Introducción
«La doctrina de la redención se refiere a lo que Dios ha realizado por nosotros en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, a saber, la remoción de los obstáculos que se interponían entre Dios y nosotros, y el ofrecimiento que nos hace de participar en la vida de Dios» [1]
La noción de redención se encuentra íntimamente relacionada con nuestra fe, siendo uno de los términos claves para su comprensión. Si bien es verdad que, fuera de ámbitos académico-teológicos y litúrgicos, es un concepto que no se encuentra en boca del creyente, ni entra en su reflexión u oración cotidiana (quizá incluso ni siquiera en sus pensamientos o interrogantes cristianos), la redención goza de un lugar preminente en la fe que profesamos, a la vez que toca todos y cada uno de los aspectos vitales de la existencia humana: personal, social, relacional, creacional, trascendental…
Esta relevancia se debe a que el ser humano está llamado a la plena comunión con Dios, imposibilitada por el mal que se halla presente en la creación y le afecta. Dado que la redención es el perdón de los pecados (Ef 1, 3-10; Col 1, 12-20), es gracias a ella que alcanzamos esta meta salvífica de Dios. Por este motivo, no debemos confundir redención con salvación, pues esta primera es el medio que Dios ha elegido a lo largo de la historia (hasta su realización definitiva por el Hijo), para que el hombre alcance su destino querido por Dios: la salvación. No obstante, por esta relación efectivo-causal, estos términos se encuentran intrínsecamente relacionados entre sí: sin redención, no hay salvación.
Por tanto, por salvación [2] entendemos el estado de realización plena y definitiva de todas las aspiraciones del corazón del hombre en las diversas dimensiones de su existencia [3]. La Iglesia ha ido describiendo y explicitando esta salvación en términos como justificación, expiación, satisfacción…, presentes ya desde el Antiguo Testamento, pero que, de igual modo, se encuentran recogidos en la concepción de redención.
En el Antiguo Testamento hablamos de salvación en dos dimensiones [4]: la primera es liberación; Israel tiene la experiencia de la salvación como pueblo liberado de la esclavitud para ser introducido en la tierra prometida (el Éxodo es prototipo de la redención veterotestamentaria). La segunda, expiación: el pueblo elegido experimenta el pecado, el cual sólo Dios puede sanar. En el Nuevo Testamento [5] se subraya principalmente la salvación del pecado y de la muerte (en sentido escatológico), gracias a la muerte y resurrección redentoras de Cristo. Esto trae consigo una nueva forma de relación con Dios y con las personas, a la espera de una salvación última y definitiva.
De igual modo, el Nuevo Testamento y la Tradición han empleado diversidad de categorías para nombrar la salvación reconociendo siempre que ésta viene, en primer lugar, por iniciativa de Dios (cf. 2Co 5, 18): la salvación nos alcanza porque Cristo nos la ha traído a los hombres por su redención. De esta manera, se aúna la identidad ontológica de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, manifestando el significado redentor de la encarnación (no se redime lo que no se asume) con su consecuente despliegue histórico, hasta su muerte, consumación de la encarnación [6].
El presente trabajo pretende, por una parte, realizar una síntesis de los contenidos teológicos adquiridos durante los cursos pasados; y, por otra, mostrar la interrelación de éstos desde la perspectiva de la redención. De esta manera, el objetivo de las siguientes páginas consiste en aclarar la importancia de este término en relación con las disciplinas teológicas, a la vez que subrayar, por tanto, su importancia para la vida de los hombres, pues, en definitiva, desde su relevancia en el presente, nos proyecta hacia el futuro de sentido pleno al que se orientan el creyente: la vida eterna, la comunión con Dios.
Así pues, tras esta breve introducción, comenzamos con el desarrollo del trabajo con la siguiente estructura: Dado que la salvación es un don del Dios que se ha manifestado a los hombres por iniciativa propia, es necesario comenzar con esta autorrevelación (capítulo I), para continuar con una reflexión sobre el Dios que nos ha traído a los hombres la redención mediante Jesucristo (capítulo II). Tras ello, nos centramos en los destinatarios de esta salvación: la creación y, en ella, primordialmente el ser humano (capítulo III). A continuación, abordamos la forma de vivir esta redención: en la Iglesia, donde experimentar la gracia redentora a través de los sacramentos (capítulo IV), y en las acciones humanas (capítulo V). Finalizamos con el tratado sobre la existencia cristiana en su devenir hacia la consumación plena escatológica, para concluir con un breve apartado sobre María como aquella en quien la redención marcó toda su vida, y la de la humanidad (capítulo VI). Asimismo, se incluye un pequeño apartado conclusivo y personal sobre cómo acercarnos a la redención en la reflexión y pensamiento actuales.
Por consiguiente, desde la iniciativa de la revelación de Dios, pasamos a la realidad del ser humano, para analizarla desde la realidad de Cristo, iluminadora de la nuestra por su vida, muerte y resurrección redentoras. El Misterio Pascual, pues, dota de sentido a la naturaleza del hombre desde el amor intradivino, y sólo desde ahí es posible hablar del retorno del hombre redimido a Dios a partir de su vida en actos personales y sociales, guiado y auxiliado por la gracia de Dios. Asumida libremente, la redención se va acrecentando en la persona hasta llegar a la recapitulación de toda la creación y manifestación plena de la redención, que traerá consigo la salvación, es decir, la comunión plena con Dios en el Amor.
I. La redención revelada
El cristianismo se entiende como una religión de redención [7]. Por este motivo, es necesario comenzar centrando nuestra mirada en el concepto fenomenológico de religión, que se enmarca dentro de la complejidad de la naturaleza humana, y que lo acompaña desde el inicio de su existencia hasta el final de sus días, sin que el ser humano pueda desligarse de esta realidad.
A la hora de abordar dicho concepto, es conveniente prestar atención a la definición propuesta por Martín Velasco: «La religión es un hecho humano presente en la historia de la humanidad» [8]. Con ella, remarcamos que nos encontramos ante un hecho humano y, por consiguiente, ante una realidad que no ha sido hecha por Dios, sino por los hombres, los cuales han sido creados por el Amor incondicional de Dios, quien los ha dotado de una dimensión trascendental que los transforma en seres religiosos. En virtud de este don del Creador, el hombre, tras haber experimentado en su interior una carencia y una incapacidad de dar solución a sus interrogantes existenciales, es capaz de salir de sí mismo para encontrarse con las respuestas a las preguntas que agitan su ser más íntimo, para encontrarse con el Misterio que lo ha capacitado para ello como homo capax Dei.
Así pues, al tratarse de un hecho humano, la experiencia religiosa hunde sus raíces en lo íntimo de nuestra existencia. Blondel en la Lettre [9], hablará del «indicio originario», como esa huella que la transcendencia ha dejado en el hombre para posibilitar su apertura a la revelación y conocimiento de ella. Por consiguiente, tras esta primera condición, el ser humano constata una desproporción existente con respecto a lo Otro; a este respecto, el mismo autor, en su obra l’Action [10], denomina dicho desacuerdo bajo los términos volonté voulante y volonté voulue, que manifiestan, respectivamente, la distancia existente entre lo que uno hace y es en su devenir histórico, y entre aquello que quiere o está llamado a ser, o, en otras palabras, la tensión existente entre la resistencia que uno ejerce y el impulso propio hacia la transcendencia. Esto provoca, según este pensador francés, una herida ontológica en el ser humano, haciéndolo consciente de la incompletitud de su ser y de su ansia de plenificación y salvación. De igual manera, se manifiesta en su condición huidiza, es decir, en su incapacidad de adquirir la esencia última de uno mismo (y de los demás); así como en su condición absoluta, como ser que encuentra su plenitud en la alteridad. Asimismo, de modo englobante, la experiencia religiosa como hecho humano se halla presente en la condición trascendente del hombre, en su posibilidad de salir de su propia existencia como modo, a su vez, de entrar en sí mismo. Karl Rahner hablará de «experiencia transcendental» [11] como algo estructural y constitutivo, que no se remite a lo categorial (lo cual abarca y supera), sino que muestra el horizonte del hombre, cuya apertura lo capacita para esta experiencia [12].
En este sentido, visto que el fenómeno religioso está vinculado a la naturaleza humana, la cual es temporal (contingente), dinámica y abierta, el hecho religioso se manifiesta de diferentes maneras a lo largo del tiempo, del espacio y de las culturas; no obstante, pese a esta diversidad manifiesta, es posible afirmar que entre todas ellas existe una unidad incuestionable e intrínseca. El filósofo alemán K. Jaspers [13], establece una división respecto a esta pluralidad de manifestaciones religiosas a lo largo de la historia; en ella, sitúa el S. VI a.C. como un punto clave en el surgimiento de las grandes transformaciones en las creencias de la humanidad, considerando las anteriores a esa fecha como «pre-axiales» (nacionales, politeístas, temporalmente circulares…), y las posteriores como «post-axiales» (lo absoluto se entiende desde la relación personal con la divinidad y la identificación con ella…) [14].
Esta pluralidad del fenómeno religioso en diferentes épocas y culturas ha traído consigo una serie de intentos de reduccionismos de éste a hechos también finitos: de carácter antropológico, en cuyo centro sitúa el hombre mismo y sus cualidades (cf. Feuerbach), olvidándose de las realidades divinas que lo superan y de la misma esperanza salvífica; o psicológico, que ve la religión como un mecanismo potenciador del bienestar en el hombre (cf. Freud), sin tener en cuenta que la experiencia no procede de la propia mente, sino de una realidad distinta y trascendente que le lleva a la plenitud; o de corte moralista, que la considera como actuación moral del hombre, como un simple ethos (cf. Kant), que no considera que la religión no es un constructo social fruto del consenso; o racionalista, que ve este hecho desde el conocimiento racional (cf. Spinoza, Hegel…), sin tener presentes otras dimensiones humanas implicadas; o sociológico, que ve la religión como una sacralización de las relaciones sociales (cf. Marx, Durkheim…), desestimando todo acontecimiento anterior, existencial, transcendente y soteriológico.
No obstante, pese a esta evidenciada pluralidad, hemos señalado el nexo común que aúna a todas estas manifestaciones: el Misterio, es decir, la transcendencia absoluta, lo Otro. El ser humano se halla orientado hacia él como meta de su realización existencial, como aquello totalmente ajeno a él, pero que se presenta íntimamente unido a él; o sea, «el hombre se relaciona con el Misterio respondiendo a una previa llamada suya y esta respuesta reviste la forma de la entrega incondicional en él mismo» [15]. Podríamos definir Misterio como aquella “realidad invisible, inefable, sumamente transcendente, que afecta al hombre íntima e incondicionalmente” [16]. Así pues, nos hallamos en un plano de realidad distinto que, al menos para el ser humano, se torna inaccesible, de tal forma que éste no puede acceder por propia voluntad, de manera directa, desde su plano espacio-temporal, al Misterio, si no es porque éste decide previamente manifestarse (revelarse) al hombre a través de mediaciones [17], denominadas mediaciones o misteriofanías. Por tanto, la religión es el conjunto de mediaciones de las que el hombre se sirve para manifestar lo propio de la fe: la relación recíproca con el Dios revelado.
I.I. Relación de redención con el misterio
La experiencia religiosa se halla íntimamente referida al Misterio, al cual el hombre se entrega en una relación existencial. Según R. Otto, en la religión se pone de manifiesto este vínculo entre el ser humano y lo Santo, que se presenta en su vida como lo «numinoso», como «misterium tremendum et fascinans» [18]. En dicha relación entre el hombre y lo Absoluto, se da un reconocimiento por parte de éste hacia la divinidad en clave de sobrecogimiento y aceptación de una realidad totalmente desbordante para él y distinta a él, ante el cual sólo puede expresar, maravillado y admirado, su total entrega en clave de adoración. Por tanto, la experiencia religiosa supone un descentramiento del hombre en pos de la divinidad mediante la trascendencia personal [19].
Así pues, con el término Misterio se pretende dar cuenta de una realidad que precede y supera al hombre, la cual aparece en su ámbito de existencia y que, consecuentemente, lo reestructura en todas sus dimensiones. No obstante, cabe señalar que no se trata de una realidad inaccesible y oculta para el ser humano, sino más bien una presencia inobjetiva en lo íntimo del sujeto [20], que presupone la acción previa del Misterio en él. El hombre, por su parte, reconoce la realidad desbordante ante la que se encuentra, de tal modo que asume su limitación a la hora de calificarla, nombrarla e, incluso, acceder a ella; no obstante, podemos recurrir a tres términos englobantes para describir la ya mencionada relación del hombre con lo Absoluto: transcendencia, inmanencia y presencia [21]. El primero de ellos remarcaría la incapacidad del ser humano para objetivar el Misterio en categorías, las cuales siempre sobrepasa; el segundo, indicaría la actuación simultánea de éste en el interior del hombre, de tal manera que el Misterio guarda una cercanía con el ser humano. Por último, el tercero, expresa la capacidad del Misterio para hacerse presente en la realidad del sujeto, de tal forma que éste se sienta llamado a una respuesta que desemboque en una relación personal de entrega existencial.
Ahora bien, esta presencia y actuación de la divinidad en la vida de los hombres no guarda sólo un carácter de mero reconocimiento por parte del ser humano (del hombre a Dios), sino también, en mayor medida, un componente voluntario por parte de Dios al hombre: la revelación. La divinidad decide presentarse al ser humano, para que éste pueda conocerlo y orientar su vida hacia él, mostrándole su ser y su voluntad para con él. Es por este motivo que la revelación se constituye como elemento fundamental para la reflexión teológica, a partir de la cual es posible el acceso a otras categorías, especialmente la de la salvación redentora, manifestada en la Palabra de Dios, la cual, hecha carne, alcanza su plenitud reveladora soteriológica. Así pues, la actuación y presencia de la divinidad en la historia de la humanidad guarda un carácter salvífico: el ser humano pone su entera confianza en Dios, pues ve en él la capacidad y el deseo de salvarlo y de conferir sentido a toda su realidad negativa y dotarla de plenitud. Por tanto, este componente redentor del fenómeno religioso adquiere un puesto central, de tal forma que la salvación del hombre es el significado último y capital de la experiencia religiosa, así como la razón primordial de la presencia del Misterio en su vida. Hablamos, pues, de una salvación definitiva, otorgada al hombre por la intervención del Misterio, como esperanza para alcanzar la perfección y plenificación de su existencia tras haber constatado la presencia del mal en su vida [22].
De manera más concreta, la religión católica persigue a su vez este fin, pretendiendo, de igual manera, desde la reflexión teológica, dar cuenta de quién es el Misterio (Dios) y cómo se posiciona el hombre ante Él. Dios se manifiesta en su plenitud como una realidad que excede y desborda nuestras capacidades [23], que se revela en la realidad humana de manera personal y singular, permaneciendo siempre incomprensible. Dios, pues, se revela en lo oculto, siendo Jesucristo quien se convierte en culmen de esta revelación de Dios (Padre) [24]. Así pues, Dios es un misterio de relación con el hombre, de quien debe surgir una respuesta hacia la divinidad. Es por eso que, sin embargo, no se puede hablar de religión por el hecho de que Dios participe en la vida del hombre, sino que es necesaria la ordo ad Deum (S. Th. II-II, 81,1.), es decir, la orientación del hombre a Dios, quien ha querido iniciarla por propia voluntad para salvar al hombre.
De esta manera, la teología católica ve en la revelación no sólo un elemento de utilidad para reflexionar sobre la propia fe y dar razón de ella (cf. 1P 3, 15), sino también como la oportunidad de entablar un diálogo y una relación con el mundo [25], de manera que pueda, mediante ella, ofrecer respuestas a los interrogantes de salvación y búsqueda de sentido que acusan a la humanidad. Esto se debe al hecho de que la revelación, entendida de un modo amplio, afecta directamente a la condición humana pues la revelación es «un principio de irrupción mediante el cual podemos percibir lo visible en lo invisible» [26]; es decir, la revelación hace visible al Otro, es la apertura hacia la trascendencia a través de mediaciones que, manteniendo intacta esta transcendencia y su iniciativa, se manifiesta en lo cotidiano del ser, en la creación, en la belleza que sobrecoge, interpela, sobrepasa nuestro entendimiento y lo transforma.
Consecuentemente, la revelación, a su vez, forma parte esencial de todas las religiones, pues la divinidad, experimentada como presente desde siempre y con anterioridad a todo, se da a conocer a los hombres y los hace partícipes de su plan de salvación para con ellos. Por tanto, toda relación con el Misterio tiene su origen en la iniciativa de Dios que se manifiesta y actúa en la historia de la humanidad como acontecimiento redentor para los hombres, quienes están «radicalmente abiertos al trascendente y a su posible manifestación reveladora» [27]. En este sentido, podemos afirmar que Dios, a través de manifestaciones (plenamente en Jesucristo) se revela a los hombres para transmitirles su plan de redención para el mundo entero, y cuyo efecto es la salvación universal.
I.II. Revelación de la redención en Cristo
Para el cristianismo, la revelación es la autocomunicación del Dios Uno y Trino en el Verbo encarnado, pues «el destino humano de Cristo es la revelación absoluta y pura de Dios» [28]; es decir, la Palabra redentora que Dios ha revelado de manera definitiva y última en Jesucristo [29], «exegeta del Padre» (Jn 1, 18; Hb 1, 1), de tal manera que la revelación es la autocomunicación libre y amorosa de Dios en Jesús de Nazaret, que supone la relación definitiva entre el hombre y el Absoluto (Padre), por su filiación. Por consiguiente, podemos entender la revelación como iniciativa de Dios en la manifestación de su poder salvador en los hechos y, especialmente en su Palabra (en la Sagrada Escritura), a lo largo de la Historia, alcanzando su culmen con el envío del Hijo, que es revelación del Padre, siendo, pues, una experiencia vital del hombre que lo acoge dentro de sí para llegar a la plenitud de toda la revelación: la redención, es decir, la comunión con Dios y la liberación del pecado y de la muerte (cf. DV 4). No obstante, a su vez, siguiendo las afirmaciones del CVI en su Constitución Dogmática Dei Filius (DH 3004) también podemos considerar la revelación como meta y objetivo de un esfuerzo reflexivo del hombre por el uso de la razón, mediante la cual podemos llegar a Dios, sin que por ello se vea aminorada su iniciativa voluntaria y amorosa, pues, al fin y al cabo, la revelación es donación de Dios que sale al encuentro de los hombres y hace presente su realidad redentora para conducirlos a la comunión salvífica con Dios. Se trata de autocomunicación, en la que «lo comunicado es Dios en su propio ser para aprehender y tener a Dios en una visión y un amor inmediatos» [30]; es decir, Dios puede comunicarse a sí mismo por entero a lo que es distinto de sí, sin por ello perder su realidad infinita y absoluta, y sin que el hombre deje de ser finito y relativo.
Con todo, queda puesto de manifiesto que la revelación cristiana es un acto de libertad, de iniciativa divina y es, por tanto, la condición de posibilidad de la fe, a la vez que de la teología. Asimismo, puede considerarse también el fundamento del cristianismo, de tal manera que es posible afirmar que la teología es un saber humano que procede de la revelación, que encuentra en ella su origen y no en las realidades constatables del mundo que le rodea [31] (cf. Ga 1, 12). En palabras del Concilio Vaticano II, Dios quiso revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad, para que los hombres puedan llegar hasta el Padre y participar de la vida divina. Esta revelación acaece con obras y palabras en la historia de los hombres, siendo Cristo el que transmite la verdad profunda de Dios y su salvación, pues Él es mediador y plenitud de toda revelación (DV 2). Es, por tanto, gracias a Cristo que tenemos acceso a Dios, pues Él es la vía elegida por él para (auto)comunicarse (cf. Mt 11, 27), estando presente en este acontecimiento toda la Trinidad. De igual modo, en Jesús de Nazaret coinciden tanto el autor (Dios) de la revelación, como sus destinatarios (hombres), de tal forma que en Él se hace manifiesto el culmen de la revelación, como una relación redentora perfecta que se presenta en la comunión plena entre Dios y los hombres.
Ahora bien, en cuanto que la revelación acontece de igual manera a lo largo de la Historia de la Salvación, siendo, eso sí, Jesucristo, el culmen de ella, ésta se hace ya patente en el Antiguo Testamento, en el que Dios, creador de todo, manifiesto en todas las cosas creadas, se presenta al hombre, actuando en él para hablarle y comunicarle su promesa de redención, sirviéndose de mediadores como Abraham, la elección de un pueblo, Moisés, los profetas, etc. (cf. DV 3). Así pues, el testimonio de la revelación dado antes de la encarnación del Verbo prepara la revelación en Cristo. El ser humano desde el principio es el beneficiario de esta revelación cósmica por estar llamado radicalmente a la comunión con su creador; sin embargo, no pudiendo responder a esta llamada de plenitud, Dios decide revelar a la humanidad su plan de redención a través de la gracia [32], que se derrama sobre la historia de los hombres, pues Dios se da a conocer en una historia significativa [33]. Desde entonces, se puede considerar la Historia desde el inicio hasta el nacimiento del Hijo de Dios como una pedagogía de la salvación, en la que Dios mismo va guiando a los hombres, mediante su Palabra, por sus caminos de redención para preparar la llegada del Redentor y conocer la verdad de su salvación (1Tm 2, 4). Así pues, dado que Jesucristo es Palabra de Dios hecha carne para nuestra salvación, la Sagrada Escritura, Palabra de Dios a los hombres, es ya sujeto redentor en cuanto que encierra esta voluntad que alcanzará su culmen en la Encarnación del Verbo.
El culmen de la revelación de Dios al mundo se da en el envío de su propio Hijo, quien se convierte en mediación visible de la revelación, mediante palabras y obras, señales y milagros (cf. DV 4) [34]. La Palabra de Dios se hace carne (Jn 1, 1), «hombre enviado a los hombres», para llevarlos a la comunión con Dios, realizando la obra salvífica del Padre, que trae consigo nuestra redención. Jesucristo es la Palabra de Dios y la acción de Dios reveladas en el mundo que se orienta performativamente a la redención que el Padre le confió, llevada a cabo en su vida pro-existente [35], por su muerte y por resurrección, que se perpetua y mantiene por el envío del Espíritu Santo.
A partir de entonces, como afirma el Concilio Vaticano II, no cabe esperar ninguna revelación pública más, hasta la venida gloriosa del Hijo de Dios (cf. DV 4). No obstante, por el envío del Espíritu Santo, la revelación continúa dándosenos a conocer, las palabras de Jesús siguen vivas y actuantes en nosotros. Por el Espíritu, se universaliza la revelación de la salvación en Cristo, y la redención para todos los hombres, independientemente de su cultura y religión (GS 22e). De igual modo, se personaliza la revelación, haciendo efectiva la salvación, desde la libre aceptación humana, como un ser en Cristo, actuando en el interior de cada hombre, sobre el que ha sido derramado (Rm 5, 5), para obrar en él el misterio de la redención del Padre a través del Hijo en el devenir de la historia.
I.III. Palabra redentora perpetuada en la tradición
Si bien es verdad que la revelación de la Palabra de Dios se cierra con los Apóstoles, no así su comprensión, lo que constituye misión de la Iglesia, como aquella encargada de conservar fidedignamente su contenido (cf. Mt 28, 18-20), gracias a la presencia y asistencia del Espíritu Santo (cf. Jn 14, 16). En este contexto, afirmamos que, tras los acontecimientos redentores de Jesucristo, la revelación cristiana (la forma en la que Dios se autocomunica en el Hijo) se lleva a cabo por la obra del Espíritu Santo a través de la Tradición y la Sagrada Escritura. Ambas son medios a través de los cuales se transmite la revelación del plan salvífico de Dios en la Iglesia [36], de manera que se perpetúe a lo largo de la historia para que la voluntad del Padre, llevada a término por el Hijo, alcance a todas las generaciones y lugares del orbe gracias al Espíritu Santo.
Así pues, podemos establecer una correlación entre Tradición y Sagrada Escritura, no sólo como garantes de la salvación querida por Dios, sino también como los sujetos operantes de ésta redención. Como afirma el Concilio Vaticano II (cf. DV 9), ambas están unidas y compenetradas, pues, por una parte, tienen un mismo origen y manifiestan un mismo fin (Dios), mientras que, por otra, son mediaciones de la redención acaecida con Cristo, así como la posibilidad de tener acceso a esa redención, de la cual, a su vez, también son operantes. Por consiguiente, las dos son testigos del sobreabundante acontecimiento redentor de Dios en favor de la humanidad, por eso deben tenerse ambas en cuenta y recibirse por igual con «espíritu de piedad», siendo consciente de su carácter diferenciado: si bien en la Sagrada Escritura la revelación permanece invariable a lo largo de la historia, estructurándose en libros concretos, la Tradición mantiene rasgos de continuidad como un proceso de transmisión de la fe tras la previa recepción de ésta.
Conforme a lo expresado en la misma Constitución Dogmática (cf. DV 10), Sagrada Escritura y Tradición constituyen un único depósito de la Palabra de Dios por el Espíritu (cf. 1Tm 6, 20; 2Tm 1, 14), porque vienen de una misma fuente: la revelación. De éste, «se saca todo lo que se propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer». Así pues, unidas, dan cuenta del misterio único que es Cristo. Consecuentemente, el mismo Concilio afirma la fontalidad compartida entre ambas en el acontecimiento de Jesucristo, pero con sus propias especificidades (cf. DV 7), estableciéndose, así, una relación interdependiente entre ambas por la cual se puede llegar a decir que la Sagrada Escritura sostiene la Tradición, mientras que es la Tradición la que hace válida y comprensible la Sagrada Escritura. Nos encontramos, pues, ante la unidad que guardan dos realidades diferentes que persiguen un mismo fin (el anuncio del amor salvífico de Dios), cada una desde su propia idiosincrasia. Si bien Jesucristo es la Palabra redentora de Dios hecha carne, la tradición es la perpetuación de esta encarnación en la historia para obrar la redención en la humanidad, orientando sus actos en conformidad a este fin soteriológico [37], y conducirla a su consumación [38].
La continua autocomunicación de Dios a los hombres desde antiguo ha quedado plasmada por escrito en la Sagrada Escritura, como el conjunto de los libros que transmiten verdades reveladas y fundamentales de la fe. Así pues, nos encontramos ante la Palabra que Dios dirige al ser humano, la cual, en virtud de la fe, se considera de origen divino, al ser Dios mismo comunicándose, debido a su santidad (pues participa inseparablemente de la santidad de Dios, al tener en Él su origen) y por su inspiración [39] (dado que se origina por la acción del Espíritu Santo sobre personas determinadas). La Iglesia, por consiguiente, reconoce que la Palabra de Dios se plasma siempre en palabras de hombres (cf. DV 12), de ahí que sea necesario su estudio desde el conocimiento de la intencionalidad de sus autores y la voluntad de Dios al transmitir su verdad mediante el uso de esas palabras, prestando igual atención a uno y otro Testamento, pues «sin el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento sería un libro indescifrable, una planta privada de sus raíces y destinada a secarse» [40].
Si nos remontamos al Antiguo Testamento, la expresión «Palabra de Dios» (יהוה דבר), acentúa la iniciativa de Dios en la comunicación de su Palabra y de su voluntad, anticipando la encarnación y redención en Cristo como la misma Palabra de Dios hecha a los hombres para su salvación. Así pues, el pueblo de Israel recogió el mensaje que Yahvé les comunicaba (cf. DV 14) en la TaNaKe, formada por la Torah (תורה), como parte de la Alianza entre Dios y el pueblo y las promesas de vida a él dirigidas (Lv 18,5); los Neviim (נביאים), como intermediarios elegidos por Dios para transmitir a los hombres su voluntad y mensaje; y los Ketuvim (כתובים), como escritos que orientan para la vida según los designios de Dios. Por su parte, el Nuevo Testamento supone una continuidad con la Ley judía [41], pero, al mismo tiempo, una discontinuidad provocada por el acontecimiento de Jesús de Nazaret quien, reconociendo la Escritura, se sitúa por encima de ella para llevarla a su culminación y plenitud, mediante palabras de autoridad que le sitúan por encima de Moisés y los profetas, pues no se trata de un intermediario más, sino del mismo Dios, su Palabra, que viene a comunicarse. Tras los acontecimientos pascuales, la comunidad de los creyentes comprende a Jesús como dicha Palabra de Dios última dirigida a los hombres (Hb 1, 1-12), encarnada en el mundo (Jn 1, 14). Así pues, los apóstoles, imbuidos de Espíritu Santo, reciben la misión de llevar esta Palabra del Resucitado, a Dios mismo, y anunciar el Evangelio de la salvación como mediadores de la Palabra de Dios definitiva a la humanidad. Así, la Iglesia será la continuadora de la tarea de llevar al mundo, de manera inteligible en cada época y lugar, el mensaje de redención, garantizando la presencia de Cristo y el Espíritu en su misión; en otros términos, está encargada de llevar la Palabra de Dios, que, de manera epexegética, podría considerarse como Dios mismo.
Por tanto, la Sagrada Escritura forma parte esencial de la comunicación de Dios con el ser humano. De igual manera, es Dios mismo dándose a conocer de un modo progresivo hasta su plena y definitiva manifestación en Cristo. Así pues, podemos afirmar que la Escritura conduce a Cristo, Verbo hecho carne, y Cristo explica las Escrituras, las cumple, las lleva a plenitud y las dota de sentido (cf. DV 16). La Iglesia, por su parte, ve en la Sagrada Escritura el modo más sobresaliente de transmitir la revelación de Dios; sin embargo, es consciente de que los textos sagrados no abarcan la totalidad de la revelación, sino que la atestiguan en todos sus libros. Por este motivo, se permite afirmar que cada uno de los libros, en todas sus partes, son testimonio de la revelación del mensaje redentor de Dios al mundo (cf. DV 11); por ello deben considerarse sagrados y canónicos, pues la Iglesia ha constatado en ellos la Palabra de salvación de Dios para el género humano. Es por ello que muchos de los escritos (considerados apócrifos) no entraron en el canon, ya que se no reconocía en ellos la verdad revelada por Dios, según los criterios de canonicidad. No fue hasta mitades del siglo XVI, tras numerosos sínodos y concilios (Laodicea; 360 d.C.; Roma, 382 d.C.; Florencia, 1442 d.C., etc.), que se fijó y cerró total y definitivamente el canon bíblico en el Concilio de Trento [42].
En este sentido, cabe señalar que la formación del canon también debe considerarse como inspiración, pues, de alguna manera, debe estar revelado, puesto que no depende de factores externos, sino de la guía divina del Espíritu Santo, que acompaña ese discernimiento; en otras palabras, es en esos libros como Dios decide autocomunicarse para dar a conocer su plan de salvación (cf. DV 11): «La Sagrada Escritura es palabra que viene de Dios y habla de Dios para salvar al mundo» [43]. Así pues, la inspiración de la Sagrada Escritura debe abordarse dentro del ámbito de la economía de la salvación y, por tanto, debe tener en cuenta a la vez a los autores, sus libros y su contexto, pues es un proceso englobante, que va desde la tradición oral, hasta su plasmación por escrito, así como las diferentes copias y recensiones. Ahora bien, es verdad que a lo largo de todo este proceso puede surgir algún tipo de error histórico contrastable; sin embargo, no por ello queda eliminada la verdad única que reflejan todas sus páginas, pues la verdad no debe ser considerada de orden científico, sino soteriológico, de tal manera que, de igual manera que Jesús se hace hombre menos en el pecado, la Sagrada Escritura se hace palabra humana menos en el error [44]. Por tanto, en los textos sagrados se halla una Verdad Salvífica, que debe ser leída a la luz del acontecimiento redentor de Cristo, e iluminada por la Tradición de la Iglesia, la cual basa su reflexión en la Sagrada Escritura.
Por consiguiente, Tradición y Escritura se encuentran íntimamente unidas (cf. DV 9); en primer lugar, porque la Tradición se encuentra al servicio de la Escritura, mediante la justificación de sus afirmaciones con referencias más o menos directas a ésta; en segundo, por el apoyo que la Escritura ha encontrado en la tradición para verse salvaguardada, pues el Espíritu Santo ha actuado en la fijación del canon y su conservación a lo largo de los siglos; en tercero, por su propio carácter, pues, según Pottmeyer, podría definirse la Tradición como «la constante autotransmisión de la Palabra de Dios en virtud del Espíritu Santo mediante el ministerio de la Iglesia para la salvación de todos los hombres» [45]. Desde esta óptica cobra sentido el significado etimológico de la palabra griega usada para hablar de tradición: παρἀδοσις, es decir, aquello que se entrega, que se da y se transmite de una persona a otra; así pues, en el Nuevo Testamento es usada para referirse al contenido de la fe (cf. 1Co 11, 23), si bien se emplea especialmente para hablar de la entrega de Jesús en su pasión para la salvación del género humano [46].
Por tanto, la tradición es entrega, es transmisión de la fe, es revelación de la redención operante de Dios. Dicha transmisión se realiza a través de la doctrina, el culto y la vida de la Iglesia [47]. Por una parte, la doctrina se centra en el ministerio magisterial (concilios, símbolos, sínodos, documentos…), siendo la labor del magisterio la interpretación auténtica de la Palabra de Dios, presente en la Sagrada Escritura y transmitida en la Tradición (cf. DV 10b); por otra, el culto (la liturgia), es actualización de este misterio salvador de Cristo, manifestado y confesado públicamente como la fe de la Iglesia; de igual modo, la vida de la Iglesia, la vida de los fieles, es prefiguración histórica de la comunión definitiva por Dios a la que estamos llamados y conducidos en virtud de la redención obrada en Cristo.
Ya desde el Antiguo Testamento, encontramos el mandato de recordar y hacer memoria de los acontecimientos salvadores (cf. Dt 6, 4-9); de igual manera lo hallamos en el Nuevo Testamento como continuidad con la tradición anterior, pero en discontinuidad en cuanto al modo de interpretarla, dotándola de nuevo sentido (cf. Lc 22, 19-20; 1Co 11, 23-27). Durante el periodo apostólico, se da un desarrollo oral del kerygma, cuyo testimonio encontramos con Pablo de Tarso, mediante himnos, profesiones de fe, etc., como expresión de la vida de las primeras comunidades, interpretando los acontecimientos a la luz del misterio de Cristo redentor; más tarde, con la muerte de los apóstoles y de la primera generación cristiana, comenzará a plasmarse por escrito esta tradición, quedando reflejada en cartas, evangelios… Por consiguiente, el testimonio de los apóstoles es el fundamento de la tradición cristiana por su autoridad, de manera que las siguientes generaciones y culturas pudiesen comprender, interpretar y desarrollar su fe bajo la guía del Espíritu Santo (cf. DV 8b). Más adelante, la patrística será la encargada de la conservación de la tradición recibida, defendiéndola y aclarándola frente a los herejes y cismáticos. Con ello queda evidenciado que era necesario algo más que la Sagrada Escritura para preservar los contenidos de la revelación y salvaguardarlos de malinterpretaciones; entra en juego el discernimiento y la custodia de la Iglesia como garantes de la recta interpretación de la Sagrada Escritura y de la custodia de la Tradición. Así pues, el conjunto de los concilios posteriores surgirá con motivo de la defensa de la fe recibida, desembocando, recientemente, en el CVII, que verá la Tradición como algo más que un cúmulo de verdad, sino como la propia vida de los fieles en la Iglesia para la mejor comprensión de la verdad (cf. DV 7-8).
Así pues, la Tradición es un acto de transmisión, como comunicación de una generación a otra gracias al Espíritu Santo que la actualiza en la historia, siendo éste quien confiere dinamismo a la Tradición, la cual progresa en la Iglesia bajo su dirección, sin añadir nada nuevo, pero otorgando una mayor profundidad al reinterpretar los fundamentos de la fe y adecuarlos al contexto correspondiente; con un contenido específico: la voluntad universal salvífica de Dios a través de la escucha de la palabra, la participación en los sacramentos [48]y la vivencia de la fe en la caridad y la esperanza [49]; transmitida a través de los siglos y siendo el sujeto de ella la Iglesia [50] como receptora y transmisora de la Tradición. Por tanto, es posible afirmar que la Tradición comienza con la Iglesia, y la Iglesia comienza con la Tradición.
En conclusión, Sagrada Escritura y Tradición son presencia del mismo Dios en la historia humana y su redención, y transmiten de dos modos diversos (unidos y compenetrados), la única y misma revelación (cf. DV 9), a saber, el amor de Dios comunicado a los hombres para su salvación, lo cual sólo es posible por la capacidad encarnatoria de la Palabra de Dios, que posibilita la revelación en la Escritura como palabra divina en palabras humanas. Ambas, por consiguiente, son formas muy relacionadas de manifestación del Misterio y de la voluntad de Dios, que sólo puede ser revelado por su propia Palabra, plenificada en Cristo, en virtud de su iniciativa de autocomunicación a la humanidad para reconducirlos, por la redención en Jesús de Nazaret, de la que da testimonio verdadero, a la comunión con Él en el amor.
I.IV. La revelacion del misterio redentor
Con todo, el Dios revelado a los cristianos es un misterio; su ser permanece inagotable aun cuando ha decidido revelarse plenamente en la historia de la humanidad a través de su Palabra, la Encarnación y la Tradición. Así pues, con Pannenberg, podemos afirmar que la pregunta por la realidad de Dios responde a «quién es el Dios revelado en Jesucristo» [51]. El misterio guarda un sentido de revelación, en tanto que Dios se revela de manera salvífica durante toda la historia, y de manera plena en Cristo. No obstante, pese a esta iniciativa de revelación a los hombres, Dios continúa siendo un misterio incomprensible. Con todo, el ser humano se interroga acerca de Dios con la certeza de que se halla presente en su existencia y que la sobrepasa: «El hombre es el ser con un misterio en su corazón que es mayor que sí mismo» [52]. Dicha certeza le viene dada por la revelación que Dios hace de sí mismo a través del don de la fe y de las experiencias que surgen de ella, las cuales, desde un punto de vista filosófico, se caracterizan por la inmediatez, la mediación a través de un contexto socio-cultural, y la apertura a nuevas formas de constatar esta presencia [53].
La experiencia del misterio es encuentro personal redentor que afecta a la existencia del hombre para transformarlo y descentrarlo de sí mismo para centrarlo en Jesucristo [54]. Dicho conocimiento supone, pues, entrar en relación con aquel a quien el hombre experimenta superior y distinto de sí mismo [55], y con quien sabe que está llamado a la comunión. Este modo relacional de conocer a Dios y su plan de salvación, se encuentra accesible al ser humano desde la misma creación, donde el propio Creador ha dejado huella de sí (cf. Sb 13, 1-5), de tal forma que, dada esta iniciativa y voluntad divina, se pueda llegar a un conocimiento de Él a partir de la sabiduría creadora (cf. Rm 1, 19-23) [56]. Entonces, la creación es querida por Dios como modo de hacer posible su autocomunicación y la libertad de sus criaturas en vistas a la salvación bajo la promesa de la redención [57].
Esta experiencia y conocimiento de Dios mueven al hombre a pensar y a hablar de Dios; sin embargo, «la supreminencia de la divinidad excede todos los recursos del lenguaje ordinario. Dios es pensado con más verdad de lo que es dicho, y Él es más verdad de lo que es pensado» [58]. Por ello, al ser humano le es necesario recurrir a la analogía [59], como lo más originario y radical del pensamiento humano, como experiencia de transcendencia que trata de combinar dos realidades (inmanencia y trascendencia) [60]. Entre lo divino y lo humano, hay una desemejanza mayor que la semejanza que se puede encontrar en ellos (Concilio Lateranense IV, DH 806); así pues, la analogía nos permite un acceso a Dios a través del conocimiento natural (Cf. Dei Filius, DH 3016), estableciendo así una vía intermedia entre la inmediatez de Dios y su trascendencia [61]. De este modo, la voluntad de Dios de revelarse plenamente supone un misterio dialéctico entre trascendencia e inmanencia, sólo accesible mediante la revelación trinitaria que Él mismo hace de sí en la historia, y que abordaremos en el siguiente capítulo.
Carlos Diego Gutiérrez, repositorio.comillas.edu
Notas:
1 Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, en Documentos 1969- 2014 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2017), 407.
2 La raíz latina salvus (estar sano, sentirse realizado) ha servido a la teología para hablar de la salvación añadiéndole la perspectiva espiritual y escatológica proveniente de Dios. El hebreo (ישע) utiliza el hiphil de dicho verbo para indica la acción de Dios que libera de los enemigos. Por su parte, el griego (σῲζῶ, σοτηρία) mantiene significados análogos.
3 Giovanni Iammarrone, “Redención Salvación”, Diccionario Teológico enciclopédico, ed. Álvaro Lorenzo et al. (Estella: Verbo Divino, 1995), 879-880.
4 Bernard Sesboüé, Jesucristo, el único mediador. Ensayo sobre la redención y la salvación (Salamanca: Secretariado Trinitario, 1990), 283-284.
5 Olegario González de Cardedal, Cristología (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2001), 528-530.
6 González de Cardedal, Cristología, 116.
7 Karl Rahner, Curso fundamental sobre la fe (Barcelona: Herder, 1998), 117.
8 Juan Martín Velasco, Introducción a la fenomenología de la religión (Madrid: Cristiandad, 1982), 57.
9 Maurice Blondel, Carta sobre las exigencias del pensamiento contemporáneo en materia de apologética y sobre el método de la filosofía en el estudio del problema religioso (Bilbao: Universidad de Deusto, 1990).
10 Maurice Blondel, La acción (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1996).
11 Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 54.
12 Víd. también: Mircea Elíade, Lo sagrado y lo profano (Barcelona: Paidós, 1998), sobre el homo religiousus; y Rudolf Otto, Lo santo: lo racional y lo irracional en la idea de Dios (Madrid: Alianza, 2005), sobre la apertura a lo totalmente Otro.
13 Karl Jaspers, Origen y meta de la Historia (Madrid: Alianza, 1985).
14 Vid. también, Martín Velasco, Introducción a la fenomenología de la religión, 300.
15 Martín Velasco, Introducción a la fenomenología de la religión, 129.
16 Íbid., 310.
17 Íbid., 130-202.
18 Otto, 21-44 y 49-63.
19 Martín Velasco, 140-146.
20 Martin Buber, Yo y tú (Madrid: Caparrós, 1993), 7-101.
21 Juan Martín Velasco, El encuentro con Dios (Madrid: Caparrós, 1995), 19-27.
22 Víd. Capítulo III, pág. 46-55.
23 Gisbert Greshake, El Dios uno y trino (Barcelona: Herder, 2000), 38.
24 Víd. Capítulo II, pág. 31-32.
25 Peter Eicher, Offenbarung. Prinzip neuzeitlicher Theologie (München: Kösel, 1997), 49‐57, en Pedro Rodríguez Panizo, “Teología Fundamental”, en La lógica de la fe, ed. Ángel Cordovilla, (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2013), 54.
26 Adolphe Gesché, Jesucristo (Salamanca: Sígueme, 2013), 166.
27 Salvador Pie-Ninot, La teología fundamental (Salamanca: Secretariado Trinitario, 2001), 93.
28 Karl Rahner, «Problemas actuales de cristología», en Escritos de teología I (Madrid: Taurus, 1961), 169- 223.
29 Víd. Capítulo II, para mayor profundización en la revelación de Dios en Cristo (en especial pág. 20-29)
30 Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 149-152.
31 Pio XII, Humani Generis (Valladolid: Universidad, 1950).
32 Víd. Capítulo III sobre el pecado y la gracia (pág. 46-55).
33 Pie-Ninot., 149.
34 Víd. Capítulo II, sobre palabras y obras de Jesús (pág. 20-23).
35 Heinz Schürmann, El destino de Jesús: su vida y su muerte (Salamanca: Sígueme, 2003).
36 Rodríguez Panizo, «Teología Fundamental», en La lógica de la fe, 77-80.
37 Vid. Capítulo V, pág. 72-82.
38 Vid. Capítulo VI, pág. 84-94.
39 Concilio Vaticano I, Dei Filius (DH 3006).
40 Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus escritos sagrados en la Biblia cristiana (Madrid: PPC, 2002).
41 El cristianismo asumió como canónica la Septuaginta, leída a la luz de Cristo, a quien anuncia y en quien encuentra su cumplimiento. La patrística acuñará desde bien pronto el adagio «In Vetero Testamento latet, quod in Novo patet».
42 Concilio de Trento, sesión IV (1546 d.C.), Decreto sobre la aceptación de los libros sagrados y tradiciones (DH. 1502-1503).
43 Pontificia Comisión Bíblica, La inspiración y la verdad en la Sagrada Escritura (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2014).
44 Pio XII, Divino afflante Spiritu 24 (Madrid: A.C.N. de Propagandistas, 1943).
45 Rodríguez Panizo, 74.
46 Vid. Capítulo II, pág. 23-24.
47 Ángel Cordovilla, El ejercicio de la Teología. Introducción al pensar teológico y a sus principales figuras (Salamanca: Sígueme, 2007).
48 Vid. Capítulo IV, pág. 65-70.
49 Vid. Capítulo VI, pág. 84-88.
50 Vid. Capítulo IV, pág. 56-64.
51 Wolfhart Pannenberg, Teología Sistemática, Vol. 2, (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 1996), 306.
52 Hans Urs von Balthasar, La oración contemplativa (Madrid: Encuentro, 2007), 16.
53 Ángel Cordovilla, El misterio de Dios Trinitario (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2012), 56-58
54 Wolfhart Pannenberg, 428.
55 Ángel Cordovilla, El ejercicio de la teología, 107-109.
56 Afirmación también del CVI, en Dei Filius (DH 3004-3005) y el CVII, Dei Verbum 3, así como el documento Fides et Ratio de Juan Pablo II, por la capacidad del hombre para la verdad (“homo capax veritas»).
57 Vid. Capítulo III, pág. 40-46.
58 Agustín de Hipona, Tratado sobre la Santísima Trinidad, VII, 4, 7, (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1948).
59 Gisbert Greshake, El Dios uno y Trino (Barcelona: Herder, 2000), 38.
60 Karl Rahner, «Grado IV: el hombre, evento de comunicación con Dios», en Curso fundamental sobre la fe (Barcelona: Herder, 2007), 169-171.
61 Hablamos de analogía entis, término criticado por K. Barth, para quien toda analogía debe ser analogía fidei, ya que sólo es posible conocer a Dios si éste se da a conocer. La teología católica responderá con el concepto analogía entis concreta, afirmando la posibilidad de que entre Dios y el hombre se dé una relación en la creación y que ésta llegue a su consumación.
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