4. La doctrina sobre la contemplación en la época moderna
4.1. Mística y contemplación en los inicios de la época moderna
Se ha caracterizado a veces a la edad moderna como «edad refleja», como edad en la que el hombre reflexiona hondamente sobre sí mismo, su subjetividad y sus experiencias, poniendo como ejemplo especialmente significativo de esa actitud precisamente a la literatura espiritual. Esa afirmación puede ser matizada, ya que ni la edad moderna se reconduce sin más a la subjetividad, ni de las etapas anteriores de la historia han estado ausente las referencias, incluso amplias, a las experiencias espirituales. Es un hecho, sin embargo, que en el otoño de la edad media y en los comienzos de la moderna no sólo abundan las narraciones en ese sentido, sino que dan lugar a una amplia reflexión al respecto. Así ocurre concretamente en relación a dos grandes santos de esa época, especialmente importantes para nuestro tema: Teresa de Jesús y Juan de la Cruz.
Santa Teresa de Jesús orientó su vida de oración a partir de la vía del recogimiento, que conoció gracias a los escritos de Francisco de Osuna y Bernardino de Laredo [27], a través de los cuales le llegó también la tradición espiritual que se remonta hasta la figura de Dionisio Areopagita. Su honda experiencia personal, unida a su gran capacidad de penetración psicológica, le llevaron a repensar, y luego a trasmitir con especial vigor, una doctrina espiritual con un fuerte acento teologal y cristológico [28], y a la vez antropológico o experiencial, con claros acentos personales. La oración teresiana implica recogimiento, ir hacia lo hondo del alma, para, situándose ante Dios, en su majestad y en su encarnación, en su dársenos a conocer en Cristo hombre, progresar en la intimidad y unión con Él.
En la vivencia espiritual de Teresa de Jesús, y en el modo de expresarla, domina claramente la mística esponsal, aunque está también presente, y en lugar destacado, el lenguaje sobre la contemplación: muy abundantemente en los escritos de su primera época, como la Vida y Camino de perfección, y algo menos —el hecho puede ser significativo— en los de etapas posteriores, como Las moradas. En todo caso, la santa de Ávila recoge la terminología ya consagrada según la cual el vocablo «contemplación» se aplica a los estadios superiores o más elevados en el itinerario de la contemplación, si bien —a diferencia de Guido el cartujano, y como corresponde al modo de proceder de su época— distingue no entre lectio, meditatio y contemplatio, sino entre oración vocal, meditación y contemplación.
La capacidad de introspección, tan característica de su temperamento y en sus escritos, le llevó a afirmar, en el contexto de la gratuidad que implica toda comunicación de Dios al hombre, la existencia de momentos decisivos de pasividad. No hay crecimiento espiritual sin el deseo, al menos incoado y latente, de vivir de fe, en otras palabras, sin «disponerse» a la acción divina; pero el actuar de Dios va mucho más allá de toda disposición y de todo personal empeño. De hecho —afirma en repetidas ocasiones—, el alma percibe que Dios la eleva hasta Sí, porque quiere y cuando quiere, súbitamente, a veces con ocasión de la meditación o de la oración vocal pero también en cualquier otro contexto, en suma, trascendiendo todo previo empeño ascético. Más aún, provocando una quietud de las potencias, que permanecen ciertamente vivas, porque el alma es consciente de la presencia amorosa de Dios, pero sin prodigarse en una pluralidad de actos, antes bien, manteniéndose en quietud bajo el obrar divino.
«Será posible —citemos un pasaje especialmente sintético— que rezando el paternóster os ponga Dios en contemplación perfecta si le rezáis bien; que por estas vías muestra que oye al que le habla, y le habla su Majestad, suspendiéndole el entendimiento, y atajándole el pensamiento y tomándole, como dicen, la palabra de la boca, que aunque quiere no puede hablar si no es con mucha pena. Entiende que, sin ruido de palabras obra en su alma su Maestro y que no obran las potencias de ella, que ella entienda. Esto es contemplación perfecta» [29].
Aunque el lenguaje sobre la contemplación ocupe un lugar menos destacado en Las moradas que en obras anteriores, es innegable la continuidad del pensamiento de Teresa de Jesús a lo largo de sus diversos escritos. De hecho sus referencias a la contemplación son inseparables de ese proceso de progresiva unión entre el alma y Dios que se describe con particular detalle en Las moradas, teniendo su punto de inflexión —o, por mejor decir, de desarrollo— en la morada quinta y llega a su cumbre en las dos moradas posteriores. La perspectiva teresiana fue siempre la de quien experimenta y describe el proceso del ir hacia Dios; más exactamente, el del ser atraída y llevada por Dios a una comunión cada vez mayor con Él.
Antes de dejar a Teresa de Jesús hagamos una breve referencia a lo que tal vez cabe calificar como relativa oscilación en torno a la llamada a la contemplación; es decir, a la cuestión que surge si se comparan los textos en los que, dirigiéndose a sus monjas, consuela a las que pueden ser descritas como activas, y aquellos en lo que afirma de forma neta que el «convite» divino a la contemplación es general o universal [30]. No es nuestra intención resolver, y ni siquiera abordar el problema —intento que requeriría evocar otros muchos textos teresianos—, sino sólo apuntarlo y suscitar la pregunta acerca de si puede haber alguna relación entre los textos aludidos y otros lugares de su obra en los que se deja sentir la tendencia a superar una rígida contraposición entre acción y contemplación, y a dar entrada a un mantenerse de la contemplación (habría que determinar en qué sentido) en la acción; concretamente, las palabras sobre la unión entre acción y contemplación que se encuentran en las Meditaciones sobre los Cantares [31] y el expresivo dicho «(también) entre los pucheros anda el Señor» que nos trasmite el Libro de las fundaciones [32].
En san Juan de la Cruz la personal capacidad de introspección, no inferior a la santa Teresa, se une a amplia formación teológico-escolástica, lo que da a sus escritos (con la excepción de las poesías) un tono predominante impersonal, aunque se adivina constantemente la experiencia del que escribe. Formado, también él, en la mística esponsal, el vocablo «unión» tiene en sus escritos una posición de primer plano, si bien el término «contemplación» le sigue de cerca. En su pluma este último vocablo tiene una polisemia mayor que en Teresa de Jesús; indica, en efecto, no sólo un grado elevado en la oración —aunque esa significación, muy frecuente, da razón de las demás—, sino también otras realidades, diversas aunque concomitantes: obscuridad que purifica, unión con Dios que transforma el alma, desarrollo en la vivencia de la fe...
Aunque en ningún momento procede a un tratamiento amplio y formalizado de la naturaleza de la contemplación, en diversos pasajes de sus obras se detiene a ofrecer descripciones y definiciones bastante pormenorizadas. Mencionemos cuatro [33]:
— «La contemplación no es otra cosa que infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios, que, si la dan lugar, inflama el alma, en espíritu de amor» [34];
— «La contemplación es ciencia de amor, lo cual (...) es noticia infusa de Dios amorosa, que juntamente va ilustrando y enamorando el alma hasta subirla de grado (en grado) hasta Dios, su Criador» [35];
— «Esta Noche oscura es una influencia de Dios en el alma (...) que llaman los contemplativos contemplación infusa, o mística teología, en que de secreto enseña Dios (a) el alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender cómo» [36];
— «Esta noche es la contemplación (...). Llámala noche, porque la contemplación es oscura, que por eso la llaman por otro nombre Mística Teología, que quiere decir sabiduría de Dios secreta o escondida, en la cual sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni espiritual, como en silencio y quietud, a oscuras de todo lo sensitivo y natural, enseña Dios ocultísima y secretísimamente al alma sin ella saber cómo» [37].
Es evidente la íntima coherencia de esas cuatro definiciones entre sí y con el conjunto de la doctrina del santo. Particularmente con su constante afirmación de la primacía de la acción divina: es Dios quien otorga la contemplación, quien en ella ilumina, instruye y enseña. Destaquemos también su referencia no sólo a la pasividad del alma —en el sentido antes indicado— y a la transcendencia del actuar divino, que puede ser calificado de secreto y oculto, ya que el alma no sabe ni el cómo ni el porqué, sino también su insistencia en la desnudez, en la renuncia a todo gusto y a toda consolación, para orientar el alma sólo a quien, como Dios, está más allá de cuanto en la historia se puede pregustar.
Señalemos finalmente —aunque está implícito en lo ya dicho— la centralidad del amor. Contemplar es noticia de Dios, advertencia de la realidad de Dios; pero noticia amorosa, advertencia de la presencia en el alma de un Dios que ama y que reclama amor. De ahí la reconducción de todo el existir a ese puro amor de Dios que canta con singular fuerza la Llama de amor viva. Cabría evocar, al llegar a este punto, la totalidad del poema, pero podemos limitarnos a la primera de las estrofas, a la petición dirigida a la llama del amor que es el Espíritu Santo para que deje de ser esquivo; y a la consideración de la muerte como el momento, en el que rompiéndose la «tela» que mantiene al alma en la oscuridad y en la penumbra, llegue a su plenitud el «dulce encuentro» que comenzó ya en la vida de oración.
Ni que decir tiene que no todos los autores de los inicios de la época moderna, o de años y décadas posteriores, estuvieron dotados de la capacidad de introspección psicológica y la hondura espiritual de santa Teresa de Jesús y de san Juan de la Cruz, ni coinciden con sus planteamientos. Prácticamente la totalidad comparte, al menos en líneas generales, la consideración de la contemplación como un estadio elevado de la vida de oración y son muchos los que acuden para definirla a expresiones cercanas a las que se encuentran en los escritos de Teresa de Ávila o de Juan de la Cruz. Así ocurre —es sólo un ejemplo entre otros— en san Francisco de Sales, que la define como «atención amorosa, simple y permanente del espíritu a las cosas divinas» [38]. Pero no por ello hacen suyo cuánto esas palabras implican en el pensamiento de uno u otro de los dos grandes carmelitas, ni ponen el mismo énfasis en la contemplación o en el lugar que cabe otorgarle en el conjunto de la vida espiritual [39].
El siglo XVII, a cuya puerta nos hemos quedado, y el XVIII fueron siglos ricos en muchos sentidos, pero también siglos marcados por fuertes tensiones teológicas, tanto dogmáticas, como espirituales (baste mencionar a las relacionadas con los alumbrados y después con el quietismo). Todo ello condujo a una crisis con hondas repercusiones en nuestro tema: la ruptura entre ascética y mística, de la que no es nuestra intención ocuparnos directamente, aunque no podíamos dejar de mencionarla. Antes, sin embargo, de alejarnos de los inicios de la edad moderna y saltar a otra coyuntura histórica, resulta necesario hacer referencia a dos autores de un rango inferior a los hasta ahora considerados —pertenecen al estrato de los que cabe calificar como discípulos o comentadores—, pero de los que, si aspiramos a seguir el hilo de la historia, no cabe prescindir.
En primer lugar, el carmelita Tomás de Jesús que, en las primeras décadas del siglo XVII, publicó diversos escritos en los que, presentándola como una exégesis o prolongación del pensamiento de Juan de la Cruz, formuló con nitidez —había ya precedentes— la necesidad de distinguir entre contemplación adquirida y contemplación infusa, es decir, entre una contemplación —entendida siempre como conocimiento amoroso— que surge como desarrollo de la ordinaria vida de oración y una contemplación que es fruto de un especial don divino [40].
La distinción así planteada aspiraba, en la intención de Tomás de Jesús, a impulsar entre el pueblo cristiano la vida de oración, evitando que hubiera quienes se retrajeran de esa vida pensando que está reservada a almas a las que Dios otorga especiales dones. De ahí que alcanzara pronto difusión y fortuna. Es claro a la vez que la terminología empleada, contemplación adquirida, es impropia y se presta a equívocos, ya que la vida sobrenatural es toda ella don divino y, en ese sentido, infusa. De ahí que no faltaran críticas, a algunas de las cuales tendremos ocasión de hacer referencia.
Menciones en segundo lugar al dominico Juan de Santo Tomás que, por esos mismos años —principios del siglo XVII—, redactó unos comentarios a la Summa theologiae de santo Tomás de Aquino, posteriormente publicados con el título de Cursus theologicus, que incluye una amplia exposición sobre los dones del Espíritu Santo. Los dones son considerados por Juan de Santo Tomás —que sigue aquí estrictamente al Aquinate— como hábitos infundidos por Dios gracias a los cuales el alma adquiere una especial docilidad ante la acción del Espíritu Santo. Al mismo tiempo, y aquí está su originalidad, los relaciona, mucho más fuertemente que santo Tomás con la vida mística, presentándolos como hábitos que presuponen las virtudes teologales, pero que, al trascender el modo humano de proceder —marcado por la necesidad de la reflexión y el razonamiento—, dan origen a un proceso que conduce al alma a una comunión con Dios que amplía de hecho el campo al que daban acceso esas virtudes [41]. No todos los teólogos, ni todos los intérpretes de la doctrina tomasiana, aceptaron la propuesta del dominico portugués, pero es un hecho, sin embargo, que su obra contribuyó a que la referencia a los dones adquiriera cada vez más importancia en teología espiritual y concretamente en la doctrina sobre la contemplación.
4.2. El debate sobre la llamada «cuestión mística»
El amplio debate que se desarrolló a partir de la publicación, con pocos años de diferencia, de las monografías de Auguste Saudreau (Les degrés de la vie spirituelle, 1896) y de Augustin François Poulain (Des grâces d’oraison, 1901), y que se extendió durante medio siglo constituye, sin duda, un hito importante en la historia de la reflexión sobre la vida mística y, en ese contexto, sobre la contemplación [42].
Saudreau tiene una aspiración fundamental: poner de manifiesto la unidad de la vida espiritual. De ahí que se opusiera a la distinción entre vía ascética y vía mística, entendida tal y como lo venían haciendo diversos autores desde el XVIII, es decir, como la distinción entre dos vías o caminos, distintos entre sí. En esa línea, y dando un paso más, se opuso también a la distinción entre contemplación adquirida y contemplación infusa, tal y como la había formulado Tomás de Jesús: no hay más que una contemplación, la infusa, y a ella están llamados todos los cristianos.
El método de Saudreau, sin descuidar la referencia al testimonio de los místicos y el recurso a la experiencia cristiana, es marcadamente sistemático-especulativo. El de Poulain es, en cambio, fuertemente experimental: de hecho su obra se presenta como un estudio de los diversos modos y grados de la oración que testifica la historia de la espiritualidad. Además de esta diferencia de estilo y de método, hay entre ambos autores diferencias de fondo. Poulain considera, en efecto, que el análisis del testimonio de los santos lleva a concluir en la existencia de experiencias diversas, también por lo que se refiere a la contemplación, de modo que no puede llegarse a un modelo unitario. En ese sentido —y aún reconociendo la limitación de la terminología empleada por Tomás de Jesús— se muestra partidario de mantener la distinción entre contemplación adquirida y contemplación infusa, es decir, expresándonos en términos substantivos, entre una contemplación a la que llega el espíritu como culminación de la vida de oración y una contemplación que es fruto de gracias especiales —extraordinarias— otorgadas por Dios.
Con una y otra obra quedaba claramente planteado un debate en el que intervinieron gran parte de los teólogos y filósofos interesados por los temas espirituales, especialmente —aunque no exclusivamente— en Francia y en España: Juan González Arintero, Jean-Vincent Bainvel, Réginald Garrigou Lagrange, Joseph de Guibert, Maurice de la Taille, Ambroise Gardeil, Gabriel de Santa María Magdalena, Joseph Maréchal, Jacques Maritain... Con el desarrollarse del debate, los temas, tanto de interpretación histórica como de análisis doctrinal y especulativo, se fueron ampliando hasta implicar una reflexión de conjunto sobre la evolución de las ideas desde los inicios de la edad moderna y, en ese sentido, una cierta valoración y balance —al menos implícito— de toda esa etapa.
Como ocurre con relativa frecuencia en los debates intelectuales, no se llegó a acuerdos que cerraran la discusión, aunque sí hubo puntos de confluencia y, sobre todo, clarificación sea de posiciones sea de conceptos y de terminología. No es éste el momento para intentar ni una exposición de las diversas posiciones, ni para proceder a una consideración pormenorizada de las adquisiciones realizadas. Nos limitaremos por eso a señalar —prescindiendo de nombres y de indicaciones bibliográficas para no complicar la exposición— algunos puntos que nos parecen más significativos, poniendo el acento, como es lógico, en lo que se refiere a la contemplación.
1. El punto de acuerdo más básico y más ampliamente compartido afecta a la naturaleza de la contemplación, que —se afirma— es, en su esencia, netamente distinta de las experiencias extraordinarias (éxtasis, visiones, etc.). La contemplación, tal y como testifican los grandes espirituales —también los que han recibido dones extraordinarios— y tal y como la entiende la tradición cristiana, consiste en algo muy diverso de esos dones y experiencia, y, cabría añadir, incluso más profundo: en un acto de conocimiento y amor en virtud del cual el creyente advierte de forma vital y concreta —y en ese sentido experiencial— que está situado ante Dios y en Dios y, por así decir, rodeado y envuelto por su amor. La contemplación implica en suma pasar de la afirmación de la presencia de Dios y de la realidad de su amor —realidades ambas confesadas en todo acto de fe— a la experiencia, en uno u otro grado, de esa presencia y de ese amor.
2. En estrecha relación con lo que acabamos de decir, se rechaza de forma decidida la distinción entre la ascética y la mística entendidas como dos vías o caminos diversos. Ascética y mística, empeño personal y comunión íntima con Dios, no son dos vías, sino dos dimensiones complementarias en el existir del cristiano en el tiempo. Puede haber, en el conjunto de ese existir, momentos predominantemente ascéticos y otros predominantemente místicos, pero una y otra dimensión estarán siempre presentes. El progreso en la oración y, en consecuencia, en la intimidad concreta y viva con Dios es, por tanto, algo a lo que está invitado —más aún, exhortado— todo cristiano. En la afirmación de la realidad de esa llamada, el acuerdo es universal; si, avanzando en ese camino, se pasa a afirmar que todo cristiano está llamado a la contemplación, el acuerdo entre los autores deja de ser unánime, ya que entran en juego precisiones respecto al concepto mismo de contemplación en las que no todos coinciden.
3. Sin entrar ahora en la determinación de esas diferencias, a las que aludiremos más adelante, digamos que al analizar y caracterizar la contemplación y, más concretamente, la contemplación entendida como acto, los autores —tanto los que intervinieron en la polémica como las autoridades a las que citan y comentan— subrayan su simplicidad, es decir, la exclusión de una diversidad de actos —consideraciones, sentimientos, etc.—, que pueden haber precedido, pero que cesan en el momento de la contemplación, en la que el espíritu está todo él —o, al menos, en su nivel más radical y profundo— centrado en el conocimiento y el amor de ese Dios que ha salido a su encuentro y lo ha elevado hasta Él.
4. De ahí otro rasgo ampliamente subrayado: la pasividad, entendiendo el vocablo en el sentido en que lo hacían los autores místicos, es decir, no la mera afirmación de la gratuidad y libertad de la acción divina, sino la percepción empírica —psicológica— de la trascendencia de esa acción. En el progresar de la oración, de la comunión con Dios, el paso decisivo no corresponde al creyente, sino a Dios, que, haciéndose presente cuando quiere y como quiere, atrae al creyente hacia Sí, llevándolo a niveles nuevos de intimidad con Él. Hasta aquí estamos ante una verdad cristiana básica e indiscutida. Pero los autores espirituales y sus comentadores —o, al menos, algunos de ellos— afirman algo más: que en ese proceso puede haber momentos en los que la inteligencia y la voluntad están presentes, pero de modo pasivo, es decir, consintiendo con la atracción divina y dejándose llevar por ella; en otras palabras, acogiendo una iniciativa que no viene de ellas, aunque se hace real en ellas.
5. Dejando el plano antropológico-experiencial —en el que se sitúa el lenguaje sobre la pasividad— para pasar al ontológico, los autores —de nuevo los protagonistas del debate y los místicos que les preceden y a los que comentan— califican a la contemplación —sea en general sea, al menos, en sus grados supremos— como infusa, y ello reduplicativamente. Es decir, como un acto de conocimiento y amor que es fruto no sólo de la gracia, sino de una acción divina que, presuponiendo la gracia y las virtudes teologales, conduce a un grado nuevo de unión con Dios. En ocasiones, especialmente si se trata de autores que se mueven en el contexto de la tradición tomista, se acude, al llegar a este momento, a la teología sobre los dones del Espíritu Santo; en otros casos, se prescinde de esa teología, pero se afirma decididamente la existencia de una acción especial de Dios.
6. Al mismo tiempo, los protagonistas de la polémica —con más énfasis en unos casos, con menos en otros— tomaron nota de un dato de hecho: las fuentes —es decir, las experiencias y escritos de los grandes místicos— testifican la existencia de grados o niveles en ese acto de conocimiento y amor de Dios que es la contemplación. En relación con ese dato —aunque tiene un alcance diverso— cabe situar una de las cuestiones más vivamente debatidas: la aceptación o rechazo de la distinción entre contemplación adquirida y contemplación infusa. La totalidad de los autores reconoce las deficiencias ínsitas en la expresión «contemplación adquirida». Algunos pasan de ahí a sostener que no debe emplearse el vocablo «contemplación» más que en referencia a esos grados de la oración a los que los místicos de los inicios de la época moderna calificaron como tal, añadiéndole el calificativo de «infusa», con el alcance reduplicativo antes mencionado. Otros —incluso aceptando que hay grados de oración a los que sólo se accede en virtud de un especial don divino— sostienen que puede y debe hablarse de contemplación en referencia a grados de intimidad con Dios a los que el alma llega paulatinamente —y sin especial experiencia de saltos o de momentos de pasividad— en virtud de su perseverar en una vida de fe y, por tanto, de oración; y, en consecuencia, mantienen, al menos en parte y a falta de otra mejor, el uso de la expresión «contemplación adquirida».
7. Con el desarrollarse del debate se formuló, muy pronto por cierto, una pregunta: ¿que lugar ocupa la contemplación en la vida cristiana? O también: ¿están todos los cristianos llamados a la contemplación? En la contestación a esos interrogantes influye, como resulta obvio, la posición que se haya adoptado respecto a alguna de las cuestiones anteriores. En términos generales se afirma que la contemplación —al menos, entendida en sentido amplio, como fe y amor vivos, como comunión íntima y amorosa con Dios— pertenece al desarrollo normal de la vida nueva recibida con el bautismo. Todo cristiano está, en ese sentido, llamado a la contemplación, afirmación ampliamente aceptada, pero sujeta a diferencias de formulación y de matiz en la medida en que se intenta precisar su alcance, ya que aquí inciden gran parte de las divergencias de planteamiento de las que se ha hecho mención en números anteriores.
8. Sin pretensión alguna de exhaustividad, limitémonos a mencionar cuatro posiciones, escogidas entre las más significativas:
a) mantener el ideal de una llamada universal a la contemplación, presentando a la vez como prototipo de contemplación lo que los grandes místicos de inicios de la edad moderna describen como grados supremos de la oración, planteamiento que, teniendo en cuenta la diversidad de situaciones que testimonia la vida cristiana concreta, no deja de suscitar dificultades y conduce, en más de un caso, a atenuar la universalidad de la llamada a la contemplación, por ejemplo, distinguiendo entre una llamada remota, verdaderamente universal, y una llamada próxima, más restringida;
b) afirmar que la plenitud de vida cristiana no implica necesariamente la contemplación, o —dicho con otras palabras— que se puede crecer en la perfección de la caridad sin desembocar por ello en la contemplación, lo que implica, como es obvio, afirmar una llamada universal a la santidad, pero no una llamada universal a la contemplación;
c) distinguir entre diversas modalidades de la contemplación; es decir, entre una contemplación ordinaria fruto del crecimiento de las virtudes teologales, a la que todo cristiano estaría llamado, y una contemplación extraordinaria, fruto de dones especiales de Dios;
d) acudir, presuponiendo una estrecha relación entre desarrollo de la vida cristiana y acción de los dones del Espíritu Santo, a la diversidad entre esos dones y a la posibilidad de que, en cada cristiano, predomine la acción de unos o de otros, de modo que, en el supuesto de que predomine la acción de los dones intelectuales (sabiduría, inteligencia, ciencia), se desembocaría en una contemplación formal, expresa y consciente, mientras que, en el supuesto de que predomine la acción de los operativos, la contemplación, que también se daría de algún modo, estaría como implícita en la intensidad de un amor manifestado en obras.
5. En la encrucijada contemporánea
El debate sobre la «cuestión mística» puede darse por concluido a fines de la primera mitad del siglo XX, y ello no tanto porque, como ya apuntamos y como la exposición que precede ha puesto de relieve, se llegara siempre a conclusiones universalmente aceptadas, sino más bien porque la atención se orientó en otras direcciones. De forma un tanto esquemática puede describirse ese cambio de orientación hablando de tránsito desde una atención predominante a los aspectos subjetivos de la experiencia cristiana a una atención predominante a los aspectos objetivos de esa misma experiencia.
Esa evolución comienza ya en la década de 1930, con la publicación por el benedictino Anselm Stolz de su Theologie der Mystik [43] y se acentuó, en la de 1950, a raíz de la intervención de Hans Urs von Balthasar en diversos escritos y especialmente en la interpretación que ofreció de la doctrina de santa Teresa de Lisieux [44]. Como consecuencia de esas y de otras intervenciones se fue imponiendo en los escritos teológico-espirituales la conciencia de que el estudio de la vida espiritual debía centrarse no ya en el análisis de etapas o edades de la vida espiritual, sino en la consideración de esa vida en conexión con el dogma cristiano en cuanto tal. Más concretamente, en la consideración de la vida cristiana como apropiación por parte de cada cristiano concreto de la verdad que el dogma implica, lo que, obviamente, tiene consecuencias psicológicas y morales, pero se sitúa a un nivel más profundo.
A decir verdad, la distinción entre mística subjetiva y mística objetiva carece de fundamento. Ciertamente ha habido, especialmente en la época moderna, pero también con anterioridad, santos que han analizado y narrado sus experiencias, y otros que han guardado silencio sobre ellas. Pero todos —también quienes han dejado constancia de su personal evolución— han tenido conciencia de que lo importante no eran sus experiencias, sino la realidad del misterio de Dios revelado en Cristo y comunicado por la acción del Espíritu Santo. De ese misterio han vivido y en ese misterio impulsaban a vivir [45].
Todo lo cual tiene consecuencias respecto a la contemplación y, más concretamente, a la reflexión sobre la contemplación. No es éste el momento de desarrollar esas afirmaciones, ya que ello excede con mucho el marco propio de una relación introductoria. No quisiera, sin embargo, concluir sin llamar la atención sobre un punto, que ha aflorado varias veces a lo largo de la exposición desarrollada hasta ahora: la distinción entre lo que podemos calificar como acto contemplativo —o contemplación en cuanto acto— y lo que en cambio cabe designar como vida contemplativa.
Gran parte de las discusiones que se han sucedido a lo largo de los siglos han estado centradas en la consideración de la contemplación entendida como acto, aspirando a precisar sea su objeto sea sus rasgos característicos y su estructura epistemológica. Así ocurría ya en Platón y en Plotino y así ha continuado ocurriendo a lo largo de la historia cristiana, con las profundas diferencias que esta experiencia implica. Cabe decir que, en parte, el debate sobre la «cuestión mística» representa la culminación de ese proceso; al menos, por lo que a las perspectivas teológico- antropológicas se refiere.
La preocupación por el análisis de la contemplación entendida como acto en el que se alcanza una particular comunión con el Absoluto, ha influido fuertemente —ya desde el pensamiento griego— en el modo de entender la distinción entre vida contemplativa y vida activa, e incluso en el origen mismo de esa distinción. La vida contemplativa se concibe, en efecto, desde esa perspectiva, como un tipo especial de vida: aquella que se organiza en orden a hacer posible el acto contemplativo. Vida que, en consecuencia, aparece como vida distinta de otras —concretamente, la activa—, también legítima, aunque —así se expresa la mayoría de los autores— menos perfecta.
Es aquí donde incide más profundamente, a nuestro juicio, la evolución de la teología y de la experiencia espiritual contemporánea, en la que esa distinción entre dos vidas es puesta en tela de juicio. Mejor dicho, en la que —sin negar la legitimidad de una vida marcada por la soledad y el apartamiento del mundo en orden a la oración— se subraya que el encuentro con Dios y el crecimiento en la comunión con Él forman parte del existir de todo cristiano que sea consciente de lo que el bautismo y la gracia implican. Toda distinción radical entre acción y contemplación queda así excluida: ya que el actuar del cristiano debe ser un actuar no sólo informado por el amor de Dios sino vivido en comunión con Él; y su oración un penetrar en la hondura del Dios Trino, es decir, de un Dios cuya vida implica amor y que en consecuencia llama no sólo a conocerle sino a participar de su amor, y por tanto a amar como Dios ama y a quienes Dios ama. Toda vida cristiana está llamada a ser, solidaria e inseparablemente, activa y contemplativa. Dicho con otras palabras, la contemplación es, en consecuencia, no tanto elemento configurador de una determinada condición vida, cuanto dimensión de toda vida cristiana.
Así se puso de relieve, en algunos momentos, durante el debate sobre la «cuestión mística» [46]. Y así ha sido subrayado con especial fuerza, partiendo no ya de una reflexión intelectual sino de la experiencia vivida y de la doctrina proclamada por algunas de las grandes personalidades de la Iglesia contemporánea. Me limito a citar una, de la que nos ocupamos en este simposio: san Josemaría Escrivá. Permitáseme por ello que termine con dos citas suyas, la primera tomada de una de sus Cartas dirigidas a fieles del Opus Dei, la segunda de una de sus homilías dirigidas al gran público. «Almas contemplativas en medio del mundo: eso son los hijos míos en el Opus Dei, eso habéis de ser siempre (...). Y en cada instante de nuestra jornada, podremos exclamar sinceramente: loquere, Domine, quia audit servus tuus (1S 3, 9); habla, Señor, que tu siervo escucha», afirma en la primera [47]. Y en la segunda: «En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria» [48].
Profundizar en esas afirmaciones, y otras análogas, proceder a precisar su alcance y a analizar la tradición teológico-espiritual a la luz de cuanto aportan la teología y la experiencia contemporánea, constituye, sin duda alguna, una de las tareas de mayor calado con las que se ve confrontada la teología espiritual contemporánea.
José Luis Illanes, en revistas.unav.edu/
Notas:
27. Ver por ejemplo Libro de la vida, c. 4, n. 7 (SANTA TERESA DE JESÚS, Obras completas, ed. de E. Llamas y otros, Madrid 2000, 18). Para una introducción a la doctrina de santa Teresa, además de la relación de A.M. SICARI en este simposio (La contemplazione ecclesiale di santa Teresa di Gesù), ver J. CASTELLANO, «Teresa di Gesù», en E. ANCILLI y M. PAPAROZZI (eds.), La Mística. Fenomelogia e riflessione teologica, Roma 1984, vol. I, 495-546, con amplia bibliografía.
28. Limitémonos a mencionar las declaraciones, netas y bien conocidas, del Libro de la vida, cap. 22 (Obras completas, ed. citada, 134 ss.).
29. SANTA TERESA DE JESÚS, Camino de perfección, c. 41, 1-2, en el códice de El Escorial; en el códice de Valladolid, c. 25, 1-2 (Obras completas, ed. citada, 588 y 734).
30. Camino de perfección, cc. 27-29 y 32-33 en el códice de El Escorial; en el códice de Valladolid, cc. 17-18 y 20 (Obras completas, ed. citada, 562-568, 572-572, 702-710 y 717-720).
31. Meditaciones sobre los Cantares, c. 7, 3 (Obras completas, ed. citada, 1080).
32. Libro de las fundaciones, c. 5, 8 (Obras completas, ed. citada, 332).
33. Tomamos esta selección de F. RUIZ-SALVADOR, «Giovanni della Croce», en E. ANCILLI y M. PAPAROZZI (eds.), La Mistica. Fenomelogia e riflessione teologica, cit., 573 (el estudio sobre Juan de la Cruz ocupa las pp. 547-597, con amplia bibliografía).
34. Noche oscura, l. 1, c. 10, n. 6 (SAN JUAN DE LA CRUZ, Obras completas, ed. de L. Ruano de la Iglesia, Madrid 1982, 342).
35. Noche oscura, l. 2, c. 18, n. 5 (Obras completas, ed. citada, 402).
36. Noche oscura, l. 2, c. 5, n. 1 (Obras completas, ed. citada, 361).
37. Cántico espiritual B, cant. 39, n. 12 (Obras completas, ed. citada, 727).
38. SAN FRANCISCO DE SALES, Tratado del amor de Dios, l. 6, c. 3 (en Oeuvres de Saint François de Sales, Annecy, t. IV, 312; tomamos la versión castellana de la edición preparada por las Religiosas de la Visitación del monasterio de Madrid, Madrid 1995, 345-346, no sin señalar que esta edición incorpora una traducción precedente: la realizada por Francisco de la Hoz, y publicada en el t. II de las Obras selectas de san Francisco de Sales, Madrid 1954).
39. Remitamos de nuevo, para no ampliar los ejemplos, a san Francisco de Sales, cuyo Tratado del amor de Dios tiene como eje estructural el amor a Dios y la totalidad de sus implicaciones, manifestaciones y consecuencias, y en el que la referencia a la contemplación está incluida en unos capítulos (los que integran el libro 6) dedicados a la oración, vista como ejercicio espiritual gracias al cual se alimenta y crece el amor considerado en su doble vertiente: amor afectivo y amor efectivo; amor que está en el afecto y amor que está en las obras.
40. La contemplación adquirida es —digámoslo con sus propias palabras— «un conocimiento amoroso y libre de razonamientos de la altísima Divinidad y de sus efectos, alcanzada gracias a nuestra dedicación personal»; la infusa, por el contrario, es «un conocimiento de la altísima Divinidad y de sus efectos, que procede de los dones de inteligencia y de sabiduría»: TOMÁS DE JESÚS, De contemplatione divina, l. 2, cc. 3 y 4. Bibliografía sobre Tomás de Jesús en SIMEONE DELLA SACRA FAMIGLIA, Panorama storico-bibliografico degli autori spirituali teresiani, Roma 1972, 31-35.
41. De esta parte del Cursus Theologicus, hay versiones a diversas lenguas modernas, concretamente: castellana (Los dones del Espíritu Santo y perfección cristiana por Juan de Santo Tomás, traducción, introducción y notas de Ignacio G. Menéndez-Reigada, Madrid 1948), francesa (Jean de Saint-Thomas. Les dons du Saint-Esprit, traducción de Raïssa Maritain, con prólogo de Réginald Garrigou-Lagrange, 2.ª ed., Paris 1958) e inglesa (The gifts of the Holy Ghost by John of St. Thomas, traducción de D. Hughes y M. Egan, con prólogo de Walter Farell, London 1951). Para una colocación de la posición de Juan de Santo Tomás en el contexto de las interpretaciones de la doctrina del Aquinate sobre los dones, ver la bibliografía ya citada en nota 17.
42. No es pues extraño que haya sido objeto de exposiciones histórico-teológicas, de entre las que destacamos tres:
— Ch. BAUMGARTNER, «Contemplation. Conclusion générale», en Dictionnaire de Spiritualité, vol. II, cols. 2171-2193; texto que, aunque formalmente se presente como una conclusión de la amplia encuesta realizada por el Dictionnaire, de hecho constituye más bien un análisis de las conclusiones a las que condujo el debate indicado.
— C. GARCÍA, Corrientes nuevas de teología espiritual, Madrid 1971 (nueva edición revisada y actualizada: Teología espiritual contemporánea. Corrientes y perspectivas, Burgos 2002); dedica al movimiento o cuestión mística el primer capítulo de la obra (15-61 de la ed. de 2002), en el que, después de una breve síntesis del desarrollo del debate, procede a analizar las diversas posiciones siguiendo los temas que se plantearon.
— M. BELDA y J. SESÉ, La «cuestión mística». Estudio histórico-teológico de una controversia, Pamplona 1998; en el que los autores, siguiendo un esquema predominantemente cronológico, aunque con preocupación sistemática, analizan con detalle el pensamiento de los protagonistas del debate, ofreciendo la monografía más completa hasta la fecha.
43. La obra, fruto de unas conferencias pronunciadas un año antes, apareció en Regensburg, en 1936 (hay traducción castellana: Teología de la mística, Madrid 1952).
44. H.U. VON BALTHASAR, Therese von Lisieux, Colonia 1950 (trad. castellana: Teresa de Lisieux, Barcelona 1957); ese ensayo fue completado por otro sobre Isabel de Dijon publicado en 1953; ambos textos fueron luego recogidos en la obra Schwestern im Geist, Einsiedeln 1970 (hay traducción italiana: Sorelle nello Spirito: Teresa di Lisieux e Elisabetta di Digione, Milano 1974). Otros escritos suyos coincidentes en esa misma línea son los artículos Teología y santidad y Espiritualidad, incluidos ambos en Verbum caro. Ensayos teológicos I, Madrid 1964, 235 ss y 290 ss (el primero apareció originalmente en 1948, el segundo en 1958), así como diversos pasajes de Herrlichkeit.
45. Así lo puso de relieve, en referencia a santa Teresa de Jesús, el carmelita T. ÁLVAREZ en su estudio «Santa Teresa de Jesús, contemplativa», que, publicada en 1962 (Ephemerides carmeliticae 13, 1962, 9-662), marcó un hito en la historia de los estudios teresianos (está recogido en T. ÁLVAREZ, Estudios teresianos, t. III, Burgos 1996). Ver también, como síntesis de su planeamiento, la voz «Contemplación», que incluye en el Diccionario de Santa Teresa, Burgos 2002, 172-176.
46. Pensamos concretamente en la intervención en ese debate de Jacques y Raïssa Maritain y, más específicamente, en sus afirmaciones —significativas, aunque no exentas de limitaciones— sobre la contemplation sur les chemins, la contemplación en los caminos. Sobre el pensamiento maritainiano a este respecto, ver nuestro estudio «Acción y contemplación en el itinerario intelectual de Jacques y Raïssa Maritain», en AA.VV., El caminar histórico de la santidad cristiana. De los inicios de la época contemporánea hasta el Concilio Vaticano II. Actas del XXIV Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Pamplona 2004, 437-454.
47. Carta 11.III.1940, n. 13. Junto a esta cita, pueden encontrarse otras en las páginas que dedicamos a este punto en La santificación del trabajo, 10.ª ed. revisada y ampliada, Madrid 2001, 117-145 y en Existencia cristiana y mundo, cit, 311-331. Ver también las que aporta la ponencia de este simposio a la que hace un momento aludíamos en el texto (M. BELDA, La contemplazione in mezzo al mondo nella vita e nella dottrina de san Josemaría Escrivá de Balaguer).
48. Conversaciones, n. 116.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |