desde esta bipolaridad hermenéutica entre vida-muerte (lo que sabemos de su  conducta  nos  permite  esclarecer  lo  que  fue  su  muerte;  y a la inversa,  lo que  sabemos  de su  muerte  consuma  la  significación de su vida) es desde donde Schürmann puede afirmar que Jesús ha asumido activamente su muerte en su conducta [66], que ha ido a su encuentro en una actitud de pro-existencia  amante [67]  y  que,  en  el gesto profético de la cena  con  sus  discípulos  en  vísperas  de  su pasión, atribuyó a su muerte inminente un valor salvífica,  anticipando su significación en el lenguaje eficaz del gesto [68].

Desde esta afirmación histórica exponemos a continuación cómo Jesús realizó una muerte modélica:

a)   Podemos saber las razones que  pesaron  en  su  condena,  aunque en la sentencia, además de razones, entraron también odios e intrigas  (desde  los  recelos  por  parte  de las autoridades judías  hasta las cobardías del poder romano,  pasando  por  las  emociones  enfebrecidas de  la  masa  anónima):  un  falso  profeta  (sentencia  judía) llevado a las autoridades romanas como un   revolucionario  de masas para  que  le apliquen  la  condena  en  uso (crucifixión) [69]. Pero entre estas « causae crucis »,  que  llevan  a  Jesús  a  sufrir  la  prueba  límite de una muerte violenta, está el protagonismo de su propia libertad, mediante la cual mantiene una original pretensión, con radicalidad absoluta en su conducta,  y  de  la  que  no  se  desdice  en  ninguna  de las situaciones extremas a sabiendas del peligro en que pone su vida. Digamos, por tanto, que la causa de su muerte no  es  otra  que el conflicto de su vida llevado hasta  las  últimas  consecuencias;  pensar que le soprendieron en  la  casualidad  de  una  muerte  fortuita  es ignorar la actitud con que vivió su  vida.  La  muerte  de  Jesús  no  es sólo la resultante de simples factores intrahistóricos, es también la consecuencia última de su valiente actuación [70].

b)   ¿Cuál  es  el  contenido  de  esa  suprema  libertad?,  ¿cuál  es el conflicto de su vida que desemboca en  la  muerte?  No  se  trata de  un coraje momentáneo  ni  de  actitudes  estoicas  al  estilo  del  héroe rojo de  Bloch;  se  trata  de  una  suprema  libertad  prendida  a  una causa libremente amada: el Reino de Dios. En Jesús se da  de  modo libre y absoluto lo que Heidegger llamaba la «autodilucidación  del propio ser en vistas  a  su  proyecto»,  la  identificación  total  de  sí mismo con su pretensión, con la causa de  Dios  (la  basileia  tau Theou). Es ésta la magnitud que dinamiza  todo  su  ser  y  que  se traduce de inmediato  en  el  lenguaje  manifestativo  de  su  conducta; una magnitud tan  personalizada  que  en  ella  se  hacen  inseparables su persona y su mensaje; ser y misión totalmente unidos en la causa recibida. Esta es también la causa explicativa  de  su  conflicto  al anunciar la presencia de Dios  aconteciendo  en  su  persona:  «el  reino de Dios está en  medio de  vosotros»  (Lc 17, 21), con  perfecta cuenta de  la  novedad  y  riesgo  que  supone  tal  novedad:  « dichoso  el  que no se escandaliza de mí» (Mt  11, 6), y que, ciertamente, suscitó  las más graves sospechas entre sus contemporáneos: «blasfema  contra Dios» (Mc 2, 6).

Con  esta  categoría  del  Reino  de  Dios,  Jesús  está  diciendo  que lo único que le importa es Dios y  los  hombres,  la historia  ele  Dios con los hombres . Este y no otro es su asunto [71]. Tomando  de  este modo tan en serio la  causa  de  Dios  y  la  causa  del  hombre, Jesús hace de su vida una existencia-receptora (no se presenta como autoidentidad rígida y clausurada  sobre  sí  misma,  sino  como  realidad abierta y transparente; haciéndose  hueco, vacío  total ,  para hacer sitio a Dios totalmente )  y  una  libertad-libertada  (entregándose de lleno a una causa absoluta queda libre de las demás pretensiones intramundanas o egoísmos posibles y se hace libre para comprometerse en el mundo).  Obediencia  y  entrega  son  el  resumen de su existencia.

c)   Este nuevo modo  de  ser  y de  vivir Jesús  lo va  explicitando en el dinamismo de su conducta, con una conciencia clara  de autoridad referida siempre a la causa que trae entre manos [72], y con una singular  conciencia  de  filiación   respecto, de Dios a quieninvoca como «Abba» [73]. Desde  esta  señera  pretensión  de  hijo  Jesús  es,  en un  sentido  único  e  intransferible, el hijo  para  los  otros   hijos,  el hijo que debe hacer hijos a los otros; quien por su obediencia y entrega de sí mismo, en la totalidad de su libertad humana, revele la condición amorosa del Padre, la manera de cómo Dios existe para­los-otros [74]. Desde su autoconciencia  de hijo, Jesús define el ser de Dios por el dinamismo de su amor, con un rostro de  misericordia  y con una especial parcialidad por los pobres y pecadores.

En una sociedad teocrática como la judía, anunciar un  Dios  que vale también para los pecadores, para  los  fuera  de  la  ley,  cuestionaba toda la concepción judía de la santidad y justicia  divinas.  El término «pecador»  tenía una fuerte  connotación  sociológica  antes que  moral: pecadores eran los publicanos  por  su  colaboración con la potencia romana ocupante; pecadores eran los leprosos,  considerados como impuros;  los ignorantes,  pues  siéndolo  desconocen  la  ley y sin la ley no pueden salvarse; las prostitutas,  etc... Entre ellos y para ellos anuncia Jesús la causa de Dios con  parábolas y milagros, pero sobre todo con el gesto de sentarse a compartir su mesa (la comunión  de  mesa  para  un  oriental  significa  comunión  vida)  hasta el punto de que se  le  moteja  de  amigo  de  pecadores  y  publicanos (Mt 11, 19). Los motivos de  esta  predilección  se  asientan  no  en  que el pecado o la pobreza sean valores positivos en sí  mismos,  ni  tampoco en el carácter humanitario  de  Jesús,  sino  en  que  la  salvación que Jesús extiende de parte de Dios tiene un rostro de misericordia que sólo pueden comprender y acogerla los insatisfechos, los  desolados, los que tienen conciencia de necesitarla. Esta  actitud proexistente de Jesús, el ser-para-los-otros de parte de Dios y con  un amor desmedido, fue una  de  las  causas  que  le  hizo  desembocar  en la muerte.

d)   Llegados ya a su  muerte,  sabemos  que  fue  padecida  como un  destino  irresoluble e impuesta con toda su carga de  negatividad y de violencia,  que  murió  saboreando el amargor de una traición (Mc 14, 10 s.17.21.43-45) y el abandono de quienes parecían sus incondicionales (Mc 14, 66-72). Para Jesús la muerte fue sentida como una frontera  absoluta;  sólo  en  la  confianza  concedida  al  Padre  y  a su infinita justicia sobre las  fuerzas  del  mal  pudo  ser  asumida,  sin que esta religiosa abertura le mermara nada  de la  mortal  negatividad con que nos adviene a todos los humanos. ¿Cuál es, entonces, el protagonismo de Jesús en la situación última de su muerte? Nuevamente los contenidos de su libertad: está  viviendo  su  muerte  no desde la evidencia de que al final todo va a salir bien, sino desde la exigencia radical  de  su  vida, apostando de nuevo  por  la  fidelidad al Padre y a la misión que ha encarnado entre los hombres. Jesús muere como ha vivido (ha vivido literalmente desviviéndose en favor de la causa de Dios entre los hombres),  consumando  en  coherencia el sacrificio último de su muerte con el sacrificio existencial realizado en su vida; de tal modo que el acto de morir-por se entiende plenamente como desembocadura lógica de su vivir-por [75].

Pero ¿cómo Dios puede dejar ir a la muerte a quien ha vivido con radical autenticidad, comprometiéndose de modo tan absolutamente fiel por su causa? Más aún: ¿por qué permitió la  muerte injusta del hijo? y ¿por qué calló en su angustia?  Si  dejó  que Jesús saboreara la muerte en todo su amargor, si no le restó ningún sufrimiento humano ni  intervino  para  suavizarle  la  angostura  de su tragedia, no fue porque Dios no se percatara de ello o no pudiera librarlo de tales tinieblas, sino por respeto a la misteriosa libertad humana por la  cual el hombre es capaz  de  los gestos más  creativos y heroicos, pero también capaz del abuso y de la destrucción. Respetó al  hombre hasta  el punto  de que  no  abrió con violencia el  corazón endurecido para evitar  así  la  muerte  del hijo [76].  Y  si  Dios  calló  ante la súplica angustiada de Jesús (Mc 15, 33-34;  Mt  27, 45-47)  no  hay que ver en ello solamente el vacío  de  un  mudo  silencio,  sino  ante todo un espacio abierto para la respuesta del hijo que consuma definitivamente, en el sacrificio puntual de su muerte, la  entrega  existencial de su vida.

e)   En las manos de Dios ha ido  la  vida de  Jesús  a  la  muerte; mas su propia identidad y las reivindicaciones de su causa parecen perdidas.  La  causa  injusta,  los poderes del mal, han triunfado con la ejecución del  injustamente  condenado  a  muerte. ¿Quién  saldrá en su favor? ¿Quién le hará justicia a él y a su proyecto  liberador? La respuesta la dio Dios resucitando a Jesús de entre los muertos. Dios hace de este modo justicia  al  inocente: el  triunfo de  la justicia se instaura con el triunfo sobre la muerte, es decir, con la resurrección. Tenía que ser así; de otro  modo, o Dios no es amor, o Dios no es Dios, puesto que la muerte  puede  más  que  él  al  anular una causa auténticamente fiel.  Si  todo  se  hubiera  perdido  en  la muerte de Jesús, sería sin  duda  el  héroe  de  una  causa  noble,  pero uno  más  entre  los  muchos  ajusticiados  de  la  historia.  Los  poderes de  la  injusticia  y  de  la  mentira  habrían  hecho  inútil  la  utopía  de  su vida; todo reducido a una quimera. Más aún, su  vida  sería  un ejemplo  evidente  de  que  la  idea  de  Dios  es  una  ilusión  (Freud), una alienación (Feuerbach) y que los otros son  un  infierno  (Sartre). Pero Dios en verdad es amor, capaz de recrear  la  vida  que  le  había sido confiada; la idea de resurrección significa, pues, la identidad culminada (vida en plenitud) y la justicia a una fidelidad vivida [77].

Con el hecho de la  resurrección  Dios  reivindica  la  causa  de Jesús, avalando con su absolutez todos los contenidos de su proyecto liberador, revelando en ellos con carácter salvífico el sentido último de la vida humana: 1º)  que  el  fundamento  de la libertad  en verdad es el amor; así  lo  ha  mostrado  Jesús  en  el  ejercicio  de  los  actos más infalsificablemente humanos, en el servicio  desinteresado  a  la causa de Dios entre los hombres; en él se nos da la mostración apodíctica de la libertad humana: «nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente» (Jn 10, 18); «nadie  tiene  mayor  amor  que  el  que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13)... Quien ahora diga que «el hombre es una pasión inútil»  supone por  su   parte   un  insulto -cuando menos  una  terrible  ignorancia-  respecto  de  Jesús... 2°)  que el amor en verdad es más fuerte  que la  muerte;  si  Marcel  intuyó que  todo  amor  promete  perennidad  («amar  a  alguien  quiere  decir: tú no morirás»), en la amorosa fidelidad de Jesús se ratifica  plenamente: el amor que es autodonación  de sí no se borra y desaparece sin dejar huella; pese a su desamparada impotencia  termina  revelándose  más  fuerte  que  todo,  más  fuerte  incluso  que  la  muerte [78]...  3°) que por fin y en verdad hay una justicia para todos; si  en la historia no es posible una justicia  total, y  si  por  encima de  la  muerte no hay lugar  para  ninguna  victoria,  entonces  ¿dónde calmar  la sed de justicia  que  lleva  todo  ser  humano?  Aún  más:  si  la  historia  no es capaz de redimir  a  sus  muertos,  ¿quién  hará  justicia  entonces  a los  ajusticiados  de  la  historia,  a  los  que  han   muerto víctimas de las más terribles  injusticias perpetradas en la historia tales  como en Auschwitz o en Hiroshima,  por ejemplo?  Si no hay la posibilidad de una justicia para todos, vivos  y  muertos,  el  hombre  será  una pasión inútil destinada al  olvido  y  la  historia  queda  a  merced  de todas las tiranías posibles  por  parte  del  más  fuerte;  el  verdugo acabará  prevaleciendo   sobre  su  víctima   ya  que  ésta   se  pierde   en la muerte y la historia será pura historia de los vencedores.  O  hay victoria sobre  la  muerte  o  no  hay  victoria  sobre  la  injusticia;  o  se da la superación de la alienación más  radical  que  es  la  muerte  o no hay  proceso  de  liberación  eficazmente  humano  en  la  historia.  Esta es una de las grandes cuestiones que se  ciernen  sobre  la  praxis marxista: cierto que la historia es proceso  abierto  para  el  protagonismo humano,  y  que  la  utopía  es el  resorte  activo  que  acelera  todo lo transformable del proceso (Bloch); pero si  los  que  han  quedado atrás se han perdido y ya  no  cuentan,  si  son simplemente  la  escoria de la historia del mundo, entonces la historia misma  se  hace  antiutopía porque deja a sus hijos engullidos en  el  anonimato  de  la muerte; al  mártir  de  la  revolución,  al  héroe  rojo  de  Bloch,  no  se  le hace justicia llevando  flores  a  su  tumba o guardando un minuto de silencio en el aniversario de su muerte.

La injusticia perpetrada con Jesús (arquetipo de todas las injusticias de la historia) es clamor que exige justicia; y si  la injusticia le introdujo en el abismo de la muerte, sólo se  sobrepujará cancelando ésta con su reverso, la vida.  Esto  es lo  que explica el hecho de la resurrección de Jesús, el triunfo de la justicia de Dios como la única salida válida que rompe el cerco opresivo del mal y redime las injusticias de la historia.

Conclusión: En Jesús de Nazaret, «nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos (Rm 1, 3-4), se nos ha revelado el sentido último de la existencia humana y de la historia. Precisamente por su victoria sobre la muerte ha sido proclamado Cristo y Señor, salvador y liberador, porque siendo él mismo salvado de la más inícua acusación y liberado de la más extrema esclavitud ha dado origen a una nueva humanidad, permaneciendo él mismo como primogénito y arquetipo de esa nueva manera de ser hombre en la historia, ya que él ha roto desde dentro mismo de la condición humana nuestra impotencia abriéndola a la posibilidad de una  relación  infinita [79].

Definitivamente, pues, la salvación de Dios se ha dado en la solidaridad histórica de Jesús con los hombres; es precisamente la significación de esta eterna solidaridad de Jesús con nosotros lo que hace que su victoria sobre la muerte  tenga  una  validez  universal  para  todos los hombres, ya que su salvación se ha dado en el seno de la historia, en la entraña misma de los condicionamientos humanos (un salvador que sobrevolase angélicamente las simas de la condición humana no aportaría más que una salvación decretista, pero no rompería las alienaciones humanas); por otra parte  ha  sido  una  victoria que ha redimido a toda la humanidad de  la  historia (al descender Jesús al reino de la muerte se solidarizó de modo absoluto con los que yacían  sepultados  en  el  dominio  de la muerte,  pero al hacer saltar los lazos de ésta dejó redimido todo el  caudal  de  sufrimientos  destilado por milenios en la historia) [80], y definitivamente  con  esa  misma victoria ha desvelado el sentido último para la historia de la humanidad (la historia tiene  un  destino último, no es la evolución cíclica en la que todo se reitera sin cesar; el mismo Dios que en su amor recreó la vida de Jesús con una total plenitud existencial,  llevará también la historia hacia su realización definitiva en un  mundo  nuevo y una sociedad nueva).

La muerte como «misterio» del cristiano

Hemos visto ya de qué manera la muerte representa un problema para la vida humana, cómo por su carácter de ruptura pone en entredicho la  densidad  existencial  de  la  vida  (Sartre,  Gardavsky,  Schaff) y cómo a  la  vez,  por  su  carácter  inherente  a  la  vida  misma,  goza de una presencia axiológica en el proyecto vital de  la  existencia (Scheler, Heidegger, Machovec).  Vimos  después, en  el caso ele Jesús de Nazaret, que  la  muerte  no  es  un  hecho  neutro  que  se  dé  de modo unívoco para todos igual, sino que hay también  en  ella  un carácter de ambigüedad, puesto que se ha  evidenciado la posibilidad de un morir que es  capaz  de  sobrepujar  su  condición  alienante  y  que termina revelándose más fuerte que la muerte; no que la muerte pierda su carácter oculto o su dimensión  crítica  de  situación  límite, sino que por encima de su opacidad fenoménica, de su  densa  oscuridad, la entrega absoluta en la originalidad del amor, tal como  lo expresó Jesús de Nazaret, se ha manifestado como garantía  definitiva  de  victoria  sobre  la  muerte.  A  partir,  pues,  de  la  experiencia de Jesús  la  muerte  se  nos  muestra  en  cierto  modo  ambivalente,  en el sentido de que  hay  una  doble  posibilidad  para  la  muerte  humana: o morir la muerte «natural» de manera más o menos resignada, o morir la muerte «entregada» (y por ende «agraciada») de Jesús, llamado el Cristo.

Pero, ¿cómo vivir la nueva  muerte  de  Cristo?  ¿cómo  hacer llegar esta nueva posibilidad sin alienar el acto más infalsificablemente humano y que por  eso  mismo  exige  mayor  personalización? Por supuesto que no se  trata  de  hacer  de  la  muerte  de  Cristo  un calco o una repetición de todos sus fenómenos. Ni es posible (cada muerte lleva la firma de quien  la  vive)  ni  se  intenta  tampoco  la simple imitación; si fuera así, estaríamos echando a perder la transcendencia de la  muerte  de  Cristo  (el  hecho  de  que  fuera  repetible por otros le arrancaría a su muerte específica -el carácter salvífica definitivo- con la seguridad, además,  de  que  el  sujeto  humano  no vería en esa muerte  postiza  la  identidad  de  su  propia  muerte.  Se trata, por tanto, de representar, de hacer presente  en  nuestra  condición temporal los misterios de la vida de  Cristo.  De  este modo,  lo que es nuestra adhesión a él,  manifestada  con  una  existencia  cristiana, eso mismo nos llevará a un «conmorir» con Él. Se trata, en definitiva, de una apropiación de su muerte. Con ella no inficcionamos la  vocación  humana;  al  contrario,  queda  salvada.  Recuérdese que la muerte de Jesús fue culminación de su humanidad, libre y liberalmente consentida y que por ello resultó agraciada por Dios, convirtiéndola en el modelo arquetípico de la muerte más  humanamente realizable. Con lo dicho, esta  apropiación  de  su  muerte  nos lleva a realizar visiblemente en nuestra vida la eficacia salvífica  de su muerte [81].

Esta  apropiación  de la  muerte  de Cristo es,  por  tanto, la nueva magnitud axiológica, la más absoluta y envolvente, que el cristiano introduce   en  toda   su   trayectoria   existencial [82]. Con  la   densidad de tal magnitud, la muerte humana pierde el aguijón que  hacía  de  ella algo problemático para la existencia y pasa a convertirse en signo prognóstico, en misterio, que da a la vida un carácter de itinerario pascual hasta configurarse definitivamente con Cristo muriendo también una muerte como la suya [83].  Ir,  pues,  cursando  la  muerte  de Cristo nunca podrá ser una  bella  idea  que  el  cristiano  deba  guardar en el fuero de  su  conciencia,  será  siempre  una  realidad  existencial en la que,  quedando  afectados  todos  los  dinamismos  de  su  ser,  todas sus relaciones, el cristiano la hará traducible de modo sacramental y virtual. Veamos  brevemente  este lenguaje  a  través  del cual se hace visible o manifestable la realización  existencial  de  la  muerte de Cristo, operante en el cristiano.

Cuando decimos que los  sacramentos  son  cauces  de gracia  para el cristiano porque reciben su eficacia de la  muerte  de  Cristo,  estamos diciendo que a  través  de  esas  mediaciones  visibles  que  tienen un carácter pascual el  cristiano  establece  una  conexión  con  el misterio salvífica de aquella muerte.  Esta  conexión  es  particularmente clara en tres de ellos: bautismo, eucaristía y unción  de  enfermos; los tres señalan  y  consagran  el  comienzo,  el  medio  y el fin de la vida cristiana como apropiación de la muerte de Cristo:

a)   La vida cristiana se origina en las aguas del bautismo, significando  en  ellas  el  paso  de  una  antigua  condición  de  pecado (el hombre clausurado egoístamente sobre sí mismo) a una configuración con Cristo.  Con  la  fuerza  expresiva  del  signo  sacramental se va realizando a lo largo del rito bauüsmal la escenificación de una imagen de muerte: la inmersión  simboliza  una  sepultura,  el  ele­ mento del  agua  es  a  un  tiempo  símbolo  de  muerte  y  regeneración, y el significado sacramental es que el hombre muere al pecado para caminar a una vida santa [84]. La expresión plástica del rito hace visible el comienzo pascual del cristiano naciendo de las aguas bautismales con el sello de la muerte de Cristo (Rm 6, 3), para ir configurándose existencialmente con él. Por tanto, además de  comienzo de la vida cristiana, el bautismo es también el comienzo sacramental del morir cristiano.

Esta muerte mística del bautismo va siendo ratificada  a  diario  en la mortificación, en la adhésion incondicional a Cristo. El  sentido de la mortificación el contenido de la ascesis cristiana, no será nunca un código normativo de abstenciones o de imposiciones venidas de fuera, ,sin o antes que nada la presencia activa de esta apropiación de la muerte de Cristo que el cristiano ha hecho en su bautismo y que a lo largo de  la  existencia va  desarrollando  como un aprendizaje del morir en Cristo.  Por  último, la  muerte  mística del bautismo hace también relación a la muerte real  del cristiano; ésta no será otra cosa que la realización última del con-morir con Cristo que prometimos y previvimos en la forma de signo sacramental en el bautismo y que  existencialmente  fuimos  desarrollando hasta por fin entregar la vida definitivamente en las  manos  del  Padre.

b)   El cristiano renueva su apropiación de la muerte de Cristo  en la celebración de la eucaristía, que es la  renovación,  el memorial, de la muerte del Señor; participando en ella anuncia gozoso la muerte salvífica de Cristo y a la vez asimila progresivamente  ese  acto de morir tal como  se  dio  en  El.  Si  los  sacramentos,  en cuanto que son signos eficaces, obran lo que representan, éste (la eucaristía), que representa el memorial  de la  muerte del Señor, ha  de obrar en quien lo recibe la muerte por él  representada;  es  decir,  el cristiano renueva la verdadera apropiación de la muerte de Cristo en lo que es memorial de esta muerte, la eucaristía. Lo que en este misterio hacemos -dice  Rahner-  es  la celebración  sacramental  de la muerte de Cristo, y lo que en este misterio  recibimos  es  la gracia que en su muerte se hizo nuestra [85].

Eucaristía y vida cristiana quedan también íntimamente conexionadas: la muerte apropiada (hecha propia) en el misterio celebrado se desarrolla luego en la actividad del morir existencialmente incorporado al misterio de  Cristo,  para  consumar  definitivamente en la muerte real la plenitud de lo celebrado en la eucaristía [86].

c)   Si el bautismo fue el comienzo sacramental del morir  cristiano, y la eucaristía la fuerza que le ha ido permitiendo al cristiano activar  esa  muerte  durante  la  vida ,  ahora,  la  unción   de   enfermos le consagra para morir ya definitivamente la nueva muerte de Cristo. Dijimos antes cómo los dos primeros, bautismo y eucaristía, en su visibilidad sacramental, tenían una clara referencia a la  muerte  de Cristo; el sacramento de la unción la tiene sobre  todo por la situación o coyuntura especial en que es administrado: la  enfermedad corporal del hombre  como  situación  crítica;  por  esto  mismo,  la unción es  el  sacramento  de  la  situación  última.  En  el  espesor  de esta situación límite, sentida con la inevitable carga  de  dolor, incluso con el temor a  caer  en  el  vacío,  en  el  abismo  sin  fondo,  la  unción es para el cristiano la fuerza de Cristo, el poder de su gracia,  que le sostiene en la prueba última de su vida y le alienta a consumar, nuevamente en la generosa  libertad,  la  última  acción  en  comunión con Cristo  para  entrar  en  la  vida  de  Dios.  Y  así,  muriendo  libre, fiel y confiadamente, el cristiano estará  haciendo  algo  que  sólo  por esta gracia de Cristo puede hacerse; lo sepa o no,  muere  la  nueva muerte de Cristo, puesto que «sólo  esta  muerte  nos  mereció  esta gracia  y  sólo  ella  libera  nuestra  muerte  y  la  introduce  en  la  vida  de Dios» [87]

d)   ¿Hay algún otro sacramento  que  manifieste  más  plenamente  la  íntima   conexión  entre  realización ritual   y aplicación subjetiva, entre muerte sacramental de Cristo y muerte virtual del cristiano? De otro  modo:  ¿existe  un  morir  en  el  que se evidencien la  libre libertad humana y la fe auténtica? Sí, el martirio;  donde la libertad es más  libremente  amada  y,  precisamente  por amor,  se tiene el valor del gesto más gratuito que es entregar  la vida . El martirio no es nunca una muerte suicida; el suicidio es cobardía, nunca libertad aunque libremente  se  realice;  precisamente  porque la libertad y el amor no apuestan  por  la  vida,  es  lo  que  hace  que el  suicidio sea una traición a la creatividad y a  la  fidelidad,  a los  contenidos más densos de la vida humana; el martirio, en cambio, es  la muerte libremente fiel; en ella la violencia que lo provoca es sólo artificio que no logra  diluir  la  presencia  de  esta suprema  libertad. Una muerte así es la realización modélica del morir cristiano; es  la «buena  muerte»  convertida  en  testimonio  de la  buena causa; es definitivamente «el bello testimonio» (1Tm 6, 13), la armónica coherencia de la verdad  interior  con  su  manifestación  externa.  En ella, la gracia se hace más  claramente  visible,  el amor  se  hace digno de  fe  y el mártir realiza el  mayor de  los  signos  sacramentales,  el «supersacramento», el único en el que no puede ponerse  óbice  por parte de quien lo recibe [88].

Aunque la muerte martirial no sea hoy una realidad muy común (ciertamente, todavía hay zonas conflictivas -desde las iglesias del silencio en los regímenes totalitarios del este, hasta la praxis liberadora en los países latinoamericanos- donde el  grito  por  la  libertad o la denuncia profética de las  injusticias  está  llevando  a  no pocos a situaciones de sangre); sin  embargo, no  por eso el cristiano ha perdido la posibilidad de testimoniar la «buena muerte» en la buena causa: confesar  que Jesús llevó  a culminación  su  humanidad y por eso mismo salió victorioso sobre la muerte, significa para el cristiano creer que el  dolor,  la  alienación  y  el  sinsentido  pueden ser aniquilados, afirmando precisamente -como Jésus lo hizo- la libertad y el amor frente a los poderes del mal que  siembran  la muerte (alienaciones, injusticias) sobre los desventurados de este mundo. La fe cristiana, lejos de ser un coto privado, defenderá así la causa de la vida, que a todos interesa porque a todos abarca.

* * *

Después de haber levantado acta de las distintas tanatologías contemporáneas, en la que  hemos  incluido  la  muerte  salvífica  de Jesús de Nazaret y tras ella la consiguiente valoración cristiana, terminamos aquí con la cuestión que ya iniciamos  en las  primeras  páginas sobre  el  sentido  de  la  muerte  que  de  modo  inevitable  pone  fin a  la  existencia  temporal  del  hombre.  Por  una  parte  ha  quedado clara la honestidad de las ofertas antropológicas tratadas. Tanto el existencialismo como el marxismo humanista han sobrepasado  la postura que reducía la muerte a mera positividad  biológica  y  han tratado de rellenar con sentido antropológico  la  aparente  negatividad del hecho. Tales ofertas han venido a confirmar que la muerte no sobreviene de modo extraño al individuo sino que está insertada en  el  mismo  estatuto  antropológico  y   que  anticipadamente  puede ser asumida por el  hombre  con  el  mismo  sentido  que  haya  dado  a su existencia. Con lo  cual  no  hay  muertes  anónimas,  todas  llevarán la  firma  de  su  autor.  Por  otra  parte  las  nuevas  tanatologías  vienen a confirmar el carácter crítico de la muerte sobre la existencia del individuo, de tal manera que todos los proyectos existenciales que pretendieran ignorar el hecho de  la  muerte, sin ofrecer  una  respuesta de sentido, se harían radicalmente inexistenciales.

Vimos después la novedad de la respuesta cristiana. El hombre incorporado existencialmente a Cristo muere como ha vivido, en clave de transcendencia y participando de la misma victoria de Cristo sobre la muerte. El sentido cristiano de la muerte es la resurrección; que nada de lo más humanamente vivido por el hombre en el dinamismo de su amorosa libertad permanecerá en el abismo de la muerte porque Dios, el creador de la vida, ha manifestado en Jesús de Nazaret su pasión por el hombre vivo (la gloria de Dios -decía  san lreneo-  es que el hombre  viva).  La  categoría de la resurrección es la novedad cristiana; no es una ideología más en el campo de las hipótesis, sino una verdad de fe, lo cual significa que no se llega a ella por el procedimiento de una conclusión racional sino tle una decisión personal  ante lo que es oferta victoriosa de Jesús de Nazaret. Y creer en la victoria sobre la muerte jamás podrá ser una evasión desacreditadora de lo temporal; al contrario, llevará al cristiano a esperar la resurrección operándola (la esperanza cristiana jamás es pasiva; acelera lo que cree para alcanzar lo que espera). De este modo, la victoria sobre la muerte, la resurrección, se presenta como la lógica consecuencia del empeño más humano del hombre que es la gratuidad del amor manifestado en la existencia.

Concluyendo: la  afirmación  que  demos  sobre  la  muerte  gozará de credibilidad si surge de la  afirmación  de la  vida,  de  esta  vida  y  del sujeto que la vive.  La  afirmación  más  absoluta  es, sin  duda, que el amor es más fuerte que la muerte.  Y  la  vivencia  de  esta  afirmación en  el  ahora  de  la  existencia  temporal  es  lo  que  hace  legítimo e  inteligible  el  postulado  de  la   resurrección  (Mt.  25,  31 ss.;  1Jn 4, 7 ss.). Esta y no otra es  la  buena  noticia  cristiana  y  la  vocación más absoluta del hombre. No es extraño,  por  tanto,  que  la  conclu­ sión se haga radicalmente  evidente:  quien  ama  vive  y  «  quien  no ama permanece en la muerte» (1Jn 3, 14).

Salvador Ros García, en dialnet.unirioja.es

Notas:

58    El transfondo desde el cual quedan iluminados los distintos relatos evangélicos es que el  Jesús  crucificado  «resucitó al tercer día, según  las  Escrituras» (1Co 15, 4; Lc 24, 34).  Desde  esta  óptica se recuerda al Jesús que fue a la luz del Jesús que vive; y en ese  luminoso contraste,  entre  lo  vivido  ahora y lo convivido antes con él, se hace la necesaria memoria de lo que fue  su vida y de lo que fue su muerte.

59 Toda la historia de la investigación sobre la vida de Jesús (desde el «colosal  preludio» de  Reimarus  hasta  Wrede)  la  ha  recopilado   su   gran   historiógrafo ALBERT ScHWEITZER, Geschichte der  Leben-Jesu-Forschung,  Tübingen  1913. Una buena síntesis de esta problemática: CARLOS PALACIO, Jesucristo, historia e interpretación, Madrid 1978, 23-57.

60    R. BULTMANN, Das Verhiäiltnis der urchristlichen  Christusbotschaf zum historischen Jesus, Heidelber g 1960, 11 s.

61    El nuevo punto de arranque lo marca E. KÄSEMANN en 1953, con su conferencia  El  problema  del  Jesús  histórico,  ante  la  asamblea  de  antiguos  alumnos de Marburg . La conferencia está recogida en E. KASEMANN, Ensayos exegéticos, Salamanca 1978, 159-189.

62    G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret, Salamanca 1975, 24.

63    H. KESSLER, Die theologische Bedeutung des Todes Jesu, Düsseldorf 1971; cf. J.-1. GONZÁLEZ FAUS, Problemática en torno a la muerte de Jesús, en Selecciones de Libros 18  (1972)   341-349.

64    H. SCHÜRMANN, Comment Jésus a-t-il vécu sa mort?, París 1977.

65    Ciertamente que ha sido Pablo el autor neotestamentario que más  fuertemente ha teologizado el hecho  histórico  de  la  muerte  en  cruz.  Para  Pablo resulta  más  significativo  el  morir  en cruz que el hecho de morir. Al tratarse de una muerte necia y escandalosa,  Pablo  no  quiere  que  se elimine  este  carácter de maldición y escándalo; precisamente desde el dato de la  cruz  presentará  la justicia  de Cristo frente a la justicia de  la ley, y la «stultitia  crucis» frente a la sabiduría corintia. Toda una «Theologia Crucix» a través de estos textos paulinos:  Rm 6, 6;  1Co 1,  13.17.18.23; 2Co ,  2.8;  2Co 13,  4; Ga  2, 19; Ga 3, 1.13; Ga 5, 11.24; Ga 6, 12.14; Flp 2,8; Flp 3, 18.

66    H. SCHÜRMANN, o. c., 51.

67   Ibid., 61.

68    Ibid., 78.

69    Los cargos del  proceso  parecen  ambigüos.  Propiamente  uno  no  sabe  de qué se  le  acusa  ante  el  sanedrín  si  seguimos  el  relato  de  Juan,  ni  por  qué  le ha condenado  Pilato  si  seguimos  los  relatos  de  Marcos y Mateo.  El  conjunto  de los textos permite concluir la existencia de dos procesos sucesivos. La importancia  de  cada  uno de  ellos  varía  según  los narradores.  Juan  no  menciona al sanedrín, en cambio el  proceso  ante  Pilato  es  descrito  con mayor detalle. Mateo y Marcos abrevian el juicio romano e insisten en el proceso judío. Parece que el proceso ante el sanedrín (Me. 14, 53-65)  jugaron  dos  cosas:  la  cuestión mesíánica  y  la  palabra  de  Jesús   contra   el   templo.   Con  ello   se  quería   probar que  Jesús  era  un  falso  profeta  y  blasfemo,  contra  lo  que  existía  la   pena   de muerte (cf. Lv 24, 16; Dt 13, 5; Dt 18, 20; Jr 14, 4 s.; Jr 28, 15-17; cf. J. JEREMÍAS, Teología  del   Nuevo  Testamento  I, Salamanca  1978,  99 ss.).  Como  en  aquel  tiempo  el sanedrín mismo no podía ejecutar la pena de muerte, se llegó a una mañosa colaboración con la potencia romana;  de  este  modo  Jesús  cayó  entre  el  aparato de los poderosos (Cf. WALTER KASPER, Jesús, el Cristo , Salamanca 1982, 138-140).

70    Resultaría incomprensible su muerte sin  ese  conflicto  mantenido  de  por vida con la ley y sus representantes. Su  muerte  fue la realización de la maldición de la ley: «fue contado entre  los  impíos » (Lc 22, 37). Seguramente el motivo que aduce el evangelio de Juan para la  condena  de  Jesús,  con  unos  u  otros  términos,  responde  a  esa  situación  de  fondo: «nosotros  tenemos  una  ley y segun esa ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios» (Jn 19, 7; Jn 10, 33).

71    «La  perspectiva  teológica es la única justa al enfrentarse con la persona y la causa de  Jesús»  (W.  KASPER,  o. c.,  85). Al  perder  esto  de  vista  es  por lo  que  se   originaron,  a  partir   de  Reimarus,   las   distintas   imágenes   mesiánicas  del  Jesús   prepascual,   resultando   éstas una mera proyección  de los deseos de sus autores. Así nacieron las  tesis  del  Jesús  zelote o las del agitador  político fracasado: S.G.F. BRANDON, Jesus and the  zealots.  A study  of  the  political  factor in primitive christianit y, Manchester 1967; J. CARMlCHAEL, The Death of Jesus, London 1963; K. KAUTSKY, Orígenes y fundamentos del Cristianismo, Salamanca 1974...  Imposible olvidar la perspectiva teologal (la  causa de  Jesús era  el  dominio  real  de  Dios ,  su  reinado).  Esta es la idea central de la predicación de Jesús por la que es  soportada y esclarecida la totalidad de su mensaje. Por él ha vivido y por él también ha muerto.  Cf.  J. JEREMIAS, Teología  del  NT.,  119;  R. ScH NACKENBURG, Reino y rainado de Dios , Madrid, 1970, 67.

72    Esta  conciencia  de  autoridad  viene  expresada  con  la  fórmula del yo enfático «pero yo os digo» que no tiene paralelismo en la literatura veterotestamentaria o rabínica. Encontramos dicha fórmula trece veces  en  Mc;  treinta  en Mt; seis en Lc y venticinco en Jn.

73    La   designación    de   Dios  como  «padre»  (Abba)  aparece  en  los  evangelios 170 veces,  con una tendencia clara de la tradición de poner en labios de Jesús tal designación. G.  BORNKAMM,  Jesús  de  Nazaret,  134: «Dios está cerca, tal es el secreto del nombre 'Padre' en los labios de Jesús»; OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Jesús de Nazaret. Aproximación a la cristología, Madrid 1975, 109: «detrás de la palabra nueva se esconde una realidad   nueva: El es el testigo verdadero y el amén de Dios»; W. PANNENBERG, Fundamentos de  cristología, Salamanca 1974, 284; J. JEREMIAS, Palabras desconocidas de Jesús,  Salamanca   1979; ID., Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca 1982, 65-73; E. SCHILLEBEECKX,  Gesit,  la  storia  di  un  vívente,  Brescia  1976,  262-278.

74    La  abertura sin reservas de Jesús a  Dios presupone la abertura de Dios al mundo. La pro-existencia  de  Jesús  (su  condición  esencial amor constante y fidelidad inconmovible para los hombres). Cf. H. SCHÜRMANN, o. c., 164 ss.

75    Las fórmulas hyper (por, en favor de) que los exégetas  estudian en el contexto de la cena de Jesús (Lc 22, 19 par; cf. Mc 10, 45) y en  los  estratos primeros de la tradición (1Co  15, 3-5;  iCo 11,  24)  están  profundamente  enraízadas en la vida del Jesús terreno. Mientras que para  la  exégesis  francesa  estas  fórmulas son claramente prepascuales, serían ipsissima verba Iesou (J.L. CHORDAT, Jésus devant sa mort. Dans l'évangile de Marc, Paris 1970; A. GEORGE, Comment Jésus a-t-il per u sa mort, en Lumiere et Vie 20 (1971) 34-52; MARCEL BASTIN, Jésus devant sa passion, Paris 1976, 83), en cambio para la exégesis alemana no ofrecen ninguna validez histórica (HANS CONZELMANN, Zur Bedeutung des Todes Jesu . Exegetische Beitriige, Gütersloh 1968). Algo hace sospechar que también en la exégesis histórica  se  dan  posturas  subjetivas:   la  exégesis   francesa   cree  poder  decir que «sí» donde la exégesis alemana  cree  deber  decir  que  «no»,  con  lo  cual  ambas son posiciones teológicas que condicionan saberes llamados científicos. Cf. J.I. GONZALEZ FAUS, Problemática en torno a la muerte de Jesús, 338-341. Una de las exégesis más satisfactorias, H. KESSLER, Die theologische  Bedeutung  des Todes Jesu, 282-285, afirma  que estos  logion son  claramente  pospascuales;  mientras  que a E. SCHILLEBEECKX, Gesú, 304, le hace suscitar esta pregunta: «¿no será que la expresión de redención por muchos 'tiene  algún  fundamento  histórico  en  alguna palabra de Jesús que interpreta su muerte futura?». Por  otra  parte  J.  JEREMIAS,   Teología  del  NT,  337 cree  poder  afirmar  que  con esta  expresión Jesús « sabe  que  es  el  siervo de Dios  que  va a  la  muerte  vicariamente».   Véase   también H.  SCHÜRMANN,  Comment  Jésu,  105 ss.;  ID.,  Palabras  y  acciones  de  Jesús  en la última cena, en Concilium 40 (1968) 639-640. Al  margen  de  la  polémica  exegética, debemos hacer una   observación: en el hecho de morir-por, la teología clásica acumuló sobre la muerte de Jesús su virtualidad salvífica. Pero ya que la existencia de Jesús ha sido toda ella salvífica  (vivir-por  =  vivir  des-viviéndose)  y su  muerte ha sido la culminación de un proceso vital  coherente,  mejor  sería  decir  que  lo  que  Jesús  ha  realizado  en su vida y en su muerte ha sido todo ello un  sacrificio  existencial.  No  sólo  su muerte es sacrificio redentivo, también su vida.

76    RICARDO BLAZQUEZ, Dios entregó a su  hijo  a  la  muerte,  en Communio, 1 (1980) 27.

77    La idea  de  resurrección  de  que  habla  el  kerigma  apostólico  está  situada en un  inequívoco  contexto  de  vindicación;  Dios  que  hace  justicia  al  inocente. Ya en  el  antiguo  testamento fue este mismo contexto vindicativo, ocasionado por la experiencia del martirio de  los  macabeos  (2M, 7),  lo que  hizo  saltar  la fe en un más allá de la resurrección (athanasía); dar la vida por Dios  no  puede quedar sin recompensa pues siendo él un Dios fiel no puede dejarse ganar en generosidad. No se trata de un cálculo  comercial  -como  pretendía  ver  Bloch-, sino de una relación interpersonal profunda en  la  que  el  amor  es  tan  gratuito como gratificante, en la que por amor se confía la vida  al  más  digno  de  confianza, a quien la puede recrear de nuevo.  El Dios de  la  Biblia , el Dios  de  Jesús, se define siempre por su amor constante y fidelidad al hombre. No « Dios  o  el amor» que Feuerbach presentaba como  alternativa  de  absolutos  para  defender luego la tesis de que «el amor supera a Dios». (L. FEUERBACH, La esencia del cristianismo, Salamanca 1975, 100) ... Resulta desalentador que el marxismo humanista, tras haber recuperado varias categorías bíblicas centrales (amor, esperanza), sin embargo sigan aferrados a negar dogmáticamente cualquier posibilidad de Dios; más aún, que no hayan querido reexaminar la categoría Dios y la continúen utilizando en su versión pagana, como alienación usurpadora del hombre.

78    J.L. RUÍZ DE LA PEÑA, Contenidos fundamentales de la salvación cristiana, en Sal Terrae 69 (1981) 203.

79    Cf.  Rm  5, 12-21;  8,  29;  1Co  15, 45-47;  Col 1, 15.18;  Hb 2, 9-11;  Ap 1, 5. ANDRES TORRES QUEIRUGA, Recuperar la salvación. Para  una  interpretación  liberadora de la existencia cristiana, Madrid 1979.

80    En este  contexto  se  hace  teológicamente  claro  el  significado  del  credo cuando habla del «descensus ad ínferos»:  Jesús,  en  su  muerte  y  por  su  resurrección, verdaderamente  se  solidariza  con  los  muertos,  fundando  así  la  verdadera  solidaridad  entre  los  hombres  más  allá  de  la  muerte.  Cf.  W.  KASPER,   Jesús, el Cristo, 278 ss.; H. VORGRIMMLER, Cuestiones en torno al descenso de Cristo a los infiernos, en Concilium II (1966) 140-151; J, RATZINGER, Introducción al cristianismo, Salamanca 1976, 256 s.

81    Nos situamos de lleno en la teología eminentemente paulina: el cristiano configura toda su vida unido existencialmente a Cristo; si vive como  él  en  la originalidad  del  amor  haciendo  de  su  existencia  un  co-existir   con  Cristo,  entonces también su  muerte  será  un  con-morir  con  él,  con  la  certeza  de  que  quien rescató  la  vocación  originaria  del  hombre  como  ser-para-la-vida,  hará  de  esta muerte  asociada  el  tránsito  hacia  la  comunión  en  la  misma   vida  de   Dios.  Cf. KARL RAHNER, Sentido teológico  de la muerte, Barcelona  1965, 76:  «Hay un  'morir en el Señor' (Ap 14,  3;  1Ts  4,  16;  1Co  15,  18).  Hay  un  conmorir  con Cristo que da la vida (2Tm. 2, 11; Rm 6, 8) ». ld., Sobre la relación  entre  la naturaleza  y  la  gracia,  en  Escritos  de  Teología  (=  ET),  I,  Madrid  1963,  325-347; La resurrección de la carne, ET, II, Madrid 1963, 209-223;  La  vida  de los  muertos, ET, IV, Madrid 1964, 441-449; El escándalo de la muerte, ET,  VII,  Madrid  1969, 155-159; La  experiencia  pascual,  ET  VII, 174-182;  Sobre  el  morir  cristiano,  ET, VII, 297-304. Véase también J.L. RUÍZ DE LA PEÑA, Perspectiva cristiana  de  la muerte, en Iglesia viva 62 (1976) 137-151; SILVANO ZUCAL, La Teología della morte in Karl Rahner, Bologna 1982.

82    La expresión heideggeriana de la muerte como  presencia  axiológica  de  la vida ha sido recogida  por  Rahner  y rellenada  con esta  nueva  densidad  salvífica: la presencia axiológica  de  la  vida  del  cristiano  es  la  apropiación  de  la  muerte de Cristo (Sentido teológico de la muerte, 49 y 76). Sólo así se hace posible verdaderamente el hecho  de  «pre-cursar  la  muerte  en  la  existencia» (el  individuo ya sabe de su muerte: que es tránsito y no final, que termina con su estado de viador y que le lleva a la existencia definitiva); con lo cual también se hace verdaderamente  posible el « correr  al  encuentro  de  la  muerte »  y  no  porque  a ello le anime  una  angustia  (Heidegger),  una utopía (Bloch) o una pulsión clave de la subjetividad (Garaudy, Gardavsky); sino porque en la victoria de Cristo descansa su garantía de que la vocación humana no es un ser-para-la-muerte, sino un ser-para-la-vida que no se pierde en la muerte.

83    El cristiano muere como muere Cristo . Véase el paralelismo entre la muerte de Jesús (Lc 23, 34.43-46) y la muerte de Esteban (Hch 7, 56-60). En ambos se trata de una muerte amorosamente vivida, reiterando el perdón a los hermanos y entregando el espíritu a las  manos  de  Dios  (Jesús  lo  pone  en  manos del Padre y Esteban lo  envía  a  manos  de  Jesús,  a  quien  se  le  ha  dado  el  poder de vivificarlo nuevamente).

84    El vínculo entre el misterio pascual de Cristo y el bautismo se hacía evidente e inteligible por el mero hecho de administrar el bautismo en el curso de la vigilia pascual. Para los bautizados, el misterio de  Cristo  muerto  y  resucitado se hacía realidad presente. Cf. A. HAMMAN, El bautismo y la confirmación, Barcelona 1973, 185.

85    K. RAHNER, Sentido teológico..., 84.

86    IGNACIO DE ANTIOQUIA, en su Carta a los Romanos IV, 1, presenta la inminencia de su muerte  martirial  con  términos  eucarísticos:  «Dejad  que  sea  pasto de  las  fieras,  ya  que  ello  me  hará  posible  alcanzar  a  Dios.  Soy  trigo  de  Dios y he  de  ser  molido  por  los  dientes de las  fieras, para  ser  pan limpio  de  Cristo».

87    K. RAHNER, Sentido teológico..., 96.

88    La tradición de la Iglesia ha visto  esto  claro  cuando  otorga  a  la  muerte martirial la misma virtud justificante del bautismo. «No puede,  pues  llamarse sacramento  en  sentido  usual  al  martirio; pero el negarle este nombre no significa que es menos que un sacramento, sino más...  Aquí  el  sacramento  válido  es siempre  fructuoso  para  la  vida  eterna»  (K.  RAHNER, Sentido  teológico,  110-111.

Salvador Ros García

«No quiero morirme, no, no quiero  ni  quiero  quererlo;  quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo este pobre yo que me soy  y  me  siento  ser  ahora  y  aquí» [1]. El  soliloquio  unamuniano  evidencia de manera angustiada lo que otros han venido  a  llama  la  tristeza  de  lo  finito [2],  el  carácter  ambigüo  de  la  existencia  humana al caer en la cuenta de su contingencia. Frente  a  la  tarea  de  reali­ zarse a sí mismo junto con los demás en el  mundo,  el  hombre observa la experiencia del mal y del fracaso: derrotas, angustias y frustraciones que parecen mermar la posibilidad de  tal  realización. Entre esas  dimensiones  críticas  de  la  condición  humana,  la  muerte es sin duda la más ostensible y dramática, la más amenazante para cualquier proyecto humano.

Por otra parte, y a pesar de, sus silencios, la  muerte  nos  viene  dada como un hecho necesario para nuestra  misma  condición  humana. Es algo con lo  que  ya  contamos  de  antemano.  Una  existencia sin muerte, nos lo ha recordado Simone de Beauvoir, es una prolongación de vacíos donde todo se diluye en la tediosa provisoriedad  de  lo  indefinidamente  revocable [3]. No  se  desea,  por  tanto, una amortalidad, sino una inmortalidad; no la  repitición  indefinida, sino una transmutación ontológica. Vivir, sí; pero vivir mejor.

Situados en esa dialéctica entre naturaleza y razón, necesidad y libertad, contingencia e infinitud, la muerte provoca la angustia, esa indomable rebeldía de quien se resiste a la extinción. Lo que pareée necesario por vía de  hecho  (la  necesaria  mortalidad)  viene  negado por vía de razón;  la  muerte  está  ahí  y  el  hombre  mientras  vive  ya va herido de muerte. Y al revés, lo que parece necesario  por  vía de razón (necesidad de la inmortalidad) viene negado por  vía  de hecho; con lo cual la razón recusa el absurdo de  que  todos los  seguros  de vida, toda  la  creatividad  humana,  nada  puedan  contra  la  seguridad de  la  muerte.  Esta  dolorida  perplejidad  entre   naturaleza   y  razón fue   percibía   por   el   mismo   Unamuno   cuando   escribía   que  ni el sentimiento logra hacer del consuelo una verdad, ni la razón logra hacer de la verdad un consuelo [4].

Estamos, pues, ante un problema en el que nos va la  vida a todos, que no puede ser banalizado porque en él se juega el sujeto humano por entero; la pregunta sobre la muerte es por tanto una variante de la pregunta sobre la persona; sobre la profundidad, irrepetibilidad y validez absoluta  del sujeto que la  sufre y  del sentido de su existencia. Cualquier proyecto sobre  el hombre será humano en tanto en cuanto no deje sin respuesta ninguna de sus dimensiones humanas; y entre ellas, el hecho de su muerte. ¿Para qué, entonces, una existencia cargada de proyectos si  todos ellos  han de terminar en un vacío irremedianable? Más aún, ¿qué sentido tendrían la libertad  y el compromiso  humanos  si  al final  todo se pierde en la  muerte? Precisamente con éstas y parecidas preguntas se tuvo que enfrentar la moderna filosofía posthegeliana al decidirse, no ya por las esencias, sino por la existencia del existente humano concreto. La filosofía existencialista ha tenido  el  gran mérito  de haber operado el paso de una filosofía de la inmortalidad (el alma separada) a una filosofía de la muerte. Para ello no habrá que olvidar ese factor desencadenante del movimiento existencialista, y del cual se recogieron los grandes interrogantes, que fue el hecho brutal de las dos guerras últimas; en ellas se había desvelado, con una crudeza insoslayable, la extrema precariedad de la existencia  humana,  de tal modo que « seguir viviendo después de Auschwitz » va a ser el leitmotiv preocupante de muchos pensadores [5]. También del marxismo humanista, apremiado por el rostro humano perdido con el monolitismo ideológico del sistema (neopositivismo stalinista y neodogmatismo de Althusser) en  el  que  todo  lo  humano quedaba amenazado. El cristiano no podrá pasar de largo frente a estas ofertas (existencialismo y  marxismo  humanista)  que,  aunque  nos  lleguen  desde la orilla de la increencia, sin embargo esconden una secreta  raíz religiosa y tienen un mensaje común al cristianismo: salvar  al hombre. Si el diálogo entre ciencia y  fe  ha  sido  siempre necesario para que aquella no cayera en un dogmatismo positivista ni ésta en un fideísmo inquisitorial, hoy se hace obligado levantar un frente común con quienes se ocupan del sentido  de  la  vida [6]. Esta  cuestión  es la que ha hecho reclamar una nueva comprensión  de  la muerte  por encima de su facticidad biológica. No ya la muerte naturalmente impuesta como el último corte con la realidad temporal, sino  una muerte personalizada como dato que llene la existencia toda y la identifique  plenamente  con  su  destino,  de  tal  manera  que  ni aquella quede bloqueada ni éste venga superpuesto.

A estas nuevas ofertas de  comprehensión  dedicaremos  la  primera parte  de  nuestro  estudio.  Todas  ellas,  independientemente  de su respuesta y matices, presentan la muerte como problema de la existencia; no después de ella, sino en ella llenándola de  sentido.  En una segunda parte nos ocuparemos  de la muerte más humana  (y por  ello agraciada) realizada  modélicamente  por  Jesús  de  Nazaret  como la entrega libre  y  liberalmente  consentida  de  su  vida;  al  darse  en ella una salida válida al problema de la  muerte,  la  suya  fue  una muerte revelada. A partir de ésta se nos ha dado a los hombres la posibilidad de vivir la muerte como misterio, realizándola virtual y sacramentalmente unidos a la suya; de esta posibilidad trataremos en la tercera parte de nuestro estudio. Este será, pues, el triple cauce -antropología,  cristología  y espiritualidad- a través del cual haremos transcurrir la reflexión de estas páginas.

La muerte como «problema» y sus respuestas

Los sistemas anteriores de la filosofía, dualistas e idealistas (de Platón a Kant y  de  Descartes  a  Hegel)  no  captaron  esta  dimensión de la muerte como «problema» de la existencia. Para ellos era simplemente la  liberación  del  espíritu,  del  yo,  de  la  persona,  sin  más. A partir de Kierkegaard y Nietzsche la situación ha cambiado. La filosofía se ha tornado antropología, pregunta preocupada por la existencia del hombre  concreto,  acosado  por  el  tiempo  y  definido por su destino.

Fue sobre todo FEUERBACH quien puso en crisis la idea de una inmortalidad individual que había sido el patrimonio común de  occidente durante dieciocho siglos. La tesis de  la  inmortalidad  del  alma  -dirá  él-  ha funcionado  como  piadosa  coartada   para  todos los evasionismos. Su interés pragmático por la historia  como  único lugar en el que el hombre realiza  su  destino,  le  llevará  a  negar  la idea de un  más  allá  que  opera  como devaluador  del  más  acá  y, por lo mísmo, a exorcizar todo temor a la muerte [7] La idea de la inmortalidad ya  no  tiene  vigencia  porque  el  hombre  ha  despertado a la llamada de construir su mundo y su historia.

Pero  no  querer  saber  nada  de  la  propia  inmortalidad   es  negar la entraña y la esencia de la  muerte  -dirá MAX  SCHELER-,  pese  a  que ella es un elemento constitutivo de toda conciencia vital. La inmortalidad ha caído en el  olvido  porque  se  ha  dado  en  olvidar  que yo, y no otro, tengo  que  morir  mi  propia  muerte.  Ya  no  preocupa una filosofía de la inmortalidad pero sí una filosofía de la muerte. Scheler va a ser, pues, el  punto  de transición  y quien opera el cambio  de una muerte padecida a una muerte protagonizada. Pese a que  el tema sea secundario en  la  ocupación  de  sus  escritos,  lo  va  a  tratar sin embargo como propedéutica al problema de la  supervivencia pernonal  [8]. A grandes rasgos ésta es su  preocupación:  hay  que  superar el simple conocimiento nocional, la idea de que  conocemos  la muerte porque vemos morir  en  la  que  por  inducción  incluimos nuestro  caso.  Este  modo  de  saber  la  muerte,  de  forma   impersonal («se muere»), no nos posibilita  el  acceso  a  la  verdad  de  la  muerte. Si únicamente fuera  así,  el  sofisma, de  Epicuro  resultaría  consolador y no le faltaría razón  a  Feuerbach  cuando habla  de  la  muerte  como un  ser  fantasmagórico.   Pero   no;   la  muerte  es  un   hecho  presente  a la conciencia de modo inmediato e intuitivo, no es algo accidental contra el que tropezamos  caminando  en  la  oscuridad.  Es,  por  tanto, un a priori para toda experiencia  inductiva  del proceso vital humano,  de tal manera que «el  morir  la  muerte»  es  una  acción,  un  acto mismo del ser vivo [9].

A partir de Scheler habrá  que intentar  esclarecer  el  sentido  de la muerte sin saltar a lo que esté detrás de ella. Este va a ser el esfuerzo común de la antropología existencialista y del marxismo humanista [10].

1. El existencialismo

A)   La construcción de una ontología existencialista es el objetivo de MARTIN HEIDEGGER. Parte del análisis del existente humano, singular y concreto, a quien llama Dasein: «ser-que-está-ahí» como posibilidad siempre abierta, un poder ser auténtica o inauténticamente. Pero el Dasein no existe en un señero solipsismo, sino «en­el-mundo», entre los demás existentes que le tientan para que se olvide de sí mismo y se  sumerja  en el  anonimato  del  «se» (man). El resorte para que el Dasein venza esa  inclinación y no se  pierda  en la confusión  de  los  demás existentes es la  angustia, que  no  es  el miedo, sino una facultad positiva, el horror de la nada.

Y  la muerte,  ¿qué  es  para  el  Dasein?  « La   muerte  es   un  modo  de  ser que  el  Dasein  asume  tan  pronto  como  es»  [11],  es  un  «existenciario» que  hace  del  Dasein  un  ser-para-el-fin  (Sein  zum  Ende),  esto es,  un ser-para-la-muerte   (Sein   zum   Tode) [12].  Así, el Dasein muere no sólo  en  la  vivencia  del  fáctico  expirar;  muere   ya   fácticamente mientras existe [13]. (La medicina, en su positividad biológica, ha hecho  del  morir y del  expirar  algo, sinónimos;      Heidegger,  en  cambio, nos hace ver que son puntualmente distintos).

La  angustia heideggeriana  es  una  densidad  metafísica  que  provoca en el Dasein  una  actitud  de  autenticidad  en  «el correr al encuentro de  la  muerte»;  por  tanto  una  actitud  dinámica   que   difiere de aquella objetivación como mero acontecimiento por venir  e  igualmente de la  expectativa  que  aguarda  a  que  la  muerte  se  haga  realidad. La angustia hace que el Dasein no pierda su protagonismo entre  los  demás  existentes,  sino  que  él  sea  «el   pastor  de  los  seres». Le hace,  pues,  correr  al  encuentro  de  la  muerte  y  le  mantiene   en clave  de autenticidad  [14].  Y  así,  en  su  finalidad  de  ser-para-la  muerte, las demás posibilidades se mantendrán en  su carácter de penultimidad, en cuanto que ellas sólo podrán ser auténticamente asumidas a la cruda luz de la excepcional posibilidad del morir [15]. He aquí, pues, cómo la muerte se convierte en la llave hermenéutica para la comprensión del Dasein, del ser-ahí.

Heidegger, al «precursar»  la  muerte  en  la  existencia  hace  que ésta sea  una  densidad  con  sentido  (existencia y muerte   unidas   en una misma trayectoria de autenticidad) y crea una especie de transcendencia intramundana en la cual la muerte tiene una permanente presencia axiológica. Es decir, ha intensificado el proceso de interiorización de  la  muerte  iniciado  por  Scheler.  La  muerte,   en   sí misma, ha cobrado un sentido, el único sentido  (fin  y  finalidad)  de toda la existencia, con lo cual, en el hecho de  la muerte,  el  hombre cobra ya su definitiva mismidad. Pero  ¿cómo  saber  que la  muerte  que me golpeará es de hecho mi muerte?

B)   También JEAN-PAUL SARTRE pretende la construcción de una ontología existencialista;  pero   parte   de   una   distinción   fundamental. El ser se escinde  en  dos  categorías: la  del  ser-en-sí  (étre-en-soi)  y  la del ser-para-sí (étre-pour-soi). El ser-en-sí es el objeto en su plena positividad, que  posee  una  identidad   densa  que  le  hace  ser «lo que es». En  cambio,  el  ser-para-sí  es  todo  él  futuro y proyecto. El  hombre es  el  «ser-para-sí»,  futuro   plenamente   abierto,   pero con el anhelo de un « ser-en-sí », plenamente identificado. Mas estas  dos categorías de ser, el «ser-en-sí» y el « ser-para-sí», son irreconciliables,  se  anulan  mutuamente.  Esto  es  lo  que  hace  d, el   hombre,  en su deseo de ser-en-sí, un absurdo, «una pasión inútil » [16].

Este brutal negativismo sartriano es la conclusión lógica al refutar como imposible la instancia intermedia de Heidegger (la transcendencia intramundana que se agota en sí misma, densa de sentido pero extraña al ser-para-sí) y al llevar, por otra parte, hasta las últimas consecuencias la repulsa de toda dimensión postmortal del hombre (siendo éste «su proyecto», su  futuro, necesita siempre  de un «después», es así que la  muerte se lo niega,  luego  es claro que no puede ser admitida en el «ser-para-sí», que es todo él  abertura). Por tanto la muerte es extraña a mi subjetividad, no pertenece a la entraña ontológica del proyecto existencial humano.

Heidegger pensaba que en la muerte el hombre cobra su definitiva mismidad, Sartre responde que si tras la muerte no hay nada, toda ganancia se troca en pura pérdida. Si para Heidegger la muerte quedaba interiorizada en la existencia, para Sartre la muerte es radical exteriorización que hace del «ser-para-sí » una total  expropiación, hace que mi ser se cosifique,  es  «el triunfo del otro sobre mí», algo que me convierte en botín de los supervivientes.

Aún más.  Si  la  muerte  fuera mi  muerte  (como  pensaba  Heidegger pero  que  no  cabe  en  la  ontología  de  Sartre)  yo   podría   esperarla; pero siendo ella un suceso esencialmente  inesperable  (el  ser­para-sí no puede contar con un término) la muerte recibe retrospectivamente  el  carácter  de absurdo. No es   otra  cosa  -dirá  Sartre­ que la revelación del  absurdo  de  toda  espera: no se puede   esperar la muerte [17]. De aquí que todos los hombres se encuentren  en  una condición semejante a la del condenado a muerte,  que  se  está  preparando para presentar un aspecto decoroso en el momento de la ejecución, pero que muere  por  culpa  de  una gripe vulgar [18] ; el absurdo también de su carácter accidental.

Ya en su primera obra, una novela filosófica, concluía  con  una frase   llena  de  brutal pesimismo: «todo  existente nace  sin razón, se  prolonga   por   debilidad   y   muere por tropiezo» [19]. Es la misma conclusión de cuanto venimos  exponiendo.  Consiguientemente,  el único sentido que tiene la muerte es revelar el carácter absurdo  que marca a la existencia  humana:  «Si  debemos  morir,  nuestra  vida carece de sentido, porque sus  problemas  no  reciben  ninguna  solución, y porque el significado mismo de los problemas queda indeterminado» [20].

¿No habrá, entonces, ninguna posibilidad  de  redimir  la  existencia  humana  de  esa  alienación  fundamental que es  la muerte? La respuesta de  Sartre  ya  es  sabida:  ninguna. Pero con tal  absurdo en la existencia, ¿no quedará ésta a merced de todos los cinismos posibles? Se hace necesario encontrar con los demás existentes un remedio antes de que en verdad ellos lleguen a ser  para  mí  un  infierno. De aquí que un coetáneo suyo, ALBERT CAMUS, buscase afanosamente un camino intermedio entre la ausencia de esperanza y  la repulsa del absurdo radical. Si no es posible vencer la muerte al menos amordazar su carácter  alienante  padeciéndola  en  solidaridad con los que sufren su agonía [21]

C)   Recordemos nuevamente la ontología  heideggeriana  refutada por Sartre: si para Heidegger no hay más existencia que  la  que construye el Dasein  (ser-ahí)  y  en  ella,  identificada plenamente con su destino (el ser-para-la-muerte), concentra y agota toda la transcendencia posible, ¿ no será demasiado alto el precio que paga a la muerte si al final ésta, en su muda opacidad, le expropia de toda la densidad lograda ? El interrogante nos lleva  a  otro  existencialista:  KARL JASPERS. Para éste hay que distinguir el Dasein y la Existencia, porque mi Dasein no es toda la Existencia. El  Dasein  es  absolutamente temporal y la Eústencia  va  más  allá  del  tiempo.  La  relación del Dasein es el ser-del-mundo; ese mundo de la acción y del conocimiento que puede ser captado bajo dos aspectos diferentes: o bien tiendo  hacia  él  para  colmar  mis  deseos  (con  lo  cual   me  abandono a la ciega voluntad de vivir), o bien  ejerzo  en  el  mundo  una  actividad de transcendencia  (con  lo  cual,  todo  lo  que  realizo  en  él,  en la creación y en el amor, veo  una  manifestación  de  la  Transcendencia que me habla).

La distinción que hace Jaspers es importante, pero ¿ no estará provocando un salto religioso al configurar en una especie de círculos concéntricos Dasein-Eústencia-Transcendencia? De alguna manera sí, pero legítimo a la filosofía  misma -señala nuestro autor-; pues el origen de la filosofa no está en la objetiva positividad del Dasein, sino en la Existencia. Filosofar es, esencialmente, presuponer la Existencia, captarla en el esfuerzo atrevido hacia el descubrimiento del sentido de las cosas y de mí  mismo  y hacia  la  obtención de un punto de apoyo sólido y estable que se aclare en la filosofía  misma.  Este  origen  fontal  y cuasi  transcendente  de la filosofía crea en Jaspers una actitud que se ha venido  a  llamar  la  fe filosófica [22].

Avanzamos. Si  la  Existencia  me  instala  en  el  seno  mismo  de las situaciones concretas y contingentes de la  vida,  de  las  que  no puedo evadirme, no por eso estamos obligados a negar la existencia (contra  el  absurdo  de  Sartre),  sino  precisamente   hay  que  afirmarla a través de dichas situaciones. La existencia situacionada es la única existencia real de cualquier sujeto. Esas situaciones hacen que la existencia no se mueva en el vacío. El hombre necesita de esos condicionamientos como el pájaro precisa de  la  resistencia  del  aire para poder volar. Y cuando esas  situaciones,  transformadas  su estrechez en profundidad, aproximan a la Existencia a una frontera  donde se presiente la vecindad de la Transcendencia, las llamamos situaciones-límite (cuatro  fundamentalmente:  muerte,  sufrimiento, lucha y culpa) [23].

Esa «Transcendencia» constituye, pues, el misterio  de  la  Existencia. Pero  ninguna  verificación  empírica   puede   permitirnos   alcanzar dicha «Transcendencia», porque  nunca  se  nos  aparece  objetivable. El único método  válido  será  el  de  la  apropiación y la presencia realizadas  por y en la libertad.  Encontrarla es leer la «cifra», el lenguaje a través del cual habla la Transcendencia   en la Existencia.

Dentro de esas  situaciones-límite  la  muerte  es  la  cifra  ele  las cifras,  la que  puede  abrir  una  brecha a la «Transcendencia»: a través de la muerte del prójimo, de aquel a quien amo, esa  muerte concretiza dicha apertura, porque « lo que  la  muerte  destruye  es apariencia y no el  ser mismo».  Por  esto  mismo  llega  a  decir  Jaspers con  apasionada intuición:  «Yo  conquisto  la  inmortalidad  en  la  medida en que amo... y es amando como discierno  la  inmortalidad  de aquellos a los  que  me  une  el  amor»  [24].  Pero nuestro autor no explicita el  contenido  de   esa   «Transcendencia»  sobre  la  cual sólo cabe el silencio [25].

D)  Más que la muerte en sí, a GABRIEL MARCEL le apasiona  lo que se esconde detrás de ella. Se  podría  decir  que  su  vocación  filosófica nació con la muerte  de  su  madre  cuando  él  tenía  sólo  cuatro años. Habiendo  preguntado  a  su  tía  por  la  muerte  y  el  más  allá, recibió una respuesta evasiva; «lo sabré algún día», afirmó entonces  el   niño [26]. Tiempo después,  durante  la  primera  guerra  mundial, ocupándose en un departamento de la Cruz Roja por los soldados desaparecidos,   surgió de nuevo en  su mente la pregunta clave: «¿Qué   es   de   los   difuntos? ». Resulta significativo que Marcel, al igual que otros existencialistas,  haya vivido con  enorme  intensidad la experiencia de la guerra, que le ha marcado en la elección de los centros de interés de su pensamiento.

Marcel, al igual  que  Jaspers,  emparenta  amor  e  inmortalidad. El nexo que los une es la fidelidad. Cuando estoy en grado de comprometer mi futuro con una  promesa, entonces  estoy  en  condiciones de superar, rebasándolo, el momento presente: hay algo en mí que perdura, que me reserva el porvenir. Por este camino la  fidelidad deviene  creadora,  «consiste en mantenerse  activamente en  estado de permeabilidad» [27]. Pero he aquí que la prueba decisiva de  la fidelidad es la muerte; por eso,  cuando  ella  irrumpe en la persona amada, en ese ser querido compañero de mi existencia, se produce un quiebro en la conciencia humana, ya que se enfrentan de manera inconciliable el muro de la muerte y la fidelidad en el amor. Sin embargo, pese a su  desaparición  y  lejanía,  el muerto  puede  pervivir en mí, no sólo como recuerdo o imagen, sino como  auténtica  existencia concreta ¿Cómo? Si mi relación con él era la de un tener, entonces es claro que la  muerte  me priva  de  ese  objeto;  en cambio,  si la relación era  la de  un  yo  con  un  tú,  entonces  la persona amada  es conmigo en la unidad indestructible de un nosotros.

Uno de los personajes dramáticos de Marcel, el Arnaud Chartrain de La Soif,  pronuncia  esta  sentencia  lapidaria:  «amar  a  un ser equivale a decirle tú no morirás ». Nunca la fidelidad es más creadora  que  cuando  el amor se hace  más  fuerte  que la  muerte [28].

Un último interrogante: ¿es la muerte un no-ser o el acceso al ser? Nuevamente la libertad en acción, que eso es la fidelidad en el amor, será quien deba resolver el  dilema. Y lo hará en el sentido en que haya optado durante la vida o en comunión  con el ser o en el aislamiento por el tener efímero, que a la larga se revela  como  un no-ser. Más allá de la filosofía paradójica de Jaspers, que desembocaba en la fe filosófica, Marcel ha hecho una filosofía del misterio que nos emplaza en los umbrales de la fe cristiana [29].

2. El marxismo humanista

El movimiento existencialista, sobre todo después de Sartre, ha venido siendo objeto de una contestación general. La más dura, sin duda, por parte del marxismo. En efecto, el nihilismo sartriano adolecía de un subjetivismo voluntarista en el que se evidenciaba la imposibilidad de fundar con  un  mínimo  de  coherencia  una  práxis y una ética. El «todo es absurdo» equivale al todo es igual, al todo está permitido; argumento contradictorio, por tanto, para quien profesa la transformación de la  realidad [30].  ¿Cuál  va  a  ser,  entonces, la respuesta que dé a la muerte la nueva ideología de la izquierda hegeliana?

En los escritos de KARL MARX,  apenas si encontramos esbozada  su opinión. De su época primera, en la que se confiesa seguidor de Feuerbach, encontramos esta frase: «La muerte aparece como una dura victoria de la especie sobre el individuo y parece contradecir a la unidad de la especie; pero el individuo  determinado es sólo un ser genérico determinado y, como tal, mortal» [31]. La  razón  del parentesco lo explica todo; se ratifica la línea iniciada por Feuerbach: el Sujeto-Hombre es la especie, no el individuo singular;  la muerte es sólo del individuo pero deja intacto al Hombre (a la  especie); es el resorte del que se vale la especie para afirmarse en  la historia... El tema de la muerte individual permanecerá en  un  completo silencio en los escritos  posteriores  de  Marx, en  la  llamada época de madurez. Un silencio que no debe extrañarnos  cuando sabemos  que  eran  otros  los  intereses  y  objetivos  que  perseguía con su obra. ENGELS, de quien sabemos que propendía a endurecer sistemáticamente  las  posiciones  de  Marx,  lleva  la  muerte  individual  a un planteamiento de necesidad caracterizado por su enfoque biologicista: la materia se mueve  en  un  ciclo  eterno,  la  muerte  está incluída en el proceso biológico  que  llamamos  vida,  luego  es  un hecho que vivir significa morir;  es  necesario  morir  para  que  continúe la vida [32]. Con este enfoque  radical  está  de  más  cualquier cuestión en torno a la inmortalidad; estaríamos fuera del proceso biológico, del ciclo eterno de la materia.

La ortodoxia marxista se fue limitando a una repitición de estas posturas fundacionales. Es más, rehuyendo obstinadamente el tratamiento en profundidad de nuestro tema. Así es cómo se fue imponiendo una postura normativa:  el  argumento  ex  silentio  de  Marx (la muerte individual) se eleva al  rango de  argumento  ex auctoritate (no ha interesado al maestro) para justificarlo a posteriori  con  diversas razones (luego al marxismo no tiene que interesarle).  Cabe esperar que la técnica vaya  arrinconando  progresivamente  el  poder letal de las enfermedades y se llegue a conseguir un status de amortalidad. Mientras, exorcizar pedagógicamente el temor a la muerte propio del individualismo burgués; en una sociedad liberada de las contradicciones del capitalismo no  será  temible  una  muerte  vista  como necesidad natural.

Poco a poco la ortodoxia del marxismo quedaba interpretada desde las instancias dictatoriales del neopositivismo stalinista. Y lo  que es peor, se identifican las nociones de revolución y  de socialismo marxistas con el modelo ruso, hasta que la invasión de Checoslovaquia (agosto del 68) desveló lo que en todo ello había de perversión del marxismo original. Por otra parte, el ala intelectual venía atrincherándose en un neodogmatismo no  menos  pervertido que la praxis stalinista: Althusser, sustituyendo el método dialéctico marxiano por el método estructuralista, hacía una comprensión determinista de la historia, como un puro juego de la estructura sometido a los mecanismos económicos, como un proceso sin sujetos ni fines que se mueve a impulsos de un motor (la lucha de clases);  mas en dicho proceso nada importan los sujetos,  sólo  cuenta  el motor [33].

Ambas posturas (positivismo stalinista y dogmatismo althusseriano) entrañaban una terrible  amenaza  para  todo  lo  humano.  Como ha escrito Machovec, aquel marxismo prendido en las redes del cientismo positivista desdeñó los problemas del hombre concreto, al que abrumó con «la lógica férrea del impulso socio-económico», aceptando como única instancia válida «el determinismo histórico» [34]. Como reacción frente a tales doctrinarismos ha  fraguado en el seno del marxismo una corriente de pensadores independientes con la unánime voluntad de recuperar el humanismo perdido.

A)   En la ontología y antropología de ERNEST BLOCH no interesa el ser-ahí, el Dasein heideggeriano. El ser concentrado sobre sí mismo en una densa identidad no existe para Bloch, ya que el Ser es posibilidad, «ser en movimiento, transformable y en trance de transformarse», capacidad abierta de devenir en un mundo  procesual [35]. Frente a la ontología de la finitud de Heidegger, Bloch opone la ontología del aún-no, la plenitud en camino: la única ontología realista, ya que la realidad no se ha manifestado  del  todo y la materia no es ser, sino aún-no-ser. Con esta comprensión del mundo procesual supera Bloch el materialismo mecanicista de Althusser: en un mundo no estático, sino abierto, el único materialismo válido es el dialéctico en el que la historia es su entraña ontológica  y  el  proceso su transcendencia.

El hombre, como el mundo, es también  proceso  e  historia. Advierte Bloch que, además del subconsciente, inconsciente y preconsciente  que  Freud  situa  en  los  subterráneos  de  la  conciencia, hay una otra dimensión en la que él no reparó: la dimensión de lo «aún-no-consciente», la índole prospectiva de la conciencia  humana por la cual el sujeto se proyecta  siempre  hacia  adelante. La  conciencia no es sólo el reflejo de algo dado (Freud), también es la  inteligencia de algo posible (Bloch). Esta  nueva categoría  de  la  conciencia no es,  por  tanto,  el  efímero  preconsciente  freudiano  que  se borra, sino un genuino «preconsciente»  donde  se  elabora  la  novedad y que hace al consciente que  tienda  al  más  allá  de  lo  adquirido; es, pues, la utopía que, en su dinamismo, tiende hacia el novum ultimum, el final del proceso.

Todo el proceso tiene un principio ontológico que lo hace histórico: es el principio-esperanza, la fuerza de  la  utopía,  la  fermentadora del proceso.  Una  esperanza  que se  opone  al  recuerdo, al  temor y a todos los demás afectos  negativos  (aquí  Bloch se  encarniza contra la angustia heideggeriana). Pero, ¿qué es la muerte en el proceso?. Bloch  reconoce  sin  ambages  la  terribilidad  de la muerte: es «la respuesta más dura a la utopía», «la aniquiladora de todas las delicias»... El memento mori opera en la conciencia una fuerza relentizadora del proceso, corrompe el gusto por la vida, y,  frente  a  la índole prospectiva de la conciencia que  ejerce  el  «pre-consciente»,  ella, en cambio, ejerce una especie de retrospectiva  virtud  depredadora.  Entonces,  ¿qué  solución  cabe  frente  a  ella?  ¿encender una «lámpara sepulcral» como hacen todos los sistemas religiosos? [36].

A Bloch no  le  preocupa  que  haya  muerte  durante  el  proceso; en realidad el  proceso  se alimenta  de  esas  muertes: «Cronos engulle a  sus  hijos  pues  el  hijo  auténtico  aún  no  ha  surgido».  La  muerte se da en el proceso,  como etapa  del  proceso,  pero  en  la  «patria  de  la identidad» ya no habrá muerte.  El  proceso  en  la  muerte  sólo  pierde la dimensión  de  su  exterritorialidad,  pero  nada  de  su  esencia procesual. Con  lo  cual,  el  hombre,  definido  por  su  proceso,  en la muerte únicamente pierde  la  cáscara  exterritorial,  pero  no  el núcleo de su existencia, lo aún-no-desvelado en el proceso, que se adentra al fin en la patria de la identidad, en una especie de original duración que contiene el novum aflorado en su muerte ya sin corruptibilidad.

El valor de morir, la actitud de coraje frente a ella, es la del «héroe rojo», el mártir de  la  revolución,  a  quien  no  le  importa perder su yo territorial, ya que a lo largo del proceso ha ido adquiriendo conciencia de clase y, ahora, en el acto de morir, consuma el gesto de su  solidaridad  al  transfundir  el  yo  propio  en  el  alma  de una humanidad nueva. La conciencia de clase es,  pues,  el  novum contra la muerte; y el hecho de la exterritorialidad, su antídoto. La muerte viene a ser así un fenómeno más o menos epidérmico que priva al sujeto sólo de una corteza territorial, pero el núcleo se salva, en el proceso hacia la patria de la identidad.  El  proceso,  por tanto, se hace más fuerte que la muerte, ya que ésta  es  sólo  un accidente de tránsito, pero nunca un destino.

En una antropología dilemática como es la de Bloch (cáscara­núcleo; sujeto-proceso) quedan cuestiones y ambigüedades por resolver. Si para él la  patria  de  la  identidad  no  es  el  encuentro  con una transcendencia de sujetos,  parece  difícil  creer  en  un  cosmos vacío o en una humanidad a-tópica; por el contrario, se hacen necesarias ambas realidades en la utopía al fin plenamente realizada.

B)   Contra la devaluación  del  hombre,  tanto  si  acontece  por  la vía de la práxis (stalinismo y regímenes socialistas  del  Este)  como por la vía del discurso teorético (antihumanismo de Althusser) se ha  levantado  la  voz  «personalista»  de ROGER GARAUDY [37].  Con él, igual que ocurre con Bloch, la antropología marxista se desembaraza de inhibiciones doctrinarias para ir al encuentro del  hombre  real  en todas sus dimensiones: subjetividad y  socialidad,  necesidad  y  libertad, existencia e historia, vida y muerte.

Para profundizar en tales  aspectos,  Garaudy  ha  venido  realizando un diálogo con  el  existencialismo  de  Sartre  (de  donde  recoge la idea de  subjetividad)  y  con  la  filosofía  cristiana  (de  donde  toma la idea de transcendencia), todo ello desde su adhesión nunca desmentida a  la filosofía de Marx. Desde estos  frentes  pretende  construir su antropología «humanista»; pero pronto advierte que si bien «el marxismo puede y debe ser abordado desde un punto de vista existencial», sin embargo «no existe una  variante  sartriana  del  marxismo» [38], ya que para Sartre el individuo queda clausurado en un solipsismo subjetivista, la libertad no es compromiso y los otros no cuentan en la realización de la existencia [39].

¿Cómo pasar de un marxismo  negador  del  sujeto  (Althusser) sin caer en  una  afirmación subjetivista (Sartre)? Garaudy encuentra la solución en Fichte, en el cual  la  conciencia  del  yo  supone  siempre la presencia del otro, no se da  el  yo  al  margen  del  otro.  Desde esta comprensión hace Garaudy su relectura marxiana: cuando Marx define  al  individuo  como  «el  conjunto  de  sus  relaciones  sociales» no pretende decir que el individuo sea la resultante o  el simple  producto de tales relaciones (tesis de Althusser), sino que  el  individuo, fuera  de  esas  relaciones,  es  una abstracción  (aquí  radica el  error de Sartre) [40].

Con estas dos dimensiones a salvo (subjetividad y socialidad), Garaudy entiende el absoluto humano con dos categorías: el hombre­individuo (el conjunto de sus propiedades; lo que constituye su haber, no su ser) y el hombre-persona (que se define por  la transcendencia y  el  amor) [41].  Según  esto,  la  muerte  afecta  únicamente al  individuo no a la persona: todo lo que es individuo será destruido  por  la muerte; en cambio, el reino de la persona goza del privilegio de la eternidad aquí y ahora. El amor, que es lo consitutivo de la  persona, nos salva de la muerte; y todo lo que con él haya podido  crear  el hombre queda inscrito para vencer la muerte [42].

El binomio individuo-persona en la  temática  de la  muerte vuelve a recordarnos a Bloch y su di,stinción entre cáscara y núcleo. Pero ¿cuál es exactamente el sujeto de la supervivencia? Si no es el individuo, ¿cómo se sostiene la identidad entre el hombre de la existencia mortal y el de esa existencia  reencontrada  en  la  otra orilla de la muerte? La solución de Garaudy tiene un colorido idealista-panteísta: el individuo pasa por la muerte a integrarse en un todo humano y cósmico intencionalmente presente en su conciencia a través del compromiso revolucionario [43].

C)   Dos pensadores checos, animadores  de  la  efímera  primavera de Praga, preguntan por el sentido de la vida. MILAN MACHOVEC, tras afirmar que tal pregunta se halla alojada en la  experiencia  de  la finitud (silenciada violentamente por el marxismo ortodoxo),  reivindica su tratamiento: mientras no se ofrezca un sentido plausible a la vida individual, no será lícito exigir  de nadie  un esfuerzo, y menos un sacrificio, en pro de una colectividad  abstracta.  La  respuesta  no está en la esfera de  la  razón  pura,  sino  en  el  auténtico  humanismo de Marx: «el materialismo de Marx significa la primacía del hombre, del concepto de hombre en el cosmos» [44].

¿Cuál es la respuesta de Machovec a la muerte? ¿cómo salvar frente a ella el sentido  de  la  vida? Si el  yo  consiste en  la  posesión  de objetos, la muerte se evidencia como  un  despojamiento de todos los haberes, y será un fenómeno puntual; pero si el hombre  desarrolla las formas siempre ascendentes del yo, vivirá con la vivencia de la muerte, no en el  desnudo  punto  final,  sino  como  «parte  integrante de mi ser» [45]. Más aún; si he vivido con la vivencia de la muerte mientras he sido en la existencia, después de ella seré  también:  con mi muerte se eclipsa mi nombre y mi conciencia, «mas no la posibilidad de ser yo». «Yo he sido, luego yo  soy»,  es la  tesis  de Machovec [46].

Más que una postura con cierta dosis de optimismo ingenuo, diríamos que la postura de Machovec responde a una comprensión cuasi-religiosa de la realidad como  « el  gran  Uno »  que  permite vivir la vida en una latente eternidad; con lo cual, la muerte, lejos de desligar al hombre del cosmos, consagra su  pancosmicidad.  El sentido de la vida y de la muerte descansan, pues, en una  confesión monista, casi platónica, alentada por un sentimiento místico panteísta. En el sistema de Machovec no caben  preguntas  acerca de  la muerte individual; todas serán diluidas en el misterio de un cierto panteísmo. En cambio, a partir de VITEZSLAV GARDAVSKY, predominará en el resto de los pensadores del marxismo humanista un realismo desencantado.

También Gardavsky se ocupa del individuo concreto, quien le merece  los  calificativos  axiológicos  más   altos: «valor  límite», algo «insustituible». En la conciencia humana -destaca el autor-  hay dos certezas fundamentales: la socialidad y la mortalidad. Imposible silenciarlas o disociarlas, porque ambas se implican mutuamente. Es la socialidad, por el hecho de que el hombre sea una realidad tejida en relaciones supraindividuales, lo que hace al hombre captar en la muerte una tragedia. La muerte es espantosa precisamente a causa de la pérdida de relaciones: «Yo muero quiere decir: no llevaré  mi  obra  hasta el fin, no volveré a ver a los que he amado, no volveré a sentir ni la  belleza  ni  la  tristeza...  No  volveré  ya  nunca más a trascenderrne a mí mismo en  ninguna  dirección,  hacia  ningún  lado.  Sólo me  queda  esta  certeza» [47].  El  problema  de  la  muerte  no tiene solución: «La muerte individual es mi muerte;  este  hecho  no puede ser eliminado por ninguna reflexión» [48].

Ante la muerte, y para que la  vida  no  pierda  sentido, sólo  cabe una ofrenda o una  actitud  de amor [49]  que  mantenga  la  esperanza  de los que vienen detrás [50].

D)  Decíamos que a partir  de  Gardavsky  se  da  en  los  posteriores humanistas la actitud  de un  realismo  desencantado;  tal  es el caso de ADAM SCHAFF y el de LESZEK K0LAKOVSKI, ambos polacos, que, al rebasar sin inhibiciones los doctrinarismos del marxismo ortodoxo, lo han pagado al precio del descrédito (Schaff) y del exilio (Kolakovski). Schaff identifica las pretensiones socialistas de Marx con la construcción de un verdadero humanismo para la felicidad del individuo concreto tratándolo como un valor irrepetible. Pero advierte enseguida el autor que el socialismo, sin embargo,  no  puede  garantizar  de  modo  absoluto  la  felicidad   personal,  pues   «también   en el socialismo mueren los  hombres,  y  éste  es  el  más  grave  problema que  la filosofía  no  puede  resolver» [51]. ¿No estaremos al  borde de un absurdo al afirmar tan radicalmente que el individuo humano es un valor irrepetible si por  otra  parte  la  muerte  le  arrebata  ese  valor de absolutez? ¿cómo salvar dicha antinomia entre lo que es  el sentido de la vida y el sin-sentido que se evidencia en la muerte? Desechadas las soluciones religiosas, Schaff interpela a la libertad individual para que esclarezca en cada caso si merece o no la pena vivir. No obstante hay una oferta para vivir con sentido: el «eudaimonismo social» que propone el humanismo socialista. Si es verdad que no podemos  abolir  la  muerte  -la única  certeza de Schaff- podemos, sin embargo, hacer la vida  más  humana  unidos en  la  praxis política [52].

Kolakovski, como los anteriores autores, apuesta también por un marxismo humanista. El conjunto de sus acotaciones críticas al modelo oficial estriba en la idea central de que «todo hombre debe  ser considerado como  fin en  sí  mismo», como «algo absoluto» [53]. Y a esta afirmación ha de seguir la de su libertad; una sociedad compuesta por miembros no libres sería una « sociedad de hormiguero». Es, por tanto, la  libertad  la  condición  de  posibilidad  de una vida con sentido, la que permite al individuo afirmarse ante el reto de las necesidades indomesticables. ¿Sabrá  la libertad afrontar la última necesidad que es la muerte?.

Kolakovski distingue entre el miedo a la  muerte concreta  (que se identifica con el instinto animal de conservación) y la angustia ante la muerte abstracta (que deriva de una conciencia sabedora de que todos los hombres son mortales) [54]. La primera, la muerte biológica, es perfectamente asimilable en el proyecto de una vida con sentido. En cambio, ¿cómo exorcizar el temor de la segunda, en la que va el sentimiento  de  la  personalidad? El  autor  desecha  tanto el recurso religioso (la creencia en la inmortalidad) como la hipótesis -«exceso de fantasía»- de una humanidad  nueva  en  otro sistema planetario [55] y propone una nueva solución: la racionalización de la muerte; percatarse de que tal vivencia de la mortalidad como problema angustioso es una « mistificación ideológica », una «aparencia» y, por tanto, basta una educación adecuada para poder cancelarla [56].  Pero  a  esto  habrá  que  añadir  que  el   autor  no   logra su propósito convincentemente, que  su  racionalización  de  la  muerte no despeja la incógnita, aunque séa la única salida válida que  encuentre para no hacer imposible el sentido de la vida en una coexistencia activa con el mundo [57].

* * *

Después de este recorrido a través de las diversas tanatologías contemporáneas se impone una evaluación global  rápida. Mientras que en el pasado se daba un desplazamiento del problema de  la muerte -se hablaba de su origen (la culpa) y de su término (el más allá), pero de la  muerte  en sí misma  apenas  se decía  nada-, ahora  es la vida la que se trata de elucidar  mediante  la  muerte;  éste  ha sido el mérito del movimiento existencialista, recordarnos que la muerte tiene una presencia axiológica en la existencia humana, que afecta al hombre por entero y le identifica con su destino, de tal manera que todo cuanto haya realizado no adquirirá su brillo último sino cuando la muerte consume en coherencia  lo que  pretendió  en  su vida; de aquí, por  tanto, el papel decisivo  de su  libertad en orden a la muerte.

En cuanto a los autores del marxismo  humanista,  no  podemos negar el mérito de haber rescatado las inquietantes cuestiones antropológicas que el marxismo escolástico dejaba relegadas a mera positividad fáctica. Y si en el eústencialismo  constatábamos  secretas raíces religiosas, también  en  el  marxismo  humanista  se  da  una secreta afinidad con los planteamientos teológicos al mantener postulados tales como el amor y la esperanza para  promover  los  dinamismos del sujeto y de la historia.

Sin embargo, el conjunto de ambas ofertas está pidiendo la experiencia modélica concreta de alguien que, habiendo padecido la situación-límite de la muerte, la haya protagonizado en la radical autenticidad de su vida y, a la vez, haya desvelado  en  el  acto  de morir la cifra absoluta de la Transcendencia  para  consuelo y sentido último de la vida humana.

Salvador Ros García, en dialnet.unirioja.es

Notas:

1   MIGUEL DE ÜNAMUNO, Del sentimiento trágico de la vida, Madrid 1981, véase todo el capítulo 111, p. 64 ss.

2   PAUL RICOEUR, Philosophie de la volonté. I (Le volontaire et l'involontaire), Paris 1967, 420.

3   SIMONE DE BEAUVOIR, Taus les hommes  sont  mortels,  Paris  1954.  cf.  JUAN ALFARO, Cristología y antropología, Madrid 1973. 492 ss.; lo, Esperanza cristiana y liberación del hombre, Barcelona 1972, 20 ss.

4   MIGUEL DE UNAMUNO, o. c., 106. El Concilio Vaticano II  ha  expresado  la misma inquietud: « El máximo enigma de la  vida  humana  es  la  muerte.  El hombre  sufre  con  el  dolor   y  con  la  disolución  progresiva  del  cuerpo.  Pero   su -máximo tormento- es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con  instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra  la muerte».  (Const.  past. sobre la  Iglesia  en  el   mundo, n. 18). Cf. J. ALFARO, Hacia una teología del progreso  humano,  Barcelona  1969, 46-48.

5   Los filósofos postmarxistas de la escuela de Frankfurt han dado un giro de profundidad a las grandes cuestiones rescatadas  por  sus  antecesores  humanistas: sujeto y transcendencia, sentido de la vida y sentido de la muerte serán nuevamente evaluadas con una lucidez que les avecina al pensamiento cristiano. Después de Auschwitz habrá que rastrear «las huellas de lo  Otro» como  posibilidad de que sea revocable todo el  horror  irrevocablemente  acontecido  (T.W. ADORNOR, Dialéctica negativa, Madrid 1975, 400-402), caminar con la esperanza «de que exista un absoluto positivo»  (Véase la respuesta de H0RKHEIMER  recogida en  A la búsqueda del sentido, Salamanca 1976, 79, 93-95, 103).

Esta  es  la  cuestión  desencadenante  de  no  pocos  estudios:  MIGUEL  BENZO, Sobre el sentido de  la  vida, Madrid  1971,  3-9;  JUAN  LUIS  RUIZ  DE LA  PEÑA,  El  último  sentido,   Madrid   1980,   132-154.   Este   autor   es   comúnmente   admitido   como gran  perito  en  cuestiones  de  escatología;  remitimos   por   tanto   a   toda   su   producción:  El  hombre  y  su  muerte.   Antropología   teológica   actual,  Burgos   1971;   La otra  dimensión.  Escatología  cristiana,  Madrid   1975;   Muert e   y   marxismo   humanista.   Aproximación   teológica,   Salamanca   1978.   Además   de   las    obras   de   Adorno y  Horkheimer  ya  citadas,  véase  K.   LowrrH,   El   sentido   de  la   historia ,   Madrid 1968.

7   L. FEUERBACH, La esencia del  cristianismo, Salamanca 1975.  Al hombre no le está permitido hipostasiar en la  lejanía  de  un  más  allá  lo  que  son  ocupa­ ciones y valores del más acá. Tales proyecciones son  alienantes,  restan  credibilidad y absolutez al  único  y  total  proyecto  humano:  la  humanidad  concentrada  en sí  misma  y  en  su  mundo  del  presente:  «Así  como  Dios  no  es  más que la esencia del hombre, purificada de  lo  que  al  individuo  humano  aparece como límite..., del mismo modo el más allá  no es otra  cosa  que  el  más  acá liberado de lo que aparece como límite, como mal»  (p. 217) ... Tanto  para  quienes se remontan a la  supervivencia  (tesis  de  la  inmortalidad  del  alma  separada) como para quien sólo cuenta  la  pervivencia  (tesis  de  la inmortalidad  inmanente de la especie), unos y otros reducen la muerte a un fenómeno más o menos epidérmico que acontece solamente al cuerpo (tesis tradicional) o al individuo singular (tesis  de  Feuerbach  y  común  al  pensamiento  materialista).  En  cualquier caso,  la  muerte  es  sólo  un  mero  despojo,  nunca  un  valor  en  sí  misma; por lo cual, en lugar de contar con  ella,  se  prefiere  exorcizar  su  temor.  Así  lo hace  Feuerbach,  que,  recuperando  el  sofisma  de   Epicuro   -utilizado también por Epicteto y Montaigne- (« la muerte, el más temible de los  males,  es  para nosotros  como  una  nada:  mientras   nosotros  somos,  ella  no  es, y cuando  ella   es, no somos nosotros»), reduce su comprensión de la muerte a un simple ser fantasmagórico:  «Unicamente  antes  de   la   muerte,   pero  no en   la   muerte,   es la muerte muerte y dolorosa; la muerte es así  un  ser  fantasmagórico, puesto  que sólo  es  cuando  no  es, y  no  es  cuando  es».  Este  y otros  textos  en  J.L.  Rurz DE u PEÑA, Muerte y marxismo humanista, 17 ss.

8   MAX SCHELER, Muerte y supervivencia. Ordo amoris, Madrid  1934; Id. De  lo eterno en el hombre,  Madrid  1940.  Cf.  M.  DuPUY,  La  philosophie  de  Max  Scheler.  Son évolution et son unité, Paris 1959; ANTONIO PINTOR RAMOS, Max Scheler y el vitalismo, en La Ciudad de Dios  182  (1969)  514-555;  Id.,  El  humanismo  de  Max  Scheler. Estudio de su antropología filosófica, Madrid 1978.

9   El acto de morir, en el ideario antropológico de Max Scheler, tiene todo el protagonismo personalizador. Puesto que «la persona está en cada uno de  sus actos plenamente concretos» no  cabe  la  despersonalización  de   la   muerte,   ya que  ésta  es  un  acto  «que emerge de la persona desarrollándose en el tiempo» y llena de sentido la vida misma. Cf. A. PINTOR RAMOS, El liumanismo de Max Scheler, 286-304 y 351 ss.

10    Uno  y  otro  han   sido   ampliamente  estudiados   por   J.L.  Ruiz  DE  LA   PEÑA. El movimiento existencialista, en El hombre  y  su  muerte,  Burgos  1971.  El  marxismo humanista,  en  Muerte  y  marxismo  humanista,  Salamanca  1978.  Una  síntesis de ambas tanatologías las ha  presentado  el  mismo  autor  en  Muerte  e  increencia. Inventario de actitudes y ensayo de comprensión teológica, en Sal Terrne 65 (1977) 675-686 y en El último sentido, Madrid 1980, 132-154.

11    MARTIN HEIDEGGER, El ser y el tiempo, México-Buenos Aires 1974, 273. «Tan pronto  como  un  hombre entra en  la vida, es ya bastante viejo para morir», p. 268.

12    Ibid., 256.

13    Ibid ., 288: «El 'precursar' la  posibilidad  irrebasable  abre  con  ésta  todas las posibilidades  que están antepuestas a ella: por eso reside en él la posibilidad de un tomar por anticipado existencialmente el ser total'».

14    Ibid., el ser-para-la-muerte «es en esencia angustia», p. 290.

15    Ibid., 414: «Sólo el ser en libertad para la muerte da al «ser ahí»  su meta pura y simplemente tal y empuja a la existencia hacia su finitud».  Cf.  J. GEVAERT, El problema del hombre. Introducción a la antropología filosófica, Salamanca 1976, 300-302. Estudia el tema heideggeriano con profundidad y detalle ALFONSO ALVÁREZ BOLADO, Filosofía y teología de la muerte, en Selecciones de libros 5 (1966) 13-53.

16    J.P. SARTRE, L'Existentialisme est un  humanisme,  París  1946:  «El  hombre no  es  otra  cosa   que  su  proyecto;  existe   sólo  en  la  medida  en  que  se realiza», p. SS; ID., L'etre et le néant, París 1948:  «La realité humaine est  souffrante dans son etre, parce qu'elle est sans pouvoir l'etre, puisque justement elle ne pourrait atteindre  l'en-soi  sans se  perdre  comme  pour soi»  p. 134...

17    Después concluye: «L'homme est une passion inutile», p. 708. 11 L'etre et le néant, 617.

18   Ibídem.   Para   establecer   un   paralelismo   entre   Heidegger   y  Sartre   véase R. JOLIVET.  Le  probleme  de la  mort  chez  M.  Heidegger  et  J.P.  Sartre,  Fontenelle 1950.

19    La Nausée, Paris 1943, 147.

20    L'etre et le néant, 624.

21  Al  tener  que  morir,  todos  los  hombres  son  extranieros   en  el   mundo,   se ven   condenados   a  un   destierro   insanable   «dado   que   el   mundo   está   privado de  los  recuerdos  de  una  patria  de  la  esperanza  de  una  tierra  prometida»  (A. CAMUS, Le mythe de Sisyphe, Paris 1943, 18); pero es preciso vivir el  momento presente buscando  no  el  placer  egocéntrico  que  predica  A.  GIDE  en  sus  escritos, sino algo  con  sentido  que  no  se  lo  trague  la  muerte:  la  solidaridad  con  el  que sufre  no  puede  ser  algo  absolutamente vano; a través de ella se puede construir un   frente común para rebelarse   contra   la   miseria  y  la   muerte   violenta.   Esta es la  actitud  que  Camus  encarna  en  el  doctor  Rieux,  el  héroe  de  su  obra  La  Peste.  De  este  mismo   autor  véase  también   La   muerte   feliz,  Barcelona   1971.  Cf. P.  KAMPITS,  La  marte  et  la  révolte   dans  la   pensée  d'Albert  Camus,  en  Giornale di Metafisica 23 (1968) 19-28.

22    Cf. R: JOLIVET, Las doctrinas existencialistas.  Desde  Kierkegaard  a  J.P. Sartre, Madrid 1968, 222-286.

23    Cf. GABRIEL MARCEL, Situación fundamental y situaciones límite en Karl Jaspers, en Filosofía concreta, Madrid 1959, 249-283.

24    K. JASPERS, La morte, en  La  mía  filosofia,  Torino  1981,  196-209;  Cf.  J.L. Ruíz DE LA PEÑA, El último sentido, 139; DUFRENTE-RICOEUR, Karl Jaspers et la philosophie de l'existence, Paris 1947, 366 donde se hace el comentario de esta sentencia   conclusiva   de   Jaspers :   « La   muerte  era  menos  que  la  vida  y  exigía arrojo; la muerte es más que la vida y ofrece hospitalidad».

25    G. REMOLINA VARGAS, Karl  Jaspers  en  diálogo  de  la  fe;  análisis  de  su  posición filosófica frente a la fe revelada, Madrid 1971.

26    Citado  en  E.  GILSON,   Existentialism   e  Chretien.  Gabriel   Marcel,  Paris 1947, 302.  Una  exposición  precisa  del  pensamiento  de  Marce!  puede  verse  en  R.  Jou  vET, Las doctrinas existencialistas, 287-308 y en X. TILLIETTE,  Philosophes  contemporains: Gabriel Marcel, Maurice Merleau-Ponty, Karl Jas pers , Paris 1962.

27    G. MARCEL, Du refus a l'invocation, Paris 1940, 192 ss.

28    El  Arnaud  Chartrain  de  La  Soif  volverá  a  decir:  «por la muerte  nos abrimos a aquello de lo que hemos vivido sobre la tierra».  Sobre  esta  fidelidad creadora: G. MARCEL, Filosofía concreta, 167-195; lo ., Hamo viator,  Paris  1945, 205-210;   lo .,  étre  et  avoir,  Paris  1935,  135:   la   muerte  como  fidelidad   en  el amor «deviene   trampolín   de   una   esperanza   absoluta»;   ld.,   Diario   metafísico (1928-1933), Madrid 1969, 115 y 171.

29    Cf. P. RIcOEUR, Gabriel Marcel et Karl Jaspers . Philosophie du mystere et philosophie  du  paradoxe,  Paris  1947;  M .M.  DAVY,  Un  filósofo  itinerante,  Madrid 1963.

30    La undécima tesis marxiana: «los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo». K. MAR X-F R. ENGELS, Sobre la religión I, Salamanca 1974, 161.

31    Texto y contextos en J.L. RUÍZ DE LA PEÑA, Muerte y marxismo, 15 ss.

32    Sobre la religión, 296 s.

33    L. ALTHUSSER, La revolución teórica de Marx, México 1968; lo ., Réponse II. John Lewis, París 1973.

34    MILAN MACHOVEC, Jesús para ateos, Salamanca 1974, 27.

35    E. BLOCH, El principio esperanza I, Madrid 1977; Cf. Muerte y marxismo, 37-74.

36    Bloch rechaza todos los contrapuntos religiosos, así como las elucubraciones metafísicas del  idealismo  o el  naturalismo  positivista  refutadas  luego por el nihilismo existencialista. La solución a la muerte se encuentra en el mismo proceso.

37    La  polémica  contra  Althusser  le   valió   la   expulsión   del   partido   comunista francés. Situado «tanto al margen  de  las  iglesias  como  al  margen  de  los  partidos»   Garaudy   se   confiesa  cristiano y marxista: cristiano,  porque aspira a  «vivir según  la  ley  fundamental  del ser (persona): el amor»;  marxista,  porque  rechazando  la  degradación  althusseriana   (que no es el  marxismo de Marx) se propone devolver al hombre su «dimensión  divina».  Cf.  Palabra  de  hombre, Madrid 1976, 234.

38    Marxismo del siglo XX, Barcelona 1970, 88 s.

39    «La concepción sartriana de la libertad es solitaria... No hay más que libertades imnumerables  e  incomunicables».  ( Perspectivas del  hombre,   Barcelona 1970, 76 s.).  Los  dos  grandes  problemas  de  la  filosofía  de  Sartre ,  dirá Garaudy, son el  de  la  libertad  y  el  del  otro;  «el  infierno  es  la  ausencia  de  los otros» dirá nuestro autor invirtiendo la  frase  sartriana  (Perspectivas  del  hombre, 131, 133 s.).

40    «La  noción  de  esencia  humana  no  puede  formarse... sino  partiendo   de las relaciones de los hombres con la naturaleza (trabajo, producción) y con los  demás  hombres...  Pero  esas  relaciones, a su vez, son producidas  por  el hombre» (Perspectivas..., 446); « lo que yo  llamo  yo es el nudo de relaciones vivientes que me unen a todos los otros en  un  tejido  indisoluble»  (Palabra  de hombre, 50, nota 1).

41    El término transcendencia  no  se  identifica  con  Dios  transcendente,  ni en un más allá distinto de este mundo y de esta historia; en Garaudy viene a ser sinónimo  de  humanidad  en  el  sentido  de  «explorar  todas  las  dimensiones de la realidad humana» (Marxismo del siglo XX, 107). Transcendencia es pues «el futuro humano». Garaudy asiente a una frase de J.  Lacroix:  «el  porvenir  es  la única transcendencia de  los  hombres  sin  Dios»  (Perspectivas ...,  132,  170.  Cf. Del anatema al diálogo. Barcelona 1971, 93; Marxismo del siglo XX, 150).

42    También Garaudy explica el temor a la muerte  desde  la  óptica  individualista: «e! individualismo ha engendrado la  angustia  de  la  muerte » (Palabra  de hombre, 46). Por el contrario, el concepto de  persona,  sinónimo  de  humanidad, adquiere en nuestro autor una sublimidad panteísta:  «nosotros  no  formamos sino un sólo hombre... La  naturaleza  entera  es  mi  cuerpo. El proyecto total de la humanidad... constituye mi espíritu» (Palabra..., SS);   «nosotros no  formamos  sino  un  solo  hombre,  el  cual  no  muere  con  nosotros»   (Palabra , 54).

43    Es  la  vieja  nostalgia  de  un  nous  universal.  Véanse  los  textos  citados en la nota anterior.

44    M. MACHOVEC, Jesús para ateos, Salamanca 1974, 24.

45    Vom Sinn  des  menschlichen  Lebens,  Freiburg  1971,  225 s .  Véase  el  parecido con Scheler y Heidegger.

46    Vom Sinn...,227-229. «Yo he sido, luego yo soy. Soy en el tiempo, luego soy en la eternidad».

47    V. GARDAVSKY, Dios no ha muerto del todo, Salamanca 1972, 251-252.

48    Ibid., 252.

49    El amor aquí mentado no debe confundirse con el mito evangélico de una fraternidad universal, ni con el  sentimentalismo  romántico  o  con  cualquier  moralismo  tópico.  Para  Gardavsky  el  amor  es  una  clave  que  posee la  subjetividad, es  «el  elemento  integrador   de  la subjetividad en el  momento en  el  que se decide a emprender una acción y se esfuerza por dar a esa  decisión  la  forma  humana óptima» (Dios no ha muerto del todo, 258).

50    El  amor es  lo que  puede  llevar  al  individuo a  aceptar el  propio  fracaso y  a  convertirse  en  esperanza  para  los  que  sobreviven: «El  amor es difícil: siempre limita con  la  muerte...  Al  final sufriremos  una  derrota. No les  ahorraremos a los que nos sobrevivan nada de lo que hace que la vida  de  la  comunidad humana sea un drama... Pero  tampoco  menguaremos  su  esperanza  en  una  comu­ nidad en la que vivir sea digno del hombre» (Dios , 260).

51    A. SCHAFF, Marxismo e individuo humano, México 1967, 47.

52    El mismo Schaff matiza con cierto  escepticismo  su  teoría  del  eudaimonismo social: crear para todos las posibilidades de una vida feliz es un sueño imposible; a lo sumo se puede  crear  «la posibilidad de una vida mejor, más feliz», pero mucho más no puede exigirse razonablemente (Marxismo e individuo humano, 220),

53    L . KOLAKOVSKI, El hombre sin alternativa, Madrid 1970, 264-266.

54    lbid., 236: «el temor ante la muerte concreta concierne a la muerte biológica; la angustia  abstracta ante la muerte concierne a la muerte espiritual, a la pérdida del sentimiento de la personalidad ».

55    lbid., 236. Kolakovski  no  comparte  la  amortalidad  biológica  que  propone EDGAR MORIN, El hombre y la muerte, Barcelona 1974.

56    lbid., 238.

57    lbid,, 239. El autor sabe que «el conocimiento de la muerte vuelve imposible el sentimiento de  la  finalidad de la vida»; con lo cual, para mantener firme esta finalidad, remite al individuo a  la  acción  en  la  « coexistencia  activa con el mundo».

 

Álvaro Albacete Perea

Capítulo VI: Diplomacia y religión en la construcción de la paz

Introducción

Ayer, hoy; con muchas probabilidades, cualquier día de esta semana que hayamos prestado atención a los medios de comunicación habremos leído o escuchado noticias que tienen que ver con conflictos armados en algún lugar del mundo, y a menudo esos conflictos están relacionados con aspectos religiosos. Lo habitual es que esas noticias aparezcan de manera destacada en los medios, y que continúen con imágenes o videos durante más tiempo o incluso queden permanentemente en las redes sociales. Son noticias que tratan de Daesh en Irak, o Siria o Libia, pero no sólo sobre Daesh; son también sobre Boko Haram en Nigeria, y en los países vecinos a través de sus porosas fronteras, o sobre Al Shabab en Somalia, o en Kenia; sobre la deriva de la República Centroafricana hacia un país fallido, en un enfrentamiento sin final entre los Seleka y Anti-Balaka, que se identifican con grupos religiosos de distinto signo; sobre la minoría Rohingya en Myanmar; o en Filipinas, o los actos terroristas en territorio europeo, Paris, Bruselas, Londres, Manchester, o más recientemente en Barcelona y Cambrils.

Ya desde esta introducción conviene señalar que ninguna religión ampara la violencia. Ante la inexplicable sinrazón que supone hacer el mal en nombre del bien supremo, los dirigentes religiosos elevan sus voces para desvincular la violencia de la religión y deslegitimar el terror desde cualquier invocación religiosa. Pero cuando se produce violencia y se justifica en nombre de la religión no basta negar su nexo. Las reglas de la lógica nos enseñan que si la religión ha sido manipulada para movilizar voluntades a favor de la guerra, sólo la movilización activa de voluntades por las propias religiones puede contribuir con efectividad a la paz.

Al desarrollo de esta idea se dedica el presente estudio, esto es, la movilización activa de voluntades en favor de la paz gracias a la influencia de las religiones, en     la consecución de un objetivo que comparten con la diplomacia. Pero además de objetivos, religión y diplomacia pueden compartir medios y estrategias para alcanzar esos objetivos compartidos, preservando cada una su área de trabajo, sin que por ello se establezca relación alguna de subordinación. Los límites se encuentran en la manipulación; de la religión por la política, para alcanzar metas sólo políticas; o de la política por la religión, para exportar la ideología religiosa de un determinado estado.

La influencia de las religiones en sus comunidades es una de las claves de la relación entre diplomacia y religión. Cómo profundizar en esa influencia en sus propias comunidades e incluso extenderla más allá de los límites de su propia religión es  otro de los aspectos a los que se refiere el presente estudio, al abordar la cuestión  del diálogo interreligioso. Que una religión que ha sido manipulada para justificar la violencia (ataques puntuales, amenazas más permanentes o incluso guerras) exprese públicamente su compromiso con la paz, y denuncie la tergiversación de sus textos, y aún la falta de legitimidad de quienes los invocan desde posiciones extremistas y excluyentes es un primer paso necesario pero al mismo tiempo es insuficiente. Es necesario porque corresponde en primer término a quienes tienen esa legitimidad para hablar en nombre de una religión, por su representación y/o preparación y conocimientos, defender el sentido de sus textos sagrados y la contextualización  de sus mensajes en el momento actual. Pero no es suficiente porque la percepción equívoca que trasmiten los violentos sobre una determinada religión, al justificar sus ataques con referencias religiosas, trasciende el ámbito de esa religión y se instala en primer lugar en los agredidos, y en segundo lugar en aquellos que se solidarizan con las víctimas o que han conocido el ataque, creando recelos o animosidades, no ya entre individuos sino entre comunidades o grupos religiosos que constituyen un obstáculo para la convivencia. El impulso de diálogo interreligioso es un ámbito de coincidencia con la diplomacia, que esta puede y debe alentar para la consecución de un objetivo compartido con las religiones, la paz y la estabilidad mundial.

Religión y diplomacia

La reivindicación de una colaboración mutua entre estas dos realidades, religión y diplomacia, es una constante en el mundo de las relaciones internacionales de la hora actual. Ha llegado el momento, se afirma, de reconocer el importante papel que, hasta ahora, se ha obviado a las religiones, promoviendo activamente la participación oficial de líderes religiosos en foros o encuentros internacionales, procesos de paz o iniciativas de prevención de la violencia, o programas de reconciliación postconflicto. Y todo ello fundamentado en la capacidad de influencia que pueden tener los representantes religiosos en sus comunidades, para, a través de esa influencia, lograr objetivos políticos y sociales que están en consonancia con los religiosos, en particular el no uso de la violencia y la tolerancia hacia quien piensa diferente y así favorecer la convivencia social y, en última instancia, coadyuvar a la consecución de los objetivos de paz y seguridad.

Si consideramos el hecho de que el punto de partida de la disciplina de las relaciones internacionales, cuando surgió a comienzo del siglo XX, fue asumir la exclusión de las cuestiones de fe, tal y como había sido acordado en la paz de Westfalia en 1648, como principio rector de las relaciones entre los estados, podemos entender el hecho de que esta disciplina haya asumido un papel más secundario en esta materia, siguiendo la estela de otras más antiguas (filosofía, sociología, ciencia política), que empezaron antes a reflexionar sobre la religión y la política, y su papel en cuestiones globales [1]. Se observa en todas ellas una tendencia general a integrar la religión en los debates y reconocerla como un actor con voz propia e influencia. Resulta interesante en este sentido leer las reflexiones del filósofo Habermas en sus diálogos con Joseph Ratzinger. Mientras que en sus primeros escritos, Habermas se había mostrado muy contario, hasta hostil, a considerar la tradición –entendida también como religión- como un elemento al que se debiera prestar atención, existe una evolución evidente en sus reflexiones ulteriores, en las que se muestra más receptivo a ello, argumentando que en la sociedad global multicultural de nuestro tiempo, debe producirse un encuentro con la religión, como un aspecto de la formación intelectual contemporánea [2]. Es ese también el enfoque del influyente filósofo holandés Hent de Vries [3], quien afirma que cualquier debate en torno a cuestiones de identidad, estado-nación, inmigración o globalización debe reconocer que las tradiciones religiosas estuvieron en el origen  de las mismas. Y finalmente, coincide en llamar la atención sobre la religión, en el ámbito de la sociología, Anthony Guiddens, en sus numerosas reflexiones en torno a la globalización, la modernidad y la posmodernidad, y Gilles Keppel [4], en la ciencia política.

Se trata así de un debate multidisciplinar, todavía vivo, en el que participa la filosofía, la teología, la sociología, la historia, la ciencia política y las relaciones internacionales, al que esta última llega con retraso, siguiendo los pasos de las otras disciplinas.      Sea como se ha indicado porque es la más reciente de todas ellas, pues surge en el contexto de la primera guerra mundial, o por la falta de un cuerpo de investigación suficiente, o por el enfoque metodológico, lo cierto es que la llamada ciencia de las relaciones internacionales va detrás de los acontecimientos, sin ser capaz de elaborar interpretaciones de la realidad que permitan atisbar los cambios o las nuevas tendencias globales, o aplicar paradigmas o modelos. La globalización y sus consecuencias, el colapso soviético y su desmembración, o la interpretación de las primaveras árabes, son algunos hitos internacionales en los que esta disciplina ha estado más ausente que las demás, o ha apuntado hacia direcciones tan ambiguas como erróneas. Tiene ante sí todavía el reto de entender el mundo.

Pero para ser justos, no es sólo que la disciplina propia de la diplomacia –las relaciones internacionales- haya llegado tarde a esta reflexión. Es también que aquellos que tienen –tenemos- la responsabilidad de ejecutar la política exterior de los estados, esto es, los diplomáticos, tradicionalmente hemos considerado la religión como   una realidad ajena a nuestra esfera de trabajo. En este sentido se expresa Madeleine Albright [5] afirmando que «muchos de los que ejecutan en la práctica la política exterior -incluyéndome a mí-, hemos buscado separar la religión del mundo político, para de esa manera preservar la lógica ante las creencias que la trascienden». La observación de la que fue Secretaria de Estado estadounidense pone en evidencia que los temores de quienes han sido renuentes tradicionalmente a la implicación de lo religioso en la diplomacia siguen vigentes hoy, a pesar de haber evolucionado hacia la comprensión de que la diplomacia no puede vivir de espaldas a la religión, manteniendo la convicción implícita en su cita de que en todo caso la religión no puede imponer postulados que trasciendan la lógica, la razón. Esta posición de Albright, positiva hacia la recepción de la religión pero al mismo tiempo ambivalente o con ciertas reservas, refleja el punto de vista de numerosos diplomáticos estadounidenses [6], y me atrevería a decir en general occidentales.

Es, por lo demás, un enfoque muy arraigado en el mundo de la diplomacia a través del concepto de estado-nación y su preponderancia en el paradigma del realismo político. Para los realistas políticos, a partir de la elaboración doctrinal de Hans Morghenthau [7], el fundamento de la acción diplomática es únicamente el llamado interés nacional, definido en términos de supervivencia y poder, y ello aleja consideraciones de otra naturaleza -el caso de la religión-, como aspecto a tener en cuenta en la ejecución de la política exterior. Finalmente, se podría decir que hay otro elemento que frena la disposición de la diplomacia a asociar la religión a sus trabajos, y es su potencial para exacerbar posturas en igual medida que lo contrario. Esta cuestión provoca numerosos problemas prácticos tendentes a asegurar que el efecto no será la radicalización de posturas, como es particularmente la selección de los interlocutores religiosos, que deben ser, sí, líderes con suficiente reconocimiento por sus comunidades, pero deben también ser líderes que propaguen mensajes moderados, conjugando religión y paz.

Recupero ahora el hilo inicial, cuando afirmábamos que la relación entre diplomacia y religión, y el papel de esta en las relaciones internacionales, se fundamenta en la capacidad de influencia de los representantes religiosos para la consecución de ciertos objetivos, para advertir ya en estos primeros párrafos que esa influencia no es nueva ni es absoluta.

No es nueva. Dejando al margen la cuestión de la relación entre el hombre y la divinidad, y su ulterior estructuración a través de las religiones, cuestiones que rebasan el ámbito del presente estudio, sí nos corresponde señalar que la interacción entre diplomacia y religión se adentra muy profundo en la historia de la humanidad. No sólo porque según nos enseña la historia de las relaciones diplomáticas, las primeras misiones diplomáticas fueran misiones papales (Constantinopla), con encargo semiespiritual y semitemporal [8], antes de que a partir del siglo XV en la Italia del Quattrocento se establecieran las primeras embajadas permanentes; digo que no sólo por eso, ni siquiera fundamentalmente por eso, pues quizá este dato no es ya más que una curiosidad en el conocimiento de diplomáticos o investigadores. La mutua imbricación de la diplomacia y la religión se adentra de manera sustantiva en la historia, pues no debemos olvidar que en occidente hace poco más de dos siglos, la religión todavía imponía sus modos de pensamiento, e influía –algo que se mantiene en ciertos aspectos en el momento actual- en áreas tan significativas como la justificación de la guerra,  el establecimiento de la paz, la mediación internacional, cuestiones humanitarias o la cooperación internacional al desarrollo, por mencionar sólo algunos ámbitos.

Y tampoco es absoluta. No lo es en primer lugar en cuanto a la influencia de lo religioso en los individuos, ni tampoco –ni debe serlo desde nuestro punto de vista- en su relación con la diplomacia. Respecto a la influencia de lo religioso en los individuos (o en las comunidades, o en los pueblos), la primera limitación es geográfica, en la medida en que dependiendo de la zonas, regiones o países, lo religioso tiene una influencia sobre su población que varía de manera significa. La influencia de lo religioso en los ciudadanos es distinta, por poner un ejemplo, en Europa que África, en Egipto que en Finlandia. Resulta esclarecedor en esta sede analizar los informes del Pew Forum on Religion and Public Life [9] y del World Religion Database [10], de los que se pueden obtener las siguientes conclusiones. En primer lugar, la influencia de la religión es mayor en África que en el resto del mundo; nueve de cada diez personas africanas declaran que la religión es importante en sus vidas, frente a las seis que  lo hacen en Estado Unidos, o cuatro en Europa. En segundo lugar, el número de personas que no profesan religión alguna se incrementa sustancialmente, año tras año, en los países o regiones en los que la edad media de la población es mayor, esto es, Europa y América del Norte. Sin embargo, en el conjunto del mundo, el número de personas que consideran que la religión no tiene importancia en sus vidas, al declararse ateos, agnósticos, o sencillamente los que no se identifican con ninguna religión, se reduce, y la previsión es que pase del 16 por ciento en 2015 al 13 por ciento en 2060. Es interesante advertir que mientras que en Europa y América del Norte el porcentaje de los que no profesan ninguna religión continuará incrementándose, en Asia, continente en el que en la actualidad se encuentra casi el 75 por ciento de las personas sin religión, ese porcentaje se irá reduciendo.

De igual manera, el análisis del número de estados que incluyen la religión como elemento esencial en la definición de su identidad nacional puede resultar llamativo. Un estudio [11] de 175 estados, realizado entre 1990 y 2002, muestra que casi la mitad de los estados incluyen una religión en la definición de su identidad. De ellos, 46 estados (26,2%) cuentan con una religión oficial, y otros 36 estados (un 20,6% adicional) aunque no declaran una religión oficial, respaldan con medidas legislativas a una religión por encima de las demás.

Decíamos que la influencia de lo religioso en lo político (en el ámbito diplomático) no es nueva ni es absoluta, sin que con ello hayamos logrado explicar la razón del interés creciente que la diplomacia presta a la realidad religiosa. Para responder a esa pregunta, y hacerlo condensando la respuesta en una sola idea, que desarrollaremos más adelante, debemos referirnos a su carácter instrumental, esto es, su utilidad. La religión puede ser útil para alcanzar ciertos objetivos que la religión comparte con la diplomacia. En primer lugar porque la religión suministra información de enorme valía para entender la situación sobre el terreno, contextualizando los análisis y dando un valor añadido sin el cual sería incompleto, y podría dar lugar a incorrectas interpretaciones de la situación. Y en segundo lugar, y sobre todo, por su capacidad de influencia, considerando que además de la influencia propia del agente comunicador, al ser reconocido por sus feligreses como trasmisor de certezas –lo que de por sí otorga ya un alto grado de legitimidad a la iniciativa de que se trate-, cuenta con los recursos para que esa influencia sea efectiva, esto es, lugares de reunión en los que se congregan los fieles a escuchar a los representantes religiosos, redes de comunicación social, competencias comunicativas de los representantes religiosos, recursos económicos, acceso a los medios, etc [12]. Así explicado, este papel de la religión puede ser interpretado por algunos como un «instrumento»al servicio de la diplomacia, embadurnando su significado con matices de subordinación o servilismo que daría un carácter peyorativo a la relación. En esta línea, algunos autores [13] han elaborado sobre esta cuestión, denunciando el hecho de que esa «utilización»de la religión por lo político pudiera disolver lo religioso, o rebajarlo a una escala que no le es propia. Desde nuestro punto de vista, el enfoque que opone lo religioso a lo útil, más aún cuando esa utilidad es política, es sólo parcial, y ofrece un argumento tan extremo como quienes defienden, en aras de la laicidad absoluta, el aislamiento de lo político ante cualquier tipo de contacto con lo religioso. Salvaguardando el hecho de que se trata de realidades diferentes, que operan en ámbitos diferentes, con valores y principios propios, lo cierto es que ambas realidades pueden coincidir en objetivos y medios para alcanzarlos, y es entonces cuando se debe producir esa colaboración, y así alcanzar objetivos que son legítimos y deseables para ambas realidades.

Constituyen aspectos clave para definir esa colaboración, con la cautela necesaria para no invadir los ámbitos que no les son propios a cada una de esas dos realidades, la coincidencia, y a partir de esa coincidencia, el trabajo conjunto. La coincidencia de objetivos entre la diplomacia y la religión, como son particularmente la paz y seguridad, debe delimitar  el  ámbito  de  esa  colaboración,  salvaguardando  las  competencias y ámbitos de acción recíprocos. De nuevo, adentrarnos en el cómo y hasta dónde  de esa colaboración, exigiría un trabajo de análisis y reflexión que supera con creces el propósito de este estudio, pero con todo nos parece importante afirmar que los límites están en la posible manipulación (el carácter instrumental de la religión o de la diplomacia llevado al extremo) de la religión por la política, para obtener réditos políticos –electorales o no- a través de los mensajes religiosos; o la manipulación de la diplomacia por la religión, para exportar la ideología religiosa de un determinado estado.

Pero no es sólo la coincidencia. Una  vez identificados los campos comunes,  tanto en objetivos como en medios, es esencial el trabajo conjunto. Resulta crucial enfatizar este aspecto porque, al hacerlo, se evita la disolución de una realidad en la otra, o su subordinación, o su rebaja, que veíamos representan cautelas expresadas por ciertos autores para cuestionar esa posible colaboración. Desde el punto de vista de la diplomacia, ese trabajo conjunto exige implicar a los representantes religiosos desde el inicio del diseño de las iniciativas, en especial aquellas que se refieran al establecimiento o consolidación de la paz, mediante las consultas pertinentes, y establecer grupos de seguimiento que de manera regular actualicen esas consultas. La implicación de los representantes religiosos desde el inicio conlleva, por un lado, el efecto de la «apropiación»de la iniciativa (ownership) por parte de esos representantes, y por otro, una continua «validación»de las decisiones que se van tomando, en el sentido de legitimar ante sus comunidades el proceso. Particularmente ilustrativo resulta en esta materia el ejemplo del proceso de paz en Colombia.

La implicación del llamado sector religioso, que se refiere fundamentalmente a   la Iglesia Católica, pero que da cabida también a otras confesiones, ha sido clave desde el inicio del proceso de paz en Colombia, es decir, desde los momentos de acercamiento, decisión y negociación de los acuerdos con las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) hasta la puesta en práctica del acuerdo final, estadio en el que nos encontramos ahora. Los acuerdos de paz mencionan el importante papel que deben desempeñar las entidades religiosas y organizaciones del sector religioso, concretándolo en cuatro capítulos.

En primer lugar, como facilitadores. La iglesias conjuntamente con el Diálogo Intereclesial por la Paz  y la Conferencia Episcopal de Colombia coordinarán con    el gobierno y las organizaciones sociales y de víctimas, los actos tempranos de reconocimiento de responsabilidad colectiva contemplados en el punto 5 del Acuerdo, sobre reparación a las víctimas [14].

En segundo lugar, como veedores. Las iglesias serán parte de las veedurías que vigilarán el Plan Nacional de Sustitución de Cultivos Ilícitos, a través de Consejos Municipales de Evaluación. También servirán como fuentes de monitoreo en primera instancia del cese el fuego y de hostilidades bilateral y definitivo, y la dejación de armas [15].

En tercer lugar, como actores de política pública. Las iglesias tendrán asiento propio en el Consejo Nacional para la Convivencia y la Reconciliación donde desempeñarán la función de asesorar y acompañar al gobierno en la puesta en marcha de mecanismos y acciones que promuevan la reconciliación, la convivencia, el respeto por la diferencia, la no estigmatización y la resolución de conflictos, tanto a nivel nacional como en los territorios. Desde dicha instancia también deberán capacitar a los funcionarios públicos y líderes sociales para garantizar la no estigmatización, diseñar campañas de divulgación masiva de la cultura de paz, reconciliación y pluralismo y aportar insumos para la creación de una cátedra de cultura política para la reconciliación y la paz [16].

Y en cuarto lugar, como garantes del «Pacto Político Nacional». Las iglesias serán también garantes del cumplimiento del punto 3 sobre el «fin del conflicto»del Acuerdo Final, en el que las FARC se comprometen a dejar el uso de las armas como forma de incidir en la política, lo que se denomina Pacto Político Nacional, que deberá ser garantizado en todas las regiones [17].

Religión y paz

La conjunción de religión y paz es el área de plena coincidencia entre el mundo de la diplomacia y la religión. A falta de una elaboración académica que se haya adentrado con profundidad en los vericuetos de la relación entre diplomacia y religión, nos centraremos en este capítulo, sin pretender ser exhaustivos, en tres aspectos. En primer lugar reflexionaremos sobre cómo condiciona el papel de la diplomacia el hecho de que se incluyan motivaciones religiosas en los conflictos, y cómo las religiones están llamadas a reforzar ese papel de la diplomacia tradicional, combatiendo en el terreno de las ideas religiosas cuando esos conflictos tienen un componente religioso. En segundo lugar, nos referiremos a la participación de los líderes religiosos en dinámicas propias de la diplomacia, en lo que hemos denominado «diplomacia religiosa itinerante». Y en tercer lugar, discurriremos sobre la implicación de los representantes religiosos en procesos de mediación o facilitación del diálogo en conflictos, a través de lo que se conoce como «diplomacia de segunda vía», o track two.

Es idea transversal en los tres aspectos indicados que los esfuerzos religiosos dirigidos a pacificar o consolidar la paz deben ser siempre el trabajo conjunto de actores religiosos que representan sensibilidades religiosas distintas (dentro de una misma religión, o de religiones diferentes). El panorama de inseguridad y confrontación ligado a percepciones equivocadas que se han nutrido de la identificación del extremismo y la religión, sea la que fuere, requiere de un esfuerzo para revertirlo superior al que puede hacer esa religión por sí sola. Requiere de una cooperación interreligiosa que abunde en las similitudes fundamentales de las religiones, destacando los aspectos conciliadores, en particular la tolerancia y el respeto, con el objetivo de trabajar conjuntamente en beneficio de la paz. Y para asegurar esa cooperación continuada, la piedra angular es la promoción del diálogo interreligioso, mediante mecanismos (o instituciones) que garanticen que ese diálogo no es coyuntural o reactivo, sino permanente y preventivo.

Conflictos con elementos religiosos

La literatura académica de las relaciones internacionales [18] sitúa el final de la década de los setenta del siglo XX como el momento en el que los conflictos con elementos religiosos empiezan a tener una presencia creciente en el mundo, hasta alcanzar la mayoría de los conflictos a principios del siglo XXI [19]. Resulta difícil expresar con rigor la naturaleza de esos conflictos. Preferimos hablar de elementos religiosos, más que de causas o motivaciones religiosas, porque nos sumamos a la premisa de que la religión, cualquiera que consideremos, no justifica la violencia, y que la utilización de la violencia en nombre de la religión es de hecho una manipulación de la religión en cuyo nombre dice producirse.

Al enmarcar el conflicto en motivaciones religiosas, el efecto inmediato es la subjetivación de sus causas. No son ya identificables sus causas como aspectos susceptibles de negociación porque se representan como categorías ligadas al bien o al mal, referidas a creencias íntimas e identitarias, y que en última instancia aseguran –o amenazan- la salvación. Y por esa razón, el conflicto, cuando se tiñe de religioso –o de identitario, aunque esto último con matices- es por su propia naturaleza extremo, o absoluto, pues no admite fácilmente la negociación para acercar posiciones o eventualmente para alcanzar la paz. Es la transacción misma lo que se impide porque no hay objeto de cesión. La derrota del adversario o la separación de las comunidades –mediante la imposición de un actor externo- en territorios o realidades diferentes, aparecen entonces como únicas soluciones posibles.

El ejemplo de la guerra de Bosnia-Herzegovina (1992-1995), causada por una compleja combinación de factores políticos y religiosos -exaltación nacionalista y sobre ella, afirmación de la identidad religiosa, crisis políticas, sociales y de seguridad-, que siguieron al final de la guerra fría y la caída del comunismo en la antigua Yugoslavia, puede ser ilustrativo a estos efectos. Aquellas negociaciones concluyeron en los llamados Acuerdos de Paz de Dayton, firmados en diciembre de 1995, en los que se sentaron las bases para detener la guerra. El Acuerdo rompía con la tradición de los acuerdos de paz [20], no sólo porque era elaborado por potencias externas al conflicto sino por los amplios poderes asignados a la comunidad internacional, que trascendían las cuestiones meramente militares para adentrarse en los aspectos más básicos del gobierno y del Estado [21].

El texto legal fundamental de Bosnia es la Constitución, una de las partes (Anexo 4) de los Acuerdos de Paz. En ella se establece en su artículo primero que la -hasta entonces- República de Bosnia y Herzegovina pasa a llamarse sencillamente Bosnia y Herzegovina, sin calificación política alguna. Esta «descalificación»política del Estado es en extremo ilustrativa de hasta qué punto las partes entonces en conflicto forzaron la negociación en favor de sus intereses partisanos. Esos intereses obligaron a formar un «Estado»compuesto por una República (República Srpska, territorio de mayoría de población serbia, de identidad religiosa ortodoxa) y una Federación (Federación de Bosnia y Herzegovina, compartida mayoritariamente por bosniacos, de mayoría musulmana, y croatas, de mayoría católica), ambas denominadas «Entidades». Tanto la República como la Federación cuentan con instituciones propias: Presidencias, Consejos de Ministros, Parlamentos y Tribunales Constitucionales, pues una y otra tienen su Constitución diferente de la del Estado. Esta somera descripción [22] del complejísimo acuerdo de Dayton que puso fin a la guerra de Bosnia, que es todavía hoy una cuestión pendiente en cuanto a cómo garantizar la convivencia real de la población, pretende ilustrar el hecho de que el final de la guerra en Bosnia se debió más la imposición de un acuerdo desde fuera que al resultado de una negociación efectiva entre los grupos en conflicto. Como hemos indicado más arriba, el conflicto se tiñó de elementos identitarios, azuzados por los nacionalismos, entre los que el religioso adquirió un peso significativo; y enmarcado así el conflicto, la subjetivación de sus causas, a través de aspectos relacionados con las creencias íntimas de los pueblos, alejó la posibilidad de acercamiento, y finalmente de negociación. El propio negociador internacional que impulsó el acuerdo, el diplomático estadounidense Richard Holbrooke, se refirió al mismo más como un alto el fuego garantizado por la comunidad internacional que como un verdadero acuerdo de fin hostilidades que garantizara la paz. El título mismo del libro en el que Holbrooke relató el tortuoso camino de las negociaciones, «Para terminar una guerra», es por sí sólo significativo del carácter exclusivamente finalista del acuerdo; y abundando en esa idea, Holbrooke señala en relación con el acuerdo que «(…) los acuerdos y las disposiciones iniciados hoy aquí son un enorme paso adelante, el mayor desde que empezó la guerra. Pero ahora espera una tarea igualmente intimidante: su aplicación. En todas las páginas  de los muchos documentos y anexos complicados que se presentan aquí, hay desafíos para que ambas partes dejen a un lado sus enemistades, sus diferencias, que siguen estando en carne viva y con las heridas abiertas. Tenemos la paz sobre el papel. Nuestro próximo gran reto es hacer que funcione» [23].

Pero no quisiera dejar en el lector del presente estudio la impresión de que la implicación de elementos religiosos en los conflictos los hacen irresolubles. La tesis que mantengo a lo largo de estas líneas apunta a dos ideas que desde mi punto de vista son complementarias. Uno, que esos elementos religiosos en los conflictos (habitualmente la manipulación de las creencias para identificar enemigos de la fe,    y justificar la violencia) exacerba las posturas de los oponentes hasta convertirlas en absolutas y por ello, reduce o incluso excluye las posibilidades de transacción, dejando únicamente margen para una imposición de la paz desde fuera y la separación en territorios distintos de los grupos o comunidades enfrentadas. Y dos, si la religión  ha sido manipulada para movilizar voluntades a favor de la guerra, concluimos que la movilización activa de voluntades por las propias religiones puede contribuir con efectividad a la paz [24].

En esta lógica, es crucial en primera instancia romper el vínculo entre las religiones y la violencia, ruptura que sólo puede producirse desde el interior de esas religiones. El islam, suní o chií, como lo es el cristianismo o el judaísmo, es una religión de paz, y las interpretaciones del Corán que defienden la violencia deben ser ahogadas por las fatwas de reconocidos y prestigiosos líderes musulmanes, seglares o religiosos, que defienden su fe en conjunción con la paz. Se trata en definitiva de fortalecer el eco de las voces moderadas, en los centros religiosos, mezquitas e iglesias; en los centros educativos, escuelas y universidades; en los medios de comunicación, incluidos los medios tradicionales y las redes sociales; y desde las instancias gubernamentales. Se trata de extender el mensaje de las voces moderadas de la manera más amplia posible, con especial énfasis en la juventud.

Este enfoque se ampara en la idea de que los conflictos (ataques puntuales, amenazas más permanentes o incluso guerras) no pueden combatirse sólo militarmente, y requieren el combate en el terreno de las ideas, es decir, en el terreno religioso cuando esos conflictos tienen un componente religioso. La autoidentificación con el Islam de ciertos grupos terroristas exige que el combate de las ideas se haga utilizando esa fuente, el Islam. Por eso es tan importante empezar llamando a los grupos terroristas por nombres que no les identifiquen con el Islam, ni referirse a ellos como «grupos terroristas islámicos», o «extremistas islámicos» [25]. La vinculación del terrorismo, aún la meramente nominativa o formal, con el Islam, sólo sirve los intereses de los grupos terroristas. El efecto de desenmascarar a los grupos terroristas, denominándolos como tales, en lugar de ligarlos nominalmente al Islam, tiene el doble efecto de debilitar al propio grupo terrorista, por un lado, y por otro, fortalecer al Islam mayoritario, que contrapone su fe a la violencia y al extremismo.

Aun así, la verdadera batalla ideológica no es nominativa o formal, sino substantiva, se produce en el terreno de los conceptos y los objetivos, es decir, cómo puede el Islam favorecer la paz, ser agente de paz, tanto en el ámbito de la prevención [26] como en las fases de consolidación de la paz (peacebuilding). Son numerosas las iniciativas que responden a esta idea, tanto de actores privados como de gobiernos y de organizaciones internacionales como la Liga Árabe o la Organización para la Cooperación Islámica, a través de programas en materia de educación, salud, lucha contra el hambre y la pobreza, o intervención en operaciones para la consolidación de la paz.

Diplomacia religiosa intinerante (Shuttel religious diplomacy)

La historia de la diplomacia atribuye a Henry Kissinger, Secretario de Estado estadounidense entre 1973 y 1977, haber popularizado el término de diplomacia itinerante, y haber protagonizado su puesta en práctica con una diplomacia viajera que le llevaba a estar presente en los escenarios diplomáticos más calientes. Aunque en puridad el término se refiere al papel que pueden jugar los diplomáticos como puente entre dos partes que no se reúnen, o no lo hacen con asiduidad, y así mantener el pulso de las negociaciones, su uso conlleva aspectos que pueden ser aplicables a la relación entre diplomacia y religión en nuestro tiempo. Nos referimos en particular al contacto personal entre los interlocutores, y a hacerlo en foros o conferencias fuera de su contexto más cotidiano.

El desplazamiento de líderes religiosos locales o nacionales fuera de su área territorial de trabajo es inusual, y aún lo es más para encontrarse o reunirse con líderes de otras religiones. Enmarcada su realidad exclusivamente en lo local, o nacional, su intercambio de pareceres con representantes de otras religiones se limita a los que pueda tener en su esfera local o nacional. Pero no siempre esa realidad local o nacional ofrece diversidad suficiente –en algunos casos, no ofrece diversidad religiosa en absoluto-, y aún en los casos en los que la realidad local sea rica en diversidad religiosa, es importante propiciar el cambio de su perspectiva desde el punto de vista de la mayorías y minorías religiosas. Porque no es lo mismo abordar el diálogo interreligioso desde la representación de una mayoría social que profesa una determinada religión, que en representación de un grupo que no es mayoría social. La dinámica del diálogo, condicionada por ese factor social, está a menudo condicionada también por el hecho de que esa religión que representa una mayoría social cuenta con un respaldo mayor del gobierno, o a veces incluso protección legislativa. Desde esta perspectiva, si consideramos que el fin último del intercambio personal de pareceres es generar confianza, a través del «conocimiento del otro», podremos concluir que el aislamiento de los líderes religiosos en su realidad cotidiana, condicionada por los factores sociales, políticos o legislativos a los que me he referido, puede no ser siempre útil a esos efectos.

Se trata por tanto de romper la dinámica en el que se produce el trabajo diario   de los lideres religiosos, incluido su contexto político, para de esa manera asegurar que adquieren efectivamente otro punto de vista. Nos referíamos en primer lugar al juego de las mayorías/minorías. Sin duda, el punto de vista de un líder religioso de un país en el que su religión es la predominante será diferente cuando se enfrente a la realidad de su comunidad en otro país en el que su religión es minoría. Si además ese líder religioso intercambia pareceres con los representantes religiosos mayoritarios en ese país, y aboga por la defensa de los derechos de quienes no son mayoría, sus posiciones podrían ser en el futuro más receptivas hacia las reivindicaciones de las minorías religiosas de su propio país.

Como decíamos, esa dinámica cotidiana, a veces supone ciertos niveles de protección política y legislativa, habitualmente favorable al grupo religioso que ostenta la mayoría social. Es también importante alejar a los líderes religiosos de ese contexto a fin de que el intercambio de pareceres se produzca sin desventajas, con naturalidad y confianza.

Son todas ellas razones por las que abogamos por el fomento de una diplomacia religiosa viajera, que bien podría ser un área de confluencia entre religión y diplomacia (coincidencia, la llamábamos en apartados anteriores), para trabajar conjuntamente en favor de la paz y la estabilidad internacionales. Desde nuestro punto de vista, el intercambio de estudiantes entre escuelas de formación religiosa (seminarios, escuelas de Sharia), o la convocatoria de talleres, foros o conferencias internacionales –en las que a veces se negocian textos que deben ser consensuados entre los participantes -, que propician el intercambio de pareceres entre líderes religiosos, son complementos necesarios en los esfuerzos internacionales para prevenir conflictos, en la medida en que permiten el conocimiento del otro y facilitan la empatía al asumir roles diferentes a los que desempeñan habitualmente, y en definitiva generan confianza.

Diplomacia de segunda vía (Track Two)

La llamada Track Two diplomacy, o diplomacia de segunda vía, cobra su sentido como un complemento de la diplomacia oficial o tradicional. Así, a través de la diplomacia de segunda vía, actores de la sociedad civil que cuentan con el respeto  de las partes implicadas en el conflicto –o al menos con su neutralidad-, acercan posiciones de manera oficiosa para avanzar en la preparación de unas negociaciones que, antes o después, deberán formalizarse en acuerdos oficiales por los que las partes se comprometen de manera efectiva y oficial, entonces ya sí, con intervención de la diplomacia tradicional. No es ésta una definición académica; es una aproximación al concepto de diplomacia de segunda vía que pretende destacar dos elementos que nos parecen importantes a efectos del presente estudio.

El primero es que la diplomacia de segunda vía no sustituye sino que complementa la diplomacia tradicional, por lo que las conversaciones no necesariamente deben versar sobre las cuestiones objeto de negociación. Es esencial enfatizar este aspecto porque ello permite abordar el conflicto desde perspectivas no políticas que pueden generar confianza; en particular la participación de líderes religiosos en esta diplomacia de segunda vía a menudo se dirige a destacar las áreas de confluencia en las que la mayor parte de las religiones se encuentran, utilizando para ello valores compartidos como la compasión, la misericordia o el perdón. Albright se ha referido a este aspecto señalando que «en los conflictos, la reconciliación emerge como posible cuando los contrincantes empiezan a verse unos a otros como humanos, y comienzan a verse reflejados en sus enemigos», y añade que en ese cambio de perspectiva, la religión puede jugar un papel determinante, y cuando eso ocurre, «el acuerdo se vuelve factible porque las partes han humanizado el conflicto» [27].

Y el segundo aspecto del concepto de diplomacia de segunda vía que queríamos subrayar es que la diplomacia de segunda vía la conducen personas que por su reconocimiento por ambas partes (volvemos a la idea de influencia) pueden jugar un papel de facilitadores o mediadores en el conflicto, entre ellas los líderes religiosos   o representantes de organizaciones de base religiosa (conocidas en inglés por su acrónimo, FBO, Faith-Based Organisations). Si se trata de conflictos en los que se identifican causas religiosas, resultará difícil que las partes acepten líderes religiosos que se asocien con alguna de las religiones o facciones en liza; si se trata de un conflicto intra-rreligioso, la propia dinámica del conflicto determinará si la conducción de las conversaciones las pueden realizar personas de esa religión o de una tercera, o un grupo formado por ambos. En esta sede, podemos utilizar el caso de la República Centroafricana para ilustrar con un supuesto práctico la capacidad de actores religiosos para jugar un papel de facilitadores. La comunidad internacional es consciente de    la importancia de impulsar un acuerdo de carácter intra-religioso en el seno de la comunidad musulmana centroafricana, de tal forma que quede reforzado el liderazgo musulmán en la puesta en práctica de los acuerdos de consolidación de la paz y reconciliación del conocido como Foro de Bangui, que integraron el propio gobierno, representantes de la sociedad civil (profesionales independientes como jueces, médicos, maestros; asociaciones de mujeres, y de juventud), la plataforma de líderes religiosos, representantes de la comunidad internacional, representantes de los grupos militares Seleka y anti-Balaka, y representantes de la asamblea parlamentaria.

En mayo de 2015, los grupos armados rivales de República Centroafricana, Seleka y anti-Balaka, firmaron un Acuerdo de Paz mediante el que se comprometían al desarme de sus milicias, así como a comenzar un proceso judicial por los crímenes de guerra cometidos durante los dos años de conflicto en el país. El acuerdo tuvo lugar dentro del Foro de Bangui y contó con la firma de diez grupos armados junto al Ministerio de Defensa. El acuerdo dice que los combatientes de todos los grupos armados en la República Centroafricana, «se comprometen a disponer las armas y renunciar a la lucha armada como medio de hacer declaraciones políticas, así como de entrar en el proceso de Desarme, Desmovilización, Reinserción y Repatriación (DDRR)». Además se trataron otras cuestiones como el desarme de los niños soldados entre otros aspectos. Como  se observa, son todas ellas cuestiones de enorme relevancia para el proceso general de consolidación de la paz, que exige la plena participación de los distintos grupos que conforman el tejido social centroafricano. Y la comunidad musulmana, que representa aproximadamente un 15% del total de la población (la comunidad cristiana representa el 80% de la población; de ellos, 55% evangélicos, y 25% católicos), no puede quedar al margen. Detrás de la división de la comunidad musulmana se encuentra una diferencia respecto al concepto mismo de ciudadanía, en la medida en que parte de la comunidad musulmana procede de países vecinos, en particular de Sudán del Sur, sobre todo tras el establecimiento de un gobierno  autónomo  en 2005 y el reconocimiento formal de independencia en 2011. En los esfuerzos de acercamiento intra-Musulmán en la República Centroafricana intervienen sumando influencias –en un proceso que continua en la actualidad- instituciones de diversa naturaleza y adscripción religiosa, como es la Comunidad de Sant Egidio (no gubernamental, adscripción católica), la Organización para la Cooperación Islámica (intergubernamental, adscripción musulmana) y el Centro Internacional de Diálogo KAICIID (intergubernamental, multirreligioso).

Conclusión

La religión y la diplomacia son antiguos compañeros de viaje. La mutua imbricación entre una y otra se adentra de manera sustantiva en la historia, en áreas tan significativas como la justificación de la guerra, el establecimiento de la paz, la mediación internacional, cuestiones humanitarias o la cooperación al desarrollo, por mencionar sólo algunos ámbitos. Pero bien se puede afirmar que con el inicio del siglo XXI se vive una revitalización de la religión en los asuntos internacionales, propiciada por la manipulación de la religión por los violentos para justificar sus ataques.

Ello ha obligado al pronunciamiento explícito de los líderes religiosos para desvincular violencia y religión, y deslegitimar el terror desde cualquier invocación religiosa, y al mismo tiempo hacer un llamamiento a sus comunidades para la consecución del objetivo global de paz y seguridad. Es este un objetivo en el que diplomacia y religión coinciden, y en cuya realización deben ambas realidades colaborar.

Las áreas de colaboración abarcan todos los estadios del desarrollo del conflicto, desde la prevención hasta la resolución, consolidación y ulterior reconciliación. En todas ellas, diplomacia y religión pueden y deben trabajar salvaguardando sus realidades distintas, sin imposiciones o manipulaciones. Desde la diplomacia ello exige implicar a la religión desde el inicio del diseño de las iniciativas, lo que conlleva el efecto positivo de la validación (legitimación) de las mismas ante sus comunidades. El ejemplo de la puesta en práctica del acuerdo de paz con las FARC en Colombia nos ha servido para ilustrar este aspecto.

La religión puede igualmente servirse de los instrumentos diplomáticos (lo que hemos llamado «diplomacia religiosa itinerante») para diversificar el punto de vista de sus representantes a través de encuentros internacionales que les obligan a negociar pronunciamientos, y en última instancia les permite adoptar perspectivas fuera de su contexto más cotidiano, en el que se encuentran influidos por una marco político y legislativo local. Se trata de complementos necesarios en los esfuerzos internacionales para prevenir conflictos, en la medida en que favorecen el conocimiento del otro, y facilitan la empatía al asumir roles diferentes, y en definitiva generan confianza. Otro aspecto de la colaboración mutua es el papel que la religión puede desempeñar a través de la llamada «diplomacia de segunda vía», con iniciativas de mediación o facilitación, como complemento de la diplomacia tradicional. En este punto hemos utilizado un ejemplo real de necesidad de mediación en la República Centroafricana.

Cuando los conflictos se explican  por  motivaciones  religiosas,  se  exacerban  las posiciones, y se absolutizan, reduciendo o incluso excluyendo las posibilidades  de negociación. El margen para la diplomacia se achica, y es entonces cuando la movilización activa de voluntades por las propias religiones podría contribuir con efectividad a la paz. De no ser así, más que negociar, la diplomacia queda casi limitada a la imposición de un acuerdo de paz desde fuera, y la separación de los grupos en conflicto en territorios distintos. El ejemplo de la guerra de Bosnia nos ha servido para ilustrar este aspecto.

Queremos concluir subrayando el hecho de que el ámbito de colaboración verdaderamente efectivo entre la diplomacia y la religión, que puede proporcionar soluciones sostenibles en el medio y largo plazo, son las medidas en materia de prevención. A ellas nos hemos referido a lo largo del estudio, al mencionar la necesidad de desacreditar el concepto de violencia vinculado a la religión, utilizando para ello los poderoso instrumentos de las redes sociales y los foros internacionales para amplificar las voces de los moderados, o al referirnos a la importancia de fomentar los encuentros interreligiosos internacionales, o las iniciativas de diálogo interreligioso, o al enfatizar el indispensable papel de una educación fundamentada en la tolerancia y el respeto, en escuelas de educación regular, pero también en escuelas religiosas (seminarios, escuelas coránicas) en las que se imparte formación a los religiosos.

Álvaro Albacete Perea, en ieee.es/

Notas:

1   Vendulka Kubalkova (2009), A Turn to Religion in International Relations? Perspectives, Vol. 17 No 2 (2009), pp. 13-41, Institute of International Relations.

2   Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger (2008), «Entre Razón y Religión, Dialéctica de la secularización», FCE, Madrid.

3   Hent de Vries (1999), «Philosophy and the Turn to Religion», Johns Hopkins University Press.

4   Gilles Kepel (1994), «The Revenge of God: The Resurgence of Islam, Christianity, and Judaism in the Modern World». University Park: Pennsylvania State University Press.

5   Madeleine Albright (2006), «The Mighty and the Almighty: Reflections on America, God and World Affairs», pag. 73, New York Harpers.

6   Allen Keiswette and Bishop John Chane (2013), «Diplomacy and Religion: Seeking Common Interest and Engagement in a Dynamic Changing and Turbulent World», pag 5, The Brooking Project on US Relations with the Islamic World, US-Islamic World Forum Papers 2013, November 2013.

7   Hans Morgenthau (1948), «Politics Among Nations: The Struggle for Power and Peace», The Mc Graw Hill Companies.

8   Luis Weckmann, «Origen de las misiones diplomáticas permanentes», Secretaría de Educación Pública de México, pág. 271.

9   Pew Forum on Religion and Public Life, The Changing Global Religious Landscape. April 2017.

10    World Religion Database, International religious demographic statistics and sources (http:// www.worldreligiondatabase.org).

11    Jonathan Fox (2008), «A World Survey of Religion and the State», New York, NY.

12    Jonathan Fox and Nukhet A. Sandal (2010), «Toward Integrating Religion into International Relations Theory». Zeitschrift für Internationale Beziehungen, 17 Jahrg., H. 1, pp 149-159. Published by: Nomos Verlagsgesellschaft mbH.

13    Jonathan Fox and Nukhet A. Sandal (2010), Op. Cit.

14    Punto 5.1.3.1, Acuerdo Final.

15    Punto 4.1.3.5, Acuerdo Final.

16    Punto 2.2.4, Acuerdo Final.

17    Punto 3.4.2, Acuerdo Final.

18    Jonathan Fox (2007), «The Increasing Role of Religion in State Failure: 1960-2004», in Terrorism and Political Violence, 19:3, págs. 395-414.

19    Es pertinente leer la observación de Karen Armstrong (Campos de Sangre, 2014) sobre la constante aseveración de que la religión ha sido la causa de las principales guerras en la historia, al señalar que, al menos en nuestro tiempo, esa afirmación no se corresponde con la historia, pues «es obvio que las dos guerras mundiales no se produjeron como consecuencia de la religión». Y respecto al período premoderno, afirma que «Los sentimientos religiosos estaban presentes en las mentes de quienes combatían esas guerras; pero imaginar que la religión era distinguible de las cuestiones sociales, económicas y políticas resulta esencialmente anacrónico. El historiador John Bossy nos recuerda que antes de 1700 no existía un concepto de religión como algo separado de la sociedad y política. (…) esa distinción no tendría lugar hasta que los modernos filósofos y políticos separaran la Iglesia y el Estado»(pág. 278-279). Armstrong continúa en unas páginas más adelante: «Los primeros filósofos de la modernidad, como Hobbes, pidieron un Estado fuerte para reprimir la violencia en Europa, que, según creían, era inspirada únicamente por la religión. Sin embargo, la nación era evocada   para movilizar a todos los ciudadanos a la guerra y Fichte animaba a los alemanes a combatir el imperialismo francés por amor a la patria. El Estado se había ideado para contener la violencia, pero la nación se utilizó para desencadenarla» (pág. 317). Sobre esta cuestión, Armstrong se refiere a su vez al imprescindible libro de William T. Cavanaugh, The Myth of Religious Violence, Oxford 2009. 

20    David Chandler (2000), «Bosnia. Faking Democracy after Dayton», Pluto Press, págs. 43-44 y 51-52.

21    Carl Bildt (1996), «The important lessons of Bosnia», Financial Times, 3 de abril de 1996: «La mayoría de los anexos del Acuerdo de Dayton no se refieren a la conclusión de las hostilidades, que es tradicionalmente el ámbito de un acuerdo de paz, sino al proyecto político de la democratización de Bosnia, de la reconstrucción de su sociedad».

22    Álvaro Albacete (2007), «Reconstrucción institucional en Bosnia y Herzegovina: hacia una reforma constitucional», Revista de Derecho Político, núm. 67, 2006, págs. 259-294.

23    Richard Holbrooke, (1999), «To End a War», Random House Inc. N.Y., págs. 311-312. «Para acabar una guerra», Editorial Política Exterior, 1999, pág. 416.

24    Alvaro Albacete (2015), «Anotaciones sobre la religión en el contexto de seguridad africano», CESEDEN, Escuela de Altos Estudios de la Defensa, Ministerio de Defensa de España, Monografías 144, África, págs. 46-47.

25    Mathew Lee (2008), «Jihadist Booted from Government Lexicon», Associated Press, April 2008.

26    Todas las áreas mencionadas resultan esenciales pero el combate efectivo contra el terrorismo, en aras de soluciones que pervivan en el medio y largo plazo, requiere de medidas que se dirijan hacia la prevención. Y en este sentido el reto principal se encuentra en desacreditar el concepto de terrorismo o violencia vinculado al Islam mediante la educación, en escuelas o madrasas fundamentalmente, pero también en escuelas coránicas, en las que se imparte formación a los Imanes.

27    Madeleine Albright (2006), Op. cit.