VI. Hacia la plenitud de la redención
El cristiano orienta toda su existencia a la plena comunión con Dios, pues éste es, al fin y al cabo, el objeto de la Redención de Cristo. El hombre, mediante sus actos, orienta su vida, en libertad y conciencia, hacia Dios, el Creador, para conformarse con el Hijo y vivir en el Espíritu Santo [468]; esta tendencia hacia Dios sólo puede ser llevada a cabo, por su gracia, a través de la fe, la esperanza y la caridad. Es decir, las virtudes teologales impulsan dinámicamente la vida cristiana hacia el Misterio último y definitivo que se ha revelado gratuitamente, por amor, a los hombres como Padre, concretamente en la entrega de Jesucristo en la cruz, y en el Espíritu que habita en el corazón del mundo. El cristiano, consciente de su ser creatural, finito y limitado, y de su condición pecadora [469], responde agradecidamente a esta gracia redentora de Dios. Por consiguiente, el conjunto de los creyentes en Cristo, como Iglesia que participa en los sacramentos, experimentan a Dios en comunicación con el ser humano, y basan su existencia en corresponder a su amor extremo con amor, confiando en Él como apoyo y guía, en espera anhelante de la comunión plena con Él.
Esta fe, esperanza y amor llevan al hombre a encontrar el sentido último de la historia de la salvación en la consumación de su vida y de toda la creación, de tal forma que, en el horizonte de su existencia, atisba el fin último de las promesas de Dios al mundo. Así pues, desde las virtudes teologales, el creyente observa el Reino de Dios, presente ya en su propia historia, tendiente hacia su plena instauración definitiva. Por este motivo, hablar de un futuro transcendente conecta al cristiano con su existencia actual y lo compromete a una vida correspondiente. Cristo, pues, anunciador del Reino de amor del Padre [470], es el fundamento de la existencia virtuosa de todo cristiano, quien halla en Él el cumplimiento de las promesas por su misterio pascual. De esta manera, la fe en la resurrección de Jesús de Nazaret sitúa al cristiano en la esperanza de estar participando en esta redención amorosa, ya presente y actuante, que alcanzará su ultimidad en la venida del Hijo de Dios para conducir a aquellos que acepten libremente la salvación definitiva de Dios hacia la consumación de su existencia. Por consiguiente, el ser humano, redimido, o sea, receptor de la redención, el perdón de los pecados por Cristo en la cruz (cf. Ef 1, 7), aguarda la plenificación de su redención, es decir: la comunión definitiva con Dios.
VI.I. Fe, Esperanza y Caridad por y hacia la redención
Fe, esperanza y caridad, las llamadas virtudes teologales, orientan la vida del cristiano y la conducen, hacia el fin de la salvación y toda existencia cristiana: la comunión con Dios. Gracias a la redención de Cristo en la cruz, la gracia de Dios se ha manifestado plenamente y derramado incondicionalmente sobre la humanidad para, por ella, llevar a plenitud a los hombres.
Comenzamos afirmando que, si bien fe, esperanza y caridad es una fórmula de creación propiamente cristiana que Pablo hace suya como fruto de su reflexión madurada sobre la vivencia de la existencia cristiana, sus fundamentos se sitúan en los testimonios bíblicos. Así pues, por una parte, podría hablarse de un desarrollo discontinuo de esta terna con respecto al Antiguo Testamento, afirmando a su vez, por otra, cierta continuidad con él, dado que se pueden vislumbrar ciertas raíces veterotestamentarias en su concepción, que servirán de base para comprender cada uno de los tres elementos del ternario para el Nuevo Testamento y la vida cristiana. Por consiguiente, es cierto que no encontramos en el Antiguo Testamento semejantes conceptos abstractos que hablen de ellos de manera tan explícita y taxativa. No obstante, sí podemos constatar el uso de verbos y expresiones que dan cuenta de las acciones de creer, esperar y amar [471].
En primer lugar, nos encontramos el verbo אמן como el término más relevante a la hora de hablar sobre la fe, el cual alude a la estabilidad sólida y a la seguridad resistente, que surgen de la entrega y abandono confiado a alguien (en este caso a Yahveh). Sus formas verbales más habituales (niphal y hiphil) expresan, respectivamente, la fidelidad firme en el cumplimiento de la Alianza, manifestada en la elección de Dios y en el consentimiento del Pueblo, así como en la entrega del don de Dios y la confianza de Israel. Por tanto, la fe veterotestamentaria supone una confianza segura, una relación totalizante y exclusiva en el reconocimiento de la absoluta trascendencia de Yahveh, siendo así que la fe se concibe como un don que no se puede poseer, sino acoger libremente, que conlleva el consentimiento, el disentimiento y el reconocimiento hacia Dios que ha liberado y redimido a Israel, de forma que el creyente responde con confianza a esta acción salvífica, se apropia de ella, se ve transformado y se inclina hacia la Promesa de Dios [472].
En segundo lugar, la esperanza en el Antiguo Testamento se halla en dependencia con la fe, pues se trata de la espera confiada, una vuelta hacia la fidelidad en la fuerza salvífica de Yahveh y sus promesas. Los términos más usados (קוה y בטח) ofrecen la visión anhelante de un pueblo que sabe que Dios es su esperanza (cf. Sal 130). Progresivamente, la esperanza va ensanchando el deseo de Israel más allá de la tierra y la descendencia, abriéndose a Dios como su futuro, quien les otorga fortaleza y acompañamiento para seguir caminando pacientemente en este mundo hacia la salvación prometida.
Por último, la caridad veterotestamentaria es la clave para entender la historia salvífica y la acción redentora de Dios en favor de su pueblo: Dios ha salvado a Israel por amor, no por méritos, y eso les hace sabedores de una relación de amor exclusiva con Yahveh. Por tanto, el pueblo debe responder a esta alianza de amor con Dios mediante el cumplimiento de la ley, que posibilita al hombre la comunión con Dios, experimentando en ella su amor como origen de sus exigencias (cf. Dt 6, 4-9). Así pues, la salvación de Dios, y, por consiguiente, la posterior redención de Cristo en la cruz, se fundamenta en el amor gratuito e incondicional de Dios (חסד).
Por su parte, en el Nuevo Testamento [473] encontramos una continuidad con todo lo anterior, a la vez que una novedad radical expresada desde el acontecimiento pascual y redentor de Cristo. De este modo, la existencia cristiana cobra un nuevo sentido desde la fe, la esperanza y la caridad como respuesta vital del ser humano a la acción salvífica de Dios, cuyo centro y culmen es Jesús de Nazaret, Hijo de Dios muerto y resucitado para la redención del hombre. La fe como entrega confiada a Dios es ahora un creer en su enviado, como condición necesaria para creer en Dios (cf. Jn 12, 44). A su vez, Cristo se manifiesta como la revelación del Dios de la esperanza, aquel que da a conocer al hombre el horizonte de futuro de su existencia [474]. El amor cristiano se vivirá desde la entrega y el servicio radical, a imitación de Jesús de Nazaret que mostró a los hombres el modo de amar de Dios, siendo el amor trinitario el modelo de amor fraternal para la humanidad.
Queda claro, pues, que la terna fe-esperanza-caridad es condición necesaria en la comunidad cristiana para vivir una vida de redimidos, infundidas por Dios y acogidas por el hombre [475]. Sin embargo, son pocos los testimonios neotestamentarios en los que encontramos las tres juntas como una unidad (1Co 13, 13; 1Ts 1, 2ss; y Hb 10, 22ss). Más común, pues, es la aparición de dos de ellos juntamente, lo que se conoce como las binas, de las cuales, la más habitual es la yuxtaposición entre fe-caridad. Cristo aparece como el ejemplo y fundamento de este binomio, como aquel que expresa y condensa toda la vida cristiana (cf. Ga 5, 5; 2Tm 1, 13; 1Tm 1, 5…). Por tanto, es evidente que, para Pablo, la fe (πίστις) es la actitud básica que une al cristiano con el Redentor y ordena toda su vida basándola en el amor (ἀγαπή), en la adhesión a Él de todo corazón. Por otra parte, la segunda pareja la conforman la fe y la esperanza, para expresar cómo la primera orienta la esperanza del cristiano hacia la gloria de Dios y el cumplimiento de todo su plan de Salvación en Cristo (cf. Hb 11, 1; 1P 1, 20-21; Rm 15, 13…). Fe y esperanza se iluminan mutuamente y se sostienen, pues la fe revela al hombre la esperanza escatológica y le hace partícipe de ella, con su consecuente compromiso paciente en la instauración del Reino, presente ya en la tierra [476].
Poco a poco, la reflexión de las binas dará origen a la solidificación del ternario como síntesis de toda existencia cristiana. El ejemplo más sobresaliente es 1Co 13, 13, en el que Pablo anima a vivir la fe, la esperanza y la caridad como una unidad [477]: la fe es acogida de la gracia, del amor de Cristo que redime, justifica, salva, junto con la esperanza que brota de la comunión con Él. El culmen de toda vida cristiana, es decir, la redención plena, la comunión definitiva con Dios, consiste en la vivencia de las tres en plenitud [478]. En otras palabras, el cristiano, redimido por Cristo, recibe la gracia por libre elección para vivir su vida en cuanto tal y orientarla en este mundo, a través de la fe, la esperanza y la caridad, hacia una vivencia plena de ellas en el final de los tiempos.
Como ya se ha podido intuir, estas virtudes teologales proceden de Dios y hacia Él están orientadas, por medio de la gracia, como medio para que el cristiano viva como hijo de Dios desde la filiación [479]. Así pues, hablamos de la fe, la esperanza y la caridad como dones otorgados al ser humano por la gracia que Dios mismo le concede por iniciativa propia, desde su mismo acto creador y desde su acto de gracia definitivo: Jesucristo. Partiendo de Dios, la gracia encuentra en el hombre una disposición antropológica (su ser fiducial, esperante y amoroso) que le permite acogerla, de tal forma que fe, esperanza y caridad son autocomunicación de Dios al hombre [480]. Desde el creyente, las virtudes manifiestan la actitud de acogida y respuesta a ese don de la gracia, a través del presentimiento humano [481] de dependencia, carencia y anhelo de una fe, una esperanza y un amor absolutos. Así, la gracia divina se inserta en la naturaleza humana para, sin prescindir de ella, satisfacer esta necesidad, a la par que ampliar el horizonte de sus deseos hacia algo aún mayor. Para ello es necesaria una disposición de acogida (consentimiento, desistimiento y reconocimiento), una asimilación y apropiación de la gracia, una expansión y plenificación de las estructuras humanas (que conduzcan a la conformación con Cristo), así como una convergencia final hacia la comunión plena, fruto del propio deseo de tendencia hacia Dios en Cristo (como afirma Santo Tomás) [482].
La fe, la esperanza y la caridad se comprenden, entonces, como dinamismos con determinadas características [483]: en primer lugar, totalizadores, pues, al igual que la gracia, afectan a toda la persona en cada una de sus dimensiones; también, como ascendentes y descendentes [484], pues de Dios proceden y a Él retornan por la respuesta del ser humano, que halla en sí su transformación interna (de modo centrípeto) para lanzarse hacia el mundo y Dios (de manera centrífuga). En tercer lugar, como dinamismo de inclinación, dado que las virtudes hacen que la vida de los hombres tienda gozosamente por el Espíritu hacia su Creador; y, por último, como transformadores, pues producen un cambio en la persona que acoge dicha gracia, se apropia de ella y actúa conforme a ella.
Asimismo, es necesario recalcar que las virtudes teologales no son realidades ya dadas al cristiano de una vez y para siempre como consecuencia de su aceptación libre de la fe cristiana y de la redención de Cristo, sino que se encuentra, por ellas, ante un continuo crecimiento de la gracia, es decir, ante un proceso mediante el cual el ser humano va configurando su naturaleza redimida con el Hijo, por el Espíritu Santo para llegar a la comunión con el Padre [485], es decir, a la plenitud de la redención. Así pues, este crecimiento en la gracia conduce a una nueva relación con el Dios trinitario, revelado a los hombres, y con el mundo (su creación) [486], de modo que, a través de ella, la criatura logre un perfeccionamiento cada vez mayor por medio de la fe, la esperanza y la caridad, como formas en las que la gracia se hace presente en su naturaleza humana. En definitiva, ante esta llamada a la plenificación, a ser en Cristo y gozar de una redención colmada, el creyente va configurando su ser progresivamente con Él para alcanzar la participación plena en la vida glorificada de Jesús. Hablamos, pues, de redención en términos de filiación y divinización: por la liberación del pecado, Jesucristo restaura nuestra naturaleza y nos hace hijos en el Hijo para que alcancemos el fin de su obra redentora [487]: la consumación de la comunión definitiva con Dios, de tal forma que todo anhelo del hombre está dirigido a la salvación de Dios por el amor actuante [488].
Las virtudes teologales, por su parte, se hallan mutuamente en interdependencia, de modo que, como observábamos en la teología paulina, existe una unidad tal entre ellas que no pueden entenderse por separado. Así pues, desde el misterio trinitario [489] de un único Dios, como procedencia de las virtudes, se ilumina nuestro entendimiento de ellas, de tal forma que somos capaces de hablar de una «perijóresis virtuosa». Fe, esperanza y caridad, al igual que el Hijo, el Espíritu y el Padre (a quienes son asociadas respectivamente), mantienen su individualidad preponderante [490], si bien podemos entender las tres virtudes como parte del amor dinámico que es Dios, origen de ellas en su unidad intrínseca. Hay, por tanto, una necesaria unidad y una mutua interrelación entre las virtudes: la fe causa actos de amor y es la base de todo cuanto se espera; la esperanza indica el fin último de la fe y mueve a perseverar en el amor; por su parte, el amor es expresión viva de la fe y es apoyo concreto de la esperanza.
Para alcanzar tal comunión, a la que estamos llamados, por medio de las virtudes, Cristo es el único mediador, el único acontecimiento salvífico de Dios por su redención. De esta forma, desde una perspectiva cristológica [491], creer, esperar y amar a y en Cristo es la vía que posibilita el encuentro del hombre con Dios, pues Jesús de Nazaret es paradigma de estas tres virtudes para todos los hombres. Para tal fin, el Espíritu derrama sobre los hombres la gracia de Dios como capacitación de esta conformación del ser humano con Cristo. No obstante, la dimensión individual de las virtudes no excluye su carácter comunitario, pues la fe, esperanza y caridad se transmiten en la Iglesia [492] y, de modo especial, en los sacramentos, vividos en comunidad, como mediaciones concretas donde recibir esta gracia divina [493]. Así, se garantiza la perseverancia personal en las virtudes teologales, de modo que, recibidas y acogidas personalmente, se despliegan en comunidad para que los hombres, a través de estos dones de Dios, orienten su vida hacia la plenitud de la redención, la consumación de la comunión definitiva con Dios.
VI.II. La Redención consumada
Cuando hablamos de escatología [494] nos referimos a aquello que ya se ha ido tratando transversalmente a lo largo del presente trabajo: la consumación definitiva de la creación y de la historia de la salvación; es decir, el fin último de la redención en Cristo que nos conduce a la comunión plena con Dios, objeto de nuestra fe, esperanza y caridad. Nos encontramos, pues, según en el símbolo de la fe [495], ante la realización plena de la existencia humana entendida desde la resurrección de los muertos y la vida nueva en Dios, transformada por el Espíritu, de la que Cristo es primicia (cf. 1Co 15), como culminación del acto creador y salvífico del Padre [496]. No obstante, no debemos olvidar que la escatología futura ha comenzado a hacerse presente en la historia por la redención en Cristo: «el futuro auténtico es conocido desde la experiencia presente de salvación» [497].
Así pues, Jesús recoge la esperanza de Israel (fundada en la liberación de Egipto, la Alianza, las promesas…) y la conduce hacia su plenitud [498]. Yahveh ha actuado en la historia, y lo seguirá haciendo, de tal forma que el pueblo mantiene una confianza plena en el cumplimiento de Su Palabra, que traerá consigo una nueva relación entre Dios y los hombres, una plenitud existencial que sólo se obtiene en la comunión eterna con Dios. El Nuevo Testamento iluminará la concepción escatológica judía desde el acontecimiento Cristo, que lleva todo a término y cumplimiento, pues Él mismo es el Reino de Dios presente ya en la tierra, en la historia humana (cf. Mc 1, 15). Dios se halla ya actuante en este mundo; sin embargo, todavía no se ha manifestado en su plenitud. Los cristianos, incorporados a Cristo por el bautismo y redimidos por Él, aguardan la venida del Señor que traerá el triunfo pleno sobre la Historia, la redención definitiva (cf. 1Co 15). Por tanto, la resurrección de Jesús es la garantía del fin último de la existencia humana y la participación en su mismo destino [499].
En las primeras comunidades cristianas [500], encontramos que, en aquellas de corte paulino, se entenderá a Cristo como el origen y fin de todas las cosas, conectando, así, protología y escatología (cf. 1Co 8, 6; Ef 1, 4; Ga 6, 15...), esperando firme y comunitariamente una nueva creación, entendida como consumación sobreabundante de la creación ya existente (cf. Rm 5, 20). El ser humano ya goza de las primicias de la redención por el Espíritu, pero espera la liberación definitiva (cf. Col 2, 12; Ef 2, 5-6), pues la salvación viene de la fe en Jesús (cf. Rm 14, 8): «sólo a la luz de la consumación escatológica del mundo, cabe comprender el sentido de su comienzo; la primera predicación cristiana expresa esto mismo con su fe en Jesucristo Salvador escatológico y, al mismo tiempo, como mediador de la creación del mundo» [501]. Por su parte, para las comunidades joánicas, la escatología se vive preminentemente desde la concepción de que Jesús se halla presente en medio de la comunidad[502], siendo Él mismo el eschaton; es decir, los cristianos ya disfrutan de la escatología (cf. Jn 4, 25; Jn 5, 23…) porque el Verbo de Dios se ha hecho carne y Él es el acontecimiento salvífico definitivo. Por tanto, la vida eterna comienza en el momento presente (cf. Jn 3, 36; Jn 5, 26…) y el juicio consistirá en tener o no tener fe en el Hijo de Dios (cf. Jn 3, 17-21). En el final de los días será cuando realmente se manifieste aquello que seremos y que ahora sólo pregustamos (cf. 1Jn 3, 2).
Destacamos, por consiguiente, que, en el tiempo intermedio desde la resurrección hasta la venida de Cristo en poder, se encuentra la Iglesia como prolongación histórica de la salvación redentora acaecida en Jesús de Nazaret hasta su consumación definitiva (cf. LG 48). Se unifican, así, la escatología de presente y futura (cf. O. Cullmann), es decir, la comunidad de los creyentes espera confiadamente la instauración definitiva del Reino de la salvación mientras lo vive y construye en el presente. No obstante, si bien ya se ha instaurado, su consumación se reserva para el porvenir, momento en el cual tendrá lugar el juicio y la resurrección de los muertos [503].
También tenemos que destacar una continuidad y una ruptura entre la esperanza que Jesús proclamaba con su actuación y predicación del Reino [504], y aquella que anunciaban las primeras comunidades cristianas (basada en el kerigma y el Misterio Pascual). La resurrección de Jesús [505] supone la ratificación por parte de Dios de todo cuanto Jesús afirmaba y, por tanto, se entiende que todo el que confiesa a Jesús como el Cristo, obtendrá la misma suerte. De esta manera, se da un centramiento cristológico de la esperanza [506]: el Reino predicado por Jesús será del que gocemos en la vida futura. A este respecto, entonces, se desarrolla la idea de parusía [507] como la llegada de Cristo encarnado, resucitado, glorioso y majestuoso al final de los tiempos para consumar toda la creación y poner fin a la historia de la salvación [508], derrotando por completo al mal e instaurando definitivamente el Reino y la redención plena (cf. Rm 8, 22ss).
El Reino de Dios se halla, pues, ya presente en la historia humana, pues Cristo glorificado ha inaugurado una nueva economía de la salvación [509]. Por este motivo, la escatología no sólo nos proyecta hacia un futuro de plenitud, sino que también nos llama a un compromiso temporal en el presente como instauración progresiva de ese Reino [510]. La esperanza cristiana, desde la fe, mueve al creyente a acercar la culminación escatológica, por medio de la caridad, de tal forma que, anhelando la redención definitiva, se viva ya en el mundo la redención operante y efectiva de Cristo en la cruz.
La revelación bíblica nos sitúa ante la convicción de que el Dios creador es el Dios salvador y, por tanto, será el Dios que lleve todo a su consumación. Como veíamos en el apartado anterior, en el Antiguo Testamento [511], la esperanza se encuentra proyectada desde las promesas de un Dios misericordioso y fiel, en quien el pueblo pone toda su confianza como su refugio seguro. Por su parte, el Nuevo Testamento concretiza el valor de esa promesa en la persona de Cristo, que encuentra su realización en su resurrección redentora. Así pues, constatamos cómo la esperanza cristiana está íntimamente ligada con la salvación, la plenificación de la humanidad y de la creación, por don gratuito de Dios.
A lo largo de la historia, han sido muchos los modelos e idearios escatológicos con respecto a la salvación humana. Así pues, del optimismo escatológico de los primeros siglos por la participación del creyente en la resurrección del Señor [512], pasamos a una visión más pesimista y condenatoria de la Edad Media, en la que la salvación sólo se logra con grandes esfuerzos y, por tanto, está al alcance de pocos. El Concilio de Trento insistirá en esta idea y desarrollará el tema de los novísimos con un predominio de la idea del juicio y, por tanto, de un Dios que castiga a los injustos y premia a los justos. Por su parte, la modernidad traerá consigo una relegación de todo tema metafísico para centrarse en la historicidad humana, con el consecuente optimismo en favor de los hombres como responsables de la instauración del Reino en la historia como si de una utopía se tratase [513]; es decir, se prescinde mayormente de una salvación trascendente para centrarse en una de corte intramundana. El Concilio Vaticano II se debatirá entre este falso optimismo ajeno a toda realidad divina y el pesimismo catastrofista, sin ofrecer una reflexión clara sobre las verdades eternas, sino pretendiendo alumbrar la condición humana y sus interrogantes a la luz de la plenitud que nos aguarda en más allá de la muerte (cf. GS 39).
La reflexión post-conciliar reflexionará, entonces, sobre esta tensión entre el Reino de Dios futuro y la progresión histórica para su instauración en clave de continuidad. Las tesis de Karl Rahner [514] pueden considerarse como punto de referencia. El teólogo alemán afirma que el ser humano es esencialmente histórico, pues mira al pasado y se proyecta al futuro (anámnesis-prognosis); sin embargo, su único acceso al futuro es a través del presente, es decir, conoce la salvación futura desde su experiencia histórico-salvífica presente. Rahner parte de la base de que Dios puede comunicar al ser humano el futuro como misterio, siendo el hombre el que recibe esta comunicación desde su realidad presente[515]. La escatología, pues, nos habla sobre la gracia y la salvación de Dios, afirmando que la redención del género humano compete al hombre en todas sus dimensiones. Para ello, Cristo es principio hermenéutico de toda afirmación escatológica, la cual siempre se tratará de una afirmación cristológica llevada a su plenitud (cf. GS 22).
Partiendo de esta base, hay una preocupación por articular esta idea del Reino y de progreso histórico de instauración de éste; es decir, cómo compaginar la realidad plena futura con el hecho de que «el Reino ya está entre vosotros» (Lc 17, 20-25). Algunos teólogos se inclinarán por una conexión dualista sin separación; mientras otros se centrarán más en una distinción monista sin confusión.
De nuevo, la propuesta de Rahner [516], basada en Calcedonia (cf. DH 302) puede ser reveladora. Afirma que la historia de la salvación acontece en la historia del mundo (hay una unidad de la historia sin confusión), pero a la vez la historia de la salvación es distinta a la del mundo (distinción sin separación). Así, constata que ambas no son idénticas, sino coextensivas, siendo sólo la vida de Jesucristo donde ambas historias han tenido identidad; así pues, la historia de la salvación interpreta la historia del mundo. Por su parte, Ellacuría [517] critica este a Rahner por ser demasiado ontológico y poco práctico. Así pues, su tesis se basará en que la salvación humana es esencialmente histórica y, en ella, se puede dar tanto la salvación como la perdición. Para él, la identificación con los pobres (cf. Mt 25) y la praxis cristiana en la cultura, la economía y la política iluminarían la mediación para la instauración del Reino. La Comisión Teológica Internacional [518], por su parte, explicita precisamente la unidad entre el progreso humano y la salvación, sin dejar de enfatizar la distinción sin confusión, ya que el Reino nunca es una obra humana, sino don de Dios. Por una parte, pues, la unidad entre historia y Reino es innegable, dado que el Reino es un proceso que se da históricamente en la liberación (redención); sin embargo, por otra, esto se da sin confusión, pues no hay una identificación plena entre progreso y Reino. Por último, Apostolicam Auctositatem 5 sintetizará esta discusión afirmando que, si bien salvación e historia son ámbitos distintos, se compenetran de un modo tal que Dios pretende reasumir en Cristo toda la creación en la nueva creatura, que se halla inconclusa en la tierra, pero de un modo pleno en la vida eterna.
Ante nuestro destino escatológico, partimos pues del hecho de que Dios ha enviado a su Hijo para salvar y no para juzgar (cf. Jn 3, 14), manifestando, así, la voluntad universal salvífica de Dios (cf. 1Tm 2, 4). Jesús, entonces, vino al mundo a anunciar el año de gracia del Señor (cf. Lc 4, 19), de tal forma que, lejos de toda condena, muestra el rostro de un Dios misericordioso que trae la redención al género humano (cf. Rm 8, 31- 39). Hablamos de salvación no sólo como liberación de los pecados por la encarnación, muerte y resurrección del Cristo, sino también de divinización; es decir, la redención implica tanto la liberación del mal, como la plenificación del ser humano por la gracia, que alcanzará su definitividad en la vida eterna con la resurrección de los muertos.
A este respecto, la resurrección es motivo de esperanza salvífica para el ser humano: de la misma manera que Dios resucitó a Jesús de Nazaret, así también lo hará con todo aquel que crea en él (cf. 1Ts 4, 13-17), pues, tal y como afirma Pablo, negar la resurrección es negar la salvación (cf. 1Co 15). Por tanto, se espera una resurrección en el final de los días, corporal, colectiva, que toque todas y cada una de las dimensiones del ser humano [519], el cual será llevado a su perfección y a la contemplación del rostro de Dios, como expresión de la definitiva reconciliación de la creación [520].
Por tanto, la esperanza del creyente se orienta hacia Cristo, pues la vida futura consiste en la participación en su resurrección [521]; no obstante, la fe cristiana sostiene que en el momento de la resurrección de los muertos tendrá lugar el juicio de Dios por parte de Cristo, juez de vivos y muertos. En la mente del creyente este concepto guarda un cariz negativo, viviéndose con temor más que como mensaje de salvación y de esperanza como reflejan los testimonios bíblicos y de las primeras comunidades [522]. La concepción de Dios como juez la encontramos ya en el Antiguo Testamento. El verbo שפט (dominar, gobernar, juzgar) aplicado a Dios da cuenta de su intervención poderosa, creativa y partidaria en favor de Israel, de tal forma que Dios hará triunfar el bien. En el Nuevo Testamento, Cristo, tras la resurrección, es constituido juez de vivos y muertos, de tal forma que el anhelo de la parusía viene dado por la conciencia de que Él llevará a plenitud todo cuanto comenzó. Por este motivo, el juicio de Dios se aguarda con esperanza, deseando que el Señor vuelva pronto: ¡Marana tha! (1Co 16, 22).
Así pues el juicio tiene un carácter salvífico ante todo (cf. Mt 25, 31; Lc 10, 18; 2Ts 2, 8…); en él, el sujeto siempre es Dios que ha enviado a su Hijo para salvar y mostrar la verdad (cf. Jn 5, 22), y ante el cual el creyente debe mostrar confianza segura en el amor de Dios[523]. Se trata de la irrupción final de Dios en la historia, que culminará todos los actos salvíficos de ésta; de un juicio de justificación, que abarcará a toda la creación, por medio del cual se pondrá fin a toda la historia mundana. Hasta que llegue ese momento, el ser humano, con sus obras de amor a Dios y al prójimo, es decir, con su adhesión a Cristo, ya está siendo autojuzgado (cf. Jn 3, 17).
La historia es, por tanto, un proceso con un final. La parusía será la encargada de concluirla porque sólo así podrá ser consumada; por este motivo, podemos entender la parusía, en palabras de Ruiz de la Peña, como «Pascua de la Creación», ya que se trata del acto final y definitivo de la historia de la salvación que la llevará hasta la plenitud de lo que fue llamada a ser en la creación [524]. El juicio final se halla en consonancia con la voluntad salvífica universal de Dios; así, del mismo modo que Cristo redimió a la humanidad en la cruz pese al pecado de ésta, así, a la hora de la redención definitiva, Cristo salvaguardará al ser humano para llevarlo a la comunión con Dios. No obstante, como afirma Rahner [525], el juicio es abierto y no se puede afirmar la total salvación y condenación; por eso, la fe cristiana mira con esperanza en Cristo hacia este momento y, con la esperanza de saberse salvados, compromete su vida en el seguimiento de Jesús.
Así pues, a este respecto, la fe cristiana asume la salvación como una certeza del fin de la historia, mientras deja abierta la posibilidad de la condenación (la muerte eterna [526]), es decir, la negativa a la comunión con Dios, el rechazo a la oferta de salvación de Dios. Por tanto, el juicio condenatorio sólo será tal si, desde la libertad humana, no se acoge la palabra de salvación dada por Dios al hombre. En Benedictus Deus (DH 1002) queda expresado que la vida eterna es la visión de Dios, mientras la muerte eterna sería el distanciamiento total de Dios.
Consecuentemente, de esto se deduce que el infierno, como lugar de condenación, no puede ser obra de Dios (pues Éste no quiere ni crea el mal para el hombre), sino que existe por elaboración humana [527], por la libre opción de los hombres por una vida sin Dios. La gracia de Dios es incondicional, y se ofrece a toda la persona como don gratuito; sin embargo, no se impone, motivo por el cual el hombre es capaz de rechazarla. A esta situación de rechazo eterno a esta gracia de Dios es a lo que llamamos muerte eterna, infierno, condenación… Se trata, pues, de la libre negativa del hombre a aceptar la redención definitiva de Cristo y, por tanto, la comunión plena con Dios, viéndose alejado de Él y del deseo de salvación por parte de Dios para con él.
En conclusión, la voluntad salvífica de Dios ha estado presente durante toda la historia de la humanidad; sin embargo, con la redención de Cristo en la cruz, la salvación ha alcanzado su culmen revelatorio, de tal manera que el hombre pueda comenzar a experimentar ya en su vida terrena la redención definitiva que le aguarda en la vida eterna. Por consiguiente, en virtud de este deseo incondicional de salvación por parte de Dios, el hombre ya estaría salvado, pues «a pesar de todo lo negativo en la humanidad, en ella permanece algo que es capaz de ser salvado, porque es capaz de ser amado por Dios mismo» [528]; sin embargo, al ser humano compete la libre aceptación de esta redención y su consecuente adecuación existencial a ella aguardando progresivamente la vida eterna [529] en el amor al prójimo y el anuncio de la Buena Noticia. En el final de los tiempos, Cristo volverá con gloria a llevar a cabo el juicio (justificación) último, por el cual la redención será plenamente efectiva y la humanidad será totalmente salvada, siempre que acepte libremente esta salvación definitiva que le conduzca al fin para el que fue creado y redimido: la comunión plena con Dios en el Amor.
VI.III. María, primera redimida al servicio de la redención
Finalmente, un tratado sobre la redención no puede verse exento de una reflexión sobre la figura de María como aquella preservada de pecado original que, con su fiat, hizo posible la encarnación del Verbo por su concepción virginal, para vivir la plena comunión con Dios, y, con su persona, mostrar a los hombres el camino de la redención y el final soteriológico de la humanidad. Así pues, no puede desligarse la mariología de otras ramas teológicas tales como la reflexión trinitaria, la cristología, la antropología, la eclesiología o la escatología [530], sirviendo toda ella de tratado complexivo. Ella, al servicio de la redención se sitúa en el punto de partida y en el centro mismo del misterio de la salvación [531]. El Concilio Vaticano II (cf. LG VIII) instará a contemplar a su figura desde su inserción en el plan histórico salvífico de Dios, subrayando su relevancia en relación con el misterio de Cristo y de la Iglesia (cf. LG 56).
Hablar de María ha sido un tema complejo a lo largo de toda la historia, como así lo prueban los diversos concilios y la reflexión posterior [532]. La reflexión mariológica comenzó por la Sagrada Escritura, desde los testimonios neotestamentarios, en conexión con el Antiguo Testamento [533] (cf. LG 55). De esta forma, se puede afirmar que escuchar la Escritura es la condición necesaria para toda posible mariología [534], pues ella escuchó la Palabra de Dios, la acogió en su corazón, la concibió en su seno y la dio al mundo. Así pues, muchos son los textos que se usaron tipológicamente como anticipación y preparación de lo que habría de acaecer más adelante en su persona: la contraposición entre Eva y ella (cf. Gn 3, 15; Ap, 12), capaz de vencer al pecado; su concepción virginal (cf. Is 7, 14); el nacimiento de Jesús (cf. Mi 5, 1-4), etc. El Nuevo Testamento se hace eco de todo ello y servirá como base para la comprensión cristológica y mariológica, mediante genealogías en las que se resalta la figura de María (cf. Mt 1), narraciones tales como la anunciación y la visitación, que remarcan su virginidad y maternidad divinas (cf. Lc 1, 26-37; Lc 1, 39-56), así como su papel intercesor (cf. Jn 2, 1-11) y su participación en la comunidad cristiana primitiva (cf. Hch 1, 14). No obstante, hay que ser conscientes de las dificultades exegéticas que los textos presentan, especialmente en lo tocante a su historicidad; con todo, el plano teológico es claro: con ella, Dios mismo interviene en la historia para la salvación de los hombres, iniciando una nueva economía (cf. LG 55).
Por su parte, la tradición de la Iglesia ha ido clarificando y determinando las afirmaciones dogmáticas en torno a María, su virginidad, maternidad, preservación del pecado y asunción. Tales afirmaciones se derivan, en primer lugar, de la reflexión cristológica de los primeros siglos (especialmente los dos primeros atributos) [535], mientras que, en segundo lugar, los segundos resultan de una profundización en la reflexión, sin desvincularse del acontecimiento de Cristo. De esta forma, se puede afirmar que los dogmas marianos, más allá de sí, apuntan hacia el misterio insondable del Dios Trino [536].
Los textos bíblicos coinciden en la concepción virginal de Jesús. Durante los tres primeros siglos, la virginidad de María era parte ineludible de toda la cristología, era una confesión fundamental para afirmar la divinidad del Hijo [537], pues la salvación no puede venir de obras humanas, sino de Dios, por obra y gracia del Espíritu Santo. Será en el Concilio de Constantinopla II (553 d.C.) [538] cuando se acuñe la expresión «siempre virgen» (ἁειπαρθένος), es decir, antes, durante y después del parto (DH 427), tanto desde su sentido literal (sin conocer varón), como espiritual (desde el amor y la fe). El CVII remarcará la virginidad ante todo, como obediencia y fidelidad incondicionada a la revelación, lo que hace de María virgen un terreno plenamente dispuesto para la actuación de Dios, sirviendo con diligencia al misterio de la redención y cooperando a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres (cf. LG 56b).
María es, pues, la Madre de Dios (Θεοτόκος), expresión que nunca aparece como tal en el Nuevo Testamento. Su referencia a ella gira más bien en torno a términos tales como «madre de Jesús» (cf. Jn 2, 1-5; Hch 1, 14), «madre del Señor» (cf. Lc 1, 43), «su madre» (cf. Mt 2, 11-13), etc. La aquilatación de esta nomenclatura se dará en el Concilio de Éfeso (431 d.C.) [539] para responder a la polémica generada por Nestorio y su concepción de María no como Madre de Dios, sino como Madre de Cristo (Χριστοτόκος), el hombre en que reside la divinidad, incurriendo así en una herejía dicotómica de la persona de Jesús. El concilio defenderá la unicidad de Cristo; de esta manera, denomina a María «Madre de Dios» (DH 251) en virtud de la comunicación de idiomas, para mantener la unidad de Cristo Dios y hombre. Otros concilios confirmarán esta doctrina, como el Concilio de Calcedonia (451 d.C.; DH 301) hasta el Concilio Vaticano II (cf. LG 53).
La inmaculada concepción de María supone la preservación y liberación de cualquier pecado personal en ella, así como una santidad sublime. En la Sagrada Escritura, no se encuentran datos que afirmen esta doctrina de modo directo e inequívoco, sino sólo referencias (cf. Lc 1, 28); estamos, pues, ante una maduración de la reflexión mariológica fruto de los dogmas ya proclamados. Durante los primeros siglos, tal afirmación se encontraba implícita, siendo María la santa y pura, en contraposición con Eva. En la Edad Media se pondrá en duda, teniendo en cuenta el alcance de la redención: si María no tenía pecado, no necesitaba ser salvada, por tanto, la redención no era universal; entonces, Duns Escoto hablará de «pre-redención» por su preservación de toda mancha de pecado [540]. Finalmente, Pio IX, en su bula Inefabilis Deus (1854 d.C.), definirá el dogma de la Inmaculada Concepción de María por los méritos de Cristo, siguiendo la estela de dicho teólogo medieval (DH 2803). Así pues, más que la liberación del pecado, se acentúa la santidad de María, cuya salvación y redención no es anterior o independiente de Cristo, pues, por Él, también fue salvada su madre (cf. LG 53).
Con respecto a su asunción al cielo, tampoco encontramos ningún texto que apoye este hecho, sino que estamos ante una tradición que hunde sus raíces en la imposibilidad de morir de María, por su preservación de todo pecado (cuya última consecuencia es la muerte) y por su especial unión a Cristo, que hace que María participe plenamente de la salvación y victoria de Jesús sobre el mal. Desde los primeros siglos se mantuvo esta tradición, si bien no fue hasta 1950 que la Iglesia Católica, bajo el pontificado de Pio XII, definió en la bula Munificentissimus Deus el dogma de la Asunción (DH 3092). De este modo, la Asunción se convierte en la consumación escatológica de toda su persona, anticipación de la redención total [541].
Con todo, el misterio de la asunción, junto al conjunto de todos los dogmas marianos, pasa a ser signo del destino escatológico de esperanza y consuelo para los hombres [542] (cf. LG 68). Como el Padre actuó en María por obra del Espíritu Santo para ser la madre del Hijo, así actuará con aquellos que no se cierran a su misericordia. Por consiguiente, María antecede al pueblo de Dios como la primera redimida, servidora de la redención, que intercede ante los hombres, para la redención de toda la humanidad; esto conlleva un gran componente antropológico-teológico para los creyentes. Por todo ello, podemos afirmar que María, sobre quien actúa el Dios Uno y Trino, es alcanzada por la gracia para colaborar junto a la trinidad económica en la historia de la salvación de los hombres, dando a luz al Redentor del mundo (cf. LG 61).
Conclusión: la Redención
La categoría de redención es un concepto de especial relevancia para la fe cristiana, que abarca, por tanto, todos los ámbitos de la reflexión teológica. Así se ha intentado mostrar a lo largo del presente trabajo, siguiendo el esquema que ya se presentaba en la introducción del mismo: revelación – Dios Uno y Trino revelado en Cristo – creación – Iglesia – moral cristiana – escatología.
Así pues, la voluntad salvífica de Dios para con su creación siempre ha estado presente a lo largo de la historia con el fin de llevarla hacia la comunión con su Creador, de tal modo que Dios, en su reveladora autocomunicación al ser humano, siempre ha garantizado en su obrar histórico los medios necesarios para que los hombres pudieran conocer dicho plan soteriológico divino, siendo la encarnación, muerte y resurrección de Cristo el momento culmen de revelación efectiva de la redención del género humano. No obstante, por el mismo dinamismo histórico que la revelación conlleva, la redención ha estado como germen actuante ya en los propios actos salvíficos en favor de Israel, así como en la Palabra de Dios, que la misma Tradición se encargará de custodiar y acercar a la humanidad entera, ofreciendo así continuamente la redención definitiva, ofrecida plenamente por Dios en el Hijo, de modo que ya comenzamos a disfrutarla y un día seamos totalmente partícipes de ella. La redención es, pues, la autocomunicación amorosa del Dios Uno y Trino al hombre.
La redención es el perdón de los pecados. Así consta en el testimonio bíblico y así lo mantenemos, pues, en su Pasión, el Hijo de Dios carga con ellos ofreciéndose como víctima expiatoria para la liberación. Desde esta definición podemos afirmar que toda la teología cristiana es teología de salvación: Dios salva a los seres humanos en Jesucristo, de tal forma que todo el misterio de la existencia de Jesús puede ser leído en clave soteriológica. Así pues, no se trata únicamente de que Jesús nos salva a través de gestos y palabras, ni de que anuncie la salvación y la prometa, sino de que Él mismo es salvación. Por consiguiente, toda la vida de Jesús es salvífica: «el envío del Hijo por el Padre y su encarnación se orientan a la salvación del mundo [543]» Toda su vida es pro-existente y redentora en torno a la irrupción del Reino [544], que conlleva un claro tono salvífico, de buena noticia de la llegada de la misericordia y la salvación de Dios, especialmente a los más pobres (cf. Lc 4, 16). Si hablamos en clave trinitaria: Dios, el Padre, salva mediante el Hijo, y es por el Espíritu Santo que nos mantenemos en la vida salvada y participamos de ella [545]. Por consiguiente, no es posible entender la salvación sin la revelación plena de Jesucristo y la redención definitiva que Él trae a la humanidad.
Ahora bien, la vida de Jesús se condensa en el perdón de los pecados a través de su muerte redentora. El que podía vencer al pecado lo hizo pasando por el trance que nos alcanza a nosotros de una manera sustitutoria: a favor y en lugar nuestro. El sacrificio de Cristo se funde con su Misterio Pascual, como sacrificio de acción de gracias fruto de la iniciativa amorosa de Dios para el perdón de los pecados, la liberación y a la preservación de ellos. Él es el verdadero cordero pascual que nos salva de los castigos debidos a los pecados, y nos introduce en la libertad de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 21). La redención es, pues, la salvación ofrecida por Dios en Cristo.
Los cristianos, desde la satisfacción [546], estamos llamados a un amor que responde a ese amor incondicional y misericordioso de Dios para con todos los hombres. De este modo, podemos afirmar que la redención afecta universalmente a toda la humanidad en todos sus ámbitos de existencia. Por tanto, por la misma concepción de pecado, no podemos reducir, pues, la redención, solamente a un acto individualista de alcance personalista. Dado que el pecado afecta a la ruptura de relaciones con uno mismo, con los demás, con la creación y, por ende, con Dios, alejándonos de la vida plena con Él, la redención debe ser garante de la restitución de todas estas relaciones como modo de hacer presente ya en la Tierra el Reino de Dios y, en último término, llegar a la comunión plena y definitiva con Él.
Así pues, antropológicamente, desde una perspectiva individual, podemos afirmar que la redención guarda una dimensión personal: Dios murió por mí, para salvarme del pecado y de la muerte. Cristo es revelador e iluminador, nos da a conocer a Dios y su voluntad salvífica [547]. Es justicia de Dios, por quien obtenemos la justificación y nos vemos capacitados para las buenas obras. Es divinizador, por medio del cual obtenemos la filiación divina. Es vencedor y redentor, por quien el pecado y su fuerza se ve eliminado, poniendo de relieve la sobreabundancia de la redención (cf. Sal 129), reconciliando de esta manera a los hombres con Dios [548]. Cristo lleva a cabo un sacrificio de alabanza a Dios de una vez para siempre (cf. Hb 7, 27; Hb 9, 12), estableciendo una nueva alianza (cf. Hb 9, 15), desde la categoría de expiación como intercesor único entre Dios y los hombres (cf. Hb 5, 7-10) para el perdón de los pecados conforme a la promesa de Dios [549]. La redención conlleva, pues, la libre comunicación personal entre Dios y la persona individual, de tal manera que dicha relación queda restituida para que el hombre la acoja y viva conforme a ella y, desde ella, puedan redimirse, a su vez, el resto de sus ámbitos vitales. La redención es, pues, la restitución de nuestra condición divina.
Asimismo, desde una perspectiva cosmológica, aguardamos la redención de toda la creación, que, del mismo modo, se haya corrompida por su limitación e imperfección. Cristo resucitado mostró la plenitud de la condición creatural, de modo que aguardemos una nueva creación: unos cielos nuevos y una tierra nueva (cf. Ap 21,1; Is 65,17), que ya están siendo transformados actualmente por la gracia de Dios actuante en ellos, y a través de los hombres. Queda, pues, claro que, cuanto más se corrompe lo creado por el poder del pecado, más actúa la gracia, el amor sobreabundante de Dios hacia la criatura, para sanarla, librarla y redimirla del mal, para conducirla a una nueva creación [550]. De esta manera, la redención de Cristo, junto con la colaboración de los hombres que asumen y viven dicha redención, traerá consigo el restablecimiento de las relaciones con la creación, perdidas por el pecado, y la consecuente comunión plena con Dios. La redención es, pues, la restitución del orden de la creación.
De igual modo, desde una perspectiva eclesial, comunitaria, la redención no puede ser vista únicamente desde la perspectiva personal-soteriológica, sino que también guarda una dimensión social-escatológica; por consiguiente, la redención supone una restauración de las relaciones entre las personas. La vida como redimidos no nos lleva únicamente a una comunión con Dios en el final de los días, sino que, a través de nuestro comportamiento coherente y consecuente, tiene lugar ya en el espacio y tiempo del presente, para que, de dicha experiencia, comiencen a brotar los frutos del Reino, de modo que, siendo testigos y signos de la redención, ésta se haga efectiva en el mundo en la comunión fraterna entre los hombres. En Jesucristo se asienta toda la ética cristiana [551], y sólo bajo esta concepción se eliminarán todas las estructuras de pecado que amenazan a la humanidad e impiden la realización de la plena voluntad salvífica de Dios. Así pues, es en Cristo en quien se realiza la congregación definitiva de la humanidad bajo un nuevo pueblo que le acepta como el Salvador y Redentor, al que posteriormente se denominará Iglesia, o sea, el espacio en el que comenzar a vivir la redención experimentada por el creyente como comunidad fraterna de los hijos de Dios hasta la consumación definitiva en la que las relaciones humanas quedarán totalmente restablecidas. Por consiguiente, se puede afirmar que la gracia, recibida de modo especial en los sacramentos, nos llama a la participación en la vida intratrinitaria, a la incorporación en la relación que Cristo tiene con el Padre por el Espíritu Santo y, así comenzar a pregustar la redención plena, la comunión con Dios. La redención es, pues, la restitución de la fraternidad humana.
Por todo ello, la reflexión sobre la soteriología no puede desvincularse de la cristología, en cuanto que la identidad y constitución ontológica de Cristo dan cuenta de la salvación querida por el Dios Uno y Trino. En el centro de toda la creación se halla el ser humano, creado a su imagen y semejanza, para la comunión con la totalidad de la creación [552], incapaz, sin embargo, de obtenerla por sí mismo, sino como don de Dios en Cristo, mediante el Espíritu, para superar, por el sacrificio redentor del Hijo, dicha condición pecadora. Así pues, se necesita la gracia para la salvación, para restaurar su naturaleza creada, trastocada por el pecado, y transformarla, de manera que se obre el bien desde la vivencia de la redención en la existencia a través de las virtudes; para ello, hay que mostrarse dispuesto a la libre recepción de ésta para dicha perfección de la condición humana por la filiación en Cristo Jesús [553], mediante los dones de la fe, la esperanza y la caridad. Por ellos, respondemos a la acogida del don redentor en la propia vida y, así, comenzamos una nueva relación fraternal y cosmológica que dé cuentas de esta redención que ya está aconteciendo, y nos conduce a la comunión plena con Dios. La redención es, pues, la oferta de una vivencia en la gracia.
La salvación, pues, sería la realización escatológica de esta plena comunión, que acontece en la historia de manera definitiva por la redención de Cristo, la cual el hombre debe asumir libremente para su justificación. «Para Jesús, el tiempo de la salvación se manifiesta, realiza y actualiza ya ahora» [554]; por tanto, tampoco puede desvincularse de la historia de los hombres, pues la historia de la salvación es coexistente con la historia entera de la humanidad para salvarla [555], así como de toda la creación. No obstante, somos conscientes de que, pese a esta plenitud acaecida en la cruz, el ser humano no goza todavía de la redención definitiva, la cual sólo será posible tras la parusía, momento en el cual todo será recapitulado por Cristo en el Padre. Hasta entonces, el Espíritu Santo actúa incesantemente en la historia para conducirla progresivamente, desde la acogida y libertad humana, hacia dicha comunión, por la redención, entre todos los hombres y la totalidad de la creación. La redención es, pues, la comunión plena y definitiva con Dios.
En conclusión, «la iniciativa divina de un movimiento de amor hacia la humanidad pecadora es una característica constante del comportamiento de Dios con respecto a nosotros, y es el presupuesto fundamental de la doctrina de la redención» [556]. Desde la muerte y resurrección de Cristo, la humanidad ha hallado la redención de los pecados y de la muerte, y empieza a recibirla en esta vida con el auxilio del Espíritu Santo, que le conduce hacia la salvación querida por Dios. Dado que el ser humano es parte de una creación imperfecta y corruptible por el mal, dicha redención no puede ser plena en su historia hasta la venida definitiva del Hijo con gloria. En ese momento, si el hombre, en su libertad, acoge la última gracia y la divina misericordia de Dios, participará plenamente de la redención en una Nueva Creación donde reinará la justicia, la paz y la fraternidad entre las criaturas. Así pues, «la imagen de Dios en el ser humano nunca ha sido totalmente destruida. Los hombres nunca han sido abandonados por Dios, quien, en su amor redentor, pretende un destino de gloria para el ser humano y la creación» [557]. Hasta entonces, la persona redimida debe esforzarse en acoger el don gratuito de Dios, para, así, por sus actos, como parte del Pueblo de Dios, configurarse progresivamente con Cristo, en filiación divina con el Padre, e, imbuido de Espíritu Santo, comenzar a hacer presente ya en la Tierra, en su vida, el Reino de Dios, que le conducirá a la comunión plena con el Creador, meta de su plan salvífico, y objetivo efectivo de la redención.
Carlos Diego Gutiérrez, repositorio.comillas.edu
Notas:
468 Vid. Capítulo V, pág. 72-77.
469 Vid. Capítulo III, pág. 46-51.
470 Vid. Capítulo II, pág. 20-26 y 31-32.
471 Cf. Nurya Martínez-Gayol, “Virtudes teologales”, en La lógica de la fe, ed. Ángel Cordovilla, (Madrid: Universidad Pontifica Comillas, 2013), 726-727.
472 Cf. Juan Alfaro, Cristología y antropología (Madrid: Ediciones Cristiandad, 1973), 415-420.
473 Cf. Ibíd., 420-428.
474 Cf. Juan Alfaro, Esperanza cristiana y liberación del hombre (Barcelona: Herder, 1972), 141-142.
475 Cf. Martínez-Gayol, “Virtudes teologales”, 721.
476 Cf. Olegario González de Cardedal, La palabra y la paz, 1975-2000 (Madrid: PPC, 2000), 250.
477 Cf. Martínez-Gayol, “Virtudes teologales”, 732-733.
478 Cf. Ibíd., 718-719.
479 Cf. Ibíd., 724.
480 Cf. Alfaro, Cristología y antropología, 449.
481 Cf. Hans Urs von Balthasar, Sólo el amor es digno de fe (Salamanca: Sígueme, 2004), 71.
482 Cf. Alfaro, Cristología y antropología, 444-445.
483 Cf. Juan Alfaro, “Persona y gracia”, Selecciones de teología, Vol. 2.5, (enero-marzo 1963): 3-10.
484 Cf. Nurya Martínez-Gayol, “Una aproximación antropológica a la teología de la ternura”, en Teología y Nueva Evangelización, ed. Gabino Uríbarri Bilbao (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2005), 252- 330.
485 Cf. Hans Urs von Balthasar, Gloria I (Madrid: Encuentro,1985), 224.
486 Cf. González de Cardedal, La palabra y la paz, 1975-2000, 250.
487 Sobre restauración imagen y semejanza, víd. Capítulo III, pág. 44-46.
488 Cf. Luis F. Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia, 290-295.
489 Cf. Martínez-Gayol, “Virtudes teologales”, 744-745.
490 Sobre la perijóresis, vid. Capítulo II, pág. 38.
491 Cf. Nurya Martínez-Gayol, “La existencia cristiana en la fe, esperanza y amor”, en Dios y el hombre en Cristo. Homenaje a Olegario González de Cardedal, dir. Ángel Cordovilla Pérez, José Manuel Sánchez Caro, y Santiago del Cura Elena, (Salamanca: Sígueme, 2005), 579-580.
492 Cf. Martínez-Gayol, “Virtudes teologales”, 747.
493 Víd. Capítulo IV, pág. 65.
494 Cf. Gabino Uríbarri, “Escatología ecológica y escatología cristiana”, Miscelánea Comillas 54 (1996): 297- 316.
495 Cf. Uríbarri, “Habitar en el tiempo escatológico”, en Fundamentos de teología sistemática, ed. Ibíd., (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2003), 254-260.
496 Sobre la creación, vid. Capítulo III, pág. 24-26.
497 Karl Rahner, “Principios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones escatológicas” en Escritos de teología IV (Madrid: Taurus, 1964), 422.
498 Alfaro, Esperanza cristiana y liberación del hombre, 125-137.
499 Cf. Juan José Tamayo, “Escatología cristiana”, en Conceptos fundamentales del cristianismo, ed. Casiano Floristán, y Juan José Tamayo, (Madrid: Trotta, 1993), 377-389.
500 Alfaro, Esperanza cristiana y liberación del hombre, 141-148.
501 Wolfhart Pannenberg, Teología sistemática, Vol. 2, (Madrid: Universidad Pontifica Comillas, 1996), 159.
502 Juan L. Ruiz de la Peña, La Pascua de la Creación (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1996), 114.
503 Otros autores intentarán también reflexionar sobre la escatología desde una óptica diferente; sin embargo, se ha obviado su desarrollo en este trabajo por la problemática, crítica e inadecuación a la ortodoxia que suponen sus teorías. Hablamos de teólogos tales como Schweitzer, Weiss y Werner (escatología consecuente); Dodd (escatología realizada); Bultmann (escatología existencial); o Käsemann (representante de la escatología del New Quest).
504 Cf. Juan L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión. Escatología cristiana (Santander: Sal Terrae, 1986), 105- 150.
505 Sobre la resurrección, vid. Capítulo II, pág. 24-26.
506 Cf. Karl Rahner, Escritos de Teología III (Madrid: Taurus, 1967), 56-68.
507 Cf. Nurya Martínez-Gayol, “Escatología”, en La lógica de la fe, 651-654.
508 Cf. Ruiz de la Peña, La Pascua de la creación, 98-100.
509 Cf. Uríbarri, “habitar en el tiempo escatológico”, 260-267.
510 Vid. Capítulo V, pág. 72 y ss.
511 Cf, Juan L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión (Santander: Sal Terrae, 1986), 55-68.
512 Cf. Andrés Tornos, Escatología II (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 1991), 63.
513 Cf. Medard Kehl, Escatología (Salamanca: Sígueme, 1992), 170-172.
514 Cf. Karl Rahner, “Principios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones escatológicas”, en Escritos de teología IV (Madrid: Taurus, 1964), 373-400.
515 Sobre la autocomunicación de Dios, vid. Capítulo I, pág. 10-12.
516 Cf. Karl Rahner, “Historia del mundo. Historia de la Salvación”, en Escritos de Teología V (Madrid: Taurus, 1964), 115-134.
517 Cf. Ignacio Ellacuría, “Historicidad de la salvación”, Revista Latinoamericana de Teología 1 (1984): 5- 45.
518 Cf. Comisión Teológica Internacional, “Promoción humana y salvación cristiana”, en Documentos 1969- 2014 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2017), 65-87.
519 Cf. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación, 167-174
520 Cf. Kehl, Escatología, 228-230.
521 Cf. Ibíd., 149-180.
522 Cf. Gabino Uríbarri, “Y de nuevo vendrá con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos”, Sal Terrae (junio, 1998): 453-463.
523 Cf. Martínez-Gayol, “Escatología”, 663.
524 Cf. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación, 139.
525 Cf. Rahner, “Principios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones escatológicas”, 373-400.
526 Cf. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación, 225-240.
527 Cf. Ibíd., 235-236.
528 Cf. Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, 455.
529 Cf. Martínez-Gayol, “Escatología”, 700.
530 Joseph Ratzinger, «Consideraciones sobre el puesto de la mariología y la piedad mariana en el conjunto de la fe y la teología», en Joseph Ratzinger y Hans Urs von Balthasar, María, Iglesia naciente (Madrid: Encuentro, 2006), 13-27
531 Bruno Forte, María, la mujer icono del misterio (Salamanca: Sígueme, 1993), 41.
532 Bernard Sesboüé, «La Virgen María», en Historia de los dogmas III, los signos de la salvación, ed. Henri Bourgeois, Bernard Sesboüé, y Paul Thion (Salamanca: Secretariado Trinitario, 1996), 429-430.
533 Karl-Heinz Menke, María en la historia de Israel y en la fe de la Iglesia (Salamanca: Sígueme, 2007), 17-21.
534 Forte, 49.
535 Vid. Capítulo II, pág. 28-29.
536 Pedro Rodríguez Panizo, “María en el dogma”, Sal Terrae 98 (2010): 883-893.
537 Sesboüé, «La Virgen María», 434.
538 Víd. Capítulo II, pág. 29.
539 Víd. Capítulo II, pág. 28.
540 Ibíd., 449-453.
541 Ibíd., 461.
542 Forte, 145.
543 Wolfhart Pannenberg, Teología Sistemática, Vol. 2, 441.
544 Cf. Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, 446.
545 Cf. Olegario González de Cardedal, Cristología, 295.
546 Cf. José Ignacio González Faus, La humanidad nueva. Ensayo de Cristología, 497-499.
547 Cf. Sesboüé, Jesucristo, el único mediador, Ensayo sobre la redención y la salvación, 135-406.
548 Cf. Pannenberg, Teología Sistemática, Vol. 2, 434-448.
549 Cf. Vanhoye, La lettre aux hébreux. Jésus-Christ, médiateur d’une nouvelle alliance, 179-194.
550 Cf. Luis Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia, 267-276 y 281-282.
551 Cf. Marciano Vidal, Moral de Actitudes III, 828.
552 Cf. Pannenberg, 428.
553 Cf. Ladaria, 231-266.
554 Walter Kasper, Jesús, el Cristo, 105.
555 Cf. Rahner, Curso fundamenta sobre la fe, 177.
556 Cf. Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, 410.
557 Íbid., 408.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |