V. Actuar conforme a la redención
Los creyentes no se encuentran ajenos a la realidad que les rodea, sino que, de igual modo que el Logos se encarnó en el mundo, y pasó por él con gestos y palabras, éstos también llevan a cabo acciones que se insertan dentro de una sociedad. Así, el Misterio, que se les ha revelado en relación amorosa como Padre, Hijo y Espíritu para darles a conocer su plan de salvación [381], sirve para ellos como modelo de actuación en sus vidas, de tal forma que, sintiendo la presencia vivificadora del Resucitado, den razón de su fe a través de su comportamiento ético.
Conscientes de que la realidad del pecado encuentra su lugar en el mundo, los miembros del Pueblo de Dios, sintiéndose tales por el bautismo, y regenerados continuamente por la gracia conferida por los sacramentos en la Iglesia [382], viven en comunidad (koinonia) para anunciar (martyria) y celebrar (leitourgia) la nueva vida en Cristo desde un servicio (diakonia) a la sociedad, que manifieste al mundo su condición de redimidos [383]. Por tanto, el cristiano, que se sabe justificado, es lanzado a la creación con el fin libre y responsable de mantenerla y cuidarla, para vivir en consonancia a la fe en el Evangelio y llevar al mundo el Reino de Dios proclamado por Jesús de Nazaret.
Por consiguiente, el creyente en Jesucristo como Salvador, sabiéndose hijo de Dios, creado a su imagen y semejanza (condición restaurada por la Redención de Cristo en la cruz) [384], basa su obrar en el modo de actuar salvífico de Jesús de Nazaret. Tal es así que la vida cristiana no puede verse desligada del comportamiento ético que ella comporta y que se orienta, sobre todo, a la salvación del hombre. Así pues, en virtud de su racionalidad, voluntad y conciencia, debe basar su vida en la consecución del bien y la verdad, que se plasman en la búsqueda de la justicia, la solidaridad y la paz en el mundo. De esta manera, el Amor de Dios, revelado plenamente en la Redención por la Cruz y manifestado totalmente en la Resurrección de Cristo, orienta toda su existencia de modo que sean testimonio alegre de una vida acorde a su condición de redimidos. Así, mediante ellos, están llamados a llevar al mundo la salvación definitiva del género humano prometida por Dios a todos los hombres para que gocen de la dignidad que Él les confiere.
V.I. La moral fundada en la redención
Partimos de la base de que el cristianismo no es una religión moral, sino que su fe consiste en aceptar a Jesús como revelación definitiva, como el Kyrios, el Cristo, para celebrarlo en la Iglesia mediante signos de fe y anunciar su Buena Nueva; sin embargo, le corresponde el compromiso ético en coherencia con esta fe que profesan, pues «la moral es la mediación práxica de la fe» [385]. Por este motivo, en la reflexión teológico-moral, podemos hablar de una teonomía participada, por la cual la razón y la voluntad humanas participan de la sabiduría y providencia de Dios. Con esto se afirma que la vida moral, que surge de la actitud obediente a Dios no puede ser heterónoma y extrínseca, sino que supone la participación de la razón y la voluntad humanas, de su libertad para asumir, por la fe, el mandato divino, de tal forma que tampoco puede considerarse autónoma como para autofundamentar la moral exclusivamente en la propia iniciativa del hombre [386].
No obstante, también se ha hablado de una autonomía teónoma [387], en la que Dios se comprende como la base y principio de la moral humana y sus valores. Es, por consiguiente, manifestación de la normativa divina con el hombre, que, de ningún modo, anula la autonomía del ser humano, sino que la hace posible y la fundamenta en la revelación de Dios en Cristo, quien, con su vida proexistente, en obediencia al Padre [388], orientó sus actos humanos hacia Él para anunciar el Reino [389] y cumplir con la voluntad salvífica de Dios por la redención en la cruz. No obstante, el problema de este paradigma reside en la disociación que se puede hacer entre la fe (lo trascendental) y el comportamiento propio moral (en sus formas concretas), no tanto por un exceso de razón, sino por un mal uso de ella. Por ello, en aras de prevenir dicha autosuficiencia, surge la ya mencionada teonomía participada [390]. Ésta afirma la existencia de una racionalidad y voluntad divinas que encuentran su fundamento en Dios, que el hombre adquiere por participación. Por consiguiente, la moral tendría su origen en Dios, quien nos da la capacidad de poder participar en su gobierno; no sería pues la razón humana la que origine la moralidad. Ahora bien, en virtud de esta participación, tampoco nos encontraríamos ante una heteronomía, contraria a la libertad y determinación humanas, que contradiría la propia lógica de la Encarnación redentora (cf. VS 41).
Por tanto, la moral cristiana está firmemente enraizada en el misterio de Dios y, concretamente, centrada en Cristo, pues el obrar moral del cristiano y su realización consisten en la fe y el seguimiento de Cristo [391], valor supremo y realización última de todas sus aspiraciones (cf. GS 21), para alcanzar nuestro ascenso a Dios [392]. Cristo es, entonces, referencia ineludible para la vida del creyente y su actuar responsable en el mundo como creatura justificada [393]; con esto, se pretende afirmar que la moral cristiana consiste, a su vez, en configurar radicalmente al fiel con Cristo en el misterio pascual de la muerte y resurrección (cf. VS 21). Hablamos, pues, de un cristocentrismo [394] que se expresa mediante la categoría de seguimiento y configuración, que hemos ido tratando en el conjunto de este trabajo [395], para hacer al cristiano totalmente partícipe de la comunión plena con Dios, de la Redención. Así, la adhesión a la persona del Verbo encarnado, en su vida y su destino, se convierte en el fundamento de toda moral cristiana, de tal forma que no se trata de una imitación, sino de transformación interior hacia Dios, como conversión en consonancia con toda la vivencia cristiana de la fe [396].
Así pues, a través de esta categoría del seguimiento [397], toda la comunidad creyente, como Iglesia, orienta su vida ética desde el anuncio del Reino de Dios [398], que Jesús realizó y culminó con su muerte redentora y su resurrección, el cual ya ha irrumpido y está en crecimiento (cf. Mc 4, 30-32) hasta su manifestación definitiva. Los cristianos, por su parte, están llamados a ser signos y testigos de estos valores del Reino [399] (valor absoluto de la persona humana, preferencia por los débiles, etc.), que se traducen en radicalidad (comunión de vida con Jesús) y la búsqueda de la perfección (orientada al bien absoluto).
En este sentido, es evidente que no se puede desvincular la moral cristiana de la fe, pues no tiene sentido que ésta no comporte decisiones éticas. Para el creyente, el sentido moral ha de nacer de una profunda experiencia religiosa que le conecta con el mundo para vivir en él coherentemente a la luz del Evangelio y la experiencia humana (cf. GS 46).
La Teología Moral es, al fin y al cabo, una reflexión sobre la libertad [400], en el comportamiento humano, es decir, en el desarrollo de los actos de las personas en este mundo. Por tanto, la libertad es una propiedad esencial humana [401], un don de Dios que se le ofrece (pues el hombre es libre), y que forma parte de su condición. Rahner [402] hablará de libertad ontológica por la que el hombre se hace a sí mismo, o sea, la propia existencia humana finita; y, por otra parte, también encontramos una libertad práctica (o moral), como un don que se tiene que realizar en una existencia, condicionada por el pecado, a través de la deliberación (el discernimiento), la decisión (el optar por algo) y la responsabilidad (como obligación moral de responder a estas decisiones) [403]. La Teología Moral se centraría, entonces, en esta última libertad a la luz del misterio de Dios, revelado en Jesucristo, que supone la historia de la salvación [404].
Por consiguiente, los actos morales requieren una libertad, con independencia de condicionantes externos, es decir, que no se encuentre predeterminada, si bien es verdad que podemos encontrar algunos tales como: la cultura, la historia, la educación, etc [405]. Ahora bien, a la hora de hablar de la libertad, no podemos dejar de lado la categoría de «opción fundamental» [406] como aquella que constituye la expresión de un modo de entender al ser humano (y la moral) y de concebir la base de todas sus decisiones morales. Se trata de la respuesta moral que el ser humano da al hecho mismo de existir [407], la postura que el individuo adopta ante su existencia en libertad. En términos cristianos [408], sería el interrogante personal al modo de vida en el seguimiento de Cristo para crecer según el plan que Dios tiene para cada uno, con el fin de alcanzar la felicidad. Por tanto, la aceptación de la llamada a vivir en comunión con Dios y asumir la redención de Cristo es ya, de por sí, una opción fundamental para la realización personal, que se lleva a cabo por la conversión.
La concreción de esta libertad basada en una opción fundamental se da en los actos que, por tanto, responden a unos valores morales y se desarrollan en situaciones y tiempos concretos por personas determinadas. De ahí la importancia concedida a las acciones y a su valoración, para la cual la tradición se ha servido de tres elementos [409]: objeto, o resultado concreto del acto (finis operis), que se traduce en la concreción última de una decisión); el fin, o la intención con la cual se lleva a cabo el acto (finis operantis) y las circunstancias, o mediaciones y contextos en los que se realizan.
En definitiva, la libertad como don de Dios constituye al hombre para que despliegue su existencia en el mundo y pueda manifestar su condición de imagen de Dios [410] (cf. GS 17), ya restaurada por la Redención. Por esta libertad, pues, se está llamado a vivir desde la responsabilidad y la coherencia a una opción fundamental fundada en la experiencia del infinito amor redentor de Dios, de tal forma que los actos que lleve a cabo estén orientados a la consecución del bien y sean, a su vez, signos y testigos de la redención por medio de su comportamiento moral.
Ahora bien, a la hora de orientar sus actos, el creyente cuenta con su conciencia, es decir, con la voz de Dios a través de la naturaleza del hombre [411], en cuanto creada por Él, a través de su racionalidad, que le confiere su dignidad. Por tanto, la conciencia acaba siendo un diálogo entre la persona y Dios, que atañe a la totalidad del individuo y le conduce a la redención de Cristo [412], pues el hombre es responsable de su propia salvación [413], en cuanto que de él depende aceptarla y obrar en consecuencia. De esta manera, se afirma que la conciencia es norma subjetiva de moralidad [414], pues obliga y compromete a la persona, siendo así que, en la obediencia a esa norma, el ser humano se juega su dignidad y por ella será juzgado (cf. GS 16), y, a su vez, se halla en el corazón del hombre, donde éste la descubre (cf. GS 16), pues Dios la ha depositado en su interior; así pues, es Palabra dada por Dios, revelación hecha al hombre para que éste la descubra y, por sus actos, llegue a la salvación y se consume en él la redención de Cristo.
Como ya hemos apuntado, el acto moral presupone la búsqueda del bien[415]. A este respecto, la conciencia es la norma de moralidad por donde pasan todas las valoraciones morales de las acciones humanas, sin que por ello se afirme su autonomía como para crear una moralidad propia [416]; se trata, al fin y al cabo, de una mediación entre el valor objetivo y la actuación de la persona, «que debe amar y practicar el bien, y que debe evitar el mal» (cf. GS 16). Por tanto, «la conciencia es el acto de inteligencia de la persona que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar, así, un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora» (VS 32).
Asimismo, la conciencia, por ser fundamento de la dignidad humana, debe ser formada y cuidada de acuerdo con esa dignidad [417], de manera que pueda perseguir el bien en el desempeño de su moralidad. No obstante, para que la actuación de la conciencia sea perfecta, debe obrar, en primer lugar, con rectitud, de manera coherente con esa voz de Dios que encuentra en su interior; en segundo, con verdad, persiguiendo y adecuándose en su comportamiento a la verdad objetiva, la cual debe buscar para actuar en consecuencia; y tercero, con certeza, y no de manera dudosa [418].
Así pues, como ya hemos mencionado, será mediante el discernimiento que la conciencia encuentra su modo de obrar conforme a la voluntad de Dios, la cual debe esforzarse en buscar. Así, conformará su actuar en el mundo, en conciencia, con el plan salvífico de Dios y su comportamiento, con la acción redentora de Cristo. De esta manera, el ser humano, en la búsqueda constante del bien para dirigir sus actos hacia este fin, llevará una vida en consonancia a su aceptación libre de la Redención y salvación ofrecidas por el Padre en Cristo, que, por el Espíritu Santo, le llevará a la comunión con Dios y a obrar en consecuencia.
Ahora bien, en el modo de actuar de las personas, éstas, por la propia condición pecadora del hombre, no siempre se orientan responsablemente hacia este bien al que están llamados, sino que obran el mal, es decir, pecan [419]. A la hora de hablar de pecado, pues, no podemos reducirlo a una realidad meramente subjetiva, en la que sólo interviene el individuo y su conciencia, sino que éste tiene también una dimensión objetiva, que afecta al ser humano en todas sus relaciones. El pecado es «una co-determinación de la propia libertad finita por la culpa ajena» [420]; en este sentido hablamos de pecado estructural [421], es decir, en la presencia del mal en estructuras que conforman el mundo y la sociedad. Así pues, podemos hablar tanto de pecado personal, como colectivo (mysterion iniquitatis) [422].
No obstante, el pecado, aun siendo tema central de la fe [423], no tiene la última palabra, sino que donde éste abunda, sobreabunda la gracia (Rm 5, 20) [424], el amor de un Dios revelado a los hombres como un Padre misericordioso, un Hijo Redentor y un Espíritu transformador. Por su entrega redentora en la cruz, Jesucristo, asumiendo por su encarnación la condición humana, carga con todo el pecado de los hombres, lo vence por su resurrección, y trae a los hombres la justificación para que vivan en comunidad, en medio del mundo, la salvación prometida por Dios y lleguen a la comunión con Él, como el culmen de su plenitud y del don amoroso de Dios (mysterion pietatis) [425].
Cuando hablamos de pecado, la reflexión teológica, a lo largo de la historia, ha distinguido entre pecados mortales (o graves), y veniales (o leves) [426], dependiendo de si tratan de describir su gravedad moral o los efectos de éstos en el hombre [427]. Los primeros se consideran como aquellos que destruyen la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios, rompiendo la comunión con Él y causando un distanciamiento con la fuente del amor (cf. CEC 1855); los segundos, por su parte, serían aquellos que, sin romper la alianza con Dios, debilitan la caridad impidiendo el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes (cf. CEC 1863).
Afirmamos con Bernard Häring que «ni la encarnación, ni las obras, ni la pasión ni la glorificación de Cristo pueden comprenderse sino relacionadas con el pecado» [428]. Por tanto, en el centro de toda esta reflexión moral debe situarse la redentora misericordia de Dios, pues, mientras el pecador no se halle firmemente con la intención de rechazar manifiestamente a Dios, y mientras mantenga abierta la opción al arrepentimiento, conversión y reconciliación, siempre le será posible acoger la oferta redentora y salvífica de Cristo [429]. Es por ello por lo que la denuncia que la Iglesia hace del pecado es en virtud de su dimensión profética de dar a conocer al hombre la plenitud a la que están llamados en Cristo (cf. 2P 3, 11-15). Por consiguiente, más que centrarse en disquisiciones y precisiones terminológicas, se ha de poner el foco, con benignidad pastoral, en lo fundamental del mensaje cristiano y su Buena Noticia: el perdón de los pecados por la redención en Cristo [430], como la salvación ofrecida misericordiosamente de un Dios que «no quiere la muerte del pecador, sino que éste se convierta y viva» (Ez 33, 11).
V.II. La moral protectora de una vida redimida
Los actos humanos, en cuanto tal, afectan a la propia persona y a su vida en sus múltiples dimensiones: personales y sociales. La moral cristiana, por su enraizamiento en el amor divino para conformarse con él, pretende ser reflejo de la voluntad de Dios para que las personas lleguen a la plenitud de su filiación divina y gocen de una existencia redimida. Así pues, para tal fin, irá encaminada a proteger los valores evangélicos y la dignidad de la persona en todo lo referente a las relaciones interpersonales, la sexualidad de la persona, la generación de la vida, etc., siempre desde la clave de la misericordia y la benignidad pastoral.
El matrimonio es uno de estos valores a los que la Iglesia concede especial importancia como uno de los medios de realización humana en el amor de Cristo [431]. A la hora de definirlo, si bien a lo largo de la historia ha tenido modos diferentes de concebirse en su esencia y finalidad, actualmente se le considera como «comunidad conyugal de vida y amor» (GS 48), es decir, es un acto humano por el cual dos personas, varón y mujer, entregan su vida el uno al otro para siempre, de un modo indisoluble, fiel y estable, en alianza perpetua que manifiesta el deseo de Dios con su pueblo [432], en términos de amor y compromiso, como se puede constatar en la literatura profética (Oseas, Jeremías…) o sapiencial (Cantar de los Cantares), así como a lo largo del Nuevo Testamento (especialmente en el epistolario paulino) poniendo en relación a la Iglesia como esposa de Cristo [433]. Así pues, se trata de una realidad humana, no creada por la Iglesia, pero sí asumida por ella como una dimensión sacramental (ratificada por Trento, DH 1801) [434], que refleja, en unión íntima, la perfección de Dios que posibilita la realización del amor humano para alcanzar el ser imagen de Dios [435].
Complementando lo afirmado en el capítulo anterior, con el matrimonio nos situamos en un lugar primordial para experimentar la gracia, pues abre al ser humano a la presencia del amor de Dios [436]. Los cónyuges hacen ofrenda recíproca de su vida en el amor de Dios en Cristo (cf. 1Co 7, 39), de tal forma que, del mismo modo en que Cristo se entregó en vida y en la cruz amorosamente por todos, por la Iglesia, así el hombre y la mujer también son signos de este amor redentor para el mundo (cf. Ef 5, 25-33) [437].
El matrimonio, al ser en su base una realidad antropológica, no puede desligarse de la sexualidad inherente a la persona [438], que se encuentra en íntima conexión con el amor (cf. GS 49-51), pues «la dimensión sexual es necesaria en el matrimonio» [439]. De esta manera el amor conyugal se plasma en actos morales concretos como son: la intimidad conyugal, la generación de vida, la educación de los hijos… que deben llevarse a cabo con libertad, responsabilidad y conciencia. Así pues, para salvaguardar la rectitud ética de la vida matrimonial, es necesario que ésta sea siempre expresión del amor, un amor plenamente humano, fiel y exclusivo que sea capaz de generar vida (cf. HV 9). Es decir, la sexualidad se trata de un don que, además de llevar consigo una posibilidad procreativa y fecunda, también es un canal de comunicación interpersonal, como entrega del propio cuerpo a modo de ofrenda de la persona en su totalidad en amor pleno [440], a ejemplo de la entrega redentora de Cristo en la cruz. De tal forma que, igual que por el amor del Padre fuimos liberados del pecado por los méritos de la redención del Hijo, e introducidos en una vida nueva por el Espíritu, así el amor conyugal también está llamado a liberar a la otra persona del mal de este mundo por el amor en Cristo [441] hasta la muerte, pues «el matrimonio es un modo de realizar la existencia personal y de cumplir la vocación dentro de la Historia de la Salvación» [442].
El ser humano, en virtud de su condición creatural y del mandato divino a él encomendado (cf. Gn 9, 7), es el responsable de generar vida en este mundo y de respetarla como don excelso de Dios [443]. Por tanto, cualquiera que atente contra ella, ofende al Creador (cf. Gn 4, 13-15; Dt 5, 6-21; Ex 20, 13…), pues el hombre, cumbre de la creación, imagen y semejanza de Dios, es sagrado (cf. Donum Vitae 53). La propia Escritura [444] da testimonio de la voluntad de Dios de respetar la vida como don y bendición (cf. Gn 1, 28; Gn 9, 1), como parte de su proyecto para el hombre (cf. Jos 3, 10; Sal 42, 3; Pr 2, 19…). No obstante, como pone de manifiesto el Nuevo Testamento, la vida no es un valor absoluto, sino que debe ser puesta al servicio del Reino [445], como hiciera Jesús con su propia muerte y resurrección. En definitiva, el valor de la vida es innegable, pero no debe considerarse un fin último de la existencia humana, sino que se debe descubrir, a la luz de los valores evangélicos, que ésta sólo tiene sentido si se entrega [446] (cf. Jn 15, 13), pues sólo así podrá vivirse con plenitud desde la redención. Por consiguiente, es tarea del ser humano, iluminado por la fe, defender y proteger responsablemente la propia vida, con sus propios actos, así como la del resto de las personas, especialmente la de las más débiles y vulnerables [447] (cf. Mt 25, 40-44), dada la dignidad de la que toda persona está revestida (cf. Sal 8, 6).
La Iglesia, desde siempre, ha sido protectora y garante de la vida humana; por ello, se manifiesta en contra de todo comportamiento que pueda acabar con ella (guerras, condenas, abortos, eutanasia, suicidio…), pues no compete al hombre acabar con aquello que pertenece a Dios [448], sino orientar su vida al bien. Desde el misterio de Cristo, vemos cómo su muerte y resurrección trajeron al hombre la redención, es decir, una vida nueva para acogerla, defenderla y vivirla desde el amor pleno, una vida redimida, vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Asimismo, la Iglesia es madre preocupada que conoce las fallas de sus hijos; por este motivo, ante la diversidad de situaciones que pueden darse por los actos de atentado a este don de Dios, ésta debe siempre mostrarse acogedora, comprensiva y acompañante ante las situaciones de dolor [449], especialmente si el creyente muestra signos de arrepentimiento y voluntad de conversión. Es aquí cuando la condena no tiene cabida, sino sólo el amor misericordioso de Dios. Es aquí cuando cobra sentido la redención de Cristo a todos los hombres y mujeres.
Así pues, los actos humanos no sólo se encuentran orientados a los actos del propio individuo (desde la clave de una moral y el pecado personal), sino que también estos repercuten en una dinámica colectiva (desde un moral social y el pecado estructural). Es decir, la consecución del bien no sólo conlleva una responsabilidad para la existencia del sujeto, sino que éste, en cuanto que se desarrolla en comunidad, debe perseguir libremente y en conciencia, a partir de su comportamiento subjetivo, el bien colectivo en el mundo. En este ámbito destacan, de manera preponderante, la búsqueda de la paz y la justicia social como valores inherentes al Reino predicado por Jesús de Nazaret, que hallan su plenitud efectiva en la redención de Cristo como consecuencia de la liberación del pecado que afecta, no sólo, pues, a cada hombre, sino a toda la sociedad.
Cuando hablamos de paz, desde una perspectiva católica, no nos referimos únicamente a la ausencia de conflicto y violencia, sino al estado de plenitud de las personas en todas sus dimensiones. Esta noción hunde sus raíces en el concepto hebreo de Shalom [450], la cual Jesús, en su predicación del Reino y pasión, hace suyo (cf. Mt 5, 9; Lc 10, 5) [451] y, con su resurrección confirma como el estado al que están llamados a participar los redimidos (cf. Jn 20, 19-31), y que deben difundir por el mundo: χάρις καὶ εἰρενή ἀπο τοῦ Θεοῦ (cf. 1Co 1, 3; Ga 1, 3; Ef 1, 2; Col 1, 2, etc.).
Por tanto, ya desde las primeras comunidades, los cristianos viven el amor, presente en la propia vida y las relaciones interpersonales, como criterio articulador de su experiencia de fe en el Resucitado, para la no violencia (llegando incluso al martirio por ella), y la búsqueda de esa paz, siguiendo fielmente el ejemplo de Jesucristo. Así pues, la promoción de la paz es parte de la misión de la Iglesia en su proclamación de la Buena Noticia del Reino [452], oponiéndose a todo comportamiento humano cuyos actos puedan ponerla en peligro (guerras – justas o injustas –, dominación política, intereses económicos…) [453]. La paz se entiende, entonces, como algo más allá de la ausencia de violencia, como una aspiración de la humanidad que se relaciona con el proyecto salvífico de Dios y su justicia [454].
El concepto de paz en la Iglesia se ha convertido en un tema de central importancia [455] como la meta moral que trae consigo la justicia social, la búsqueda del bien común y los derechos y deberes de la persona (Populorum Progressio 87, Caritas in Veritate 7, etc.), para la planificación de todas las aspiraciones de los hombres. La paz, desde la teología de la encarnación y de la imagen y semejanza con Dios [456] de todos los hombres, debe ser consecuencia de la fraternidad de los seres humanos dada su filiación con Cristo [457]; por eso, la Iglesia condena cualquier obrar que ponga en peligro la paz social, exhortando siempre al recurso del diálogo y la comunicación interhumana [458]. Para tal fin, la Iglesia no se desdice de los aportes de la sociedad en materia de desarrollo (cf. GS 64-66; PP 87), Derechos (y deberes) Humanos (PIT 9-34), o la justicia social (CIV 1), sino que la apoya y fomenta para buscar juntamente con el mundo la paz que sólo el Redentor puede darnos (cf. Jn 14, 27), pues «la paz es el rostro social de la Caridad» [459], de modo que «la paz y la reconciliación son el corazón y la mejor expresión de la redención» [460].
En la reflexión sobre la justicia, partimos de la base de que el ser humano realiza su existencia en un mundo donde, por sus actos, la injusticia y desigualdad encuentran su lugar en medio de las realidades interpersonales. Ahora bien, a la hora de definir la justicia, es preciso atender a las diferentes categorías tradicionales que se han tenido de ella [461]: por una parte, la justicia conmutativa procura la igualdad entre las personas en virtud de su común dignidad; por otra, la justicia distributiva intenta garantizar el derecho participativo de todas las personas en los bienes públicos de la sociedad para preservar dicha dignidad; por último, la justicia contributiva (o legal) busca demandar a cada hombre aquello que se requiere para el bien común de todos (cf. Divini Redemptoris 51).
No obstante, para la moral católica, la justicia no simplemente guarda un cariz económico, legal o político, sino que en el trasfondo de su reflexión encuentra un componente teológico importante [462]: el amor de Dios, es decir, los hombres deben, con sus actos, responder con justicia a un Dios que es fiel y justo en cuanto viven la fraternidad que le comporta la adhesión a este Dios y su Alianza. Jesucristo predica, con el Reino [463], una vida nueva, redimida, basada en el perdón y la misericordia a partir de la obediencia a Dios (cf. Mt 6,33) [464]. Así pues, la justicia, en su predilección por los pobres [465], supone al mismo tiempo esta dimensión política y económica en favor de ellos y en pos de su igualdad, a la vez que apuesta por la restitución de la dignidad humana a la luz de la justificación por la Redención en Cristo.
La Iglesia, por tanto, en conformidad con el Evangelio, ha velado siempre por la justicia en todas estas dimensiones [466], aunque no lo haga de una manera explícita hasta la publicación de Rerum Novarum en 1891, con el consecuente desarrollo doctrinal social que desembocará en las afirmaciones del CVII sobre el desarrollo integral de los pueblos y sus individuos (cf. GS 64), el bien común en vistas a la perfección de los hombres en dignidad (cf. GS 26), denunciando las desigualdades económicas y sociales de la humanidad (cf. GS 29).
Con ello, en un contexto de creciente malestar, especialmente en la clase trabajadora por la revolución industrial, surge la noción de “justicia social” (en el que se incluirían las concepciones tradicionales ya mencionadas), con el fin de reivindicar el derecho de cada persona a tener lo necesario para gozar de una existencia digna (cf. Quadragesimo Anno). Nos hallamos, pues, ante una exhortación al derecho a tener un desarrollo integral, solidario y transcendente (no meramente personal), en interdependencia con el mundo (cf. Populorum Progressio 14 y 43), de tal forma que la Iglesia, asumiendo y fomentando los Derechos Humanos (cf. Pacem in Terris 143-144), adopta la misión de la promoción social. Ésta es inherente al anuncio del Reino y hace de la justicia social parte central de la predicación del Evangelio (cf. Evangelii Nuntiandi 29), y anticipo del destino escatológico al que Dios llama a la humanidad, pues «el plan de Dios es la redención del género humano y su liberación de toda opresión» (Sínodo de los obispos de 1971).
Por consiguiente, podemos afirmar con la Comisión Teológica Internacional [467], que el ser humano, y en especial los cristianos, estamos llamados a organizar este mundo y la sociedad de modo que las condiciones de vida humana se vean mejoradas en todos los niveles. Así, se nos invita a aumentar la aumentar la felicidad de los individuos, promover la justicia y la paz entre todos, y favorecer el amor que no excluya a nadie sobre la faz de la tierra.
Carlos Diego Gutiérrez, repositorio.comillas.edu
Notas:
381 Vid. Capítulo I y II, pág. 6-38.
382 Vid. Capítulo IV, pág. 58-69.
383 Cf. Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, 450.
384 Vid. Capítulo III, pág. 40-55.
385 Marciano Vidal, Nueva moral fundamental. El hogar teológico de la Ética (Bilbao: Desclée de Brower, 2000), 245.
386 Julio Luis Martínez y José Manuel Caamaño, Moral fundamental. Bases teológicas del discernimiento ético (Santander: Sal Terrae, 2014), 274-282.
387 Cf. Marciano Vidal, Moral fundamental. Moral de actitudes I, 254-257.
388 Vid. Capítulo II, pág. 31-32.
389 Cf. José Román Flecha Andrés, Moral Fundamental (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1997), 94-95.
390 Martínez y José Manuel Caamaño, 322-323
391 Cf. Bernard Häring, La ley de Cristo I (Barcelona: Herder, 1961), 97-100.
392 Martínez y José Manuel Caamaño, 39.
393 Cf. Häring, La ley de Cristo I, 83‐84.
394 Cf. Vidal, Nueva moral fundamental. El hogar teológico de la Ética, 126-131.
395 Vid. Capítulo III y VI, pág. 44-46 y 87-88, respectivamente.
396 Cf. Dionigi Tettamanzi, “Religión y existencia ética cristiana”, en Diccionario enciclopédico de Teología moral, ed. Leandro Rossi y Ambrogio Valsecchi (Madrid: Ediciones Paulinas, 1986), 935-936.
397 Cf. Häring, La ley de Cristo I, 99.
398 Sobre el Reino de Dios, vid. Capítulo II, pág. 21 y ss.
399 Cf. Vidal, Nueva moral fundamental. El hogar teológico de la Ética, 145-147.
400 Sobre la libertad humana, y la asunción de la gracia, vid. Capítulo III, pág. 51-55.
401 Cf. Vidal, Moral de actitudes I. Moral fundamental, 362-364.
402 Cf. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 121.
403 Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 378-381.
404 Cf. Vidal, Moral de actitudes I. Moral fundamental, 365-366.
405 Cf. Íbid., 367-372.
406 Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 399-403.
407 Cf. Ibíd., 392.
408 Cf. Flecha Andrés, Moral Fundamental, 211-212.
409 Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 404-407.
410 Cf. Häring, La ley de Cristo I, 168-169.
411 Cf. Ibíd., 196-197.
412 Cf. Vidal, Moral de actitudes I. Moral fundamental, 520-522.
413 Cf. Häring, La ley de Cristo I, 95.
414 Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 455.
415 Cf. Rahner, 117.
416 Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 419-420.
417 Cf. Häring, La ley de Cristo I, 200-202.
418 Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 455‐456.
419 Sobre la condición pecadora del hombre, vid. Capítulo III, pág. 46-51.
420 Cf. Rahner, 144-145.
421 Cf. Vidal, Moral de actitudes I, 709-712.
422 Cf. Juan Pablo II, Reconciliación y penitencia, (Madrid: Edibesa, 1999), 48-50.
423 Cf. Rahner, 117.
424 Vid. Capítulo III, pág. 51-55.
425 Cf. Juan Pablo II, Reconciliación y penitencia, 73-74.
426 Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 486-490.
427 Cf. Vidal, Moral de actitudes I, 722.
428 Häring, La ley de Cristo I, 369.
429 Cf. Flecha Andrés, Moral fundamental, 310.
430 Cf. Häring, La ley de Cristo I, 371.
431 Cf. Bernard Häring, La ley de Cristo II (Barcelona: Herder, 1961), 296-297.
432 Cf. Juan Pablo II, Familiaris Consortio (Madrid: Ediciones Paulinas, 1981), 23-24.
433 Cf. Antonio Hortelano, Problemas actuales de moral II, la violencia, el amor y la sexualidad (Salamanca: Sígueme: 1982), 419-451.
434 Sobre el sacramento del matrimonio, vid. Capítulo IV, pág. 69-70.
435 Cf. Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 21-23.
436 Cf. Rahner, 481-482.
437 Cf. Comisión teológica internacional, “Doctrina católica sobre el matrimonio” en Documentos 1969- 2014 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2017), 94-95.
438 Cf. José Ramón Flecha, Moral de la persona (Madrid: Biblioteca de autores cristianos, 2002), 34-37.
439 Cf. Hortelano, 486.
440 Cf. Juan Pablo II, Familiaris consortio, 21-23.
441 Cf. Walter Kasper, La misericordia, clave del Evangelio y de la vida cristiana (Santander: Sal Terrae, 2013), 198.
442 Cf. Marciano Vidal, Moral de actitudes II, moral del amor y la sexualidad (Madrid: Perpetuo Socorro, 1991), 389.
443 Cf. Flecha, Moral de la persona, 264.
444 Cf. Flecha, Moral de la persona, 174-176.
445 Cf. Häring, La ley de Cristo II, 208.
446 Cf. Ibíd., 213.
447 Cf. Häring, La ley de Cristo II, 208
448 Cf. Javier Gafo, Bioética teológica (Madrid: Desclée de Brouwer, 2003), 101-108.
449 Cf. Flecha, Moral de la persona, 264.
450 Cf. Luis González‐Carvajal, Entre la utopía y la realidad (Santander: Sal Terrae, 1998), 348-350.
451 Cf. Elisabeth A. Johnson, La cristología, hoy. Olas de renovación en el acceso a Jesús (Santander: Sal Terrae, 2003), 50ss.
452 Sobre la Iglesia, signo e instrumento de la Redención, vid. Capítulo IV, pág. 63-65.
453 Cf. Marciano Vidal, Moral de Actitudes III (Madrid: Perpetuo Socorro, 1991), 794.
454 Cf. Juan XXIII, Pacem in Terris (Madrid: Editorial Apostolado de la Prensa, 1971), 15-17.
455 Cf. Alfonso Cuadrón, Manual de la Doctrina Social de la Iglesia (Madrid: BAC, 1993), 791-813.
456 Cf. José Manuel Aparicio, “Epistemología de la doctrina social de la Iglesia”, en Pensamiento Social Cristiano, ed. José Manuel Caamaño, (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2015), 25.
457 Cf. Julio Luis Martínez, Libertad religiosa y dignidad humana (Madrid: San Pablo, 2009), 215.
458 Cf. González-Carvajal, 370‐383.
459 Vidal, Moral de Actitudes III, 814.
460 Cf. Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, 428.
461 Cf. Ibíd., 110
462 Cf. Häring, La ley de Cristo I, 554-555.
463 Cf. Vidal, Moral de Actitudes III, 828.
464 Cf. Häring, La ley de Cristo I, 555.
465 Cf. Vidal, Moral de Actitudes III,133-139.
466 Cf. Ibíd., 115.
467 Cf. Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, 408 y 428.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
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Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
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