II. Un Dios redentor
El Dios Uno se ha manifestado como Trinidad para mostrarse a los hombres y darles a conocer su voluntad amorosa y redentora [62]. Así pues, «la revelación y manifestación de Dios en la historia no es revelación de verdades ajenas o diferentes al ser de Dios, sino la historia de su autorevelación y autocomunicación» [63]; es decir, Dios se revela en la economía de la salvación y se da tal y como Él es en la vida divina, de tal forma que la Trinidad económica es la Trinidad inmanente y viceversa [64]. Por tanto, el misterio trinitario tiene un componente soteriológico, relevante para el ser humano, principal destinatario de esta salvación ofrecida por Dios. Por ello, es posible hablar de una trinidad salvífica, pues Dios se manifiesta en la economía de la salvación libre y graciosamente, sin que se agote su revelación en la historia [65].
Dios, desde la creación, ha decidido revelarse y autocomunicarse, a través de su Palabra, llegando a su culmen en la encarnación del Hijo, comunicándose plenamente y manifestando su voluntad redentora para con la humanidad. Así, el centro del misterio es Cristo, muerto y resucitado por la salvación de los hombres, verdadero Dios, junto al Padre, que lo envía a cumplir el misterio de su voluntad, y al Espíritu Santo que da a conocer el misterio en los corazones de los hombres [66]. Por consiguiente, el misterio es Dios y su plan de salvación mediante el acontecimiento redentor de Jesucristo, el Hijo. Afirmamos, pues, la centralidad de la segunda persona en la reflexión sobre el misterio de Dios, así como la conveniencia de comenzar nuestra reflexión sobre el Dios Uno y Trino, desde el tratado sobre Jesús de Nazaret, Hijo de Dios y Redentor de los hombres, revelador de la Trinidad. Al fin y al cabo, si tenemos acceso a Dios y conocimiento de Él es gracias a que Él mismo, con el envío de su Hijo, ha decidido formar parte de la historia para revelarse definitivamente (cf. Jn 1, 18). Así pues, en virtud que la Palabra de Dios se hizo carne, los hombres han sido capaces de comprender el misterio insondable de la Trinidad Inmanente en su despliegue económico: es gracias a Jesucristo que la humanidad ha logrado conocer el rostro de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
II.I. El Hijo redentor
Toda la vida de Jesucristo estará orientada a este fin: dar a conocer a los hombres a Dios y su plan de salvación. Mediante su predicación (en hechos y palabras) y sus acontecimientos pascuales (su muerte y resurrección), el ser humano ha recibido una revelación plena y definitiva no sólo de la vida intratrinitaria de Dios, sino también de su inserción en la historia de la humanidad. Desde ella, la reflexión teológica y la tradición comenzarán un largo camino de afianzamiento y confirmación de cuanto fue expresado por Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, el Hijo del Padre, el Señor, el Redentor del género humano. Toda esta reflexión irá igualmente orientada a la repercusión que toda su persona tiene sobre los hombres, de tal manera que Jesucristo se convierte en modelo prototípico de toda la humanidad y anticipo escatológico de cuanto Dios ha prometido a los hombres desde el inicio de los tiempos.
El mensaje redentor de Jesús de Nazaret
El Reino de Dios fue el tema central de la predicación de Jesús (cf. Mc 1, 14-15), el eje primordial y articulador tanto de su mensaje como de su actuación, y, en definitiva, de su pretensión [67]. «Jesús concentra las múltiples esperanzas de la salvación en una sola, en la participación en el Reino de Dios» [68]. Así pues, es necesario atender a la praxis de Jesús de Nazaret durante su vida terrena, con vistas a su muerte redentora y su resurrección.
Comenzaremos constatando que, en el Antiguo Testamento, no es frecuente esta expresión (אדני מלכות); lo encontramos tal cual en Sb 10, 10 (Βασιλεία τοῦ Θεοῦ), con una gran impronta escatológica, si bien también hallamos referencias a él en otros textos, especialmente proféticos: Ex 15, 18; 1S 8, 7; Is 24, 23; Ez 20, 33; Sal 47, 9… Por tanto, aunque no se trate de un tema central veterotestamentario, muchos de sus temas pueden conectarse con la soberanía y el reinado de Yahveh. De ello se sirvió Jesús como caldo de cultivo para elaborar la misión y proclamación de éste en continuidad con la esperanza escatológica, basada en la congregación del pueblo por parte de Yahveh. Por consiguiente, Jesús predicó, desde la alegría y el optimismo de la salvación, un Reino, que se muestra a la vez futuro y presente (cf. Mc 1, 15), identificado con su persona y con la gracia y la bondad de un mensaje de redención.
A) Redención en palabras y hechos
Jesús es el mensajero del Reino y el revelador de su contenido: la salvación de los hombres por la conversión [69]. Por tanto, el Reino es una metáfora para expresar a Dios en su obrar y comunicarse con la humanidad, cuya base hermenéutica es Cristo como cumplidor de las promesas y esperanzas de Israel [70]. Si bien no es hasta su resurrección cuando su mensaje adquiere sentido y legitimación [71], podemos hablar de una cristología implícita [72] en su actuación como revelador y salvador escatológico enviado por Dios; al fin y al cabo «la soteriología va implícita en sus actos» [73]. Así pues, es a través de sus palabras y hechos como se nos revela la voluntad redentora de Dios por el Hijo (cf. DV 17).
Entre las palabras de Jesús podemos encontrar, principalmente, su oración, especialmente el Padrenuestro (cf. Mt 6, 9-13; Lc 11, 1-4), que expresa una visión futura escatológica, así como la inminente venida del Reino de Dios («Venga a nosotros tu reino»), vinculada estrechamente a la intimidad paternal con Dios (Abbá) [74]. De igual modo hablamos de las Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 3-11; Lc 6, 20-23), también unidas inseparablemente a la venida del Reino y al carácter misericordioso de Dios en su opción por los pobres y afligidos: Dios llegará en el día escatológico y actuará para restituir la justicia y el amor. Por su parte, las parábolas expresan con metáforas cómo será el Reino, cuya instauración ya ha comenzado, y el cual está desarrollándose hasta su manifestación definitiva [75].
Con respecto al modo de actuar de Jesús, podemos destacar, en primer lugar, sus milagros, como presentación de la irrupción del Reino de Dios asociada a su ministerio. Jesús es, el «realizador escatológico» (Peterson), ya que por sus obras tienen lugar los acontecimientos propios de los tiempos futuros y definitivos; dentro de ellos, los exorcismos y las curaciones dan cuenta del poder de Jesús y su autoridad sobre el mal [76], son, manifestación de la llegada del Reino que trae la liberación y la redención a los oprimidos, signos proféticos que muestran el poder de Dios [77], su presencia escatológica, prometida y esperada, que ya ha comenzado y empieza a darse en el presente, siendo Jesús el portador de esta Buena Noticia de redención. En segundo término, destaca su cercanía con los pecadores y marginados, con quienes comparte la mesa como signo de la participación de éstos en el banquete escatológico del Reino de Dios [78], que hace posible unas relaciones humanas alternativas de liberación a través de la justicia, la paz, la fraternidad y la solidaridad. En tercer lugar, mediante la llamada a los discípulos [79], Jesús se rodea de un grupo de seguidores que, más adelante, continuarán su labor; de entre ellos, elegirá un grupo de Doce como representación del Israel escatológico y renovado, manifestando así la voluntad de Dios de congregar definitiva y escatológicamente a su Pueblo [80]. Por último, Jesús trae consigo una ruptura de las tradiciones judías, que expresa una libertad y autoridad frente a las instituciones y grupos sociales de su época (Shabbat, Torah, templo, etc.) para anunciar la llegada de los tiempos mesiánicos.
Por consiguiente, su modo de obrar, como sus palabras, reflejan la autoridad de Jesús y su misión, así como su autoconciencia de saberse actuando en el puesto de Dios.
