III. La redención del hombre en la creación
El Dios Uno y Trino que profesa la fe católica, dado a conocer en su plenitud por Jesucristo, Verbo Encarnado, ha decidido revelarse al mundo para hacerle consciente de su voluntad de salvación [183]. Así pues, con el fin de darse a conocer al género humano, Dios lleva a cabo el don de la Creación, a partir de la nada, como medio efectivo de realizar su plan soteriológico. En el centro de dicha obra creadora, el ser humano destaca como criatura predilecta, como realidad creada a imagen y semejanza de Dios, en previsión de la encarnación del Logos, que ofrece sentido y plenitud a su existencia. Por tanto, en virtud de este presupuesto existencial de la humanidad, la tarea de todo hombre y mujer puede consistir en la colaboración creadora y responsable.
No obstante, la realidad del ser humano se ve afectada por el pecado desde el principio de su existencia, de tal manera que ninguna persona es capaz de vivir en la relación completa y plenificante con Dios, a la que ha sido llamada. Consecuentemente, el hombre, alejado de su Creador, no puede por sí mismo restaurar dicha relación y conseguir la salvación; por este motivo, es necesaria la redención en Cristo, como forma definitiva del perdón de los pecados y de justificación por la fe en Él. En virtud de ésta, la criatura alcanza la actuación de la gracia sobreabundante de Dios en su vida para llevarla a su perfección creatural en Cristo.
Por consiguiente, el ser humano, como hijo de Dios en Cristo, experimenta una transformación en su vida que le mueve a vivir acorde a la experiencia del Dios cristiano [184]. Esto es respuesta del hombre al infinito amor de Dios contemplado y efectuado en su existencia; es agradecimiento de la criatura al creador por la autocomunicación de su ser en la vida humana. Por ello, el hombre intenta vivir su nueva realidad de hijo de Dios adaptando a todos sus ámbitos cuanto de Él ha experimentado.
III.I. La creación para la redención
Cuando hablamos de Creación nos referimos a una experiencia religiosa que trae consigo la realidad transcendental de un Creador omnipotente, el cual, por absoluta gratuidad amorosa, da el ser a todo cuanto existe [185]. De esta manera, inmersa en ella, la criatura experimenta la contingencia de su existencia, a la par que el agradecimiento por la dotación de sentido de la vida, y la orientación de la historia hacia una plenitud definitiva. Es decir, el ser humano se siente agradecido ante Dios porque, habiendo no podido ser, es [186], y sabe que ese ser en la creación no es un mero estar, sino que goza de finalidad: la plenificación de la existencia hacia el creador. Hablamos, entonces, de una relación de dependencia entre el Creador y la creatura, que tiende hacia Él [187]. Así pues, desde el principio, éste ha sido el plan amoroso de Dios para su creación, pero sólo a través de la encarnación, culmen de la historia (cf. Ga 4, 4), y de los acontecimientos redentores de Cristo, ha podido el mundo conocerlo en toda su plenitud, pues toda la economía de la salvación está orientada, desde la Creación, a la redención en y por Cristo. La redención, por consiguiente, ocurre inserta en la creación, como no podía ser de otra manera, para, asumiéndola, llevarla a la salvación prometida por Dios. Por este motivo, podemos afirmar la necesidad de la creación para la acción redentora: «Dios crea para la encarnación, y la encarnación es para la salvación» [188].
La fe cristiana sostiene que todo cuanto existe ha sido creado por Dios de una manera verdaderamente específica y radical: libremente a partir de la nada (ex nihilo). Por tanto, nada se sitúa al margen de la mano del Creador y su acción creadora [189], de tal manera que Él sigue actuando y conservando todo cuanto ha llamado y llama a la existencia. Así pues, también se pone de manifiesto que no hay nada existente hacia lo que no esté orientado su plan de salvación. La redención de Cristo, dirigida principalmente a los hombres, se extiende consecuentemente hacia toda la Creación.
El término creatio ex nihilo es el resultado de una reflexión metafísica que supone la ruptura con otros pensamientos coexistentes con el cristianismo como el helenismo, dualismo gnóstico, etc., que afirmaban la divinidad de la materia (las deidades astrales, por ejemplo) o la preexistencia de ésta, así como una concepción cíclica de la historia. La fe judeo-cristiana defenderá, por su parte, la existencia de un solo Dios (cf. Dt 6, 4) y, por tanto, todo cuanto existe procede de Él, sin anterioridad a Él, y hacia Él tiende como su meta [190]. Por consiguiente, esta mentalidad romperá con todas estas concepciones sobre la creación para poner de manifiesto la absoluta trascendencia de Dios, así como su libertad, su gratuidad amorosa y su omnipotencia con respecto a todo. Así lo testimonian los relatos bíblicos, los cuales, aun siendo totalmente novedosos en este aspecto, no quedan desvinculados del hecho de que toda cosmogonía y mitología están referidas a un espacio y tiempo primordial, que tienen como finalidad explicar el estado actual de las realidades presentes para su mejor comprensión. Según Gershom Scholem, «el mito presupone en general un caos a partir de cuyos elementos se da forma a la obra de la creación. El mito de la creación se queda en el milagro del comienzo» [191]. Así pues, el judaísmo parte de la situación actual del mundo (sumergido en el pecado, lejano a Dios…) y elabora su relato genesíaco, a través del cual no sólo se da cuenta, pues, de la situación presente, sino que se anuncia el futuro que depara a la creación: el retorno a aquel que todo lo comenzó. El cristianismo supone, por la encarnación, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, que la esperanza veterotestamentaria sigue vigente y ha llegado a su plenitud en Cristo por la redención que nos libera del caos en el que la humanidad se ve inmersa.
Bien es verdad que el término creatio ex nihilo no aparece reflejado en los relatos bíblicos de la creación, en los que se afirma que Dios crea (ברא), pero a partir del caos con su Palabra [192]. En la Sagrada Escritura esta concepción va tomando forma como modo de garantizar la fe en la Alianza (especialmente reflejado en el Deuteroisaías [193]), hasta encontrarse explícitamente afirmado en textos tardíos del Antiguo Testamento como el libro de los Macabeos: «Dios hizo todo esto de la nada» (2M 7, 28), y posteriormente en la reflexión neotestamentaria, especialmente paulina: «es el único Dios que hace vivir a los muertos y llama a las cosas que no son a que sean» (Rm 4, 17). No obstante, toda referencia escriturística, más que a desarrollar una teología acerca de la creación, va orientada a subrayar la omnipotencia de Dios, capaz de llamar a las cosas al ser.
La reflexión sobre el origen de todo comienza propiamente con la teología posterior, cuando el cristianismo se vea obligado a dar razón de su fe debido a la convivencia con las diferentes culturas, especialmente con la helenista. En líneas generales, Justino primeramente intentará ofrecer una postura pacificadora entre la fe cristiana y el Timeo de Platón, una postura de acercamiento en el que se presenta a Jesucristo como la verdadera sabiduría de Dios por la cual todo fue creado; sin embargo, Taciano y Teófilo de Alejandría se opondrán a este conciliarismo, pues entienden esta postura como una limitación de la omnipotencia divina, la cual sólo puede garantizarse con una acérrima defensa de la creatio ex nihilo como algo propio del cristianismo. Frente al gnosticismo, Ireneo de Lyon afirma la unidad entre creación y redención, así como la preponderancia del designio salvífico de Dios: la creación es necesaria para la salvación [194]. En él constatamos una de las primeras afirmaciones de la bondad ontológica de la creación y de la participación de las criaturas en ella. Por su parte, Orígenes [195] habla de una creatio in Deo (en el Hijo) y una creatio extra Deum (por la cual las criaturas, por negligencia originiaria, al separarse del Hijo, reciben su materialidad, lo cual supone afirmar erróneamente una degradación ontológica de la materia). San Agustín, en continuidad con lo expresado por la Iglesia en el Concilio de Nicea: «Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador de todas las cosas visibles e invisibles» (DH 125) afirma que la creación es buena y todo ha sido creado de la nada por el único Dios salvador y creador, afirmando, en primer lugar, una creación primordial (la de todo cuanto existe) y una creación secundaria (como modelación de la anterior); en cuanto a su preocupación sobre el momento de la creación, dice que la primera precedería a las obras de división no por eternidad, tiempo y valor, sino por origen (pues sólo el Hijo es eterno). Así pues, para san Agustín el tiempo es también una realidad creada y, por ello, creación y tiempo son simultáneos, fruto de la libertad de Dios. Tras toda esta reflexión, la Iglesia ha seguido afirmando a lo largo de la historia estas intuiciones y formulándolas como su doctrina oficial, siendo el IV Concilio de Letrán quien use, por primera vez en un texto magisterial, el término creatio ex nihilo (DH 800). La fe de la Iglesia se sustenta en la bondad de toda la creación (Concilio de Florencia, DH 1330) y en la libertad del acto creador de Dios (CVI, DH 3021-3025). Por su parte, el CVII remarcará la imagen dinámica de la creación, en la que intervienen Dios y el hombre, como prolongador de la obra de Dios (GS 34), así como la dimensión soteriológica de la doctrina de la creación (GS 38-39): Por Cristo fueron creadas todas las cosas, en Cristo serán recapituladas, según el plan amoroso de Dios, pues «la creación es ya comienzo de la historia salvífica que culminará en Jesús» [196].
Por consiguiente, si el poder absoluto de Dios y su libertad [197] (atributos que se desprenden de la reflexión sobre la creatio ex nihilo) no son absolutos, se perdería toda esperanza en Dios, pues sólo Él, teniendo poder para crear, lo tiene para salvar a todo, pues como creador de cielo y tierra, nada escapa de su dominio. No obstante, no podemos dejar la creación aislada en un punto del pasado, sino que debemos entenderla como un continuo obrar por parte del Creador en su Creación; pues la doctrina de la creación es la descripción fundamental de la relación existente entre Dios y el mundo [198]. En este sentido hablamos de creación continua como consecuencia lógica de la creatio ex nihilo, pues, como hemos apuntado, donde hay tiempo, hay creación. Así pues, como señalaban ya Orígenes, San Agustín y Santo Tomás, la creatio continua sería la consistencia, mantenimiento y desarrollo de todo en Dios, entendida como una estrecha vinculación (inmanencia) absolutamente trascendente del Creador con su Creación en el espacio y en el tiempo hasta su consumación final, sin que por ello se vea limitada la autonomía propia de la creación, pues «la actuación conservadora de Dios es la que posibilita esa autonomía de las criaturas que se expresa en su capacidad y en su actividad de conservación» [199]. Así pues, nos encontramos ante una relación permanente y necesaria entre Dios, que sigue creando, sigue redimiendo, y el universo, que sigue viviendo en Él y para Él [200], asumiendo esa redención. La humanidad, por su parte, viendo que Dios ha creado todo bueno (cf. Gn 1-2.4a) está llamada a conservar y cuidar responsablemente de la creación por mandato divino (cf. Gn 2, 15) en su devenir salvífico hacia la realización del plan de salvación (cf. GS 34).
Ahora bien, la creatio continua y la creatio ex nihilo han de ser vistas a la luz de la consumación de la creación, es decir, la esperanza de que todo cuanto existe o existió no será abandonado por Dios cuando todo llegue a su fin [201]. Dado el amor de Dios presente en la creación, plenificado en el envío de su Hijo, ratificado por la redención por su muerte, y manifestado en la resurrección, no es posible dudar del amor de Dios por sus criaturas, especialmente por el ser humano.
En conclusión, en la historia de la salvación, la creación ocupa un puesto de vital necesidad para su consecución, desde sus inicios hasta su final escatológico [202]. Toda la historia es creación y, por tanto, toda la historia es salvación, pues, como afirma Juan Luis Ruiz de la Peña: «en tanto la historia no ha alcanzado su consumación, Dios obra (crea, salva) incesantemente en ella; estamos en un régimen de creación continua, porque estamos en un régimen de salvación continua» [203]. Por tanto, hablar de historia es hablar de creación, y, dentro de ésta, alcanza la plenitud con Cristo, Hijo de Dios hecho hombre para la salvación de todas las cosas por amor de Dios [204]. Así pues, en palabras de Pannenberg acerca de la unidad del acto creador de Dios, «la estructura global de la acción divina “hacia fuera” comprende, además de la creación del mundo, los temas de su reconciliación, redención y consumación» [205] Por consiguiente, la creación es un acto necesario y libre por parte de Dios para que la redención de Cristo pudiera tener lugar, así como el presupuesto para la salvación. Por la omnipotencia y libertad divinas, la creación está llamada a la recapitulación en Cristo, pues por Cristo fueron creadas, por Cristo redimidas y en Cristo serán consumadas (Cf. Col 1, 15-20).
El ser humano, criatura excelsa de Dios
A lo largo de sus páginas, la Sagrada Escritura sostiene firmemente la convicción de que el ser humano es criatura de Dios. Tal afirmación la encontramos explícitamente con fuerza en los relatos genesíacos del Antiguo Testamento, en los cuales el hombre no se presenta solamente como una criatura más dentro de la obra de Dios, sino que se la considera su centro y culmen. Como se puede constatar en Gn 1 y Gn 2, toda la acción creadora de Dios va encaminada, por tanto, a la creación de la humanidad, de manera que cuanto hay en el cosmos está subordinado a ella.
Desde un punto de vista antropológico, Gn 2, 4b-25 (el relato creacional más antiguo) nos presenta no tanto el origen del mundo, cuanto más la creación del ser humano (y su tendencia al mal). En esta perícopa se presenta al hombre como la única criatura que recibe el aliento vivificante de Dios, tras haber sido creado de la tierra, para convertirse en el único «ser viviente»; asimismo, también se hace énfasis en la necesidad de un entorno en el que desarrollarse y, sobre todo, de un alguien con quien el hombre (איש) pueda relacionarse, expresando de esta manera que el ser humano necesita de relaciones interpersonales, pues no fue creado para estar solo.
Más importante teológicamente es el relato sacerdotal de Gn 1, pues en él se afirma que la criatura «hombre» ha sido creada a imagen y semejanza de Dios, como cúspide de todo cuanto ha sido creado. Así pues, todo el ser humano, en todo su conjunto y todas sus dimensiones, ha sido creado bajo esta idiosincrasia. A lo largo de la historia se ha ido profundizando acerca del significado de esta afirmación. San Ireneo explica que la imagen se encuentra subordinada a la semejanza, pues se ve influenciado por los términos griegos εἰκῶν (copia) y ὁμόιοσις (semejanza). Con Santo Tomás (cf. S.Th I, q. 93, a. 9.), la escolástica, siguiendo a la patrística, distingue entre imago y similitudo: la imagen sería la gracia dada al primer hombre (la cual todavía perdura), mientras que la semejanza, presente también en Adán, fue perdida por el pecado de éste, rompiendo la comunión con Dios [206]. Actualmente se sostiene que la función de ser imagen es una función representativa, por lo que el ser humano es responsable de hacer presente a Dios en la tierra sobre el resto de las criaturas (cf. Sal 8), aguardando alcanzar la semejanza con él, la comunión. Así pues, hablar del hombre como imagen y semejanza de Dios significa que el ser humano mantiene una relación inigualable con Dios, de dependencia absoluta, la cual constituye el fundamento de su dignidad [207], pues, si el resto de la creación ha sido hecha «según su especie», el hombre ha sido creado «según la imagen de Dios», de tal forma que todo el ser humano se remite a Dios, pues Él se ha remitido libre y gratuitamente al hombre.
El Nuevo Testamento mantiene esta tradición antropológica veterotestamentaria (cf. Mc 2, 27-28; Mt 6, 26, etc.), a la vez que introduce la novedad radical de la centralidad cristológica del ser humano: Cristo es la plenitud del género humano que Adán (la humanidad) no es (cf. Rm 5, 14): «según el Nuevo Testamento, la imagen creada presente en el Antiguo Testamento debe ser completada con la imago Christi» [208]. Por tanto, a la luz de nuestra fe, nuestra realidad creatural no puede explicarse sin tener presente al Hijo en la creación de los hombres a su imagen. Así pues, Cristo es la imagen auténtica y perfecta de Dios, en completa unidad con el Padre, siendo así el «primogénito de toda la creación» (cf. Col 1, 15-20), tanto a nivel cronológico como ontológico, pues Él destaca sobre todas las criaturas. Como afirma el prólogo de Juan, todo fue hecho por Cristo (cf. Jn 1, 3), es decir, la creación es cristiforme (el Padre mira al Hijo para crear el mundo). Ahora bien, de igual manera, si Cristo es el origen, también es el destino al que se dirige la humanidad: el ser humano, la creación, está llamada a ser imagen del Hijo, pues en eso se basa nuestra fe cristiana (cf. Rm 8, 29); por consiguiente, la vida de los hombres es un proceso dinámico de cristificación. Nuestra salvación reside en este punto: redimidos por Cristo, librados de las ataduras del mal, nos conformamos con Él, que es el creador y redentor, el Verbo hecho carne, para nuestra salvación, para recobrar nuestra relación originaria con Dios.
Consecuentemente, la salvación del género humano por la redención llevada a cabo por Jesús de Nazaret está estrechamente ligada a nuestra condición de imagen y semejanza divinas en Cristo. La humanidad ha sido creada conforme al Salvador, ha sido redimida por Él, que asumió nuestra naturaleza (salvo en el pecado), para restaurar, por su encarnación, muerte y resurrección, nuestra condición perdida, y llevarnos, así, a la plenitud de nuestra realidad creatural en su totalidad, de manera que nuestra relación con Dios se vea, de igual modo, restaurada por completo configurándonos con Cristo.
La salvación del hombre afecta, por tanto, a todo su ser, en todas sus dimensiones, pues el ser humano goza de unicidad. Así lo atestigua la antropología bíblica, en la que queda reflejada la mentalidad semítica sobre la unidad de la persona [209]: hablamos de una concepción sintética de la persona, integradora, que piensa al hombre como una realidad única, si bien pluridimensional (cuerpo, alma, mente…) [210]. La tradición posterior, en contacto con las culturas adyacentes, pudo incurrir en falsas concepciones dualistas (que en casos extremos llegaron a la negación de la resurrección), hasta que el magisterio de la Iglesia pronto rechazó dichas afirmaciones para sostener la unidad de la persona humana, con todas sus consecuencias soteriológicas, basándose en la unidad cristológica: nos referimos especialmente al II Constantinopla (543), Braga (561), IV Letrán (1215) y, especialmente, a Vienne (1311). Así pues, de igual manera que todo lo acontecido a Cristo le afectó en todo su ser, así también la salvación repercutirá en nosotros sobre toda nuestra realidad humana; la redención, por tanto, no libera una parte del hombre, sino al hombre en su totalidad, en su unicidad.
En conclusión, es de vital importancia para el cristianismo afirmar la unidad del ser humano en cuanto a su origen (el hombre fue creado enteramente uno por Dios) y en cuanto a su final escatológico (la persona entera será salvada íntegramente). A su vez, esta concepción unitaria nos conduce antropológicamente a Cristo, plenitud del género humano al que todos los hombres se encuentran orientados (cf. GS 22); en Cristo, pues, el hombre halla respuesta a la pregunta sobre sí mismo, encontrando en el misterio de Cristo la clave para llegar a entender el misterio que él mismo es, es decir, Cristo es expresión de lo que el hombre es en su plenitud, del mismo modo que lo que la humanidad está llamada a ser [211]. Por consiguiente, el que es imagen de Dios invisible (cf. Col 1, 15) es capaz de restaurar, por la redención, la imagen y la semejanza divinas a la que tienden los hombres, pues Cristo nos reconcilia con Dios y nos libera de la esclavitud del pecado para que entremos en comunión con el Padre [212]. De esta manera, el género humano, y por ende toda la creación, ve realizada en Cristo toda su plenitud creatural. No obstante, la redención como restauración de la imagen y semejanza divinas tiene lugar paulatinamente en el cristiano, conforme más mira a Cristo y se configura con Él [213].
III.II. La redención del género humano
El ser humano es la criatura más excelsa de la creación de Dios, la cual ha sido hecha originariamente en bondad, en plena comunicación con Dios; sin embargo, el hombre se ve afectado por una privación, a la que se ha denominado «mal» (pecado) [214], que le aleja de esta relación con Dios y de su condición de imagen y semejanza divina [215]. Esta situación, en la que la humanidad se ve inmersa, hace necesaria la redención de Cristo para reconducir a la persona por el plan originario de Dios y llevarla a la comunión plena con el Padre, mediante el sacrificio de la cruz.
En el mundo constatamos cómo habitan simultáneamente el bien y el mal. La fe católica niega rotundamente que el mal haya sido querido por Dios, pues Él es el sumo bien y todo cuanto de Él procede es bueno, todo ha sido creado bueno (cf. Gn 1). No obstante, se constata esta realidad negativa, cuyo origen se desconoce, si bien se ha intentado dar varias explicaciones: por una parte, se llega a afirmar que éste es un principio divino, coeterno con Dios (maniqueísmo, gnosticismo, el idealismo de Schelling…); sin embargo, solo hay un Dios, único y eterno, por lo que esta visión queda descartada en coherencia con la fe de la Iglesia. De igual manera, se ha identificado el mal con la naturaleza, con el mundo, siendo éste algo relativo a la materia en cuanto afección privativa de aquello que debería ser, no de un modo ontológico, sino en cuanto corrupción de la creación (san Agustín hablará de «privatio boni» [216]). Por último, se postula que el mal es fruto de la voluntad o la libertad humana, consecuencia de la desobediencia del hombre, la cual ha transformado su naturaleza a peor. La reflexión teológica se moverá entre éstas dos últimas visiones del pecado.
Con todo, independientemente de su origen, experimentamos y constatamos el mal presente en la creación, al margen de la actuación del hombre, (catástrofes naturales, etc.). Esto se explica porque la creación no es Dios, sino que procede de Él. Según San Agustín, hay dos formas de procedencia de Dios: de ipso, como el Hijo, que es Dios, engendrado, y por tanto no puede verse afectado por el mal; y ex ipso, como la creación, susceptible de corrupción, puesto que no es Dios. No obstante, hablar de un mundo sin mal es hablar de una realidad perfecta, lo que supondría una contradicción en sus términos, pues sólo Dios es perfecto. Todo aquello que no es Dios contiene en sí la capacidad de corrupción, de pecado, el cual Dios permite por amor a sus criaturas [217], pues es consciente del riesgo al que está expuesta su creación, pero su amor, bondad y gracia son mucho más poderosos; Dios no abandona nunca a sus criaturas, y las conduce hacia la salvación, hacia su consumación definitiva [218].
De igual manera, el hombre experimenta el mal en su existencia. El ser humano es criatura y, por consiguiente, no es perfecta y alberga en sí la capacidad de corrupción; asimismo, el hombre nace ya inmerso en una historia en medio de la cual el pecado ya habita y destruye: el mal también le es precedente [219]; es decir, las personas han ido creando situaciones que hacen que el hombre llegue a pecar [220], lo que tradicionalmente se ha conocido como «pecado estructural» [221]. Por todo ello, la humanidad se ve afectada por esta realidad negativa del mal y necesita de la salvación ofrecida por Dios en Cristo. A esta condición a la que todo ser humano está sujeto se la ha conocido tradicionalmente como pecado original, el cual es universal (a todos afecta), originario (como consecuencia de la naturaleza humana) y radical (que lo constituye como pecador). Por tanto, no debemos considerarlo como algo que se transmite (como a lo largo de la historia se ha llegado a afirmar), sino como algo inherente a lo que el ser humano es [222]. Se trata de una realidad negativa que «no supone solamente la transgresión de un mandamiento de Dios, sino, al mismo tiempo, el malograrse el hombre a sí mismo» [223].
La Sagrada Escritura da cuenta de esta realidad del mal en la existencia humana desde sus primeras páginas [224]: Dios tiene un plan de salvación para el ser humano, pues conoce su tendencia al mal; sin embargo, el hombre, por su condición pecadora, se aparta del sendero que Él le marca para, desde su pretendida autosuficiencia, buscar un camino distinto, aparentemente mejor. El relato de Gn 2-4 pretende explicar cómo la humanidad, en la que la posibilidad del mal opera, no acepta su condición de creatura y no confía en que sus límites pueden serle propicios si se fía de Dios. Consecuencia de su búsqueda personal de divinización es que se rompen en él todas sus relaciones [225]: con Dios, con los hombres, con la creación (incluso consigo mismo). No obstante, la misericordia y gracia de Dios dejan la puerta de la esperanza abierta en la historia para que la redención de Cristo restaure esas relaciones y devuelva al hombre al camino del Padre. El Antiguo Testamento irá reflejando procesualmente cómo el hombre (de dura cerviz) continuamente rechaza la oferta de salvación que Dios le propone (la alianza), lo que le daña a sí mismo (cf. 2S 11), incurriendo en idolatría (Ex 32), infidelidad, adulterio, prostitución (Oseas, amén de otros profetas)… que crea conciencia colectiva del pecado desde una perspectiva personal (cf. Jr 31, 12 y ss.; Ez 18,3) por el cual se acaba concibiendo la transmisión hereditaria de la culpa (cf. Jr 2, 79; Ez 2, 35; Am 2, 4 y ss.) [226]. La literatura sapiencial afirmará la universalidad del pecado (cf. Qo 7, 20), que afecta a todos desde su nacimiento (Sal 51, 7), como predisposición de la condición humana que se inserta en el corazón del hombre y le obstaculiza el camino hacia Dios. Con todo, el pueblo experimenta la gracia salvadora de un Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad y verdad (cf. Ex 34, 6; Sal 102, et al.).
El Nuevo Testamento presenta una teología del pecado [227] en la que, por una parte, los sinópticos recogen una visión subjetiva del mal (proveniente del hombre), a la par que objetiva (que somete al hombre), reafirmando su universalidad y su dimensión social. No obstante, el poder de Dios y de Jesús de Nazaret es siempre más fuerte, destructor del pecado. La teología joánica y paulina, por otra, lo tratan como una fuerza que va más allá de las meras acciones individuales, insistiendo igualmente en la universalidad de éste como el supuesto necesario para afirmar la voluntad salvífica universal de Dios (cf. Rm 5, 12-21) [228]. Para Pablo la situación de corrupción del mundo tiene dos causas: la fuerza del mal que somete a los hombres y la propia responsabilidad del individuo. De ambas nos libera y redime Cristo en la cruz.
La historia de la teología, apoyándose en la Escritura, no ha podido obviar una reflexión sobre esta realidad humana, siendo San Agustín el máximo exponente de esta reflexión y acuñador del término pecado original, por el cual pretende expresar la escisión interna de la realidad humana, la no procedencia divina del mal (contra el maniqueísmo), la incapacidad del hombre para salvarse a sí mismo (contra el pelagianismo), y, por consiguiente, la voluntad amorosa de Dios que salva y libera del pecado por la redención de Cristo. Agustín basará su teología del pecado original especialmente en Rm 7, 15, para salvaguardar la necesidad de la gracia para la salvación del hombre, y Rm 5, 12, por el que acabará afirmando la transmisión del pecado original [229]. La Iglesia adoptará la postura agustiniana en diferentes sínodos y concilios. En primer lugar, en el sínodo de Cartago [230] (418) se afirma la muerte física como pena por el pecado (Canon 1), se usa por primera vez de modo magisterial el término pecado original en relación con el respaldo del bautizo de los neo-natos (Canon 2), a la par que sostiene la condenación de los niños sin bautizar (Canon 3). Por su parte, el Concilio de Orange [231] (529) afirmará que, en virtud de la unidad del ser humano, el pecado original afecta tanto a cuerpo como a alma (Canon 1), transmitiéndose no sólo la pena (muerte), sino también la culpa (Canon 2).
La teología medieval intentará indagar acerca de la naturaleza y modo de transmisión del pecado original con diferentes visiones: por una parte, la concupiscencia, es decir, la tendencia del deseo del hombre hacia lo creatural y no hacia el creador, siendo el acto sexual el grado máximo de ésta, que posibilita la generación de vida afectada por el pecado original (Pedro Lombardo y Hugo de San Víctor). Anselmo de Canterbury afirmará que el pecado original es una privación originaria, un déficit de comunión con Dios [232]. Santo Tomás, por su parte, realizará una síntesis por la que la forma del pecado original es dicha privación y la materia es la concupiscencia (cf. S. Th., I-II, q. 82, a. 4.); así, desarrollará una teoría de solidaridad corporativa del hombre.
La reforma protestante cuestionará estas reflexiones. Lutero afirmará que el pecado permanece en el hombre, sin que haya bautizo que lo borre (peccatum manens), sino que simplemente consigue que no se impute, pues la voluntad del hombre tiende irremediablemente hacia el mal. Sólo por Cristo y la fe somos salvados y justificados en virtud de sus méritos redentores. El Concilio de Trento [233] en su sesión V [234] (1543), recuperando los cánones de Orange y Cartago, afirmará el perdón del pecado original por el bautismo, quedando simplemente como concupiscencia, que se mantiene para la santificación y perfección del alma. Según los padres conciliares, «en los renacidos nada odia Dios» (DH 1515). Pese al pesimismo post-tridentino de Bayo y Jansenio, la Iglesia permanecerá firme en esta doctrina hasta el Concilio Vaticano II, en el que, centrándonos en GS 13, sin usar el término pecado original, hablará de la situación pecaminosa del hombre y su división interna en la lucha entre el bien y el mal que el ser humano experimenta en su corazón. No obstante, lo capital es que Cristo ha venido a salvar al hombre y librarlo de esta esclavitud para llevarlo a la plenitud por medio de la redención. De manera optimista, muestra la condición de la humanidad, pero también la excelencia de su vocación a la santidad por el infinito amor de Dios manifestado en la cruz [235].
La teología moderna intenta también dar una explicación convincente al concepto de pecado original alejándose de toda concepción de transmisión y acentuando la acción redentora de Cristo para superar dicha situación de la naturaleza humana. Karl Rahner define pecado original como «co-determinación originaria de la propia libertad por la culpa ajena» [236], afirmando que se trataría de una situación universal de condenación y perdición que afecta a toda la humanidad, obviando en gran parte la responsabilidad individual y la condición creatural del ser humano [237]. Por su parte, Wolfhart Pannenberg [238] defiende la noción de pecado original como el autocentramiento del hombre, siguiendo la tradición agustiniana de «homo incurvatus in se» o «amor sui», que está inserto desde siempre en la naturaleza humana. El hombre es, por tanto, pecador por naturaleza; sin embargo, su naturaleza no es pecaminosa, pues está llamada y orientada a salir de sí. La ruptura de esta dinámica de autocentramiento sólo se rompe con el nuevo nacimiento en Cristo (cf. Gal 2, 20), quien, por su muerte redentora, nos justifica a todos los hombres ante Dios, pues donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rm 5, 20) y en Él la redención es abundante (cf. Sal 129).
En conclusión, la condición pecadora del hombre es una realidad de la que todos somos conscientes y que afecta a la persona interna y externamente, lo que se percibe de modo evidente a través de sus actos [239]. La reflexión tanto exegética como teológica de dicha condición va orientada, más que a dar explicación de cómo y por qué, a constatar la necesidad de la redención en Cristo como modo de actuar de Dios para librar a los hombres de esta situación de culpa y condena [240] y conducirlos por el sendero de su plan originario para volver a gozar de la justicia originaria. Ahora bien, solamente aceptándose como pecador, aceptando libremente ser criatura redimida, el ser humano puede comenzar de nuevo este camino de regreso [241]. Así pues, el culmen de la historia de la salvación viene dado por la encarnación del Hijo de Dios para la redención de los pecados, pues sólo Dios es capaz de salvar y contrarrestar el poder del pecado y de la muerte por la infinitud de su gracia (cf. 2Co 12, 9) para alcanzar la justificación ante Él. Tanto amó Dios al mundo, a su creación, que entregó a su Hijo (cf. Jn 3, 16), de tal forma que en Cristo y su sacrificio se manifiesta plenamente el amor ilimitado de un Dios que combate el mal y se aúna en el sufrimiento con el hombre para redimirlo [242].
Justificados por la gracia de la redención
La justificación debe ser entendida como el perdón de los pecados, la redención (cf. Ef 1, 7), una iniciativa de Dios, que tiene su origen en su amor absoluto e incondicional por sus criaturas, con independencia de toda acción o voluntad del ser humano, salvo la acogida que éste debe libremente asumir para vivir conforme a esa gracia recibida [243]. Así pues, la gracia se trata del «gesto divino que, cuando es acogido por el hombre, lo rescata de la esclavitud del pecado y de la muerte y le comunica una nueva forma de vida, participando del propio ser de Dios» [244]. Como ya hemos afirmado, la humanidad se ve afectada irremediablemente por el mal, que le imposibilita hacer completamente el bien, motivo por el cual necesita, desde el principio, de la acción salvífica de Dios. Por su parte, el ser humano, mediante la fe, puede responder y aceptar libremente esa propuesta redentora de Dios, dada a todos los hombres por el sacrificio de Cristo, en su vida y colaborar con ella. Dios mismo actúa en la salvación del género humano, cuya libertad respeta y sin el cual no quiere salvarnos: «Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti» [245]. Mediante esta acción gratuita, libre, amorosa y sobreabundante de Dios, a la que llamamos gracia, en el mundo, donde habita el ser humano, se transforma la condición de éstos hacia la comunión plena con Él por la filiación.
Dios es justo y todo aquel que cree en Jesús como su redentor halla justificación ante Él (cf. Rm 3, 26). Así pues, sin la libre aceptación del hombre, no puede obrar Dios su redención completamente en él. Por último, la fe, don de Dios a los hombres, es inicio y fundamento de la justificación; es entrega libre y total a Dios en Jesucristo [246], y, por ella, la persona experimenta la acción gratificante de la redención divina, que le mueve a una nueva vida de comunión con Dios, a la relación filial con Él, que afecta y transforma todos los ámbitos de su vida para, paulatinamente, ir recobrando su condición originaria [247].
En el Antiguo Testamento [248], cuando se habla de justicia de Dios (cf. Dt 33, 21), se hace referencia a la manera en que Yahveh actúa con su pueblo desde la alianza: Dios salva y favorece a su pueblo elegido, que debe serle fiel practicando la justicia, la solidaridad y la alabanza (1R 8, 32; Sal 71, 2; Sal 106, 1…). Dios da todo a su pueblo, sin que éste tenga que hacer más mérito que no olvidarse de Él ni de su Ley (cf. Dt 8-9). Dicha salvación se introduce en el marco de una liberación mesiánica, o sea, tiene una impronta escatológica (Is 9,6; Jr 23, 5; Is 51, 1-8…). Así pues, ser justo equivale al cumplimiento de la Ley, poniendo la confianza en Dios y en la esperanza soteriológica, dando importancia a las obras del justo, y a la afirmación de la salvación universal de todos los pueblos (cf. Is 42,4; Is 62,2; etc.). Estas serían las bases para el desarrollo de la teología de la justificación paulina, la más desarrollada en el Nuevo Testamento, si bien encontramos referencias de ella en los evangelios sinópticos, que hablan de la justicia de Dios en conexión con el Reino (cf. Mt 3, 15, 5; Mt 6, 10; Lc 18, 14, etc.).
San Pablo mantendrá, pues, esta concepción veterotestamentaria y la reinterpretará desde el acontecimiento Cristo [249]: la justicia procede de Dios y se da al ser humano por mano de Jesús de Nazaret, muerto por nosotros para la redención de los pecados, en quien la justicia divina se muestra en forma de perdón y misericordia, que destierra el pecado del hombre (Cf. Rm 1, 18). Así pues, la justificación [250] de la humanidad se da por la fe en Cristo, el salvador, y no por aquello que obran las personas (cf. Ga 3, 8- 14). Dado que todos los hombres pecaron, la justificación es universal, pues es necesitada por todos y a todos es dirigida esta iniciativa de Dios por la fe, por el don de su gracia, y en virtud de la redención realizada por el Señor Jesús (cf. Rm 3, 21-26). Para el apóstol de los gentiles, ser justificado es sentirse amado por Dios sin que el hombre haya realizado mérito alguno para merecerlo; en palabras de Paul Tillich: justificación es aceptar que eres aceptado aunque te sientas inaceptable [251]. Su amor y misericordia son incondicionales y precedentes, pues él nos amó primero para que aprendiésemos a amar (cf. Ga 2, 20; 1Jn 4, 10-11), para que nuestras vidas redimidas experimenten una transformación hacia Él [252]. Todo esto acaece en su plenitud en Cristo, en quien, por la gracia de Dios, todos estamos llamados a participar de su obra redentora, que nos conduce a una vida nueva como don gratuito (cf Ga 3, 16-20). Así pues, la gracia de Dios es Jesucristo, su acontecimiento redentor y salvador que nos trasforma, de modo que gracia, justificación y filiación van de la mano en la teología paulina (cf. Ga 4, 4-17). La salvación acontece por el amor gratuito de Dios, siendo la fe la aceptación de esa gracia, que es más poderosa que el pecado y sobreabunda allá donde aquel se encuentra (cf. Rm 5, 20), del cual libera por la incorporación a la muerte y resurrección de Cristo (cf. Rm 6, 4ss) y nos conduce a la vida como hijos de Dios (cf. Rm 8, 14).
Teniendo la Sagrada Escritura como base, la reflexión sobre la justificación ha sido un continuo en el devenir de la historia de la teología, no tanto en términos descendentes (el don de Dios al hombre por la redención), sino más bien por el papel del hombre ante el perdón de los pecados. Por un lado, se encuentran aquellos que, como Pelagio, en su obra de Natura, afirmando enteramente la bondad del ser humano, defienden la libertad del hombre y su capacidad y tendencia propias para obrar el bien, por lo que la persona, por méritos propios, puede alcanzar su misma salvación (Cristo, pues, sería un simple ejemplo y la gracia, un auxilio exterior). San Agustín desarrollará su teología al respecto, sentando precedente en la historia para su desarrollo futuro [253]; contestará a esta herejía tras constatar la tendencia del mal en el ser humano (cf. Rm 7, 14) y afirmará la incapacidad de la humanidad para salvarse a sí misma: éste requiere la gracia de Dios para su salvación [254]; es decir, no desmerece la dignidad y responsabilidad de la humanidad, pero remarca la primacía de la voluntad salvífica de Dios: «ni la gracia de Dios sola ni el hombre solo, sino la gracia de Dios con él» [255]. De este modo, afirma que la gracia es la acción amorosa de Dios que regenera el interior del hombre sanando la voluntad, por lo que, sin ella, no hay conocimiento del bien, ni buenas acciones.
Como ya hemos apuntado, el Sínodo de Cartago (418) confirma la doctrina agustiniana y afirma, en sus cánones III y IV (DH 225-227), que la gracia, por la redención en Cristo en la cruz, no sólo nos obtiene el perdón de los pecados, sino que también contribuye a que no cometamos más mal, pues actúa tanto en la inteligencia del ser humano como en su corazón, como fuerza interior donde el hombre opta por el bien. Por su parte, el Concilio de Orange (529; DH 373 y ss.) rebate a los que, por otro lado, situaban en un mismo nivel la gracia y la libertad humana, debiendo elegirse una en detrimento de la otra (como los semipelagianos, encabezados por Juan Casiano y Fausto Ríez). Los padres conciliares negarán esta doctrina suya de la predestinación (Dios determina todas las acciones humanas), distinguiéndola de la presciencia de Dios (Él sabe con antelación y observa las acciones humanas); de este modo, concilian la providencia con la libertad de los hombres, afirmando la primacía absoluta de la gracia sobre la voluntad y libertad humanas, así como la necesidad absoluta de la gracia para poder hacer el bien. Desde entonces, la Iglesia permaneció fiel a la teología agustiniana, desarrollándola y aclarándola frente a quienes pretendían amenazarla. La teología medieval, por su parte, tiende a una cosificación de la gracia como inhabitación del Espíritu en la criatura por su donación amorosa (cf. Pedro Lombardo), de ahí que Santo Tomás vea la necesidad de distinguir entre gracia increada (Dios mismo) y creada (la acción de Dios en el hombre) [256]. Asimismo, confirmará que el hombre está llamado a la visión beatífica, es decir, a la plena comunión con Dios, obtenida a través de la gracia, la cual, siendo algo externo a él, actúa interiormente como un hábito, generando en el ser humano la actitud necesaria para restablecer la relación plena con Dios, perfeccionando la naturaleza humana (cf. S. Th., I-II, 113, a. 8).
La gran controversia llegará con la reforma de Lutero [257], quien afirmará radicalmente que la justificación sólo se alcanza por la fe (sola fides); es decir, si el hombre adquiere la salvación, no es en virtud de sus buenas obras, sino sólo por la creencia en Jesucristo (solus Christus), quien nos hace justos ante Dios en virtud de sus méritos redentores. El hombre es a su vez justo y pecador (simul iustus et peccator), por lo que sus obras nada pueden contribuir para su salvación. Por tanto, para la salvación de los hombres sólo es necesaria la gracia de Dios (sola gratia), cuyo testimonio más fehaciente encontramos en la Sagrada Escritura (sola Scriptura). Por consiguiente, la humanidad, privada de libertad por el pecado, no puede hacer nada para salvarse, por lo que sólo le queda esperar la salvación de Dios (soli Deo gratia). Para la reforma luterana, no sólo el don de la redención de Jesús es suficiente, sino, de igual modo, la fe en esa redención [258], pues la gracia tiene la primacía sin la necesidad de la colaboración del hombre ya que éste, corrompido por el mal, no puede hacer el bien.
Ante tales afirmaciones, el Concilio de Trento remarcará el poder del pecado y la necesidad universal de la salvación de Cristo ante la incapacidad del hombre. Destacará, como medios para obtener la justificación, la gracia, la fe y la caridad, que conlleva las buenas obras para la colaboración con el don divino. En lo concerniente a la gracia y la libertad, la tesis central de este concilio, que resume su doctrina sobre la justificación (cf. sexta sesión, 1547, DH 1520-1583), es: «en el encuentro entre Dios y el hombre, no puede decirse ni que el hombre no haga nada al recibir la gracia de Dios, puesto que puede rechazarla, ni que sin la gracia de Dios el hombre pueda realizar el bien para ser justo ante Dios» (DH 1525); por consiguiente, el ser humano, por la fe, tiene libertad para aceptar o no el don de Dios, de tal forma que la redención sea operante y definitiva en él y produzca en él frutos de vida nueva. Por consiguiente, la gracia, inherente y presente en el ser humano, es el favor de Dios que mueve al hombre a la justificación y lo hace perseverar en el bien.
Tras Trento, surgirán diversas controversias, finalmente declaradas erróneas por la Iglesia, entre las que sobresalen la de Miguel Bayo, que afirma que la gracia es arbitraria y selectiva, una exigencia eficaz en el ser humano, y la de Jansenio, quien declara que la gracia no se ofrece a todos, sino a unos pocos elegidos [259]. Más notoria fue la controversia «de auxiliis» entre dominicos y jesuitas. Los primeros, liderados por Domingo Báñez, se centraban más en la gracia en detrimento de la libertad, arguyendo que Dios predetermina todas las acciones para que los hombres actúen según la gracia; mientras tanto, los segundos, con Luis Molina al frente, sostendrán el concurso simultáneo, por el que gracia y libertad actúan al mismo tiempo. El error de ambas posturas consiste en situar tanto gracia como libertad al mismo nivel; sin embargo, por mandato pontificio de Pablo V, nunca llegaría a zanjarse esta disputa.
Por su parte, la teología moderna seguirá con la reflexión: Rahner, para quien la gracia es autocomunicación de Dios en Cristo por medio del Espíritu Santo, argumentará que gracia y libertad son directamente proporcionales, siendo así que, a mayor gracia, mayor libertad, evitando caer en posturas jansenistas que determinen una exigencia de la gracia (pues dejaría de ser tal), o en consideraciones que sitúan la gracia como elemento externo que «adorne» la naturaleza humana [260]. Para el teólogo alemán, el pecado es condición de posibilidad de la libertad humana [261], por ella el hombre puede o bien acoger la salvación de Dios, o bien inclinarse por sus intereses egoístas [262]. No obstante, el ser humano está orientado hacia la comunión con Dios y para ello Él le ofrece su gracia, pues el hombre es creado capaz de recibir y acoger la autocomunicación de Dios (la gracia), cuya asunción es un acto de libertad (creada a su vez por gracia de Dios como don). Henri de Lubac, en este sentido, contestará afirmando que el ser humano está orientado hacia la gracia como don, como regalo de Dios [263]. Por su parte, Wolfhart Pannenberg [264] hablará de la gracia como la preservación del Creador a sus criaturas por la incapacidad del hombre para librarse de la realidad del mal; Dios interviene en la historia para paliar las ruinosas consecuencias del pecado en una creación continua que hace surgir el bien del mal, de tal forma que la humanidad sólo puede liberarse, redimirse, cuando se configura según la imagen del Hijo. El CVII describirá la gracia de un modo relacional, como libre entrega de la existencia (DV 5), como participación en la vida divina y filiación a través de la inhabitación del Espíritu (LG 2-4), como don de Dios, mediado por Cristo (LG 8; 14; 28; etc.), para la universal salvación de todos los hombres (GS 22; AG 7) [265]. Por consiguiente, la libertad humana es una dimensión importante que salvaguarda la efectividad de la redención y la apertura a la gracia, pues depende de la persona aceptarla e iniciar una nueva relación con Dios de filiación en Cristo [266].
Carlos Diego Gutiérrez, repositorio.comillas.edu
Notas:
183 Vid. Capítulo I y II, pág. 6-38.
184 Vid. Capítulo V, pág. 72-77.
185 Cf. Rahner, Curso Fundamental sobre la fe (Barcelona: Herder, 2012), 100-101.
186 Hacemos referencia a lo que Paul Tillich ha considerado como conmoción ontológica en su obra Teología Sistemática, vol. 1 (Salamanca: Sígueme, 2010), 242‐249.
187 Cf. Rahner, Curso Fundamental sobre la fe, 103-104.
188 Juan Luis Ruiz de la Peña, Teología de la Creación (Santander: Sal Terrae, 1998), 127.
189 Pedro Fernández Castelao, “Antropología teológica”, en La lógica de la fe, ed. Ángel Cordovilla, (Madrid: Universidad Pontifica Comillas, 2013), 194.
190 Vid. Capítulo VI sobre la escatología y la consumación de la Creación (pág. 84-94).
191 Gershom Scholem, Conceptos básicos del judaísmo (Madrid: Trotta, 1998), 47-48.
192 Cf. Fernández Castelao, 193.
193 Cf. Gerhard Von Rad, Teología del Antiguo Testamento I (Salamanca: Sígueme, 1969), 26.
194 Cf. Ireneo de Lyon, “Contra las herejías”, IV, 14, 1, en Teología de San Ireneo IV, trad. Antonio Orbe (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1996), 185-189.
195 Cf. Orígenes, Sobre los principios (Madrid: Editorial Ciudad Nueva, 2015).
196 Cf. Luis Ladaria, Introducción a la antropología teológica (Estella: Verbo Divino, 1993), 44-45.
197 Cf. Wolfhart Pannenberg, Teología Sistemática, vol. 2, (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 1996), 1.
198 Paul Tillich, Teología sistemática II, la existencia y Cristo (Salamanca: Sígueme, 2010).
199 Cf. Pannenberg, Teología Sistemática, 54‐55.
200 Cf. Enrique Sanz Giménez-Rico, Ya en el principio: Fundamentos veterotestamentarios de la moral cristiana (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2008), 46.
201 Vid. Capítulo VI, pág. 89-94.
202 Cf. Rahner, Curso Fundamental sobre la fe, 60-62.
203 Ruiz de la Peña, Teología de la Creación, 127.
204 Cf. Ladaria, Introducción a la antropología teológica, 46.
205 Pannenberg, Teología Sistemática, Vol. 2, 21-22.
206 Señalamos que para la doctrina protestante no habrá diferencia entre ambos términos, pues tanto imago como similitudo harían referencia a la justicia originaria de la que gozaba el hombre.
207 Cf. Martín Gelabert Ballester, Jesús, revelación del misterio del hombre: ensayo de antropología teológica (Salamanca: San Esteban, 1997), 45-46.
208 Comisión Teológica Internacional, “Comunión y servicio: la persona humana creada a imagen de Dios, 11”, en Documentos 1969-2014 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2017), 686.
209 Cf. Gerhard von Rad, El libro del Génesis (Salamanca: Sígueme, 1982), 92.
210 Cf. Juan Luis Ruiz de la Peña, Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental (Santander: Sal Terrae, 1988), 20-25.
211 Cf. Ibíd., 78.
212 Cf. Luis Ladaria, Antropología teológica (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 1983), 87-88.
213 Cf. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, 79.
214 Sobre el pecado vid. también capítulo V, pág. 78-79.
215 Cf. Sanz Giménez-Rico, 116.
216 Cf. Agustín de Hipona, “Confesiones”, libro VII, cap. XII, en Obras completas de San Agustín II (Biblioteca de Autores Cristianos: Madrid, 1946), 583-584.
217 Cf. Gisbert Greshake, ¿Por qué el Dios del amor permite que suframos? (Salamanca: Sígueme, 2008), 54.
218 Cf. Pannenberg, Teología Sistemática, Vol. 2, 183.
219 Adolphe Gesché, El mal (Salamanca: Sígueme, 2010), 86-87.
220 Cf. José Ignacio González Faus, Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre (Santander: Sal Terrae, 1987), 72-77.
221 Vid. Capítulo V, pág. 76-77.
222 Cf. Rahner, Curso Fundamental sobre la fe, 134.
223 Wolfhart Pannenberg, Antropología en perspectiva teológica (Salamanca: Sígueme, 1993), 118.
224 Cf. Juan Luis Ruiz de la Peña, El don de Dios. Antropología teológica especial (Santander: Sal Terrae, 1991), 47-108.
225 Cf. González Faus, 229-230.
226 Cf. Marciano Vidal, Pecado, en Conceptos fundamentales del cristianismo, ed. Casiano Floristán y Juan José Tamayo (Madrid: Trotta, 1993), 988-989.
227 Cf. Hans Walter Wolff, Antropología del Antiguo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2017), 216-217.
228 Cf. Ruiz de la Peña, El don de Dios. Antropología teológica especial, 80.
229 Cf. Ibíd., 128-131.
230 DH 222-224.
231 DH 371-372.
232 Cf. Ruiz de la Peña, El don de Dios. Antropología teológica especial, 138-140.
233 Cf. Ibíd., 146-153.
234 Cf. DH 1510-1515.
235 Cf. Ruiz De La Peña, El don de Dios. Antropología teológica especial, 157-158.
236 Cf. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 144-145.
237 Cf. Karl Rahner, “Consideraciones teológicas sobre el monogenismo” en Escritos de Teología I (Madrid: Taurus, 1967), 307.
238 Cf. Pannenberg, Antropología en perspectiva teológica, 131-133.
239 Sobre el comportamiento ético cristiano, vid. Capítulo V, pág. 72-77.
240 Cf. Marciano Vidal, Moral fundamental. Moral de actitudes I (Madrid: Perpetuo Socorro, 1990), 676- 677.
241 Cf. José Román Flecha, Teología moral fundamental (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2001),163-164.
242 Cf. Andrés Torres Queiruga, Creo en Dios Padre. El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre (Santander: Sal Terrae, 1986), 140.
243 Sobre el llamado dinamismo virtuoso, vid. Capítulo VI, pág. 87-88.
244 Ruiz De La Peña, El don de Dios. Antropología teológica especial, 316.
245 Agustín de Hipona, Sermón 169, 13, en Obras Completas de San Agustín XXIII (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1983), 660-661.
246 Cf. Luis Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1997), 268.
247 Gelabert Ballester, 230.
248 Cf. Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia, 186-189.
249 Ibíd., 193.
250 Véase: Joseph A. Fitzmyer, “Teología de San Pablo”, en Comentario bíblico “San Jerónimo”, Tomo V, ed. Raymond E. Brown, Joseph A. Fitzmyer, y R. E. Murphy (Madrid: Ediciones Cristiandad, 1986), 805- 807.
251 Paul Tillich, Pensamiento cristiano y cultura en occidente. De los orígenes a la Reforma (Buenos Aires: La Aurora, 1976), 245.
252 Cf. Ruiz de La Peña, El don de Dios. Antropología teológica fundamental, 248-251.
253 Cf. Ibíd., 280.
254 Agustín de Hipona, “De natura et gratia”, en Obras de San Agustín VI (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1947).
255 Agustín de Hipona, “Sobre la gracia y el libre albedrío”, en Obras de San Agustín IV, cap. 5, 12 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1947), 239.
256 Cf. Theodor Schneider, Manual de Teología dogmática (Barcelona: Herder, 2005), 654.
257 Cf. Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia, 200-206.
258 En la declaración conjunta de 1999 entre católicos y luteranos, se afirma finalmente que ambas confesiones mantienen la misma doctrina sobre la justificación, aunque con diferencias teológicas a la hora de explicarla, por lo que no son motivo de excomunión entre ambas iglesias.
259 En la bula Cum occasione, Inocencio X reafirma la postura de la fe de la Iglesia de que Cristo murió por todos.
260 Cf. Rahner, Curso Fundamental sobre la fe, 136-146.
261 Cf. Ibíd., 133.
262 Cf. Ibíd., 121-125.
263 Cf. Henri de Lubac, El misterio de lo sobrenatural (Madrid: Encuentro, 1991), 272.
264 Cf. Pannenberg, Teología sistemática, Vol. 2, 251-300.
265 Para un desarrollo sobre la actuación de la gracia en el hombre, vid. Capítulo VI, pág. 88-90.
266 Cf. Juan Luis Ruiz de la Peña, Creación, gracia y salvación (Santander: Sal Terrae, 1993), 88.
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