Todo ello manifiesta una identidad en la acción salvífica entre Dios y Jesús, que alcanzará su culmen en el Misterio Pascual mediante los acontecimientos redentores de su muerte y resurrección.
B) Su muerte redentora
Jesús de Nazaret se identifica con una figura mesiánica y proclama el acontecimiento de la llegada del Reino mesiánico a través de su persona, siendo a su vez figura escatológica: en Él acontece la salvación prometida por Dios por su muerte [81].
Para entender correctamente la muerte de Jesús, debemos tener en cuenta la perspectiva de su entrega, resultante de las libertades de los hombres, del mismo Jesús y del propio Dios [82]. Así pues, tanto el sistema político de su época, como el religioso, se sintieron amenazados por Él y su mensaje; la traición de Judas, la condena del pueblo, etc., son ejemplos en los que encontramos el sentido de esta entrega por parte de los hombres. A su vez, Jesús se entrega a sí mismo, pues, consciente de su muerte, la previó, la comprendió y, por consiguiente, fue libre ante ella para realizarla. Por último, podemos afirmar que el Padre entrega al Hijo y, por tanto, Él mismo se entrega con Él. El Padre se ofrece a sí mismo mediante el Hijo, implicándose, desde el don gratuito y el amor: «Das Kreuz des Sohnes ist Offenbarung der Liebe des Vaters (Rm 8, 32) und die blutige Ausschüttung dieser Liebe vollendet sich innerlich durch die Ausschüttung des gemeinsamen Geistes in die Herzen der Menschen (Rm 5, 5)» [83].
Centrándonos en la condena religiosa y política, vemos que en ésta intervienen primordialmente dos factores: su pretensión mesiánica y su crítica al templo [84]. En la primera (cf. Mc 14, 61; Mc 15, 17-20; Mc 15, 26…), Jesús es presentado a las autoridades romanas como un peligro político para los intereses del Imperio, ante la incapacidad legislativa judía de condenarlo a muerte. En la segunda, (cf. Mc 13, 1-2; Lc 21, 5-6), se deduce un disentimiento teológico: se rechaza la imagen de Dios que presenta su concepción escatológica y el puesto que éste ocupa en ella. Por todo ello, Jesús se sometió a una muerte propia de criminales sin derechos y de malditos (cf. Dt 21, 22-23). No obstante, la cruz es, precisamente, el lugar primordial donde acontece la redención de la humanidad, pues «la significación salvífica de Jesús experimenta en su muerte su claridad y definitividad» [85], al asumir esta última dimensión del hombre para su salvación. Por tanto, su muerte representa el último servicio al Reino de Dios [86] y supone la superación de nuestra muerte, y la redención de nuestros pecados.
Por su parte, Jesús aceptó esta condena voluntariamente como forma necesaria para garantizar la libertad del Hijo, pues, sin esta conciencia, la redención hubiera acontecido sin que él lo supiera [87]. Así pues, su muerte fue consecuencia de su modo de vida; Jesús tuvo que ser consciente muy pronto de que su fracaso era esperable en cuanto que su mensaje, fruto de su actitud pro-existente, chocaba con la mayoría de los grupos judíos contemporáneos [88]. Por tanto, no se puede entender su muerte como algo predeterminado, ni necesariamente consecuente a la Encarnación, sino que es efecto de su vida proexistente y su fidelidad al Reino.
Ahora bien, Jesús, consciente de la proximidad de su muerte, le da un sentido y una interpretación durante la Última Cena mediante palabras y gestos [89]. Así, ésta supone una condensación e interpretación de su vida y muerte expiatoria y redentora por nosotros, nuestros pecados y nuestra salvación [90].
En lo relativo a los gestos, Jesús toma el pan, que parte y entrega, identificándolo con su propia persona en su totalidad como su cuerpo. En la mentalidad judía, se entiende por cuerpo (בשר) la totalidad de la persona; de este modo, Jesús confirma que su persona se va a entregar conscientemente en favor de los hombres. A su vez, Jesús toma el vino, su sangre, dada y derramada, la cual es la vida, también para la concepción judía. Por tanto, beber de ella expresa comunión y participación en su vida, desde la unidad fraterna y el compromiso de unir su destino al de su Señor [91]. Con respecto a sus palabras, éstas manifiestan especialmente los destinatarios de esta acción salvífica y expiatoria de Jesús. Así pues, la redención de Jesús, hecha efectiva por su muerte, asumida libremente, se realiza en favor de [92] toda la humanidad, por todos los hombres: Jesús se entrega «por muchos», es decir, por la totalidad de Israel (cf. Is 52, 13-Is 53, 12), y «por vosotros», o sea, los presentes en la Última cena, los Doce, como símbolo del Israel renovado. Por consiguiente, la salvación de Jesús es una oferta de amor universal que a todos afecta, una Nueva Alianza [93] que se forjará con su muerte redentora e intercesora, mediante su entrega salvífica y expiatoria para el perdón de los pecados de una vez para siempre (cf. Hb 10, 12) [94].
C) La Resurrección, garante de la redención
La resurrección supone la ratificación de Jesús y todo su mensaje y pretensión [95]: el crucificado ha sido levantado de entre los muertos (ἀνίστημι/ἐγείρω) por obra del Padre. Así, la muerte y resurrección de Jesús están en intrínseca unidad: Cristo muere hacia la resurrección y ésta significa la permanencia salvífica de la única vida de Jesús, que precisamente por la muerte libre y obediente logró este permanente carácter definitivo de su vida [96].
El Resucitado es primicia (1Co 15, 20) y primogénito de entre los muertos (Rm 8, 29) [97], con Él se inicia una novedad radical que culmina con Él (resurrección universal), aunque no se ve finalizada con Él, pues, si bien es iniciador de la fe, también es consumador de ésta (Hb 12, 2), pues Él es el alfa y la omega (Ap 1, 8), todo ha sido creado en Él y para Él (Col 1, 1-20), llegando a ser el gran recapitulador de la historia (Ef 1, 10). Por ello, la resurrección da comienzo a un nuevo tiempo escatológico para los hombres, de tal manera que los cristianos se incorporan a la fe, a este modo de vida y relación íntima con Dios, gracias al resucitado, participando así de su filiación, de su Espíritu, de su vida. Desde ahora, para los cristianos la verdadera predicación es la confesión de fe de que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios. Por este motivo, a partir de la resurrección cobran nuevo sentido todos los títulos de majestad que se empiezan a predicar del resucitado para indicar la divinidad de Jesús, a la par que su soberanía escatológica sobre toda la historia: «Sin la resurrección, el cristianismo sería un noble moralismo, no la Buena Nueva para los hombres; Jesús sería uno de los más grandes genios de la humanidad y no “El Señor”» [98]. Gracias a la resurrección se concluye el proceso de revelación de Dios al ser humano; es decir, sólo desde el resucitado se revela definitivamente quién es Dios, el Dios uno y trino [99], por ello «en Jesús tenemos la revelación del misterio de Dios cuando contemplamos la gloria que le corresponde como unigénito del Padre» [100].
A la hora de hablar de la resurrección, son especialmente relevantes los testimonios del Nuevo Testamento [101]. Entre ellos, encontramos confesiones de fe, consideradas como los relatos más antiguos de la resurrección y que consisten, primordialmente, en fórmulas bautismales. Éstos afirman la resurrección de Jesús como una realidad que se transmite por el testimonio creyente, proclamando que el resucitado, cuya humanidad pasa a morar junto a Dios, sigue presente y actuando. A su vez encontramos himnos que expresan el kerigma cristiano a raíz de la resurrección de Jesucristo (por ejemplo, 1Co 15, 3-8). En ellos se recoge la transmisión apostólica, las apariciones, etc., así como que, con la resurrección de Jesucristo, comienza un nuevo tiempo escatológico [102], porque la resurrección, esperada para el final de los tiempos ya ha acontecido en Jesús tras vencer a la muerte. Ahora bien, siendo de por sí un hecho escatológico, perteneciente al futuro último, actúa, sin embargo, en la historia [103]: Por medio del Misterio Pascual de Jesús también ha muerto y resucitado la humanidad entera, lo que conlleva la redención definitiva del género humano y su salvación en Cristo [104].
Asimismo, gozan de especial importancia las narraciones sobre la resurrección que encontramos de modo singular en los Evangelios. Se trata de relatos post-pascuales, surgidos a partir de una reflexión más profunda teologizada, entre los que destacan los testimonios escritos del sepulcro vacío y las apariciones del resucitado [105]. El primero se trata de una tradición que remarca la historicidad de la muerte y sepultura de Jesús como apoyo a nuestra fe. Por su parte, las apariciones constituyen un elemento central de la experiencia de la resurrección y la fe que de ella se deriva, son la vivencia pascual de los discípulos, tras las cuales los discípulos se atreverán a creer y confesar su resurrección [106]. Tienen un carácter revelador, a modo de teofanía veterotestamentaria, en las que es importante la fe de aquellos ante quienes se aparece, pues el resucitado se hace visible ante sus ojos.
Dios se hace presente en Jesús resucitado y exaltado [107], se revela en su realidad humana, pero de forma espiritualizada (habitada y configurada por el Espíritu de Dios); es decir, hablamos de una corporalidad semejante a la nuestra, pero a la vez distinta, de forma que guarda y muestra la identidad del Crucificado en el Resucitado (cf. Jn 20, 20- 27). Jesús es el mismo, pero con un cuerpo glorioso (porque habita en la gloria de Dios y la difunde), sentado a la derecha del Padre, participando plenamente de su ser y de su gloria. Por ello, el modo de relacionarse con Jesús resucitado no es físico, sino entrando en comunión íntima con Él [108]. De esta forma, si la muerte de Jesús tuvo un carácter soteriológico y redentor para el género humano, y siendo la resurrección confirmación de todo cuanto llevó a cabo en su vida, la resurrección es el garante que acredita la redención definitiva de Cristo para la humanidad.
La divinidad y la humanidad de Jesucristo para nuestra salvación
Así, en el desarrollo de la confesión de fe cristiana, gozan de especial importancia los llamados títulos cristológicos atribuidos a Jesús como modo de afirmar su divinidad y, por tanto, la efectividad de su obra redentora [109]. La Iglesia primitiva comienza una reflexión sobre la persona de Jesús, tras la experiencia de la resurrección, con el fin de justificar toda su existencia [110]: Él es el Mesías, el Señor, el Hijo de Dios. De igual modo, nos ofrecen una confesión de fe postpascual, fruto de una teología llevada a cabo por las primeras comunidades; sin embargo, éstos no abarcan la persona entera de Jesús, por lo que se hace necesario el recurso a multitud de términos complementarios, cada cual centrado en una perspectiva concreta. Jesús nunca los reclamó para sí, sino que surgieron de la conciencia de sus seguidores a raíz de las experiencias postpascuales, en continuidad con la mentalidad del Antiguo Testamento.
Jesús de Nazaret es el Cristo, el ungido por Dios (cf. Lc 4, 16), expresión que remite al Antiguo Testamento, en el que varios personajes (reyes, sacerdotes, profetas) son ungidos (משיה); sin embargo, Jesús entendió su mesianismo de manera totalmente novedosa con respecto a las expectativas del pueblo judío: desde la humildad sufriente. No obstante, tampoco se aparta de los parámetros de comprensión veterotestamentarios: ungido por Dios, hijo de David, congregador de Israel… (cf. Sal 17 y 18). Ahora bien, «Jesús tuvo una conciencia mesiánica, pero sin atribuirse el título de mesías. Después de la Pasión, los discípulos le atribuyeron la dignidad del mesías paciente cuya muerte tuvo una significación soteriológica» [111]. Así pues, en Jesús se da una pretensión mesiánica [112], no de orden político, sino escatológica y salvífica, redentora: murió por nosotros y por nuestros pecados (Rm 9, 6).
Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios. En el Antiguo Testamento este título se enmarca en la familiaridad y cercanía con Yahveh (cf. 2S 7, 14; Sal 2, 7…), a modo de filiación adoptiva; no obstante, para el cristianismo, dicha filiación es ontológica: Jesús es Dios desde siempre. Se trata de un título postpascual que expresa lo característico de la relación filial y divina de Jesús con Dios como Padre [113]: obediencia y fidelidad, para llevar a cabo la salvación como Hijo de Dios, como Dios mismo [114]. La teología primitiva entenderá que Jesús es el Hijo en sentido absoluto, el cual nos hace participar de su relación especial con Dios por filiación adoptiva, en el Espíritu Santo [115], acreditando su mediación en el plan de salvación definitivo de Dios en favor de los hombres [116].
Jesús de Nazaret es el Señor. En el Antiguo Testamento aparece Yahvé como Señor Dios, traducido al griego como Kyrios, de tal manera que el término hace referencia directa a Dios y a Jesús como tal; sin embargo, Jesús no hace uso de él para referirse a sí mismo, salvo en contadas ocasiones, especialmente en relación con la actitud discipular del seguimiento como muestra autoritativa del apostolado (cf. Lc 6, 46; Mt 8, 21; Mt 11, 1…) [117]. Mejor que cualquier otro, el título Señor expresa el hecho de que Cristo ha sido exaltado a la derecha de Dios y que, en su condición divina de glorificado, intercede actualmente por los hombres. Con él, los primeros cristianos proclamaban que no es sólo alguien del pasado de la historia de la salvación, ni un simple objeto de esperanza futura (cf. Marana tha, 1Co 16, 22), sino una realidad del presente, viva y vivificante para la salvación de todos los hombres [118].
De este modo, la Pascua se convierte en el catalizador de la vida de Jesús de Nazaret, confiriéndole autoridad y legitimidad a su obra redentora [119]. A su vez, se constata cómo el Padre es el centro del mensaje de Jesús, que identifica su modo de obrar con el de Dios, siendo el Hijo el verdadero revelador del rostro del Dios y su plan de salvación: «detrás de la autoentrega trinitaria de Dios en la historia de la salvación, una mirada de lejos es capaz de vislumbrar la autoentrega trinitaria intradivina» [120]. Así, estos títulos demuestran la necesidad de formular la identidad última de Jesús, dándose una apertura expresa de la cristología a la fe trinitaria, y la comprensión la singularidad única de Jesús de Nazaret, el Redentor.
La afirmación de la divinidad de Jesucristo a raíz de los acontecimientos pascuales trae consigo una preocupación y reflexión sobre el misterio de su persona: Jesucristo es Dios, pero a la vez hombre nacido de mujer (cf. Ga 4, 4) [121]. Los primeros siglos de vivencia y anuncio del kerigma no están exentos de controversias teológicas [122] para aclarar lo que sería este dilema sobre la convivencia de dos naturalezas en una única persona [123]. La definición de ésta será de capital importancia para salvaguardar la intercesión de Dios en la historia para redimir a los hombres por medio de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Como dice Gregorio Nacianceno, «lo que no es asumido, no es redimido» (Epist. 101, 87).
En un primer momento, frente a las afirmaciones arrianas, que niegan la divinidad plena de Jesús de Nazaret, el Concilio de Nicea (325 d.C.) defenderá en su símbolo la procedencia del Hijo del Padre, con quien guarda una misma naturaleza, y la preexistencia del Hijo, frente a los grupos adopcionistas, en virtud de su divinidad (DH 125). Ahora bien, la reflexión no pudo quedar en la plena divinidad de Jesucristo, dados especialmente los acontecimientos de su nacimiento, pasión y muerte. Se vio, por tanto, necesario aclarar la condición de Jesús de Nazaret como, a su vez, perfecto hombre, frente a los ataques docetistas y gnósticos, así como ante los partidarios del monofisismo (Apolinar entre ellos) [124]. El Concilio de Constantinopla (381 d.C.), en su símbolo, con la base de Nicea, aclarará al respecto la humanidad completa de Jesús de Nazaret, salvaguardando sus dos naturalezas y superando el peligro de subordinacionismo, a la vez que abre la puerta para la reflexión trinitaria (DH 150) [125]. Los siguientes concilios pondrán su atención en la ontología cristológica respecto de sus consecuencias para la encarnación, la soteriología y la antropología (cf. GS 22).
El concilio de Éfeso (431 d.C.), dadas las controversias entre Nestorio y Cirilo, supone un intento de conciliarismo y una afirmación de la plena unidad de las dos naturalezas (cf. DH 250). Por tanto, la unión no es por amor, ni por asunción, sino en el ser [126]. El Logos toma la carne y deviene dos naturalezas: «porque no nació primeramente un hombre cualquiera y luego descendió sobre él el Verbo, sino que unida desde el seno materno se sometió a nacimiento carnal» (DH 251). El Concilio de Calcedonia I (451 d.C.), remarca con más insistencia la distinción de las dos naturalezas en la unidad, frente a quienes afirman monofisistamente la absorción o superposición de una por otra (Eutiques), salvaguardando las propiedades que le son de suyo en virtud de la unidad del sujeto y la comunicación de idiomas, «sin confusión, sin cambio, sin división y sin separación» (DH 302) [127].
Por su parte, el Concilio de Constantinopla II (553 d.C.) ratifica la reflexión teológica interconciliar hasta el momento: la unión no se da en la naturaleza divina, sino en «en-hipóstasis» [128], de tal manera que la hipóstasis divina del Hijo es compuesta (a diferencia de la del Padre y el Espíritu que es simple), cuya separación sólo se puede hacer en el entendimiento. A su vez, afirma la fórmula teopascita: «uno de la Santísima Trinidad ha padecido» (DH 432), de modo que es posible concluir que la redención fue llevada a cabo por el mismo Dios, a través de Cristo en la cruz, para la salvación de los hombres. El Concilio de Constantinopla III (681 d.C.) responderá a nuevas formas de monofisismo, especialmente en lo concerniente a la voluntad [129]. Así pues, basándose en la teología de Máximo el Confesor, concluye que en Cristo se dan dos voluntades: la divina y la humana, que quieren lo mismo. De esta manera salvaguarda la voluntad humana de Jesús y se le da peso a su obediencia redentora: nuestra salvación fue querida humanamente por una persona divina, porque el querer del Salvador, no se contrarió a Dios, pues todo en Él está divinizado (cf. DH 556-559).
Las afirmaciones neotestamentarias, la tradición y la consolidación del dogma cristológico recogen la singularidad de Jesús, el Redentor y Salvador de los hombres [130]. En Jesucristo se da una humanidad nueva y verdadera, que se perfecciona en su devenir histórico, donde, a través de la unción del Espíritu Santo, Jesús toma conciencia de su filiación y misión [131], que ya se inició con la encarnación. Tras la resurrección, la humanidad de Jesús ha quedado glorificada, mostrándonos a los hombres su destino y esclareciendo, así, el misterio del ser humano en su persona (cf. GS 22). Jesucristo, desde su libertad y obediencia [132], abiertas al Padre e impulsadas por el Espíritu, fue semejante en todo a nosotros, menos en el pecado, venciendo las tentaciones, sin que su voluntad divina anulara la humana, pues es necesaria la voluntad humana libre para que la obra redentora sea meritoria. Así, Jesucristo se convierte en piedra angular de toda la historia de la salvación, y su obra redentora nos abre directamente al misterio del Dios trinitario como revelación del Padre y del Espíritu Santo [133].
II.II. Dios Uno, Trino y Redentor
Como afirma Hans Urs von Balthasar, «no existe otro acceso al misterio trinitario que el de la revelación en Jesucristo y en el Espíritu Santo, y ninguna afirmación sobre la Trinidad inmanente se puede alejar ni siquiera un ápice de la base de las afirmaciones neotestamentarias, si no quiere caer en el vacío de las frases abstractas e irrelevantes desde el punto de vista histórico-salvífico» [134]. Dado que no hallamos textos en la Sagrada Escritura que nos expresen clara y explícitamente el misterio de la trinidad, es preciso atender a la revelación manifestada en ellos para desarrollar la revelación del Hijo con respecto a las otras dos personas, ya que «a Dios nadie lo ha visto, es el Hijo, Palabra Encarnada, quien lo ha revelado» (Jn 1, 18).
La revelación del Hijo es «intrínsecamente trinitaria en su contenido, movimiento y estructura» [135], por eso Jesucristo nos revela por completo a Dios, pues «la historia personal de Jesús es la transposición, a nivel humano, de la vida interpersonal del Dios Uno y Trino» [136]. Por consiguiente, nos situamos en la Trinidad Económica como punto de partida para llegar a la Trinidad Inmanente, pues: «sólo puede ser revelador absoluto de Dios quien con él comparte ser, conocimiento y voluntad. Sólo puede ser Salvador absoluto quien comparte la vida con Dios, porque la salvación es Dios y no otra cosa» [137].
Dios revela su redención en la Sagrada Escritura
La revelación del Dios cristiano comienza ya en el Antiguo Testamento [138]. A Israel, Dios se ha revelado como su único Señor (cf. Dt 6, 4-6), Yahvéh, el cual confiere al pueblo identidad frente a otras naciones, subrayando su presencia en medio de ellos y la continuidad con sus antepasados y sus promesas. Es el Dios que crea (ברא), promete (בטח), libera )ישע), ordena (צוה), y guía (נחה), él es el terrible (נורא), el poderoso (עזוז), rey (מלך), padre (אב), madre (אם), misericordioso (חסד רב)... pero, sobre todo, es el Dios que salva, que redime (גאל) [139] (cf. Ex 15, 13; Ex 20, 20-3). La concepción de la paternidad de Dios por parte de Israel se centra más en una perspectiva soteriológica de elección y liberación/redención divina (cf. Ex 20, 2-3; Dt 4, 7-8; Dt 5, 6-7), desde la autoridad y la bondad que le son propias a Yahveh [140]. Así pues, Yahveh manifiesta y revela su nombre (a sí mismo) progresiva y paulatinamente en la acción salvífica por su pueblo, alcanzando su plenitud en el envío del Hijo y del Espíritu Santo. Hasta entonces, como preparación, y en vistas a la salvación, Dios se ha servido de diferentes mediaciones. En primer lugar, por la Palabra de Dios, creadora, eficaz, perdurable, performativa..., Dios mismo se hace presente y anuncia su voluntad a su pueblo: es palabra de salvación para Israel [141], su intervención en la historia. En segundo, la Sabiduría se concreta en el conocimiento de Dios para comprender y llevar a cabo su voluntad. Por último, el Espíritu es la fuerza de vida, el poder de Dios, presente en el ser humano y en la historia de la humanidad. Por tanto, en la revelación que Dios hace de sí mismo a Israel, se conjugan su transcendencia, mostrándose siempre superior, inalcanzable e inefable, y su imnanencia en la historia, insertándose en ella y comprometiéndose en favor de los hombres y su salvación.
Por su parte, el Nuevo Testamento recogerá y mantendrá ambas concepciones, pues mantendrá firmemente la fe monoteísta de Israel, en la que Dios sigue siendo el único, y el Hijo participa de este misterio, siendo el Espíritu Santo el envidado desde el Padre por Jesús Resucitado [142]. No obstante, comenzará una nueva comprensión de la total trascendencia de Dios, y de su total inmanencia con los hombres, a partir de la encarnación. El conjunto de la vida de Cristo, recogida en el Nuevo Testamento, nos ofrece una novedad radical en la forma de entender a este Dios, ya que toda la persona de Cristo es reveladora del misterio de Dios y el misterio del ser humano (cf. GS 22). Así pues, la revelación del Dios trinitario en el Nuevo Testamento muestra que ésta se lleva a cabo a través de la economía salvífica, presente en el Antiguo Testamento pues «el AT prepara y anuncia proféticamente la venida de Cristo, así como Cristo culmina y lleva a su consumación la revelación que se inició en el AT» (DV 3).
A) Redención por voluntad del Padre
El Hijo nos revela al Padre. Jesús establece una relación con Dios, Yahveh, que se manifiesta en su mensaje. Vivió una inmediatez divina, un sentimiento de fraternidad y confianza en Dios, con una naturalidad expresada con el término Abbá, expresión que denota, pues, esta clara transcendencia, pero, más aun, una absoluta inmanencia con él. En este sentido encontramos cierta continuidad con el Antiguo Testamento, dado que Jesús de Nazaret era judío y, por tanto, no se puede desligar su humanidad de este modo de piedad, expresión, comprensión de Dios, etc., el cual no es otro que el Dios de Israel, el Dios de los Padres (cf. Mt 22, 36-40); sin embargo, lo novedoso del cristianismo no se encuentra tanto en la utilización del vocablo Abbá (o Padre [143]), sino en su significación, función y trasfondo para la comprensión de Dios, es decir, para la revelación de la relación con Dios, la cual nos dice no qué es Dios, sino quién es Dios tal cual nos lo ha revelado Jesucristo.
Jesús habla de Dios como Abbá. Para algunos autores, como J. Jeremías, es uno de los rasgos decisivos y propios que mejor dan a entender su autoconciencia de filiación y su identidad [144]. Algunos autores, como Schlosser, contradirán esta teoría, presentando las siguientes connotaciones para entender la paternidad de Dios: obediencia, inmediatez y cercanía familiar, sin que ello suponga un uso problemático por parte de Jesús. Por consiguiente, «la inmediatez es también una de las características de esta relación que afirman esta filiación de manera única» [145], dando un indicio de la conciencia de Jesús sobre su proximidad única a Dios en el plano existencial [146]. Al fin y al cabo, la intimidad con la que Jesús se dirige a Dios con la palabra Abbá, es lo más característico de su relación con Él [147].
A su vez, para mejor comprender al Padre revelado en Jesús de Nazaret, es necesario atender a los hechos y palabras que éste llevó a cabo y pronunció, pues tanto unos como otros dan cuenta de sí recíprocamente, a la vez que proclaman el Reino de Dios, inseparable, por su parte, del término Abbá, ofreciendo, así, una conjunción vertical y horizontal de la vida proexistente de Jesús. Así pues, nos podemos fijar en las parábolas, las cuales muestran el rostro del Padre, la justificación del obrar y ser de Dios, infinitamente bondadoso y misericordioso, que ofrece salvación a quienes se dirigen a él; los dichos, los cuales revelan la actitud de Dios que acoge y busca a los pecadores, siendo revelación de Dios y Cristo; y los hechos, que hacen presente y eficaz la salvación de Dios y el inicio de una nueva creación redimida. Todos ellos nos dicen quién es Dios a la luz del estilo de vida de Jesús [148]. Así pues, Cristo es la clave y el mediador del misterio de Amor, la puerta para acceder al Padre, de manera que nosotros, en Cristo, a través del Espíritu, bendigamos al Padre (cf. Ef 1, 3-14).
B) El Espíritu redentor
El Hijo nos revela al Espíritu Santo; gracias a Él se revela la estructura trinitaria de Dios en el Nuevo Testamento. Con Él se establece una relación de dependencia como la fuerza e impulso para el ejercicio de su misión, y como aliento y don del Resucitado a los discípulos. «El Espíritu forja la entraña de Jesús y lo acompaña en su misión. El don del Espíritu a Jesús es permanente y constituyente. Sobre Él viene y permanece (Jn 1, 33)» [149].
El Espíritu Santo tiene una función determinante en la filiación de Jesús con el Padre, pues esta acontece en el Espíritu por propia decisión voluntaria y libre del Padre de convertir a los hombres en hijos de Dios. Jesús de Nazaret ha sido Hijo de Dios por el Espíritu Santo; es el ungido por el Espíritu (cf. Lc 4, 16), que le dota de identidad y autoridad para desempeñar su misión. De ahí que, siguiendo el testimonio sinóptico, Jesús es portador del Espíritu, es decir, desde una cristología pneumatológica, ha descendido sobre Él y le mueve a cumplir con el plan de redención para los hombres. Asimismo, desde una pneumatología cristológica, Jesús es el Señor y dador del Espíritu, dado que Él lo posee por su glorificación en virtud de los acontecimientos redentores acaecidos en su Misterio Pascual [150]. Gracias a su relación con el Espíritu, Jesús es fuente de vida y salvación, aliento y don (Jn 20, 22), una nueva creación que se manifiesta en una nueva vida de redención, de participación en la vida del resucitado (cf. 1Co 15, 45). Cristo es, pues, «el hombre del Espíritu, que aparece en la historia ungido y sale de la historia dándonos su espíritu y enviándonos el Espíritu» [151]. Por tanto, el Espíritu es memoria viva de Jesús, el cual actualiza, interioriza, guía hacia la verdad y da testimonio de la redención el mundo. La idea central viene dada por la adopción filial, por la cual el Espíritu nos capacita para escuchar el evangelio de la verdad desde la fe, de manera que nos sepamos destinatarios y receptores de la promesa de salvación de Dios (cf. Ef. 1, 3-14) convirtiéndose en principio constituyente de la Iglesia [152]. Así pues, «el Espíritu actúa en la glorificación del Hijo por el Padre, y del Padre por el Hijo, a la vez que actúa y obra en la transformación del hombre a imagen de Cristo y de la creación en su consumación definitiva» [153].
C) El Misterio Pascual como condensación y culmen de esta revelación
En la muerte y resurrección de Cristo, la relación del Hijo con el Padre y el Espíritu Santo llega a su plenitud. Por tanto, el Misterio Pascual es el acontecimiento trinitario por el cual se manifiesta plenamente el misterio de Dios como un misterio de comunión trinitaria, el cual abarca y toma en su ser la historia del ser humano, tanto en su debilidad como en su pecado, para llevarlo, por la redención obrada en Cristo, a la salvación prometida por Dios [154].
Desde la Trinidad se contempla el misterio mismo del abajamiento del Hijo, en el cual participan plenamente el Padre y el Espíritu, tanto en la muerte, como en su resurrección, pues, si en la muerte es el Hijo el que por obediencia se entrega al Padre en el Espíritu (cf. Hb 9, 14), en la resurrección es el Padre quien responde a esa obediencia y fidelidad del Hijo, resucitándolo por la fuerza del Espíritu Santo (cf. Rm 1, 3-4) y exaltándolo a su derecha [155]. Por su parte, en la resurrección, está presente, de igual modo, toda la Trinidad: «La resurrección del Hijo muerto se ve como la obra del Padre. Y en estrecha relación con la resurrección está la infusión del Espíritu divino» [156].
Con ello, se hace evidente al hombre el amor intrínseco e incondicional de Dios por la humanidad y su deseo de salvación para toda ella: «la crucifixión, muerte y resurrección constituyen el “sacramento de la salvación humana”», según Tertuliano (Adv. Marc, II, 27). Es en el misterio pascual donde se obra la liberación de toda la creación y llegamos a la plena revelación de la Trinidad [157]; es en él donde llegamos a comprender que la teología trinitaria es un despliegue y desarrollo de la afirmación «Dios es amor» (1Jn 4, 8) [158].
La tradición consolida la revelación trinitaria de la Redención
De igual manera que la revelación del Dios Trino en la historia es progresiva y ha quedado plasmada en la Escritura, así también ha tenido que ser aclarada y concretizada por la reflexión teológica cristiana, con el fin de mantener la fidelidad al monoteísmo desde la manifestación trinitaria en la historia de la salvación. Así pues, desde los primeros siglos se reconoce la unicidad de Dios, presentando unidos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en los acontecimientos redentores y salvíficos (cf. Mt 28, 19).
De esta manera, los padres apostólicos (Clemente el Romano, Ignacio de Antioquía, la Didajé...), reflexionan especialmente sobre la relación Padre-Hijo, afirmando la preexistencia de Cristo, al que califican como Dios. Por su parte, los padres apologetas (Justino, Taciano, Atenágoras, Teófilo de Alejandría, etc.) comienzan propiamente la reflexión trinitaria, desde la teología del Logos encarnado, dando razón de la verdadera filiación divina de Jesús, explicando su «generación» desde el engendramiento por el Padre, con quien guarda una misma naturaleza espiritual divina. Asimismo, la Teología prenicena (Ireneo, Tertuliano, Orígenes, et al.) estudiará más profundamente la unidad y distinción en Dios, a la vez que se impulsa la teología del Espíritu Santo, consolidando la fe trinitaria inmanente, siempre en vistas a la salvación del hombre. Así, Ireneo ahonda en la historia de la salvación y el valor de ésta en la carne humana, estableciendo una vinculación estrecha entre la Trinidad Económica y la Trinidad Inmanente [159]; Tertuliano afirmará que Padre, Hijo y Espíritu Santo son diversos entre sí, a la vez que inseparables, sin haber entre ellos división, aunque sí distinción (Adv. Prax.); Orígenes manifestará la posición relevante del Padre, que es el único que es Dios en sí, pues sólo Dios Padre es principio, es decir, superior al Hijo y al Espíritu Santo [160].
Con todo, el conjunto de estas reflexiones traerá consigo concepciones erróneas tales como el monarquianismo, modalismo, adopcionismo, subordinacionismo, triteísmo, etc., que harán necesario un Concilio que delimite la ortodoxia. El más reseñable de todos ellos será Arrio [161], quien sostendrá que el Padre es el principio, ἀρχή, el origen único, que excluye toda dualidad (Hijo y Espíritu Santo), por tanto, sólo la primera persona es Dios en sentido pleno. Por tanto, el Hijo sólo existió a partir de ser engendrado; sin embargo, no procede del Padre, sino que es creado de la nada, de modo que no pertenece a la esencia del Padre, sino que es un acto de la voluntad de éste. Cristo, pues, no sería Dios por esencia (origen), sino por participación (divinización en un momento dado).
Debido a esta crisis arriana, amén de otras, el Concilio de Nicea (325 d.C) tuvo que aclarar la doctrina sobre la unidad de Dios desde la revelación trinitaria para afirmar la divinidad plena del Hijo y, consecuentemente, su papel efectivo en la redención del género humano. Para ello, se sirve de un antiguo credo bautismal con el fin de mantenerse fiel a la Escritura y a lo transmitido por la Iglesia [162], sin añadir nada nuevo, sino interpretando lo ya existente [163]. De este modo, desarrolla un símbolo trinitario que reafirma la divinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo [164]. En cuanto a las dos primeras personas, la referencia al Padre recoge la herencia veterotestamentaria, afirmando que éste es origen y fuente de todo. Con más relevancia aclarará la persona del Hijo, de quien afirma que es el Unigénito (cf. Jn 1, 18), de la misma sustancia/realidad (οὐσία) del Padre, de la cual participa plenamente, siendo Dios como el Padre, de quien procede por generación. Así pues, el Hijo ha sido engendrado por el Padre, no siendo una criatura más, sino que guarda una consubstancialidad (ὁμοούσιος) e identidad. Por ende, sólo porque el Hijo es verdadero Dios, ha sido posible y efectiva su redención dando a los hombres la salvación [165].
Con todo, Nicea deja abiertas un par de cuestiones (divinidad del Espíritu Santo, relación entre las tres personas, la generación eterna...), que traerán consigo nuevas formas de herejías: pneumatómacos, macedonianos, neoarrianos, etc. Éstos, desde lo manifestado en dicho concilio, acabarán por negar la divinidad del Espíritu y del Hijo y, por consiguiente, su participación en la economía de la salvación.
Serán los padres capadocios (Basilio de Cesaréa, Gregorio Nacianceno, Gregorio de Nisa), quienes darán respuesta a estos posicionamientos heréticos. Por un lado, Basilio de Cesaréa, en sus obras «Contra Eunomio» y «Sobre el Espíritu», comenzará una reflexión sobre el Espíritu Santo, que sentará las bases para el desarrollo ulterior de la teología trinitaria desde la unidad sustancial de las personas. Su reflexión no se apoyará en la consubstancialidad, sino sobre la homotimía (misma adoración, distinguiendo entre procedencias y sucesión cronológica, para acabar afirmando que Padre, Hijo y Espíritu Santo son Dios, aunque de forma diferente): Padre, de quien todo procede, que crea mediante el Hijo y perfecciona la creación por el Espíritu Santo, remarcando así el papel activo de las tres personas en la economía salvífica. Por otro, Gregorio Nacianceno, en sus cinco discursos teológicos, será el primero en recoger la expresión «procesión» (ekporeumenon) del Espíritu Santo basándose en Jn 15, 26, para indicar su origen, poniendo así el acento soteriológico desde la cristología y la pneumatología. Por último, Gregorio de Nisa [166], continua su reflexión sobre la unidad de la esencia y el ser increado con orden intradivino, de tal forma que, continúa subrayando, sin subordinaciones, la plena divinidad del Hijo y el Espíritu.
Aun así, dadas las controversias suscitadas, se vio precisa la convocatoria del Concilio de Constantinopla I (381 d.C.), el cual supone una aclaración de las dos primeras personas, pero, especialmente, un desarrollo del artículo sobre el Espíritu Santo (Cf. DH 150); en él se confiere al Espíritu Santo un carácter personal, afirmando su señorío [167] y su carácter santificador y vivificador, así como su procedencia del Padre por «ekporeuesis». De igual manera se dice que es co-adorado y conglorificado con las otras dos personas (estando la homotimía en sinonimia con el homoousios niceno). Así pues, el Espíritu es don del Padre y el Hijo, Dios junto a ellos, y, por tanto, agente efectivo de la salvación de los hombres.
En conclusión, todas estas reflexiones y determinaciones de los primeros siglos guardan una especial relevancia vital pues la salvación del hombre sólo puede garantizarse desde la confesión de fe en el Dios Uno y Trino. De esta forma, se muestra la conexión entre Trinidad y soteoriología, y su relevancia para la vida de los seres humanos.
La vida interna de Dios por la redención
Tras la consolidación y aclaración de la realidad del misterio de Dios revelado en la economía de la salvación, comienza en la reflexión teológica un intento de comprender mejor la realidad inmanente de éste, tanto por deseo de búsqueda de la verdad, como por dar razón de la fe (cf. 1P 3, 15). De este modo, se pretende justificar la pretensión de verdad salvífica para los hombres desde la vida interna divina, partiendo del hecho de que el acceso al misterio de Dios y su redención sólo es posible a través de la economía de la salvación.
Para ello, en primer lugar, hay que afirmar que Dios es capaz de salir de sí (como muestran la creación y la encarnación) y de enviar [168]. Por este motivo, podemos hablar de la categoría de misión como categoría trinitaria y fundamento por el cual se presupone un origen (el Padre) y un fin (el Hijo y el Espíritu en la historia). En este origen común se basa la unidad de ambas misiones: el Hijo es enviado del Padre (Ga 4, 4; Jn 3, 17; Jn 5, 23) y el Espíritu es enviado del Padre (Ga 4, 6; Jn 14, 26) y por el Hijo de parte del Padre (Lc 4, 29; Jn 15, 26). Aunque relacionadas, sendas misiones son distintas, pues presentan dos formas diferentes de aparecer: la primera, de modo visible (por la encarnación), exterior, histórica...; la segunda, de manera inmanente, conformando e inhabitando a la persona, y trascendente, manifestada en la comunión de la presencia de Dios en la historia. Ambas son inseparables pues forman parte del único proyecto salvífico de Dios: la voluntad redentora del Padre.
A su vez, de estas dos misiones, se deducen dos procesiones en su ser más íntimo [169]. Así pues, en la relación personal que Jesús instaura con Dios y en su misión temporal, se revela la relación eterna del Hijo con el Padre y con el Espíritu: el Padre es origen y fuente de la historia de la salvación y, por consiguiente, de las otras dos personas y su divinidad, pues la esencia unitaria de Dios es el amor. A raíz de esto, podemos hablar de una procesión ad extra (la creación) [170] y una procesión ad intra para referirse al movimiento interno de Dios. Éste no necesita de la procesión ad extra para su plenitud, pues la completitud de su existencia es su vida ad intra, la cual puede comunicar con absoluta gratuidad y libertad desde el amor interpersonal [171]. Es decir, el Padre es el origen del amor intradivino (donación), es amor que se da; el Hijo es el amor que recibe y a la vez da y entrega (donación y recepción); el Espíritu Santo es el puro amor que sólo recibe (recepción). En virtud de esta donación y recepción gratuita, afirmamos la voluntad salvífica del Padre por pura gratuidad desde la entrega redentora del Hijo y la donación del Espíritu a la humanidad [172].
Por su parte, las procesiones dan lugar a la reflexión sobre las relaciones divinas [173]. Así pues, podemos hablar de paternidad (relación del Padre con el Hijo), filiación (del Hijo con el Padre), de espiración activa (del Padre y el Hijo) y espiración pasiva (del Espíritu con el Padre y el Hijo). De estas cuatro, sólo tres son, en Dios, relaciones distintas entre sí: la paternidad, la filiación y la espiración pasiva. Por ello, las diferencias en Dios no se dan en el ámbito de la sustancia, sino en el de las relaciones:
«En Dios nada se afirma según el accidente, porque nada hay mudable en Él; no obstante, no todo cuanto hay en Él se anuncia y se dice según la sustancia, se habla a veces de Dios según la relación» [174]. Las relaciones son, pues, la esencia misma de Dios, Dios es relación, su esencia es la relación, lo que significa que Él es amor y comunicación, por eso se comunica y ama para llevar a cabo su plan salvífico para el género humano.
Las tres relaciones opuestas entre sí nos conducen hacia la reflexión sobre las personas. Se trata de un término introducido por Tertuliano (Adv. Prax.), para designar lo plural y distinto en el ser mismo de Dios, con varios intentos de definición en la historia: «sustancia individual de naturaleza racional» (Boecio, Contra Eutychen et Nestorium 3), «existencia incomunicable de naturaleza intelectual» (Ricardo de San Víctor, De Trinitate, IV, 21) o «la persona divina significa la relación en cuanto subsistente» (cf. STh 1, 29, 4) [175]. Desde la época moderna, dadas las connotaciones sociales y psicológicas que adquiere el término, surgen diferentes propuestas para hablar de la persona divina: relación (Gunton), reciprocidad (Pannenberg, Greshake), donación (Balthasar, Ladaria) y comunión (Zizioulas). Actualmente podemos decir que persona sería un ser autónomo, dialógico, relacional, dependiente de las otras dos personas en un «serse dándose» [176]. Lo que Dios vive en su vida interna acaba manifestándose en la economía de la salvación: creación, redención, amor. Así pues, no podemos dejar de lado que los nombres Padre, Hijo y Espíritu Santo tienen su origen en la experiencia histórico-salvífica con Dios y pasan a ser nombres de la Trinidad económica [177]
Con todo, el conjunto de las categorías descritas podría resumirse con el término englobante «perijóresis»: la «presencia mutua permanente de inhabitación recíproca entre las personas divinas» [178]. Es decir, no sólo se relacionan entre sí, sino que existen en y desde las otras: la esencia de Dios son las personas en comunión [179]. Así, «el Padre está todo en el Hijo y todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre y todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre y todo en el Hijo; ninguno precede al otro en eternidad o lo supera en grandeza o le excede en poder» (Concilio de Florencia, DH 1331). Por tanto, Dios es comunión e integración, por eso puede entrar en comunión con la historia, integrarla y llevarla a la plenitud de la vida divina desde el amor hacia la salvación prometida. Por consiguiente, la reflexión sobre la vida interna de Dios sirve para volver a nuestro punto de partida: la economía de la salvación, y justificarla desde la trinidad inmanente y constatar su eficacia y significación para los hombres.
Así pues, podemos hablar de que en Dios hay diferencia, cuyo contenido es la relación, la donación y la comunión [180]. Dado que en Dios hay unidad y diferencia, puede integrar el mundo en unión con Él gracias a la encarnación y a la redención traída por Cristo. Esto se debe a que Dios se hace historia, se introduce en ella sin dejar de ser Dios y sin que la creación deje de ser lo que es [181]. Dios se convierte en un «Dios con nosotros» que lleva a plenitud la obra de la creación pues, gracias a que Dios ha compartido nuestra condición humana, podemos los hombres llegar a compartir su vida divina en el Espíritu y entrar en comunión con Él y los hombres [182] en espera de la consumación por la gracia.
Carlos Diego Gutiérrez, repositorio.comillas.edu
Notas:
62 Karl Rahner, «Grado IV: manera de entender la doctrina trinitaria», en Curso fundamental sobre la fe (Barcelona: Herder, 2007), 169-171.
63 Ángel Cordovilla, “El misterio de Dios”, en La lógica de la fe, ed. Ángel Cordovilla, (Madrid: Universidad Pontifica Comillas, 2013), 94.
64 Karl Rahner, «Advertencias sobre el tratado dogmático De Trinitate», en Escritos de Teología IV (Madrid: Taurus, 1964), 110.
65 Comisión Teológica Internacional, “Teología, cristología, antropología”, punto 2, en Documentos 1969- 2014 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos: 2017).
66 Karl Rahner, «Sobre el concepto de Misterio en la teología católica», en Escritos de Teología IV (Madrid: Taurus, 1964), 53-104.
67 Joachim Gnilka, «El mensaje del reinado de Dios», en Jesús de Nazareth. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1993), 109-201.
68 Walter Kasper, Jesús, el Cristo (Salamanca: Sígueme, 1998), 105.
69 Kasper, 102-107.
70 Vid. Capítulo VI, pág. 85-86.
71 Olegario González de Cardedal, Cristología (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2001), 146.
72 González de Cardedal, Cristología, 64-65.
73 Ibíd., 85.
74 Heinz Schürmann, El destino de Jesús: su vida y su muerte (Salamanca: Sígueme, 2003), 28-35.
75 Joachim Jeremías, Las parábolas de Jesús (Estella: Verbo Divino, 1970), 143-152.
76 Joachim Gnilka, «Curaciones y milagros», en Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1993), 145-171.
77 Gabino Uríbarri, «Habitar el tiempo escatológico», en Fundamentos de Teología sistemática (Bilbao, 2005), 253-281.
78 Rafael Aguirre Monasterio, «Jesús y las comidas en el evangelio de Lucas», en La mesa compartida. Estudios del NT desde las ciencias sociales (Santander: Sal Terrae, 1994), 17-133.
79 Manuel Gesteira Garza, «La llamada y el seguimiento de Jesucristo», en El seguimiento de Cristo, ed. Juan Manuel García-Lomas y José Ramón García-Murga, (Madrid: PPC, 1997), 33-72.
80 Vid. Capítulo IV, pág. 56-60.
81 José Vidal Talens, “Mirar a Jesús y “ver” al Hijo de Dios hecho hombre para nuestra Redención. Aportación de J. Ratzinger a la Cristología contemporánea”, en El pensamiento de Joseph Ratzinger, teólogo y papa, ed. Santiago Madrigal (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2009), 100.
82 González de Cardedal, 111-115.
83 Hans Urs von Balthasar, Theologie der drei Tage (Freiburg: Johannes, 1990), 137.
84 José Ignacio González Faus, La humanidad nueva. Ensayo de Cristología (Santander: Sal Terrae, 1991), 55-82.
85 Kasper, 150.
86 González de Cardedal, Cristología, 90-91.
87 Íbid., 113.
88 Schürmann, 117-124.
89 Gesteira, La eucaristía, misterio de comunión (Madrid: Ediciones Cristiandad, 1983), 43-47.
90 Bernard Sesboüé, «Preludio, “por nosotros”, “por nuestros pecados”, “por nuestra salvación”», en Jesucristo, el único mediador. Ensayo sobre la redención y la salvación 1, 127-133.
91 Sobre la Eucaristía vid. Capítulo IV, pág. 66-68.
92 Sesboüé, «Preludio, “por nosotros”, “por nuestros pecados”, “por nuestra salvación”», 127-134.
93 Gesteira, 45-46.
94 Albert Vanhoye, La lettre aux hébreux. Jésus-Christ, médiateur d’une nouvelle alliance (Paris : Desclée, 2002), 83-108
95 Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 327-329.
96 Rahner, Curso fundamenta sobre la fe, 313.
97 González de Cardedal, Cristología, 149-150.
98 Jacques Dupuis, Introducción a la cristología, (Estella: Verbo Divino, 1994).
99 Gisbert Greshake, Creer en el Dios uno y trino (Santander: Sal Terrae, 2000), 13-15.
100 Ladaria, 9.
101 González de Cardedal, Cristología, 127-133.
102 Vid. Capítulo VI, pág. 89-94.
103 Greshake, Creer en el Dios uno y trino, 17-23.
104 Rahner, Curso fundamenta sobre la fe, 313-315.
105 Gesteira, 33-50.
106 Íbid., 20.
107 Kasper, 175-177.
108 González de Cardedal, Cristología, 152-158.
109 González de Cardedal, Cristología, 363-365.
110 Pannenberg, 392-396.
111 Gerd Theissen, El Jesús histórico (Salamanca: Sígueme, 1999), 588-589.
112 Pannenberg, 394-395.
113 Jacques Schlosser, El Dios de Jesús (Salamanca: Sígueme, 1995), 147-149.
114 González de Cardedal, Cristología, 372-375.
115 González de Cardedal, Cristología, 363-364.
116 Pannenberg, 396-397.
117 Theissen, 244-256.
118 Vidal Talens, 67-69.
119 González de Cardedal, Cristología, 20-21.
120 Schürmann, 354.
121 Sobre la Mariología, véase Capítulo VI, pág. 95-97.
122 Antonio Orbe, “Sobre los inicios de la Teología”, Estudios Eclesiásticos 56,2 (1981): 689-704.
123 Gabino Uríbarri, “La gramática de los seis primeros concilios”, Gregorianum 91, 2 (2010): 240-254.
124 González Faus, 398-399.
125 Ibíd., 400-404.
126 Pannenberg, 409-420.
127 González de Cardedal, Cristología, 266-268.
128 Ibíd., 275-278.
129 González Faus, 423-426.
130 Gabino Uríbarri, La singular humanidad de Jesucristo (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2008), 394-411.
131 González de Cardedal, Cristología, 477-479.
132 Ibíd., 472-476.
133 Gabino Uríbarri, “La elaboración de la doctrina trinitaria a la luz de los concilios de Nicea y I Constantinopla”, Proyección 50, nº. 211 (2003): 389-405.
134 Hans Urs von Balthasar, Teológica 2, la verdad de Dios (Madrid: Encuentro, 1998), 125.
135 Thomas F. Torrance, The Christian Doctrine of God. One being three persons (Edinburgh: T&T Clark, 1996), 32.
136 Gerald O'Collins, The tripersonal God. Understanding and Interpreting the Trinity (London: Geoffrey Chapman, 1999), 35.
137 González de Cardedal, Cristología, 70.
138 Luis Ladaria, El Dios vivo y verdadero (Salamanca: Secretariado Trinitario, 1998), 115-125.
139 Ángel Cordovilla, “El Dios Goel”, Sal Terrae 93/5 (2005): 411-421.
140 Schlosser, 206-213.
141 Vid. Capítulo I, pág. 12-15.
142 Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus escritos sagrados en la Biblia cristiana (Madrid: PPC, 2002).
143 Aclaramos esta distinción no tanto por temas de traducción, cuanto más por recoger lo expresado por Schlosser (íbid.) cuando afirma que el término Abbá no estaría detrás de todas las expresiones de paternidad del Nuevo Testamento.
144 Joachim Jeremías, Abbá, El mensaje central del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1972), 17-90.
145 González de Cardedal, Cristología, 69.
146 Schlosser, 207.
147 Pannenberg, 284.
148 González de Cardedal, Cristología, 69.
149 Olegario González de Cardedal, La entraña del cristianismo (Salamanca: Secretariado Trinitario, 1997), 405.
150 González de Cardedal, Cristología, 41.
151 Íbid., 42.
152 Vid. Capítulo IV, pág. 59-60.
153 Pannenberg, 648-654.
154 Cf. Balthasar, Theologie der drei Tage, 78-81.
155 Hans Kessler, La resurrección de Jesús. Aspecto bíblico, histórico y sistemático (Salamanca: Sígueme, 1989), 234-343.
156 Hans Urs von Balthasar, “El misterio pascual”, en Mysterium Salutis, vol. 3, ed. Johannes Feiner y Magnus Löhrer (Madrid: Cristiandad, 1980), 771.
157 Cf. Balthasar, Theologie der drei Tage, 47-81.
158 Ladaria, El Dios vivo y verdadero, 27.
159 Ireneo de Lyon, Contra las herejías (Sevilla: Apostolado Mariano, 1999).
160 Orígenes, Sobre los principios (Madrid: Ciudad Nueva, 2015).
161 El conjunto del pensamiento arriano puede encontrarse en la obra de Atanasio, Discurso contra los arrianos.
162 González de Cardedal, Cristología, 230.
163 El adverbio τουέστιν del Símbolo Niceno da cuenta de esta voluntad de los padres conciliares.
164 Cf. DH 125.
165 Atanasio de Alejandría, Discurso contra los arrianos (Madrid: Ciudad Nueva, 2010), 103-104.
166 Gregorio de Nisa, La gran catequesis (Madrid: Ciudad Nueva, 1994).
167 Destacar que el original griego utiliza el género neutro (τό Κύριον) para expresar dicho señorío, de modo que no se identifique plenamente con Jesucristo, Ὁ Κύριος.
168 Greshake, El Dios uno y trino, 371-372.
169 Ladaria, El Dios vivo y verdadero, 242-253.
170 Cf. Cordovilla, El misterio de Dios trinitario, 448-450.
171 Cf. Cordovilla, El misterio de Dios trinitario, 448-450.
172 Gisbert Greshake, El Dios uno y trino, 256-263.
173 Ladaria, El Dios vivo y verdadero, 254-261.
174 Agustín de Hipona, Tratado sobre la Santísima Trinidad V, 5, 6 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1948).
175 Cf. Cordovilla, El misterio de Dios trinitario, 460-466.
176 Ibíd., 478.
177 Greshake, El Dios uno y trino, 248.
178 Cordovilla, El misterio de Dios trinitario, 479
179 Ioannis Zizioulas, El ser eclesial (Salamanca: Sígueme, 2003), 41-62.
180 Greshake, El Dios uno y trino, 85.
181 Ibíd., 380-389.
182 Ibíd., 402-405.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |